Ifigenia en Áulide PDF
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distingue la versión de Eurípides de la de la Orestea; más que causas profundas, como la
voluntad de los dioses o la fuerza del destino - temas determinantes en Esquilo -, el
poeta de Ifigenia en Áulide está concentrado en el diseño de personalidades humanas
que, por detrás de los nombres y rango tradicional que las caracteriza, son PERSONAS
'COMUNES', llamadas a reaccionar con sentimientos puramente humanos en
momentos de tensiones extremas. Estos son los agentes de un momento altamente
dramático, en el que razones de fuerza mayor - o de peso discutible – empujan hacia la
ejecución ritual de un ser en la flor de la juventud, ante la angustia o emoción que de
todos se adueña, sobre todo cuando la víctima asocia, a las intenciones de sus verdugos,
la decisión libre de morir, por una causa que la ennoblece y la impone a consideración
de todos.
Fueron estas las palabras con las que, en la memoria del coro, el Agamenón
esquiliano, con breves interrogaciones, solucionó el DILEMA, igualmente pesado en
sus alternativas, que la voluntad divina de Ártemis le ponía por delante, en un intento
de llamar la atención para los excesos de la campaña: desistir de avanzar contra Troya, o
tener que pagar el más alto precio, Ifigenia, su primogénita, a cambio de los cachorros
de una liebre preñada, el genocidio simbólico que amenazaba la ciudad de Príamo.
Con esta reflexión, Esquilo trazaba un retrato, rápido pero eficaz, del Atrida,
el padre y además el decisor del sacrificio de una joven, su hija. Hablar de vacilación,
en su actitud, resbala en una sencilla interrogación. La duda - la alternativa que
verdaderamente lo perturba - está en la deserción, en abdicar de la campaña y
decepcionar a sus compañeros y subordinados. Cuanto al sacrificio, parece conducirlo
una certeza: la de que, si ese sacrificio es el precio a pagar por el seguimiento de la
campaña, vale la pena y es LEGÍTIMO. Por otra parte, la imagen del horror que la
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muerte violenta de una joven comporta no deja de imponerse en su imaginación. El
acto gana forma, cuando es por sus propias manos que el general imagina el golpe que
hiere a la víctima; joven, bella, indefensa, Ifigenia se va a cubrir de sangre dominada
por las manos asesinas de su propio padre. Más que satisfacer a la imposición de la
diosa, rápidamente aludida como una autoridad que no admite desobediencia, el Atrida
busca encontrar fuerzas para su decisión en su ánimo de JEFE, de conductor de
hombres, que se movilice con ardor y determinación como aliado de la voluntad de los
dioses. No que Agamenón no tenga sentimientos de padre; pero busca silenciarlos
sacando partido para su responsabilidad de hombre público y, nos damos cuenta, para su
ambición de conquista y prestigio. Con su último deseo - "¡Y que todo salga bien!" -,
da voz a un ligero temor por las consecuencias de su acto, del que, sin embargo, no
pierde tiempo a tomar conciencia. La decisión es exclusivamente suya, tomada en un
monólogo reflexivo. Bien presentes tiene a sus hombres y a la opinión pública, que le
parece indispensable preservar. Para CLITEMNESTRA, su esposa y madre de la
víctima, ni un solo pensamiento; Agamenón se reserva en exclusivo la decisión, en lo
que ella conlleva de público y privado.
EURÍPIDES, regresando ampliamente al tema en Ifigenia en Áulide, no deja de
tomar como lema esta memoria del coro del Agamenón y le da cuerpo con gran amplitud
y profunda innovación. La escena deja de ser un recuerdo del pasado, relatado por un
testigo, para transformarse en una experiencia directa, donde su protagonista, el Atrida,
se fortalece de un caldo de emociones. Lo que en ESQUILO era tan solo una
vacilación breve - en el fondo tomada ya la decisión regia -, se transforma, en la versión
EURIPIDIANA, en una profunda duda, que el poeta a toda costa redimensiona.
Agamenón sigue siendo EL COMANDANTE, preocupado con el poder y el prestigio,
con el desempeño de un liderazgo que le costó alcanzar y del que no quiere abdicar. Sus
compañeros, simplemente mencionados por Esquilo en un colectivo anónimo, ganan
cara y nombre - Menelao, Ulises, Calcas - y concretizan su desilusión en un juego de
intereses y cobros; son, por lo tanto, una fuerza más concreta de oposición al liderazgo.
Pero, sobre todo, Eurípides redimensiona el lado personal y familiar de Agamenón,
confrontándolo con la gran omitida en el monólogo esquiliano: CLITEMNESTRA, la
esposa y la madre.
Y si la primera imagen que Eurípides nos proporciona de Agamenón, en la
apertura de la obra, sigue siendo la de quien se debate con el eterno DILEMA - desistir
de la campaña o sacrificar Ifigenia -, esta vez el Atrida cuenta con un interlocutor, un
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confidente y receptor del conflicto de emociones que lo sacude, ahora más complejo
ante la nueva personalidad del heredero de Atreo. Y se, como el Viejo siervo se esfuerza
por hacerle sentir, Agamenón es un aristócrata, con todas las responsabilidades que
esa condición le impone, valorizándole por lo tanto el rango y la intervención pública, la
verdad es que las preocupaciones que dominan al comandante de los aqueos en este
momento destacan al marido y al padre sobre el general. Colocado ante la exigencia
de un oráculo transmitido indirectamente por Calcas, el comandante euripidiano, al
contrario de su modelo, de forma espontánea toma una decisión y esa es en favor de
Ifigenia (94-96): "Al escuchar el oráculo, le ordené yo que Taltibio, en una
proclamación clara, desmovilizara al ejército, porque yo nunca sería capaz de matar a mi
hija". Y, en el entretanto, a pesar de esta victoria de los sentimientos de padre sobre las
ambiciones del general, Agamenón cedió a los argumentos de los que lo rodeaban,
Menelao en primero, dándole prioridad a sus intereses. CLITEMNESTRA, por su
parte, gana ahora, en las aprensiones de Agamenón, un protagonismo desconocido.
Con ella, el rey busca dialogar a distancia, a través de una CARTA que le envió,
cargada de sombras y falsedades (IA 98-103), para obtener de la mujer y madre una
anuencia que la verdad nunca consentiría: bajo la capa de una boda de Ifigenia con
Aquiles, capaz de entusiasmar a cualquier madre aristócrata, Agamenón le solicita que
envíe a su hija a Áulide. Menelao, que conoce bien las debilidades de su hermano, hará
un diagnóstico correcto de los motivos que le dictan las decisiones vacilantes y los
subterfugios malévolos, en los momentos cruciales ("Un espíritu inconstante transforma
a quien lo tiene injusto y poco firme con sus amigos", 334). De hecho, en el dilema que
le aflige, no solo el Atrida teme la reacción de Clitemnestra, sino que sabe
manipular argumentos para disuadirle resistencias: la posibilidad de una boda con el
primer héroe de Grecia es, para los pergaminos de la hija de Tíndaro, un motivo
decisivo. El relacionamiento conyugal de la pareja real de Micenas tiene aquí una
primera definición; impotente ante la personalidad fuerte de su mujer, Agamenón no
tiene coraje para mantener con ella un diálogo abierto y directo; "usa de persuasión"
(πειθώ, 104), "miente" (ψευδῆ, 105), se refugia en un juego de argumentos sofísticos,
para mantenerla alejada de una decisión que él mismo reconoce como criminosa y
repugnante.
Porque esa "legitimidad" que el general esquiliano encontraba en la
satisfacción de sus deberes públicos no engaña al nuevo Atrida. Él es crítico con el
sentido de su decisión. Las censuras que Esquilo colocaba en la boca del coro - para
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preservar la determinación de Agamenón -, que no hesitaba en apodar la decisión del rey
como "impura, impía y sacrílega" (δυσσεβῆ, ἄναγνον, ἀνίερον, Ag. 219-220),
Eurípides las transfiere al propio decisor, que las usa como argumentos de defensa
para su cambio de opinión: matar a Ifigenia "no está bien" (οὐ καλῶς, 107), merece
vivas recriminaciones y resulta de una obnubilación puntual (136-137): "Ay de mí, ¡he
perdido la cabeza! ¡He caído en la locura!" (Οἴµοι, γνώµας ἐξέσταν, / αἰαῖ, πίπτω δ᾽εἰς
ἄταν). Por eso, Agamenón se apresura a remitir una segunda carta que anule la
primera, o sea, abandona la decisión que le fue inspirada por Menelao para recobrar su
propia voluntad.
En las recomendaciones que le hace al portador de la segunda carta, la que
tiene que impedir que Ifigenia venga en dirección a la muerte, Agamenón persiste, sin
embargo, en demonstrar algún ALEJAMIENTO en relación a la actitud expectable
por parte de Clitemnestra. En las recomendaciones que le hace al Viejo, para que no
se distraiga y deje escapar, de entre otros viajeros con los que se cruce, a los que traen a
la princesa de Micenas, el Atrida nunca refiere sino "la carroza que conduce a mi hija"
(147), o "el séquito que la acompaña" (150), sin nunca imaginar la presencia de la
madre. Y, sin embargo, ¿cómo podría Clitemnestra ausentarse de la boda de su
primogénita y con semejante novio?
Lo que antes era un contacto a distancia, por carta, con la madre de la víctima, es
ahora, con el sorprendente anuncio de la llegada de la reina, UN CONFRONTO
DIRECTO, la necesidad de un diálogo cara a cara para que el marido de Clitemnestra
no está psicológicamente preparado. Y, de igual modo que, por escrito, Agamenón había
forjado mentiras, la presión del momento vuelve a exigir simulaciones para que la
confusión entre ritual de sacrificio y de bodas persista. Porque es una inseguridad
aterrada la que se apodera de Agamenón en este momento, cogido de sorpresa, pero
teniendo aun así de reconocer el motivo que ocasiona la presencia de una madre en tal
momento de la vida de una hija (457-459). Luego la falsedad de su propia posición se
hace evidente, no solo por la causa principal - el crimen oculto bajo tanta aparente
felicidad -, sino también por la falta de adecuación de sus suposiciones a lo que son las
normas de la familia, de las que la reina se muestra una atenta defensora. Hay por lo
tanto un paralelismo en superlativo, entre el diálogo epistolar y aquel, de viva voz,
que la llegada de Clitemnestra deja antever. En consecuencia, una REACCIÓN
INSTITUCIONAL parece ser la única salida para el comandante del ejército - la de
hacer valer su autoridad pública -, que ahora no hesita ni censura el sacrificio como un
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acto que antes le había parecido criminoso, antes lo asume como un deber ineludible
ante sus hombres. Tal vez este sea un intento de afirmación frente a una voluntad que
reconoce más grande que la suya - la de la siempre temida Clitemnestra -, a quien irá
confrontar con las prerrogativas de un decisor público, terreno donde una mujer no
puede tomar lugar. Hay que reconocer, por otra parte, que un otro temor se va
imponiendo, el que el comandante prevé en resultado de la manipulación que, entre
sus hombres, Calcas y Ulises, el adivino y el sofista codiciosos, van haciendo en
nombre de tremendas ambiciones. Por lo tanto, es evidente que esa decisión, ahora
obstinada, de realizar el sacrificio es la respuesta al miedo que de él se adueña cuando
llega la reina, el momento para una decisión definitiva.
Para empezar, Agamenón se obstina en mantener a Clitemnestra en el
desconocimiento de sus decisiones, hasta que la coloque frente al hecho consumado
(539-542). Un momento de expansión afectiva, ante Ifigenia, su hija preferida, no pasa
de una tregua en la batalla que tiene que lidiar en este momento, ante una adversaria
pesada, Clitemnestra. Y, como que para encerrar el proceso de mentiras con el que
conduce el relacionamiento con su mujer, hasta que la denuncia evidente de sus
intenciones le desenmascare, Agamenón vencido por las razones legítimas de una
madre de familia y por la determinación natural en la personalidad de
Clitemnestra, tiene que reconocer lo cuan inútiles son sus eternos subterfugios, tanto
los que expresó a distancia en una carta, como los que esgrimió en vivo (744-745):
"Tanto invento sofismas y crio artificios frente a quienes quiero, que termino totalmente
derrotado". Le resta un suspiro de lamento por una alianza tan poco a su medida, cuando
era una mujer "virtuosa y buena" (χρηστὴν κἀγαθήν, 750) lo que la prudencia le
recomendaba. Pero, al final ¿qué es para Agamenón lo que se dice una esposa "virtuosa
y buena"?
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Ahora me condenas al exilio de la ciudad,
a la ira de los ciudadanos y a las imprecaciones de un pueblo,
mientras contra él nada hiciste, contra ese hombre
que, sin escrúpulos, como quien, de su rebaño de buena lana,
retira una víctima,
inmolaba a su propia hija, el fruto adorado
de mis entrañas,
para hechizar los vientos de Tracia.
Esquilo, Agamenón 1411-1418
De las memorias del pasado, el coro del Agamenón esquiliano recuerda los
temores, en relación al futuro, expresos por Calcas, en el momento en que el presagio
de las águilas les prometía a los Atridas la victoria. Cuando la exigencia de Ártemis no
pasaba aún de una profecía, y antes que Agamenón fuese llamado a elegir, ya el adivino
podía anticipar la reacción, de esposa y madre, de Clitemnestra. En defensa de los
valores de la casa y familia, la reina es por Calcas confundida con la propia
CÓLERA, la mano de la venganza que no dejará de victimar también a Agamenón. O
sea, son de dos niveles las consecuencias que se imponen al señor de los ejércitos, como
preventivas de la campaña: el desacuerdo de la diosa protectora de las crías y la
revuelta de la maternidad ofendida de Clitemnestra por la matanza de una hija. Más
tarde, al sopesar el dilema que la exigencia del sacrificio le trae, cuanto más imperiosa
es la omisión de Agamenón más grande el poder de esta otra opositora, la Cólera,
encarnada en la 'gestora de la casa'.
Nunca, en ESQUILO, el tema del sacrificio es materia de diálogo entre los
dos progenitores de la víctima. Lo que está en causa, en la primera obra de la Orestea,
es no una, sino un cúmulo de causas, personales, familiares y públicas, que hasta cierto
punto justifican la muerte del ahora vencedor de Troya a manos de su mujer. El
sacrificio de Ifigenia es tan solo una de ellas. Sin embargo, es legítimo el lamento que
la reina dirige al coro, ya consumado el golpe de la venganza; no solo Clitemnestra
acusa a Agamenón de un acto, además de "impuro, impío y sacrílego", también
humanamente liviano, sino que añade a lo que son agravios divinos la ofensa
indescriptible que la muerte de Ifigenia representó para sus afectos de madre. Tal vez lo
haga en un tono ya egoísta, donde, a par del crimen cometido contra su hija,
Clitemnestra se resiente del atentado contra sus derechos de madre.
Una vez más estos son temas retomados por EURÍPIDES en Ifigenia en Áulide,
pero, como siempre, con tonalidades distintas. El gesto vengativo, central en la Orestea,
en Eurípides está relegado para un futuro que va más allá de los sucesos en Áulide. En
contrapartida, la construcción de una Cólera, más que una FUERZA EXTERNA, un
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SENTIMIENTO ÍNTIMO, se va diseñando paso a paso, de una normalidad que
degenera en un gigantesco conflicto familiar. Porque la Clitemnestra que acompaña al
campamento a su hija para un presunto casamiento con Aquiles, empieza siendo una
madre de familia y una esposa 'común', tolerante y resistente a una sucesión de
ofensas de que fue siendo víctima por parte de un esposo titubeante, alternadamente
débil y violento, y por ello constructor de una relación conyugal socialmente 'normal',
sin dejar de ser profundamente distante y fría. La consolidación de su cólera es un
proceso que el poeta nos invita a testimoniar. Por ello, cuanto más cumplidora de su
papel de mujer y madre es Clitemnestra, más evidente se hace la debilidad de Agamenón
y la ilegitimidad de su comportamiento.
La primera imagen, que antecede la entrada de Clitemnestra, es avanzada
por un mensajero que anuncia la llegada eminente de la comitiva oriunda de Micenas.
Además de Ifigenia, cumpliendo las determinaciones de Agamenón, la reina reserva a su
marido una sorpresa haciéndose acompañar también por Orestes, aún infante, "para
encantar los ojos de su padre tras una tan larga ausencia de casa" (IA 417-419). Esta
iniciativa valoriza en Clitemnestra su sensibilidad de madre, su lealtad como esposa
y además el orgullo por la misión familiar que viene desempañando con éxito. De
hecho – digámoslo ya -, la sombra de Egisto y del adulterio está totalmente ausente de
esta relectura de Eurípides del mito de los Atridas. En los objetivos de Clitemnestra
están la defensa de los valores de la familia, que quiere movilizar para una fiesta de
gran significado y, a la vez, agradar al marido y padre, el militar hace tanto tiempo
ausente.
No le falta asimismo LA DIGNIDAD que el rango aristocrático le aporta.
Alertado de su LLEGADA, el ejército en masa moviliza curiosidades alrededor de lo
que sabe ser "un espectáculo" de la realeza (εἰς θέαν, 427). Y, si es cierto que, ante las
agruras del viaje, madre e hija se comportan como viajeras comunes, fatigadas del
camino, que se descalzan para relajar sus pies en la frescura de las fuentes (420-421),
no por ello su llegada decepciona las expectaciones de todos. La impresión causada la
ponen de manifiesto las mujeres del coro, en la actitud respetosa con la que relatan la
ostentación de riqueza y fausto, de la que una casa como la de los herederos de Atreo es
paradigma, y se disponen rápidamente a ayudar, a bajar de la carroza, a los recién
llegados; Clitemnestra, por su parte, toma naturalmente el mando del momento (607-
630): que las mujeres ayuden a sacar de la carroza los regalos de boda, que le den una
mano a Ifigenia para que se apoye y a la propia reina para bajar, y que tomen en sus
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brazos a un pequeño Orestes a quien el balanceo de la carroza hizo dormir. Siempre
preocupada en salvaguardar la imagen de la gran dama que todos esperaban, intenta
reponer el orden después de vencidos los trámites de la llegada, consolidando el
perfil de la madre de familia atenta y responsable que el Mensajero antes había
anunciado.
Ante su marido, la señora de Micenas adopta la actitud esperada. Es una
CORDIALIDAD CONVENCIONAL la que trasparece por parte de la esposa de
Agamenón, tanto más evidente por contraste con la efusión afectuosa de Ifigenia ante
un padre hace tanto tiempo ausente de casa. Su saludo es expresivo en ese sentido (633-
634): "Esposo digno del mayor respeto, señor Agamenón, aquí estamos para cumplir tus
órdenes". Y de inmediato reconoce en el rey la afectividad del padre como superior a
la proximidad del marido; por ello, es sin reservas que le da espacio a Ifigenia para
que manifieste su entusiasmo de hija, reservándose, como esposa, algún formalismo en
el saludo.
Las atenciones en este momento las tiene puestas en la BODA de su
primogénita y en lo distinguido de su prometido. El diálogo que mantiene con el
marido es el de progenitores vulgares, que ven llegada la hora de casar a una hija;
sobre los sentimientos de la pareja, dada la ausencia que los mantenía apartados, nada
hay que decir. Del PROMETIDO Clitemnestra quiere conocer en detalle ascendiente y
estamento, sin dramas emotivos, sino con una RACIONALIDAD evidente. El
interrogatorio es minucioso, no le escapa ningún detalle. Le interesa, una vez más,
cuidar de la reputación y bienestar de la familia aristocrática de la que forma parte,
sin quiebras ni emociones refinadas como las que llevan a un padre a llorar ante la
separación de una hija que se casa (650-651, 685-694).
Ante esta carácter de Clitemnestra y su comportamiento de madre de familia,
¿cómo pudo Agamenón imaginar que la apartaría del ritual, presuntamente de
matrimonio, pero al final de sacrificio? Sin duda un ejercicio de persuasión inútil que
solo ilustra el desconocimiento que el Atrida tiene de su mujer, o su impotencia para
reaccionar contra lo que sabe que son sus reacciones determinadas. Dentro del mismo
escrupuloso cumplimiento de la etiqueta familiar, Clitemnestra recita el nomos y no da
marcha atrás en lo que considera sus deberes (734), dando a Agamenón una lección de
competencias (740-741): "Tu trata de los asuntos de afuera, que de los de la casa trato
yo. Los asuntos de bodas y de nuestras hijas son asuntos míos".
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La invención de una mentira, que arrastra en cadena a otras mentiras a medida
que el curso de los acontecimientos la va poniendo en riesgo, cae por tierra ante el
EQUÍVOCO que alimenta el diálogo entre Clitemnestra y Aquiles: la suegra que
saluda a un yerno, que no tiene ni idea de una boda de la que presuntamente es el
protagonista. Sospechando desde luego de una estafa, la reina se siente ofendida en su
dignidad (847-848): antes de la peor de las ofensas, aún oculta - la que le condena a
muerte a su hija -, ella es víctima de una falta de respeto y una HUMILLACIÓN
PÚBLICA (852), un motivo más a adicionar a un acopio de ofensas con un solo autor:
su marido. Colocada, finalmente, ante revelación plena de las tramas de Agamenón
por un viejo siervo, Clitemnestra se interroga sobre la sanidad mental de su marido
(876), aunque, con esta - nueva - amenaza le sobrevengan memorias de violencias
pasadas, que su pragmatismo de esposa mantiene enterradas, pero que ahora el
recrudecer del crimen despierta. El golpe es suficientemente fuerte para arrancar del
espíritu, habitualmente racional, de la hija de Tíndaro, lágrimas auténticas, que son de
dolor por la amenaza que recae sobre su oikos, pero seguramente también de RABIA
contra un marido que la ha brindado, a lo largo de su vida, con sucesivas prepotencias.
Clitemnestra no hesita en los llamamientos, desde luego a Aquiles para que se
asuma como prometido legítimo y defensor de la víctima. Para ella, en una primera
reacción, LA SALVACIÓN DE SU HIJA se sobrepone a todo lo demás (902). El
coro, sin duda alguna sobre la autenticidad de su sufrimiento, solo puede incluirla entre
las madres auténticas, a quienes la maternidad aporta energías desconocidas en la
defensa de sus hijos (917-918). Pero enseguida la vemos, por primera vez, denunciar
sin sombras "la crueldad y la audacia inaudita" (912-913) y la cobardía de
Agamenón (1012). Y, manifestando sus aprensiones ante las consecuencias de esa
decisión del rey, diluye lo que es la verdadera amenaza - la muerte de su hija - en
consideraciones sobre las conveniencias o intereses sociales (la frustración dolorosa
de unas bodas promisoras, o la necesidad de romper la etiqueta y exigir de Ifigenia una
súplica directa a Aquiles, 986-987, 997).
Faltaba aún el DIÁLOGO DECISIVO en el que Agamenón seria forzado a
confesar delante de Clitemnestra el peor de sus designios: el sacrificio. Desconocedor
de que su interlocutora ya sabía la verdad, él prorroga la mentira hasta al límite. No hay
que extrañar, pues, que la esposa ofendida pierda la compostura y que denuncie,
además de esta amenaza, TODAS LAS OTRAS OFENSAS de que fue víctima por
parte de ese que era aún el pretendiente a su mano.
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Si Clitemnestra no borra a Agamenón del cuadro donde el dolor de la víctima
recoge todas las emociones - todo el dolor concentrado, como en Esquilo, en la mirada,
que no se lanza sobre los verdugos, sino que se cierra en sí mismo ("Hija, ¿por qué esas
lágrimas, esa mirada que perdió la alegría, esos ojos presos al suelo y ese velo que te
cubre el rosto?", 1122-1123) -, se reserva a sí misma el privilegio de las acusaciones.
No es la salvación de Ifigenia lo que le determina los argumentos; son las
recriminaciones por tantas ofensas de las que ella misma fue víctima y de que la
muerte inminente de su hija será tan solo una más ("¿Por dónde he de empezar el relato
de mi infelicidad?", 1124). Como muy bien resume Bonnard (1945, 93): "ELLA NO
SUPLICA, ACUSA". Al Atrida, Clitemnestra le impone silencio (1143-1144) para
dominar por completo este momento decisivo; a sus subterfugios contrapone razones
claras y directas (1145-1146). Es, en primero, la verdad irrefutable lo que le da una
ventaja abrumadora en el confronto. Agamenón sale de esta acusación como un
criminoso, autor de la muerte del primero marido y del hijo de Clitemnestra, capaz
de usar la violencia con niños indefensos en nombre de sus intereses (1149-1152). Pero
asimismo la ponderación que demostró superando la ofensa y buscando reconstruir
una familia 'normal' la consolida como mujer de virtud irreprochable, en obediencia a
lo que es su propio concepto de 'buena esposa' (1159-1160): "Moderada en los placeres
de Afrodita y empeñada en aumentar su patrimonio". Es esta la esposa que Agamenón
va a herir profundamente, abriendo un vacío en su corazón y en su orgullo de exitosa
madre de familia. Para suplir su ausencia, Agamenón deja EL ODIO (µῖσος, 1179),
que le aguarda a su regreso. En vez del Calcas esquiliano, es la propia esposa que gana
voz en Eurípides para emitir lo que no es una profecía, sino el embrión de un
sentimiento que ya empieza a surgir. Y desglosando motivos: ¿puede esperarse,
concluido el sacrificio, condescendencia por parte de la madre ofendida? ¿Saludos
afectuosos de su mujer e hijos al regresar de la guerra? ¿Confianza en un padre que
liquida a sus hijos? Clitemnestra no solo prevé un futuro que va más allá de la obra de
Eurípides, sino que explica, con nuevos argumentos, los motivos del golpe perpetrado
por su modelo en el Agamenón de Esquilo. En vez de "impuro, impío y sacrílego", el
acto de Agamenón es, para ella, el resultado de una falta de ponderación y el
testimonio de la aridez afectiva de la que su corazón es capaz.
Si de algo se puede acusar a esta mujer ofendida, es de colocar por delante de
la salvación de Ifigenia los agravios personales, que la desvían del que debería ser el
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blanco de su acusación. Por ello, pese a todas las razones que le asisten, sale aun así
vencida.
Resignación no significa aceptación del sufrimiento que se le impone y al que
no sabe resistir. Ante el huracán de los acontecimientos, Clitemnestra se calla, bañada en
lágrimas (1433). Más perspicaz que el propio Agamenón, Ifigenia quiere arrancarle
promesas de moderación: que evite el luto (1437-1439) ante la gloria del sacrificio, y
sobre todo que no alimente la ira hacia su padre y sacrificador (1454). Pero una
metamorfosis, que ni la generosidad de la joven puede frenar, está ya en marcha en una
mujer que acaba de recibir el golpe más cruel de su vida. Son ambiguas sus palabras, tal
vez porque ni ella misma sepa aún a que extremos la puede conducir la traición y el
sufrimiento (1455): "Pruebas terribles le esperan en su ruta, por tu causa".
Ifigenia, la víctima
Ruegos y súplicas al padre
de nada le valieron, ni siquiera su edad virginal,
ante esos jefes amigos de la guerra.
Concluidas las invocaciones, su padre, a los siervos, dio señal
para que, como a una cabra, sobre el altar,
envuelta en velos, presa, en desespero, al suelo,
la agarraran y la irguieran,
mientras una mordaza le tapaba su bella boca,
para impedir
toda imprecación contra los suyos.
A la fuerza, a la brutalidad de un freno se le sujeta.
Y mientras su vestido amarillo desliza hacia el suelo,
la vemos lanzar, a cada uno de los sacrificadores
el dardo de una mirada,
implorante, cual imagen
que desea hablar ...
Esquilo, Agamenón 228-243
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arma de súplica. En el vestido que desliza se va toda su juventud y atractivo femenino,
reduciéndola a la circunstancia ineludible de una víctima, a pesar de todo, impotente.
En contrapartida EURÍPIDES, antes de forzar a Ifigenia al terror del sacrificio,
se preocupa en retratar a la JOVEN, DESCUIDADA Y AFECTIVA, que el destino
se encargará de transformar en heroína. Después de que escuchemos mencionar, al
Mensajero, la fragilidad casi infantil de la hija de Agamenón ante el cansancio del
viaje, la vemos entusiasmada con la idea del reencuentro con su padre, hace tanto
tiempo ausente. Gestos efusivos - abrazos, besos, apretones de manos - sellan la
emoción que la anima (635-636, 679-680).
Es sobre todo HACIA SU PADRE que los afectos de la joven se manifiestan.
De la madre, Ifigenia espera protección, sin que lo que parece un mayor
pragmatismo de la reina en la gestión de los asuntos familiares le inspire otro tipo
de afectos; solo la crisis profunda que la aguarda cambiará esta relación. Y incluso el
prometido, el célebre Aquiles, no motiva particularmente su corazón, de no ser por lo
que esa boda representa para la satisfacción del proyecto paterno y de sus naturales
anhelos de vida. En última instancia, es una COMPLICIDAD ENTRE PADRE E
HIJA lo que, por extraña paradoja, sirve de telón de fondo a la tremenda decisión del
ritual.
Por lo tanto, aquel que es ya el responsable del sacrificio no le es indiferente a la
víctima, sin saberlo, condenada ya. Sin haber hecho aún ningún llamamiento, la joven se
impone ahora, en su propia fragilidad y belleza, a la piedad paterna; lo dicen las palabras
rendidas de Agamenón (681-684): "¡Ah cuello, mejillas!, ¡ah rubios cabellos! (...) Me
callo, porque de repente las lágrimas me saltan de los ojos cuando la acaricio". En el
Atrida euripidiano los motivos del general no llegan para callar la voz del afecto
paternal.
Es como de una sorpresa sin nombre que Ifigenia se entera de las verdaderas
intenciones paternas. La alegría, el cariño, los abrazos del reencuentro, su propio
vigor juvenil, ceden paso a las lágrimas (1100-1101). Clitemnestra no la protege de la
denuncia, que se prepara para hacer, de la falsedad de su marido; la convoca, juntamente
con Orestes, a la escena del confronto decisivo con su padre (1117-1119).
Lo que Esquilo condensaba en "ruegos y plegarias al padre de nada valieron" le
da a Eurípides el lema para UN DISCURSO DE IFIGENIA (1211-1252). Todos los
sentimientos de una hija dedicada le vienen a la mente: en primero, una complicidad
traducida en el intercambio afectuoso de caricias (1216-1218): "Mi ramo de
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suplicante es mi cuerpo que aprieto contra tu rodilla, y que mi madre te engendró". Esta
es la última etapa de un recorrido de caricias que parecían haber criado entre padre e hija
un vínculo decisivo: "Fui la primera que, abandonando mi cuerpo sobre tus rodillas, te
hice tiernas caricias que tu retribuías" (1221-1222); "y yo te correspondía, colgada de tu
cuello, tocándote esta barba que ahora toco también" (1226-1227). Vinieron después las
promesas de felicidad en un futuro, que uniría a padre e hija y seria para ambos un
factor de seguridad. Todo ahora impotente para disuadir la prioridad de razones
discutibles, como las pretensiones de Menelao hacia Elena. Con su intervención,
Ifigenia impone el SENTIMIENTO, por contraste con las FALSEDADES de
Agamenón y la DUREZA FIRME de Clitemnestra. Pero revela también el
crecimiento vertiginoso que la infelicidad impuso a su experiencia hasta entonces
descuidada. Ifigenia lo apuesta todo, en un primero impulso, en la PRESERVACIÓN
DE SU CUERPO (1217), en el llamamiento a la luz y en el repudio de la muerte. En
ella, por ahora, el instinto de supervivencia habla más alto.
Después de las recriminaciones de Clitemnestra y las súplicas de Ifigenia,
Agamenón tiene su momento de sinceridad. Sobre las relaciones con su mujer, nada
dice; pero el amor a sus hijos puede afirmarlo sin reservas, tan solo como un
preámbulo para justificar lo cuan "terrible" (δεινῶς, 1257-1258) es el dilema con el que
se ve confrontado. Deja a un lado la imaginación del horror de la muerte de una víctima
inocente, para apostar por los motivos patrióticos, de prestigio y seguridad de la
Hélade, que lo justifican.
Están, finalmente, reunidas todas las razones que pueden justificar el célebre
CAMBIO DE COMPORTAMIENTO de Ifigenia. Del amor a la vida, ella traslada su
entusiasmo juvenil hacia la entrega voluntaria de esa misma vida al sacrificio, en
nombre de todo lo que ama y de que una enorme crisis la deja consciente: su padre, la
harmonía conyugal de sus progenitores que ve amenazada, la Hélade que le dicen en
riesgo. Y, como última razón, y decisiva, el peligro en el que se encuentra Aquiles, el
único dispuesto a tomar las armas ante la insubordinación general del ejército. Más que
a ningún otro argumento, Ifigenia cede ante "LO IMPOSIBLE" (τὰ δ᾽ἀδύνατα, 1370),
sin dejar, aun así, de encontrar para lo que es forzoso motivos de dignidad personal. Y
consuma su grande ofrenda (1397): "Le ofrezco mi cuerpo a la Hélade", consagrando
ella misma, en sacrificio, su mayor riqueza en nombre de la más grande de las causas, la
patria de todos los que ella ama.
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Es con este entramado de emociones, incrementado y diversificado sobre la
intensidad que el modelo esquiliano aportara al cuadro, que Eurípides rodea de belleza
un acto que básicamente es de violencia y horror. Lo afirmó, en palabras hábiles, A.
Bonnard, 1945, 88: "Muerte impuesta por la presión y vacilación de las circunstancias.
Peor aún: muerte consentida a la vez por la cobardía y la valentía. Muerte que parece no
tener otro objetivo sino abrir el reino absurdo de la guerra, y fructificar en un sinfín de
muertes de jóvenes".
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