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Beethoven

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BEETHOVEN

BIBLIOTt:CA SALVAT 00
GRANDES BIOGKMIAS
BEETHOVEN
MARION M. SCOTT

Prólogo
ARTURO REVERTER

SALVAT
Versión española de la obra original inglesa: Beethoven,
publicada por J. M. Dent and Sons, Ltd. Publishers, Londres.

Traducción del inglés a cargo de Juan G. Basté.

Las ilustraciones cuya fuente no se indica proceden del Archivo Salvat

© Salvat Editores, S.A. , Barcelona, 1985.


©J. M. Dent and Sons, Ltd. Publishers, Londres.
ISBN: 84-345-8145-0 (obra completa).
ISBN: 84-_345-8194-9.
Depósito legal: NA-877 -1985
Publicado por Salvat Editores, S.A., Mallorca 41-49. 08029 - Barcelona.
Impreso por Gráficas Estella. Estella (Navarra), 1985.
Printed in Spain
Indice

Página
Prólogo 9
Primera parte: LA VIDA
l. La familia del compositor 17
2. El pequeño Ludwig 26
3. Adolescencia y madurez 34
4. El gran mogol 45
5. El más infeliz de los hombres 54
6. El amante 66
7. Los últimos años del compositor 76
Segunda parte: LA PERSONALIDAD
8. El hombre 91
9. El músico 105
Tercera parte: LA OBRA
10. Obras para piano 121
11. Música orquestal 135
12. Música dramática 159
13. Música vocal 173
14. Música de cámara 187
Notas 217
Cronología 219
Testimonios 223
Bibliografía 227

-5-
Ludwig van Beethoven
(1770-1827)

«El Genio de Bonm>, «el Gran Sordo», «el Único» ... todos
los adjetivos han sido agotados para referirse a Ludwig van
Beethoven, nacido el 16 de diciembre de 1770 en la pequeña
ciudad alemana de Bonn. Su increíble talento y su vocación
musical estuvieron a punto de ser anulados por la pretensión
de su padre de presentarlo como un «niño prodigio»
y por el inhumano régimen de estudios a que fue sometido
en su niñez. La muerte de su madre le dejó tempranamente
a cargo de su familia y en 1792 fijó definitivamente su
residencia en la capital austríaca. Allí concibió y desarrolló
su obra creativa, amplia, poderosa, columna vertebral de toda
la evolución posterior del arte musical. A partir de 1797
comenzó a experimentar una creciente pérdida de la facultad
auditiva que le llevó a una sordera irreversible y total. Esta
desdicha no alteró en lo más mínimo su poder creativo, y
algunas de sus más sublimes obras fueron compuestas cuando
ya se encontraba totalmente sordo. Permaneció soltero toda su
vida haciéndose cargo de la crianza y la educación de un
sobrino con el que mantuvo una relación llena de amor,
incomprensiones y tensión. Falleció en Viena el 26 de marzo
de 1827. Beethoven es una personalidad artística inclasificable,
que trasciende todas las corrientes y escuelas; se le considera,
sin embargo, el gran fundador del romanticismo musical, y en
su grandioso aporte hay reformas que tuvieron influencia
decisiva en la música de los años siguientes. Pero además, fue
el paladín de la dignidad y la independencia de los creadores
artísticos. Su poderosa voluntad le permitió liberarse de
las servidumbres que condicionaban entonces la vida y la
creatividad de los artistas y forjar la primera imagen moderna
del músico independiente.

<111 Ludwig van Beethoven, según un retrato pintado por Joseph Karl Stieler en
1920. Beethovenhaus, Bonn.

-7-
Prólogo

Beethoven o la gracia del genio


por Arturo Reverter

A la hora de escribir una introducción a una biografía sobre


Beethoven es difícil seleccionar, de entre la multitud de rasgos que
definen y caracterizan la figura del compositor, los que pueden ser
tratados como presentación, como pórtico que sitúe al lector frente a un
genio tan singular. De pocos músicos se ha hablado y escrito tanto, se ha
fantaseado y se ha empleado todo tipo de literatura, buena, mala y regu-
lar. Pocos son los que han provocado tantos y tantos lugares comunes,
edificados -como todo tópico- sobre bases ciertas, pero pobre, esque-
mática y superficialmente elaborados. La sordera, la misantrop(a (cuando
no la misoginia), la grosería, la introspección, el desequilibrio, la tacañería,
la rebeldía y, por supuesto, la genialidad son conceptos que, generalmente
de manera poco matizada, han sido conectados con el compositor cuya
personalidad, así enfocada, sin el necesario claroscuro y sin el exigible
análisis en profundidad, ha quedado muchas veces epidérmicamente
descrita, cuando no torpemente deformada.
Beethoven -como suele suceder con todo artista- no hubiera pa-
sado, naturalmente, a la historia, con todas sus contradicciones perso-
nales, si no hubiera estado tocado por la gracia del genio y capacitado
para ordenar a su modo, de manera original y exclusiva, con una sólida
técnica adquirida y una innata facilidad para la improvisación pianística,
los sonidos de las escalas mayor y menor. Aunque, desde luego, es difícil
separar los atributos que de natural poseía para construir un nuevo
lenguaje musical de todos aquellos elementos que constituían su perso-
nalidad humana que, en todo caso, aparecía enmarcada por una serie de
factores políticos, históricos y sociales y situada en una zona geográfica
determinada y determinante. Beethoven -y así pareció quererlo el
destino- apareció en donde tenía que aparecer-aunque nació en Bonn,
vivió la mayor parte de su vida en Viena-, en el momento justo, en el

~Al fondo, detrás de la .ventana, las torres de la iglesia del pueblo de


Heiligenstadt, donde Beethoven buscó aislamiento y consuelo en 1802.
El músico comprendió la gravedad de su sordera al comprobar que no
podfa escuchar las campanas del cercano templo.

-9-
instante en que se necesitaba. En una coyuntura histórica singular, entre
dos siglos, cuando el clasicismo, de la mano de Mozart y Haydn, había
alcanzado su perfección, cuando una nueva clase, la burguesía, empeza-
ba a ocupar un puesto importante en la sociedad y cuando se vislumbra-
ba ya la primera luz del romanticismo, de quien Beethoven iba a ser,
junto con Weber, y en mucho mayor medida que éste, aunque sólo en
determinados aspectos, un avanzado. De ahí que se haya considerado al
compositor de Bonn como una figura clave, una figura testigo y protago-
nista de violentas convulsiones sociales, políticas y artísticas; una figura
«bisagra». Y en buena parte esta aseveración es cierta, aun cuando su
«mensaje», por llamarlo de alguna forma, no sería recogido inmediata-
mente por sus mós próximos herederos -Schubert, Schumann, Men-
delssohn ... -. En realidad sus hijos musicales mós puros -que, de todos
modos, tampoco llegaron a asumir toda la profunda novedad y originali-
dad de su lenguaje- no aparecerían hasta fines de siglo. Entre ellos,
Bruckner y Brahms.
Es curioso que Beethoven, que tan «difícil» resultó -como artista
adelantado y original que era- para la mayoría de sus contemporáneos,
llegara a tener en vida, pese a ello y a su general aislamiento de la
sociedad que le rodeaba, una enorme fama, comparable a la de Haydn e
infinitamente superior a la de Mozart. Baste resaltar, para confirmarlo,
que éste murió casi en la más completa soledad y fue enterrado, según
todos los indicios, en una fosa común. Beethoven, por el contrario, tuvo
un entierro solemne, con todos los honores, al que asistieron mós de
veinte mil ciudadanos. No menos curioso resulta, como una contradic-
ción más definitoria de su personalidad, el que ese lenguaje difícil, que se
correspondía a un carácter no menos difícil, haya tenido un inmenso eco
no ya en los músicos que le sucedieron -y ya se ha apuntado algo sobre
ello-, sino en el público, el auténtico destinatario de su mensaje musical,
que a través de multitud de generaciones ha recibido y degustado su
obra desde entonces a nuestros días. ¿Qué características posee la
música del compositor alemán para que, prácticamente sin disidencias,
a todos llegue, incluso a los más contrarios al arte de los sonidos? ¿Qué
extraña magia poseen sus texturas sonoras que convencen por igual al
conocedor, al estudioso que al ignorante o al simple aficionado medio?
La contestación no es fácil y, sin duda, no es única. Probablemente no
pueda consistir en una simple demostración de las bondades de su
lenguaje, en un anólisis técnico-expresivo de su escritura, dotada, por
supuesto, de rasgos geniales fácilmente perceptibles y por ello suscepti-
bles de ser estudiados, examinados y definidos. Hay algo misterioso,
extrañamente energético, un impulso raro e intenso que hace que su
música sea, a pesar de sus habituales y complejas tensiones armónicas y
temóticas -sobre las que se edifica una nueva dialéctica-, digerible,
directa y comunicativa, comprensible para todos.
No creo haber sido el único -y me permito con ello consignar aquí
una experiencia personal- en haber llegado a la música, en su más
amplio sentido, a la Gran Música si se quiere, a partir de un primer
contacto con la de Beethoven. Tampoco el primero en conocer una

-10-
composición suya y tener la sensación de haberla escuchado ya con .-
anterioridad, de pensar que la pieza, por algún extraño mecanismo,
estaba ya alojada en mi memoria. Me sucedió con la Quinta Sinfonía.
Tuve oportunidad de o(r/a, hace muchos años, en casa de un amigo. Su
padre poseía una buena colección de antiguos discos de 78 revolucio-
nes. Entre ellos estaba la monumental obra en do menor, que ocupaba
unas seis caras en una histórica versión de Sergei Koussevitzki al frente
de la Sinfónica de Boston. Lamentablemente, no se sabe por qué,faltaba
el tercer disco y nos quedábamos siempre con la frustración de no poder
escuchar más allá de la primera aparición del esplendoroso y exultante
tema inicial del allegro conclusivo. Pero lo que importa resaltar aquí,
sobre todo, tras escuchar por vez primera el célebre comienzo, célula
fundamental de toda la obra (sol-sol-sol-mi), es la sensación inmediata,
casi violenta, de encontrarse con un tema, un ritmo, una armonía y una
Umbrica, constitutivos de ese diseño inicial, perfectamente conocidos
desde siempre. Sensaciones como ésta son las que permiten calificar a la
música beethoveniana, y éste es uno de sus principales rasgos, en el que'
todos están de acuerdo, de humana, por lo que tiene de humanista; de
universal, por lo que tiene de comprensible. Quizá nunca, ni siquiera en
pleno romanticismo, en donde la confesión íntima y particular accedía
más a primer plano, se haya compuesto una música que ofrece de
manera más sincera y directa todo el drama del hombre. Y ello realizado
a través de un perfecto control racional en el que el ímpetu, la intensidad,
la energía vitalista y la efusión aparecen sier:npre ordenadas -desde
nuevas perspectivas musicales, por supuesto- dentro de un lenguaje
característico que obedece a unas reglas muy concretas. /
El musicólogo inglés William McNaught, un poco en relación con lo
manifestado más arriba, cree encontrar el auténtico carácter de la músi-
ca beethoveniana en la unidad indefinible e indestructible que conforma
una serie de elementos integrantes (melodía, armonfa, ritmo, forma ...):
uCuando escuchamos una gran composición de Beethoven son todo el
hombre, toda la obra y todo el mundo los que penetran en nuestra mente
y otorgan carácter y profundidad a la experiencia.» Y esto fue una
constante en toda su música. Escuchamos el todo y las partes, que
pueden ser tratadas por separado, pero cuya suma es en todo caso
menos grande y singular que el todo en el que se integran. Las caracterís-
ticas de cada una de las partes fueron perfeccionadas, afinadas y acuña-
das por el compositor a partir de la herencia recibida del clasicismo.
Beethoven potenció las propiedades de la melodía, del ritmo o de la
forma, las incluyó en una nueva e inesperada dimensión, pero nunca
cambió su básico carácter; ni siquiera en su época postrera. Mostró
siempre respeto y hasta veneración por Haydn, que había sido ocasional
maestro suyo, y, sobre todo, por Mozart y, al comienzo de su carrera,
llegó a seguir fielmente los postulados de otros músicos, tales como
Salieri, Hummel, Weber o Clementi y admiró poderosamente, ya bien
entrado el siglo XIX, a Cherubini, a cuya imagen y semejanza -aunque
con su propio lenguaje- construyó su única ópera. Para Charles Rosen,
nu tor de un importante trabajo sobre el clasicismo, es difícil calificar a

-11-
Beethoven como clásico o como romántico, ya que, como se ha apunta-
do, estaba un poco a caballo entre uno y otro estilo. De todas formas, el
músico alemán fue un poco siempre pbr libre, sin atenerse a esta o a
aquella escuela, a esta o a aquella tendencia. Por lo cual no parece
tampoco conveniente dividir su vida, en lo que se refiere a su creación, en
tres periodos cerrados, que usualmente se fijan as(: el primero hasta
1800, al cumplir el compositor treinta años; el segundo, de 1800 a 1815,
donde aparece Rdelío, en donde se crean de la Tercera a la Octava
sinfonías, los cinco cuartetos para cuerdas Opus 59, Opus 78 y Opus 95,
y algunos importantes conciertos y sonatas para piano; el tercero, de
1815 a 1827, en el que figuran las obras más importantes del músico:
las últimas sonatas para piano, los cinco últimos cuartetos para cuerdas,
la Novena Sinfonía, la Missa Solemnis... Esta división, que en su dfa fijara
Wilhelm von Lenz, es hoy, para muchos estudiosos -entre ellos Rosen-
pe/igrosa y poco ajustada a la realidad de los hechos, porque, en definiti-
va, cabe afirmar que el lenguaje musical del compositor de Bonn, que,
curiosamente, recibió escasa influencia de la obra de Bach, permaneció
durante toda su vida esencialmente clásico: partió primero de una lata y
diluida versión de los métodos de Mozart o Haydn, y poco a poco, tras
adoptar a partir de 1802 las mayores libertades sobre tal esquema,
volvió a las formas más estrictas y concisas de sus antecesores, si bien,
naturalmente, desde presupuestos vitales y artísticos muy diferentes.
Y una prueba de lo dicho es que Beethoven no llegó a abandonar
nunca durante su vida de compositor, como base de operaciones, la
forma sonata, que los clásicos habían definido y configurado magistral-
mente estableciendo la polaridad tónica-dominante. Sin embargo, el
músico, partiendo de estos principios estructurales, creó una nueva
dialéctica que empieza a eliminar el racionalismo para comenzar a
adentrarse en los contrastes del mundo interior, que aparece ya, a través
de audaces innovaciones, más que vislumbrado en los últimos cuartetos.
Porque desde el principio Beethoven había intentado encontrar sustituti-
vos, dentro de la apuntada secuencia, para la dominante y comenzó por
ello a establecer sucesiones de tonalidades y a usar, en sustitución de
aquélla, la mediante y la submediante, al contrario de lo que posterior-
mente, con menor libertad creativa, sin embargo, llevaron a cabo los
románticos, que se esforzaron en utilizar la subdominante, y que, por lo
que atañe al trabajo sobre la citada forma, fueron más conservadores,
aunque fueran más lejos que el músico de Bonn en otro tipo de estructuras.
La armonía beethoveniana, abrupta, áspera en ocasiones, extrañó a
sus coetáneos. Ya desde el comienzo de su Primera Sinfonía, que inicia
con un acorde de dominante, puso su sello a un lenguaje que con los
años habría de evolucionar y que encontraría una de sus primeras altas y
fundamenta/es cotas en la Sinfonía «Heroica», en cuyo primer movimien-
to se encuentra el desarrollo más largo de toda su obra (245 compases).
En ella también empieza a adquirir la máxima dimensión la contraposi-
ción dramática entre momentos heroicos y momentos líricos, entre
motivos masculinos y femeninos, creadores de un especial juego dialécti-
co de tensiones, de las bases para que pudiera desarrollarse un extraño

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«drama sin palabras". Ya en sus últimos tiempos, y aún estando presente
el esquema formal sonatístico, este desarrollo dramático desembocó de
manera progresiva en el principio de la variación temática continua, que
lleva a una superior concentración de la materia sonora.
Beethoven dio a la melodía un nuevo carácter emocional, afectivo
a veces rudo, a veces delicado, que otorgaba protagonismo al propio
sentimiento. En lo rítmico es fundamental el uso del sforzando, que crea
un discurso lleno en ocasiones de ansiedad, caracterizado también por el
énfasis y la reiteración. Estos rasgos son perfectamente apreciables en
/os terceros movimientos de sus sinfonías y de sus cuartetos, en los
tremendos scherzi, una vez que desterró el tradicional minueto.
Resulta asombrosa la capacidad del compositor para, partiendo de
una orquesta esencialmente idéntica a la utilizada por Haydn en sus
últimas sinfonías o por Mozart en Don Giovanni o La flauta mágica,
obtener /os más impresionantes efectos a base de exigir mayores presta-
ciones a /os instrumentos y de emplear un más ancho espectro dinámico.
En la vida de Beethoven -como podrá comprobar el lector a través
de la biografía que se le ofrece en este libro- desempeñaron importante
papel diversos factores que contribuyeron a perfilar y a forjar su
personalidad humana y artística, llena, como la de casi todo hombre, de
contradicciones. Es chocante, por ejemplo, que un hombre de espíritu
progresista, que recogió en buena medida las ideas provenientes del
iluminismo y que puede ser calificado como un humanista de carácter
bastante revolucionario en lo político y en lo social, se mostrara tan
cerrado en lo que atañe a la moral de las costumbres con su hermano
Johann, a quien recriminó que conviviera con una mujer sin estar casado
con ella (Johann finálmente hubo de casarse presionado por su hermano).
También resulta paradójico que frente a sus preocupaciones políticas y
sociales, y a su actitud frente a la nobleza, perdiera el tiempo en cuestiones
de poca monta y se obsesionara hasta el punto en que lo hizo con su
sobrino Karl, hijo de otro de sus hermanos, a quien destinaba la magra
fortuna que había conseguido reunir tras la dura lucha de cada día. Pero
estas contradicciones, así como los rasgos negativos de su carácter -el
mal trato que daba, por ejemplo, a los criados- tienen poca importancia
cuando comprobamos que, pese a todo, el compositor poseía una
auténtica grandeza de espíritu, era consciente de la importancia de su·
labor en la sociedad en que vivía y asumía el protagonismo propio de un
artista, que como tal se consideraba superior o, al menos, igual que las .
personas que lo contrataban. Como hombre de cultura se daba cuenta '
de la función social que desarrollaba y del derecho de tratar de tú a tú 4
sus propios mecenas. Por ello las relaciones que mantuvo con alguno~
de sus protectores, como los príncipes Lobkowitz y Lichnowsky o ef
archiduque Rodolfo, hermano del emperador, no fueron siempre cordia-
les. Pero su actitud abrió caminos a los artistas que vinieron tras él,
rompiendo la clásica relación de servilismo que mantenían los músicos,
una especie de criados de alto rango, con sus señores.
El año 1802 fue capital, definitivo en la vida del músico, ya que a lo
largo de él se agudizó su sordera, cuyos primeros síntomas se habían

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iniciado en 1798, y se hicieron presentes algunos de los otros males
-una disentería crónica, por ejemplo- que le aquejaron durante buena
parte de su existencia. En el verano de dicho año se trasladó a Heiligen-
stadt, localidad cercana a Viena, y ali(, en octubre, redactó lo que se
conoce por el "Testamento de Heiligenstadt», un documento dirigido a
sus hermanos en el que, sin embargo, parece lanzar un grito desespera-
do hacia toda la humanidad. Las palabras ccadiós" y «amoni aparecen
constantemente a lo largo del documento, en donde el músico parece
querer despedirse de la vida, consciente de que ésta muy pronto va a
acabarse para él. Esta toma de conciencia, este reconocimiento de una
situación, la presencia de ánimo que para ello era preciso desplegar,
verdaderamente ejémplares, removieron de alguna forma sus ansias y
constantes creativas. Algo cambió en él a partir de tal momento y uno de
los primeros frutos, entre los años 1803 y 1804, fue la Sinfonía «Heroi-
ca», piedra blanca dentro de su trayectoria compositiva. La historia
desde aquí, con todos los acontecimientos políticos que habrían de
sobrevenir en el primer cuarto de siglo, es conocida. Beethoven, situado
en Viena, uno de los centros neurálgicos de la Europa de su tiempo,
evolucionaría en paralelo y, poco a poco, ya hacia el final de su existen-
cia, iría absorbiendo y transformando todas sus vivencias en una obra
cada vez más ensimismada, más concisa y austera, más revolucionaria.
Verdadero testamento para las generaciones venideras. En sus últimas
composiciones encontramos la definitiva síntesis de su persona y obra,
localizamos la huella de toda su vida, encontramos el mensaje de una
auténtica religión -Beethoven no era un creyente en sentido estricto-:
es el testimonio de uno de los más grandes artistas de todos los tiempos.

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Primera Parte
LA VIDA
l. La familia del compositor

Durante su última enfermedad alguien obsequió a Beethoven con


un dibujo que representaba el lugar de nacimiento de Haydn, dibujo que
suscitó en él un extraordinario interés. «iPensar -exclamó- que un
hombre tan grande iba a nacer en una casa de campo tan vulgar!»
Visitar el lugar de nacimiento del propio Beethoven constituye una
experiencia realmente emocionante. Hoy, como antaño, el viajero se
aproxima a Bonn a través de un paisaje verde, brillante durante la
primavera, con aquellas huertas floridas que dan fama a las tierras del
Rin. Y como antaño también, hoy las Siete Montañas muestran sus
bellos contornos, con el cielo azul como fondo en el sureste y el gran Rin
fluyendo rápidamente hacia el norte debido a las nieves de Suiza. La
pequeña ciudad se levanta en la orilla oeste, justo en aquel punto en que
el río, fluyendo con mayor rapidez que el paso de un hombre, surge de la
fascinante garganta del Rin, con sus kilómetros de montículos serpen-
teantes, de precipicios rocosos, de castillos en ruinas, de huertas y
viñedos, de leyendas románticas; aquí, avanzando con mayor lentitud, se
remansa por una verde llanura que, a su vez, se extiende infinitamente
hacia la mar lejana.
Desde la prehistoria el Rin ha sido una de las grandes vías de
comunicación del mundo. El ir y venir de los viajeros mantenía vivas las
ciudades renanas, en tanto que otras, como Salzburgo - lugar de naci-
miento de Mozart-, permanecían estancadas. Tal como explica la histo-
ria, Bonn fue fundada por los romanos. No hay duda de ello. Tenían ojo
certero a la hora de hallar posiciones estratégicas. Se percibe aún su
presencia en el fondo de la vida ciudadana; aquellos romanos estaban
presentes también en lo más hondo de los pensamientos de Beethoven,
con su código estricto de valor y de civismo y su gran literatura, enlaza-
da con la de Grecia.
Actualmente, en el centro de la pequeña ciudad hallamos una casa
de familia modestamente acomodada, al mismo nivel que la calle: es el
número 20 (anteriormente, el 515) de la Bonngasse. La Beethovenhaus
está dedicada hoy a perpetuar la memoria del gran hombre nacido en
ella. Las habitaciones están llenas de reliquias y de cuadros correspon-
dientes a diversas etapas de su carrera; veremos vitrinas que contienen
manuscritos tenidos en poco por su autor y que hoy poseen un valor

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inapreciable; allí está el piano para que lo admiren sus devotos; las
trompetillas para los oídos, que suscitan la compasión de los piadosos. Es
todo un monumento para los devotos adoradores de ídolos, todo un
homenaje nacional. Es también un monumento a la manera de vivir de
sus habitantes, ya que los padres de Beethoven, cuando éste vino al
mundo, sólo habían podido alquilar uno de los rincones más pobres de
aquella casa. Ciasen, el propietario, ocupaba el jardín y el primer piso
junto con su familia, dedicada a la fabricación de entorchados para la
corte electoral. A partir de 1771 el segundo piso estuvo alquilado a la
familia Salomon, cuyos componentes ya gozaban de cierta reputación
como músicos; posteriomente, serían recordados a causa de su hijo
Johann Peter, buen violinista, que en 1791 llevó a Haydn a Inglaterra y
cuyos restos reposan en el claustro de la abadía de Westminster.
Detrás de estos pisos de la casa principal se levantaba un pequeño
pabellón por el lado del jardín, considerado hoy día como el relicario
interior. Se sube, con reverencia, por la escalera del fondo hasta la parte
alta; allí, bajo techado, puede observarse, a través de una puerta abierta,
la diminuta caja que sirvió de habitación, con su techo de vigas muy
bajas, su pared de buhardilla tan inclinada y su espacio tan reducido, que
maravilla pensar que aquello liaya podido ser habitado alguna vez. iY es
la habitación donde nació Beethoven! Hoy la ocupan un busto del compo·
sitor, unas deslucidas coronas de laurel y un rayo de sol dorando el polvo.
El silencio y la humildad nos traspasan el corazón; igual ocurre más
tarde, en otra habitación, cuando se contempla la mascarilla de Beethoven
muerto y viendo su mirada de mudo conquistador de la inmortalidad.
Pasear por la casa es como volver al siglo XVIII y a aquel diciembre
de 1770, cuando Beethoven nació. ¿Acaso la familia Ciasen contempló,
a través de las ventanas, cómo el recién nacido, descansando sobre un
cojín, era trasladado a la vecina iglesia de San Remigio para su bautizo?
¿o quizás la familia Salomon se despertaría durante la noche, irritada,
quejándose por el llanto del niño que echaba sus primeros dientes? O, ya
en el verano ¿vieron a una madre joven, sin una sonrisa en los labios,
llevando a un niño al jardín para que retozara por la hierba y mirara el
cielo azul y el brillo de las hojas? No era un niño hermoso -puede que
incluso fuera de rostro atezado y de carácter obstinado-, pero existía
una comprensión maravillosa entre él y su madre.
Sea lo que fuere aquello de lo que Beethoven hubiese podido
carecer de niño, tuvo lo que mayor significación adquiere en la formación
de un carácter: una buena madre. Y si acaso careció de comodidades
cotidianas o de una buena enseñanza por falta de dinero, estuvo envuelto
desde un principio por la rica belleza natural de las tierras del Rin y por el
buen gusto y la cultura de la propia ciudad de Bonn, cosas que compen-
saban la pobreza.
La herencia y el medio ambiente (que viene a ser como una «herencia
mental») no desempeñaron en la vida de Beethoven un papel tan impor-
tante como el que tuvieron en el caso de otros genios (J. S. Bach, por
ejemplo), pero hay que tenerlos también en cuenta si se quiere intentar
seriamente la comprensión de su carácter y del desarrollo del mismo.

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En esta casa de la Bonngasse 515, de Bonn, nació Beethoven. Convertida hoy
•n museo, en ella se conserva intacta la habitación que vio nacer al compositor.

-19-
Bonn, tal como él la conoció en sus comienzos, era una ciudad
dominada casi enteramente por la influencia eclesiástica. En 1257 el
arzobispo de Colonia fue desposeído de sus privilegios en aquella ciudad
por sus turbulentos moradores; a partir de entonces Bonn se convirtió en
la capital del Electorado, y dado que era una ciudad sin comercio y sin
manufacturas, toda su vida giró alrededor de la pequeña corte de los
electores-arzobispos. Tales gobernantes eran casi siempre elegidos entre
los hijos más jóvenes de las casas reales o emparentadas con ellas. La
elección, que corría a cargo de un capítulo eclesiástico, tenía que ser
confirmada por el papa y por el emperador del Sacro Imperio Romano,
quien, como jefe supremo de la confederación de pequeños Estados, era
a su vez elegido por los tres electores eclesiásticos de Colonia, Maguncia
y Tréveris, y los cuatro gobernantes seglares del Palatinado renano:
Sajonia, Brandemburgo y Bohemia, a los que más adelante se unieron
los de Hannovery Baviera. De allí nos llega el título de «Elector». El siste-
ma era incómodo y poco satisfactorio, ya que los partidos elegidos no
consideraban en absoluto el bien de los súbditos gobernados. Algo, sin
embargo, podía decirse: que las cortes eclesiásticas eran, generalmente,
mejores sitios para vivir que las zonas que caían bajo el control secular.
Sin embargo, los súbditos más felices eran los de las ciudades libres. Lady
Mary Wortley Montagu, que viajaba mucho y era sumamente observadora,
escribió a su hija, desde Nuremberg, en 1716:
«... He viajado ya por gran parte de Alemania. He visto todo cuanto
hay de destacable en Colonia, en Frankfurt, en Wurzburgo y en este lugar;
y es imposible no advertir la diferencia existente entre las ciudades libres
y aquellas que se hallan bajo el gobierno de príncipes absolutos, como
son todos los pequeños soberanos en Alemania. De buenas a primeras,
nos hallamos en un ambiente de comercio y abundancia. Las calles están
bien construidas y llenas de gente, que viste limpiamente y con sencillez.
Las tiendas rebosan de mercancías y la gente común tiene un aire aseado
y alegre. En el lado opuesto vemos cierta finura, pero desaseada; cantidad
de gente sucia, con pretensiones, sin clase; calles estrechas, asquerosas y
en mal estado, lamentablemente vacías de habitantes y, por lo menos,
con la mitad de la gente común pidiendo limosna.»
No menciona nombres, pero, dado que en su camino de Colonia a
Frankfurt debió de pasar por Bonn, cabe deducir que también en esta
ciudad se confirmarían sus apreciaciones.
Aparte de esta dependencia respecto a los electores en general,
Bonn había sufrido duramente en aquellos tiempos, debido a las proclivi-
dades francesas de su elector, el arzobispo Joseph Clemens, gobernador
desde 1689 a 1723. Pasó gran parte de esos años entrando y saliendo
del exilio, de forma que su capital, como una pelota de tenis, saltaba de un
campo a otro de las naciones en guerra. Resultaba curioso observar que,
incluso antes de que Beethoven naciera, aquellos ejércitos franceses que,
de cerca o de lejos, influirían fuertemente en su vida, estampaban ya sus
sombras proféticas por caminos que él iba a pisar.

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Bonn fue rescatada tres veces de manos de los franceses. La tercera
fue en 1 703, y la ciudad presentaba un aspecto que «causó indignación,
tristeza y compasión a todo el mundo». Joseph Clemens, no obstante, no
regresó hasta 1714, después de un agradable exilio transcurrido en su
mayor parte en Francia, donde sabía solazarse con la música y el
espectáculo. Llenaba sus ocios haciendo versos y componiendo en
prosa, y se reveló mejor constructor de lo esperado cuando puso los
cimientos del nuevo palacio de Bonn (finalizado luego por su sucesor) y
estableció la Kapelle (o capilla) musical con bases más generosas que las
habituales en aquel momento. Le siguió Clemens August, un príncipe
típico del siglo XVIII, hombre de mundo, educado, con inclinaciones
artísticas, mujeriego (a pesar de sus votos eclesiásticos), constructor a lo
grande, apasionado por lo italiano y encantado con la ópera y el teatro.
Su inmensa capacidad para reunir dinero se compensaba con la energía
desplegada en gastarlo. Bajo su gobierno Bonn creció arquitectónicamen-
te, con elegancia genuinamente artística. Engrandeció su Kapelle y
aumentó el nivel de calidad contratando músicos auténticamente profe-
sionales. Puede que incluso se le deba el honor, entonces insospechado
por todo el mundo, de haber sido la causa instrumental de la llegada a
Bonn de los Beethoven. Clemens August había viajado mucho. Cuenta
la tradición que, en LovaiJia o en Lieja, oyó cantar a un joven en la iglesia
con voz agradable y con buena educación musical, por lo que le invitó a
entrar a su servicio. El joven procedía de una familia cuyo apellido venía
escrito de diferente manera, Biethofen, Biethoven, Bethofen, Bethof o,
como lo conocemos hoy en día, Van Beethoven, nombre con sonido
aristocrático conferido por la partícula van, tan parecido al aristocrático
von alemán, pero que, en realidad, no significaba otra cosa que «del
huerto de remolachas». Esta familia flamenca aparece, durante el si-
glo xvm, en los distritos de Lovaina, Rotselaer, Leefdaal, Berthem, Maes-
tricht, T ongres, Tirlemont, Amberes y Malinas; en uno de estos dos últimos
hay que situar la casa de aquella rama de la familia a la que pertenecía el
joven cantante Louis. Hasta hace poco se creía que era hijo de Henri-
Adelard, un maestro sastre de Amberes. Más recientemente, M. van
Aerde dice haberle identificado con certeza como hijo de Michael van
Beethoven, un maestro panadero de Malinas. La evidencia se complica;
a medida que uno criba, parece como si tuviera que hacer frente a un
complot para la Comedia de las Equivocaciones. Dicho con brevedad:
tanto Henri-Adelard como Michael van Beethoven tuvieron cada uno,
entre su numerosa prole, dos hijos llamados Louis; los de Henri nacieron
en 1712y1728 y los de Michael en 1710y1712. En ambos casos dícese
que los Louises primogénitos murieron en la infancia, en tanto que
sobrevivieron los jóvenes. Lo que es indiscutible sobre el Louis cantante
es que sus antepasados se dedicaban al comercio y cultivaban el arte y las
letras; que nació en 1712, que trabajó como músico de iglesia en
Lovaina y en Lieja en 1713 y 1732, que se trasladó a Bonn y que en
marzo de 1733 un decreto de la corte le nombró músico al servició del
Elector, con un salario de cuatrocientos florines. De esta forma, a los
veintiún años Louis ya tenía su vida establecida. A sus espaldas quedaban

- -21-
los Países Bajos, que no volvería a ver jamás. Delante de él se perfilaban
más de cuarenta años de trabajo responsable y respetado, con el ascenso
a la dignidad de Kapel/meíster y, hacia el final de su vida, la gloria de ser el
abuelo de uno de los más grandes compositores de todos los tiempos.
El abuelo Louis -o, mejor dicho, el joven Louis, ya que tal era
entonces- no dejó pasar mucho tiempo antes de casarse, después de su
designación: el 7 de septiembre de 1733 contrajo matrimonio con Maria
Josepha Poli, de Bonn. Desgraciadamente para ella, Louis, con el fin de
aumentar sus ingresos, prosiguió su negocio de exportación de vinos.
Era un comercio provechoso en esta zona vitivinícola y tal vez el único
posible en una ciudad donde todo lo demás giraba alrededor de la corte
del electorado. Bonn se alimentaba, según se decía, de la cocina del
Elector. Pero el vino fue desastroso para el hogar de Louis; Maria
Josepha bebía y pasó los dos últimos años de su vida recluida en un
convento que, al parecer, estaba situado en la Kolnerstrasse, en Bonn.
De todos sus hijos, sólo uno llegó a la edad adulta.
El Kapellmeíster estaba hecho de un material más sólido: era «un
hombre bajo de estatura, musculoso, con ojos extremadamente vivos ...
muy respetado como artista», según nos lo describe alguien que le
conocía. Tales palabras concuerdan con el retrato hecho por Radoux, un
pintor de la corte, que hoy cuelga en la Beethovenhaus de Bonn. En él se
nos muestra al Kapellmeíster vistiendo un manto de piel y cubriéndose
con una especie de turbante que los cognoscentí de la época habían
puesto de moda. Un rostro fino, relleno, juicioso, flamenco: el rostro de
un hombre que nos produce la impresión de haber cumplido con todos
sus deberes puntualmente y con soltura, de un hombre que se ha elevado
hasta una posición honorable gracias a su propio esfuerzo y que sabe
mantenerse en ella, erguido, por encima de la dignidad de su vocación.
Su hijo Johann, nacido aproximadamente en 1740, ya era otra
cosa. Algún escritor ha dicho -con gracia, pero con poca amabilidad-
que la única función de Johann en la vida consistió en servir de enlace
biológico entre su padre y su hijo. Físicamente más alto y más agraciado
que el Kapellmeíster, no tenía el talento musical del padre y su carácter
semejaba al de la madre. De todas formas, su habilidad para cantar con
voz de soprano le permitió entrar, a los doce años, en la capilla del
Elector, y a los dieciséis fue nombrado Hofmusíkant, en consideración a
sus dotes de cantante y a su «comprobada experiencia». No obstante, lo
más probable es que se le concediera tal oportunidad por influencia
paterna. Pero dejémoslo pasar. Mientras Johann sintió sobre sí la mano
dura del padre forzándole a ir por el camino adecuado, logró, si no
triunfar, cuando menos no fracasar. Pudo mantener buenas aptitudes
para la enseñanza y tuvo «una conducta bastante correcta», según nos
indica un informe oficial. Una sola vez -una sola- desoyó completamente
los consejos de su padre: resulta irónico que este hecho sea prácticamente
el único que hace que le recordemos. Johann se enamoró de una joven
llamada Maria Magdalena Laym, hija del por entonces ya fallecido
Heinrich Keverich (cocinero jefe del castillo de Ehrenbreitstein) y viuda de
Joseph Laym, que había sido mayordomo del Elector de T réveris. Cuando

-22-
/.ouis van Beethoven el mayor, abuelo del compositor. Fue un músico
r>spetado y prestigioso, y logró una buena situación económica y social.

Johann insistió en casarse con ella, la noticia perturbó enormemente al


Kapel/meister Louis van Beethoven. Los príncipes arzobispos de la
época quizás no distinguían entre músicos y cocineros, ya que todos eran
sirvientes, pero para el Kapel/meister Louis, la diferencia era muy marcada.
u sentido de la dignidad personal y profesional era realmente aristocrático
(rasgo que heredó su nieto, como una especie de republicanismo regio) y
Johann lo había humillado. Además, el Kapel/meister había sufrido
mucho en su propio matrimonio y estaba arysíoso por salvar a su hijo de
un destino similar.

-23-
«No hubiera creído ni esperado de ti que llegaras a rebajarte de esta
forma», le dijo a Johann cuando se enteró de sus proyectos. Y ante la
insistencia de éste, añadió: «Muy bien. Haz lo que te plazca. Yo también
haré lo que debo: te abandono, te dejo la vivienda y me voy... » Y así fue
como el Hofkapel/meister Van Beethoven se trasladó a la Kolnerstrasse,
en la antigua casa Gudenauer. Tal es, al menos, la información que nos
da Gottfried Fischer, quien, si no muy perspicaz en sus recuerdos, cuando
menos había residido en Bonn durante toda su vida. La historia tiene
visos de autenticidad, ya que en ella se refleja la misma intransigencia que
caracterizaría al gran Beethoven.
Según Fischer, el Hofkapellmeister no quiso asistir a la boda, que
tuvo lugar el 12 de noviembre de 176 7 en la iglesia de San Remigio. Una
evidencia de aquella ausencia la observamos en el registro, firmado por
dos colegas de Johann de la orquesta del Elector: Joseph Clement
Belseroski, viola, y Philipp Saloman, violín. Después de la boda la novia,
de veintiún años, y el novio, de veintisiete, pasaron una corta luna de miel
en Coblenza y en Thal-Ehrenbreitstein, después de la cual se establecie-
ron en una pequeña vivienda, situada en el número 515 de la Bonngasse,
de la que ya nos hemos ocupado.
Formaban una atractiva pareja: Johann era alto, esbelto, con el pelo
empolvado; Maria Magdalena era alta también, con una silueta esbelta.
rostro alargado, nariz un tanto aguileña y unos ojos de honesto mirar.
Johann era un casquivano; su esposa, una mujer lista que podía sostener
una conversación y contestar con delicadeza y modestia, tanto en los
altos niveles como entre la gente humilde, razón por la cual era muy
apreciada. Pasaba las horas cosiendo y haciendo calceta. La pareja
llevaba una vida apacible, llena de sencillez, y era gente que pagaba con
puntualidad el alquiler de la casa y al panadero.
Así pues, las cosas marcharon bastante bien al principio, al extremo
de que incluso el Hofkapellmeister se reconcilió con ellos. Su propia
integridad le indujo a reconocer la de su nuera, dado que en ella seriedad
y dignidad corrían parejas. Cacilia Fischer decía que no podía recordar
haber visto reír jamás a Madame van Beethoven. Aunque tal vez su
rostro asumiera esta gravedad por el respeto que podía inspirarle el
papel social de su suegro, también era producto de una tristeza y de una
desesperación que fue en aumento durante los años pasados con Jo-
hann. El era una de esas personas que no hacen felices a nadie, salvo a
ellos mismos; la esposa, que se sentía acomplejada en las reuniones
familiares debido a su supuesta inferioridad social, no tenía autoridad
suficiente para mantenerle sobrio. En cierta ocasión le dijo a Cacilia
Fischer: «¿Qué es el matrimonio? Un poco de alegría, seguida de una
cadena de tristezas.» En esta frase resumió toda su experiencia de la vida
al lado de Johann.
Tales eran el ambiente y el entorno familiar del gran Beethoven: una
corte insignificante, eclesiástica, en un amplio país; la burguesía flamenca;
los campesinos renanos, y dos generaciones de músicos precediendo
inmediatamente al genio.
Podría ser que existiera en su herencia otra vena, ésta de sangre

-24-
1311darchiv Preus'sischer Kulturbesitz

Johann van Beethoven y Maria Magdalena Keverich, padres del compositor.


La creciente dipsomanía del esposo creó graves problemas familiares y
precipitó tal vez la temprana muerte de la madre.

española. La ocupación, por parte de España, de los Países Bajos fue


dura y larga, y donde mayormente se sintió su influencia fue en los
distritos católicos, de donde procedía la familia Beethoven. M. Ernest
Closson, en Lo flamenco en Beethoven, escribe: «Sabemos que su
aspecto atezado y el color de su pelo, tan negro como el carbón, le
valieron a Beethoven el apodo de "der Spanjol" (el español) entre lo~
suyos. Es bien sabido, igualmente, que así como entre los austríacos
abunda el tipo italiano, se halla en Flandes el tipo español, en recuerdo de
la dominación de España en los Países Bajos. Este fenómeno hereditario
es conocido en Amberes, generalmente, con el nombre de spaansche
bloed (sangre española). Desde luego, no era pasión meridional lo que le
faltaba a Beethoven.»
El rostro de Beethoven, tal como lo vemos en la miniatura de G. von
Kügelgen y en el retrato de Stainhauser, es sin duda meridional, tal como
podríamos hallarlo entre aquellos campesinos que figuran en algunas
telas de Murillo. Esta ascendencia podría ser la causa de alguna de las
características de Beethoven, no explicables ni por la sangre flamenca ni
por la sangre renana, como pueden ser, por ejemplo, su tremendo
orgullo y su cólera, rápida como un relámpago. Señalemos una extraña
coincidencia: ya a las puertas de la muerte, en Vi<lia, residía en la deno-
minada Schwarzspanierhaus, o sea Casa del Español Negro.

-25-
2. El pequeño Ludwig

En todas las leyendas populares se observan dos señales que ca-


racterizan al héroe: el misterio que rodea su nacimiento y los presagios
que auguran su muerte. Beethoven, por un curioso azar, cumplió con las
dos condiciones.
La primera confusión surge ya por el hecho de que Johann y Maria
Magdalena tuvieron dos hijos llamados Ludwig. El mayor, Ludwig Maria,
nacido en 1769 y bautizado el 2 de abril, llevaba los nombres de su
abuelo y de Frau Courtin, una vecina de la puerta de al lado, que fueron
los padrinos. El pobre bebé vivió seis días; los niños, en el siglo XVIII, no
tenían, para medrar, mucha más fortuna que un perro. Al cabo de veinte
meses, en diciembre de 1770, vino al mundo un segundo niño. De nuevo
le llamaron Ludwig en honor del abuelo, padrino otra vez, en tanto que la
madrina fue Frau Baums, esposa de otro vecino. Ella fue la que organizó
el festejo del bautizo, acto amable por su parte.
En el registro del párroco de San Remigio figura la siguiente inscrip-
ción referente al bautismo:

Paren tes: Proles: Patrini:


Johannes van 17ma Xbris Ludovicus van
Beethoven, Ludovicus Beethoven
Helena Keverichs, Gerturdis Müllers
conjuges dicta Braums
(El error de inscribir Helena en lugar de Magdalena es fácilmente explica-
ble debido a la contracción de Lena, común a ambos nombres.) La fecha
del 17 de diciembre nos permite afianzarnos en la creencia de que el
segundo Ludwig habría nacido el 16 del mes, ya que en la católica ciudad
de Bonn era costumbre bautizar a los niños el día siguiente al de su
nacimiento. Tal presunción viene fortalecida por la nota que redactó un
empleado de la empresa editorial Simrock al cabo de cincuenta y seis
años, detrás del anuncio de la muerte de Beethoven: «L. v. Beethoven
nació el 16 de diciembre de 1770.» Hay un vínculo significativo: Simrock
vivió en la Bonngasse al mismo tiempo que los Beethoven, y fue poste-
riormente uno de los editores de Ludwig.
Contribuyó deliberadamente a la confusión sobre la fecha de naci-
miento de Ludwig su propio padre, Johann van Beethoven. Al observar
el don natural que el pequeño tenía para la música pensó, con su
rudimentaria inteligencia, convertirle en un segundo Mozart -un Wun-
derkind-, que llevaría dinero y fama al molino familiar. Pero Ludwig no

-26-
•ra lo bastante precoz para justificar tal propósito. ildea luminosa!
.lohann facilitó el camino restando dos años de la edad del niño. El plan
(•ra viable, ya que Ludwig, además de no recordar su propio nacimiento,
era bajito. Durante un largo periodo de su vida creyó que había nacido
l'n 1772. El problema no se aclaró hasta sus cuarenta años, tras unas
r tigosas investigaciones, cuando tuvo que enviar una copia de su certifi-
nido de nacimiento de Bonn a Viena. En cuanto a Johann, la evidencia
tle su engaño le condenó.
Por último, el eslabón más fantástico en esta cadena de misterios
que rodea el nacimiento del héroe, es el rumor según el cual Ludwig fue
hijo ilegítimo del rey Federico Guillermo 11 de Prusia. No sabemos en
11ombre de qué alguien puede pensar que el genio sólo se engendra en la
111<'.is elevada posición social; en pocas palabras, pretender que Bacon
Pscribió las obras de Shakespeare, es ridículo. La evidencia, si es que
1•xiste, tiende hacia otra dirección. Pero, a pesar de ello, la estúpida
historia circuló en 1810 y siguió hasta 1826, ocasionando graves enojos
,1 Beethoven y a sus amigos. Uno de ellos le escribió en cierta ocasión
•.obre el tema y obtuvo la siguiente respuesta: «Tengo por principio no
•·scribir nunca sobre mí, ni tampoco contestar a nada que de mí escriban
I< >S otros. Por esta razón te encargo a ti, felizmente, que hagas saber al
111undo la honestidad de mis padres y, sobre todo, de mi madre.» Beetho-
v ,n tenía razón. La historia casi no merecía ni las palabras usadas para
hnpugnarla.
Sobre los tres primeros años de la vida de Beethoven apenas si
lenemos información. Sabemos, sí, que observaba y recordaba lo que
sucedió a su alrededor; nos lo prueba el recuerdo amoroso que conserva-
ba de su abuelo. Muchos niños apenas si tienen memoria de sucesos
11nteriores a los cuatro o cinco años. El Hofkapellmeister murió repentina-
mente, de un ataque, el 24 de diciembre de 1 773, cuando Ludwig
m ntaba tres años.
El abuelo había sido un buen guardián de la familia. Tras su muerte,
lr1s cosas ya no marcharon tan bien. Johann envió una petición al Elector
esperando poder ocupar el puesto de su padre, pero no fue aceptado. La
pequeña familia se mudó de casa, ocupando el número 7 ó el 8 «a la
Izquierda según se entra a la Drieckplatz, para pasar de la Sternstrasse a
lfl Münsterplatz». Allí, en abril de 1774 les nació otro hijo, bautizado el
H de aquel mes con los nombres de Caspar Anton Karl; fueron sus
padrinos el ministro Belderbusch y la condesa Caroline von Satzenho-
f ' n, abadesa de Vilich. Johann debió de pensar, sin duda, que había
logrado mucho para sí al asegurarse el interés de estos aristócratas, las
dos personas más poderosas del electorado al lado del propio Elector.
Clemens August ya no reinaba; había sido sucedido en 1761 por Maximi-
llan Friedrich, «un hombre bajito, robusto, moreno, muy alegre y cariño-
so... accesible y agradable, cuya vida había discurrido siempre en compa-
f'lra de mujeres que, al decir de algunos, le gustaban más que su brevia-
rio». Max Friedrich, aunque fundó la Universidad de Bonn, no era ningún
santo. Gobernaba a sus súbditos a través de un ministro odiado por todo
el mundo (el mismo Belderbusch que Johann había conseguido que

-27-
apadrinara a Karl), mientras él se dedicaba a sus asuntos religiosos y a
intrigar con la abadesa de Vilich, quien sostenía unas relaciones quizá
demasiado íntimas tanto con el Elector como con su útil ministro.
Esta peculiar situación no era nada edificante para los vecinos de
Bonn. Es muy probable que la indiferencia que Ludwig van Beethoven
sentía hacia el catolicismo organizado -y, de hecho, hacia cualquier
religión organizada- tuviera su origen en el desprecio que, sin confusión
posible, le ofrecía el espectáculo dado por aquellos que ocupaban cargos
elevados.
Dado que la música era la ocupación de la familia Beethoven,
Ludwig comenzó a practicarla desde muy temprana edad. Su padre le
enseñó violín y clave entre los cuatro y los seis años aproximadamen-
te, fecha incierta por culpa de Johann. Pero tanto si tenía cuatro como si
tenía seis, «casi no le permitía (Johann) hacer otra cosa». El pobre niño
tuvo que llevar a cabo su diaria labor, quieras o no. Tal disciplina, de
haber sido bien encauzada, quizá hubiese resultado útil. Pero Johann,
generalmente, era de los que ponen el carro delante del caballo. Senti-
mos compasión, al igual que sus vecinos, ante la imagen del pobrecito
Ludwig, delante del clave, llorando y tocando. Robarle a un niño su
infancia es un crimen sin posible reparación. Sólo la gracia de Dios y el
genio que llevaba dentro libraron a Ludwig de odiar la música.
Antes de que Ludwig cumpliera los seis años la familia se trasladó
de la casa Drieck a la Fischer, en el número 934 (hoy 7) de la Rheingasse,
a un tiro de piedra del río. Vivían casi enfrente del viejo Gasthaus zum
Engel. Aquí, en octubre de 1776, se añadió a la familia un nuevo
hermanito, Nikolauss Johann. Pronto hubo otro cambio de domicilio,
instalado ahora en el número 992 de la Neugasse. En todas estas
mudanzas se aprecia una causa dominante: la necesidad de Johann de
estar cerca del palacio para poder ir y venir del trabajo diario con la
menor pérdida de tiempo posible. Pronto tuvo motivos para considerar
que la Neugasse estaba demasiado cerca.
A las tres de la madrugada del 15 de enero de 1777 se inició un
terrible incendio en el ala oeste del palacio del Elector: explotó el polvorín
y los habitantes de Bonn se despertaron al percibir las sacudidas de la
ciudad. Salieron de sus casas a toda prisa, horrorizados; un hervidero de
gente, una multitud despavorida congestionaba las calles en un esfuerzo
para salvar sus hogares y ver lo que ocurría. El Elector, vestido somera-
mente, había escapado por muy poco de la muerte; los más disparatados
rumores se extendieron por todas partes.
Para los hijos de Beethoven debió de ser una noche de horrible
terror. A medida que pasaba el tiempo, más feroz resultaba el incendio. A
las seis de la mañana el campanario, con su gran carillón, se vino abajo
justo en el momento en que las campanas comenzaban a tocar el
preludio de E/ desertor, de Monsigny. Habían estado haciendo lo mismo
cada mañana y, si ahora han enmudecido, tal vez podamos percibir sus
ecos {si está en lo cierto el autor francés M. Cucuel) por la similitud
temática existente entre el coro final de E/ desertor, de Monsigny, y los
finales de la Novena Sinfonía y de Fidelio, de Beethoven. Durante cinco

-28-
días el fuego y el temor continuaron. Debido al fuerte viento toda la
ciudad estaba en peligro. Se contabilizaron treinta focos diferentes.
Fueron días de pesadilla, cuyo horror sólo se vio paliado por el heroísmo
de Von Breuning, consejero de la Corte, que perdió su vida intentando
salvar la de los demás. El pequeño Ludwig debió de oír la historia con
frecuencia; años más tarde, miembros de la familia Von Breuning se
convirtieron en sus más apreciados amigos.
El fuego puso nervioso a Johann, de forma que volvió a mudarse
con la familia, ahora a la antigua morada de Rheingasse. Se comprende
hasta qué punto habían sufrido los pobres niños al escuchar su patética
exclamación de «es mejor haber vuelto aquí, ya que el Rin lleva agua
bastante para apagar el fuego». iPobres rapazuelos! Al cabo de siete años
el Rin se desbordó y los Beethoven tuvieron que escapar de la muerte
saliendo por las ventanas del primer piso.
Pero no nos anticipemos a los acontecimientos. En 1777 la familia
se estableció de nuevo en la casa de Fischer y volvió a comenzar la odiosa
rutina cotidiana. Johann comenzaba a beber en exceso; su mujer llevaba
a cabo sus tareas sin una sonrisa. El dinero se convirtió en una creciente
ansiedad, de forma que tuvieron que empeñar enseres de la casa.
Durante el buen tiempo la criada, en compañía de Ludwig, de Karl y del
pequeño Johann, iba a pasear por las orillas del Rin o por los jardines del
palacio, donde los pequeños jugaban en la arena con otros niños.
Cuando el tiempo era malo, consolidaban en el patio su amistad con los
niños Fischer. Estos chicos formaban un trío turbulento; el padre no los
quería en casa cuando recibía visitas, de ahí que los niños, enviados a la
parte de atrás del edificio, se vengaran trepando furiosamente y con
sorprendente testarudez, sirviéndose de manos y pies, por la puerta de la
casa, decididos a ver lo que ocurría dentro. «Así llama el destino a la
puerta.»
«Los niños Beethoven no fueron educados con cariño; con fre-
cuencia se veían abandonados en manos de los criados; el padre era muy
severo con ellos», recuerda el viejo Fischer, rígidamente. Parece cierto,
pues, que Johann pegaba a Ludwig y que a veces le dejaba encerrado en
el sótano. Además del enojo que le causaban los niños revoltosos -que
su irritación de bebedor habitual aumentaba-, Johann tenía razones
que podríamos llamar crematísticas para obligar a Ludwig a obedecer:
quería convertirle en un niño prodigio. En 1778 Johann creyó que ya
estaba preparado para interpretar aquel papel. El 26 de marzo le exhibió
en un concierto, en compañía de otra alumna suya, la señorita Averdonk,
contralto de la corte. La joven cantaba arias y el pequeño de seis años (en
realidad, tenía ocho) tocaba conciertos al clave y participaba en tríos. La
función tuvo lugar a las cinco de la tarde en el vestíbulo de la Academia.
Se ignora cuál fue el resultado del concierto. Solamente sabemos que,
más o menos por aquellas fechas, Ludwig comenzó a recibir lecciones de
música de un profesor que no era su padre. Dícese, tradicionalmente, que
el viejo Van den Eeden, organista de la corte, amigo y colega del Kapell-
meister Van Beethoven, se había ofrecido a dar lecciones gratuitas al
nieto de éste, Ludwig. También cuenta la tradición que fue el Elector

-29-
quien, impresionado por las prometedoras habilidades del niño, pagó a
Van den Eeden para que le enseñara. Ambas versiones podrían ser
ciertas: es probable que Van den Eeden se ofreciera a enseñar a Ludwig
para el concierto y que, pasado éste, el Elector contribuyera con una
pequeña ayuda (tal vez sugerida por el propio Van den Eeden) a la
continuidad de las lecciones. El convenio no duró mucho tiempo y cabe
decir que nada se perdió al quedar las clases suspendidas, ya que el
anciano, como profesor, era al parecer bastante inútil.
Johann se dio cuenta de que Ludwig había superado el nivel de sus
conocimientos, así como los de Van den Eeden. Por ello lo confió a un tal
T obias Pfeiffer, músico brillante pero pillo redomado, que había llegado a
Bonn en el verano de 1779. Pfeiffer vivía en la mansión de los Fischer. El
y Johann se juntaban como pájaros de un mismo plumaje. Juntos
regresaban tarde de las tabernas, y Pfeiffer despertaba a los pobres
Fischer en mitad de la 11oche, con las pisadas de sus botas en el piso
superior (hay que suponer que las botas eran de Hesse). En cierta
ocasión Fischer le dijo que debería quitárselas, y Pfeiffer se despojó de
una, dejándose puesta la otra. Lo peor de todo se producía en aquellas
ocasiones en que Pfeiffer, por haber perdido la lección durante el día,
sacaba a Ludwig de la cama con violencia y le obligaba a mantenerse
despierto toda la noche delante del piano. A pesar de todo, Ludwig no le
guardaba rencor, posiblemente porque Pfeiffer era un verdadero músico.
Para un artista el mal arte es casi la única cosa imperdonable. Somos
nosotros quienes no le perdonamos por haber maltratado a un niño. Es
indudable que Pfeiffer tenía un verdadero don. En las raras ocasiones en
que se le podía persuadir para que tocara la flauta, con Ludwig haciendo
variaciones en el piano, la gente se paraba en mitad de la calle para
escuchar y aplaudir. Por fortuna para la salud de Ludwig, la estancia de
Pfeiffer sólo duró doce meses, tie111".>o suficiente para que el músico
hubiese irritado a una ciudad que ya no le aguantaba.
Este mismo año un primo de Ludwig, el simpático Franz Rovantini
(hijo de la hermana de la señora de Johann van Beethoven), entró de
inquilino en casa de los Fischer y dio a Ludwig lecciones de violín y de
viola. El niño estaba totalmente sobrecargado de trabajo, ya que, además
de la música, cursaba los únicos estudios que tuvo, primero en un
establecimiento de la Neugasse, luego en la Münsterschule y, finalmente,
en el Tirocinium, un colegio de grado elemental que preparaba a los
estudiantes para su ingreso en el Instituto. No es de extrañar que su
salud, ya de mayor, fuera un tanto delicada: nunca pudo disfrutar de
suficiente descanso, nunca tuvo horas de asueto y es posible que su
alimentación resultara insuficiente.
Uno de sus compañeros en la escuela, Wurzer, más tarde presidente
del Landgericht, evoca al «Ludwig» del Tirocinium con estas palabras:
«Por su aspecto parecía que su madre había muerto ya entonces, dado
que Ludwig v. B. se distinguía por su suciedad, negligencia, etc. No se
descubría en él ni la más mínima señal del genio que tan brillantemente
resplandecería más tarde.»
No. La madre de Ludwig no había muerto, sólo que no podía

-30-
manejar su familia. Se da como un hecho -apoyado por la evidencia de
la Sociedad para la prevención de la crueldad infantil- que cuando el
descuido de un niño se debe a la pereza de una madre, la apatía de ésta
proviene del poco interés del padre para el hogar y para su familia. Esto
es exactamente lo que pasó. Esta imagen tan sombría se animaba a
veces, sin embargo, con luces de afecto y diversión. Cada año, cuando la
señora Van Beethoven celebraba su santo, por la fiesta de Santa María
Magdalena, los niños y Johann organizaban alguna diversión con que
sorprenderla, llenando de flores un dosel, preparándole una silla a
manera de trono adornado e interpretando música especial, amén de
cena y baile.
En 1781 Ludwig dejó el colegio para dedicarse enteramente a la
música. Es difícil formarse una idea clara de cómo marcharon sus
estudios, ya que fueron todo, menos ordenados. Se inició en el órgano
con el hermano Willibald Koch, del monasterio franciscano, viejo amigo
de Johann y músico muy capacitado, quien, con el tiempo, «aceptó» a
Ludwig como ayudante. También se hizo amigo del organista de la
iglesia de los franciscanos, de quien recibió lecciones y obtuvo un pequeño
puesto como organista en la misa de las seis, cada mañana. Algo más
tarde parece que estudió también con Zenser, el organista de la Müns-
terkirche.
Ludwig ya mostraba su inclinación para la composición. Se dice que
su primera creación fue una cantata en memoria de George Cressener,
embajador inglés en Bonn, que se había mostrado amable con los
Beethoven y que falleció el 17 de enero de 1781. Si realmente se trataba
de su primer trabajo, no deja de ser curioso que lo motivara un inglés, ya
que también fue inglesa la sociedad que le encargó una sinfonía, la última
que la muerte le impidió terminar.
En septiembre de 1781 falleció Franz Rovantini, y su hermana, que
trabajaba entonces como institutriz en el hogar de una familia holandesa,
en Rotterdam, se trasladó a Bonn con la señora que la empleaba para
visitar la tumba. Ambas vivieron con los Beethoven durante un mes y, a
cambio, les invitaron a que acudieran a Holanda. Johann no podía
desplazarse, pero aquello parecía una oportunidad para Ludwig, quien,
de esta forma, seguiría las huellas de Mozart como un nuevo «niño
prodigio» viajero. Así pues, el niño y su frágil madre fueron facturados a
Rotterdam, con las otras mujeres, en octubre o noviembre de 1781.
Viajaron en barco por el Rin. La señora Van Beethoven dijo después que
el tiempo era tan terriblemente frío que sólo pudo evitar que los pies de
Ludwig se congelaran manteniéndolos en su falda. (Otra señal de desnu-
trición y exceso de trabajo. Un chico de once años debería tener una
mejor circulación sanguínea.) No sabemos si Ludwig llegó a dar algún
concierto en Holanda, pero sí que tocó en casas particulares; obviamen-
te, no disfrutó de su papel de niño prodigio, ni le gustaron los holandeses.
A la vuelta, cuando Fischer le preguntó qué tal le· había ido, contestó:
«Los holandeses son unos avaros. No volveré jamás a Holanda.» Y no
volvió.
Recorriendo los primeros años de la vida de Beethoven se aprecia

-31-
una fuerte dosis de resentimiento. Produce la impresión de un niño
encerrado en sí mismo, como un perro encadenado, salvaje en su
cautividad, gruñendo desde la perrera contra un mundo que le parece
infestado por todos aquellos a los que nunca había soportado con
alegría. Como persona, solamente se sentía comprendido por su madre;
como músico, no le comprendía nadie. Con todo, se daba cuenta ya de
que la música era su destino, su religión, puesto que -más aún que
ésta- constituía una prueba suprema de la realidad de Dios, y que, como
dice el abate Vogler, de Browning, «Los demás pueden razonar, de
acuerdo; pero somos los músicos los que sabemos.» Dos historias que
datan de aquella época pueden ilustrar este punto.
Había un tal padre Hanzman, monje en el monasterio de los
franciscanos y competente organista que, cuando se celebraba alguna
sesión de música de cámara en casa de los Beethoven, insistía en asistir.
Ludwig no le podía soportar. «Este monje -decía-, que siempre se nos
presenta.de visita, debería quedarse en su monasterio rezando el rosario.»
En cambio reconocía en su viejo amigo, el hermano Willibald Koch,
a un verdadero músico. «¿Por qué -le preguntaba- siendo tan buen
músico te has consagrado a la soledad?» Tal vocación parecía a Ludwig
un acto de apostasía. La música era para él la vocación más elevada
que podía concebir.
Así se presentaban las cosas cuando un dotado y muy experimenta-
do músico, llamado Christian Gottlob Neefe, llegó a Bonn en 1779. Por
fin había alguien en condiciones de comprender al joven genio. No
sabemos en qué día comenzó su enseñanza, pero en junio de 1 782
Neefe (entonces organista de la corte) tuvo que trasladarse a Westfalia y
a Frankfurt y dejó a Ludwig, que ya tenía entonces once años y medio, al
cuidado del vicario. Neefe había sido educado severamente en Leipzig,
por lo que pudo proporcionarle a Ludwig la disciplina mental y musical
que necesitaba, y, aunque crítico severo, era a la vez constructivo. «Si
alguna vez me convierto en un gran hombre, a ti te corresponderá una
parte del honor», escribió Ludwig a Neefe unos diez años más tarde.
Nosotros también le debemos nuestra parte de agradecimiento, ya que
Ludwig le impresionó lo bastante como para escribir sobre él algunas
notas. Como corresponsal de la Cramer Magazine, escribió en marzo de
1 783 un fragmento que ha sido citado con frecuencia:
«Louis van Beethoven... un chico de once años con un talento más
que prometedor. Toca el clave con mucha habilidad y con fuerza, lee a
primera vista estupendamente y -para resumir- toca sobre todo El
clave bien temperado, de Johann Sebastian Bach, que le fue entregado
por Herr Neefe. Quienes conozcan esta colección de preludios y fugas
con todas sus claves -obra que casi podría llamarse el non plus ultra de
nuestro arte- sabrán lo que esto significa. En cuanto sus obligaciones se
lo permiten, Herr Neefe también le instruye en el contrapunto y le
entrena en la composición. Para estimularle, le indujo a escribir nueve
variaciones sobre una marcha de Emst Christoph Dressler, publicadas
en Mannheim. Este genio juvenil merece una ayuda para poder viajar.»

-32-
Además del valor histórico, el documento nos aporta un par de
datos que enlazan a Beethoven con el futuro. Uno es el aprendizaje de los
preludios y fugas de Bach, ya que, según la tradición, Beethoven cimentó
su fama en Viena mediante la interpretación de los «Cuarenta y ocho».1
El otro es la mención de su primera composición publicada, las Variacio-
nes sobre la marcha de Dressler. Curiosamente, su temática parece haber
sido la semilla que dio origen al magnífico tema de sus treinta y dos
Variaciones en do menor, compuestas en 1806.
En 1783 Beethoven estaba ya suficientemente preparado para
acceder al puesto de cembalista suplente en la orquesta del Elector y le
«alentó» aún más la publicación en Espira de tres sonatas para piano
dedicadas al Elector Max Friedrich. Durante la primera mitad de 1784 los
acontecimientos comenzaron a precipitarse con rapidez. Beethoven,
maduro a los catorce años, solicitó el puesto de organista asistente de la
corte (15 de febrero). Este mismo mes (como habíamos dicho ya) se
desbordó el Rin. El odiado ministro Belderbusch había fallecido en enero
y el propio Elector murió en abril. El orden viejo iba ya hacia el ocaso. Su
sucesor, Maximilian Franz, hijo de la emperatriz María Teresa, sería el
último Elector de Colonia. Estaba impregnado ya de ideas nuevas, y en
su corto reinado no dejó de trabajar para hacer de Bonn uno de los
centros intelectuales y artísticos de Europa. En junio nombró a Ludwig
asistente del organista de la corte, con un salario de ciento cincuenta
gulden. Casi podemos percibir el suspiro de satisfacción de Johann.
Ludwig ya era capaz de contar con unos ingresos.

-33-
3. Adolescencia y madurez

Del periodo que va de 1784 a 1787 no se tiene una información


muy precisa. En términos generales, sabemos que Beethoven vivía y
trabajaba en un ambiente donde la música era la trama y la urdimbre de
su vida. Sus vecinos eran músicos profesionales y formaban el grupo que
diariamente coincidía en el lugar del trabajo. Ludwig se familiarizó con la
música religiosa, tanto en la capilla del Elector como en las iglesias; y en
el palacio de aquél, en los conciertos y en la música diaria para la Taje/
(«mesa»; es decir, música para interpretar durante la comida) aprendió
todo cuanto podía saberse sobre la orquesta; en el teatro de la ópera,
donde se representaban ocasionafmente obras del género, pudo escu-
char funciones de autores contemporáneos; al mismo tiempo, en casa de
los aficionados acomodados se daban conciertos musicales en los que se
le ofrecía un espléndido campo experimental, que es, realmente, la mejor
forma de aprender. En fin, que oía música, pensaba en ella y hablaba de
ella; la vivía, se movía y tenía su alma puesta en ella. Se había habituado
ya al estilo armónico moderno en la composición. Como todo niño,
disfrutaba sorprendiendo a los mayores. Ha llegado hasta nuestros oídos
una anécdota: Beethoven, en el transcurso de sus deberes en la capilla
del Elector, tuvo que acompañar al piano algunos fragmentos de las
Lamentaciones de Jeremías, sobre una nota declamada, que se cantan
en Semana Santa. En la de marzo de 1 785 el cantante era Ferdinand
Heller, músico excelente, quien, cuando Beethoven le pidió permiso para
sustraerse de aquella nota, le dio rápidamente su consentimiento. iNo
conocía al muchacho! Aquel jovenzuelo, mientras tocaba con un dedo
persistentemente la nota de referencia, improvisaba en unas desviacio-
nes tan arriesgadas para el acompañamiento, que Heller, desconcertado,
no supo encontrar la cadencia de cierre. iCaramba! Los músicos de la
capilla enmudecieron ante la habilidad de Beethoven, Heller se puso
furioso al extremo de quejarse al Elector y el joven triunfador fue
«graciosamente amonestado» por tan elevado personaje. Si con el paso
de los años Beethoven se mostró desmañado para la música de iglesia y
poco dotado dramáticamente para la ópera, no fue porque en Bonn le
faltaran oportunidades para aprender, sino porque su genio era funda-
mentalmente sinfónico.
Con el advenimiento del nuevo Elector, Max Franz, el pequeño
mundo de Bonn alcanzó un elevado brillo cultural. «La Iglesia y el
claustro dejaron de ser el ombligo del mundo.» Wegeler, que vivía allí,

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escribió que «todo respiraba belleza y, de alguna forma, constituía un
periodo activo para Bonn». El joven Elector alentó las ciencias y la
educación: estableció un jardín botánico, abrió una sala de lectura en la
biblioteca del palacio, mejoró la instrucción teológica dentro de su princi-
pado, obtuvo una carta constitucional para la Universidad y en noviem-
bre de 1786 inauguró la nueva institución. Algunos personajes de
elevado rango intelectual se establecieron en Bonn. Había comenzado el
amanecer de una nueva era y nadie se dio cuenta de que, el día en que
fuera anunciado, llevaría en sí el huracán de la Revolución francesa.
Pero estas fuerzas ya se estaban preparando; Beethoven, más perspicaz
que la mayoría, no era insensible a ellas. Se puede observar «a lo largo
de toda su vida cierta amplitud y grandeza en su carácter intelectual, en
parte debido, sin duda, a las influencias sociales que le modelaron», dice
Thayer, su biógrafo más importante.
A finales de la primavera de 1787 el genio de Beethoven recibió un
nuevo impulso. Viajó a Viena -no se sabe si le envió el Elector, algunos
amigos o si se sufragó él mismo el desplazamiento- y pasó varias
semanas, posiblemente dos o tres meses, en dicha ciudad. Allí tuvo el
privilegio, envidiado por toda la generación sucesiva, de conocer a
Mozart. Mucho más tarde, un viejo conocido de Beethoven dijo a Schind-
ler (quien, más adelante, se convertiría en su mejor biógrafo) que en
Viena sólo hubo «dos personas que impresionaron profundamente al
joven de dieciséis años: el emperador José y Mozart». La importancia del
primero radica en el hecho de tratarse de aquel príncipe liberador que
deseaba abolir la pena de muerte, restaurarla libertad de prensa y frenar
-como hizo- la influencia del clero a la hora de proporcionar diversio-
nes al pueblo. El lance de su entrevista con Mozart ha sido frecuentemen-
te contado. Acudió a visitar al famoso músico, a quien admiraba, y el gran
maestro le pidió que tocara algo para él. Obedeció. Mozart, pensando
que lo interpretado era «una pieza de virtuosismo preparada para la
ocasión», formuló unos elogios bastante fríos. Beethoven, al darse cuen-
ta de ello, pidió a Mozart que le suministrara un tema para la improvisa-
ción. Cuando algo le ponía nervioso, solía tocar admirablemente. Inspira-
do ahora por la presencia del maestro, tocó con tanto estilo que hizo que
la atención y el interés de Mozart crecieran sin cesar. Finalmente, éste
cruzó la habitación para dirigirse a unos amigos que había en la sala
vecina, a los que dijo con animación: «No le perdáis de vista; un día
logrará que el mundo hable de él.»
Es muy probable que Mozart haya hablado de aquel muchacho
atrayendo hacia él la curiosidad de Haydn, ya que éste, desde la finca de
Esterháza, escribió al editor Artaria: «Me gustaría saber quién es este
Ludwig.» ·
Mozart dio algunas clases a Beethoven, se supone que de composi-
ción. No hicieron más que confirmar en el muchacho su admiración por
el estilo del maestro, que tanto influyó en distintos trabajos primerizos.
En junio o principios de julio, Beethoven se marchó de Viena. La
mayor parte de sus habitantes siguen haciéndolo hoy en día para esca-
par del tiempo caluroso, pero las razones de Beethoven eran mucho más

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Bildarchiv Preussischer Kulturbesitz
Grabado de ·Jean Alexandre Alloris que reproduce la célebre entrevista de
Mozart con Beethoven, en 1787. La capacidad improvisativa del joven
impresionó vivamente al genio de Salzburgo.
apremiantes. La señora van Beethoven estaba gravemente enferma y a
él se le acababa el dinero. En Augsburgo se vio obligado a pedir un
préstamo al consejero Von Schaden: y en cada parada del viaje encontra-
ba cartas de Johann urgiéndole para que se apresurara. Llegó a Bonn,
muy enfermo también, y encontró a su madre «viva aún, pero sumamen-
te postrada: la consumía la tisis y el fin llegó hace unas siete semanas, tras
un largo dolor y sufrimiento», según escribió a Schaden en septiembre.
La fecha exacta de la muerte es la del 1 7 de julio. A Ludwig la tragedia
debió de parecerle tan horrible como inútil. La mujer contaba únicamen-
te cuarenta años -joven aún, si sólo se considera la edad-, pero estaba
tan agotada en la lucha por la vida al lado de Johann que no cabe dudar
de la autenticidad de su retrato sólo por el hecho de que parezca tener
ochenta. Además de los tres hijos había también una niña pequeña,
Maria Margaretha Josf'pha. nacida en 1786. Otros tres niños habían
muerto en edad temprana, se supone que debido a insuficiencias en la
alimentación, y a estrecheces económicas motivadas por los hábitos de
bebedor de Johann. Este, naturalmente, atribuía la pobreza a las desgra-
cias y a la enfermedad de su pobre mujer. De no haber sido por la ayuda
del buen amigo Franz Ríes, las cosas hubiesen alcanzado extremos
desesperantes. Tan escaso era el dinero que tenían a su alcance que no
pudo asegurarse la perpetuidad de la tumba de Maria Magdalena, que
tardaría más de un siglo en ser localizada. Finalmente, en 1932, Heinrich
Baum, bisnieto de la madrina de Beethoven, dio en recordar algunos
detalles de la tumba de Alter Friedhof; los indicios mostraban un punto
próximo a la pared que limita con la Bornheimerstrasse, señalado con la
lápida sepulcral de un sacerdote o profesor italiano llamado Matari, que
había muerto en Bonn en 1826. Excavando, los investigadores encontra-
ron lo que sin duda era su tumba, pero excavando aún más apareció un
esqueleto de mujer, el de Maria Magdalena van Beethoven. Así pues, la
madre de Ludwig descansa en el mismo cementerio que Robert y Clara
Schumann, Mathilde Wesendonck y la hermana de Schopenhauer. Las
autoridades de la Beethovenhaus erigieron allí un monumento: una
lápida que lleva inscritos el nombre de la mujer, la fecha de su muerte y
las palabras de su hijo: «Sie war mir eine so gute liebenswürdige Mutter,
meine beste Freundin» (Fue una.madre buena y llena de amor, mi mejor
amiga).
Beethoven quiso profundamente a su madre. Perderla casi le costó
la salud. No nos ha sido narrado lo que ocurrió entre ellos al final, pero
los actos posteriores de Ludwig nos hacen pensar que ella le confió el
cuidado de sus seres queridos, a cuyo servicio había entregado práctica-
mente la vida. De ser así, asumió como algo sagrado la confianza que ella
le dispensaba. Los biógrafos se maravillan por la responsabilidad que
demostró cuidando de su padre y hermanos, comentan su fuerte respe-
to por los lazos familiares y condenan la posesiva intervención que
practicó más tarde, en Viena, en los asuntos de sus hermanos. Las tibias
generalidades no nos sirven en absoluto para explicar a un ser humano
cálidamente vivo y sensible; imucho menos a un Beethoven! La verdade-
ra explicación de sus actos yace encerrada en su corazón. Pero la

-38-
probabilidad cle que hubiese prometido a su madre ocuparse del bienes-
tar moral y físico de su familia se vio fortalecida años más tarde, cuando
su hermano Karl le encargó que cuidara de su sobrino -el pequeño
Karl-, a quien Beethoven vigiló con un afecto devastador y despótico, en
tanto que el muchacho casi llegó a romper el corazón de su tío.
Durante algún tiempo, tras la muerte de Maria Magdalena, Beetho-
ven se estancó en un cenagal de tristeza. El 15 de septiembre le escribía a
Schaden: «Durante todo este tiempo el asma me ha tenido postrado; me
inclino a temer que esta enfermedad casi podría convertirse en tisis.
Además, me he visto dominado por la melancolía, que en mi caso es una
tortura casi igual a la enfermedad... Mi viaje me costó una buena suma de
dinero y no puedo esperar de aquí ni la más mínima compensación. No
me favorece la fortuna en Bonn.»
Mientras tanto, Johann van Beethoven había enviado una solicitud
al Elector pidiéndole un anticipo de cien táleros a cuenta de su salario, ya
que se hallaba «en un estado muy desafortunado a consecuencia de la
larga y continuada enfermedad de su mujer, habiéndose visto forzado a
vender una porción de sus bienes y a empeñar otros».
El Elector recibió la petición, pero no hay constancia de que la aten-
diera. Probablemente pensó que la pobreza de Johann se debía a otras
causas. Quizás por ello, cuando Johann murió al cabo de seis años, el
Elector escribió, irónicamente, al conde Marshall von Schall: «Los ingre-
sos por los impuestos a los licores han mermado a consecuencia de la
muerte de Beethoven y de Eichoff.»
Si los retratos de Johann y de Maria Magdalena que actualmente
figuran en la Beethovenhaus son genuinos, debieron ser pintados no
mucho antes de la muerte de Frau van Beethoven, ya que nos la
muestran consumida por la enfermedad; Johann aparece con aquella
indefinible rudeza y flojedad en los rasgos faciales, característica del
bebedor o del que lleva una vida disipada. Autoridades en la materia no
aceptan que los cuadros sean auténticos. Pero sí puede decirse que su
autor, el pintor Beckenkamp, había vivido en Bonn en 1784 y 1785, que
era amigo de los Beethoven y que el hecho de que los retratos no
estuviesen en posesión de Ludwig cuando vivía en Viena no demuestra
nada, ya que muchos de los bienes de la familia habían sido vendidos o
empeñados antes de que él se marchara.
Tras la muerte de Frau van Beethoven, contrataron a una asisten-
ta para «ocuparse» de aquel extraño hogar en el que vivían un padre
borracho, tres hijos de diecisiete, trece y once años y una niña de un año.
Margaretha debía añorar a su madre, ya que la pobrecita murió en
noviembre de 1787. Johann se fue hundiendo progresivamente y en
1789 los asuntos habían llegado a tal punto que Ludwig, sin haber
cumplido aún los diecinueve años, tuvo que desempeñar, tanto moral
como legalmente, el puesto de jefe de la familia. En contestación a una
solicitud de Ludwig el Elector dispuso, en fecha 20 de noviembre de
1789, que «habiendo sido graciosamente aceptada la solicitud del peticio-
nario y dispensado totalmente su padre de la prestación de sus servicios,
éste deberá retirarse a algún pueblo del electorado; se ha dispuesto

-39-
graciosamente que se le abonaran, de acuerdo con lo solicitado, solamen-
te cien táleros de su salario anual obtenido hasta el momento, empezan-
do el próximo año nuevo, y los otros cien táleros se paguen al hijo del
reemplazado, además del salario que ahora saca y de tres medidas de
grano para el sustento de sus hermanos».
Johann había perdido ya toda facultad de moderación, y gastaba su
dinero íntegramente en bebida. El hijo se sentía afectado por la humilla-
ción. Stephan von Breuning, uno de los amigos de Ludwig, recuerda
haberle visto «interviniendo furiosamente para rescatar a su padre,
borracho, de las manos de un oficial de policía».
A lo largo de todo este sórdido periodo, los amigos fueron el único
punto luminoso. Poco a poco, gracias a los esfuerzos de éstos, Ludwig
fue recuperando el buen humor y la salud, y no hace falta ser un lince
para ver cómo actuaban en la sombra brindándole oportunidades de
ganar dinero, ya que su enorme orgullo le hubiese impedido aceptar
ninguna caridad. Entre los amigos figuraban, en primer término, los
Breuning, una familia encantadora. Desde la muerte de su magnánimo
marido, la señora Von Breuning y sus cuatro hijos -Christoph, Eleonore,
Stephan y Lorenz (Lenz)- habían vivido con el hermano de ésta, Abra-
ham von Kerich, y su cuñado, Lorenz von Breuning (canónigos de Bonn
y hombres de elevado intelecto), en una casa de la Münsterplatz. Beetho-
ven fue acogido en aquel círculo familiar. Las edades de los jóvenes eran
inferiores a la de Ludwig, y sus vocaciones se mezclaban inextricablemen-
te: Beethoven, como adulto, les enseñaba música, pero como muchacho
compartía sus estudios clásicos y literarios. Franz Gerhard Wegeler, un
médico joven, pero mayor que Beethoven, gozaba ya de la intimidad de
aquel hogar. Más adelante se convirtió en el marido de Eleonore y, más
tarde aún, en biógrafo de Beethoven. La señora Von Breuning fue una
madre para todos. Era una mujer extraordinaria, con intuición suficiente
como para advertir la grandeza que se encerraba en Beethoven y
bastante cordura como para evitar que se considerara ya un gran
hombre. Un día en que Beethoven pasaba por uno de aquellos humores
imposibles, fue la señora Von Breuning la que inventó al frase: «Está en
un éxtasis»; y él dijo de ella, de un modo singular, cuando le hizo ver la
inutilidad de los halagos: «Sabía cómo mantener los insectos lejos de las
florP<; .»
Eleonore tenía tan buen carácter como su madre, por no decir mejor
aún, y era una verdadera amiga para Beethoven. Me he preguntado a
veces si fue sólo una feliz coincidencia el que la magnífica Leonora de su
ópera Fidelio llevara un nombre tan parecido. De hecho, Beethoven
incluso escribió una carta, el 2 de noviembre de 1 793, que comenzaba
con las palabras: «iAdorable Eleonore! iMi más querida amiga!» Se
podría llegar muy lejos con la especulación. ¿se sentía Beethoven refleja-
do en Rorestán, el héroe cautivo? De no haber sabido que Wegeler
estaba enamorado de la muchacha ¿se hubiese convertido en su preten-
diente después de haberse establecido en este mundo? Que él y Eleonore
tuvieran, más adelante, violentos malentendidos, no demuestra nada: el
odio nunca arde con tanta rapidez como cuando hay amor en sus brasas.

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Pero en estos días iniciales de Bonn tales dificultades no se habían
presentado aún. Era un grupo feliz de gente joven dedicada a hacer
música, a escribir poesía y a dar largos paseos por aquel bello paisaje del
Rin, del que Beethoven había escrito a Wegeler en 1801 : «Mi tierra natal,
aquel país en el que mis ojos vieron la luz por vez primera, me sigue
pareciendo tan bonito y tan luminoso como cuando te dejé.» Sus pasaje-
ros y románticos enamoramientos de Friiulein Jeanette d'Honrath o de
Friiulein Westerhold -hermosas muchachas- no eran otra cosa que
lógicas diversiones.
Para Beethoven constituyó una experiencia extraordinariamente
instructiva, ya que establecía un benéfico contraste con las turbulencias
hogareñas y las servidumbres de la corte del Elector.
La mayor parte de la gente joven pasa por una época en la que sus
simpatías enlazan totalmente con el elemento revolucionario y en contra
del conservador, mientras que se vuelven conservadores a medida que
van entrando en la madurez. Beethoven simpatizaba muy particularmen-
te con las ideas liberales y su juventud coincidió con el mayor movimiento
que el mundo ha conocido en defensa de la libertad. No disponemos de
espacio en este pequeño volumen para ocuparnos de la Revolución
francesa y de las tremendas fuerzas desatadas por las ideas de libertad,
igualdad y fraternidad, pero deberemos tenerlo en cuenta, ya que todo
ello afectó profundamente a Beethoven. De no haber sido así, no hubiera
sido Beethoven. Los más nobles resultados se apreciarían más adelante,
en una sucesión de obras heroicas, comenzando por su Prometheus; los
efectos menos admirables, al arrogarse rudamente una igualdad con sus
patrones, los príncipes, incurriendo en aquel tipo de afirmación de uno
mismo tan innecesario como poco digno. Beethoven era lo bastante
grande para poder codearse con cualquiera sin dejar de ser él mismo.
Leyendo los relatos del comportamiento de Beethoven con la noble-
za de Viena, a finales del siglo XVIII, es imposible no darse cuenta de que
adoptaba deliberadamente un tono semejante al de los patriotas france-
ses hablando de sus aristócratas. Se pueden apreciar los mismos giros en
las expresiones, si bien el tono de Beethoven era menos vitriólico y se
mezclaba con una especie de pose con la que pretendía impresionar a la
gente. En sus días en Bonn tales rasgos se habían desarrollado sólo lo
suficiente como para permitirle tratar con cierta confianza al primer
aristócrata con el que intimó, el Conde Ferdinand von Waldstein, hoy
famoso por haberle dedicado Beethoven su Sonata Op. 53, pero enton-
ces un joven mecenas que había acudido a Bonn para entrar en la Orden
de los Caballeros Teutónicos. Quizás habían sido presentados por los
Breuning o tal vez Beethoven atrajo la atención de Waldstein durante el
cumplimiento de sus obligaciones en la banda del Elector, dado que
Waldstein era su compañero favorito. Entusiasta aficionado a la música,
sólo contaba ocho años más que Beethoven. Las consideraciones im-
puestas por el rango fueron olvidadas y los dos jóvenes iniciaron una
gran amistad. Waldstein acudía a la habitación de Beethoven en la
Wenzelgasse, donde juntos producían gloriosos sonidos durante horas
interminables y vivían muy felices. Waldstein obsequió a Beethoven con

-41-
un piano y también intentó ayudarle. sin herir su orqullo. bajo el disfraz
de gratificaciones dispensadas por el Elector. Beethoven, por su parte,
accedió a mentir en favor de Waldstein. La música del Ritterballet elabora-
do para la nobleza y estrenado el 6 de marzo de 1 791, domingo de Carna-
val, estaba escrita aparentemente por Waldstein, pero en realidad era de
Beethoven.
Durante los últimos años del antiguo régimen la orquesta de Bonn
había adquirido una renovada vitalidad. El Elector reunió cierto número
de brillantes y jóvenes músicos, incluyendo a los dos Romberg, y las
interpretaciones eran tan buenas que se aproximaban a las de la famosa
orquesta de Mannheim. Un clérigo llamado Junker, que vio y escuchó el
conjunto en 1791, lo describe así:

«Sería difícil encontrar otra orquesta en la que los violines y los


violonchelos estuvieran todos en manos tan excelentes... Los miembros
de la capilla, casi sin excepción, viven sus mejores años, gozan de buena
salud y son hombres de una cultura y una experiencia personal notables.
Realmente, ofrecen un aspecto admirable cuando se les viste con el
espléndido uniforme rojo y ricamente adornado en oro.»
iBeethoven en rojo y oro! Pero sin duda iba uniformado, ya que por
entonces tocaba la viola en la orquesta de la ópera, que había sido
organizada por Max Franz en 1789. Advirtió que sus colegas le estimula-
ban, que congeniaba con ellos, y él, a su vez, era popular entre los demás.
Le consideraban, con razón, un gran pianista. Junker, que le oyó improvi-
sar, se refiere a él como el «querido, buen Bethofen» (ortografía del
propio Junker) y alude a «la grandeza de este hombre amable, de corazón
alegre, con su casi inagotable riqueza de ideas, su expresivo estilo al
tocar, totalmente característico, el gran despliegue de su interpretación...
Aunque es excesivamente modesto y libre de toda clase de pretensiones.
Su forma de tratar el instrumento difiere tanto de la que habitualmente
se adopta, que uno llega a la conclusión de que, por un camino que sólo
él ha descubierto, alcanza la elevada excelencia en la que actualmente
descansa».
De hecho, Beethoven le sacaba jugo a la vida en esos momentos.
Tenía colegas profesionales que le valoraban, para quienes resultaba
sumamente interesante una competición como la que fue programada
entre él y el famoso pianista Sterkel (especialmente porque Beethoven
salió triunfante). Todos eran buenos compañeros, siempre dispuestos a
jugar a lo que fuera. Cuando el Elector les llevó a Mergentheim, pasaron
los largos días de viaje por el Rin y por el Main jugando, en el barco, a una
corte humorística ideada por ellos. Bernard Romberg y Beethoven tuvie-
ron que desempeñar el papel de imarmitones!
En lo social, aprovechaban al máximo cualquier entretenimiento
que se les ofreciera. Por ejemplo, cuando T odi, la encantadora prima
donna, visitó Bonn, la obsequiaron con una serenata; y cuando Haydn
pasó por allí, camino de Inglaterra, interpretaron para él una de sus misas
en la iglesia y luego le ofrecieron una cena realmente buena (sufragada

- 42-
Retrato de Joseph
Haydn, con quien .
Beethoven tomó clases.
Pese a la mutua
admiración artística,
ambos músicos
no llegaron a establecer
buenas relaciones.

por el Elector y en la morada de éste) el 26 de diciembre de 1 790.


Durante la visita de retomo, en el verano de 1 792, la orquesta obsequió a
Haydn con un almuerzo en Godesberg, un admirable paraje delante
mismo del Siebengebirge.
Para Beethoven, estas visitas de Haydn tenían una extraordinaria
importancia, y en Godesberg le mostró una cantata «que mereció una
particular atención de Haydn, quien le animó para que continuara
estudiando».
La mayor parte de los biógrafos coinciden en que el plan de
Beethoven de trasladarse a Viena para estudiar con Haydn debió de
originarse más o menos por. aquellas fechas. Es un error creer que
Beethoven había compuesto poco hasta aquel momento o que su
música era la de un principiante. Inexperto, autodidacto, poco disciplina-
do lo era tal vez, pero el auténtico Beethoven apuntaba ya en sus
Cantatas compuestas a la muerte de José 11 (1790). los escritos con
ocasión de la entronización de Leopoldo 11 (1790) y en el Trío para instru-
mentos de cuerda en mi sostenido mayor, conocido como Op. 3 (1792).
Por una fantástica casualidad, esta última obra se abrió camino hacia Ingla-
terra en 1793 gracias al abate Dobbeler capellán huésped del Elector.
Aquella música satisfizo tanto al bueno de William Gardiner, de Leicester.
que, cuando se desplazó a Londres, preguntó por otras composiciones
de Beethoven, «pero sólo le informaron de que era un loco y de que su
música era como él».

-43-
Muchas cosas que corresponden a la época de Bonn se han descu-
bierto o han sido identificadas a través de publicaciones posteriores.
Incluso cabe pensar que la primera idea de la Sinfonía Coral le vino aquí.
Uno se maravilla viendo lo mucho que pudo componer en estos años. Un
hombre que trabaja a diario en una orquesta, que es organista y que
además tiene la pesada labor de enseñar, ha de sufrir un desgaste en su
vitalidad que pocos compositores podrían soportar. Componer no es
ningún pasatiempo ligero, que se pueda tomar y dejar a voluntad: es una
exigencia tremendamente concentrada sobre la totalidad del ser de un
compositor.
En el otoño de 1 792 se había establecido un plan gracias al cual
Beethoven podría acudir a Viena para recibir lecciones de Haydn, todo
ello autorizado por el Elector, que le concedía un salario durante tal
ausencia. Los asuntos públicos, sin embargo, no gozaban de la deseada
estabilidad. Durante dos años la Revolución francesa había estado crean-
do inquietud en Bonn. El ruido de los ejércitos franceses era ya percepti-
ble. Los refugiados aristócratas acudían al cuitado Elector, quien, una y
otra vez, intentaba deshacerse de ellos para mantener la neutralidad. Sus
esfuerzos llegaron a ser frenéticos después de haberse declarado la
guerra entre Austria y Francia (abril de 1 792). En octubre de ese año un
ejército revolucionario francés avanzaba hacia el Rin. Comenzaron a
llegar de Coblenza refugiados alemanes; la gente de Bonn formó una
guardia ciudadana, el tesorero se trasladó a Düsseldorf y el 31 de octubre
el propio Elector huyó a Cléveris.
En medio de esta confusión Beethoven hizo sus maletas y se
despidió de sus amigos, llevándose con él un libro de autógrafos en el que
todos ellos habían estampado sus firmas. Las fechas nos muestran que
los últimos a quienes visitó fueron los Breuning. Waldstein firmó el 29 de
octubre y Eleonore von Breuning el primero de noviembre. Esta escribió
unas palabras de Herder: «La amistad, lo mismo que lo bueno, crece
como la sombra del atardecer, hasta que el sol de la vida se pone. Tu
verdadera amiga, Eleonore von Breuning.»
El correo salía de Bonn para Viena a· las seis. En la oscura madruga-
da del día 3 de noviembre Beethoven se puso en camino, junto con un
compañero que bien pudo ser Libisch, el oboe. En Coblenza Beethoven
anotó en su cuaderno de bolsillo que le había dado al postillón como
propina un insignificante tálero, «ya que el chico condujo como el
demonio a través del ejército perteneciente al ducado de Hesse, con el
riesgo de ser apaleado». El ejército francés avanzaba hacia Maguncia y
Limburgo. Viajar en tiempos de guerra es un asunto muy azaroso. Con
prisas y entre sombras Beethoven inició un viaje del que nunca regresaría.

-44-
4. El gran mogol

Beethoven llegó a Viena, en fecha indeterminada, entre el 4 y el


10 de noviembre de 1 792. A partir de aquel momento, la capital austría-
ca se convirtió en su hogar. En aquella época, la música estaba de moda
en la mayoría de las grandes ciudades, y Viena se situaba muy por
encima de las demás gracias a la brillantez de sus músicos profesionales,
a la cultura de los entendidos y a la prodigalidad de aquellos principescos
mecenas que rivalizaban en el mantenimiento de orquestas particulares
y en la organización de sesiones de música de cámara. Si bien los
conciertos públicos no abundaban, la ópera era una presencia constante
y los conciertos privados en casa de los nobles constituían un campo
ideal para hacer música y encontrar músicos. Podemos formarnos una
idea de las oportunidades puestas a disposición de los compositores
recordando que el oratorio La Creación, de Haydn, y la Sinfonía «Heroi-
ca», de Beethoven, se estrenaron en privado, el uno en el Palacio de
Schwarzenberg y la otra por la orquesta del Príncipe Lichnowsky.
Así era el mundo en el que Beethoven se proponía desarrollar su
carrera, dejando a su padre y a sus hermanos en Bonn, bien abastecidos
-pensaba él- con la pensión del progenitor. Nada fue tal y como había
sido planeado. Los cien ducados que Beethoven había calculado que
ganaría en Viena no llegaron nunca a su manos. El 18 de diciembre, o
sea dos días después de haber cumplido Beethoven veintidós años, su
padre murió en Bonn. Luego se descubrió que Johann había cometido
un desfalco (sin duda, para conseguir bebida) con aquella parte de dinero
asignado al mantenimiento de Karl y del pequeño Johann. Los asuntos
políticos fueron de mal en peor. Los movimientos del ejército revolucio-
nario francés mantuvieron al pobre Elector Max Franz huyendo y regre-
sando a la ciudad de Bonn y haciendo de su electorado una especie de
nada entre dos platos. Su hacienda se hallaba comprometida. En junio
de 1793 los pagos a Beethoven terminaron. En 1794 Max Franz abando-
nó Bonn, también para siempre, y en 1 797 el electorado se incorporó a
la República Francesa.
Para Beethoven la situación habría sido desesperada de no haber
sido porque aquí, como antes en Bonn, los amigos apropiados llegaron
en el momento oportuno. Alguien -probablemente el Elector Max Franz
o el conde Von Waldstein- le había dado cartas de presentación valio-
sas, que le permitieron introducirse directamente en los mejores círculos
de la sociedad. Estoy segura de que Haydn le echó también una mano, ya
que él mismo había luchado contra la pobreza durante ocho años

-45-
Vien a en tiempos de Mozart y Beethoven, según un grabado de Ziegler.
Al fondo, la Pfarrkirche. Historisches Museum der Stadt Wien.

desastrosos. Si la anotación que vemos en la agenda de Beethoven


-«Haydn, ocho groschen»- tiene algo que ver con una clase, hay que
reconocer que el famoso compositor daba lecciones a su alumno por una
miseria, ya que ocho groschen equivalen a otras tantas pesetas. También
hay algo muy del estilo de Haydn en los alojamientos escogidos por
Beethoven: primero un ático, luego una habitación en la planta de la
misma casa en la que vivía el príncipe Lichnowsky. Sospecho que Haydn
aconsejó a Beethoven que siguiera la misma política (lo quizás era una
estrategia?) utilizada por él cuarenta años atrás, cuando se infiltró bajo el
mismo techo que el poeta Metastasio, asegurándose así un buen parade-
ro y (más adelante) un valedor. Tales cosas eran posibles en la vieja
Viena, ya que los grandes edificios eran palacios en el bel étage (planta
noble), viviendas oficiales en el segundo piso, e iban perdiendo categoría
a medida que se subía, de forma que cualquier pelagatos podía alquilar

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Beethoven en los p rimeros años de su vida en Viena. Oleo anónimo.

una buhardilla. Una vez más, el encanto funcionó: al cabo de poco


tiempo el príncipe Karl Lichnowsky hospedaba a Beethoven en su
propia casa.
Para nosotros, Beethoven ha adquirido tal importancia como com-
positor que casi oscurece la visión del principio de su carrera. Pero
durante sus primeros años en Viena se le apreciaba principalmente
como artista ejecutante: un pianista de extraordinaria habilidad y osadía,
un gigante de la improvisación y un profesor que pronto captó alumnos
entre los más brillantes jóvenes de la profesión y las señoritas más
elegantes de la noblesse. La tradición nos dice que ganó su reputación
con una «soberbia interpretación del Clave bien temperado, de Bach»,
reputación que aumentó con la interpretación al piano de sus propias
obras. Adquirióla también gracias a sus competiciones con pianistas de
renombre, tales como Gelinek, Wolfl v Steibelt. Gelinek salió de una de

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las pruebas completamente «desinflado» y, posteriormente, comentó:
«[Beethoven] no es un hombre, sino un demonio. Toca de tal manera que
nos llevará, a mí y a todos, al sepulcro. iY cómo improvisa!». (De lo que se
desprende que sus colegas pianistas debían de quererle muy poco.)
Tales cosas sólo servían para dar aliciente a su vida de joven que
moraba, como un huésped de honor, en casa del príncipe Lichnowsky,
disponiendo de un caballo y de un mozo a su servicio (idel que se olvidó!),
y con un sueldo de seiscientos gulden al año y tanta consideración hacia
sus deseos que los criados tenían órdenes de atender sus llamadas antes
que !as del propio príncipe. Además, Lichnowsky ensayaba las obras de
piano de Beethoven para demostrar que eran interpretables, y ponía a la
disposición del huésped su cuarteto de cuerda, compuesto por excelen-
tes profesionales. . .
El príncipe Lobkowitz, otro magnifico de la música y de la misma
edad que Beethoven, llegó a ser también su íntimo amigo. El barón Van
Swieten (amigo de Haydn y de Mozart), el conde Moritz Lichnowsky
(hermano del príncipe) y el barón von Gleichenstein eran amigos perso-
nales y protectores suyos. El barón Zmeskall von Domanowecz, un
pedante funcionario de la cancillería de la corte real de Hungría, tuvo que
rendirse para siempre ante el hechizo personal de Beethoven, y se sentía
encantado viéndose convertido en su hazmerreír y cortándole las plumas
que usaban para escribir, ya que el maestro tenía torpes las manos para
todo, salvo para la música. Los violinistas Schuppanzigh y Krumpholz, el
pianista Hummel, Haring, Eppinger, el cantante Kiesewetter y el joven
teólogo Amenda constituyeron un segundo círculo de fieles amigos, al
que pronto se añadieron los amigos íntimos conseguidos durante su
estancia en Bonn: Wegeler, Reicha, Stephan y Lorenz von Breuning. Ha
habido pocos hombres que fueran tan ricos en amistades.
Mientras tanto, Beethoven seguía estudiando duramente. Al llegar a
Viena había comenzado sus lecciones con Haydn, que continuaron
durante más de un año. Haydn se mostró con su alumno más amable de
lo que los biógrafos han estado dispuestos a admitir. Que las lecciones no
tuvieran éxito y que las relaciones entre los dos hombres fueran tensas,
apoya mi manifestación, ya que Beethoven raramente aceptaba compro-
misos con buen ánimo. Sabemos, por una carta del propio Beethoven,
que Haydn se lo llevó, para una visita de larga duración, a la casa de
campo del príncipe Esterházy, en Eisenstadt, a comienzos del verano
de 1793, viaje sumamente útil para un hombre joven que se halla al
comienzo de su carrera. Haydn deseaba también llevárselo a Inglaterra,
pero el propósito se frustró y tuvo que marcharse, en enero de 1794,
acompañado de Elssler como amanuense copista (icabe imaginar la
clase de criado que habría sido Beethoven!) y dejando al músico libre
para visitar abiertamente al famoso pedagogo Albrechtsberger, tal como
había visitado ya, en secreto, a Schenk buscando una enseñanza más
rigurosa.
Las clases con Albrechtsberger continuaron hasta 1795. Beetho-
ven comenzó también a estudiar de forma intermitente con Salieri, el
viejo rival de Mozart, del que tomó lecciones de composición vocal,

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Tres de los grandes maestros vieneses
de Beethoven: Johann Albrechtsberger
(arriba, a la izquierda), Johann
B. Schenk (arriba, a la derecha) y el
célebre Antonio Maria Salieri (abajo),
que asesoró a Beethoven durante
largos años y por cuyos conocimientos
el genio de Bonn demostró siempre
gran respeto. Grabado anónimo.

acento verbal, ritmo, metro, etc. Más tarde aprendió bastante, con Aloys
F6rster, sobre la composición de cuartetos.
Ferdinand Ries (hijo de Franz) fue alumno de Beethoven cuando era
aún un muchacho. Conocía de primera mano lo que sucedió en estos
primeros días y evocaba las relaciones entre Haydn, Albrechtsberger,
Salieri y Beethoven de la manera siguiente:
«Les conocía bien a todos; los tres apreciaban mucho a Beethoven,
pero coincidían en la apreciación de sus hábitos de estudió. Decían que
Beethoven era tan obstinado y autosuficiente que no tendría más reme-
dio que aprender muchas cosas mediante amargas experiencias, cosas
que había rechazado cuando se le habían presentado como temas de
estudio.»

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Thayer añade: «Albrechtsberger y Salieri, especialmente, sostenían
la citada opinión.» Haydn, el más grande, supo verlo con mayor pro-
fundidad.
Beethoven resultaba un alumno difícil. Era inevitable; su labor,
aunque muy avanzada en algunos sentidos, iba bastante retrasada en
otros, por motivo de su arbitraria formación en Bonn. Este defecto
necesitaba corrección. La ingente cantidad de contrapunto elemental
que tuvo que soportar antes de pasar hasta la fuga horrorizaría a un
estudiante moderno, pero Beethoven no sólo lo necesitaba, sino que
sabía que lo necesitaba. Aunque parezca increíble -tan increíble como
Satanás reprobando el pecado- su queja contra Haydn consistió en que
ilas lecciones eran demasiado descuidadas!
iNo nos servirá de nada utilizar una máquina de afeitar para cortar
leña! Haydn era un gran compositor, no un pedagogo. El error consistió
en suponer que Haydn podría dar a la rígida técnica de Beethoven el
duro martilleo que necesitaba para convertirse en una dócil herramienta.
Pero en el tema de la composición libre es posible que sus alumnos
compongan por su cuenta. Juzgando con este criterio tuvo un brillante
éxito con el «Gran Mogol», como llamaba a Beethoven. Pero Beethoven
se oponía rotundamente que le llamaran alumno de Haydn. «Aunque
recibí algunas lecciones de Haydn, no aprendí nada de él», decía.
En realidad, le debía mucho. Cualquiera que compare las composi-
ciones de ambos puede verlo. Si en cuanto a la forma y al estilo la música
primitiva de Beethoven seguía a Mozart como modelo, Haydn fue el
punto de partida para algunos de sus más audaces rasgos armónicos,
incluso en su obra más madura. Se ha escrito demasiado sobre las
diferencias y demasiado poco sobre la deuda existente entre los dos
hombres. Admitamos que Beethoven era impaciente y que desconfiaba
del consejo de Haydn en cuanto a asuntos de publicación; admitamos
que Haydn se sentía autosatisfecho y que le ofendía la arrogancia de
Beethoven: pero ¿qué vale todo esto cuando en un par de anécdotas
cristaliza lo peor y lo mejor de la cuestión?
La primera se refiere al encuentro de Haydn (cuyo oratorio La
Creación aún no había cedido un adarme de su éxito) con Beethoven,
poco después de que éste hubiese estrenado su ballet Die Geschópfe des
Prometheus. Haydn le abordó para decirle: «Escuché ayer su ballet y me
gustó mucho.» Beethoven replicó: «iPor Dios, papá, 2 es usted muy
amable! iPero está muy lejos de ser una Creación!» Haydn, sorprendido y
casi ofendido por la respuesta, dijo después de una breve pausa: «Es
verdad: no es una Creación ni creo que llegue a serlo nunca.» (El lance
resulta más gracioso si se sabe alemán y se conoce el guión de Prometeo.)
La otra anécdota data de 1808, momento en que la historia nos
muestra juntos, por última vez, a Haydn y a Beethoven. Haydn, viejo y
desvalido, había sido llevado a la universidad para asistir a una represen-
tación de gala de La Creación. Sumamente conmovido por la música y
por la manera como se la acogía, Haydn, después de la primera parte, fue
llevado al exterior en una silla de ruedas. Los nobles se apretujaban a su
alrededor prodigando elogios y saludos. Beethoven acudió entre ellos, se

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Beethoven al piano, con sus amigos el barón Van Swieten, el príncipe
Lichnowsky, el príncipe Lobkowitz y Karl Czemy.

agachó y besó fervorosamente la mano y la frente de Haydn. Era ya lo


bastante grande como para poder sentirse humilde.
Humildad, sin embargo, es la última característica que se le podría
aplicar al Beethoven de 1792 a 1800. Era más bien, como Lucifer, un
hijo de la mañana, exultante gracias a su poder. iY qué amanecer! El
mundo tenía otra vez aquella apariencia de recién hecho. La democracia
y sus ideales subían en Francia como una pleamar y el joven Napoleón
ascendía como el caudillo más grande del milenio. Beethoven lo contem-
plaba, sabiendo que él mismo poseía capacidad suficiente como para
vencer al mundo. Su interés se intensificó cuando el qeneral Bernadotte

-51-
llegó a Viena en 1 798; llegó a trabar con él una íntima relación. Los
ideales nobles siempre le habían atraído: ahora el poder se convirtió en
su credo dominante. Por mucha zumba que le eche, tal es la verdad que
queda detrás de las palabras dirigidas a Zmeskall en una carta (1798):
«iVáyase usted al diablo! Me niego a escuchar cualquier opinión suya
sobre puntos de vista morales. El poder no es sólo el principio moral de
los que superan a los demás, sino también el mío; y si usted comienza de
nuevo a dar la lata en el mismo sentido, hoy mismo le incordiaré hasta
lograr que opine que todo lo que yo hago es bueno y merecedor de elogio.»
Indiscutiblemente, el comportamiento de Beethoven por aquella
época no era del todo correcto. Su moralidad del poder le llevó a discutir
con sus verdaderos amigos, a ser grosero con sus protectores, y si las
conclusiones de los médicos son fiables, a una relajación en la moral
sexual que, más tarde, le aportaría su justo castigo. Ya en 1796 escribió a
su hermano Johann: «Espero que gozarás cada vez más de tu vida en
Viena. Pero ten cuidado, ya que hay toda una pandilla de mujeres de
mala vida.» ¿Le ocurría a Beethoven lo del gato escaldado, que huye del
agua fría?
Sus hermanos habían acudido a Viena en 1795, después de la caída
de Bonn. El no se avergonzaba de reconocerles públicamente, a pesar de
sus éxitos en sociedad, y les ayudó económicamente hasta que ambos
estuvieron en condiciones de ganarse la vida: Karl como cajero en la
Staatsschuldenkasse y Johann como boticario.
También hay que decir que en su falta de consideración hacia el
príncipe Lichnowsky había más discernimiento del que parece a primera
vista. Después de la servidumbre con librea como músico de la orquesta
de Bonn, constituía una vertiginosa emancipación el haber pasado a ser
el huésped libre de un palacio. Pero aun aquí había reglas. Wegeler
cuenta que el príncipe había fijado la hora de la cena para las cuatro de la
tarde. «Ahora -decía Beethoven- se pretende que esté en casa cada día
a las tres y media, que vista la mejor ropa, que me cuide la barba, etc.
iNo lo puedo aguantar!»
Wegeler opina que era, meramente, terquedad. Pero Beethoven
tenía razón. El horario y los momentos de un artista creador no siguen el
reloj. Si bien para el príncipe Lichnowsky y para sus acompañantes la
puntualidad suponía la piedra angular de su código, para la posteridad
una sola obra de Beethoven tiene más importancia que todas las cenas
que despacharon juntos.
A medida que crecía el poder creador de Beethoven, aumentaba en
él su deseo de tener un hogar propio. Siempre estaba enamorado de
alguna hermosa muchacha, pero ello venía ocurriendo desde los días de
Bonn, como bien sabían sus amigos. Sin embargo, en 1 795 sus senti-
mientos hacia Magdalena Willmann, una cantante encantadora, resulta-
ron tan serios para él que llegó a formular una declaración de amor. Ella
le rechazó porque «es feo y está medio loco.» Su decepción no duró
mucho. El proyectado hogar para una pareja se convirtió en una vivienda
independiente para él solo. El trabajo seguía su ritmo normal. Beethoven
se presentó públicamente en Viena. en el Burgtheater. con su propio

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Concierto de piano en si bemol mayor, Op. 19 (fue un concierto be-
néfico para la ayuda de las viudas de los componentes de la T onkünstler-
Gesellschaft), y en 1 796 dio una gira de conciertos por Praga y Berlín,
con la posible inclusión de Dresde y Leipzig. El 21 de junio asistió a la
reunión de la Singakademie de Berlín. «Cantaron para él un coral, las tres
primeras partes de la misa [de Fasch dieciséis partes] y las seis primeras
del Salmo 119. A continuación él se sentó al piano y tocó una improvisa-
ción sobre el tema de la última fuga.» Causó una impresión abrumadora
en los asistentes, que le abrazaban, llorando. Él estaba disgustado. «No es
eso lo que desean los artistas. iQueremos ser aclamados!», le diría más
tarde a Bettina von Arnim.
Beethoven, en el cenit de su poder como pianista, dio su primer
concierto público en Viena el 2 de abril de 1800 y proyectó giras
extensas y triunfantes. Se habían publicado ya varias de sus composicio-
nes. Entre las obras más conocidas compuestas hasta aquel momento
figuraban la Sinfonía n.0 1 en do mayor; dos Conciertos de piano (do
mayor y si bemol mayor); los tres Tríos para piano, Op. 1; tres Sonatas
para piano, Op. 2; dos Sonatas para piano y violoncelo, Op. 5; las
Sonatas para piano, Op. 7, 10, 13, 14; las Sonatas para piano y uiolrn,
Op. 12; los Tríos para cuerda, Op. 3, 8, 9; la famosa canción Adelaida;
la escena Ah! perfido, y una colección de cosas de menor importancia.
Tales obras parecieron muy atrevidas a sus contemporáneos; para
nosotros resultan encantadoras, con rasgos típicos de aquel compositor
que llegaría a ser posteriormente. Forman un grupo bastante homogé-
neo en su estilo, que los críticos han dado en clasificar como pertenecien-
tes a la que llaman su primera época. A pesar de su belleza, no le hubieran
dado a Beethoven, por sí mismas, el rango supremo que ostenta. De
haber muerto a los treinta años, de haber llevado a cabo su propósito de
convertirse en un virtuoso itinerante, jamás habría alcanzado su grande-
za. La composición es un arte celoso, que exige del hombre toda su
energía. En la vida de un virtuoso, la lealtad queda repartida. Beethoven
pudo haber sido un Liszt. Escapó de aquel destino por medio de lo que,
por aquel entonces, pareció ser el mayor desastre de su vida.

-53-
5. El más infeliz de los hombres

Tal vez el calendario sea un convencionalismo, pero en la transición


de un siglo a otro hay algo decisivo que sugiere el paso del Rubicón.
Nunca fue tan acertado lo dicho como en el cambio del siglo xvm al XIX,
transición tan marcada que podría haber sido como un istmo entre dos
mundos. Extrañamente -o tal vez no tan extrañamente, consideran-
do hasta qué punto Beethoven era una personificación de su tiempo-
esta transición sincronizaba con un gran cambio en su propia vida in-
. terior.
Hasta finales del siglo xvm el joven genio había sido arrogante,
consciente de su poder, con un carácter turbulento que cabalgaba sobre
los vientos de libertad, igualdad y fraternidad que habían barrido las
viejas clases y los credos en Francia, si bien, hasta aquel momento, sus
composiciones no habían sido más que bellas consumaciones de los
ideales del siglo XVIII. Contemplándole en 1799, los amigos de Beetho-
ven podían pensar, acertadamente, que carecía de preocupaciones y que
sólo le cabía esperar el éxito que le aportaría el futuro. Económicamente,
gozaba de seguridad; el príncipe Lichnowsky había apartado para él una
suma fija de seiscientos florines, a fin de que la pudiese retirar en tanto no
llegara a ocupar una posición oficial digna de él; sus composiciones le
significaban una buena fuente de ingresos y tenía más encargos de los
que podía llevar a cabo; su prestigio como pianista solista había alcanza-
do el cenit y su gran círculo de protectores aristócratas, de estudiantes y
de amigos íntimos le abría las puertas de la mejor sociedad de Viena. Su
hermano había superado, con feliz resultado, una severa enfermedad; la
salud del propio Beethoven, no muy buena en el pasado, había mejorado
mucho, e incluso su corazón, lastimado hacía seis meses, se había recu-
perado ya del rechazo de la señorita Willmann.
Realmente, mientras el calendario saltaba de 1799 a 1800 Beetho-
ven pasó el Rubicón que le separaba para siempre de su esperada vida
como profesional virtuoso del piano y cerraba la obra creadora de su
«primer periodo». Hacía ya dos años que un horrible fantasma se alojaba
en su mente, temor que ya nunca le abandonaría; era un desastre que
avanzaba hacia él tan implacable como la estatua del Comendador hacia
Don Juan, y se sentía impotente para rehuirlo. El, Beethoven, que
consideraba su oído como su «más noble facultad», ise estaba volviendo
sordo! Era algo espantoso, una catástrofe impensable. Al comienzo se
trataba de una sordera ligera, que podía pasar como distracción a los
ojos de los demás. Pero en 1800 se había incrementado de tal forma que
Beethoven eludía las reuniones sociales a causa del inquietante temor

-54-
de que los demás lo advirtieran. En el verano de 1801 se dio cuenta de
que no tenía ninguna probabilidad de curación y que, por lo tanto, su vida
como pianista profesional estaba totalmente arruinada. Era una agonía
mental más pronunciada si cabe por el hecho de sufrirla en silencio.
Solamente confió algunas señales de su tormento a Amenda y a Wege-
ler. El 1 de julio, en una carta a Amenda, escribía:

«Cuántas veces quisiera tenerte aquí, ya-que tu B[eethoven] está


llevando una triste vida, en desacuerdo con la naturaleza y su Creador.
Son muchas las veces que le he maldecido por haber sometido a sus
criaturas a toda clase de riesgos, de forma que la flor más bella se ve
frecuentemente pisoteada y destruida. Déjame decirte que mi bien más
preciado, mi oído, se ha deteriorado muchísimo.»
En esta carta, a pesar de su aflicción, habla todavía el arrogante
Beethoven de siempre, el que se refiere a sus amigos como «instrumen-
tos que toco cuando me place».
Sin embargo, durante todo el tiempo y por debajo de este orgullo
luciferino, se iba desarrollando un cambio espiritual profundo. A medida
que iba fallando el oído externo, su oído «interior» se afinaba. Notaba que
tenía algo por lo que vivir, aunque jamás volviera a tocar una nota en
público. Si alguna vez había buscado inspiración para su música en la
poesía, ahora comenzaba a descubrir el acceso a estos insondables
manantiales de eternidad a los que sólo pueden llegar los más grandes.
Se pueden apreciar algunas etapas de esta tremenda lucha en dos cartas
dirigidas a Wegeler, escritas en el mismo año (1801). En la del 29 de junio
decía:

«Tengo que confesar que llevo una vida miserable. Hace casi dos
años que he dejado de atender cualquier compromiso social, por la única
razón de que me resulta imposible admitir, de cara a los demás, que soy
sordo. Si tuviera cualquier otra profesión, tal vez podría hacer frente a mi
enfermedad; pero, en la mía, es un terrible impedimento. Y si mis
enemigos, que no me faltan, se enteraran ¿qué dirían de esto? Ya he
maldecido a mi Creador, he maldecido mi existencia. Plutarco me ha
mostrado el camino de la resignación. Si ello es posible, retaré mi destino,
aunque creo que mientras viva pasaré por momentos en los que me
sentiré la más infeliz de todas las criaturas de Dios.Te ruego que no digas
nada a nadie de mi situación, ni tan siquiera a Lorchen [Eleonore von
Breuning] ... Vivo entregado a mi música; apenas he acabado una
composición, cuando ya comienzo otra. Con mi actual rapidez a la hora
de componer, produzco frecuentemente tres o cuatro obras al mismo
tiempo.»

Luego, el 16 de noviembre, Beethoven escribía de nuevo a Wegeler:


«Ahora estoy llevando una vida más placentera, ya que frecuento a
mis compañeros con mayor asiduidad. Te resultaría difícil creer lo vacía,

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Giu/ietta Guicciardi, alumna de Beethoven y uno de sus tormentosos
y frustrados amores. Beethovenhaus, Bonn.

lo triste que ha sido mi vida durante estos dos últimos años. El mal de mi
oído me seguía por todas partes como un fantasma; había dejado de lado
toda sociedad humana. Me comportaba como un misántropo, aunque
estoy muy lejos de serlo. Este cambio se ha producido gracias a una joven
encantadora, que me ama y a la que amo. Por fin estoy disfrutando de
algunos momentos alegres después de dos años; y por primera vez me
doy cuenta de que la vida conyugal podría aportarme la felicidad. Desgra-
ciadamente no es de mi clase y, por el momento, no podría casarme con
ella ... De no haber sido por mi sordera hace ya tiempo que hubiese
viajado por medio mundo; es algo que tengo que hacer... No te imagines
que sería feliz viviendo contigo en Bonn. Porque, ¿qué encontraría allí
que me hiciera sentirme más feliz? Incluso tu ansiedad me haría daño.
Vería tu cara a ca.da momento expresando pena y eso me haría más
desgraciado ... iOh si pudiera librarme de todo esto abrazaría al mundo
entero! Siento que mi juventud está empezando ahora, porque ¿acaso
no fu¡ siempre un hombre enfermizo? Desde hace un tiempo mi fuerza
física se ha ido incrementando más y más y. con ello. también mis

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Acuarela que representa la localidad de Heiligenstadt En ella Beethouen buscó
alivio a su sordera, y escribió el célebre testamento. Museo Histórico, Viena.

poderes mentales. Cada día me aproximo más al objetivo presentido,


pero que no acierto a describir. Y es sólo con esta condición como tu
Beethoven puede vivir. No puede haber descanso. Si consiguiera liberar-
me al menos en parte de mi aflicción, entonces acudiría a ti como un
hombre completo y maduro y renovaría contigo nuestros viejos senti-
mientos de amistad. Me hallarías tan feliz como el Destino haya dispues-
to que lo sea en esta tierra ; no estoy dispuesto a ser desgraciado -no,
esto no lo podría soportar- y agarraré al Destino por el cuello; desde
luego, no me doblegará ni me aplastará .totalmente. iOh! isería tan
maravilloso vivir miLvidas!»

«ÍSería tan maravilloso vivir... !» Cuando Beethoven grita estas pala-


bras el grito halla eco en un poeta que, un siglo más tarde, las pone en
boca de una mujer. «Si, la vida es tan dulce», dice Pervaneh en el Hassan,
de Flecker, y lo dice incluso más allá de la muerte. porque ama.
Beethoven no nos dio el nombre de la enamorada. Seguimos
ignorándolo hoy, pero las posibilidades apuntan hacia una muchacha

-57-
encantadora, de diecisiete años, Giulietta Guicciardi, de noble cuna y
prima de las jóvenes condesas Josephine y Therese von Brunswick, que
eran alumnas de Beethoven. Giulietta también tomó clases con él. Aun
siendo la última en llegar, fue la primera de esta bella trilogía en conquis-
tar el corazón del maestro. Al igual que la Julieta de Shakespeare, era tan
capaz de inflamarse con un romance, como de contagiárselo fácilmente a
otro; podría haber sido la heroína de las famosas cartas de amor de
Beethoven, pero haciendo un balance de los hechos, parece que hay que
situar estas cartas seis años más tarde en su vida. Cabría hacer una
posible alegación en favor de Giulietta. El hecho de que Beethoven le
hubiese dedicado inicialmente el Rondó en sol para cogerlo después,
regalárselo a la condesa Lichnowsky y darle a cambio a Giulietta la
sonata llamada «Claro de luna", no demuestra nada en ningún sentido.
Beethoven pudo haber pensado que la sonata era más apropiada que el
rondó, si el punto de vista defendido por Thayer es correcto en el sentido
de que la sonata estaba basada en el poema Die Beterin, de Seume; en él
una joven se arrodilla ante el altar mayor para rezar. iGiulietta, que era
una moza descarada, debió parecerle la encarnación de la candidez! Por
otra parte, aunque el Cuarteto para cuerda en fa mayor, Op. 18, n.0 1, fue
acabado en su forma original a finales de junio de 1 799 (fecha en la que
es posible que Giulietta no hubiese llegado aún a Viena), vale la pena
recordar que Beethoven le dijo a Amenda que el movimiento lento
estaba basado en la escena de la tumba de Romeo y Julieta.
Sea cual fuere el curso de los asuntos amorosos de Beethoven
durante el invierno de 1801 y el verano de 1802, parece que soplaron
para él nuevos vientos de esperanza relativos a su salud. Cambió de
médico y el nuevo, el doctor Schmidt, le ordenó que protegiera su oído
viviendo en un retiro campestre, en Heiligenstadt. Era entonces un
pueblo encantador, situado en las afueras de Viena, con una vista del
Danubio y los prados que lo rodean, y de los lejanos Cárpatos. Allí entró
Beethoven en un retiro físico, mientras su espíritu daba vueltas a alguno
de los más felices y lúcidos trabajos de su vida, quizás como refugio de las
duras realidades materiales. Pero el verano no le aportó mejoría alguna y
la esperanza murió en su interior. Y un nuevo golpe: finalmente había
sido dispuesto el matrimonio de Giulietta con el conde Gallenberg, un
hombre de su misma clase. No cabía esperar mucho más de una mucha-
cha como Giulietta, pero su comportamiento hirió amargamente a
Beethoven. Fue una piedra que añadir al fardo de tristeza que estuvo a
punto de llevarle al sepulcro aquel otoño. Fuere porque estaba tan
enfermo que preveía su cercana muerte, fuere porque no hubiese venci-
do aún la tentación de suicidarse -eso nunca lo sabremos-, el caso es
que el 6 de octubre escribió el llamado «Testamento de Heiligenstadt»,
documento destinado a sus hermanos y redactado cuando pensaba que
su muerte estaba próxima. Cada frase vibra con profundo sentimiento:
«Í Oh, compañeros que me consideráis antipático, arisco y misántro-
po, qué injustos sois conmigo! Ignoráis la razón secreta que me induce a
mostrarme de esta forma. Desde mi infancia mi corazón y mi pensamien-

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to se sintieron inclinados hacia los tiernos sentimientos de la bondad;
siempre me sentí en disposición de acometer grandes acciones. Pero
pensad, por un momento, que durante seis años me he sentido afligido
por una enfermedad incurable, que se ha visto agravada por la intromi-
sión de médicos incompetentes. Año tras año mis esperanzas de cura-
ción han quedado gradualmente desvanecidas y, finalmente, me he visto
forzado a aceptar la perspectiva de una enfermedad permanente... Mi
infortunio me duele doblemente, ya que por su causa soy mal comprendi-
do. Para mí ya no existe distracción en la sociedad humana, ni conversa-
ciones delicadas, ni confidencias mutuas. Debo vivir solo, y si aparezco en
sociedad lo hago únicamente cuando la necesidad me lo exige. Debo vivir
como un proscrito... Estaba a punto de poner fin a mi vida. Lo único que
me retuvo fue mi arte. Verdaderamente, no me parecía posible dejar este
mundo antes de haber producido todas las obras que me sentía urgido a
componer; y así me he arrastrado por esta miserable existencia ... Patien-
ce, ésa es la virtud (dicen) que debo escoger como guía; ahora que la
poseo, espero persistir en mi resolución de aguantar hasta el final, hasta
que la Parca inexorable se decida a cortar el hilo; puede que mi condición
mejore, puede que no; sea como fuere, hoy por hoy estoy resignado. A la
temprana edad de veintiocho años me vi obligado a ser filósofo, cosa
nada fácil, ya que, en verdad, es más difícil para un artista que para
cualquier otra persona. Dios todopoderoso que ves en lo más íntimo de
mi alma, que ves a través de mi corazón, sabes que rebosa de amor hacia
la humanidad y de deseo de hacer el bien.»
Después de hacer unos encargos a sus hermanos, prosigue:

«Mi deseo es que tengáis una mejor y más despreocupada existencia


que la que yo he tenido. Estimulad a vuestros hijos a ser virtuosos, ya que
solamente la virtud puede hacer al hombre feliz. El dinero no lo logra. Lo
digo por propia experiencia. Fue la virtud la que me sostuvo en mi
miseria. Gracias a ella, y también a mi arte, no puse fin a mi vida mediante
el suicidio. Adiós, y amaos el uno al otro... Gozosamente voy al encuentro
de la muerte. Si viniera antes de darme la oportunidad de desarrollar
plenamente mis dotes artísticas, aun teniendo en cuenta mi duro destino,
vendría demasiado pronto y, sin duda, me gustaría posponer su llegada.
Aun así, estaría contento, ya que ¿acaso no me libraría de una condición
de sufrimiento continuo?»

Cuatro días más tarde, cuando estaba a punto de salir de Heiligen-


stadt hacia Viena, añadió como posdata el grito más desgarrador:
«Heiligenstadt, 1Ode octubre de 1802... Así me despido de vosotros,
y, lo que es más, bastante tristemente. Sí, la esperanza que deseaba, la
esperanza que traje conmigo de curarme parcialmente al menos ... ahora
debo abandonarla del todo. Tal como las hojas del otoño se marchitan y
caen... esa esperanza se ha marchitado en mí. Parto de aquí casi en las
mismas condiciones en las que llegué: hasta ese gran coraje -el que a

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menudo me ha inspirado en los brillantes días del verano- ha desapareci-
do. iOh, Providencia! iConcédeme un día de puro gozo! iHace tanto
tiempo que el eco verdadero del gozo interior no suena para mí! iOh,
cuándo, cuándo, Dios todopoderoso, podré oír! iCuándo podré escuchar
de nuevo este eco en el templo de la naturaleza y en contacto con la
humanidad! ¿Nunca? iNo! iOh, sería demasiado difícil!»
El desastre era tan completo como en cualquier tragedia griega. Y si
los biógrafos no se equivocan cuando creen que la sordera de Beethoven
fue el resultado de la sífilis, entonces se cumplió una vez más la función
de Némesis. 3 Pero había algo en él que trascendía la ética de Esquilo y de
Sófocles, algo que le situaba junto al ciego Homero y junto a Virgilio,
cuyos elevados pensamientos captaban y reflejaban «el resplandor de
algún misterioso y no amanecido día». Al igual que ellos, podía pasar a
través de la tragedia para alcanzar el gran conocimiento del más allá, de
aquel lugar en el que nacimiento y muerte, felicidad y pesadumbre no son
más que diferentes caras de una misma áurea moneda de la vida, acuña-
da por Dios en la eternidad.
Beethoven había caminado por los prados de Heiligenstadt y su
mente habría vagado por los campos Elíseos de la música, antes de
entrar en la crisis de su negra tristeza. Era un verdadero descenso al valle
de las sombras de la muerte. Pero justo antes de que el camino iniciara su
descenso, había visto -como pasa a veces en regiones montañosas, a
través del cercano abismo y entre cordilleras interpuestas, cuando se
capta la visión radiante de unas lejanas montañas en el horizonte- la
felicidad. Nos ha dejado esa visión en los pasajes de su Sinfonía en re
mayor, que prefiguran la Sinfonía Coral que había de venir. Pudo tener
esta visión porque, como dijo uno de sus biógrafos, «siempre había
llevado alta la cabeza, incluso en pleno sufrimiento».
Beethoven había entrado en el siglo XIX, como compositor, con su
Sinfonía en do mayor. Hacia finales de 1800 había compuesto un ballet
que ha de ser considerado en relación con su labor sinfónica, aunque son
pocos los biógrafos que se han dado cuenta de todo cuanto va implica-
q9 en Las criaturas de Prometeo. Aquí,como en el oratorio Christus am
Olberge (Cristo en el Monte de los Olivos), Beethoven se ocupó del
tema de un benéfico salvador de la humanidad. Prometeo fue el punto
que señaló un giro en su carrera. Su viejo estilo ya no le satisfacía.
Beethoven no era un creyente a la manera convencional; su mente, sin
embargo, se afanába por penetrar en los misterios más profundos del
universo y, al mismo tiempo, se daba cuenta de la misión interior que
tenía que completar. El músico ha de liberar a la humanidad de su
tristeza. Durante las últimas semanas pasadas en Heiligenstadt, Beetho-
ven cayó hasta la sima más profunda de sus pesares. Pero es en la
oscuridad de la noche, no a plena luz del día, cuando se ven las estrellas.
Rodeado por sus problemas más sombríos, Beethoven aprendió a con-
templar a Dios cara a cara. Los esfuerzos, aunque ahora desarrollados
en un plano ascendente, no acabaron con rapidez. Beethoven regresó a
Viena aquel invierno y reemprendió su trabajo con ruda energía y con un

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humor sombrío, en el que estaba ausente la felicidad. Interiormente, no
obstante, se sentiría iluminado por tremendos destellos de exaltación, ya
que uno de sus más grandes trabajos, la Sinfonía «Heroica», comenzaba
a ser una realidad.
El 5 de abril de 1803 Beethoven organizó en el Theater an der
Wien un concierto con composiciones propias. El programa contenía las
Sinfonías Primera y Segunda, el Concierto de piano en do menor (con
~I propio Beethoven de solista) y el estreno del oratorio Christus am
Olberge. Los ensayos fueron una tortura. Empezaron a las ocho de la
mañana; a las dos y media todo el mundo estaba exhausto e irritado. De
no haber sido por el querido y buen príncipe Lichnowsky (al que aprende-
mos a amar a medida que lo vemos, silencioso, contemplando a Beetho-
ven, actuando como una providencia desinteresada), el día hubiera sido
un fracaso. Acudió, gentilmente, con cestas de pan y mantequilla, con
carne y vino, dando de comer a los hombres hambrientos y persuadiéndo-
les para que siguieran ensayando. A pesar de todo, el oratorio no tuvo
mucho éxito. Por una vez, el instinto popular acertó: Beethoven había
juzgado mal su estilo, como él mismo admitió posteriormente. Su trata-
miento de la música para Jesucristo era demasiado moderno; en otras
palabras, demasiado profano y teatral.
No está muy claro si la oferta que Beethoven recibió de Schikaneder
(el viejo empresario de Mozart) para componer una ópera fue anterior o
posterior al estreno del oratorio, pero -por gracioso que parezca-circu-
ló el rumor de que Beethoven sería un buen compositor de ópera, ya que
su oratorio había resultado demasiado teatral. Sin embargo, el proyecto
quedó sólo en palabras, por el momento, y Beethoven pasó el verano en
Baden y Unter-Dobling, trabajando de firme en la Sinfonía «Heroicai>. La
primera sugerencia de una sinfonía sobre Napoleón le vino de Bernadot-
te en 1798, cuando Bonaparte era aún primer cónsul. Era la época en
que suscitaba la admiración de Beethoven, quien le comparaba con los
cónsules romanos. Hizo una fusión de este ideal con su propia creencia
del músico como héroe y benefactor de la humanidad. El resultado fue
una sinfonía de tanta importancia, que debemos dejar su análisis para
más adelante, si bien podemos anticipar aquí que en ella la vida fue
elevada a un esplendor y un poder desconocidos hasta entonces en la
música, y que la «Heroica" pasó a ser la Sinfonía de Beethoven, incluso
después de que las estupendas Sinfonías Quinta y Séptima hubiesen
lanzado sus radiantes destellos. Pero, de buenas a primeras, la «Heroica"
no gustó; era demasiado nueva, extraña, difícil y original en sus efectos,
según dijeron los críticos. Aunque el fiel círculo de ricos aficionados la
apoyó. El príncipe Lobkowitz compró, lo que le honra eternamente, los
derechos de ejecución no para un año, como era lo habitual, sino para
varios, de forma que cuando recibió la visita del príncipe Luis Fernando
de Prusia pudo agasajarle con su audición.
El príncipe la escuchó con tensa atención, que crecía por momentos.
Al acabar la ejecución demostró lo admirado que estaba requiriendo el
favor de una repetición inmediata; los músicos hicieron una pausa de
una hora y como el tiempo de que disponía el príncipe era demasiado

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corto para admitir un nuevo concierto, no hubo segundas partes. La
magnífica impresión que causó la música fue general y se reconoció, por
fin, su elevado contenido.
iAfortunado Luis Fernando!
Al parecer, lo narrado ocurrió en 1804, año en el que Stephan von
Breuning y Beethoven decidieron, en mayo, compartir sus alojamientos.
Beethoven se hallaba ya en una situación muy tensa cuando llegó su
alumno Ries y le trajo la noticia de que Napoleón se había proclamado
emperador. Beethoven, lleno de ira, explotó, gritando: «¿Así pues, tam-
bién él es un ser humano ordinario? También él pisoteará ahora los
derechos del hombre y será indulgente con sus propias ambiciones. iSe
elevará por encima de los demás, será un tirano!» (Esto es, exactamente,
lo que pasó.) «Beethoven -prosigue Ries-acudió a la mesa, cogió por
arriba la página del título [en la parte superior llevaba el nombre de
"Buonaparte" y en la inferior el de "Luigi van Beethoven"] la rompió en
dos y la tiró al suelo», separándose de esta forma y para siempre de
Bona parte.
La ira siempre era perjudicial para Beethoven. Ahora enfermó
seriamente. Breuning le cuidaba con devoción, y cuando después de
varias semanas la tensión cedió un poco. los dos estaban tan deshechos
que un día, a principios de julio, pelearon violentamente y Beethoven se
marchó para Baden y Dobling. En este asunto Breuning, que no Beetho-
ven, resultó ser el héroe, dado que no emitió ningún reproche. Beethoven
debió de ser un paciente insoportable. Cabe deducirlo por lo que Breu-
ning dice -y por lo que no dice- en su carta del 13 de noviembre,
dirigida al doctor Wegeler:
«El, que ha sido amigo mío desde la juventud, tiene mucha culpa de
que me vea obligado a no pensar en los ausentes. No puedes imaginarte,
mi querido Wegeler, qué indescriptible, e incluso podría decir qué temi-
ble, efecto ejerce sobre él la pérdida gradual del oído. Piensa en lo que
significa tal sensación de desagrado en una persona de carácter tan
violento; añade a esto su reserva, su falta de confianza, muchas veces
incluso hacia sus propios amigos en asuntos que no admiten indecisio-
nes. Mavormente. sólo con alquna ocasional excepción, cuando da paso
libre a sus sentimientos la discusión con él llega a exigir tan gran
esfuerzo que resulta casi imposible confiar en uno mismo. La preocupa-
ción y el tener que cuidar de él me han fatigado muy seriamente. Ahora
vuelve a estar completamente bien.»

La discusión tipificaba lo peor de Beethoven; la reconciliación, lo


mejor de él. Era lo suficientemente grande para reconocer que podía
equivocarse y lo suficientmente noble para humillarse pidiendo perdón.
Algunos biógrafos piensan que a veces se culpaba demasiado, pero él
conocía mejor que los demás la profundidad del mal que tenía que sanar.
Beethoven raramente perdía un amigo.
También cabe decir que eran escasos los momentos en que no
andaba enamorado. La brillante estrella de este año era la condesa

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Las hermanas Josephine y Therese von Brunswick. La p,rimera fue, tal vez, la
destinataria de la famosa Carta a la Amada Inmortal.
Josephine von Deym, a la que ya hemos mencionado como hermana de
Therese von Brunswick y prima de Giulietta Guicciardi. Josephine se
había casado contra su voluntad, siendo aún una adolescente, con un
hombre que le doblaba la edad. El marido murió a finales de 1803
convirtiéndola en una viuda joven, delicada, madre de cuatro hijos, con
una salud frágil y preocupaciones financieras para las cuales carecía de
capacidad resolutiva. Durante los primeros meses de su viudez, Therese
(que amaba apasionadamente a Josephine) estuvo a su lado e intentó
ayudarla cuidando de sus hijos y pasando en el campo el verano de
1804. Casualmente o no, Beethoven se aposentó cerca de allí y vio muy
a menudo a la encantadora y exótica Josephine. Nadie puede decir, con
certeza, cuáles fueron los pensamientos que inquietaron sus corazones,
pero contemplando los hechos desde un punto de vista femenino podría
muy bien ser que Beethoven hubiese sido la causa real de la tensión entre
Therese y Josephine. Ambas se sintieron poderosamente atraídas por el
músico; él, en justa correspondencia, se sentía atraído por las hermanas,
si bien Josephine (que poseía un encanto y una finura superiores) ocupa-
ba el primer puesto. Therese, mientras tanto, experimentaba un dolor
doble: verse separada del amor de Josephine por culpa de Beethoven y
del amor de Beethoven por culpa de Josephine. La situación llegó a un
punto límite durante el verano de este 1804.

«Siento aún toda la amargura, el dolor y la desesperación que se


apoderaron de mí -escribió Therese- cuando, después de varios inten-
tos [de vivir juntas], me dijo por última vez que no podía seguir con ella,
que era un peso para ella, que no la dejaba avanzar en su camino y que,
en su estado enfermizo, con cuatro niños que cuidar, le resultaba imposi-

-63-
ble ejercer sobre mí la influencia que ella quería ... Me fui y pensé que me
había separado de ella para siempre.»
Josephine sabía que Therese era una rival formidable.
Therese, apartada de aquel pequeño mundo para dos, exclusivo de
Josephine y de Beethoven, inició una aventura amorosa con un joven
oficial, «Toni», cuya admiración y galanteo ofrecía, cuando menos en
apariencia, un cierto bálsamo a su desdichado corazón. Desde noviem-
bre de 1804 mantuvo una apasionada correspondencia con Toni. Pero
la familia de la joven no estaba de acuerdo con la pareja; un año más tarde
murió él, y todo cuanto pudo hacer Therese fue lanzar un fiero grito de
venganza contra sus asesinos, los franceses. No parecía del todo sincero.
Mientras tanto, el verano de 1804 se fue consumiendo y en otoño la
amistad entre Josephine y Beethoven se intensificó, llegando, en el
invierno, a su culminación. Gracias a la correspondencia entre Therese y
Charlotte (la hermana menor) nos enteramos del desarrollo de esta
relación. «Beethoven es admirable; viene cada día y se queda con Pepi
(Josephine) durante horas», escribe Charlotte el 20 de noviembre. Un
mes más tarde opina: «Esto se está convirtiendo en una situación peligro-
sa... Beethoven está aquí cada día.» En enero la pobre Therese escribe,
preguntando: «Pero, dime ¿qué es lo que va a pasar con Pepi y Beetho-
ven? Ella debería tener cuidado.»
La familia Brunswick, aunque entregada a Beethoven como amigo,
no tenía intención de dejar que se convirtiera en el marido de Josephine;
ellos pertenecían a la nobleza y él a la plebe, en tanto que Therese tenía
sus propias razones para desear que acabaran aquellas relaciones.
Interferencias -y, posiblemente, el que Josephine se diera cuenta de la
naturaleza indomada e indomable de Beethoven-deterioraron aquellas
relaciones, dejándolas en algo parecido a las que sostienen un par de
extraños. Ninguno de los dos sufrió por mucho tiempo. Solamente la
pobre Therese se haría reproches años más tarde y escribiría en su diario
(184 7): «Beethoven... Espiritualmente iera igual que ella!... iAmigo de
Josephine, en la casa y en el corazón! Habían nacido el uno para el otro y,
si se hubieran unido, seguirían viviendo todavía.»
¿Amaba verdaderamente Beethoven a Josephine?
Desde luego, alguna de sus obras más bellas pertenecen a este
periodo, cuando Josephine era su más íntima y fiel confidente. A comien-
zos de 1804 Schikaneder le había encargado la composición de una
ópera para el Theater an der Wien. El tema escogido para su libreto se
basaba en el coraje y la constancia de una mujer a la hora de rescatar de
la muerte a su marido. Era una historia heroica y la música que realmente
podía gustarle, ya que su sólida moral se encrespaba ante argumentos
como los que había utilizado Mozart en obras tales como Don Juan y Las
bodas de Fígaro. La ópera de Beethoven se tituló Fide/io. Algunos
autores han sugerido que Josephine podría haber sido la inspiradora de
la heroína de la ópera, Leonora. Si lo era, lo único que cabe añadir es
que una mujer que no tuvo la entereza de aceptar a Beethoven o de
rechazarlo sin ambigüedades, no podría haber sido nunca una Leonora.

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Lo que no significa que ella no Je estimulara la imaginación, Desde luego,
nunca estuvo tan dispuesto para escribir música amorosa como en estos
años de la composición de Fidelio, con sus tres oberturas a Leonora, la
Sonata en fa menor, Op. 57 (Appassionata), y la Cuarta Sinfonía en si
bemol mayor.
El trabajo que demandaba Fidelio era extraordinariamente exigente
-incluso para un trabajor tan formidable como Beethoven- y le ocupó
casi dos años. El estreno de la ópera tuvo lugar el 20 de noviembre de
1805. Constituyó una irónica circunstancia el que la noche del estreno la
mayor parte del público estuviera formada por soldados franceses, ya
que el argumento de Fidelio se basaba en un hecho auténtico ocurrido en
Francia durante el denominado «Reinado del Terror» (aunque, diplomáti-
camente, la acción de la obra se situó en España). Estos ejércitos france-
ses, que siempre parecían introducirse en la VÍda de Beethoven, eran los
que habían llevado a cabo el asedio y posterior ocupación de Viena.
Bonaparte se hallaba en Schonbrunn, Murat en el palacio del archidu-
que Alberto y el general Hulin en el del príncipe Lobkowitz.
Entre los fallos inherentes al libreto, las dificultades de la música de
Beethoven, los defectos dramáticos de la obra y la dislocación general
ocasionada por la ocupación francesa, Fidelio fue un fracaso. Después
de tres funciones, hubo que retirar la obra.
Los amigos de Beethoven llevaron a cabo ímprobos esfuerzos para
que se remediaran los defectos y Fide/io pudiera representarse nueva-
mente. Hubo una terrible velada en casa del príncipe Lichnowsky; éste, la
princesa y un grupo de expertos estuvieron batallando con Beethoven
desde las siete de la tarde hasta la una de la madrugada con el fin de
persuadirle para que hiciera ciertos cambios. Finalmente, el compositor
se rindió ante los argumentos y Breuning pudo revisar el libreto. «Aun-
que los amigos de Beethoven estuvieron totalmente preparados para la
inminente batalla, nunca le había visto en tal estado de excitación como
entonces», comentó uno de ellos. La imaginación tiembla ante esta
escena.
A pesar de todas las mejoras y con una nueva obertura (Leonora
n. 0 3), Fidelio no tuvo un éxito real cuando volvió a estrenarse en la pri-
mavera de 1806. Las esperadas representaciones, de las que dependían
Jos honorarios de Beethoven, quedaron reducidas a dos.
«Es posible que nada haya resultado tan enojoso para Beethoven
como este trabajo, cuyo valor no se apreciará hasta más tarde, en el
futuro- escribió Breuning a los Wegelers-. Se recuperará de este duro
golpe más despacio aún de lo que yo imaginaba, ya que l:!i trato que se le
ha dado le ha robado, en gran parte, el placer de su amor por el trabajo.»
El propio Beethoven llamó a Fidelio su «corona de martirio». Aun-
que, fiel a la ley de la paternidad, por Ja cual se ama aquello cuya
conquista ha costado sufrimientos, él quiso a Fidelio hasta el fin de sus
días.

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6. El amante

Podría ser pura coincidencia o plenamente significativo el que


Beethoven, Therese y Josephine pasaran el invierno de 1805-1806 en
un torbellino de fiestas sociales. Therese, de corazón tempestuoso y
profundo, de inteligencia superior, se educó deliberadamente hasta alcan-
zar un brillo y una belleza lo suficientemente fuertes como para hacer
frente a las gracias de Josephine. Esta, por su parte, había alcanzado el
punto máximo de su natural encanto: Las dos jóvenes condesas eran, en
casa de su madre en Ofen, como «reinas de ingenio y de belleza»,
destacando en las festividades preparadas para el gran duque de Tosca-
na. El gran duque, ciertamente, se sintió tan subyugado por Therese que
ésta hubiese podido convertirse en gran duquesa. O, por lo menos, así se
dice. Beethoven, por su parte, emergió de la soledad que se había
impuesto y entró, libremente, en la sociedad vienesa. ¿por qué? ¿Quizá
porque a veces se encontraba allí con Therese? ¿y qué -o quién- le
ayudó a superar moralmente su sordera? Durante esta época trazó en su
cuaderno los primeros bosquejos, a lápiz, de los Cuartetos Rasumovsky:
«De la misma forma en que ahora te sumerges en el torbellino de la
sociedad, igualmente fácil te sería componer óperas, a pesar de todos los
obstáculos sociales. Haz que tu sordera deje de ser un secreto, incluso en
las cosas del arte.» En estas últimas palabras parece como si resonara la
voz de Therese, la autoungida sacerdotisa de la verdad.
Beethoven había hallado finalmente una solución triunfante para
su problema, y las grandes obras que ahora producía estaban llenas de
extraordinario esplendor. Una tras otra surgen las gloriosas composicio-
nes que datan de 1805 a 1812, haciéndonos pensar que han sido toca-
das por aquel espíritu del que habló Jesucristo cuando dijo: «He venido
para daros más vida y para-que la tengáis en mayor abundancia.»
Precisamente, durante estos años, Therese y Beethoven se aproxi-
maron aún más el uno al otro. Con la excepción de Eleonore von
Breuning, fue la única mujer cuya nobleza de carácter podía compararse
a la de Beethoven, ya que había aprendido la caridad del alma en la
escuela del sufrimiento.
Si Therese fue, verdaderamente, la «Amada Inmortal» de la famosa
carta de Beethoven es algo de lo que nunca estaremos seguros, aunque
un cierto número de biógrafos responsables así lo creen. Personalmente,
cuanto con más intensidad contemplo los hechos a la luz de la experien-
cia humana. más me inclino a compartir su punto de vista.

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Este no es lugar para debatir el complicado testimonio de datos, ni
los fragmentos de evidencia indirecta y supuesta. Todo ello puede ser
buscado en las páginas de Thayer, Romain Rolland, La Mara, Specht,
etcétera. Aquí bastará con decir que la carta fue encontrada, después de
la muerte de Beethoven, en un cajón secreto de su habitación y que los
que la encontraron consideraron, inicialmente, que había sido escrita
para Giulietta Guicciardi. Posteriormente, otros biógrafos estimaron que
era Therese von Brunswick la heroína del romance. Más tarde aún, se
sugirieron los nombres de Therese Malfatti o de Amalie Sebald. Pocas
pruebas pueden apoyar una certidumbre. Beethoven era, a menudo,
descuidado en cuestión de fechas. De ahí que, aunque la carta que nos
ocupa estuviera encabezada un «lunes, 6 de julio» y los años en los que
un 6 de julio caía en lunes eran los de 1801, 1807y1812, el simple error
de un día, cosa posible, hubiese cambiado ya el año supuesto. 4 La carta
en sí constaba de tres partes, escritas en diferentes momentos durante las
veinticuatro horas que iban del 6 al 7 de julio. A continuación entresaca-
mos algunos fragmentos de la misma:

«Mi ángel, mi todo, mi ser. Sólo pocas palabras hoy y, peor aún,
escritas a lápiz (tu lápiz). No estaré seguro de mis habitaciones aquí hasta
mañana iqué innecesaria pérdida de tiempo significa todo esto! ¿Por qué
esta profunda tristeza cuando habla la necesidad? ¿Puede nuestro amor
perdurar sin sacrificios, sin pedirlo todo el uno del otro? ¿Puedes alterar
el hecho de que tú eres toda mía, como yo soy todo tuyo? iDios mío!
iMira la naturaleza en toda su hermosura y haz que tu corazón descanse
allí donde debe hacerlo! El amor tiene derecho a pedirlo todo y así es para
mí contigo y para ti conmigo. Pero olvidas fácilmente que yo debo vivir
para mí y para ti; si estuviéramos completamente unidos, sentirías tan
poco como yo esta dolorosa necesidad... Tú sufres. iOh!, allí donde yo
estoy tú estás conmigo. Obraré de manera que pueda vivir contigo. iQué
vida la de ahora sin ti!... Aun cuando permanezco en casa, mis pensamien-
tos te siguen por doquier, eternamente, amor mío, a veces con felicidad,
otras esperando con tristeza la decisión del destino sobre nuestra plega-
ria. Para hacerle frente a la vida debo vivir del todo contigo o no verte
nunca. Sí, estoy decidido a ser un aventurero en el extranjero hasta que
pueda volar a tus brazos y decirte que he encontrado mi verdadero hogar
a tu lado y, rodeado por tus brazos, pueda dejar que mi alma vuele hacia
·el lugar de los espíritus bienaventurados. Pero iay! por desgracia las
cosas han de seguir así. Llegaría a tranquilizarte y más cuando sepas que
te soy fiel; ninguna otra mujer podrá poseer mi corazón, nunca, nunca.
iOh, Dios! ¿por qué uno ha de estar separado de la que es tan querida?
Pero mi vida en V[iena], al presente, es una vida miserable. Tu amor me
ha hecho el más feliz y el más desgraciado de los mortales ... Cálmate, ya
que sólo si consideramos con calma nuestras vidas podremos llegar a
conseguir nuestro propósito de vivir juntos. Cálmate ... ámame ... Hoy ...
ayer ... con lágrimas de deseo para ti -para ti, tú, mi vida, mi todo- todos
los buenos deseos para ti. iOh, continúa amándome! No juzgues equivo-
cadamente el corazón de tu amante más fiel.

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»siempre tuyo
»siempre mía
»siempre nuestro.>)
Una característica de la carta es que nos diga tanto espiritualmente
y tan poco materialmente. Para él no podía haber nobleza en la pasión si
ésta no concebía también la unión de las almas. El predominio de los
estados anímicos en la carta nos enseña cuán grandiosamente se sentía
elevado Beethoven por encima del común y también cuán seguro estaba
de la «Amada Inmortal», para la que volcó sus más ardientes palabras.
Ella se movía, espiritualmente, en el mismo plano que él. Esto era cierto
en el caso de Therese von Brunswick, no en el de otras mujeres. De
nuevo, aunque las pistas de tiempo y lugar nos han dado poca informa·
ción, las alusiones de Beethoven al amor que todo lo exige, al dolor que
los amantes dejan de sentir si están juntos y a la «humildad del hombre
hacia el hombre... esto me apenan, pueden ser comprendidas si se
refieren a las diferencias de rango entre Beethoven y la condesa Therese,
ya que, sometidos a un código tan anticuado y tan cruel como el de la
nobleza austríaca, el enlace matrimonial entre un aristócrata y un plebe-
yo significaba el ostracismo social. Finalmente un hecho, claro como el
cristal, emerge de la carta: Beethoven había hablado de su amor y sabía
que era correspondido.
Así pues, aunque el misterio permanezca sin solución, me gusta
pensar en la condesa Therese como en la «Amada Inmortal». Sabemos
que durante el verano de 1806 Beethoven se alojó con Franz von
Brunswick, hermano de Therese, en su casa de campo. Franz adoraba a
Beethoven. La amistad entre los dos hombres fue madurando hasta
llegar a un amor fraterno. Utilizaban el íntimo du (tú) y se daban el uno al
otro el apelativo de «hermano». Therese se hallaba allí también y los
pensamientos sobre ella y sobre el matrimonio surcaban, juntos, la
mente de Beethoven, aflorando por debajo de las frases jocosas de la
carta que dirige al conde Franz el «primero de mayo»: «Schuppanzigh se
ha casado con alguien muy parecido a él, dicen. -¿Cómo debe ser su
familia?- Besa a tu hermana Therese y dile que temo que tendré que
convertirme en un gran hombre sin un monumento suyo que contribuya
a mi Rrandeza.»
Sí, un maravilloso mes de mayo, en el curso del cual Beethoven
comienza la composición de sus Cuartetos Rasumovsky. Y un ominoso
mayo también, ya que por entonces el hermano de Beethoven, Karl,
contrae matrimonio con Therese (Johanna) Reiss. El hijo de la pareja,
nacido en septiembre, será la segunda gran pesadumbre en la vida de
Beethoven. Pero en 1806 se hallaba tan cerca de la felicidad real como
pudiera haberlo estado en cualquier día de su carrera. Cabe pensar que
Therese y él se hallaban en aquel estado de antagonismo y de atracción
que se produce en las primeras etapas del amor. Más tarde -no importa
que sea en 1806 ó en 1807- sus almas se sienten arrebatadas hacia una
unidad trascendental que parecía que tenía que durar para siempre. No
duró, y la causa de su separación sólo puede basarse en supuestos.

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Beethoven era un gran músico situado por encima de cualquier otro
y distanciado de todas las cosas. Había oído la llamada de los espa-
cios estelares y veía que, más allá de lo temporal, existe una gran
vida espiritual que hace que todas las cosas de este mundo parezcan
distantes.
Cuenta la leyenda que para San Félix, un siglo tardaba en pasar lo
que un mi.nuto cuando estaba escuchando la canción de un pájaro
celestial, lo que no es más que un símbolo de una verdad espiritual de la
Edad Media. Pero junto a su poderosa fuerza espiritual - Therese era,
ante Beethoven, como un águila contemplando al Sol- vacilaba de una
manera que llevaba a sus amigos a la desesperación. Es posible que, al
comienzo, creyera que Therese y él podrían llegar a vivir juntos y que más
tarde la indecisión le indujera a desistir, Friiulein Karoline Languider,
vieja amiga de la familia Brunswick, es la que, probablemente, más se
acercó a la verdad cuando dijo:
«No creo que el entusiasmo por la condesa Giulia Gallenberg-
Guicciardi -aunque haya sido cálido y maravilloso, ya que ella era muy
bella y una elegante mujer de mundo- se apoderara alguna vez del
corazón de Beethoven como lo hizo más tarde el amor por la condesa
Therese von Brunswick, que le llevó a dar palabra de casamiento. Ese
fue, sin lugar a dudas, su amor más profundo, y el hecho de que no
acabara en boda, se dice, es debido a que -¿cómo podría expresarlo?-
el temperamento artístico (Natur) de Beethoven no le permitía llegar a
una decisión, a pesar de su gran amor. Dícese que la condesa Therese se
lo tomó muy a pecho.»
iPobre Therese! Después de haber amado tan larga y fielmente, de
haberse preparado para casarse con Beethoven, con todos sus hábitos
groseros y su salud incierta (vivir con él hubiera sido como vivir con un
gorila, dijo un crítico agudo), de estar dispuesta a sufrir un exilio social por
su causa, iy descubrir que Beethoven no la encontraba con méritos
suficientes como para sacrificar algo a su vez! ¿Podría haber algo más
doloroso para una mujer en su sensibilidad y orgullo? Si ésta es la
verdadera lectura que hay que hacer de la historia de Therese, no es de
extrañar que considerara que «el infortunio de toda mi vida» se decidió
entre 1807 y 1809. Pienso que en 1808 Therese se dio cuenta de que no
había salida. Cuando ese verano Josephine le pidió que la acompañara a
Suiza, ella accedió. Visitaron a Pestalozzi en Yverdon. Su genio, su
«bondad celestial», el espectáculo del trabajo realizado con los niños
fueron para Therese como una especie de revelación en un momento de
extrema necesidad. A partir de aquel momento se dedicó a «ese trabajo
de educación y ayuda social, cuya magnífica creación -el amor a los
pobres y a los niños abandonados, una especie de maternidad univer-
sal- celebró Hungría en 1928», según dice Romain Rolland. El amor
que había sentido por Beethoven era tan grande que cuando él dejó de
aceptarlo y ella lo prodigó por el mundo fue suficiente como para
bendecir a centenares de niños.

-69-
Puede que Beethoven y Therese se dieran cuenta de que el único
servicio que podían prestarse mutuamente era separarse, pero a pesar
de ello intercambiaron recuerdos de invisible compañerismo. Therese le
dio su retrato, pintado por Lampi, con unas palabras escritas en la parte
posterior que decían:

Al Genio Unico
Al Gran Artista
Al Hombre Bueno
de T. B.

Siempre colgó de la pared de la habitación de Beethoven, junto a


retrato de su abuelo.
Beethoven regaló a Therese su Sonata en fa sostenido mayor
Op. 78, compuesta para ella en 1809 y a ella dedicada; un retrato muchc
más bello que la pintura.
Ninguno de los dos llegó a casarse. Therese vivió hasta los ochenta y
seis años y murió siendo canonesa de un convento.
Beethoven, sin embargo, continuó enamorándose y desenamorán-
dose. Casi de inmediato se prendó de una adolescente, Therese, nieta del
doctor Malfatti. Al parecer, ocurrió en 1810. El asunto resultó humillan-
te. Su apasionamiento por la descarada joven era un puro disparate. La
familia de la chica estaba furiosa y ella, después de haber jugado con él,
rechazó su proposición de matrimonio. Therese Malfatti, sin quererlo,
vengó a Therese von Brunswick
iQué práctico, pero qué impertinente, sería recoger las sucesivas
relaciones amorosas de Beethoven en una lista, con los nombres de las
mujeres y las fechas! Por ejemplo: 1810 - Therese Malfatti y Bettina
Brentano. 1811 - Amalie Sebald, etc.
Pero no conocemos todos los nombres, y las hechiceras cada vez
ejercían menos influencia sobre su trabajo. Sólo hacia el final de sus días
suspiró al haber encontrado a «aquella que me fortalecerá en mi virtud».
Cuando se presentaba la tentación, no siempre sus fuertes principios
puritanos prevalecían contra los innobles deleites del mundo, de la carne
y del demonio, deleites que odiaba al recordarlos. Cuando pecaba le
ocurría, como a Lancelot, que nunca «salía mejor parado por ello».
Entre 1805 y 1812 sus composiciones brotaron como un glorioso
t~mente. Su vida, en verdad, era la música. Escuchar el Concierto para
piano en so/ mayor, el Concierto de violín, la Cuarta Sinfonía, los tres
Cuartetos Rasumousky y la tercera obertura Leonora es mucho más
importante para nosotros que saber si entonces estaba o no enamorado
de Josephine o de Therese. Y menos nos importa, cuando escuchamos
las Sinfonías Quinta y Sexta, la obertura de Coriolano y la Misa en do
(1807), que en la primavera de aquel año Beethoven intentara, sin éxito,
lograr el puesto de compositor en el Teatro Real e Imperial de la corte.
Tampoco nos interesa que el rey Jerónimo Bonaparte invitara a Beetho-

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ven a ser su Kapel/meister en la corte de Cassel, en 1808. Sólo nos
acordamos de la Fantasía en do menor, Op. 80, de la Sonata para
violoncelo, Op. 69, y de los Tríos, Op. 70, compuesto todo durante aquel
año. Beethoven se sentía bastante atraído por Cassel, ya que el salario
que se le ofrecía era muy bueno, pero le disgustaba el tono disoluto de la
corte de Jerónimo. Además, había establecido conexiones con la familia
imperial austríaca, a través de su alumno el archiduque Rodolfo. La
perspectiva de que Beethoven les pudiese ser sustraído hizo que el
archiduque Rodolfo, el príncipe Lobkowitz y el príncipe Kinsky le garanti-
zasen un salario de cuatro mil gulden, a condición de que no se ausentara
de Austria sin su permiso. Y él se quedó, muy complacido. Al año
siguiente, 1809, Viena se vio asediada por Napoleón y un feroz bombar-
deo alteró los últimos días de Haydn en la tierra y mandó a Beethoven a
refugiarse en la bodega de Karl van Beethoven, con sus oídos tapados
con almohadas. En julio escribió a Breitkopf & Harte!:
«Hemos estado soportando todo un cúmulo de penalidades.Tengo
que decirles que desde el 4 de mayo he producido un trabajo muy poco
coherente; como mucho, algunos fragmentos deslavazados. El curso
completo de los acontecimientos me ha afectado, tanto en el cuerpo
como en el alma. Ya no puedo disfrutar de la vida campestre, que tan
indispensable resulta para mí... A mi alrededor sólo veo y oigo una vida
destructiva y desordenada, sin otra cosa que tambores, cañones y la
miseria humana en todas sus formas.»
Vemos, pues, cómo, otra vez, el paso de los ejércitos franceses se
había acrecentado en el horizonte de la vida de Beethoven, pasando de
un sordo estruendo a una tormenta, a un temporal sin escrúpulos que
rompía todas sus resistencias. Napoleón, ahora, ya carecía de toda gloria.
Beethoven estaba furioso y no sentía miedo. <<Si yo fuera general y
supiera tanto de estrategia como sé ahora de componer contrapuntos,
ya os daría a vosotros algo que hacer», dijo.
Cuando se escucha el Concierto para piano en mi bemol mayor,
Op. 73, de Beethoven, ¿quién podría pensar que lo escribió en este año
-música que envuelve todo el esplendor, la alegría y la fuerza del
mundo- o podría imaginarse que lo compuso rodeado de un rigor
espartano? En 181 O, Bettina Brentano hizo sus famosas visitas a Beetho-
ven y lo encontró ante el piano, en una habitación extraordinariamente
desnuda y desordenada. Era una poetisa que conocía a Goethe y com-
prendía al genio por intuición. Beethoven descubrió que podía hablar
con ella como nunca podría hacerlo con los amigos de su propio sexo, y
era también el único enlace entre él y Goethe, el único hombre, al igual
que él, de elevado genio con quien pensaba que podría entenderse.
Aquel verano, felizmente, Beethoven pudo ir al campo como siem-
pre y Baden fue el sitio elegido. Al año siguiente, 1811, con la desvaloriza-
ción del dinero como consecuencia de la guerra, su salario se redujo a mil
trescientos sesenta gulden. A pesar de ello, pasó el mes de agosto en
T eplitz, en unas vacaciones disfrutadas en medio de un círculo de gente

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brillante, entre la que figuraban los Varnhagen, Rahel Levin, Tiedge,
Elise von der Recke y Amalie Sebald. Este año y el siguiente trajeron la
estupenda Séptima Sinfonía, la deliciosa y afortunada Octava Sinfonía, y
el Trío en si bemol mayor, Op. 97; 1812 fue también el año de la
deliciosamente etérea Sonata para piano y violín en sol mayor, Op. 96, el
«pequeño» Trío en si bemol mayor, los tres Equali para·cuatro trombo-
nes y otras piezas menudas.
Debido a la singular costumbre, enraizada en la realeza y entre los
hombres de estado de Centroeuropa, de proseguir sus consultas políti·
cas durante el verano, disfrazándolas de «curas» de aguas en los balnea-
rios (hábito que se practicó ihasta 1914!), en 1812 se desplazaron a
T eplitz muchos miembros de la realeza. iLugar verdaderamente estratégi-
co, desde el que Napoleón podía ver la campaña de Rusia! Entrando y
saliendo de aquel grupo de agosto figuraban la bella Amalie, Bettina
Brentano (ahora Frau von Arnim), su marido y otras celebridades. Beet·
hoven y Goethe se encontraron por vez primera aquí, y ambos se
sintieron moderadamente defraudados. Beethoven se acercó a Goethe
con el corazón lleno de admiración. Años más tarde le dijo a Rochlitz:
«iQué hombre tan paciente y tan grande fue conmigo!... iQué feliz me
hizo entonces! Por él hubiese ido hasta la muerte; sí, diez veces.» Tanta
devoción, sin embargo, no impidió que Beethoven criticara al poeta por
todo aquello que él consideraba escasa sensibilidad para la música o por
su subordinación a los rangos. Escribió a Breitkopf & Harte!: «A Goethe
le encanta demasiado la atmósfera de la corte, mucho más de lo que le
corresponde a un poeta. A este respecto, no cabe decir mucho de los
virtuosi cuando los poetas, que tendrían que ser considerados como los
principales profesores de la nación, pueden olvidarse de todo lo demás
cuando se encuentran enfrentados a tanto brillo». Las ideas que Beetho-
ven tenía sobre la responsabilidad moral de los artistas hacia el mundo
sin duda parecerían ridículas a muchos hoy en día.
Goethe, por su parte, comenzó diciendo de Beethoven:
«Jamás he visto a un hombre tan enérgico, con tanta contención, ni
a un artista más sincero. Puedo comprender muy bien que su actitud
frente al mundo resulte singular.»
Pero después de haber visto más cosas de Beethoven, el nuevo
veredicto de Goethe fue:
«Su talento me dejó asombrado; por desgracia, se trata de una
personalidad sin freno, indomable, cuyas perniciosas ideas, al considerar
que el mundo es detestable, aunque no del todo equivocadas, no contri-
buyen a hacerlo más divertido, ni para él mismo ni para los demás. Por
otra parte, se le puede excusar muy bien y se le puede igualmente
compadecer, ya que su oído le abandona y esto podría ser que frustrara
no tanto la parte musical de su naturaleza, pero sí !a social. Es de una
naturaleza lacónica y lo será doblemente debido a su falta de oído.»

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Durante todo este tiempo Beethoven estaba enfermo y se sentía
desgraciado. A 1812 -probablemente, septiembre- pertenece este la-
mento extraído de su diario:
«Sumisión, absoluta sumisión a tu destino, sólo esto puede darte el
sacrificio... o la servidumbre. iOh, duro esfuerzo! Encauza todo lo que
queda en la planificación del largo viaje... tú mismo debes encontrar todo
cuanto de más bendito pueda ofrecerte tu deseo, debes someterlo a tu
voluntad. Mantén siempre un mismo parecer.
»Deja ya de ser un hombre, no en lo que a ti concierne, sino para los
demás, dado que para ti ya no hay felicidad más que en ti mismo, en tu
arte. iOh, Dios! dame fuerza para conquistarme a mí mismo; nada debe
encadenarme a la vida. Así, todo cuanto guarde relación con A , correrá
hacia la destrucción.»
Palabras demostrativas de que, por fin, reconocía que cualquier
enlace matrimonial le estaba vedado.
Como si este esfuerzo interior no bastara, se le presentó otra
contienda exterior motivada por las íntimas relaciones que Johann van
Beethoven mantenía con Therese Obermeyer. Se demostró que esta
joven mujer sin principios vivía con él en Linz, donde ahora trabajaba,
con éxito, como químico. Beethoven acudió de inmediato, con ganas de
cortar aquellas relaciones, animado, sin duda, por un viejo sentido de
responsabilidad hacia sus hermanos y en memoria de su madre. Por
mucho que le disgustara su primera cuñada, la mujer de Karl, odiaba a la
Obermeyer tanto o más. Después de algunas escenas odiosas entre los
dos hermanos, Johann se casó con Therese, mortificando intensamente
a Ludwig. «Los problemas nunca vienen solos», dice el proverbio; al
mismo tiempo cayó peligrosamente enfermo su otro hermano, Karl.
Como siempre, la angustia y el furor hicieron que el propio Ludwig
cayera enfermo. Esto, junto con los problemas de dinero ocasionados
por la muerte del príncipe Kinsky (que había sido uno de los protectores
que garantizaban el salario de Beethoven), puede explicar el hecho de
que su producción fuera tan escasa durante este tiempo. La necesidad
hizo que pensara en un viaje a Inglaterra, donde Haydn había ganado
una modesta fortuna hacía veinte años. Un conocido, Malzel, inventor
del metrónomo y del orquestión, estaba ansioso de unirse a él, pero el
proyecto tuvo que aplazarse a causa de la enfermedad de Karl van
Beethoven. Pasado el tiempo, Beethoven y Malzel iban ya escasos de
dinero. Este, ingeniosamente, sugirió que como Wellington había ganado
la batalla de Vitoria, el 21 de junio de 1813, Beethoven podía escribiruna
pieza de batalla para festejar el acontecimiento, lo que agradaría enorme-
mente a los ingleses y, además, aportaría dinero. Por una vez Beethoven
fue tratable. Compuso La victoria de Wellington (Sinfonía de la Batalla),
Op. 91, para orquestación, y le salió tan bien, según su opinión, que la
consideró para orquesta completa. «Ciertamente, uno escribe con gran
belleza cuando escribe para el público, y también s<l escribe más rápido»,
anotó. escuetamente, en su diario.

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Se interpretó,la sinfonía en el gran concierto de ayuda a los heridos
austríacos y bávaros, en el paraninfo de la Universidad, el 8 de diciembre
de 1813. Se abrió el programa con el estreno de la Séptima Sinfonía de
Beethoven, seguida por dos marchas de Dussek y Pleyel; la Victoria de
Wellington culminó el acontecimiento. Todo el mundo se sintió inflama-
do de fervor patriótico. Spohr, Schuppanzigh, Gragonetti, Romberg
(fagot), Meyerbeer y Salieri colaboraron en la orquesta, que estuvo
dirigida por Beethoven. La cosa tuvo un succes fou (éxito loco) y el
concierto hubo de repetirse. La Sinfonía de la Batalla siguió su carrera
triunfal hasta muy avanzado el año siguiente. Viena, que había desprecia-
do la «Heroica», se volvió loca con su antítesis. Beethoven se enteró de
esto y confesó que la obra era una bagatela. Añadió que «sólo le gustaba
porque con ella había propinado una bofetada a los vieneses». La ironía
dio un toque final a la situación cuando este trabajo, que había sido
compuesto con el fin de obtener dinero para su gira por Inglaterra, ahora
le proporcionaba tanto que le permitía quedarse en Viena. Malzel,
furioso, intentó apoderarse de la partitura, lo cual motivó un largo
proceso ante los tribunales, que duró hasta 1817.
Durante los años 1813, 1814 y 1815 Beethoven gozó de tanta
popularidad y prosperidad que pudo invertir ocho mil florines en accio-
nes bancarias. Fidelio, de nuevo revisada, fue reestrenada en el teatro
Karnthnerthor en mayo de 1814, aclamada con entusiasmo y elegida
para la inauguración de la temporada. El Congreso de Viena (invierno de
1814-1815) constituyó la cima de este periodo brillante. Entre todos los
grandes, Beethoven también fue un león. Durante este tiempo se le
indujo a llevar una vida más cercana a la de un hombre civilizado, gracias
a los esfuerzos de sus buenos amigos, el fabricante de pianos Streicher y
su mujer, de soltera Nanette Stein. Al parecer, vivía en medio de una gran
suciedad y desorden, pudiendo describírsele como un mendigo. Nanette
dijo que no tenía ni una sola camisa completa que ponerse, lo que no es
difícil de creer. Pero verse convertido en león y abeja al mismo tiempo no
deja de ser una experiencia alucinante. Durante estos años las composi-
ciones de Beethoven escasearon.
El 18 de junio de 1815 Napoleón, uno de los héroes de la «Heroica»,
fue derrotado en Waterloo y enviado al exilio. El 16 de noviembre de
1815 un desastre cayó sobre Beethoven, el otro héroe de la sinfonía,
desastre que le exilió virtualmente de la música por un periodo de tres
años. Pertenecen a esta época, solamente, la Sonata de piano, Op. 101,
una Fuga para cuarteto de cuerda y algunos pequeños trabajos vocales.
Este desastre fue la muerte de Karl van Beethoven y el hecho de que
legara la tutela de su hijo a su hermano Ludwig.
<<Nombro a mi hermano Ludwig van Beethoven tutor [escribió Karl
en su testamento]. Considerando que mi profundamente amado herma-
no me ha ayudado muchas veces con amor fraterno de la manera más
noble y magnánima, le pido con plena confianza, y confío en su noble
corazón, que le dará el amor y amistad que tantas veces me ha mostrado
a mi hijo Karl y que hará todo lo posible por proporcionarle una

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educación intelectual y garantizar su futuro bienestar. Sé que no podrá
negarme esta petición.»
Pero el hombre, ya en su lecho de muerte, añadió un codicilo:

«Habiendo oído que mi hermano, Hr. Ludwig van Beethoven, desea


después de mi muerte apoderarse por entero de mi hijo Karl y apartarlo
totalmente de la supervisión y educación de su madre, y considerando
que no existe la menor armonía entre mi hermano y mi mujer, creo
necesario añadir a mi testamento que de ninguna manera deseo que mi
hijo sea apartado de su madre y que permanecerá a su lado, siempre que
su futura carrera lo permita, para cuyo fin la protección deberá ser
ejercida tanto por ella como por mi hermano. Sólo con la unión de los
dos se logrará el objetivo que yo tenía a la vista al nombrar a mi hermano
custodio de mi hijo; para que pueda verse cumplido, para que el bienestar
de mi hijo sea un hecho, le recomiendo sumisión a mi mujer y modera-
ción a mi hermano.
»Permita Dios que ambos armonicen para el bienestar de mi hijo.
Este es el último deseo del hermano y del marido moribundo.»
Así pues, Beethoven, que (como señala irónicamente Specht) había
sido designado, cuando niño, custodio de su padre, se convertía ahora en
guardián de un niño treinta y seis años más joven que él. En ambos casos
había buenas razones para ello, todas ellas conocidas por los hermanos;
en este caso, la razón era que Johanna no era mujer en la que uno
pudiese confiar.
Beethoven se oponía a su cuñada por considerarla inmoral. Inme-
diatamente después de la muerte de su hermano, emprendió la más
determinada acción para apartar al pequeño Karl, de nueve años, de la
influencia de su madre. Después de unos procesos legales que duraron
dos meses, se le confió la custodia del niño, y el 19 de enero de 1816
aparece legalmente designado custodio de su sobrino Karl «y juró solem-
nemente ante el consejo allí reunido, con un apretón de manos, que
cumpliría con sus deberes».
Así pasaba Beethoven el segundo Rubicón de su vida.

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7. Los últimos años
del compositor

Entre 1816 y 1818 hubo una ruptura casi total en el trabajo


creativo de Beethoven. Lo que ninguna mujer honesta, ninguna «Amada
Inmortal» había hecho nunca, lograron llevarlo a cabo Johanna «la Mala»
y el pequeño Karl: derribaron a Beethoven y allí le mantuvieron en un
círculo sin fin de litigios, intrigas, agitaciones, preocupaciones y enfados.
La madre intentó constantemente que le fuera devuelto su hijo; pero
Beethoven estaba igualmente determinado a que ella no tuviera ninguna
autoridad sobre el muchacho, recha-zándola con fiereza. Estaba comple-
tamente dispuesto a ser generoso en cuestiones de dinero y a dejar que
se viera con Karl de vez en cuando, pero en cuanto a la educación moral
era intransigente, ya que odiaba la ligereza de aquella mujer que se podía
comprar (se decía) por veinte gulden, despreciándola por sus sobornos y
mentiras. En la actualidad resulta casi imposible imaginarnos hasta qué
punto se extendía la práctica de la intriga en la vieja Viena. El sistema era
tan corriente como el natchai bajo el antiguo Imperio ruso. Cualquiera
que lea un relato independiente, como el que nos da lady Frances Shelley
en su diario de 1816, se dará cuenta de que el mundo superior se mecía
en la intriga, en tanto que el demi-monde y el bajo mundo se revolcaban
en ella. Cualquier cosa era posible en una ciudad y en una época en
la que podían darse episodios tan horrendos como el de la condesa
Erdody, sus dos hijos, una hija y el tutor Brauchle, de quien se sospecha-
ba que había matado a los dos niños e inducido . a la hija al suicidio.
Thayer y Hevesy, quienes se enteraron de la historia por informes de la
policía, sólo han podido insinuarlo. Pero aquí tiene cierta importancia, ya
que la condesa Erdody era una de las mejores amigas de Beethoven
hasta que fue expulsada de Austria, y los años de su tragedia coinciden
con aquellos en los que Beethoven luchaba contra Johanna por la
cuestión de Karl.
Los temores de Beethoven estaban, pues, ampliamente justificados,
pero no los métodos que usaba con Karl. La flauta mágica, de Mozart,
había sido siempre su ópera favorita; las circunstancias cuadraban con
las suyas. Johanna era la malvada Reina de la Noche; él era el sabio
Sarastro y Karl equivaldría a Pamina, hija de la Reina, a la que Sarastro
intenta salvar de las maquinaciones de su madre. La alegoría no funcio-
nó con tanta facilidad. En la ópera Sarastro se erige como árbitro
supremo, sin más oposición contra la que luchar que la de la Reina de la
Noche, ya que Pamina se muestra absolutamente dócil a lo que se le

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impone. Beethoven, en cambio, se vio obligado a acudir a la ley como
demandante y pleitear en el caso, a través de los tribunales, durante tres
años hasta conseguir los derechos de tutela sobre Karl. Mientras tanto
Karl, lejos de someterse con la docilidad de una doncella, se mostraba
díscolo )""desconfiado, dado que se hallaba en la incómoda posición del
que ve cómo tiran de él desde lados opuestos. Podría haber experimenta-
do lo que, según cierto escolar, había dicho Agag, el rey de los amalecitas,
cuando le despedazaban: «Mi castigo es más grande que lo que puedo
soportar.»
Cuando se le confió la custodia de Karl por primera vez, Beethoven.
le ingresó en un colegio privado que pertenecía a Giannatasio del Rio. La
lealtad y el buen sentido común de Giannatasio fueron severamente
sometidos a prueba, pero se mantuvo fuerte ante los ataques de la Reina
de la Noche, y él y Beethoven mantuvieron una fuerte amistad. Giannata-
sio era un hombre sensato: las ideas que Beethoven tenía sobre Ja
educación eran sensatas y humanas. Estaba ansioso de que Karl, al que
consideraba muy inteligente, no se viera sometido a una sobrecarga de
trabajo, como le había ocurrido a él. Por desgracia, el experimento de una
residencia escolar no dio resultado y Beethoven decidió convertir su
propia casa en un hogar. Pero, según se desprende del diario de Fanny
Giannatasio, no estaba capacitado para hacer tal cosa. Ella, junto con su
padre, su hermana y Karl fueron invitados a visitar a Beethoven en
septiembre de 1816.

«Aunque nuestro huésped estaba informado de nuestra visita -rela-


ta Fanny Giannatasio-, pronto nos dimos cuenta de que no había
preparado nada para nuestro entretenimiento... Cuando, por la tarde,
llegamos a su alojamiento, nos propuso que diésemos un paseo sin él,
alegando que tenía mucho que hacer; prometió que luego se uniría a
nosotros, y así Jo hizo. Pero cuando volvimos no había ni rastro de
preparación. B[eethoven] formuló algunas excusas, acusó a las personas
que estaban encargadas de las disposiciones y nos ayudó a ponernos
cómodos. iOh, qué interesante fue! iMover un ligero sofá con su ayuda!
Se arregló una habitación bastante grande, en la que estaba su piano,
para que nosotras, las chicas, la usáramos como dormitorio ... Por la
mañana nos despertó de nuestro estado poético un prosaico ruido.
B[eethoven] apareció de pronto con la cara arañada y se quejó de que
había tenido una pelea con su sirviente, al que había despedido. "iMirad
-dijo- cómo me ha maltratado!"»
Fanny y su hermana eran las proverbiales crías marisabillidas que
de todo se enteraban. Cuando el grupo salió para pasear por el Helenen-
thal, ellas, adelantándose, oyeron cómo su padre le decía a Beethoven
que podría superar aquellas dificultades casándose. La respuesta de
Beethoven resulta significativa, incluso más allá de su aplicación inmedia-
ta. «Hace cinco años -dijo- encontró a cierta persona; unirse con ella
hubiera significado la felicidad más grande de su vida. No cabía pensar en
ello: era casi una imposibilidad, una quimera ... A pesar de todo, hoy sigue_

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como el primer día ... No había llegado a una confesión, pero no podía
apartarlo de su mente.»
¿Qué es lo que no podía apartar de su mente? ¿La idea? ¿La mujer?
¿Amalie Sebald? Beethoven la había conocido hacía sólo cinco años. Lo
que prueba también que Amalie no era la «Amada Inmortal» es que el
único dato de la carta que puede darse por seguro es el de que fue escrita
como resultado de una declaración de amor.
Pasaron los meses y los problemas prosiguieron en la vida de
Beethoven. Karl, el pobre infeliz, era tan culpable del daño que indirecta-
mente estaba causando al mundo como podía serlo Diamond, el perro
de Newton, pero, de hecho, consiguió que Beethoven dejara prácticamen-
te de componer debido a las preocupaciones y a los sinsabores. Escribía
cartas y más cartas: sobre el pleito, sobre su mal estado de salud, sobre
sus problemas domésticos. Llevó a cabo esfuerzos patéticos para infor-
marse de cómo hay que llevar una casa. «¿Qué hay que darles a los
sirvientes, al mediodía y para cenar, tanto en cantidad como en calidad?
¿cuántas veces se les debe dar carne asada?... ¿cuánto vino y cuánta
cerveza?» Tales eran algunas de las desacostumbradas cuestiones que
tenía que resolver. Los amigos intentaron ayudarle buscándole sirvien-
tes. El buen Zmeskall estaba al corriente y el premio a su constancia fue
una carta que comenzaba: «iQuerido Z.! Te negaste a recomendarme los
sirvientes que he contratado ... tampoco podría recomendarlos yo ... Todos
mis planes para mi sobrino se han ido al garete por culpa de esta gente
miserable.» También le escribe a Giannatasio: «iQuerido amigo! Mi casa
es exactamente, o casi, como un naufragio o, cuando menos, tiende a
parecerlo. En resumidas cuentas, quien me aseguró entender sobre tales
asuntos me ha engañado respecto a esta gente.»
A Frau Nanette Streicher (su anda de salvación en estas calamida-
des) le escribe: «Gracias por el interés que te tomas por mí; las cosas,
realmente, van mejor, aunque hoy he tenido que soportar mucho a causa
de N(anni), así que, con mis mejores votos de Año Nuevo, he tirado
contra su cabeza media docena de libros.» Y añade más tarde: «Ayer por
la mañana ellos [los sirvientes] volvieron a sus diabólicos trucos. Les
despaché con prontitud y a B[aberl] le tiré la pesada silla que está al lado
demi cama.»
Quizá lo más notable de todo es su carta a Zmeskall, dedicándole el
magnífico Cuarteto de cuerda en fa menor, Op. 95, carta tan característi-
ca en todos los sentidos como el mismo cuarteto:
«Bueno, querido Z., con ésta recibes mi amistosa dedicatoria. Quie-
ro que sea un precioso recuerdo de nuestra amistad, que ha persistido
durante tanto tiempo; desearía que lo trataras como prueba de mi
estimación y que no lo consideraras como el final de lo que ha sido una
larga jornada, ya que tú eres uno de los primeros amigos que hice en
Viena. Todos mis buenos deseos para ti. Manténte lejos de las fortalezas
podridas, ya que un ataque suyo es más mortífero que uno de las que
están bien preservadas.
»Siempre amigo tuyo, Beethoven.

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»P.D. Si tienes un momento, te ruego que me informes acerca del
coste aproximado de un uniforme para el servicio, con librea, pero sin
capa, más el dinero para la gorra y las botas. En mis aposentos se han
producido cambios maravillosos. El marido, gracias a Dios, se ha ido al
diablo; pero la mujer parece más determinada que nunca a quedarse en
mi hogar.»
¿cómo iba a ser feliz un niño en tal atmósfera? ¿cómo podría
mantener un hombre tan descuidado como Beethoven a una criatura en
un grado razonable de aseo físico? Karl se sentía desdichado; incluso
llegó a tener verminosis en algún momento.
La historia de estos años podría tomarse por una chocante farsa,
sólo que, en realidad, fue una total tragedia. Beethoven llegó a amar a
Karl apasionadamente. Todo su destino de frustrada paternidad, todos
sus hábitos de proteger a los suyos se concentraron sobre aquel niño y
llegaron a adquirir tal intensidad que podrían equipararse a los de una
terrible locura. Una madre joven experimenta a veces mortales agonías
con el cuidado de su primer hijo; pero, con los años, los riesgos, aunque
se incrementan, le ocasionan menos sufrimientos, pues se ha acostum-
brado a ellos y ha adquirido confianza en un feliz desenlace. Beethoven
se hizo cargo de su «hijo» a una edad en que riesgos y responsabilidades
tenían que afrontarse simultáneamente. A causa de sus miedos, de su
sentimiento de eterno aislamiento como consecuencia de su sordera y de
las constantes puñaladas que recibía su corazón al ver cómo su exquisito
amor era correspondido con tibio afecto, Beethoven sufría lo indecible.
Que algunos de estos sufrimientos hubieran podido evitarse y que
Beethoven los sintió más de lo que lo hubiesen sentido otros hombres en
su situación, equivale simplemente a decir que él era Beethoven, cosa
que ni él ni Karl podían alterar.
Forzar los secretos de un alma sumida en el dolor es casi cometer un
sacrilegio. Pero si juzgamos por la música luminosa que, finalmente,
surgió de este purgatorio, podemos darnos cuenta de que, gracias
a aquel sufrimiento de padre amoroso no correspondido, los pensa-
mientos de Beethoven se orientaron hacia el Dios Padre, aquel Dios
que, como en el antiguo drama alegórico Everyman, exclama: «Perci-
bo aquí, en Mi Majestad, hasta qué punto son crueles conmigo mis
criaturas.»
Pese a que casi todos los historiadores atribuyen el origen de la gran
Missa en re de Beethoven al deseo de rendir tributo al archiduque
Rodolfo cuando fue entronizado como arzobispo de Olomütz en 1820,
estoy convencida de que nunca se le hubiese ocurrido aquella obra de no
haber conjugado las palabras de la Misa con su estado espiritual. Así
como en el fondo de la Misa en si menor de Bach hallamos la creencia en
la inmortalidad (et expecto resurrectionem mortuorum), en la Missa
Solemnis en re mayor de Beethoven hallamos un conocimiento seguro
de Dios como padre todo amor (Pater Omnipotens). Comenzada en el
verano de 1818, dos años no bastaron para completarla. Dos años
fueron suficientes para Fide/io, pero la Misa requirió cinco.

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Pertenecen a 1818 la Sonata para piano en si bemol mayor,
Op. 106, y otras obras pequeñas. Para un compositor cuyo sustento y'el
del niño dependía casi exclusivamente de su pluma, aquellos años impro-
ductivos debieron de ser de una ansiedad terrible. Tal situación suaviza,
aunque no justifica, lo mal que se portó con la Sociedad Filarmónica de
Londres cuando le ofreció, como nuevas, unas viejas oberturas, regateó
por los precios e hizo acusaciones sin fundamento.
Mientras tanto, los asuntos relacionados con Karl continuaban
siendo una maldición. Hacia finales de 1818 el travieso muchacho se
escapó para refugiarse junto a su madre. Beethoven escribió al archiduque
Rodolfo en estos términos: «Un terrible acontecimiento se ha producido,
hace poco, en mis asuntos familiares, de forma que, durante un tiempo,
creo que he estado absolutamente fuera de mi juicio.» A finales de marzo
Beethoven se da por vencido y renuncia a la tutela. Pero en julio tuvo que
acoger de nuevo al niño, ya que el consejero Von Tuscher, que se había
encargado de la custodia, había tenido más que suficiente en tan poco
tiempo. En 1819 el consejo le retiró de nuevo la custodia y Karl quedó
asignado a su madre. Beethoven luchó por el caso, primero contra el
consejo y luego contra el tribunal de apelación, y el ocho de abril de 1820
se aseguró la victoria final. El consejero de la corte Peters y él fueron
nombrados custodios. La «Reina de la Noche» apeló al emperador, sin
éxito. Finalmente, un poco de paz le había llegado al acosado compositor.
No hay nada que nos proporcione un sentido tan fuerte de la
grandeza de Beethoven como la naturaleza de la música que supo
extraer de esta gran tribulación. Las Sonatas para piano en mi mayor,
Op. 109 (1820), en la bemol mayor, Op. 110 (1821) y en do menor,
Op. 111 (1822); la magnífica Missa Solemnis; la Novena Sinfonía en re
menor (1824), en la que la alegría no sólo puede arrollarnos como una
riada, sino que lo hace. Tales fueron sus obras, llenas de bendición y
consuelo.
En cierto sentido, el desarrollo de los grandes hombres se produce
siempre sin solución de continuidad, pero en la música de Beethoven
cabe establecer claramente tres periodos o fases sucesivas, separados
unos de otros por los Rubicones de las dos tremendas aflicciones de su
vida. Así el primer periodo llega hasta 1800, cuando se produce el drama
de su sordera; el segundo va hasta 1815, fecha del legado de Karl; el
tercero se extiende hasta su muerte, en 1827. En el primero Beethoven
vio el mundo material desde un punto de vista material; en el segundo vio
el mundo material desde un punto de vista espiritual, y en el tercero vio el
mundo espiritual desde un punto de vista espiritual.
La mayor parte de la humanidad vive en tres dimensiones. Pero hay
una minoría, los santos y los visionarios, que intenta vivir en cuatro y lo
consigue reduciendo al mínimo las dimensiones más viles. Ermitaños,
monjes y faquires se divorcian deliberadamente de la vida común. Beet-
hoven no podía hacer nada de eso, de modo que se vio obligado a vivir
cruelmente agitado por las diferentes corrientes de su existencia.
Schindler, un joven estudiante que debido a la devoción que sentía
por la música de Beethoven llegó a convertirse en un fámulo del maestro.

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Retrato de Karl, el sobrino e
hijo adoptivo que tantos disgustos
causó a Beethoven. M useen
der Stadt Wien, Viena.

recuerda que, hacia finales de agosto de 1819, acudi.ó a Modling junto


con el músico Horsalka para visitar a Beethoven.

«Eran las cuatro de la tarde. Al llegar nos enteramos de que, por la


mañana, los dos sirvientes se habían marchado y de que, pasada la
medianoche, había habido una pelea que despertó a todos los vecinos,
motivada por el hecho de que a consecuencia de una larga vigilia los dos
criados se habían dormido y la comida, que estaba preparada, se volvió
indigerible. En la sala de estar, tras una puerta cerrada, escuchamos al
maestro que cantaba partes de la fuga del Credo: cantaba, aullaba y daba
golpes con el pie. Después de haber escuchado por largo tiempo esta
escena casi terrible... se abrió la puerta y Beethoven apareció ante
nosotros con la cara distorsionada, calculada para asustar. Parecía como
si hubiese librado un combate mortal con todo un ejército de contrapun-
tistas, sus sempiternos enemigos. Sus primeras palabras fueron confu-
sas, como si le hubiera disgustado que nosotros le hubiésemos oído.
Después comenzó a relatar los hechos del día, y moderándose ostensible-
mente dijo: "iBonitos hechos, en verdad! Todo el mundo se ha ido y yo no
he comido nada desde ayer por la tarde."» ·

El año siguiente, 1820, nos ofrece otro ejemplo de su desorientación


mundana. Beethoven, que por aquel entonces se hallaba en Baden, se
levantó temprano para salir a dar un paseo. Sin advertirlo, estuvo
andando hasta el anochecer; entonces se dio cuenta de que se había
extraviado y de que no había comido nada en todo el día. Comenzó a
atisbar por las ventanas de las casas, y los vecinos, asustados, llamaron al
policía local, quien le arrestó: «iYo soy Beethoven!», exclamó el composi-
tor. «iClaro! ¿por qué no? iTu eres un vagabundo! El auténtico Beetho-
ven no tiene esa cara», fue la respuesta del agente, mientras le encerraba.
El comisario de policía, continúa el relato, se estaba divirtiendo en una

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fiesta que se celebraba en el jardín de la taberna, cuando llegó el agente y
le dijo: «Señor comisario, hemos arrestado a alguien que no nos deja en
paz. Va diciendo a gritos que es Beethoven, pero se trata de un vagabun-
do: lleva un viejo abrigo y ni siquiera tiene sombrero. .. No hay nada que
nos permita identificarle.» El comisario ordenó que aquel hombre fuese
encerrado en una celda hasta la mañana siguiente y él mismo se retiró a
descansar. A las once de la noche le despertó un policía diciendo: «El
prisionero pide repetidamente que acuda Herzog, el director del Wiener
Neustadt, para identificarle.» Al llegar a este punto el comisario fue lo
bastante sensato como para levantarse, vestirse e ir a buscar a Herzog a
medianoche. En cuanto Herzog vio al «mendigo» exclamó: «ÍEste sí que
es Beethoven!>>Y la comedia acabó con un Beethoven alojado por Herzog
en su casa y un comisario que al día siguiente enviaba, para recoger al
huésped, un coche oficial de la magistratura.
En 1822 fue revisado Fidelio. A finales de aquel mismo año Beetho-
ven recibió el encargo de un trabajo para un nuevo protector, el príncipe
Galitsin, que consistía en uno, dos o tres cuartetos de cuerda, para los
que Galitsin estaba dispuesto a pagar la suma que Beethoven fijase y a
aceptar, agradecido, la dedicatoria.
La vida presenta curiosas simetrías. Cuando Beethoven era joven
se le condujo ante Mozart para que tocara. Ahora, en 1823, un joven
prodigio llamado Franz Liszt acudía para tocar ante Beethoven. Al igual
que Mozart en su momento, el hombre mayor era escéptico. Se dice que
lo que le conquistó fue la extraordinaria interpretación que hizo Liszt de
algunos preludios y fugas de El clave bien temperado, de Bach, transpor-
tándolos a cualquier clave que Beethoven escogiera. La gran proeza de
Beethoven, cuando niño, había sido su interpretación del «Cuarenta y
ocho».
Durante el mismo año de 1823 Beethoven anduvo considerable-
mente ocupado recogiendo suscripciones para la publicación de la Missa
Solemnis. Goethe figuraba entre los que no se suscribieron. Ignoró
deliberadamente la carta de Beethoven, de la misma forma que nunca
quiso enterarse de la existencia de Schubert.
Beethoven avanzaba en la composición de su Novena Sinfonía, la
gran obra en la que pondría música a la Oda a la alegría, de Schiller. La
acabó en febrero de 1824 y se estrenó el 7 de mayo en un gran concierto
organizado por Beethoven a petición de treinta de sus amigos. Aquella
noche todo el mundo estuvo allí, salvo la familia imperial. Incluso el pobre
Zmeskall, obligado a guardar cama, fue trasladado a la sala en una silla
de manos. Por una vez, los vieneses intuyeron que se hallaban ante un
acontecimiento histórico. El público se volvió loco de excitación y en
pleno tumulto Friiulein Unger, la cantante, dándose cuenta repentina-
mente de que Beethoven no oía nada, le hizo girar gentilmente cara al
público.
Todos los amigos habían cooperado para que el concierto fuera un
éxito, aunque el dinero ingresado no fue abundante. El compositor
estaba amargamente decepcionado y no lo pensó dos veces para decir
que le habían engañado. Hay pocas escenas en su vida que resulten tan

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desagradables como aquella en la que, habiendo invitado a cenar en un
restaurante a Umlauf, Schuppanzigh y Schindler, les insultó, sin atender
a las leyes de la hospitalidad, acusándoles de las acciones más horribles.
Pero después fue tan sincero su arrepentimiento -cosa que en él era
normal- que volvió a granjearse su amistad.
Nunca, a lo largo de los años, Beethoven había sido lo que podría
llamarse un hombre saludable. Ahora se quejaba con más frecuencia de
ciertas dolencias. Sin embargo, en 1824 había comenzado el gran
Cuarteto para cuerda en mi bemol mayor, Op. 127, y para marzo de
1825 ya lo tenía a punto. Por dicha época el violinista Karl Holz llegó a
formar parte del círculo de los íntimos de Beethoven, amistad un tanto
sospechosa a los ojos de los viejos camaradas: Holz estaba considerado
como un hombre disipado, y se temía que arrastrara a Beethoven hacia
hábitos de intemperancia. La mejor negación de estas acusaciones es
que durante 1825 Beethoven compuso los Cuartetos para cuerda en si
bemol mayor y en /a menor, Opp. 130 y 132, obras ambas de una mente
de Titán.
Su sobrino Karl tenía por entonces diecinueve años y vivía en Viena
como el más cumplido y joven libertino. Decíase de él que conocía a
todas las mujeres de mala reputación de la ciudad. Beethoven pasó por
todas las agonías de la ansiedad, lo que provocó una cadena de mutuos
reproches. Karl contraatacó siempre, hasta el punto de que, según se
cree, llegó a pegar a su tutor. En 1826, desesperado por las deudas
contraídas y por todo lo miserable de aquel asunto, Karl hizo lo que
muchos jóvenes austríacos solían hacer cuando se metían en dificulta-
des: intentar suicidarse. Durante algún tiempo amenazó con hacerlo
hasta que un día, a finales de julio, burló la vigilancia de los que hubieran
podido evitarlo y se fue a las ruinas de Rauhenstein, cerca de Viena, en el
Helenenthal (un lugar particularmente cruel para ser elegido, ya que era
uno de los parajes favoritos de Beethoven). Allí se disparó un tiro en la
cabeza. No falleció, sin embargo; sólo quedó herido, aunque el susto de
Beethoven fue indescriptible, así como el golpe que sufrió su corazón. El
suicidio estaba considerado un crimen por el código austríaco. Así,
además de los dolorosos detalles médicos, tuvo que intervenir la policía.
Beethoven tenía miedo de que se descubrieran ciertos secretos, como,
por ejemplo, el de que Karl le había robado los libros, o algún crimen peor
que aún hoy no se conoce. Cuando Frau von Breuning se enteró de Ja
historia y preguntó si Karl estaba muerto, Beethoven respondió: «No, el
disparo sólo Je rozó; vive y hay esperanzas de que se salve. iPero Ja
deshonra ha caído sobre mí! iCon Jo mucho que Je quería!»
Beethoven escribió una vez en su diario: «El que quiera recoger
lágrimas, que siembre amor.» Ahora, de pronto, se Je veía encorvado,
quebrantado, como si hubiera envejecido ... él, que siempre había resisti-
do la. tentación del suicidio, porque «ningún hombre tiene el derecho a
poner fin a su propia vida mientras pueda llevar a cabo una buena
acción».
Hacia la última semana de septiembre Karl se había recuperado lo
suficiente como para ser llevado al campo a restablecerse totalmente,

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antes de · ritrar en el ejército, pues se había decidido que fuera ésta su
carrera. J, hann van Beethoven, que había acudido a Viena, invitó a su
hermano .; a Karl a que le acompañaran a su finca, recientemente
adquirida, en Gneixendorf. Parecía un buen proyecto, de forma que allí
se trasladaron los tres. Beethoven había acabado el maravilloso Cuarteto
en do sostenido menor en junio, justo antes del intento de suicidio de
Karl, y había bosquejado el Cuarteto en fa mayor, Op. 135. En Gneixen-
dorf comenzó a notar que las sombras se abatían sobre él, pero buscó un
respiro todavía. En diciembre escribió a Wegeler: «Espero crear aún
algunas grandes obras y después, como un niño viejo, acabar mi curso
sobre la tierra entre la gente buena.» Completó el Cuarteto en fa mayor,
pero, por lo demás, la estancia fue desafortunada. Se encontraba enfer-
mo y se echaba la culpa del desastre de Karl, sintiéndose terriblemente
inseguro en cuanto al futuro del sobrino. Sólo disponía de una modesta
fortuna para legársela al muchacho: siete de las ocho acciones de mil
florines que había ahorrado durante los turbulentos tiempos del Congre-
so. En consecuencia, incitó al próspero Johann,. que había ganado dinero
con contratos del ejército, a que legara su propiedad a Karl. Johann no
tenía la más mínima intención de hacer semejante cosa, por lo que se
enzarzaron en fuertes discusiones. Hacia primeros de diciembre culmina-
ron en una tan furibunda que Beethoven, sacudiendo de sus zapatos el
polvo de aquella mansión, salió de ella negándose a esperar un carruaje
apropiado, ya que Johann no le quiso dejar el suyo; tomando a Karl
consigo se fue a Viena, apresuradamente, bajo un clima atmosférico
glacial. Llegó el 2 de diciembre, enfermo por el furor y por el viaje a la
intemperie; se fue derecho a la cama, en su alojamiento de Schwarzspa-
nierhaus. Nadie pensó que su estado pudiera revestir gravedad y quizá
imaginaron que, una vez más, se trataba de aquello de «iQue viene el
lobo!»; Karl se fue a jugar al billar, en lugar de llamar a un médico.
Finalmente Beethoven hizo venir a Holz, quien llamó al profesor Waw-
ruch, médico que veía al paciente por vez primera; no había otro disponi·
ble. La enfermedad parece haber sido neumonía. Beethoven se salvó de
ella, pero solamente para pasar cuatro meses arrastrando una enferme-
dad mortal que dejó perplejos a los médicos, si bien un diagnóstico
moderno se hubiese pronunciado por la cirrosis hepática.
Fueron meses de dolor ininterrumpido y de malestar físico. Los
cirujanos, que por cinco veces le hicieron incisiones contra la hidropesía,
no mantenían higiene alguna y eran sumamente descuidados, incluso
teniendo en cuenta los niveles de la época. Sus enfermedades hubieran
permitido que los bichos se lo comieran vivo. Karl y Johann, este último
llegado a Viena al enterarse de la enfermedad de su hermano, no
aportaron ningún consuelo como parientes.
El Año Nuevo -1827- comenzó con una terrible discusión entre
Beethoven y Karl: la última, ya que éste se incorporó a su regimiento el
. 2 de enero. Los amigos acreditaron ser mejores que la familia. Stephan
von Breuning, su mujer y su hijo Gerhard (un niño encantador que tuvo
la sensatez de traer a Beethoven un polvo insecticida), Schindler, Holz y
el doctor Malfatti (ahora reconciliado, con cierto envaramiento, con su

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Sobre algunas páginas de las Sinfonías Tercera y Novena, una de las trompeti-
llas utilizadas por Beethoven para paliar su creciente sordera.

viejo amigo) figuraban entre los visitantes; una vez acudió Franz Schubert,
que quedó profundamente conmovido al ver al maestro que se moría.
Beethoven yacía allí, sin ningún temor a la muerte, planeando
incluso su décima sinfonía y patéticamente determinado a que, fuera
cual fuese su pobreza, nada le induciría a gastar para sí ni un solo
céntimo de la herencia que había apartado para Karl. Aún lanzaba
alguna broma amarga, pero se sentía terriblemente solo y volvió a sus
viejos amores, los clásicos. Los regalos que le hacían sus amigos -las
obras completas de Haendel, una caja de botellas de vino, un cuadro con
el lugar de nacimiento de Haydn- le gustaron mucho. Hacia el mes de

-85-
febrero su capital había disminuido tanto que escribió cartas a sus
amigos de Londres, Stumpff, Moscheles y Smart, pidiéndoles que ejercie-
ran su influencia sobre la Sociedad Filarmónica con el fin de que diera un
concierto benéfico para él. El 14 de marzo no había llegado ninguna
respuesta, por lo que escribió nuevamente a Moscheles:
«¿Cuál será el final de todo esto? ¿Qué será de mí si mi enfermedad
perdura mucho tiempo? Verdaderamente, mi sino es muy duro. A pesar
de todo, me resigno a aceptar lo que me traiga el destino y sólo le ruego a
Dios que, en su divina sabiduría, ordene las cosas para que, mientras
dure esta muerte en vida, me vea protegido de la necesidad. Esto me
daría fuerza suficiente para soportar mi sino, por muy duro y terrible que
fuera, con un sentimiento de sumisión a los deseos del Todopoderoso.»
Desde que era un muchacho de quince años, Beethoven se había
acostumbrado a no temer a la muerte. Hacía mucho tiempo que había
aprendido a confiar en Dios. «Dios nunca me ha abandonado. Alguien
acudirá para cerrar mis ojos», le había escrito a Karl un año antes de su
última enfermedad.
Su confianza no le traicionó. El 18 de marzo llegó la ayuda. La
Sociedad Filarmónica, cuyas percepciones musicales Beethoven había
despreciado, supo captar de inmediato la realidad y demostró una
amabilidad extraordinaria. Sin esperar el concierto (que podía celebrarse
más adelante) le mandaron un regalo de cien libras. Beethoven lo recibió
con conmovida gratitud. «ÍMi querido, mi amable Moscheles! No puedo
expresar en palabras la emoción con que he leído tu carta del primero de
marzo. La generosidad de la Sociedad Filarmónica, anticipándose casi a
mi súplica, ha llegado hasta lo más profundo de mi alma», le escribió
Beethoven. La ayuda que aquel dinero podía proporcionarle ya no era
necesaria, pero, cuando menos, tenía la satisfacción de saber que había
llegado. El dinero de los ingleses sirvió para pagar su funeral.
Su viejo amigo Hummel, al enterarse de la enfermedad de Beetho-
ven, viajó a través de Alemania, con su mujer, para estar a su lado. Este
acto complació mucho a Beethoven, aunque la presencia de Hummel,
felizmente casado, le dejó muy pensativo. «Eres un hombre con suerte,
tienes una mujer que te cuida; en cambio yo, pobre de mí...» suspiró con
pesadumbre.
El retrato de Therese von Brunswick aún estaba con él, así como la
miniatura de Giulietta Guicciardi, y la carta de la «Amada Inmortal»
permanecía escondida en un cajón secreto de su escritorio. Ni una sola
de las mujeres que habían significado algo en su vida se hallaba presente
en su final. Sólo la partitura de Fidelio, la ópera que custodiaba como una
reliquia su sueño de conseguir una esposa, se hallaba en un rincón, bajo
un montón de papeles.
Pasó de esta forma una corta temporada, cuando el tratamiento a
base de ponche helado prescrito por el doctor Malfatti pareció mejorar su
estado, pero a finales de febrero toda esperanza había desaparecido. El
24 de marzo Beethoven, que durante mucho tiempo se había mantenido

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distanciado de las prácticas religiosas, consintió en recibir la extremaun-
ción. Lo hizo devotamente, agradeciéndole al sacerdote el consuelo que
le había dispensado. Una vez se hubo marchado éste, les dijo a Breuning
y a Schindler: «Plaudite, amici: comoedia finita est» (Aplaudid, amigos: se
acabó la comedia). Su mente había vuelto a sus queridos clásicos y a las
palabras de Augusto moribundo, que eran, a su vez, el eco de la frase
utilizada por los actores romanos. Más tarde, durante el día, entró en un
estado de semiinconsciencia. Ocasionalmente se despertaba un poco y
en una de estas ocasiones dijo: «Es extraño: me siento como si hasta
ahora no hubiese escrito más que unas pocas notas.»
Su buen amigo Zmeskall, obligado a guardar cama en sus propios
aposentos, estaba informado de todo cuanto ocurría en la Schwarzspa-
nierhaus. Escribió a otra persona amiga, de Beethoven, que aún le
amaba, diciéndole: «Nuestro querido Beethoven está luchando con la
muerte. Es hidropesía; le han hecho ya cinco operaciones. Su sobrino
estaba en la cárcel, pero hoy ya le habrán convertido en un mosquetero.
La educación de este sobrino le ha costado la paz del espíritu y la
fortuna.»
La carta iba dirigida a Therese von Brunswick. Venga la paz sobre la
memoria de Zmeskall por esta buena acción.
En la vieja mitología y en la Grecia de la Guerra de la Independencia
existía la creencia de que, cuando moría un héroe nacional, los cielos
mostraban fenómenos portentosos. Tres años antes solamente, cuando
Byron se estaba muriendo en Mesolongion, una tormenta de abril
descargó sobre la ciudad. Llegaba la noche y los relámpagos iluminaban
la oscura silueta de las islas y la laguna. Los soldados y los pastores,
refugiados en sus cabañas, exclamaban: «iByron ha muerto!» Y así era.
Beethoven, el héroe, se fue de una manera similar. Era el atardecer
del 26 de marzo: Frau van Beethoven (una de sus cuñadas) y Hüttenbren-
ner, el amigo de Schubert, se hallaban solos, vigilando al moribundo.
Algo después de las cinco «vino un relámpago, acompañado de un
trueno, que iluminó de manera deslumbrante la cámara mortuoria»
-dijo Hüttenbrenner-. «Beethoven abrió sus ojos, levantó la mano
derecha y miró al vacío durante varios segundos, con el puño cerrado y
una expresión seria y amenazadora ... Cuando dejó caer sobre la cama la
mano levantada sus ojos se entornaron. Mi mano derecha estaba debajo
de su cabeza y tenía la izquierda posada sobre su pecho. No hubo otro
respiro. ni otro latido de su corazón.»
Tres días más tarde, el 29 de marzo, Beethoven fue enterrado en el
cementerio de Wahring. Sus amigos y la gente en general convirtieron el
funeral en un gran acto de despedida. Cerraron las escuelas. Se congre-
garon viente mil personas en la plaza, frente a la Schwarzspanierhaus.
En medio del patio de la casa se dispuso el féretro, cubierto con un paño
mortuorio ricamente bordado. Se hallaban presentes nueve sacerdotes y
todos los músicos, cantantes, poetas y actores de Viena. Todos iban de
luto riguroso, con rosas blancas recogidas mediante cintas de crespón y
prendidas de las mangas, y portando antorchas con draperías. En medio

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del profundo silencio de aquella miltitud expectante se dejó oír el sonido
de la música - los Equali que el propio Beethoven había compuesto para
el día de Tocios los Santos, ahora arreglados para voces- , atravesando
el aire quieto con efecto sobrecogedor. Cuando cesó, la procesión comen-
zó a moverse hacia la iglesia de los franciscanos, en la Alserstrasse. Un
forastero, viendo la gran multitud, le preguntó a una anciana qué signifi-
caba todo aquello. «¿No lo sabe usted?»-replicó ella-. «Están enterran-
do al general de los músicos.» Hummel y Kreutzer estuvieron entre los
portadores del féretro y Schubert entre los que llevaban las antorchas.
Cuando terminó el servicio fúnebre, de tan impresionante ritual, se
dispuso el ataúd sobre un coche de cuatro caballos, que fue seguido por
la procesión, lentamente, hasta Wahring, donde esperaba también una
gran multitud. En la puerta del cementerio el actor Anschütz recitó la
oración fúnebre escrita por Grillparzer. Después, sin más música ni
palabras -ya que lo prohibía el reglamento de Wahring- el ataúd
descendió, silenciosamente, a la tumba. Encima colocó Hummel tres
coronas de laurel. Así, en silencio - Mozart había dicho que «el silencio es
la cosa más bella en la música»- Beethoven fue entregado al descanso
eterno.
Muchos años más tarde los vieneses prepararon un «Walhalla» para
sus músicos en su nuevo Zentral Friedhof, y allí fue trasladado Beetho-
ven; pero el viejo diseño para su monumento ha sido conservado. Se
trata de un esbelto obelisco que se alza sobre una base en la que se lee la
palabra Beethoven; encima hay una lira, y arriba, una mariposa con las
alas desplegadas dispuestas en círculo: son los emblemas de un alma
liberada y de la eternidad.

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Segunda Parte
LA PERSONALIDAD
8. El hombre

«Me producís la impresión de ser un hombre con varias cabezas,


varios corazones y varias almas», le dijo Haydn a Beethoven cuando éste
le pidió, en cierta ocasión, que hiciera una crítica de su persona y de su
obra.
Es un sagaz resumen de la naturaleza de Beethoven y de su genio.
Aplicado a un hombre de menor talla, estos elementos múltiples se
hubiesen resquebrajado en mil fragmentos de insania mental: en el caso
de Beethoven, se hallaban sintetizados en una mente magníficamente
unificada, una mente que estaba en paz consigo misma, en lo más
elevado de su ser.
Un escritor que quisiera describir a Beethoven con palabras, tal
como Beethoven describió plena y verdaderamente con su música a
Napoleón, héroe y símbolo de la gloriosa libertad, primero tendría que
haber sido un Beethoven en su género, iy Beethoven era único! Lograr
una fiel descripción de su figura es algo no ya difícil, sino casi irrealizable.
Las primeras impresiones que nos produce una persona nos llegan,
normalmente, a través de su presencia física. En este sentido, la posteri-
dad no ha sido muy bien servida. Los pintores, grabadores, dibujantes y
escultores que retrataron a Beethoven fueron discretos, sin aquella
chispa de intuición vital que hizo del busto de Gluck, obra de Houdon,
una pieza incomparable. El busto que Klein hizo de Beethoven no
merece ser descrito con las mismas palabras. La mascarilla que probable-
mente le sirvió a Klein como punto de partida data de 1812 y es un
trabajo mecánico en lo técnico y al mismo tiempo infiel, ya que el peso del
yeso mojado deprimió las partes más blandas de la cara y exageró
demasiado los huesos. La máscara mortuoria, a pesar de ser tan expresi-
va, nos muestra a un Beethoven que acaba de pasar por un examen
médico post-mortem, llevado a cabo para descubrir, entre otras cosas,
por qué su cerebro era tan musical y sus oídos tan sordos. En cuanto a
sus retratos en dos dimensiones, autoridades eminentes como Th. von
Frimmel y W. Barclay Squire, están de acuerdo en destacar, entre los
primeros, el grabado de J. Neidl según un dibujo de Stainhauser (1801),
una miniatura de C. Horneman (1803) y una pintura de W. J. Mahler
(1804 ó 1805), considerándolos los mejores, mientras que entre los
más tardíos señalan el de Ferdinand Schimon (1818 ó 1819), pintado
mientras Beethoven trabajaba en el Credo de la Missa Solemnis, el de
J. C. Stieler, con Beethoven sosteniendo dicha obra entre las manos (1820)

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y los pequeños apuntes de J. P. Lyser, de fecha posterior, en los que
vemos cómo Beethoven «solía saltar y correr por las calles de Viena, en
lugar de andar». El dibujo con tiza de Augustus von Klober (que quizás
date de 1818) también merece una buena consideración.
Con la ayuda de estas representaciones y con la de muchas descrip-
ciones escritas que han llegado hasta nosotros, es posible hacerse una
idea de la apariencia física de Beethoven.
Medía, pues, no más de 1,65 m de estatura, era bien constituido,
vigoroso, musculoso, muy rápido en sus movimientos (por lo que le
impacientaba la lentitud de los demás), con un torso gallardo, disimulado
bajo una ropa mal llevada. Este torso gallardo debe considerarse, proba-
blemente, como la raison d'etre de una estatua moderna de Max Klinger,
admirada por los críticos del continente, pero que a los ingleses -con un
sentido del humor no educado- les sugiere, inevitablemente, un Beetho-
ven sentado con una toalla sobre sus piernas, mientras discute razonable-
mente con un águila intentando persuadirla de que le deje entrar en la
bañera. La toalla disimula, con tacto, que las piernas de Beethoven eran
cortas en proporción con su cuerpo. Sus manos eran anchas y rojizas,
con dedos cortos y uñas mordidas, manos indescriptiblemente torpes en
situaciones corrientes que estuvieran relacionadas con el comer, el vestir,
las joyas, los platos o la cristalería. Pero sobre el teclado esas manos
torpes eran divinamente distintas, capaces de producir una tonada canta-
bile que, por su belleza, era capaz de arrancar lágrimas de los oyentes.
La cabeza de Beethoven era grande, con una frente (quizá el único
rasgo bello) amplia y noble. Dícese que en una fiesta cierta dama
exclamó: «iQué frente más noble tiene!», a lo que respondió Beethoven:
«Salúdela, pues, señora», y se la ofreció para que la besara. (Sin duda la
dama debía de ser bella.)
Su nariz era «cuadrada (viereckig) como la de un león». En esta
similitud el observador nos ha dejado una maravillosa impresión de la
fuerza y la sensibilidad de Beethoven. Su boca era demasiado ancha,
pero fuerte y sensible, con un labio inferior un tanto prominente y la
barbilla partida por una hendidura que fue haciéndose más visible con el
correr de los años. Sus dientes eran iguales y blancos. Su pelo, muy
tupido y negro, se volvió gris como el acero en 1816; le crecía encrespa-
do y revuelto, no porque fuera grueso (era muy fino), sino, probablemen-
te, porque llevaba la carga eléctrica de su constitución. Cuando murió, el
pelo se le había vuelto cano, así como el cutis, que, de atezado en
su juventud, enrojeció a mediana edad y adquirió un color marrón
enfermizo durante los últimos meses de su vida. Al igual que Gluck,
Haydn y Mozart, había sufrido la viruela, de la que le quedaron señales en
la piel.
En cuanto a sus ojos, ¿qué podríamos decir para dar una idea de su
poder aterrador? Incluso después de una centuria, excitan y asustan.
Ojos negros, dijo un observador; gris azulado, dijo otro; marrones,
añadió un tercero. Yo creo que, al igual que los de otros hombres con una
chispa de genio, cambiaban literalmente de color según variaban las
emociones de su dueño. El color básico era, probablemente, un gris

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marrón abigarrado, aunque Romain Rolland dice que el color real sería el
gris azulado. Sometidos a fuertes emociones, unos ojos así podrían
parecer fácilmente negros; lo que si debíó de ser cierto es que los ojos de
Beethoven se dilataban de una manera extraordinaria durante un raptus;
pero cuando se sentía satisfecho podían ser de un gris azulado, con el iris
en calma y diáfano. En cualquier caso, Beethoven era miope y llevó gafas
hasta 1817, cuando su vista se alargó. ¿Eran unos ojos bellos? El doctor
Müller (1820) dijo que sí: «Ojos bellos, expresivos, a veces graciosos y
tiernos, a veces inquietos, a veces peligrosos y terribles.» Si se irritaban,
debían de echar chispas tan temibles como las que sin duda emiten los
ojos del diablo. Hacia el final de su vida su habitual expresión era severa,
con la mirada hacia arriba -«nach aben»- , tal como Kléiber intentó
reproducirla en su retrato. Era típico en él lo variable de su carácter, ya
que podía cuidar de su apariencia con la misma facilidad que podía
despreocuparse de la misma. Cuando de niño iba a la escuela era
descuidado, sin que la suciedad llegara a disgustarle. Al trasladarse a
Viena cambió: se vestía cuidadosamente, compraba medias negras de
seda, tomaba lecciones de baile y lucía una corbata que había hecho,
para él, Eleonore van Breuning, a la que escribió (noviembre de 1 793)
pidiéndole que le diera «otro chaleco de lana de angora hecho por ti, mi
querida amiga. Perdona la presunción de tu amigo, movido solamente
por su predilección hacia todo aquello que esté hecho por tus manos».
Durante varios años cuidó razonablemente de su apariencia -o
quizá resulte más cierto decir que pasaba regulares temporadas de
dejadez cuando trabajaba en alguna gran obra y de cuidado cuando
estaba ocioso. Cada mañana se lavaba totalmente. Cuando su pensa·
miento le mantenía absorto continuaba echándose agua en las manos
durante largo tiempo (imagnífico para los vecinos de abajo!), y también, a
veces, en el calor de la composición, se echaba una jarra de agua fría a la
cabeza, versión muy beethoveniana de la proverbial toalla mojada. Afei·
tarse constituía para él un trabajo abrumador, ya que tenía que rasurarse
casi hasta los ojos. A propósito de esto su alumno Ries cuenta un lance
absurdo, recogido por Thayer. Ries acababa de regresar de una largo
viaje por Silesia y fue a ver a Beethoven. El maestro «estaba a punto de
afeitarse y se había enjabonado hasta los ojos ... Se levantó de un salto,
me abrazó cordialmente y, mira por dónde, transfirió el jabón de su
mejilla izquierda a la mía derecha sin que en la suya quedara ni rastro. ilo
que nos reímos!»
Normalmente se lee de Beethoven que, en los últimos años de su
vida, llevaba pantalones ligeros y una capa verde o azul, con una chistera
baja embutida sobre la parte posterior de la cabeza. No obstante, tenía un
abrigo mejor, confeccionado con una buena tela de color marrón, con
botones de madreperla. En sus últimos años todo, incluso la ropa, cae en
el enredo de comedia grotesca y patética que constituía su contacto con
el mundo. Cuando leo la carta de Beethoven a Karl están a punto de
saltárseme las lágrimas: «Podría haber pasado dos años con un abrigo.
Admito que tengo la mala costumbre de ponerme un abrigo usado en
casa. Pero ese señorito Karl iuf, qué vergüenza! ¿Por qué tiene que

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hacerlo? Pues porque la bolsa de dinero de Herr L. v. B[eethóven] está
allí únicamente para este propósito.» Pero, no obstante, cuando Karl
había necesitado ropa Beethoven le había escrito enviándole dinero,
diciéndole a su «querido hijo» que «la cantidad, poco más o menos, de
veintiún gulden parece ser la más apropiada ... Pero, de verdad, creo que
por un gulden no merece la pena escoger algo que no sea lo mejor.
Escoge, pues, o haz que elijan por ti lo mejor de lo que valga alrededor de
veintiún gulden.»
Cuando hablaba en público, la voz de Beethoven sonaba recia y
bronca, con esa falta de modulación que suelen tener los que son
totalmente sordos; cuando cantaba, era ronca; su risa era fuerte, con algo
que asustaba. Algunos observadores dirán que por la expresión de su
cara resultaba imposible deducir lo que sentía. Una gran parte de su
conocimiento del mundo lo tuvo que aprender a través de los ojos, ya
que, en cuanto dejó de percibir lo que le decían, tenían que escribirle en
unos cuadernos que llevaba expresamente por ello, las preguntas que
querían formularle. Lo normal era que contestara oralmente, aunque a
vaces también escribía la respuesta, de forma que estas libretas de
conversaciones han llegado a constituir un registro de extraordinario
valor en lo que se refiere a su vida cotidiana. No hay nada que nos ilustre
tanto ni tan penosamente sobre la vida que Beethoven hubo de llevar
durante un cuarto de siglo como estos cuadernos, a no ser aquellas
anotaciones que hizo sólo para su propia lectura, ya que su sordera le
negaba el consuelo de la simpatía humana tiernamente expresada en
una libre conversación.
«Dios mío iayúdame! Tú me ves abandonado por todos los hom-
bres, y ya que no quiero hacer el mal, escucha mis súplicas para que en el
futuro esté con mi Karl, cosa que ahora parece imposible. iOh, duro
hado! ioh, cruel destino! ino, no, mi infeliz condición nunca tendrá fin!»
La letra de Beethoven no es fácil de entender, pero transmite una
abrumadora impresión de su personalidad. Como dijo en cierta ocasión
una muchacha húngara: «La letra de Beethoven es una fuerza elemen-
tal.» Eso es cierto, sus cartas presentan líneas y curvas como las que
podría trazar Miguel Angel. Pero en los manuscritos musicales de Beetho-
ven la escritura refleja aún más acusadamente su personalidad, ya que
cambia con el desarrollo de su genio. Se pueden seguir estas variaciones
en los manuscritos que se conservan en la Beethovenhaus, de Bonn.
Durante sus años mozos, el carácter general de la escritura es fuerte,
legible, ordenado y preciso. Más tarde, en la Sonata «Claro de Luna» la
tremenda urgencia de la inspiración se refleja en el manuscrito; parece
como si las notas hubieran sido trasladadas al papel por un huracán. En
el último periodo de su vida la escritura es menos completa en la
formación de signos, pero infinitamente más sublime en lo que sugiere;
en todo ello hay algo difícil de expresar, a no ser que nos atreviéramos a
usar la palabra apocalíptico.
Beethoven recibió una educación inconexa, de forma que no era un
matemático, pero sabía algo de francés, latín e italiano, mientras que la
gama de sus intereses y la cualidad mental que puso al servicio de los

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mismos, le situó junto a los grandes intelectuales en una época en que el
intelecto estaba pasando por una fase de suma agudeza. Se familiarizó
con la filosofía persa, egipcia e hindú. Un cuarto de siglo después de su
muerte, Giulietta Guicciardi, hablando con Thayer, recordó especialmen-
te la nobleza, el espíritu refinado y la cultura de Beethoven. Es fácil de
aceptar contemplando los libros de su biblioteca, aunque el único testimo-
nio que tuviésemos para ello fueran los pocos que han quedado. Incluía
La teoría del cielo de Kant, la Biblia en francés y en latín, los Evangelios
apócrifos, las Fábulas de La Fontaine, la Imitación de Cristo de Tomás
de Kempis, Goethe, las obras completas de Schiller y Klopstock, el teatro
de Shakespeare, las Vidas paralelas de Plutarco, las Epístolas de Cice-
rón, así como veinte volúmenes de los Cuentos para niños, de Campe,
adquisición que nos pone un nudo en la garganta, ya que Beethoven los
compraría, probablemente, para Karl. Beethoven conocía y amaba a los
clásicos desde que era un muchacho. Joven aún, había aprendido por
primera vez la resignación en Plutarco, para hacer frente a la tempestuo-
sa crisis de su vida; a medida que se acercaba a la muerte, volvía más y
más a los amados clásicos. El pequeño Gerhard von Breuning, hijo de
Stephan, que entraba y salía de la habitación de Beethoven mientras
estuvo enfermo, lo sabía y le trajo sus libros de escolar en los que había
dibujos de la antigüedad clásica, convencido de que aquello le iba a
gustar a aquel hombre moribundo. Y lo hizo. iQué niño tan encantador!
Beethoven le llamaba Botón por lo mucho que se le agarraba, y Gerhard,
con su vehemente corazón, le dio a Beethoven el afecto que Karl nunca
había experimentado. Si Gerhard hubiese sido Karl...
La poesía estaba indisolublemente unida a la naturaleza del pensa-
miento musical de Beethoven, sin que pudiera separarse el uno de la
otra. En los primeros tiempos le encantaban los poemas de Klopstock;
más tarde, Goethe y Schiller, con Ossian y Homero, fueron sus favoritos.
Le dijo a Roschlitz: «El [Goethe] ha matado a mi Klopstock. Durante
años me tuvo subyugado, cuando paseaba y en otros momentos. iAh, sí!
No siempre le entendía. Es demasiado inquieto; y siempre comienza muy
distanciado, descendiendo desde las alturas; siempre maestoso ien
re bemol mayor!... Además ¿por qué quiere constantemente morir?
Eso siempre viene demasiado pronto ... En cambio, Goethe ...él vive y
q1Jiere que vivamos con él. Esa es la razón por la que se le puede poner
música.»
Beethoven era un hombre de intensa vitalidad. Mereció haber
gozado de una salud envidiable. Pero, así como su trabajo iba ganando
en fortaleza, lamentablemente su salud física pocas veces fue buena en
los últimos años. En ello, él tenía, sin duda, parte de culpa, porque,
aunque por los tiempos en que vivía podía llamarse abstemio (isólo
tomaba una botella de vino con la comida!), bebía demasiado, más de lo
que podía aguantar con su historial familiar. De la misma manera,
aunque era frugal en la comida (el pescado era el delicado manjar que
más le gustaba), ingería los alimentos de una manera tan irregular que
sin duda estaba alternativa y crónicamente o desnutrido o sobrealimenta-
do. Lo peor de todo eran las medicinas que tomaba. Los médicos

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austríacos le recetaban pócimas que, si las juzgáramos a tenor de la
medicina actual, tendrían que haberle matado. Algo se aprecia de todo
esto en una carta que escribe Beethoven a la condesa Erdody. Está
fechada en Heiliqenstadt el 19 de junio de 1817:
«iMi dilecta y sufrida amiga, mi muy amada condesa! Ultimamente
han jugado demasiado conmigo y me han abrumado con demasiadas
preocupaciones. Tras encontrarme mal desde el 6 de octubre de 1816, el
15 de este mismo mes me sobrevino una fiebre griposa violenta, de
manera que tuve que guardar cama durante mucho tiempo; sólo des-
pués de varios meses me dejaron salir, pero por poco tiempo. Hasta
ahora ha sido imposible eliminar las consecuencias de esta enfermedad.
Cambié de médicos, ya que mi propio doctor, un italiano marrullero,
tenía motivos ocultos muy poderosos que me concernían y le faltaba
honestidad e inteligencia. Esto fúe en abril de 1817. Bien, desde el 15 de
abril hasta el 4 de mayo me tenía que tomar unos polvos seis veces al día
y seis tazas de té. El tratamiento duró hasta el 4 de mayo. Después de
esto tuve que tomar otro tipo de polvos, también seis veces al día, y
frotarme a diario tres veces con unos ungüentos volátiles. Después tuve
que trasladarme aquí, donde tomo baños. Desde ayer debo tomar otro
medicamento al que llaman tintura, del que he de tragar doce ·cucharadas
diarias. Cada día espero ver el final de esta aflictiva condición. Aunque mi
salud ha mejorado un poco, dicen que, por lo visto, aún tardaré en estar
curado por completo.»
Los detalles médicos de su última enfermedad son tan tristes que
emocionan. Sufrió tanto a consecuencia de los tratamientos como de las
enfermedades. Solamente en el transcurso del primer mes le obligaron a
tragar setenta y cinco botellas de medicamentos, sin contar los polvos ...
Las ideas de Beethoven acerca de la higiene solían estar llenas de sentido
común. En cuestión de alojamiento insistía en que sus habitaciones
fueran claras y ventiladas, al amparo de miradas indiscretas desde habi-
táculos más altos, con buenas vistas y fácil acceso al campo. Muy
minucioso. Cualquiera que conozca Viena sabe que las habitaciones
orientadas hacia patios interiores son las menos saludables. Por donde
se mostraba el lado despreocupado de la naturaleza de Beethoven era
por su manía de alquilar atolondradamente varios apartamentos a la vez.
Si le gustaban, amueblarlos era un trabajo secundario. Su camastro tenía
la dureza de un catre militar. Prácticamente, todo el mundo coincide en
afirmar que vivía pobremente, con escaso mobiliario y en medio de un
desorden de manuscritos, comida rancia, ropa usada, trastos viejos,
capas de polvo y el piso lleno de humedad en distintas zonas. Visitarlo era
toda una aventura. El general Kyd lo descubrió cuando pidió al doctor
Bertolini que le acompañara urgentemente a visitar a Beethoven. Encon-
traron al gran hombre afeitándose; tenía un aspecto horrible, con la cara
desfigurada por los cortes que se había hecho con la navaja, y trozos de
papel y de jabón pegados a ella. El general se sentó y la silla se hundió
inmediatamente bajo su peso. (Sin duda, había servido como arma

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arrojadiza contra algún sirviente.) Kyd supuso, naturalmente, que Beet-
hoven estaba en.la pobreza y le ofreció doscientos ducados para que
compusiera una sinfonía; que él se comprometía a hacer interpretar por
la Sociedad Filarmóniea de Londres. Desgraciadamente, Kyd quería que
el estilo de la sinfonía fuera el de las primeras composiciones y no el de las
últimas. Las esperanzas de Kyd de hacerse con una sinfonía se quebra-
ron como la silla. Beethoven estaba enfadado, profundamente herido
como artista... Al día siguiente, cuando vio a Kyd por la calle, le dijo a
Simrock: Í«Este es el hombre al que ayer tiré por las escaleras!»
Sí, visitar a Beethoven era, desde luego, una aventura.
Sus hábitos personales acentuaban aún · más la pesadilla. Solía
escupir por la ventana, cuando se acordaba, porque la mayoría de las
veces lo hacía en el espejo. Sus maneras, en público, eran tari. primarias
que normalmente todos rehuían su mesa en los restaurantes. iCómo
debían ser en su casa! Pero entre aquella barahúnda barriobajera de su
casa se hallaban también sus piezas valiosas: varios pianos y un cuarteto
de instrumentos italianos, con un precioso linaje (un violín de Giuseppe
Guarneri, otro de Nicola Amati, una viola de Vincenzo Ruggieri y un
violonchelo de Andrea Guarneri), que le había regalado el príncipe
Lichnowsky. Parecer ser que los pianos estaban en penosas condiciones.
Se habían vertido tinteros en su interior (lo cual es fácil de entender) y a
algunos de ellos les faltaban las patas (cosa más difícil de explicar). Un
biógrafo sugiere que, tal vez, a Beethoven le gustaba trabajar itumbado
en el suelo! Me parece más lógico, dado lo mucho que cambiaba de
alojamiento, que el motivo fuera que le resultaba más fácil hacer transpor-
tar, arriba y abajo de las escaleras, los pianos sin patas. Specht ve en esta
pasión por mudarse un ejemplo del vivo espíritu que le llevó a producir
numerosos grupos de variaciones, así como su complacencia en los
juegos de palabras; era como un instinto para desarrollar hasta el final lo
que surgía de una pequeña raíz. Puede que sea una visión aguda en
cuanto a sus variaciones y a sus juegos de palabras, pero no explica sus
cambios de residencia. También hay que tener en cuenta a sus vecinos.
La sordera le impedía advertir a Beethoven lo que los ruidos llegan a
molestar a los demás, aparte de que él siempre estaba nerviosamente
dispuesto a sentirse molestado. Dos historias de su vida más tardía
ilustran sobre este punto. Habiendo pasado algún tiempo en Baden, a
entera. satisfacción, en 1822, deseó volver allí al año siguiente y ocupar
las mismas habitaciones. El dueño se negaba, en principio, pero al final
accedió con la condición de que Beethoven reinstalase las contraventa-
nas que habían sido quitadas. Beethoven accedió y le pareció sumamen-
te divertido enterarse de que el posadero mataba dos pájaros de un tiro,
ya que Beethoven tenía la costumbre de anotar cosas en los postigos y el
dueño los vendía, como autógrafos, a los visitantes admiradores.
La otra historia corresponde al año 1824, cuando Beethoven vivía
en Penzing, alojado en el primer piso de una casa de vednos. i odci
parecía marchar sobre ruedas; la planta baja sólo estaba ocupada por
una pareja de ancianos. Pero la casa se hallaba muy cerca del puente
sobre el río Wien y la gente que lo cruzaba se paraba a mirar a través de

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las ventanas de Beethoven. El músico debía de ofrecer un aspecto
pintoresco, especialmente cuando se vestía. Czerny, que había visto a
Beethoven por primera vez en 1803 cuando aún era un niño, le confun-
dió lógicamente con Robinson Crusoe, ya que llevaba un traje de piel y
una barba que casi hacía juego con su pelambrera. Cuando se afeitaba al
lado de la ventana o se situaba allí en camisón no era consciente del
aspecto que tenía, y, claro está, no entendía por qué atraía tantas
miradas. «¿Por qué ululan estos malditos chicos?», preguntaba. Rochlitz,
en el año 1822, describió a Beethoven como un hombre muy capacitado
que daba la impresión de «haber sido criado en una isla desierta y llevado
de golpe a la civilización». Esto explica que en Penzing no resultara de su
agrado llevar a cabo una acción tan sofisticada como correr unas corti-
nas. Regresó a Baden y pagó dos apartamentos durante el resto del
verano, así como el piso de Viena. dlógico? Sí, por regla general. Pero
¿quién puede decir cuáles son las oscuras leyes que gobiernan la crea-
ción de las grandes obras de arte? Por la mañana temprano era uno de
los mejores momentos para que Beethoven hallara el curso de sus ideas
-al igual que Virgilio- y tenía en grado elevado aquel instinto que
protege las obras de arte de los observadores, hasta que han sido
completadas. Los comentarios, cuando se hacen demasiado pronto,
pueden paralizar un poema o una composición.
Las relaciones de Beethoven con el prójimo constituían un cúmulo
de contradicciones. A la humanidad en general le concedía una elevadísi-
ma fraternidad. Este sentimiento se había gestado ya en el espíritu
generoso y liberador de la Revolución; continuó bajo el estímulo de
Goethe y de Schiller y lo completó con su propia nobleza. Pero cuando se .
trataba de individuos, Beethoven tocaba de pie en el suelo y se volvía
intensamente humano e impulsivo.
La lealtad familiar era sagrada para él. La veneración que sentía por
su abuelo ya ha sido descrita. Para su padre, siempre tenía un severo y
protector silencio. En ningún momento permitió que nadie insultara a
Johann en su presencia. Para su madre siempre había amor y tiernos
recuerdos. Por lo que respecta a sus hermanos, Beethoven reconoció los
lazos de la sangre con repetidos actos de ayuda financiera (muy bien
aceptada por ellos) y con torrentes de consejos (que no lo fueron tanto),
pero no se sentía obligado para con ellos y, menos aún, para con sus
esposas. A Johann, que siempre le hacía enfadar, le llamaba constante-
mente su «pseudohermano»; a la mujer de éste y a su hija ilégitima las
denominó Fettlümmerl y Bastard, y a la mujer de Karl «La Reina de la
Noche», por supuesto. Estos apodos no favorecían la felicidad familiar.
Excepto Thayer, todos los biógrafos han presentado a Beethoven como
el blanco de las provocaciones; la realidad es que él no era menos
culpal;>le de lo que sucedía. Si alguna vez su hermano Johann le pidió
dinero prestado, posteriormente él se lo pediría a Johann y se negaría a
devolverlo. Si sus hermanos, diciendo que le querían ayudar en cuestio-
nes de negocios, le hurtaron las primeras piezas, que él no quería
publicar, y las vendieron a los editores, él equilibraría el fiel de la balanza
metiéndose en los asuntos matrimoniales de los otros, de forma que

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cuando Johann le mandó una tarjeta en la que podía leerse «Johann van
Beethoven, Terrateniente», él se la devolvió acompañándola de otra que
decía «Ludwig van Beethoven, Poseedor de cerebro». Beethoven se las
apañaba bastante bien, él solo, con sus asuntos, con tal de que sus
emociones no mediaran demasiado en ellos. Un editor musical, ameri-
cano, me dijo en cierta ocasión que basta leer la correspondencia de
Beethoven con sus editores para darse cuenta de que era un hombre de
negocios de primera clase. Era capaz de hallar recursos increíbles ante
emergencias insospechadas. El episodio de la copia del Quinteto para cuer-
da, Op. 29, es un ejemplo de ello. Parece ser que Breitkopf & Harte], de
Leipzig, iban a publicar la obra en 1802. Simultánea y misteriosamente
apareció una edición publicada por la casa Artaria, en Viena; Artaria
había conseguido obtener una copia de la partitura de manos del conde
Friess, copiándola a su vez rápida y subrepticiamente. Su edición apareció
llena de errores. Beethoven estaba furioso por todo aquel asunto. Sin
embargo, hizo que Arta ria enviara todos los ejemplares impresos a Riess
para que éste los corrigiera. «Al mismo tiempo -cuenta Riess- me dijo
que escribiera en tinta sobre el desdichado papel y que lo hiciera de la
manera más burda pOsible, de forma que tachara también algunas líneas
para que aquellos ejemplares no pudieran ser ya usados ni vendidos. Las
tachaduras figuraban particularmente en el scherzo.» Es muy fácil imagi-
nar el placer que pudo sacar el joven Riess de aquel trabajo.
La cuestión, finalmente, quedó resuelta, pero después de una serie
de terribles inconvenientes. Beethoven y su hermano Karl, que acudió
para ayudarle, dejaron constancia de ello. El primero llegó a escribir a
Breitkopf & Harte]: «Mi pobre hermano tiene muchos asuntos que
atender y, no obstante, ha hecho todo lo posible para ayudarnos, a
ustedes y a mí. Al hacerlo, y en la confusión general, ha perdido a un perro
fiel, al que él llamaba su favorito. Merece que se lo agradezcan personal-
mente, tal como yo lo he hecho ya por mi cuenta.» El agradecimiento
quedó materializado en un contrato firmado con Artaria por el que éste
se comprometía a no poner a la venta la edición hasta catorce días
después de que hubiese aparecido la de Breitkopf & Hartel.
Beethoven tenía cierta razón para estar resentido con los editores,
pero aun así se excedió en la violencia de sus sentimientos y en la forma
de expresarlos (su lenguaje resulta realmente explosivo) cuando escribió
a Holz, en agosto de 1825: «Me importa muy poco que un perro de presa
del infierno me lama o roa mi cerebro, ya que admito que debe ser así;
pero esperemos que la respuesta no se retrase demasiado. Ese perro del
infierno en L[eipzig] puede esperar y, entre tanto, buscar diversión en
la bodega de Auerbach en compañía de Mefistófeles (el editor de L[eipzi-
ger] Musikal[ische] Zeitung). Belcebú, jefe de los demonios, pronto coge-
rá a este último por las orejas.»
Para ser francos, la conducta de Beethoven tampoco fue irreprocha-
ble. Su firme rectitud natural se pervertía ante la necesidad de tener que
sacar dinero de sus composiciones para mantener a Karl. Beethoven
lo centraba todo sobre Karl: su amor por él era la suma total de su

-99-
naturaleza, aunque por su intensidad y su afán posesivo acabára
autodestruyéndose.
Cada año el corazón de Beethoven quedaba un poco más quebran-
tado. Leyendo sus cartas a Karl, su punzante humanidad salta de aque-
llas páginas agonizando, como si hubieran sido escritas ayer mismo.
Claro que podemos decir que estaban equivocadas dado el propósito
que perseguían, pero hace cien años la gente creía aún en la eficacia de
los preceptos morales, en las advertencias y en las reconvenciones. Buen
ejemplo de ello es esta carta escrita desde Baden en 1825:

«iQuerido hijo! La anciana acaba de regresar. Así que no te preocu-


pes, trabaja duro con tus libros y levántate temprano por la mañana.
Obrando así incluso me puedes ayudar en algunas cosas que surjan. En
verdad, es deseable que un joven que casi cuenta diecinueve años com-
bine los deberes que corresponden a su educación y progreso con los
que tiene respecto a su benefactor y sostén. Pues yo, ciertamente, cumplí
en todos los sentidos con los deberes que tenía para con mis padres.
»Con mucha prisa, tu padre fiel.»

En la siguiente carta hallamos una muestra de los reproches que


dirigió a Karl por no haberle dicho que había recibido dinero de una
persona desconocida:

«Mimado como estás, no te haría ningún daño cultivar por fin la


simplicidad y la verdad. Mi corazón ha sufrido demasiado por culpa de tu
comportamiento embustero, y eso es algo difícil de olvidar. Aunque por
mi parte estuviese dispuesto a tirar del carro con todo su peso, como un
buey en el yugo, sin murmurar un reproche, debes saber que si te
comportas así con los demás, los alejarás de ti. Dios es testigo de que mi
único deseo es el de alejarme de ti, de mi desventurado hermano y de la
horrible familia que me ha caído encima. Que Dios cumpla mis deseos.
Porque yo no puedo confiar en ti.
»Tu padre, desgraciadamente,
»O, peor aún, quien ya no es
tu padre.»

El punto de vista de Karl queda plasmado en una conversación


entre él y su tío en 1826.
«Consideras una insolencia -dice Karl- que después de recriminar-
me sin haberlo merecido durante horas, no haya podido convertir esta
vez mi amargo dolor en sonrisa...»y mucho más por el estilo. No obstante,
incluso en su lógico resentimiento al sentirse tratado como un niño, la
presunción y la vanidad de Karl se traslucen a través de sus palabras, y
cuando llega al punto en que Beethoven teme el inminente suicidio de su
sobrino, nuestro corazón se pone de parte del padre adoptivo, que
escribe:

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«iMi muy amado hijo! Deténte, no vayas más allá. Ven a mis brazos
tan sólo y no escucharás ni una palabra dura. Por el amor de Dios, no te
abandones en la miseria. Serás bienvenido con el mismo afecto de
siempre. Discutiremos amorosamente lo que hay que considerar y lo que
se debe hacer cara al futuro. Tienes mi palabra de honor de que no oirás
ningún reproche ... Pero, por favor, ven, ven hacia el corazón fiel de tu
padre 8eethoven.
»Ven en cuanto recibas esta nota. Si no vienes, vas a ser la causa de
mi muerte. Por el amor de Dios, regresa hoy a casa. Si no lo haces así
¿quién sabe qué peligro te puede esperar? iCorre, corre!»

Si el amor y la ansiedad matan, Karl, en último término, llevó a


Beethoven a la tumba.
Las primeras relaciones amorosas de Beethoven, numerosas, ro-
mánticas y misteriosas, son, en su conjunto, accidentales, una serie de
variaciones sobre el tema de buscar a la mujer ideal. Como un cándido
Don Juan, buscaba siempre para no encontrar nunca. Uno de sus
biógrafos -Specht, creo- dice agudamente que sus relaciones amoro-
sas son todas, en realidad, con la misma mujer, el ser ideal. aquella con la
que había soñado de joven y por la que suspiró hasta el fin de sus días.
Podía darse el caso de que ella no existiera, pero aun siendo así, Beetho-
ven habría pasado por su lado sin advertirla. No tenía la gran inteligencia,
el corazón amante y generoso que es el requisito indispensable para el
verdadero enlace matrimonial.
Pero en la corrupta Viena de la época, en la que la mayoría de las
mujeres casadas acostumbraban tener un amante, Beethoven mantuvo
su hpnor severamente. En 1807 escribió a Marie Bigot y a su marido:
«Uno de mis primeros principios consiste en que nunca estaré metido en
relaciones que no sean amistosas con la mujer de otro hombre. Porque
no desearía sostener ningún tipo de relación que algún día pudiera
llenar mi corazón de desconfianza hacia aquella mujer que pudiese
compartir mi destino -y de esta forma, por mi propia acción, destruir la
relación más hermosa y más pura.»
En esto consistía uno de. los secretos de aquel círculo de amigos
maravillosos de Beethoven. Hombres y mujeres confiaban en él moral-
mente. iQué amigos eran! La familia Breuning y Wegeler le acompaña-
ron hasta el fin de sus días. También estuvieron a su lado aquel viejo
aristócrata de voz tonante, el príncipe Lichnowsky, y su delicada esposa,
que era como una segunda madre para Beethoven.
El príncipe Lobkowitz ya ha sido mencionado. Su amistad lo superó
todo, incluso los insultos. En uno de los ensayos generales de Fide/io, en
1805, el tercer fagot estaba ausente. Lobkowitz intentó, delicadamente,
apaciguar a Beethoven, diciéndole que, hallándose allí dos de los tres
fagots, «la ausencia del tercero no podía constituir una gran diferencia».
El enfurecido Beethoven descargó su enfado gritando mientras iba
camino de su casa y ante la puerta del palacio del príncipe: «iLobkowitz
es un asno!»
Entre sus amigos figuraban el archiduque Rodolfo, afortunado

-101-
intérprete de la música de Beethoven; el generoso príncipe Kinsky; el
conde Franz van Brunswick, a quien Beethoven llamaba «hermano»;
Zmeskall y, después, la incesante corriente de jóvenes que admiraban y
servían a Beethoven, entre los que destacan Ferdinand Ries, Schindler y
Holz. Estos hombres vieron el lado más rudo del carácter de Beethoven;
no así sus amigas, con las que a menudo se mostraba tan asombrosamen-
te intuitivo, sobre todo en horas de tristeza. Toda el mundo conoce el
lance aquél de cuando interpretó su música para la baronesa Ertmann, y
es muy probable que ello salvara la razón de aquella mujer, desesperada
de dolor por la muerte de su hijo. No tan conocida, pero igualmente
conmovedora, es la historia en que se nos cuenta que cuando Madame
Brentano estuvo enferma en la cama durante largas semanas, él acudía a
la casa regularmente, se sentaba al piano de la antesala y,· sin decir
palabra, se ponía a improvisar; cuando había acabado «diciéndolo todo y
trayendo esperanza» en su propio lenguaje, se iba de nuevo como había
venido, sin hacer caso a nadie.
Estas amistades con mujeres eran un rasgo admirable de su carác-
ter, ya que, si bien pocas veces estuvo sin algún romance, podía y, de
hecho, mantenía con varias mujeres de talento aquella clase de relacio-
nes que llamamos «platónicas», a falta de otro nombre mejor. La condesa
Erdody y Nanette Streicher han sido ya mencionadas. Otras fueron las
pianistas Marie Bigot y Marie Pachler-Koschak, así como la baronesa
Dorothea van Ertmann, mujer aficionada a la música y dotada de tanto
talento que Beethoven la llamaba su «querida Dorothea-Cacilia». Se dice
que las mujeres de aquella época interpretaron mejor que los hombres
las obras de piano de Beethoven o que, por lo menos, sabían captar
mejor lo que él había querido dar a entender, pero es difícil creer que
tocaran la Sonata Op. 111 a satisfacción de su autor.
Pero se tratara de hombre o de mujer, la amistad con Beethoven no
era ninguna sinecura. El fuerte rasgo de desconfianza campesina que
formaba parte de su naturaleza se vio incrementado por su sordera y
empeoró a medida que era víctima de las intrigas vienesas. Podía darse el
caso de que los amigos se vieran golpeados, de repente, por la tonante ira
de Beethoven. Las siguientes cartas fueron escritas a una misma perso-
na, de identidad incierta. En la primera, se usa la tercera persona como
tratamiento, cosa que en alemán significa desprecio:
«iNo se acerque a mí nunca más! Es usted un perro falso y que el
verdugo elimine a todos los perros falsos.»
«iQuerido lgnaz de mi corazón! Eres un tipo honesto y ahora me
doy cuenta de que tenías razón. Así que ven a verme por la tarde.
Encontrarás aquí a Schuppanzigh y entre los dos te aporrearemos y te
sacudiremos tanto que lo pasarás de maravilla.
»Besos de tu Beethoven, también llamado Albóndiga.»
Es de esperar que entretuviera mejor a Hummel que a aquellos
amigos a los que, en cierta ocasión, invitó a una comida preparada por él.

-102-
El genio tiene sus debilidades, ya que a veces se enorgullece de labores de
segunda categoría, algo que debía saber Browning cuando escribió:
Nadie debería renunciar a sus propias dotes.
¿pinta? Preferiría escribir poesía.
¿Escribe? Preferiría saber pintar un cuadro.

(Es una pena sacar estos versos de su maravilloso contexto.)


El caso es que Beethoven se había convertido en vienés lo suficiente
como para considerar la cocina un arte, y cuando llegaron sus invitados
los recibió vestido de cocinero, con un gorro de noche en la cabeza, un
delantal blanco y una cuchara de sopa en la mano. Después de una larga
espera, llegó la comida. La sopa era un líquido para lavar platos, con algo
de grasa, la ternera puro cuero y la verdura una pasta indescriptible.
Dícese que el maestro sonreía, satisfecho, sin darse cuanta de que sus
invitados apenas probaban bocado.
Pertenecer al muy especial círculo de amistades de Beethoven supo-
nía atraer sobre sí tantos apodos como alfileres atrae un imán. A veces
también pinchaban, pero el fiel Zmeskall parecía medrar gracias a ellos.
Las cartas que Beethoven le dirige están llenas de bromas bulliciosas
como, por ejemplo, cuando le pide unas cuantas plumas:

«El honorable señor Von Z. debe darse prisa a la hora de arrancarse


las plumas (entre las que sin duda habrá alguna forastera). Esperamos
que no las tendréis demasiado hincadas en vuestra piel. Tan pronto
como hayáis cumplido todo lo que deseamos, quedaremos, con gran
respeto, totalmente vuestro, Beethoven.»
Toda su relación con Zmeskall, justo antes del final, fue como una
sucesión de sus scherzi establecidos en la vida real. El humor no era el
de una ingeniosa y ligera obra de teatro (como los franceses), ni una
diversión inocente (como los ingleses), sino una tremenda fuerza que
saltaba, pegaba y abofeteaba, riendo como las olas bajo un fuerte viento
y un sol brillando en lo alto. Beethoven disparaba (con gracia o sin ella)
sus juegos de palabras; prefería un mal chiste a ninguno y a veces se
dejaba arrastrar más. allá de la discreción, como cuando jugaba con el
nombre de Holz diciéndole que era la «Holz vom Kreuze Christi» [la
madera de la Cruz de Jesucristo]. A veces su humor se acercaba a la
metedura de pata, aunque no era tan desmadrado como parecía. En una
carta de 1812 dirigida a Breitkopf & Harte! escribe: «En Sajonia se dice
de uno que "es tan mal educado como un músico". Verdaderamente, se
me podría aplicar, ya que, sobre la marcha, solté en broma unas cuantas
verdades.»
Sí, Beethoven era muy capaz de hacer las cosas sin ayuda ajena
cuando le sobraba tiempo y estaba dispuesto a ello, y uno se siente
inclinado a imputar la ausencia de enemigos que él tenía al hecho de que
sus compatriotas conocían sobradamente este aspecto peculiar de su
carácter.

-103-
Su inmunidad ante las molestias políticas se debía a otras causas. La
política era su tema favorito. Reflexionaba libremente sobre ella en
público y criticaba al gobierno austríaco, a la policía y a la aristocracia
hasta la saciedad.
«La policía no hacía caso de sus palabras -dice Thayer- ya por
considerarle un inofensivo personaje estrambótico, ya porque respetaba
enormemente su genio artístico.» Pero también esto tenía su lado irónico,
ya que decía: «No hay nada tan pequeño como vuestra gente grande, si
bien hago una excepción con los archiduques.» Como predicción política
pocas cosas dan más en el blanco que lo que dice en su carta a Simrock:
«Tenemos un tiempo muy caluroso por aquí; los vieneses temen
que muy pronto se agoten los helados, ya que, como el invierno ha sido
tan suave, escasea el hielo. Aquí hay varias personas importantes que
han sido encarceladas; se dice que estaba a punto de estallar una
revolución. Pero yo creo que mientras los austríacos puedan conseguir
su cerveza dorada y sus pequeñas salchichas, no es probable que se
amotinen.»

-104-
9. El músico

Para los amigos de Beethoven, aquel hombre que caminaba y


hablaba con ellos por las calles de Viena era el hombre verdadero, un
amasijo de consecuentes inconsecuencias, con una apelación a la lealtad
ajena que le convertía, simultáneamente, en un personaje regio y en un
niño perdido.
Parece que el propio Beethoven únicamente se daba cuenta de su
verdadero ser en la música y en el discurso con la naturaleza, que para él
era una forma de penetrar en el mundo invisible.
Con una especie de alivio, nuestra mirada pasa de la contemplación
de las turbulentas verdades parciales de su existencia exterior a las
radiantes verdades de su vida interior. En ella no había inconsecuencias,
sino únicamente una dedicación inquebrantable a un ideal de la música
que, por su altura, pureza y grandiosidad, parecía el de un profeta
inspirado. Tuvo, de niño, un primer atisbo, avanzó siempre hacia su
creciente esplendor, hasta el momento en que la muerte le abrió las
puertas de lo desconocido para dar paso a la plenitud de la luz.
Antes de estudiarle como compositor, es mejor considerarle como
intérprete, siguiendo el principio que aconseja ir de lo menor a lo mayor.
Beethoven, por aquella época, había aprendido a tocar el piano, el
órgano, el violín y la viola, y era director de orquesta, aunque algo
excéntrico. Abandonó el órgano cuando aún era joven, ya que sus
poderosas vibraciones le alteraban los nervios. La dirección de orquesta
le abandonó a él cuando se volvió sordo. El violín nunca fue su verdadera
profesión. Se reía mucho con la leyenda de que, siendo un niño, había
hechizado a moscas y a arañas, de forma que le dijo a Schindler que lo
más seguro es que, siendo un rascatripas, las hubiese espantado. Es
probable c¡ue su forma de tocar la viola no fuera mucho mejor. Pero
aunque puede que Beethoven no fuese un buen instrumentista de
cuerda, comprendía el alma de este tipo de instrumentos y era rápido en
apreciar la distinción de estilo entre los numerosos violinistas que inter-
pretaban sus obras. Nadie podía suponer, ni por un momento, que tenía
en su mente al mismo intérprete cuando compuso la Sonata "Kreutzer»
que cuando compuso la Sonata en sol mayor, Op. 96, para violín y piano.
Efectivamente, no era así, ya que fue el brioso Bridgetower el primero en
tocar la "Kreutzer>i, en tanto que la Op. 96 fue diseñada pensando en el
estilo elevado, clásico, calmosamente bello de Rode.
De la misma forma que con el violín, obró con los demás instrumen-
tos de la orquesta; Beethoven procuró informarse exactamente de lo que

-105-
podían y de lo que no podían hacer. Si a veces exigió tanto de los
instrumentistas de la orquesta que estos llegaron a reírse de algunos
pasajes y los consideraron imposibles (como, por ejemplo, el famoso
pasaje para contrabajo en el trío de la Quinta Sinfonía), fue porque se
formaba una opinión basada en la capacidad de los instrumentistas
excepcionales. Sabía por instinto que lo «excepcional» de un siglo llega a
ser lo «habitual» del siguiente en cuestiones de técnica ejecutiva.
Recordemos, por lo que antecede, que Beethoven estaba familiariza-
do con la interpretación de este tipo de artistas fuera de lo común, tales
como Kreutzer, Clement, Rode, Schuppanzigh (violinistas), Weiss (viola),
Bernhard Romberg (violonchelo), Dragonetti (contrabajo), Anton Reicha
(flauta), Ramm (oboe), Anton Romberg (fagot), Punto (trompa). Esto no
significa que todos estuvieran dispuestos a aprender de Beethoven. En
cierta ocasión Bernhard Romberg le preguntó a Spohr cómo podía tocar
algo tan absurdo (barockes Zeug) como los Cuartetos Op. 18 de Beetho-
ven; se dice también que aquél tiró al suelo el primer Cuarteto Rasu-
movsky y lo pisoteó.
Pero mientras Beethoven estaba dispuesto a aprender de todos
estos instrumentistas, él era incomparable como pianista. Cuando era
joven, su manera de tocar tenía algo -demasiado- del estilo organístico;
con la edad se fue volviendo vehemente en exceso y (a causa de su
sordera) impreciso. Una fantasía suya era suficiente para dejar inservible
un piano y en cierta ocasión, en un acceso de furia, rompió seis cuerdas
con el primer acorde. Pero cuando estaba en plena juventud -digamos
entre los años 1796 y 1801- oírle debió de ser la experiencia más
memorable de toda una vida. Las interpretaciones insignificantes, suave-
mente almibaradas, nunca le gustaron. Por el contrario, le encantaba un
estilo grande, gigantesco, bordeando lo orquestal, con una diversidad
que fuera la resultante del color tonal, que entonces era algo nuevo, y
una cantinela que -dicen- era «conmovedora», de tono lleno y sosteni-
do como las notas del órgano; los sonidos discurrían en largas líneas
melódicas, interrumpidas, «como el roce del arco de un violín». iAh, si
pudiera escuchar una interpretación de Beethoven, en lugar de pergeñar
estos retazos escritos! Tomaschek, quien le escuchó en 1798 y le llamó
«el gigante de los instrumentistas de piano», dijo que la manera de tocar
de Beethoven era extremadament~ «brillante, pero que tenía menos
delicadeza [que la manera de tocar de Wolfl] y que en ciertas ocasiones se
le podía culpar de poco claro», lo que parece indicar que Beethoven
empleaba ya considerablemente los sonidos sombríos que podrían obte-
nerse por medio del pedal. Cherubini opinó que era un instrumentista
tosco y también variable: a veces confuso y caprichoso, otras brillante,
inteligente, lleno de una expresión característica capaz de producir sobre
sus oyentes los efectos más emocionantes y extraordinarios. Czerny dice
que nadie igualaba a Beethoven en la rapidez de sus escalas, trinos
dobles, saltos, etc., y menciona que utilizaba los dos pedales con mucha
más frecuencia que lo que aparece indicado en sus obras. La escuela de
Car! Philipp Emanuel Bach era el fundamento de su técnica. Concedió
gran importancia a la posición correcta de los dedos, y sus propios dedos,

-106-
aunque no largos, eran muy poderosos. Cuando tocaba, su expresión
facial era «soberanamente impasible, noble y hermosa, sin el menor
asomo de muecas -únicamente se inclinaba hacia delante y hacia abajo,
a medida que crecía su sordera».
Era típico en él el que la música lograra inclinar aquella poderosa
cabeza que el dolor no podía abatir.
Beethoven era un rey de los músicos, y él lo sabía, pero sin aspavien-
tos, con gran dignidad. Cuando Federico Guillermo de Prusia le envió un
anillo, y un amigo le hizo algún comentario sobre la aceptación de un
regalo proveniente de un rey, Beethoven replicó, simplemente: «Yo
también soy un rey.»
Por ser rey, tenía poca paciencia con los pretenciosos y mucha con
los alumnos, humildes y pobres. Había un aire pretencioso en lgnaz
Pleyel, ex alumno de Haydn y también su rival. Czerny cuenta que Pleyel
había venido de París trayendo consigo sus más nuevos cuartetos y que
tanto el autor como su música fueron agasajados en una gran fiesta dada
en casa del príncipe Lobkowitz. Beethoven se hallaba presente. Cuando
acabó el programa, alguien le pidió que tocase. Beethoven, malhumora-
damente, caminó hacia el piano, cogió por el camino la parte del segundo
violín de uno de los cuartetos de Pleyel, lo lanzó del revés sobre el pupitre
y comenzó a improvisar. Czerny continúa:

«Nunca se le había escuchado improvisar tan brillantemente, con


más originalidad y esplendor, como en este atardecer; pero a lo largo de
toda la improvisación, como un hilo o cantusfirmus a través de las voces
medianas, corrían aquellas notas que, siendo en sí mismas insignifican-
tes, él sabía hallar en la página accidentalmente abierta del cuarteto,
sobre la que construyó las melodías y las armonías más osadas, en el
estilo de concierto más brillante. El viejo Pleyel sólo pudo mostrar su
asombro besándole las manos.»

También, en cierta ocasión, el conocido abate Vogler y Beethoven


improvisaron el uno para el otro. iQué tema para que Browning lo
tratara poéticamente! Según se desarrolló la sesión, Ganssbacher, aquel
a quien debemos el relato, prefirió el estilo fugado, erudito de Vogler, a la
«abundancia de pensamientos de Beethoven, más hermosos».
Hoy en día está de moda despreciar la improvisación, ya que los
músicos académicos la consideran una aproximación espúria a la com-
posición. ¿Realmente es así'? Un método que resultó adecuado para la
producción de música tal como la de Gluck, Haydn y Beethoven no
puede ser realmente erróneo. Además, aunque Beethoven acudió a un
conservatorio, su entrenamiento académico había sido tan riguroso que
podía haber obtenido el título de doctor en música en cualquier universi-
dad de habérselo propuesto. Existe otro argumento. Beethoven fue
reclamado por todas partes como artista supremo de la improvisación
mucho antes de que sus composiciones escritas hubiesen acreditado la
magnitud de su genio. Esto ofrece un punto de vista particular, paralelo a
la teoría de Romain Rolland según la cual las tendencias de una nación se

-107-
hacen audibles a través de su música mucho antes de que ocurran los
hechos. Así ocurrió con Beethoven. Primero accedió a su ideal y a la
verdadera autoexpresión a través de la improvisación; de allí avanzó
hacia una expresión primeriza, personal y totalmente escrita de su
música pianística, para llegar, finalmente, a la elocuencia sin trabas en
todas las formas de la música.
Resulta muy emocionante trazar los pasos sucesivos de su genio. En
los años tempranos aprendió, sin duda, muchas cosas que nunca le
fueron enseñadas, efectos que quedaron impresos sobre su naturaleza
sensible y debidos a la música de otros compositores. Mozart ejerció una
influencia predominante. Beethoven la sintió tan fuertemente que se dio
cuenta del peligro y durante un tiempo evitaba oír las óperas del salzbur-
gués para evitar que minasen su individualidad.
El hecho de que Mozart le afectara tan poderosamente no puede
sorprendernos, ya que Mozart era la revelación de una perfección tal
como nunca se había conocido en música hasta entonces. Ha sido
llamado «el compositor de los compositores». Beethoven amó a Mozart,
y «aquello que amo, me educa», como ha dicho muy bien un compositor
moderno. Aquellos toques mágicos de Mozart, simples y, no obstante,
milagrosos, emocionaron a Beethoven hasta lo más profundo de su ser.
Lo sabemos -aparte de la evidencia de su música- por la historia que
Madame Cramer conservó de su marido. John Cramer y Beethoven
estaban paseando por el Augarten y escuchando una interpretación del
Concierto de piano en do menor, K. 491, de Mozart. (Cramer, vale la
pena recordarlo, es el único pianista a quien Beethoven alabó.) Cuando
se acercaba el final del concierto, Beethoven se detuvo de pronto, atrajo
la atención de Cramer sobre el hermoso motivo introducido por primera
vez hacia el final, y exclamó: «iCramer, Cramer, nunca podremos hacer
nada parecido!», y entonces se rindió enteramente a la música, colum-
piándose aquí y allá y llevando el ritmo con extremo deleite. El amor a
Mozart duró toda su vida, aunque pasó el peligro de que hiciera vacilar su
personalidad. Podría ser una fantasía mía -aunque creo que no-, pero
me parece, oír detrás de la música ceremonial de una obra incluso tan
tardía de Beethoven como su obertura Die Weíhe des Hauses (La dedica-
ción de la casa, 1822), los tonos solemnes y la dignidad «fuga!» de La
flauta mágica; de todas las óperas de Mozart, era la favorita de Beethoven.
Otras influencias ejercidas sobre su temprana vida son menos
reconocibles. M. Cucuel subraya relaciones temáticas -un poco rebusca-
das, quizá entre las óperas de Grétry Le tableau parlant, Richard Coeur
de Lion, Le jugement de Midas y La rosiere de Salency, todas ellas
interpretadas en Bonn cuando Beethoven residía aún allí, y las Sonatas
Op. 7, 13, 24, 27 y 31, n. 0 2, el Albumblattfür Elise, la escena junto al
riachuelo en la Sinfonía Pastoral, la obertura de la Sonata Waldsteín y la
obertura para El rey Esteban. Cucuel también halla similitudes entre el
tema de la Alegría de la Novena Sinfonía, el coro final de Fidelio y el coro
final de El desertor, de Monsigny. Otros comentaristas han aludido a
ciertos recursos armónicos y temáticos absorbidos de un estudio de la
música de Car! Philipp Emanuel Bach. Beethoven, ciertamente, concedió

-108-
valor a su obra, ya que en fecha tan avanzada como la de 1809 escribió a
Breitkopf que «sólo tengo unas pocas muestras de las composiciones de
Emanuel Bach para clave; y, no obstante, las hay que deberían estar en
poder de todo artista verdadero».
Beethoven también valoró a Clementi, «padre del piano». Es difícil
determinar qué parte de su obra fue conocida por Beethoven durante sus
primeros años, pero M. Prod'homme, siguiendo a Teodor de Wyzewa,
cree que Neefe le hizo tocar los Op. 5, 6, 8 y 14 de Clementi, y que «la
expresión, tan novedosa, que Clementi dio a sus pensamientos debieron
haber agradado al pupilo de Neefe». Sin embargo, lo que es seguro y no
mera conjetura, es que las composiciones de Beethoven muestran indi-
cios de los métodos de.Clementi, aunque los dos hombres no llegaran a
conocerse hasta 1804 y no trabaran amistad hásta 1807, cuando, «con
un poco de astucia y sin comprometerme, he hecho por fin una conquis-
ta: la de la altanera belleza de Beethoven», escribió Clementi a Collard.
Estoy dispuesta a creer que las relaciones intelectuales de Beetho-
ven con la música de Haendel, Gluck y Johann Sebastian Bach no han
sido lo suficientemente consideradas. Sin duda, estando aún en Bonn
llegó a conocer las obras de los tres compositores. En la escritura vocal su
estilo está mucho más cerca de Haendel y de Gluck, que de Mozart, ya que
tiene el mismo curioso efecto no plástico de las arias de Haendel -efecto
comparable a un friso en bajorrelieve, en contraste con el estilo de bulto
redondo de la escritura operística de Mozart-. El oído de los jóvenes es
muy receptivo y Beethoven sentía una esplendorosa admiración por
Haendel. Hacia el final de su vida le elevó al lugar supremo de su
estimación. «¿Quién opina que es el compositor más grande que haya
vivido nunca?», le preguntó Stumpff. «Haendel; ante él, me pongo de
rodillas», contestó Beethoven inmediatamente, doblando hacia el suelo
una de sus rodillas. En aquel momento, sólo conocía las partituras de El
Mesías y de Alexander's Feast. Dos años más tarde Stumpff alegró el
último periodo de la vida de Beethoven regalándole las obras completas
de Haendel. Con Gluck pisamos un terreno menos seguro, aunque
Beethoven escuchó sus óperas en Bonn y Czemy alude a su manera de
interpretar las partituras de Haendel y de Gluck calificándola de única, ya
que «introdujo en ellas una plenitud de voz y un espíritu que las dotó de
nueva forma». Existe una correspondencia de sentimientos entre un
fragmento de la música de Gluck para la escena de los Campos Elíseos
en su ópera Orfeo y la escena junto al riachuelo de la Sinfonía «Pastoral»
de Beethoven que no puede atribuirse a una mera casualidad. Existe la
misma clase de serenidad resplandeciente y de intacta belleza; incluso los
pájaros aparecen en ambas obras.
En los tiempos de Beethoven Johann Sebastian Bach no gozaba de
la popularidad actual. No obstante, estoy convencida de que Beethoven
conocía su música mucho más de lo que generalmente se supone. Neefe
se había ocupado de ello suministrándole los fundamentos con la obra El
clave bien temperado. Las referencias directas a J. S. Bach en las cartas
de Beethoven son esclarecedoras. En 1810 le dice a Hofmeister: «Su
deseo de publicar las obras de Sebastian Bach es algo que, en verdad,

-109-
reconforta mi corazón, que late sinceramente ante el sublime y magnífico
arte de aquel padre de la armonía... Inscríbame como suscriptor de las
obras de Johann Sebastian Bach, así como al príncipe Lichnowsky».
Cuando, .aquel mismo año, hablaba de Bach con Breitkopf, le llamó «el
dios inmortal de la armonía» y se ofreció a publicar una obra en beneficio
de la hija de Bach, que vivía en la pobreza.
De nuevo en 1803: «Gracias por las estupendas obras de Sebastian
Bach. Las trataré como un tesoro y las estudiaré; de haber una continua-
ción, mándenmela también, por favor.»
Luego en 1810: «Me gustaría tener todas las obras de Carl Philipp
Emanuel Bach ... y también una misa compuesta por J. Sebastian Bach
[la Missa en si menor] en la que se dice que hay el siguiente Crucifixus con
basso ostinato. También es sabido que usted tiene la mejor edición de El
clave bien temperado, de Bach. Por favor, mándeme un ejemplar también.»
Finalmente, de 1822 a 1825, Beethoven proyectó una obertura
sobre el motivo musical que proporciona el nombre de Bach. 5 El mismo
Bach había empleado el tema en El arte de la fuga, y es probable que
Beethoven planeara su obertura como un tributo al gran compositor.
Pero iay! nunca fue escrita, aunque los bosquejos sobrevivieron, despa-
rramados entre los últimos cuartetos.
Ya hemos comentado suficientemente las referencias directas sobre
Bach. Las indirectas son aún más interesantes, ya que demuestran que
J. S. Bach estuvo constantemente en el fondo del código estético de
Beethoven. Por lo menos, así me lo parece, por lo que he de hacerme
responsable de la idea. Creo, pues, que el fuerte sentimiento que experi-
mentaba Beethoven por el carácter y el colorido de las claves derivaba de
J. S. Bach, tal como viene ejemplificado en su Clave bien temperado.
Neefe, el mejor profesor que tuvo Beethoven durante sus años mozos
(durante la época, pues, en que se es más impresionable), había acudido a
Bonn empapado en la tradición de J. S. Bach de Leipzig. A su vez,
sumergió a su alumno en los maravillosos cuarenta y ocho preludios y
fugas de El clave bien temperado, en los que Beethoven depositó sus
instintos más agudos y todas sus convivencias en relación con la clave y
con la escala. Bach era, predominantemente, un compositor contrapun-
tista y Beethoven se adscribía, predominantemente, al nuevo estilo
armónico, pero la clave era la base de este nuevo estilo, y en los
«Cuarenta y ocho» Bach estableció la clave con una autoridad que duró
casi doscientos años. El dominio que tuvo Beethoven de las relaciones
entre las claves y sus contrastes creo que no ha sido igualado por ningún
otro compositor. Y creo también que fue J. S. Bach quien puso en sus
manos esta llave (clave, si se me permite hacer un juego de palabras tan
burdo).

Pocas frases de Beethoven sobre la estética de la música han


llegado hasta nosotros. Felizmente, se ha podido conservar una charla
que mantuvo con August Kanne, poeta y compositor. Kanne sostenía
que no afectaba para nada a una composición el cambiar su clave
original. Beethoven estaba seguro de que las claves tenían significados

-110-
íntimos muy definidos. «Defendió su postura sobre terrenos lógicos,
asegurando que cada clave va asociada con cierto estado de ánimo y que
ninguna pieza de música había de ser transportada.» Sabemos por otras
fuentes que Beethoven asociaba el re bemol mayor con la solemnidad y
la muerte y que el si bemol menor era para él una clave «negra».
Sin .abusar de las correspondencias -lo que convertiría en letra el
espíritu del sentimiento entre Bach y Beethoven-, creo que la similitud
de puntos de vista sobre las características de la clave pueden ser
comprobadas por cualquier persona que quiera comparar sus composi-
ciones. Tornemos los Preludios y Fugas en do sostenido de Bach y
pongamos luego a su lado el Cuarteto en do sostenido menor, Op. 131 ,
de Beethoven. O comparemos la Fuga en mi mayor, Libro JI, de Bach
(llamada la de «Los santos en la gloria" por Samuel Wesley), con la
Sonata para piano en mi mayor, Op. 109, de Beethoven. Miremos la
Fuga en fa mayor, Libro I, y pasemos luego al andante de la Primera
Sinfonía de Beethoven, o consideremos el carácter de los dos Preludios y
Fugas en sol mayor y veremos que experimentamos la sensación de
respirar la misma atmósfera que en las dos Sonatas en sol mayor para
piano y violín, de Beethoven.
La deuda que Beethoven tenía con Bach no suscitó reconocimien-
tos porque no era consciente de ella. Tal vez por igual razón dejó de
mostrarlos por Haydn, aunque resulta difícil creer que él no sabía que las
valientes pinceladas de modulaciones enarmónicas eran el punto de
partida para sus propias modulaciones, o que las famosas llamadas de
las trompetas en sús oberturas Leo nora n. 0 2 y n. 0 3 tuvieron su prototipo
en el solo para trompeta de la Sinfonía Militar de Haydn. Sea lo que fuere
aquello que Beethoven eligió para explicárselo al mundo, su música
prueba una y otra vez que, en realidad, la influencia de Haydn sobre él fue
más fuerte y mucho más duradera que la de Mozart.
Beethoven se daba perfecta cuenta de la deuda contraída con
compositores más pequeños, como, por ejemplo, con el viejo Aloys
Fürster, de quien aprendió el verdadero arte de escribir cuartetos. Su
deuda con Paer tuvo un reconocimiento más bien cínico cuando acudió a
ver una representación de su ópera Aquiles. Después de repetidas
aclamaciones de alabanza, Beethoven exclamó: «iDebo componer esto!»
«Esto» era ila muy admirada Marcha Fúnebre. Beethoven hizo exacta-
mente lo que había dicho: el primer resultado fue la Marcha Fúnebre de
su Sonata en la bemol mayor para piano, Op. 26; el segundo, la Marcha
Fúnebre para la Sinfonía uHeroican.
En cuanto al trabajo de Beethoven sabemos que pasaba el invierno
en Viena, completando y escribiendo la partitura.de aquellas composicio- ·
nes cuya inspiración le había venido durante el verano y el otoño, en la
época que pasaba en el campo. Su día en Viena quedaba distribuido,
más o menos, de esta forma : se levantaba muy temprano, trabajaba
durante toda la mañana, desayunando en cualquier sitio, y almorzaba
antes del mediodía (si se acordaba de comer); luego salía a dar un paseo
por las murallas de Viena, acudía a visitar a los amigos o iba al teatro por
la noche. Tal rutina cambiaba, naturalmente, si tenía que acudir a algunos

-111-
ensayos o dar clases a sus alumnos, pero en líneas generales tal era su
norma de vida en invierno.
Durante el verano, todo cambiaba. Beethoven se levantaba con la
aurora para pasar largos días -e incluso noches- al aire libre. Poco a
poco fue dejando los paseos nocturnos y en su último otoño (1826)
entraba al mediodía para almorzar y hacer una siesta, antes de salir de
nuevo hasta el atardecer.
A Gluck le gustaba componer al aire libre. Si no recuerdo mal, sus
biógrafos dicen que situaba su clavicémbalo en una pradera, ponía sobre
el instrumento una botella de champán y procedía Juego a componer.
Pero en Beethoven la naturaleza era una pasión, cuyo mejor paralelismo
puede ser encontrado en Wordsworth. El rendimiento del poeta, sin
embargo, era inferior al de Beethoven, pero aun así era como si de una
forma especial compartiera la gran vida espiritual del universo. En la vieja
mitología, en el folclore, ha habido hombres que han comprendido el
lenguaje de los pájaros y la voz de las aguas y que han podido ver el
mundo de lo invisible. Beethoven amaba todo esto hasta el punto de que
también podía verlo y entenderlo.
Neate, el pianista inglés por el que Beethoven llegó a sentir un cálido
afecto, afirmó que nunca había conocido a un hombre que disfrutará
tanto de la naturaleza, ni a nadie que hallara tan intenso placer en la
contemplación de las flores, las nubes... La naturaleza era como un
alimento para él: parecía vivir realmente dentro de ella.
Esto es cierto. Beethoven vivió en ella, ya que con la naturaleza se
sentía más él mismo, y ser «más él mismo» significaba para él, al igual que
para Mozart, ser más músico. A pesar de que la carta en la que (según se
dice) Mozart explicó su forma de componer, hace tiempo ha sido declara-
da espúria y apenas si puede ser aceptada como un registro auténtico de
su método, resulta, no obstante, convincente en cuanto a su esencia por
su peculiar conocimiento del proceso de la creación musical:
«Cuando soy completamente yo mismo, por decirlo así, cuando
estoy enteramente solo y me siento de buen humor -digamos viajando
en un carruaje, paseando después de una buena comida o durante la
noche, cuando no puedo dormir- en tales ocasiones mis ideas fluyen
mejor y con más abundancia. De dónde vienen y cómo vienen, es algo
que ignoro; tampoco las puedo forzar. Las que me gustan las retengo en
la memoria, y estoy acostumbrado, según dicen, a tararearlas para mí. Si
sigo por este camino, pronto se me ocurre cómo puedo lograr que sean
útiles a mi propósito y convertirlas en un manjar adecuado, es decir,
ponerlas de acuerdo con las reglas del contrapunto o con las peculiarida-
des de los diversos instrumentos. Todo esto me arrebata el alma y,
siempre que no me molesten, mi tema crece, llega a tener método y a ser
definido; el conjunto, aunque sea largo, permanece casi completo y
acabado en mi mente, de forma que lo puedo contemplar, como si fuera
una buena pintura o una hermosa estatua, de una sola ojeada. Tampoco
oigo en mi imaginación las partes sucesivamente, sino, digamos, simultá-
neamente (gleich a/les zusammen). iNo puedo explicar lo delicioso que

-112-
resulta para mí todo esto! Toda esa invención, toda esa producción
ocurren en un sueño agradable, vivo. No obstante, oír el conjunto es, sin
lugar a dudas, lo mejor.»
(S.i hay alguien que pretenda que es imposible escuchar una pieza
de música toda a la vez, dado que la música depende de su progresión en
el tiempo, recuerde que el tiempo está comprendido en la eternidad.)
Ahora escuchemos la opinión Beethoven en la carta enviada a
Breitkopf en 1812:
«Ojalá el cielo me dé paciencia hasta que haya podido ir al extranje-
ro; entonces estaré en condiciones de hallar dentro mí mi verdadera
vocación, único bien posible para un hombre y, especialmente, para un
artista; ojalá pueda ser paciente. Pero si esto no me es concedido, puedo
encontrar de nuevo consuelo en la naturaleza y también, inmediatamen-
te, en mi arte celestial, único, verdadero, divino regalo del cielo.»
En 1823 le dijo a Louis Schlosser:
«Llevo conmigo mis pensamientos durante mucho tiempo antes de
escribirlos. Mientras, mi memoria es tan tenaz que estoy seguro de que
no olvidaré, incluso pasados unos años, cualquier tema que se me haya
ocurrido. Cambio muchas cosas, las descarto y lo intento de nuevo hasta
que estoy satisfecho. Sin embargo, el verdadero desarrollo comienza
entonces en todas direcciones y, siempre que sepa exactamente lo que
quiero, la idea fundamental nunca me abandona -surge ante m:, crece-,
veo y oigo el cuadro en mi mente, toda su extensión y dimensiones, como
si fuera un molde, y sólo me falta la labor de escribir, rápidamente lograda
cuando dispongo de tiempo, ya que a veces emprendo otros trabajos, si
bien nunca se me confunden entre sí.»

Esto encaja exactamente con lo que Beethoven le había dicho a


Wegeler hacía muchos años: «Apenas tengo acabada una composición,
cuando ya he comenzado otra. En mi actual fervor compositivo, a
menudo hago tres o cuatro obras al mismo tiempo.» Sus cuadernos de
apuntes lo acreditan.
Beethoven continúa diciéndole a Schlosser:

«Preguntarás de dónde surgen mis ideas. No puedo decirlo con


seguridad. Vienen sin ser llamadas, a veces independientemente, a veces
asociadas con otras cosas. Cuando camino por los bosques, me parece
que podría arrebatárselas a la naturaleza con mis propias manos. Me
vienen en el silencio de la noche, o temprano, en lá mañana, fomentadas
por estados de ánimo que el poeta traduciría en palabras, pero que yo
traduzco en sonidos; y éstos cruzan mi cabeza, campanillean, cantan y
atruenan hasta que las tengo delante de mi en forma de notas.»
Estos relatos del proceso creativo de Beethoven son profundamen-

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te interesantes. Para él, al igual que para el autor de la carta atribuida a
Mozart, la primera condición para obtener una buena composición
consiste en ser «más él mismo», en lograr un estado de felicidad que se
encuentra más fácilmente al aire libre o por la noche. Pero cuando el
método descrito en aquella carta implica el moldeado de unas ideas que
han de completarse totalmente antes de ser escritas, hay razones para
pensar que Beethoven revisaba primero el total completado y que sus
inacabables bosquejos no eran más que intentos repetidos de captar la
verdadera similitud de aquello que él sabía que ya estaba en su alma
como una realidad. Los musicólogos han llevado a cabo enormes esfuer-
zos para demostrar, basándose en los cuadernos de apuntes de Beetho-
ven, cuán laboriosamente iba construyendo sus composiciones, alterán-
dolas una y otra vez hasta alcanzar la bíblica cantidad de setenta veces
siete. Incluso sir George Grove, de generoso corazón, iba tan lejos como
para decir: «Uno se siente inclinado a creer que no es que él [Beethoven]
tuviese primero la idea y después la expresara, sino que ésta venía con
frecuencia durante el proceso de encontrar la expresión.»
Mr. Ernest Newman, en su brillante estudio The Unconscious Beet-
hoven, vio que se trataba de una falacia y se puso a estudiar a fondo los
apuntes hasta hallar su causa. De los bocetos para la «Heroica" dice:
«En la "Heroica", más que en ninguna otra obra, sentimos plena-
mente que en sus obras más grandes Beethoven está "poseído", que
era el instrumento meramente humano a través del cual un vasto diseño
musical se realizaba en toda su maravillosa lógica ... Tenemos la convic-
ción de que su mente no procedía del detalle a la totalidad, sino que
comenzaba, de alguna curiosa manera, con la totalidad y entonces
procedía al revés hacia el detalle~. La larga y penosa búsqueda por los
temas era, simplemente, un esfuerzo no para encontrar partículas elabo-
rables con las que poder construir un edificio musical según las conven-
ciones de la forma sinfónica, sino para reducir a partículas una nebulosa
existente en la que el edificio ya estaba implícito, y entonces, gracias a un
. orden bien dispuesto, hacer implícito lo explícito.»
Lo dicho implica convicción. Además, me gustaría sugerir que una
característica distintiva de las ideas que emergen desde el fondo del
subconsciente hasta la superficie de la conciencia es su evanescencia,
una evanescencia comparable a la del arco iris. En un momento dado son
tan brillantes que parece imposible que puedan desvanecerse; poco
después se han esfumado y es posible que nunca más vuelvan a ser
vistas. El hábito de Beethoven de hacer bocetos surgió de tal sentimiento.
Lo adquirió siendo un muchacho y no había hora, de las veinticuatro del
día, que no tuviese un cuaderno de apuntes en las manos. En 1815 le
habló al archiduque Rodolfo «del mal hábito que adquirí en mi niñez al
sentirme obligado a escribir mis primeras ideas inmediatamente, sin
contar con el hecho de que, a menudo, no conducían a ninguna parte», y
en otra carta (1823) le aconseja que «cuando estéis sentado ante el
piano, debéis apuntar vuestras ideas en forma de bocetos. Para ello
debéis tener una pequeña mesa junto al piano. De esta forma no sólo se
-114-
estimula la imaginación, sino que uno aprende a fijar inmediatamente las
ideas más remotas». Fijar las ideas. En esta frase explica Beethoven el
propósito fundamental de sus bocetos y la aparente, pero no real,
discrepancia entre éstos y la afirmación de que él nunca olvidaba ningún
tema que hubiera podido ocurrírsele alguna vez. El primer boceto, por
diminuto que fuese, bastaba para anclar la idea metafísica en las regiones
de conciencia material. Más aún, un estudio del proceso por el cual
Beethoven lograba sus composiciones, confirma firmemente la impre-
sión de que muchas de sus más grandes obras han de existir más allá de
los confines de esta tierra. En el primer movimiento de la Sinfonía Coral,
en los últimos cuartetos y en las Sonatas para piano Op. 109 y 111 la
localización está más allá de cualquier experiencia ordinaria.
Y uno se pregunta cómo pudo tener acceso Beethoven a este
mundo de conocimientos superiores, que sólo unos pocos habían descu-
bierto -lsaías, Sócrates, Pablo, Virgilio, Dante- y que Jesucristo vino a
revelarnos. Lo logró, según mi opinión -y lo digo con toda humildad-
gracias al conocimiento que tenía de Dios. La religión organizada, el
ritual, significaban muy poco para él; Dios lo significaba todo. Era
profundamente religioso en cuanto que reconocía la realidad de Dios, y
su relación con esta realidad constituía toda su vida. Cada árbol parecía
decirle: «Santo, santo ...»
Tuvo siempre sobre su escritorio unas frases que él mismo había
escrito y enmarcado. Eran su credo:
«Yo soy lo que es.
Yo soy todo lo que es, ha sido y será.
Ningún mortal ha levantado mi velo.
Sólo El está con El y sólo a El deben su ser todas las cosas.»
Existe una página manuscrita en la biblioteca del Real Colegio de
Música, de mucho valor, sobre la que Beethoven copiaba algunos pasa-
jes al parecer sacados de los libros sagrados de Oriente.
«Dios es inmaterial; como es invisible, no puede tener forma. Pero
por lo que podemos percibir en sus obras llegamos a la conclusión de que
es eterno, todopoderoso, omnisciente y omnipresente. Poderoso, sólo El
es libre de todo deseo o pasión. No existe otro más grande que El,
Brahma; su mente es autoexistente. Todopoderoso, está presente en
todas las partes del espacio. Su omnisciencia es autoinspirada v su
concepción incluye todas las otras. En la omnicomprensión de sus
atributos, el más grande es la omnisciencia. Para ella no hay ninguna
especie de ser triple -es independiente de todo- ioh Dios! Tu sabiduría
aprehende miles y miles de leyes y, no obstante, tú siempre actúas según
tu libre voluntad y en tu honor. Tú eras antes de todo lo que veneramos.
A Ti debemos alabanza y adoración. Tú, únicamente, eres el verdadero,
Bendito (Bhagavan), Tú, la mejor de todas las leyes, la imagen de todd la
sabiduría, presente a través de todo el mundo, Tú consigues todas las
cosas. Sol, Eter, Brahma.»

-116-
«HIMNO: Espíritu de los espíritus que, extendiéndose a través del
espacio y del tiempo sin fin, te ves elevado por encima de todos los límites
del pensamiento ascendente en lucha, mandaste que desde el caos
surgiera el orden hermoso. Antes de que los cielos existieran, ya existías
Tú, y también antes de que por encima y por debajo de nosotros rodaran
los sistemas. Antes de que la tierra nadara en el éter celeste únicamente
eras Tú, hasta que a través de tu secreto amor aquello que no era pasó a
ser y, agradecido, te cantó alabanzas. ¿Qué es lo que te movió a manifes-
tar tu poder y bondad sin fronteras? ¿Qué brillante luz dirigió tu poder?
iSabiduría más allá de toda medida! ¿cómo se manifestó por vez prime-
ra? iOh, dirige mi mente! iOh, haz que ascienda de esta ominosa
profundidad!»

Junto con esta declaración religiosa deben leerse dos relatos que
han llegado hasta nosotros en palabras del propio Beethoven, y que se
refieren a la relación entre la religión y la música. Uno figura en una carta
de Bettina von Arnim dirigida a Goethe, en la que le cuenta su primera
charla con Beethoven:
«El mismo dijo: "Cuando abro los ojos tengo que lamentarme, ya
que lo que veo es contrario a mi religión. y debo despreciar un mundo
que no sabe que la música es una revelación más elevada que toda la
sabiduría y la filosofía ... Pues yo sé que Dios está más cerca de mí que de
otros artistas; me asocio a El sin temor; siempre le he reconocido y le he
comprendido y no tengo miedo por mi música. - No puede planear sobre
ella ningún hado maléfico. Quienes la comprendan, deben verse libera-
dos. gracias a ella. de todas las miserias que las otras personas arrastran
consiqo... La música, verdaderamente, es la mediadora entre la vida
intelectual y la sensual... Háblale a Goethe de mí; dile que escuche mis
sinfonías y te confesará que tengo razón al decir que la música es el único
camino incorpóreo para entrar en el mundo más elevado del conocimien-
to comprensivo de la humanidad, pero que la humanidad no puede
comprender... No sabemos qué es lo que nos aporta este conocimiento...
Toda creación ñrtística verdadera es independiente de su autor, incluso
más poderosa que él, y vuelve a lo divino a través de su manifestación.
Forma unidad con el hombre solamente en cuanto se convierte en testi-
monio de la mediación con lo que hay de divino en él.»
Es el verdadero Beethoven el que habla a través de estas palabras.
Bettina, por muy avispada que fuese, jamás podría haber inventado los
pensamientos expresados en tales ideas, ya que éstas no pueden ser
alcanzadas sólo con astucia. Cabe aplicar el mismo argumento al testimo-
nio de J. A. Stumpff cuando habla de lo que Beethoven dijo sobre la
composición; las ideas son inconfundiblemente de Beethoven, aunque
las palabras hayan adquirido cierta grandilocuencia al ser transcritas por
Stumpff. Helas aquí:
«Cuando al anochecer contemplo con asombro el firmam nto y 1

-117-
sinnúmero de cuerpos luminosos que llamamos mundos y soles, dando
vueltas eternamente dentro de sus fronteras, mi espíritu vuela más allá de
estas estrellas muchos millones de kilómetros, hacia la fuente de donde
brota toda obra creada y de la que todavía ha de fluir toda nueva
creación ... Lo que ha de llegar al corazón tiene que proceder de arriba; si
no proviene de allí, no será más que nota$, cuerpo sin alma... El espíritu
debe ascender de la tierra ... Unicamente mediante una labor persistente a
través de estos poderes, tal como le son conferidos a un hombre, puede
elaborarse una obra de arte digna del Creador y del Preservador de la
Naturaleza eterna.»

Si es posible que un gran genio explique la fuente misteriosa y la


meta de su música, Beethoven lo ha hecho con estas palabras.
Una poetisa exquisita, Atice Meynell, dijo en cierta ocasión hablan-
do de una margarita:
Oh, tú, pequeño velo para tan gran misterio
Üuándo podré penetrar en todas las cosas y en ti
para entonces poder reflexionar?

Y acababa su soneto con la pregunta:

iOh, margarita mía! ¿cómo será contemplar


desde el punto de vista de Dios incluso una cosa tan simple?

Beethoven sí había levantado el velo y había reflexionado. tanto como lo


pueda hacer un artista, contemplando el universo desde el punto de vista
de Dios.

-118-
Tercera Parte
LA OBRA
10. Obras para piano

Dejando a un lado la dudosa Cantata «Cresseneni, sabemos, por el


propio Beethoven, que sus primeras composiciones fueron un juego de
variaciones sobre una marcha escrita por Dresler y tres sonatas para
clave dedicadas al Elector Maximiliano Federico. Vemos, pues, cómo
desde niño el maestro atacó ya, al mismo tiempo, dos formas musicales
que iba a convertir en algo especialmente suyo.
También resulta significativo que tanto las Variaciones «Dreslen>
como las sonatas fueran para clave. Paul Bekker, uno de los críticos con
mejor conocimiento beethoveniano, dice: «La obra de Beethoven se basa
en el piano: en él hunde sus raíces y en él dio el primer fruto perfecto.»
Sin estar totalmente de acuerdo con Bekker (ya que la obra de Beetho-
ven se apoya, ciertamente, en una base más amplia), hay que admitir que
el piano constituyó una de las influencias más importantes de su primer
periodo. Nada más natural. Beethoven, aunque no era iconoclasta,
siempre se ponía del lado de la modernidad y del progreso. El piano era,
por excelencia. el instrumento moderno de aquellos tiempos. Cobró
auge en Bonn hacia 1780 y, de hecho, se le añadió la sexta octava
durante la primera década de la estancia de Beethoven en Viena. Las
poderosas cualidades de tono le ofrecieron un vehículo adecuado para
sus diseños armónicos y melódicos más osados y, siendo él mismo
un magnífico pianista, difundió la extensión de la música para piano
hasta el punto de que resulta difícil establecer quién debe más a quién
5i el instrumento o el instrumentista. Más adelante su sordera hizo
que se estableciera en él un divorcio entre el intérprete y el compositor,
desastre que probaba, como dice Bekker, «el origen histórico de la
distinción que existe hoy en día entre la actividad productora y la
reproductora». Cuando Beethoven contaba cincuenta y tres años ya
había explorado y agotado prácticamente todas las posibilidades del
piano.
Existe otra cuestión de ámbito general que debe ser considerada
antes de estudiar la música propiamente: nos referimos a la facultad que
tenía Beethoven. Lo que dijo Newman sobre los movimientos aislados
es, a mi parecer, igualmente cierto en la obra de toda la vida de Beetho-
ven: «Un vago sentido general de la totalidad del movimiento lograba que
se condensara, gradualmente, en un material estructurado, vital; final-
-mente, lo reelaboraba para con?eguir aquello que era, por decirlo así, la
primera concepción indefinida convertida ya en algo perfectamente
definido.»

-121-
Incluso siendo un niño, Beethoven entreveía en el horizonte las
cosas que más tarde llegarían a ser.

De las ocultas almenas de la eternidad,


aquellas nieblas temblorosas desordenan un espacio;
entonces, agrupándose alrededor de los torreones, apenas visibles,
lentamente los bañan de nuevo.

La previsión es una facultad completamente distinta de la revisión,


mediante la cual un compositor escribe de nuevo una obra en su madura
experiencia o saca de nuevo a la luz material viejo para servir propósitos
· nuevos. Beethoven poseía ambas capacidades en grado extraordinario y
las mantuvo en asombroso equilibrio. Pueden reconocerse incluso en su
obra primitiva.
Las nueve Variaciones en do menor sobre una marcha de Dressler
fueron compuestas en 1787 y publicadas en Mannheim aquel mismo
año. Presentan, por mérito propio, una música Ordenada, discreta, supe-
rior al tema sobre el cual se hilvanan. Pero para nosotros lo verdadera-
mente excitante es que las Variaciones «Dresslen> son una especie de
boceto infantil para las treinta y dos poderosas Variaciones sobre un
tema original, compuestas por Beethoven en 1806. ¿Tema original? Sí,
ya que todo en. la obra es de Beethoven; y, no obstante, es como si el
fantasma de la marcha de Dressler planeara ·sobre ellas, convertida
ahora en una chacona y elevada a una grandeza olímpica.
Nótese cuán magníficam<:mte avanza, en Beethoven, la parte de los
graves; en Dressler hace simplemente un paso de la oca. Estos graves de
Beethoven merecen un estudio propio. Continuando la compara,ción
entre las dos obras, vemos que discurren a lo largo de un camino
parecido, incluso teniendo en cuenta, en el caso de la obra más tardía, la
extensión infinitamente más grandiosa ·Y una decoración más rica. Al
final, difieren. En las breves Variaciones primeras, Beethoven modula a
do mayor par¡;¡ la última variación, haciendo de esta forma una apoteosis
de la vieja tierce de Picardie (el acorde mayor que, siguiendo una antigua
costumbre, cerraba todas las obras en una clave menor), mientras que en
las treinta y dos Variaciones coloca un grupo de ellas en do mayor en el
centro, flanqueándolas con secciones menores, antes y después, en un
diseño organizado que se aproximaba a la forma aria. ·
Las tres Sonatas «Max Friedrich» para clave pertenecen casi a la
misma fecha (1782-83) que las Variaciones «Dresslen>, pero son mucho
más interesantes. La primera, en mi bemol mayor, sigue cautelosamente,
para su primer movimiento, la forma sonata en su viejo tipo binario (de
dos elementos); pero Beethoven ya mostraba su instinto en el punto
psicológicamente sensitivo de la forma sonata, esto es, la vuelta a la clave
principal después del desarrollo. En obras más tardías su imaginación y
su inspiración alcanzaron a menudo una altura máxima en este punto.
No se sintió muy satisfecho de este movimiento juvenil en el que el
retroceso no era más que la inversión rutinaria, por lo que hizo que

-122-
el retroceso estuviese precedido por algunos arpegios que, extrañamente,
pronosticaban el final de su Sonata «Claro de Luna». La segunda Sonata
en fa menor es el presentimiento, aún más impresionante, de una obra
más tardía: su Sonata Patética de 1 799. La una abre con un larghetto
corto, patético; la otra, con un grave introductor de un allegro, en que la
sección lenta se repite con un efecto fuertemente emocionante. Incluso
hay cierto parentesco de fraseo entre los dos allegros. Los otros movi-
mientos de fa menor, bien contrastados en cuanto a material, están
maravillosamente «ambientados». «Un conocimiento del sufrimiento, te-
rrible en un niño de doce años, tiembla a lo largo del andante calmoso y
brama a través de los pasajes Unísono -excitados y urgentes- del
presto», dice Bekker.
La tercera Sonata en re mayor recuerda el estilo de Haydn por su
tono melodioso.
Comparándolas con estas sonatas, las otras composiciones de
Beethoven para teclado que datan de años posteriores, son menos
interesantes, aunque algunas de ellas resulten significativas para los
Pstudiosos. Por ejemplo. los dos preludios que modulan a lo larqo de
todas las claves nos muestran un Beethoven que aprende a experimen-
tar en la ciencia de las relaciones entre las claves y sus contrastes, ciencia
en la que más tarde acreditará un asombroso poder. El Preludio en fa
menor es simplemente una piececita práctica para clave u órgano,
adecuada para llenar un espacio.
El Rondó en la mayor es limpio, ordenado y lleno de melodía, con
una sola modulacion que -por muy simple que resulte- creo que es el
ejemplo más temprano de una modulación eje, es decir, aquella modula-
ción en que una o varias notas pertenecen a una clave al ser presentadas,
y a otra cuando se abandonan, ya que la música gira sobre un eje. Puede
que el artificio no signifique nada en manos de un compositor corriente,
pero en las de Beethoven o en las de Schubert alcanza resultados
mágicos. Por lo tanto, cabe mirar con cierta reverencia el pequeño
cambio desde la menor a do mayor, ya que en él se presienten las obras
de madurez: por ejemplo, el soberbio pasaje en el Kyríe de la Míssa
Solemnís, donde, como dice el prpfesor Tovey, el «Chríste eleison se
desvanece en un acorde menor incompleto que, por un sistema de
modulación típico en las obras de Beethoven, llega a ser parte del acorde
original de la tónica mayor del Kyríe».
Las restantes obras para piano, durante el periodo de Bonn, fueron
un Rondó, un Concierto en mí bemol mayor, un Minueto (no publicado
hasta 1805), una Sonatina escrita para Wegeler y veinticuatro Variacio-
nes sobre la aríetta «Venni Amare», de Righini (1790). Estas variaciones
ofrecen muchos y muy auténticos rasgos beethovenianos y, aparte de
resultar un valioso retrato del Beethoven pianista en sus dos últimos
años de estancia en Bonn, figuraron en su famosa competición con
Sterkel y, más tarde, en Viena. El doctor Ernest Walker, en su admirable
estudio sobre Beethoven, describe estas variaciones diciendo que tienen
una dificultad técnica inusitada, y las menciona como antecedentes de
una música mucho más tardía. Hoy se sabe que un Concierto de piano

-123-
en re mayor, atribuido a Beethoven, se ha descubierto ahora que es de
J. J. Rosler.
Los primeros años de Beethoven en Viena no fueron muy producti-
vos en lo que a música pianística se refiere. Por una parte, estaba
explorando seriamente la música de cámara y, por la otra, estudiaba con
tenacidad contrapunto. Desde 1792 hasta 1 795 compuso únicamente
dos juegos de variaciones, uno sobre un tema de Dittersdorf y otro para
dos pianos sobre un tema de Waldstein, así como un par de sonatinas.
Pero, en realidad, tenía en su haber tres obras de primera categoría: sus
Sonatas para piano Op. 2, dedicadas a Haydn. No se sabe si pertenecen
al periodo de Bonn o si las comenzó en Viena, incorporándolas después
a algún viejo material de sus cuartetos para piano de 1 785. Las tres
sonatas aparecieron en 1795 y constituyen las primeras cimas de esta
magnífica serie de treinta y dos sonatas que corre paralela a las sinfonías
de Beethoven como una cordillera musical, no menos gloriosa aunque
en una escala diferente.
Haydn y Mozart habían sido grandes maestros en el tratamiento de
la forma sonata. También colorearon su música con sentimiento, a veces
incluso con emoción, y Haydn a menudo componía para alguna peque-
ña historia que tenía en mente. Pero allí donde ellos eran maestros,
Beethoven era catedrático. Su naturaleza rebosaba de esa calidad de lo
excesivo que Masefield subraya al hablar de Shakespeare. Cuando
Masefield dice: «La mente del hombre se hallaba en el reino de lo
visionario, escuchando un nuevo lenguaje y viendo lo que no ve la
mayoría de los seres de este mundo: el ímpetu de los poderes y la furia
de las pasiones elementales», pudiera estar hablando de Beethoven,
lo mismo que de Lear o de su creador. Las sonatas y las sinfonías de
Beethoven, con su variedad ilimitadá, su fuerza, su vida, su carácter y
emoción, sugieren inevitablemente la comparación con Shakespeare. El
tiempo y las circunstancias se combinaron para dar un Shakespeare a
Inglaterra, en aquel periodo en que la lengua inglesa y el drama se
hallaban en su apogeo. Beethoven llegó a la música en el momento en
que su lenguaje universal y el soberbio instrumento de la forma cíclica se
veían completados por primera vez en lo esencial. «Sus obras tempranas
-dijo Parry- no se apartaban, en su estilo y en los principios estructura-
les, de las de sus predecesores, pero (cuando menos en las obras para
piano) comenzó a edificar partiendo de la piedra más extensa del edificio
precedente. Sus sonatas más tempranas (Op. 2) están en la misma escala
que sus sinfonías.» Absolutamente cierto. Beethoven heredó de Haydn y
de Mozart la forma cíclica,6 flamante aún, y de Clementi el nuevo estilo
pianístico, amplio y casi orquestal; pero el contenido emocional, la «idea
poética», como la llamaba el propio Beethoven, era cosa suya. «General-
mente -dijo- tengo algún cuadro pictórico en mi mente cuando estoy
componiendo.»
Pero sus «cuadros pictóricos» eran muy diferentes de la plácidas
imágenes ofrecidas por Haydn. Beethoven vio sus cuadros con la tremen-
da claridad del espectador ante un drama, y los experimentó con la
intensidad de todos los participantes a la vez.

-124-
Esta intensa realidad se hizo patente desde el primer momento.
Estructuralmente, poco hay en la Sonata n.0 1, en fa menor, que no
pudiese haber sido hecho por Haydn o por Mozart, pero en cuanto al
sentimiento, la diferencia es inmensa. Las frases del primer movimiento
son afianzadas; los implacables acordes del finale, con su especie de
«rataplán», resuenan a través de la atmósfera oscura del fa menor como
órdenes militares sobre el fragor de una noche ventosa. El adagio, el más
parecido a Mozart y el menos original, procede de uno de los cuartetos de
Beethoven de los tiempos de Bonn. El minueto y el trío, aunque parecen
Haydn, son también beethovenianos en aquel punto en que el retorno de
la clave tónica en el trío viene precedido por un delicioso pasaje en sextas,
que asciende a fortissimo y casi se desvanece.
La Sonata en la mayor, n. 0 2 es considerada, generalmente, la mejor
del grupo Op. 2. Sus características especiales son el «nuevo aspecto»
que Beethoven proyecta sobre los límites de las primeras secciones, el
noble largo appassionato en re mayor -que el doctor Walker describe
como «posiblemente, el más temprano ejemplo de un movimiento lento
cargado de un sentimiento realmente profundo y serio»- y el toque
inconfundible de Beethoven en el scherzo. Haydn y Mozart conocían
perfectamente el scherzo como forma; de hecho, Haydn, había estableci-
do su presencia en el esquema cíclico. Pero hasta que llegó Beethoven
nadie había adivinado su auténtica naturaleza ni sus funciones.
La Sonata en do mayor, Op. 2, n.º 3, es extremadamente brillan-
te en su escritura pianística. Hay una cadenza antes de la coda del
primer movimiento y el finale es formidablemente difícil, con un rosario
de rápidos acordes staccato de sexta en la mano derecha. El segundo
tema del primer movimiento se dice que procede de los cuartetos de
Bonn.
La Sonata en mi bemol mayor, Op. 7, es aún más considerable.
Compuesta hacia 1 796, está dedicada a una alumna de Beethoven, la
condesa Babette von Keglevics, una joven cuyo aspecto no se considera-
ba muy atractivo, pero de quien Beethoven tal vez se enamoró. La
energía y la gracia del primer movimiento, la elocuencia emocional del
largo con gran espressione, el trío con sus misteriosos tresillos que
parecen un «claro de luna» y el tema acariciante del rondó -tan suave
como los brazos de la amada- todo corrobora el nombre -Die Verliebte
(La doncella enamorada)- con el que fue conocida esta sonata en vida
de Beethoven.
Las siguientes sonatas para piano fueron comenzadas en 1 796,
según Nottebohm, y acabadas en 1798. Tres de ellas se agrupan bajo
el mismo Op. 1 O, de las que cabe distinguir la do menor y la fa mayor
por su encanto melódico y sus recursos estilísticos, pero que, por lo
demás, no son muy significativas. La Sonata en re mayor, última del
grupo, es una obra soberbia. «La individualidad del estilo es absoluta e
indiscutible y la estructura de todos los movimientos, madura y sin error»,
resume el doctor Walker. El movimiento es el famoso largo e mesto en re
menor, magnífico poema de melancolía que nos hace entender de qué
manera Beethoven podía conmover a un público, hasta el punto de

-125-
hacer que llorara cuando improvisaba. El mismo dijo que «expresaba un
estado melancólico de la mente, que registraba cada matriz, cada fase de
la melancolía». El cluster 7 de segundas estrujadas, rechinando una con-
tra otras en los acordes finales de los compases 84 y 85, constituye tal
vez el ejemplo más famoso, en la música pianística de Beethoven, de su
instinto a la hora de intensificar una situación armónica. Lo de las
segundas estrujadas ha llegado a ser tan corriente en la música moderna
que cuando un compositor avispado quiere producir un efecto excepcio-
nal lo hace ipor medio de un acorde común! Pero estas regiones de
segundas carecen de sentido en comparación con aquellas calculadas
por Beethoven y tan bien referenciadas con su contexto y con su verdad
psicológica.
La Sonata «Patética" en do menor, Op. 13, compuesta alrededor de
1 798, ya ha sido mencionada como realización definitiva de la pequeña
sonata profética que Beethoven escribió en 1 783. Dussek también se
anticipó a la Patética. Se ha dicho ya que su Sonata en do menor
«contiene un parecido muy claro con esta obra». La sonata de Dussek
data de hacia 1793. Podemos preguntar: 1) ¿obtuvo el famoso Dussek
su plan estructural basándose en la obra del joven y oscuro compositor
Beethoven? 2) ¿se hallaban en deuda los dos con un original ahora
olvidado? 3) ¿se inspiraron independientemente?
En contenido poético, la «Patética» de Beethoven es la tragedia tal
como la experimentan los jóvenes, con el encanto, la urgencia e incluso la
exaltación de un Romeo y Julieta. Y pocas escenas de amor meridionales
podrían ser más suavemente incandescentes que el movimiento lento de
Beethoven. con su increíble belleza melódica y su tono aterciopelado.
Las dos sonatas ·siguientes. en mi mayor y en sol mayor. Op. 14. con
rasgos afortunados, tal vez son contemporáneas de la «Patética», aunque
no se publicaron hasta 1799. Refiriéndose a ellas muchos años más
tarde, Beethoven le dijo a Schindler: «Cuando escribía mis sonatas la
gente era más poética y tales indicaciones [las del significado de la
música] eran superfluas. En aquel momento ... todo el mundo se dio
cuenta de que las dos sonatas del Op. 14 representaban una lucha entre
dos principios opuestos, una discusión entre dos personas.
De la misma manera que la fase patética, en música para piano, se
había cerrado con el Op. 13, también sus obras para este instrumento del
«primer periodo» acabaron con la Sonata en si bemol mayor, Op. 22,
compuesta en 1800. Toda ella está proyectada en gran escala -como
ocurría a menudo, estaba en el estado de ánimo de su clave inicial- y los
cuatro movimientos desplegaban la forma cíclica en su «plenilunio».
Beethoven estaba realmente satisfecho con los resultados. «Hat sich
gewaschen» fue lo que dijo (expresión que, por analogía, el profesor
Tovey traduce como «lo he superado todo»).
Después de haber logrado la realización de todo aquello que el si-
glo xvm creyó que debía ser una sonata, la mayoría de los mortales des-
cansarían sobre sus laureles. No así Beethoven. Había en él más que una
pequeña cantidad de un Napoleón o de un Alejandro. Sentía el afán de
conquistar mundos vírgenes. Además, en la literatura germánica acaba-

-126-
ba de nacer el movimiento romántico. Ignoro si Beethoven estaba al
corriente de aquellos ideales y de su proyección o si.los sentía a través de
aquel curioso fenómeno de la telepatía de un genio, gracias al cual los
artistas llegan a captar las ideas que germinan en otras partes, pero su
Sonata en la bemol mayor, Op. 26, es una marcada incursión en el
campo del Romanticismo. En lo sucesivo, parece como si a través de la
mayoría de las dieciséis sonatas de su periodo medio, viviera obsesiona-
do por enriquecer la forma sonata clásica, cosa que en literatura tenía su
equivalente en la poesía lírica y la balada. «La imaginación y la razón
deben ser igualmente satisfechas, pero, por encima de todo, la imagina-
ción», como dijo Parry. Unificar dos principios, aparentemente opuestos,
sin menoscabo de cualquier bondad esencial en ninguno de los dos, era
una tarea anhelada por el propio Beethoven.
La Sonata en la bemol, la primera de su nuevo periodo, compuesta
en 1800-1801, da señales de ser un híbrido. Un andante con variazoni
sustituye al habitual allegro de la forma cíclica; sigue entonces un
scherzo, malta allegro, que pasa como el viento, en lugar del adagio
normal; después viene un movimiento lento, intensamente sombrío, la
Marcia funebre sulla marte d'un Eroe, y luego un final impetuoso. Así
pues, la disposición y el carácter de los movimientos es nuevo y totalmen-
te romántico.
El material, por otra parte, echa mano del pasado. Czemy da por
sobreentendido que esta sonata fue escrita para triunfar sobre Cramer
(entonces en Viena), quien había causado una gran sensación con su
Sonata en la bemol, en tiempo 3/ 4, dedicada a Haydn, por lo que
Beethoven puso expresamente en su finale una reminiscencia del pasaje
de Clementi-Cramer. También se dice que la inclusión de la Marcha
Fúnebre se debe al deseo de eclipsar a Paer. Estas anécdotas pueden
explicar la presencia de elementos estilísticos, pero no el plan romántico
de la sonata como un todo. Al poner el scherzo en segundo lugar en su
grupo de movimientos, Beethoven mostraba que incluso en fecha tem-
prana no dudaba a la hora de sacrificar lo convencional ante las exigen-
cias estéticas. Pensaba claramente que el scherzo trastocaría su plan
poético si lo colocaba después de la Marcha Funebre.
Las dos sonatas del Op. 27, en mi bemol mayor y en do sostenido
menor, y la Sonata en re mayor, Op. 28, pertenecen todas a 1801. Son
logros maravillosos. Cada una de las del Op. 27 viene designada como
Sonata quasi una fantasía y compuesta para ser tocada sin una pausa
entre los movimientos. El orden de los movimientos viene dictado por su
contenido poético; encierran un hechizo poético que nos deja en suspen-
so sobre una improvisación magnífica y, no obstante, su estructura
estética es magistral. El nombre de «Claro de Luna,,, con el que se conoce
la do sostenido menor, no se lo puso Beethoven, pero no por ello deja de
ser una señal del hechizo que emana de esa música. El primer movimien-
to, adagio, con su nebulosa de tresillos de lento movimiento y su melodía
que asciende reposadamente desde lo «monótono por encima de una
figura predominantemente rítmica», es tan impresionista como cualquier
pieza de Debussy.

-127-
No hay nada misterioso en la Sonata en re mayor, Op. 28, a la que el
editor de Hamburgo, Cranz, dio el nombre de uPastora/ii. Es una obra
afortunada, más o menos como una regresión al orden clásico. Según
Czerny, el andante fue, durante mucho tiempo, uno de los favoritos de
Beethoven.
El periodo que media entre el Op. 28 y las sonatas del Op. 31 es
aquel en el que Czerny introduce el comentario que Beethoven le hizo a
Krumpholz: «No estoy en absoluto satisfecho con los trabajos que he
realizado hasta ahora, y tengo la intención de comenzar de nuevo desde
hoy mismo.»
De ser así, la fecha correspondiente sería la de 1802, exactamente el
año de la conflictiva crisis en la propia naturaleza de Beethoven. Yo no
puedo decir, con toda seguridad, que encuentre nada nuevo en la Sonata
en sol mayor, Op. 31, n. 0 1, aunque parece como si en ella Beethoven
estuviese enormemente preocupado por experimentar con raras sínco-
pas embellecedoras y con dinamismos. Pero la Sonata en re menor,
Op. 31 , n. 0 2 es magnífica en todo, desde el comienzo hasta el final.
La introducción por parte de Beethoven de un recitativo instrumen-
tal en el primer movimiento es un golpe maestro; el adagio es tan bello
como profundo; el finale es tan anhelante y sensitivo que uno descubre,
con asombro absoluto, que con excepción de una corchea situada cerca
del comienzo, Beethoven ha mantenido un ritmo constante y sin fisuras
de semicorcheas a lo largo de un movimiento de 399 compases. Era,
justamente, la clase de hechicería que a Beethoven le gustaba llevar a
cabo para su propia satisfacción. También es un ejemplo de su poder
para captar una idea, sustraerla de la región de los fenómenos materiales
y traspasarla a otro mundo, ya que, según Czerny, lo que le sugirió aquel
ritmo regular fue el galope de un caballo que había visto desde las
ventanas de la casa de Heiligenstadt.
La tercera sonata del grupo, en mi bemol mayor, siempre resulta ser
la gran favorita, quizá por la suma gracia con que ofrece algo de lo mejor
de dos mundos -el nuevo y el viejo- de la música. Los acordes con los
que comienza constituyen una maravillosa, una suave llamada de aten-
ción, como si el lucero vespertino diera un golpecito sobre la ventana. El
scherzo, de fino brío, es Beethoven puro. Pero el tercer movimiento,
menuetto, es un claro retorno a un sistema de organización armónica
muy primitivo. El finale es otro experimento, más variado, en ritmos
persistentes.
Las dos sonatas en sol menor y sol mayor, Op. 49, son sonatinas en
todo, menos en el nombre. Aunque no se publicaron hasta 1805, fueron
escritas dos años antes: la compuesta en sol menor en 1798 y la en sol
mayor en 1 796.
Hay evidencias de que la versión sonata del tempo di menuetto en la
n.º 2 es el original del tema utilizado para el minueto del Septeto (1800).
Con la Sonata en do mayor, Op. 53, compuesta en 1803-1804 y
dedicada al conde Waldstein, Bekker nos dice, con razón, que fue «revela-
do un mundo sonoro hasta entonces desconocido». Es una obra gloriosa,
que precisa de un intérprete con una cabeza tan lúcida y un corazón tan

-128-
grande como perfecta sea su técnica. El esplendor del primer movimien-
to, la profundidad en sabiduría y sentimiento que atestiguaba dentro del
breve malta adagio y el rondó final, que parece suspendido en el soleado
éter, son cosas inolvidables. Originalmente, la sonata tenía otro movi-
miento lento, que Beethoven suprimió debido a su extensión, pero yo
creo que también porque le cogió manía a causa de una broma que le
gastó el príncipe Lichnowsky sobre este andante, antes de que la sonata
estuviese lista. Sean cuales fueren sus razones, Beethoven andaba en lo
cierto. El andante sobrevive como Andante favori en fa, y el que le
sustituye en la sonata es un estupendo ejemplo del poder que tenía
Beethoven para ver retrospectivamente y en perspectiva, considerando
una misma cosa desde dos ángulos. En el presente caso, el andante se
avecinaba al allegro en cuanto que movimiento lento, y se despedía como
introducción al rondó, convirtiéndose de esta forma en movimiento eje,
pero, no obstante, completo en su propio y noble carácter.
La breve Sonata en fa mayor, Op. 54, compuesta también en 1804;
es como un ameno valle entre dos cumbres, pero no por ello menos
interesante, ya que, para completar más la metáfora, sus materiales
parecen pertenecer a la misma formación geológica de los picos llama-
dos «Waldstein» y «Appassionata». Beethoven vuelve aquí a un tipo de
sonata temprana, en dos movimientos. El primero, llamado por él In
tempo d'un Menuetto, abre con un tema con fuerte sabor a canción
popular escocesa, cuya melodía tiene relaciones obvias con el segundo
tema de la «Appassionata», similitud que da que pensar. El segundo
movimiento, un allegretto, viene descrito por el profesor Tovey como un
«perpetuum mobile con una polifonía de dos partes sobre un tema único,
con una exposición (melódica) corta y arcaica, pero con un desarrollo
extenso y una coda; corre a una velocidad que nada puede detener».
También comenta que este movimiento constituye la única ocasión
(exceptuando los dos preludios de su primera época escritos en todas las
claves mayores) en la que Beethoven trabaja alrededor de «todo el círculo
de quintas». Contemplando cómo discurren los graciosos pasajes en
semicorcheas, hallo un gran placer al ver cuánto tienen en común con el
finale de la «Waldstein». De hecho, a veces pienso que el Op. 54 está
hecho con material sobrante de los Op. 53 y 57.
Aquel mismo año fue esbozada la Sonata en fa menor, Op. 57,
denominada «Appassionata» por Granz, y acabada en 1806. Se sumerge
en iguales profundidades y roza las mismas alturas. La imaginación y el
poder constructivo han funcionado al máximo. «Aquí el alma humana
formuló poderosas preguntas sobre su Dios y obtuvo la respuesta»,
como dice Parry. Precisamente lo que el propio Beethoven quería decir
resulta más fácil experimentarlo a través de la música que entenderlo a
través de sus palabras. Le pidieron que explicara el significado de la Sona-
ta en re menor y la «Appassionata». Su réplica fue: «Leed La tempestad
de Shakespeare».
A primera vista, la conexión no es muy evidente, aunque cab
entrever algo aquí y allá. Pero después de darle vueltas he 11 d
preguntarme si el significado no será más filosófico que dr m ti , t 1

-129-
tempestad es aquella obra de teatro en la que ciertos comentaristas
creen que Shakespeare hizo veladas alusiones a una sabiduría esotérica,
hacia la que él estaría inclinado. Beethoven se sintió atraído por el
pensamiento esotérico; conocemos sus posteriores estudios sobre textos
religiosos egipcios e indios. No se hallaba solo en este campo. Schiller
había dejado a un lado la poesía, durante diez años, para poder estudiar
filosofía. Haydn y Mozart eran masones convencidos. La flauta mágica,
la ópera mozartiana favorita de Beethoven, era una larga exposición de
verdades esotéricas a través de un complicado simbolismo. Por lo tanto,
no sería de extrañar que Beethoven se sintiese atraído por la vena
simbólica de La tempestad. Su referencia a Shakespeare incluso puede
ser interpretada como una leve sombra de evidencia para el primer tema
de la Appassionata, adaptación deliberada de la melodía On the Banks of
Allan Water (En las orillas de Allan Water). Por aquella época en Viena se
conocían bien las tonadas escocesas, galesas e irlandesas. Haydn y otros
habían hecho docenas de arreglos para editores británicos. Beethoven
también los hizo años más tarde. Hay razones, por lo tanto, para creer
que conocía la tonada de A/Jan Water y que no le resultó difícil asociarla
con Shakespeare en su mente, porque también era británica. Sin embar-
go, no deben forzarse demasiado estas especulaciones, porque la composi-
ción discurre en la mente del homb.re por unos trazos que nunca podrán
ser explicados totalmente con palabras, ya que se trata de un acto que las
trasciende. Sea cual fuere el significado preciso de Beethoven en la
Appassionata, .la intención es inconfundible: se trata se una tragedia
sobrecogedora.
Desde 1804 hasta 1809 existe un hueco casi completo en la
producción de Beethoven para piano solo. Luego, en 1809, vino otro
periodo de escritura de sonatas: la Sonata en fa sostenido mayor, Op. 78,
la Sonata en sol mayor, Op. 79, y en 1809-10 la Sonata en mi bemol
mayor, Op. 81 A, llamada por Beethoven Das Lebewohl (El adiós). Entre
éstas hay que incluir, como en un paréntesis, la Fantasía, Op. 77,
compuesta en 1809; mis razones para ello son que Czerny la considera-
ba un ejemplo típico de improvisación beethoveniana y que el propio
Beethoven parece haberla conceptuado como pieza compañera de la
Sonata Op. 78. Una se la dedicó al conde Von Brunswick y la otra a la
condesa Therese von Brunswick, los hermanos que tan devotamente le
querían. La fantasía es curiosa e interesante; la sonata es una de las cosas
más sublimes y hermosas que Beethoven escribió nunca. Los cuatro
compases de apertura, adagio cantabile, son como una cortina recogida
que nos permite ver la tierna gracia juguetona que sonríe a través del
a/legro. No debe sorprendernos que Beethoven sintiera afecto por esta
sonata. La consideraba infinitamente superior a la «Claro de Luna». Su
elección de clave-fa sostenido mayor- es poco usual. Le bastaron dos
movimientos para comunicar lo esencial de una obra mucho más gran-
de. Ese primer movimiento da la sensación tanto de rapidez como de
lentitud; el segundo, como ha comentado Bekker, es una combinación de
rondó y de scherzo, forma que Beethoven empleaba ocasionalmente
cuando estaba a la altura de sus facultades.

-130-
La Sonata en sol mayor, al/a tedesca, que viene a continuación, es
directa, alegre e intencionadamente fácil. «Sonate facile ou sonatina» era
la etiqueta del propio Beethoven.
La Sonata «Lebewohln es una vuelta a la manera grandiosa de
Beethoven. También es el único ejemplo declarado de música programa-
da en sus sonatas, y fue compuesta para su amigo y alumno el archidu-
que Rodolfo, cuando éste.se vio obligado a abandonar Viena a causa del
avance de las tropas de Napoleón. Es una obra trazada en una noble
escala; las ideas de la partida, la ausencia y el regreso están tejidas,
poéticamente, sobre una poderosa estructura musical, y con un trata-
miento de piano amplio y brillante. ¿Habría obtenido Beethoven una
sugerencia para su propia obra de aquella de J. S. Bach titulada Capri-
cho sobre la partida de su hermano dilectísimo?
La Sonata en mi menor, Op. 90, dedicada al conde Moritz von
Lichnowsky, es la última pieza de piano del Beethoven del segundo
periodo. Sus dos movimientos resplandecen con un lirismo que tiene
color de romance. De hecho, Beethoven había tenido la intención de
describimos uno. Según palabras de Schindler: «Le contó al conde
[Lichnowsky], entre carcajadas, que había intentado poner en música la
manera en que [el conde] había hecho la corte a su esposa, observando
también que si el conde quería titular los movimientos podría inscribir, en
el primero, "Lucha entre la cabeza y el corazón" y en el segundo,
"Conversación con la amada." La razón era que el conde se había casado
con una plebeya: una cantante tan buena como encantadora. Por lo
visto, Beethoven siguió el romance con divertido interés; siempre tenía
una gran debilidad por los asuntos amorosos.
La Sonata en mi menor fue seguida alrededor de un año más tarde,
en 1816, por la Sonata en la mayor, Op. 101 , la obra más temprana del
gran grupo de cinco del tercer periodo. Al llegar a este punto, Beethoven
ya había completado su coloración de forma cíclica con matices de
lirismo y de gracia; su mente se orientaba hacia una tarea más difícil:
nada menos que la conquista del departamento, altamente especializa-
do, de la música contrapuntística para la forma armónica y la expresión.
Las dos formas más intelectuales de la música - la fuga y la sonata-
serían conducidas a la unidad, ya que su nuevo mensaje ético excedía la
capacidad de la forma lírica. Además, había ido progresando en la
música de cámara y en conocimientos sinfónicos, y poseía una nueva
forma de desarrollo temático que consistía en una evolución extensa del
material temático. Sus cinco últimas Sonatas tienen la amplitud y la
majestuosidad del pensamiento sinfónico y la intimidad y aquel no ser de
este mundo de la música de cámara. El mismo la sintió intensamente. En
el Op. 101 escribió en alemán, por primera vez, sus indicaciones de
expresión. También, sin abandonar los elementos líricos, comenzó a
introducir lo contrapuntístico en las formas de canon y de fugato. La
sonata entera está maravillosamente unificada.
La Sonata en si bemol mayor, Op. 106 (1817-19), generalment
conocida como la «Hammerklavier», está aun más solidamente unlfl d ,
Beethoven hizo que todos sus conocimientos se pusieran a tr b ) r n 1
-131-
tarea e incluso recurrió a un artificio conocido ya por los compositores de
la primera parte del siglo xvm y que él mismo había empleado en su
Cuarteto para cuerda en sol mayor, Op. 18, y que utilizaría de nuevo en
su Sonata, Op. 11 O: el artificio de parentesco temático (o metamorfosis
temática) entre los movimientos.
El Op. 106 es una sonata aterradora. De una inmensa dificultad
técnica y agotadoramente larga, se la puede considerar la obra más difícil
que escribió nunca, a excepción, quizá, del Cuarteto en si bemol mayor,
Op. 130. Las invenciones contrapuntísticas y el poder intelectual que
Beethoven ofrece sobrecogen tanto como las afirmaciones de un astró-
nomo sobre el universo. Bekker considera la obra como una sonata
sinfónica de concierto sobre el viejo esquema de cuatro movimientos.
Quizá por su forma gigantesca es también como la sombra del Brocken
proyectándose sobre el ser distante, más pequeño, de la música moder-
na. Después de más de un siglo, la Sonata uHammerklauier», de Beetho-
ven, y su Cuarteto Op. 130, están comenzando a se inteligibles.
Siguen a la terrorífica uHammerklauier» la Sonata en mi mayor,
Op. 109 (1820) y la Sonata en la bemol mayor, Op. 110 (1821), que
parecen como refugios en las islas de los bienaventurados. No es que
Beethoven hubiese abandonado la idea de conquistar la fuga y la sonata:
es que ya lo había logrado. La maravillosa textura intelectual de estas
sonatas y la celeste relevancia de todos sus detalles están allí para todo
aquel que quiera estudiarlos, pero lo que siempre brilla en el recuerdo,
cuando se menciona su nombre, es su belleza extrema.
La Sonata en do menor, Op. 111 vino un año más tarde, en 1822.
Fue como si Beethoven hubiese experimentado con Browning:

Siempre fui un luchador - así, una lucha más,


la mejor y la última.

Y, no obstante, la lucha había sido prevista desde hacía tiempo. El


tema para el primer movimiento estaba bosquejado desde veinte años
antes. Cuando llegó el conflicto, luchó con los mismos elementos como
protagonistas; no hay términos humanos para dar una idea de su
magnitud. Las palabras no pueden describir la serenidad y la luz de la
arietta que sigue: un juego de variaciones que podría calificarse como
tema de luz y de paz eternas.
Beethoven vivió cuatro años más, durante los que completó la
Missa Solemnis, la Novena Sinfonía y los últimos cuartetos, pero ya no
escribió ninguna otra sonata. Como Ulises, había sido su
Afanarse, buscar, encontrar y no rendirse.

Si nos apartamos de las sonatas y estudiamos las diferentes compo-


siciones de Beethoven, descubriremos otra cadena de obras especializa-
das que corre paralela a la de las sonatas: los veintiún juegos de variación
para piano solo y los dos juegos para dos pianos. La forma variación
interesó muchísimo a Beethoven, pero algo menos que la forma sonata.
-132-
A pesar de que alcanzaba su máxima capacidad cuando las variaciones
formaban parte de una sonata o de una sinfonía, algunos de los veintiún
juegos, juzgados por separado, son sumamente significativos en relación
con su desarrollo general. Obras tales como las Variaciones sobre «God
Save the King» y «Rule, Britannia» significan, hoy por hoy, poco más que
el hecho de que Beethoven intentaba eclipsar al abate Vogler o que el
sentimiento de los vieneses estaba a favor de Gran Bretaña durante las
gyerras napoleónicas. Pero las Variaciones «Dresslen> y las «Righini»
tienen su significado en la vida temprana de Beethoven, y los dos juegos
de variaciones compuestos durante el verano de 1802, en Heiligenstadt,
son documentos de auténtico valor. El veredicto del propio Beethoven
era:
«He compuesto dos juegos de variaciones, uno constituido por ocho
y otro por treinta. Ambos están estructurados de una manera completa-
mente nueva. Cada tema está tratado a su propio aire y de una forma
distinta a la de los demás. Generalmente, he de esperar a que sean los
otros quienes me digan que tengo ideas nuevas, porque yo mismo nunca
lo sé. Pero esta vez sí te puedo asegurar que el método seguido en ambas
obras es completamente original en lo que a mí concierne.»

A la vista de lo que Beethoven hizo un año más tarde con su


Sinfonía «Heroica», estas variaciones son de gran importancia y merecen
una atención que no han recibido. El Op. 34 es usualmente recordado
-cuando la gente lo recuerda- como aquel juego en el que Beethoven
moduló una clave diferente para cada variación. Resulta interesante, ya
que parece ser un eslabón que enlaza con sus tempranos preludios de
modulados. Pero, hablando personalmente, mi imaginación me dice que
el tema de la Marcha Fúnebre de la «Heroica» es perceptible ya en la
Variación V en do menor. Así también ocurre con las quince Variaciones
con Fuga en mi bemol mayor, Op. 35 que se mueven en la órbita de la
«Heroica». El tema de tales variaciones es el mismísimo del ballet Prome-
teo, del propio Beethoven, empleado más tarde en el finale de la «Heroi-
ca», y las invenciones canónicas y fugales, el tratamiento del piano y el
poderoso progreso intelectual de la música constituyen un presagio de
su estilo del tercer periodo.
Las treinta y dos Variaciones en do menor (1806) son mucho más
conocidas hoy en día y constituyen una especie de hito, aunque la
exclamación del propio Beethoven, al escucharlas, fue: «¿Yo he escrito
esta tontería? iAy, Beethoven! iQué asno eras!»
Comparadas con las sonatas y las variaciones, las otras obras de
Beethoven para piano - los rondós, las danzas cortas, las polonesas
para la emperatriz de Rusia, etc.- no son más que pequeños asteroides
en el sistema solar de la música; sí, incluso el Rondó a capriccio conocido
como Rabia por un penique perdido.
Hay que hacer una excepción en favor de tres colecciones de
bagatelas, piezas cortas que, aunque no contienen la calidad lírica genui-
na que alcanzó la música pianística con la siguiente generación (Schu-

-133-
bert, Schumann, Chopin, Mendelssohn), son, no obstante, miniaturas en
las que Beethoven arreglaba motivs de la clase sinfónica ligera hasta
conseguir una forma lógica, autocontenida, que eran como pequeñas
estructuras formales. Las siete Bagatelas, Op. 33, son de fecha temprana
y de poco valor. Quizá fueron escritas para los alumnos de Beethoven,
pero requieren pianistas con sólidos fundamentos técnicos y de interpre-
tación. Datan de fecha posterior las Baga/etas, Op. 119, n.º 7 a 11
inclusive, que se sabe fueron compuestas para el Wiener Pianoforteschu-
le (método de piano) de Friedrich Starcke. La técnica es deliberadamen-
te sencilla. Beethoven, por lo visto, consideraba estas piezas como obras
mediocres, compuestas para «hacer hervir el puchero», pero, gracias a
Dios, le salieron unas piezas muy bonitas que acreditan su filiación entre
las grandes obras que ocupaban su mente en aquel momento: la Misa
en re mayor y la Sonata en mi mayor, Op. 109. Las seis Bagatelas,
Op. 126, esbozadas anteriormente, fueron desarrolladas después de que
hubiese sido completada la Novena Sinfonía. Nettebohm cree que fue-
ron diseñadas como una serie homogénea. Desde luego, Beethoven las
llamaba Kleinigkeiten, pero consideraba que, probablemente, se trataba
de la mejor obra en su estilo que había hecho nunca.
Un año después de haber completado su última sonata, escribió una
obra que sería la postrera palabra en la serie de variaciones para piano
solo: en aquel universo, se trataba de un planeta más lejano y más
grande.
Cabría considerar estas Treinta y tres variaciones sobre un vals de
Diabelli como una especie de pieza compañera del Kunst der Fuge, de
Bach, en la que Beethoven mostró todo su dominio y todos sus conoci-
mientos a la hora de exhibir una forma y de acreditar que la dominaba.
La obra, monumental, tiene su origen en una petición, no muy noble por
cierto, que el autor y editor Diabelli cursó a treinta y tres compositores del
momento para que cada uno escribiera una variación sobre el vals que él
había compuesto y editado. Beethoven figuraba entre los invitados.
Declinó la petición, denominó la tonada de Diabelli un Schusterfleck
(chapuza de zapatero) y, en una especie de orgullo salvaje -un Beetho-
ven sobrepujando a otros treinta y dos compositores-, escribió él solo
treinta y tres variaciones. Era -y es- una asombrosa muestra de virtuo-
sismo. Uno preferiría que ciertos estados de ánimo no se produjeran,
pero, en este caso, hay que reconocer que él tuvo la última palabra y que
fue una palabra maravillosa.

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11. Música orquestal

Sir Hubert Parry, un hombre fuerte que amaba la fortaleza en los


demás, escribió un· día, refiriéndose a Beethoven: «Cuanto mayor es la
dificultad del problema sugerido por el pensamiento que toma cuerpo en
el sujeto, mayor es el resultado. La riqueza de su carácter no queda al
descubierto en su totalidad si antes no ha habido algo preternaturalmen-
te formidable que tuviese que ser dominado.»
Es cierto. Las obras mas importantes de Beethoven constituyen su
respuesta a las más grandes· exigencias. Por otra parte, sus piezas
ocasionales son de un valor inferior. Para ir despejando el terreno,
podemos revisar acto seguido aquellas piezas que entran dentro del
ámbito de la música orquestal.
El Ritterballet,'compuesto en Bonn hacia 1791, es la obra auténtica-
mente orquestal más temprana que poseemos; por una caprichosa
arbitrariedad del destino, Beethoven no figuró como autor de la obra, ya
que en este cp.so fue el «negro» del conde Waldstein. Sus ocho números
son piezas lineales, tratadas mayormente con armonías tónicas y domi-
nantes expresadas a través de tonadas de vaivén o de ritmos cabales. La
Deutscher Gesang (Canción alemana), n. 0 2 era la pieza que· más le
gustaba a Beethoven, dado que la repitió en la sección central de la Coda
n. 0 8. La melodía tiene una marcada semejanza con el viva ce de la
pequeña Sonata para piano en sol mayor, Op. 79, semejanza que me
excitó cuando se me hizo patente, ya que tal sonata es, precisamente,
aquella cuyo primer movimiento es el presto al/a tedesca: un vals alemán.
La historia de La victoria de Wellington o La batalla de Victoria.
Op. 91. compuesta en 1813, ya ha sido descrita antes. Estéticamente. la
obra no se puede considerar una sinfonía -aunque a menudo ha sido lla-
mada la «Sinfonía de la Batalla»-, de la misma manera que no se puede
hablar de una pintura maestra cuando nos estamos refiriendo a un viejo
cartel. Los errores que más llaman la atención se deben, probablemente, al
hecho de que Beethoven la escribió para ser interpretada por un orques-
tión. Mozart podía escribir sus obras más destacables -la Fantasía en fa
menor- para un.órgano mecánico, ya que le estimulaba compensar las
deficiencias de los otros con su propia e inagotable riqueza. Pero éste no
era el caso de Beethoven. El sabía que el orquestión era inferior, y con
alegría casi infantil ideó una música que hiciera juego con un programa
esbozado por Malzel. Los ejércitos enemigos están representados por

-135-
dos grupos de instrumentos de viento; el resto de la orquesta se mantiene
«estacionada» lo más posible. La tonada Rule Britannia es el «motivo»
británico; Malbrouck, la tonada de los franceses. (En Inglaterra la tonada
resulta más conocida con el nombre de We wont go ti// morning [No
iremos a casa hasta lá mañana siguiente); la canción francesa se ha
popularizado en España con el título de Mambrú se fue a la guerra.) Ya
librada la batalla, abundantes cañonazos «enriquecen» la partitura; des-
pués de la Marcha del Asalto, en la que la batería inglesa hace un horrible
ruido, M albrouck oscila cromáticamente hasta convertirse en un trémolo
y disolverse. Una marcha triunfal nos conduce al God Saue the King
(Dios salve al rey), tratado primero como himno de acción de gracias y,
más tarde, como tema para una fuga ... ya que Beethoven, al igual que
Haydn, sentía .una cálida admiración hacia ésta melodía, pero para los
oídos ingleses su fuga resultaba casi irreverente.
En cualquier caso, tal es la Sinfonía de la Batalla. Bekker hace un
comentario apologético diciendo que se trata de «un ejemplo para
aquellos que aprenden la forma primitiva de una música sinfónica de
programa... una representación realista de acontecimientos externos ... El
[Beethoven] no podía componer con rapidez ... no tenía tiempo para
elegir y ordenar su material... La Sinfonía de la Batalla es un ejemplo, mal
acabado, de su manera de trabajar».
Hasta c.ierto punto, esto es verdad. Pero yo creo que la verdadera
distinción entre la Sinfonía de la Batalla y las otras sinfonías de Bee-
thoven no es de tiempo, sino de esencia. Beethoven, habitualmente.
tenía en su cabeza, cuando componía una pintura o un programa, una
idea poética. Era el punto de arranque para su música, a partir del cual
sus ideas podían viajar, expansionarse, irradiarse. Con compositores del
tipo de Richard Strauss el programa es el punto de llegada hacia el que
converge la música en una especie de esfuerzo «empequeñecedor» de
precisión. Nadie podría perder el mensaje contenido en la Sinfonía
«Heroica» de Beethoven por el hecho de no conocer la historia exacta.
Pero uno tiene que mirar los temas y los rótulos literarios de las Sinfonías
de los Alpes y Doméstica, de Strauss (de la misma manera que un gato
mira Lin ratón), si se quiere captar su propósito. La Sinfonía de la
Batalla era la primera incursión de Beethoven en el campo tosco de la
música de programa; su único mérito es que narra la historia sin muchas
palabras. Este realismo y el idealismo ele la «Heroica» responden a
mundos muy diferenciados. La Sinfonía «Pastoral», situada en medio de
las dos, nos permite percibirlas y nos proporciona la mejor información
sobre las propias teorías de Beethoven. «La Sinfonía Pastoral es la
reminiscencia de una vida en el campo.» Fijémonos en esta palabra:
reminiscencia. Había empleado su equivalente en el título de la Sinfonía
«Heroica», «compuesta para celebrar la memoria (souuenire) de un gran
hombre».
Zur Namensfeier (La onomástica), Obertura, Op. 115, compuesta
en 1815, era la oferta de Beethoven al emperador austríaco. En la
portada escribió, con orgullo: «Convertida en poesía por Ludwig van
Beethoven.» A juzgar por el poema que le escribió a Bettina Brentano,

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Ludwig van. Beethoven no era muy buen poeta, por lo que no cabe
aceptar su estimación en el exacto significado que él le daba.
De las marchas para banda militar, de las danzas (docenas de ellas)
para pequeña orquesta, sólo son recordadas unas pocas: por ejemplo, el
Minueto de las Alegrías (1822). Otra, una pequeña Contradanza en mi
bemol mayor, va unida a su ballet Las criaturas de Prometeo, éste, a su
vez, a las Variaciones para piano, Op. 35, y todo ello a la Sinfon(a
«Heroica» a través de este único tema. Ignoramos si el original primitivo
está en la Contradanza o en el Prometeo, pero aceptando que la vaga
evidencia que Thayer esgrime en favor de Prometeo sea correcta, tene-
mos cuatro apariciones en años sucesivos: 1) como final del ballet
Prometeo, 1800-01; 2) como Contradanza, 1800-01; 3) como tema de
las variaciones para piano, 1802, y 4) como tema para el final de la Sinfo-
nía «Heroica», 1803. No obstante, mi opinión es que, de estas cuatro
apariciones, la Contradanza es la más antigua, ya que la parte grave de la
música se presenta en ella bajo una forma menos trabajada.
Puede añadirse otro pequeño dato a la historia: la similitud (apunta-
da por Shedlock) entre el tema mencionado y el del primer movimiento
de la Sonata en sol menor, Op. 7, n.º 3, de Clementi.
Técnicamente, Beethoven valoraba su tema por las excelentes cuali-
dades que ofrecía para desarrollarse: la dual personalidad de la melodía y
el bajo, proporcionando simultáneamente dos caracteres de importan-
cia. Pero por encima de todo ello, estoy convencida de que el tema de
Prometeo llegó a ser para Beethoven un símbolo de poder creativo y de
consumación divina. Cuando un compositor de su calibre introduce un
tema nuevo al final de una gran obra, tiene, obviamente, la intención de
que este tema sea la coronación de toda la obra; precisamente, el tema de
Prometeo aparece ya en el final.
En Viena y en 1800, el ballet, como forma de arte, se aproximaba a
la ópera y su prestigio se acrecentó gracias a Salvatore Vigano, bailarín y
productor de espectáculos, con gusto clásico y con talento. Deseando
cumplimentar a la emperatriz, Vigano proyectó un ballet. Beethoven fue
el encargado de componer la música. El montaje era tan peculiar que
-sospecho- Beethoven debió de pasar una mano rectificadora sobre el
anteproyecto de Vigano. Thayer supone que el reciente éxito, inmenso,
de Die Schopfung (La Creación), de Haydn, pudo haber influido en la
elección del tema. Conociendo a Beethoven y sus ansias de intentar
aventajar a cualquier celebridad, parece probable que el origen de su
ballo serio, Die Geschopfe des Prometheus (Las criaturas de Prometeo),
sea tópico. Esto explicaría que la famosa conversación entre Beethoven y
Hnvdn, ya citada, tuviera un doble sentido.
El libro original del ballet se ha perdido, pero conocemos su resu-
men por un cartel de teatro. Prometeo «es un espíritu elevado que
encontró a los hombres de su tiempo en un estado de suma ignorancia y
los civilizó dándoles las artes y las ciencias. Arrancando de esta idea, el
presente ballet nos muestra cómo dos estatuas adquieren vida, con
facultad para experimentar todas las pasiones de los humanos, gracias al
poder de la armonía». El acto II nos «sitúa en el Parnaso y asistimos a la

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apoteosis de Prometeo, que atrae a los hombres por él creados para ser
instruidos por Apolo y las Musas, dotándoles así con la bendición de la
cultura».
Vigano era, sin duda, responsable del plan gracias al cual un perso-
naje mítico crea dos estatuas, las dota de vida y las transporta a las
delicias del Parnaso: una trama próxima a la de Adán y Eva en el jardín
del Edén. De ahí que lo obvio hubiera sido que Zeus o Apolo fueran el
personaje mítico. Pero no fue así, ya que el elegido resulta ser Prometeo,
el que trae el fuego. Y en esto es en lo que creo que intervino Beethoven.
Más curioso resulta el que su Prometeo no tenga casi nada que ver con el
de Esquilo. Y lo más sorprendente de todo, aunque nadie lo haya
mencionado, es que Beethoven ha amalgamado aquí tres en uno: el de
Prometeo, benefactor heroico de la humanidad, el de Orfeo, músico
dotado con poderes en su arte que casi le asemejan a los dioses, y el de
Pigmalión, el escultor cuya estatua logró estar dotada de vida; dicho
brevemente, se trata de tres personas en una. Además, este ser benéfico
confiere a la humanidad aquellos sevicios que el propio Beethoven
hubiese ansiado dar. «La música debería hacer saltar del hombre chispas
de fuego.» «La música es una revelación más elevada que toda la
sabiduría y la filosofía, es el vino de una nueva generación, y yo soy el dios
Baco que exprime para los hombres este vino glorioso y logra que beban
con el espíritu», como diría Beethoven más tarde, sabiendo que era él el
portador del fuego y el amo de esta vendimia del Olimpo. Lo que había
comenzado como una burla tópica de La Creación acababa siendo un
punto crítico en su carrera. El Gran Mogol se combinaba en Prometeo
con el héroe de la paz.
Beethoven puso lo mejor de sí mismo en la música de aquel ballet.
La obertura es mejor y más valiente que cualquier fragmento de su
Primera Sinfonía y anticipa, incluso, pasajes de su obertura para Leono-
ra, n.0 3. La introducción al acto 1me produce la fugaz sensación de que
el «Caos» de Haydn, con sus dinámicos contrastes incisivos, podría haber
servido de modelo a Beethoven; en muchas de las danzas que siguen
-tres en el acto 1 y trece en el acto 11- hay también un frescor de rocío
que sugiere La Creación, aunque las hay rígidas y otras típicamente
beethovenianas. El n. 0 5 es destacable por los solos de instrumentos de
viento de madera, un acompañamiento de arpa (casi la única ocasión en
que la ha utilizado) y una cadenza de violonchelo que conduce a un largo
solo de tal instrumento. El n.0 14 contiene un largo solo para clarinete
tenor -nuevamente una rara aparición- y en todas partes Beethoven
hace un empleo de los instrumentos solistas superior al que en él es
habitual. La Pastoral (n.0 10) es deliciosa. El famoso tema de Prometeo
aparece ya en el final e, procede como un rondó y acaba en un convencio-
nal y triunfante floreo de trompetas : un movimiento que tiene una
extensión de 315 compases. Por todo ello nos hallamos ante una obra
verdaderamente importante, que debe ser considerada tanto por sus
propios méritos como en relación con la uHeroica».
Si el piano era la base del estilo de Beethoven, la sinfonía era su
núcleo. La natural predisposición de su mente se orientaba hacia la

-138-
forma cíclica y hacia la orquesta, lo que le confirió un dominio supremo
sobre la composición sinfónica, pero le costó amargas luchas cuando
quiso enfrentarse con las formas vocales. Juzgadas en conjunto, sus
sinfonías son las más grandes que el mundo ha conocido. En ellas
desarrolló el diseño principal dotándolo de sigificado y confirió a los
detalles un relieve como nunca habían tenido.
Existen nueve sinfonías. La llamada Sinfonía ccJena», descubierta en
1909 por el profesor Fritz Stein, no es de Beethoven, sino de Friedrich
With (1770-1837), Kapellmeister de la corte de Wurzburgo. La atribu-
ción a Beethoven se debe al hecho de que la parte para el 2.0 violín estaba
marcada «par Louis van Beethoven»; esta clase de error es relativamente
común en la música instrumental del siglo XVIII.
La serie de sinfonías genuinas de Beethoven comienza con la en do
mayor, Op. 21. No hay seguridad en cuanto a su fecha, pero unos
esbozos encontrados entre los ejercicios de contrapunto sugieren que
Beethoven la comenzó cuando estaba estudiando con Albrechtsberger, y
que lo que entonces tenía intención de convertir en el primer movimien-
to, pasó luego a ser el finale. En 1800, la sinfonía ya estaba terminada y
su primera ejecución tuvo lugar el 2 de abril, anticipándose por lo tanto
en un año, aproximadámente, al Prometeo. Sir George Grove nota
semejanzas entre el primer movimiento de una y la obertura del otro.
Ambas obras comienzan mediante una disonancia que escapa de la
clave para llamar la atención por su ambigüedad tonal antes de someter-
se a la tonalidad principal, recurso que Beethoven desarrolló con arte
consumado en alguna de sus obras más tardías.
Además, la sinfonía era lo bastante osada, por ser su autor un
hombre muy joven, como para provocar la censura de los pedantes. La
introducción, breve y lenta, conduce a un a/legro con brío animado, pero
que no llama la atención por su originalidad. El movimiento lento,
andante cantabile con moto, es un tanto afectado, tal como lo podía
haber empleado Haydn en algunas de sus sinfonías tardías: elegante,
pulido y evitando emociones que pudiesen perturbar el encanto cultiva-
do. Los pasajes fugati fueron introducidos por Beethoven más o menos
de la misma forma que los hombres de mundo de la época intercala-
ban citas latinas en su conversación: para acreditar una educación
elevada. El suave redoble del tambor es el pasaje más beethoveniano del
movimiento. ·
El minueto y trío, empero, no tiene el espíritu del viejo baile, sino del
nuevo scherzo, modelado un poco, quizá, sobre los scherzos de Haydn.
Berlioz describió este movimiento diciendo que tenía «una lozanía, una
agilidad y una gracia exquisitas, la única novedad auténtica de la sinfonía».
El finale se vio despreciado, en su tiempo, por la gente docta,
sorprendida por las cómicas locuras de los violines, con sus falsos
arranques y la frivolidad de sus temas, si bien hoy en día resulta muy
divertido y atrae siempre la atención del público. iResulta tan ameno
escuchar a un Beethoven frívolo!
Un par de años más tarde llegó la Sinfonía en re mayor, Op. 36, n
unos momentos en que los ánimos del pobre Beethoven no t b n

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como para hacer frivolidades, aunque deseara ardientemente la felicidad.
Ya he descrito anteriormente bajo qué circunstancias compusó Beetho-
ven su Sinfonía en re mayor, hallando refugio, en su belleza elísea, para la
tragedia de su corazón. Es una obra más grande que la Primera Sinfonía,
en todos los sentidos, excepto en el diseño equilibrado. Aquí Beethoven
desarrolló el esquema constructivo de la sinfonía del siglo XVIII, aplicándo-
lo a algo superior a las estructuras construidas para soportarlo. El
resultado es que la arquitectura de la obra le produjo muchos problemas;
dícese que escribió la sinfonía tres veces. La obra es un híbrido. Pero
icuán adorable! Recuérdese la larga, admirable introducción -adagio
molto-, mejor que cualquier cosa diseñada por Haydn (aunque menos
entretejida que la obra más tardía de Beethoven), con su profética visión
de la Novena Sinfonía.
El allegro con brio, con su refrescante gruppetti en el primer tema y
sus fogosos pasajes en la cuerda, que pertenecen en parte al viejo
mundo, se ven tocados, no obstante, por el poder característico de
Beethoven.
El movimiento lento -/arghetto- es un prolongado sueño de belle-
za en el que Beethoven prodiga su talento sin par al exponer, desarrollar
y adornar sus hermosos temas. En general, durante este periodo experi-
mentaba con la fusión de la forma sonata y el lirismo, y vertió éste en la
forma más pesada; aquí llevó a cabo un proceso a la inversa y escribió su
movimiento lírico en forma sonata.
El scherzo es la parte más significativa de la sinfonía, con sus
características explosiones de energía y la destacable visión anticipada de
la Novena Sinfonía en el trío.
El elemento explosivo aparece de nuevo en el finale, con otra antici-
pación también de la Novena Sinfonía.
La Sinfonía en re mayor nunca ha figurado entre las favoritas, pero
tuvo que ser escrita para que la «Heroica» fuera posible, ya que Beetho-
ven encontró en ella su fortaleza, de la misma manera que había comen-
zado a encontrar su «misión» en Prometeo. .
La Sinfonía «Heroica», Op. 55, compuesta en 1803, fue la favorita
de su autor. La revolución señalada por el distinguido crítico H. C. Colles
divide la carrera de Beethoven, simplemente, en antes de la «Heroica» y
después de la «Heroica».
La historia de la sinfonía, desde la primera sugerencia formulada
por Bernadotte de una obra sobre Napoleón, hasta el comienzo del que
Beethoven arrancó la dedicatoria, ha sido comentada ya anteriormente.
Hoy, la única indicación que queda sobre Bonaparte en la página del
título, es la frase : «Sinfonía Eroica, composta per festeggiare il sowenire
d'un grand'uomo».
La sinfonía es heroica en todos sus aspectos. Los temas, la textura y
el tratamiento son soberbios y a pesar de que los movimientos resultan
extremadamente largos, sus proporciones son tan acertadas que no se
podría despreciar ni un solo compás. El orden seguido es el usual
en sinfonías de cuatro movimientos: 1) a/legro, 2) movimiento lento,
3) scherzo y trío, 4) finale; pero su contenido poético transforma de tal

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manera el esquema, que la sinfonía nos ofrece uno de los más profundos
problemas en música. Beethoven hizo lo siguiente: escribió una gloriosa
introducción a/legro, haciéndola seguir de una marcha fúnebre para el
movimento lento. De esta forma, en la mitad de la sinfonía, el héroe
había desaparecido de escena. No obstante, Beethoven hizo que la
marcha fúnebre fuese seguida por un scherzo trémulo, elástico que, a su
vez, venía sucedido por una serie de variaciones sobre el tema de la danza
de Prometeo. Así pues, la sinfonía se divide, digamos, en dos mitades: la
primera, noble y amplia, densa y majestuosa, con denuedo y pesar; la
segunda, más ligera, más alegre, más imponderable.
¿Qué quiso decir Beethoven con ella? Bekker cree claramente que
no quiso decir nada y que constituía un error introducir el scherzo
después de la marcha, interrumpiendo el regular desarrollo de la obra
hacia su clímax. Nos hace ver que más tarde, en la Novena Sinfonía y en
la Sonata Hammerk/avier en si bemol mayor, Op. 106, Beethoven
evitaba este anticlímax al emplazar el scherzo antes del movimiento
lento, y sugiere que «si decidiéramos interpretar el scherzo de la "Heroi-
ca" antes de la marcha fúnebre, estaríamos situándolo en su lugar
adecuado, lugar que Beethoven no se atrevió a asignarle en aquel
momento».
Puedo imaginarme a Beethoven como un hombre joven aún, que
aceptaba la forma cíclica con la misma aquiescencia hacia su orden que
aquella con la que disponía las posiciones de tema, respuesta y contrate-
ma en una fuga ; pero que él no se atrevió ... iCaramba! Me gusta la idea de
que exista alguien lo bastante osado como para decírselo y me gusta
pensar en su réplica aniquiladora.
Por otra parte, son muchos los que intentan explicar el scherzo tal
como queda situado. Estas son algunas de las teorías:
a) Con este movimiento Beethoven tipificó un impulso de la energía
creadora del mundo, imperecedera - luz después de la oscuridad, prima-
vera después del invierno- etc., con una filosofía de tono elevado.
b) Scherzo que se supone basado en la canción de un soldado.
c) Una escena en el campamento.
d) Una multitud excitada espera al héroe; llega y se dirige a ellos en
el trío.
e) El efecto se dirige, «principalmente, a reflejar la multitud inconstan-
te que pronto se olvida de su héroe y habla y se comporta bulliciosamen-
te, mientras continúa ocupándose de sus negocios o de sus placeres,
igual que antes».
j) Unos juegos fúnebres alrededor del héroe, al igual que los que se
nos describen en la Jlíada.
Esta última opinión es de Berlioz, hombre dotado de gran sensibilidad.
Entonces ¿quienes son los héroes festejados? La mayor parte de los
musicólogos coinciden en que Beethoven pensaba en Napoleón al
escribir los movimientos primero y segundo, conclusión confirmada por
evidencias indiscutibles, si bien algunos amigos de Beethoven lanzaron la
idea de que el héroe era el general Abercrombie. Además, existe la fuerte
impresión de que Beethoven, al reflejar a Bonaparte, se estaba reflejando

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a sí mismo inconscientemente. Lo que no deja de ser cierto. Pero ¿por
qué Beethoven seleccionó para su primer tema en el primer movimiento
uno que procede, casi nota por nota, de la temprana ópera de Mozart
Bastión y Bastiona? Claro que podría tratarse de una coincidencia, pero
como es casi seguro que Beethoven conocía Bastión y Bastiona y que,
además, poseía una buena memoria, la teoría de la coincidencia es la
menos probable. Para el finale, Beethoven eligió su propio tema de
Prometeo y, ciertamente, se identificó con aquel héroe.
Para resumir, diremos que son tres los problemas cuya solución
hemos de buscar:
1) ¿se propuso Beethoven dar algún significado a su manera de
ordenar los movimientos?
2) ¿Qué explicación tiene la naturaleza dual de la sinfonía?
3) ¿cuál es la intención que se esconde detrás de cada movimiento?
iBien! Creo que cada uno debe intentar un análisis de la «Heroica» a
su propio modo. No pretendo insistir en el mío, pero dado que contiene
algunos puntos que, según creo, no han sido estudiados antes, intentaré
exponerlos.
Al principio, me incliné a pensar que Beethoven había emplazado el
scherzo en tercer lugar, simplemente, porque era su lugar habitual. Pero
cuando examiné sus obras tempranas encontré una que invalidó aquella
teoría: en la Sonata en la bemol mayor, Op. 26, compuesta en 1801,
coloca el scherzo, que tiene una marcha fúnebre como tercer movim ien-
to, en segundo lugar. No había razón para que no repitiera, en 1803, lo
que había hecho en 1801. La deducción fue que su plan poético para la
«Heroica» requería que los movimientos siguieran el orden en que están
ahora. Estoy convencida, por lo tanto, de que quiso decir exactamente lo
que dijo, y que no se refirió a nada convencional. Siendo así ¿cuál fue su
plan? Creo que hallaremos la respuesta en Plutarco, tan admirado por
Beethoven. Las famosas biografías de Plutarco, Vidas paralelas, están
escritas por parejas, de forma que cada una de ellas nos representa a un
guerrero, a un hombre de Estado o a un orador, griegos, que tienen como
contrapartida a un romano de similares características: así tenemos a
Alejandro y César, a Licurgo y Numa, etc.
Esta disposición explicaría de inmediato la dualidad y el paralelismo
en la Sinfon(a «Heroica". Estoy dispuesta a creer que en los movimientos
iniciales, Beethoven expresó todo cuanto pertenecía a la gloria, al heroís-
mo y al estado del héroe en el mundo material y contemporáneo. Incluso
el primer tema basado en Mozart pudo haber sido como un relleno
intencionado para el primer movimiento de todo aquello que Beethoven
tenía por heroico, ya que Mozart era su héroe más próximo y el hombre
más grande que él había conocido en el campo de la música. Para los dos
últimos movimientos - la vida paralela- me gusta pensar que Beetho-
ven los situó en aquel mundo antiguo considerado por él mucho más
noble que el de su propio tiempo, poniendo su música en un plano más
elevado. Quizás se trate de una conjetura disparatada, pero yo pensaría
en la leyenda de Orión para el scherzo: Orión, el gran cazador, el héroe
de sobrehumana belleza que, cuando perdió la vida, fue trasladado a los

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cielos, donde se le puede ver aún, con las brillantes estrellas de su
cinturón y de su espada, y con su perro Sírio saltando a sus talones. El
scherzo brilla como las estrellas; las trompas del trío bien podrían ser las
del cazador. Y, no obstante, mejor que cualquier leyenda es la propia
constelación, ya que en Orión están algunos de los misterios más podero-
sos del universo.
A Beethoven le gustaban las estrellas. Personificaban para él la
gloriosa nobleza del pensamiento. Dícese que el movimiento lento en mi
mayor de su Cuarteto Rasumovsky vino inspirado por una noche estrella-
da. En su diario de 1820 copió unas palabras de Kant: «La ley moral
dentro de nosotros; por encima de nosotros la noche estrellada.» Así
pues ¿es muy difícil creer que las estrellas brillan en su «Heroicaii?
Si las ideas que he sugerido como punto de partida para el scherzo
de la «Heroicaii y para el finale parecen demasiado fantásticas, rogaré a
los lectores, muy seriamente, que consideren el memorándum que Beet-
hoven hizo en 1818 sobre dos sinfonías que pensaba escribir. Después
de anotar sus ideas para los primeros movimientos de la segunda, dice:
«Los violines de la orquesta deben incrementarse hasta diez en el último
movimiento. O el adagio debe ser repetido de alguna forma en los
últimos movimientos, en cuyo caso las partes vocales entrarían gradual-
mente. En el adagio el texto de un mito griego -o un cántico eclesiásti-
co-; en el allegro, un festín báquico.»
Así pues, la cuestión de si Beethoven pudo alguna vez servirse de un
mito griego para la «idea poética» de un movimiento, viene contestada
por su propia boca. Y la alusión a Baco fortalece la probabilidad de su
conexión con Plutarco, ya que, según se dice, Plutarco había sido un
adepto de los misterios de Dioniso (Baco), orden a la que mentalmente se
unía Beethoven si sus palabras, «Yo soy Baco», quieren decir alguna
cosa. Después de todo, tales pensamientos resultaban muy naturales:
durante tres generaciones el vino y la música habían estado asociados
con su familia de forma dominante.
Pero en el finale de la «Heroicaii Beethoven no festeja a Baco, sino a
Prometeo, en una magnífica serie de variaciones. Las victorias del guerre-
ro en el primer movimiento han acabado en conquista y muerte: la vida
se ha retirado a los cielos. Entonces, Prometeo-Beethoven, el portador
del fuego, el creador, trae una vida nueva y mejor a la tierra. Partiendo de
los dos estrictos supuestos del tema, tal como se nos muestran al
comienzo, Beethoven desarrolla gradualmente belleza, que llega a ser
vida. y hacia el final alcanza una visión de amor y de encanto tan divinos ·
que, cuando Gounod buscó un tema que tipificara al Redentor, eligió
éste. El finale responde a las intenciones de Beethoven: una demostra-
ción sobrecogedora del poder del músico y de lo benéfico de la música. El
báculo del papa, que floreció, resulta áspero si se compara con esta
evocación de una vida tan bella, sacada de un tema tan árido. Como
réplica adecuada, nos vienen a la memoria las palabras de Walt Whitman:
Cuando todos los mares hayan sido cruzados,
cuando los grandes capitanes y los ingenieros

-143-
hayan llevado a cabo su trabajo,
después de los nobles inventores,
llegará finalmente el poeta digno de este nombre,
el verdadero hijo de Dios vendrá cantando sus canciones.

La Sinfonía «Heroica» es una de las obras supremas de Beethoven,


uno de los máximos tesoros de este mundo. Sigue siendo, para nosotros,
como una señal espiritual tejida para todas las naciones, emblema del
hombre, exaltación por encima de la muerte.
Pocas cosas producen un goce tan intenso como un estudio inme-
diato de la partitura de Beethoven, pero es mejor escuchar la «Heroica»
una sola vez que leer todos los análisis. No obstante, cuanto más de cerca
se analizan las sinfonías de Beethoven, más belleza revelan. Examine-
mos, tan sólo, el asunto de la proporción. El primer movimiento de la
«Heroica» se acerca al milagro. Beethoven plantea la exposición, el
desarrollo y la recapitulación en unas proporciones nunca intentadas
antes, entonces dilata la coda (que con Haydn había sido una pequeña
cola en un movimiento) convirtiéndola en una cuarta sección, de impor-
tancia igual a las precedentes, y reflejando la sección de desarrollo, de
manera similar a como la recapitulación había reflejado la exposición. El
primer sujeto ya ha sido mencionado. El segundo sujeto o grupo de ideas
es íntimo, casi implorante en sentimiento y en timbre y, sin embargo, al
igual que el primer sujeto, es más armónico que melódico.
En el desarrollo, Beethoven compensa el predominio de lo armóni-
co con una de sus melodías más hermosas. Ya he hablado de su instinto
para hallar el tránsito que lo conduce de nuevo a la tonalidad principal,
punto vital de la forma sonata. Incluso en un movimiento tan pequeño
como el minueto del Cuarteto en la mayor, Op. 18, se instala en el do
sostenido menor antes del retorno, nos mantiene allí el tiempo suficiente
como para dejarnos entrever su hermosura y luego nos transporta con
rapidez, pasando por un compás de silencio, al formar un la mayor. Esta
melodía en do sostenido menor es un rudimento del artificio divinamente
hermoso de aquel gran episodio que, en el desarrollo de la aHeroica»,
asume la importancia de un tema completo. Beethoven percibió clara-
mente la necesidad de perspectiva en la música y es sorprendente cómo
consiguió crearla. Esto se puede apreciar en el caso de la aHeroica» mejor
que en ninguna otra obra. Según la norma académica, la sección de
desarrollo, en la forma sonata, no debería contener nuevo material, sino
hablar tan sólo del que ya ha sido postulado. Además, se consideran
aptos para el desarrollo temas de naturaleza armónica, no melódica.
Beethoven sabía que, en música, la melodía es la cosa más próxima al
alma.
En el gran episodio del primer movimiento de la aHeroica», Beetho-
ven expone su bella melodía en distintas claves y su orquestación,
dividida entre los instrumentos de viento y los violonchelos, ligeramente
envueltos por el resto de la cuerda, resulta indescriptiblemente simpática.
El verdadero momento del retorno al primer tema es uno de sus golpes
más asombrosos. La orquesta es casi silenciada del todo. Sobre un

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trémolo de violines, como armonía dominante, entra la trompa con el
primer tema en la tónica mi bemol.
De atenerse a los precedentes académicos, todo ello constituía un
error; psicológicamente, fue un glorioso acierto, inmensamente atrevido.
Otro punto que hay que tener en cuenta en este soberbio movimiento es
la coda. Beethoven se acerca a ella mediante un par de aquellos tremen-
dos pasos que daba en los momentos de suprema crisis.
Sabía, como no lo ha sabido ningún compositor anterior o posterior
a él, el tremendo efecto de separación de un paso de un grado en la
armonía y el maravilloso efecto de unificación de un paso de un grado en
la melodía. Su episodio en mi menor en el desarrollo distaba ya del mi
bemol mayor, pero el descenso titánico de un tono al acorde de re bemol
mayor, seguido por el descenso al aún más lejano do mayor, nos produce
la sensación de haber descendido por tres enormes paredes de rocas
escalonadas. Beethoven logra algunos de sus más maravillosos efectos
gracias a sus masivos conocimientos armónicos. Recíprocamente, mu-
chas de sus más bellas melodías han sido compuestas gracias a su
conocimiento de la función del paso de un grado en melodía; la de la
Novena Sinfonía es su máximo ejemplo.
El segundo movimiento de la «Heroicai>, la marcha fúnebre en do
menor, es tan famoso que casi no necesita descripción. El poeta Colerid-
ge comentó en cierta oc(lsión que era como una procesión fúnebre de un
denso tono purpúreo. Tal es, ciertamente, la verdadera impresión que
produce, de forma que la sección central en do mayor viene a ser como
una consolación celestial. Hasta aquel momento, ningún compositor
alcanzó tan sobrecogedora intensidad emotiva en una sinfonía.
El scherzo, dejando a un lado cualquier cuestión de «programa», es
notable por tratarse del primero de los grandes scherzos orquestales de
Beethoven, algo maravilloso que resplandece en este mundo.
También merece destacarse el finale. En él Beethoven combina los
mejores elementos en forma de variación y de fuga, de manera que pone
a su alcance el sentimiento más humano y la más sólida inteligencia.
Además, como ya he explicado, el tema utilizado de Prometeo es práctica-
mente doble. En el largo trecho del movimiento, entre la ardorosa
introducción y la coda que lo equilibra en el otro extremo, Beethoven
expone primero los graves en una serie de variaciones intelectualmente
acumuladas y, a continuación, el verdadero tema, cuya personalidad
tierna, melódica y emocional, asume el control. Introducidos ya los dos
caracteres, Beethoven los desarrolla con magnífica maestría, haciéndo-
los jugar entre sí; durante este proceso, ambos van ganando en plenitud,
van hallando su auténtica razón de ser, hasta que el tema de la fuga
alcanza su brillante clímax en una especie de stretto, por encima de un
dominante pedal en si bemol; por un momento, hay una pausa sobre un
gran acorde y entonces llega el silencio, antes de que se nos ofrezca el
divino aspecto del tema melódico, que alcanza su apoteosis en una
sección larga, poco andante -una de las cosas más hermosas escritas
por el propio Beethoven-. El finale, según mi opinión, responde verdade-
ramente a la intención de Beethoven: un gran acto creativo.

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Pasaron más de dos años antes de que Beethoven completara su
nueva sinfonía, la n. 0 4 en si bemol mayor, Op. 60. Aquí volvió a la forma
-aunque no al espíritu- de la sinfonía tal como Ja entendía Haydn. La
lenta introducción que lleva a un luminoso a/legro, un movimiento
cantabile lento, un minueto y trío, un finale brillante; todos están aquí,
pero bañados con unos colores, unas bienaventuranzas, unas emociones
que están más allá de todo cuanto pudiera haber hecho Haydn. No
obstante, creo que Beethoven no se había olvidado de la introducción a
la Sinfonía en mi bemol, llamada del «Golpe de Timbal", de Haydn ni,
quizá, del preludio del «Caos» en La Creación cuando compuso Ja
maravillosa introducción a la Sinfonía en si bemol. Misteriosa, sombría,
inmensa, no sería difícil encontrar en ella Ja visión que tiene Beethoven
de una tierra informe, con el Espíritu de Dios moviéndose sobre la superfi-
cie de las aguas. Pero Beethoven no nos proporcionó programa alguno y
sólo sabemos que el primer a/legro es el único en él que se desarrolla
partiendo del material introductivo.
Tampoco se sabe nada de las circunstancias en las cuales compuso
Ja sinfonía. La evidencia de las fechas entrecruzadas y sus corresponden-
cias en la música demuestran que ocupó sus pensamientos al mismo
tiempo que Fidelio (notablemente, Ja obertura Leonora n. 0 3), el Concier-
to para violín y el primer Cuarteto Rasumovsky.
El adagio de la Cuarta Sinfonía es tan delicadamente hermoso que
pocos oyentes se dan cuenta de que también es un supremo logro
técnico. Dos ideas, en apariencia opuestas, se nos muestran como
formando parte de un total de insuperable belleza. Edwin Evans, el
mayor, en su estudio sobre las sinfonías de Beethoven, cita la opinión de
Gretzschmar cuando dice que si Ja dificultad de la tarea que se propuso
Beethoven en esta obra fue del todo superada, con la necesaria conse-
cuencia de ser apreciada su maravillosa solución, la gente se inclinaría a
considerar esta obra como la muestra más afortunada, entre todas las
sinfonías de Beethoven, de un tratamiento delicado y lleno de tacto.
El tema principal es un magnífico ejemplo de melodías cantabile
unidas y la figura rítmica del acompañamiento produce un efecto que,
cuando está interpretada correctamente, se suma a los propios latidos
del corazón. Berlioz, que siempre sentía este movimiento con una gran
intensidad, nos dice:
«Desde los primeros compases nos aprisiona una emoción que, al
final, llega aser aturdidora en su intensidad... La impresión producida se
asemeja a la que uno experimenta al leer el palpitante episodio de
Francesca da Rimini en La Divina Comedia, cuyas vicisitudes no podía
escuchar Virgilio sin sollozar y llorar y que, en el último verso, hizo que
Dante cayera como muerto.»
Pero en el adagio de Beethoven no hay tragedia; lo que nos
conduce cerca de las lágrimas es, únicamente, una extrema belleza y la
felicidad. Si hay dolor de corazón, sólo ha podido nacer del sentimiento
de vivir exiliados dentro de nosotros mismos.

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La tensión emocional decrece en el minueto, la música se divide
entre ritmos entrecruzados y cambios repentinos, y el trío, con su anhelan-
te hechizo, resulta sumamente encantador. El finale es, en resultado
aunque no en nombre, un perpetuum mobile en el que los instrumentos
giran y brillan en un círculo sin fin, del que se apartan por turno para
realizar su pequeño solo, retirándose luego en favor del próximo. El
momento en que lo hace el fagot se convierte en un fragmento de
interminable bufonería.
La intención original de Beethoven era que a la «Heroica» siguiera,
no esta afortunada Sinfonía en si bemol, sino una en do menor, que al
final sería su quinta, y la favorita del mundo entero. La había comenzado
en 1805 y después la dejó de lado, para completarla en 1807 o a
comienzos de 1808. El primer tema figura entre las cosas más dramáti-
cas que la música nos ha ofrecido, y el movimiento completo es suma-
mente conciso y tejido tupidamente. «So pocht das Schicksal an die
Pforte» («Así el Destino llama a la puerta»), dijo Beethoven, recordando su
resolución de 1801, cuando dijo: «Agarraré al Destino por la garganta
no me vencerá del todo», cabe creer que la Sinfonía en do menores come
un recordatorio de su tremenda lucha, seguida de una victoria interior
Sea como fuere, gran parte de la obra fue escrita en una de sus estancia~
en Heiligenstadt, aquel lugar donde la añeja batalla había alcanzado sL
punto culminante.
El segundo movimiento -un tema con variaciones, andante con
moto en la bemol mayor, desarrollado sobre un plan un tanto libre-
plantea una propuesta progresiva, sugeridora de un canto entonado por
el mundo en marcha hacia la libertad. Pero también hay, en su gracia, un
toque de frialdad. Beethoven lo cinceló mucho antes de darse por
satisfecho. Lo demuestra la cantidad de bocetos existentes, con otras
tantas variantes.
El scherzo es el más destacable que conocemos. Si bien Beethoven
se mantenía dentro del esquema usual de scherzo y trío, le dotó de tanto
poder sobrenatural que su música, como dijo Berlioz, causa «la inexplica-
ble emoción que uno experimenta bajo la mirada magnética de ciertos
individuos». Notas, frases, armonías, todo entero, perfectamente, dentro
del uso normal y, no obstante, todo tiene un aspecto extrañamente
aterrador, parecido a aquello que a veces nos sobrecoge en el crepúsculo
o cuando nos despertamos durante la noche. El mero acorde común de
Beethoven, en do menor, arpegiado, llega a constituir una sombría
amenaza. El trío, con aquel andar enorme y sordo de los contrabajos, es
monstruoso, portentoso; el largo pasaje que sirve de puente entre el final
del scherzo y el finale nos mantiene inmóviles, en suspenso. Parry nos
hace ver que los quince compases en que nada ocurre, salvo un insignifi-
cante acorde sostenido continuamente por la cuerda grave y el redoble
pianissimo de un tambor, carecería de sentido si lo sacáramos del
contexto, pero tal como lo emplea Beethoven es infinitamente más
impresionante que el mayor estrépito creado jamás por Meyerbeer.
Cuando el pasaje se abre, gracias a un gran, repentino crescendo, sobre
el triunfante do mayor del finale, el efecto nos deja estupefactos.

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No sorprende en absoluto que esta Sinfonía en do menor dejara
perplejos a algunos de los contemporáneos de Beethoven: les molestaba
sentirse forzados a compartir emociones tan violentas. Goethe, gruñen-
do, se quejó al joven Mendelssohn: «Í Es tan grande! iT otalmente salvaje!
iSuficiente como para echarnos la casa encima!»; y Le Sueur le gritó al
joven Berlioz: «iUf! Déjame salir: necesito aire. iEs increíble! iMaravilloso!
Me ha transformado tanto, me ha dejado hasta tal punto perplejo, que
cuando quería ponerme el sombrero, no encontraba mi cabeza.»
La Sinfonía n. 0 6 en fa mayor, Op. 68, lleva el nombre que le dio el
mismo Beethoven: «La Pastora/,,. Siguió muy cerca la Sinfonía en do
menor de 1807-1808 y, al igual que ella, fue escrita en Heiligenstadt, pero
debido al hecho de que refleja el escenario de un mundo exterior y no el
del mundo interior del alma, parece como si Beethoven se apartara del
común denominador humano. Sin embargo iresulta tan agradable, con
las lozanas melodías que emanan del primer movimiento! El segundo
movimiento - la escena junto al riachuelo- nos ofrece sus frases susu-
rrantes y la llamada del pájaro, allí colocada (según el autor) como una
broma; el al/egro -la Fiesta de los Aldeanos- con su delicioso retrato de
la cuadrilla campestre; la tempestad, aunque no terriblemente ruidosa en
nuestra época, logra estremecer siempre con su apertura en la que, con
el repentino trémolo de los violoncelos, quedamente en re bemol, y la
pequeña sucesión de golpecitos de las corcheas en los segundos violines,
Beethoven sabe captar aquel peculiar momento que precede a una
tormenta, cuando caen las primeras gotas y las hojas muestran su pálido
envés. Y entonces, cuando la tempestad ha pasado, llega la escala final
ascendente de la flauta pastoril en su himno de reconocimiento, acción
de gracias que pone fin a la obra.
Los elementos de la naturaleza aquí descritos han sido muy debati-
dos, pero la Sinfonía «Pastora/¡¡ no es la única obra en la que aparecen. En
1813 Beethoven puso música al poema Gesang der Nachtigal/ (Canto
del ruiseñor), de Herder, iniciándolo con una clara sugerencia de la
canción de un ruiseñor, y sir George Grove nos llama la atención sobre
un esbozo de la tempestad en la introducción al acto 1 de Prometeo.
Pasaron cuatro años sin más sinfonías, hasta que en 1812 llegaron
dos : la «Gran Sinfonía)) n.º 7 en la mayor, Op. 92, «una de mis obras más
importantes», según dijo Beethoven, completada en mayo, y la «Peque-
ña», n. 0 8 en fa mayor, Op. 93. fechada en octubre de 1812.
Nadie podría llevar la contraria a Beethoven cuando éste afirma
que la Sinfonía en la mayor es una de sus mejores obras. Wagner la ha
llamado «la apoteosis de la danza», pero esto no se ajusta a la franqueza
de la introducción (poco sostenuto), planeada con más cuidado que
cualquiera de sus predecesoras, ni a la del esquema clave de toda la obra.
El vivace al que la introducción nos conduce es esplendorosamente
rítmico - Ernest Walker dice que su persistente impulso rítmico apenas
admite comparación-, con una brillante orquestación. Cuando le toca
el turno al movimiento lento, Beethoven hace una innovación: nos
ofrece un movimiento que no es lento, sino al/egreto, y alcanza el
necesario contraste oponiendo el colorido grave de la orquesta con el

-148-
agudo del uiuace. Es un movimiento maravilloso, lleno de melancólica
belleza.
El scherzo (presto), con su trío -dicen que basado en un canto
austríaco de peregrinos- , es de un color más cálido, más alegre, y ejerce
una gran fascinación rítmica. Su colorido cubre una etapa intermedia
entre el pensativo allegretto y el asombroso estallido del finale, un movi-
miento demoledor, que se lanza, que se exalta mediante una sobrehuma-
na carga o poder. Se dice que Beethoven se sirvió de una melodía cosaca,
pero tal tonada es mansa si se la compara con el tratamiento que
Beethoven le dio. Existe un pasaje, que se agita sobre un bajo ascenden-
te, ante el que siempre me pregunto si Beethoven conocía realmente el
mar. Podía haberlo visto, de niño, en Holanda.
A través de toda la sinfonía, Beethoven exalta el matiz casi hasta su
posición moderna como factor estructural, mientras mantiene bien defini-
das sus lineas intelectuales.
La Octava Sinfonía es, francamente, una pequeña delicia, encama-
ción de la felicidad y, al mismo tiempo, obra maestra en carácter y
condición. Los cuatro movimientos son extremadamente compactos. Al
allegro de apertura le sucede un rápido movimiento <<lento», esta vez un
allegretto scherzando diseñado -dicen- burlonamente sobre el metró-
nomo de Malzel. El tempo di menuetto es una deliciosa mezcla de belleza
y de humor, en la que el solo del fagot completa el encanto; todo el
movimiento resulta muy vienés, con el fácil vaivén de las melodías. La
apertura del finale es típica de Beethoven, con una inmensa vitalidad
rítmica y con violentos contrastes dinámicos. El segundo tema, sin
embargo, es una pieza de pura belleza que asciende de pronto ante
nuestros ojos mediante una de aquellas transiciones armónicas en las
que hay un cambio de grado, usadas por Beethoven cuando tiene algo
muy especial que decimos. Esta vez se trata de una melodía de la que sir
Georg e Grove dice que es una de aquellas dulces «tonadas al modo lidio»
que verdaderamente atraviesan «el alma confluente»: como ejemplo,
dirige nuestra atención hacia el compás 7, en lo que él llama la appoggia-
tura de la pasión. Beethoven, normalmente, reservaba este melisma
(designado mediante su signo o, como aquí, en su totalidad) para momen-
tos de intenso sentimiento, práctica en la que le seguiría Wagner. No
puedo apartar de mi mente el hecho de que Beethoven, al escribir esta
sinfonía, tenía el pensamiento ocupado por Amalie Sebald.
Pasaron más de diez años antes de que Beethoven completara la
Sinfonía en re menor, su novena y última, lo que ocurrió hacia finales de
1823 o comienzos de 1824. Uno de los objetivos de su vida se había
cumplido. Treinta años antes Fischenich había escrito a Charlotte von
Schiller: «Incluyo una composición de Fuerfarbe sobre la que me gustaría
tener su opinión. Es obra de un joven de este lugar cuyo talento musical
es alabado por todos y a quien el Elector ha mandado a Viena, con
Haydn. Se ha propuesto poner música a Freude, de Schiller, estrofa por
estrofa.» El joven era Beethoven; la intención se mantuvo. Así vemos
cómo aparece en los cuadernos de bocetos de 1798, 1811 y 1822.
Surgía a gritos de su Segunda Sinfonía durante la crisis de 1802. Cuando

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llegó el momento adecuado la compuso, pero no estrofa por estrofa. En
su lugar, hizo una selección de los versos, incluso alteró su orden y logró
que entraran en un texto compacto que podía servir para el finale de una
gran sinfonía. El resultado lo hallamos en la estupenda Novena. En ella
tres movimientos puramente instrumentales -un allegro, un scherzo y
un adagio-, de una magnitud nunca imaginada anteriormente, pasan
por un largo puente o transición hasta llegar al coral del finale, en el que
cuatro solistas y un amplio coro se suman a la partitura para cerrarla
triunfalmente.
La Novena Sinfonía, al igual que la «Heroica», es una obra mixta,
aunque su síntesis es mayor y su hilo conductor -más extenso y más
resuelto, ya que, al parecer, Beethoven, que había trabajado en dos
esquemas sinfónicos, los resumió para esta única obra en 1818.
La introducción de voces humanas era, además, un elemento pertur-
bador. No porque un final coral constituyese una estricta novedad.
Compositores menores como Winter y Maschek ya habían puesto en
práctica la idea y el propio Beethoven la usó en su Fantasía para piano,
orquesta y coro en do, Op. 80, de 1808. Pero para la Novena engrande-
ció el plan enormemente a fin de sostener la gran sobrecarga de senti-
miento que el final tenía que expresar. Seguro que para Beethoven
existía una intención poética muy definida detrás de cada movimiento, si
bien es más fácil sentir tales significados, que no expresarlos. La interpre-
tación corriente supone que el primer movimiento es el Destino y el
inexorable orden del universo; el segundo (el scherzo) es la exuberancia y
la energía física; el tercero es el Amor. Con el finale, no hay duda posible:
la Alegría es su idea dominante; y la Alegría era para Beethoven lo que la
Caridad para San Pablo, la única cosa sin la cual todo lo demás queda
incompleto. Quizá Milton soñaba algo parecido cuando escribió: «La
alegría nos alcanzará como una riada.» A Beethoven la inspiración inicial
le vino de Schiller. Durante el curso de los años su mente se había
dirigido hacia una filosofía cósmica en la que, mientras él contemplaba
calmosamente las grandes verdades bajo el aspecto de la eternidad, sus
diferentes manifestaciones terrenales eran vistas como símbolos mística-
mente relacionados entre sí. · De ahí que, cuando quiso expresar la
Alegría Divina, no le pareció incongruente combinar Schiller con Baca
en un finale, ni tampoco vio irreverencia en ello, ya que el simbolismo de
la Verdadera Viña discurre a lo largo de toda la religión cristiana. La
absoluta simplicidad y la ausencia de sofisticación son desconcertantes
en Beethoven, pero deben ser reconocidas. Como ha dicho W. J. Turner:

«Es una peculiaridad de Beethoven que pueda utilizar términos


como "mejor" y "más noble" sin que un hombre inteligente se ría para
sus adentros ... Palabras como "bueno'', "noble", "espiritual", "sublime"
han llegado a ser, en nuestra época, sinónimo de paparrucha. En la
música de Beethoven adquieren un nuevo y tremendo significado y todo
el ácido corrosivo del intelecto más poderoso y del escepticismo más
profundo no llegará a calcinar, atravesándolas, ningún sustrato de plomo.
Son de oro en su totalidad.»

-150-
Cartel anunciador
@> r o j t . de la primera ejecución
de Ja Novena Sinfonía,

munfalif~c lfabcmic de Beethoven, el 7 de

-
mayo de 1824, en
Viena. El autor dirigió Ja
obra, a pesar de que ya
~crrn ~. »an ~tttOo~ca, estaba totalmente sordo.

•••••
motgt11 .am 1. - 1824,
im r. t (loft.t4ttr dcO hm .t4nttacrt•~u,

Refiriéndonos al primer movimiento de la Novena Sinfonía, parece


como si Beethoven nos hubiese inducido a acompañarle en un recorrido
interestelar. La soledad no tiene límites. A través de unos compases a
manera de preludio, de unas sencillas quintas y de unas trémulas octavas
en las cuerdas, desciende el famoso primer tema, el lento relámpago.
El profesor T ovey, en su magnífico análisis de la sinfonía, dice de la
apertura que es como una revelación del poder total de Beethoven y que,
de todas las obras de arte cogidas una a una, ésta es la que ejercerá, sobre
la música del futuro, una influencia más profunda y más amplia. La
explicación del profesor T ovey sobre la forma en que Beethoven obtiene
un gigantesco efecto, a pesar de limitarse a la normal extensión de un
primer movimiento, y sus atinadas palabras sobre el método que seguía

-151-
para instrumentar (aunque aquí, prácticamente, todo sea un tutti), merece
un cuidadoso estudio. Resulta imposible describir aquí la sinfonía; sólo
cabe hacerlo con los indicadores más concisos.
Hay que tener en cuenta el variado y bello grupo de temas que
forman el «segundo sujeto», y en la coda hay un pasaje que viene a ser
una premonición del Día del Juicio - «el famoso murmullo dramático en
semitonos de toda la masa de la cuerda, comenzando con los violonche-
los y subiendo hasta alcanzar las cinco octavas de profundidad en los
violines».
El segundo movimiento es el «más grande y más bello de los
scherzos de Beethoven». Se dice que le vino la idea cuando pasaba de la
oscuridad a la luz. A su manera, este movimiento también resulta casi
aterrador, no por su encanto, sino por su exceso de poder vital y rítmico.
Beethoven ha puesto al servicio de la orquestación lo más explosivo de
su ser y los pasajes con tambores resultan asombrosos. A lo largo de su
carrera vemos que una de sus características consiste en concederle al
tambor un nivel próximo al virtuosismo, pero sin permitirle alterar el
estilo sinfónico consagrado. En el trío aparece aquel pasaje exquisitamen-
te afortunado, unido a la Segunda Sinfonía en el pasado y con el finale
que se acerca.
«El supremo movimiento lento -dijo Parry- es el mejor ejemplo
orquestal de ese especial tipo de movimiento lento», esto es, tema y
variaciones. Es un juego doble, con dos temas. El primero es muy bello,
pero el segundo lo es aún más. Tiene un prefacio de una pareja de
acordes en los que el sonido de las trompas parece apoderarse del alma y
compartir con ella una melodía que es la suprema manifestación de amor
al amado.
Para Beethoven no era fácil pasar con lógica a un final coral
después de tres movimientos de tanta magnificencia instrumental. Tras
mucho pensar, trazó un plan a manera de puente o introducción que le
permitiera mirar atrás y adelante como, a escala reducida, lo había hecho
ya en sus modulaciones básicas.
Es un pasaje auténticamente dramático. Con violonchelos y contra-
bajos fieramente alborotados, Beethoven revisa y despide cada movi-
miento por turno; luego nos ofrece la visión anticipada de un orden
nuevo, la premonición de la gran tonada que será el tema para el finale.
Se advierte primero en los violonchelos y en los contrabajos y, gradual-
mente, su belleza ilumina toda la orquesta; su llegada al punto culminan-
te constituye un momento que merece la pena haber vivido.
El tratamiento que da Beethoven a las partes de cuerda acompañan-
tes constituye un maravilloso ejemplo de su talento para acrecentar la
belleza de sus más grandes melodías, situando debajo de los temas
principales contramelodías vivientes, flexibles.
Pero, aun así, Beethoven no está satisfecho. De nuevo estalla el
clamor, para ser calmado por el bajo solista con su recitativo: «0 Freun-
de, nicht diese Tone; sondem lasst uns angenehmere anstimmen, und
freudenvollere! (iüh, amigos! iNo son éstos los sonidos! iPero cantemos
algo más agradable y lleno de alegría!). Estas palabras son del propio

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Beethoven. Al igual que en la sección-puente, Beethoven llegó a ellas
sólo después de mucho cavilar.
A partir de ahí, toma un impulso ascendente hacia el finale coral, un
libre juego de variaciones. De ahora en adelante, el gran movimiento
avanza majestuosamente en una marea de alegría cuyas olas a veces
golpean con sus embates, a veces nos elevan hasta el trono de las
estrellas. En la sección señalada adagio ma non troppo, ma divoto,
Beethoven alcanza una gran altura de devoción espiritual y un éxtasis
casi sin paralelo, mientras ordena los versos:
Über Stemen muss er wohnen.
Ahnest du den SchOpfer, Welt?
Such ihn überm Stemenzelt!
Über Stemen muss er wohnen.
Debe residir por encima de las estrellas.
¿Adivinas, mundo, quién es tu creador?
iBúscale más allá del dosel del cielo!
Debe residir por encima de las estrellas.)

Con razón señala sir Georg e Grave la belleza y la originalidad de los


acompañamientos y la manera en que Beethoven, al mantener las voces
y los instrumentos en los registros altos, ha producido un efecto que no
se olvida fácilmente. Observa, también, las premoniciones -en la Canta-
ta Leopoldo de 1 790, el final de Fidelio y la Fantasía coral-. de este
«efecto tan místico y bello».
El esquema de Beethoven para el final era excelente, pero su triunfo
se vio dificultado por la intratabilidad de los hombres. Beethoven tenía
cierto derecho a esperar una gran extensión de la voz de sus cantantes,
ya que igual lo hacían la mayoría de los compositores contemporáneos
en Viena, pero sus demandas eran del todo excepcionales. El factor
humano es variable; son pocas las masas corales que pueden ofrecer la
Novena Sinfonía con la claridad prevista por él, y los expertos aún se
preguntan si el final coral es la corona o el crimen de toda la sinfonía.
Pero el profesor T ovey formuló lo que debería ser la última respuesta
cuando escribió: «No hay ni una sola parte de la Sinfonía «Coral" de
Beethoven que pierda claridad si aceptamos que el final coral es el
correcto; en cambio, casi no hay ni un punto que no se haga difícil y
oscuro si caemos en la rutina de considerar incorrecto dicho final.»
A menudo se supone también que Beethoven no orquestaba con
eficacia. Si se le juzga a tenor del virtuosismo de un Berlioz, de un
Chaikovski o de un Strauss, sus partituras pueden parecer carentes de
destreza. Casi cualquier director actual podría señalar aquellos pasajes
en los que Beethoven podría haber actuado con mayor efectividad,
especialmente en lo que a instrumentos de metal se refiere. Pero Berlioz
comenzó allí donde acabara Beethoven. Además, seguir el camino más
largo puede ser, a menudo, la manera más corta de llegar a casa. La
forma en que Beethoven llevó a cabo sus partituras es la adecuada para

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su música, ya que es una parte integral de sus pensamientos. Pertenece
al mundo moderno -no como la de Haydn, que nunca llegó a superar las
primitivas asociaciones con el continuo- y si bien es cierto que es menos
flexible que la de Mozart, es, en cambio, más chispeante. Las sinfonías de
Beethoven abundan en una orquestación apta y elocuente para exponer
las situaciones más variadas y, si cabe, sus conciertos incluso las superan
con sus soluciones imaginativas al enfrentarse con los problemas de
orquestación.
El concierto clásico, al que Mozart dio su formación y estabilización
final, es una manifestación de la forma sonata, próxima aliada de la
sinfonía. Pero así como la sinfonía responde a un solo objetivo, el
concierto exhibe una personalidad dual, del solista y la orquesta. El
elemento virtuosista ha de ser combinado con la estructura sinfónica.
Podríamos decir, grosso modo, que inicialmente la orquesta y el solista
actuaban en un plan de igualdad; que en pleno periodo clásico el solista
predominó, que la tendencia moderna le trata de nuevo como un elemen-
to -importante, pero no absolutamente fundamental- de la masa
concertante.
Quizá se trate de la diferencia entre una mentalidad maestra y otra
inferior: la primera integra y la otra desintegra formas y materiales
musicales. Beethoven, en los conciertos pertenecientes a su periodo de
madurez, es prácticamente el único a la hora de sintetizar todos su
factores, si bien Mozart y Schumann le superan en cuanto a la magia de
las ideas del solista, y Brahms y Elgar son sus discípulos en cuanto a
estructura sinfónica.
Tal equilibrio no fue alcanzado inmediatamente. Sus primeras tentati-
vas en el campo del concierto datan de sus días de Bonn; nos referimos a
su obra de juventud en mi bemol mayor para piano y al fragmento de un
concierto para violín en do mayor, que fue completado por Hellmesber-
ger. De los cinco conciertos para piano compuestos en Viena, el conoci-
do como n. 0 2 en si bemol mayor, Op. 19, es el primero en realidad, ya
que, como muy tarde, fue acabado en marzo de 1795. Beethoven lo
revisó para su presentación en Praga, en 1798, pero en 1801 escribió
al editor Hofmeister, con mucha honradez: «Valoro el concierto en
10 ducados, porque, como ya le tengo dicho, no lo considero entre los
mejores que he escrito.» T enfa toda la razón. El concierto, aunque
elegante, es indeterminado. Sus mejores toques nunca alcanzan una
plena efectividad; como, por ejemplo, la transición de do mayor ff a re
bemol pp en los compases 39-43 del primer movimiento.
El Concierto en do mayor, aunque llamado n.0 1 y ordenado como
Op. 15, es, en realidad, una obra más tardía, compuesta en 1798. Señala
un cierto avance, aun considerando que el material del primer movimien-
to está elaborado a la manera de Mozart. El largo en la bemol mayor está
modelado sobre una cantilena italiana y el animado rondó es un buen
ejemplo del tipo que prevalecía en aquel tiempo.
Con el Concierto n.º 3 en do menor, Op. 37 (compuesto en 1800)
llegamos al Beethoven con categoría poética. Todavía se aprecian ele-
mentos convencionales en la disposición del tutti orquestal, en las caden-

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zas del piano, etc., incluyendo el lenguaje de los temas; pero la imperiosa
zancada del primer tema, el vehemente sosiego del largo, el mordiente
brillo del rondó y el sutil esquema de la tonalidad que subraya toda la
obra, son Beethoven puro. Pienso a veces que, de hecho, este concierto
es un autorretrato de Beethoven a los 30 años, como la "Heroica» lo será
de sus 33. Bekker comenta la tonalidad poco usual -mi mayor- adopta-
da para el largo. «Con frecuencia Beethoven empleaba el do mayor junto
al mi mayor, pero una pieza en mi mayor entre dos movimientos en do
menor es algo realmente extraordinario.» Supuso que tenía alguna
significación especial.
Merece subrayarse, sí, pero yo creo que una parte de su significado
está en el hecho de que tanto Haydn como Beethoven habían estado
experimentando con extensiones de claves interrelacionadas, estimulán-
dose mutuamente a la hora de hacer innovaciones más osadas. Beetho-
ven sabía apoderarse de una buena idea con rapidez. En el presente caso,
empleó la clave de la mediante mayor en contra de do menor, con
delicada belleza. He hablado antes de su capacidad para ver las cosas
desde lados opuestos. Aquí hay un ejemplo. En el primer movimiento, en
do menor, la clave de mi bemol desempeña un papel primordial. Beetho-
ven sabe que toda la nota mi bemol persistirá vagamente en nuestros
oídos. Entonces lo cambia en su pensamiento para pasar al enarmónico
equivalente de re sostenido, que es la nota primordial de mi mayor y,
desde allí, asciende hasta la nueva clave, intencionadamente remota, de
do menor. Cuando vuelve a do menor para el finale, confirma su /argo en
mi mayor en un encantador pasaje, ya avanzado el rondó, situando la
orquesta en la nota so/ durante dos compases dada en cuatro octavas;
entonces la eleva hasta la bemol durante dos compases; entra el piano,
que reitera el la bemol durante cuatro compases más; entonces, el la
bemol situado en los graves asciende suavemente hasta el mi natural, el
la bemol en los agudos se funde enarmónicamente en so/ sostenido, la
armonía revolotea durante cuatro compases más y el tema principal
pasa a mi mayor. El efecto es mágico.
Pasaron entre cinco y seis años antes de que Beethoven escribiera
su Concierto para piano n. 0 4 en sol mayor, Op. 58 (1805-06). Su belleza
es de una calidad aterrenal y su estructura formal es tan novedosa que
sólo hallamos precedentes en uno de los conciertos de Mozart por la
manera con que Beethoven hace que el piano hable primero, antes de
que entre la orquesta con su larqo tutti.
Dícese que para el movimiento lento, andante con moto, Beethoven
se inspiró en la idea de Orfeo suplicando a las fuerzas infernales. Los
adamantinos pasajes para la orquesta al unísono y las hermosas y
sosegadas réplicas del piano dan soporte al mito. Se trata, con toda
probabilidad, de los diálogos más destacables en la música instru-
mental.
El rondó, aunque algo menos notable, pone sin embargo un final
exquisito al concierto. La cristalina naturaleza de los temas y la límpida
calidad de los tonos que Beethoven extrae del piano son aquí de igual
belleza que en los movimientos anteriores.

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El magnífico Concierto n.º 5 en mi bemol mayor, Op. 73, fue
completado en 1809. Al igual que en el n. 0 4, aquí Beethoven pone el
piano en primer término desde el principio, pero su posición predominan-
te viene establecida mediante un par de espléndidos preludios situados
entre acordes ceremoniales dados fortissimo por la orquesta antes de
que comience el verdadero tutti. El material temático es tan valiente y
triunfante y su tratamiento tan espléndido, que resulta fácilmente com-
prensible que la obra haya sido bautizada como Concierto «del Empera-
don>, si bien Beethoven nunca le dio este título y, a las alturas en que lo
escribió, no guardaba ni un adarme de admiración por Napoleón. Una
notable innovación en el primer movimiento (como nos explica Walker)
consiste en la abolición de la cadenza interpuesta habitualmente, en
favor de algo que es, en realidad, una coda dilatada ampliamente por el
instrumento solista después de una pausa sobre un acorde de seis por
cuatro.
El adagio un poco mosso se interesa mayormente por una melodía
de inefable belleza en la lejana clave de si mayor. Beethoven bosquejó el
tema de muchas maneras antes de llegar a la definitiva. Aquí exponemos
algunos de estos primeros intentos. La forma final es una melodía de la
que emana un hechizo absolutamente extraordinario de paz y de belleza,
especialmente si las cuerdas de la orquesta la tocan muy quedamente
con la calidad de tono de un solista puro, en lugar del pianissimo
orquestal, usualmente falto de vida.
La elección de clave es un ejemplo perfecto de la facultad que tenía
Beethoven de ver una cosa desde ángulos opuestos. Puede que si mayor
parezca la clave remota de mi bemol mayor, pero él lo había preparado
en el primer movimiento al usar el do hemol mayor, una clave que puede
situarse con facilidad dentro de la esfera del mi bemol mayor, enarmóni-
co equivalente de si mayor. Así, en el primer movimiento utilizó la clave
en su sentido próximo y, en el adagio, en su sentido remoto. Consigue la
transición para el final, nuevamente desde si mayor a mi bemol mayor,
por medio de uno de sus impulsos de genio más grandes: el paso de un
grado descendente desde si natural a si bemol. No por simple y directo
deja de producir cierto estremecimiento, y el rondó que sigue es espléndi-
damente exultante; un adecuado final para una obra soberbia.
Este fue el último concierto que escribió Beethoven para piano. Le
había precedido su Fantasía en do, Op. 80, para piano, coro y orquesta,
una composición experimental para la que cogió su propia y temprana
melodía Gegenliebe de Bürger, desarrollándola como un juego imponen-
te de variaciones libres para unas fuerzas tan extrañamente selecciona-
das. Años más tarde (1815), siguió el comienzo de un concierto para
piano en re mayor, que nunca terminó, a pesar de tener incluso unas
sesenta páginas totalmente instrumentadas. Al parecer, son extremada-
mente buenas.
Las dos Romanzas para violín y orquesta datan, probablemente, de
1802, a pesar de que la en so/ mayor figura como Op. 40 y la en fa mayor
como Op. 50. Son hermosas a su manera, nada fáciles técnicamente,
incluso difíciles de interpretar de forma satisfactoria y no resultan lo

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efectivas que deberían ser como piezas de concierto. Sospecho que
Beethoven las compuso sin estar poseído de una poderosa idea poética.
El triple Concierto en do mayor, Op. 56, para piano, violín, violon-
chelo y orquesta (1803-04), suscita la esperanza -que luego no cumple-
de situamos ante una gran música; distribuye a manos llenas una labor
artesanal, llena de lugares comunes, pero es, de hecho, obra de un
Beethoven animado por el deber, no por la inspiración.
He dejado en último lugar el Concierto para violín en re mayor,
Op. 61 (1806), porque es único en el sentido de que Beethoven sólo
escribió éste para tal instrumento e incluso porque puede que fuese el
mejor existente. Era un «Concerto per Clemenza pour C/ement» (Concier-
to que, por clemencia, he escrito para Clemente), como escribió Beetho-
ven haciendo, a su manera, un juego de palabras. Este Clement -un
vienés- figuraba entre los mejores violinistas de su tiempo y si el
concierto refleja su manera de tocar (y, al parecer es así, ya que Beethoven
era muy sensible en estas cuestiones) deberemos reconocer que Clement
fue un instrumentista singularmente puro, fuerte, cálido y amable. A
pesar de sus aptitudes y de la extrema belleza de la música, el concierto
no logró un éxito duradero cuando se estrenó, en diciembre de 1806.
¿cómo podía tener éxito, si Beethoven terminó la obra justo a tiempo
para que Clement la leyese a primera vista en el concierto? Bajo tales
condiciones, ni un ángel qué tocara el violín podría haberle hecho justicia,
ya que el concierto ha de ser amado, se ha de haber vivido con él durante
años antes de que el instrumentista comience, realmente, a entenderlo.
Por la forma sigue el patrón clásico, con un largo tutti orquestal al
comienzo y un espacio para la cadenza hacia el final del primer al/egro; el
movimiento lento es un larghetto que se mantiene casi siempre, serena-
mente, en la clave de sol mayor; y el finale es un rondó deliciosamente
rítmico. Eso suena bastante simple, cuando, de hecho, la perfección raya
en el milagro. El esquema es exquisitamente proporcionado; la temática,
de una exaltada belleza. Uria figura de cuatro notas repetidas en el timbal
abre el primer movimiento, sigue a través de él y constituye un maravillo-
so amortiguador para la cantinela melódica.
El episodio en so/ menor inmediatamente anterior a la recapitula-
ción es uno de los momentos sagrados de Beethoven -indescriptible en
su anhelo, en sus ansias de retirarse del mundo- . Joachim solía tocar
este fragmento tan maravillosamente bien que nadie, tras haberlo escu-
chado, podía olvidar aquella belleza divina.
La instrumentación, a lo largo del concierto, es extraordinariamente
buena; nunca mejor dicho si lo aplicamos al larghetto, donde Beethoven
desarrolla la parte del solista con el consumado conocimiento de los
etéreos efectos obtenibles en la cuerda mi y la extraña belleza de la
cuerda re (el corazón del violín), haciendo que la cuerda del acompaña·
miento orquestal se exprese, como telón de fondo, apagadamente con
tierna suavidad, en tanto que los instrumentos de viento de madera y las
trompas se utilizan levemente.
El pasaje que comienza en el compás 46 debería ser tenido en
cuenta de una manera muy especial por su perfección en la instrumenta-

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ción de la cuerda; hacia el final de este movimiento, Beethoven introduce
muy quedamente las trompas con una llamada que parece como si
procediera de otro mundo.
El rondó se basa en una tonada a la que poco le falta para convertir-
se en un aire folclórico, que casi baila alegremente. Por su construcción,
tiene la calidad de los demás rondós de los últimos conciertos para piano,
pero difiere completamente en tipo.
Al igual que en los mencionados conciertos, en éste el esquema de
sus claves para toda la obra es también extremadamente sutil. La mayor
parte de los compositores que hubiesen comenzado en re mayor, ha-
brían derivado, de manera natural, hacia la dominante /a mayor. Beetho-
ven evitaba el brillo agresivo de un exceso en el /a mayor tendiendo hacia
la subdominante so/, que aparece como sol menor en los episodios de los
movimientos primero y último y como sol mayor en el /arghetto. El
concierto es una obra noble y tanto lo estimó Beethoven que hizo de él
una versión para piano, curiosidad hoy casi olvidada, si bien la cadenza
con acompañamiento de timbal es un factor notable. Sin embargo, dicha
transcripción en modo alguno podía tener el valor del original, dado que
la parte principal en la versión primitiva presenta una textura absoluta-
mente propia para el violín. Cuando Elgar compuso su Concierto para
vio/(n en 1910, escribió estas palabras en la portada: «Aquí está encerra-
da el alma de ...,, Adecuándola al Concierto para violín de Beethoven, yo
parafrasearía y completaría la frase de esta manera: «Aquí está encerra-
da el alma del violín Stradivarius», que es lo que el biógrafo de Elgar, Basil
Maine, sugiere como significado ulterior del concierto de Elgar.

-158-
12. Música dramática

La música escénica, al igual que la idea del matrimonio, atrajo a


Beethoven a lo largo de la mayor parte de su carrera, y una investigación
de cualquiera de las dos tendencias produce un aturdimiento semejante
al que se experimenta cuando uno pierde el sentido de la orientación.
¿cuáles son los puntos de la rosa de los vientos por los que se puede
navegar con singladura correcta? ¿cómo se puede fijar la linea divisoria
entre música para la escena y música para la sala de conciertos?
Tal dificultad no puede presentarse en Mozart, ya que tanto sus
pensamientos como su técnica se movían en ambitos separados según
las diferentes clases de obras. Pero no era así con Beethoven. Aunque
escribió una ópera, no era un gran compositor operístico: su genio giraba
sobre un eje sinfónico, ya en la forma sonata, ya en la forma de variación
como otros tantos polos magnéticos. Sus sinfonías son las más dramáti-
cas existentes; sus obras escénicas muestran una querencia hacia la sala
de conciertos. De hecho, todas sus mejores oberturas - Leonora n. 0 2,
Leonora n.º 3, Cario/ano y Egmont- han encontrado su destino en
programas orquestales.
Y, no obstante, como Beethoven las diseñó para el escenario, me
propongo hablar de ellas en este capítulo, acoplándolas con su única
ópera. El Ritterballet y el ballet de Prometeo ya han sido comentados en
relación con su música orquestal. Obras que no llegaron a un formal
desarrollo dramático, sirviendo únicamente de prólogo a su gran labor
sinfónica. Dejemos que queden en ello.
Si el ambiente determinaba el molde en que se fundiría el genio de
un hombre, Beethoven bien podía haber sido un segundo Gluck más
grande aún. Durante sus años de aprendizaje en la orquesta de la Opera
de Bonn tuvo amplia oportunidad de asimilar técnicas escénicas y un
sentido del teatro. Pero asimiló poco y nada aprendió de la escena
cuando estuvo en Viena con Haydn, por la excelente razón de que
Haydn todavía entendía menos que el propio Beethoven. iEl bueno
de Haydn era, ante una ópera, casi tan inocente como César Franck con
Satanás!8 Finalmente, parece ser que Beethoven permaneció un tanto
indiferente ante el hecho escénico durante su primera década en Viena.
Fuera de sus estudios con Salieri en cuanto a declamación dramática,
dos arias para bajo, un preludio y un par de canciones para ser introduci-
das en la ópera cómica de Umlauf Die schone Schusterin (La bella zapa-
tera), no hay nada anterior a Prometeo que se pueda mostrar como indica-
tivo de una ambición suya en tal dirección. Dicen que Schikaneder contra-

-159-
tó a Beethoven, en 1803, para que compusiera una ópera destinada al
Theater an der Wien con un tema, al parecer, sobre Alejandro. Pero
Schikaneder perdió su autoridad y toda la historia no es más que un tejido
de «síes» condicionales que no vale la pena considerar aquí. Tampoco
hace falta recordar las riñas confusas y los cambios de dirección en el
Theater an der Wien, al frente del cual se instaló de nuevo Schikaneder
por orden del nuevo propietario, el barón Braun. En 1804 el teatro
necesitaba, con urgencia, una novedad; probablemente, fue el astuto
Schikaneder, más que Braun, quien instigó para que le fuese encargada
una ópera a Beethoven. De ser así, bien merece nuestros aplausos,
porque haber provocado la creación de dos óperas como La flauta
mágica, de Mozart, y el Fidelio, de Beethoven, es un hecho memorable.
Cursado el encargo, hacía falta encontrar un texto. Joseph von
Sonnleithner, hombre muy culto, secretario del Court Theatre, se brindó
a proporcionar uno, sugiriendo Léonore ou l'amour conjuga/ (Leonora o
el amor conyugal). La idea agradó a Beethoven; de hecho, se demostró
como la única temática operística que le satisfizo totalmente a lo largo de
su carrera, con excepción, por supuesto, de Le porteur d'eau (El aguador),
de Cherubini, y La Vestal, de Spontini.
Léonore era un auténtico «dramón», un tipo de historia que se había
hecho popular entre los testigos de la Revolución francesa. Su incidente
central, auténtico, se había producido en la jurisdicción de Jean Bouilly,
administrador de un departamento cerca de Tours durante el llamado
«reinado del Terror». Cuando se le propuso que escribiera libretos operís-
ticos (¿por qué, casi siempre, los libretistas no pasan de ser unos aficiona-
dos?), Bouilly echó mano de sus recuerdos y produjo los textos de El
aguador, de Cherubini, y de Léonore, de Pierre Gaveaux, óperas ambas
representadas en París con inmenso éxito. De este último título ya se
había dado una versión italiana en Dresde, en 1804, con música de
Ferdinando Paer. Sonnleithner, el tercero en liza, hizo una versión
alemana del asunto, pero, con poca sabiduría teatral, lo extendió hasta
los tres actos. Así, el texto de Beethoven llegó a sus manos de la misma
manera que a Shakespeare la Infraestructura de alguna de sus obras:
procedente no de una, sino de diversas fuentes; de esta forma, las cosas
positivas disimulaban, a sus ojos jnexpertos, las cosas negativas. T reitsch-
ke, poeta y empresario de la Opera de la corte alemana, anota que
Beethoven no temía a sus predecesores y que se puso a trabajar con
impaciente deleite.
Esta primera ópera de Beethoven fue como un caso de amor a
primera vista. Sentado junto al roble de ramas bajas en los bosques de
Schonbrunn, allí donde había compuesto su oratorio sobre Jesucristo
como liberador, se rindió a esta nueva y tremenda experiencia. En su
«Heroica" había dado al mundo, para siempre, su retrato del héroe ideal,
del gran hombre. En Fidelio aprehendía el retrato de su compañera, de la
heroína ideal, Leonora, la esposa fiel, mostrando en música imperecede-
ra su amor y su devoción inmortales. Y la heroína no sólo se apoderó de
Beethoven, sino también de la ópera. En efecto, no hay ningún otro
carácter que tenga existencia real, salvo en aquello que a ella se refiere, y

-160-
los incidentes -verdaderos en la realidad, necesarios para la representa-
ción realista de la obra- son, no obstante, infinitamente más auténticos
como símbolos de la vida interior, del corazón humano; en cierto
sentido, la ópera existe menos como una construcción para el escenario
que como una parte de nuestro propio ser.
La acción se desarrolla en España. Florestán, por algún delito
político del que nunca se nos informa, está muriendo de inanición en uno
de los calabozos subterráneos de una fortaleza gobernada por su enemi-
go implacable, Pizarro. La noticia de la muerte de Florestán ya había
circulado por el mundo exterior, pero Leonora, tal vez por un singular
instinto fruto del amor, cree que el amado puede estar vivo aún y decide
rescatarlo. Para lograrlo, adopta el disfraz de muchacho, toma el nombre
de Fidelio y logra penetrar en el castillo poniéndose al servicio de Rocco,
el carcelero.
Gracias a otro lance afortunado, Marcelina, hija de Rocco, que ya
está harta de los requiebros de Jaquino, portero de la prisión, se enamora
del guapo Fidelio. Entre tanto, Pizarro, viendo que el hambre no basta
para que Florestán muera, ordena a Rocco que lo ejecute antes de que
llegue el ministro Don Fernando para inspeccionar la prisión. Rocco, que
es un hombre amable, se niega a hacerlo, pero consiente en cavar la
tumba si el crimen lo lleva a cabo Pizarro. Leonora, que ha escuchado
tales palabras, persuade a Rocco para que la tome de ayudante. Rocco
ha permitido que los demás prisioneros de la fortaleza salgan al patio
para realizar algún ejercicio. Mientras desfilan, ojerosos y débiles, Leono-
ra escruta cada rostro con la esperanza de hallar entre ellos el de su
marido.
(Su intensa mirada, infinitamente emotiva, es un «recurso» que ha
llegado hasta nuestros días, probablemente desde los tiempos de Beetho-
ven.) Pizarro, furioso al ver los prisioneros en el patio, reprende a Rocco.
Entre tanto, Florestán, sumido en las últimas etapas de su decaimiento,
sueña con Leonora. Ya en la vida real, Rocco aparece con el «mucha-
cho», a quien ordena que le ayude a cavar una tumba. En su ansiedad por
identificar al prisionero, Leonora casi se traiciona y apenas puede repri-
mir su emoción cuando reconoce la voz de su marido. Llega Pizarro y le
dice a Florestán que va a matarle; cuando intenta apuñalarle, Leonora le
detiene, interponiéndose y sirviendo de escudo a Florestán. Pizarro
intenta de nuevo matarle y ella le defiende otra vez, gritando: «iPrimero
mata a su esposa!» La sorpresa de Florestán y la furia de Pizarro surgen
sin control; Pizarro exclama: «lTemblaré ante una mujer?», e intenta
asesinarlos a ambos. Leonora, acorralada, saca una pistola y exclama:
«Una palabra más y eres hombre muerto», al mismo tiempo que el sonido
de una trompeta distante lo sume todo en el silencio: Don Fernando ha
llegado, lo que significa la salvación para Florestán. Este es el gran
momento, el clímax magnífico de la historia. La última escena es, simple-
mente, la consumación de la justicia y la alegría.
Este libreto gozó del favor de Beethoven sin duda por su tremenda
pasión liberadora que, según M. Closson, era una huella dejada por sus
antepasados flamencos. Igualmente opina que el nombre de Leonora

-161-
pudo haber suscitado su estimación por recordarle el de Eleonore von
Breuning. Se trata tal vez de un eslabón inconsciente, que enlaza con sus
felices días en Bonn, el que al final del libreto -que, según Rolland, es
una transcripción que se aproxima bastante al original francés- Beetho-
ven introdujera estas líneas:
Wer ein holdes Weib emmgen,
Stimm'in unsem Jubel ein!
(iEI que haya conquistado una mujer cariñosa,
una su júbilo al nuestro!)
Se trata, prácticamente, de una cita de la Oda a la Alegría, de Schi-
ller, que Beethoven había decidido poner en música desde hacía mucho
tiempo, ya en Bonn, y que al final compuso como último movimiento de
su Novena Sinfonía. Para Beethoven la ópera fue siempre Leonora. Le
disgustó profundamente que las autoridades del teatro insistieran en que
tenía que llamarse Fide/io.
Desde la primera representación, en 1805, comenzó a darse cuenta
de los fallos del libreto de Sonnleithner. Ya he descrito anteriormente la
bienintencionada reunión de amigos de Beethoven, que le persuadieron
para que aceptara una revisión, de la que se ocupó Stephan von Breu-
ning realizando cortes tan drásticos para el nuevo estreno de 1806 que la
segunda versión era casi peor que la primera, salvo que los tres actos
habían quedado reducidos a dos y que Beethoven había reemplazado la
obertura original por la asombrosamente gloriosa conocida como Leono-
ra n. 0 3. Cuando Fidelio pasó por un tercer estreno en 1814, Beethoven
se había asegurado la colaboración del hábil G. F. Treitschke, si bien él
mismo estaba en mejores condiciones que antes para emitir juicios
críticos sobre la música. Fidelio, en su actual estado, es el resultado de
dichos esfuerzos.
El diseño de Fidelio respondía a las estructuras del Singspiel ale-
mán, es decir, que entre los números cantados se intercalaban otros
meramente hablados. Admirable en la comedia, esta forma es menos
adecuada para el drama, ya que las alteraciones entre la canción y lo
hablado juegan con los sentimientos del oyente como el gato con el
ratón. Lo dicho se confirma en Fidelio, especialmente en el primer acto,
aunque existen pasajes en el acto segundo en los que el sistema parece
una pura inspiración.
Cuando Beethoven comenzó su ópera examinó, naturalmente, los
mejores modelos de otros compositores. Bekker dice que Fidelio contie-
ne algunos elementos estilísticos que miran hacia una ópera lírica del
pasado y que otros pertenecen a la música dramática. «Mozart -añade-
intentó amalgamar algo del drama lírico alemán con la forma italiana,
idea que Beethoven llevó más lejos con la ayuda de modelos franceses,
que eran de un estilo más libre y declamatorio que la forma cantabile
italiana.»
Romain Rolland es muy positivo en relación con las fuentes france-
sas de Beethoven. Tras considerar el origen francés del libreto, prosigue:

-162-
«Esta filiación entre un joven vigoroso y los miembros más viejos de
una noble raza ... no se limita, meramente, a una vaga semejanza moral.
Viene claramente marcada en la música, con una precisión que no
admite duda. El estilo sinfónico de Leonora deriva, en lo esencial, de
Méhul y Cherubini. Sabemos que Beethoven, en el apogeo de su genio
(en 1823), escribió humildemente a Cherubini elogiándole esta obra
(Medea). No es sorprendente, pues, que en su propia música se hallen
trazos de esta influencia.»
Arnold Schmitz (1925) opina que las semejanzas son especialmen-
te fuertes en las oberturas. Rolland admite, sin embargo, que algunas de
las analogías pueden ser explicadas basándose en la teoría de una fuente
común con Gluck; por ejemplo, los unísonos poderosos que inician todas
las oberturas de Beethoven.
Sin duda un examen más detallado de las partituras de Gluck,
Méhul, Cherubini y otros compositores del periodo arrojaría una intere-
sante luz sobre los estudios que Beethoven llevó a cabo por su cuenta,
sosegadamente, pero cuanto más clara aparece su deuda con los demás,
más enteramente se nos muestra como el Beethoven que fue. Hay un
hecho que domina todos los demás: su talento genial.
De las cuatro oberturas que Beethoven escribió para Fidelio, se ha
demostrado que la Leonora n.0 1 era la más temprana, escrita antes de la
primera representación de la obra, pero retirada por Beethoven, quien la
halló demasiado insignificante. Hay algunas afinidades relevantes en
conexión con la obertura de Prometeo. Se equivocaba Thayer al señalar
como evidente que la Leonora n. 0 1 había sido compuesta para una
representación en Praga, en 1807, que nunca tuvo lugar. Fanny Mendels-
sohn no acertaba a entender la pobre opinión que de la pieza tenía
Beethoven. En 1835 y desde Düsseldorf escribió a su hermana: «iAh,
Rebeca! Hemos escuchado una obertura para Leonora, una pieza nueva.
Es notorio que nunca haya sido tocada; a Beethoven no le agradó y la
dejó de lado. iEste hombre no tenía gusto! iEs tan refinada, tan interesan-
te, tan fascinadora, que conozco pocas cosas comparables a ella!»
La obertura Leonora n. 0 2, interpretada en la auténtica primera
representación, que tuvo lugar el 20 de noviembre de 1805, es una obra
mucho mejor, iniciada sobre una trama de forma sonata, tan ambiciosa
que ni siquiera el propio Beethoven la llega a conseguir. La lenta
introducción, la exposición y el desarrollo del a/legro son de tan gran
magnitud que ni siquiera hay tiempo para una recapitulación, ausencia
que la coda no acierta a compensar debido a su reducido volumen. Hoy
tal esquema se aceptaría como satisfactorio, pero no contentó a Beetho-
ven. Antes del nuevo estreno de la ópera, en 1806, reescribió la obertura.
El resultado fue la incomparable Leonora n.º 3. En ella Beethoven puso
todo cuanto le parecía vital en su concepción de la ópera. Se excedió.
Este n.0 3 no es la obertura para Leonora, es Leonora. No es una
anticipación, sino un todo.
Mediante una cuidadosa comparación entre Leonora n. 0 2 y Leono-
ra n.º 3 podemos beneficiamos de una apasionante lección sobre los

-163-
procesos mentales de Beethoven y también de una lección maravillosa
en cuanto a construcción musical. En todos los sentidos, el material es el
mismo en ambas oberturas, pero difiere el uso estructural. Si en la n.0 2 el
esquema abstracto es grandioso, pero desequilibrado, en la n.0 3 es
tenso, soberbio, magníficamente proporcionado, sosteniendo a la música
tal como los huesos sostienen los músculos. Además, los detalles emocio-
nales están mejor elegidos y emplazados. Basta comparar el noble
efecto, inmensamente superior en la Leonora n. 0 3, del pasaje entre las
dos llamadas de trompeta tocadas «fuera del escenario».
Aquellas llamadas de trompetas figuran entre las cosas más famo-
sas de la música. Rolland, siguiendo a Schmitz, las hace derivar de la
obertura de Méhul para Helena; la sugerencia podía haberle venido a
Beethoven de la llamada de trompeta en la Sinfonía Militar, de Haydn,
ejemplo que tenía mucho más próximo, lo que nos hace pensar que
también los franceses intentan llevar el agua a su molino. Rolland y
Schmitz atribuyen la ebullición y torbellino de las cuerdas al unísono en
la coda de la Leonora n.0 3 a la obertura de E/isa, de Cherubini, sin hablar
ya de o'tras analogías de ritmo, de acordes sincopados, etc., con Cherubi-
ni y Méhul. Todo ello no hace más que demostrar que Beethoven, con la
alquimia de su genio, convertía en oro todo lo que tocaba.
A pesar de todo, Beethoven no estaba satisfecho. Cuando revisó
Fidelio en 1814, se dio cuenta de que una gran obertura dramática era
un prefacio perturbador para un drama lírico. De ahí que reemplazara la
Leonora n.0 3 por una nueva obra llamada Obertura para Fide/io. El
cambio de nombre coincidió con un cambio de carácter. La nueva clave
elegida fue mi mayor en lugar de do, empleó nuevos temas y dio a la
textura de la música una alegría evidentemente intencionada para pro-
porcionar un liviano preludio que condujera al espectador directamente
a la escena inicial, en la que personajes secundarios del reparto -Jaqui-
no y Marcelina- abren la ópera, cantando a dúo, de la manera más
convencional, sus pequeñas cuestiones amorosas. iQué ejemplo nos da
Beethoven de su agudo sentido dramático! exclama uno. De acuerdo.
Pero también iqué ejemplo de vacilación!, ya que aquel mismo año
accedió a sustituir su obertura para Prometeo por una representación de
la ópera y (posiblemente) su obertura de Las ruinas de Atenas por otra.
De los dos actos que ahora forman Fide/io, el primero contiene diez
números (exceptuada la obertura) y el segundo, seis, algunos de los
cuales tienen un propósito tan amplio que la ópera ha sido llamada a
menudo sinfónica. Beethoven, por su naturaleza, pocas veces podía
evitar introducir características sinfónicas en melodía, armonía, instru-
mentación, e incluso hay textura sinfónica en la música escrita al modo
solemne. Pero es totalmente falso suponer que, porque su ópera es
sinfónica, no resulta adecuada para la escena. De manera extraordinaria,
la realidad espiritual de su drama atraviesa el molde formal operístico,
rígido, con técnica sinfónica; la música logra su efecto compulsor a veces
gracias a la expresión directa de .la verdad (como en la escena del
calabozo) y a veces gracias a una evocación general artística y simbóli-
ca; haciendo que los oyentes avancen por una amplia avenida de mú-

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sica, Beethoven expone sus pensamientos en la dirección deseada,
incluso cuando no existe un claro intento de expresión, ni de caracte-
rización.
Además, detrás del plan musical hay una especie de diseño físico.
Cada acto comienza de una manera sencilla, con pocos personajes;
gradualmente, va acumulando fuerzas hasta expansionarse en un am-
plio final concertado. Pero así como el acto 1comienza a plena luz del día
y haciendo burla de la simplicidad de los pequeños problemas cotidianos,
pasando gradualmente, en forma descendente, hacia las sombras de la
tragedia y los suspiros de todos cuantos viven en la desolación y la
opresión en el coro de los prisioneros, el acto II se inicia por debajo del
umbral de la esperanza y desde la cárcel inferior del alma humana que
vive en soledad, todo ello tipificado por Rorestán, para ascender gradual-
mente hacia la fe colmada en un estallido de luz, más gloriosa que
cualquier aurora.
Entre las distintas piezas del acto 1, las concedidas a Jaquino y
Marcelina son de secundario interés. Con la entrada de Leonora, la
música asciende hacia un nivel más elevado, aunque el cuarteto entre
Marcelina, Leonora, Jaquino y Rocco (delicioso y admirable ejemplo de
canon efectivo) no consigue expresar ninguna de las tan variadas emo-
ciones de los personajes participantes. Para la canción de Rocco, sos-
pecho que Beethoven evocó de nuevo recuerdos de Bonn; en todo
caso, la tonada sobre el oro suena a aire renano. En el trío que sigue,
Beethoven comienza a tomar las riendas, dando a cada cosa su verda-
dero significado. Si no hubiera hecho nada más, deberíamos estimarle
por su maravilloso entendimiento sobre la diferencia entre las mane-
ras de amar de Leonora y de Marcelina. A cada una de ellas se le conce-
de, por turno, una frase musical, que inician de una manera similar y
acaban con un pasaje melismático. Pero cuando Leonora, pensando
en Florestán, intensifica su frase cambiándola a una armonía menor y
remachándola con aquella appoggiatura de pasión que Beethoven re-
servaba para los sentimientos más fuertes, Marcelina sigue sin alterar
su melodía en tono mayor y disuelve sus sentimientos en una caden-
cia florida y superficial.
Después de una marcha sigue el aria de Pizarra, con coro, dentro de
una tónica ya experimentada: el malvado emite su «iJa! iJa! iJa!», la
tercera vez en un retumbante re alto. Para este personaje Beethoven
adoptó, con fuerza y éxito, lo que era convencional en la ópera: una
oscura disposición de ánimo en re menor, un tanto estimulada, pienso a
veces, por el motete de Haydn llamado Ritomo di Tobia, conocido en
Inglaterra como el «anthem» o antífona Insanae et vanae curae. Deben
tomarse en cuenta los acordes de Beethoven de séptima disminuida en
conexión con Pizarra; también, en este punto, da rienda suelta a la
orquesta por primera vez, aplicando la teoría de Gluck según la cual los
instrumentos deben ser empleados dependiendo del grado de interés y
de pasión. En el siguiente dúo con Rocco, Bekker considera que Beetho-
ven saca a la luz «los instintos de animal de presa» de Pizarra, con gran
vivacidad, especialmente en los «pasajes de furtivo unísono».
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Pero todo ello deja de tener importancia cuando Leonora comienza
su recitativo y aria «iAbscheulicher! iWo eilst du hin!», la más grandiosa
pieza del acto l.
Entre la versión original de 1805 y la definitiva de 1814, Beethoven
hizo cambios que no todos los críticos han visto con aprobación, ya que
sacrificó los elementos femeninos del carácter de Leonora en beneficio
de los rasgos heroicos. No obstante, el mero emplazamiento de pasajes
con florituras basta para mostrarnos cómo el corazón de Leonora se
dilata con el pensamiento de la esperanza cumplida y de qué manera
acumula energías al tener consciencia de su noble deber como esposa
enamorada. Este era, además, el momento para tomar resoluciones
heroicas y Beethoven va a su encuentro con esta magnífica aria, en la
que cada compás rebosa de significado, incluso en la orquestación del
acompañamiento; gracias a ello podemos contemplar, con privilegio, las
asociaciones que el propio Beethoven establece entre ciertas ideas y
ciertos colores orquestales especiales: por ejemplo, en el uso de las
trompas. El gran final que sigue viene apoyado, tanto al comenzar como
al acabar, por dos coros para los prisioneros, uno para cuando surgen a
la luz, otro para cuando descienden de nuevo a la oscuridad. El segundo
coro se ve enriquecido con la intervención de los personajes solistas,
quienes, en la sección intermedia, han pasado por una crisis que la
música se ha cuidado de explicar vfvidamente; la esperanza de Leonora
de acercarse a Florestán ha estado a punto de frustrarse debido al
miramiento de Rocco, fuera de lugar, y después de haber soportado el
furioso estallido de Pizarro provocado por la amabilidad (ino tan despla-
zada!) de Rocco hacia los prisioneros.
Este gran final, con sus sombrías progresiones y un uso del piano y
el pianissimo que encoge el corazón, es una pieza genial, sólo inferior en
magnificencia al comienzo del acto 11 donde, en la escena del calabozo, la
música incomparable de Beethoven asciende progresivamente en inspi·
ración. Rgura primero el aria de Florestán, "In des Lebens Frühlingsta-
gen ist das Glück von mir Geflohn» («La felicidad ha huido de mi en la
primavera de mi vida»), de penetrante hermosura y que nos proporciona
-al igual que la gran aria de Leonora- una visión del interior de la
mente y del corazón de Beethoven, como hombre y como músico.
Berlioz, generalmente un hombre a quien no le faltaban las palabras, se
sintió incapaz, por mera emoción, de completar su descripción de esta
aria. Sí menciona, no obstante, «la canción del oboe, que viene después
de la de Florestán, como la voz de la adorada esposa que cree haber oído
en su imaginación». iY qué toque tan maravilloso aquel del recitativo
introductorio, cuando lo primero que le viene a la mente a Florestán, en
aquella oscuridad, es el pensamiento de Dios, reflejado por Beethoven
mediante una modulación enarmónica que surge de la sorda armonía de
sol bemol, hacia la pura luminosidad de fa sostenido y de si mayor!
En el melodrama y en el dúo entre Rocco y Leonora a la hora de
cavar la fosa, la quietud aterradora en la que discurre casi toda la música,
las frases tensas y cortas de los que cavan, los extraños toques de
realismo en la orquesta cuando la piedra se mueve y la emoción sosteni-

-166-
-··~·-· =·
.. •.

Página autógrafa de Fidelio, la única ópera escrita por Beethoven.

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da en la música de Leonora resultan tan indescriptibles como inolvida-
bles. Las partes orquestales contienen un amenazador significado. Beet-
hoven emplea los colores excepcionales del contrafagot y el trombón, los
tresillos en los violines con sordina, la figura atemorizante en los violon-
chelos: iqué maravillosa partitura! Esta escena constituyó, seguramente,
el punto de partida desde elque el genio de Schubert se lanzó, en 1815, a
componer su canción El rey de los elfos, sobre un poema de Goethe, tal
como lo observó Richard Capell en su autorizado libro Canciones de
Schubert.
Mientras la acción se intensifica, Beethoven amplía su tratamiento,
aunque el trío melódico entre Florestán, Leonora y Rocco es más una
ampliación de medios que musical. El cuarteto que sigue a continuación
de la entrada de Pizarro es la soberbia culminación, en función de la cual
existe el resto de la ópera. La música barre la acción principal, avanza
como una ola enorme, dentro de la cual Beethoven desarrolla el juego
entretejido de caracteres y motivos, con extrema veracidad y perspicacia.
Se alcanza el primer momento trascendental cuando Leonora grita
«iPrimero mata a su esposa!» Beethoven alteró las notas varias veces
antes de lograr lo que él consideraba una intensidad suficiente para la
frase. Es un notable ejemplo de la consistencia de su imaginación que
pusiera este gran acto de heroísmo en un acorde de mi bemol mayor, que
es la clave de su «Heroica». El segundo y supremo clímax de la escena se
produce con las llamadas de la trompeta anunciando la llegada del
gobernador; en la música de Beethoven, la sombra de la muerte se
desliza como la de un eclipse solar.
El hermoso y alegre dúo entre Leonora y Florestán, por fin unidos,
encaja correctamente, a pesar de que su música procede de un borrador
anterior de Beethoven que, según cree Bekker, pertenecía a la ópera
proyectada en 1803.
En la segunda parte del acto, con su amplia consumación ceremo-
nial de júbilo, Beethoven se sirve también, para expresar la divina felici-
dad de Leonora cuando libera a Rorestán de sus cadenas, de una música
procedente de otro trabajo anterior. El movimiento proviene de la Canta-
ta para la muerte de José JI, aunque yo no puedo evitar la idea de que
Beethoven se había dejado influir fuertemente por el aria de Eurídice en
el Orfeo, de Gluck, cuando describe la tranquila hermosura de los
Campos Elíseos. Las tres arias están en la misma clave de fa mayor,
tienen una maravillosa afinidad musical y son utilizadas para expresar el
mismo sentido de emancipación hacia la serenidad celestial y la santifica-
ción. En Fidelio, el coro sigue inmediatamente a lo dicho sirviéndose de
aquellas palabras de Schiller rcWer ein ha/des Weib errungen», que
Beethoven intercaló en el trabajo de sus libretistas. La secuencia de sus
evocaciones de Bonn hace que uno se detenga a pensar seriamente.
¿Leonora? ¿Eleonora von Breuning? Los conjuntos y coros que Beetho-
ven ha dispuesto para el final de Fidelio superan los requisitos de la
convención operística que regían a comienzos del siglo IX y anticipan,
hasta cierto punto, caracteres de su Novena Sinfonía, que nos dejan con
algo de la misma inquietud. ¿Es correcto o incorrecto el gran coro final?

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Treitschke pensaba que la ópera debería haber acabado con la escena
del calabozo.
Pero aquí Beethoven estaba aún más seguro que en la Novena
Sinfonía. Independientemente de lo que pensara -o piense todavía- la
opinión pública sobre Fidelio como ópera, Beethoven creía en ella
apasionadamente no sólo por ella misma, sino para el futuro de la
música. Ya moribundo, Beethoven le dijo a Schindler que de todos sus
«hijos» éste era el que más quería y que: «Por encima de los demás lo
conceptúo lo bastante notable como para ser poseído y empleado por la
ciencia del arte.»
Las palabras de Beethoven deberían ser sopesadas cuidadosamen-
te. A pesar de que la opinión pública ha formulado ya su veredicto, que
difiere del del autor, es posible que Fidelio pueda demostrar algún día
que Beethoven sabía más que nosotros. Una cosa es segura: la ópera va
directamente al corazón de la humanidad. Un médico inglés que, asistien-
do por vez primera a la ópera, vio una representación del Fidelio, de
Beethoven, exclamó: «iAsistiré a todas las óperas escritas por él!» Su
veredicto era correcto.
iAh! iOjalá Beethoven hubiese escrito estas otras óperas! Buscaban
para él y le mandaban libretos y más libretos, que eran considerados y
rechazados. «Y ahora ha de haber magia a toda costa. No puedo negar
que, de manera general, tengo prejuicios contra esa clase de cosas, ya
que ejercen un efecto soporífero sobre el sentimiento y la razón», escri-
bió, cuando le fue ofrecida una ópera feérica, Bradamante. A él le hubiese
gustado «algún tema grandioso, tomado de la historia y, especialmente,
de las edades oscuras, por ejemplo, de los tiempos de Atila o parecidos.»
Daba vueltas a la idea de Macbeth con un frenesí casi demoníaco, y
también Fausto puso en marcha su imaginación; una ópera india le dejó
indiferente. Melusina, El retorno de Ulises, Baca, Rómulo y Remo,
Alfredo el Grande, Romeo y Julieta, Fiesco de Schiller y las tragedias de
Voltaire figuraron entre los temas considerados y rechazados. La solem-
nidad sobrecogedora de la lista confirma lo que Beethoven le dijo a
Rellstab, cuando este último le ofreció un libreto: «Me importa poco el
género al que pertenezca la obra, con tal de que el material resulte
atractivo. Pero tiene que ser algo que yo pueda aceptar con sinceridad y
con amor. iYo no podría componer óperas como Don Juan y Figaro! iMe
resultan repugnantes! iYo no podría haber elegido tales temas! iSon
demasiado frívolos para mí!»
Pero aunque Beethoven no compuso ninguna otra ópera, su cone-
xión con el escenario continuó con bastante asiduidad a través de la
música que produjo incidentalmente para varios dramas. Egmont, la más
extensa y también la de mayor calidad de esta serie de piezas, fue escrita,
según dijo, en 1810, por puro amor al poema de Goethe. El tema avivó
los «componentes flamencos» del carácter de Beethoven: la «pasión
liberadora» comenzó a operar de nuevo y la música se desparramó,
inflamada por el genio. La obertura es un ejemplo soberbio de aquel tipo
de obra que Beethoven hizo especialmente suyo: la obertura dramática.
Lo había alcanzado en el curso de sus experimentos con Leonora. Como

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muy bien dice Bekker, fue la forma característica de Beethoven para lo
que podríamos llamar musicodrama; todo el contenido espiritual del
drama lo proyectó dentro de la obertura. Tremenda comprensión, com-
parable al condensado poder de la fuerza atómica. En la obertura de
Egmont Beethoven envolvió la escena entera y el curso de la heroica
historia. Quizá el más asombroso ejemplo de la citada comprensión es
el pasaje que viene inmediatamente después de los acordes, muy queda-
mente sostenidos, que designan la muerte del patriota Egmont, cuando
Beethoven nos comunica, en ocho compases, la agrupación y resurgi-
miento de una nación en revolución.
Los cuatro entreactos orquestales, la música que describe la muerte
de Clarchen, el melodrama para el sueño de Egmont y la «Sinfonía de la
Victoria», todos son dignos de la obertura. Las dos canciones de Clar-
chen, aunque no igualan a la música de Leonora en Fide/io, figuran, no
obstante, entre las mejores canciones líricas que escribió Beethoven y
resultan bellamente características. Al igual que en otras obras, también
en Egmont realza Beethoven profundamente los significados mediante
la orquestación, hecho que puede demostrarse comparando la partitura
de Egmont con los procedimientos seguidos en la «Heroica» y en Fide/io.
La obertura de Cario/ano, escrita en 1807 como prefacio para la
obra de igual título de Collin (no de Shakespeare), es otra de aquellas
tremendas piezas del género que contienen en sí todo el drama. Su
descripción de un orgullo y un poder catastróficos es demasiado conoci-
da como para precisar aquí de una repetición; no obstante, no puedo
resistirme a decir unas palabras sobre la manera en que Beethoven,
después de lanzar su segundo tema en la clave mayor, se desvía a la
tonalidad menor antes del final, como si se hubiera dado cuenta de que, si
continuaba aquella belleza, sería más de lo que el corazón es capaz de
soportar.
Las oberturas y música incidental para Las ruinas de Atenas, de
Kotzebue, y para El rey Esteban, primer benefactor de Hungría, del
mismo poeta, datan de 1811. Se dice que Beethoven compuso toda esta
música en un mes. Posiblem~nte se arrepintió, cuando tuvo ocasión para
hacerlo, ya que, si bien las obras fueron recibidas en Pest con aplausos
clamorosos en su primera audición, y aunque en cierta ocasión las
denominó sus pequeñas óperas, tales oberturas (cuando las vendió a la
Sociedad Filarmónica de Londres, como nuevas, en 1816) desilusiona-
ron tanto a sus admiradores ingleses que éstos escribieron a Charles
Neate, que había sido uno de los intermediarios: «iPor el amor de Dios,
no compre nada de Beethoven!»
Tanto Las ruinas como El rey Esteban han caído en el olvido, lo que
puede ser el comentario justo que merecen entre las obras de Beeth'4ven.
No obstante, quizá deberíamos mencionar la Marcha Turca de la prime-
ra, ya que el tema había sido utilizado por Beethoven en las Variaciones
en re, dedicadas a Oliva. La tradición dice que tal marcha era rusa. iQué
gloriosa mescolanza!
Entre otras piezas «circunstanciales» de música dramática de Beet-
hoven figura la Marcha Triunfal para Tarpeya (1813), que resulta efecti-

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va dentro del convencionalismo de tales obras. Tenemos también, con
fecha de 1815, un Coro de Soldados para voces masculinas, sin acompa-
ñamiento, una romanza con arpa, Es blüht eine Blume, un melodrama
con armónica de cristal y una versión orquestal de la marcha fúnebre
procedente de su Sonata para piano, Op. 26, todo ello destinado a un
drama titulado Leonora Prohaska, que nunca llegó a representarse. Al
parecer, fue vetado por el censor. Dado que el Coro de Soldados era una
glorificación de udie Freiheitii Música incidental (la libertad) y que la
historia se refería a una heroína que luchaba a lo largo de la guerra de
liberación, vemos enseguida por qué la obra atrajo a Beethoven y por qué
no agradó al censor. Un coro, Germanía, wie stehst du, fue habilitado por
Beethoven para un Singspiel, llamado Gute Nachricht (Buenas noticias),
ensamblado por Treitschke al celebrar la ocupación de París en 1814.
Al año siguiente se repitió la historia. París capituló de nuevo y
Treitschke preparó otra pieza jubilosa, Die Ehrenpforten, para la que
Beethoven compuso el coro Es ist vollbracht.
Estas composiciones estuvieron al servicio de sus propósitos más
tópicos, pero la última obra de Beethoven para la escena es de una
categoría completamente distinta. El Teatro Joseph?tadt tenía que inau-
gurarse el día del santo del emperador, el 3 de octubre de 1822, y la
primera pieza que tenía que representarse era una paráfrasis de Las
ruinas de Atenas, ahora cambiada y adaptada por Carl Meisl con el título
de La consagración de la casa. Nuevas letras, con malas adaptaciones
que preocuparon a Beethoven, fueron en su mayoría acopladas a la vieja
música por Meisl. No obstante, para un lance concreto, Beethoven
aportó un coro fresco y majestuoso que derivaba hacia un cuadro y
-mucho más importante- descartó la vieja obertura para Las ruinas de
Atenas, componiendo en su lugar la que conocemos ahora como Die
Weihe des Hauses (La consagración de la casa), Op. 124. Si alguna vez
la música se enriqueció con la sabiduría de la madurez es en esta obra,
noble y extrañamente desdeñada, cuya significación en la secuencia de
los pensamientos beethovenianos no es suficientemente reconocida.
Esta pieza mantiene, con el último periodo creativo, la misma relación
que el Prometeo con la etapa intermedia y -como si se tratara de una
hermosa ley natural inevitable- Beethoven volvió aquí al tipo reflexivo,
no dramático, que la había servido para Prometeo, pero empleado ahora
con una maestría infinitamente superior. Schindler cuenta una preciosa
anécdota sobre la composición de esta obra. Beethoven estaba trabajan-
do ya en la Consagración y un día que caminaba por el Helenenthal con
su sobrino Karl y con Schindler le vinieron a la mente, de repente, dos
motivos: uno en estilo libre y otro en estilo estricto. Los cantó a sus
compañeros, preguntándoles cuál les gustaba más. Karl votó por ambos,
pero Schindler expresó «el deseo de ver el tema fugado elaborado para el
propósito en cuestión. No se ha de entender por ello -prosigue Schind-
ler- que Beethoven escribiera la obertura La consagración de la casa
tal como lo hizo por haberlo querido yo así, sino porque hacía mucho
tiempo que venía acariciando el plan de escribir una obertura en el estilo
estricto, expresamente haendeliano».

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Esta historia concuerda con la obertura, que se podría describir, de
una manera muy tosca, como unos bloques de tutti en estilo libre y
armónico y unos bloques de fugas, densamente discurridas. Y, aún
mejor, ilustra el principio de dualidad que se había manifestado en la
mente de Beethoven desde los primeros tiempos, y que llegó a constituir
una fuerza que le gobernaba en sus últimas composiciones. Estoy segura
de que esta obertura, que en su intención era como un homenaje a
Haendel, debió planificarla como una pieza que acompañara la obertura
estructurada sobre el nombre de Bach, esbozada durante este periodo,
pero nunca terminada. Con sagaz percepción, la obertura para Haendel
fue escrita para el teatro; la de Bach, hubiese sido destinada a la sala de
conciertos. El hecho de que la obertura La consagración de la casa deba
algo, también, a la de La flauta mágica, de Mozart, puede que sea, tan
sólo, un más profundo reconocimiento hacia Haendel, como fuente co-
mún de inspiración.
Bekker, al hablar de esta gran pieza de música, dice que es «una
expresión perfecta de la alegría del creador en el momento de su crea-
ción ... una apoteosis a la vez profana y sacra de la calidad sacerdotal del
artista».
Así, con Las ruinas de Atenas, se construyó un nuevo y glorioso
templo, un templo «jamás edificado» y que, por ello, queda «construido
para siempre». La última obra de Beethoven para la escena no era un
final, sino un comienzo.

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13. Música vocal

En una estimación aproximada las obras vocales de Beethoven


pueden calcularse en cien canciones, ciento sesenta y cuatro arreglos
de canciones populares, cuarenta cánones, cinco cantatas, un oratorio.
dos misas y algunas piezas varias para coro o conjunto vocal reducido.
De todo ello sólo se mantienen en repertorio unas pocas canciones y la
gran Missa Solemnis. Limitar este capítulo a los supervivientes, mostrán-
dolos bajo el aspecto espectacular de aquel famoso artista de variedades
que, para sus juegos de prestidigitación, usaba un trozo de papel, una
bola de billar y una bala de cañón, lanzándolos al aire simultáneamente,
sería presentar las obras vocales de Beethoven de manera errónea. Ya
que, aunque Beethoven no era un virtuoso de la música vocal, las obras
que escribió para aquel medio poseyeron una cualidad preciosa que, si
les dio vitalidad, las hizo también vulnerables. Wagner lo comprendió
cuando dijo que, dejando a un lado la forma sonata, «las otras formas,
especialmente aquellas en las que se mezcla la música vocal, las tocó
únicamente de paso, como si fuese a manera de experimentación, a
pesar de sus logros extraordinarios en ellas.» (La cursiva es mía, no de
Wagner.)
Experimentación. Esta es la palabra clave para comprender las
canciones, las cantatas, el oratorio y las misas y un indicio del disgusto
que, de forma subconsciente, experimentaba Beethoven cuando tenía
que manejar voces; descontento por las limitaciones de la voz humana;
descontento por los convencionalismos existentes en los arreglos de las
letras, de las fórmulas vocales, de las necesidades de los cantantes;
descontento con él mismo por lo áspero de su escritura coral. La
comparación de su trabajo con el poder arrebatador y la derechura
infalible de Haendel le hizo sentirse muy humilde. Schulz, que visitó a
. Beethoven en 1823, anota:
«No puedo describirte con qué emoción y, estoy por decir, con qué
sublime lenguaje habló de El Mes(as ... Todos y cada uno de nosotros
estábamos conmovidos cuando dijo: "Descubriría mi cabeza y me arrodi-
llaría ante su tumba" (la de Haendel).»
En aquel momento Beethoven había emergido de una lucha a vida
o muerte, de cuatro años de duración, durante los cuales había escrito la
Missa Solemnis. Haendel, su modelo, había compuesto El Mesías en
menos de un mes.

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CA la hora de escribir canciones, Beethoven no tenía grandes mode-
los. Sus propias obras fueron una especie de puente entre las cancionci-
llas ingeniosas del siglo XVIII, escritas para entretenimiento doméstico, y
los exquisitos /ieder de Franz Schubert. Al principio Beethoven confió,
sobre todo, en su instinto. De hecho, examinando las canciones compues-
tas por él durante el periodo de Bonn, hay momentos en que desearía
no haber estudiado nunca con Salieri. Las alegres arias para bajo con
orquesta (hacia 1790) Prüfung des Küssens y Mit Madeln sich vertragen,
tienen un entusiasmo juvenil sumamente atractivo -del tipo de canción
«usted-también-puede-cantarla»-, y la simplicidad y emoción de la Elegie
auf den Tod eines Pudels (hacia 1 787) aún van directamente al corazón.
Cierto es que muchas de sus primeras canciones muestran puntos
débiles en la parte técnica e, incluso, ramalazos de sentimentalismo, pero
tienen impulso lírico y aquella lozanía de un hombre joven que ya nunca
podrán aparecer en las composiciones de la madurez. Beethoven perdió
todo lo dicho -en cuanto se refiere a sus canciones- por culpa de las
orientaciones que Haydn y Salieri le dieron en Viena. Haydn, simplemen-
te, le confirmó la conveniencia de doblar la línea vocal con la parte alta del
acompañamiento, un mal hábito que, con el subterfugio de dar soporte a
la voz, la obstaculizaba; Salieri le condujo de nuevo a los modelos
italianos, que, excelentes en sí mismos, resultaban ajenos al talante de
Beethoven. No obstante debo confesar, con honestidad, que Adelaida
(1795-96), la más famosa de estas canciones italianizadas, es realmente
muy hermosa y posee la genuina pasión de Beethoven que, a través de
su molde formal, se manifiesta en las hermosas y siempre nuevas frases
en las que el amante reitera el nombre de Adelaida. Su estilo es bel canto
puro. Son pocos los cantantes que hoy poseen el método adecuado, y la
canción apenas se escucha.
La gran escena dramática para soprano y orquesta, Ah, perfido!
spergiuro (1796), la arietta In questa tomba (1807) y las seis canciones
sacras sobre poemas de Gellert (1803), que incluyen las impresionantes
Vom Tode y Die Ehre Gottes aus der Natur (que se anticipa a Schubert),
son todas sorprendentes. Pero hoy en día requieren, para ser interpreta-
das, una potencia física y un tipo de voz que es inevitable asociar con
cantantes de la Europa central. En Inglaterra, por ejemplo, este tipo de
obras se suele evitar.
Examinar las canciones de Beethoven en su periodo medio es darse
cuenta de que vacilaba entre el pasado y aquel mundo mágico y nuevo
del lied alemán, cuya llegada intuía, pero que nunca llegó a ver con
claridad, hasta que, ya en su lecho de muerte, fueron puestas en sus
manos algunas canciones de Schubert. Así, a veces, acudiendo al pasa-
do, Beethoven dejó de lado la cantidad verbal de sus canciones tan
despiadadamente como cualquier compositor de ópera de mediados del
siglo XVIII. En otras canciones, cuando miraba fijamente hacia el futuro,
se mostraba de una exquisitez sensitiva ante las inflexiones de los
poemas que tenía entre manos. Igual pasaba con sus acompañamientos.
Algunos no cooperan en nada y expresan solamente las armonías
implícitas en la melodía; otros se asocian vivamente con la voz; otros son

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híbridos. Casi todas las canciones llevan el sello de un periodo de
transición. Con una notable excepción, Schubert aprendió mucho menos
del Beethoven compositor de canciones que del Beethoven sinfonista.
Esa excepción fue el ciclo de canciones An die feme Geliebte (A la
amada lejana), Op. 98, formado por seis poemas de Jeitteles, a los que
Beethoven puso música en 1816. Por lo que sabemos, Beethoven dio
origen a la forma por él denominada /iederkreis y su solitario ejemplo
está considerado como el más perfecto, aunque en los ciclos Schone
Müllerin y Winterreise, de Schubert, y Dichter/iebe, de Schumann, se
contengan canciones que, consideradas individualmente, sean más im-
portantes. Los poemas de Feme Ge/iebte expresan el deseo anhelante y
la soledad del enamorado que, sentado en la colina, siente su corazón
atraído por la amada distante. Beethoven ha puesto a estos pequeños
poemas conmovedores una música de una ternura y de una sencillez
que disimulan el arte consumado con que encadena una canción tras
otra; finalmente, completa el ciclo por medio de una larga coda hecha
con material de la primera canción, ahora intensificada en emoción. Los
cambios de clave, de tempo y de ritmo son tan sutiles, los toques de
expresión y la pintura de las palabras en el acompañamiento dan una
visión tan íntima del corazón de Beethoven, que dudo que ninguna
interpretación, por buena que sea, pueda reproducir exactamente la
misma impresión exquisita que un estudio de la partitura.Tornemos, por
ejemplo, la canción n.0 2 que comienza suspendida en la posición menos
definida del acorde común (técnicamente conocida como 6/ 4) y allí
permanece, indeterminadamente, durante unos compases en una nota
de pedal dominante, mientras el enamorado contempla las lejanas mon-
tañas azules. Entonces, cuando sus pensamientos se deslizan hacia la
paz profunda del valle, envolviendo a la amada con la que anhela estar, la
música modula a do mayor y flota en esa quietud casi lúcida apoyándose
en la nota pedal de sol, sobre la cual la voz se expande monótona y
suavemente. O tomemos la pequeñísima descripción de Beethoven en el
acompañamiento de la n. 0 3, sobre las palabras Und du, Bach/ein, k/ein
und schmal («Y tú, riachuelo, angosto y pequeño»), que nos permite
apreciar la afección hacia el riachuelo, descrito ya en la Sinfonía «Pasto-
ra/,,. O miremos un pasaje como el del comienzo de la n. 0 4, en el que, con
los medios más sencillos, Beethoven da exactamente la impresión de
unas nubes que navegan por el alto cielo azul. ¿Hay cantante o pianista
que pueda transmitir estas impresiones con la reticencia y la claridad de
Beethoven? Dicen que algunos sonetos son tan hermosos que deberían
ser escuchados únicamente con el oído interior, mientras los ojos leen en
silencio. El ciclo Feme Geliebte, de Beethoven, tiene esa hermosura
inexplicable. Tiene, también, aquel «algo» misterioso de Beethoven. Aun-
que, como el amante en el poema de Robert Bridge, cuando elogia a la
dulce doncella y a la tierna flor, parece como si Beethoven nos dijese:
Así las uno en mi canción
para que todos las encuentren

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y, sin embargo, nunca nos deja saber quién es la mujer que inspira sus
más grandes canciones. Su Liederkreis lo dedicó ial Príncipe Joseph
Lobkowitz!
Beethoven comenzó haciendo arreglos de canciones populares por
deseo del editor escocés Thomson, que ya contaba, para su iniciativa, con
Pleyel, Kozeluh y Haydn. Como el negocio era rentable para todos, el
número de aires escoceses, galeses e irlandeses que, de esta forma,
fueron provistos de acompañamiento de piano y partes para violín y
violonchelo ad libitum, sumaron un elevado total. A Beethoven se le
contagió este tipo de trabajo hasta tal punto, que acabó dedicando su
atención a canciones populares portuguesas, españolas, italianas y ru-
sas, exotismos publicados por Schlesinger, ya que Thomson, cauteloso,
negó tener algo que ver con ellas. Aparte del error fundamental de forzar
tonadas modales para que encajaran en armonías diatónicas -crimen
que hoy en día horroriza a los expertos en tonadas folclóricas- muchos
de los arreglos de Beethoven no carecen de atractivo, en tanto que otros
contienen trabajos realmente buenos.
Haydn no careció de talento a la hora de escribir cánones, por lo que
es posible que Beethoven adoptara de él el hábito de componerlos:
cortos para ocasiones especiales, con algunos de tipo social o festivo. A
veces, al día siguiente tenía dudas de si no carecería de sentido lo escrito
la noche anterior. Las letras de los cánones son un índice de las palabras
que habían ocupado la parte superficial de su mente. Aquí hay algunos
ejemplos: Das SchOne zu dem Guten (1823 y 1825); Ars longa, vita
brevis (1816 y 1825); Gedenkt heute an Baden (1823); Hol euch der
Teufel! B'hüt euch Gott! (1819). La confección siempre es sólida, revelan-
do el toque beethoveniano y, aunque creo que sus cánones no igualan a
los de Haydn en distinción, sirvieron a propósitos excelentes, uno de los
cuales consistió en mantener al día su contrapunto. El ejemplo de doble
sentido que viene a continuación pertenece al sombrío año de 1825.
Beethoven lo escribió para el doctor Braunhofer, que le había atendido a
lo largo de una grave enfermedad.
Doctor, cierra la puerta contra la muerte:
las notas también ayudarán en la necesidad.

Las cantatas de Beethoven comenzaron en una escala grandiosa y


acaban por ser poco más que canciones corales. La Cantata a la
muerte de José II y su pieza compañera para la subida al trono
imperial de Leopoldo II, ambas compuestas en 1 790, fueron diseñadas
para ocasiones especiales que, afortunadamente, inflamaron la imagina-
ción del joven. Brahms afirmó que la Cantata para José JI era «Beetho-
ven del principio al final», y su autor la apreciaba lo bastante como para
adaptar un movimiento a su Fide/io, tal como he descrito en el capítulo
anterior. La percepción de las posibilidades corales y orquestales mostra-
da por Beethoven a los veinte años era asombrosa. El arranque del coro
en la Cantata para José II, con sus frases gimientes interpretadas por los
instrumentos de viento de madera de la orquesta, los efectos antifonales

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entre coro y orquesta, cuando las voces entran pronunciando la palabra
«Tod», la subida repentina hasta un estallido fortissimo, son ejemplos
maravillosos de la capacidad emotiva de Beethoven, incluso cuando era
muy joven. El masivo coro final de la Cantata para Leopoldo merece ser
considerado por su relación con el final de la Novena Sinfonía.
Si las cantatas para José y Leopoldo fueron interpretadas pública-
mente alguna vez es una pregunta que aún sigue en pie, con tendencia a
obtener una respuesta negativa. Años más tarde, en 1814, la cantata
ocasional de Beethoven Der glorreiche Augenblick, en la que se celebra-
ba la derrota de Napoleón, fue interpretada en Viena delante de un
público de soberanos y príncipes reunidos con motivo de aquel aconteci-
miento, público sin parangón en cuanto a brillantez social. Resulta
simbólico el hecho de que la música careciera de valores duraderos. Bek-
ker dice, con cautela, que, sin ser realmente inferior, la cantata no ofrece
ningún material nuevo para el crítico. La Cantata Lobkowitz (1823) sólo
de tal tiene el nombre. De hecho, es una pieza corta de salutación para el
decimosexto cumpleaños del príncipe Fernando. Un solo para soprano
viene puntuado con arranques de soporte armónico por parte de una
segunda soprano y dos bajos, por encima de un acompañamiento escrito
para piano. Música de salón.
La cantata Meeresstille und glückliche Fahrt es ya otra cosa muy
diferente. Compuesta en 1815 para cuatro voces y orquesta, Beethoven
incluyó en ella un par de poemas de Goethe, porque -como le decía en
la dedicatoria- «los dos [poemas], debido a los contrastes que ofrecen,
me parecen muy adecuados para ser expresados musicalmente. iCuán
agradecido estaría sabiendo que mis armonías vibran al unísono con las
suyas!» Goethe, presumiblemente «engreído con su majestuoso orgullo»,
nunca le contestó. Meeresstille, de Beethoven, es una pequeña pieza
muy bella, casi una obra de primera clase. Si sus «cadencias» han
caducado un poco, su sencillez dominante-tónica viene compensada por
el tratamiento imaginativo de las voces y por el largo pianissimo hipnóti-
co del arranque, con el que Beethoven nos hace ver literalmente el
océano cristalino y sentir después la calma aterradora cuando desencade-
na las cuatro voces en un amplio acorde fortissimo que se extiende por
toda la inmensidad del horizonte circular, con las palabras «In der unge-
heuem Weite>>.
Merece la pena observar la pintura que de las palabras hace Beetho-
ven a lo largo de la cantata.
Entre las otras obras vocales cortas de Beethoven, la Elegischer
Gesang («Sanft wie du lebtest>i), escrita en memoria de la baronesa
Pasqualati, es simple y conmovedora. Bekker subraya su parentesco con
el movimiento lento del gran Trío en si bemol mayor, Op. 97. Los cuatro
arreglos del Opferlied, de Matthisson, llevados a cabo en distintos mo-
mentos, demuestran -al igual que otros poemas que Beethoven arregló
una y otra vez- que, en lo que a la música vocal se refiere, su instinto
quedaba a menudo insatisfecho con lo que había realizado su intelecto.
La Canción del Monje,"del Gui/lermo Tell (1817) de Schiller, el Bundes-
lied y otras minucias, carecen de importancia.

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El oratorio y las dos misas, por el contrario, dejan una valiosa
constancia no sólo para comprobar los cambios técnicos en Beethoven,
sino también el de~arrollo de su pensamiento religioso.
Christus am Olberge, el oratorio, fue compuesto en 1803. Cuando
Beethoven, en 1804, lo reveló, dijo que había sido escrito en unas pocas
semanas. En 1811, cuando se publicó, las «pocas semanas» se habían
convertido en «una quincena»; muchos años más tarde lo mejoraba más
diciendo que en el plazo se incluía también la escritura del texto. Este está
basado, nominalmente, en pasaje de Jesucristo en el huerto de Getsema-
ní, perteneciente al Nuevo Testamento, e inventado en parte por el poeta
Franz Xaver Huber, con quien Beethoven se reunió constantemente
para conversar sobre el tema. Los dos desarrollaron una obra que, en su
desilusionado secularismo, era un reflejo de la actitud de la Revolución
francesa ante la religión. Beethoven siempre se acercaba al héroe con
buena disposición y admiración. Pero en este oratorio no hay más
remedio que aceptar que Jesucristo era para él menos real que Prome-
teo, por ejemplo, y que el espíritu de Jesús quedaba ahogado por las
imágenes materiales y por las vistosas ceremonias que habían prevaleci-
do en Bonn y en la vieja Viena. Ciertamente, mucho barroco y mucho
rococó se dejó sentir en aquella música. Y también hubo mucha teatrali-
dad. Beethoven tenía la intención de ser «moderno». Y como ocurre a
menudo, cuando lo moderno se adopta deliberadamente, la obra tuvo un
éxito clamoroso en aquel momento, pero hoy resulta pasada de moda y
demasiado cómica para ser representada. No obstante, hallamos algu-
nos fragmentos estimables.
La introducción orquestal en mi bemol menor es lo mejor de la obra.
Beethoven la utilizó para crear una lúcida visión del melancólico huerto
de Getsemaní, con Jesucristo rezando agónicamente. Aparte de la belle-
za intrínseca de la música, es valiosa como temprana indicación de las
inclinaciones de Beethoven hacia determinadas tonalidades, ya que
empleó la sofocada oscuridad de mi bemol menor, clave que utilizaba
pocas veces, y modulada a si mayor, transición que repitió mucho tiempo
después con efectos casi sobrenaturales en el Cuarteto para cuerda en
do sostenido menor. La introducción conduce a un recitativo de Jesucris-
to, impresionante, seguido de un aria en do menor (para Beethoven, es la
clave del Destino) en la que Jesús ruega que el cáliz le sea apartado. El
tratamiento, aunque operístico, es aceptable, pero desde el momento en
que el serafín caracolea por la escena (con un recitativo y un aria escrita
para una voz a la que he oído denominar como de «una soprano
altamente caricaturesca»), ya no es posible seguir manteniendo por más
tiempo una reverente simpatía hacia el oratorio. Por una parte, Beetho-
ven emplea el acorde de séptima disminuida, con frecuencia melodramá-
tico, casi sentimental, en tanto que los fragmentos descriptivos de texto
son ingenuos como, por ejemplo, en el n.º 8, cuando el serafín palpita,
asustado, sobre la figura titubeante de una fusa. En el trío entre el serafín,
Jesucristo y Pedro hay un anticipo de Fide/io. Las entradas fugadas del
coro en el momento en que los soldados capturan a Jesús suenan como
si Beethoven, antes de escribirlas, hubiese estudiado la fuga de Haendel

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en El Mesías titulada «Confío en que Dios le liberará». No se puede negar
que el coro final impresiona bastante. Se dice que Beethoven había
pensado componer otro oratorio, titulado El viaje del Redentor al Infier-
no. Era típico en él su deseo de seguir lo invisible, pero no estaba
preparado para tal experiencia, tremendamente metafísica, y con acerta-
do tino dejó de escribir este oratorio.
La Misa en do mayor, compuesta en 1807 a petición del póncipe
Esterházy y diseñada para uso litúrgico normal, lleva el sello de la
tradición católica pero, no obstante, acredita el interés de Beethoven por
acercarse directamente al sentido de las palabras establecidas.
La Misa demuestra lo mucho que había avanzado, como hombre y
como músico, desde 1800. Su poder creador había madurado -estaba
escribiendo la Sinfonía en do menor- y su comprensión espiritual se
había agudizado. Si su honestidad le había traicionado una vez con las
crudezas religiosas del Monte de los Olivos, esa misma honestidad le
llevaba ahora a estudiar el texto de la Misa de una manera directa, entre
él y su Creador, libre de cualquier mediación dogmática o eclesiástica.
Dada una mentalidad como la de Beethoven, los resultados tenían que
ser destacables. «No estoy muy dispuesto a hablar sobre mi Misa ni, de
hecho, sobre mí mismo -escribió a Breitkopf-. Pero creo que he tratado
el texto de una forma que raras veces se ha hecho.» Tenía toda la razón.
Examinando su Misa, podemos ver que aquellas palabras, convertidas en
familiares por el uso, habían llegado a ser para él tan translúcidas que le
habían revelado las verdades disimuladas detrás de ellas. Su composi-
ción seguía el texto, pero describía con extraordinaria fidelidad las ideas
contenidas en el mismo. También se esforzó en conseguir un diseño
musical que evolucionase lógicamente, sin dependencia de las cláusulas
musicales para hacerlo inteligible. La Misa, de hecho, iba a ser tan
autosuficiente como una sinfonía o una sonata. Se planificó a gran
escala, para un cuarteto de cantantes solistas, coro y orquesta al comple-
to, decisión justificada si tenemos en cuenta los amplios recursos de la
institución musical de los Esterházy. Por desgracia, hay razones para
creer que los ensayos resultaron sumamente inadecuados, por lo que,
cuando la Misa fue estrenada el 13 de septiembre de 1807, fue un
fracaso. «Pero mi estimado Beethoven ¿qué es lo que has hecho ahora?»
preguntó burlonamente el príncipe Esterházy. Hummel, que se hallaba
cerca, sonrió. El gusto de la familia Esterházy en materia de Misas era
decididamente «melodioso«. Pero Beethoven creyó que la sonrisa le iba
dirigida. Esto le hizo muchísimo daño.
La Misa siguió recibiéndose con frialdad. Cuando Beethoven inten-
tó llegar a un acuerdo para su publicación, Breitkopf le aseguró que no
había demanda de música sacra. Hubo un tiempo en que Beethoven
incluso le hubiese regalado la Misa a Breitkopf para asegurarse de su
futuro. «Las razones por las cuales quise que usted y no otra persona
publicara la Misa son que, a pesar de la actitud totalmente fóa de
nuestra época hacia las obras de tal clase, la Misa está situada especial-
mente cerca de mi corazón ... », escribió. Al final llegó a publicarse y recibió
una moderada aprobación, que en los días victorianos creció hasta

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convertirse en adulación, mezclada con irritante proteccionismo. Ultima-
rnente esta obra ha pasado a engrosar la lista de aquellas que se honran
más de palabra que de hecho.
El séquito de los Esterházy no iba demasiado desencaminado a la
hora de detectar un elemento experimental en la Misa en do. Puede
czxcusarse el entusiasmo de los victorianos, que quedaron sorprendidos
]por las que ellos llamaban «ideas singulares» de Beethoven. Pero hoy nos
corresponde valorar la Misa tanto por ella en sí, como por la luz que
aporta sobre la Missa Solemnis y sobre obras aún más tardías de
Beethoven.
En lo que a su construcción se refiere, la Misa en do está dividida en
los movimientos acostumbrados, con el Hosanna repetido después del
Benedictus. Durante los tres primeros números, Kyrie, Gloria y Credo,
Beethoven usa la clave en do mayor como punto de partida y de llegada,
pero las modulaciones, dentro de estos movimientos, siguen un rodeo
distinto en cada caso. Entonces, como si quisiera mostramos el cambio
de alguna condición por encima de la Tierra, sitúa el Sanctus y el
Hosanna en la mayor, mientras que entre los dos figura el Benedictus en
fa mayor, una clave muy apreciada por él, con la que expresaba apacibili-
dad y santificación. Para el Agnus Dei emplea el do menor, pero vuelve al
do mayor en el Dona nobis. Pero, para confirmar el esquema, lleva a
cabo un golpe magistral, estética y psicológicamente: repite la músi-
ca implorante con la que había comenzado la Misa sobre las palabras
«Kyrie eleison», como coda a toda la obra sobre la súplica «Dona nobis
pacemn. De esta forma dio unidad a la obra y encadenó su secuencia
emocional, formando un círculo perfecto. Aquí estaba el principio de
su Liederkreis, aplicado nueve años antes de la fecha en que se dice
que lo inventó.
Esta manera de redondear la obra era más valerosa aún si se
considera que las proporciones relativas de los movimientos no eran del
todo perfectas. Pero la escritura coral de la Misa en do es más factible
para los cantantes que la escritura coral de la Missa Solemnis, y la
orquestación es muy bella. Los instrumentos participan junto al coro
como si se tratara de seres vivos. Es posible que la belleza y la profundi-
dad de las intenciones de Beethoven fueran superiores al material temáti-
co del que se sirvió para expresarlas, pero cada movimiento de Ja misa
contiene bellezas maravillosas. Observando el Kyrie, vemos que las
primeras melodías de largas frases vienen seguidas por cortos puntos de
invitación y breves modulaciones que cambian constantemente, como si
Beethoven contemplase un mar de manos implorantes que, desde todas
las partes del mundo, están suplicando ayuda. Las amplias armonías
diatónicas y la estabilidad de la escritura coral en el Gloria siguiente dan
una maravillosa impresión de la fortaleza inmutable y eterna de Dios. La
manera en que Beethoven se ciñe al texto puede apreciarse cuando
compone la música para las palabras «Laudamus te, benedicimus te,
adoramus te, glorificamus tei>, ya que al llegar al «adoramusn, se sale
completamente del acorde de do mayor para pasar al de si bemol mayor.
(Los victorianos lo denominaron iuna progresión gótica!)

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Para el Qui tal/is Beethoven entra en fa menor, clave que, al parecer,
asociaba con el sufrimiento y el castigo soportado por los inocentes, ya
que la usó para Florestán en Fidelio y para Egmont en su obertura. Al
llegar a las palabras «Qui sedes ad dexteram Patris» reduce las voces, por
primera vez, desde una armonía para cuatro partes a octavas, como si
quisiera demostrar que Cristo y Dios son una sola persona y, a partir de
allí, a lo largo de la obra, emplea a menudo octavas y unísonos en
conexión con la idea de Dios como unidad ; por ejemplo, en las palabras
«Quoniam tu solus sanctus» y más tarde en el Credo, en «Deum verum de
Deo vero».
Hasta llegar al Quoniam el estilo ha sido sobre todo melódico y
armónico, con alguna imitación canónica, pero al llegar a las palabras
«Cum Sancto Spiritu» Beethoven introduce un movimiento en estilo
fugado, desarrollado con brillante efectividad. El Credo, musicalmente
muy bueno, es profundamente interesante desde un punto de vista
psicológico. Si las frases descendentes en la palabra «descendit>> podrían
haber sido pergeñadas por cualquier compositor, nadie, salvo Beetho-
ven, hubiese podido componer el «Et incarnatus11 de esta manera, con
tanta significación en tan sutil simplicidad. Como si quisiera hacer más
claras sus progresiones, asignó esta sección a voces solistas. El patetismo
de la armonía en la orquesta al llegar a las palabras «et homo factus est>>
da una impresión indescriptible del punto de vista beethoveniano sobre
la humanidad, como si dijera: «El hombre es un ser gloriosamente
mísero»; el extraordinario deslizamiento de semitonos (como agua que
fluye y se aleja) al llegar a las palabras «sub Pontio Pi/ato» expresa el
desprecio de Beethoven hacia la ruin debilidad de Pilatos. El elemento
fugado reaparece brevemente en «Et resurrexit>i, y en «Et vitam venturi
saeculi, Amen», una gran fuga coral avanza sobre oleadas de melodías
gloriosas.
La asociación que se produce en la mente de Beethoven entre vida
eterna y la fuga como su símbolo musical no es una mera coincidencia, ni
siquiera una aceptación de segunda mano de la práctica de otros com-
positores que hubiesen introducido escritura fugada en este punto.
Estoy convencida de que la adoptó deliberadamente. Beethoven nunca
aceptaba para sus grandes obras nada que no pudiese suscribir con
todo su ser.
La fuga y el contrapunto en movimiento contrario le ofrecían un
material casi tan seguro como las progresiones de matemática pura. Por
ejemplo, el intervalo de quinta perfecta, cuando es invertido, sólo puede
producir la cuarta perfecta, y viceversa; la tercera mayor sólo puede
convertirse en sexta menor, etc. Musicalmente, por lo tanto, la fuga
estaría correctamente empleada como símbolo de la concepción que
Beethoven tenía sobre la vida del mundo venidero y, metafísicamente,
tenía razón al identificar aquella vida con Dios «en el conocimiento de
que en El está nuestra vida eterna», como dice la oración.
El Sanctus es un movimiento que, en su brevedad, sugiere una
estancia en la paz eterna. Contiene hermosas texturas armónicas y una
modulación enar1J1ónica característica de Beethoven.

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El Benedictus es un movimiento largo y fluido, bellamente orquesta-
do; el Agnus Dei es muy sentido; el Dona nobis contiene un pasaje casi
demasiado gráfico, en el que las voces murmuran, antifónicamente,
"miserere, miserere>>; la Misa acaba -como ya he dicho- con un retorno
de la bella melodía que la había comenzado.
Ha resultado difícil dar incluso un perfil aproximado de la Misa en
do mayor, considerando el espacio del que disponemos. Pero tal dificul-
tad apenas cuenta si se la compara con la que comporta describir y
comentar la Misa en re mayor- la llamada Missa Solemnis-, una de las
obras maestras universales, en la que Beethoven anduvo ocupado desde
1819 hasta 1822. Sería tanto como intentar colocar el Everest en la pun-
ta de una pluma estilográfica.
Históricamente, la Misa en re surgió del deseo de Beethoven de
componer alguna cosa para la entronización de su alumno, el archidu-
que Rodolfo, como arzobispo de Olomouc. El resultado fue una obra tan
extraordinaria y tan exigente que, durante más de un siglo, el mundo la
ha tenido relegada a las salas de concierto. Ni el propio Beethoven
escuchó nunca una interpretación completa. No obstante, había sido
diseñada con un propósito religioso y Bekker exagera un poco cuando
afirma que Beethoven no tuvo en cuenta la liturgia tradicional, que se
limitó a seguir el camino lógico marcado en las sinfonías y que «sólo la
forma exterior, el texto, el plan y la estructura se habían pedido prestados
a la misa eclesiástica; en su interior, la obra es el eslabón adecuado entre
la Octava y la Novena Sinfonía: una sinfonía sacra, con solistas y coro».
Ciertamente, la Missa So/emnis está señalada para cuatro solistas,
un gran coro y orquesta completa, tales como no cabría hallar en
ninguna iglesia normal. También resulta demasiado larga para el uso
litúrgico y el empleo de las palabras se aparta a veces del dogma católico
y de la rúbrica. Pero Beethoven veía una ceremonia de excepcional
grandeza, en la que un príncipe de la casa imperial iba a ser entronizado
como príncipe de la Iglesia, en tanto que, por encima de todo, planeaba la
idea del Dios Rey y Padre, ante cuyo trono tales esplendores terrenales y
espirituales no eran más que una estela del polvo sideral. Para tales
propósitos la Misa en re no era inadecuada; era, en todo caso, demasiado
grande para los seres humanos corrientes, fallo del que pocos composito-
res son culpables.
Quizá Beethoven conservaba en su memoria lejanos recuerdos del
nombramiento de Maximilian Franz como elector de Colonia. O tal vez
había sido testigo, siendo un muchacho, de algún formidable festival
parecido en la catedral de Colonia, como aquel que le inspiró a Schu-
mann la Sinfonía Renana. Viejas memorias se unían al presente: la Misa,
desde luego, sería para la catedral de Colonia, ya que allí tenía que
llevarse a cabo la entronización del archiduque Rodolfo. La prueba de
que la intención de Beethoven, al escribir su Missa Solemnis, era la de
acoplarla a un propósito litúrgico, podemos hallarla en su manera de
dividir el texto según el uso católico (completamente distinto de la Misa
en si menor, de Bach), en la introducción de un solemne Praeludium para
orquesta sola en el momento de la elevación y en su intención de añadir a

-182-
'
la obra acabada un Gradual, un Ofertorio y la música del himno Tantum
ergo, movimientos que nunca fueron escritos, aunque existían en el
pensamiento de Beethoven.
Para componer la Missa Solemnis Beethoven estudió de nuevo el
texto de la Misa. Los resultados fueron aún más sorprendentes. Si antes
se había acercado al texto como músico, ahora podía administrar su
significado con la autoridad de un sacerdote. Comparar sus dos adapta-
ciones y fijarse en aquellos puntos que retuvo y en aquellos que alteró, es
una experiencia que enriquece la vida de quien la lleva a cabo. La gran
fuga de la Misa So/emnis, cuando las palabras rezan «et vitam venturi
saecu/in, nos lleva a tal exaltación que no puede ser descrita cuando nos
confirma su significado el recuerdo de la fuga anterior de Beethoven con
estas palabras; yo no conozco ninguna página musical cuyo simple
aspecto transmita tal sensación de abundantes corpúsculos de eternidad
como las que nos ofrecen, en este punto, las de la partitura en todas sus
partes. No es sorprendente que Beethoven se olvidara del tiempo cuan-
do luchaba con la eternidad. (El pobre Schindler, que sorprendió a
Beethoven en un momento en que estaba componiendo, atribuyó su
aspecto imponente al odio que experimentaba hacia los contrapuntistas.)
Por otro lado, los sentimientos de Beethoven sobre la encarnación
habían cambiado. Anteriormente, ante las palabras «horno factus est)) se
había sentido penetrado por la miseria de la humanidad. Ahora, que
había sufrido aún más profundamente, había adquirido también una
serenidad interior trascendental, en la que todo su corazón emanaba
gratitud hacia Dios hecho hombre; la alegría mística y la belleza de la
música de Beethoven para el Incamatus solamente se pueden expresar
en términos musicales.
Pero aunque llegó a la Missa Solemnis como un hombre mucho
más evolucionado que el Beethoven de 1807, los que pasó concentrán-
dose en ella le afectaron profundamente. La empresa le transportó a
regiones espirituales situadas más allá de la experiencia del común de los
mortales. Musicalmente, le atrajo hacia aquellos nuevos desarrollos que
marcaron su tercer periodo.
La Misa, formalmente, está organizada con igual perfección que
cualquiera de las sinfonías de Beethoven; su peculiar magnificencia
radica en que, como cada detalle viene sugerido por el texto, «la multiplici-
dad de las palabras da ocasión a Beethoven para producir alguno de sus
diseños sinfónicos más gigantescos», como dice, comprensivamente, el
profesor Tovey, para añadir: «Digo "sinfónico" con pleno conocimiento
del hecho de que las formas que Beethoven ha producido de este modo
no son, en absoluto, pensadas a priori, sino que en cada caso han sido
dictadas por el discurrir de las palabras.»
La textura es infinitamente más rica que la de la Misa en do. La
distinción entre temas y tutti, a menudo observable en la obra más
temprana de Beethoven, se ha fundido en aquel estilo más tardío en
el que las melodías brotan tan inagotablemente como las olas del
mar y -como las ondas del viento- no cesan de cambiar, sea donde
fuere que soplare el Espíritu. En este mar de música Beethoven halla,
-183-
con asombroso éxito, solución para todos los elementos armónicos y
contrapuntísticos.
La escritura coral muestra una síntesis similar. La captación que del
estilo coral tiene Beethoven y su evocación de los efectos posibles
únicamente para las voces, es mucho más grande aquí que en cualquier
otra obra suya; no obstante, también tenemos conciencia de que está
imaginando y empleando los dos cuerpos de voces e instrumentos como
si se tratara de una especie de doble orquesta. En la mayoría de los casos
este hecho es profundamente impresionante; pero la voz humana no
puede soportar esfuerzos tan prolongados como los instrumentos, ni
producir aquellas acentuaciones rítmicas que a veces Beethoven reque-
ría de ellas, por lo que hay momentos en que los medios llaman más la
atención que el fin.
El Kyrie sigue la misma forma ternaria que el de la Misa en do y de
nuevo, para la sección intermedia (el Christe eleison), la modulación pasa
a una clave apartada una tercera de la tónica. Pero donde el movimiento,
en la Misa en do mayor, modulaba una tercera por encima, en el caso
presente desciende a si menor una tercera por debajo. Nunca sabremos
si esta insistencia en el número tres vino sugerida por la idea de la
Trinidad o emanó de un impulso puramente estético.
El Gloria de la Missa Solemnis es una concepción enorme en la que
las secciones contrastantes (moldeadas por los sucesivos significados del
texto) se ven unidas con consumado poder para conducirnos hacia una
fuga final en las palabras "Cum Sancto Spiritu in gloria Dei Patris.
Amen». La fuga comienza a una escala tan gigantesca que «si un
compositor más cándido la hubiese desarrollado de una manera normal,
no se hubiese acabado ni en veinte minutos», como comenta el profesor
T ovey. Pero «lo que pasa con Beethoven es que, dentro de la extensión
de los compases, procura dar la sensación de que dicho pasaje (compa-
ses 435 a 440) ha dado la vuelta al universo». Obtiene el efecto mediante
modulaciones rápidas y remotas que borran para el oyente el sentido de
la clave.
El Credo (si bemol mayor) es aún más gigantesco que el Gloria
-magnífico movimiento que despliega una cadena de nuevos movimien-
tos enlazados entre sí por la misma palabra "Credo»-, como si en él
Beethoven tocara sus puntos a la manera de unos nódulos en una
cuerda. La grandiosidad del comienzo, "Credo», la belleza mística del "Et
incamatus» (en donde Beethoven retrocede al siglo XVI y, al mismo
tiempo, se adelanta cien años al usar «puras melodías al modo dorio»), la
maravillosa puesta en música del Crucifixus en el que, ya hacia su final, lo
hace descender una octava, que se habre al re bemol en las palabras "et
sepultus» (pieza de expansión musical fácil de leer para cualquiera que
esté al corriente de sus ideas), el espléndido Resurrexit anunciado en el
modo mixolidio y continuado mediante grandes líneas ascendentes, son
cosas todas ellas inolvidables que conducen a la fuga final "Et vitam
venturi saecu/i», que lo corona todo como si fuera con vida eterna.
Al comienzo del Sanctus (re mayor) Beethoven había escrito la
misma indicación puesta en el primer Kyrie: Mit Andacht (con devoción).

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Fragmento de la partitura autógrafa de la Missa Solemnis, de Beethoven,
compuesta para la entronización del archiduque Rodolfo como arzobispo de
O/omouc.

Este movimiento, místico e íntimo, se inflama hasta llegar a un Hosanna


que es como un fuego sagrado, seguido por el exquisito Praeludium
orquestal en el momento de la elevación. Entonces, desde el suave,
elevado si natural sobre el que ha flotado, adentrándose en nuestras
conciencias, desciende un solo para violín que fluye en una sagrada
melodía sin fin a través del Benedictus en so/ mayor. Para creer en tal
hermosura no hay más camino que escucharla; sólo cuando ya no está
nos damos cuenta del genio melódico, armónico y canónico de Beetho-
ven, de los perfectos valores de tonalidad en su textura coral y orquestal.
El Agnus Dei (si menor) es, adecuadamente, sombrío y agónico.
Conduce directamente al aDona nobis pacem», para el que Beethoven ha
explicado sus intenciones con la inscripción Bitte um innem und éiussem
Frieden («Suplica por la paz interior y exterior»). Los primeros movi-
mientos de la Misa son los que más respetan la liturgia. Hacia el final,
Beethoven hace sus propios comentarios sobre el horror y el terror de la
guerra. El la había vivido a través de las invasiones napoleónicas. La
simbología de aquellos pasajes que suenan a algo militar hoy va directa-
mente al corazón de las personas que han vivido la Gran Guerra, cosa
que no logró con aquellos victorianos que, en su bienestar, creyeron
-ironía digna de las inteligencias de Thomas Hardy- que Beethoven,

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con su música, se complacía en el convencionalismo de un final feliz.
Beethoven nunca esquivó una responsabilidad y nunca dejó sin solución
los problemas. Sabía que las oraciones obtienen respuesta, que la salva-
ción es segura. La paz desciende, al final de la Misa, como el Espíritu
Santo.
Mientras estaba escribiendo la Misa en re Beethoven planificaba
dos misas más, como compañeras de la anterior. Se conservan unos
cuantos bosquejos para una Misa en do sostenido menor, pero, aunque
fue diseñada según la intención del emperador, Beethoven, a la larga,
abandonó la idea; la otra misa quedó únicamente como proyecto.
¿Qué hubiera pasado si estas dos misas hubiesen sido escritas?
Basándose en la evidencia de la Misa en re y de la Novena Sinfon(a, el
profesor T ovey sugiere que Beethoven hubiese podido llegar a ser, en la
composición de música coral, quizá tan grande como lo fue en la
composición de música sinfónica. Esta preciosa cualidad de experimenta-
ción que tenía de joven le acompañó hasta el final.

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14. Música de cámara

Un mundo, y no un capítulo, sería un espacio más adecuado para


pasar revista a la música de cámara de Beethoven, ya que comenzó a
componer para este medio cuando aún era un muchacho, continuó
haciéndolo a través de su carrera y las últimas obras que completó
fueron cuartetos para instrumentos de cuerda.
Planteadas así las cosas, solamente nos parecen posibles dos cami-
nos: o describir cada obra sucintamente, a la manera de un catálogo de
museo, o concentrar los comentarios en las grandes obras, reservando
para el resto una mera indicación. He elegido este último procedimiento,
viéndome ayudada para tal fin por el esquema de Bekker, que las clasifica
en tres grupos: 1) música de cámara para instrumentos de viento (con el
soporte ocasional del piano o la cuerda); 2) música de cámara para piano
y cuerda; 3) música de cámara para cuerda sola. Resulta significativo que
el primer grupo coincida con el periodo temprano de Beethoven, que el
segundo cubra los periodos temprano y medio y que el tercero abarque
los tres periodos. Varias son las causas que contribuyeron a ello, aunque
yo creo que una de las más importantes y menos conocidas se halla en la
paulatina disminución de su capacidad para oír. En su juventud, Beetho-
ven podía tolerar, por asociación diaria, las discrepancias de entonación
y las componendas de la escala temperada; más tarde, cuando la sordera
le encerraba en el mundo ideal de la imaginación, las ideas le llegaron a
través de la escala pura. De ahí que cada día empleara con más frecuen-
cia un medio capaz de una pura entonación, hábito de pensamiento que,
a su vez. operaba sobre el carácter de sus ideas.
Aparte de esto, existen muchas razones históricas para explicar la
razón de la preocupación juvenil de Beethoven por la música de cámara
para instrumentos de viento. La gente del siglo XVIII, así como la del XVII,
sentía una especial inclinación por la «música de viento». Al aire libre,
sonaba mejor que la cuerda; en el interior de los hogares, tenía fuerza
suficiente como para hacerse sentir por encima del repiqueteo de los
platos. En Bonn, el elector Max Franz se veía a diario «entretenido por
una pequeña orquesta consistente en dos oboes, dos clarinetes, dos
trompas y dos fagots». Los instrumentistas eran buenos artistas y su
repertorio no podía ser muy grande. Probablemente, fue requerido
Beethoven y, por joven que fuese, les proporcionó algunas piezas que
han sobrevivido al elector, a su corte y a su siglo. El Octeto en mi bemol
mayor (Parthia in Es, como lo llamó Beethov.en) para dos oboes, dos
clarinetes, dos trompas y dos fagots (conocido como Op. 103), y el

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Rondino en mi bemol mayor para la misma combinación de instrumen-
tos, se supone que datan de 1 792. Temáticamente son elegantes y el arte
con que han sido combinados los instrumentos es sorprendente: mucho
más avanzado que Haydn y tan bueno, por no decir mejor, que cualquier
cosa que Mozart hubiese hecho en aquella dirección. Por razones de
simple conveniencia, el Octeto y el Rondino podían adaptarse a otras
distribuciones instrumentales, moda característica de finales del si-
glo XVIII y comienzos del XIX, cuando incluso se reducían a piezas de
cámara obras para orquesta. No era mala idea, ya que permitía que los
amantes de la música, a falta de conciertos regulares, llegaran a conocer
obras que, de otra manera, probablemente hubiesen ignorado. Sin em-
bargo, tal práctica podía llegar al absurdo, como es el caso de la obertura
del Tannhauser, de Wagner, arreglada para mandolina y piano; pero
Beethoven intentaba asegurarse de que sus arreglos estuviesen bien
hechos, tanto que, a veces, superaban el original. El arreglo del octeto
como cuarteto de cuerda era tan radical que, cuando apareció en 1 796,
se anunció como «del todo nuevo» y algunas personas consideran que el
arreglo supera al original. El arreglo del quinteto sufrió una reducción,
por mano diferente, a un Trío para piano, violín y violonchelo. El
Rondino también emergió de nuevo, ahora bajo el disfraz de un Quinteto
para cuerda con dos violas.
Otras obras «para viento» del periodo de Bonn fueron un temprano
Trío para piano, flauta y fagot (1787), posiblemente compuesto para el
conde Westerhold; un Dúo en sol mayor para dos flautas escrito «Para el
amigo Degenharth por L. van Beethoven, el 23 de agosto de 1792, a
medianoche» (la palabra «medianoche» nos produce la curiosa sensación
de compartir la cálida oscuridad de agosto) ; y tres dúos para clarinete y
fagot. Es probable que una pieza para caja de música pertenezca a este
periodo.
Al quedarse a vivir en Viena, Beethoven encontró para la música de
viento un campo casi tan grande como el que había dejado en Bonn. No
en vano el elector Max Franz había nacido en Viena. Además, los
mejores instrumentistas de viento del mundo visitaban Viena en un
momento u otro de su vida. El Trío en do mayor para dos oboes y corno
inglés, que Beethoven compuso en 1 794, estaba probablemente pensa-
do para los tres hermanos T eimer. La obra, muy artística, nos proporcio-
na una temprana prueba de la comprensión afectuosa de Beethoven
para el oboe. El mismo trío apareció en una versión para dos violines y
. viola, y (última metamorfosis) como sonata para piano y violín. De
1796-97 data un juego de variaciones para dos oboes y corno inglés
sobre La ci darem la mano, de Mozart. Un año o dos antes (1794-95)
nació el Sexteto en mi bemol mayor para cuarteto de cuerda y dos
trompas (no figura entre los éxitos más resonantes de Beethoven) y de
1796 otro Sexteto en mi bemol mayor para dos clarinetes, dos fagots y
dos trompas, que también apareció como quinteto para viento. Y aún
hay otro en mi bemol, ahora para piano, oboe, clarinete, trompa y bajo
(1796-97), que pasó por otras dos encarnaciones: primero como cuarte-
to de cuerda con piano y después. según Ries. como cuarteto de cuerda.

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Beethoven se volcó prácticamente durante esta época en la tonali-
dad de mi bemol; pero esta monotonía no le hizo perder de vista el
método. Mi bemol era, con mucho, la mejor clave para reunir a los
desiguales componentes de sus equipos de instrumentos de viento.
Escapó de tal reiteración al componer la deliciosa Serenata en re mayor,
Op. 25, para flauta, violín y viola en 1795-96, una obra que complacería
a un hada. Su encanto mágico, sin embargo, no disminuía en modo
alguno su practicabilidad. Podía ser interpretada en la calle por instru-
mentos tan trasladables como cualquiera de aquellos para los que
Haydn había escrito, cuarenta años antes, su Gassadenmusik, y seguía el
antiguo plan de agrupar un cierto número de movimientos cortos, tal
como había hecho Haydn en sus nottumi y sus casaciones. En esta obra
Beethoven escribió para la flauta con un auténtico conocimiento de su
naturaleza y con un humor encantador. Fijémonos en la en trata, donde la
diminuta flauta caracolea en su introducción, completamente sola, con
una fanfarria que podría haber surgido de un hada convertida de pronto
en pilluelo; o miremos aquella hermosa Variación IIl en el andante,
donde la viola canta un solo con acompañamiento de violín, que hace
gala de toda su consumada habilidad en el fluido sostenuto, y con una
flauta no menos diestra a la hora de brincar. Hacer un arreglo de dicha
obra para piano y flauta (o violín) era casi un acto vandálico, pero
Beethoven tuvo que permitirlo.
El Trío en si bemol mayor, Op. 11, para piano, clarinete y violonche-
lo es muy apagado si se le compara con la serenata. Se dice que lo
escribió a petición de un clarinetista -posiblemente Beer-, pero, o
Beethoven ya estaba harto del instrumento o, simplemente, le desagrada-
ba el peticionario, el caso es que el tal trío carece de interés. No existe en
la obra nada que nos permita suponer que Beethoven hubiese captado el
talante del clarinete, tal como sí presentía el alma de la flauta y del oboe;
el material temático es formalista y los instrumentos se ven tratados, a
menudo, según aquel estilo ya pasado de moda que le daba al piano la
categoría de dueño y convertía al clarinete y al violonchelo en dos
magníficos perros sujetados por sendas ataduras. Aparece la influencia
de Haydn (no siempre como un guía que ilumine) y, para las variaciones,
se ha usado un tema de Weigl. Quizá el punto más interesante del trío
sea el adagio. Se ha querido ver en él una versión del tema que Beetho-
ven empleó en el Septeto (1800) y en el minueto de la Sonata para piano
en sol mayor, Op. 49, n.º 2 (1796). El trío se incluye hoy, usualmente, en
la serie para piano, violín y violonchelo, con un violín como sustituto del
clarinete.
El año 1800 trajo la Sonata para trompa y piano, que Beethoven
compuso especialmente para el trompa Punto, gran virtuoso incluso en
aquella época de brillantes instrumentistas. Considerando que la sonata
fue escrita el último día antes del concierto de Punto, su trabajo acredita
al compositor. Lo que no ha sido registrado es la opinión de Punto.
El famoso Septeto (1800) constituye la cumbre de los conjuntos de
viento de Beethoven. Aquí, finalmente, a base de enlazar en la partitura
los instrumentos de viento (clarinete, fagot y trompa) con los de cuerda.

-189-
que siempre son adaptables (violín, viola: violonchelo y contrabajo),
Beethoven se aseguró una mezcla que dulcificaba las asperezas de la
entonación del viento y que era agradable al oído en todas las condicio-
nes. La eliminación de un segundo violín en favor de un contrabajo era
una maniobra estratégica, ya que suministraba a los instrumentos de
viento (madera y metal) un bajo fundamental que situaba todo lo interpre-
tado sobre una base correcta. Además, por si acaso el grupo de instru-
mentos pudiera parecer aún un tanto indisciplinado, Beethoven adoptó
la forma de suite en lugar del más próximo y razonado orden de
movimientos que caracteriza al grupo sonata, que hubiese delatado más
los posibles defectos. Como cabe suponer, el Septeto era en mi bemol
mayor y el material temático, siempre melódico. Se ha dicho que el tema
para las variaciones procede de una canción popular renana; puede que
sea así, a pesar del fracaso de las investigaciones llevadas a cabo para
demostrarlo. El Septeto está bellamente instrumentado y es, sin discu-
sión, el ejemplo de una obra cuya llegada se produce en un momento en
que ha de ser bien recibida. Obtuvo un éxito total. Todo el mundo
aplaudió su «buen gusto y sentimiento» y fue tan alabado como modelo
que el propio Beethoven apenas podía soportar que la obra le fuese
mencionada.
La pieza, probablemente, le causó tal hastío que le indujo a no
escribir más música para instrumentos de viento, salvo en la orquesta. Si
exceptuamos retazos tales como algunas variaciones sobre temas nacio-
nales para piano y flauta (o violín), no hay nada que reclame nuestra
atención, excepto los tres magníficos Equali para cuatro trombones que
Beethoven compuso para el día de Todos los Santos, en Linz, en 1812.
Todos ellos son bastante cortos y cada uno depende, para su efecto
noblemente patético, de la naturaleza y disposición de unos acordes
solemnes más que de la melodía. El primero es en re menor, el segundo
en re mayor y el tercero en si bemol mayor. Breve como es, este último
lleva dentro de sus dieciséis compases una transición al acorde de re
bemol mayor que, para Beethoven, era como la cartela de la muerte.
Arreglados para voces, los Equali fueron cantados en el funeral de su
autor.
Al examinar las obras de Beethoven para piano e instrumentos de
cuerda, lo primero que llama la atención es que, después de los tempra-
nos cuartetos de 1785, para piano, violín, viola y violonchelo, nunca más
escribió basándose en una combinación en la que las cuerdas fueran lo
suficientemente numerosas como para formar, contra el piano, un grupo
propio plenamente armónico; en otras palabras, evitaba poner en opo-
sición bloques de entonación pura contra bloques de entonación tem-
perada. Schumann y Brahms, educados en el piano, podían amalga-
marlos sin escrúpulos y obtener resultados espléndidos. Pero Beetho-
ven no era capaz de forzarlo. De ahí que su único cuarteto para piano
(aparte de las obras de Bonn) era, en realidad, el arreglo que hizo del
Quinteto, Op. 16.
Así, sus composiciones para piano_y cuerda siguen tres líneas claras:
obras para piano y violín, obras para piano y violonchelo y obras para

-190-
piano con violín y violonchelo. En cada una iniciaba una nueva era. Al
ensanchar las posibilidades de sus sonatas para piano y violín, llevaba
mucho más lejos el esquema fijado por Mozart; hizo para el violonchelo
lo que ni Mozart ni Haydn habían logrado, dándole al instrumento
sonatas propias, con piano; en sus tríos, pronto advirtió los ideales de
emancipación del violín y el violonchelo, que ya habían apuntado en las
últimas obras de Mozart y de Haydn.
Algunas de las piezas más breves para piano y violín, tales como las
variaciones sobre Se vuol ballare (1792-93), de Mozart, las seis Danzas
a/emanas (1795-96), el Rondó en sol mayor (1793-94) y los diversos
temas ya mencionados para piano con flauta o violín ad libitum (1818),
han caído en desuso.
Pero las diez sonatas para piano y violín son una herencia que
ningún violinista osaría rechazar. Se trata de auténticos dúos, en los que
los instrumentos ocupan un plano de igualdad; fueron escritas en unas
condiciones (un tipo de piano primitivo aún, menos resonante, en lugar
de los monstruos modernos) que hacen que la distribución del material y
el equilibrio de tono resulten maravillosamente ajustados. Lo dicho vale
igualmente para las tres tempranas Sonatas, Op. 12 (1797-98), que
Beethoven dedicó a Salieri, como para la comparativamente tardía (y
última) Sonata, Op. 96 (1812-13), compuesta para Rode y a él dedicada.
Los instrumentistas que no reproducen este equilibrio original cometen
una grave injusticia con Beethoven. Cierto es que el viejo tipo de piano se
ha ido para siempre, pero es perfectamente factible restringir las tácticas
envolventes del piano moderno. No hacerlo implica simplemente una
imperfecta habilitación por parte del pianista. Además, tanto los pianis-
tas como los violinistas deberían unirse para averiguar las verdaderas
intenciones de Beethoven en torno a los asuntos de fraseología y de
equilibrio tonal. Los convencionales «esto ya me lo sé» no son razones lo
suficientemente buenas para su música, como tampoco los esquemas de
pensamiento facilón que no aciertan a distinguir entre los estilos de un
compositor y de otro, de una época y de la siguiente. Estas tempranas
sonatas del Op. 12, aunque abundan en· lozanía y vitalidad, contienen
también, bajo su maquillaje, una buena cantidad de elementos del si-
glo XVIII. Siguen el tipo de tres movimientos que podemos hallar en las
mayores sonatas de Haydn y de Mozart. La primera, en re mayor,
comienza con un primer tema que es una afirmación, típica del siglo XVIII,
del acorde en la tónica, aunque el comienzo del desarrollo, con un paso
rápido a fa mayor y una alusión, sotto voce, al tema de la cadencia, es
puro Beethoven. El segundo movimiento -un tema con variaciones- y
el rondó final son encantadores en su manera simple y continúan
manteniendo su efectividad, incluso hoy, en una sala de conciertos. La
Sonata n.º 2 en la mayor ofrece un ejemplo excelente de la manera en
que Beethoven distribuía las partes, tanto que, al igual que cualquier obra
más tardía, puede ilustrarnos sobre su astucia de maestro artesano. El
primer tema se abre interpretado por el piano, correspondiendo el
acompañamiento a la parte de violín. Cuando esto se repite se invierten
las partes, aunque no exactamente, ya que Beethoven percibió que, si

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bien era enteramente satisfactorio que el piano llevase las notas de la
melodía a lo largo del acompañamiento grave y salpicado de golpecitos
trotones del violín, no sonaría tan bien si el violín, al encargarse de la
melodía, se embarullase con la parte central de los acordes para el
piano. Beethoven no sólo solucionó el problema, sino que con su solu-
ción, fortaleció el interés musical de la obra.
Los movimientos segundo y tercero -un andante y un a/legro pia·
cevole- están concebidos dentro de una vena idílica: uno patético y el
otro con gracia.
En la Sonata n. 0 3 en mi bemol mayor, planificada con mayor
amplitud, el piano juega un papel brillante en el primer movimiento y el
violín soporta a veces un leve eclipse al verse forzado a tocar pasajes que,
en realidad, pertenecen a la técnica pianística. No obstante, le llega el
turno al violín en el segundo tema y en el bello episodio de do bemol,
justo antes de la recapitulación, donde Beethoven nos da un ejemplo
temprano de esa interrelación entre mi bemol y do bemol, que utilizó
más tarde en su Concierto «del Emperador", con tan glorioso efecto. El
adagio con molt'espressione figura entre los mejores movimientos lentos
del Beethoven del primer periodo. Es una verdadera canción, grandiosa,
lenta, afianzada. En el episodio central el violín canta una melodía que
parece que rasga el velo de las cosas terrenas para ir hacia el más allá,
mientras el piano mantiene un acompañamiento que, pienso yo, se nos
muestra como uno de los primeros pasajes en los que Beethoven expuso
aquel sonido que es como «un murmullo del infinito exterior». El último
movimiento es un rondó a la manera de Mozart.
Para la Sonata en la menor, Op. 23, n. 0 4, compuesta en 1811,
Beethoven se adhirió aún al plan de tres movimientos, pero para la
Sonata en fa mayor, Op. 24, n. 0 5, ensanchó sus posibilidades hasta los
cuatro movimientos, consistiendo la adición en un breve y agudo scherzo
y trío. Esta Sonata en fa mayor es muy afortunada en su material y en su
tratamiento y el «margen de seguridad» a la hora de la distribución
instrumental es tan amplio que suena siempre bien, por poco que la
ejecución se aproxime a lo exigible. Beethoven no era responsable del
sobrenombre -Sonata «Primavera"- que recibió la obra, pero si pensa-
mos en Orfeo, que hizo una «primavera eterna», veremos que el sobre·
nombre no está tan mal aplicado.
La Sonata en la menor, Op. 23, nunca ha gozado de tanta populari·
dad como la Sonata en fa mayor, Op. 24, ni es una obra tan buena, a
pesar del andante scherzoso, deliciosamente juguetón, que combina las
funciones de un movimiento lento y de un scherzo en un solo movimien·
to. El final de la Sonata en la menor, a/legro molto, desarrolla alguna de
las oscuras energías que más tarde penetrarían con tan magnífico efecto
en la Sonata «Kreutzen>.
Las Sonatas n. 0 6, 7 y 8, Op. 30, forman un grupo impresionante
dedicado al emperador Alejandro l. Datan de 1802, año de la Segunda
Sinfonía y de las Sonatas para piano, Op. 31, y muestran, menos
marcadamente que éstas, las señales del cambio entre los periodos
temprano y medio de Beethoven: pero una. por lo menos -la Sonata en

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do menor-, ofrece un contraste asombroso si se la compara con cual-
quier cosa que, en este género, Beethoven hubiese escrito anteriormente.
La Sonata en la mayor, primera del grupo, es una obra con gracia, que
cumple los ideales más elegantes del tipo de sonata de tres movimientos
de Haydn. La «Pequeña en sol mayor», última del grupo, también descan-
sa, hasta cierto punto, sobre elementos estilísticos para sus temas y su
textura; lo dicho es as~ incluso a pesar del frescor pastoril de su primer
movimiento, de los ritmos de fácil vaivén -auténticamente vienés- del
tempo di menuetto y del brillante final, con sus fascinadoras modulacio-
nes de base. Pero la sonata central, en do menor, avanza a pasos de
gigante como el propio Beethoven, de frente oscura y tempestuosa. Los
cuatro movimientos siguen un plan casi sinfónico. La abolición que hizo
Beethoven de la acostumbrada señal de repetición en el primer movi-
miento era una valiente manera de proceder, dictada por la naturaleza
urgente de la música. La impresión de que existe «una idea poética»
detrás de la obra es insistente. Cinco o seis años más tarde su intención
hubiese quedado tan clara, que a nadie le habría pasado inadvertida
-como es el caso de la Sonata Appassionata- , pero no se puede negar
que la Sonata en do menor tiene una calidad proteiforme que suscita
puntos de vista contradictorios. El doctor Walker la considera una de las
grandes obras maestras y hablando del primero y del último movimiento
dice que «su sombría energía y su pasión son tan maravillosamente
fuertes que aportan, en la música de Beethoven, notas que hasta ahora
no habían sido nunca escuchadas». Bekker dice que la sonata es de
carácter patético, que «el tema no tiene ningún desarrollo lógico ... sino
más bien un amasijo de ideas con diferentes matices de colorido tonal,
siendo la unidad total más temperamental que lógica». Beethoven no
experimentó ninguna vacilación en cuanto a los movimientos primero y
último, pero estaba menos seguro respecto al adagio cantabile y al
scherzo. El adagio quedó en sol mayor, tal como lo había planificado
originalmente. El tema de apertura, en esa clave, hubiera sonado como
algo celestial. Pero Beethoven lo transportó a la bemol mayor, quizá
porque pensó que esa clave le iría mejor al piano o que el barbaresco (es
su propia palabra) carácter de la bemol era más adecuado para esta
sonata tempestuosa. Pero esta segunda idea de Beethoven no puede
convencernos. La clave finalmente elegida no ofreció suficiente contraste
entre la nota do que persistía a lo largo de la sonata con una monotonía
casi rusa. Además, la clave de la bemol, cerrada para el violín, sofoca su
capacidad para el cantabile. El scherzo es un movimiento muy picante.
Más tarde Beethoven hablaba de dicho movimiento considerándolo
fuera de lugar e incluso quiso eliminarlo; es más, pretendió que todas sus
sonatas para piano con cuatro movimientos dejaran éstos reducidos a
tres. Por fortuna, pudo ser disuadido.
La Sonata n.0 9 en la mayor, Op. 47 (1803), la famosa «Kreutzen>,
disfrutaba antaño de tal reputación que Tolstoi -que recelaba de la
música y que incluso la detestaba-, dio a uno de sus relatos el título de
La Sonata a Kreutzer. Se trata, desde luego, de una sonata muy destaca-
ble, pero un tanto sobrevalorada, ya que una obra maestra debería

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comenzar, continuar y acabar en el mismo plano de inspiración. La
«Kreutzen> comienza con una introducción y un primer movimiento
llevados a una escala de magnificencia emocional y ejecutiva sin par en
cualquier otra sonata para violín. El segundo movimiento, un juego de
variaciones sobre un tema que es la gracia personificada, mantiene el
mismo nivel de belleza ejecutiva, pero la temperatura emocional se ha
enfriado. El finale (presto) es prácticamente una larga tarantela en forma
sonata, atravesada toda ella, casi sin interrupción, desde el comienzo
hasta el final, por un ritmo saltarín. Esta especie de tour de force rítmico
era el que Beethoven se había propuesto para el final de la Sonata en re
menor, Op. 31, y hubiera tenido el mismo éxito en su propio lugar, es
decir, como final de la Sonata en la para violín, Op. 30, para la que había
sido escrito. Allí hubiese dispensado energía en una obra que parece
demasiado sedentaria, aunque Ries comenta que Beethoven pensó que
el primer final era demasiado brillante. Trasplantado a la «Kreutzeni, no
es ni suficientemente fuerte, ni suficientemente conclusivo para tal situa-
ción. Es como si, habiendo comenzado la obra con Otelo y Desdémona,
los personajes se hubiesen conv?rtido de pronto en Fígaro y Susana.
Beethoven se había comprometido a componer la sonata para el vio-
linista Bridgetower, un ciudadano británico que en aquellos momentos
se encontraba de visita en Viena y debía tenerla lista para el concierto que
este último pensaba dar. Como era costumbre en él, Beethoven llegaba
tarde. Czerny dice que el primer movimiento fue escrito en cuatro días.
iAh! iOjalá el concierto se hubiese celebrado una semana más tarde!
Habríamos tenido, tal vez, una sonata entera al rojo vivo, con genio, pero,
al igual que le pasó a Coleridge con su poema Kublai Khan, la inspira-
ción, una vez interrumpida, ya no volvió. Bridgetower debió de echarle
mucho valor para tocar los dos primeros movimientos, tan tremendos,
casi a primera vista. Beethoven describió expresamente la obra como
«Sonata scritta in uno stilo molto conzertante, quasi come d'un conzer-
to11. Bridgetower, no obstante, tenía mucho aplomo. Cuando Beethoven
atacó el «vuelo», que parecía una cadenza -compás 18 del primer
presto-, Bridgetower le imitó inmediatamente con el violín. Según Brid-
getower, Beethoven estaba encantado. No obstante, la adición no se
adoptó y, a la larga, la sonata fue dedicada a Kreutzer.
Beethoven tenía unos puntos de vista muy claros sobre la función
del adorno en la música. Si, por una parte, retuvo la habilidad y la
elegancia del siglo XVIII, por otra excluyó absolutamente los adornos,
salvo allí donde acentuaban la significación y la emoción de su música o
donde la adornaban de una manera genuina. Lo dicho no debe ser
considerado con cuidado excesivo, pero demuestra de qué manera tan
radical Beethoven, siguiendo a Haydn, se negaba a permitir que sus
obras fuesen manoseadas por intérpretes que, por hábito, pretendieran
«agraciarlas»; demuestra también hasta qué punto los intérpretes moder-
nos le dañan si tocan sus adornos groseramente y sin cuidado.
Esta cuestión de los adornos está íntimamente ligada a su Sonata
n.º 10 para piano y violín, en sol mayor, Op. 96, la última y la más
hermosa obra del género, compuesta para Rode. el violinista. en 1812-13.

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Algo influyó en su calmada y etérea belleza el estilo de tocar de Rode.
Beethoven escribió al archiduque Rodolfo, en diciembre de 1812: «No
me he dado demasiada prisa en componer el último movimiento, mera-
mente por la necesidad de ser puntual; además, a causa de la manera de
tocar de Rode, la composición de este movimiento me ha exigido mayor
1
intensidad mental. Nos gusta tener en nuestros finales pasajes bastante
ruidosos, pero a R[ode] no le complacen, por lo que me he visto bastante
limitado.»
Para complacer a Rode, Beethoven produjo una sonata bastante
homógenea en la que cada uno de los cuatro movimientos es comple-
mento natural de otros tres. En el primero y el último las ideas irradian
una luz como la que brilla, nítidamente, después de la lluvia. El movimien-
to lento tiene una mayor profundidad de sentimientos, pero no presupo-
ne inquietud; su hermoso tema es como si al corazón se le otorgase su
deseo.
El scherzo, con sus oscilantes sforzandi, y el trío, deslizándose
hasta alcanzar un largo ritmo bailable, alteran tanta tranquilidad, pero no
más que los espíritus de los bienaventurados cuando juegan en los
Campos Elíseos, en el Orfeo de Gluck. Esta sonata es un banco de
pruebas para los intérpretes. Todo tiene que ser correcto, desde el
primerísimo trino. Sobre el papel icuán fácil parece la apertura!, y en la
realidad icuán difícil es! Tan difícil como el gran pasaje que contiene
dobles retardos y que abre la Sonata «Kreutzer»; quizá incluso más difícil,
porque la apertura para la Sonata en sol mayor ha de sonar como si la
música hubiese estado fluyendo desde la eternidad y acabara de llegar a
nuestros oídos.
El trino en la primera nota forma parte íntegra del tema. Si debe ser
ejecutado o no con el giro en su final es una de las cuestiones no resueltas
de la interpretación. Según una tradición que nos viene ya desde los
tiempos de Joachim y de Clara Schumann, el trino siempre debe tener el
giro al final.
Las cinco sonatas para piano y violonchelo de Beethoven y los tres
juegos de variaciones sobre temas de Haendel y Mozart figuran entre las
cosas mejores para el repertorio de violonchelo. No es que las variacio-
nes sean importantes, ya que prácticamente todas pertenecen al primer
periodo, pero sí cubren una verdadera necesidad.
Las sonatas para violonchelo abarcan un periodo más amplio en la
carrera de Beethoven que las sonatas para violín, y lo que ya se ha
comentado sobre el equilibrio de tono entre los dos instrumentos cabe
aplicarlo aquí con más razón aún que en las sonatas para violín. El piano
moderno ha ido incrementando su poder desde los tiempos de Beetho-
ven, mientras el violonchelo se mantiene igual. El resultado es que el
sonido del violonchelo puede quedar absorbido por el del piano, a no ser
que el pianista sepa adaptarse a las necesidades del otro instrumento y
evite un excesivo uso del pedal. Si falla el equilibrio, la culpa es del
intérprete, ya que las partes para violonchelo de Beethoven «casan»
perfectamente con el instrumento. También se preocupó de dejar un
«espacio para que cogiera aliento» el violonchelo en la parte correspon-

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diente al piano, lo que representa un cambio natable respecto a la vieja
concepción del violonchelo como refuerzo del continuo. Este «espacio
para coger aliento» resulta especialmente evidente en las más tempranas
sonatas de Beethoven para violoncelo la n.0 1 en fa mayory la n. 0 2 en sol
menor, Op. 5, compuestas durante su visita a Berlín en 1796 para
Duport, el primer violonchelista del rey Federico Guillermo 11 de Prusia.
El propio rey era un buen violonchelista, por lo que parece probable que
Beethoven (como Mozart antes que él en sus cuartetos prusianos) hiciera
un esfuerzo especial para asegurar la dignidad y la independencia de la
parte del violonchelo. Al mismo tiempo, Beethoven percibió que las
posibilidades del violonchelo para el sostenuto y el cantabile eran mucho
más grandes que las del piano, de forma que para unir con éxito los dos
instrumentos en una verdadera sonata a dúo, resultaba conveniente
mantenerlos, mientras fuera posible, dentro de movimientos rápidos o de
velocidad media, evitando de esta forma que el piano pusiera de relieve
la poca duración de sus notas.
La Sonata en fa mayor comienza con un breve adagio, que viene a
ser como una introducción para un a/legro muy largo en forma sonata,
seguido por un rondó con un primer tema al que da sabor el antiguo
ritmo 6/8 de la gigue. La Sonata en sol menor sigue bastante el mismo
plan, con la salvedad de que la lenta introducción es más importante, el
a/legro tiene una confección mejor definida y el rondó se recrea con una
tonada que podría haber sido de Haydn.
Aunque la Sonata en sol menor es mejor que la Sonata en fa mayor,
uno tiene la impresión de que Beethoven no había encontrado aún su
dirección como compositor. Avanzada ya su carrera, hubiese evitado los
cromatismos tan amanerados y los acordes tan melodramáticos de
séptima disminuida.
La Sonata n.0 3 en la mayor, Op. 69, esbozada en 1807 y completa-
da en 1808, es música tan perfectamente imaginada y construida como
la «gran» Sonata para violín en sol mayor, aunque Beethoven seguía
evitando el resultado de un movimiento verdaderamente lento. El a/legro
con que comienza, en forma sonata, y el scherzo (al/egro molto, un
movimiento enormemente difícil debido al ritmo y a la acciaccatura en su
tema principal), son seguidos por un adagio muy breve en la dominante,
donde el gradual desequilibrio armónico «cuando ya nos dirigimos hacia
el final -para decirlo con la afortunada frase del doctor Walker- , está
logrado con tanta perfección que el conjunto suena perfectamente
natural e inevitable». El finale es un movimiento muy agradable, basado
sobre un tema excepcionalmente hermoso.
La Sonata en la mayor resulta ser, merecidamente, la favorita de los
violonchelistas y del público, pero, sin embargo, es la menos ejecutable
de las cinco para intérpretes de escasa competencia, ya que cubre la más
grande extensión posible del violonchelo.
Las Sonatas n.0 4 y 5, que forman el Op. 105, fueron compuestas en
julio y agosto de 1815 para Linke, violonchelista del Cuarteto Schuppan·
zigh. Externamente resultan algo áridas, pero interiormente constituyen
un valioso registro de los cambios que se van produciendo en la mente de

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Beethoven. La Sonata n. 0 4 en do mayor demuestra todavía su escasa
voluntad a la hora de enfrentarse con un movimiento verdaderamente
lento para el violonchelo. Un andante sirve de prefacio al al/egro princi-
pal; sigue entonces un corto adagio que, como una extemporización,
conduce a una alusión aún más corta del andante que, a su vez, nos lleva
a un dilatado allegro final. La intención de Beethoven era la de que fuera
una «sonata libre», libertad que queda algo desmentida por la naturaleza
del material.
En la Sonata en re mayor Beethoven se puso a luchar, finalmente,
con el problema del movimiento lento del violonchelo y adoptó el orden
de movimientos normales para la forma sonata clásica. Un primer
allegro valiente y un adagio con molto sentimento d'affetto conducen a
un finale vigoroso, que es, en realidad, una fuga. En eso reside la
innovación, que es, además, una de las primeras señales de la nueva
orientación de Beethoven hacia el contrapunto. Hasta ahora, en la
música instrumental, había tratado la fuga como auxiliar de la forma
variación o de la forma sonata; ahora la empleaba por derecho propio.
Más tarde le contó a Holz: «Hacer una fuga no requiere ninguna habili-
dad especial. En mi época estudiantil las hice a docenas. Pero la fantasía
también desea afirmar sus privilegios y hay que introducir, en la forma
tradicional, un elemento nuevo y poético.»
La lista de las sonatas a dúo de Beethoven sería incompleta si no
mencionáramos la pequeña Sonatina para mandolina y piano (cémbalo)
y otra ligera pieza para la misma curiosa pareja de instrumentos. Eran
obras del primer periodo, probablemente escritas para su amigo
Krumpholz.
Los tríos para piano, violín y violoncelo de Beethoven son de
extremo interés y belleza, pero, como si se tratara de un rebaño de ovejas,
resultan huidizos a la hora de contarlos a causa de los arreglos. El Trío en
do menor, Op. 1, n. 0 3, originalmente para piano, violín y violonchelo,
apareció como quinteto para cuerda formado por dos violines, dos violas
y un violonchelo (en esta forma está incluso mejor que en la original).
Inversamente, cierto número de obras de Beethoven para otras combina-
ciones de conjunto fue arreglado como tríos para piano, incluyendo uno
extraído de la Segunda Sinfonía. Hay que añadir a esto que Beethoven
compuso un trío «póstumo» en mi bemol mayor, escrito probablemente
alrededor de 1790 ó 1791, en el que usó el término «scherzo», aparente-
mente por primera vez. Añadamos además que, mientras estaba en
Bonn, escribió un juego de variaciones para piano, violín y violonchelo
sobre un tema original, publicado como Op. 44, número que hace que la
obra parezca pertenecer a su periodo medio. Para complicar aún más el
asunto, existe un manuscrito en el Museo Británico (Add. 317 48) que
contiene, además de tres dúos para piano, un trío para piano, incomple-
to, todo ello descrito como autógrafos de Mozart. Saint-Foix decidió que
eran obras de juventud de Beethoven y las publicó como tales en 1926.
Lamentablemente, los dúos resultaron ser, según se descubrió más
adelante, arreglos de piezas de un ballet de Kozeluh, en tanto que la
atribución del trío a Beethoven continúa siendo dudosa. Los primeros

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hitos, dentro de esta confusión, son los tres Tríos en mi bemol mayor, sol
mayor y do menor, Op. 1, que son también una señal en la vida de
Beethoven. Prodigó sobre ellos la suma total de su dominio durante los
primeros años de Viena e hizo con ellos su presentación como composi-
tor cuando fueron interpretados en una velada en casa del príncipe
Lichnowsky. Inmediatamente «merecieron la más extraordinaria aten-
ción». Su belleza, su maestría y su valentía debieron de constituir una
revelación. A veces he pensado que la amplitud, la incrementada profun-
didad de los últimos tríos de Haydn puede que se produjera por contacto
con el primer trío de Beethoven. La cálida admiración de Haydn por el
Trío en mi bemol y el Trío en sol mayor, y su desconfianza por el
temerario Trío en do menor demuestra, cuando menos, que los conoció
a fondo.
Para nosotros los tres parecen sencillos pero, aun así, hermosos: el
de mi bemol mayor, con sus temas y su claridad mozartianos, pero con
un humor más vivaz; el de sol mayor, que es el que más debe a Haydn,
especialmente en el movimiento lento y el finale; y finalmente el de do
menor, inconfundiblemente beethoveniano en su vehemente belleza, sus
osadas modulaciones, el minueto que es un pequeño poema y el implaca-
ble finale, iluminado por un segundo tema divinamente cantante.
A partir de aquel momento se produce una larga pausa, hasta
1808, cuando Beethoven produce el par de Tríos en re mayor y en mi
bemol mayor, que forman el Op. 70. Estilísticamente, tienen mucho en
común con la Sonata en la mayor para violonchelo, pero constituyen
mejores ejemplos de las obras del periodo medio.
Para el Trío en re mayor Beethoven empleó el esquema de tres
movimientos. Primero un brillante allegro, tremendamente decisivo, con
temas tan nobles en su discurso que el corazón del oyente se ensancha
con sólo escucharlos. Entonces viene un movimiento lento, en re menor,
largo assai ed espressivo, pintura tonal sin paralelo en la música de
Beethoven. Su lobreguez, misterio y terror han ganado para la obra la
denominación de Trío «Fantasma». Muy lento, acuciado por un tema que
avanza a lo largo de extensos y extraños fragmentos de trémolos, tan
pronto sotto voce, tan pronto subiendo a repentinas explosiones de
fortissimo, la idea poética de este movimiento podría ser lo que los
cuadernos de apuntes de Beethoven parecen sugerir: la escena de las
brujas de M acbeth.
El final que lo flanquea no guarda más conexión con el largo,
aparentemente, que el allegro que lo precedió. Los dos movimientos
brillantes, sin embargo, se equilibran mutuamente; el finale nos vuelve al
mundo de la normalidad después de la experiencia sobrenatural del
largo, con una música que se parece al final de la Sonata en la para
violoncelo.
El Trío n. 0 6, en mi bemol mayor es una obra absolutamente
afortunada, una geórgica virgiliana, literalmente planeada con una intro-
ducción y cuatro movimientos. Los temas tienen un toque casi bucólico y
la confección es buena, aunque menos llamativa que la del Trío en re
mayor.

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Dicen que siete es el número perfecto, y en este caso es así. El Trío en
si bemol mayor, n. 0 7, Op. 97 es el mejor de la serie y una de las obras
más importantes que existen. Beethoven se superó incluso a sí mismo.
Compuesto en 1811, se le conoce a menudo con el nombre de Trío «del
Archiduqueii por una vaga identificación entre la grandeza de la obra y la
de la persona a la que iba dedicada, el archiduque Rodolfo. Beethoven
explicó en cierta ocasión que cuando el archiduque se había encariñado
con alguna de sus obras, observaba un ligero pesar en su mecenas si tal
música iba dedicada a cualquier otra persona. La aptitud del archiduque
para detectar las obras maestras le honra.
El primer movimiento de este trío es de un gran virtuosismo, con
unos temas tratados con magnífica amplitud, simplicidad y fortaleza de
volumen y diseño, lo que le coloca, en relación con las formas musicales,
en la misma situación que ocupan las esculturas del Partenón respecto a
la estatuaria en general. Desde el momento en que el piano comienza
este tema advertimos que nos hallamos ante la presencia de algo glorio-
so. Cuanto más se estudia este maravilloso movimiento, más detalles se
van encontrando en él. Aquí sólo podemos dejar someras indicaciones
de tales detalles, como el gran acierto de Beethoven en esta partitura
(osados pasajes de pizzicato contra el staccato del piano) cuando atenúa
el tono para realzar el valor de lo precedente y de lo que vendrá en el
desarrollo; lo va afinando todo, dilatadamente, hasta alcanzar un punto
de expectación antes de la recapitulación; finalmente, hay una coda
soberbia.
El scherzo es un movimiento que, siguiendo la misma tónica, está
planificado también con mano maestra: abunda en energía y en melodías
encantadoras que, aunque más ligeras que las del primer movimiento,
nunca pierden su inherente magnificencia.
El tercer movimiento, andante cantabile, ma pero con moto, es uno
de los mejores juegos de variaciones sobre un tema que existen, esencia
de toda la belleza que puede existir en un movimiento lento de Beetho-
ven. Requiere el estilo de interpretación que los alemanes llaman das
Getragene: la fraselogía ha de ser lenta, de inhalación profunda, con
progresivo avance. Pero por encima de todas las consideraciones técni-
cas exige grandeza de corazón y de alma en su interpretación. El maravi-
lloso tema se escucha sólo una vez en su totalidad. En las variaciones que
siguen es como si Beethoven resolviera el tema en sus elementos espiri-
tuales. La Cleopatra de Shakespeare no tenía la calma celestial de esta
música, pero sus palabras se adaptan a estas variaciones: «Soy fuego y
aire; mis otros elementos los entrego a una vida más vil.»
Para el finale, Beethoven arrancó la obra de aquellas lejanas regio-
nes y la expuso a la brillante luz del día. La música está llena de gracia, es
vívida, expresiva, incluso con una pizca de diablura en sus curiosos
staccati y sforzandi, y en los peculiares intervalos, amplios y saltarines
que -me imagino- acudieron a su mente cuando la alegría de vivir era
fuerte en él.
El Trío n. 0 8 -«el pequeño si bemol» en un movimiento- fue
compuesto en «Viena, el 2 de junio de 1812. Para mi pequeña amiga

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Max. Brentano, dándole ánimos en su labor de tocar el piano». Es una
música un tanto infantil, alegre, pero que no resulta insípida.
El Trío n.º 9, la obra de Bonn en mi bemol mayor, publicado
póstumamente, ya ha sido mencionado; también lo han sido las variacio-
nes tempranas. Estas dos obras no merecen mayores comentarios.
En 1816 Beethoven comenzó a esbozar un Trío en fa mayor, que
no prosperó. En 1823, en medio de una de sus fases de «variaciones»,
compuso un Adagio, diez variaciones sobre !ch bin der Schneider Kaka-
du, y Rondó, Op. 121, para piano, violín y violoncelo. El trivial tema de
Müller, rodeado de esta forma por el auténtico Beethoven, tiene el
aspecto de un trozo de vidrio engarzado en platino. Es posible que
Beethoven lo supiera.
Excluyendo el cuarteto que es un arreglo de la Sonata para piano,
Op. 14, n. 0 1, y de otros arreglos ya mencionados, las obras de Beethoven
para cuerda solamente consisten en cinco tríos, un quinteto completo, un
Quinteto-Fuga en re para dos violines, dos violas y un violonchelo que
data de 181 7, y 16 cuartetos para cuerda. Tal es la lista oficial, pero se
podía mencionar, como pieza extra, un dúo escrito en plan de broma
para viola y violonchelo, «con dos monóculos obbligatto»; existe también
un número de piezas menores para dos, tres, cuatro y cinco instrumentos.
Todos los tríos para instrumentos de cuerda pertenecen a la década
1790-1800. Constituye una total equivocación considerarlos como cuar-
tetos frustrados. Diseñados como tríos, como tríos se mantienen o como
tríos se hunden. Pero se mantienen y se erigen en modelos de lo que ha
de ser la escritura para instrumentos de cuerda en tres partes.
Gracias al afortunado incidente del viaje a Inglaterra del abate
Dobbeler, con una copia del trío para cuerda del joven Beethoven
escondida en el estuche de su violín, sabemos que el Trío n.º 1 en mi
bemol mayor existía ya en fecha tan temprana como la de 1 792. Es
probable que Beethoven lo revisara antes de su publicación en 1 797,
pero la obra, desde su comienzo, acredita ya como principales característi-
cas el fuerte intelecto, la forma armónica firmemente manejada, el
sentimiento cálido y la encantadora fantasía. Los seis movimientos
vienen agrupados como en los viejos divertimenti, pero el andante (que
aparece el segundo) es enteramente beethoveniano, de un tipo que
hallaremos de nuevo en los scherzos de su Cuarteto en do menor,
Op. 18, y en el otro en/a mayor«Rasumovsky», Op. 59. Cuando una obra
se adecua tan bien a su propósito como este trío para cuerda, duele un
poco ver que luego aparece en un arreglo para piano y violonchelo.
· El trío Serenata para cuerda, Op. 8 (1 797) tenía un destino similar,
pero más perdonable, ya que se vio convertido en un Nottumo para
piano y viola. Tal como el Op. 3, éste sigue el esquema del divertimento.
Los numerosos movimientos llegan y se van con aire vigoroso; la música,
no obstante, es un poco -¿me atrevo a decirlo?- apagada en compara-
ción con las estupendas obras que Beethoven escribió aquel mismo año
a continuación de la citada.
Los tres Tríos en sol mayor, re mayor y do menor para violín, viola y
violonchelo forman, juntos, el Op. 9 (1796-98). Beethoven los emplazó

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en un lugar preeminente entre sus obras tempranas. Abandonando la
estructura de unos movimientos holgadamente hilvanados, en forma
divertimento, Beethoven emplea, valientemente, el agrupamiento cíclico
en forma sonata con extraordinario éxito. La música y su tratamiento
son mucho más fuertes que en el Op. 8. El Trío en sol mayor es una obra
fascinante; el en re mayor es el más débil de los tres; el en do menor está
considerado como el mejor, pero todos son hermosos.
El Quinteto de cuerda en do mayor para dos violines, dos violas y
violonchelo, compuesto en 1801, recibe a veces el nombre de Quinteto
«de la Tormenta» por los pasajes de semicorcheas que (como destellos de
relámpagos) nos hieren a través del trémolo casi orquestal del acompaña-
miento en el finale. La «tormenta» constituye, ciertamente, una culmina-
ción dramática para una obra muy hermosa, tanto por sus temas como
por el arte exquisito con que la música y su medio son identificados. El
primer tema del primer movimiento es demasiado largo para ser citado
aquí en su integridad, pero hemos de mencionar su apertura, ya que es
una clara muestra de un recurso de Beethoven destinado a realzar la
belleza de una melodía: añadir una especie de espejo de la melodía por
debajo de ésta.
Beethoven comenzó bastante tarde a escribir cuartetos: tenía casi
treinta años. A esa misma edad, Haydn ya contaba con unos veinte
cuartetos en su haber. Pero había en Beethoven algún instinto que le
impedía perpetrar algún desaguisado en este medio íntimo, un sentimien-
to quizá parecido a aquel que le indujo a negarse a visitar de nuevo a
Wegeler y Eleonore, salvo «como un hombre completo y maduro». Otra
curiosa circunstancia es que, aun siendo pupilo de Haydn, Beethoven le
debió poco al «padre del cuarteto de cuerda». Si debemos juzgar por sus
propias palabras, su «viejo maestro» fue Aloys Fürster. Los cuartetos de
Fürster son, al parecer, muy beethovenianos, y Beethoven, ciertamente,
debió mucho a su amistad, ejemplo, consejos y al estímulo de aquella
atmósfera de verdadero cuarteto de cuerda que se hallaba en casa de
Fürster, en la que Schuppanzigh, Weiss, Linke, Mayseder, Hummel y
otros se encontraban dos veces por semana para hacer música de
cámara. Y, no obstante, los cuartetos de Haydn y de Mozart sf dejaron
una marca sobre Beethoven, como podemos observar fácilmente, y él
mismo le contó a Drouet (el flautista), mucho más tarde, que sin Haydn y
Albrechtsberger hubiese cometido muchas tonterías. Una de ellas, amon-
tonar el «material» en sus obras tempranas.
El primer impulso hacia la escritura de cuarteto lo recibió, al parecer,
del conde Apponyi en 1 795. En aquel momento, no dio ningún resulta-
do. En 1800, cuando aparecieron los cuartetos para cuerda que forman
el Op. 18, la dedicatoria fue para el príncipe Lobkowitz.
Incluir seis cuartetos de primera categoría bajo un solo número de
Opus debe de parecer un despilfarro en la actualidad. Pero no era así en
el siglo XVIII, con la pródiga costumbre de reunir las obras de cámara en
grupos de tres o seis. Beethoven presentó su Op. 18 en dos grupos: los
primeros tres fueron publicados por Mollo, en Viena, en el verano de
1801, y los tres últimos en octubre del mismo año. Los manuscritos

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originales han desaparecido, pero por los cuadernos de bocetos de
Beethoven y por algunos fragmentos de información histórica queda
claro que el orden actual de los cuartetos no se corresponde con el orden
original de la composición. Al igual que Haydn antes que él, Beethoven
reordenó las seis obras para que las mejores ocuparan los lugares
destacados, dejando las más flojas en otros disimulados como tercero y
sexto, es decir, al final de cada juego publicado. Es aconsejable considerar·
los en su orden de publicación que, al fin y al cabo, responde a la elección
del propio Beethoven. Los cuartetos que constituyen este Opus aparecie·
ron también arreglados como tríos con piano.
El Cuarteto en fa mayor, n. 0 1, planificado en 1799, quedó original·
mente en segundo lugar; Beethoven se debió dedicar a trabajar ansio·
samente, ya que no menos de dieciséis páginas de sus cuadernos de
apuntes están dedicadas a fijar el primer tema. Cuando revisó por entero
el cuarteto, en 1800, dicho tema fue retocado de nuevo. Tal como queda
en su versión definitiva abre de una manera bellamente incisiva, armóni·
camente afianzada, rítmicamente útil para todos los propósitos temáti·
cos, de desarrollo o de acompañamiento.
Una mirada a este cuarteto, aunque sea rápida, demuestra cómo
Beethoven concedió iguales prerrogativas a los cuatro movimientos:
democracia de estilo, tal como Haydn y Mozart la habían reconocido,
pero adoptándola sólo parcialmente. Beethoven desplegó también una
osadía casi orquestal al escribir la partitura del trágico adagio affettuoso
ed appassionato en re menor que -así se lo contó a Amenda- era una
pintura tonal de la escena del sepulcro en Romeo y Julieta. El scherzo y
trío, juzgándolos por sus valores superficiales, son menos impresionan·
tes. No obstante, cuando uno piensa en las obras más tardías de
Beethoven, incluyendo la Novena Sinfonía, los pasajes del trío con saltos
por octavas son característicos por su vitalidad. El finale -un rondó-
tiene curiosas afinidades con Prometeo, afinidades que pueden apreciar·
se claramente en sus dos pasajes de fuga to y en cierto pasaje melódico en
los compases 136-159.
El Cuarteto en sol mayor, n.0 2 (pero compuesto el tercero) es una
obra deliciosamente feliz. Se le conoce por Cuarteto del «Cumplido», lo
que proviene de una imaginaria semejanza entre las frases de apertura y
una salutación ceremoniosa, con su réplica, entre unos elegantes del
siglo XVIII, aunque esto no da ninguna idea de la lozanía de la música.
Realmente, el floreo ornamental en el primer tema viene urdido muy
diestramente para embellecer el seco arpegio de so/ mayor que, con el
toque de la mano de Beethoven, estalla como una flor, según palabras de
sir Henry Hadow, a las que añade que «los estudiantes de Bach recorda-
rán una floración exactamente similar en el tema de su fuga en re mayor
(n. 0 5 del «48»), presentado de la misma manera y utilizado con igual
propósito».
Beethoven fortalece la importancia de los movimientos primero,
tercero y cuarto de este cuarteto, formando cada uno de sus primeros
temas con la interpretación en arpegio del acorde tónico. Para el movi·
miento lento, un adagio cantabile en do obtiene aquel realce mencionado

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de una manera más sutil, al permitir que el gruppetto ornamental -que
era un rasgo característico del primer movimiento- se expanda hacia los
hermosos pasajes defioritura que dan «gracia» a las partes del violín y del
violonchelo. El viejo William Gardiner, de Leicester, tenía razón cuando
advirtió en la música del joven Beethoven un intelecto que le abriría un
mundo nuevo.
El Cuarteto n. 0 3 en re mayor, primero en orden de composición, no
está quizá, en cuanto a su confección, a la altura de los otros, pero no es
menos adorable en cuanto a su idea. El primer tema del primer movimien-
to fluye suspendido en una séptima dominante, y el tratamiento armóni-
co desarrolla un ángulo delicado e inesperado que mitiga la insipidez del
ritmo suave. El movimiento lento, en forma de rondó, es una elección
poco usual en Beethoven. Esto le hizo decidirse a lanzar su finale en
forma sonata: allí los temas se precipitan en una gigue sublimada.
Thayer supuso que el estupendo Cuarteto n. 0 4 en do menor fue el
último del grupo compuesto por Beethoven. Podría ser así, a juzgar por
la madura confección, pero no pueden escapar a la observación ciertos
puntos de afinidad con los dos tríos para cuerda más tempranos, como
tampoco las semejanzas con la Sonata para violín en do menor y la
Sinfonía en do menor, ambas más tardías. La elección de do (menor o
mayor) como clave para los cuatro movimientos puede ser un vestigio del
viejo código para suites y partitas, pero la decisión por la que Beethoven
sustituyó un scherzo por el movimiento lento e hizo que lo siguiera un
minueto puede que se debiera a que, según su punto de vista, faltaba un
espacio en el cual reposar de la tensión apasionada de los movimientos
primero y último.
El Cuarteto n.0 5 en la mayor fue comenzado en cuarto lugar, pero
incorpora material anterior que data, quizá, de 1794; de ahí que el tercer
movimiento -un tema con variaciones- sea la música más antigua de
todo el Op. 18. Es el más mozartiano de los cuartetos, especialmente en
el último movimiento.
El Cuarteto n. 0 6 en si bemol mayor es enigmático. Thayer supuso
que Beethoven lo había escrito entre los últimos y, no obstante, la forma,
con su racimo de cinco movimientos, se aproxima a la suite; el primer
tema es una de aquellas afirmaciones estereotipadas del acorde en la
tónica tal como podemos hallarlas, por centenares, en sinfonías y en la
música de cámara de mediados del siglo XVIII. El cuarto movimiento,
llamado La malinconia (La melancolía), es el más beethoveniano: una
pintura tonal, con toques gráficos, que sirve como introducción al finale
alegre. No obstante, no es comparable al asombroso retrato de un
melancólico que nos brinda Beethoven en el largo de la Sonata en re
mayor para piano, Op. 1 O. ¿Puede este Cuarteto en si bemol haber sido
escrito tres años más tarde que la sonata?
Seis años separan el Op. 18 del siguiente conjunto de cuartetos de
Beethoven, las tres grandes obras en fa mayor, mi menor y do mayor,
Óp. 59, compuestas en 1805-06 y dedicadas al conde Rasumovsky.
Puede que tenga razón J oseph de Marliave cuando dice que los primeros
esbozos datan de 1804, si bien todas las circunstancias del material
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musical y de su tratamiento apuntan al año 1806 como verdadero
periodo de composición. Anteriormente, Beethoven, al igual que Haydn
y sus contemporáneos, cuando ordenaba un juego de cuartetos no
buscaba más que un buen contraste y un agradable sonido en su
sucesión. Ahora su instinto había progresado: sentía Ja necesidad de Ja
unidad dentro de la diversidad. De ahí que encadenara este grupo
sirviéndose de canciones populares, aunque no está claro si el responsa-
ble de la idea fue Beethoven o el conde Rasumovsky. Este último, medio
cosaco por descendencia, había sido por dos veces embajador en Austria
y un protector notable de las artes. Relacionado, por matrimonio, con Ja
familia Lichnowsky, él mismo tenía fama de buen músico y gozaba de
una reputación que le distinguía como gran conocedor de los cuartetos
de Haydn, que también interpretaba, por lo que era natural que encarga-
ra un grupo de cuartetos a Beethoven.
Que Beethoven estaba ya interesado en el empleo de canciones
populares para Ja forma sonata, es un hecho: Jo atestigua su Sonata
Appassionata, Op. 57, bosquejada en 1804, y su Septeto de 1800;
también, pero con menos pruebas, su Sonata para piano, Op. 54, de
1804. Con mentalidad abierta daría Ja bienvenida a las melodías rusas,
viendo en ellas el hilo conductor para sus tres cuartetos. Czerny confir-
ma expresamente que Beethoven «se comprometió a introducir una
melodía rusa en cada cuarteto», y la afirmación de Czerny es de fiar,
según Thayer. Los temas son fáciles de localizar en los Cuartetos en
fa mayor y en mi menor, ya que Beethoven añadió la indicación
"Theme russe»; sus armonizaciones eran tan clásicamente vienesas, que
ni siquiera Jos más entendidos hubieran podido reconocerlas a tra-
vés del disfraz.
El Cuarteto en do mayor es un <..sunto diferente. Allí Beethoven no
extendió ningún pasaporte de nacionalidad, sino que naturalizó. el tema
como absolutamente suyo. Lenz denegó su origen ruso. Incluso hoy Ja
tradición de esta ascendencia ha sido olvidada, excepto por unos cuantos
que siguen excavando en los viejos recovecos de la historia. No obstante,
yo creo firmemente que la tradición está en lo cierto y que el tema del
movimiento lento (andante con moto quasi al/egretto) es una canción
popular rusa. ¿o debo decir era una canción popular, dado que Beetho-
ven la manejó tan libremente? Y, no obstante, en el fondo de su versión
existe todavía un carácter reconocible como eslavo, si uno está imbuido
de las canciones populares rusas y de sus peculiaridades melódicas y
rítmicas. J. W. N. Sullivan, en su libro sobre Beethoven, escrito sincera-
mente y con sensibilidad, parece no haberse dado cuenta de un posible
elemento ruso en este movimiento. Y, no obstante, su reacción instintiva
sobre la música es que:
«Este movimiento ocupa un lugar aislado entre las composiciones
de Beethoven... Es extraño, lento, como ha observado más de un comenta-
rista; produce sobre nosotros la impresión de algo anormal. Es como si
alguna memoria racial se hubiese entremezclado con él, en referencia a
alguna desesperación olvidada y extraña. Hay aquí una angustia remota

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y congelada, un lamento respecto a algún destino implacable. Apenas es
un sufrimiento humano; se acerca más a una memoria que el alma
tuviese de una noche antigua y sin estrellas. No acertamos a imaginar lo
que hace en este cuarteto.»

¿Qué otras palabras podrían describir mejor la Rusia inmemorial?


Al parecer, casi todo el mundo opinó, cuando aparecieron los
Cuartetos Rasumovsky, que eran raros. Felice Radicati, buen violinista y
compositor de cuartetos, ojeó la digitación de los de Beethoven, a
petición de su autor. «Le dije con seguridad que no consideraba que
aquellas obras fueran música. Beethoven replicó: "iOh! iNo lo son para
usted, sino para una época más avanzada!"» Esa época más avanzada
sitúa tales cuartetos entre las obras más grandes de la música, allí donde
se pueda ver la forma sonata en su manifestación más espléndida, casi
deslumbrante; música cuyo regio progreso armónico y cuyas amplias y
dominantes gesticulaciones aportan al oyente la exaltación de quien se
sitúa delante de la gloria.
El Cuarteto en fa mayor (n.0 1 de este juego; n.0 7 de la serie
completa) fue comenzado, según anota Beethoven, el 26 de mayo de
1806. El primer movimiento, un allegro noble, de líneas muy espaciosas,
viene seguido por un allegretto uivace e sempre scherzando del tipo
inimitable de Beethoven, en el que ritmos ingeniosos y notas staccato,
peculiarmente expresivas, son puntos destacados en un movimiento de
. diseño poco usual. El movimiento lento en fa menor es punzantemente
expresivo, uno de los mejores movimientos lentos de Beethoven. Al final
de los bocetos para este adagio, Beethoven añadió esta nota: «Un sauce
llorón o una acacia sobre la tumba de mi hermano.» Algunos biógrafos
sugieren que el movimiento es un «epitafio» para la boda de Karl van
Beethoven, ya que Ludwig no aprobaba a la novia. iComo si un hecho y
su expresión en música tuvieran que ser sincrónicos! Beethoven podría
haber evocado recuerdos de una época en la que -siendo él mismo un
niño- su hermano Georg había muerto en Bonn. Para que la música
pase de tal estado de ánimo al finale rápido, con su uTheme Russe»,
Beethoven empleó una cadenza para el primer violín en la que se
disuelve suavemente el movimiento lento.
El Cuarteto en mi menor, n.º 2 (n.º 8) sigue con más constancia la
vena patética y se ve ensombrecido, misteriosamente, en los movimien-
tos primero y segundo. En cierta ocasión Beethoven le contó a Holz que
había concebido el movimiento lento, molto adagio, mirando las estre-
llas, «contemplando la armonía de las esferas». Aquí, el solemne asombro
del hombre a la hora de la muerte se ha fundido con su solemne asombro
ante las estrellas. Lo ha podido llevar a cabo al igual que aquellos varios
poetas para quienes habla Walt Whitman cuando escribe:
Esta es tu hora ioh, alma! tu libre vuelo al mundo de la nada
Tú, emergiendo totalmente, silencioso, contemplativo,
ponderador de los temas que más amas
la noche, el sueño, la muerte y las estrellas.

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Tales palabras armonizan muy bien con muchos movimientos lentos de
Beethoven, pero se adaptan especialmente a estos dos.
Otro punto interesante. Si existe una ley de asociaciones mentales,
entonces este adagio estelar de Beethoven podría sugerir que los Cuarte-
tos Rasumovsky y la carta a la Amada Inmortal pertenecen al mismo
verano. En ella Beethoven dijo: «Cuando considero que estoy en el ocaso
del invierno ¿qué soy y qué es aquel hombre a quien llamamos el más
grande de los hombres?» Tal es el estado de ánimo de este movimiento,
ligado también al movimiento lento de la Cuarta Sinfonía, a través de
ciertos aspectos de ritmo y de sentimiento. Incluso la clave-mi mayor-
merece ser observada.Tras haberse emancipado de las pocas convencio-
nes heredadas de la forma suite (en la que todos los movimientos estaban
en la misma clave), era poco usual en Beethoven mantener la misma
nota de clave -en este caso mi (menor o mayor)- a lo largo de una obra
extensa. Si así lo hizo, es que tenía, obviamente, algún propósito especial.
En la sinfonía en la mayor, por ejemplo, mantiene el mismo punto de
vista, pero, al disponer el allegretto en la mayor, parece como si dirigiera
nuestros pensamientos hacia abajo, contemplando una tierra abierta
como si fuera una tumba. En cambio, en este Cuarteto Rasumovsky,
mientras todavía se mantiene entre las sombras del mi menor en el
primer movimiento, dirige de pronto nuestra mirada hacia arriba median-
te un cambio a mi mayor, para que contemplemos, en las alturas, la
bóveda estrellada.
El a/legretto que sigue, que sustituye a un scherzo, es tan anhelante
que, cuando se ve arrastrado por una melodía rusa para formar el trío, el
efecto casi es antinatural. De hecho se trata de la misma melodía que más
tarde utilizó Musorgski para el primer acto de Boris Godunov. Un final
fantástico, que tiene todo el aspecto de comenzar en do mayor, completa
esta maravillosa obra en mi menor.
El Cuarteto en do mayor n.º 3 (n.0 9J es notable por la introducción.
Desde el silencio, Beethoven, deliberadamente, guía unas armonías tan
movedizas que parecen «como el tejido sin fondo de una visión», llevándo-
nos a un allegro gloriosamente fuerte y claro. El andante, con su extraña
melodía y sus misteriosas notas en pizzicato en el violonchelo, ha sido
comentado ya. El minueto está basado en el modelo de Haydn, amplifica-
do. La gran fuga del finale, una combinación de fuga y de forma binaria,
es como el timbre de gloria de este cuarteto. Los pasajes ascendentes
(compases 144 a 17 6), en los que los instrumentos intervienen turnándo-
se para desarrollarse en fogosas secuencias, son indescriptiblemente
excitantes; de hecho, todo el movimiento lo es, al extremo de que uno se
olvida del enorme poder intelectual que lo controla.
El Cuarteto en mi bemol mayor n.º 10, Op. 74, llamado a menudo
ccdel arpa» por sus largos arpegios en pizzicato en su primer movimiento,
fue compuesto en 1809. Es de una resplandeciente efectividad; el primer
violín toca con una técnica rayana en el concierto y el segundo tiene una
preeminencia estremecedora. El movimiento lento es un adagio en la
bemol mayor; su estado de ánimo es análogo al que, en cierta ocasión,
inspiró el movimiento lento de la Sonata «Patética". si bien ahora es más

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fuerte y menos sentimental. El scherzo está construido sobre uno de
aquellos ritmos martilleantes que Beethoven asociaba a menudo con do
menor; completa el cuarteto un grácil juego de variaciones. Se trata de
una obra galante, de una gran obra, pero no de las realmente gigantes, ya
qUe la música exhibe, en su panoplia, algo más de la gloria de este mundo
que de la gloria del espíritu.
El Cuarteto en fa menor n. 0 11 -el cuarteto serioso-, Op. 95, que
Beethoven compuso en 1810 y dedicó a su viejo amigo Zmeskall, forma
un contraste impresionante. En opinión de Mendelssohn, era la obra más
característica de las escritas por Beethoven; Mendelssohn no iba mal
encaminado, aunque algunos fragmentos se asemejan, de forma diverti-
da, a aquello que Mendelssohn intentaba ser y no era. Para disfrutar
totalmente del sabor de esta obra seria, apasionante, terca, de tosco
humor, de ingenio severamente aguzado y de extraños destellos de
ternura, debería ser estudiada conjuntamente con las cartas de Beetho-
ven a Zmeskall: la similitud de tono es impresionante. Es un cuarteto muy
varonil, notable también por pertenecer tanto al periodo medio como al
último, y una obra que, en su carrera, ocupa un lugar parecido al de una
modulación enarmónica en su música.
El primer movimiento comienza con una frase corta, expuesta por
los instrumentos aparejados en la octava, tal como Beethoven lo había
hecho en su Cuarteto en fa mayor n.0 l . La diferencia en maestría es
asombrosa; el fa mayor era limpio y cincelado, pero este fa menor corta
como un soplete de acetileno. Las frases en las octavas saltantes y la
tensa compresión de estilo producen una impresión extraordinaria de la
vitalidad de Beethoven.
El allegretto en re mayor, que sustituye al movimiento lento, posee
una pensativa dulzura. Un pasaje descendente para el violonchelo, recu-
rrente a intervalos (como las fibras esparcidas de un ostinato), unfugato
suave que los instrumentos cantan dulcemente entre sí, son puntos
destacados que hay que tener en cuenta. En el scherzo, temeridad y
resignación alternan de forma .difícil de ligar en la interpretación. El
/arghetto espressivo, prefacio para el finale, envuelve tanta tragedia en
sus siete compases como Shakespeare en los catorce versos de un
soneto. El finale -al/egretto agitato- es el movimiento mendelssohnia-
no, pero lleva una coda repentina, breve, beethoveniana, de cuarenta y
tres compases, que D'Indy, a quien le chocó mucho, calificó de ligero final
operístico a la manera de Rossini; añadió que, según su parecer, «ningu-
na interpretación podría paliar este error de un genio». Creo, sin embar-
go, que Beethoven podría haber ofrecido alguna explicación convincente
para esta coda si le hubiesen dejado obrar a su antojo cuando propuso
escribir los significados que había discurrido para cada una de sus obras.
Sus amigos -encabezados, creo yo, por Schindler- le disuadieron.
Desde luego, Beethoven ocupa así un lugar más preeminente en la
historia que si hubiera difundido sus secretos, ya que son muchos los
músicos que prefieren la así llamada «música absoluta»; pero, de todas
formas, hay momentos en que uno exclamaría: «iQué fastidio con
Schindler!»

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Antes comparé el Cuarteto en fa menor a una modulación enarmó-
nica: uno de aquellos puntos unitarios respecto a los cuales dos mundos
diferentes coinciden momentáneamente y sincronizan sus diferentes
términos de existencia. Cuando Beethoven completó su cuarteto si-
guiente, el n. 0 12, en mí bemol mayor, Op. 127 (1825), se había traslada-
do lejos del mundo al que pertenecía el Cuarteto «del arpa». Le había
sobrevenido el segundo gran pesar de su vida, que cambió sus relaciones
con sus semejantes. Mientras trabajaba en la Míssa Solemnís estuvo
estudiando la música de Palestrina y el contrapunto modal puro, lo que le
indujo a un nuevo cambio. Se le reveló la belleza de las armonías modelo
y los maravillosos efectos que se pueden obtener con la yuxtaposición de
acordes comunes. La textura de la polifonía del siglo XVI (con aquellas
melodías que son mucho más cortas que los «temas» de la música
vienesa sinfónica y que, sin embargo, no tienen fin) modificó su estilo
muy perceptiblemente; también lo hicieron aquellas permutas (que son
el equivalente del desarrollo en el contrapunto de la Edad de Oro),
influyendo sobre su estilo de desarrollo. Todo ello, además, confluía con
los cambios que habían tenido en sus propias convicciones y en su
práctica como resultado del experimento.
Por último, existía el cambio en su percepción espiritual. Años de
ponderación y experiencia le condujeron a aquellos cinco últimos en que
habían tenido lugar sus pensamientos, posados constantemente sobre
las verdades expresadas en la misa, le habían llevado a una percepción
desde la que gozaba en parte de la visión y conocimiento de la verdad
poseída por los grandes iniciados. La vida, en su realidad metafísica,
había llegado a ser clara para él.
Los últimos cinco cuartetos para cuerda de Beethoven surgen de
este mundo metafísico. No se los puede escuchar con ligereza. Acercarse
a ellos cronológicamente, a través de su Novena Sinfonía, es hacerlo con
los ojos vendados. Es mejor intentarlo a través de las dos misas.
Han llegado a ser el testamento de la música moderna. De ellos
derivan los métodos que Wagner difundió con tal propósito glorioso a
través de su Tetralogía, de su Trístán y de su Parsifal; en ellos se pueden
encontrar los principios de la metamorfosis temática de César Franck y el
desarrollo cíclico; en la técnica desnuda, austera, del último cuarteto de
Beethoven, en fa mayor, se presagian ya Bartók, Stravinski y todas las
escuelas basadas en una economía expresiva; en la Grosse Fuge halla-
mos la triunfante aserción del contrapunto lineal. La profecía del príncipe
Galitsin, formulada en 1824, se ha cumplido: «Vuestro genio se encuen-
tra avanzado en siglos -le escribió a Beethoven-, y en el momento
actual apenas hallaríamos un oyente que estuviese lo suficientemente
preparado como para disfrutar de la plena belleza de esta música; pero
la posteridad os rendirá homenaje y bendecirá vuestra memoria más
de lo que hoy son capaces de hacer vuestros contemporáneos.» Los
últimos cuartetos de Beethoven no son la justificación de la música
moderna, sino que la música moderna ha llegado a un punto en el que
justifica los cuartetos y demuestra que el genio de Beethoven fue tras-
cendental.

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Fuera o no cierto el que el príncipe Galitsin se los hubiese encarga-
do, la forma de cuarteto de cuerda era el medio hacia el que Beethoven se
sentía atraído por instinto, el único suficientemente puro y flexible que le
permitía expresar las ideas que se le agolpaban.
El príncipe Galitsin, un aficionado ruso, rico, mecenas de la música,
había visitado Viena en 1822. Volvió a San Petersburgo lleno de entu-
siasmo hacia la ópera Der Freischütz, de Weber, que entonces constituía
una novedad, e igualmente ansioso de obtener, para que él pudiera
usarla, una partitura. Zeuner, que tocaba la viola en el cuarteto Galitsin,
sugirió que daría mejor resultado emplear el dinero encargando a Beet-
hoven que compusiera unos nuevos cuartetos. Para gloria posterior de
ambos, Galitsin aceptó el consejo y encargó los cuartetos en noviembre
de 1822. Más tarde, cuando se recibieron éstos, la gente se sintió algo
consternada ante ellos, y el dinero de Galitsin fue sólo parcialmente
pagado en el momento de la muerte de Beethoven.
El Cuarteto en mi bemol mayor, Op. 127 quizá estuviese tomando
forma ya en los pensamientos de Beethoven en 1822; en 1824 escribió
que ya lo tenía acabado; de hecho, no lo completó hasta finales de este
año o, incluso, en los primeros meses de 1825.
Se trata de una obra gloriosa, en la que el heroísmo que resuena
bizarramente en el estado de ánimo de Beethoven, en la clave de mi
bemol, se ve difundido con una indescriptible felicidad. A pesar de que la
estructura se ha expandido inmensamente, aún se aprecia la reconocible
relación con los grandes cuartetos del periodo medio. Aunque no es fácil
de entender, se trata de una obra simple y de líneas principales claras en
comparación con sus sucesoras. El primer movimiento, un a/legro con un
tema singularmente grácil y hermoso, viene introducido por un breve
preludio en mi bemo/ -maestoso-, usado nuevamente dos veces, en sol
y en do, durante el curso del movimiento, siempre con el mismo efecto
que aquellos pilares y arcos normandos cuya fortaleza soporta pesos
inmensos y teniendo entre sus propósitos el de determinar la «estructura
tonal» del movimiento.
En la tranquilidad rítmica del material temático del primer a/legro,
así como en la apertura del adagio que sigue, se aprecia el influjo de
Palestrina. En estos años tardíos le encantaba a Beethoven dejar que su
música fuera gradualmente perceptible por los sentidos mortales, mien-
tras emergía de la región metafísica del sonido, región de la cual la
sordera le había hecho habitante permanente. El palestriniano punto
corto de imitación en la entrada de las voces encajaba perfectamente con
las predilecciones de Beethoven. El tema del cuarteto y sus variaciones
contienen una gran riqueza de inspiración, expresada con consumada
maestría. A los estudiantes que deseen penetrarlas les será de gran
ayuda recordar que Beethoven a veces trataba el tema como una entidad
concreta y a veces como el alma de esa entidad. También es útil recordar
el Benedictus, el Agnus Dei y el Dona nobis de la Missa Solemnis en
conjunción con este movimiento.
El scherzo, aunque muy dilatado e incluso complejo, está más cerca
del procedimiento normal. El finale. que es un compuesto de forma

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sonata y rondó, tiene una melodía gloriosa y un impulso que lo atraviesa
con balanceo.
Con las obras que siguieron inmediatamente al Op. 127, Beethoven
saltó más allá de cualquier semejanza con la forma cuarteto tal como era
entendida entonces. Durante más de un siglo sus tres más grandes
cuartetos, en la menor, Op. 132, en si bemol mayor, Op. 130, y en do
sostenido menor, Op. 131, se mantuvieron más o menos como enigmas
no solucionados. El accidente por el cual el en la menor, que fue el
compuesto en primer lugar, apareció con el número de Opus más alto,
en tanto que el en do sostenido menor, el último en ser compuesto, figura
como intermedio, tiene la culpa, en parte, a la hora de oscurecer la
verdadera secuencia de las ideas de Beethoven. Además, la dedicatoria
del la mayor y el si bemol mayor al príncipe Galitsin hizo que los
cuartetos aparecieran como compañeros del mi bemol mayor, Op. 127,
en un juego de tres. No lo son. En realidad, los Op. 130, 131 y 132
forman un tríptico, cuya verdadera secuencia es:
a) Cuarteto en la menor, cinco movimientos;
b) Cuarteto en si bemol mayor, seis movimientos;
e) Cuarteto en do sostenido menor, siete movimientos.
Sus contenidos son tan extraordinarios, tan interrelacionados y
metafísicos, que cabe pensar incluso que Beethoven los consideró como
el abecé del mundo venidero.
Para una mayor claridad mental, lo comentaré siguiendo su orden
verdadero.
El Cuarteto en la menor n.0 15, Op. 132 fue compuesto en su
mayor parte durante el periodo marzo-agosto de 1825, si bien hay
bocetos que datan de 1824; el trabajo se interrumpió en primavera,
debido a la grave enfermedad sufrida por Beethoven; esta circunstancia
dejó huella en su música, como pronto veremos.
Simultáneamente al Cuarteto en la menor, Beethoven estaba dán-
dole vueltas al gran Cuarteto en si bemol mayor, que fue acabado
alrededor de un mes más tarde. Esta relación era más profunda que el
simple hábito de Beethoven de trabajar sobre varias cosas al mismo
tiempo; las dos obras están unidas temáticamente y esta conexión es tan
afín que Beethoven pudo transferir un movimiemto del uno al otro -el
al/a danza tedesca- con perfecta propiedad. Cuando se hallaba aún
por la mitad del Cuarteto en si bemol, comenzó a trabajar en el Cuarteto
en do sostenido menor, que le ocupó hasta el verano de 1826.
Hacía mucho tiempo que había unido sus tres cuartetos Rasu-
movsky sirviéndose de la canción popular rusa. Ahora unió su gran
tríada de cuartetos mediante un solo tema fugal que, ya en versión
original, ya en sus metamorfosis, se manifiesta en las tres obras.
A lo largo de la obra recurre a muchos disfraces y diseños; su sexta
ascendente persiste a través del material temático del Cuarteto en si
bemol mayor, y el tema, expandido, aparece como uno de los dos que se
integran en la doble fuga que, originalmente, formó el finale del si bemol
mayor.

-210-
Esta Gran Fuga fue descartada por ser demasiado larga dada su
posición, y en esto Beethoven siguió el consejo de sus amigos. No
obstante, él tenía razón en pensar que era la salida lógica del cuarteto. El
tema, finalmente, cambiado ahora desde una sexta ascendente a una
tercera descendente, forma el de la fuga del primer movimiento e (inverti-
do) el principal del último movimiento del Cuarteto en do sostenido
menor.
Conocidos los hechos que anteceden, los cuartetos llegan a ser, de
inmediato, menos desconcertantes, de forma que su estudio individualiza-
do resulta más fácil.
El Cuarteto en la menor abre con la corta introducción ya citada.
Esta conduce a un al/egro de belleza extraordinaria, apasionadamente
triste, moldeado -como nos hace observar D'Indy- en la destacable
forma de tres exposiciones, interrumpidas por desarrollos del tema
introductor. El segundo movimiento, que sustituye al scherzo, es grácil y
no muy rápido, con tanta pertinencia temática respecto a la textura del
primer movimiento que, más que un contraste, parece otra faceta de la
misma personalidad. El alternativo soñoliento, flotante, que ocupa el
lugar del trío convencional, deriva de una danza alemana que empleó
Beethoven, hacia la década de los noventa, para un baile en los salones
de la Asamblea. Hacia el final, el tema de la fuga hace planear su sombra
por encima de la vida y del violonchelo.
El movimiento siguiente es el famoso «Heiliger Dankgesang eines
Genesenen an die Gottheit in der lydischen Tonart» (Canción sacra de
acción de gracias elevada a Dios por aquel quien curó de su enferme-
dad, escrita en el modo lidio). Probablemente fue añadido al esquema
inicial para el cuarteto y es la expresión directa de la gratitud que
Beethoven experimentó al haberse recuperado de una enfermedad que
le tuvo a las puertas de la muerte. (Recordemos su canon, dado al médi-
co.) Aparte de la elevada y austera belleza de la acción de gracias ofrecida
a Dios, el empleo del modo lidio resulta memorable en una época en la
que los modos constituían un libro cerrado y obsoleto. Al abrirlo de nue-
vo, Beethoven mostraba un espíritu profético. Su melodía modal consta
de cinco partes distintivas, prefaciadas y separadas por interludios de dos
compases en los que los instrumentos entran sotto voce mediante
puntos cortos de imitación, que recuerdan un coral-preludio de Bach,
sólo que aquí el material temático deriva del tema de la fuga lema en su
totalidad. Beethoven alterna las secciones lidias con secciones más
humanas y personales en re mayor, y el movimiento está desarrollado
con tal riqueza de significado que llenan de temor reverencial.
Un corto movimiento en la mayor, al/a marcia, conduce a un puente
que contiene un claro presagio de pasajes que aparecerán en el cuarte-
to en si bemol mayor, pero que también sirve, más o menos, el mismo
propósito del famoso puente en la Novena Sinfonía. Conduce, de hecho,
al finale que Beethoven había tenido intención, originalmente, de que
figurara en dicha Novena Sinfonía. Aquí ha habido una transposición a
la menor, un movimiento apasionadamente hermoso, con un tema
pertinaz.

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A continuación, sobre el la menor, fue completado el gran Cuarteto
en si bemol mayor n.0 13, Op. 130 en 1825. Holz le dijo a Beethoven, en
cierta ocasión, que era el más grande de sus cuartetos. Beethoven
replicó: «Cada uno de ellos lo es a su manera. El arte nos exige que nos
quedemos parados. Encontrarás una nueva manera de tratar la voz (se
refería a la escritura de las partes), y, gracias a Dios, hay menos falta de
fantasía que nunca.»
Admirable resumen de una composición casi aterradora por su
vitalidad y su grandiosidad.
El la menor había sido diseñado en cinco movimientos, que más
bien parecían desplegarse hacia el exterior, como un abanico, desde un
centro invisible; que seguir la forma sonata cíclica. Este método es más
evidente en los seis movomientos del si bemol mayor. Bekker dice: «No
están en secuencia directa, ni representan una línea de desarrollo conti-
nua; cada uno, desde un punto de vista diferente, se relaciona directamen-
te con el cierre», esto es, con la Grosse Fuge.
El primer movimiento, más o menos en forma sonata, va precedido
de una introducción que muestra una versión, una encarnación, o lláme-
se como se quiera, del tema de la fuga, cuyos velados rasgos son aún
reconocibles en el maravilloso segundo tema que, como muy bien dice el
doctor Walker, «pasa como una visión».
Todo el movimiento comporta un análisis más apretado ; sus secre-
tos, lentos a la hora de entregarse, son de una gran belleza una vez
encontrados. El oscuro y aquietado presto que viene a continuación, es
un pequeño, milagroso movimiento.
En tercer lugar figura un largo, maravillosamente confeccionado
andante en re bemol, cuya textura ofrece un tejido de melodías de tan
suave andadura como en Palestrina, tan infinitamente variado como en
Bach.
El cuarto movimiento es el llamado al/a danza tedesca, destinado en
su origen al Cuarteto en la menor, pero transportado aquí a la clave de
sol mayor.
El quinto es la gran cavatina, de la que el propio Beethoven dijo:
«Nunca mi propia música me había impresionado tanto; incluso el
recuerdo de las emociones que en mí ha despertado basta para hacerme
saltar las lágrimas.» Fue una de sus inspiraciones máximas; a cada
hombre le habla según su propio entendimiento.
Por último, en el esquema original viene la Grosse Fuge, tantót libre
tantót recherché (Gran fuga, tan pronto libre, tan pronto rebuscada). Este
gigantesco movimiento, lleno de ideas, fue considerado durante mucho
tiempo como algo ininterpretable, grotesco, tosco y cacófono. El archidu-
que Rodolfo, sin embargo, debió de ver en ella alguna virtud, ya que
cuando fue publicada por separado iba dedicada a él. El plan intelectual
de Beethoven casi provoca vértigo debido a su inmensidad. Comienza
con una obertura en la que aparece el tema de la fuga lema, cuyos
sucesivos disfraces son como una premonición de la naturaleza de las
tres secciones en que más tarde será desarrollada. Al comienzo de la fuga
aparece un nuevo tema, un diablo saltarín, zanquilargo, que se

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apodera del liderazgo, mientras el lema se retira para convertirse en
el contratema. /
Dicho brevemente, lo que sigue es que la primera sección es una
fuga completa cuyo tema rítmico es el sujeto; la segunda parte es una
fuga corta en la que el tema lema melódico, que había servido de
contratema, pasa a ser el sujeto; en la tercera sección ambos s!Jietos «se
enfrentan» y, después de un conflicto prolongado, el tema lema es el
ganador, el tema saltarín pasa a ser el contratema y los dos acaban en
una apoteosis gloriosa, donde la oposisión se convierte en armoniosa
cooperación. De esta forma el movimiento encamaba algunas de las
ideas más constantes en Beethoven. Los «dos principios en oposición» de
su temprano periodo poético, el enlace de la forma variación con la fuga
(como ocurre en la «Heroica") y su creencia de que en la forma tradicional
de la fuga hay que introducir algún elemento poético: todo se halla aquí.
Es obvio que, entretejida en la Grosse Fuge, existe una idea poética.
Gracias a Schindler sólo podemos intuirla. Pero a veces me he pregunta-
do si la invocación al «benefactor Pan», que ocupó los pensamientos de
Beethoven en 1815 (como lo demuestran sus cuadernos de bocetos) en
conexión con la obra proyectada sobre Baco, no trajo a su mente el mito
del dios Pan, mito que reaparecería más tarde en este movimiento y que
podría simbolizar muy bien la lucha entre cuerpo y espíritu, con el triunfo
final de este último. Separada del contacto con los otros movimientos del
Cuarteto en si bemol mayor, la Grosse Fuge pierde aquellos anteceden-
tes que hacían lógicas sus conclusiones. Pero el realmente perjudicado es
el cuarteto. El finale alegre, agitado, que reemplazó a la fuga, fue escrito
por Beethoven en el otoño de 1826. Era la última composición que pudo
acabar. Dentro de sus propios límites, se trata de una música encantado-
ra, pero desmiente las intenciones originales del autor y desvía nuestro
entendimiento.
El Cuarteto en do sostenido menor n. 0 14, Op. 131, considerado
por Beethoven como su mejor cuarteto, fue dedicado al coronel barón
Von Stutterheim en agradecimiento por haber aceptado en el regimiento
bajo su mando a Karl, el díscolo sobrino de Beethoven. Un sentimiento
compasivo oprime nuestro corazón. Y lqué pensó el coronel de esta
música serena, de otro mundo? Aquí hallamos, verdaderamente, el estilo
de Palestrina, pero no para voces humanas, sino milagrosamente traduci-
do al lenguaje de los instrumentos. Si los cuartetos precedentes son de
difícil asimilación, el do sostenido es doblemente difícil. Vincent d'Indy
habla de él considerándolo absolutamente nuevo por su concepción de
la forma. El doctor Walker dice que sus páginas parecen movedizas, como
si se desvanecieran en el momento en que uno se acerca a mirarlas, y
considera que no hay otra obra musical que tenga un carácter más
evasivo. Pero creo que la interpretación de Wagner sobre la naturaleza
de la música de Palestrina, «donde el ritmo sólo es perceptible a través de
cambios en la sucesión armónica de los acordes», nos brinda un poco d
ayuda auténtica.
A diferencia de la forma abanicada que hemos Indicad 1h bl r d
los Cuartetos en la menor y en si bemol mayor. Beethov •n '1 crlbl ó

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en siete movimientos con la intención de que fuesen tocados sin interrup-
ción, formando así un círculo perfecto.
El esquema de las claves en estos movimientos es muy sutil; tam-
bién lo es el diseño de los sucesivos movimientos. Dichas claves pueden
verse resumidas adoptando la nomenclatura de Vincent d'Indy, pero no
su secuencia de claves, puesto que D'Indy no concibe el recitativo en si
menor como un movimiento separado, por lo que ignora la nota según el
plan suministrado por la sexta ascendente del tema lema. Así que aquí
hemos visto el siete (el número perfecto en la ciencia de los números)
formando un círculo (que es símbolo de la eternidad) más el tema de la
fuga lema (que, probablemente, simboliza la vida), todo ello combinado
por Beethoven. Más aún, el lema, con su característico intervalo de sex-
ta, se sitúa ahora por debajo del umbral de la conciencia, fusionado
en el nuevo orden, pero en su forma invertida. Así, la tercera (que
podría simbolizar a Dios, ya que tres es el número de la Trinidad) y su
inversión, la sexta -el hombre- pasan a ser vistas como la realidad
y su reflejo.
El primer movimiento es una fuga lenta sobre el tema ya citado, una
transformación del tema de los Cuartetos en la menor y si bemol. Esta
fuga noble, gravemente hermosa, viene sucedida por un movimiento que
es como una línea permanentemente sostenida en su ascenso. El último,
en forma sonata, consigue la elevación que Beethoven deseaba para el
finale de la Novena Sinfonía. Conozco pocas cosas en música que, a mi
parecer, trasciendan tanto la existencia temporal como el pasaje que
comienza en el compás 56 y, más adelante, su contraparte.
Al llegar al final de estos tres Cuartetos nos hallamos, como al
comienzo, preguntándonos lo que Beethoven pretendió significar con
ellos. ¿Hasta qué punto él fue como un cauce inconsciente para estas
grandes obras (y las ideas nunca acudieron a él tan libremente como
cuando los estaba componiendo) o hasta qué punto fue su árbitro? No es
cuestión para dilucidarla aquí. Sea cual fuere la relación, él era un
trabajador voluntarioso, no un médium en trance. En cuanto al significa-
do, cada oyente deberá escoger o elaborar su propia opinión respecto a
la música. Para mí, después de mucho pensarlo, creo que estos tres
cuartetos para cuerda reemplazaron la intención de Beethoven de escri-
bir tres misas; incluso me parece posible que la Misa en do sostenido
-proyectada y, aparentemente, abandonada- llegé a ser el Cuarteto en
do sostenido menor.
La religión fundamental de Beethoven era muy parecida a la de los
grandes iniciados y los filósofos griegos. En las palabras sobre la naturale-
za de Dios que él escribió, palabras que mantuvo constantemente en su
escritorio, en el pasaje esotérico por él copiado sobre la no materialidad
de Dios y sobre su omnisciencia, según el cual «no hay ninguna existencia
triple», se puede encontrar, creo yo, la clave para los tres cuartetos hasta
donde resulte posible para nosotros. Las analogías y las explicaciones no
deben verse obligadas a ser demasiado precisas. A la música le va la
definición que Herrick hace de Dios: se le conoce mejor por no ser
definido. Pero no andaríamos descaminados si viésemos en el tema de
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la fuga lema un símbolo de la vida, eterna e invariable, detrás de los
fenómenos movedizos del mundo temporal y manifestándose a través de
ellos, ahora aquí, ahora allí. De hecho, en la Missa Solemnis la fuga ya
representaba para Beethoven algo así como el símbolo de la vida eterna.
Los tres cuartetos bien podrían simbolizar el cuerpo, el alma y el espíritu.
En cierto ocasión, Beethoven denominó el si bemol mayor el «Leibquar-
tetb>. También podría ser que los cuartetos representaran la vida en su
triple aspecto de pasado, presente y futuro. El Cuarteto en la menor sería
lo retrospectivo; el en si bemol mayor, el presente; el en do sostenido
menor, la vida del mundo venidero. Resultaría característico de Beetho-
ven el haber utilizado aquí el do sostenido, equivalente enarmónico de re
bemol, visto desde el otro lado. Sea cual fuere su significado, una cosa es
segura: con Beethoven siempre podremos afirmar que se trata de la idea
más grande, no de la más pequeña.
Siguiendo el orden establecido, el último en llegar es el Cuarteto en
fa mayor, Op. 135. Representa, para Beethoven, lo que fue el Requiem
para Mozart o las Cuatro canciones serias para Brahms. Comenzado
alrededor de julio y completado en Gneixendorf en octubre de 1826, su
composición cubre el periodo terrible del intento de suicidio de Karl y los
primeros pasos de Beethoven por un camino sin regreso: el de la muerte.
Se trata de una obra corta que, en su diseño original, era más corta
todavía, ya que, según se cree, Beethoven introdujo en ella un cuarto
movimiento como pensamiento tardío. El esquema, tal como lo conoce-
mos, es el siguiente: 1) un allegretto en fa mayor; 2) un vivace, también en
fa mayor; 3) un lento assai cantante e tranquillo en re bemol mayor, y
4) un fina le en el que se alternan elfa mayor y el menor. La mayoría de los
biógrafos opinan que el movimiento interpolado fue el tercero, en re
bemol. Yo no opino lo mismo, ya que sin el lento el cuarteto hubiese
estado enteramente en fa mayor (excluyendo las modulaciones internas
de los movimientos); no nos parece muy probable que Beethoven adopta-
se el esquema de claves de una sola tónica, en lugar de otro que le diese
fa - re bemol -fa, como tres puntos básicos y contrastados. Además, por
analogía de esta obra en tres movimientos con su Trío en re mayor,
Op. 70, es más probable que Beethoven pusiese un movimiento lento
entre dos rápidos, que no tres rápidos en sucesión. Diré más, la «idea
poética» del cuarteto es completa sin el vivace. Finalmente, en la interpre-
tación, es el vivace el que uno nota que se aparta del progreso directo de
la idea de Beethoven. Esta idea es inevitable dede que se abre el cuarteto,
si bien no se expresa en palabras hasta el sobrescrito del finale: «Der
schwer gefasste Entschluss» (La resolución difícil de tomar):
«¿Debe ser? iDebe ser! iDebe ser!» La frase se había formulado, en
broma, hacía meses, y se refería a un pago en dinero; la muletilla continuó
como un chiste entre sus amigos. Beethoven fanfarroneaba cara al
mundo con su broma, pero era ya un hombre enfermo y aquellas
palabras llegaron a tener un sonido ominoso. Eran su propia pregunta y
también su respuesta a la muerte. Debatió, en música, el problema con el
que no quería enfrentarse abiertamente. Con las primerísimas notas del
primer movimiento -una frase fatalista construida con la cuarta deseen-

-215-
dente de «Es muss sein», expresada en el acorde de si bemol menor (su
clave funesta)- la sombra de la muerte permanece en el umbral.
A través de este movimiento y del vivace la música se perfila con
líneas desnudas, descamadas, que dan más la impresión de un dibujo al
carboncillo que de una pintura en color. Hay un pasaje (comienza en el
compás 78, después del doble compás en el vivace, y sigue durante unos
cuarenta y seis compases) que, de hecho, es casi intocable para el primer
violín, pero que impresiona intensamente.
«El árbol del hombre nunca fue apacible», dice Housman en uno de
sus poemas, palabras que se adaptan a este extraño scherzo. A continua-
ción viene el movimiento lento -situable entre los más hermosos que
jamás fueron compuestos-, en el que los instrumentos van entrando,
uno por uno, como si del vacío emergiera una presencia que, tras vacilar,
permaneciera allí. La clave, re bemol mayor, nos aclara su identidad, y las
palabras de Beethoven, escritas junto a un bosquejo de este movimiento,
la confirman: «Süsser Ruhegesang oder Friedensgesang» («Dulce can-
ción de descanso o de paz»). Aquí está el descanso supremo, tal como
Brunilda lo invoca en su adiós al héroe muerto en El ocaso de los
dioses: «Ruhe, ruhe, du Gott>i («iReposa, reposa, oh dios!»).
En el finale la interrogación se hace de nuevo acuciante, mientras
que el corazón se encoge ante la idea de la muerte. En dos pasajes
intensamente dramáticos la frase «Muss es sein?» se acerca amenazado-
ramente y la respuesta viene dada como si fuera el santo y seña: «Es muss
sein! Es muss seinf,, Sin embargo, ya hacia el final, Beethoven aparta
deliberadamente aquello que le amenaza y diluye la concentración entre
las sombras. Avanza hacia lo invisible con alegría.
Cerrando las páginas de este Cuarteto en fa mayor y pasando a
contemplar retrospectivamente la carrera completa de Beethoven, aque-
llas palabras adquieren un nuevo significado. «Muss es sein?» Parece
como si el destino meditara melancólicamente sobre el compositor y
sobre sus composiciones. Beethoven, el hombre, tuvo que ser; su música,
tuvo que hacerse. Todo está como tiene que estar. «Es muss sein»,
decimos quedamente, y esa contestación es válida, ya que no se la damos
a la Muerte, sino a la Vida.

-216-
Notas

l. El clave bien temperado, de Johann Sebastian Bach, consta de dos volúme-


nes, en cada uno de los cuales se agrupan veinticuatro corales y fugas. De ahí
que se los denomine «Cuarenta y ocho•. (N. T.)
2. Sabido es que sus contemporáneos dieron a Haydn el apelativo cariñoso de
«papá•. (N. T.)
3. En la mitología griega, Némesis personificaba la justicia y era la que castigaba
los excesos que alteraban el orden universal. (N. T.)
4. Schindler supuso que la carta databa de 1801 e iba dirigida a Giulietta
Guicciardi; Thayer sostenía que estaba escrita en 1806 o en 1807, y que la
destinataria era Therese von Brunswick. Romain Rolland consideró que la
fecha exacta era 1812 y optaba por la misma destinataria que Thayer.
5. Según la notación musical germánica, las notas que forman el nombre de
Bach tienen la siguiente equivalencia: B=si bemol; A=la; C=do; H=si natural.
(N.T.)
6. A lo largo de esta obra se utiliza el término «forma cíclica• para designar las
entidades de sinfonía, sonata, concierto, cuarteto, etc., formadas por su
característico y organizado grupo de movimientos.
7. Término inglés que significa literalmente «racimo•. En música designa los
grupos de notas próximas que suenan a un tiempo sin función armónica
específica. En la escritura musical, esta figura se representa con las notas
arracimadas, de ahí su nombre. (N. T.)
8. En su oratorio Les béatitudes (Las bienaventuranzas), para solistas, coro y
orquesta, el personaje de Satanás canta al estilo de la «grand' opéra». (N. T.)

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Cronología

1770 16 de diciembre: nace en Bonn Ludwig van Beethoven, hijo del músico
Johann van Beethoven.
1773 24 de diciembre: muere su abuelo, Louis van Beethoven.
1775 Ludwig comienza a recibir lecciones de música de su padre.
1778 26 de marzo: Beethoven hace su primera aparición en un concierto. Van
den Eeden, organista de la corte, le da clases de música.
1779 El tenor Pfeiffer se ocupa de su educación musical.
1780 La familia Beethoven entabla amistad con Cressener.
1781 Beethoven es ahora alumno de C. G. Neefe. Deja la escuela para dedicar-
se plenamente a la música. Comienza a aprender órgano con el padre
Willibald Koch, y más tarde con Zenser, organista de un monasterio de
franciscanos. Beethoven consigue un puesto de organista en la iglesia de
los franciscanos, como ayudante de Koch. Rovantini le da lecciones de
violín y de viola hasta su muerte, acaecida en el mes de septiembre.
1782 Beethoven se convierte en el suplente de Neefe como organista de la
capilla del elector. Publica su primera composición: unas Variaciones
sobre una marcha de Dressler.
1783 26 de abril: ingresa en la orquesta de la corte para tocar el clave.
Compone dos rondós para piano.
1784 El elector Max Franz contrata a Beethoven como segundo organista de la
corte, en esta ocasión con derecho a percibir un salario. Compone un
concierto para piano.
1785 Estudia violín con Franz Anton Ríes. Compone tres cuartetos para piano.
1787 Se entrevista con Mozart en Viena.
17 de julio: muere la madre de Beethoven. Ríes se ocupa de la familia.
1788 Conoce a la familia Von Breuning y al conde Waldstein.
1790 25 de diciembre: conoce a Haydn.
Compone unas cantatas para las honras fúnebres del emperador José 11 y
para la ceremonia de coronación de Leopoldo 11.
1792 Segunda visita de Haydn a Bonn.
Noviembre: el elector envía a Beethoven a Viena, donde comlenze 11
estudiar contrapunto con Haydn.
18 de diciembre: muere en Bonn el padre de Beethoven.

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1793 Interrumpe las lecciones con Haydn. Conoce al príncipe Lichnowsky y al
barón Van Swieten.
1794 Enero: comienza sus estudios con Albrechtsberger.
Somete a la consideración de Salieri unas piezas vocales italianas y
estudia la composición de cuartetos de cuerda con Aloys Fürster.
] 795 29 de marzo: primera aparición de Beethoven ante el público de Viena
con el Concierto de piano en si bemol mayor, Op. 19.
A este año pertenecen las tres Sonatas para piano, Op. 2, dedicadas a
Haydn.
1796 Viajes a Praga (febrero) y a Berlín (primavera).
1798 Conoce a Wolfl, a quien dedica tres sonatas. Traba también amistad con
R. Kreutzer en casa de Bernadotte, por entonces embajador francés en
Viena.
1799 Sonata para piano «Patética>>.
1800 2 de abril: ofrece en concierto la Primera Sinfon(a en do mayor, Op. 21.
Da clases a Czerny.
Compone el ballet Las criaturas de Prometeo, Op. 43.
1801 28 de marzo: representación del ballet Prometeo en el Burg Theater.
Comienzan a apreciarse en Beethoven signos de sordera.
Sonata, Op. 27, n.º 2 «Claro de Luna», dedicada a Giulietta Guicciardi, de
quien Beethoven había estado enamorado.
1802 Mientras se hallaba en Heiligenstadt, Beethoven sufre una fuerte depre-
sión y escribe su famoso «Testamento de Heiligenstadt».

1803 5 de abril: estreno del oratorio Cristo en el Monte de los Olivos.


17 de mayo: junto con Bridgetower, Beethoven interpreta la Sonata para
violfn en la mayor, Op. 47, dedicada a R. Kreutzer.
Verano: visita Baden y Ober-Dobling por motivos de salud. Conoce en
Viena a Vogler y a su alumno Weber.
1804 Abril: completa la Tercera Sinfon(a en mi bemol mayor. Pensada inicial-
mente para Napoleón Bonaparte, posteriormente se arrepiente y la da el
nombre de «Heroica».
1805 Primavera: comienza la composición de la ópera Leonore, oder die
eheliche Liebe, que más tarde recibirá el título definitivo de Fidelio. Su
primera versión se estrenó el 20 de noviembre de este año.
Julio: conoce a Cherubini.
Acaba la Sonata para piano en fa menor, «Appassíonata», Op. 57.
1806 29 de marzo: nueva representación de Fidelio, revisada, con la obertura
Leonora n.º 3.
1807 Misa en do mayor, Op. 86.

1808 Pasa el verano en Heiligenstadt, donde acaba las Sfn/onfas Quinta y


Sexta. Le ofrecen un cargo en la corte de Jerónimo Bonaparte, rey de
Westfalia, pero no lo acepta.
1809 El archiduque Rodolfo, alumno suyo, junto con los príncipes Kinsky y
Lobkowitz le garantizan una asignación para que pueda continuar en

-220-
Viena. Escribe la Sonata para plano en fa sostenido mayor, Op. 78,
dedicada a la condesa Therese von Brunswick.
1810 Mayo: conoce a Bettina Brentano.
Agosto: se traslada a Baden por problemas de salud; su oído se deteriora
de manera alarmante.
Pone música al Egmont de Goethe (Op. 84).
1811 Pone música a dos piezas de Kotzebue para la inauguración del nuevo
teatro de Pest. Conoce a Malzel y realiza su primera visita a Teplitz.
1812 Mayo: acaba la Séptima Sínfonía en la mayor, Op. 92.
Verano: a causa de su precaria salud acude a los baños de Bohemia
(Teplitz, Carlsbad, etc.). Conoce a Goethe, a Brentano, a su hermana
Bettina von Aming y a la cantante Amalia Sebald, de la que se enamora.
Otoño: visita a su hermano Johann en Linz, donde acaba la Octaua
Sinfonía en fa mayor, Op. 93.
1813 Visita nuevamente Baden con la esperanza de curar su sordera. Allí
compone La batalla de Vitoria, Op. 91.
1814 23 de mayo: se representa la ópera Fide/io, tras una nueva revisión.
1815 15 de noviembre: fallece Karl, hermano de Beethoven. El compositor se
hace cargo de su sobrino.
Compone la música para Meeressti/le und glückliche Fahrt, de Goethe, a
quien dedica la obra (Op. 112).
1816 Obtiene autorización legal para arrebatar la custodia de su sobrino Karl a
la madre e ingresarle en una institución; pero un poco más adelante, su
cuñada gana una apelación para derogar aquella sentencia, alegando que
la sordera de Beethoven le incapacita como custodio.
1817 Se ve envuelto en un largo proceso legal a causa de la custodia de su
sobrino: sufre una grave depresión y su salud empeora.
1819 Comienza a componerla Missa Solemnis en re mayor, Op. 123.
1820 El proceso contra la viuda de su hermano se falla a su favor. Karl pasa de
nuevo a su custodia.
1822 Conoce a Rossini. Recibe la visita de Schubert, que le lleva una serie de
Variaciones dedicadas.
1823 27 de febrero: acaba la Missa So/emnis.
5 de octubre: Weber y Benedict le visitan en Baden.
1824 7 de mayo: Beethoven dirige, ya completamente sordo, la Nouena Sinfo-
nía y parte de la Missa Solemnls.
1826 Grosse Fuge.
Intento de suicidio de su sobrino Karl.
Diciembre: contrae durante un viaje una neumonía con hidropesía.
1827 1 de marzo: Beethoven se ve obligado a guardar cama.
Le visitan Schubert, Hummel y Hiller, un alumno suyo.
26 de marzo: muere Beethoven en Viena.

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Testimonios

Joseph Haydn
Tiene usted mucho talento ... Posee una gran inspiración y no sacrificará jamás un
bello pensamiento a una regla tiránica ... Pero sacrificará las reglas a sus fantasías,
pues me parece que usted es un hombre que tiene varias cabezas, varios corazo-
nes y varias almas ... Creo que se descubrirá siempre en sus obras algo inesperado,
insólito, sombrío, porque usted mismo es un poco sombrío y extraño, y el estilo del
músico revela siempre al hombre.

Wolfgang Goethe
No he conocido jamás a un artista más concentrado, más enérgico, más profundo.
Comprendo que su actitud respecto al mundo tiene que ser extraordinaria.
(1812)
Ludwig Spohr
No fue nada agradable. En primer lugar, el piano estaba lamentablemente desafi-
nado. Por otra parte, su sordera le ha privado actualmente de su célebre virtuosis-
mo en el teclado. En los pasajes en forte el pobre sordo golpeaba las teclas tan
estrepitosamente que las cuerdas trepidaban, mientras que en los pasajes en
piano tocaba tan quedamente que grupos enteros de notas resultaban inaudi-
bles... Tras este encuentro me asaltaron turbios pensamientos acerca de su
desgraciado destino ... Si es una enorme desgracia para cualquier persona el estar
sordo, icuánto más ha de serlo para un músico! ¿Hasta qué punto es posible
resistirlo sin caer en la desesperación? Hoy ya casi no me asombra en absoluto la
perpetua melancolía de Beethoven...
(1813)
Karl Maria von Weber
Era un sujeto hosco y repelente.

Richard Wagner
Toda mi obra procede de la Novena sinfonía. Beethoven se entregó a los brazos
del poeta para liberar a la música de sus elementos particulares, convirtiéndola en
un arte general, hecho sintomático del cual puede deducirse que la música
instrumental no podía realizar nuevos progresos sino aliándose estrechamente
con el drama

August Klober
Siempre tenia un aspecto grave. Sus ojos, muy vivos, parecían soñadores a causa
de la mirada un poco triste, forzada y dirigida hacia lo alto. Sus labios estaban casi
siempre cerrados, pero el pliegue que los enmarcaba no era huraño. Sus pupilas
era de color gris azulado y tenían gran vivacidad. Cuando su pelo se agitaba
tumultuosamente tenia, en verdad, algo de ossiánico o de demoníaco.

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John Russell
Cuando se sienta al piano parece que no exista otra cosa en el mundo fuera de él y
su instrumento. Si pensamos que es sordo, parece imposible que pueda oir todo lo
que toca. Cuando lo hace muy suavemente, suele ocurrir que no produzca sonido
alguno. Lo más interesante es observar cómo pasa la música de su alma a su
rostro. Parece tener sentimientos intrépidos y tempestuosos.

Johann Friedrich Reichardt


Ali~ en este frío teatro, desapacible, permanecimos desde las seis y media hasta las
diez y media, y descubrimos nuevamente que es muy fácil llegar a cansarse de lo
bueno... Fue desoladora la ejecución, ya que la orquesta cayó en tal estado de
completo desconcierto que Beethoven, poseido por el fuego del artista, olvidó a su
audiencia y a los que le rodeaban y se levantó del piano gritando: «iAlto, paren y
empiecen otra vez desde el comienzo!» Podéis imaginaros cómo sufrimos todos
los presentes; en ese momento yo deseé haber tenido el coraje necesario para
abandonar el teatro mucho antes.
(1808)

Adolfo Salazar
Los pianistas de la cada vez más vieja escuela, como Pleyel, negaban a Beethoven
la consideración de «pianista» (no diríamos de «virtuoso»), y desdeñaban lo que
ellos llamaban su «falta de escuela». En cambio, es sintomático el hecho de que
pianistas jóvenes, como el checo lgnaz Moscheles, que llegó a ser el pianista más
brillante después de Hummel y antes de Chopin y que procedia de la técnica de
Mozart y Clementi, en el Conservatorio de Praga (luego también discípulo de
Albrechtsberger) se procurase a hurtadillas las composiciones de Beethoven que
Denys Weber, director de aquel centro de enseñanza, le prohibía. Moscheles
cuenta en sus memorias cómo copió para su uso la Sonata «Patética», que no podía
comprar por la modestia de sus limites pecuniarios, y cómo, al seguir afanosamen-
te la producción pianística de Beethoven, fue formándose su propio estilo que es el
que, a partir de su música hasta la de Liszt, se ha llamado estilo «orquestal» en el
piano. Otras gentes, no pianistas de profesión, sino críticos y profesores de criterio
avanzado como Johann Wenzel Tomaschek, bohemo también, incurrían en ese
«apasionamiento» que tanto se reprochó a los críticos, y que no era sino reflejo del
espíritu del tiempo, diciendo que Beethoven podría no ser •un pianista», pero era
en cambio «el pianista»: «el pianista» ideal para los ideales románticos, el composi-
tor sin par de la música que el momento pedía al piano. Tomaschek, a quien se
llamaba «el Schiller de la música», compositor serio y minucioso, reunia en su casa,
en una especie de «Conservatorio libre», a multitud de jóvenes artistas, quienes
irían esparciendo la semilla de sus enseñanzas, algunas de las cuales fructificaron
en Robert Schumann. El entusiasmo de este hombre generoso es de la primera
hora y data de la visita de Beethoven a Praga en el año 1796, cuando tocó ante un
público desbordante la Sonata en la n. 0 2, Op. 2 y el Concierto en do, Op. 15.
Posteriores audiciones le confirmaron en su idea de que Beethoven era «el gigante
entre los pianistas».
(La música en la sociedad europea, 1944)

Alejo Carpentier
Creada la leyenda negra de Karl, dos psicólogos ingleses, Richard y Edith Sterba,
han consagrado un importante trabajo al estudio de las relaciones de Beethoven
con su familia. Y, de su exhaustivo examen de documentos, llegaron a la conclu- .
sión de que Karl fue, en realidad, una victima del desmedido afecto de Beethoven...
Solitario, encerrado en la silenciosa prisión de su sordera, habiendo renunciado
-salvo en lo que se refería a galanteos muy pasajeros con alguna cantante o

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admiradora- a toda veleidad amorosa, Beethoven había dirigido todos sus
anhelos de afecto hacia aquel joven que venía a llenar, a su lado, el lugar del hijo.
No admitía que incurriera en los deslices propios de su edad. Era celoso de sus
amistades. Lo apartaba de sus compañeros de estudios; hacía lo imposible por
preservarlo de los desengaños amorosos que él mismo había sufrido en carne
propia. Desconfiaba hasta de sus profesores y maestros. Quería verlo totalmente
sometido a su tutela, a sus directivas ideológicas y morales. Lo vigilaba constante-
mente, sin tolerar las travesuras propias de una adolescencia despierta, ansiosa de
P.asar por las experiencias de la vida. De ahí las discusiones, las desavenencias, las
tormentas a puerta cerrada, de las que el mismo compositor solfa salir arrepenti-
do, perdonando y haciendo proyectos para establecer una paz que siempre
resultaba efímera ... Buscando una liberación, Karl ingresó en el ejército. Beetho-
ven, cansado de luchar contra todo, murió pocas semanas después.
(El músico que- llevo dentro. 1 980)

Rafael Arguyol
El héroe romántico posee en alto grado los principios universales y atemporales
del Yo heroico. En él resurge, con el doblado vigor de un último brote, el «fondo
heroico del arte•. Como en toda tradición trágica, hay una auténtica identificación
entre el artista y los personajes en los que aquél refleja su propia circunstancia
existencial e histórica. Cuando Beethoven dice: «Quiero agarrar el destino por la
garganta impidiendo que me abata», inmediatamente hay que comprender que él
y su música laten con la misma violencia. El artista romántico acostumbra repre-
sentar un mundo en el que él mismo, mediante su alter ego, el protagonista, se
enfrenta al mundo de la realidad.
(El Héroe y el Unico, 1985)

M.ª Ángeles Peres Samper


El príncipe Galitzin, que no pudo estar presente en el estreno [de la Novena
Sinfonía) escribía a Beethoven: «iLo que habría dado por estar en Viena! La
ingratitud de esa capital con usted me subleva y pienso cuánto mejor estaría usted
si no se hubiese quedado a vivir en ella ... Si usted quisiera viajar por Europa, haría
correr a todo el mundo a su encuentro... Tiene usted entusiastas en todas partes...
No se enfade por los votos que hago por verle salir de Viena. Mi deseo sería que
todo el mundo pudiera apreciarle como yo ... »
Beethoven, pese a todo, no abandonó Viena. Le quedaba ya poco tiempo y lo dejó
transcurrir penosamente en la ciudad, donde se había transformado en una figura
legendaria y a la vez cotidiana, que los vieneses podían encontrar paseando por
los parques o bebiendo en una cervecería.
(«Viena, capital musical del siglo XVIII•, en Historia y Vida, n. 0 33, 1984).

-225-
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Bibliografía

Obras sobre Beethoven

GAUTIER, ANDRÉ: Beethoven. Espasa-Calpe, Madrid, 1980.


HERRIOT, EDOUARD: Vida de Beethoven. Thor, Barcelona, 1978.
BERLIOZ, HECTOR: Beethoven. Espasa-Calpe, Madrid, 1980.
BoucoURECHLIEV, ANDRÉ : Beethoven. Antoni Bosch Editor, Barcelona, 1980.
BOETTCHER, H.: Beethoven a/s Liederkomponist B. Fielser, Augsburg, 1928.
BOYER, JEAN: Le "Romantisme" de Beethoven. Oidier, París, 1939.
GRACE, HARVEY: Ludwig van Beethoven. Routheledge y Co. Ltd., Londres, 1927.
FRIMMEL, T. von: Ludwig van Beethoven. Schlesische Verlagshandlug,
Berlín, 1982.
PÉREZ DEARTEAGA, JOSÉ LUIS: Beethoven, en Enciclopedia Salvat de Los Grandes
Compositores, vol. 2. Salvat, Pamplona, 1980.

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BIBLIOTECA SALVAT 00
GRANOOS BIOGRMIAS

l. Napoleón, por André Maurois. Prólogo de Carmen Llorca.


2. Miguel Angel, por Heinrich Koch. Prólogo de José Manuel
Cruz Valdovinos.
3. Einstein, por Banesh Hoffmann. Prólogo de Mario Bunge.
3. Bolívar, por Jorge Campos. Prólogo de Manuel Pérez Vila.
(2. a serie.)
4. Gandhi, por Heimo Rau. Prólogo de Ramiro A Calle.
5. Darwin, por Julian Huxley y H. B. D. Kettlewell. Prólogo de
Faustino Cordón.
6. Lawrence de Arabia, por Richard Perceval Graves. Prólogo
de Manuel Díez Alegría.
7. Marx, por Wemer Blumenberg. Prólogo de Santos Juliá Díaz.
8. Churchill, por Alan Moorehead. Prólogo de José M.• de
Areilza.
9. Hemingway, por Anthony Burgess. Prólogo de Josep M. •
Castellet.
10. Shakespeare, por F. E. Halliday. Prólogo de Lluís Pasqual.
11. M. Curie, por Robert Reid. Prólogo de José Luis L. Aranguren.
12. Freud (1), por Emest Jones. Prólogo de C. Castilla del Pino.
13. Freud (2), por Emest Jones.
14. Dickens, por J. B. Priestley. Prólogo de Juan Luis Cebrián.
15. Dante, por Kurt Leonhard. Prólogo de Angel Crespo.
16. Nietzsche, por lvo Frenzel. Prólogo de Miguel Morey.
17. Velázquez, por Juan A Gaya Nuño. Prólogo de José Luis
Morales Marín.
18. Pasteur (1), por René J. Dubas. Prólogo de Pedro Laín
Entralgo.
19. Pasteur (2), por René J. Dubas.
20. Luis XIV, por Ragnhild Hatton. Prólogo de Víctor L. Tapié.
21. Bolívar, por Jorge Campos. Prólogo de Manuel Pérez Vila.
21. Einstein, por Banesh Hoffmann. Prólogo de Mario Bunge.
(2. a serie.)
22. Russell, por Ronald Clark. Prólogo de Jesús Mosterín.
23. Rembrandt, por Christopher White. Prólogo de Josep
Guinovart.
24. Julio César, por Hans Oppermann. Prólogo de Agustín
García Calvo.
25. García Lorca, por José Luis Cano.
26. Edison, por Fritz Vogtle. Prólogo de Manuel Toharia.
27. Verdi, por Charles Osborne. Prólogo de José Luis Téllez.
28. Chaplin, por Wolfram Tichy. Prólogo de Carlos Barbá-
chano.
29. Dostoyevski (1), por Henri Troyat. Prólogo de Joaquín
Marco.
30. Dostoyevski (2), por Henri Troyat.
31. Falla, por Manuel Orozco.
32. Van Gogh, por Herbert Frank.
33. Sartre, por Walter Biemel.
34. Buda, por Maurice Percheron. Prólogo de Alfredo Fierro.
35. Byron, por Derek Parker. Prólogo de Pere Gimferrer.
36. Juan XXIII, por José Jiménez Lozano.
37. Casals, por Josep M. Corredor. Prólogo de Enrie Casals.
38. Lope de Vega, por Alonso Zamora Vicente.
39. Rousseau, por Sir Gavin de Beer. Prólogo de Manuel Pérez
Ledesma.
40. Galileo, por Johannes Hemleben. Prólogo de Víctor Navarro.
41. A. Machado, por José Luis Cano. Prólogo de Mátyás
Horányi.
42. Garibaldi, por Andrea Viotti. Prólogo de Santiago Perinat.
43. E. A. Poe, por Walter Lenning.
44. Lorenz, por Alee Nisbett.
45. Juárez, por lvie E. Cadenhead. Prólogo de Femando Benítez.
46. Kepler, por Arthur Koestler.
47. Nelson, por Tom Pocock. Prólogo de Laureano Carbonen.
48. A. Humboldt, por Adolf Meyer-Abich. Prólogo de Juan Vilá
Valentí.
49. Beethoven, por Marion M. Scott. Prólogo de Arturo
Reverter.
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