Antonio Orozco - El Pudor, Defensa Necesaria de La Dignidad Personal
Antonio Orozco - El Pudor, Defensa Necesaria de La Dignidad Personal
Antonio Orozco - El Pudor, Defensa Necesaria de La Dignidad Personal
EL PUDOR
Antonio Orozco
Me gustaría explicar con sencillez y profundidad lo que la experiencia enseña: el pudor no es un lujo ni
una manía ni una enfermedad del pasado, sino una vigencia de todos los tiempos y latitudes. Es más, el
menosprecio del pudor en una sociedad es señal clara de corrupción profunda. Hay una relación
inadvertida entre el desprecio del pudor y muchos crímenes reales increíbles. Se hace urgente entonces
-- para nosotros, ahora -- una reflexión sobre el significado del pudor como defensa de los valores más
personales del ser humano y de la entera sociedad.
Es explicable que cuando el hombre se materializa y cifra toda su filosofía en el «comamos y bebamos
que mañana moriremos» (negación de la espiritualidad del alma, de la existencia de un Dios personal,
etcétera) es explicable, digo, que entonces pierdan interés para él, esas virtudes que se oponen a las
apetencias de la carne (en el sentido bruto de la dicción). Es lo que sucede en el ambiente en que hoy
nos movemos. El pudor se combate como si se tratara de una represión patológica del impulso sexual. El
pudor sería algo de lo que habría que liberarse para obtener una salud psíquica normal. Las ideas de
represión, tabú, liberación, etc., han hecho impopular cualquier defensa del pudor, como si fuese, sin
más, una inequívoca retracción de la carne (ahora en el noble sentido de la palabra). Lo hacía notar,
recientemente, el escritor Sánchez Ferlosio, que invitaba a quienes no se les cae de la boca el ya irrisorio
término de represiones, a reconsiderar la cuestión, para ver qué es lo que está hoy, de verdad reprimido.
Porque bien pudiera ser -- añadía -- que lo que ellos llaman liberación debiera denominarse con mayor
propiedad represión de la represión. Bien mirado quizá resulte, en efecto, que (su) liberación sea igual a
una represión al cuadrado. Me temo, más aún, estoy seguro de que, bien mirado, esta es la verdad.
Siendo el pudor algo innato en buena parte, consustancial a la naturaleza humana y presente -- aunque
con manifestaciones hasta cierto punto diversas -- en los humanos de todo tiempo y lugar, no puede en
modo alguno considerarse un mero fruto de condicionamientos sociales, ni puede pensarse que sería un
triunfo eliminarlo, como tampoco lo sería eliminar las ganas de comer. Comer puede resultar a veces una
tarea fatigosa, pero esto es claro síntoma de enfermedad. Cierto que el hombre es el único animal que
puede decidir no comer. Pero esa decisión, llevada al extremo, causaría la muerte. El hombre puede
sentir deseos de tirarse por la ventana, pero reprimir ese deseo no es represión nociva sino libertad,
señorío sobre las pasiones; y no reprimirlo, sería suicidio. Por razones semejantes, resulta un desatino
llamar represión, en sentido negativo, al cumplimiento de las normas que dicta el pudor. La represión letal
viene dada por esas campañas que lo ridiculizan, tratando de acomplejar así a quienes todavía creen en
su dignidad de hombres o mujeres que están en posesión de un cuerpo personal creado al servicio de la
persona entera.
El pudor es un sentimiento natural, sabiamente puesto por el Creador en nuestra naturaleza, para que lo
convirtamos, perfeccionándolo, en virtud, es decir, en poder, fuerza que perfecciona, protege y libera lo
noble de nuestro ser. No se reduce a cosas que se refieren a la sexualidad. En sentido amplio,
entendemos por pudor la reserva peculiar de lo íntimo, la tendencia natural a ocultar a la curiosidad de los
extraños lo que pertenece a la intimidad de la persona o familia, para defenderlo de intromisiones
inoportunas que desvirtuarían su valiosa esencia. Allí donde hay intimidad surge el pudor, pues, de por sí,
la intimidad se recata, se reserva, se oculta en su propio misterio que al pasar a ser cosa de "dominio
público" se desvanecería, quizá de modo irreparable.
Intimo equivale a personal. Por ello, en los ambientes íntimos es donde las personas se encuentran
normalmente más a gusto, y se manifiestan libremente sin temor a perderse o a ser interpretadas como
ellas no son. Hay cosas que sólo pueden manifestarse en la intimidad, precisamente porque están muy
estrechamente vinculadas a lo más hondo -- íntimo -- de la persona, hasta el punto de identificarse de
algún modo con ella. Al hacerse público, lo íntimo deja de serlo, se desvanece, se pierde como tal, y la
persona si tiene consciencia de su propia dignidad, se siente violentada, como si algo precioso de sí
misma se hubiera desgarrado y perdido.
La pérdida de las cosas íntimas equivale a la del dominio o señorío sobre uno mismo. El pudor es la
tendencia natural a defender el dominio sobre lo más mío, es decir, no las cosas mías, que yo tengo, sino
yo mismo, en ese valor que sólo tiene para mí y acaso para aquellas personas tan allegadas que podría
decirse que son como una prolongación de mi yo.
Ciertamente cabe una patología -- una actitud enfermiza -- de la intimidad, si ésta se encierra
obsesivamente, y se convierte en exclusión y ceguera. Pero el pudor no es una enfermedad sino una
señal de vigor espiritual. En parte es innato y en parte -- como todas las cosas propiamente humanas- es
fruto de una educación deliberada, que enseña el por qué del pudor y a seleccionar lo que de verdad
debe reservarse, y de qué modo, y en qué circunstancias pueden comunicarse sin que la persona sufra
deterioro alguno.
Pues bien, aunque el pudor es defensa natural ante cualquier violación de la intimidad, tiene peculiar
importancia como defensa ante la agresividad de índole sexual a la que la persona podría verse sometida
fácilmente de no adoptar ciertas medidas indispensables de seguridad, dada la condición en que se halla
la naturaleza humana en este mundo. Para comprenderlo bien, me parece que es oportuno dar un
pequeño rodeo. Reflexionemos un poco sobre la mirada, ante la cual despierta -- o se pierde -- el pudor.
Quizá descubramos que con sólo el mirar, de un modo u otro y según sea lo que se mira, la persona se
gana o se pierde como persona.
LA MIRADA
Ardía en sus ojos una sonrisa tal, que pensé alcanzar con los míos, el fondo de mi beatitud y de mi
paraíso. Dante -- nos lo dice hacia el final de su obra cumbre, La divina comedia -- adivina en los ojos de
Beatriz, una sonrisa. ¿Por qué en los ojos y no en los labios? ¿Son los ojos los que sonríen? En realidad
son los labios, los ojos, el rostro, la persona entera la que sonríe expresándose en el cuerpo,
desplegando la comisura de los labios y articulando ese movimiento con otros -- de distensión o de
repliegue -- de la frente, de la barbilla, de cada músculo facial. Sucede, sin embargo, que es en los ojos
donde se acumula la mayor densidad de pequeños músculos ultrasensibles a las menores emociones del
alma. Quizá sea por ello que, si bien el cuerpo humano como totalidad goza de sorprendente poder
expresivo, en los ojos -- en la mirada -- ese poder se acentúa en grado sumo.. Dante -- nos lo dice hacia
el final de su obra cumbre, La divina comedia -- adivina en los ojos de Beatriz, una sonrisa. ¿Por qué en
los ojos y no en los labios? ¿Son los ojos los que sonríen? En realidad son los labios, los ojos, el rostro,
la persona entera la que sonríe expresándose en el cuerpo, desplegando la comisura de los labios y
articulando ese movimiento con otros -- de distensión o de repliegue -- de la frente, de la barbilla, de cada
músculo facial. Sucede, sin embargo, que es en los ojos donde se acumula la mayor densidad de
pequeños músculos ultrasensibles a las menores emociones del alma. Quizá sea por ello que, si bien el
cuerpo humano como totalidad goza de sorprendente poder expresivo, en los ojos -- en la mirada -- ese
poder se acentúa en grado sumo.
Los ojos son como las ventanas del alma. Nos permiten asomarnos y contemplar el mundo que nos
rodea; y nos ofrecen también la posibilidad de asomarnos al interior del alma de nuestros semejantes:
ese mundo siempre lleno de tesoros sorprendentes (aun el más pobre) que es el mundo propiamente
personal, el espíritu de las gentes con las que compartimos nuestras vidas, que también asoma en sus
ojos, ventanas de sus almas. Se comprende que la mirada juegue un papel de singular importancia en el
enamorarse y en el trato de las personas que se aman. Se ha dicho que la mirada es casi el alma hecha
fluido; el ser espiritual del otro se asoma y se nos muestra en su mirar, hasta el punto que se puede leer
en la Escritura: por la mirada se reconoce al hombre (y añade: por el aspecto del hombre se reconoce al
pensador: Eccli 19,29).
Es significativo que J. R. R. Tolkien, cuando, en una de sus más preciosas historias de amor, dice que
Beren se transforma en un "terrible licántropo", añade "pero sus ojos eran limpios". La mirada revela el
fondo de la persona, más allá de los aspectos más aparentes.
Lo que percibimos al mirarnos en los ojos de una persona, es el alma y un complejo de sentimientos,
actitudes y deseos que se asoman a los ojos que miramos. Una sonrisa no es sólo el despliegue de
determinados músculos faciales. Es un acontecimiento espiritual que nosotros descubrimos sin necesidad
de especiales indagaciones. Cada día resulta más claro, además, que en la unidad que es el ser humano,
el espíritu es el que domina los procesos vitales vegetativos y sensitivos y que labra -- hasta cierto punto
-- la personal fisonomía desde que asume la pequeña masa que es el óvulo fecundado.
Este hecho se explica filosóficamente porque, como se sabe, es el alma la que da el ser al cuerpo, de
manera que éste participa en el ser del alma. Pero no vamos a ahondar ahora en este punto que exigiría
largas y arduas consideraciones que si bien resultarían apasionantes para el filósofo, podrían fatigar a
otros, a los que sin embargo interesa cuanto sigue.
El caso es que el alma consigue darse una cierta imagen de sí misma al modelar el cuerpo suyo y --
como dice J. Mouroux -- inscribe en él, poco a poco, su propia historia, por medio de la actitud general de
sus miembros o el aspecto de su semblante... El rostro del santo y el del libertino reflejan dos mundos, y
sin grandes esfuerzos de análisis sino por un sentido natural más profundo que la misma razón,
adivinamos la santidad o el vicio sobre sus rostros. Entre esos dos extremos -- continúa Mouroux -- se
sitúa ese rostro enigmático, variable, mediocre, que muchas veces es el nuestro; pues somos unos
pobres hombres que no estamos hundidos en el vicio por pura misericordia de Dios, pero que --
oprimidos por la debilidad humana -- nos hallamos lejos de la santidad. Todo lo cual confirma el adagio: el
semblante es el espejo del alma.
El cuerpo, en efecto, puede llegar a ser completamente una imagen del alma, un signo de nuestro
misterio personal. Un buen amigo mío, solía decir, entre bromas y veras, que el hombre, a los treinta
años, es ya responsable de su cara. Quería decir con ello, que a esa edad, ha transcurrido el tiempo
suficiente para que la persona haya plasmado su personalidad en el rostro. Y yo tengo para mí que, al
menos hablando en general, cuando alguien tiene lo que se dice cara de malas pulgas es que en verdad
las pulgas las tiene dentro.
En nuestra figura y gestos -- decía Ortega -- no se deja ver toda nuestra intimidad, pero ¿es que alguien
ha visto todo un cuerpo? ¿Quién ha visto, por ejemplo, entera una naranja? Desde cualquier sitio que la
miremos encontraremos sólo en ella la cara que nos da a nosotros; su otro haz queda siempre fuera de
nuestra visión. Lo único que podemos hacer es dar vueltas en torno al objeto corporal y sumar los
aspectos que sucesivamente nos presenta; pero entero y de un golpe, con auténtica e inmediata visión,
no lo vemos nunca. Conviene no olvidar esta sencilla observación, porque de ordinario creemos que el
mundo material nos es por completo patente y que, en cambio, el mundo íntimo nos es por completo
inasequible. En ambos sentidos se exagera. Los jóvenes, sobre todo, suponen que su persona interior,
los vicios de su carácter son un profundo secreto que en sí llevan, bien defendido ante las miradas ajenas
por la materia opaca de su cuerpo. No hay tal: nuestro cuerpo desnuda nuestra alma, la anuncia, la va
gritando por el mundo. Nuestra carne es un medio trasparente donde da sus refracciones la intimidad que
la habita. C. S. Lewis, describiendo los esfuerzos de un profesor por no manifestar lo que sentía ante una
persona que le desagradaba, dice: "Dimble estaba simplemente luchando por no odiar, por no despreciar,
sobre todo por no regodearse en el odio y el desprecio, y no tenía ni idea de la rígida severidad que este
esfuerzo imprimía en su rostro". La observación puede completarse con palabras de Mouroux: El cuerpo
difícilmente engaña. Se puede llegar a falsearle, a obligarle a realizar el mal. Pero esta actitud no es
espontánea ni normal. En todo ser sano hay una diferencia entre el gesto estudiado para engañar y la
expresión natural de la cara, donde siempre se refleja la verdad. Diferencia que constituye uno de los
signos de la mentira. El niño que no sabe mentir, el hombre recto que algún día llega a hacerlo por
debilidad o delicadeza, lo hace tan torpemente, que se traicionan a sí mismos. Este fracaso es el signo de
la nobleza y de la transparencia del alma a través del cuerpo.
Esta expresividad maravillosa del cuerpo humano, como ya he sugerido, se concentra en determinadas
zonas de él, aunque como totalidad, visto en su armónico conjunto, el cuerpo habla también de actitudes
y sentimientos interiores.
Un arquitecto amigo mío, con el que hablaba en cierta ocasión de nuestro asunto, me hacía notar que el
cuerpo humano puede entenderse no sólo como un complejo de miembros u órganos sabia y bellamente
dispuestos, sino también como una pluralidad de lo que él llamaba unidades anatómicas. Me pareció una
manera feliz de hablar con precisión del pudor sin quebrantar sus ineludibles leyes. Cada unidad
anatómica de nuestro cuerpo posee cierta significación: dice algo, significa o expresa.
1. Reservemos la palabra expresión para indicar lo que sucede cuando un acontecimiento material revela
otros de carácter espiritual. Dar la mano a un amigo, expresa amistad.
2. La palabra significar empleémosla para referirnos a lo que nos dice una cosa sin que por ello nos
sintamos situados en un ámbito propiamente espiritual. Por el humo se sabe donde está el fuego,
etcétera.
Todo lo que expresa algo, también significa, pero no todo lo que significa, expresa.
Pues bien, cada una de las que hemos llamado unidades anatómicas posee una particular significación
que va desde la suma expresividad hasta la mera significación (material). Cabe suponer que el cuerpo
glorificado, en el Cielo, al hallarse en total armonía con el espíritu, lo expresará sumamente. En el actual
estado de nuestra naturaleza caída, la expresividad del cuerpo humano ha sufrido una disminución
considerable. Sin embargo, el rostro sigue siendo singularmente expresivo (la sabiduría del hombre hace
brillar su rostro, Eccli 8,1). El rostro es la unidad anatómica expresiva por antonomasia: desvela el alma,
su estado, su actitud. Sólo puede tornarse opaco con violencia, y en ocasiones, resulta prácticamente
imposible el fingimiento. Por ello podemos decir que el rostro es lo más personal del cuerpo humano,
porque normalmente desvela el alma en grado sumo. Es lo más transparente, lo que sin querer nos
transporta a los mundos interiores de la persona, pues la mirada penetra fácilmente a su través de un
modo natural, espontáneo e inmediato. De ahí que el rostro no plantee, normalmente, problemas a la
sensualidad, a no ser que se intente; por lo tanto, tampoco los plantea al pudor. Mirar un rostro es casi
siempre un acontecimiento espiritual. Al mirar a la cara percibimos una persona, con su personalidad, que
trasciende al cuerpo, porque es mucho más.
Las manos son también, aunque en menor grado, expresivas y sugerentes. Un puño cerrado o una mano
flácida o crispada, expresan odio, languidez espiritual o un estado anímico tenso. La mano tiene su
lenguaje y, en ocasiones, expresa más de lo que suponemos lo que acontece en nuestra alma. En
cambio, el pie no expresa nada, de ordinario; sólo significa: no es más que un instrumento para caminar.
Si dice algo más es pasando inadvertido, como parte de una totalidad -- el cuerpo entero -- que
contribuye a ofrecer un todo armonioso, bello.
No es cosa de ir pormenorizando, ahora; lo que interesa a nuestro asunto es el hecho de que el cuerpo
humano está compuesto de unidades anatómicas dotadas de fuerza expresiva o, cuando menos, de
significación.
Hay zonas que sólo significan -- no expresan nada -- porque no gozan de la transparencia que
atribuimos, por ejemplo, al rostro; podríamos decir que son opacas y cuando en ellas se topa la mirada no
va más allá, se detiene como ante un muro -- una mera cosa -- que no dice nada más que la función
instrumental que da razón de su existencia. Son éstas las zonas -- unidades anatómicas -- más
impersonales, pues el espíritu prácticamente no puede expresarse en ellas en modo alguno, a no ser en
circunstancias muy particulares. Por lo demás, presentan, poco más o menos, el mismo aspecto en todos
los individuos y, por ello, no son representativas de la persona. Así como en el rostro la persona se suele
manifestar con bastante claridad, esas otras zonas de que ahora hablamos, en principio la ocultan y
absorben (o rechazan) la atención en su materialidad opaca.
Sin embargo, algunas de esas zonas poco o nada expresivas, poseen un alto poder significativo, están
diciendo: placer; y esto es lo único que por sí mismas dicen al hombre concreto, de carne y hueso, que
anda arrastrando con mejor o peor fortuna, los desórdenes introducidos en la naturaleza humana por el
pecado original. Pues, aunque muchos quieran olvidarse, es patente que todo hombre aterriza en este
mundo con ese pecado a cuestas, con evidente desorden en las pasiones, con la mirada en cierto modo
oscurecida, con una especie de embotamiento para las cosas del espíritu y convertido --
desmesuradamente inclinado -- a las materiales.
Esta es la razón por la cual algo tan noble en sí mismo, como el cuerpo humano sin más, desnudo, de
ordinario puede estar diciendo a la persona normal: placer. Puede resultar una llamada a un placer
también de suyo bueno, pero que no es bueno siempre y en cualquier circunstancia, pues sólo encuentra
su justificación -- y santificación -- en la casta relación conyugal abierta a la generación. En otro contexto,
provocarlo es pecado grave: mortal, como se dice en sana teología. Y se provoca -- o al menos se corre
el grave riesgo de provocarlo -- siempre que se desnudan ante la mirada ajena de distinto sexo, aquellas
unidades anatómicas (o conjunto de unidades) impersonales que de por sí ni dicen ni sugieren más que
placer.
Por supuesto, hay motivos, por ejemplo, de salud o de necesaria higiene que crean en torno al cuerpo
desnudo como un velo sutil, pero real. Hay, en efecto, circunstancias en las que no es fácil "mirarlo", por
decirlo de algún modo, como "carne de placer", porque se está pensando en otra cosa, en la que se está
de hecho ocupado: curar, por ejemplo; o representar artísticamente -- que hay modos de hacerlo sin faltar
al pudor -, son actividades que hacen normalmente inocuo el desvelamiento, aunque nunca han de faltar
cautelas peculiares.
Hay lugares donde por falta de técnicas adecuadas y por razón del clima, las personas casi no se visten,
sin que por ello falten al pudor. Todos podemos comprender que no es lo mismo desnudarse que no
vestirse. En esas circunstancias, siempre hay gestos, actitudes del cuerpo que se comprenden vedadas
para la persona honesta; y también hay lo que para nosotros sería un simple adorno que para ellos tiene
sin embargo, gran trascendencia. Nosotros no podemos perder de vista que en nuestras latitudes, el que
está desnudo es porque se ha despojado del vestido, se ha desnudado, y éste es un acto muy cargado
de significación y de expresividad, muy distinta a la del modo habitual de presentarse el "buen salvaje"
del Amazonas, o de dondequiera que se encuentre.
Hay circunstancias, en efecto, que hacen moralmente inocuo el desnudo. Es significativo que el Papa
Juan Pablo II haya hablado de la "teología del cuerpo" en la Capilla Sixtina, donde Miguel Angel pintó
innumerables figuras desnudas. Los estudiantes de Bellas Artes saben que -- con cautelas precisas --
pueden contemplar un modelo desnudo sin ninguna preocupación sensual. Por lo demás, si se atiende
bien, se observará que, cuando en una auténtica obra de arte -- pintura, escultura -- se presenta un bello
y elegante desnudo, se encuentra libre de toda procacidad. La belleza y elegancia estriban en la
idealización que ha operado el artista y constituye ya un velo de pudor, que permite la contemplación
estética sin más complicaciones. Por desgracia, no siempre los artistas han tenido el suficiente genio
como para descubrir esa ley y atenerse a ella. (Véase en Antonio OROZCO, Arte, moral y espectáculos,
Folletos Mundo Cristiano...)
No se puede negar que los usos y las costumbres sociales cambian dentro de ciertos límites las leyes del
pudor. Sin embargo no es menos cierto que siempre hay un límite real entre lo decente y lo indecente, se
reconozca o no.
Una persona que se esfuerza por vivir con dignidad, distingue sin gran esfuerzo la modestia de la
inmodestia, y el pudor de la desvergüenza.
También es cierto que las hay que no saben distinguir bien y miden la bondad o malicia de una situación
por la reacción que sobre la marcha parece producir. Así, por ejemplo, como en las playas o piscinas
concurridas no se suele percibir una reacción de lujuria notoria, a pesar de la procacidad de muchos
bañadores al uso, propenden a pensar que ahí no pasa nada. No faltan quienes sostienen que en las
playas de hoy, se cometen menos pecados de lujuria que en las de la belle époque.
Es una hipótesis más que dudosa la consabida del acostumbramiento, según la cual, el hábito de
contemplar el desnudo más o menos total, zanjaría la posibilidad de la reacción erótica a no ser que
mediara una intención perversa. Así han surgido nuevas pedagogías que pretenden educar a las nuevas
generaciones poniendo a los adolescentes en ocasiones de pecar para que se acostumbren al estímulo,
se curtan y superen de este modo los peligros de la pubertad. Estos métodos -- que se practican incluso
en ambientes católicos -- podrían calificarse de ingenuos si no fuesen prácticamente heréticos, pues, al
menos en la práctica, niegan el dogma del pecado original y las consecuencias que de éste se derivan: la
naturaleza humana -- en el cuerpo y en el alma -- in deterius commutata est, ha sido deteriorada (Dz
788), de modo que la sujeción debida de las facultades inferiores a las superiores, falla con gran facilidad,
lo cual es para todos bien manifiesto.
Ya he dicho que el desnudo materialmente considerado puede ser honesto o impúdico, depende.
También hay circunstancias de edad, temperamento, atracción, indiferencia o repulsa, que influyen
colectiva o individualmente para una cierta relativización de lo impúdico. Sin embargo, ciertas actuaciones
o representaciones, formas de vestir, etc., son procaces en un determinado ambiente, aunque se sea
personalmente inmune a ellas, porque constituyen motivo de escándalo para los demás.
Puede afirmarse que si bien hay ciertas manifestaciones del pudor que son relativas, cambiantes según
determinadas circunstancias, no todo es relativo en el pudor. Y sobre todo, es indudable que el pudor ha
de estar presente en toda situación humana y manifestarse adecuadamente a la circunstancia. La Iglesia
-- Madre y Maestra -- enseña la existencia de unas leyes del pudor cristiano (Pío XII, Enc. Sacra
virginitas). Algunas son cambiantes, relativas. Pero hay también leyes permanentes, que todo hombre
adulto (se excluyen por tanto, niños y gentes muy primitivas) conoce por instinto y sabe que le obligan
moralmente, aunque -- como acontece con tantas otras materias -- pueda haberse cauterizado la
conciencia y las haya perdido de vista.
Suele decirse que un centímetro más o menos de tela es cosa de poca monta, que no afecta a la
moralidad del atuendo. Esto es así hasta cierto punto. Un punto que quizá no haya sido esclarecido con
demasiada fortuna, pero que puede precisarse bastante bien -- cada uno, cada una, puede descubrirlo
con suficiente exactitud -- partiendo de ciertos principios fácilmente reconocibles, que voy a tratar de
exponer. Antes, sin embargo, tenemos que dar otro pequeño rodeo, volviendo al tema ya insinuado de las
peculiarísimas características del cuerpo humano, que le alzan por encima de cualquier otro.
La vista es el sentido más próximo al entendimiento, el que más íntimamente se articula con éste y
ambos convienen en un mismo afán de totalidad. Nos molesta entender y ver las cosas a medias. Basta
conocer parte de alguna realidad, para desear conocer el todo y -- a poco interés que la cosa ofrezca --
procurarse los medios para lograrlo. Como el conocimiento del hombre comienza en los sentidos, cuando
éstos conocen algo, el entendimiento, mediante la voluntad, los mueve a proseguir sus indagaciones, de
acuerdo con sus apetencias. Los sentidos, a su vez -- en la medida en que la voluntad no se ha forjado
como dueña y señora de sus actos --, arrastran a las demás facultades en la dirección de sus apetencias
propias, de modo que muchas veces, el hambre se junta con las ganas de comer. El hombre contempla
una cara de la luna. Le parece interesante y se da cuenta que hay otra cara que permanece siempre
oculta. Ya no puede evitar el afán de ver a esa desconocida. Y no para, hasta conseguirlo.
Pues bien, ver una parte de una unidad anatómica, si es bella, de hecho es una poderosa llamada a ver
la unidad entera. Este fenómeno humano lógico y de experiencia, puede ilustrar la razón por la cual
podemos decir sin temor a equivocarnos, que muchos bañadores al uso son provocativos y
prostituyentes, porque no sólo dejan al descubierto unidades que no expresan nada, que no dicen otra
cosa que placer sensual, sino que -- y esto es lo peor -- cubren sólo a medias esas unidades, invitando a
ver más. El efecto es más nocivo que si se viera todo. Y no es cosa de ponerse a explicar de nuevo por
qué no se debe descubrir el todo, menos aún, cuando se supone que estamos hablando personas que
gozan, al menos, de un mínimo de sensatez. El nudismo es, en mi opinión, más que otras cosas, un
pecado de evidente mal gusto. Por eso quiero subrayar la malicia de los atuendos que son de hecho,
preténdase o no, insinuantes. Conviene que lo sepan las jovencitas (así como sus señoras madres, que
son las que suelen pagar los bañadores de las hijas).
De manera que llega un momento en que un centímetro, más o menos, sí cobra una importancia enorme,
porque un centímetro menos, uno sólo, deja al descubierto una parte de la impersonal unidad anatómica,
y el atuendo, entonces, pasa a ser ya insinuante, prostituyente. Por ese minúsculo centímetro se esfuma
ya la personalidad, y ante la mirada del prójimo -- el próximo, como es sabido --, el cuerpo pierde
transparencia, se torna opaco y, fácilmente, llena todo el campo visual, perceptivo, convirtiéndose en
mero y absorbente objeto. Con ello, pierde su originalidad personal y, por consiguiente, su dignidad.
Surge así aquella turbación de la que habla M. Occhiena, al tratar el tema del pudor, debida al repentino y
consciente prevalecer de la animalidad sobre la personalidad, propia o ajena, causado por un estímulo
objetivamente inoportuno; es un acto reflejo de la dignidad de la persona, que se siente amenazada por el
despertar inoportuno y prepotente de impulsos psicofísicos particularmente fuertes, como son -- y más
que ningún otro -- los de carácter sexual. De este sentimiento están exentos los niños pequeños, los
pueblos más primitivos, los borrachos, los esquizofrénicos.
Se comprende lo que dice Don David -- personaje de Cuentos para leer después del baño --: «¡Aquellos
eran amores, don Camilo José! ¿Cómo quiere usted hacerme creer que los jóvenes de ahora pueden
quererse con el mismo santo cariño con que se quisieron sus padres? No, imposible de todo punto.
¡Aquellos eran otros tiempos! Una mirada, una sonrisa, ¡no digamos un beso!, colmaban la felicidad del
más exigente de los amantes. Hoy, ¡ya ve usted! ¿qué ilusión pueden tener esos jóvenes de ambos
sexos que se pasan la mañana retozando medio en cueros por la arena de la playa?». Acostumbrados a
lo impersonal, absorbidos por ello, ¿cómo van a jurarse amor eterno?, ¿cómo no van a serse infieles en
el momento en que la atracción física desaparezca, o surja en otro lugar otra más estimulante aunque de
idéntica índole?
Cierto, los usos sociales relativizan hasta cierto punto las leyes del pudor, pero sólo hasta cierto punto. Lo
que es del todo imposible es que sea eliminado el pudor sin que las consecuencias nocivas se dejen
sentir muy pronto en toda la vida de la persona y de la sociedad. Porque, aun en el supuesto de que los
atuendos playeros -- o de otro tipo -- al uso, no provocaran de hecho numerosos pecados, ese modo
desenfadado de comportarse con el propio cuerpo como si no exigiera protección alguna del pudor, crea
un clima de naturalismo intrascendente que va cerrando cada día más a los valores espirituales y a Dios.
Por otro lado, al acostumbrarse a ir con la casi totalidad del cuerpo desnudo en lugares que ciertamente
la situación psicológica requiere brevedad de ropa, cuando la preocupación por el pudor es nula,
difícilmente surgirá el sentido del pudor en los lugares en los que, sin lugar a sutiles disquisiciones, su
ausencia desencadena irremediablemente la lujuria. Por tanto, si, por ejemplo, para practicar un deporte
es necesario y conveniente abreviar el vestido, no por ello cabe despreocuparse del pudor. Porque si uno
no se preocupa ahí (no hablo de obsesionarse, sino de ocuparse), poco a poco se irá despreocupando de
él cualquiera que sea la situación en que se encuentre: se reprimirá cada vez más el sentido del pudor,
hasta que su voz sea poco menos que imperceptible, del mismo modo que uno puede acostumbrarse al
fraude, al robo y hasta al asesinato, lo cual no es precisamente un bien para la persona ni para la
sociedad...
En el enorme y vivo engranaje que constituye la vida social, cada pieza debe estar bien ajustada en el
lugar que le corresponde, de lo contrario todas las relaciones sociales se van desquiciando, o se
resienten al menos del desajuste particular. El pudor es una pieza, que puede parecer insignificante, pero
de ella depende en gran medida el control de los impulsos sexuales, los cuales, una vez desbocados,
convierten a los hombres en bestias salvajes, depredadores o apresados, esclavos, porque -- a pesar de
lo que los ingenuos suelen creer -- en la selva no hay libertad ni cosa parecida: allí impera la ley del más
fuerte y esa ley no parece ser la más adecuada a la justicia de que tanto se blasona, y mucho menos a la
caridad verdadera, de la que tan escasos andamos, también porque no se halla bien ajustada esa pieza
al parecer insignificante que es el pudor.
Esta conexión que acabo de sugerir, entre la procacidad --pérdida del pudor y de su sentido -- y
salvajismo (anarquía, asesinato de inocentes, aborto voluntario, etc.) y las más importantes lacras que
padece hoy nuestra sociedad; esa conexión que puede parecer ilusoria por la aparente desproporción
entre causa y efecto, es muy real y convendría reflexionar sobre ello.
Sí, se puede frecuentar una playa donde la indumentaria general sea máximamente breve, sin cometer
allí pecados actuales de lujuria. Pero, de hecho, es muy difícil y por la razón apuntada, la intimidad
personal va perdiendo fuerza, vigor, estima, y en esa medida, enflaquecida la vida interior, se dificulta
más y más la relación con Dios, que habría de ser cada vez más íntima y personal. Por lo demás, perdido
el pudor, las sanas costumbres, la delicadeza en el trato entre unos y otras se pierde también; y la
conducta -- como es bien sabido --, cuando no se ajusta a la fe, la erosiona hasta el punto de poder
eliminarla por completo.
En principio, pues, exceptuando las circunstancias en que la pasión queda vivificada por el espíritu (el
amor limpio del matrimonio) o por el dolor (la curación de la enfermedad), o por el arte (sin subterfugios
hipócritas), el desvelamiento de las unidades anatómicas aludidas, es, para el hombre o la mujer, una
manera de despersonalización voluntaria, y una grave falta de respeto a la dignidad personal y a la
personal dignidad de los demás. Es como bajar a un nivel infrahumano hasta reducirse al estado de cosa
y objeto (mujer objeto, hombre objeto), instrumento de mero placer sensual. En fin de cuentas,
prostitución, aunque no tenga lugar el consabido comercio carnal, pues hay muy diversas formas de
prostituirse, y no es la menos grave la que resulta de convertirse a uno mismo en pornomanifestación,
para todo el que pase por delante.
LUGARES PROSTITUYENTES
En la actualidad muchas playas, piscinas, etc., se han convertido en auténticos prostíbulos, en los que,
insensatamente, sobre todo la mujer, desde su adolescencia, se prostituye al convertirse en cómplice de
incontables pecados que, por lo demás, van contaminando la atmósfera espiritual que la humanidad
respira. Muchas son arrastradas como juguetes por la moda, dictada tiránicamente, que se aprovecha en
esos casos tanto de los bajos instintos como de la estupidez humana, por el qué dirán, por la frivolidad, la
vanidad, etc., y ellas no se dan cuenta -- ¿no quieren darse cuenta? -- del daño que están haciéndose a
sí mismas y a la sociedad.
REALISMO CRISTIANO
La Doctrina Cristiana goza de un realismo maravilloso. Llama al pan, pan y al vino, vino. Además posee
la clave para conocer la razón de algunas cosas que fuera de la revelación cristiana pueden intuirse, pero
no llegan a comprenderse completamente, al menos hasta su última razón de ser. Precisamente el
sentido natural del pudor se explica perfectamente a la luz de lo que Dios ha revelado a la Humanidad
acerca de los primeros tiempos de nuestra historia y del origen de los males que afligen a los hombres:
que no está en Dios, sino en lo que se llama "pecado" (la libre desobediencia y ofensa de la criatura al
Creador).
Por lo que se refiere a nuestro asunto, conviene recordar lo que dice San Pablo: hubo un tiempo en que
comenzó la carne a desear contra el espíritu (Gal 5,7). Fue el momento en que nuestros primeros padres
pecaron por vez primera. Las pasiones se independizaron del entendimiento; el cuerpo humano perdió
aquella belleza primigenia que lo diferenciaba radicalmente del cuerpo animal.
Antes del pecado, el espíritu -- entrañablemente unido al cuerpo --, se traslucía en él. La mirada del
hombre (Adán y Eva) calaba sin obstáculo hasta las honduras personales de su semejante (Eva / Adán)
donde la imagen de Dios -- que eran cada uno de ellos -- refulgía soberanamente. La pureza original del
cuerpo (su participación en el ser de un espíritu puro) era contemplada por una mirada igualmente limpia,
libre de cualquier concupiscencia perturbadora. Con el primer pecado, aparece la concupiscencia, que no
es pecado pero al pecado inclina; el espíritu -- al romper su ordenación a Dios -- pierde una buena parte
de su dominio y el cuerpo pierde transparencia y elegancia. Surge así la vergüenza de experimentar en la
propia carne lo que la Iglesia llamaba el aliciente del pecado. El encuentro con la más bella obra de Dios
en el mundo, el cuerpo humano (el masculino y el femenino), se convierte fácilmente en uno de esos
alicientes. El pecado ha perturbado la razón, la sensibilidad, los sentimientos, los afectos, la persona
entera. En ella se mezcla todo -- aunque no del todo, ni mucho menos -- con la soberbia, el egoísmo, la
lujuria, y con los demás gérmenes de los pecados capitales. Ya nada es puro en el vivir humano.
LA MIRADA Y LA INTELIGENCIA
Ya hemos advertido que la vista es el sentido más cercano al entendimiento, el que le sirve mejor y con
más frecuencia. "El más noble", dirían los clásicos. Cuando no somos capaces de comprender algo,
recurrimos a la expresión "no lo veo". El intelecto impulsa a mirar más que a sentir de cualquier otro
modo. Y cuando se trata de entender objetos invisibles -- desde un átomo hasta al mismo Dios, puro
Espíritu -- nos forjamos una imagen, una idea interior "visible", dibujada por la imaginación. El espíritu
humano se nutre, sobre todo, de cosas "vistas". Y, por otro lado, se manifiesta también visiblemente, en
el hombre. Nuestro cuerpo visible revela cosas invisibles: afectos, sentimientos, actitudes, ideas... Y esta
manifestación -- admirable y misteriosa -- del espíritu en la carne, funda y matiza todas las relaciones
humanas.
Lo visto, además, es lo que suele dejar una huella más indeleble en el alma. Se conservará su imagen
allá, en el archivo de los recuerdos, para emerger quizá cuando menos lo esperamos. Y, mientras tanto,
agazapado, en aparente inactividad, va formando un sedimento que puede constituir un substrato rico y
fecundo para el pensamiento y para la vida, o, por el contrario, un poso sórdido y envilecedor. Los ojos
nos descubren la maravilla del mundo, y también su inmundicia. Ambas cosas, de algún modo penetran
en el espíritu y nos afectan siempre, más o menos, en un sentido o en otro. El caso es que una mirada es
importante para quien mira y también para aquel que con ella se cruza.
Dante, en virtud de la mirada -- sonriente, luminosa -- de Beatriz, siente que su espíritu se eleva: se
encuentra transportado al paraíso en que Beatriz estaba, alcanza su altura. Vale la pena atender a este
acontecimiento que también es cotidiano. Si la mirada es casi el alma hecha fluido, no es de maravillar
que las personas de espíritu puro, limpio, generoso, difundan un ambiente de idénticas características,
que alcance hasta lo hondo de los que se hallen en su ámbito con suficiente capacidad receptiva. Una
mirada ajena, al revelarnos los misterios insondables del interior de otra persona puede enriquecer todos
nuestros sentimientos. Pero también envilecerlos. Esto, claro, depende a su vez de nuestro propio
espíritu. Si el mejor de los perfumes se arroja en un estercolero, se pierde irreparablemente. Podemos
ganar y perder nuestra alma en sólo una mirada.
Si se quiere conservar una mirada limpia que permita ver las cosas en puridad -- y guardar incontaminado
nuestro espíritu --, se hace preciso seleccionar, en lo que cabe, los objetos de nuestra mirada. Debemos
guardarla, reservarla para lo que enriquece el alma, guardarla bien -- sin despilfarros letales --, protegerla
de lo que la puede enturbiar. Si tu ojo fuere sencillo, todo tu cuerpo estará iluminado, dice Dios. Si tu ojo
es sencillo -- libre de extrañas mixturas --, si tu ojo es puro, todo tu cuerpo -- todo tú, se entiende -- estará
lleno de luz, serás puro. ¡Grandes palabras! Palabras que nos instan a cuidar nuestra mirada y guardarla
como se guarda un tesoro, como ha de guardarse el alma, que es, en rigor, la que mira, la que fluye a
través de sus ventanas. ¡Que no se pierda! ¡Que no se diluya en lo sórdido! ¡Que no se embrutezca!
Debe ser limpia el alma, pura, que es de Dios -- sólo es de Dios --, y Dios es la Pureza. Nada suyo puede
estar manchado.
Se entiende ahora lo que quieren decir los escritores espirituales, cuando nos recomiendan guardar la
vista. Siempre es posible "no mirar", aunque a veces no lo sea "no ver". Guardar la vista es tanto como
guardar el alma para nosotros mismos, para nuestros semejantes, y -- lo que más importa -- para Dios.
Está claro que la tarea no es fácil. En el siglo de la ecología, en el que es delito contaminar la atmósfera,
el espacio exterior, los pulmones -- al menos los de los demás --, resulta que ensuciar y devastar los
mundos interiores -- mucho más hermosos y delicados -- de la persona, se presenta casi como un
derecho de la economía de mercado. De modo tiránico, hipócritamente, en nombre de la democracia, se
nos fuerza a una actitud de continua alerta. La ola pornográfica inunda ciudades, hogares, aulas... y no
precisamente poco a poco. Si uno no está siempre "en guardia" puede perder su pureza, su mirada limpia
en pocos instantes. Se hace urgente una protesta correcta pero vigorosa -- con el ejemplo y con la
palabra -- para que el mundo redescubra la importancia del sentido del pudor y de la modestia.
PUDOR Y ELEGANCIA
Precisamente la elegancia -- como ha puesto de relieve J.A. Iñiguez (en su libro Belleza y elegancia,
Madrid, 1975) -- es la manifestación del espíritu en la materialidad de la acción, o de la postura o del
gesto, según un modo propio, personal, y una adecuación a las circunstancias. El vestido se muestra
como una exigencia de la elegancia como virtud moral. Sin él, la personalidad se esfuma. Su misión es
justamente velar determinadas zonas del cuerpo para embellecerlo de tal modo que al mismo tiempo que
dé gusto mirarlo, la atención no quede por él absorbida y no descienda hasta un nivel infrapersonal,
inhumano.
¿Quién no advierte que cuando el pudor se ausenta de la moda, ya no puede hablarse de elegancia, sino
de su opuesta, la grosería? Cuando se quebrantan las leyes del pudor, el vestido no hace más que
centrar la atención en lo menos original que tiene el cuerpo, lo menos personal; y, entonces, es
sencillamente una estupidez hablar de elegancia o de personalidad, o de relaciones típicamente
personales. En el fondo todo el mundo sabe, aunque a menudo no quiera reconocerse, que es una
hipocresía hablar de la belleza o de la elegancia de una persona que se salta a la torera las leyes del
pudor, mostrando en público lo que es esencialmente íntimo.
¿Por qué el aspecto más estrictamente sexual del cuerpo pertenece a "lo más íntimo"? Por razones muy
profundas, que nos llevarían muy lejos de las posibilidades de estas páginas. Resumiendo podemos
vislumbrar algo de ello. Toda la moral que se refiere a la vida sexual, estriba en un punto muy olvidado y
confundido en la actualidad, pero que constituye una verdad absolutamente cierta, contenida en la
Revelación divina, en el Magisterio de la Iglesia y que también puede intuirse fácilmente si se atiende a
las cosas como son y se muestran. Me refiero a la razón de ser y la finalidad natural del sexo: la
procreación en el matrimonio legítimo. Si esto tan obvio se pierde de vista no se entiende nada de moral
sexual; o, si algo se entiende, no se entiende su fundamento.
Precisamente porque la finalidad del sexo es cooperar en la creación (acto divino) de nuevas vidas
humanas, que son imágenes de Dios, la sexualidad es una realidad nobilísima, dignísima, que debe
tratarse con sumo respeto y máxima delicadeza. Maltratarla, usarla para propósitos ajenos a su natural
finalidad, es algo siempre grave; espiritual y claramente hablando, constituye un "pecado mortal". Hacer
mal uso de la facultad de comer -- la gula -- puede llegar a ser pecado mortal, pero no siempre lo es. En
cambio, hacer mal uso de la facultad de engendrar (imágenes de Dios, que eso somos los humanos) es
siempre una monstruosidad.
Por eso, exponer el cuerpo de tal modo que fácilmente despierte deseos de utilizar el sexo al margen de
su finalidad natural, es una acción moralmente grave. Por esta razón, las faltas de pudor pueden serlo.
No lo son porque el sexo sea algo vergonzoso, al revés, lo son porque es una de las facultades más
nobles y dignas del ser humano tal como Dios lo ha creado, hombre o mujer.
¡SI YO NO LA HE TOCADO!
Por lo demás, es preciso también recordar lo que dijo en cierta ocasión el Señor: El que mira a una mujer
deseándola, ha cometido ya adulterio con ella en su corazón. En la mirada está ya el adulterio, sin que
aparentemente haya pasado nada. Incluso uno puede pensar: ¡si yo no he hecho nada!¡Si ni siquiera la
he tocado!¡yo no hago mal a nadie!
Pero, ¿tú -- ¡tú! -- no eres nadie? Tú has adulterado, tú te has corrompido al mirar de mala manera a esa
mujer, es decir, al desear hacer con ella lo que es lujuria en ti e injusticia con su marido o su novio (reales
o posibles) y, ante todo, con Dios. ¿O crees que los pecados lo son sólo porque Dios prohibe? No, Dios
prohibe porque es pecado, y es pecado porque hace daño a la persona que eres tú, porque tú te
corrompes por dentro sin darte cuenta, que es peor. ¿Y Dios, no es nadie? ¿No es una ofensa a Dios lo
que El ha dicho que le ofende?
EL PUDOR ES SEÑORIO
El pudor es, pues, defensa natural ante la posible mirada sucia, furtiva, que quisiera convertir el cuerpo
humano en instrumento de egoístas satisfacciones. Es también contrapeso de la concupiscencia que no
requiere extraordinarios estímulos para desbordarse y anegar la pureza de alma y de cuerpo
El pudor pone sobre aviso ante los peligros para la pureza, los incentivos de los sentidos que pueden
resolverse en afecto o emoción sexual extemporánea, y las amenazas contra el recto gobierno del
instinto. De esta suerte, el pudor actúa como moderador del apetito sexual y sirve a la persona para
desenvolverse en un clima propiamente humano, en el que el espíritu señorea sobre todo lo demás.
«Bien se puede llamar (al pudor) -- decía Pío XII -- la prudencia de la castidad... El pudor advierte el
peligro inminente, impide el exponerse a él e impone la fuga en determinadas ocasiones. El pudor no
gusta de palabras torpes y vulgares, y detesta toda conducta inmodesta, aun la más leve; evita con todo
cuidado la familiaridad sospechosa con personas de otro sexo, porque llena plenamente el alma de un
profundo respeto hacia el cuerpo que es miembro de Cristo (cf. 1 Cor. 6,15) y templo del Espíritu Santo
(Ibídem 19)» (Enc. Sacra virginitas, n.º 28).
El pudor no constituye fuerza alguna represiva, a no ser para aquellos que toman la lujuria como fuerza y
no como debilidad. Para el que conoce la dignidad del ser humano, del hombre entero -- alma y cuerpo --
creado a imagen y semejanza de Dios y llamado a ser templo del Espíritu Santo, el pudor es entendido
como un poderoso aliado para defender esa parte integrante de nuestro ser que es el cuerpo, de la
agresividad de los impulsos sexuales incontrolados que quisieran convertirlo en objeto de un placer que
sería traición a la finalidad que le ha impreso el Creador.
AL INTERLOCUTOR IMPERMEABLE
Pero al interlocutor impermeable, acaso le quede bailando todavía en la cabeza la vieja idea de que todo
es cuestión de condicionamientos sociales, convencionalismos, costumbres, patrañas o prejuicios
religiosos. Si el niño se acostumbrara a ver gentes sin más abrigo que la epidermis, la lujuria no se
apoderaría de él cuando alcanzara la edad adulta, y la sociedad -- continúan los naturalistas --, como
sucede en los países avanzados, sería más pura; la pornografía no escandalizaría a nadie; la liberación
del sexo, además, evitaría complejos innecesarios y, de la salud psíquica del individuo, se derivaría la
deseada sociedad libre, paradisíaca, insensible e indiferente a lo que hoy nuestra mojigatería convierte
en tentación y pecado...
Según ese punto de vista que acabo de describir, habría que felicitarse por el hecho de que la televisión,
el cine, la prensa, presenten a todos los públicos esas imágenes consideradas por millones de personas
inoportunos excitantes. Frente a esto ha escrito José Miguel Pero-Sanz: «Tampoco estoy muy seguro de
que semejante abundancia traiga consigo una insensibilidad, una indiferencia. Cuestiones tales como la
anticoncepción, los embarazos extramatrimoniales, el aborto, etc., no parecen haber desaparecido de
una sociedad en la que, teóricamente, todos estaríamos curados de espanto ante cualquier provocación.
Ustedes han oído como yo, mil veces la historia esa del cambio de costumbres y de la sensibilidad. Lo
que, sin embargo, no he oído es que, a consecuencia de ese 'acostumbramiento', resulte hoy más fácil la
virtud de la castidad».
A propósito, quizá sea bueno recordar lo que dice León Tolstoi, en La sonata a Kreutzer; al transcribir las
palabras del Señor que recoge San Mateo -- Yo os digo que quien mira a una mujer deseándola ha
cometido ya adulterio con ella en su corazón (Mt 5, 28) --, añade de su cosecha una sentencia dura,
cruda, que habría que matizar como sucede con tantas otras afirmaciones del mismo autor: «Sí -- dice --,
solemos enmascarar con una nube de poesía el aspecto animal del amor físico; somos cerdos y no
poetas, y conviene que lo sepamos». Es un poco brutal, pero quizá conviene que lo leamos. Lo cierto es
que no todo es poesía en este mundo, como no todo el monte es orégano, aunque haya orégano en el
monte. Tampoco es amor todo lo que recibe este nombre sublime. La palabra ha sido tan adulterada que
a los adúlteros se les llama amantes. Y así, a base de barajar y combinar palabras tales como sinceridad,
naturalidad, espontaneidad, liberación, etc., muchos llegan a convencerse (?) de que todo es candor bajo
el sol; parecen haber olvidado -- si es que lo han sabido alguna vez -- que fuimos expulsados del paraíso
y que ya no estamos allí.
Recuerdo ahora aquel punto de Camino: Aunque la carne se vista de seda... --Te diré, cuando te vea
vacilar ante la tentación, que oculta su impureza con pretextos de arte, de ciencia..., ¡de caridad! Te diré,
con palabras de un viejo refrán español: aunque la carne se vista de seda, carne se queda (J. ESCRIVA
DE BALAGUER, Camino, n.º 134). ¡No digamos cuando la carne no se viste de ninguna manera!
CUIDAR DETALLES
Recordemos que también se pueden quebrantar las leyes del pudor sin mostrar siquiera un centímetro de
epidermis. Basta, por ejemplo, usar una talla menor a la que corresponde; resaltar o remarcar de un
modo u otro aquellas unidades anatómicas que llamábamos más impersonales e inexpresivas de lo que
la persona en el fondo es; ceñir blusas, camisas, faldas, pantalones...
De otra parte, todo el mundo sabe que un levísimo gesto intencionado puede desencadenar una
tempestad. Hay que estar, por tanto, en los detalles del atuendo y del gesto. El pudor, como toda virtud,
estriba de ordinario en pequeñas cosas, en las que hay que estar tanto como en las grandes: quien es
fiel en lo poco, también lo es en lo mucho (cf. Lc 17, 1O)
Y todo esto vale para la vida en casa, en familia, ante los hermanos, hermanas, padres, madres, primos,
vecinos... Que tampoco son de piedra y, por si no bastara esta razón, merecen que nos presentemos con
la dignidad propia de personas que se saben hijos de Dios.
Sobre todo cuando el sentido común se enriquece con el sentido sobrenatural, resulta fácil saber cómo
adecuar el atuendo, el gesto, la postura a cada circunstancia y descubrir aquellos rasgos de la moda que
no se ajustan al aspecto que debe ofrecer la persona en cada situación .
El pudor, hemos dicho, es un sentimiento natural, pero requiere una delicada educación, como acontece
con tantas otras cosas. Nadie duda de que robar es transgredir una ley natural y divino positiva. Sin
embargo hay que enseñar a los niños a no apoderarse de lo ajeno y, cuando esto se hace, nadie
medianamente sensato piensa que se comete un atentado a la libertad del niño, ni que se le va a crear un
trauma tremebundo, sino que se está ayudando a la naturaleza y a la persona a conseguir sus propias
metas, a la realización de sus más altas posibilidades. Pues bien, decir que el sentido del pudor debe ser
educado, y que requiere un cierto esfuerzo de atención, y en ocasiones lucha ascética, pasar más o
menos calor, etcétera, no es negar su índole natural, sino más bien todo lo contrario: es afirmar que la
traición a ese sentido es traición a la naturaleza, y no cabe duda de que, cuando la naturaleza se
encuentra traicionada, se venga siempre y el traidor lo paga caro.
Tenemos pues por delante una gran obra de misericordia que hacer: vestir al/las desnudo/as.
Verdaderamente la sociedad debiera ser más misericordiosa, comenzando por sus más altos
dignatarios...
EL MISTERIO DE LO PERSONAL
Quisiera insistir todavía en que el pudor es la afirmación de la soberanía del espíritu, la justa exaltación
de la personalidad humana. «La finura del verdadero pudor -- ha escrito Giambattista Torelló -- mana de
altos pensamientos y fuertes pasiones, no de mentes cerradas, embotadas por prejuicios contra todo lo
que sea carnal». Una de estas fuertes pasiones es la del señorío sobre uno mismo, en virtud del cual
todo lo que uno es, es poseído verdaderamente por uno. Cosa que no sucede al cuerpo -- que es tan
personal para el hombre --, cuando se abandona a la posesión -- intencional al menos -- de cualquiera.
Así el cuerpo -- y también la persona a la que pertenece -- se convierte en cosa de nadie por lo mismo
que es cosa de todos. Y entonces, puede decirse con todo el rigor popular de la expresión, que esa
persona, de tal guisa abandonada, es una cualquiera. Esta es la realidad.
Escribí hace bastante tiempo en algún lugar: «si la mujer pierde el pudor, rompe su propio e integral
misterio: aquello precisamente que le permitía ser más que cosa, es decir, persona, algo esencialmente
misterioso e inagotable y de alguna manera eterno e infinito. De este modo cierra las puertas al amor,
que sólo es capaz de brotar en un acto, en un momento, en un clima de pudor. No es posible hablar de
amor que no haya tenido este origen maravilloso».
El pudor mantiene también el misterio que es esencial a la mujer. No hay que olvidar que lo que no es
misterioso no es capaz de ofrecer un interés duradero. Las cosas captan la atención cuando presentan al
hombre algún enigma. Cuando éste se desvanece, se pasa a otra cosa y aquello se olvida. Una mujer sin
pudor es una cosa agotable y quizá ya agotada, sin misterio. Pronto cesará su periférico encanto y el
vacío -- súbita o progresivamente -- la llenará por completo; la angustia -- que no es cosa de broma --
morderá su alma, quién sabe si irremediablemente.
Al principio, cuando se destapa el cuerpo, parece que la poderosa esencia femenina lo inunda todo y la
que tiene poco seso en la mollera piensa que ha ganado en feminidad. Pero todo el mundo advierte que
aquel es un cuerpo sin alma. Algo terminado en "o" -- el cuerpo -- ha suplantado ese otro algo tan
misterioso y necesario, terminado en "a" -- el alma -. Y ¿qué es una mujer sin alma? ¿qué es una mujer
des-almada? ¿Dónde está, a dónde se fue su femineidad? Ha perdido estúpidamente lo mejor de sí
misma: ha vendido su alma al diablo. El aroma de su verdadera y poderosa esencia se ha desvanecido
para siempre y ya no queda más que un tarro vacío, sin esencia ni nada. Lástima. Con un poco más de
seso en la cabeza, esa misma mujer hubiera podido hermosearlo todo con su presencia, con su alma
enriquecida por el cultivo de las virtudes humanas y las más específicamente cristianas; y las más puras
características de su esencia hubieran asomado encantadoramente en sus ojos, en su sonrisa, en su
gesto, en su porte. Pero un cuerpo sin alma se pudre y lo pudre todo, porque, sin alma, el cuerpo es un
cadáver en trance de putrefacción y, en tales condiciones -- si se me permite hablar así --, el alma
incorruptible viene a ser un alma sin alma en la que nada se encuentra sino la espantosa soledad: