Crónicas Marcianas y Otros Ensayos Sobre Fantasía y Ciencia, 2019, (Ensayo Feynman) - Martín Gardner
Crónicas Marcianas y Otros Ensayos Sobre Fantasía y Ciencia, 2019, (Ensayo Feynman) - Martín Gardner
Crónicas Marcianas y Otros Ensayos Sobre Fantasía y Ciencia, 2019, (Ensayo Feynman) - Martín Gardner
Crónicas marcianas
y otros ensayos
sobre fantasía y ciencia
Título original: Gardner’s Whys and Wherefores
Publicado en inglés por University of Chicago Press, Chicago y Londres
ISBN: 84-7509-809-6
Depósito legal: B - 19.199/1992
2. Richard Feynman
3. Crónicas marcianas
4. Mitsumasa anno
6. Los millonésimos de Pi
8. El ábaco
9. El poderoso Casey
Este artículo apareció originariamente en Supernatural Fiction Writers: Fantasy and Horror,
vol. 1, editado por E. F. Bleiler. © 1985, Charles Scribner’s Sons.
―5―
también en el asombroso número de recursos básicos de ciencia-ficción
que fue el primero en emplear con notable originalidad. En casi todas las
obras de ficción, incluso las de ciencia-ficción y las fantásticas, Wells per-
siguió algo más que el mero entretenimiento. Sus novelas y sus narraciones
breves contienen por lo general mensajes de índole filosófica y política, a
menudo en la forma de amarga sátira de las costumbres y las instituciones
sociales con las que no simpatizaba.
Wells sólo escribió cinco novelas cortas que podrían llamarse fantasías,
aunque, naturalmente, la ciencia-ficción está impregnada de fantasía. The
Wonderful Visit (1895) le fue sugerida por una observación de John Rus-
kin, según la cual, en caso de que apareciera un ángel en la Tierra, seguro
que alguien le dispararía. La novela se inicia en un pequeño suburbio lon-
dinense donde un pastor protestante dispara a lo que él toma por un fla-
menco, pero que resulta ser un hermoso ángel macho, no del cielo cris-
tiano, sino de un mundo del hiperespacio, donde no hay mal, ni enferme-
dad, ni envejecimiento. Mientras el pastor, de mentalidad liberal, cuida del
inmortal hasta que recobra la salud, las mezquinas y desagradables reac-
ciones de la gente del pueblo proporcionan a Wells abundante material
para atacar la cultura británica y compararla con la visión socialista utópica
simbolizada por el mundo del cual ha venido el ángel.
Los dulces y torpes intentos del ángel por comprender la sociedad hu-
mana y adaptarse a ella crean muchos problemas, de los cuales no es pre-
cisamente el menor su romance con Delia, la bonita criada del pastor. Aun-
que para el ángel resulta difícil comer con cuchillo y tenedor y dormir en
una cama, demuestra ser un consumado violinista. La música que toca des-
pierta una visión de belleza tan extraña y sobrenatural en el pastor que éste
promete no volver a tocar dicho instrumento.
Una noche, por descuido, tras encender una lámpara, el pastor deja caer
en la papelera el fósforo aún sin apagar. La vicaría arde. Delia se lanza a
las llamas para salvar el violín del pastor, y el ángel la sigue. Tras morir en
el incendio, ambos son trasladados a otro mundo. El pastor, a quien el ángel
ha hecho tomar conciencia de las estupideces del mundo, muere poco des-
pués. Wells colaboró con St. John Ervine en una versión teatral de The
Wonderful Visit para una producción del St. Martin’s Theatre en 1921.
Hoy, la novela está olvidada casi por completo.
Igualmente olvidada está la más larga de las fantasías de Wells, The
Sea Lady: A Tissue of Moonshine, de 1902. Cuenta la historia de otro ser
―6―
inmortal, pero esta vez no del cielo, sino del mar: una sirena de pelo dorado
que sale del océano en la playa de Sandgate para investigar la vida humana,
particularmente la vida de Harry Charteris, por quien se siente atraída.
Charteris tiene ante sí la prometedora perspectiva de un matrimonio con-
vencional y una carrera política. Sin embargo, se siente sensualmente
arrastrado hacia la dama del mar y sus promesas de «mejores sueños» y de
una región misteriosa que trasciende el mundo por él conocido. En la des-
cripción anterior de Wells de una «visita maravillosa», el pastor oculta las
alas del ángel con un abrigo que da a éste para que lo use. Charteris hace
pasar a su «ángel» por la señorita Doris Thalassia Waters, cuya cola de pez
va siempre oculta cuando la llevan a la playa en una silla de ruedas.
La señorita Waters, naturalmente, es un símbolo, la contrapartida fe-
menina del marino por el que se siente atraída la heroína de Henrik Ibsen
en su pieza titulada La dama del mar. En ambas obras, el tema es el con-
flicto entre una vida segura, aburrida, predecible, y los sueños salvajes, sin
ley, los cantos de sirena, el amor sexual y la aventura. Es un conflicto que
Wells vuelve a explorar en The New Machiavelli, de 1911, y en otras no-
velas realistas. The Sea Lady termina cuando Charteris, con la sirena en
brazos, entra en el mar, bajo la brillante luz de la luna, «y en él se hunde,
dejando atrás esta vida nuestra en pos de cosas ignotas e inconcebibles».
Si bien la novela de Wells titulada The Undying Fire, de 1919, tiene
como modelo el Libro de Job y se inicia con un prólogo en el que Dios y
Satanás razonan acerca del bien y del mal y del futuro de la humanidad, en
esencia es una novela realista: la historia de un educador consagrado a la
«llama inmortal» del conocimiento que las generaciones mayores deben
transmitir a las más jóvenes. Sin embargo, el prólogo del libro, considerado
por sí mismo, es una joya de la fantasía filosófica.
Tres de las novelas breves de Wells, publicadas cada una como librito
independiente, podrían calificarse de fantasías. The Croquet Player, de
1936, presenta el familiar tema wellsiano del hombre todavía como animal
con gran capacidad de autodestrucción. La narración de la historia corre a
cargo de George Frobisher, un inglés indolente, conservador, de clase alta,
que no tiene el menor interés en la «conspiración abierta». Un médico ju-
bilado lo persuade a medias de que una región cercana llamada Cainsmarsh
está poblada de fantasmas del hombre de Neanderthal. En cierto sentido,
la historia no es una fantasía, porque entra en escena un psiquiatra, que
comparte los puntos de vista de Wells, y dice a Frobisher que Cainsmarsh
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no existe. Es una alucinación del inconsciente del médico, que así puede
hacer frente a su idea de que el mundo está enloqueciendo. Y en verdad el
mundo está al borde de la destrucción (Wells escribe a la ominosa sombra
de la segunda guerra mundial, ya inminente). «Sólo los gigantes pueden
salvar el mundo», exclama el psiquiatra a Frobisher. «Tenemos que forjar
en todo el mundo una civilización más dura, más fuerte, como el acero.
Tenemos que hacer un esfuerzo mental mayor del que las estrellas jamás
hayan presenciado hasta ahora. ¡Oh, Mente del Hombre, despierta!»
Esta retórica wellsiana cae en saco roto. Dice Frobisher: «Me tiene sin
cuidado. El mundo puede hacerse pedazos. Puede volver a la Edad de Pie-
dra. Esto, como usted dice, puede ser el ocaso de la civilización. Lo siento,
pero esta mañana no le puedo ayudar. Tengo otros compromisos. Sea como
fuere, hoy, a las doce y media, me voy a jugar al croquet con mi tía».
La Camford Visitation (1937) es un ataque breve e intrascendente a la
educación superior en Inglaterra. Su elemento fantástico se centra en otra
«visita fantástica», esta vez la de un ser de un espacio-tiempo superior que
durante millones de años ha observado la vida en la Tierra, tal como un
terráqueo podría, por curiosidad, observar un hormiguero. Este ser nunca
aparece. Sólo se manifiesta su voz, una voz inhumana, metálica, que escu-
chan las lumbreras de la ciudad universitaria de Camford (una fusión entre
Cambridge y Oxford). La voz advierte a la comunidad universitaria acerca
del inminente suicidio del mundo e insta a un gran esfuerzo educativo para
impedirlo; pero los que oyen la voz son tan indiferentes a la advertencia
como el jugador de croquet de Wells.
All Aboard for Ararat, de 1940, tiene los mismos acentos de fatalidad.
Noah Lammock es un escritor que, lo mismo que Wells, ha tratado en vano
de despertar la mente del hombre. Tras escapar de una institución de salud
mental, llega a su casa nada menos que Jehová en persona, con su pelo
canoso y su larga barba para decirle a Noah (Noé) que debe construir otra
arca. Además de una selección de animales y una tripulación de hombres
y mujeres intachables, quiere llevar lo esencial del conocimiento del
mundo en un microfilm. Jehová no es muy inteligente o no está bien infor-
mado, de modo que entre Noah y Dios se produce un diálogo muy divertido
que le permite a Wells lanzar hirientes pullas a la mitología del Antiguo
Testamento. El relato se interrumpe bruscamente. Cuando se reanuda,
Noah ha estado pilotando el arca durante más de un año, a la espera de que
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las aguas desciendan mientras busca la cima del Ararat. Dios es un miem-
bro subsidiario de la tripulación, con la tarea de orar los domingos y de
tocar el armonio. El futuro de la humanidad es incierto.
Ninguna de las fantasías seleccionadas se aproxima a la excelencia de
las más importantes novelas de ciencia- ficción de Wells: La isla del Dr.
Moreau, de 1896, La guerra de los mundos, de 1898, y The First Men in
the Moon, de 1901. Sólo en unos doce relatos breves escribió Wells alguna
fantasía memorable. Salvo una excepción, todos estos cuentos pueden en-
contrarse en la amplia antología The Short Stories of H. G. Wells, de 1927.
«The Man Who Could Work Miracles» es la más conocida de estas
fantasías y la única que se convirtió en una película de largometraje. El
propio Wells escribió el guión para el filme, rodado en Londres en 1936 y
protagonizado por Roland Young. El guión fue publicado como libro ese
mismo año y más tarde se reeditó en 1940, en Two Film Stories, junto con
el guión de Wells para La vida futura, la adaptación cinematográfica que
más éxito tuvo de las muchas que se hicieron de esta ficción.
George Fotheringay, el hombre que podía hacer milagros, es un apaci-
ble oficinista que, mientras razona en un bar de Londres que no puede ha-
cer milagros, descubre que todo lo que él ordena, sucede. Tras unos cuan-
tos milagros triviales, el empleado comienza a experimentar otros más
grandiosos. Para poner a prueba el alcance de su milagroso poder, ordena
a la Tierra que detenga su rotación, sin tener en cuenta los monstruosos
efectos que la descomunal inercia podría acarrear. La fuerza centrífuga
lanza al espacio todos los objetos del planeta, incluido Fotheringay. Rápi-
damente quiere ponerse a salvo en tierra, y en medio de la vorágine del
huracán pide que la historia retome al momento en que él, en el bar, des-
cubriera su inexplicable poder, pero ahora suplica que ese poder le sea ne-
gado. El relato vuelve instantáneamente hacia atrás. De la mente del em-
pleado ha desaparecido todo recuerdo de lo que había sucedido. La mora-
leja es evidente: si la ley natural pudiera quedar en suspenso por obra de
auténticos milagros, las consecuencias serían catastróficas.
De los relatos de Wells que se acercan más a la fantasía que al realismo
o la ciencia-ficción convencional, dos se basan en el cristianismo ortodoxo,
que Wells, naturalmente, no toma en serio. En «A Vision of Judgement»,
ciertos pecadores, avergonzados, se esconden en las mangas de Dios el Día
del Juicio, después de que el Ángel Secretario lea en voz alta un resumen
de sus vidas. Cuando Dios los hace salir de la manga, se les brinda una
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oportunidad, con nuevos cuerpos, de volver a intentarlo en un planeta que
gira alrededor de Sirius. En su primera edición, en The Butterfly, en sep-
tiembre de 1899, fue ilustrado por S. H. Sime, que luego se hizo famoso
como ilustrador de muchas fantasías de Lord Dunsany.
En «The Story of the Last Trump», un niño que toca en un desván del
cielo descubre que la trompeta está reservada para el Día del Juicio. La
deja caer a la Tierra, donde va a dar en una casa de empeños y dos hombres
la compran. Pero estos hombres resultan ser incapaces de hacerla sonar
hasta que le aplican un poderoso fuelle. Durante una millonésima de se-
gundo, desde toda la Tierra se ve a Dios y a los ángeles en el cielo; luego
baja una mano de fuego que se lleva la trompeta. El mundo vuelve a la
normalidad.
También «The Apple» tiene que ver con la mitología cristiana, aunque
en relación con otros dos relatos sobre la duda y la no aceptación. Un ex-
traño da una manzana dorada a un joven estudiante durante su viaje en tren
a la Universidad de Londres. El extraño insiste en que se trata de una man-
zana del Árbol del Conocimiento, pero que le faltó el valor para comerla.
El escéptico estudiante arroja la fruta. En su sueño ve que se trata verda-
deramente de la fruta prohibida, pero sus esfuerzos por encontrarla resultan
inútiles.
En «The Temptation of Harringay», un artista que a duras penas se gana
el sustento, advierte que una de las figuras que está pintando en una tela
adquiere vida. Es un diablo, y le ofrece la capacidad de pintar obras maes-
tras a cambio de su alma. Harringay le borra el rostro con esmalte verde.
A partir de ese momento, nunca vuelve a pintar un gran cuadro.
En La puerta en el muro, un político está obsesionado por una puerta
verde en un muro blanco. De niño había entrado por ella en un Jardín del
Edén, una deliciosa utopía de gente maravillosa. Esa puerta aparecía mis-
teriosamente en su vida de vez en cuando, pero cada vez había algo que le
impedía entrar. Un día lo encuentran muerto en el fondo de una excava-
ción. Había atravesado una puerta que, por descuido, había quedado sin
cerrojo en una cerca de protección. El relato, parábola del paraíso perdido,
vuelve a aparecer en el obsesivo estribillo de Thomas Wolfe: «Una piedra,
una hoja, una puerta sin hallar». En 1956 se filmó un corto británico sobre
este cuento de Wells, en el que se utilizó una pantalla especial que exten-
día, contraía y ocultaba partes de la imagen para lograr efectos especiales.
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Más estrechamente ligada a la narración contemporánea de horror so-
brenatural, aunque más bien psicológico que físico, es «The Red Room».
Un hombre pasa la noche en una habitación encantada de un castillo en
ruinas. No aparece ningún fantasma, pero una intensa atmósfera de terror
y negros presentimientos, junto con su incapacidad para mantener encen-
didas las velas, lo hacen huir, aterrorizado.
Varios de los relatos breves sobrenaturales de Wells
se interesan por la investigación psíquica y por problemas de fantasmas
y/o de espíritus. En «The Inexperienced Ghost», Clayton se encuentra con
el espectro de un hombre joven, débil e inútil. Sin saber a ciencia cierta
qué se esperaba que hiciera, el espectro había tratado desesperadamente de
aparecerse en el club de golf donde Clayton pasa la noche. Clayton ayuda
al espectro a recordar los gestos necesarios para volver al otro mundo.
Cuando Clayton cuenta el incidente a sus amigos, éstos no le creen. A
modo de experimento, Clayton repite el místico gesto que había visto rea-
lizar al espectro con las manos y cae muerto instantáneamente.
En «The Stolen Body», el señor Bessel, un hombre de negocios intere-
sado por la investigación psíquica, proyecta su alma fuera del cuerpo. El
alma flota sobre Londres en un hiperespacio sombrío lleno de espíritus de
difuntos, mudos y a la deriva. Mientras, un alma malvada toma posesión
de su cuerpo, y éste corre desesperadamente por las calles de Londres gri-
tando «¡Vida! ¡Vida!» y golpeando a la gente con una vara. Después de
que el cuerpo robado es derribado en Baker Street, donde yace maltrecho,
el alma malvada lo abandona y Bessel puede volver a ocuparlo.
Siempre a caballo entre la fantasía y la ciencia-ficción psicológica,
«The Story of the Late Mr. Elvesham» cuenta cómo un filósofo ya anciano,
Egbert Elvesham, consigue (con ayuda de misteriosos productos químicos)
intercambiar su cuerpo con el de un estudiante joven y, de esta manera,
eludir su mortalidad. Edén, el estudiante en el cuerpo de Elvesham, se sui-
cida. Elvesham, en el cuerpo de Edén, muere atropellado por un taxi lon-
dinense.
En dos relatos aparecen la magia y las ciencias ocultas. En «The Magic
Shop», un padre y su hijo pequeño
pasean por el interior de una tienda de magia de Londres, donde los
entretiene el propietario, que insiste en que su magia es genuina. Cuando
ambos vuelven a salir nuevamente a Regent Street, la tienda ha desapare-
cido. Más tarde, el muchacho cuenta a su padre que los soldaditos que han
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comprado en la tienda cobran vida cada vez que él pronuncia una determi-
nada palabra secreta. En «Mr. Skelmersdale in Fairyland», un apuesto jo-
ven empleado de una tienda de ultramarinos se queda dormido sobre un
monte encantado y se despierta para hallarse en la tierra de la magia. Se
enamora de un hada que lo había llevado allí porque lo amaba apasionada-
mente. Cuando él insiste en que debe regresar con Millie, la chica con la
que está comprometido, el hada lo envía a su casa. El oro que los gnomos
habían metido apresuradamente en sus bolsillos se ha convertido en ceni-
zas. Aunque añora su amor perdido y trata desesperadamente de volver al
mundo mágico, no consigue conciliar otra vez el sueño en el monte.
«A Dream of Armageddon» es, en el fondo, similar a las obras de cien-
cia-ficción de Wells tituladas «A Story of the Days to Come» y When the
Sleeper Wakes, de 1899. En sueños recurrentes, un abogado de Liverpool
vive otra vida en un tiempo no especificado del futuro. En el sueño es un
poderoso dirigente que ha abandonado la política británica para pasar el
resto de su vida en el extranjero, con la mujer a la que ama (el tema del Sea
Lady). Un perverso rival se ha convertido en jefe de un movimiento fas-
cista que amenaza con un conflicto mundial. El abogado, en su sueño, se
ve desgarrado entre el deseo de volver a Inglaterra para derrotar el fascismo
y el deseo de quedarse en Italia con su amada. Escoge quedarse. Ambos
resultan muertos en la inevitable guerra.
También el sueño es el tema de «Under the Knife», en el que un hom-
bre, dormido por efecto del cloroformo, sueña que muere en la interven-
ción quirúrgica que se le está efectuando. Pero antes de despertar para en-
terarse de que tal cosa no ha sucedido, su alma abandona el sistema solar
y se expande hasta que todo el universo se reduce a una brillante mota en
el anillo de una enorme mano. Nuestros soles son átomos de un universo
más vasto, que tal vez sea a su vez átomo de otro mayor aún, y así sucesi-
vamente en una progresión infinita.
En «Answer to Prayer», en un momento de agonía, un obispo liberal
reza pidiendo ayuda. Cuando una voz le responde «Sí, ¿de qué se trata?»,
muere de miedo. Esta es una de entre las varias narraciones breves de Wells
publicadas en periódicos británicos y norteamericanos en 1937 y que no se
han recogido en ningún libro.
Wells, que murió el 13 de agosto de 1946, tuvo tiempo de enterarse de
la destrucción de dos ciudades japonesas por la bomba atómica, que él ha-
bía previsto y bautizado en su profética novela The World Set Free, del año
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1914. Sus dos últimos libros, The Happy Turning y Mind at the End of Its
Tether, ambos de 1945, son expresiones breves de los dos estados de ánimo
que se alternaron a lo largo de toda su vida. El primero de estos libritos
relata un sueño en el que Wells tiene un momento feliz que le permite en-
trar en los campos del Elíseo de la misma manera en que lo había hecho el
político de su relato de juventud, a través de la puerta verde. Wells imagina
notables conversaciones con Jesús, quien piensa que su vida fue un fracaso
y sólo siente desprecio por el cristianismo. El tono del sueño es optimista
respecto del futuro de la humanidad. El otro libro es una expresión de pro-
funda desesperación, la enunciación del temor de Wells a que ya no haya
nada que pueda salvar a la humanidad de su autodestrucción.
Bibliografía selecta
― 13 ―
Brome, Vincent. H. G. Wells: A Biography. Londres: Longmans, Green,
1951.
Haining, Peter, comp. The H. G. Wells Scrapbook. Nueva York: Clarkson
Potter, 1979.
Huntington, John. The Logic of Fantasy: H. G. Wells and Science Fiction.
Nueva York: Columbia University Press, 1982.
McConnell, Frank. The Science Fiction of H. G. Wells. Oxford: Oxford
University Press, 1981.
MacKenzie, Norman, y MacKenzie, Jeanne. The Time Traveller: The Life
of H. G. Wells. Londres: Weidenfeld and Nicolson, 1973. Como H. G.
Wells: A Biography. Nueva York: Simon and Schuster, 1973.
Ray, Gordon N. H. G. Wells and Rebecca West. New Haven, Conn.: Yale
University Press, 1974.
Vallentin, Antonia. H. G. Wells: Prophet of Our Day. Nueva York: John
Day, 1950.
Wagar, W. Warren. H. G. Wells and the World State. New Haven, Conn.:
Yale University Press, 1961.
Wells, H. G. Experiment in Autobiography. Discoveries and Conclusions
of a Very Ordinary Brain—Since 1866. Londres: Gollancz and Cresset
Press, 1934. Nueva York: Mac- millan, 1934.
West, Geoffrey [Wells, Geoffrey H.]. H. G. Wells: A Sketch for a Portrait.
Londres: Howe, 1930. Nueva York: Norton, 1930.
Bibliografías
Hammond, J. R. Herbert George Wells: An Annotated Bibliography of
His Works. Nueva York: Garland, 1977.
H. G. Wells Society. H. G. Wells: A Comprehensive Bibliography.
Londres: H. G. Wells Society, 1966.
Wells, Geoffrey H. The Works of H. G. Wells, 1887-1925. A Bibliog-
raphy, Dictionary, and Subject-Index. Londres: Routledge, 1926.
― 14 ―
2. RICHARD FEYNMAN
1
Trad. cast.: Madrid, Alianza, 1987. [R.]
― 15 ―
La habilidad profesional que tenía Feynman para abrir cerraduras era
consecuencia natural de su pasión de toda la vida por los acertijos. Para
demostrar cuán deficiente era la seguridad en Los Alamos, solía abrir se-
cretamente las cajas fuertes de los científicos del más alto nivel y dejar
notas que decían, más o menos: «Me llevo en préstamo el documento
LA4312. Feynman, el violador de cajas fuertes». Pero no todos apreciaban
positivamente tales ocurrencias, y menos que nadie los militares. Cuando
tres psiquiatras trataron de aplicar tests a Feynman para el servicio del Ejér-
cito, muy pronto se encontraron con que eran ellos los sometidos a prueba.
«¿Qué valor da usted a la vida?», preguntó uno de ellos. «Sesenta y cua-
tro», respondió Feynman. El veredicto final del Ejército fue: deficiente
mental. (El capítulo sobre esta broma, titulado «El Tío Sam no te quiere»,
es uno de los más divertidos del libro.)
Sin embargo, mi anécdota favorita —del más puro Feynman— se re-
fiere a una broma que en cierta oportunidad quisieron gastarle sus amigos.
En Japón, Feynman había aprendido algo de japonés, y en Portugal dictaba
conferencias en portugués. En una reunión, alguien pensó que sería diver-
tido ver cómo aquel «hombre de las mil lenguas» reaccionaba si una mujer
caucasiana, criada en China, lo saludaba en Chino. «Ai, chung, ngong
jia!», dijo la dama, con una reverencia. Cogido por sorpresa, Feynman de-
cidió rápidamente que lo mejor que podía hacer era imitar los sonidos que
había emitido la mujer, de modo que, devolviendo la reverencia, replicó:
«¡Ah, ching, jong jien!». El comentario de la mujer fue: «¡Oh, Dios mío!
Ya sabía yo que ocurriría esto. ¡Yo hablo mandarín y él habla cantonés!».
Ya desde niño, cualquier cosa que encerrara algún misterio o alguna
dificultad por resolver atraía la curiosidad de Feynman. Se crió en Long
Island, Nueva York, aprendió solo cómo funcionaban las radios y se con-
virtió en el reparador de radios más joven del barrio. Inventó ingeniosos
experimentos con las hormigas para estudiar cómo estaba programado el
cerebro de estos animales. Intrigado por el hipnotismo, se dejó hipnotizar.
Para experimentar las alucinaciones extracorporales, se sumergió en un de-
pósito lleno de un líquido que anulaba la sensibilidad. Nunca, estuviera
donde estuviese e hiciera lo que hiciese, dejaban de girar las ruedas del
cerebro de Feynman. Cada experiencia le planteaba nuevos y renovados
interrogantes. ¿Qué sucede allí? ¿Por qué esto funciona así? ¿Se puede ha-
cer mejor? El mejor ejemplo se hace eco de la anécdota de Newton y la
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manzana (no, esta historia no es un mito). Feynman observó una vez a al-
guien que lanzaba un plato al aire y se dio cuenta de que el temblor del
plato adquiría mayor velocidad que el plato. Eso dio comienzo a una serie
de reflexiones que culminaron en los diagramas de Feynman acerca de las
interacciones entre partículas y en el trabajo que le valió la concesión del
premio Nobel.
El libro está lleno de deliciosos retratos de los famosos: Einstein, Bohr,
Wheeler, Wigner, Oppenheimer, Teller, Pauli, Compton, Fermi, Gell-
Mann y muchos otros. (Se dice que el California Institute of Technology,
donde Feynman dio clases desde 1950, contrató a Murray Gell-Mann para
que Feynman tuviera alguien con quien hablar.) Y, al parecer, fue una ob-
servación casual de uno de ellos, John von Neumann, lo que dio a Feynman
el sentido del distanciamiento político que, según afirma, le aseguró la fe-
licidad desde entonces. No tienes por qué sentirte responsable, le dijo el
gran matemático, del estado del mundo. Ni tampoco de sus locuras sociales
y políticas. Pero tratar de comprender cómo opera la naturaleza en su nivel
más profundo sí que es una responsabilidad —quizá la palabra «placer» es
la más adecuada a los sentimientos de Feynman— que jamás se tomó a la
ligera.
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3. CRONICAS MARCIANAS
Tuve el privilegio de escribir este artículo como introducción a una edición de Crónicas mar-
cianas, editada en. 1974 por The Heritage Press para su Limited Editions Club (trad. cast.:
Barcelona, Minotauro, 1989).
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África que de Marte. Los libros de Burroughs sobre Tarzán están tan pla-
gados de errores como sus libros sobre Marte. Pero si el lector no los ad-
vierte, ¿qué importancia tienen?
A la luz de las fotografías del Mariner, frías y elaboradas por un orde-
nador, el Tyrr de Bradbury —digámoslo de una vez— es casi tan peregrino
y obsoleto como el viejo Barsoom. En Marte no hay canales. En Marte no
hay agua absolutamente en ningún sitio. La atmósfera enrarecida del pla-
neta está compuesta en su mayor parte por dióxido de carbono, con un
contenido de oxígeno demasiado escaso como para permitir la respiración
de ningún terráqueo. En nada ayudaría la renovada vegetación de Tyrr, ya
en pleno año 2001, aunque del negro suelo marciano broten los árboles y
las plantas que plantara Benjamín Driscoll. La baja gravedad marciana (al-
rededor de dos quintas partes de la de la Tierra), no impediría que el oxí-
geno generado por las plantas se evaporara en el espacio. Tampoco tuvo
en cuenta Bradbury las consecuencias de la débil gravedad de Marte sobre
el comportamiento de los colonos.
En la segunda crónica, Ylla ve surgir sobre el desierto las dos lunas
blancas de Marte. Pero, ¡ay!, Phobos gira alrededor del planeta a mayor
velocidad que la de la rotación del planeta mismo. En Marte, Deimos sale
por el Este y Phobos por el Oeste. Con ocasión de una intervención en un
simposio en Caltech hace unos años, Bradbury recordó cómo un chico de
nueve años le había ínformado acerca de esta peculiaridad de Phobos. «De
modo que le pegué —dijo Bradbury—. ¡Dejarme amedrentar por niños
brillantes, no faltaría más!»
Por supuesto que no hay manera de revisar las Crónicas a fin de adap-
tarlas a lo que hoy se sabe acerca Marte. Y esto plantea un fascinante pro-
blema. ¿Cómo los relatos de Bradbury sobre Marte, originariamente escri-
tos para revistas de ciencia-ficción y más tarde reunidos para formar una
especie de novela, han podido sobrevivir a la enfermedad del progreso
científico? ¿Por qué la lectura de Crónicas constituye hoy una experiencia
tan gratificante como siempre, o incluso más?
Para responder a esto hemos de comenzar con un hecho al que muchas
veces se ha hecho referencia: Bradbury nunca aspiró a que sus relatos mar-
cianos fueran ciencia-ficción en el sentido corriente de la expresión. No
trató de escribir relatos científicos realistas a la manera Julio Verne o H.
G. Wells. No trató de escribir ciencia-ficción romántica a la manera de
Edgar Rice Burroughs, Bradbury escribió fantasía ligeramente tocada de
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ciencia. Su mitología tirriana está tan lejos de Marte como la mitología del
Monte Olimpo lo está de las islas reales de la Grecia antigua.
En la mitología de Bradbury no hay un único Marte sino tres. En primer
lugar, está el Marte que floreció antes de la llegada de los terráqueos. Es el
Oz de Bradbury. Es una utopía onírica, una raza de gente sabia y hermosa
—telepática, clarividente, precognitiva, de ojos dorados— que vive en ciu-
dades de vidrio y de cristal que brillan como labradas piezas de ajedrez,
ciudades tan frágiles como la ciudad de vidrio de Dorothy and the Wizard
in Oz. La tierra se ha convertido en la antiutopía que Bradbury detalla en
otros sitios: en su novela y obra teatral Fahrenheit 451, así como en mu-
chos relatos breves. Una ciencia y una tecnología que avanzan demasiado
rápidamente han aplastado a la gente de la tierra en los «tubos, latas y ca-
jas» de ciudades horribles, ruidosas y contaminadas, arrebatándole las li-
bertades, la han llenado de odio y le han puesto en las manos bombas ató-
micas para que juegue con ellas.
Luego está el Marte colonizado. Los microbios de una ridícula enfer-
medad infantil, llevada por astronautas terrestres, han matado todo salvo
un pequeño contingente de nativos. El planeta se encuentra bajo el control
total de los colonizadores. La bella cultura marciana ha sido tan definitiva-
mente destruida como Cartago lo fue por Roma, tan completamente como
las culturas indígenas lo fueron por los Estados Unidos. Los relatos sobre
la colonización de Marte son relatos acerca de pioneros solitarios en los
que el olor a los cohetes (tal como Bradbury lo presenta en un relato mar-
ciano no incluido en el libro) sustituye el olor a búfalo. Detrás de la fantasía
y de los nuevos nombres geográficos se hallan los mismos heroísmos, pre-
juicios, salvajismo y choques culturales, y las mismas rebeliones y asimi-
laciones que acompañan siempre a los desplazamientos de pueblos en tie-
rras extrañas.
Y por último, está el Marte que puede surgir tras el octubre de la crónica
final. Los primeros colonos del planeta regresaron a la Madre Tierra, para
participar en feroces guerras. La Tierra está casi destruida. Un hombre se
escapa de la Tierra devastada y se lleva a su familia al desolado Marte
(pronto lo seguirán otros). Uno de sus hijos elige una ciudad marciana
muerta para convertirla en su hogar. ¿Actuarán estos nuevos marcianos
mejor que sus predecesores? Como siempre, la humanidad se salvó por los
pelos. El futuro es desconocido y peligroso, pero no desesperanzado.
― 20 ―
«El viejo Marte —exclama Bradbury en uno de sus poemas— era en-
tonces un hogar para nosotros.» ¿Qué importa si los antiguos sueños de las
ciudades marcianas nativas «se autodestruyen»? Marte será nuestro alto en
el camino, un nido transitorio antes de dirigimos a inimaginables destinos
en planetas que giran alrededor de otros soles. Nosotros seremos los mar-
cianos nativos. Nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos podrán señalar
en un mapa real las relucientes ciudades de un nuevo Barsoom.
Esto es todo en cuanto a los temas principales de Crónicas. Pero el libro
es más que eso, mucho más. En él se encuentran casi todos los demás temas
importantes de Bradbury, dramatizados en muchas de sus narraciones y
novelas. Los vamos descubriendo silenciosamente, en las extrañas luces y
sombras de Tyrr. Se trata de temas tan intocables por las sondas espaciales
o los futuros, como lo son los temas del Sueño de una noche de verano.
Allí están el misterio del tiempo y la tristeza del pasado irrecuperable.
Estas emociones vuelven a hallarse en el corazón de muchos otros relatos
de Bradbury, como «A Scent of Sarsaparrilla», «The Lake», «The Tom-
bling Day» o la mayoría de los episodios de El vino del estío. ¿Quién más,
fuera de Bradbury, pudo emplear tales emociones, como él lo hace en Cró-
nicas marcianas, a modo de rechazo de una invasión planetaria? «The
Third Expedition» está tan impregnado de nostálgica felicidad y dolor
como la desgarradora escena final de Our Town, de Thomton Wilder, en
que Emily retrocede en el tiempo para revivir unas pocas y casi insoporta-
bles horas de su duodécimo cumpleaños.
Allí está la tolerancia de Bradbury —más que tolerancia, su admira-
ción— por el inconformismo inteligente. En el país de los ciegos, como
Wells nos enseñó en la más refinada de sus narraciones breves, raramente
el tuerto es el rey. «Yo siempre me he visto a mí mismo como una especie
de marciano», declaró Bradbury en una oportunidad. ¿Ha habido algún es-
critor moderno que haya escrito de manera tan eficaz contra la quema de
libros, esto es, contra los ciegos que nos indican por dónde y cuándo hemos
de caminar, así como qué hemos de leer?
Pero Bradbury no sólo desprecia a los incineradores de libros políticos.
Hay una curiosa categoría de moralista que aún es posible encontrar hoy
en día en respetables círculos intelectuales, que cree que la fantasía es mal-
sana para los niños. Me abstengo de citar a educadores, bibliotecarios, psi-
cólogos y críticos de literatura juvenil igualmente carcamales, que nos ad-
vierten de la nocividad de la influencia de los libros de Oz en la juventud.
― 21 ―
«¡Filetearon los huesos de Glinda la Buena y Ozma —comenta el William
Stendhal de Bradbury—, esparcieron a Policromo en un espectroscopio y
sirvieron como merengue a Jack Cabeza de Calabaza en el Baile de los
Biólogos!»
Una de esas estúpidas actitudes lleva a Bradbury, como ocurrió tam-
bién con G. K. Chesterton, al punto culminante de su furia. G. K. se habría
desternillado de risa si hubiera tenido el privilegio de leer la segunda caída
de la casa Usher, la más salvaje de todas las crónicas, en la que Stendahl y
Pikes intrigan cuidadosamente y llevan a cabo la perversa venganza contra
un investigador del Clima Moral y contra todos los miembros de la Socie-
dad para la Prevención de la Fantasía.
Allí está la conciencia de Bradbury acerca de la enorme dificultad de
los seres humanos —las razas y las naciones— para comprenderse unos a
otros. Puesto que tenemos la mente rodeada de hueso sólido, el milagro
estriba en que, empleando lo que Bradbury llamó «agujeros para espiar»
en nuestra cabeza, seamos capaces de comunicamos. En raras y maravillo-
sas ocasiones de la ficción de Bradbury, dos almas aisladas y solitarias
consiguen tomar contacto y comprenderse: por ejemplo, el amor que se
desarrolla entre Bill Forrester (31 años) y Helen Loomis (90 años) en El
vino del estío, o la comprensión entre hijo y padre, que toma forma al final
de Something Wicked This Way Come. Pero, en Crónicas marcianas, la
mayoría de las veces la comunicación fracasa.
A veces el resultado es cómico, como la comunicación parcial por te-
léfono entre Walter Gripp y Genevieve Selsor. A veces el resultado es
amargo, como los blancos del Sur, en el episodio más conocido de Cróni-
cas, que no pueden comprender por qué los negros de la ciudad están tan
ansiosos por construir cohetes y escapar a Marte. A veces el resultado es
triste, como cuando Tomás Gómez y Muhe Ca, momentáneamente arroja-
dos al vacío por una deformación del espacio-tiempo, descubren que cada
uno de ellos es un fantasma del otro. Intercambian unos pequeños frag-
mentos de información trivial por telepatía, pero son tan incapaces de es-
trecharse las manos como usted, querido lector, lo sería de hacerlo con un
hombre o una mujer que hubiera vivido en la antigua Atenas.
A veces el resultado es horrendo. La segunda expedición a Marte fra-
casa porque los marcianos, e incluso uno de sus psiquiatras, no pueden
― 22 ―
aceptar ni siquiera la responsabilidad de una raza de personas con piel ro-
sada en lugar de marrón, ojos azules en lugar de amarillos, y diez dedos en
lugar de doce. En el país de los ciegos, el tuerto es un loco.
No sé si Bradbury ha leído mucho a Chesterton, pero Crónicas Mar-
cianas, al igual que todos los escritos de Bradbury, se destaca por una mez-
cla chestertoniana de asombro, hilaridad y alegría (¿y agradecimiento?)
cuando uno se encuentra milagrosamente vivo en un universo de inagota-
ble fascinación. No podemos negar el escaso interés de Bradbury por la
ciencia. El contenido científico de Crónicas es bajísimo. ¿Por qué negarlo?
Nos enteramos de muy poco acerca del Marte real, y aquello de que nos
enteramos, como hemos visto, es en gran parte erróneo. De lo que se nos
proporciona una gran información es de los colores y misterios de la expe-
riencia telúrica. El ir a Marte, como el ir a cualquier otro sitio, nos ayuda
a contemplar con renovada mirada el paisaje demasiado familiar de Green
Town, Illinois. «El viaje espacial —dice el anónimo filósofo en el epígrafe
del libro— vuelve a convertimos a todos en niños.»
Los toques descriptivos de Crónicas deleitan y sorprenden al lector de
la misma manera en que un arco iris sorprende y deleita a un niño cuando
lo ve por primera vez. Los niños marcianos juegan con arañas de juguete
hechas de oro, arañas que hilan telas transparentes y esconden las patas.
Los libros marcianos son jeroglíficos en relieve sobre páginas de plata (alu-
minio, en ediciones anteriores de los relatos) que hablan y cantan cuando
se pasa por ellos las yemas de los dedos. Naves de arena de velas azules
transportan a los marcianos por los arenosos lechos de mares muertos,
como la nave que construye Johnny Doit para que Dorothy y Shaggy Man
la utilicen cuando crucen el Desierto Mortal que circunda a Oz. Por la no-
che, los marcianos duermen suspendidos en una niebla azul que por la ma-
ñana los baja suavemente al suelo. Los revólveres marcianos disparan rá-
fagas de abejas mortales. Los canales, que atraviesan montañas de adularía
y esmeralda, ofrecen vino verde y de alhucema. En el agua flotan peces
plateados, «que ondulan y se cierran como un lirio, instantáneamente, al-
rededor de partículas de comida».
Bradbury está enamorado de las visiones, los sonidos y los olores del
mundo y (al igual que los verdaderos poetas) prefiere describirlas con las
palabras simples, elementales, del vocabulario infantil. En Marte, los co-
lores son rojo, azul, verde, negro, oro, plata; no sinónimos imaginarios,
― 23 ―
sino lisa y llanamente las viejas y familiares palabras que designan los co-
lores. Y las páginas de las Crónicas están salpicadas de sencillas palabras
referentes al tiempo meteorológico: calor, frío, verano, invierno, sol, estre-
llas, fuego, hielo, niebla, lluvia, nieve, viento.
Algún día algún estudiante universitario obtendrá un doctorado enume-
rando y analizando todos aquellos pasajes en los que, en la ficción de
Bradbury, sopla el viento. Uno de sus primeros relatos versa sobre un hom-
bre obsesionado por los vientos. ¿Es el viento un símbolo del tiempo y el
cambio? «Y esta noche —Tomás puso una mano al viento, fuera del ca-
mión—, esta noche casi puedes tocar el Tiempo.» ¿Recuerda el viento a
Bradbury los días felices de infancia en Waukegan, Illinois, cuando usaba
zapatillas de tenis y hacía volar una cometa?
¿Compara Bradbury los vientos de Marte con la ausencia de viento en
la quietud del espacio interplanetario? Puede haberse equivocado en los
canales, el oxígeno y la dirección orbital de la luna, pero tiene un notable
acierto con los vientos. La verdad es que soplan con tanta furia sobre las
arenas reales de Marte como sobre los desiertos soñados de Tyrr.
Naturalmente, Crónicas marcianas es el último gran libro que nadie
escribirá sobre la vida autóctona en Marte. Pero hay muchas razones, al-
gunas de las cuales ya he indicado, por las cuales Crónicas nunca dejará
de ser el libro extraño, hermoso, divertido, triste y sabio que es. Los críticos
han dicho que es el mejor libro de Bradbury porque en él hay más ciencia
que en los otros. Yo creo que la verdad reside en lo contrario. Crónicas
marcianas, como ya he argumentado, dista tanto de la ciencia como So-
mething Wicked This Way Comes y El vino del estío. Esa no es una debili-
dad del libro, sino una de sus virtudes. Este es el motivo por el cual las
fotos del Mariner no lo dañaron. Este es el motivo, mucho después de que
Marte se convirtiera en nuestro hogar, por el que Crónicas marcianas con-
tinuará excitando la imaginación, provocando la risa y las lágrimas y atra-
pando la mente de aquellos que no se han olvidado de cómo se lee.
«¿Sabe usted qué es Marte? —pregunta a Tomás Gómez un anciano en
una estación llena de gente—. Es como algo que me regalaron hace setenta
años por Navidad —no sé si habrá tenido usted uno alguna vez—, le llaman
caleidoscopio, trocitos de cristal, tela, abalorios y bonito material de
desecho. Lo levantas y lo pones a la luz del sol y miras a través de él. Se
te corta la respiración. ¡Todas las formas! Pues bien, eso es Marte. Goce
de él. No le pida que sea nada más que lo que es.»
― 24 ―
4. MITSUMASA ANNO
Esta reseña apareció originariamente en New York Times Book Review, el 10 de noviembre
de 1985. © 1985, New York Times Company. Trad. cast.: Barcelona, Juventud, 1981.
Imagine, querido lector, que usted y un amigo, Tom, mantienen los ojos
cerrados mientras un sombrerero caprichoso pone un sombrero blanco en
la cabeza de uno y un sombrero rojo en la del otro. Cuando usted abre los
ojos y ve un sombrero rojo en la cabeza de Tom, sabe que el que tiene
sobre su cabeza es blanco.
Suponga ahora que hay tres sombreros: dos rojos y uno blanco. Nue-
vamente el sombrerero le pone un sombrero a usted y otro a Tom, mientras
ambos mantienen los ojos cerrados. Al abrirlos, ve usted un sombrero rojo
en la cabeza de Tom. Después de ver el sombrero que usted lleva puesto,
Tom está seguro de que su sombrero es rojo. ¿De qué color es el sombrero
de usted?
Lo curioso de este acertijo es que usted no tiene manera alguna de saber
de qué color es su sombrero hasta que no oye decir a Tom que el sombrero
de él es rojo. Puede que no se dé cuenta de ello, pero si consigue resolver
el problema ha empleado usted conceptos elementales de lógica formal,
matemáticas combinatorias e incluso aritmética binaria, lo que es absolu-
tamente fundamental para comprender las matemáticas modernas y la in-
formática.
Anno’s Hat Tricks, Philomel, 1985, escrito por un profesor de matemá-
ticas japonés e ilustrado por el artista de fama mundial Mitsumasa Anno,
se inicia con los dos acertijos que se acaban de describir. Luego avanza
placenteramente por una serie de problemas de dificultad progresiva, que
ponen en juego tres o más sombreros y una niña llamada Hannah, que se
une al lector y a Tom. El texto es tan sencillo y cristalino que cualquier
niño que lo lea podrá trabajar en los acertijos. Anno ha tenido la feliz idea
de representar al lector como una sombra, de modo que no pueda decir de
qué color es su sombrero hasta que no haya resuelto cada problema.
Si usted y sus hijos, o niños que usted conozca, no han descubierto aún
a Mitsumasa Anno, ya pueden prepararse para pasarlo muy bien. Durante
― 25 ―
dos décadas, este artista de Tokio, con su estilo delicioso, su humor jugue-
tón y su profundo amor a la ciencia y a las matemáticas, ha creado libros
absolutamente maravillosos para niños. He sido su admirador durante mu-
cho tiempo; en realidad, hace cinco años escribí la introducción a un libro
suyo. El señor Anno parece emparentado a veces con Maurits Escher por
su entusiasmo por las estructuras geométricas y los espejismos visuales.
En el libro que lo presentó ante los lectores norteamericanos en los años
setenta, Anno’s Alphabet, dibuja cada letra como un objeto «imposible» de
madera. Muchos de sus otros libros abundan en ilusiones ópticas, imágenes
invertidas, animales ocultos, laberintos, imágenes especulares e intermina-
bles bromas y sorpresas de todo tipo.
El viaje de Anno fue el primero de sus clásicos «libros de viaje». Se
trata de libros de imágenes sin palabras, pero en los que cada imagen está
tan llena de asombrosos detalles que niños y adultos pasan por igual una y
otra vez sus páginas, descubriendo siempre cosas hermosas y divertidas de
las que nunca habían oído hablar. Un niño de cualquier edad puede pasar
semanas estudiando los objetos de Anno’s Flea Market —su «canto de
amor al pasado», como a propósito de este libro dijo el año pasado un crí-
tico en la New York Times Book Review— sin agotar sus sutiles matices.
Muchas de las docenas de libros de Anno están diseñadas para enseñar
matemáticas a niños muy pequeños. ¿Hay mejor manera de introducir a los
niños en los doce primeros números que darles Anno’s Counting Book?
Sus excitantes páginas contienen escenas desde enero hasta diciembre,
cada paisaje con conjuntos de objetos que hay que contar hasta alcanzar el
número del mes. Hasta hay un reloj de iglesia en cada cuadro, que muestra
la hora desde la una hasta las doce. ¿La suma y la resta? No hay para un
niño manera más placentera de aprender el significado de estas operacio-
nes que hojear Anno’s Counting House. A través de una serie de ventanas
sigue los movimientos de diez personas a medida que se van y se llevan
sus pertenencias de una casa amueblada a una casa vecina completamente
desocupada.
Anno’s Mysterious Multiplying Jar es un increíble jarrón de porcelana
azul y blanca que contiene muchas cosas (islas, montañas y casas con ala-
cenas que albergan pequeños jarros exactamente iguales al original). Sin
saber que se lo están enseñando, el lector infantil aprende algo que muy
pocos adultos saben: el sentido de «factorial». Factorial 10, que se simbo-
liza con un signo de exclamación, 10!, significa 1 × 2 × 3 × 4 × 5 × 6 × 7
― 26 ―
× 8 × 9 × 10. El producto es igual a 3.628.800. El libro del señor Anno
muestra a qué velocidad crecen los factoriales y cómo responden a pregun-
tas tales como: «¿De cuántas maneras se pueden colocar cinco soldados en
una fila?» (Respuesta: 5! = 120.)
No conozco una manera menos penosa de introducir a un niño inteli-
gente en el significado de lo que los lógicos llaman «conectiva binaria», a
la relación «Si... entonces», que dar al niño el libro Anno’s Hat Tricks. Y
si lee la «Nota para padres y otros lectores adultos», al final del libro, tam-
bién usted aprenderá cierta lógica elemental, incluso la manera de hacer
esquemas de razonamientos deductivos con un «árbol binario».
¿Ha resuelto usted el acertijo de los sombreros del segundo párrafo? En
caso afirmativo, pruebe su habilidad de razonamiento con el problema que
cierra el libro de Anno. Hay cinco sombreros: tres rojos, dos blancos. Tom
dice que no sabe el color de su sombrero, pero Hanna está segura de que el
suyo es rojo. ¿De qué color es el sombrero de usted?
«Esta es una pregunta muy difícil —nos advierte el señor Nozaki—. Si
puede usted hallar la respuesta sin ayuda de nadie, es usted fenomenal. Por
favor, ¡inténtelo!»
― 27 ―
5. SIETE POEMAS ENIGMATICOS
Este artículo es una reimpresión del publicado por la revista Games (810 Seventh Avenue,
Nueva York, NY 10019). © 1984, PSC Games Limited Partnership.
A los amantes de los enigmas les gusta ponerse difíciles las cosas. Las
imposiciones ordinarias del lenguaje —gramática y significado— no son
lo suficientemente flexibles, de modo que inventan reglas especiales: una
cuadrícula que se llena con palabras entrecruzadas, una frase que se lee de
la misma manera en forma normal que de la última letra a la primera, un
párrafo que se escribe únicamente con las palabras que aparecen en una
canción o himno...
Muy parecidos son los instintos del poeta. Aunque su principal preocu-
pación consiste en refinar el sonido y el sentido, hace más difícil su obra
al imponerse esquemas de rima, métrica o aliteración.
Que un poeta se convierta en un constructor de acertijos, o a la inversa,
es una transformación natural, y con una larga historia. Hace casi 2.500
años, el poeta griego Píndaro escribió una oda sin usar la letra sigma; otro
poeta griego, Trifiodoro, compuso una epopeya en veinticuatro volúmenes
sobre Ulises, con la particularidad de que cada volumen omitía una letra
del alfabeto griego.
Siglos después, en la Persia del siglo XV, el renombrado poeta Jami
fue abordado por un poeta de segunda fila, que quería leerle una rima que
había escrito.
—Se trata de una obra muy inusual —dijo orgullosa- mente el poetastro
cuando la hubo leído—. En ninguna palabra se encuentra la letra aliff.
—Haría mejor en quitar todas las letras —fue la abrupta respuesta de
Jami.
Los siete poemas enigmáticos que presentamos a continuación contie-
nen un tipo particular de juego de palabras. ¿Puede el lector determinar qué
tiene de notable la estructura de cada poema?
1. Square Poem
― 28 ―
I often wondered when I cursed,
often feared where I would be―
Wondered where she d yield her love,
When I yield, so will she.
I would her will be pitied!
Cursed be love! She pitied me...
-LEWIS CARROLL
2. Capacity
Capacity 26 Passengers
—sign in a bus
Affable, bibulous,
corpulent, dull,
eager-to-find-a-seat,
formidable,
garrulous, humorous,
icy, jejune,
knockabout, laden―
with-luggage (maroon),
mild-mannered, narrow-necked,
oval-eyed, pert,
querulous, rakish,
seductive, tart, vert―
iginous, willowy,
xanthic (or yellow),
young, zebuesque are my
passengers fellow.
-JOHN UPDIKE
3. Curious Acrostic
― 29 ―
A rare, uncommon puzzle to supply.
A curious acrostic here you see
Rough hewn and inartistic tho it be;
Still it is well to have it understood,
I could not make it plainer, if I would.
-ANÓNIMO
4. I Will Arise
I
will
arise
and
go
now,
and
go ― any damned place
just to get away from
THAT
Chair
Covered
With
CAT
hair
—WLLLIAM JAY SMITH
5. Winter Reigns
― 30 ―
Eager racers; show-offs slide.
6. Night’s Pilgrim
7. Spa
― 31 ―
Bathing girls with bare legs, boys laughing.
-J. A. LINDON
Respuestas
2. Las iniciales de las primeras veinticinco palabras (sin contar las pa-
labras entre paréntesis) son las letras del alfabeto en orden, salvo la U. De
acuerdo con el signo citado al comienzo del poema, el autobús lleva vein-
tiséis pasajeros. Updike describe sólo a sus compañeros de viaje [fellow
passengers], de modo que el poeta es la U que falta.
― 32 ―
6. LOS MILLONÉSIMOS DE PI
Este artículo apareció en Discover, enero de 1985. La presente reimpresión, contiene modifi-
caciones y una posdata.
En 1909, cuando William James dudaba de que pi2 pudiera jamás cal-
cularse hasta un millar de decimales, el récord de este cálculo lo tenía un
oscuro matemático británico del siglo XIX llamado William Shanks, que
había llegado a desplegar 707 decimales de pi, cifra que durante siete dé-
cadas nadie se molestó en controlar.
Pobre Shanks. Se había pasado veinte años haciendo sus cálculos a
mano —quizá sin más ayuda que una tosca regla de cálculo— para fallar
tan sólo después de 527 decimales correctos. El 528.° es 4, pero Shanks
creyó que era 5, y a partir de allí todos sus dígitos son erróneos. El error
pasó inadvertido hasta 1945, año en que fue descubierto por otro inglés, D.
F. Ferguson. Cuatro años después, el cálculo correcto de pi se extendía
hasta 1.120 decimales, gracias al trabajo de dos norteamericanos, John W.
Wrench, Jr., y Levi B. Smith, en lo que fue el último esfuerzo para calcular
pi con una calculadora preelectrónica.
Da la casualidad de que el milésimo decimal de pi es 9. El número no
es importante en sí mismo, pero su descubrimiento plantea una cuestión
tan profunda que filósofos y matemáticos discrepan seriamente en la res-
puesta. La cuestión es: «¿Era verdadero el primer enunciado de este párrafo
antes del descubrimiento de 1949?». Para los partidarios de la escuela rea-
lista, el enunciado expresa una verdad intemporal, ya la conozca alguien o
no. A juicio de éstos, lo que sucedió en 1949 no fue que repentinamente se
2
En caso de que el lector haya olvidado su geometría básica, se le recuerda que pi es el
cociente de la circunferencia y su diámetro. Una conocida fórmula para calcular pi es = 4/1 –
4/3 + 4/5 – 4/7 + 4/9 – ...
― 33 ―
volviera verdadero, sino que los seres humanos descubrieron su verdad.
No es así, dicen los filósofos y matemáticos de convicciones no realistas,
cuyo juicio se acerca al pragmatismo de William James. Estos últimos pre-
fieren pensar que los objetos matemáticos carecen de toda realidad inde-
pendiente de la mente humana. (Dejamos de lado la posibilidad de que
seres extraterrestres hayan calculado pi hasta un millar de decimales antes
de que lo hicieran Smith y Wrench.)
James defendió una posición intermedia. Los decimales no calculados
de pi, dijo, «duermen en un misterioso reino abstracto, donde gozan de una
débil realidad. Hasta que no son calculados no se convierten en algo ple-
namente real, e incluso entonces su realidad es una mera cuestión de grado.
El primer cálculo del milésimo decimal pudo haber sido tan erróneo como
el 528.° de Shanks. Sólo cuando fue confirmado por cálculos posteriores,
el 9, en el sentido jamesiano, despertó del todo. Hoy nadie tiene ninguna
razón para dudar de que el milésimo decimal es 9. Puesto que la búsqueda
de nuevos valores de pi ha estado ampliamente informatizada, es de presu-
mir que estuviera libre de errores aritméticos.
El primer ordenador que abordó pi fue ENIAC (Electronic Numerical
Integrator and Computer), que amplió su valor hasta 2.037 decimales. Este
dinosaurio tardó setenta horas para realizar esa tarea. Cinco años después,
NORC (Naval Ordnance Research Calculator) llegó a calcular 3.089 cifras
decimales y, en 1957, Wrench y Daniel Shanks (sin parentesco con aquel
William del error), empleando un IBM 7090, rastrearon pi hasta las
100.265 cifras decimales en ocho horas y cuarenta y tres minutos. En 1973,
el matemático francés Jean Guilloud llegó al millón, en un cálculo que le
llevó veintitrés horas y dieciocho minutos en un IBM 7600. La comisión
de energía atómica francesa consideró que los resultados eran lo suficien-
temente importantes como para publicarlos: un libro de cuatrocientas pá-
ginas.
¿Es un millón de dígitos el récord? En absoluto. En 1983, Yoshiaki
Tamura y Yasumasa Kanada, de la Universidad de Tokio, con un ordena-
dor HITAC M-280H superrápido, ampliaron pi a 2 24, o sea, 16.777.216
cifras decimales, en menos de treinta horas. En 1984, estos resultados fue-
ron verificados en un ordenador todavía más rápido hasta los 10.013.395
decimales, el récord aceptado por el momento. Kanada y sus socios pro-
yectan hoy llegar a 225, o sea 33.554.432 dígitos, y finalmente más de 100
millones. ¿Se arrancará también de su sueño profundo al decimal
― 34 ―
1.000.000.000? Es posible. En realidad, se podría determinar sin necesidad
de calcular todos los dígitos precedentes, aunque hasta ahora a nadie se le
ha ocurrido cómo hacerlo.
Los resultados de Tokio se basan íntegramente en un algoritmo notable,
un procedimiento de cálculo sistemático que inventó hace una década Eu-
gene Salamin en MIT. El algoritmo se basa en una serie infinita de frac-
ciones que, cuando se extiende, converge con gran rapidez sobre pi. El
número de dígitos calculado se duplica a cada paso, lo cual explica por qué
las cifras de Tokio son potencias de 2. Al comienzo, Salamin creyó que
esta serie era original. Luego supo que había redescubierto una fórmula
que en 1818 había publicado el genio matemático alemán Carl Friedrich
Gauss. A nadie más se le ocurrió emplearla para calcular pi, ya que impli-
caba esa multiplicación tan larga. Sólo con la llegada de los superordena-
dores de alta velocidad y nuevos e inteligentes procedimientos de multipli-
cación, ha resultado práctico el algoritmo de Salamin (o de Gauss) para el
cálculo de pi.
Sin embargo, e incluso con la ayuda electrónica, ¿por qué habría al-
guien de molestarse en llevar pi hasta tan fantásticas longitudes? Hay cua-
tro razones.
1. Pi está allí, sea donde sea.
2. Estos cálculos tienen derivaciones útiles. El control y el cálculo de
grandes números en los ordenadores enseñan mucho.
3. El cálculo de pi hasta decenas de miles de cifras decimales propor-
ciona oportunidades muy útiles para la comprobación de nuevos ordena-
dores y para la formación de programadores.
4. Cuantos más dígitos de pi se conozcan, mayor será la esperanza de
los matemáticos de responder a un importante problema, aún sin resolver,
de la teoría de los números: ¿está la secuencia de dígitos de pi completa-
mente libre de pautas o, por el contrario, exhibe alguna desviación persis-
tente, aunque sutil, del azar?
Para explicar una secuencia aleatoria de dígitos, los matemáticos ofre-
cen una analogía: imagínese el lector en una mesa de juego apostando al
próximo dígito mientras la rueda de una ruleta, pongamos por caso, engen-
dra una secuencia de dígitos. Si no hay ninguna manera de predecir el pró-
ximo dígito con una probabilidad mayor que 1/10, la secuencia es aleatoria.
En este sentido, no cabe duda de que pi no es aleatorio. Siempre es posible
realizar un cálculo personal y predecir el próximo dígito con toda certeza.
― 35 ―
No obstante, en otro sentido, se puede decir que pi es aleatorio. Por lo
que se sabe, no presenta señal alguna de una pauta cualquiera, ningún tipo
de orden en la disposición general de sus dígitos. Esta curiosa propiedad
es compartida por la raíz cuadrada de 2 y por una cantidad infinita de otros
números irracionales (números que no pueden expresarse como fracciones
de números enteros). Todos los dígitos tienen la misma probabilidad (una
sobre diez) de aparecer en un lugar cualquiera, y la misma adaptación al
azar se aplica a los llamados dúos o ternos o a una pauta específica cual-
quiera de dígitos, adyacentes o distanciados, en la interminable corriente
de dígitos de pi. Nadie ha probado siquiera que cada dígito deba aparecer
en pi un número infinito de veces.
Sin embargo, aun cuando supongamos que pi carece de pauta, de ello
no se deriva que pi no contenga una variedad interminable de notables sub-
pautas finitas que son resultado de la mera casualidad. Por ejemplo, co-
menzando en el decimal 710.000 de pi se encuentra el tartamudeo
3333333. Otra serie de siete 3 comienza en el 3.204.765 decimal. Hay se-
ries de la misma longitud, entre los primeros diez millones de decimales
de pi, de todos los dígitos excepto 2 y 4. El dígito 9 va en cabeza con cuatro
series de ese tipo; el 3, el 5, el 7 y el 8 tienen dos series de siete cada uno;
y el 0, el 1 y el 6 tienen una serie cada uno. Hay ochenta y siete series de
seis repeticiones del mismo dígito, la más sorprendente de las cuales es
999999 porque, en términos relativos, se presenta muy pronto: comienza
en el decimal 762.
En el decimal 995.998 comienza la secuencia ascendente 23456789, y
en el decimal 2.747.956 la secuencia descendente 876543210. Entre los
primeros diez millones de decimales de pi, la secuencia 314159 —los seis
primeros dígitos de pi (que ya conocían los matemáticos chinos del siglo
V d.C.)— aparece no menos de seis veces. Los seis primeros dígitos de e
—número famoso en matemáticas que puede definirse como la base de los
logaritmos naturales— se encuentra ocho veces, sin contar una aparición
(en el decimal 1.526.800) de 2718281, los siete primeros dígitos de e. Más
inesperada aún es la aparición (que comienza en el decimal 52.638) de
14142135, los ocho primeros dígitos de la raíz cuadrada de 2.
De estas extrañas coincidencias hay una enseñanza que extraer. Tome-
mos la pauta 876543210. La probabilidad de encontrarla entre los primeros
tres millones de dígitos de pi es baja: alrededor de 6 sobre 100. Pero es
― 36 ―
extremadamente alta la posibilidad de que, de pronto, surja alguna pauta
improbable.
Podemos buscar otras rarezas en pi. Si los primeros n dígitos de pi for-
man un número primo (un número divisible sólo por sí mismo y por 1), le
llamaremos primo pifor (pi forward). Sólo se conocen cuatro de tales nú-
meros: 3, 31, 314159 y 3 14159 26535 89793 23846 26433 83279 50288
41. Robert Baillie y Marvin Wunderlich, de la Universidad de Illinois, de-
mostraron que el cuarto número es primo. ¿Hay un quinto primo? Proba-
blemente, pero podría pasar mucho tiempo antes de que alguien lo descu-
bra.
¿Qué pasa con los primos piback, o sea, los primeros n dígitos de pi
leídos de derecha a izquierda? Sería de esperar que fueran más que los
pifor, pues todos los piback terminan en 3 (el primer dígito de pi), uno de
los cuatro números con que un primo tiene que terminar forzosamente; los
otros son 1, 7 y 9. Por el contrario, los números pifor pueden terminar en
cualquier dígito, lo que significa que sólo el 40 por ciento de ellos tienen
alguna probabilidad de ser primo.
Es fácil identificar seis piback: 3, 13, 51413, 951413, 2951413 y
53562951413. Ahora bien, gracias a un cálculo de Joseph Madachy, editor
de Journal of Recreational Mathematics, sabemos que 979853562951413
también es primo. Baillie informa de que no hay otro primo piback en los
primeros 432 decimales de pi. Los lectores más atentos habrán observado
que los tres primeros pifor son en realidad inversiones de tres piback. ¿Hay
algún primo mayor que pertenezca a ambos conjuntos? Tal vez.
Los verdaderos chalados por los números (uso el término con todo ca-
riño) probablemente formulen todavía otra pregunta: ¿producen los prime-
ros n dígitos de pi un número cuadrado pifor tal que sea el cuadrado de otro
número, como 4 lo es de 2 o 9 lo es de 3? Los piback quedan excluidos,
pues ningún cuadrado perfecto puede terminar en 3. Wolfgang Haken, ma-
temático de la Universidad de Illinois, duda de la existencia de tales cua-
drados. La razón que esgrime es que cuanto más se avanza en la expansión
decimal de pi, menos probable resulta encontrar un pifor cuadrado. Haken
estima que la probabilidad es bajísima: uno sobre un millón. Puede que su
conjetura sea verdadera, pero puede también que sea interminable, pues
podría ocurrir que jamás se encontrara tal cuadrado, pero tampoco prueba
alguna de su imposibilidad de «existir».
― 37 ―
Las comillas que destacan el término existir indican que hemos regre-
sado a las arenas movedizas de la metafísica. ¿Es legítimo decir que
0123456789 duerme ahora en pi, o no lo es? Un realista contestaría: «¡Por
supuesto!». Pero los no realistas discreparían. Si alguna vez llega a encon-
trarse esa secuencia, la cuestión, naturalmente, quedará zanjada. Pero
mientras eso no ocurra, habrá matemáticos que se nieguen a declarar que
exista o que no exista. Sin embargo, supóngase que modificamos la afir-
mación de esta manera: «0123456789 o bien está o bien no está dormido
entre el todavía no calculado primer millar de millones de decimales de
pi». Entonces, todos los matemáticos estarán de acuerdo en que este enun-
ciado es realmente verdadero. ¿Por qué? Porque ahora sí se puede decidir
al respecto con una cantidad finita de cálculos. Aunque haya que continuar
el cálculo hasta el milmillonésimo decimal de pi.
POSDATA
― 38 ―
ser irracional (porque todas las expansiones decimales racionales tienen
una franja periódica de dígitos), y casi todos los números reales son nor-
males. Dicho de otra manera, los números no normales tienen lo que los
matemáticos llaman una «medida cero».
Un número normal puede estar fuertemente pautado. Un ejemplo fa-
moso es la fracción decimal que se obtiene poniendo todos los números
naturales en orden (0,1234567891011121314151617...). Se ha demostrado
que es normal, pero no se puede decir que no esté pautado. Nadie sabe si
pi, e o cualquier raíz irracional de un número entero es normal.
Pi no es, desde luego, no pautado en un sentido amplio, porque es la
suma límite de simples secuencias infinitas de fracciones. A mí me parece
que la palabra «pauta» tiene un continuum de significados, respecto de se-
cuencias de dígitos, que va desde la pauta evidente de la expansión decimal
de 1/3 hasta la «pauta» profundamente oculta de pi que deriva de un algo-
ritmo empleado para calcularlo.
He aquí un delicioso poema de Andrew Lang que descubrí reciente-
mente:
3
El texto original del poema de Lang es el siguiente:
Ballade of a Girl of Erudition
She has just put her gown on at Girton.
She is learned in Latin and Greek;
But lawn tennis she plays with a skirt on
That the prudish observe with a shriek.
In her accents perhaps she is weak
(Ladies are, one observes with a sigh),
But in her algebra —there she’s unique,
But her forte’s to evaluate π.
She can talk about putting a «spirt on»
(I admit an unmaidenly freak),
And she dearly delighteth to flirt on
A punt in some shadowy creek;
Should her bark by mischance spring a leak,
She can swim as a swallow can fly;
She can fence, she can put with a cleek
― 39 ―
Acaba de vestir su toga en Girton.
Erudita es en griego y también en latín;
pero espanta a los mojigatos jugando al tenis con falda.
Quizás en los acentos no sea muy buena
(ninguna dama lo es, uno observa y suspira).
Pero en álgebra, en álgebra sí que no tiene rival.
Aunque su fuerte consiste en hallar de π el valor.
Envoy
Succes like a rose is her cheek,
And her eyes are as blue as the sky;
And Y d speak had I courage to speak,
But her forte’s to evaluate π.
― 40 ―
y es su servicio rápido y sesgado.
Pero su fuerte consiste en hallar de π el valor.
Envío
― 41 ―
Es fácil probar que los pi son cuadrados4 (¿lo coge? πr2, la fórmula de
la superficie del círculo). Recuerde que pi es la decimosexta letra del alfa-
beto griego y que 16 es el cuadrado de 4. En el alfabeto inglés, si A = 1, B
= 2, etcétera, P vuelve a tener el valor 16, e I el valor 9, cuadrado de 3. La
suma de 16 y 9 es el cuadrado 25, y el producto es el cuadrado 144. Divida
9 por 16 y obtendrá una fracción decimal con el período 5625, que es el
cuadrado de 75.
Todas las tartas [en inglés, pies] son cuadradas porque las letras PIES
suman 49. Tarta de moda [pie à la mode] = 81, tarta de pasa de uva [raisin
pie] = 100, tarta de coco [coconut pie] = 121 y tartas esquimales [Eskimo
pies] = 121. ¿Hay otras tartas cuadradas?
Los 144 primeros decimales de pi suman 666, conocido número del
Nuevo Testamento para la Bestia o el Anticristo (Revelación 13:18). Nó-
tese que 144 = (6 + 6) × (6 + 6). Los tres decimales de pi que comienzan
en el 666 son 343 = 7 × 7 × 7.
En la figura 6.1 se muestran las letras mayúsculas del alfabeto inglés.
Táchese todas las que tengan simetría lateral (las que se vean sin alteración
en un espejo). Las letras restantes forman grupos cuyo número de letras,
en el sentido de las agujas del reloj, da 31416.
La mejor aproximación de números enteros a pi, tal que emplee los diez
dígitos y sólo una vez cada uno, es 67389/21450. Es correcto hasta el
cuarto decimal redondeado.
4
«Los pi son cuadrados» es traducción de pi are square, cuya pronunciación se confunde
prácticamente con la de πr2 [T.]
― 42 ―
Un círculo tiene 360 grados. Este número es el terno de pi que termina
en la 360 cifra decimal.
En inglés, pie es una forma en desuso por pi. Mire en un espejo la pa-
labra tal como aparece escrita en la figura 6.2. Verá usted los tres primeros
dígitos de pi.
― 43 ―
7. ¿CONOCIO SHERLOCK HOLMES AL PADRE
BROWN?
Esta reseña apareció originariamente en Baker Street Miscellanea, invierno de 1984. La pre-
sente agrega una posdata.
¿Se conocieron alguna vez Sherlock Holmes y el Padre Brown, los dos
detectives más famosos de Inglaterra? No sólo se conocieron, sino que in-
cluso colaboraron en un caso: ésta es la sorprendente conclusión de un tra-
bajo que Robert John Bayer leyó en un encuentro de 1947, en Chicago, de
Los Perros de los Baskerville [sic].
El señor Bayer, que vivía en La Grange, Illinois, fue el editor de una
revista de transporte llamada Traffic World. Su colección de G. K. Ches-
terton (de la que hoy es propietaria la John Carroll University de Cleve-
land) sólo cede en importancia, dentro de los Estados Unidos, al distin-
guido sherlockiano John Bennet Shaw. El artículo de Bayer fue impreso
para los Perros en forma de opúsculo con una tirada de sesenta ejemplares.
BSM lo reimprimió en su número de invierno de 1981, y luego Mágico
publicó un facsímil del original en offset.
Bayer sostiene ingeniosamente la viabilidad de que, cuando el Padre
Brown contó la historia de «The Man with Two Beards» (en The Secret of
Father Brown), ocultó con toda intención la circunstancia de que, en este
caso, el detective privado no era otro que el propio Holmes. Al detective
sólo se le atribuye un apellido —«Carver»— y podemos suponer que no
era verdaderamente el suyo, porque sólo aparece en escena de incógnito,
como huésped del señor Smith. Smith poseía una granja apícola en un pue-
blo al que el Padre Brown asigna el nombre ficticio de Chisham, y se nos
dice que Carver tenía un enorme interés en las abejas. El sacerdote lo des-
cribe como «una figura alta, erguida, de rostro alargado, aspecto más bien
cadavérico y terminado en una formidable pera». ¿Se podría pedir mejor
descripción del Holmes ya viejo, tras su retiro a Sussex, consagrado a la
apicultura? Aunque Bayer no menciona la circunstancia, «Holmes» y
«Carver» tienen nombres de seis letras cada uno, con las vocales en los
mismos lugares.
― 44 ―
En «The Speckled Band», Holmes recuerda un caso que involucra a la
señora Farintosh y su diadema de ópalo. En el relato del Padre Brown al-
guien roba una diadema que había pertenecido a la señora Pulman, y aun-
que no se precisa qué piedras la forman, una mujer que desempeña un
cierto papel en la historia recibe el nombre de Opal. Bayer sugiere que la
señora Farintosh y la señora Pulman son la misma persona. ¿Por qué el
Padre Brown habría de alterar el nombre? Porque, razona Bayer, el sacer-
dote soluciona correctamente el misterio de manera intuitiva, mientras que
la solución deductiva de Carver es completamente errónea. Fuera del gran
respeto por el maestro, el bondadoso sacerdote cambia detalles para evitar
a Holmes una situación embarazosa.
En la introducción al librito de Bayer, Vincent Starrett llama la atención
sobre un grave problema de la tesis de Bayer. Cuando Holmes recuerda el
caso de la señora Farintosh, agrega que eso había ocurrido antes de que él
conociera a Watson. Pero en el relato el Padre Brown habla de motocicletas
y lo ubica en una época muy posterior. No creo que sea algo difícil de
resolver. Como supone Bayer, Watson puede haber escrito sobre el caso
sólo para mantener apartado del mismo a su agente, Conan Doyle. ¿Por
qué? Opal era devota del espiritualismo, que el Padre Brown calificaba de
«insensatez». Como líder inglés del espiritualismo, Conan Doyle habría
tenido un motivo para eliminar el relato de Watson. ¿Podemos dar un paso
más? Aun cuando el caso ocurriera tardíamente en la vida de Holmes, po-
dría ser que Conan Doyle introdujera una solapada referencia al mismo en
un relato anterior, falseando así la fecha para que los lectores no relaciona-
ran a la señora Farintosh con la señora Pulman. Los sherlockianos siempre
han abrigado grandes sospechas respecto de este pasaje. Si el caso Farin-
tosh hubiera tenido lugar antes de la época de Watson, ¿cómo habría po-
dido Helen Stoner, que fue a ver Holmes, obtener de su amiga, la señora
Farintosh, la dirección de este último en Baker Street?
Hay en la tesis de Bayer otra incoherencia que Starrett no acierta a ad-
vertir. Bayer informa de la observación del Padre Brown, en el sentido de
que Carver tenía ojos «brillantes», pero no proporciona el enunciado en-
tero: «Las cejas eran más bien despobladas, y los ojos brillantes y azules».
Como sabe todo sherlockiano, los ojos de Holmes eran del mismo color
que los del Padre Brown: grises. Otra vez pienso que deberíamos suponer
― 45 ―
con prudencia que el sacerdote, deseoso de ahorrar la humillación a Hol-
mes, podría haber modificado el color de los ojos de Carver para ocultar
su identidad.
Permítaseme concluir con una suposición de mi cosecha. En el primer
párrafo del relato del Padre Brown que lleva por título «The Eye of Apo-
llo», la primera edición del libro se refiere al sacerdote como «Reverendo
J. Brown». Por razones desconocidas, la J desapareció de las ediciones
posteriores. ¿Hay algún J. Brown en el resto de su obra? ¡Sí, claro que sí!
En «The Adventure of the Six Napoleons» nos enteramos de que un tal
Joshua Brown, de Chiswick, compra uno de los seis bustos de yeso.
¿Es posible que un joven Padre Brown, tal vez antes de tomar los há-
bitos, sabiendo que uno de los bustos contenía la perla negra de los Borgia,
trabajara independientemente en este caso? El lector puede recordar que
Joshua Brown cooperó con Holmes cerrando las puertas de su casa para
aguardar la llegada de un ladrón. ¿Ocultó Watson el hecho de que Joshua
Brown fuera un detective aficionado, que más tarde se convirtió en el fa-
moso sacerdote? ¿Estaba Watson, lo mismo que el Padre Brown en años
posteriores, protegiendo la reputación de un hombre, esto es, ocultando a
sus lectores el hecho de que una vez el Padre Brown había fracasado en la
solución de un asesinato y había llamado a un detective más antiguo y con
mayor experiencia? Seguramente, la posibilidad reclama una cuidadosa in-
vestigación.
POSDATA
― 46 ―
Final Problem», Holmes se oculta tras la figura de un anciano sacerdote
católico para protegerse de un ataque del profesor Moriarty.
Sam Brown, un inspector de Scotland Yard, desempeña un papel en El
signo de los cuatro. ¿Podría haber sido éste el hermano del Padre Brown,
alguien cuya profesión podía estimular el primitivo interés del sacerdote
por el crimen? La pregunta sugiere en qué medida los relatos del Padre
Brown se prestan al mismo tipo de investigación que las crónicas de Wat-
son. Para un primer intento de exégesis, véase mi Annotated Innocence of
Fat- her Brown, Oxford University Press, 1987.
― 47 ―
8. EL ABACO
Este artículo apareció originariamente en Discover, mayo de 1985. © 1985, Discover Publi-
cations, Inc.
― 48 ―
ción con más dígitos que aquellos a los que puede adaptarse una calcula-
dora manual. Casi nunca un ábaco se gasta o necesita reparación, y no de-
pende de la electricidad. A su manera, es tan sencillo y hermoso como una
vela ardiendo. En las oficinas, a veces se ve un ábaco detrás de un vidrio,
contra la pared, junto a un gigantesco ordenador y con un cartel que dice:
«En caso de avería, use esto».
La historia de este maravilloso artilugio abarca una gran parte del
mundo antiguo. Un antepasado del ábaco fue la tabla de contar de Grecia
y Roma. Estaba formada por una plancha de madera o de mármol, a veces
un trozo de tela o de pergamino, sobre el cual se dibujaban o se grababan
líneas paralelas. Los antiguos realizaban sus cálculos moviendo guijarros
u otros contadores hacia atrás y hacia adelante sobre las líneas. Los griegos
llamaban abakion al instrumento, palabra que derivaba de abax, tabla
plana; los romanos lo llamaron abacus. (En latín, guijarro es calculus, la
fuente de nuestra voz «calcular». Las tablas de contar medievales solían
ser cuadriculadas [checkered], lo que explica el origen de palabras tales
como «check» y «exchequer», de evidente relación con los cálculos.) En
los países occidentales, el ábaco ha sobrevivido en las bolas coloreadas de
los parques para niños pequeños, en los aparatos para enseñar aritmética a
los niños y a los ciegos, así como también en las cuentas del rosario y en
las bolas que se usan para ir anotando el tanteo de una partida de billar.
Lo que llamamos ábaco no es otra cosa que una tabla de contar con
contadores que se deslizan por un surco o fijos a alambres o cuerdas para-
lelas. Es probable que los chinos dieran origen al concepto de bolitas sobre
cuerdas, pero en la primitiva literatura romana hay referencias a aparatos
con surcos, y han sobrevivido algunos ábacos romanos, semejantes en es-
tructura al soroban japonés. Los cálculos pueden comenzar en uno cual-
quiera de entre varios puntos situados a lo largo de tales instrumentos, pero
en todos los casos los contadores de la línea seleccionada para que sirva
como punto de partida equivalen a unidades de uno. Cada línea sucesiva a
la izquierda representa la potencia inmediata de diez. Cada uno de los cua-
tro contadores por debajo de la barra horizontal, en la región que los japo-
neses llaman tierra, representa una unidad del valor correspondiente a la
línea (diez, cien, etc.), mientras que el único contador por encima de la
barra, en la región llamada cielo, representa cinco veces ese valor. Sólo se
tienen en cuenta las bolitas que se suben o se bajan contra la barra.
― 49 ―
Con espeluznante velocidad, los usuarios diestros del ábaco hacen
chasquear los contadores sobre la barra con el pulgar y el índice. En un
soroban, las tabulaciones se realizan siempre en una secuencia que va de
izquierda (valores más altos) a derecha. (En un suan pan chino, el proce-
dimiento es el inverso.) Para sumar dos números, el usuario desliza contra
la barra marcadores del valor del primer número, luego, comenzando con
la línea más alejada de la izquierda, le suma los dígitos del número si-
guiente. La resta se realiza de modo similar. La multiplicación y la divi-
sión, que son un poco más complicadas, requieren la partición del ábaco
en varias zonas separadas, que contienen el multiplicador y el divisor, el
multiplicando y el dividendo, y la respuesta. Los cálculos pueden sobrepa-
sar la coma decimal tantos lugares como lo permita el tamaño del ábaco.
Esta versatilidad hace que el ábaco sea una herramienta de notable efi-
cacia, mucho mayor que la de sus antecesores. Hasta la Baja Edad Media,
los europeos se mantuvieron fieles al sistema numérico romano, que era
casi imposible de emplear para multiplicar o dividir, y tan burdo que no
tenía decimales ni el cero. De modo que para realizar cálculos aritméticos
los europeos utilizaban tablas de calcular con valores decimales y trataban
el equivalente al cero simplemente como un lugar vacío.
La introducción en Europa, a comienzos del siglo XIII, de los números
arábigos, incluso el esencial cero, dio lugar a una amarga disputa. Por un
lado estaban los «abacistas», que empleaban tablas de calcular y anotaban
los resultados en números romanos. Por otro lado, estaban los «algoristas»,
que adoptaron el método arábigo, indudablemente superior, y calcularon
sobre papel con técnicas que resultaban posibles con la nueva notación. La
actual palabra «algoritmo», que significa «procedimiento paso a paso»,
tiene su origen en los algoristas, que a su vez tomaron el nombre de Al-
Khowarizmi, un matemático del siglo IX. En algunos países, el cálculo con
«algoritmos» fue prohibido por ley durante la Edad Media. Hasta que no
hubo abundancia de papel, en el siglo XVI, el nuevo método no reemplazó
del todo al elemental sistema romano.
En Europa, el cálculo con números arábigos en papel o con la ayuda de
artilugios mecánicos primitivos construidos con ruedas y palancas fue
poco a poco desplazando a las tablas de calcular. Mientras, el ábaco se
convertía en el modo de calcular preferido en Rusia y en las naciones orien-
― 50 ―
tales. En su forma contemporánea de bolitas que se deslizan por unas cuer-
das, se remonta al menos a la China del siglo XV, y en el siglo siguiente
aparece en Japón.
Y así se mantuvieron las cosas hasta el advenimiento de la calculadora
de mano. Hoy, cuando los educadores norteamericanos discuten sobre
cuánto tiempo deberían los niños hacer ejercicios matemáticos con lápiz y
papel antes de tener acceso a una calculadora, los maestros japoneses re-
flexionan acerca del momento oportuno para apartar del ábaco a sus estu-
diantes. En ambos países, los tradicionalistas sostienen que, a menos que
los niños comprendan primero la lógica subyacente a las matemáticas,
nunca comprenderán qué hace una calculadora.
― 51 ―
Acuden a escuelas especiales, llamadas juku, para asistir a sesiones de for-
mación de una hora tres veces por semana con un coste que oscila alrede-
dor de los 10 dólares al mes. En todo el país han aparecido unas sesenta
mil escuelas de este tipo.
Los campeonatos nacionales de soroban son una tradición anual. Du-
rante cuatro años seguidos los ganó con comodidad Eiji Kimura, de 21
años, estudiante del último curso de administración de empresas en la
Kyoto Industrial University. Su amor al ábaco comenzó a los ocho años,
cuando asistía a su primer juku. Dos años más tarde había alcanzado el
cuarto nivel (sobre una escala de diez), y ganó su primer campeonato na-
cional a los dieciséis. Kimura practica con gran intensidad dos horas dia-
rias sin interrupción, y puede ejecutar hazañas que dejan avergonzados a
sus rivales e incluso a su maestro. Puede sumar quince números de doce
dígitos en veinte segundos; y es capaz de realizar en menos de cuatro mi-
nutos treinta multiplicaciones de un número de seis dígitos por uno de doce
dígitos. Treinta divisiones de longitudes similares le llevan tres minutos.
Todo eso ocurre en menos tiempo que el que los dedos humanos nece-
sitan para mover las bolitas de un ábaco, porque Kimura ha llegado a tal
estado de satori matemático que ahora ejecuta sus cálculos mentalmente
con sólo visualizar en un soroban las secuencias utilizadas. Así es como
multiplica mentalmente 256.436 por 1.297.584: «Primero divide ambas fi-
guras en dos partes: 256.436 en 256 y 436; y 1.297.584 en 1.297 y 584.
Luego multiplica 436 por 584 y anota los tres últimos números. Después
multiplica 436 por 1.297 y 256 por 584, los suma y anota los tres últimos
números. Después multiplica 256 por 1.297 y anota los primeros siete nú-
meros. Finalmente, los pone en orden: primero los siete números, luego los
tres números de la segunda fase del cálculo y por último los tres números
de la primera multiplicación».
En otras palabras, descompone de inmediato la multiplicación en
(256.000 + 436) × (1.297.000 + 584). Toda la operación le lleva ocho se-
gundos. Dice Kimura: «Tengo un ábaco en la cabeza, aunque la imagen no
es clara. Cuando veo un número, al instante dibujo imágenes mentales de
cosas con aspecto de bolitas».
La división es el tema favorito de Kimura, aunque confiesa que estos
cálculos tan formidables, como 3.457.046.665.864 dividido por 9.853.796,
le producen un ligerísimo dolor de cabeza: «A veces no puedo ver las bo-
litas con claridad en la cabeza. Es entonces cuando tengo problemas. A
― 52 ―
veces los números se desvanecen». El entrenador de Kimura, Masaharu
Yamamoto, compara el estado de intensa concentración de su alumno en
el cálculo mental con el de la meditación zen, no un estado de éxtasis, sino
un estado de desapego o de dejarse ir. Ki- mura dice: «No es que no oiga
nada. Oigo hablar a la gente, pero sólo unas pocas palabras se me fijan en
la memoria. Las cosas no me perturban».
Muchos simples mortales, tanto asiáticos como occidentales, han ex-
perimentado en cierta manera un sentimiento parecido de calma mientras
trabajan con un ábaco. Al observar el deslizarse de las bolitas hacia arriba
y hacia abajo, un niño obtiene una excelente idea de lo que es la aritmética
y de cómo los números se corresponden con los objetos en el mundo real.
A muchos matemáticos y científicos occidentales les gusta usar el ábaco
debido a sus múltiples encantos sensoriales: los cambios continuos de mo-
delos visuales, el agradable chasquido de las bolitas, las sensaciones tácti-
les. A veces también disfrutan de la vinculación que el ábaco les procura
con tiempos pasados y con otras culturas. Tal vez encuentren alguna forma
perversa de satisfacción con esa especie de rebelión contra las crecientes
complejidades de la vida moderna, a menudo desagradables y amenazado-
ras.
Incluso los fabricantes de ordenadores parecen comprender en Japón
esta renuncia a abandonar las bolitas deslizantes en favor de los chips de
silicona. La Sharp Corporation produce una gran cantidad de calculadoras
que llevan incorporados unos pequeños ábacos. La mayor parte de los
usuarios las emplean para multiplicar y para dividir, pero para las sumas y
para las restas se sienten más cómodos con el ábaco. En la última década,
Sharp ha vendido más de un millón y medio de estos híbridos, buen presa-
gio para la supervivencia de una noble tradición.
― 53 ―
9. EL PODEROSO CASEY
Este artículo apareció por primera vez en Sports Illustrated, el 24 de mayo de 1965. Luego lo
revisé y amplié para mi antología The Annotated Casey in the Bat (Clarkson Potter, 1967),
editada por University of Chicago Press, 1984. Esta es la versión en forma de libro. © 1967,
1984, Martin Gardner.
Una de las derrotas más humillantes del New York Yankees fue la que
tuvo lugar el domingo 6 de octubre de 1963. Debido a que una bola bien
lanzada le rebotó en la muñeca al primer baseman, Joe Pepitone, los Yan-
quis perdieron en el cuarto juego y la World Series a manos de sus antiguos
adversarios, los ex Brooklyn (por entonces Los Angeles) Dodgers. En ti-
tular a toda página, el New York Herald Tribune decía a la mañana si-
guiente: «Los poderosos Yanquis fueron vencidos». Más abajo, en la
misma página, otro titular rezaba: «Pero todavía hay alegría en Mudville».
(La Bolsa de valores de Nueva York se mantenía alta a pesar de las malas
noticias.)
Cualquier lector de estos titulares sabía que aludían directamente a
aquella inmortal balada sobre el béisbol, obra maestra de la poesía humo-
rística, Casey at the Bat. Sin embargo, difícil sería encontrar una persona
entre diez mil que supiera el nombre del autor de ese poema.
Se llamaba Ernest Lawrence Thayer. Ya se ha contado la historia de
cómo el joven Thayer escribió Casey a los veinticinco años, recién licen-
ciado en Harvard, y de cómo la balada se hizo famosa. Pero rara vez se ha
contado con exactitud o en detalle; en cualquier caso, vale la pena volver
a hacerlo.
Thayer había nacido en Lawrence, Massachusetts, el 14 de agosto de
1863, exactamente cien años antes de que los poderosos Yanquis sufrieran
su famosa derrota. En la época en que ingresó en Harvard, su familia se
había trasladado a Worcester, donde Edward Davis Thayer, el acomodado
padre de Ernest, dirigía una de sus diversas fábricas de lana. En Harvard,
el joven Thayer obtuvo brillantes calificaciones en la especialidad de filo-
sofía. William James fue a la vez su profesor y su amigo. Thayer pertenecía
a la fraternidad Delta Kappa Epsilon y al exclusivísimo Fly Club. Dirigió
― 54 ―
el Lampoon de Harvard, la revista humorística de la Universidad. Samuel
E. Winslow, capitán del equipo de béisbol (luego se convirtió en diputado
por Massachusetts), era el mejor amigo del joven Thayer. Durante su úl-
timo año en Harvard, Thayer nunca se perdió un partido.
Otro amigo de los años de universidad de Thayer era el director comer-
cial de Lampoon, William Randolph Hearst. En 1885, cuando Thayer ob-
tuvo el magna cum laude —era Phi Beta Kappa y el portavoz de su clase
ante la Liga de Universidades del Noroeste—, un puntapié expulsaba a
Hearst del Harvard de forma totalmente reñida con el ceremonial. (Tenía
la costumbre de hacer bromas que en la facultad nadie encontraba gracio-
sas, como, por ejemplo, enviar a los profesores orinales con sus nombres
inscritos.) Hacía poco que el padre de Hearst había comprado el San Fran-
cisco Examiner, a la sazón desfalleciente, para promocionar su candidatura
como senador de los Estados Unidos por California. El joven Will buscaba
precisamente entonces algo en que ocupar el tiempo, de modo que el viejo
Hearst le dejó la responsabilidad del periódico.
Thayer, mientras tanto, y tras deambular por Europa sin rumbo fijo ni
meta particular, se instaló en París para pulir su francés. ¿Cómo habría de
imaginarse que Hearst le telegrafiaría pidiéndole que regresara a los Esta-
dos Unidos para redactar una columna humorística en el suplemento do-
minical del Examiner? Con gran disgusto de su padre, que esperaba que
algún día Willy se hiciese cargo de American Woolen Mills, Thayer aceptó
el ofrecimiento de Hearst.
Las colaboraciones de Thayer en el periódico comenzaron en 1866.
Muchas de ellas no llevaban firma, pero a partir de octubre de 1887 escri-
bió una serie de poemas que salían en las ediciones de los domingos, se-
mana tras semana, y continuaban haciéndolo todavía en diciembre de ese
año, bajo el nombre de «Phin». (En Harvard sus amigos le habían llamado
Phinny.) Luego, problemas de salud le obligaron a regresar a Worcester.
Durante un tiempo siguió enviando material al Examiner, incluso un
poema final, Casey.5 Apareció el domingo 3 de junio de 1888, página 4,
cuarta columna, apenas visible entre editoriales a la izquierda y la columna
semanal de Ambrose Bierce a la derecha.
5
En una entrevista con Homer Croy, se sostiene que Thayer afirmó que en el otoño de 1887
había estado leyendo Bab Ballads, de W. S. Gilbert, y que eso lo predispuso a intentar escribir
poemas similares para su columna periodística. Thayer afirma que Casey fue escrito en mayo
de 1888. Por cada poema recibió cinco dólares.
― 55 ―
Nadie prestó atención a Casey. Los entusiastas del béisbol de San Fran-
cisco se burlaron discretamente del poema, y unos pocos periódicos del
Este lo volvieron a publicar, pero pronto habría quedado olvidado de no
haber sido por una serie de asombrosas coincidencias. Por entonces, en el
Wallack’s Theatre de Nueva York, entre Broadway y la 30th Street, un
joven comediante y cantante llamado William De Wolf Hopper, cuya es-
trella se hallaba en ascenso, se presentaba en la ópera cómica Prince
Methusalem. Una noche (se desconoce la fecha exacta, pero probable-
mente ocurrió a finales de 1888 o comienzos de 1889),6 los New York
Giants de James Mutrie y los Chicago White Stockings de Pop Anson fue-
ron invitados al espectáculo en calidad de amigos del administrador. ¿Qué
podía hacer en el escenario, se preguntó Hopper, en honor de esos hom-
bres? Ya lo tengo, dijo Archibald Clavering Gunter, un novelista amigo
suyo. Sacó del bolsillo un ajado recorte de periódico que había extraído del
Examiner durante un reciente viaje a San Francisco. Era Casey.
Esto, recalcó Gunter, es grandioso. ¿Por qué no lo memorizas y lo re-
citas en el escenario? Es exactamente lo que hizo Hopper, a mitad del se-
gundo acto, con los Giants en los palcos a un lado del teatro y los White
Stockings al otro. En sus memorias, que llevan por título Once a Clown
Always a Clown, Hopper recuerda la escena con estas palabras:
6
En sus memorias, Hopper da como fecha el 13 de mayo de 1888. No cabe duda de que se
equivoca, pues Casey no se publicó en el San Francisco Examiner hasta el 3 de junio de ese
año. Hopper también recuerda mal que al poema se agregaran las iniciales «E. L. T.». En
Famous Single Poems, Burton Stevenson dice que recibió una carta de Hopper en la que
corrige la fecha que consigna en sus memorias y enuncia su convicción de que el histórico
primer recitado de Casey se produjo en agosto de 1888. Gracias a la diligente investigación
de Jules L. Levitt, de Binghamton, Nueva York, hoy se ha podido verificar esta afirmación.
Una crítica de The New York Times del 15 de agosto de 1888 describe, en la página 4, aquella
memorable ocasión, en la noche del 14 de agosto, en que Hopper realizó su primer recitado
de Casey, y la «tumultuosa acogida» de que fue objeto.
7
William («Buck») Ewing, catcher de los New York Giants. De él se dice que fue el primer
catcher en arrojarse a la segunda base sin perder tiempo en incorporarse. En una famosa
oportunidad alcanzó la segunda, luego la tercera, y exclamó que intentaría ganar la última, lo
que consiguió. Robert Smith, en su libro de imágenes Baseball’s Hall of Fame, Bantam, 1965,
dice que una litografía que representaba el poderoso deslizamiento de Ewing al alcanzar su
última base, se vendió muy bien en la ciudad de Nueva York. En 1883, Buck encabezó la
― 56 ―
Y cuando el público, tras un inquietante silencio, oyó el desenlace
que marcaba un descenso de la emoción, expresó su júbilo a gritos.
Habían esperado, lo mismo que todos los que oían Casey por
primera vez, que el poderoso bateador arrojara la bola fuera del
campo; un poeta de segunda fila le habría hecho hacer tal cosa y, en
consecuencia, habría escrito simplemente un buen comentario de-
portivo. Las multitudes no se agolpan alrededor de los campos de
la Liga Americana cuando juegan los Yanquis únicamente para ver
cómo Babe Ruth envía la bola por encima del centro del campo. Es
un espectáculo del que vale la pena gozar incluso a expensas del
equipo local, pero siempre hay una posibilidad de que Babe falle,
lo que es un espectáculo todavía más excitante, pues el Sultán tiene
tantas posibilidades de errar furiosamente el tercer golpe como de
acertarlo, y el contraste entre la terrible amenaza de su swing y la
futilidad del resultado es un banquete para los cínicos, entre los que
nos encontramos todos nosotros. No hay en literatura drama más
satisfactorio que la caída de Humpty Dumpty.
― 57 ―
amigo que me tire de la manga de mi túnica, me incorpore y comience:
“No era tan brillante aquel día el aspecto del nueve de Mudville”.» Hopper
sostenía que se trataba en verdad del único gran poema cómico que ha es-
crito un norteamericano. «Es una síntesis tan perfecta de nuestro juego na-
cional de hoy en día como lo era cuando cada jugador se bebía su café en
una taza especial. En toda liga, pequeña o grande, hay uno o más Casey, y
no pasa un solo día de la temporada en que, en algún campo, no tenga lugar
esta misma suprema tragedia, tan severa como Aristófanes en su momento.
Su originalidad consiste en que no sólo es divertido e irónico, sino también
excitantemente dramático, con un suspense cuya construcción lo lleva
hasta su culminación perfecta. No hay un solo verso pobre o débil en los
cincuenta y dos que componen el poema.»
Detengámonos un momento para mencionar ciertas ironías. Aunque
Hopper era famoso en su día como estrella de ópera cómica, hoy se lo re-
cuerda por tres cosas: 1) porque Hedda Hopper fue la quinta de sus seis
mujeres, 2) porque William Hopper, su único hijo con Hedda, encarnó a
Paul Drake en la serie de televisión Perry Mason, y 3) porque fue el hom-
bre que recitó Casey.
Más irónico resulta sin embargo que Gunter —que escribió treinta y
nueve novelas, incluso un best-seller titulado Mr. Barnes of New York—
pasara a la inmortalidad terrena sólo por haberle tocado en suerte recortar
Casey de un periódico y proporcionárselo a Hopper. No hemos de subesti-
mar esto último. «Es demasiado fácil reconocer una obra maestra una vez
ha sido cuidadosamente limpiada, bellamente enmarcada y colgada de un
sitio visible y certificada por expertos», dice Burton Stevenson, un crítico
que ha realizado diversas antologías poéticas, en alusión específica a Gun-
ter y Casey. «Pero tropezar con ella, cubierta de polvo, en una buhardilla
mohosa, desenterrarla de una pila de trastos viejos y tenerla por un objeto
bello, es algo que sólo puede realizar un auténtico entendido.»
Gunter era un entendido, pero fue Hopper quien hizo famoso el poema.
Por todos los Estados Unidos, los periódicos y las revistas comenzaron a
publicarlo. Nadie sabía quién era «Phin». Los editores, o bien pasaban to-
talmente por alto el nombre, o bien lo sustituían por el propio o por uno
ficticio. Se perdieron estrofas. Hubo impresores que reelaboraron versos y
editores que se imaginaban capaces de mejorar el original y que reescri-
bieron versos enteros. Era muy raro que dos versiones impresas del poema
― 58 ―
fueran auténticas. En la primera reimpresión, en el New York Sporting Ti-
mes del 29 de julio de 1888, se cambió Mudville por Boston y el nombre
de Casey por Kelly, en honor a Mike («King») Kelly, una famosa estrella
de Chicago que el equipo de Boston había contratado poco antes.
Después del banquete, en una de las reuniones de antiguos alumnos de
Harvard, en el año 1895, Thayer recitó Casey y pronunció un elocuente
discurso, teñido de irónico humor y de tristeza. (Figura impreso, junto con
Casey, en Harvard University, Class of 1885: Secretary's Report, N.° V,
1900, págs. 88-96.) El énfasis de su discurso recayó en la idea de que el
mundo no resulta ser el paraíso que el presuntuoso estudiante de Harvard
se espera. No cabe duda de que el siguiente pasaje no es otra cosa que una
manera aproximada de decir que es fácil errar el tercer golpe:
Damos hoy una aplicación mucho más amplia a esa feliz expre-
sión del jurado que dice: «circunstancias atenuantes». Hemos des-
cubierto que jugar el partido es muy diferente a mirar cómo lo jue-
gan otros, y que, en el fragor de la batalla, hay espléndidas teorías
que, aunque aceptadas por los combatientes, corren el riesgo de ser
olvidadas. Hemos llegado a una edad, aquellos de nosotros a quie-
nes la fortuna nos ha otorgado un puesto en la lucha por la vida, en
que, golpeados, aplastados y abofeteados por los latigazos de la cola
del dragón, comenzamos a apreciar que, después de todo, el anciano
no era aquel maldito loco que pensábamos. Vimos que nuestros pa-
dres peleaban con el mismo dragón y pensamos, aunque nunca
enunciáramos la idea en voz alta: «¿Por qué no lo golpea en la ca-
beza?». Hoy, camaradas, sabemos por qué. Hemos golpeado al dra-
gón en la cabeza y hemos visto la sonrisa del dragón.
― 59 ―
Los versos deben su existencia a mi entusiasmo por el béisbol
universitario, no como jugador, sino como aficionado. [...] En reali-
dad, el poema no tiene base real. El único Casey efectivamente im-
plicado —me acuerdo muy bien de él— no jugaba al béisbol. Era
un enorme muchacho irlandés, de carácter cerrado, de mis años de
la escuela secundaria. Cuando estaba en el bachillerato, componía
e imprimía una hojita pequeñísima, de menos de dos por tres pul-
gadas. En una ocasión me atreví a burlarme de este Casey. A él no
le gustó y me lo dijo. Mientras hablaba, sus manos enormes, rojas,
apretadas, tenían los nudillos blancos. El nombre de Casey nunca
volvió a aparecer en la Monohippic Gazette. Pero sospecho que el
incidente, muchos años después, me sugirió el título del poema. Fue
una pulla arriesgada. Dios me proteja de que aquel Casey me coja
alguna vez.
Hacia 1900, en los Estados Unidos casi todo el mundo había oído o
leído el poema. Nadie sabía quién lo había escrito. Durante años fue atri-
buido a William Valentine, redactor local del Sioux City Tribune, Iowa. Un
tal George Whitefield D’Vys, de Cambridge, saltó orgullosamente a la pa-
lestra para proclamar su autoría, e incluso firmó un documento a ese efecto
y lo registró ante notario. En 1902, A Treasury of Humorous Poetry, en
edición de Frederic Lawrence Knowles, atribuyó el poema a un tal Joseph
Quinlan Murphy. Hasta el día de hoy nadie sabe quién pudo haber sido
Murphy, si realmente existió, ni qué llevó a Knowles a suponer que había
escrito Casey.
Ni el propio Hopper supo quién había escrito la balada hasta alrededor
de cinco años después de que comenzara a recitarla. Una noche, tras haber
declamado el poema en un teatro de Worcester, recibió una nota que lo
invitaba a un club local para encontrarse con el autor de Casey. «Sobre los
detalles de la fiesta que vino a continuación —dijo más tarde Hopper—
correré un tupido velo.» Sin embargo, desveló que los miembros del club
habían persuadido a Thayer de que se pusiera en pie y recitara Casey. Hop-
per declaró que fue la peor declamación del poema que jamás había oído.
«En un suave y melifluo susurro harvardiano [Thayer], imploraba a Casey
que asesinara al árbitro, de modo que no infundía más énfasis a ese grito
de salvaje ira animal que el que sugeriría un tanque que se desplazara sobre
una alfombra de terciopelo con las orugas cubiertas de goma.»
― 60 ―
Thayer permaneció muchos años en Worcester, donde hizo todo lo po-
sible para complacer a su padre al frente de una de las fábricas de la familia.
Siempre fiel a sí mismo, estudiaba filosofía en las horas libres y leía lite-
ratura clásica. Era un hombre de contextura ligera, hablar suave y con ten-
dencia a la sordera en su madurez (usaba un audífono), siempre gracioso,
encantador y modesto.
Aunque en 1896 escribió cuatro o cinco baladas cómicas más para el
New York Journal de Hearst, siguió teniendo una pobre opinión de su poe-
sía.
«Durante mi breve relación con el Examiner —escribió Thayer en
cierta ocasión— desplegué una inagotable falta de criterio, tanto en prosa
como en verso, al intervenir en todas las facetas del periódico, desde los
anuncios a los editoriales. En su calidad general, Casey (al menos a mi
juicio) no es mejor ni peor que la mayor parte del resto del material. Esta
moda tan persistente es lisa y llanamente inexplicable, y sería difícil decir,
teniendo en cuenta todo lo ocurrido, si ha sido para mí más motivo de pla-
cer que de fastidio. La permanente disputa por la autoría, disputa de la que
he tratado de mantenerme alejado, me ha llenado ciertamente de disgusto.»
A lo largo de su vida, Thayer se negó a discutir honorarios por la publica-
ción de Casey. «Lo único que pido es que no se me vuelva a recordar ese
asunto», dijo una vez a un editor. «Haga usted lo que quiera.»
Puesto que nunca se sintió feliz en el negocio familiar de la industria
lanera, Thayer terminó por abandonar por completo el trabajo. Tras unos
años de viaje por el extranjero, en 1912 se retiró a Santa Bárbara, Califor-
nia. El año siguiente —tenía a la sazón cincuenta— se casó con la señora
Rosalind Buel Hammett, viuda de St. Louis. No tuvieron hijos.
Thayer se quedó en Santa Bárbara hasta su muerte en 1940. Los amigos
decían que hacia el final de su vida suavizó un poco su despectiva actitud
respecto de Casey. Por entonces, incluso profesores de inglés, sobre todo
William Lyon Phelps, de Yale, habían saludado el poema como una autén-
tica obra maestra nacional. «La psicología del héroe y la psicología de la
multitud no dejan nada que desear», escribía Phelps en What I Like in Poe-
try, Scribner’s, 1934. «Hay más conocimiento de la naturaleza humana en
este poema que en muchas obras de psiquiatría. Además, es una tragedia
del Destino. No hay nada tan estúpido como el Destino: es una tragedia
centrífuga, por la cual se desplaza la atención del sino de Casey a lo uni-
versal. Pues ésa es precisamente la maldición que pesa sobre la humanidad:
― 61 ―
nuestra capacidad para realizar cualquier acto funciona inversamente a la
intensidad de nuestro deseo.»
Thayer asistió a una reunión de su promoción en Harvard en 1935. Los
amigos contaron luego que no había podido disimular la emoción cuando
vio a un compañero de estudios que llevaba una gran pancarta que decía:
«¡Un hombre del 85 escribió Casey!».
El poema de Thayer también tuvo música. La escribió Sidney Homer y
la editó G. Schirmer, Nueva York, 1920. (La partitura lleva el título general
de Six Cheerful Songs to Poems of American Humor. «Casey» es el n. 3.)
Hubo dos películas mudas sobre Casey. La primera la protagonizó el pro-
pio Hopper en el papel del poderoso bateador. Fue producida por Fine
Arts-Triangle y se estrenó el 22 de junio de 1916. (En The Triangle, vol.
2, 17 de junio de 1916, pueden encontrarse escenas de esta película.) El 17
de abril de 1927, Paramount estrenó un remake, con Wallace Beery en el
papel principal (flanqueado por Ford Sterling y Zasu Pitts). Aún recuerdo
a Beery, con el bate en una mano y la jarra de cerveza en la otra, que gol-
peaba la bola con tanta fuerza que otro jugador tenía que montar a caballo
para recuperarla. Una producción en dibujos animados de Walt Disney del
año 1946, Make Mine Music, incluye el famoso fallo, mientras Jerry Co-
lonna recita en off la balada de Thayer. (Desde 1960 está disponible en la
Encyclopedia Britannica Films.) En 1953, Disney filmó un corto de dibu-
jos animados con el título de Casey Bats Again. Cuenta cómo Casey orga-
niza un equipo de béisbol de chicas y luego, para salvar el partido en un
momento de apuro, se viste de mujer y sale a batear en la carrera decisiva.
La continuación y la reelaboración más importantes de la historia de
Casey es una ópera, The Mighty Casey, cuyo estreno mundial tuvo lugar
en Hartford, Connecticut, el 4 de mayo de 1953.9 William Schuman, que
escribió la música, es actualmente el presidente del New York City’s Lin-
coln Center for the Performing Arts. Había sido un aficionado al béisbol
desde su niñez, en la parte alta del West Side neoyorquino. Al llegar a la
adolescencia había pensado seriamente en hacerse jugador profesional. «El
béisbol fue mi juventud —escribió—. De haber sido mejor catcher, jamás
me habría convertido en músico.» Pero en la veintena se impuso el amor a
9
Esta producción, con Louis Venora en el papel mudo de Casey, corrió a cargo de la Julius
Hartt Opera Guild. Además de la crítica de The New York Times, que se menciona más ade-
lante, véanse otras críticas en Time, vol. 60, 18 de mayo de 1953, pág. 61, y Musical America,
vol. 73, junio de 1953.
― 62 ―
la música, y hacia 1941 (tenía a la sazón treinta y un años) su Tercera
Sinfonía lo elevó al nivel de los principales compositores de los Estados
Unidos. De 1935 a 1961 fue presidente de la Juilliard School of Music, y
desde 1962 fue director del Lincoln Center. Jeremy Gury, que escribió el
libreto The Mighty Casey, fue vicepresidente y director artístico de Ted
Bates & Company, Nueva York, a partir de 1953. Antes de dedicarse a la
publicidad había sido jefe de edición de Stage Magazine. Escribió una
cierta cantidad de libros infantiles (The Round and Round Horse, The Won-
derful World of Aunt Trudy, y otros) y una obra de teatro (con música de
Alex North), The Hither and Thither ofDanny Dither.
Como se advierte, The Mighty Casey es el producto de dos conocidos
entusiastas del béisbol, que difundieron el mito de Casey con tan tierna
intuición, con tan cabal apreciación de los matices de la balada de Thayer,
que ningún admirador de Casey vaciló un instante en agregar la ópera al
catálogo de Casey. Es una pena que Thayer no viviera para verla. Los de-
talles de la intriga se funden de forma tan natural con el poema que se tiene
de inmediato la sensación de que «por supuesto, así tienen que haber ocu-
rrido las cosas».
Mudville juega con el Centerville por el campeonato estatal de la Liga
Interurbana. En las gradas, mirando el patio decisivo, se encuentran dos
seguidores de la gran liga. La novia de Casey, Merry, sabe que si Casey
tiene una buena actuación en el partido dejará Mudville para siempre; pero
ella lo quiere lo suficiente como para rezar, en la última mitad del noveno
juego, para que Flynn y Blake no impidan batear a su héroe. Mientras el
fatídico partido se representa como una lenta pantomima, él recita íntegra-
mente el poema de Thayer (una versión deformada —¡ay!—, pero com-
prende dos cuartetos nuevos de Gury). El lanzamiento final se hace al ra-
lentí, una ominosa escena onírica que comienza apenas Fireball Snedeker
(¿cómo podía llamarse de otro modo al lanzador del Centerville?) envía la
esfera cubierta de cuero. El trágico impulso de Casey crea un monstruoso
viento que sopla sobre la multitud en la tribuna principal, mientras el gran
quejido que surge de la orquesta se apaga hasta terminar en un silencio
mortal. La multitud, cual coro griego, canta «Oh, Somewhere» —la última
estrofa del poema— mientras Casey se retira lentamente. A lo largo de
toda la ópera, cuya duración es de una hora y veinte minutos, Casey no
― 63 ―
pronuncia una sola palabra. «Tuvimos sencillamente la sensación —expli-
can los autores en el libreto— de que alguien con esa naturaleza divina, no
debía hablar. La grandeza de Casey está por encima de las meras palabras.»
The Mighty Casey espera aún una producción a gran escala en la ciudad
de Nueva York. (No es fácil poner en escena una ópera breve que requiere
una orquesta de cuarenta instrumentos y un coro de cincuenta voces.) Tras
la única representación de The Mighty Casey en Hartford, hubo una pro-
ducción de la CBS para la televisión incluida en el show «Omnibus», el 6
de marzo de 1955,10 que luego fue representada por pequeñas compañías
en San Francisco, Annapolis y otros lugares. También se realizaron varias
adaptaciones en Japón, país amante del béisbol. Harold C. Schonberg, en
su crítica de la versión de Hartford en The New York Times del 5 de mayo
de 1953, pág. 34, calificaba la música de «viva, divertida, irónica». Le pa-
recía que la «línea melódica de Schuman, seca y a menudo áspera, con
todas sus séptimas y novenas mayores, su austera armonía y su intensidad
rítmica», no se adaptaba bien a la «agradable fabulilla». Quizás el crítico
musical del The New York Times no era un aficionado al béisbol. ¡Agrada-
ble fabulilla! Casey no es una fabulilla ni es agradable. Es una obra trágica
y titánica. Después de todo, tal vez la intensa música de Schuman no sea
tan inapropiada.
Alrededor del cambio de siglo se imprimieron diversos ejemplares de
bolsillo del poema, con ilustraciones, todos en rústica y de mala calidad.
Sólo en 1964 apareció Casey en ediciones cuidadosamente ilustradas y en-
cuadernadas. Todavía no he visto dos impresiones exactamente iguales del
poema. El libro de Franklin Watts, de 1964, se aproximaba más al original
que cualquier otra versión, pues sigue palabra por palabra la primera edi-
ción, salvo la corrección de dos evidentes errores tipográficos y, de vez en
cuando, una puntuación más depurada.
¿Cómo se explica la imperecedera popularidad de Casey? No es poesía
de gran calidad. Fue escrito de una manera muy descuidada. Hay partes del
poema que son auténticamente chabacanas. Sin embargo, es casi imposible
leerlo varias veces sin recordar de memoria pasajes enteros, y hay versos
de expresión tan perfecta, dada la intención del poema, que no se puede
10
El espectáculo «Omnibus» presentaba a Danny Scholl como Casey y a Elise Rhodes como
Merry. El 4 de marzo de 1955 apareció en el New York Herald Tribune un avance del mismo,
con ilustraciones. Harold C. Schonberg hizo la crítica de «Omnibus» para The New York Ti-
mes, 7 de marzo de 1955.
― 64 ―
imaginar ningún cambio, ni siquiera de una sola palabra, que los mejoren.
T. S. Eliot admiraba la balada e incluso escribió una parodia acerca de un
gato, Growltiger’s Last Stand, en donde se recogen muchos versos de Tha-
yer.11
Tal vez el secreto del poema pueda encontrarse en la autobiografía de
George Santayana, otro famoso filósofo de Harvard. Santayana fue uno de
los redactores de Thayer en Lampoon. «El hombre que dio el tono a Lam-
poon en esa época —escribe Santayana— fue Ernest Thayer. [...] Parecía
un hombre distante, y su talante no era precisamente tan alegre como el de
Mercucio, sino curioso y caprichoso, como si viera siempre los bordes ro-
tos de las cosas que parecían enteras. Había cierta oscuridad en sus juegos
de palabras, así como una sensación (que yo compartía) de que el lado ab-
surdo de las cosas es patético. Es probable que ninguna de sus actuaciones
posteriores confirme lo que acabo de decir de él, porque en esa época la
vida norteamericana se estaba volviendo desfavorable a todo tipo de dife-
renciaciones personales, y una especie de caracterización común suavizaba
y redondeaba los guijarros de formas extrañas.»12
11
Esta balada (en Old Possum’s Book of Practical Cats, de Eliot, Hartcourt, Brace and Co.,
1939) relata la caída de un gran gato pirata tuerto, Growltiger, «El Terror del Támesis». Gro-
wltiger persigue sus malos propósitos recorriendo el río arriba y abajo en una barcaza. Pero
una suave noche de luna, mientras la barcaza está anclada en Molesey y los ruines miembros
de su tripulación o bien duermen o bien empinan el codo en pubs cercanos, lo arrincona una
banda de gatos siameses y, para su desesperación, le imponen el castigo marinero de caminar
por la pasarela hasta caer al agua y ahogarse:
He who a hundred victims had driven to that drop,
At the end of all his crimes was forced to go ker-flip, ker-flop.
Las catorce estrofas de la balada siguen el esquema rítmico yámbico heptámero de Casey. La
estrofa final comienza así: «¡Oh, había alegría en Wapping...». (Wapping, junto al Támesis,
es una monótona sección de la dársena de Stepney, un distrito del este de Londres. Sus habi-
tantes —en su mayoría estibadores, marineros y mano de obra fabril— son conocidos como
wappingers. Boswell hace referencia a una ocasión en que Samuel Johnson hablaba de «la
maravillosa extensión y variedad de Londres, y observaba que quienes fueran un poco curio-
sos podían ver en la ciudad modos de vida que muy pocos podían siquiera imaginar. El en
particular nos recomendaba explorar Wapping...» Es lo que hizo Boswell. Pero agrega: «...
ya fuera debido a la uniformidad que presenta en los tiempos modernos, que, en gran medida,
se extiende por toda la metrópolis, ya a una necesidad personal de actividad, quedamos de-
cepcionados».)
12
Santayana, Persons and Places, Scribner’s, 1943, pág. 197. El hecho de que Santayana no
mencione Casey puede explicarse, en parte, por su evidente preferencia por el fútbol con
respecto del béisbol.
― 65 ―
Pero Santayana se equivocaba. Hubo algo que sí lo confirmó: Casey.
Precisamente la mezcla de lo absurdo y lo trágico es lo que subyace en el
corazón mismo del notable poema de Thayer. Casey es el gigante del béis-
bol que, en su virtual momento de triunfo, falla. Una figura patética pero
cómica, debido a la suprema arrogancia y confianza con que se aproxima
a la base del bateador.
13
Estas observaciones de Thayer aparecen citadas en su obituario, en Santa Barbara (Cali-
fornia) News-Press, 22 de agosto de 1940.
― 66 ―
Es difícil predecir el juicio de la posteridad. La carrera de escritor de
Thayer no falló. Dio un golpe magnífico: Casey at the Bat. Y mientras en
esta vieja tierra de Mudville se juegue al béisbol, el aire se estremecerá una
y otra vez con la fuerza del golpe de Casey.
― 67 ―
10. ILUSIONES DE LA TERCERA DIMENSION
― 68 ―
No obstante, si mantiene un ojo cubierto durante varios minutos y luego
lo destapa, el aumento de la percepción de profundidad es asombroso. Lo
que explica esto, naturalmente, es que cada ojo ve el mundo desde un án-
gulo distinto. Su ojo izquierdo ve más el lado izquierdo de un objeto, y su
ojo derecho ve más el lado derecho. Cuanto más cerca esté un objeto, más
familiaridad tendrá usted con él. Su cerebro funde las dos imágenes sepa-
radas para producir una fuerte sensación de profundidad. Esta ilusión bi-
nocular es, precisamente, lo que se llama estereoscopia, que es lo que habrá
que simular si el cine y la TV llegan algún día a ser verdaderamente tridi-
mensionales.
¿Cómo conducen los ojos la información al cerebro? El proceso es ex-
traordinariamente fantástico. Hasta que Newton sugirió lo contrario, se
creía que todos los nervios ópticos iban a desembocar en el mismo lado del
cerebro. Ahora sabemos que los nervios se cruzan, pero de manera tan ex-
traña que los biólogos todavía se preguntan por qué se ha producido tal
evolución. Todas las fibras nerviosas del lado izquierdo de cada retina van
al hemisferio cerebral izquierdo y todas las del lado derecho, al hemisferio
derecho. Pero la cosa es mucho más complicada. Dado que los cristalinos
ponen las imágenes al revés en cada retina, todo el lado izquierdo del
campo visual desemboca en el hemisferio derecho, y todo el lado derecho,
en el izquierdo. Una grieta completamente invisible recorre verticalmente
el campo visual. ¡El cerebro derecho «ve» todo lo que está a la izquierda
de esa línea; y el cerebro izquierdo, todo lo que está a la derecha!
La manera en que el cerebro funde las dos corrientes de impulsos para
crear un mundo sólido y sin costuras, «allí fuera», sigue siendo un misterio
absoluto. Hubo un tiempo en que se pensó que los millones de fibras ópti-
cas acudían a regiones únicas en cada hemisferio cerebral para crear pe-
queños «mapas» del mundo. Pero no. Las fibras conducen en realidad a
regiones muy ampliamente esparcidas en el cerebro medio y la corteza ce-
rebral. No hay mapas. Sólo un proceso increíblemente complicado de in-
formación codificada, transmisión e interpretación que nadie comprende.
Para el primer intento de simular la visión binocular se utilizó el este-
reoscopio. Fue inventado en 1833 por Sir Charles Wheatstone, un físico
inglés. Cuando se colocaron dos espejos en ángulo recto, cada ojo pudo
ver por separado las dos imágenes en lados opuestos del artilugio. Si bien
los cuadros representan lo que normalmente vería en cada ojo, el cerebro
los mezcla y de ello resultan vigorosos estereoscopios.
― 69 ―
En 1978, cuando el Museo Guggenheim de Manhattan presentó la pri-
mera exhibición pública de pintura estereoscópica, se hizo precisamente
de esta manera. Salvador Dalí había creado dos cuadros casi idénticos ti-
tulados «Dalí levantando la piel del Mediterráneo para mostrar a Gala el
nacimiento de Venus». Los visitantes caminaban hacia dos grandes espejos
que formaban un ángulo de unos sesenta grados. Los reflejos de ambas
pinturas se movían lentamente para convertirse en un cuadro en tres di-
mensiones cuando la nariz llegaba casi a tocar el rincón de los espejos. El
sistema óptico había sido inventado por un amigo de Dalí que vivía en
Manhattan, Roger de Montebello, experto en estereoscopia, que tenía sus
propios medios patentados de proporcionar fotos en 3D de gran angular.
Dalí realizó muchas pinturas estereoscópicas una vez que Montebello le
mostró cómo hacerlas.
Wheatstone descubrió que cuando hacía girar los cuadros en su este-
reoscopio se producían extrañas inversiones en la profundidad. Esto lo
llevó a su invención del «seudoscopio» para mirar el mundo a través de
prismas que intercambiaban los campos visuales de los ojos. El resultado
fue mágico. Las esferas parecían cóncavas. Los objetos huecos se volvían
convexos. Una canica que rueda dentro de un bol parecía rodar alrededor
de una colina hasta que se detenía en la cumbre.
Cuando se ven rostros a través del seudoscopio, ¿se los ve como si se
los mirara desde dentro? No. La visión es un proceso por el cual el cerebro
forma inconscientemente hipótesis acerca del mundo y luego selecciona
rápidamente la que considera mejor a la luz de la totalidad de la experiencia
personal y (tal vez) de la herencia genética. Puesto que nunca vemos gente
con rostros que semejen el interior de unas máscaras, nuestra mente es in-
capaz de hacer retroceder la nariz aun cuando sea así como se ve en un
seudoscopio. En un seudoscopio, una estatua de una persona dentro de un
nicho en un muro se conserva normal, ¡aun cuando el nicho se invierta y
la estatua parezca salirse de la pared! Por otro lado, la parte posterior de
una máscara tiene el mismo aspecto que una cara normal en un seudosco-
pio. En verdad, para la mente es tan fácil invertir un rostro cóncavo que
cuando se ven máscaras a distancia por su lado posterior, resulta difícil no
verlas convexas.
Lamento no haber comprado un busto invertido de Jesús, en mármol y
bellamente pintado, que vi hace muchos años en las ofertas de una tienda
de antigüedades. Cuando se pasa junto a él, parece que gire la cabeza, de
― 70 ―
tal modo que da la impresión de que los ojos siguen nuestro movimiento.
Intente el lector colgar en la pared: 1) una máscara de goma a la que pre-
viamente se haya vuelto el interior hacia afuera y cortada por la mitad, de
tal modo que se vea el lado pintado, ahora cóncavo, o bien 2) una máscara
de plástico que se vea completamente desde atrás. Es mejor que la máscara
esté ligeramente inclinada hacia atrás, en la parte de arriba de la pared e
iluminada desde abajo. Cierre un ojo y muévase de un lado a otro. El rostro
parecerá normal y dará la impresión de girar mientras usted se mueve.
― 71 ―
En los últimos años muchas investigaciones han experimentado acerca
de la capacidad del cerebro para invertir la apariencia de objetos familiares
convexos que se presentan como estructuras cóncavas. El Paso Science
Center, de Texas, proporciona una ilusión de este tipo en cartulina, dise-
ñada en 1980 por Fred y Ellen Duncan. Se corta y se pliega la cartulina
para formar tres caras de un cubo con manchas negras en el lado interior
de las caras. Si se sostiene de tal modo que el lado cóncavo quede frente a
nosotros y se mira con un solo ojo en el rincón donde se encuentran las
caras manchadas, muy pronto el cubo se transformará en nuestra mente y,
convirtiendo lo interior en exterior, parecerá normal. Cuando se mueve la
mano, el cubo parece girar en sentido contrario. Una cartulina parecida di-
señada por el mago Jerry Andrus —a la que Andrus llama un «parabox»—
se pliega para asemejarse a un cajón de madera. El parabox y otras notables
ilusiones pueden obtenerse directamente de Andrus escribiéndole al 1638
East First Avenue, Albany, OR 97391.
Duncan, Andrus y otros han descubierto que con un modelo de una casa
con el interior hacia afuera se obtiene una versión extraordinariamente in-
tensa de esta ilusión. Fotocopie la casa de la figura 10.3 (basada en un
modelo de Andrus), móntela en cartulina y luego recórtela. Corte por la
línea AB. Pliegue hacia adelante sobre las líneas BC, BD y BE, que que-
darán hundidas. Pegue la aleta triangular a la parte posterior del techo, de
manera que el frente y el lado de la casa formen un ángulo recto.
― 72 ―
Coloque la casa en un estante exactamente a la altura de los ojos. Pón-
gase a unos tres metros de distancia y observe el modelo con un ojo. Ape-
nas se opere su transformación a la normalidad, camine hacia un lado
(manteniendo un ojo cerrado); verá usted que la casa vuelve a adoptar el
aspecto incorrecto. Una vez que se ha habituado a «mantener» la percep-
ción invertida, vuelque el modelo sobre su parte posterior y sosténgalo en
la palma de la mano. Mírelo con un ojo. Incline la mano de diferentes ma-
neras. El conflicto entre lo que se ve y lo que se siente es indescriptible.
«¿Qué sucede si corta usted dos lados de la puerta y la abre usted un poco
hacia afuera? ¿Y si empuja usted medio lápiz a través de una de las venta-
nas?»
― 73 ―
en color se ven estereoscópicamente a través de pequeños aparatos de plás-
tico, pero se siguen coleccionando con avidez las viejas cartulinas este-
reoscópicas.
Cuando apareció el cinematógrafo, de inmediato resultó evidente que
se podía hacer que sus imágenes fueran estereoscópicas. Hacia el final de
la era del cine mudo se otorgaron centenares de patentes a tales sistemas,
algunos de los cuales presentaban en la pantalla las dos imágenes una junto
a la otra, mientras que otros las superponían. Todo era muy poco práctico,
pues requería fastidiosos aparatos que había que usar en la cabeza o bien
que había que montar delante de cada asiento de la sala.
Un sistema muy extraño —dio lugar a multitud de patentes— alternaba
en la pantalla las imágenes de las escenas de la izquierda y la derecha. A
fin de que cada ojo viera solamente las imágenes que le correspondían, los
espectadores miraban a través de ruidosos aparatos o gafas que contenían
discos rotatorios y obturadores oscilantes que, sincronizados con el pro-
yector, bloqueaban los ojos de manera alternada. Hace unos años se dise-
ñaron gafas de este tipo que sólo producían un ligero zumbido, las cuales
operaban más por efecto piezoeléctrico que de modo mecánico.
El primer recurso práctico para eliminar los costosos equipos de visión
fue la aplicación de un descubrimiento de la década de 1850, que empleaba
filtros de colores complementarios. Las imágenes para un ojo se proyectan,
digamos, a través de un filtro rojo; las otras, a través de uno verde. Ambos
colores se superponen sobre la misma pantalla, pero, cuando se los ve a
través de esas gafas rojo-verdes que ya resultan familiares, cada color re-
sulta eliminado para uno u otro ojo. El cerebro funde las imágenes rojas y
verdes para producir un cuadro con profundidad.
El primer film tridimensional que empleó el método «anaglífico»,
como se le llamaba, fue uno de 1922 titulado The Power of Love. En los
años treinta y cuarenta se produjeron algunos otros anaglíficos igualmente
toscos, que provocaron muchísimas fatigas oculares. Pronto este sistema
fue sustituido por otro mucho mejor, basado en los filtros polarizados que
desarrolló E. H. Land. Los films de la derecha y de la izquierda se proyec-
tan a través de filtros polarizados con sus ejes de polarización en ángulo
recto. Las gafas del espectador han polarizado filtros de orientación simi-
lar, de modo que cada filtro bloquea la luz que proviene de uno de los films
proyectados y deja que la luz proveniente del otro film alcance el otro ojo.
El sistema permite la visión estereoscópica a todo color.
― 74 ―
El primer largometraje realizado para visión polarizada fue Bwana De-
vil (1952), protagonizado por Robert Stack. Los años siguientes vieron la
producción de más de cincuenta películas polarizadas y casi otros tantos
cortos y dibujos animados. Lo que más dinero producía era los films de
terror, como Los crímenes del museo de cera y La mujer y el monstruo.
Muchas de estas películas, al igual que Crimen perfecto, de Hitchcock,
también se distribuían para visión normal. (El público que las veía en una
versión plana, se llenaba de asombro ante el movimiento casi permanente
de los objetos ante la cámara.) Los largometrajes polarizados gozaron de
un breve período de moda, incluso con una racha de libros anaglíficos de
cómics, antes de que la novedad quedara olvidada. Se encontrará un catá-
logo completo de películas y libros de cómics tridimensionales en Amazing
3-D (1982), de Hal Morgan y John Symmes, junto con gafas anaranjadas
y azules para ver todas las ilustraciones de los libros. En los últimos años
se han producido para visión polarizada ciertas películas clasificadas X y
pornográficas.
Por supuesto, la tercera dimensión polarizada no puede transmitirse por
televisión, pero James Butterfield ha desarrollado un proceso que convierte
las viejas películas polarizadas en vídeos para visión anaglífica. En 1980,
la televisión por cable exhibió La bella del Pacífico, de Rita Hayworth,
para visión anaglífica en ciudades seleccionadas de los Estados Unidos, y
más recientemente se han adaptado para televisión otras películas polari-
zadas.
El método más peculiar para simular profundidad en las pantallas, aun-
que sólo para imágenes en movimiento horizontal, se basa en una ilusión
muy poco conocida, llamada péndulo de Pulfrich. Es muy fácil de demos-
trar. Se ata un objeto a un extremo de una cuerda. Se pide a alguien que lo
balancee mientras uno lo observa con un vidrio oscuro sobre un ojo. (Bas-
tarán unas gafas de sol, o un papel de celofán de color, o incluso un naipe
o una tarjeta con un agujerito de alfiler.) Mantenga ambos ojos abiertos y
mire al fondo, no al objeto que oscila. A menos que en usted un ojo domine
ostensiblemente sobre el otro, verá que el objeto describe una elipse. Cam-
bie el vidrio oscuro al otro ojo; el objeto girará en sentido contrario.
Sustituyamos el artificio de Pulfrich por unas gafas de sol con un solo
vidrio. Póngaselas mientras va como pasajero en un coche en movimiento
y encontrará que la velocidad del coche parece diferente según por qué
lado mire. Allí donde la velocidad parece menor, las casas y los árboles
― 75 ―
parecen más grandes de lo normal. En el otro lado, parecen haberse empe-
queñecido notablemente. Instálese en la acera y vea cómo los carriles del
tráfico se curvan. Cuando se ve la «nieve» de la televisión a través de las
gafas de Pulfrich, se ven dos capas de puntos que se desplazan en sentido
contrario.
El efecto Pulfrich fue descubierto alrededor de 1920 por Carl Pulfrich,
un físico alemán que no pudo experimentar la ilusión porque había perdido
un ojo en un accidente. Sobre la base de los datos suministrados por sus
ayudantes, en 1922 escribió un artículo en el que conjeturaba correcta-
mente lo que ahora se reconoce como causa del fenómeno. Las imágenes
oscurecidas en la retina requieren un microsegundo más que las brillantes
para llegar al cerebro. En consecuencia, el ojo que está detrás del vidrio
oscuro ve un objeto móvil en la posición que tenía en un ligerísimo pasado
respecto de la imagen de la otra retina. Si el movimiento es horizontal, el
cerebro interpreta estereoscópicamente las imágenes fundidas.
En los Estados Unidos, a mediados de los sesenta, podían verse los
anuncios de unas gafas milagrosas de las que se decía que agregaban re-
lieve a las películas y a la televisión. Lo que podía adquirirse por 9,95 dó-
lares eran unas gafas de sol baratas de Pulfrich. Durante muchos años, la
televisión de Tokio exhibió dibujos animados que debían contemplarse con
gafas de Pulfrich. Las intrigas se planificaban con astucia a fin de que hu-
biera mucha acción horizontal y crear así la profundidad adecuada a la lí-
nea argumental.
Ha habido muchos otros sistemas de 3D que desarrollaron compañías
que esperaban de ello un gran éxito comercial. El sistema DOTS (siglas de
Digital Optical Technology Systems) coloca objetos próximos y lejanos
ligeramente desenfocados, con franjas de color rojo-verde, aunque la ima-
gen misma sea de color natural. La película se observa con gafas ligera-
mente coloreadas de rojo-verde.
En Chapin, Carolina del Sur, CJM Associates está desarrollando un sis-
tema poco común, llamado Visidep.
Las siglas corresponden a las iniciales de los tres inventores: los físicos
LeConte Cathey y Edwin R. Jones y el especialista en medios de comuni-
cación y arte, Porter McLaurin, todos ellos profesores de la Universidad de
Carolina del Sur, Columbia. Su técnica no requiere modificaciones del
equipo de proyección ni del plato de televisión, y con ella se puede ver sin
― 76 ―
ninguna ayuda visual. La verdad es que la ilusión de profundidad sólo es
muy intensa para una persona con un solo ojo.
Visidep se basa en el hecho de que cuando uno mueve la cabeza, los
objetos cercanos se alteran más que los lejanos. Se ha diseñado una inge-
niosa cámara para crear sobre la película o la cinta de vídeo una ligera
agitación de imágenes, agitación que tiene su punto máximo para los obje-
tos muy cercanos, y que disminuye permanentemente a medida que au-
menta la distancia. El fondo permanece inmóvil. La agitación distrae, pero
los inventores tienen un método, que no quieren desvelar hasta no haber
obtenido las patentes, que la reducirá. La simulación de profundidad es
notable, aun cuando no se produzca de modo binocular. Se adapta magní-
ficamente al vídeo y a la gráfica informática, para desarrollar modelos de
moléculas y otras estructuras geométricas sólidas. En agosto de 1982 se
exhibieron en el ABC Evening News, por primera vez, cintas de vídeo ba-
sadas en este sistema.
Un sistema mucho más antiguo de «visión a ojo descubierto», sobre la
base de la auténtica estereoscopia, se emplea en las vallas publicitarias en
las que aparecen señoritas que parpadean mientras uno pasa junto a ellas.
El sistema sirve también como base para tarjetas postales tridimensionales,
tarjetas de felicitación y posters. Y hasta hay maneras de imprimir esas
imágenes en revistas. (La primera en hacerlo fue Look en su número del
25 de febrero de 1964.) Las técnicas varían, pero la idea esencial consiste
en dividir dos o más imágenes en bandas verticales que pueden ser finas
como cabellos, entrelazarlas y cubrirlas con un revestimiento plástico de
cordones verticales que hacen las veces de lentes cilíndricas. Si se man-
tiene la cabeza recta, el ojo izquierdo ve sólo las bandas que forman la
imagen para el ojo izquierdo, y lo mismo ocurre con el derecho. Si hay más
de dos imágenes en forma de sierra, uno puede mover la cabeza de un lado
al otro y ver apenas algo más que los objetos cercanos.
Estas hojas «lenticulares», como se las llama, son simplificaciones del
sistema, mucho más antiguo, que expuso en 1908 su inventor, Gabriel Li-
ppmann, físico francés y premio Nobel. Se cubre una hoja de tipo especial
con diminutas «lentes» convexas esféricas, sobre una fotografía de la es-
cena, completa y en miniatura. La técnica de Montebello (antes mencio-
nado) representa un gran progreso con respecto a la de Lippmann. Propor-
ciona verdadera profundidad y permite inclinar la hoja en todas las direc-
ciones sin ningún «salto hacia atrás» de la imagen. Las lentes, de forma
― 77 ―
hexagonal, permiten una imagen tridimensional a todo color, que se puede
examinar desde cualquier ángulo de menos de 90 grados.
La cámara Nimslo, así llamada en honor a su promotor, Jerry Nims, y
al inventor y amigo suyo, el chino Allen Lo, emplea un sistema lenticular
(de cordones). La cámara de tipo instamatic recoge cuatro imágenes con-
tiguas en una película en color de 35 mm, que ha de ser enviada a la sede
central de la firma en Atlanta, donde la revelan. Timex ha invertido 100
millones de dólares en la cámara, que hoy se vende en todos los Estados
Unidos. Sus fotos tienden a parecer recortes de cartulina, pero esto se podrá
remediar con una nueva cámara que tomará seis fotos al mismo tiempo.
Las pantallas cinematográficas con rejillas lenticulares han estado fun-
cionando en diversos cines soviéticos desde 1941, cuando se exhibió en
Moscú la primera película de prueba, Concerto. Pronto le siguieron otros
largo- metrajes, algunos de los cuales se han distribuido para la visión
plana. Los ingenieros soviéticos y los de otros lugares están luchando para
conseguir aplicar técnicas semejantes en televisión, así como también para
desarrollar técnicas completamente diferentes, algunas de las cuales se han
mantenido en secreto. Hoy se comercializa en los Estados Unidos, con el
nombre de SpaceGraph, un nuevo método para desplegar gráficas infor-
máticas en tres dimensiones. Emplea un espejo flexible que vibra rápida-
mente, proyectando imágenes de diferente profundidad en una serie de pla-
nos. Desde cualquier ángulo de visión, las imágenes de la pantalla del or-
denador parecen flotar en el espacio, y no se necesitan gafas especiales.
(Véase Discover, mayo de 1982.) Desgraciadamente, esos y otros sistemas
de visión a simple vista son mucho más complejos y costosos si se usan en
el cine o la televisión.
El último realismo tridimensional, como todo el mundo sabe, es la ho-
lografía. Es imposible distinguir una imagen holográfica, creada sin lentes,
gracias al empleo de rayos láser, de lo que se vería si se mirara la escena
real a través de una ventana. La holografía puede proporcionar el sistema
que finalmente se convierta en normal para el cine y la televisión, pero los
problemas técnicos a superar son enormes. Tratar de predecir cuándo re-
sultará comercialmente provechoso es como tratar de predecir cuándo la
energía solar sustituirá a los combustibles fósiles. Pero, tal como escribió
una vez el gran director cinematográfico ruso Sergei Eisenstein, «es tan
ingenuo dudar de que el cine estereoscópico sea el futuro del cine, como
de que el futuro llegará».
― 78 ―
POSDATA
― 79 ―
Newsweek también informaba de que en 1988 Toshiba introduciría una
cámara de 2.800 dólares para filmar películas tridimensionales para ver
con gafas que contienen obturadores de cristal líquido. Las gafas tienen
conexión alámbrica con una pantalla que alterna rápidamente imágenes del
ojo derecho y del izquierdo. Los obturadores están sincronizados, de tal
modo que el ojo izquierdo ve únicamente la imagen izquierda y el ojo de-
recho únicamente la imagen derecha. Otras firmas japonesas han anun-
ciado sistemas similares, pero, naturalmente, ninguna es aplicable a la emi-
sión de televisión.
― 80 ―
11. LOS ACERTIJOS EN ULISES
Este artículo apareció originariamente en Semiótica 57 (3/4), págs. 317- 330. Esta reimpre-
sión contiene cambios y una posdata.
14
Todos los números de página se refieren a la edición de 1961 de la Modem Library. He
controlado la edición Garland en tres volúmenes, recientemente publicada, bajo la dirección
de Hans Walter Gabler, quien corrige unos cinco mil errores tipográficos de las publicaciones
anteriores de Ulises. Ninguna de estas correcciones influye en el material que aquí se tiene
en cuenta.
― 81 ―
Comencemos con los juegos de letras. La primera letra de la novela
Ulises es una S. En la edición de Random House Modem Library (1961),
la S llena toda la página 2. Lo mismo ocurre con las letras M y P (págs. 54
y 612, respectivamente), que abren la segunda y la tercera parte del libro.
¿Intentó Joyce decir algo con ello?
Por lo que sé, Joyce nunca comentó nada acerca de SMP. Sin embargo,
se ha observado que en la lógica aristotélica, que Joyce estudió con maes-
tros jesuitas, S, M y P son las letras que representan los tres términos de un
silogismo: sujeto, término medio y predicado. Quizá Joyce tenía tal cosa
en mente. Incluso advirtió que las dos primeras palabras del libro son Sta-
tely, plump, cuyas iniciales son S y P. La M la aporta Mulligan, al que se
refieren ambos adjetivos.
Obsérvese también que la primera parte de Ulises se inicia con una S y
termina con una P. La tercera parte se abre con una P y finaliza con una S.
La parte media comienza con una M y termina con una T. El nombre de
soltera de Molly Bloom es Marion Tweedy.
¿Podrían representar la S a Stephen, la M a Molly y la P a Poldy, el
sobrenombre de Leopold Bloom? Todas estas conjeturas se hallan en esa
zona gris en la que nadie puede asegurar qué intenciones abrigaba Joyce,
consciente o inconscientemente, ni si el juego de letras no es pura coinci-
dencia. Para que todo resulte todavía más confuso, Joyce pudo haber reco-
nocido más tarde estas correlaciones casuales y haberlas mantenido por
encontrarlas divertidas.
Poldy es un acróstico evidentemente voluntario del poema de cinco
versos (pág. 678) que Bloom envía a Molly, pero hay otros poemas en el
libro que quizás oculten acrósticos conscientemente diseñados. Véase la
manera en que Joyce quiebra los versos de la canción (pág. 75) que Molly
piensa cantar en su gira de conciertos con su amante, Blazes Boylan:
Love’s
Old
Sweet
Song
Comes lo-ve’s old...
― 82 ―
Ven, viejo amor...»]15
15
Traducción de Salas Subirat, Buenos Aires, Santiago Rueda, 1966. [T.]
― 83 ―
cuenta de ello. Naturalmente, no cabe duda de que es intencionada la se-
mejanza de Athos, nombre que Joyce da al perro del padre de Bloom, y
Argos, nombre del perro de Ulises en la Odisea de Homero.
No conozco anagramas de verdadera calidad en Ulises. Los toscos in-
tentos de Bloom por hacer un anagrama con su nombre (pág. 678) —dos
son defectuosos por falta de una letra— son divertidos, pero apenas si vale
la pena citarlos.16 Ni siquiera en Finnegans Wake merecen citarse los ana-
gramas. Por ejemplo, en la página 456, Joyce revuelve y reúne al azar las
letras de steak (bistec), peas (judías), onions (cebollas), bacon, rices
(arroz) and duckling (con pato), y sustituyendo las consonantes por X y las
vocales por O codifica cabbage (col) y boiled Protestants (protestantes
hervidos). Esto satisface su intención de sugerir cómo la masticación reor-
ganiza las partes de la comida, pero en tanto anagramas no dan muestra de
ninguna lucidez especial.
Cientos de palabras de Ulises, lo mismo que decenas de millares de
Finnegans Wake, están formadas por acumulación de palabras a la manera
de «portmanteau», de Lewis Carroll, pero el significado es demasiado evi-
dente en la mayoría de ellas como para encerrar ningún enigma. La palabra
shakespeariana honorificabilitudinitatibus (Trabajos de amor perdidos,
acto 5), en la que las consonantes y las vocales se alternan en toda su ex-
tensión, aparece en la pág. 210 de Ulises. Sin embargo, no es tan larga
como la palabra de 105 letras (pág. 307) que anuncia los diez grandes es-
tallidos de Finnegans Wake.
Uno de los ejemplos más estrafalarios de juegos de palabras en Ulises
es AEIOU, las cinco vocales en orden alfabético (pág. 190). Stephen De-
dalus había recibido de AE, nombre literario del famoso poeta y teólogo
irlandés George William Russell, una libra en préstamo, que Stephen —se
suponía— gastaría en comida, y que, en cambio, dio a una prostituta.
AEIOU es la manera en que Stephen recuerda esta deuda.
Seguramente, el juego de letras más discutido de todo el libro es el de
U.P. up (véanse págs. 158, 160, 280, 299, 320, 381, 446, 474, 486 y 744).
Este mensaje críptico escrito en una postal anónima dirigida al excéntrico
Mr. Breen provoca tal furia en éste, que pone todo su empeño en descubrir
16
Para ser justos con Joyce, Leopold Bloom es insólitamente difícil de convertir en un ana-
grama con significado. Dmitri Borgmann, uno de los mayores expertos de la nación en juegos
de palabras, propone Loom, bold Pole! y Bop Elmo, O doll. Tal vez el lector conseguiría uno
mejor.
― 84 ―
quién le ha enviado la postal y poder así presentarle una demanda judicial
de diez mil libras. Adams (1962), desvela que The Freemans Journal (del
5 de noviembre de 1903) informaba del caso de un hombre de Dublín que
demandaba a otro por haberle enviado una postal-libelo, incidente del que
es probable que Joyce hubiera tenido conocimiento. En su monólogo (pág.
744) Molly recuerda a su marido que «andando por ahí en zapatillas para
buscar 10.000 libras por una postal estás jodido» («10.000 for a postcard
up up»). ¿Hemos de deducir de esto que el propio Bloom envió la postal?
En todo caso, ¿qué significa U.P. up?
El Oxford English Dictionary (entrada U, 2:4) dice que, en slang,
cuando las dos letras de up se pronuncian por separado, significan «aca-
bado, terminado, sin remedio». El pasaje se cita de Oliver Twist (cap. 24),
donde un aprendiz de boticario dice «Oh, it’s all U.P. there», para dar a
entender que piensa que una mujer agonizante no durará más de dos horas.
Otra cita, «It’s all U.P. with him», se explica como «está jodido, ya sea en
alusión a su salud o a las circunstancias». Adams (1962) llama la atención
de un pasaje de la novela de Arnold Bennett titulada The Old Wives’ Tale,
en el cual un médico sale de la habitación de un paciente moribundo y dice
«U.P. up». Así, pues, Breen habría entendido que el mensaje significaba
«morirás pronto». Esta interpretación se ve reforzada por una mención
(pág. 474) de U.P. como una marca de ataúdes. En la traducción francesa
de Ulises, autorizada por Joyce, la postal dice fou tu (vete a tomar por el
culo). Si se cambia una letra queda feu tu, lo que significa «estás muerto».
Con esto basta en cuanto al significado primario de la postal. Es evi-
dente que Joyce no podía pasar por alto las resonancias urinarias de P, pero
no está muy claro qué tenía en la cabeza, si es que tenía algo. ¿Se trata de
sugerir que Breen es impotente, que sólo' puede producir orina, pero no
semen? Además especula sobre diversas posibilidades, pero yo considero
que los críticos se han olvidado aquí de algo. No es muy sabido —aunque,
en vista del acusado interés de Joyce (y de Bloom) por los aspectos curio-
sos de los órganos sexuales, él debía de saberlo— que los hombres se di-
viden en dos clases. La mayoría orina hacia abajo, lo que obliga a levantar
el pene para acertar en el orinal. Pero hay un pequeño grupo que orina hacia
arriba,17 lo que requiere que se empuje el pene hacia abajo para alcanzar
correctamente el objetivo. Como dice Molly (pág. 743), su marido «sabe
17
En inglés, pee up. [R.]
― 85 ―
un montón de cosas especialmente acerca del cuerpo». ¿Aludía burlona-
mente el escritor anónimo, tal vez el propio Bloom, a la pertenencia de
Breen al pequeño grupo de meadores hacia arriba, tal vez con la ultrajante
implicación de que era la única situación en que el pene de Breen se erguía?
Como dice la propia señora Breen (pág. 158), la postal se la envió «alguien
que hacía escarnio de él».
A Joyce le fascinaba el que Dios (God), leído de derecha a izquierda,
sea perro (dog). Esta inversión es sugerida varias veces en Ulises y se hace
explícita en el capítulo de la Misa Negra de Circe. Otras inversiones se
producen durante la misa, incluso una lectura invertida de Alleluia, for the
Lord God Omnipotent Reigneth (pág. 599). También se citan otros dos vie-
jos palíndromos (pág. 135): la observación de Adán a Eva, Madam, I'm
Adam (Señora, soy Adán) y la supuesta afirmación de Napoleón Able was
I Ere I saw Elba (Era capaz antes de ver Elba). En Ulises, las inversiones
de distinto tipo son casi tan comunes como en A través del espejo, de Ca-
rroll. A menudo se mencionan las reflexiones especulares, comenzando
por el espejo medio roto que utiliza para afeitarse Buck Mulligan, y que
Stephen ve como un símbolo de la literatura irlandesa moderna. Bloom se
queda dormido hecho un ovillo, con sus «grandes pies cuadrados» tan
cerca del rostro de Molly que ésta teme que le arranque los dientes de una
patada (pág. 771). En uno de los episodios alucinatorios de la ciudad noc-
turna, Bloom y Bella se intercambian el sexo. En el papel de Bello, la ma-
dame del prostíbulo abusa despiadadamente de Bloom. El propio Bloom
tiene una curiosa anomalía lateral. Se nos cuenta (pág. 476) que sus tes-
tículos, en vez de colgar dentro del pantalón, como en la mayoría de los
hombres, lo hacen a la derecha. Tal vez merezca la pena mencionar la si-
metría en el nombre de Joyce: J.A.J. es palindrómico y James y Joyce tie-
nen cinco letras cada uno.
La afición de Joyce a las inversiones queda también indicada en la cifra
que Bloom emplea cuando registra en secreto el nombre y la dirección de
la mujer con la que mantiene una relación clandestina. Es una cifra que
invierte el alfabeto: A = Z, B = Y, C = X, etc. La cifra se explica en la pág.
721. Así, N.IGS./WIUU.OX/W.OKS.MH/Y, se descodifica «Martha Clif-
ford, Dolphin’s Bam». Se dejan aparte las vocales, y se cogen las palabras
alternativamente hacia adelante y hacia atrás. Los puntos indican vocales
y las barras dividen las cuatro palabras.
― 86 ―
Como señala Kahn (1973, pág. 767), la última palabra, Bam, debía ha-
ber estado invertida. Este podría ser un error de Joyce, pero es más proba-
ble que, con el error, Joyce se propusiera sugerir el descuido de Bloom. (El
libro contiene muchos ejemplos de errores de Bloom.) Análogamente,
Joyce nos hace saber que Martha, si bien respondía al anuncio de Bloom
en que pedía una mecanógrafa, es una mecanógrafa descuidada, pues en
una carta a Bloom (pág. 77) escribe world (mundo) cuando tiene que es-
cribir word (palabra).
Joyce (como informa Kahn) era íntimo amigo de J. F. Byme, hombre
que se pasó buena parte de su vida tratando de interesar a distintos gobier-
nos en un código que había inventado y que consideraba indescifrable. El
personaje de Granly en Retrato del artista adolescente se basa en Byme, y
en Ulises, el domicilio de Bloom (Eccles Street, 7) era la dirección de
Byme en Dublín. Dos capítulos de Silent Years: An Autobiography with
Memories of James Joyce, de Byme, versan sobre su máquina de codificar.
El libro contiene un mensaje escrito con esta máquina y un ofrecimiento
de 5.000 libras a la primera persona que lo descodifique. Según Kahn, el
código se mantiene secreto hasta el día de hoy.
Menciono todo esto para mostrar la familiaridad que Joyce, a través de
su amistad con Byme, podía haber tenido con los sistemas cifrados. ¿In-
corporó Joyce en Ulises algún mensaje secreto cifrado (además del de
Bloom) o (lo que es más probable) en Finnegans Wake? En caso afirma-
tivo, hasta ahora no se ha detectado.
Pasando de las letras a las palabras, Ulises está plagado de juegos de
palabras, de los que señalaré tan sólo unos pocos: Lawn Tennyson (pág.
50), Lily of the alley (pág. 512), y met him pike hoses (un juego sobre me-
tempsychosis que se repite a lo largo de la novela). A Molly le divertía
mucho (págs. 64 y 765) el nombre de Paul de Cock, un escritor francés real
autor de novelas obscenas.18 Cuckoo («cuco» y, familiarmente, «tonto, chi-
flado»), considerado como un juego de palabras sobre cuckold (cornudo)
(págs. 212 y 382), está tomado de Trabajos de amor perdidos, de Shakes-
peare. El inteligente juego de palabras de Molly base barreltone (tono bajo
de barril) por base baritone (bajo barítono) es recordado por Bloom en la
pág. 154 y por Molly en la 759. Estos y otros juegos de palabras de Ulises
18
En inglés, cock puede significar «polla». [R.]
― 87 ―
son agudos, pero no particularmente divertidos. Alfred Lord Tennis Shoes,
por ejemplo, es más gracioso que Lawn Tennyson.19
Dos de los motivos recurrentes de la novela juegan con la palabra thro-
waway. En la página 151 un hombre de YMCA entrega a Bloom una octa-
villa (throwaway) que anuncia una conferencia de Alexander Dowie, el
evangelista escocés que más tarde fundó Zion City, Illinois, una ciudad
pequeña y pobre de Chicago, donde otrora todo el mundo creía (y quizás
alguien siga creyendo) que la tierra era plana. Bloom estruja la octavilla y
la arroja al Liffey, y a intervalos nos enteramos de las evoluciones de la
octavilla a medida que flota en el aire a través de Dublín.
En la página 85, Bantam Lyons pide ver el periódico de Bloom para
examinar la sección de carreras. Bloom le dice que se guarde el diario,
puesto que él estaba a punto de arrojarlo (throw it away). Bloom no sabe
que Throwaway (Descartable) es el nombre de un oscuro caballo (las
apuestas son de veinte por uno) que corre en la Copa de Oro esa tarde en
Ascot. Pensando que ha oído una llamada interior, Lyons se precipita a
apostar por Throwaway. Mientras, Blazes Boylan, con quien Molly
duerme esa tarde, ha apostado por un caballo blanco llamado Sceptre (Ce-
tro), y se pone furioso cuando se entera de que Throwaway ha ganado la
carrera. Como han reconocido ampliamente los expertos en Joyce, Sceptre
es un símbolo fálico del semental de Blazes, mientras que Bloom es el
marido «desechable» (throwaway) de Molly. Sin embargo, así como Thro-
waway gana la carrera, así también Bloom (como inferimos del monólogo
de Molly) terminará por desplazar a Blazes en el afecto de Molly y será el
ganador definitivo.
«¿Qué ópera se parece a un ferrocarril?» (pág. 132). La respuesta es
Rose of Castille —que, fonéticamente, se confunde con «rows of cast
Steel» [líneas de acero fundido] (págs. 134 y 491 y muchas otras). Hay en
la novela adivinanzas menos interesantes, como «¿Dónde estaba Moisés
una vez se apagó la vela?» (pág. 729), a lo que la respuesta (que no se da)
es: «En la oscuridad». El juego de palabras de Stephen sobre fox (pág. 26)
carece de interés para los aficionados a este tipo de juegos, pues pertenece
19
Ambos juegos se refieren, evidentemente a lord Tennyson y, como contrapartida irónica,
al deporte del tenis. Lawn Tennyson se refiere a la lawn tennis, el nombre completo del juego
en inglés, y Alfred Lord Tennis Shoes se puede traducir por «Alfred Lord Zapatillas de Tenis».
[R.]
― 88 ―
al tipo de acertijo a los que no se puede responder si no se conoce de ante-
mano la respuesta. En la misma página Joyce ofrece los dos primeros ver-
sos de una vieja adivinanza:
Joyce no proporciona los dos versos siguientes (The seed was black
and ground was white. / Riddle me that and I'll give you a pipe [«Las se-
millas eran negras y el suelo era blanco. Adivina, que si adivinas te daré
una pipa»]), ni la respuesta tradicional: el que habla está escribiendo una
carta.
En Retrato del artista adolescente, Athy pregunta a Stephen: «¿En qué
se parece el condado de Kildare a la pierna del pantalón de un tío?». Res-
puesta: en que tiene un muslo [a thigh] dentro. Después de explicar que
Athy [se pronuncia como a thigh] es una ciudad de Kildare, Athy dice que
hay otra manera de formular la adivinanza, pero se niega a revelarle a Step-
hen cuál es. Tampoco Joyce se la revela al lector. Este recurso de mantener
perplejos a los lectores se convirtió en una obsesión para Joyce, que al-
canza su culminación en Finnegans Wake. Pero incluso en Ulises hay cen-
tenares de pequeños problemas que aparecen continuamente y que los ex-
pertos siguen discutiendo aún hoy, pues Joyce puso mucho cuidado en
ocultar información. Ya nos alejamos de los juegos de palabras, pero un
ejemplo típico es el problema relativo a si la lista de Bloom de veinticinco
amantes de Molly (página 731) suministra amantes reales o sólo hombres
que
Bloom se imagina como amantes. Las teorías van desde la opinión se-
gún la cual Molly sólo se acostó realmente con Boylan, el último nombre
de la lista, a la que sostiene que se acostó con todos ellos, incluido un lim-
piabotas de la Oficina Central de Correos. Evidentemente, Joyce quería
asombrar a sus lectores.
Ulises contiene muchos juegos de palabras sobre temas religiosos, tales
como los de la parodia blasfema del Credo de los Apóstoles (pág. 329) que
comienza: «They believe in rod, the scourger almighty». [«Creen en el
azote (rod, por God, Dios), todopoderoso flagelador»]. El más divertido de
― 89 ―
los retruécanos religiosos es el de Bloom que dice: «Come forth, Lazarus!
And he carne fifth and lost the job»20 (pág. 105). Joyce aplica aquí un viejo
chiste de carreras acerca de Moisés en un pasaje del Nuevo Testamento:
«God commanded Moses to come forth, but he slipped on a banana peel
and carne in fifth».21
El cuarteto de la página 497 parece completamente inocente:
20
Este juego de palabras requiere una explicación más larga: «¡Levántate, Lázaro!» (Come
forth, Lazarus) puede fonéticamente entenderse como «¡Llega cuarto (Come fourth), Lá-
zaro!», de donde la broma: «Pero Lázaro llegó quinto [came fifth] ¡y perdió el empleo!» [T.]
21
«Dios ordenó a Moisés que se adelantara, pero éste resbaló con una piel de plátano y llegó
quinto.» Véase la nota anterior. [T.]
― 90 ―
moso acertijo conocido como «¿Qué edad tiene Ann?». Joyce parodia pre-
guntas de este tipo especulando largamente sobre las edades relativas de
Bloom y Stephen (pág. 679) si se supone que, a medida que pasan los años,
sus edades mantienen la misma relación que presentaban en 1883. Como
aclara Adams en Surface and Symbol, los cálculos de Joyce son precisos
únicamente para las primeras doce líneas de este párrafo. En la línea si-
guiente, 714 debería ser 762, y los números 83.300 y 81.396 también son
erróneos. ¿Otra vez pretende Joyce hacemos saber cuán a menudo Bloom
comete errores, o, como sostiene Adams, hay más razones para suponer
que estos errores son errores reales del propio Joyce, el cual creía correctos
los cálculos?
Hay una vieja adivinanza acerca de un hombre que señala un cuadro y
dice: «No tengo hermanos ni hermanas; sin embargo, el padre de este hom-
bre es el hijo de mi padre.» ¿Quién es la persona del cuadro? Su hijo. Joyce
modifica esto cuando hace que Bloom vea en un espejo su «imagen com-
puesta asimétrica»: «No tiene hermanos ni hermanas. Sin embargo, el pa-
dre de este hombre era el hijo de mi abuelo» (pág. 708). El juicio es co-
rrecto porque Bloom se está mirando a sí mismo en el espejo. El episodio
vincula esto con la prueba de Stephen —«por álgebra» (pág. 18)— de que
el abuelo de Shakespeare es nieto de Hamlet.
En la página 631, un marinero llamado Murphy exhibe el número 16
tatuado en el pecho, pero se niega a decir qué significa. Los aficionados a
Joyce, preocupados por esto, han encontrado muchas referencias al 16 en
la novela. El tatuaje es mencionado en el capítulo decimosexto de la tercera
parte. La fecha es 16 de junio. La diferencia de edad entre Bloom y Stephen
es de 16 años (pág. 736). Molly tenía dieciséis años cuando hizo su primera
aparición pública como cantante (pág. 653).
Es fácil llevar este tipo de especulación a extremos absurdos. Las ini-
ciales de Nora Barnacle (la mujer de Joyce) son la decimocuarta y la se-
gunda letra del alfabeto, y 14 + 2 = 16. Nótese también que 16 puede es-
cribirse:
2
22
Puesto que Joyce mantuvo tanto silencio como Murphy acerca del sig-
nificado del tatuaje, ¿quién puede decir, si es que alguien puede hacerlo,
lo que Joyce pretendía revelar?
― 91 ―
Sabemos que, durante toda su vida, Joyce se sintió intrigado por sim-
bolismos y supersticiones relativos a los números. Tuvo buen cuidado de
no realizar viajes ni tomar decisiones importantes el día 13 del mes, y es-
tuvo siempre muy atento al hecho de que su madre muriera un 13 de agosto.
Cuando Joyce murió, un 13 de enero, su mujer y sus amigos no pasaron
por alto la coincidencia. De haber estado vivo en el año 1955, Joyce no se
habría sorprendido de ver que su hermano moría en Bloomsday (16 de ju-
nio).
Muchas veces habló Joyce de la obsesión de Dante por el 3, el número
de la Trinidad. La Divina Comedia está dividida en tres partes de treinta y
tres cantos cada una y está escrita en tercetos encadenados. Es probable
que no sea casual que Ulises tenga tres partes, con tres capítulos en la pri-
mera y en la tercera parte, y 3 × 4 = 12 capítulos en la parte central. La
edad de Molly en Bloomsday es de treinta y tres años (pág. 751). En con-
versación con Adolph Hoffmeister, Joyce analizó una vez el significado
del número 12 (los doce apóstoles, las doce tablas de Moisés, doce meses,
etc.). «¿Por qué —preguntaba Joyce— se anunció el armisticio de la Gran
Guerra en el undécimo minuto de la hora undécima del undécimo día del
undécimo mes?»
Terminamos con algunos acertijos inclasificables. Después del famoso
episodio en que Bloom, con las manos en los bolsillos, se masturba mien-
tras Gerty le permite atisbar de vez en cuando sus bragas, Bloom coge un
palo y, como Jesús, escribe en la arena (pág. 381). Escribe «I AM A» («Soy
un»), pero nunca termina la oración. ¿Cómo pensaba terminarla? ¿Con
hombre, judío, loco, cornudo o masturbador? ¿O se supone que quería de-
cir «I am alpha» («Soy alfa»), el comienzo de todas las cosas? Los estu-
diosos no se ponen de acuerdo. En la página 761 de la defectuosa edición
de Ulises de la Modem Library, antes de su corrección en 1961, un período
no intencionado se desliza en el monólogo sin puntuación de Molly. El
período real de Molly comienza en la página 769, obligándola a dejar la
cama y usar un orinal. ¿Y cuándo fue el cumpleaños de Molly? En la pág.
763 nos enteramos de que fue el 8 de septiembre, la fecha tradicional para
celebrar el nacimiento de la Virgen María. Hay otros 8 en conexión con
Molly. Su matrimonio, a los dieciocho años, tuvo lugar el 8 de octubre de
1888 (pág. 736), y su monólogo, tal vez no por casualidad, está formado
por ocho oraciones. Tampoco ha escapado a los estudiosos de Joyce que
― 92 ―
cuando se hace girar noventa grados el 8, se convierte en símbolo del infi-
nito y la eternidad.
El mayor de los enigmas sin resolver que se encuentran en Ulises es el
de la identidad del «patándeaspectolarguirucho» con gabardina marrón,
que es el primero que aparece en el funeral al que asiste Bloom en el capí-
tulo de Hades. Nadie sabe allí quién es, y a lo largo de la novela Bloom se
pregunta por la identidad del hombre misterioso. Se nos dice que fue el
decimotercer deudo —«el número de la muerte», se dice Bloom— y puede
ser intencionado el que haya trece referencias a él en el libro (109-110,
112, 254, 290, 333, 376, 427, 485, 502, 511, 525, 647-648 y 729). Sabemos
que «ama a una dama que está muerta». Una información periodística del
funeral lo llama McIntosh pero es un error. El reportero oyó a Bloom em-
plear la palabra mackintosh (gabardina) y la tomó erróneamente por el
nombre de dicho hombre.
Vislumbramos al misterioso hombre en la calle, «comiendo pan seco»
(pág. 254) y luego lo encontramos en un bar, cerca del barrio chino, donde
toma una sopa Bovril (pág, 427). (Bovril es el nombre comercial de una
sopa instantánea de carne que se introdujo en Inglaterra en 1889. Fue am-
pliamente anunciada con el eslogan, apropiado ahora a su contexto, «Bo-
vril previene contra el abatimiento».) Se describe la andrajosa ropa del
hombre, y así nos enteramos de que en otro tiempo había sido un ciudadano
próspero, pero «lleno de zurcidos [all tattered and torn] que se casó con
una doncella abandonada. Ella se marchó. Aquí se ve el amor perdido». El
hombre «pensó que tenía un depósito de plomo en el pene. Engañosa lo-
cura. Barde el Pan es como le llamamos... Mackintosh andariego de cañón
solitario». No tengo ni idea de lo que significa Barde.
En la secuencia del sueño del prostíbulo, ‘el hombre de la gabardina
marrón sale a escena a través de una puerta falsa, apunta con su dedo hacia
Bloom y dice: «No crean una palabra de lo que dice. Ese hombre es Leo-
pold M’Intosh, el conocido incendiario. Su nombre real es Higgins» (pág.
485). Ellen Higgins era la madre de Bloom, y una de las prostitutas es Zoe
Higgins. Lo que trate de decir Joyce aquí dista mucho de la claridad.
«¿Quién era M'Intosh?», pregunta Joyce explícitamente (pág. 729). En
su biografía de Joyce (1948), Gorman nos dice que al autor de Ulises le
gustaba formular esta pregunta a sus amigos, pero que siempre se negaba
a responder. Se han propuesto muchas teorías. Entre las improbables:
― 93 ―
1. Theoclymenus, un adivino griego cuya presencia en la Odisea de Ho-
mero (libros 15 y 20) tiene algo de misterioso;
2. Wetherup, un oscuro conocido de Joyce que es mencionado en Ulises
(págs. 126 y 660);
3. James Duffy, un personaje de «A Painful Case» (Dublineses), que en
parte se inspira en Stanislaus, el hermano de Joyce;
4. El fantasma de Charles Parnell; el cabecilla nacionalista irlandés;
5. El judío errante;
6. Jesús;
7. Nadie (Joyce gastaba una broma a sus lectores).
― 94 ―
de Molly cuando ésta, al advertir que está menstruando y a punto de ensu-
ciar las sábanas limpias de la cama, grita «¡Oh, Jamesy, sácame de esta
mierda de sábanas de pecado!» (pág. 769). Sábanas de pecado es el título
de una novela obscena que Bloom lleva a casa para su mujer. ¿Quién puede
ser Jamesy, sino el propio creador de Molly? Lo mismo que muchos otros
novelistas antes y después de él, Joyce no podría no resistir este momento
de paradójica autorreferencia: una mujer imaginaria que llama a un hombre
que la imagina y que escribe las palabras que ella pronuncia.
Ahora tenemos que formular la siguiente pregunta: ¿qué añade al valor
de Ulises todo este juego de acertijos? Sin duda, los juegos de palabras que
se atribuyen a Bloom enriquecen nuestra comprensión de Bloom. Nos ha-
cen saber que, al igual que el Ulises de Homero, es un hombre de muchos
recursos. Le gustan los anagramas y los acrósticos. Sabe la suficiente geo-
metría como para intentar la cuadratura del círculo. Se nos da un catálogo
de sus muchos e ingeniosos planes para hacer dinero. Usa un código ci-
frado. Pero, ¿qué nos dice sobre la riqueza de los juegos de palabras que
no son de Bloom, sino de Joyce?
Muchos escritores han gozado al condimentar su ficción con extraños
juegos de palabras. Pensamos en las obras de Aristófanes, Rabelais y Sha-
kespeare. Incluso Milton tenía debilidad por los retruécanos. En la litera-
tura norteamericana, pensamos en los incesantes juegos de palabras de Ja-
mes Branch Cabell, Peter DeVries y Vladimir Nabokov. A veces, el juego
salta donde uno menos se lo espera. Por ejemplo, en A este lado del pa-
raíso, todos los pasajes rebuscados en cursiva son poemas formales, no
muy buenos, enmascarados como prosa. En el capítulo 7 de El gran
Gatsby, nos enteramos de un tal «Blocks» Biloxi, que hace cajas y viene
de Biloxi, Mississippi, pero no está claro qué incidencia tiene esto en la
narración. Incluso el título de la novela, como el de Finnegans Wake,
oculta un acertijo. Fitzgerald sabía bien que, por entonces, gat era, en slang
de los bajos fondos, equivalente a «revólver» o «pistola». Los lectores que
disfrutan con los juegos de palabras, al llegar a estos puntos de una novela,
pueden sentir tanto placer como el autor cuando los insertó en la obra, pero
¿mejoran realmente la novela estos caprichos?
Mi opinión es una solución intermedia no demasiado brillante. Como
viejísimo aficionado a los acertijos, no me molestan los juegos de Joyce.
Por otro lado, tampoco me impresionan gran cosa. La triste verdad es que
los juegos de palabras en Ulises no son precisamente del más alto nivel.
― 95 ―
Basta una ojeada a libros como Language on Vacation o a las páginas de
World Ways (una revista trimestral norteamericana dedicada a la lingüís-
tica recreativa) para darse cuenta de cuán trivial es casi todo esto. Cual-
quier escritor hábil puede componer acrósticos, incluir viejas bromas, fun-
dir dos o más palabras en una sola, hacer juegos de palabras y ocultar sig-
nificados bajo espesas capas de enigmáticas frivolidades. No se necesita
ninguna habilidad especial para leer una frase en sentido inverso ni para
observar que dog (perro) es la inversa de God (Dios). Joyce, para decirlo
lisa y llanamente, no es capaz de inventar un palíndromo comparable, di-
gamos, a «Straw? No, too stupid a fad. I put soot on warts». [«¿Paja? No,
gordo estúpido. Pongo hollín en la verruga.»]22 La verdad es que, puede
que en Ulises, los juegos de palabras agreguen a la novela una cierta at-
mósfera de comicidad, pero, a mi juicio, no demasiada.
Se puede enfocar el problema tomando en consideración dos palabras
críticas que aparecen una junto a la otra en la página 286: yrfmstbyes y
blmstup. No hay ninguna duda de que la segunda palabra significa: «Bloom
stood up» [Bloom se puso de pie], porque el mismo Joyce lo explica dos
frases más adelante. Aun cuando aceptemos que bloomstup refuerza una
imagen mental de Bloom poniéndose repentinamente de pie, ¿vale la pena
el esfuerzo de retroceder para descodificarla? ¿Y qué diablos significa
yrfmstbyes?
Para poner las palabras en su contexto, digamos que Bloom acaba de
terminar de comer en el restaurante de un hotel con el tío alcohólico de
Stephen. Piensa: «Bien, debo irme. ¿Se va usted? Yrfmstbyes. Blmstup».
Estoy seguro de que en la amplia bibliografía sobre Ulises no han de faltar
teorías sobre yrfmstbyes, pero no las he encontrado, de manera que se me
permitirá formular dos sugerencias. Borgmann piensa que Bloom está res-
pondiendo a la pregunta antes enunciada con «You are off. Must be, yes»
[«Debe usted irse, sí»]. A mi mujer se le ocurrió una conjetura más sor-
prendente. Desde su asiento en el comedor, Bloom ha estado observando
a una camarera del salón contiguo, que masajea el tirador de un surtidor de
cervezas dejando deslizar suavemente los dedos hacia atrás y hacia ade-
22
He seleccionado este palíndromo entre cientos que pueden encontrarse en Bergerson
(1973). Un somordnilap es un enunciado que cambia de significado cuando se lee hacia atrás
letra por letra. Un ejemplo, que proporciona Borgmann, es Rail at natal bosh, aloof gibborts.
Adecuadamente puntuado, al revés se lee: Snob! Big fool! Ah, so blatant a liar!
― 96 ―
lante sobre la «firme y blanca palanca esmaltada», mientras Bloom se mas-
turba mentalmente. «¿Podría ser que su respuesta fuera “You royal fucking
masturbator, yes” [“Tú, jodido masturbador, sí”]?» Tal vez Joyce ideó tí-
midamente las palabras precedentes de tal manera que ambas interpreta-
ciones resultaran viables.
Para los lectores a los que les gusta resolver criptogramas, yrfmstbyes
y blmstup pueden añadir interés a la lectura de la novela. Para los lectores
sin especial interés en tales juegos, las palabras extrañas son meras man-
chas en el texto. Mrsmnchsnltxt.
En cuanto a Finnegans Wake, estoy de acuerdo con Nabokov. Aquí, la
preocupación de Joyce por los juegos de palabras, que en Ulises está bajo
control, supera a cualquier otra. La búsqueda de la intriga, de filosofía y de
belleza bajo la superficie de lo que Nabokov llamaba Punningans Wake23
puede ocupar para siempre a los críticos eruditos y políglotas, pero sospe-
cho que el veredicto final del mundo será el de que el libro apenas si es
algo más que una monstruosa curiosidad lingüística. Incluso el vasto co-
nocimiento de la literatura mundial, la elevada inteligencia, la habilidad
estilística, el humor y la infatigable energía que puso en juego la produc-
ción de este gigantesco plato de chop suey (como lo llamó la mujer de
Joyce) resulta menos admirable aún cuando se tiene en cuenta que Joyce
se tomó dieciséis años (¡otra vez dieciséis!) para cocinarlo. En una entre-
vista, Nabokov dijo: «Ulises se eleva por encima del resto de los escritos
de Joyce, y en comparación con su noble originalidad y su lucidez única
de pensamiento y de estilo, el desafortunado Finnegans Wake no es más
que una informe y estúpida masa de folclore sonoro, una sopa fría, un per-
sistente ronquido en la habitación contigua, más grave aún para un insomne
como yo. [...] La fachada de Finnegans Wake oculta una casa de vecindad
muy convencional y gris, y sólo los poco frecuentes estallidos de cánticos
celestiales lo redimen de la más extrema insipidez» (Appel, 1967, págs.
134 y 135).
POSDATA
23
Pun significa precisamente juego de palabras, y en especial el que se sirve de escritura o
sonido semejantes y de distinto significado.
― 97 ―
En la pág. 581, en el episodio del burdel, hay un acertijo que olvidé
mencionar. Dice Stephen: «Dime la palabra, madre, si la sabes ahora. La
palabra que todos los hombres conocen».
La madre de Stephen no facilita la palabra, y los críticos discrepan
acerca de cuál podría ser. Richard Ellman, en Ulysses on the Liffey, de
1972, sugería love. Otro crítico pensó en death (muerte) y otro aún propuso
synteresis. Esta parece, comenta Ellman («The Big Word in Ulysses», en
el New York Review of Books del 25 de octubre de 1984), «más bien la
única palabra que todos los hombres ignoran».
El misterio quedó resuelto en 1984, cuando se publicó la edición en tres
volúmenes, corregida, de Ulises. Se había omitido un pasaje del episodio
de Escila y Caribdis, en el que Stephen dice: «¿Sabes de qué hablas? De
amor, sí. Una palabra que todos los hombres conocen». A esto le sigue una
cita latina que Ellmann traduce como «El amor desea verdaderamente el
bien para los demás, y en consecuencia todos lo deseamos». No se sabe si
Joyce quiso que se eliminara el pasaje o si se eliminó por equivocación.
En la página 153, Bloom lee un signo que dice POST NO BILLS, al
que sigue POST 110 PILLS, lo cual es un acertijo a menos que se crea que
alguien ha borrado la diagonal de la N y el rizo inferior de la B. Alguien
me llamó también la atención sobre el artificial palíndromo TATTARRAT-
TAT, aunque todavía no lo he localizado en la novela.
A Everett Bleiler le intrigaba la dificultad de construir anagramas sobre
Leopold Bloom. «¿Cree usted posible —preguntaba en una carta— que
Joyce dejara algún acontecimiento fuera de Ulises? Cuando Bloom, tras
haber robado en la oficina de correos de Dublín, va con su botín a ver a su
cómplice y amante, ella quiere hacer el amor, pero él, en cambio, le pide
que le corte el pelo. Cuando, accidentalmente, ella le corta una oreja con
las tijeras, se pelean y ella lo echa de un puntapié. No recuerdo qué pasa
luego con el botín.»
Estos son los antecedentes necesarios para comprender el siguiente diá-
logo, en el que cada verso es un anagrama del nombre de Bloom:
― 98 ―
Poli me. O! Blood!
Doombell! Loop!»
«OH Do lollop, B.E.M.!
Plod, Leo Bloom!»
Lo, lo, bold poem!24
Referencias bibliográficas
24
He aquí una aproximación al sentido de este intraducible poema:
«—¡Bloom! ¡Abre, muñeca! ¡El botín del Correo, golfa!
—Valiente espía, ¡Oh, échate, pégame!
—¿Un cuchillo de la O.L.P.? ¡Esquílame!, ¡Oh! ¡Sangre! ¡Maldición! ¡Mierda!
—¡Oh, levántate, Medalla del Imperio Británico! ¡Vete, Leo Bloom! ¡Vaya, vaya, cuán
atrevido poema!»
― 99 ―
12. LOS SECRETOS DEL VIEJO
Esta reseña apareció originariamente el 4 de diciembre de 1986 en The New York Review of
Books. © 1986, Nyrev, Inc.
25
Trad. cast.: ¿Tenía razón Einstein?, Barcelona, Gedisa, 1987. [R.]
― 100 ―
la superficie terrestre. El famoso experimento Michelson-Morley de 1887
demostró que era imposible hacer tal cosa. No había huella alguna del
«viento del éter» producido por el movimiento de la tierra.
En 1905, al parecer ignorante de los resultados del experimento Mi-
chelson-Morley, Einstein publicó su teoría especial de la relatividad. En lo
esencial, eliminaba la noción de éter y afirmaba que la luz (o cualquier otra
porción del espectro electromagnético) tiene una velocidad relativa cons-
tante, completamente independiente del movimiento del observador. Si
viaja usted a lo largo de un rayo de luz a una velocidad igual a la mitad de
la luz, o incluso si se desplaza en sentido contrario, el rayo pasará siempre
a alrededor de 300.000 kilómetros por segundo. Al dar por supuesto el va-
lor absoluto de la velocidad de la luz en relación al «observador» —cual-
quiera que fuera la dirección y la velocidad de desplazamiento del obser-
vador—, se siguen inexorablemente toda clase de efectos que implican el
espacio, el tiempo, la masa y la energía, incluso la famosa fórmula E =
mc2.
La teoría especial sólo afectaba a los movimientos en una dirección y
a una velocidad constante. ¿Qué ocurre con los movimientos acelerados,
tales como los violentos efectos de la inercia que padecen los astronautas
cuando su nave se lanza al espacio, o la inercia que hizo que una Tierra
joven se abultara en el ecuador? La inercia es la tendencia de los cuerpos
a permanecer en reposo o a continuar moviéndose en línea recta a menos
que una fuerza externa actúe sobre ellos. Caminar sobre un tiovivo es difí-
cil porque la inercia actúa como fuerza centrífuga que le impulsa a uno
hacia afuera. Cuando la tierra, con su movimiento de rotación, se hallaba
en formación, la fuerza centrífuga mayor en el ecuador, donde la materia
se movía más rápidamente que en las proximidades de los polos, imprimió
a la tierra su actual achatamiento de los polos. Pero, ¿acaso estos efectos
no establecen el movimiento absoluto? Si hace usted rotar un cubo de agua,
decía Newton, la inercia hace que la superficie del agua se vuelva cóncava.
¿No es esto prueba de que lo que rota es el cubo y no el mundo?
No, decía Einstein en su teoría general de la relatividad, publicada en
1915. No hay manera de distinguir entre un cubo que rota y un cubo inmó-
vil en un universo que gira alrededor de él. Solo es «real» el movimiento
relativo del cubo y el universo. Decimos que rota el cubo porque es mucho
más simple considerar fijo el universo, exactamente de la misma manera
en que es más simple decir que estoy de pie sobre la tierra en vez de decir
― 101 ―
que la tierra descansa sobre las plantas de mis pies. No escogemos el sis-
tema copernicano con preferencia al ptolomeico porque el primero sea ver-
dadero y el segundo falso, sino porque es enormemente más simple.
Generalizar la teoría especial a todos los movimientos fue un salto mu-
cho más creativo que proponer la teoría especial. De no haber publicado
Einstein su trabajo sobre la teoría especial, pronto otros habrían llegado a
las mismas conclusiones. En realidad, Henri Poincaré en Francia y H. A.
Lorentz en Holanda estuvieron a punto de anticiparse a Einstein. Pero la
teoría general constituyó una pirueta tan asombrosa de la imaginación en
campos completamente inexplorados, que los físicos siguen todavía pre-
guntándose, llenos de admiración, cómo pudo ocurrírsele tal cosa a Eins-
tein.
En el corazón de la teoría general se encuentra lo que Einstein deno-
minó principio de equivalencia. Este principio afirma que la gravedad y la
inercia son una y la misma cosa. Si consideramos fijo el universo, la inercia
provoca el abultamiento de la Tierra. Si consideramos fija la Tierra, el uni-
verso en rotación engendra un campo gravitacional que provoca el abulta-
miento. La rotación relativa de la Tierra y el universo crea un único campo
de fuerza al que se puede llamar gravitacional o inercial en función del
marco de referencia que escojamos. Si alguien hubiera sugerido a Newton
que la inercia y la gravedad eran dos nombres de la misma fuerza, éste
habría pensado que esa persona estaba loca.
El principio de equivalencia, en cambio, hace necesario, como con gran
habilidad explica el profesor Will, reemplazar el espacio euclidiano tridi-
mensional «chato» de Newton por un espacio no euclidiano de cuatro di-
mensiones. La cuarta coordenada es el tiempo, y la curvatura del espacio-
tiempo varía de un lugar a otro. La gravedad deja de ser una «fuerza» en el
sentido newtoniano. La Tierra no gira alrededor del sol porque el sol la
arrastre, sino porque el sol curva de tal modo el espacio- tiempo, que para
la tierra la órbita elíptica es el camino más simple, el «más directo» que
puede adoptar en el espacio a medida que avanza a gran velocidad en el
tiempo. Como le gusta decir a John Wheeler, las estrellas dicen al espacio-
tiempo cómo ha de curvarse, y las curvas dicen a las estrellas y a otros
objetos dónde han de ir.
En la relatividad general, esta distorsión del espacio- tiempo se propaga
como una onda y viaja a la velocidad de la luz. La mecánica cuántica re-
― 102 ―
quiere que las ondas gravitacionales tengan sus partículas asociadas, lla-
madas gravitones. Una variedad de extraños fenómenos que tienen lugar
fuera de nuestra galaxia, de los que el profesor Will da cuenta con todo
cuidado, implican claramente la existencia de ondas gravitacionales. Sin
embargo, la gravedad es una interacción tan débil que nadie ha detectado
hasta ahora sus ondas en un laboratorio. Las pretensiones de haberlo con-
seguido no han sido hasta hoy objeto de réplica. En la actualidad se están
elaborando dispositivos de prueba más sensibles, y sería casi imposible
encontrar un físico que dudara de que, finalmente, terminará por detectarse
las ondas gravitacionales y los gravitones.
¿Qué entiende el relativista por «universo» cuando dice que es lícito
juzgar estacionario el cubo de Newton y el universo en rotación? ¿Sólo la
totalidad de las estrellas y de otros objetos celestes? ¿O incluye también
una estructura espacio-temporal, un campo métrico, que estaría allí aun
cuando el universo material desapareciera? Si el universo no contuviera
otra cosa que el cubo de Newton, ¿podría rotar el cubo? En caso afirmativo,
¿experimentaría inercia el agua de su interior?
El principio de Mach, que Einstein bautizó así en homenaje a Ernst
Mach, el físico y filósofo austríaco del siglo XIX, sostiene que si el cubo
fuera todo lo que existe, carecería de significado decir que tiene movi-
miento de rotación. Desde este punto de vista, la inercia debe su existencia
a la presencia de un movimiento acelerado (la rotación es una forma de
aceleración) en relación a las galaxias y otras formas de materia y energía
en el universo. (En la época de Newton, tanto Leibniz como el obispo
George Berkeley habían expuesto contra él argumentos similares, según
los cuales el espacio no es otra cosa que una relación entre los cuerpos, sin
realidad alguna en sí mismo.) Aunque Mach vivió lo suficiente como para
rechazar la relatividad especial y la existencia de átomos, su figura había
influido enormemente en Einstein, quien en su juventud se sintió podero-
samente atraído por la simplicidad del principio de Mach. Más tarde dudó.
Will deja bien claro que la relatividad general es compatible tanto con
el principio de Mach como con el punto de vista según el cual la inercia
surge íntegra o parcialmente del movimiento acelerado respecto al campo
métrico del espacio-tiempo, que es independiente de la materia y de la
energía que contiene. Recientes experimentos han mostrado cierta tenden-
cia contraria al principio de Mach. El libro que estamos analizando dedica
― 103 ―
gran cantidad de páginas al fantástico experimento diseñado por tres físi-
cos de Stanford para un laboratorio espacial en órbita terrestre. Sobre la
base de los sofisticados giroscopios precedentes, podría llegar a dar una
respuesta definitiva a los profundos interrogantes que dejaron planteados
Leibniz, Berkeley y Mach. La planificación de esta prueba lleva ya más de
dos décadas.
En 1962, cuando se publicó mi Relativity for the Million —escrito para
estudiantes de secundaria—, dije que si bien la teoría especial había sido
objeto de una reivindicación tan completa que había llegado a convertirse
en parte de la física clásica, las pruebas a favor de la teoría general, en
cambio, eran todavía muy débiles. El profesor Will recuerda una ocasión
en que, ese mismo año, un famoso astrónomo del Instituto de Tecnología
de California aconsejó a un estudiante de doctorado que evitara la relativi-
dad debido a su «tan escasa conexión con el resto de la física y de la astro-
nomía». Kip Thorne, el estudiante, tuvo la sabiduría necesaria para ignorar
ese consejo. Ahora está a la vanguardia de ese campo en rápida expansión
que ha dado en llamarse astronomía relativista.
Cuando, en 1976, revisé mi libro para una edición con el nuevo título
de The Relativity Explosión26 en los últimos quince años habían proliferado
nuevas pruebas empíricas de la relatividad general. A partir de 1976 se
habían realizado más y mejores comprobaciones. Si el lector desea conocer
detalles acerca de estos ingeniosos experimentos y enterarse de cómo la
teoría de la relatividad pasó por todos ellos con lo que el autor llama «gran
éxito», no hay a mano mejor libro, ninguno escrito con mayor claridad para
profanos ni más actualizado que ¿Tenía razón Einstein?
El propio Einstein abrigaba una suprema confianza en su teoría general
debido a su elegancia y simplicidad. ¿Simplicidad? Sus complicadas ma-
temáticas dieron origen a interminables caricaturas, bromas y anécdotas.
El libro recuerda una historia que se ha contado muchas veces acerca de
Sir Arthur Stanley Eddington, que fue uno de los primeros astrónomos
eminentes de Gran Bretaña que aceptaron la relatividad general. Un colega
le dijo a Eddington: «Ha de ser usted una de las tres personas que, en todo
el mundo, comprenden la relatividad general». Eddington guardó silencio.
«No sea modesto», dijo el colega. Se cuenta que Eddington respondió:
«Nada de eso. Estoy tratando de pensar quién es la tercera persona.»
26
Trad. cast.: La explosión de la relatividad, Barcelona, Salvat, 1988. [R.]
― 104 ―
A la luz de los resultados observacionales y experimentales, así como
de la unificación de la gravedad y la inercia, la teoría general es sorpren-
dente y maravillosamente simple. El profesor Will recuerda la broma de
Einstein de que si alguna vez las pruebas decidían en contra de la teoría, lo
único que eso probaría sería que Dios cometió un error cuando hizo el uni-
verso. Por supuesto, Einstein sabía que no basta con la elegancia para que
una teoría sea fértil. Al comenzar el juego, él mismo había propuesto tres
maneras de poner a prueba las ideas básicas de la relatividad general.
¿Cuánto se curva la luz que viene de estrellas lejanas cuando pasa cerca
del sol? ¿Rota la órbita elíptica de Mercurio en el plano a una velocidad
que concuerda con la relatividad? Y, ¿se desplaza la longitud de onda de
la luz hacia el rojo del espectro cuando es influida por la gravedad?
Antes de 1960, las tres pruebas sólo arrojaron débiles confirmaciones.
Los repetidos intentos de medir la curvatura de la luz de las estrellas,
cuando rozaba el sol durante un eclipse total, se vieron seriamente afecta-
dos por descomunales márgenes de error. Las medidas confirmaron la cur-
vatura, pero fue imposible establecer con precisión el grado de esta última.
Incluso la física newtoniana, nos recuerda Will, predice la curvatura de la
luz por la gravedad, aunque sólo en un cincuenta por ciento de la magnitud
exigida por la relatividad. La órbita de Mercurio parecía ofrecer apoyo a
Einstein, pero, una vez más, es imposible descartar otras explicaciones. El
desplazamiento gravitacional al rojo no tiene casi sostén empírico.
En los años sesenta, dice Will, los críticos se encontraron repentina-
mente en posesión de nuevos instrumentos de un poder fantástico. Los di-
versos tipos de relojes atómicos hicieron posible mediciones increíble-
mente precisas del tiempo. Se perfeccionaron los instrumentos que em-
plean el láser. Se construyeron telescopios más grandes de radio y de rayos
X. Ordenadores más rápidos facilitaron el análisis de datos complejos. Se
pudo reflejar la luz de radar y de láser en espejos colocados en la luna y en
planetas y satélites. Pronto se produjo lo que Will llama renacimiento del
interés por la relatividad general. Al comienzo, el sistema solar fue el
nuevo «laboratorio» de pruebas. En los años setenta, el laboratorio se ex-
tendió a regiones ubicadas allende nuestra galaxia.
El profesor Will hace una importante distinción entre las ideas básicas
de la relatividad general, que hoy los físicos dan por supuesta, y las diez
ecuaciones tensoriales que Einstein terminó por proporcionar como ma-
nera de medir la curvatura del espacio-tiempo. Si por «relatividad general»
― 105 ―
se entiende esas ecuaciones, entonces en los sesenta se propusieron muchas
teorías rivales, con ecuaciones ligeramente diferentes. La más importante
fue una teoría ideada por Robert Dicke, de Princeton, y su ex estudiante de
doctorado, Carl Brans. La teoría de Brans-Dicke, como se la denominó
más tarde, aceptaba todas las ideas centrales de la relatividad general, pero
modificaba las ecuaciones de campo de Einstein agregándoles un segundo
campo. Como consecuencia, hacía predicciones que se diferenciaban lige-
ramente de las de Einstein.
Las medidas de la forma del sol parecían mostrar que el sol era más
ancho en su ecuador de lo que se había sospechado, quizá porque su núcleo
rotaba más rápidamente que la superficie. Cuando se advirtió este achata-
miento, la teoría Brans-Dicke predijo con mayor precisión que la de Eins-
tein la rotación de la órbita de Mercurio. En un capítulo titulado «El surgi-
miento y la caída de la teoría de Brans-Dicke», el autor explica la razón de
la dificultad para conocer la forma precisa del sol. El brillo del sol y el
hecho de que palpite constantemente como un corazón hace extremada-
mente difícil determinar su forma. Ciertas observaciones realizadas en
1985 parecen demostrar que el núcleo del sol rota más lentamente que su
superficie. En cualquier caso, el sostén de la teoría de Brans-Dicke se ha
erosionado con notable rapidez.
Las mediciones más precisas que contribuyeron a dar la razón a Eins-
tein por encima de Brans-Dicke se describen en el capítulo «¿Caen de la
misma manera la Tierra y la luna?». Las ecuaciones de campo de Einstein
requieren una equivalencia absoluta, a partir de la forma en que toda la
materia es influida por la gravedad. «Si tuviéramos que dejar caer la Tierra
y una bola de aluminio en el campo gravitacional de algún cuerpo distante
—dice Will—, ambas caerían a la misma velocidad.» Un experimento de
1969, con empleo de láser, verificó que la Tierra y la luna caen hacia el sol
con la misma aceleración, y con una precisión de uno entre cien mil millo-
nes. Como la teoría de Brans-Dicke no acepta lo que se llama «principio
de equivalencia fuerte», esta prueba no significa gran cosa contra ella. Si
Einstein se hubiera enterado de su resultado, subraya Will, habría comen-
tado: «¡Por supuesto!».
Recientemente (demasiado para figurar en el libro de Will), Ephraim
Fischbach, de la Purdue University, ha anunciado que él y sus colaborado-
res encontraron una prueba de la hasta ahora no detectada fuerza repulsiva
que ellos llaman «hipercarga». Si existe, ha de ser mucho más débil que la
― 106 ―
gravedad, pero podría hacer que la gravedad actuara de diferente manera
en diferentes tipos de materia. Una pluma no caería en el vacío exacta-
mente con la misma aceleración que una bola de hierro. Esa nueva fuerza
sería un desafío revolucionario al principio de equivalencia fuerte. Aunque
las afirmaciones de Fischbach hayan sido objeto de amplia difusión, la ma-
yor parte de los físicos mantienen una actitud escéptica.
A partir de 1960, muchas pruebas de la curvatura de la luz por la gra-
vedad, así como del desplazamiento gravitacional al rojo, han aportado da-
tos que dan vigoroso apoyo a las ecuaciones de Einstein. Will ofrece una
información detallada de la primera medición fiable (en 1960) de este des-
plazamiento. La diferencia de desplazamiento entre el punto más alto de la
Torre Jefferson de Harvard y su base, donde la gravedad de la Tierra es
más fuerte, confirmó las ecuaciones de Einstein con un margen de error
del 10 por ciento. En 1970 se abandonaron las mediciones de la influencia
del sol sobre la luz de las estrellas debido a que los resultados quedaban
demasiado enturbiados por la corona solar y otros factores de perturbación.
A partir de entonces se han realizado pruebas más precisas de otro tipo,
dando todas resultados conforme a las ecuaciones de campo de Einstein.
La famosa paradoja de los gemelos de la relatividad, implícita en tantos
relatos de ciencia-ficción, se relaciona estrechamente con el desplaza-
miento gravitacional al rojo. Esta paradoja dice que si uno de dos gemelos
realiza un largo viaje espacial y regresa, será más joven que su hermano
gemelo, que se ha quedado en casa. Si va lo suficientemente lejos y lo
suficientemente rápido, podría volver para encontrarse que en la Tierra han
pasado siglos enteros. El viaje hacia el pasado presenta grietas lógicas (si
volviera uno a la niñez y le mataran, estaría al mismo tiempo vivo y
muerto), pero el viaje al futuro distante de la Tierra es teóricamente posi-
ble.
En la teoría general de la relatividad, la diferencia de edad se puede
explicar sobre la base de que el gemelo que ha permanecido en casa no se
mueve demasiado en relación al universo al que va el gemelo viajero. Un
puñado de escépticos empedernidos ha sostenido en el pasado que la rela-
tividad no implica la paradoja de los gemelos, o que si lo hace, tiene que
ser errónea; pero a la luz de las pruebas recientes, rara vez sus voces son
escuchadas. El libro ofrece enérgicos detalles acerca de cómo la paradoja
― 107 ―
de los gemelos fue convalidada en 1971 haciendo volar dos relojes atómi-
cos alrededor de la Tierra, uno hacia el oeste y el otro hacia el este, y com-
parándolos luego con un reloj atómico que permaneció en tierra.
Un cuarto tipo de prueba, que no propuso Einstein, implica la manera
en que la gravedad retrasa una señal luminosa. El profesor Will explica
esto basándose en el modelo de una hoja de goma. Se coloca una bola pe-
sada en el centro de una hoja elástica plana sostenida en su perímetro. La
bola producirá una depresión, una distorsión tridimensional del espacio bi-
dimensional de la hoja. Esto hace que una canica colocada en cualquier
sitio fuera de la depresión, ruede hacia la bola. La hoja no atrae a la canica.
La canica se mueve debido a la curvatura de la hoja. Imagínese un rayo de
luz sobre la hoja, que entra en la depresión y luego la deja: llegará más
lejos que si la hoja fuera plana. Esto es semejante a lo que ocurre cuando
la luz atraviesa una región fuertemente deformada por la masa de una es-
trella. Puesto que el recorrido se ha alargado, se da lo que se conoce como
retraso de Shapiro, por Irwin Shapiro, que a comienzos de los sesenta
realizó algunas investigaciones matemáticas. Las complejas mediciones de
este retraso, realizadas por la nave espacial Viking, confirmaron las ecua-
ciones de campo de Einstein con un error de uno sobre mil. Will dice que
se trata de «la prueba más precisa de la teoría que se ha logrado hasta
ahora».
En la relatividad general, la fuerza de la gravedad nunca se altera. Sin
embargo, el descubrimiento de que el universo tuvo su origen en una mons-
truosa explosión y que incluso se ha expandido a partir de entonces, plan-
teó la posibilidad de que la gravedad se estuviera debilitando lentamente.
Eso es especialmente posible si se afirma el principio de Mach. Paul Dirac,
el físico británico que introdujo la relatividad especial en la mecánica cuán-
tica, se contó entre los primeros en sugerir que la gravedad se está debili-
tando. La teoría de Brans-Dicke sostiene lo mismo. Un capítulo titulado
«¿Es constante la constante gravitacional?» resume con gran habilidad las
últimas pruebas experimentales a favor de que la gravedad es realmente
constante, aun cuando todavía estén por realizarse las pruebas definitivas.
En resumen, el libro responde con un rotundo sí a la pregunta que él
mismo plantea en el título. Einstein tenía razón. No sólo se han confirmado
una y otra vez sus ecuaciones, sino que la teoría general se ha hecho indis-
pensable para la comprensión de los increíbles objetos nuevos que han de-
― 108 ―
tectado los telescopios modernos: los pulsares, que se creía que eran estre-
llas de neutrones que rotaban a gran velocidad, y los lejanísimos quasares,
de los que se sospechaba que tenían agujeros negros en el centro porque
no parecía haber otra manera de explicar su enorme producción de energía.
Ya ha pasado mucho tiempo, dice Will, desde el día en que los cosmólogos
podían ignorar la relatividad. Todos los años, los astrofísicos encuentran
fenómenos nuevos que sólo se pueden explicar con la teoría general. Los
más recientes son los poderosos campos de gravedad exteriores a nuestra
galaxia, que actúan como lentes gigantescas que magnifican y refractan lo
que se ve a través de ellas. Einstein predijo esas lentes en 1936.
Galileo y Newton hicieron experimentos, pero lo extraordinario en lo
que respecta a Einstein es que él no los hizo. Además, muchas veces ni
siquiera tuvo conocimiento de importantes pruebas significativamente re-
lacionadas con sus conjeturas. Se limitaba a sentarse solo a reflexionar pro-
fundamente acerca de los secretos del Viejo, como le gustaba llamar al
universo. Newton fue un devoto anglicano que se pasó la mitad de su vida
luchando para desvelar los misterios de la profecía bíblica. A Einstein no
le interesó ninguna religión, salvo en el sentido en que se puede decir que
fue religioso Spinoza, de quien admiraba su panteísmo particular. Sin em-
bargo, tanto Einstein como Newton, además de sus intelectos absoluta-
mente privilegiados y sus intuiciones creadoras, tenían en común una
fuerte capacidad de sorpresa ante el Viejo y de humildad ante el irresoluble
enigma de la existencia. Ambos eran platónicos en su convicción de que
lo que la ciencia sabe es una porción infinitesimal de lo que no sabe.
Newton, en un pasaje que se cita muy a menudo, se compara con un
chico que juega en la playa de un vasto «océano de verdad» y se divierte
cogiendo un guijarro suave o una concha modelada. Einstein hizo lo mismo
con otra metáfora. Una vez dijo en una entrevista que se imaginaba a sí
mismo como un niño que hubiera entrado en una enorme biblioteca con
libros escritos en muchas lenguas. El coge un volumen y consigue traducir
unas pocas páginas. ¡Qué lejos nos hallamos de los que tratan de conven-
cemos de que la física está a un paso de descubrirlo todo!
― 109 ―
13. LOS CONSUELOS DE COMFORT
― 110 ―
populares sobre física» (págs. 37-38). El público haría bien en dejar de
prestar atención a «swamis itinerantes que predican máximas extraídas de
los papelitos de las galletas chinas» (pág. 33) y volver en cambio la mirada
a la literatura sagrada original del budismo y el hinduismo, donde encon-
trarían que la introspección ha producido realmente visiones que guardan
sorprendente relación con los resultados empíricos de la física moderna.
¿Qué tiene en común la MC y el pensamiento oriental? Comfort cree
que la respuesta está en la manera de ver nuestro mundo fenoménico plural
como ilusión producida por una realidad impenetrable, intemporal, inson-
dable. Rara vez Comfort llama Dios a esta realidad, pues prefiere el imper-
sonal Brahma del hinduismo. Aunque la MC no produce enunciados onto-
lógicos, está saturada de anomalías que Comfort piensa que respaldan esta
visión oriental.
Considérese la conocida paradoja EPR (Einstein-Podolsky-Rosen), in-
ventada por Einstein y dos colaboradores en calidad de experimento mera-
mente mental, pero que en los últimos tiempos ha recibido una importante
confirmación por parte de los experimentos de laboratorio. Se emiten (en
una versión) dos fotones en direcciones contrarias mediante una interac-
ción que les imprime movimientos rotatorios opuestos. En MC, ninguna
de ambas partículas tiene un spin definido hasta que no se mide, pero sin
embargo están tan relacionadas, que si se mide A, a consecuencia de lo cual
se crea, digamos, un spin positivo, B adquirirá un spin negativo, aun
cuando se encuentre a años luz de distancia.
Einstein creía que su paradoja probaba que la MC era incompleta.
Comfort está de acuerdo. Piensa este último que la mejor solución es adop-
tar lo que él llama el «universo sin cosas» de David Bohm, un experto en
MC que admira desde hace mucho la filosofía oriental. De acuerdo con la
visión de Bohm, las partículas son «explicitaciones» de un «orden implí-
cito», un sustrato que se halla fuera de nuestro espacio y de nuestro tiempo.
Comfort compara las partículas con manchas que parecen desplazarse so-
bre la pantalla de un juego informático. Pero en realidad nada se mueve.
Los puntos de luz se limitan a titilar obedeciendo a señales de un hardware
invisible. Quizá Zenón tenía razón. El movimiento es irreal. El mundo ex-
terior es lo que los hindúes llaman maya, una ilusión invocada por el in-
móvil Brahma.
― 111 ―
Es fácil comprender que esta visión suministrara un punto de apoyo a
las fuerzas psi que los parapsicólogos postulan como indiferentes al espa-
cio y al tiempo. No sin aspavientos, Comfort declara su neutralidad res-
pecto de psi: «No tengo ni idea acerca de la existencia o no de los fenóme-
nos anormales» (pág. 229). Sin embargo, es un vigoroso defensor de lo que
él llama conjeturas «demoníacas», esto es, de los esfuerzos por ver el
mundo de una manera «no humana». Puede ser, escribe, que estados alte-
rados de conciencia brinden auténticas visiones de modelos de mundos ex-
traños pero fructíferos. Comparte con el psicoanalista Jan Ehrenwald, ar-
diente defensor de los fenómenos psi, la convicción de que las pruebas
anecdóticas de psi, como los sueños telepáticos, son mucho más fuertes
que cualquier resultado de laboratorio. Tan concluyentes son estas pruebas,
dice Comfort, que atribuirlas íntegramente a la autosugestión, la coinci-
dencia o el fraude le parece como dudar de la existencia de los tejones.
En cuanto a los científicos que se hacían espiritualistas, como Oliver
Lodge, Comfort los considera mucho menos crédulos de lo que suponen
los escépticos. «Probablemente» no vieran espíritus desencarnados —ad-
mite—, aunque «aparentemente» han observado «la transferencia no canó-
nica de la información» (pág. 218). Se trata de curiosas observaciones que
provienen de un hombre que insiste en que, según su estimación personal,
las probabilidades de psi llegan a un cincuenta por ciento.
El entusiasmo de Comfort por los modelos demoníacos lo lleva a con-
templar con mirada benigna muchas otras conjeturas que la mayor parte de
los científicos considera pura bazofia. Rupert Sheldrake, por ejemplo, está
convencido de que los miembros de una especie están unidos por un
«campo morfogenético». Si se adiestran ratas para que encuentren la salida
de un laberinto en Harvard University, las ratas de la misma especie apren-
derán a recorrer el laberinto más rápido de Escocia. Comfort admite que
Sheldrake pueda estar loco, pero, en todo caso, está planteando una cues-
tión importante. Comfort se complace en que el desafío de Sheldrake no
haya afectado a sus colegas como un «flato inoportuno en un ascensor».
El modelo holográfico del cerebro debido a Karl Pribram es otra teoría
demoníaca que Comfort encuentra consoladora. El universo podría ser un
holograma monstruoso en el que cada una de sus minúsculas partes, como
las mónadas de Leibniz, contuvieran el todo. Aún no está todo dicho —
asegura Comfort estar convencido de ello— acerca del papel del lamar-
quismo en la evolución. Su más desenfrenada especulación es la de que el
― 112 ―
smilodon, que tuvo su auge antes de la aparición de la humanidad, pudo no
haber estado realmente «allí» excepto de una manera vaga, y que su débil
realidad solamente se ve sustentada por los cerebros de orden inferior de
las bestias que los vieron.
Comfort toma de Hofstadter la caprichosa idea de interrumpir la prosa
con diálogos cómicos. Un león y un unicornio descienden de un escudo de
armas para discutir sobre el método científico. Una serpiente llamada Wil-
berforce, por el sacerdote que polemizó con T. H. Huxley, discute sobre la
evolución con un sinsonte. Gezumpstein, un demonio de más allá del es-
pacio-tiempo —su única tarea consiste en inventar hipótesis comproba-
bles— representa la reencarnación por medio de una fila de manchas ais-
ladas, resultado de trazar una línea con pintura junto a una hélice. Adán le
pide a Dios, su psiquiatra, que revele 27 la verdadera razón por la cual fue
expulsado del paraíso.
El más inteligente de estos interludios nos cuenta cómo las conjeturas
de Gezumpstein adoptan la forma de globos. Los distribuye entre los cien-
tíficos, que los inflan y los mantienen inflados hasta que algo acaba con
ellos. Los hechos que provocan las explosiones son llamados poppers28
juego de palabras sobre el nombre de Karl Popper. Los globos que se en-
tregan a los matemáticos son los que más duran, pero no hay ningún globo
«a prueba de popper». Muchos duran siglos antes de explotar. A algunos
se los deja que se desinflen, para ser nuevamente inflados más adelante.
El libro es estimulante, divertido, sutil, pero se ve malogrado por repe-
ticiones, extravíos y falta de organización. Comfort es aficionado a ciertos
términos horribles como «homuncularidad», «precientoide» y «cuerpode-
perro», neologismo tomado de Ulises, de James Joyce. No parece tener
gran interés en ningún filósofo moderno occidental, salvo Popper. George
Berkeley, que luchó más que ningún otro pensador con todos los acertijos
ontológicos de Comfort, no está en el índice, aunque he descubierto en la
pág. 197 una trivial referencia a él.
Los lectores no familiarizados con la física moderna encontrarán inin-
teligible la mayor parte del libro. Una parte sobre cómo todo momento de
27
El pronombre que lleva el verbo es she = ella, aunque su antecedente es God = Dios, y no
Goddess = Diosa. [T.]
28
Popper significa, entre otras cosas, el que dispara un arma, el que produce alguna explosión
súbita. [T.]
― 113 ―
la historia puede ser indeterminado, aun cuando Brahma es intemporal e
inmutable —simplemente es—, me pareció absolutamente opaca. Y aun-
que aprendí mucho, terminé el libro un poco mareado a causa de sus inter-
minables idas y venidas, y con la sensación de que, de haberlo intentado,
Comfort habría expuesto sus ideas con mucha más claridad.
― 114 ―
14. LOS PORQUE DE GARDNER
Esta reseña apareció originariamente el 8 de diciembre de 1983 en The New York Review of
Books. © 1983, Nyrev, Inc.
29
Trad. cast.: Los porqués de un escriba filósofo, Barcelona, Tusquets, 1989.
― 115 ―
Bertrand Russell. Dedica todo un capítulo a demoler las pruebas de la exis-
tencia de Dios y a burlarse de Mortimer Adler por su inquebrantable con-
vicción de que es posible formular una prueba válida de dicha existencia.
Sólo un «salto» irracional «de fe», como lo describe Kierkegaard, sólo un
impulso que surge misteriosamente del corazón y de la voluntad, puede
servir de sostén al teísmo filosófico.
Para decirlo de modo terminante, Gardner es un fideísta ingenuo que
se ve a sí mismo en la tradición de Kant, William James y Miguel de Una-
muno. Es imposible imaginar a nadie (salvo un clon de Gardner) que, al
leer sus desmedidas confesiones, a pesar de la impresión que puede causar
la vasta y variada erudición del autor y su habilidad retórica, no sienta tam-
bién rabia ante sus peculiaridades personales.
El primer «porqué» que Gardner expone es el relativo a su realismo: es
decir, por qué cree que «allí fuera», con total independencia de la mente
humana, hay un universo matemáticamente estructurado. «No me permi-
táis mirar hacia arriba y ver mi propio rostro y mi propia forma en el trono
del Juicio Final.» Estos versos de un poema de G. K. Chesterton constitu-
yen el epígrafe del capítulo. Lo que sucede es que Gardner es un entusiasta
de G. K., a pesar de no abrigar absolutamente ninguna simpatía por la doc-
trina católica. También admira a H. G. Wells. ¿Wells y Chesterton? Mucho
me costaría escoger dos escritores más incompatibles a quienes los críticos
de hoy en día presten menos atención. «¿Puede usted comprender —pre-
gunta Gardner—, cuando la mayoría de mis amigos no puede, cómo es
posible admirar... la escritura de ambos? En caso afirmativo, comprenderá
cómo es posible combinar una fe chestertoniana... con una admiración we-
llsiana por la ciencia, y al mismo tiempo ignorar la particular ceguera de
cada uno de ellos.»
Después de razonar a favor de la realidad de un mundo exterior (en lo
que Gardner se une a Russell y a Hans Reichenbach en la adopción de un
firme compromiso ontológico a favor del realismo, más que a Carnap, que
defendió el realismo únicamente porque consideró que era un lenguaje más
eficiente que la fenomenología), Gardner abraza la teoría pragmática de la
verdad. En una serie de lúcidos argumentos basados en la selección de una
carta de una baraja (Gardner es un mago aficionado), concluye que el prag-
matismo fracasó en su esfuerzo por sustituir la tradicional teoría aristoté-
lica de la correspondencia de la verdad por una teoría que definiera la ver-
dad como el resultado positivo del sometimiento a pruebas de verificación.
― 116 ―
Si bien piensa que Russell y John Dewey se diferenciaron fundamental-
mente en la respectiva elección de lenguaje que hicieron uno y otro cada
vez que chocaron con este problema, se inclina vigorosamente hacia el len-
guaje de Russell. El pragmatismo —nos dice Gardner— murió porque la
revolución verbal que deseaba era pragmáticamente poco recomendable.
El capítulo de Gardner sobre por qué no es un «paranormalista» apenas
contiene algo que no haya dicho en otros sitios y hasta la saciedad. No va
contra los parapsicólogos porque piense que las fuerzas psíquicas son im-
posibles —no se cansa de decir que en ciencia nada es imposible—, sino
porque considera demasiado débil su prueba en comparación con las pre-
tensiones de sus afirmaciones. ¿Acaso sería el mundo más interesante si
efectivamente existieran las fuerzas psi? Tal vez sí, tal vez no. Gardner
especula divertido sobre algunas de las consecuencias menos placenteras
que podrían derivarse de que la percepción extrasensorial o la psicoquine-
sis fueran auténticas.
En la explicación de por qué no es un relativista en materia de valores
estéticos, Gardner se extiende de un modo ridículo para justificar su con-
vicción de que «Dante y Shakespeare eran mejores poetas que Ella Whee-
ler Wilcox, que Miguel Angel era mejor pintor que Jackson Pollock y que
la música de Beethoven es superior a la de John Cage o una banda de punk
o de rock». ¿Qué hay de nuevo, pues?
Hay algo que decir a favor de la defensa que Gardner hace de los juicios
de valor objetivos en estética, pero lo echa todo a perder con un aburrido
recitado de sus gustos personales en poesía. Nadie descalificaría su admi-
ración por Homero, Virgilio, Dante, Shakespeare, Milton, Keats y Emily
Dickinson, pero, ¿qué hacer con su rechazo de Yeats? Juzga «sobreesti-
mado» a T. S. Eliot, y está de acuerdo con Nabokov en que Ezra Pound fue
«pura impostura». Aunque dice que ha hecho todos los esfuerzos
posibles para que le guste William Carlos Williams, aún no ha encon-
trado un poema de Williams que le siga pareciendo valioso tras la segunda
lectura. Se pide al lector que compare una cruda melodía de Williams con
uno de los poemas breves más conocidos de este autor. Es evidente que la
atroz sátira de Gardner —contiene versos tales como «tus rodillas son una
brisa del sur»— es inferior a la lírica amorosa de Williams acerca de la
mariposa en una carretilla roja.
El relativismo moral enfurece a Gardner más aún que el relativismo
estético. Aquí su posición es sustancialmente la misma que la de Dewey:
― 117 ―
una ética naturalista puede basarse en una naturaleza humana común, siem-
pre que se hagan afirmaciones tales como que es mejor estar sano que en-
fermo o vivo que muerto. Se reproducen y defienden encarnizadamente los
argumentos de Stale contra el relativismo cultural extremo que en una
época predominó en la antropología norteamericana; pero cuando se llega
a las «desconcertantes» decisiones morales que habrá que adoptar cuando
los biólogos encuentren maneras de alterar la naturaleza humana, dice
Gardner, «no tengo luz alguna que arrojar sobre estas terribles cuestiones
que se nos acercan a gran velocidad».
El tema que ocupa luego la atención de Gardner es el del libre albedrío.
No es probable que haya ni un solo filósofo moderno que se impresione
ante su sencillo modo de evadir esta antigua paradoja. Gardner la «re-
suelve» declarándola irresoluble. Tal como ve Gardner las cosas, el dilema
fundamental estriba en que el determinismo conduce directamente al fata-
lismo, pero que el indeterminismo es todavía peor, porque convierte al li-
bre albedrío en el azaroso lanzamiento de un dado en el interior del cerebro.
No hay manera de definir el libre albedrío —insiste—, sin deslizarse en
uno o en otro de estos oscuros abismos. Lo mejor que podemos hacer, en
realidad lo único que podemos hacer, es dejar el albedrío como un misterio
cegador. No es destino, ni es azar. Es un poco ambas cosas, aunque, en
cierto sentido, ninguna de ellas. Y concluye: «No preguntes cómo fun-
ciona, pues nadie en la tierra podrá decírtelo».
Cuando aborda la política y la economía, los caóticos juegos de Gard-
ner parecen calculados para poner contra la pared tanto a liberales como a
conservadores. Gardner no siente ningún respeto por lo que llama los
«smithianos», los que piensan que el gobierno debería contraerse y dejar
todo el espacio posible al libre juego del mercado. Desprecia el estado mí-
nimo de Robert Nozick como un aberrante «engendro del yo», y deja por
completo de lado a Ayn Rand como el espantoso producto de Milton Frie-
dman y Madalyn Murray O’Hair. Dirige graves reproches a los partidarios
de bajar los impuestos para aumentar la inversión. Cita la observación de
Paul Samuelson, según la cual, si Friedman no hubiera existido, habría que
haberlo inventado. Compara a Friedman con un quiropráctico. A diferencia
de un auténtico médico, que sabe lo difícil que es hacer un diagnóstico
rápido, un quiropráctico te dirá de inmediato por qué te duele la espalda y
lo pronto que puede curarte.
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Por otro lado, los conservadores se sentirán encantados con los ataques
de Gardner a Karl Marx. Cita un divertido pasaje de un libro olvidado de
Wells sobre Rusia, en el que se compara la enloquecida prolijidad de El
capital con la larga barba de Marx. Cuanto antes se olvide Michael Ha-
rrington de Marx, tanto mejor, dice Gardner. Políticamente, Gardner es —
¿quién lo hubiera supuesto?— un anticuado socialista democrático en la
tradición de Wells, Russell, Norman Thomas, Gunnar Myrdal, Irving
Howe y toda una legión de socialistas tan ignorados hoy por la mayoría de
los liberales, como odiados por todos los conservadores, y cuyas perspec-
tivas políticas prácticas, que él no discute, parecen tan oscuras como siem-
pre.
Estamos ahora en la parte central del extraño libro de Gardner, y nos
disponemos a acometer su mayor sorpresa, su salto mortal al fideísmo,
aunque primero se desvía y escribe un pasaje sobre el politeísmo. Como
Lord Dunsany —cuyo nombre sugiere el gran desfase temporal de los gus-
tos de Gardner, pero cuyas fantasías admira—, Gardner muestra un nostál-
gico entusiasmo por los bellos dioses de la antigua Grecia y tiene poco que
decir de su crueldad. Aunque, finalmente, escoge el monoteísmo, se en-
cuentra en el inseguro terreno de la «navaja de Occam». Emocionalmente,
cree, un solo Dios hará lo mismo —y mejor— que haría toda una plurali-
dad de dioses, aunque, en última instancia, no sabe si Dios es uno o mu-
chos, o incluso si los números tienen algún significado cuando se aplican
a Dios. El cristianismo le parece casi tan politeísta como el hinduismo.
¿Acaso Jesús y el Espíritu Santo (sin olvidar a Satanás, María Inmaculada
y la extensa jerarquía medieval de los ángeles) no son manifestaciones de
una deidad superior, exactamente lo mismo que Brahma, Vishnú y Siva lo
son de Brahmán?
A estas alturas, es de esperar que Gardner se deslice hacia un panteísmo
al estilo del de Alfred North Whitehead, pero no. El panteísmo le disgusta
tanto como el politeísmo. Su Dios es «personal», aunque, al igual que To-
más de Aquino y Charles Peirce, recalca que no tenemos ni la más remota
idea de lo que significa adjudicar rasgos humanos a Dios. Aplaude a las
feministas cristianas de hoy por sus ataques al talante machista de la Biblia,
pero propone algo mejor. No le parece que haya manera de eliminar ese
machismo sin eliminar también la propia Encarnación y, en consecuencia,
abandonar el corazón del cristianismo. Sin embargo, si Dios tiene algún
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valor para nosotros, hemos de referimos a él con las metáforas más excel-
sas que podamos. Gardner cita un bonito pasaje de C. S. Lewis acerca de
lo que sucede cuando se alude a Dios con símbolos no personales. Se con-
vierte en una especie de gas —o tal vez de jalea— que impregna el cosmos
y que tiene para nosotros menos utilidad que una nube o una piedra.
Pero hay más sorpresas. Gardner no sólo cree en Dios, sino que además
cree que la plegaria suplicatoria puede ejercer una influencia práctica.
¿Cómo? No lo sabe. En cuanto a los escépticos, ¿acaso «piensan, los necios
—dice Gardner en palabras tomadas de The Cabala, de Thornton Wilder—
que sus poderes de observación son más agudos que los artificios de un
dios»? Para Gardner, el misterio de la oración se vincula al terrible misterio
del tiempo, la causalidad y el libre albedrío. Para defender el derecho a la
oración construye diversos e ingeniosos modelos, uno de los cuales deriva
de la mecánica cuántica. Los propone en forma caprichosa. Su única justi-
ficación es mostrar, afirma, que la creencia en la eficacia de la plegaria no
es contradictoria desde un punto de vista lógico. «¿Es verdadero alguno de
esos modelos?» Y Gardner se contesta: «A mí no me lo preguntes».
Una de las características del «positivismo teológico» de Gardner,
como él lo llama, reside en que se contenta con aceptar la paradoja y el
misterio en regiones en las que los filósofos buscan interminablemente so-
luciones. Para un teísta, el más temible de todos los misterios es el mal
casual, sin sentido. Se dedican dos capítulos al antiguo argumento de que
Dios, a) o bien puede impedir el mal y no lo hace, en cuyo caso no es
bueno, b) o bien quiere impedirlo y no puede, en cuyo caso no es omnipo-
tente. Gardner no sólo carece de respuesta a este terrible dilema, sino que
en realidad piensa que el mismo hace más sensato al ateísmo que al teísmo.
Los mejores argumentos, admite con toda libertad, están del lado del ateo.
El salto a la fe es una irracional, una absurda voltereta mortal del alma que
algunas personas no pueden evitar (Gardner no sabe por qué), incluso
cuando todas las experiencias sugieren que se trata de un salto tan loco
como la creencia de Don Quijote en el dulce perfume de Dulcinea. El fi-
deísta moderno, dice Gardner, debe reconocer todo esto.
Nótese cómo Gardner asegura aquí que nadie puede demostrarle que se
equivoca. Su Dios invisible es como los bigotes verdes del Caballero
Blanco, que nadie puede ver porque los lleva siempre ocultos tras el aba-
nico. El argumento ateísta que va del mal a la no existencia de Dios, pende
inocuo sobre la cabeza de Gardner, porque no niega su persuasión. Como
― 120 ―
Pascal, defiende su fideísmo sobre la base de que, en caso contrario, si
conociéramos el secreto del mal, la fe no sería fe. Estaríamos obligados a
creer.
¿Qué hay que decir acerca de tales opiniones, sin apoyo ninguno de la
razón ni de la revelación? Mi mejor respuesta sería la reproducción de un
pasaje de Russell que Gardner tiene que conocer, pero que no se resigna a
citar: «A mi juicio, hay en este punto de vista algo de pusilánime y de
llorón que me impide contemplarlo con serenidad. El negarse a hacer frente
a los hechos simplemente porque no son placenteros, suele tenerse por se-
ñal de debilidad de carácter, salvo en la esfera de la religión.
No veo cómo puede ser innoble ceder a la tiranía del miedo en todas
las cuestiones comunes de la tierra, y noble y virtuoso, en cambio, hacer
exactamente lo mismo cuando están en juego Dios y el futuro».
El análisis que Gardner hace de la inmortalidad es lo más estrafalario
del libro. Aunque se da cuenta de que es imposible separar mentalmente el
teísmo de la esperanza de otra vida, sigue a Unamuno en lo que respecta a
la indisoluble solidaridad de ambas creencias en el corazón. Cita la con-
versación de Unamuno con el campesino que, cuando se le dice que quizás
haya un Dios, pero no una vida después de la muerte, responde: «¿Enton-
ces, para qué Dios?». Aunque Gardner cree que Jesús fue simplemente un
hombre, probablemente hijo ilegítimo y posiblemente homosexual, profesa
admiración por la mayor parte de lo que supone que Jesús enseñó real-
mente. Se asombra de que Paul Tillich, que no creía en un Dios personal
ni en una vida después de la muerte —los dos temas básicos de Jesús—
pudiera aparecer en la cubierta de Time como un gran teólogo cristiano.
Junto con el infierno, que Gardner piensa que Jesús también enseñó, cita
esto como una razón por la cual dejó de llamarse cristiano.
Gardner construye tres modelos de vida del más allá, todos diseñados
(como sus modelos de plegaria) para mostrar que la doctrina no es incon-
sistente desde el punto de vista lógico. ¿Es verdadero alguno de los mode-
los? «Por mi parte —responde Gardner— creo que ninguno de los mode-
los... es verdadero. Estoy convencido de que la verdad sobre la inmortali-
dad está tan fuera de nuestro alcance como lo están para una luciérnaga las
ideas de este libro.» Otra vez se trata de una cuestión de «fe», para la cual
no puede suministrar ninguna base racional.
El penúltimo capítulo del libro es un franco intento de despertar en el
lector un sentido de lo que Rudolf Otto llamaba lo «numinoso», un temor
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reverencial chestertontiano por el increíble misterio de la existencia. El úl-
timo capítulo aboga por la tolerancia religiosa. A Gardner le horroriza la
idea de que la historia sea un duelo a muerte entre el cristianismo y el
ateísmo, duelo en el que creyeron Chesterton y Whittaker Chambers, y en
el que siguen creyendo William Buckley y Ronald Reagan, como se puso
de manifiesto en el enfrentamiento militar de los Estados Unidos «cristia-
nos» y la Rusia «atea». Gardner cita un poema de Stephen Crane acerca de
un «gordo satisfecho de sí mismo» que trepaba hacia la cima de una mon-
taña esperando ver «buenas tierras blancas y malas tierras negras», para
encontrarse con un paisaje completamente gris. Esto nos lleva a la metáfora
final del libro. Hoy, el gris filosófico se ha vuelto un telón de fondo sobre
el que destacan los colores de un futuro impredecible.
¿En qué medida hay que tomar en serio el fideísmo de Gardner? Parece
sincero, aunque esto resulte asombroso. Después de todo, tiene fama de
bromista. Su columna de Scientific American de abril de 1975, pretendió
desvelar quebraderos de cabeza tan dramáticos como el descubrimiento de
un mapa que requiere cinco colores, una grieta fatal en la teoría de la rela-
tividad, un movimiento inicial en el ajedrez (peón cuatro torre reina) —
que es victoria segura para las blancas—, y un pergamino perdido que
prueba que Leonardo da Vinci inventó el inodoro de chorro. Millares de
lectores escribieron para hacer saber a Gardner en qué se equivocaba, y un
profesor iracundo trató de hacerlo expulsar de la American Mathematical
Society. Por fortuna, la sociedad lo convirtió en un socio honorario vitali-
cio. George Groth, dicho sea de paso, es uno de los seudónimos de Gard-
ner.
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79. S. Fuzeau-Braesch - Introducción a la astrología
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