Marroquín - Acompañamiento Espiritual Como Pedagogía de La Escucha

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El acompañamiento espiritual como pedagogía de la escucha

Manuel Marroquín

En el Antiguo Testamento, cuando Dios llamó al profeta Samuel, aún niño, éste respondió a
su llamada, pero desconociendo inicialmente toda su significación y contenido, fue necesario que
acudiera a otra persona más experimentada en los caminos de Dios, para que le ayudara a clarificar
su vocación (1 Sam 3). El consejo de Elí fue sencillo: «Habla, Señor, que tu siervo escucha.»
Cuando Samuel lo hizo, el mensaje del Señor quedó patente. La escucha lo había clarificado.
No es fácil sintonizar con la voz de Dios que, claramente y sin duda, nos transmite su
voluntad acerca de nuestras vidas. Existe mucho ruido y muchos parásitos internos y externos, en
nuestras agobiadas existencias, que debilitan nuestra percepción de dicha voz hasta límites
insospechados. Muchas emisoras, de frecuencia distinta a la divina, pugnan por captar nuestra
atención con programas cada vez más atrayentes, que nos fascinan, nos entretienen y embotan
nuestra sensibilidad perceptiva. La escucha a otra persona, a través del proceso del
Acompañamiento Espiritual (=AE), puede, sin duda alguna, ayudarnos, como a Samuel, a sintonizar
con el dial de la voluntad divina.
Prescindiendo de la evolución histórica que ha llevado a la dirección espiritual a
transformarse en el Acompañamiento Espiritual y centrándonos más en su objetivo más genérico,
consideramos que su intencionalidad debe estar centrada en contribuir a que la persona descubra la
acción del Espíritu en si misma a través de su propio carisma (1 Cor 12). Es decir, que a pesar de
todas las dificultades inherentes a una vida atraída por los sentidos y aplastada por el peso de
muchas distracciones y presiones, la persona sea fiel a su propia llamada o vocación.
La voluntad de Dios sobre nosotros es que alcancemos la plenitud de realización de nuestro
potencial humano, mediante unas vidas enraizadas en la fe, esperanza, y caridad, de la misma
manera que su intención es que el mundo llegue a ser su reino de justicia, amor y paz. La
concreción de ambas finalidades, sin embargo, dentro de dicha intencionalidad, nos la deja a
nosotros mismos. No es un cheque con una cantidad concreta el que ofrece a nuestra firma, sino uno
en blanco que nosotros mismos hemos de concretar.
El AE deberá, por tanto, ayudar a desentrañar las posibles condiciones en que esa «llamada»
tendrá que realizarse para descubrir los diversos imperativos suscitados por los signos de los
tiempos y dilucidar las diversas opciones o alternativas de acción, no mediante un automatismo
fixista e inmovilista, sino a través del discernimiento de una respuesta creativa a un Espíritu que no
debe apagarse jamás (1 Tes 5,19).
El objetivo de este trabajo deberá, sin embargo, enmarcarse dentro de unas coordenadas
modestas, no creadoras de expectativas que «a posteriori» pudieran verse defraudadas. Se trataría,
sencillamente, de ver el papel que la escucha psicológica pudiera desempeñar como elemento
integrante del AE Es evidente que dicho papel no puede ser nítidamente diferenciado de otros
aspectos, en los que necesariamente se implica, como por ejemplo el discernimiento espiritual del
que forma parte. Nuestra intención, sin embargo, seria la presentación de las características de esta
escucha, no como una realidad autónoma e independiente, sino como elemento importante, en
ninguna manera único, del AE.
Aunque suelen, en ocasiones, emplearse indistintamente, los conceptos de atención y
escucha pueden diferenciarse claramente. La atención, tal como aquí la entendemos, hará referencia
a los diversos medios, físicos o psicológicos, como saludo, sonrisa, presencia abierta, etc., mediante
los cuales el acompañante muestra que «se encuentra» perceptiva y presencialmente con la persona
objeto del acompañamiento, o si prefiere, en términos de ayuda psicológica, objeto de la terapia. La

 CARLOS ALLEMANY et alt., Psicología y Ejercicios Ignacianos: la transformación del yo en la experiencia de


ejercicios espirituales, volumen I, Mensajero & Sal Terrae, Bilbao, 1991, pp. 182-193.

Es profesor de Psicología y Decano de la Universidad de Deusto. Psicoterapeuta.

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escucha, en cambio, se referirá más bien a la habilidad en captar y comprender los mensajes,
explícitos, claros u oscuros, verbales o no, transmitidos por la persona.
La simplicidad y la sencillez que parecen existir en los conceptos de atención y escucha
hace que en muchas ocasiones no se les dé la importancia que merecen. Sorprende el «déficit» que
de ambas se da en muchas personas. Frecuentemente, se oye decir «no me estás escuchando» y no
es suficiente que la otra persona pueda responder que puede repetir todo lo expresado, como
demostración de su buena escucha. Lo que la persona espera de la atención y la escucha que se le
presta, no es la mera repetición de sus palabras, como lo haría una cinta grabada, sino la presencia
socio-emocional de la otra persona, que es lo que le hace sentirse realmente acompañada.
El AE, como la relación de ayuda y otras transacciones interpersonales profundas, exigen
cierta intensidad de presencia. Esta presencia o acogida, este «estar con la persona», es lo que
nosotros consideramos como atención en su sentido más profundo, y es lo que estimamos necesario
para el logro de una adecuada relación interpersonal, propia tanto de un Acompañamiento Espiritual
como de una terapia (Carkhuff, 1983).
El comportamiento no verbal del acompañante y los mensajes que se comunican por su
medio influyen en la persona de una manera positiva o negativa. Pueden resultar una invitación a la
apertura, a la confianza, a la exploración de los propios problemas o por el contrario pueden
promover su cerrazón y desconfianza. Más aún, la atención defectuosa, física o psicológica,
conducirá, casi de inmediato, a una disminución de la propia percepción del acompañante.
Se puede deducir, por tanto, que una atención adecuada facilitará el logro de tres objetivos:

a) Manifestar la propia accesibilidad y acogida.


b) Promover una autoestima en la otra persona, como merecedora de dicha atención.
e) Ayudar a la percepción de aspectos relevantes en el proceso del acompañamiento.

Si la atención es importante como modo de presencia, lo es, más aún, la escucha activa, que
hemos definido como la habilidad en captar y comprender el mensaje, verbal o no, que la persona
pretende comunicar. Su finalidad no puede ser otra que la comprensión de dicha persona, de manera
que esta vaya conociéndose mejor mediante su propia autoexploración. Es evidente, como han
demostrado las investigaciones de Mehrabian (1972), que la comunicación de una persona no puede
quedar restringida a su comunicación verbal. Se habla con todo el cuerpo, por otra razón hay
silencios repletos de mensaje y comunicación, que es necesario desentrañar. El tono de voz, su
inflexión, su ritmo, las respuestas fisiológicas automáticas, como el sonrojo, etc., incluso las
características físicas, apariencia, etc., pueden ser otros tantos canales, a través de los cuales se
podrá leer la conducta no verbal de la persona. Siempre, sin embargo, teniendo en cuenta que la
finalidad de esta escucha es la comprensión de la persona, y que ésta no se identifica con una
interpretación prematura o no suficientemente garantizada de sus procesos psicológicos.
La escucha activa debe también, como es claro, dirigirse a las expresiones verbales del
cliente. La persona, en general, habla de sus experiencias, es decir, de lo que le sucede a ella, de lo
que otros le hacen, etc.; habla también de sus acciones, es decir, de aquello que hacen o debieran
hacer; finalmente habla también de su afecto, es decir, de los sentimientos y emociones que las
diversas acciones o experiencias han provocado en ella misma.
Una situación problemática, sin embargo, no puede ser esclarecida, hasta que ha sido
expresada y comprendida en términos de experiencias, acciones y sentimientos verdaderamente
específicos y concretos.
Ésta es precisamente la labor que una escucha activa debe realizar; no solamente la mera
percepción, sino también la clarificación de lo expresado en términos de experiencias, acciones o
sentimientos concretos.
Sin embargo, la persona es algo más que la suma de sus mensajes verbales y no verbales. La
escucha activa en su sentido más profundo significa, por tanto, la escucha de la persona a través del
contexto en el que vive, se mueve, y en el que tiene su ser total.
Una escucha concebida de este modo tiene necesariamente que estar basada en una empatía

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o percepción sensitiva del mundo de la otra persona. No es mi intención plantear aquí un estudio
profundo del concepto de empatía, sino expresar lo que ésta supone para la escucha activa
auténticamente eficaz.
La empatía, en su sentido más básico, está constituida por la comprensión de las
experiencias, conductas y sentimientos de la persona, tal como ella las experimenta. No es fácil el
logro de tal comprensión. Supone una total apertura de carácter no evaluativo ante los distintos
puntos de vista, valores, prejuicios e ideologías de uno u otro carácter, que la persona pueda ir
manifestando.
La escucha empática no puede estar basada en la curiosidad, ni en el propio provecho, por
muy legitimo que éste pudiera considerarse; no tiene tampoco parecido con la disección analítica
del patólogo, o la búsqueda posesiva de un entomólogo detrás de su insecto favorito.
Es más un acercamiento a la persona movido por un genuino interés, que nos lleve a
entender la realidad en sus propios términos. Este penetrar en el mundo de la otra persona debe estar
empapado de un respeto tremendo hacia ese mismo mundo.
En ocasiones me imagino esta clase de empatía sensitiva como algo semejante a esa
búsqueda a tientas, que realizamos al entrar en una habitación desconocida, que se encuentra a
oscuras. Tanteamos la pared, los muebles, etc., palpamos los distintos objetos, caminando despacio
en ese entorno desconocido, procurando no tropezar, ni golpear a nadie en nuestro ciego caminar,
hasta que, por fin, encontramos el interruptor, que ilumina la escena. Aun reconociendo, como lo
hace Huxley (1963), la imposibilidad metafísica de penetrar en el espacio de la otra persona, de
manera que experimentemos la realidad como ella la vive y experimenta, sí podemos considerar,
juntamente con él, la empatía como «un intento de penetrar en su soledad metafísica», posible, por
tanto, en la relación de dos seres humanos.
Esta presencia del acompañante, caracterizada por el respeto y la empatía, está, ciertamente,
demandada por S. Ignacio en los Ejercicios Espirituales (=EE) cuando, por ejemplo, indica
(anotación 15,1) que «el que da los ejercicios no debe mover al que los recibe más a pobreza ni a
promesa que a sus contrarios, ni a un estado de vivir que a otro». La misma actitud podríamos
encontrar en las anotaciones 6ª y 7ª e incluso en la 14,5 cuando nos dice que el director «.... mucho
debe de mirar la propia condición y subiecto, y quánta ayuda o estorbo podrá hallar en cumplir la
cosa que quisiere prometer». Es quizá, sin embargo, la anotación 18,1,2 la que describe con mayor
claridad y detalle esa actitud de respeto y delicadeza, que debería ser la base de la adaptación que el
ejercitador tendría que tener presente a la hora de impartir los ejercicios. «Según la disposición de
las personas que quieren tomar ejercicios espirituales, es a saber, según que tienen edad, letras e
ingenio, se han de aplicar los tales ejercicios; porque no se den a quien es rudo o de poca
complisión, cosas que no pueda descansadamente llevar, y aprovecharse con ellas...»
Esta comprensión empática no puede ni debe limitarse a la percepción no evaluativa de los
sentimientos o experiencias explícitas en el mundo de la persona, sino que debe descender a la
comprensión de aquellas vivencias implícitas de las que, en muchas ocasiones, esa misma persona
es escasamente consciente. Supone, el percibir esos mensajes contradictorios que muchas veces se
dan en los seres humanos, ser sensitivo a esas voces apagadas casi inaudibles que, como ojos de
Guadiana, aparecen y desaparecen, aplastadas por otras impresiones más fuertes y dominantes en la
persona, casi siempre firmemente asentadas en su nivel psíquico explícitamente consciente.
Si somos capaces de percibir ese mundo, sin deformarlo mediante la contaminación con
nuestro propio universo psíquico, y si sabemos comunicar dicha percepción sin transformarla en
una interpretación mediatizada por nuestra propia experiencia, habremos dado el gran paso de
acompañamiento existencial demandado por Huxley, al mismo tiempo que facilitado a la persona su
propia autocomprensión.
La clase de empatía hasta aquí expuesta nos la describe C. Rogers (1975), de una manera
magistral.

«Significa penetrar en el mundo privado perceptual de la persona y encontrarse allí de una


manera familiar. Implica el ser sensitivo momento a momento a las cambiantes experiencias
sentidas que surgen en esa persona, al miedo, o a la ternura, o a la confusión o cualquier otra
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cosa que él o ella experimentan. Significa vivir temporalmente en su vida moviéndose en ella
con delicadeza, sin emitir juicios, sintiendo las experiencias de las que él o ella es escasamente
consciente, pero no tratando de destapar sentimientos de los que la persona es totalmente ig-
norante porque esto sería demasiado amenazante...»

Lo hasta ahora aquí expuesto puede completarse con una visión más profunda del concepto
empático, no expuesta por Rogers pero insinuada por Carkhuff (1976) y recogida posteriormente
por Egan (1986). Supone la escucha y comprensión de la realidad y recursos de la persona más allá
de la propia empatía. Trataré de explicarlo con más detenimiento. La visión de una persona acerca
de si mismo y los sentimientos que esa visión suscita en él son ciertamente reales, pero no
constituyen toda su realidad, que evidentemente trasciende y en-marca esa percepción y
sentimiento. La comprensión de la persona acompañada tanto, que el acompañante ejerce como
resultado de su escucha empática, no puede centrarse exclusivamente en el mundo subjetivo de éste,
aun del experimentado a medias o difusamente, sino que debe extenderse también al marco
objetivado y real en el que dicha experiencia tiene lugar.
Supongamos que una persona se considera poco inteligente e inadecuada para una tarea
concreta, experimentando un sentimiento de desánimo y desaliento como consecuencia de esa
supuesta inadecuación, cuando en realidad su competencia es suficiente para ejercerla. Nuestra
escucha activa deberá comprender la experiencia subjetiva de inadecuación con el sentimiento
subsiguiente, pero no deberá quedarse ahí, puesto que su capacidad y competencia reales forman
también parte de la realidad total de esa persona. De una u otra forma nuestra escucha activa debe
ser sensible y perceptiva de toda esa realidad.
Por la misma razón, un aspecto muy importante de esta escucha, que pudiéramos denominar
«transempática», es el relacionado con la percepción de los recursos existentes en las personas,
ocultos, e ignorados muchas veces, por ellas mismas. Estos recursos han sido pasados por alto
tantas veces, han estado tan oprimidos por la pesada carga de unos intentos fracasados o de unas
intenciones ineficaces,. que han dejado de ser una realidad vital en la persona. La escucha activa o
«comprehensive listening», como la denominaba F. Ducroux Biass en comunicación presentada en
reciente Congreso celebrado en Lovaina, debe, evidentemente, percibir ese mundo subjetivo
personal del cliente, pero deberá dar un paso hacia adelante, sintonizando también con ese potencial
y esos recursos, muchas veces débilmente intuidos, pero existentes en la realidad total de la persona.
No es una interpretación de la realidad lo que se pretende, sino la percepción de ésta en toda su
complejidad.
La dimensión psicológica, sin embargo, no agota la realidad por muy compleja que ésta sea.
El AE no puede limitarse a esta escucha transempática, por muy importante que ésta sea. La visión
del acompañante del AE tiene que trascender incluso esa realidad y preguntarse por la presencia de
Dios en ella. Dios está en la profundidad de nuestras acciones, de nuestro entorno, de nuestro
mundo, y la escucha integrante del AE no podrá prescindir de la percepción de dicha presencia
divina, de manera que se ayude a la persona no solamente a su conocimiento, sino, más importante
aún, a dar la respuesta más acomodada a ese Dios profundo y siempre presente en nuestras vidas.
En el AE el acompañante está interesado en la situación de la persona, su trabajo, sus
aspiraciones, sus problemas, etc., pero además lo está también, y esto constituye una diferencia
esencial con planteamientos estrictamente psicológicos, por la presencia de Dios en todas esas
situaciones vitales. ¿Qué lugar ocupa Dios en tu vida? ¿Cómo lo encuentras más plenamente? ¿Qué
tentaciones se entremezclan en tus conflictos? ¿Qué contribuye a su ignorancia o a su desaparición
práctica de tu acontecer diario?, etc., son varios de los interrogantes con los que la persona deberá
enfrentarse a lo largo del AE. Es claro que el planteamiento de dichos interrogantes no se opone a la
escucha activa, tal como la hemos expuesto anteriormente, sino que la transciende, teniendo como
objetivo final percibir y transmitir esa presencia de Dios, no imaginada sino real, en nuestras
propias vidas.
Descritos hasta aquí los diversos niveles a través de los cuales se deberá extender la escucha
del acompañante, éste deberá aún plantearse otro objetivo que considero crucial, a saber, la
didáctica de esta misma escucha. Se trataría de poner en práctica el viejo adagio de «Mejor que dar

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un pez al que tiene hambre es enseñarle a pescar», evitando, por tanto, que el papel del
acompañante se reduzca exclusivamente a una mera presencia testimonial. Lo explicaré más
detenidamente.
Una escucha como la hasta aquí descrita no puede ser encasillada en los importantes, pero
estrechos limites de una técnica concreta, como apunta en reciente artículo Barret-Lenard (1988).
Podría describirse, más adecuadamente, como un modo de ser en la relación.
Nuestra experiencia cotidiana, sin embargo, nos confirma la existencia de personas
religiosas fieles a unas prácticas determinadas, breviario, Eucaristía, etc., pero que viven de
espaldas a una realidad social interpelante, de la misma manera que existen personas tan engolfadas
en esa misma realidad que se vuelven incapaces de romper la maraña de un activismo esterilizante.
Otras, en cambio, aparecen atrapadas en el callejón sin salida de un narcisismo, que en ocasiones
adopta las formas de un absolutismo ideológico, mientras en otras se colorea con el ropaje fatuo de
una vanidad infantil. Toda esta gama de conductas, cuya descripción más detallada llevaría
muchísimas páginas, tienen algo en común: son producto de una carencia de escucha casi total, o de
escuchas unilaterales, parciales y estereotipadas de los mismos estímulos. Algo así como el que lee
siempre y sólo el mismo periódico, para confirmar sus propias ideas. Por esta razón considero
importante el aprendizaje de la escucha y de sus diversos ámbitos dentro del AE
En un estupendo trabajo sobre el AE, Carlos Cabarrús (1988) describe los diversos niveles
de mediación que se dan en la acción del Espíritu. El encuentro directo con su Palabra, en sus
signos y en lo íntimo de la interioridad, constituye su primera y principal docencia. La segunda
estaría constituida por los pobres, donde el mismo Señor se nos presenta en forma de dolor y de
sufrimiento encarnado en esas diversas formas de marginación con las que nos enfrentamos cada
día. La tercera docencia vendría, finalmente, expresada por la estructura de la vida en común, lo
comunitario como guía responsable del crecimiento que en muchos casos podría concretarse en el
ámbito de la pareja. A parecidas conclusiones llega también A. Tornos (1988, 3) que, en un trabajo
más centrado en los fundamentos bíblico-teológicos del discernimiento, se expresa así:

«En conclusión: la teología bíblica de la lógica de las decisiones de conciencia cuenta con
que estas últimas, además de tener en cuenta las normas o leyes, la naturaleza de las cosas, la
condición humana y las expectativas de futuro, se tomarán teniendo en cuenta algo mucho mas
móvil, que requiere sensibilidad y análisis de la sensibilidad para captarse bien: lo que
momentánea e individualmente le puede estar pidiendo Dios a uno, lo que coyunturalmente
puede ser manifestación de Jesús y de su Señorío, lo que tiene que ver con la paz y
construcción de la comunidad. La imaginación puede intervenir en representarse lo implicado
en todo ello, incluso debe intervenir, y en este sentido puede decirse que un optar cristiano
falto de imaginación es un optar deficientemente planteado. Sin embargo, precisamente porque
es una cuestión imaginativa, tiene que concebirse y hacer sitio al discernimiento.»

Si tenemos en cuenta que el Espíritu es el agente que interviene activamente en el proceso


del crecimiento espiritual, siempre respetando la libertad humana, y que la labor del acompañante,
como indica el mismo Cabarrús, debe ser la de un testigo-eco de esa acción del Espíritu en el
presente, al mismo tiempo que una ayuda para el discernimiento del llamado de la utopía personal
hacia el futuro, podremos acercarnos ya a la determinación de las posibles fuentes de escucha en las
que la acción didáctica del acompañante deberá concretarse, a saber: uno mismo, los demás
(comunidad), los signos de los tiempos y la acción directa del Espíritu.
No es mi intención, y superaría ampliamente los límites de estas páginas, el tratar cada una
de esas fuentes en particular; me remitiré, sencillamente a los diversos trabajos elaborados por otros
autores en relación con la escucha corporal (C. Alemany), (P. A. Campbell y E. M. McMahon,
1985), el Acompañamiento espiritual (C. R. Cabarrús, 1988) y sobre las reglas de discreción de
espíritus. Quisiera, sin embargo, presentar ciertas consideraciones de carácter más general que, de
alguna manera, pudieran aplicarse a todas ellas.
«El reino de los cielos está dentro de nosotros» (Lc 17,21) nos dice el Evangelio. Verdad de
un profundo contenido que pasamos por alto en muchas ocasiones. La realidad de la intencionalidad
divina sobre nuestras vidas es como una semilla profundamente enterrada en ellas. Desde dentro de
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nosotros y, a través de la interacción con el ambiente que nos rodea, esa semilla deberá crecer, por
tanto, hasta su plenitud de desarrollo. Dentro de nosotros está latente nuestra profunda orientación
de vida.
Pero este nosotros, como nos recuerda precisamente Jung (1963, 219-220), debe ser
concebido como una totalidad, es decir, atendiendo no sólo a la parte que pudiéramos denominar
racional, sino también a los sentimientos, al consciente, al inconsciente. Así lo expresa él mismo
con rotundidad:

«Si pudiéramos reconocer la misteriosa verdad de que el espíritu es el mismo cuerpo vivo
visto desde dentro y que el cuerpo es la manifestación externa del espíritu viviente, siendo
ambos una realidad, entonces podríamos comprender que en el intento de trascender el
presente nivel de consciencia debe tenerse presente al cuerpo.»

Somos, por tanto, una totalidad única con una finalidad de desarrollo potencial, cuya
orientación vital debe conseguirse a través del contacto con nuestro más profundo y vital deseo.
Esto supone, en la práctica, la distinción entre el deseo propio y aquellos otros introyectados en mí
mismo en forma de deberes, a través de diversas connotaciones culturales externas a mí mismo.
Aunque en ocasiones puedan confundirse, una adecuada escucha debería contribuir a su clarifica-
ción.
Este deseo interno, profundo, vital debe también distinguirse claramente de nuestras
veleidades, de nuestras fantasías, de nuestros «desearía», que en ningún modo deben identificarse
con una motivación seria y profunda hacia nuestra autorrealizacíón. Así nos lo indica Hart (1980,
77):

«Cuando hablamos de localizar nuestro más profundo nivel de deseo en nuestra búsqueda
de la intencionalidad de Dios sobre nosotros, no estamos hablando de deseos superficiales o
sentimientos pasajeros. Hablamos de algo serio, es decir, de un deseo total que compromete
nuestra propia personalidad.»

Ignacio en los EE recomienda (anotación 15,1) al director no «mover al que los recibe más a
pobreza ni a promesa que a sus contrarios, ni a un estado de vivir que a otro». La tarea de éste ha de
ser facilitar la comunicación del ejercitante con Dios, para que sus mociones puedan ser más
claramente percibidas. La intención de Ignacio es la de centrar a la persona en los movimientos del
Espíritu que se dan dentro de ella, liberándola, en cuanto fuera posible, de influencias externas,
incluso bien intencionadas, para permitir el acceso de la libre comunicación entre ambos.
En el AE el acompañante, como consecuencia de lo anteriormente expuesto, ejerce una
labor a la vez espiritual y psicológica, puesto que su finalidad es ayudar a la persona a ponerse en
contacto con su deseo más profundo, persuadido de que ser auténticamente uno mismo y ser la
persona que Dios quiere que seamos son una misma realidad. De nuevo nos lo indica Hart (1980,
78):

«El director tratará de ayudar a la persona a separar el deseo profundo genuino de las
demandas extrínsecas y de las triviales fantasías pasajeras, animándola a moverse con
confianza en la dirección de ese mismo deseo como el más seguro índice de la voluntad
divina.»

El crecimiento personal estará así constituido por la integración de todos los elementos de la
personalidad, emocionales y racionales, de manera que la persona pueda percibir y proseguir la
ejecución de su profundo deseo vital. Para Dios, por tanto, el crecimiento del ser humano vendrá
constituido por el crecimiento de la autonomía personal, la aceptación de la libertad como un don y
la propia responsabilidad en la respuesta.
Esta concepción deberá contribuir a enmarcar la finalidad de nuestra escucha como
integrante del AE. El discernimiento- pretendido no puede ser considerado como una fórmula para
delimitar un plan oculto concreto en todos sus detalles, sino más bien un procedimiento para

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utilizar, de la mejor manera, nuestros recursos humanos en el contexto de la oración, mediante la
elección de las alternativas más de acuerdo con nuestro propio ser y la voluntad de Dios revelada en
Cristo. Nuestros distintos niveles de escucha, a los que hemos hecho referencia en la primera parte
de nuestro trabajo, tendrán, por tanto, como objetivo principal, el ayudar a la persona a encontrar su
propio centro, a contactar y percibir sus propios sentimientos y a delimitar con claridad ese deseo
profundo, base de nuestro desarrollo integral y la voluntad divina.
Soy muy consciente de que una escucha como la descrita supone la exigencia de unas
determinadas cualidades en el acompañante (Cabarrús, 1988), difíciles de conseguir en las actuales
circunstancias ambientales. Considero, sin embargo, que su adquisición es un reto del que no se
puede prescindir, si el Acompañamiento Espiritual ha de tomarse en serio.

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