Freud. Sobre Algunos Mecanismos Neuroticos en Los Celos, La Paranoia y La Homosexualidad. Apartado B

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infidelidad propia.

Peor es la situación en el caso de los ce-


los del tercer estrato, los delirantes en sentido estricto. Tam-
bién estos provienen de anhelos de infidelidad reprimidos,
pero los objetos de tales fantasías son del mismo sexo. Los
celos delirantes corresponden a una homosexualidad fermen-
tada, y con derecho reclaman ser situados entre las formas
clásicas de la paranoia. En su calidad de intento de defensa
frente a una moción homosexual en extremo poderosa, po-
drían acotarse (en el caso del hombre) con esta fórmula:
«Yo no soy quien lo ama; ella lo ama».-
Frente a un caso de delirio de celos, habrá que estar pre-
parado para hallar celos de los tres estratos, nunca del ter-
cero solamente.

Paranoia. Por razones conocidas, los casos de paranoia se


sustraen la mayoría de las veces de la indagación analítica.
No obstante, en estos últimos tiempos el estudio intenso de
dos paranoicos me permitió aclarar algo nuevo para mí.
El primer caso fue el de un hombre joven con una para-
noia de celos bien marcada, cuyo objeto era su mujer, de una
intachable fidelidad. Un período tormentoso en que el delirio
lo dominó sin interrupción ya era asunto del pasado para él.
Cuando lo vi, sólo seguía produciendo ataques aislados; du-
raban varios días y, cosa interesante, por lo general sobre-
venían al día siguiente de un acto sexual, por lo demás sa-
tisfactorio para ambas partes. Es lícito inferir que en cada
caso, después de saciada la libido heterosexual, el componen-
te homosexual coexcitado se conquistaba su expresión en
el ataque de celos.
El ataque extraía su material de la observación de míni-
mos indicios, por los cuales se le había traslucido la coquete-
ría de la mujer, por completo inconciente e imperceptible
para otro. Ora había rozado inadvertidamente con su mano
al señor que se sentaba junto a ella, ora había inclinado de-
masiado su rostro hacia él o le había exhibido una sonrisa
más amistosa, que no usaba a solas con su marido. El po-
nía un grado extraordinario de atención en todas las exterio-
rizaciones del inconciente de ella, y siempre sabía interpre-
tarlas rectamente, de suerte que en verdad siempre tenía
razón y aun podía acudir al análisis para justificar sus ce-
- Véase el análisis de Sclireber (191 Ir) [parte IIT].

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los. Ciertamente, su anormalidad se reducía a que él obser-
vaba lo inconciente de su mujer con mayor agudeza, y luc-
ido lo tasaba en más de lo que a otro se le ocurriría hacerlo.
Nos viene a la memoria que también los paranoicos per-
seguidos se comportan de una manera en un todo similar.
Tampoco ellos admiten nada indiferente en otro, y en su
«delirio de ilación» usan los mínimos indicios que les ofre-
cen esos otros, extraños. El sentido de su delirio de ilación
es, en efecto, que esperan de todo extraño algo como amor;
pero estos otros no les demuestran nada semejante, se les
ríen en la cara, agitan su bastón o hasta escupen en el suelo
cuando ellos pasan, y eso es algo que realmente no se hace
cuando se tiene algún interés amistoso hacia la persona que
está cercana. Sólo se lo hace cuando a uno esa persona le
resulta del todo indiferente, cuando puede tratarla como si
nada se le importase de ella, y el paranoico no anda tan
errado en cuanto al parentesco fundamental de los conceptos
«extraño» y «enemigo» cuando siente esa indiferencia, en
relación con su demanda de amor, como hostilidad.
Ahora sospechamos que describimos de modo harto insa-
tisfactorio la conducta del paranoico, tanto del celoso como
del perseguido, cuando decimos que proyectan hacia afuera,
sobre otros, lo que no quieren percibir en su propia inte-
rioridad. Sin duda que lo hacen, pero no proyectan en el
aire, por así decir, ni allí donde no hay nada semejante,
sino que se dejan guiar por su conocimiento de lo inconciente
y desplazan sobre lo inconciente del otro la atención que sus-
traen de su inconciente propio. Nuestro celoso discierne la
infidelidad de su mujer en lugar de la suya propia; y en la
medida en que se hace conciente de la de su mujer aumen-
tada a escala gigantesca, logra mantener inconciente la pro-
pia. Si juzgamos que su ejemplo sirve como patrón, nos. es
lícito inferir que también la hostilidad que el perseguido en-
cuentra en otros es el reflejo especular de sus propios sen-
timientos hostiles hacia esos otros. Y como sabemos que
en el paranoico precisamente la persona más amada del mis-
mo sexo deviene el perseguidor, damos en preguntarnos de
dónde proviene esta inversión del afecto, y la respuesta más
inmediata sería que el sentimiento de ambivalencia, presente
de continuo, proporciona la base para el odio, y lo refuerza
el incumplimiento de los requerimientos de amor. Así, para
defenderse de la homosexualidad, la ambivalencia de sen-
timientos presta al perseguido el mismo servicio que los ce-
los prestaban a nuestro paciente.
Los sueños de mi paciente celoso me depararon una gran
sorpresa. Es cierto que no se presentaron contemporáneos al

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estallido del ataque, pero lo hicieron todavía bajo el imperio
del delirio: estaban totalmente exentos de delirio, y permi-
tían reconocer las mociones homosexuales subyacentes con
un grado de disfraz no mayor que el habitual. Dada mi es-
casa experiencia en materia de sueños de paranoicos, ello me
indujo a suponer, con carácter general, que la paranoia no
se introduce en el sueño.
El estado de homosexualidad era fácil de apreciar en este
paciente. No había entablado amistades ni intereses sociales
ningunos; se imponía la impresión de que el delirio había
tomado a su exclusivo cargo el ulterior desarrollo de sus
vínculos con el varón, como para restituir un fragmento de
lo omitido. La poca importancia del padre en su familia y
un bochornoso trauma homosexual que él sufrió en su tem-
prana adolescencia habían cooperado para empujar su ho-
mosexualidad a la represión y atajarle el camino de la su-
blimación. Toda su juventud estuvo dominada por un fuerte
vínculo con la madre. Entre varios hijos era, declarada-
mente, el preferido de la madre, y desarrolló con relación a
ella unos fuertes celos de tipo normal. Más tarde, cuando
hizo su elección matrimonial, dominado en lo esencial por
el motivo de enriquecer a la madre, su anhelo de una ma-
dre virginal se exteriorizó en dudas obsesivas sobre la vir-
ginidad de su novia. Los primeros años de su matrimonio
trascurrieron sin celos. Después fue infiel a su mujer y en-
tabló una prolongada relación con otra. Sólo cuando, so-
brecogido por una determinada sospecha, hubo abandonado
esta relación amorosa, estallaron en él unos celos del se-
gundo tipo, el tipo proyectivo, con los que pudo apaciguar
los reproches que se hacía a causa de su infidelidad. Esos
celos se complicaron pronto, por la injerencia de mociones
homosexuales cuyo objeto era el suegro, hasta convertirse
en una paranoia de celos plenamente desarrollada.
Mi segundo caso probablemente no se habría clasificado
en ausencia de análisis como paranoia persecutoria, pero me
vi forzado a concebir a este joven como un candidato a ese
desenlace patológico. Había en él una ambivalencia, extraor-
dinaria por su envergadura, en la relación con el padre. Por
una parte, él era el rebelde más declarado, que en todos
los aspectos se había desarrollado en manifiesta divergencia
con los deseos e ideales de su padre; por la otra, empero,
y en un estrato más profundo, era el hijo más sumiso, que
tras la muerte del padre se denegó el goce de la mujer, presa
de una tierna conciencia de culpa. Sus relaciones reales con
hombres estaban presididas a todas luces por la desconfian-
va; con su potente intelecto supo racionalizar esta actitud

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y disponer las cosas para que conocidos y amigos lo enga-
ñasen y explotasen. Lo nuevo que aprendí en él fue que
pensamientos clásicos de persecución pueden estar presentes
sin que se les dé crédito ni se les atribuya valor. Durante
su análisis, destellaron en ocasiones, pero él no les asignaba
importancia ninguna y por lo general se mofaba de ellos.
Quizá suceda algo semejante en muchos casos de paranoia,
y en el momento en que se contrae esa enfermedad tal vez
juzguemos las ideas delirantes exteriorizadas como produc-
ciones nuevas, cuando en verdad pudieron existir desde mu-
cho tiempo atrás.
Una importante intelección es, me parece, que un factor
cualitativo, la presencia de ciertas formaciones neuróticas,
tiene menor valor práctico que el factor cuantitativo: el
grado de atención o, mejor dicho, el grado de investidura
que estos productos puedan atraer sobre sí. La elucidación
de nuestro primer caso, el de la paranoia de celos, nos ha-
bía invitado a una idéntica apreciación del factor cuantita-
tivo, puesto que nos mostró que ahí la anormalidad consis-
tía, esencialmente, en la sobreinvestidura de las interpreta-
ciones de lo inconciente del otro. Por el análisis de la histe-
ria hace mucho que conocemos un hecho análogo. Las fan-
tasías patógenas, retoños de mociones pulsionales reprimi-
das, son toleradas largo tiempo junto a la vida anímica nor-
mal y no producen efectos patógenos hasta que no reciben
una sobreinvestidura por un vuelco de la economía libidinal;
sólo entonces estalla el conflicto que conduce a la formación
de síntoma. De tal suerte, en el progreso de nuestro cono-
cimiento nos vemos llevados cada vez más a situar en el pri-
mer plano el punto de vista económico. Me gustaría dejar
planteado también este interrogante: ¿No basta el factor
cuantitativo que hemos destacado aquí para cubrir los fe-
nómenos a raíz de los cuales recientemente Bleuler [1916]
y otros han querido introducir el concepto de «conmuta-
dor»? Sólo habría que suponer que un incremento de la
resistencia en cierta dirección del decurso psíquico origina
una sobreinvestidura de otro camino y, así, la interpolación
de este en dicho decurso.^
Una instructiva oposición se presentó en mis dos casos
de paranoia en cuanto al comportamiento de los sueños.
Mientras que en el primer caso, como dijimos, los sueños
estaban exentos de delirio, el otro paciente producía en gran
3 [La idea que está en la base de esto se remonta al cuadro del
aparato psíquico que Freud ya había trazado en su «Proyecto de
psicología» de 1895 (1950Í?).]

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número sueños de persecución que podían considerarse los
precursores o las formaciones sustitutivas de las ideas deli-
rantes de idéntico contenido. Lo persecutorio, de lo cuai
sólo con gran angustia podía sustraerse, era por regla gene-
ral un potente toro o algún otro símbolo de la virilidad
que él mismo muchas veces, todavía en el sueño, reconocía
como subrogación del padre. Cierta vez informó de un sueño
paranoico de trasferencia muy característico. Vio que yo
me rasuraba en presencia de él, y notó, por el olor, que usaba
para eso el mismo jabón que su padre. Yo lo hacía para
compelerlo a que trasf¡riese a su padre sobre mi persona.
En la elección de la situación soñada se revelaba de manera
inocultable el menosprecio del paciente por sus fantasías pa-
ranoicas y su incredulidad hacia ellas, pues el examen coti-
diano podía enseñarle que yo nunca me veía en el caso de
usar jabón de afeitar, y por tanto en este punto no ofrecía
asidero alguno a la trasferencia paterna.
Ahora bien, la comparación de los sueños de nuestros
dos pacientes nos enseña que nuestro planteo, a saber, si la
paranoia (u otra psiconeurosis) puede instilarse también en
el sueño, descansa en una concepción incorrecta de este. El
sueño se diferencia del pensamiento de vigilia en que puede
acoger contenidos (del ámbito de lo reprimido) cuya pre-
sentación en el pensamiento de vigilia no se autorizaría.
Aparte de ello, es sólo una forma del pensar, una remode-
lación del material de pensamiento preconciente por obra del
trabajo del sueño y sus condiciones.* Nuestra terminología
de las neurosis es inaplicable a lo reprimido; no se lo puede
llamar histérico, ni neurótico obsesivo, ni paranoico. En
cambio, la otra parte del material sometido a la formación
del sueño, los pensamientos preconcientes, puede ser normal
o llevar en sí el carácter de una neurosis cualquiera. Los
pensamientos preconcientes pueden ser los resultados de to-
dos aquellos procesos patógenos en que reconocemos la esen-
cia de una neurosis. Y no vemos la razón por la cual una
idea enfermiza cualquiera de esa índole no podría experi-
mentar su remodelamiento en un sueño. Por tanto, un sueño
puede corresponder sin más a una fantasía histérica, a una
representación obsesiva, a una idea delirante, vale decir,
destilarse como tal en su interpretación. En nuestra obser-
vación de los dos paranoicos hallamos que el sueño del uno
es normal mientras ese hombre se encuentra todavía en me-
dio del ataque, y que el del otro tiene un contenido para-

[Cf. «Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad feme-


nina» (1920,/), supra, pa'g. 158.1

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noico mientras él aún se burla de sus ideas delirantes. Por
consiguiente, el sueño ha recogido en los dos casos lo qvie en
la vida de vigilia estaba en ese momento esforzado hacia
atrás. Pero tampoco esa es necesariamente la regla.

c
Homosexualidad. Reconocer el factor orgánico de la ho-
mosexualidad no nos dispensa de la obligación de estudiar
los procesos psíquicos que concurren en su génesis. El pro-
ceso típico,'' establecido para incontables casos, consiste en
que el hombre joven, intensamente fijado a la madre, al-
gunos años después de la pubertad effiprende una vuelta
{Wendung}, se identifica él mismo con la madre y se pone
a la busca de objetos de amor en los que pueda reencon-
trarse, para amarlos entonces como la madre lo amó a él.
Como marca de este proceso se establece por muchos años
esta condición de amor: los objetos masculinos deben tener
la edad en que se produjo en él esa trasmudación. Hemos
tomado conocimiento de diversos factores que contribuyen
a este resultado, probablemente en grados variables. En pri-
mer lugar, la fijación a la madre, que dificulta el pasaje a
otro objeto femenino. La identificación con la madre es un
desenlace de este vínculo de objeto y al mismo tiempo per-
mite permanecer fiel, en cierto sentido, a ese primer objeto.
Después, la inclinación a la elección narcisista de objeto, que
en general es más asequible y de ejecución más fácil que
el giro [Wendung] hacia el otro sexo. Tras este factor se
oculta otro de fuerza muy especial, o que quizá coincide
con él: la alta estima por el órgano viril y la incapacidad
de renunciar a su presencia en el objeto de amor. El menos-
precio por la mujer, la repugnancia y aun el horror a ella,
por lo general derivan del descubrimiento, hecho tempra-
namente, de que la mujer no posee pene. Más tarde hemos
llegado a conocer todavía, como poderoso motivo para la
elección homosexual de objeto, la deferencia por el padre o
la angustia frente a él, pues la renuncia a la mujer tiene el
significado de «hacerse a un lado» en la competencia con él
(o con todas las personas de sexo masculino que hacen sus
veces). Estos dos últimos motivos, el aferrarse a la condi-
ción del pene así como el hacerse a un lado, pueden impu-

•'' [Descrito por Freud en el cap. III de su estudio sobre Leonardo


da Vinci fl910í-).]

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