EL DESAFÍO DE JESÚS. N. T. Wright (2003)
EL DESAFÍO DE JESÚS. N. T. Wright (2003)
EL DESAFÍO DE JESÚS. N. T. Wright (2003)
N. T. Wright
(2003)
ÍNDICE
PRÓLOGO
Tres son las preocupaciones que me motivan a lo largo del presente trabajo. La
primera es la de la integridad histórica al hablar sobre Jesús. Francamente, muchos
cristianos han sido descuidados al pensar y hablar sobre Jesús y, por tanto, tristemente,
en su oración y en su práctica del seguimiento. No podemos suponer que por
pronunciar la palabra «Jesús», y menos aún la palabra «Cristo», estamos de manera
automática en contacto con el Jesús real que caminó y habló en la Palestina del siglo I,
el Jesús que, según la Carta a los Hebreos, es el mismo ayer, hoy y para siempre. No
estamos autorizados para manufacturar un Jesús diferente. Tampoco es legítimo
sugerir que, debido a que tenemos los Evangelios de nuestro Nuevo Testamento,
conocemos todo lo que necesitamos sobre Jesús. Como mostrara el material que aquí
se presenta, y como revelarán con muchos más detalles obras más amplias, a menudo
las tradiciones cristianas han interpretado de forma radicalmente errónea la imagen de
Jesús en los Evangelios, y sólo gracias a un esforzado trabajo histórico podemos llegar
a una comprensión más plena dc lo que los Evangelios trataban de decir.
N. T. Wright
1
Introducción
La investigación sobre Jesús ha sido polémica desde hace mucho tiempo, aún entre los
cristianos devotos. No son pocos los cristianos que se preguntan si hay algo nuevo que
decir sobre Jesús, y si el intento de decir algo nuevo no constituye una negación de la
enseñanza tradicional de la Iglesia o de la suficiencia de la Escritura. Quiero afrontar
este espinoso tema desde el principio y explicar por qué considero no sólo permisible,
sino también vitalmente necesario, que nos esforcemos por responder de nuevo a la
cuestión de quién fue Jesús y, por ende, quién es. Al hacerlo no quiero en modo alguno
negar o socavar el conocimiento de Jesús al que se refirió el estudiante de Kenia, y que
es la experiencia común de la Iglesia a lo largo de los siglos y en culturas muy
diferentes. Más bien el trabajo histórico es, a mi juicio, parte de la apropiada actividad
de conocimiento y amor, que tiene como objetivo conocer aún mejor a aquel a quien
decimos que conocemos y seguimos. Si hasta en las relaciones de conocimiento y
amor entre los seres humanos puede haber malentendidos, falsas impresiones y
suposiciones equivocadas que deben ser identificadas y afrontadas, todo esto se
produce en mayor medida cuando nos relacionamos con el propio Jesús.
Hay escollos bien conocidos en el mero hecho de afrontar este tema, y debemos
exponerlos con claridad. Es muy fácil que los amigos que tienen ideas afines sean
complacientes. Oímos hablar de nuevas teorías extrañas sobre Jesús. Cada mes o cada
dos meses algún editor publica un bestseller declarando que Jesús fue un gurú de la
Nueva Era, un masón egipcio o un revolucionario hippy. Cada uno o dos años algún
estudioso o grupo de estudiosos publica un nuevo libro, lleno de cientos de notas a pie
de página, para decirnos que Jesús fue un filósofo cínico campesino, un poeta
itinerante o el predicador de valores liberales nacido en una época equivocada. El día
en que estaba revisando este capítulo para su publicación, apareció en un periódico un
artículo sobre una nueva controversia, suscitada por activistas defensores de los
derechos de los animales, acerca de si Jesús fue vegetariano.
Podríamos reaccionar frente a este tipo de cosas diciendo que todo ello es una pérdida
de tiempo, que nosotros conocemos todo lo que necesitamos saber sobre Jesús y que
no hay nada más que decir. Muchos cristianos devotos que adoptan esta actitud se
contentan con una superioridad sin esfuerzo: nosotros conocemos la verdad, esos
necios liberales se han equivocado por completo y nosotros no tenemos nada nuevo
que aprender. A veces personas como yo intervenimos para demostrar, supuestamente,
la verdad del “cristianismo tradicional» con el corolario implícito de que ahora
podemos dejar de plantear esas desagradables cuestiones histéricas y en vez de ello
continuar con otra cosa, quizás más provechosa.
Desearía pasar ahora al aspecto positivo. ¿Cuáles son las razones que nos imponen hoy
el estudio sobre Jesús?
La necesidad de la investigación
La razón más fundamental para esforzarse por responder a la cuestión histérica sobre
Jesús es que hemos sido hechos para Dios: para la gloria de Dios, para adorar a Dios y
reflejar su semejanza. Este es el deseo más hondo de nuestro corazón, la fuente de
nuestra vocación más profunda. Ahora bien, el cristianismo ha dicho siempre, con Juan
1,18, que nadie ha visto nunca a Dios, pero que Jesús nos lo ha revelado. Sólo
descubriremos quién es realmente el Dios vivo y verdadero si corremos el riesgo de
mirar a Jesús. Esta es la razón por la que los debates contemporáneos sobre Jesús son
tan importantes; en último término, son debates sobre Dios.
La segunda razón por la que emprendo el estudio histórico riguroso sobre Jesús es la
fidelidad a la Escritura. Esto les podría parecer profundamente irónico a algunas
personas situadas a ambos lados de la vieja línea divisoria liberal/conservador. Como
es sabido, muchos estudiosos de Jesús de los dos últimos siglos han arrojado la
Escritura por la ventana y han reconstruido un Jesús muy diferente del que
encontramos en el Nuevo Testamento. Pero la respuesta adecuada a este enfoque no
consiste simplemente en reafirmar que, dado que creemos en la Biblia, no necesitamos
preguntar nuevas cuestiones sobre Jesús. Lo que vale para Dios, vale también para la
Biblia; el mero hecho de que nuestra tradición nos diga que la Biblia dice y quiere
decir una cosa u otra no nos excusa del duro trabajo de estudiarla de nuevo, a la luz del
mejor conocimiento que tenemos sobre su mundo y su contexto, para ver si estas cosas
son efectivamente así. Para mí, la dinámica de un compromiso con la Escritura no es:
«Nosotros creemos en la Biblia y, por tanto, no hay nada más que aprender», sino más
bien: «Nosotros creemos en la Biblia y, por tanto, tenemos que descubrir en ella todas
las cosas que no nos han dejado ver nuestras tradiciones, incluidas nuestras tradiciones
“protestantes” o “evangélicas” que se consideran “bíblicas” pero en ocasiones se puede
demostrar que no lo son». Y este proceso de repensamiento incluirá la difícil y a
menudo amenazadora cuestión: ¿habrá algunas cosas que nuestras tradiciones han
interpretado “al pie de la letra” y deberían ser tenidas por “metafóricas” —y quizás
también viceversa—? Y, si la respuesta es afirmativa, ¿cuáles son?
Esto nos lleva a la tercera razón, que es el imperativo cristiano de verdad. Los
cristianos no deben temer la verdad. Naturalmente, esto es lo que han dicho muchos
reduccionistas, cuando con evidente audacia han reducido el significado del Evangelio
a unos pocos clichés, dejando muy atrás el duro y tajante mensaje de Jesús. Este no es
mi programa. Mi objetivo es profundizar en el significado más que hasta ahora y
volver a una reafirmación del Evangelio que fundamente las cosas que hemos creído
sobre Jesús, sobre la cruz, sobre la resurrección, sobre la encarnación, de una manera
más profunda dentro de su contexto original. Cuando recito los grandes credos
cristianos, como hago día tras día en la liturgia, los digo de corazón, pero descubro que
después de veinte años de estudios históricos entiendo algo mucho más profundo,
mucho más exigente que lo que entendía cuando los recité por primera vez. No puedo
obligar a mis lectores a seguirme en esta peregrinación personal, pero si puedo, y de
hecho lo hago, dirigir una invitación a contemplar a Jesús, los Evangelios, nosotros
mismos, el mundo y sobre todo a Dios, bajo lo que podría ser una nueva y quizás
perturbadora luz.
Una de las razones por las que no hemos imaginado algunas de las profundidades que,
a mi juicio, hay que descubrir radica en nuestro propio contexto histórico y cultural.
Yo soy un historiador del siglo I, no un especialista en la Reforma o en el siglo XVIII.
Sin embargo, basándome en el reducido conocimiento que poseo de los últimos
quinientos años de la historia europea y norteamericana, creo que podemos formular el
desafío de la Ilustración del siglo XVIII al cristianismo histórico con estas palabras:
hizo una pregunta necesaria de forma errónea. La línea divisoria en el cristianismo
contemporáneo entre liberales y conservadores ha tendido a ser una división entre los
que ven la necesidad de plantear la cuestión histórica y suponen que debe ser hecha a
la manera de la Ilustración y, por otra parte, los que ven el carácter engañoso de la
forma ilustrada de hacer la pregunta y suponen que la cuestión histórica no es
necesaria. Desearía abordar en primer lugar la necesidad de la cuestión planteada por
la Ilustración y después la manera errónea en que se ha tratado.
Para entender por qué la cuestión histórica de la Ilustración fue necesaria tenemos que
dar un paso más hacia atrás, hasta la Reforma protestante del siglo XVI. La protesta de
la Reforma contra la Iglesia medieval no fue en último término una protesta en favor
de una lectura histórica y escatológica del cristianismo contra un sistema eterno. Los
reformadores recalcaban que se debía llegar a descubrir el significado histórico literal
de los textos y que en esto consistía la lectura histórica; la cuestión de lo que Jesús o
Pablo realmente quisieron decir, frente a lo que la Iglesia muy posterior dijo que ellos
quisieron decir, se hizo extraordinariamente importante. Remóntate al principio,
decían, y descubrirás que el desarrollado sistema del catolicismo romano se basa en un
error. Esto sirvió de apoyo al énfasis escatológico de los reformadores: la cruz era el
triunfo de Dios de una vez para siempre, que nunca tenía que repetirse, como hacían
los adversarios católicos en la misa, a juicio de los reformadores. Pero éstos nunca
permitieron que esta intuición fundamental los llevara más allá de medio camino
cuando se trataba del propio Jesús. Los Evangelios eran tratados todavía como el
depósito de la doctrina y la ética verdaderas. En la medida en que eran historia, eran la
historia del momento en que la verdad eterna de Dios echó raíces en el espacio y el
tiempo, esto es, el momento en que tuvo lugar la acción que realizó la expiación
eterna. Soy consciente de que esto es una simplificación excesiva, pero creo que se ve
confirmada por lo que siguió. La teología posterior a la Reforma entendió las
intuiciones de los reformadores como una nueva serie de verdades eternas y las usó
para establecer nuevos sistemas de dogma, ética y ordenamiento de la Iglesia en los
que, una vez más, se servía a los intereses creados y se sofocaba el pensamiento nuevo.
La Ilustración fue, entre otras muchas cosas, una protesta contra un sistema que, como
se basaba en una protesta, no pudo ver que a su vez necesitaba una reforma posterior.
(La medida en que la Ilustración fue una versión secularizada de la Reforma es una
cuestión fascinante, digna de estudio por parte de brillantes candidatos al doctorado,
pero no es el tema de un libro como éste. Con todo, si queremos captar de dónde
venimos y, por tanto, adónde podríamos estar llamados a ir, al menos tenemos que
tratar estas posibilidades.) De manera particular la Ilustración, en la persona de
Hermann Samuel Reimarus (1694-1768), puso en tela de juicio el irreflexivo dogma
pseudo-cristiano sobre el hijo eterno de Dios y su establecimiento del sistema opresor
llamado «cristianismo». Reimarus lo puso en entredicho en nombre de la historia, la
misma arma que los reformadores habían usado contra el catolicismo. Volved a los
orígenes, dijo, y descubriréis que el cristianismo se basa en un error. Después de todo,
Jesús fue uno más en la larga serie de revolucionarios judíos fracasados. El
cristianismo tal como lo conocemos fue la invención de los primeros discípulos.
Creo que la cuestión planteada por Reimarus era necesaria. Necesaria para sacudir del
dogmatismo al cristianismo europeo, y para afrontar un nuevo desafío: aumentar la
comprensión de quién fue Jesús realmente y qué realizó de hecho. Necesaria para
cuestionar el insulso dogma con una realidad viva; necesaria para poner en cuestión las
distorsiones idólatras de quién fue Jesús de verdad y, por ende, quién fue y quién es
Dios realmente, con una nueva comprensión de la verdad. El hecho de que Reimarus
diera a su pregunta una respuesta que no es históricamente sostenible no significa que
no planteara la pregunta correcta. ¿Quién fue Jesús y qué fue lo que realizó?
Esta necesidad se puso de relieve en el siglo XX, tal y como Ernst Kasemann vio con
toda claridad. Mirad lo que sucede, dijo en una famosa conferencia en 1953, cuando la
Iglesia abandona la investigación sobre Jesús. Los años que mediaron entre las dos
guerras mundiales, en los que no hubo investigaciones sobre Jesús, crearon un vacío en
el que se ofrecieron imágenes de Jesús no históricas, las cuales legitimaron la ideología
nazi. Estoy convencido de poder sugerir que cada vez que la Iglesia olvida su misión
de embarcarse en la tarea de comprender de una forma cada vez más plena quién fue
Jesús realmente, la idolatría y la ideología se aproximan. Renunciar a la investigación
porque no nos gusta lo que los historiadores han descubierto hasta ahora no es una
solución.
Como acabamos de ver, esto lo captaron en principio los reformadores. Es verdad que
Martín Lutero usó la cautividad y el destierro de Israel en Babilonia como una
metáfora dominante en su comprensión de la historia eclesiástica, en la que la Iglesia,
como Israel, había sufrido una «cautividad babilónica» durante muchos siglos hasta los
días del reformador. Pero la acentuada concentración de Lutero en Jesús impidió que
esto se convirtiera en una nueva escatología contraria, divorciada de sus raíces en el
siglo I. Aunque él vio su propia era como un tiempo especial en el que Dios iba a hacer
algo nuevo, esto siguió siendo para él un fenómeno estrictamente secundario: el
verdadero día nuevo había amanecido, de una vez para siempre, con el propio Jesús.
Su nueva «gran luz» no eclipsaba a la Luz del mundo.
Sin embargo, con la Ilustración se dio este último paso. Todo lo que había precedido
era una forma de cautividad, de oscuridad; en el siglo de las Luces, por fin, habían
alboreado la luz y la libertad. La historia del mundo había alcanzado finalmente su
momento culminante, su verdadero y nuevo comienzo, no en Jerusalén, sino en Europa
occidental y en América; no en el siglo I, sino en el XVIII (tal vez podamos
permitirnos sonreír con ironía por la forma en que, hasta hoy, los pensadores post-
ilustrados se han burlado de la idea aparentemente ridícula de que la historia del
mundo alcanzó su momento culminante en Jerusalén hace dos mil años, mientras ellos
mantienen una perspectiva que, como hoy ya sabemos, es al menos igualmente
ridícula). Así, mientras la necesaria cuestión planteada por la Ilustración (la cuestión
del Jesús histórico) era abordada dentro de la perspectiva propia de la Ilustración,
resultaba inevitable no sólo que la cristología se derrumbara en facciones enfrentadas
de naturalistas y sobrenaturalistas —en otras palabras, que se produjeran imágenes de
Jesús en las que el personaje central era un judío no excepcional del siglo I o una
figura de Superhombre inhumana e improbable—, sino que también a liberales y
conservadores por igual les resultaba enormemente difícil concebir de nuevo el mundo
escatológico judío del siglo I, que es el único al que de verdad pertenece el Jesús
histórico. Jesús estaba casi obligado a aparecer como el maestro de las verdades
eternas liberales o de las verdades eternas conservadoras. La idea de que él pudo ser la
persona que cambió radicalmente la historia era, para muchos de los que se
encontraban a ambos lados de la línea divisoria, casi literalmente impensable. Incluso
Albert Schweitzer, que introdujo de improviso la perspectiva escatológica en los
estudios sobre Jesús, la interpretó de una manera radicalmente errónea.
Pero Schweitzer puso sobre aviso a los pensadores cristianos acerca de algo que se ha
tardado en asimilar casi un siglo: que el mundo en que Jesús vivió, y al que se dirigió
con su mensaje sobre el reino, era un mundo en el que la expectativa judía de la acción
culminante y decisiva de Dios dentro de la historia constituía el elemento principal. A
mi juicio, esto es lo que ha dado un nuevo ímpetu al estudio de Jesús y lo que nos
obliga a embarcarnos en este estudio. Si se concibe correctamente, la respuesta de
Schweitzer a la pregunta hecha por Reimarus —a saber, que Jesús pertenece al mundo
de esta expectativa judía del siglo I— nos permite ver que dedicándonos a la
investigación sobre Jesús podemos entender mucho mejor, mejor incluso que los
reformadores, lo que significaba dentro del mundo de Jesús que Dios iba a actuar de
una manera única y excepcional, provocando una respuesta que no sería una repetición
de ese acto inicial sino más bien su apropiación y realización.
Creo, por tanto, que dentro de las múltiples tareas a las que Dios llama a la Iglesia de
nuestra generación se encuentra la imprescindible misión de abordar la cuestión
planteada por la Ilustración, a saber, quién fue exactamente Jesús y qué fue
exactamente lo que hizo. Y estoy convencido de que hay formas de abordar esta
cuestión que no caen en la trampa de limitarse a una nueva ordenación las categorías
de la Ilustración. Es indudable que nuestra generación tiene una nueva oportunidad de
avanzar en lo relativo al pensamiento, a la oración y a toda la vida cristiana, con
muchos medios, pero no es el último de ellos que abordemos la cuestión del Jesús
histórico de formas nuevas y creativas.
Mas ¿por qué deberíamos suponer que hay algo nuevo que decir sobre Jesús? Ésta es
una pregunta que me hacen con frecuencia, entre otros, los periodistas, por un lado, y
los cristianos perplejos no interesados por los estudios académicos, por otro. De hecho,
la respuesta es a la vez positiva y negativa. La mera novedad está abocada casi
necesariamente al error: si tratamos de decir que Jesús no anunció el reino de Dios, o
que de hecho fue un pensador del siglo XX nacido antes de tiempo, seremos
rechazados con razón. Ahora bien, ¿qué quiso decir Jesús con el reino de Dios? Ésta, y
otras mil cuestiones afines, son mucho más difíciles de responder de lo que con
frecuencia se ha supuesto y el lugar adonde hay que ir para encontrar nueva luz es la
historia de los tiempos de Jesús. Es decir, el judaísmo del siglo I, con toda su
complejidad y con todas las ambigüedades de nuestros intentos de reconstruirlo.
Quizá podamos decir también algo sobre los campesinos galileos. Pero pienso que no
todo lo que a algunos escritores actuales les gustaría. Hay algunos que ven la cultura
campesina de la antigua sociedad mediterránea como la influencia dominante en la
Galilea de los tiempos de Jesús, con lo que se reduce decididamente el influjo
apocalíptico judío, de modo que el anuncio del reino por Jesús tiene menos que ver con
las aspiraciones específicamente judías y más con la clase de protesta social que podría
brotar en cualquier cultura. Permítaseme subrayar que esto es un error y también que
mostrarlo como tal no disminuye el elemento de protesta social que aún hay que
encontrar dentro del anuncio del reino —de muy amplia extensión y muy fundado
teológicamente— que podemos atribuir correctamente a Jesús. Así mismo, insisto en
que una de las cosas que podemos conocer sobre las sociedades campesinas como la de
Jesús es que en gran medida dependían de tradiciones orales, y no en último término
de tradiciones basadas en narraciones inmediatas. Cuando captamos esto
correctamente, evitamos de golpe parte del extraordinario reduccionismo que ha
caracterizado al llamado Jesus Seminar [Seminario sobre Jesús], con su intento de
excluir la autenticidad de muchos de los relatos sobre Jesús basándose en que las
gentes sólo recordarían dichos aislados y no relatos completos". Pero mi idea general
es sencillamente la siguiente: hay una gran cantidad de estudios históricos que están
esperando manos que quieran ponerse a la obra y realizarlos, y tenemos más
herramientas para ello de las que la mayoría de nosotros podemos manejar. Si de
verdad creemos, en algún sentido, en la encarnación de la Palabra estamos obligados a
tomar en serio la carne en la que se convirtió la Palabra. Y, habida cuenta de que
aquella carne fue carne judía del siglo I, deberíamos regocijarnos en todos y cada uno
de los avances en nuestra comprensión del judaísmo del siglo I y tratar de aplicar esos
conocimientos a nuestra lectura de los Evangelios.
Y lo hacemos, tenemos que insistir en ello, no para socavar lo que los Evangelios
dicen, ni para reemplazar sus relatos por otros muy distintos inventados por nosotros,
sino para comprender qué es lo que dicen realmente. Hay una objeción común a la
investigación sobre el Jesús histórico que consiste en afirmar que Dios nos ha dado los
Evangelios y no podemos ni debemos poner en su lugar una construcción nuestra. Pero
esto es una interpretación errónea de la naturaleza de la tarea. Precisamente porque
esos textos han sido leídos y predicados como Sagrada Escritura durante dos mil años,
se han ido introduciendo sigilosamente toda clase de malentendidos, que han quedado
después incorporados en la tradición eclesial. Los historiadores verán con frecuencia,
no necesariamente que los Evangelios tienen que ser rechazados o remplazados, sino
que de hecho no significaron lo que la tradición cristiana posterior pensó.
Esto ilustra una idea que se podría repetir docenas de veces. La investigación histórica,
como he tratado de poner de manifiesto en varios lugares, no nos indica de ninguna
manera que arrojemos por la borda los Evangelios y los sustituyamos por un relato
completamente distinto inventado por nosotros. No obstante, nos advierte que nuestras
interpretaciones familiares de esos relatos evangélicos podrían ser objeto de rigurosos
cuestionamientos y objeciones, y que podríamos terminar leyendo nuestros textos
preferidos de formas que jamás habíamos imaginado. Dado que esta perspectiva es de
verdad protestante, de verdad católica, de verdad evangélica y de verdad liberal, por no
decir también potencialmente carismática, los miembros de todas las corrientes de la
Iglesia deberían ser capaces de abrazarla como propia. Naturalmente, es preciso tener
un cierto valor para estar dispuestos a leer de forma nueva textos familiares. Pero es
indudable que merece la pena. Lo que perdemos de nuestras lecturas ordinarias es muy
poco en comparación con lo que vamos a ganar.
Estas tres posiciones siguen bien vivas a principios del siglo XXI. El Jesus Seminar y
algunos escritores de parecido talante se encuentran en la línea de Wrede. Sanders,
Meyer, Harvey y otros, incluido yo mismo, seguimos los pasos de Schweitzer. Luke
Timothy Johnson es nuestro Kahler contemporáneo, que pide que caiga una plaga
sobre todas las casas, Dado que he sido criticado, a veces con mucha dureza, por haber
ofrecido esta suerte de análisis del estado actual de la cuestión, quiero dar alguna
explicación e incluso una justificación.
La interpretación que Schweitzer hizo de Jesús, como es bien sabido, fue tan mal
recibida por los teólogos que durante medio siglo se realizaron pocas investigaciones
serias sobre Jesús. Con la llamada «nueva investigación» [New Quest] de las décadas
de 1950 y 1960 se hicieron algunos progresos porque se reemprendió la investigación,
pero nunca se recuperó un auténtico vigor histórico. En libros y artículos se dedicaba
más espacio a argumentar sobre los criterios de autenticidad que a ofrecer hipótesis
importantes sobre Jesús. A mediados de la década de 1970 se tenía la impresión de que
la investigación había llegado a un punto muerto. Fue entonces cuando empezó a
surgir un nuevo estilo de historiografía sobre Jesús, que se distinguía explícitamente de
la llamada «nueva investigación». A mi juicio, el mejor libro de aquel periodo fue The
Aims of Jesus; de Ben Meyer, al que se prestó menos atención de la que merecía,
precisamente porque rompió el molde normal —y quizá porque planteaba exigencias
muy fuertes a los estudiosos del Nuevo Testamento, poco acostumbrados a reflexionar
sobre sus propios presupuestos y métodos con un elevado rigor filosófico—. Seis años
después se publicó Jesus and Judaism, de Ed Sanders, que continuó esa tendencia.
Ambos libros rechazaron los métodos de la «nueva investigación»; ambos ofrecieron
reconstrucciones de Jesús que recurrían, de manera amplia y profunda, a la escatología
apocalíptica judía; ambos ofrecieron hipótesis plenamente desarrolladas que tenían
mucho sentido dentro del judaísmo del siglo I, en lugar de la reconstrucción «a
retazos», basada en una pequeña colección de dichos supuestamente auténticos pero
aislados, característica de la «nueva investigación».
Bajo esta luz, a principios de la década de 1980 sugerí que estábamos siendo testigos
de lo que entonces denominé «tercera investigación» [third quest] sobre Jesús. A pesar
de la manera en que algunos han usado esta expresión desde entonces, no pretendía
designar toda la investigación sobre Jesús de las décadas de 1980 y 1990. Era una
forma de establecer una distinción entre la nueva ola que acabo de describir y la
continuación de la «nueva investigación». Creo que los acontecimientos de los últimos
veinte años han confirmado mi juicio ampliamente. Lo que Meyer, Sanders y otros
estaban haciendo era significativamente diferente —de varias maneras que se pueden
exponer sin ambigüedad y de un modo razonablemente no polémico— de la «vieja
investigación» [Old Quest] de los años anteriores a Schweitzer, y de la «nueva
investigación» iniciada por Ernst Kasemann e historiada señaladamente por James M.
Robinson". Bajo esta luz, cuando el Jesus Seminar, después John Dominic Crossan, y
luego particularmente Robert Funk, fundador y director del Jesus Seminar;
continuaron explícitamente el trabajo de la «nueva investigación» —en el caso de
Funk, insistiendo en el deber de hacerlo— creo que estoy justificado para seguir
distinguiendo estos movimientos de esta manera. Naturalmente, la historia
contemporánea se niega a permanecer inmóvil y dejarse dividir en fragmentos bien
delimitados. Algunos escritores cruzan las fronteras hacia uno u otro lado. Pero yo sigo
manteniendo la distinción entre el camino de Wrede y el de Schweitzer y, al mismo
tiempo, sosteniendo que éste ofrece la mejor esperanza para una reconstrucción
histórica seria.
Ésta no es una tarea sólo para unos pocos especialistas cuyos trabajos son casi
desconocidos. Si las autoridades de la Iglesia dedicaran más tiempo a estudiar y
enseñar sobre Jesús y los Evangelios, una buena parte de las otras cosas que nos
preocupan en la vida eclesiástica y cotidiana serían vistas bajo la luz que les
corresponde. Con demasiada frecuencia se ha supuesto que las autoridades de la
Iglesia están por encima de los aspectos esenciales del estudio bíblico y teológico.
Implícitamente suponemos que eso ya lo hicieron antes de ser nombrados para sus
cargos, y que ahora sencillamente tienen que trabajar las «implicaciones». Después
resulta que pasan innumerables horas en sus despachos dirigiendo la Iglesia como un
negocio, haciendo dinero o trabajando en docenas de tareas diferentes, en lugar de
estudiar detenidamente sus documentos fundacionales e investigar aún más de cerca
sobre el Jesús a quien se supone que siguen y enseñan a otros a seguir. Creo, por el
contrario, que cada generación tiene que afrontar de nuevo la cuestión de Jesús —y no
en último término sus raíces bíblicas— si quiere ser de verdad la Iglesia. No se trata de
que nos dediquemos a elaborar una dogmática abstracta en detrimento de nuestro
compromiso con el mundo, sino de que descubramos cada vez más quién fue y quién
es Jesús, precisamente a fin de estar equipados para comprometernos con el mundo
que él vino a salvar. Y ésta es una tarea de toda la Iglesia, especialmente de los
nombrados para desempeñar los papeles de dirección y enseñanza dentro de ella.
Así pues, tenemos que hacer todo nuestro estudio histórico para infundir energía a la
Iglesia en su misión para el mundo. Esto no quiere decir que no estemos abiertos a
seguir el argumento donde nos lleve, o que no estemos abiertos a leer todos los textos,
tanto canónicos como no canónicos, que puedan ayudarnos a seguir la pista histórica.
Todo lo contrario. Justamente porque creemos que somos llamados a ser el pueblo de
Dios para el mundo, debemos asumir toda la tarea histórica con la máxima seriedad. Es
preciso estudiar todos los documentos y reflexionar sobre todos los argumentos. Yo
estoy orgulloso de formar parte de una particular tradición eclesial, la de la Iglesia
anglicana o episcopaliana, que tiene una larga y noble historia a este respecto (aunque
en los últimos años esta tradición se ha visto en cierto modo silenciada). Uno de los
mejores elementos de esta tradición es que ha estado preparada para pensar
concienzudamente las cosas de nuevo —algo que otras tradiciones, y no en último
término las que se consideran «protestantes» o «evangélicas», harían bien en emular.
Pero al hacer esto debemos recordarnos una y otra vez —como hacen de tantas
maneras las liturgias de las iglesias tradicionales— que cuando contamos el relato de
Jesús lo hacemos como parte de la comunidad que es llamada a modelar este relato
para el mundo. Cuanto más participo en la investigación sobre Jesús, mayor es el reto
que me plantea como persona y como hombre de Iglesia. Y no porque lo que yo
descubro socave la ortodoxia tradicional, sino precisamente porque la rica y vigorosa
ortodoxia que rebosa de las páginas de la historia me reta a mí personalmente y a todas
las comunidades que conozco. Estos desafíos son en extremo exigentes, precisamente
porque son desafíos evangélicos, desafíos del reino. Así las cosas, ser un investigador
sobre Jesús es lo mismo que ser un discípulo. Significa tomar la cruz y seguir a Jesús
dondequiera que vaya. Y la buena y la mala noticia es que sólo cuando hacemos esto
mostramos que hemos comprendido de verdad la historia. Sólo cuando lo hacemos, la
gente toma en serio nuestros argumentos, ya sean históricos o teológicos. Sólo cuando
lo hacemos, nos convertimos en los medios por los cuales la investigación, que
empezó de una manera tan ambigua como parte del programa de la Ilustración, realiza
el extraño propósito que, según creo, por voluntad de Dios, vino a realizar. No hay que
tener miedo de la investigación. Puede formar parte de los medios por los que a la
Iglesia de nuestros días se le conceda una nueva visión, no sólo de Jesús, sino de Dios.
Valga lo expuesto por lo que respecta a nuestro tema. Como parte de nuestra
investigación general para seguir a Jesucristo, y para configurar nuestro mundo de
acuerdo con la voluntad de Dios, abordamos una serie de cuestiones. Podemos
resumirlas en cinco, que examinaremos a continuación:
¿Qué quiso decir Jesús cuando afirmó que el reino de Dios estaba cerca? 0, dicho de
otra manera, ¿qué escuchó el aldeano galileo común cuando un joven profeta se
presentó de improviso en su pueblo y anunció que el Dios de Israel se iba a convertir
por fin en Rey? La gran mayoría de los estudiosos a lo largo de los años han estado de
acuerdo en que el reino de Dios fue el mensaje central de Jesús; pero no ha habido
consenso a la hora de establecer el significado exacto de esta expresión y de las ideas
afines a ella. Por ello en este capítulo esbozaremos en primer lugar el núcleo central de
significado que la expresión debió tener para un judío del siglo I, y después
analizaremos el anuncio de Jesús desde tres ángulos diferentes.
Para responder a nuestra pregunta, tenemos que recorrer un camino tan difícil para
nosotros en el mundo occidental contemporáneo como el emprendido por los Sabios de
Oriente cuando fueron a Belén. Tenemos que pensar qué camino hemos de recorrer
para remontarnos al mundo de otro; de manera específica, el mundo del Antiguo
Testamento como fue percibido y vivido por los judíos del siglo I. Este es el mundo al
que Jesús se dirigió, el mundo cuyas preocupaciones él hizo suyas. Hasta que no
sepamos cómo pensaban los contemporáneos de Jesús no sólo será difícil entender lo
que él quiso decir con la expresión “el reino de Dios”, sino que será totalmente
imposible —como, lamentablemente, han demostrado generaciones de lectores
cristianos bienintencionados pero mal informados.
Al mismo tiempo siento que algunos pueden pensar, con cierta reticencia: “De
acuerdo, supongo que tenemos que sumergirnos en ese material judío del siglo I; pero
solo servirá para que, una vez que hayamos visto cómo Jesús se dirigió a su cultura,
podamos aprender a dirigirnos a la nuestra de la misma manera”. En ello hay una
minúscula parte de verdad y una cantidad mucho mayor de interpretación equivocada.
La verdad más importante se encuentra en un lugar mucho más profundo. Antes de
poder pasar a la aplicación a nuestros días, hemos de examinar por entero la unicidad
de la situación y la posición de Jesús. Porque él, después de todo, no fue solo un
ejemplo de alguien que “daba en el blanco”. Jesús creyó en —y actuó de acuerdo con
— dos puntos vitales sin los cuales nosotros ni siquiera hubiéramos empezado a
entender cuál fue su proyecto. Estos dos puntos son fundamentales para toda la
exposición siguiente.
En primer lugar, Jesús creía que el Dios creador había previsto desde el principio
abordar y afrontar los problemas dentro de su creación a través de Israel. Este no tenía
que ser solo un “ejemplo” de una nación bajo Dios, sino que debía ser el medio a
través del cual el mundo se salvaría. En segundo lugar, Jesús creía, como la mayoría
—pero no la totalidad— de sus contemporáneos, que esta vocación se cumpliría
cuando la historia de Israel alcanzara un gran momento culminante, en el que Israel
sería salvado de sus enemigos, y a través del cual el Dios creador, el Dios de la alianza,
haría que finalmente su amor y su justicia, su misericordia y su verdad, se realizaran en
todo el mundo, renovando y sanando toda la creación. Los términos técnicos que
expresan lo que acabo de exponer son elección y escatología: la elección divina de
Israel para que fuera el medio de la salvación del mundo, la conducción divina de la
historia de Israel a su momento culminante, en el que la justicia y la misericordia
alcanzarían no sólo a Israel sino a todo el mundo.
Situemos estas dos creencias en el contexto del siglo I y observemos lo que sucede.
Como es bien conocido, los judíos del tiempo de Jesús vivían desde hacía varios siglos
bajo dominio extranjero. Lo peor a este respecto no eran los elevados impuestos, las
leyes extranjeras, la brutalidad de la opresión, etcétera, por muy horrible que esto fuera
a menudo. Lo peor estaba en que los extranjeros fueran paganos. Si Israel era de
verdad el pueblo de Dios, ¿cómo se explicaba que los paganos dominaran sobre él? Si
Israel había sido llamado a ser la verdadera humanidad de Dios, ¿acaso esas naciones
extranjeras no eran como los animales a los que Adán y Eva tenían que dominar?
Entonces ¿por qué se estaban convirtiendo en monstruos y amenazaban con pisotear al
indefenso pueblo elegido de Dios? Este estado de cosas se había mantenido desde que
los babilonios habían destruido Jerusalén en 597 a.C., llevando a los habitantes de
Judea cautivos al destierro. Así, aunque algunos de ellos habían vuelto del destierro
geográfico, la mayoría creía que el estado de destierro teológico aún seguía existiendo.
Vivían un drama multisecular, esperando todavía el giro histórico que los situara por
fin en la cima.
Los políticos locales no eran en modo alguno mejores. Hacía mucho tiempo que los
judíos celosos veían a sus gobernantes locales como contemporizadores, y los jefes
judíos en tiempos de Jesús encajaban exactamente en esta categoría. Los poderosos
sumos sacerdotes eran ricos pseudo-aristócratas que mantenían en funcionamiento el
sistema y obtenían de él lo que podían. Herodes Antipas (el Herodes contemporáneo
del ministerio público de Jesús, mencionado en el cuerpo principal de los Evangelios,
al que no debemos confundir con su padre, Herodes el Grande) era un tirano-marioneta
interesado sólo en la riqueza y el engrandecimiento personal. Y la insatisfacción
popular respecto al dominio general de Roma y al gobierno local de los sacerdotes y de
Herodes reunió aquello que nunca debemos separar si queremos ser fieles al testimonio
bíblico: religión y política, cuestiones de Dios y relativas al ordenamiento de la
sociedad. Cuando esperaban el reino de Dios, no pensaban en cómo asegurarse un
puesto en el cielo después de la muerte. La expresión reino de los cielos, usada con
frecuencia en el Evangelio de Mateo donde los otros Evangelios emplean “reino de
Dios”, no se refiere a un lugar, llamado “cielos”, donde el pueblo de Dios irá después
de la muerte. Se refiere al reinado de los cielos, es decir, de Dios, hecho realidad en el
mundo presente. Venga tu reino, decía Jesús, hágase tu voluntad, en la tierra como en
el cielo. Los contemporáneos de Jesús sabían que el Dios creador quería implantar la
justicia y la paz en su mundo aquí y ahora. La cuestión era cómo, cuándo y a través de
quién.
Con una simplificación excesiva podemos rastrear con bastante facilidad las tres
opciones que tenían los judíos en tiempos de Jesús. Bajando el valle del Jordán desde
Jericó hasta Masada podemos ver testimonios de todas ellas. Primero, la opción
quietista y a fin de cuentas dualista, adoptada por los autores de los manuscritos del
Mar Muerto en Qumrán: aléjense del mundo malvado y esperen que Dios haga lo que
tiene previsto hacer. Segundo, la opción contemporizadora, adoptada por Herodes:
construyan fortalezas y palacios, entiéndanse con sus jefes políticos lo mejor que
puedan, aprovéchense de la situación todo lo que puedan y esperen que de un modo u
otro Dios lo dé por bueno. Tercero, la opción zelota, la de los sicarios que conquistaron
el viejo palacio/fortaleza de Herodes en Masada durante la guerra judeo-romana:
reciten sus oraciones, afilen sus espadas, santifíquense para combatir una guerra santa
y Dios les concederá una victoria militar que será también la victoria teológica del bien
sobre el mal, de Dios sobre las hordas de las tinieblas, del Hijo del hombre sobre los
monstruos.
Solo cuando se pone a Jesús en este contexto, percibimos cuán notable y dramática fue
su vocación y su programa. Él no era ni un quietista, ni un contemporizador ni un
zelota. A partir de su profunda conciencia —en amorosa fe y oración— de aquel al que
llamaba “Abbá, Padre”, examinó las Escrituras de Israel y encontró en ellas otro
modelo del reino, tan judío como los otros, si no más. Este es el modelo que vamos a
examinar ahora. El reino de Dios, decía él, está a las puertas. En otras palabras, Dios
estaba desvelando su plan antiquísimo, realizando su soberanía sobre Israel y el mundo
como siempre había querido, llevando la justicia y la misericordia a Israel y al mundo.
Y, al parecer, lo estaba haciendo a través de Jesús. ¿Qué significaba esto?
Durante toda su breve actividad pública, Jesús habló y actuó como si el plan de
salvación y justicia de Dios para Israel y el mundo se estuviera desvelando mediante su
presencia, su obra, su destino. La idea del desvelamiento del plan es, también,
típicamente judía, y los contemporáneos de Jesús habían desarrollado una compleja
manera de hablar de ello. Usaban imágenes, a menudo misteriosas y espectaculares,
tomadas de las Escrituras, para hablar de cosas que sucedían en el mundo público, el
mundo de la política y de la sociedad, y para dar a esos acontecimientos su significado
teológico.
As pues, en lugar de decir “Babilonia está destinada a caer y será como una catástrofe
cósmica”, Isaías dijo: “El sol se oscurecerá, la luna no dará su luz y las estrellas caerán
del cielo”. La Biblia judía está llena de expresiones semejantes, con frecuencia
calificadas como “apocalípticas”, y nos equivocaríamos por completo si pensáramos
que hay que entenderlas al pie de la letra. Era una manera —insistamos en ello— de
describir lo que podríamos llamar acontecimientos espacio-temporales e investirlos
con su significación teológica o cósmica. En general, los judíos en tiempos de Jesús no
esperaban que el universo espacio-temporal estuviera a punto de detenerse. Esperaban
que Dios actuara de un modo tan dramático dentro del universo espacio-temporal —
como había hecho antes en momentos clave como el éxodo— que el único lenguaje
apropiado sería el de un mundo devastado y regenerado.
Jesús heredó esta tradición y la hizo suya de un modo en particular. Contó relatos
cuyas numerosas dimensiones destruían la cosmovisión de sus oyentes y les obligaban
a adaptarse a la realidad de Dios que irrumpía en medio de ellos, haciendo lo que
siempre habían anhelado pero de modos tan sorprendentes que resultaban difícilmente
reconocibles. Las parábolas son el comentario de Jesús sobre una crisis, la crisis
afrontada por Israel y, de manera más específica, la crisis producida por la presencia y
la obra de Jesús.
Jesús no fue primariamente un “maestro” en el sentido que solemos dar a esta palabra.
Jesús hacía las cosas y después las comentaba, las explicaba y exhortaba a las gentes a
que entendieran lo que significaban. Actuaba práctica y simbólicamente, no sólo a
través de sus notables obras de sanación —obras que, hoy, todos excepto los
escépticos más radicales se ven obligados a considerar, en principio, históricas—. En
particular, actuaba y hablaba de tal modo que las gentes muy pronto empezaron a
considerarlo un profeta. Aun cuando, como veremos, Jesús se vio como mucho más
que un profeta, éste fue el papel que adoptó al comienzo de su actividad pública,
continuando la obra profética de Juan el Bautista. Quería ser percibido, y de hecho lo
fue, como un profeta que anunciaba el reino de Dios.
Ahora bien, al igual que muchos de los antiguos profetas de Israel, al hacerlo se
enfrentó a otros sueños del reino y otras visiones del reino. Si su modo de traer el reino
era el camino correcto, entonces el de Herodes no lo era, el de Qumrán no lo era y el
de los zelotas no lo era. Y los fariseos, que en tiempos de Jesús eran los más inclinados
al extremo zelota del espectro, de seguro lo consideraron un contemporizador
peligroso. En el capítulo siguiente veremos los resultados de esta realidad.
Desarrollemos ahora brevemente las claves principales del mensaje del reino de Jesús,
bajo tres encabezamientos: el fin del destierro, la llamada al pueblo renovado y la
advertencia del desastre y la justificación venideros.
Empiezo con la parábola del sembrador, en Marcos 4:1-20 y paralelos. Esta parábola
no es simplemente un irónico comentario sobre la manera en que muchos escuchan el
mensaje evangélico pero no responden a él de modo adecuado. Tampoco es sólo una
sencilla ilustración tomada de las prácticas agrícolas de Galilea. Es un relato
típicamente judío sobre la manera en el que el reino de Dios está llegando. En
particular tiene dos raíces, que nos ayudan a explicar qué quiso decir Jesús.
Es este último pasaje —Isaías 6:9-10— el que Jesús cita en Mateo 13:14-15, Marcos
4:12 y Lucas 8:10 como explicación de la parábola del sembrador. La parábola se
refiere a lo que Dios hizo en el ministerio de Jesús. En él Dios no se limitó a reforzar a
Israel tal como era; no respaldó sus ambiciones nacionales, su orgullo étnico. Hizo lo
que los profetas siempre habían advertido: juzgó a Israel por su idolatría y, al mismo
tiempo, llamó a la existencia a un nuevo pueblo, un Israel renovado, el pueblo de Dios
que había vuelto del destierro.
La segunda parábola que abre una espectacular ventana al reino de Dios es la conocida
como el hijo pródigo, en Lucas 15. Entre las docenas de cosas que se suelen decir por
lo general, y a menudo correctamente, sobre esta parábola, hay una cosa que casi todos
olvidan, aunque en mi opinión era absolutamente obvia para la mayor parte de los
oyentes judíos del siglo I. Un relato sobre un pícaro hijo menor que se marcha a un
lejano país pagano y recibe después una asombrosa bienvenida al volver a casa es —
¡naturalmente!— el relato del destierro y la restauración. Era el relato que los
contemporáneos de Jesús querían escuchar. Y Jesús lo contó para mostrar que el
retorno del destierro estaba sucediendo en y a través de su propia obra. La parábola
no era una ilustración general de la verdad eterna del perdón de Dios para el pecador,
aunque —por supuesto— se puede interpretar de esta manera. Era un mensaje incisivo,
relativo al contexto, sobre lo que estaba sucediendo en el ministerio de Jesús. De
manera más específica, se refería a lo que estaba sucediendo gracias a la acogida de
Jesús a los marginados, a sus comidas con los pecadores.
Este relato tiene también su lado oscuro. El hermano mayor del relato representa a los
que se oponían al regreso del destierro tal como estaba sucediendo realmente: en este
caso, los fariseos y maestros de la ley que ven lo que hace Jesús y piensan que es
escandaloso. La afirmación de Jesús es que en y a través de su ministerio está
sucediendo de verdad el largamente esperado retorno, aun cuando no tiene el aspecto
que las gentes se habían imaginado. El retorno sucede a la vista de los que se han
nombrado a sí mismos guardianes de las tradiciones ancestrales de Israel y siguen
ciegos porque no se adecua a sus expectativas.
En estas dos parábolas, y de otros muchos modos, Jesús anunciaba, de manera criptica,
que había llegado el momento durante tanto tiempo esperado. Esta era la buena nueva,
el euangelion. No debería sorprendernos que Jesús, al anunciarlo, estuviese siempre en
camino, yendo de un pueblo a otro y, por lo que sabemos, manteniéndose lejos de
Séforis y Tiberíades, las dos ciudades mayores de Galilea. No era tanto un predicador
itinerante que pronunciaba sermones, ni un filósofo itinerante que ofrecía máximas,
como un político que buscaba apoyos para un movimiento nuevo y muy peligroso.
Esta es la razón por la que eligió explicar sus acciones con la cita de Isaías: algunos
seguirán mirando sin ver; de lo contrario, la policía secreta se habría alertado. Una vez
más, no debemos imaginar que aquí la política se pueda separar de la teología. Jesús
hacía lo que hacía, persuadido de que de esta manera el Dios de Israel se convertía de
verdad en Rey.
En toda su obra Jesús trataba de encontrar apoyo para su movimiento por el reino.
Estaba llamando a un pueblo renovado. Este es el segundo aspecto del anuncio del
reino que debemos estudiar.
Cuando Jesús anunció el reino, los relatos que contó cumplieron la función de
representaciones dramáticas en busca de actores. Sus oyentes eran invitados a
desempeñar papeles en el reino. Habían deseado con ansia que se representara el
drama de Dios y esperaban descubrir lo que tenían que hacer cuando él actuara. Ahora
estaban a punto de descubrirlo. Iban a convertirse en el pueblo del reino. Jesús,
siguiendo a Juan el Bautista, llamaba a la existencia aquello que él creía que sería el
verdadero y renovado pueblo de Dios.
El desafío inicial de Jesús, tal como se narra en los evangelios, era que el pueblo tenía
que “arrepentirse y creer”. Este es un ejemplo clásico, que he mencionado en el
capítulo anterior, de una frase cuyo significado ha cambiado a lo largo de los años. Si
yo saliera a la calle en la ciudad en la que vivo y proclamara que las gentes tenían que
“arrepentirse y creer”, lo que la gente entendería sería un llamamiento a abandonar los
pecados privados (es de sospechar que en nuestra cultura pensaríamos enseguida en los
vicios sexuales y en el abuso del alcohol) y “ser religiosos” de alguna manera o en
algún sentido —experimentando un nuevo sentido interior de la presencia de Dios,
creyendo en un nuevo cuerpo de dogmas o uniéndose a la Iglesia o a algún subgrupo
de ella—. Pero no es en modo alguno exactamente lo que la expresión “convertíos y
creed” significaba en la Galilea del siglo I.
¿Cómo podemos olvidar los significados que damos a esta expresión y escucharla con
los oídos del siglo I? Sería útil encontrar otro autor que la usara en un tiempo y lugar
próximo al de Jesús. Consideremos, por ejemplo, al aristócrata e historiador judío
Josefo, que nació unos años después de la crucifixión de Jesús y fue enviado, en el año
66 d.C., en calidad de joven comandante de un ejército, a sofocar algunos movimientos
rebeldes en Galilea. Su misión, tal como la describe en su autobiografía, era persuadir
a los extremistas galileos para que pusieran fin a su insensato ataque —que había
degenerado en una revuelta contra Roma— y confiaran en que él y los otros
aristócratas de Jerusalén conseguirían un mejor modus vivendi. Y afirma que, al
encontrarse frente al jefe de los rebeldes, le dijo que renunciara a sus objetivos y se
fiara de él (Josefo). Y las palabras que emplea les resultan muy familiares a los
lectores de los evangelios, pues dijo al jefe de los bandidos que “se arrepintiera y
estuviera dispuesto a serle fiel en adelante” (metanoesein kaipztos emoigenesesthaz).
Naturalmente, esto no significa que Josefo invitara al jefe de los bandidos (que, para
mayor confusión, se llamaba “Jesús”) a que renunciara al pecado y tuviera una
experiencia de conversión religiosa. Tiene un significado mucho más específico y, en
efecto, político. Cuando estudiamos a Jesús de Nazaret que, cuarenta años antes,
recorre Galilea diciendo a las gentes que se arrepientan y crean en él o en el evangelio,
sugiero que no nos arriesguemos a excluir tales significados. Aunque al final
lleguemos a la conclusión de que Jesús quería decir algo más que Josefo —que, de
hecho, había dimensiones religiosas y teológicas en su invitación—, no podemos
suponer que él entendiese menos. Él decía a sus oyentes que renunciaran a sus planes y
confiaran en él y en su modo de ser Israel, su modo de introducir el reino, su programa
del reino. En particular, Jesús les exhortaba, como hizo Josefo, a abandonar sus
insensatos sueños de revolución nacionalista. Pero, mientras que Josefo se oponía a la
revolución armada porque era un aristócrata con un nido que cuidar, Jesús se oponía a
ella porque, paradójicamente, la veía como una manera de ser profundamente desleales
al Dios de Israel y a su objetivo de hacer de Israel la luz del mundo. Y, mientras Josefo
proponía un contra-programa que debió ser visto como un compromiso, una débil
solución política prendida con alfileres, Jesús ofrecía como contra-programa una
manera absolutamente arriesgada de ser Israel, consistente en ofrecer la otra mejilla y
andar una segunda milla, en perder la propia vida para ganarla. Esta era la invitación
del reino que él difundía. Esta era la representación que atraía la atención de los
oyentes.
Junto con esta radical invitación había una radical bienvenida. Dondequiera que Jesús
se presentaba, parecía que allí había una fiesta; la tradición de comidas festivas, en las
que Jesús acogía a todos y cada uno, es una de las características establecidas con
mayor seguridad por los eruditos en casi todos los estudios recientes. Y la razón por la
que algunos contemporáneos de Jesús la consideraban ofensiva no es difícil de captar
(aunque no siempre se entienda). No era solo porque, como individuo, se asociara con
gentes de dudosa reputación; esto no habría sido una gran ofensa. Era porque lo hacía
como un profeta del reino, y porque hacía realmente de esas comidas y de su
bienvenida concedida a todos una característica central de su programa. Las comidas
expresaban con fuerza la visión jesuana del reino; lo que decían era subversivo de
otros programas del reino. La bienvenida de Jesús simbolizaba la aceptación y el
perdón radicales de Dios; aun cuando sus contemporáneos pudieron ver el perdón y el
nuevo comienzo concedido por Dios en función del Templo y de su culto, Jesús lo
ofrecía desde su propia autoridad y sin necesidad de ninguna interacción oficial con
Jerusalén. (La excepción confirma la regla: cuando Jesús cura a un leproso y le dice
que vaya al sacerdote y presente la ofrenda exigida, el mensaje es, desde luego, que un
ex leproso necesita el certificado sanitario oficial para ser readmitido en su
comunidad).
Los que escuchaban la llamada de Jesús a acudir a la representación del reino que Dios
ponía en escena por medio de él, se encontraron frente a un desafío. Muy pronto en la
vida de la Iglesia los cristianos se permitieron ver tal desafío como un nuevo
reglamento, como si la intención de Jesús hubiese sido simplemente la de ofrecer un
nuevo código de moralidad. Esto se hizo después problemático, en particular dentro de
la tradición de la Reforma, en la que los creyentes percibieron el peligro de poner las
“buenas obras” humanas por delante de la fe por la que el creyente es justificado. Pero
la cuestión no era ésta. Los contemporáneos de Jesús tenían ya un criterio de
moralidad que rivalizaba con cualquier otro y superaba a la mayor parte de ellos.
Nunca supusieron, ni tampoco lo hizo Jesús, que era su conducta lo que los hacía
gratos a Dios; para ellos, y para Jesús, la conducta era lo que debía seguir a la
iniciativa y la alianza de Dios. Tales discusiones teológicas agitadas no captan el punto
principal. El elemento clave era que el reino inminente que Jesús anunciaba creaba un
nuevo mundo, un nuevo contexto y él desafiaba a sus oyentes a convertirse en el nuevo
pueblo que este nuevo contexto exigía, en los ciudadanos de este nuevo mundo. A sus
contemporáneos les planteaba un desafío respecto a un modo de vivir, un modo de
perdonar y orar, una manera de vivir el jubileo, que podían poner en práctica en sus
aldeas, justo donde se encontraban.
Sugiero que éste es el contexto dentro del cual debemos comprender lo que llamamos
el Sermón del Monte (Mateo 5-7), aunque no tenemos espacio para analizarlo más
detalladamente. El sermón —tanto si Jesús lo pronunció seguido como si no fue éste el
caso, ciertamente representa de manera sustancial el desafío que planteó a sus
contemporáneos— no es, por encima de todo, un mensaje privado para que los
individuos encuentren la salvación en Jesús, si bien naturalmente incluye también esto
en su ámbito más amplio. Tampoco es simplemente un gran código moral (aunque, por
supuesto, contiene algunos ejemplos brillantes de grandes preceptos morales). Tiene el
sentido que lo caracteriza porque depende, del principio al final, del anuncio jesuano
del reino y del hecho de que es Jesús mismo quien, a través de este anuncio, llama al
pueblo a seguirlo en el nuevo modo de vivir, el del reino.
Así pues, si Jesús encarnaba —al mismo tiempo que anunciaba y llamaba a otros a
unirse a— la restauración del pueblo de Dios, y la nueva dirección para éste en el gran
punto crítico de la historia, el mundo de pensamiento dentro del cual vivía indicaba
que él debió también esperar que esto diera como resultado igualmente un gran cambio
radical en la historia y la vida de las naciones no judías. Cuando el Dios de Israel haga
finalmente por Israel aquello que había prometido, entonces, según gran parte del
pensamiento judío, los efectos se propagarán hasta alcanzar al mundo entero. En
muchos textos del Antiguo Testamento (por ejemplo, Isaías 42) el Rey que viene traerá
la justicia de Dios no sólo a Israel sino al mundo entero. Muchos, decía Jesús, vendrán
de oriente y occidente y se sentarán en el reino de Dios. Parece que Jesús no dijo
muchas más cosas sobre este tema (lo cual es de por si un signo interesante de que, a
pesar de gran parte de la investigación actual, los escritores de los evangelios no se
sintieron libres para inventar todo tipo de dichos nuevos, para adaptarlos a su contexto
y ponerlos en labios de Jesús; la Iglesia estaba muy implicada en la misión a los
gentiles y en los problemas relacionados con ella, pero difícilmente podríamos
adivinarlo a partir de los evangelios). Parece que Jesús fue consciente de una vocación
a centrar con toda claridad su obra en Israel; una vez que cumpliera su obra decisiva, la
invitación del reino se extendería de un modo mucho más amplio, pero aún no había
llegado el momento.
Entonces ¿qué pensaba Jesús que iba a suceder? ¿De qué modo el anuncio del reino
alcanzaría su momento decisivo y culminante?
Desastre y justificación
Hasta aquí he sostenido que el anuncio jesuano del reino consistió en la narración, y
re-presentación, del relato que sus contemporáneos ansiaban oír, pero dándole un giro
nuevo y radical. El reino estaba llegando, y de hecho llegaba en y a través de su
ministerio; pero no iba a ser como ellos habían esperado. En la última sección de este
capítulo quiero poner de relieve la conclusión del relato tal como Jesús lo narraba.
Jesús se opuso con firmeza contra la versión del relato que se había hecho habitual en
su tiempo. A fin de cuentas, el propósito de Dios no era justificar a Israel como nación
contra las hordas paganas, venciendo la batalla teológica con la fuerza militar. Al
contrario, Jesús anunciaba, con una claridad creciente, que el juicio de Dios recaería,
no sobre las naciones vecinas, sino sobre el Israel que no había sido la luz del mundo.
¿Entonces quién sería justificado en la gran catástrofe venidera? La respuesta se da con
fuerza y claridad crecientes: el mismo Jesús y sus seguidores. Ellos eran a la sazón el
verdadero Israel restaurado. Ellos sufrirían, y de un modo terrible; pero Dios los
justificaría.
Una gran cantidad de los materiales de Mateo, Marcos y Lucas está formada por
amenazas sobre el gran juicio inminente. Desde tiempos muy antiguos los cristianos
aplicaron estos materiales a la cuestión relativa a lo que les sucede a los seres humanos
después de su muerte y al mundo como un todo en el gran juicio final que todavía se
espera a lo largo de la historia. Con todo, cuando leemos tales pasajes en el contexto
del siglo I al que pertenecen, emerge una imagen bastante distinta. Las amenazas que
Jesús pronuncia, al igual que las de los grandes profetas anteriores a él, se refieren a
juicios futuros de YHWH dentro de la historia; como Jeremías, Jesús profetiza la
caída de la misma Jerusalén. Jeremías vio Babilonia como el agente con el que Dios
castigó a su pueblo rebelde; parece que Jesús atribuyó a Roma el mismo papel. Y el
juicio no llegaría como un “castigo” divino arbitrario por el fracaso de Israel, incapaz
de obedecer algunas normas morales generales, sino como el resultado inevitable (no
quiere decir que su inevitabilidad significara que Dios no estaba implicado en él) de la
elección por Israel del camino de la violencia, el camino de la resistencia, en vez de
seguir el camino que el propio Jesús había comprendido y articulado en su vida y su
mensaje. Si no seguían el camino de la paz, pagarían las consecuencias.
He aquí algunos ejemplos obvios. En Lucas 13, los seguidores de Jesús le hablan sobre
algunos galileos a quienes Pilato había asesinado en el mismo santuario. La respuesta
de Jesús es interesante: ¿suponéis que esos galileos eran más pecadores que todos los
demás? No; pero si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo. ¿Y qué decir de
aquellos dieciocho sobre los que se desplomó la torre de Siloé y los mató? ¿Eran más
pecadores que todos los demás habitantes de la región de Jerusalén? No, pero si no os
convertís todos pereceréis del mismo modo. Esto no es una advertencia sobre las
llamas del infierno después de la muerte. Es la advertencia de que si Israel se niega a
arrepentirse de su implicación presente en la rebelión nacional contra Roma, las
espadas romanas en el Templo y los muros que caerán en toda Jerusalén se convertirán
en los medios del juicio.
Así pues, el lenguaje de Marcos 13 relativo al Hijo del hombre que viene en las nubes
no debería ser interpretado de un modo literalista —como han hecho, huelga decirlo,
generaciones tanto de estudiosos críticos como de creyentes no críticos—. El lenguaje
empleado aquí se toma de Daniel 7, donde los acontecimientos a los que se hace
referencia son la derrota y destrucción de los grandes imperios que se han opuesto al
pueblo de Dios y la justificación del verdadero pueblo de Dios, los santos del Altísimo.
Los judíos del siglo i que estudiasen concienzudamente el libro de Daniel no debían
entender la oración sobre el Hijo del hombre viniendo en las nubes del cielo como si se
refiriese a un ser humano que “descendía” hacia la tierra montado en una nube física.
Más bien la interpretarían como una predicción de grandes acontecimientos en y a
través de los cuales Dios justificaría a su verdadero pueblo después de sus
sufrimientos. El pueblo “vendría” a la tierra, no a Dios.
Así pues, Jesús usaba algunos temas comunes dentro de la expectativa judía del
segundo Templo de una manera radicalmente nueva. Tomaba materiales sobre la
destrucción de Babilonia, Siria o cualquier otro lugar, y los aplicaba a Jerusalén. Y se
aplicaba a sí mismo y a sus seguidores las predicciones proféticas de justificación.
En ocasiones se sugiere que visiones de este tipo son en cierto modo anti-judías. Esto
es completamente desacertado. Una de las tradiciones más nobles y profundamente
arraigadas del cristianismo es la de la crítica desde dentro. Los fariseos eran
profundamente críticos con la mayoría de los judíos contemporáneos. Los esenios
pensaban que todos los hebreos excepto ellos estaban destinados al juicio; hacían
recaer sobre sí mismos todas las promesas de justificación y salvación, al tiempo que
amontonaban anatemas sobre todos los demás, también sobre los fariseos. Esto no
hacía de los fariseos, ni de los esenios, personas anti-judías. La otra cara de la moneda
de la libre y abierta acogida de Jesús a todos y cada uno era la advertencia según la
cual los que no seguían el camino que él estaba trazando indicaban, por ese mismo
rechazo, su compromiso con el modo de ser judíos que implicaba la confrontación con
la Roma pagana, atrayendo sobre si la gran destrucción histórica que resultaría de ello.
Pero la caída de Jerusalén, cuando tuviera lugar, indicaría de una manera
suficientemente clara que el camino de Jesús había sido correcto. Esta no sería la única
justificación de Jesús y su anuncio del reino, pero era una parte central y esencial de su
mensaje. Para un judío del siglo I era una posición característica, si bien radical.
Conclusión
Resumamos ahora lo que hemos visto hasta aquí sobre el anuncio jesuano del reino.
Jesús contó el relato del reino de una manera que indicaba que el largo destierro de
Israel se acercaba finalmente a su término. Pero no se trataba simplemente de buenas
noticias para todos los judíos, prescindiendo de sus actitudes respecto al programa de
Jesús. Su nueva narración del relato era profundamente subversiva y comportaba una
incisiva polémica reservada para las narraciones alternativas del relato de Israel. Jesús
pretendía hablar según las verdaderas tradiciones ancestrales de Israel, denunciando lo
que veía como desviación y corrupción en el corazón mismo de la vida del Israel de
aquel periodo.
Desde el punto de vista histórico esta imagen es, a mi juicio, muy acertada. Sitúa a
Jesús de un modo totalmente creíble dentro del mundo del judaísmo del siglo I. La
crítica que hace a sus contemporáneos era una crítica desde dentro; no llamaba a las
gentes a abandonar el judaísmo y a probar otra cosa, sino a que se convirtieran en el
verdadero pueblo —que había regresado del destierro— del único Dios verdadero. Su
objetivo era ser el medio de la reconstrucción de Israel realizada por Dios. El
desafiarla, y erradicarla, el mal con el que Israel se había infectado a sí mismo. El seria
el medio del retorno a Sión del Dios de Israel. En suma, anunciaba el reino de Dios: no
el simple mensaje revolucionario de los extremistas, sino el mensaje doblemente
revolucionario de un reino que cambiaría radicalmente todos los demás programas,
incluido el revolucionario. Como veremos en el capítulo 4, de este modo reivindicaría
tanto el papel del Mesías como la vocación del sufrimiento redentor. Como veremos en
el capítulo 5, Jesús reivindicaba que ésta era la vocación del mismo Dios de Israel.
Tal vez parezca enorme la distancia entre el Jesús histórico del siglo I y nuestra
vocación y tareas, ya sean profesionales, prácticas, académicas o de cualquier otro
tipo. Desearía concluir el presente capitulo señalando los dos modos —que
desarrollaré más ampliamente en los dos últimos capítulos— por medio de los cuales
los cristianos de nuestros días pueden hacer suyo todo esto.
Primero, todo lo que somos y hacemos como cristianos se basa en la única e irrepetible
obra de Jesús. Porque él inauguró el reino, nosotros podemos vivir el reino. Porque él
llevó el relato del Dios de Israel y, por tanto, de Dios y el cosmos, al momento
culminante designado, nosotros podemos ahora perfeccionar esa obra. Y
desarrollaremos mejor aquella vocación cristiana si comprendemos el cimiento sobre
el que estamos construyendo. Si debemos seguir a Jesucristo, necesitamos saber más
sobre el Jesús al que seguimos.
Hasta aquí he sostenido que Jesús debe ser situado dentro del judaísmo de su tiempo
en función de su actividad como profeta que anuncia el reino de Dios. De manera más
específica, he sostenido que él entendió el reino como el retorno real del destierro, que
estaba teniendo lugar en y a través de su obra; y que vio esto, a su vez, en un sentido
doblemente revolucionario, pues se situó no solo contra Roma y los herodianos, —y,
por consiguiente, contra el régimen del Templo—, sino también contra los
revolucionarios comunes. He sugerido que podemos ver todo esto en los relatos que
Jesús narraba, tanto en los relatos completos —es decir, las parábolas— como en el
relato implícito al que pertenece el anuncio del reino, incluso en sus formas más
breves, y al que ofreció el punto culminante decisivo. En este capítulo quiero
completar esta imagen desde un ángulo diferente, el de la praxis simbólica.
Antes de entrar en más detalles, necesitamos una ulterior reflexión introductoria sobre
las controversias de Jesús. Las interpretaciones tradicionales de los evangelios han
visto a Jesús como el maestro de una religión de amor y gracia, de la observancia
interior del corazón más que de la observancia exterior de los códigos legales. Tales
interpretaciones han sostenido que los fariseos se opusieron a Jesús porque creían en
una religión de ley y observancias externas, y no podían soportar la idea del perdón
gratuito, del amor y la gracia. Esta imagen, como se ha señalado en los últimos años
cada vez con más frecuencia, se debe en buena medida a las controversias de la
Reforma del siglo XVI, en las que los protestantes se presentaron como defensores del
amor, la gracia y la religión del corazón, frente a los católicos, a los que veían como
propagadores de una religión de ley, mérito y observancias externas; y también se debe
a la cosmovisión de la Ilustración y/o el movimiento romántico: la primera ponía de
relieve las ideas y el último los sentimientos, y ambos en detrimento de las cosas y
acciones externas y materiales. En particular, el gran escritor contemporáneo E. P.
Sanders se ha opuesto a la interpretación tradicional basándose en la falta de
probabilidad histórica. Jesús, afirma Sanders, no “habló contra la ley” y lo que parece
que dijo no debió irritar particularmente a los fariseos. Las cuestiones clave de los
evangelios, insiste, fueron formuladas por la Iglesia posterior y reflejan sus
controversias con el judaísmo más tardío, no las controversias de Jesús con los
fariseos.
Hay muchas cosas que decir sobre esta controversia y aquí sólo puedo mencionar
algunas de ellas. Para empezar, la crítica de las formas de los evangelios ha cargado
excesivamente las tintas al sugerir que los evangelios reflejan la vida de la Iglesia
primitiva más que la de Jesús. En la Iglesia primitiva hay muchas cuestiones de vital
importancia que no son mencionadas en los evangelios —la circuncisión, por ejemplo,
o el hablar en lenguas— y muchas cuestiones que están muy presentes en los relatos
evangélicos pero que, al parecer, no ocuparon un lugar destacado en la Iglesia
primitiva. Además, de hecho no conocemos tantas cosas sobre las posteriores
controversias entre la Iglesia y los judíos como algunos han supuesto.
En particular, la imagen de Jesús y la de los fariseos trazadas por Sanders, cuyas ideas
se han vuelto muy influyentes, no explican suficientemente los testimonios
disponibles. Voy a resumir cuatro puntos clave.
Primero, los fariseos no eran —contra lo que sostiene Sanders— un pequeño grupo
establecido solo en Jerusalén. Es indudable que en el periodo que nos ocupa ascendían
a varios millares y hay suficientes indicios de su actividad en Galilea y en otras partes.
Segundo, el programa de los fariseos en este periodo no tenía que ver sólo con la
“pureza”, suya o de otras personas. Todas las pruebas sugieren que la mayoría de los
fariseos, desde los periodos asmoneo y herodiano hasta la guerra de los años 66-70,
tuvieron como objetivo principal lo que la pureza simbolizaba: la lucha política por
mantener la identidad judía y realizar el sueño de la liberación nacional. La mayoría de
los fariseos hasta el año 70 d.C. eran sammaítas, y su legendario rigor en este periodo
no fue solo una cuestión de la aplicación personal de códigos de pureza sino que, como
vemos en el caso de Saulo de Tarso, tenía que ver con un deseo de purificar, limpiar y
defender a la nación contra el paganismo. Los indulgentes hilelitas que, como
Gamaliel, creían en el lema “vive y deja vivir”, no consiguieron la completa
supremacía hasta el periodo posterior a las dos desastrosas guerras de los años 66-70 y
132-135, que destruyeron la moral del partido más riguroso.
Tercero, Sanders tiene razón al subrayar que estos estrictos fariseos no eran una
“policía de pensamiento” oficial y que no desempeñaban, en virtud de su condición de
fariseos, ningún cargo. Saulo de Tarso tuvo que recibir la autorización de los sumos
sacerdotes para llevar a cabo sus acciones de persecución contra la Iglesia más
primitiva. No obstante, esto no impidió que ellos —como grupo de presión extraoficial
y que se había creado a sí mismo— espiaran a los transgresores de la ley judía, la Torá.
En un pasaje no analizado por Sanders, Filón indica que había miles de personas
“llenas de celo por las leyes, que eran los más estrictos guardianes de las tradiciones
ancestrales” —estas frases tienen en Filón y en Josefo la función de nombres en clave
de los fariseos—, que tenían sus ojos puestos en los transgresores y eran
inmisericordes con los que violaban las leyes.
Así pues, lo que importaba no era la religión sino la escatología; no la moralidad sino
la llegada del reino. Y la llegada del reino, tal como Jesús la anunció, planteaba a sus
contemporáneos un desafío, ponía ante ellos un programa: abandonen su interpretación
de la tradición, que les está llevando a la ruina; abracen, en cambio, una interpretación
muy diferente de la tradición que, aun cuando parezca el camino de la pérdida, de
hecho es el camino hacia la verdadera victoria. Sugiero que este desafío, al ser
respaldado por la praxis simbólica, fue el que produjo los apasionados debates entre
Jesús y los fariseos y dio como resultado el complot contra la vida de Jesús.
Uno de los ejes importantes de estas controversias fue el de los códigos de pureza;
pero, como ya hemos indicado, los códigos de pureza no se referían sólo a la limpieza
personal sino que, como insisten los antropólogos sociales, eran símbolos codificados
de la pureza y el mantenimiento de la tribu, la familia o la raza. En numerosos pasajes
de los escritores judíos de este periodo, y también en las investigaciones judías
modernas, se insiste en que las leyes judías no tenían la función de una escalera
legalista por la que se subía a los cielos, sino que marcaban los límites para un pueblo
sitiado. El choque de Jesús con los fariseos no se produjo porque aquel fuera contrario
a la Ley —porque creía en la justificación por la fe, mientras que ellos creían en la
justificación por las obras—, sino porque su programa del reino para Israel exigía que
Israel abandonara su frenética y paranoica autodefensa —ya que se encontraba
reforzado por los códigos ancestrales— y, en cambio, abrazara la vocación de ser la
luz del mundo, la sal de la tierra. Propongo, por tanto, que el choque entre Jesús y sus
contemporáneos judíos, especialmente los fariseos, debe ser visto en términos de
programas políticos alternativos generados por creencias y expectativas escatológicas
alternativas. Jesús anunciaba el reino de una manera que no reforzaba, sino que más
bien cuestionaba, el programa de celo revolucionario que dominó, especialmente, el
horizonte del grupo dominante dentro del fariseísmo. No hay que asombrarse de que
Jesús pusiera en tela de juicio la gran importancia concedida a esos símbolos que se
habían transformado en códigos establecidos para las aspiraciones de sus
contemporáneos.
Teniendo todo esto en cuenta, podemos estudiar los símbolos clave del judaísmo en
este periodo y empezar a comprender por qué Jesús hizo lo que hizo en relación con
ellos.
Sábado
Al estudiar los relatos de la controversia sobre el sábado (los que conocemos mejor se
encuentran en Marcos 2:23-3:6), discrepo una vez más de Sanders y de quienes lo han
seguido. A su juicio, los relatos son poco probables, ya que los fariseos, dice, no se
organizaron en grupos para inspeccionar los campos sembrados por si acaso pillaban a
alguien cometiendo transgresiones menores. Pero con ello Sanders ha abandonado de
nuevo su posición básica, a saber, que Jesús era un profeta escatológico de la
restauración judía. Si admitimos que Jesús encabezó un movimiento con un programa
y que, además, su programa chocó con el de los fariseos, es perfectamente creíble que
un grupo que se creó a sí mismo hiciera suya la tarea de examinar lo que él hacía. En
Jesús y la Victoria de Dios señalé, plenamente consciente de los peligros de los
“paralelos” modernos, que en nuestra sociedad hay personas que, sin ser elegidas ni
nombradas para desempeñar cargos públicos, hacen suya la tarea de examinar
detenidamente y criticar a los personajes públicos, particularmente si sostienen
opiniones anticuadas. Incluso sugerí que los periodistas —pues era a ellos,
naturalmente, a quienes me estaba refiriendo— llegan hasta los confines de la tierra, y
se ocultan en toda clase de lugares incómodos, no sólo en sembrados de Galilea, a fin
de tomar fotografías que pongan en entredicho a las princesas. Lo que yo no esperaba
cuando escribí estas palabras en 1996 era que, un año después, unos paparazzi
perseguirían literalmente a una princesa, la más famosa de nuestros días, hasta la
muerte. Si suponemos que los fariseos eran de hecho una suerte de «policía del
pensamiento» religiosa, la imagen evangélica parece absurda. Pero si los vemos como
un grupo de presión que se creó a sí mismo con un programa claro, que sospechaba de
los movimientos alternativos con planes contrarios, que ansiaba demostrar que quienes
deseaban ejercer influencia en el pueblo no eran mejores que ellos, entonces tiene
sentido no solo verlos examinando lo que Jesús hacía sino haciendo planes para
matarlo.
Tal actividad de control farisea estaría centrada en los símbolos comunes de la cultura
y las esperanzas y aspiraciones de la cultura. ¿Ondeaba Jesús la bandera? ¿Fue un
judío leal observante de la Torá? (Una vez más recordamos que esta cuestión no
significa: ¿intentó justificarse por las obras, para ganar el favor de Dios por su buen
comportamiento?, sino más bien: ¿exhibió esas acciones simbólicas por las que el
judío leal mostraría gratitud a Dios?) Y entre esos símbolos, como bien sabían hasta
los paganos más ignorantes, uno de los principales era la observancia judía del sábado.
Si actualmente en Jerusalén es probable que quien conduzca un automóvil el sábado,
en una parte de la ciudad en la que está prohibido, sea apedreado, ¿por qué hemos de
suponer que es improbable que en la Galilea del siglo I se suscitaran pasiones
semejantes?
Todos los signos indican que Jesús se comportó con una libertad soberana con respecto
al sábado. Más aun, la justificación que hizo de su comportamiento no pretendía
calmar la sospecha de motivos sediciosos. Cuando le preguntan (Marcos 2:24-28),
responde con un paralelo davídico: David, ungido como rey verdadero, va huyendo de
Saúl cuando come los panes de la presencia, que no le era lícito comer. Los fariseos se
comportan como Doeg el edomita en 1 Samuel 21, que observa lo que David hace y
después lo cuenta. “El Hijo del hombre es señor del sábado”: es indudable que para
muchos este dicho resultaba tan críptico como para algunos estudiosos
contemporáneos, pero es posible que algunos —descifrando la clave— entendieran la
afirmación de que Jesús era el verdadero representante de Israel, amenazado en el
presente por las fuerzas del mal, pero destinado a ser justificado por el Dios de Israel.
Los dos relatos del evangelio de Lucas sobre la transgresión del sábado insisten en que
el sábado era el día más apropiado para realizar sanaciones. Era el día que señalaba la
liberación de la esclavitud y la cautividad. Jesús indicaba que, a su juicio, el sábado
tanto tiempo esperado por Israel estaba irrumpiendo a través de su ministerio. El punto
en cuestión no era la “religión” o la “ética” en abstracto. Era una cuestión de
escatología y programa. Jesús afirmó la vocación, la creencia en Dios y la esperanza
escatológica de Israel. Pero esta vocación, teología y aspiración estaban llamadas a ser
redefinidas en torno a una nueva serie de símbolos, apropiados para el nuevo día que
estaba amaneciendo.
Alimento
Nación y tierra
Jesús activó otras bombas de tiempo —además de las relativas al sábado y el alimento
— en otros dos símbolos predilectos de la identidad de Israel. La descendencia de
Abrahán común a Israel y las prohibiciones de comer con los gentiles o casarse con
ellos, aun cuando no fueron absolutas en todo el judaísmo de este periodo, si fueron lo
bastante fuertes —y cuentan con un testimonio lo bastante sólido— como para dejar
claro que ciertos dichos y acciones de Jesús debieron ser considerados profundamente
subversivos. El sentido de la identidad familiar entre los judíos era un símbolo central
y vital y, según parece, algunos de los dichos más notables de Jesús lo cuestionan.
“Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios”.
No asistir al funeral de un progenitor es algo suficientemente grave en nuestra cultura.
En la cultura de Jesús la obligación de dar sepultura al padre era más importante
incluso que la recitación del Shemá, que se rezaba tres veces al día. Si, dice Jesús, y
anunciar el reino es aún más importante. Pongamos otro ejemplo, a saber, la pregunta
de Jesús: “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?”. Es difícil imaginar a un joven
judío haciendo esta pregunta en un contexto occidental moderno asimilado: en el
judaísmo del siglo I, donde la familia y, por tanto, la identidad nacional tenía una
importancia suprema, es casi impensable. “He venido”, dijo, “a enfrentar al hombre
con su padre, a la hija con su madre”. Para heredar la era que viene hay que abandonar
a la familia. Jesús desafiaba a sus seguidores a mostrarse indiferentes frente uno de los
símbolos principales de la cosmovisión judía.
Esto apunta ya al símbolo clave, y a la acción clave de Jesús en relación con él. Me
refiero, naturalmente, al Templo.
Templo
Al mismo tiempo, muchos judíos estaban en contra del Templo existente. Los esenios
se oponían rotundamente a la elite que a la sazón gobernaba —de hecho, ésta era la
razón por la que se creó este grupo— y, por consiguiente, al Templo, la base de poder
de sus adversarios. Esperaban un tiempo en el que se construiría un nuevo Templo, que
presumiblemente estaría regido por el grupo esenio. Los fariseos habían empezado ya
a formular la idea de que las bendiciones que normalmente se obtenían yendo al
Templo se podían conseguir por el estudio y la práctica de la Torá. “Si dos se sientan
juntos y estudian la Tora, la Presencia divina permanece en medio de ellos”; este dicho
rabínico primitivo significaba que era posible tener el privilegio del Templo, el de estar
en la presencia de Dios, en cualquier lugar del mundo. Esta teología, que se formuló
pensando sobre todo en los judíos de la diáspora, donde no era posible la asistencia
regular al Templo, nació después del año 70 d.C.; y hay razones de peso para sostener
que ayudó a los sucesores de los fariseos, los rabinos, a sobrevivir y reagruparse
después de la gran catástrofe. Así, aunque los fariseos no se oponían al Templo
existente, éste había sido ya relativizado en su pensamiento. Esta es otra razón por la
que examinaron detenidamente y criticaron a Jesús, que también estaba ofreciendo una
alternativa al Templo.
Algunos judíos realizaron una crítica menos teológica y más socio-económica del
Templo existente. Hay suficientes pruebas de que muchos de los marginados dentro
del judaísmo veían el Templo como símbolo de todo lo que les oprimía, a saber, la
aristocracia rica y corrompida y sus injusticias sistemáticas. Un signo de esta actitud
fueron las reveladoras acciones de los rebeldes durante la guerra; cuando se
apoderaron del Templo, quemaron todos los registros de deudas, lo cual equivaldría
hoy a la destrucción del ordenador central en un banco.
Aunque la acción de Jesús en el Templo debe ser vista de modo natural dentro de este
contexto más amplio de desafecto, va más allá y entra en una dimensión diferente. Su
actitud hacia el Templo no era “esta institución precisa una reforma”, ni “este lugar
está dirigido por gente indigna de ello” ni tampoco “la piedad se puede practicar en
otros lugares”. Su creencia más profunda con respecto al Templo era escatológica: ha
llegado el tiempo de que Dios juzgue a toda la institución. El Templo ha pasado a
simbolizar la injusticia que caracterizó a la sociedad desde dentro y, desde fuera, el
rechazo de la vocación de ser la luz del mundo, la ciudad puesta en un monte que
atraería hacia sí a todos los pueblos del mundo.
Todo esto forma el contexto para abordar la cuestión acerca de lo que Jesús hizo en el
Templo y lo que pudo querer decir con ello. Sobre esta cuestión hay actualmente una
gama de opiniones que van desde los que ven su acción como un intento de reformar
o purificar el sistema hasta quienes la ven como una parábola de destrucción en acción.
Esta última opinión ha sido más fecunda, creo yo, en la investigación reciente, pero en
este momento hay todavía una gran divergencia de opiniones: si la acción de Jesús fue
una señal de juicio, ¿cuáles fueron sus motivos y su intención consiguiente? Sanders,
una vez más, ha establecido lo que es ya un modelo influyente: Jesús representó la
destrucción del Templo porque preveía la construcción de un nuevo Templo,
probablemente por el mismo Dios. (Deberíamos observar que en el judaísmo antiguo y
en el moderno la idea de que Dios hace algo, incluida la construcción del Templo, no
se opone a la idea de que los humanos, incluidos los arquitectos y constructores,
puedan participar en el proceso.)
Entonces, ¿qué decir de la acusación recogida en Marcos 11:17: “Lo habéis convertido
en una cueva de ladrones”? ¿Acaso no indica esto que el motivo primario del ataque de
Jesús contra el Templo tuvo que ver con la explotación económica? ¿Acaso no sugiere
que él quería purificar el Templo, no simbolizar su destrucción? Aquí, como en otras
muchas ocasiones, el contexto de la cita veterotestamentaria significativa (en este caso,
Jeremías 7:3-15) es muy importante. Jeremías no defendía una reforma del Templo,
sino que estaba prediciendo su destrucción. La palabra griega lestes, traducida aquí por
“ladrones”, es de hecho la palabra empleada regularmente por Josefo para denotar
“bandidos”, o “rebeldes”. Cuando Josefo se refiere, como hace dos veces, a las “cuevas
de lestai [bandidos]”, está hablando sobre las cuevas materiales donde los
desesperados revolucionarios solían esconderse.
Esto sugiere que la acusación real de Jesús contra el Templo no consistía en que éste
fuera culpable de una práctica económica sospechosa, aunque esto podía haber sido
también verdadero. Como en los días de Jeremías, el Templo se había convertido en el
punto focal de los nacionalistas en su afán por rebelarse contra Roma. Aun cuando las
personas que a la sazón lo dirigían fueran, a juicio de los revolucionarios, parte del
problema, el propio Templo era mucho mayor; era, creían ellos, el lugar donde el Dios
de Israel había prometido que habitaría y desde el cual defendería a su pueblo contra
todos. Entonces, ¿cómo podría simbolizar, como había afirmado Isaías, el deseo del
Dios de Israel, de que debería ser el faro de esperanza y la luz de las naciones, la
ciudad puesta sobre un monte que no podía ser ocultada? Jesús vio la penosa distorsión
presente de la vocación de Israel simbolizada de manera catastrófica en las actitudes de
sus contemporáneos hacia el Templo: un símbolo que se había deformado de una
manera tan horrible solo podía ser destruido. En sentido figurado, la montaña —
presumiblemente el monte Sión— sería arrancada y arrojada al mar.
Entonces, ¿por qué, específicamente, expulsó Jesús a los mercaderes de los atrios del
Templo? Sin el tributo del Templo, no se podían ofrecer los sacrificios diarios. Sin la
moneda exigida, los adoradores no podían comprar animales puros para los sacrificios.
Sin los animales, no era posible ofrecer sacrificios. Sin sacrificios, el Templo había
perdido toda su razón de ser —aunque quizá solo por poco tiempo—. La acción de
Jesús simbolizaba su creencia en que cuando YHWH retornara a Sión a fin de cuentas
no establecería su residencia en el Templo, legitimando a los funcionarios de aquel
momento y las aspiraciones nacionalistas que se agrupaban alrededor de él y de ellos.
Más bien, como Josefo observa en un contexto similar, el cese de los sacrificios
significaba que el Dios de Israel se serviría de las tropas romanas para hacer recaer
sobre el Templo el destino que se había merecido por su impureza y por haber
sancionado la resistencia nacionalista. La breve alteración que Jesús realizó en las
actividades normales del Templo simbolizaba la destrucción que recaería sobre toda la
institución en la generación siguiente.
Como sucede con el sábado, el alimento, la familia y la tierra, así sucede también con
el Templo. Las acciones simbólicas que Jesús realizó, y los enigmas que propuso para
explicarlas, encajan en la imagen que hemos venido esbozando, la imagen de Jesús
semejante a un profeta como Juan el Bautista o Jeremías, pero mayor que ellos. Jesús
anunciaba el reino de Dios, que Israel había ansiado, pero era un anuncio que advertía
de un juicio inminente, no de un rescate inminente. Permítaseme insistir en ello de
nuevo: no estoy argumentando que Jesús se oponía a los símbolos judíos porque
pensaba que eran malos, que no habían sido establecidos por Dios, o por cualquier otra
razón. El creía que había llegado el tiempo del amanecer del reino de Dios y que con él
había surgido un nuevo programa, diametralmente opuesto al programa que había
asumido los símbolos de la identidad nacional, y que ocultaba toda suerte de injusticias
detrás de ellos. Jesús, que hablaba como un profeta en nombre —y de parte— del Dios
de Israel, declaró solemnemente, con hechos y palabras, que el juicio divino era a la
sazón inevitable. El Dios que había juzgado al Templo en el pasado, volvería a hacerlo
de una vez para siempre.
Ahora dirigimos nuestra atención a los símbolos positivos de la propia obra de Jesús.
Como he indicado en el capítulo anterior, hay varias cosas que Jesús hizo —puse como
ejemplo la llamada a los doce discípulos— que dicen mucho sobre sus objetivos y su
programa. Ahora podemos completar esta imagen con algunos otros detalles. Así como
Jesús subvirtió los símbolos de tierra, familia, Torá y Templo, también actuó de tal
manera que los reemplazó con símbolos que apuntaban a su obra y programa propios.
Tierra y pueblo
Pero los textos bíblicos en los que, al parecer, se inspiró veían la restauración de la
tierra que, naturalmente, era parte de todo el programa del retorno del destierro, como
algo profundamente ligado a la restauración de seres humanos heridos y quebrantados.
Cuando el desierto y la tierra eran llamados a alegrarse, como en Isaías 35, había
llegado el momento de que los ojos del ciego se abrieran, los oídos del sordo oyeran, el
cojo saltara como un ciervo y la lengua del mudo cantara. Las sanaciones de Jesús, que
constituyeron una parte central y vital de toda su praxis simbólica, no deben ser vistas,
como supusieron algunos de los primeros padres de la Iglesia, como “prueba de su
divinidad”. Sus sanaciones tampoco fueron simplemente prueba de su compasión hacia
los que sufrían necesidad física, aunque, naturalmente, también tenían este significado.
No: las sanaciones eran la expresión simbólica de la restauración de Israel por Jesús.
Esto se puede ver con claridad en el contraste entre el programa de Jesús y el de
Qumrán. Leamos la llamada regla mesiánica de Qumrán (1 QSa). En ella los ciegos,
los cojos, los sordos y los mudos quedan excluidos de la pertenencia como miembros
de la comunidad del pueblo de Dios restaurado. La aplicación rígida —despiadada,
podríamos decir— de ciertas leyes de pureza significaba una comunidad restrictiva y
exclusiva. La aproximación de Jesús fue la contraria. Sus sanaciones eran el signo de
un inclusivismo radical y sanador que no solo incluía a todos en un laissez-faire o
“todo vale” moderno, sino que iba a la raíz de los problemas de modo que dio a luz
una comunidad verdaderamente renovada y restaurada cuya nueva vida simbolizaría y
encarnaría el reino del que Jesús estaba hablando.
Familia
Las acciones y palabras de Jesús llamaron a la existencia a un pueblo con una nueva
identidad, una nueva familia. “Estos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la
voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Marcos 3:34-35). Esta
comunidad renovada, una “familia” formada en torno a Jesús, incluía a todos y cada
uno, y el único “requisito” era la adhesión a Jesús y su mensaje del reino. Esto dio al
mensaje de Jesús una identidad de carne y hueso que desafió, al menos por
implicación, a los grupos que se adherían a la enseñanza de los fariseos o los esenios.
Como un nuevo partido político que surge ante la presencia de los establecidos, de
seguro éste iba a ser visto como una amenaza. Pero la manera en que Jesús formó y
celebró esta nueva familia hablaba del nuevo mundo que Dios inauguraba, que llevaba
la sanación y la bendición dondequiera que fuera. Una combinación poderosa, en un
mundo donde el poder significaba peligro.
Torá
Junto con esta redefinición simbólica del pueblo de Dios hubo algunos símbolos que,
al parecer, en el programa de Jesús sustituyeron a la praxis de la Torá como
característica definitoria del Israel restaurado. En particular, podemos observar el
destacado lugar atribuido al perdón dentro de su enseñanza. Tampoco se debería ver
este fenómeno simplemente como un desafío ético particularmente difícil. Es, ante
todo, una cuestión de escatología. Voy a explicarlo por medio de una ligera digresión.
En el mundo de Jesús, como he subrayado, los judíos ansiaban el fin real del destierro.
Pero en los profetas clásicos, y en los libros de Esdras, Nehemías y Daniel, el destierro
era visto una y otra vez como resultado del pecado de Israel. Así pues, cuando Israel
ansiaba el perdón de los pecados, esto no se debe entender simplemente de forma
individualista, como deseo de tener la conciencia tranquila. Cuando Isaías 40-55 habla
de que YHWH quiere enfrentarse finalmente a los pecados de Israel, lo que el profeta
quería decir era inequívoco: si el pecado que había provocado el destierro había sido
finalmente perdonado, el destierro llegaría a su final. El perdón de los pecados era,
pues, un ángulo o faceta ulterior de la esperanza escatológica. Era, ante todo, no tanto
un estado de ánimo —o de corazón— como un acontecimiento.
El ofrecimiento jesuano del perdón, pues, era en sí mismo una forma de decir que el
reino estaba amaneciendo en y a través de su obra. Igualmente (y esto es lo que quiero
subrayar aquí), su exigencia de perdón mutuo entre sus seguidores no debe ser
entendida solo como parte de un programa ético abstracto. Es parte de lo que
podríamos llamar la Torá escatológica. Los seguidores de Jesús estaban constituidos
por el hecho de que él estaba realizando el retorno del destierro, el perdón de los
pecados. No perdonarse unos a otros sería una manera de negar que este gran
acontecimiento, tanto tiempo esperado, estuviera teniendo lugar; en otras palabras,
sería cortar la rama en la que se encontraban apoyados.
Sugiero que ésta es la explicación de las duras y asombrosas advertencias sobre los que
no perdonan y no son perdonados. Si la comunidad de mesa de Jesús reemplazó las
leyes alimentarias, su exigencia de perdón era parte de su definición de la
nueva familia, el nuevo pueblo de Dios. En otras palabras, era parte de su Torá
simbólica redefinida. Como tal, aunque no hay espacio para desarrollarlo aquí,
pertenecía al corazón de la oración que él dio a los discípulos, la oración que, como ya
vio Joachim Jeremias en la generación anterior, formaba una parte clave de la praxis
simbólica de los seguidores de Jesús, que los definía frente a otros movimientos dentro
del judaísmo, reivindicando para ellos el estatus de pueblo del reino, pueblo del
perdón, verdaderos hijos e hijas del Dios de Israel.
Templo
Cuando permitimos que estos símbolos positivos generen una imagen más amplia de
las intenciones de Jesús, descubrimos una vez más que el punto focal de todo es el
Templo. En los evangelios hay varias indicaciones de que Jesús actuó deliberadamente
de tal manera que su conducta decía que donde él estaba, y donde estaban sus
seguidores, estaba presente y actuaba el Dios de Israel de la misma manera que estaba
presente y actuaba normalmente en el Templo. Esto, como resultará evidente,
significaba que su programa marchaba paralelo al de Juan y los fariseos. Alternativas
como ésta son amenazadoras.
Para empezar, consideremos la cuestión del ayuno. La diferencia entre los discípulos
de Jesús y los de Juan y los fariseos, en el breve dialogo de Marcos 2:18-22, no tiene
nada que ver con modelos de religión. No se trataba (como se sugiere muchas veces)
de que los dos grupos que practicaban la observancia exterior estuvieran interesados
solo en las apariencias, mientras que Jesús estaba interesado en el corazón. Para los
judíos en este periodo el ayuno no era simplemente una disciplina ascética. Tenía que
ver con la condición en la que a la sazón se encontraba Israel, que todavía estaba
desterrado. De manera específica, tenía que ver con la destrucción del Templo.
Zacarías (8,19) había prometido que los días de ayuno, que conmemoraban la
destrucción del Templo, se convertirían en días de fiesta; pero es obvio que esto solo
se podía producir cuando YHWH restaurara la suerte de Israel y, de manera más
específica, hiciera posible la correcta reconstrucción del Templo, algo que a Zacarías,
como a otros profetas “posexílicos”, le preocupaba mucho. Esto es lo que Jesús quiso
decir al hablar de los invitados a la boda que no pueden ayunar cuando el novio está
con ellos. La fiesta —el banquete mesiánico simbolizado en las celebraciones festivas
de Jesús— estaba en pleno apogeo y nadie quiere caras tristes en una boda. Dios estaba
a la sazón realizando lo que había prometido. Las grandes bendiciones del final del
destierro, el retorno de YHWH y la reconstrucción del Templo tenían lugar para
aquellos que tenían ojos para ver.
Así pues, si preguntamos por la actitud de Jesús hacia los símbolos dominantes del
judaísmo de su tiempo, y por los símbolos que él escogió, descubrimos que el paisaje
está dominado por el Templo y la Torá, como era de esperar. En relación con ambos,
Jesús se mantuvo dentro de la noble tradición israelítica de crítica desde dentro. La
crítica era incisiva. La apropiación que Israel estaba realizando de sus símbolos
nacionales en aquel momento estaba llevando al país a la ruina. Jesús advertía de ello
de la manera más clara posible, mientras que al mismo tiempo invitaba a todos a
arrepentirse y a unirse a él en su manera de ser Israel.
Todas las líneas de investigación que he seguido hasta este punto centran la mirada en
dos grandes acciones simbólicas. Ya hemos estudiado una de ellas, y la abordaremos
de nuevo más adelante: la crítica jesuana del sistema simbólico judío llevó a su acción
en el Templo. La otra es ésta: si queremos agrupar los símbolos positivos de la obra de
Jesús, y esbozar una imagen única en la que estén presentes todos ellos, podemos
contemplar a este joven profeta del reino celebrando, con sus doce discípulos más
íntimos, la fiesta más importante de Israel, la fiesta que hablaba más claramente de la
liberación, el éxodo, la alianza y el perdón. Si los símbolos negativos que encaman la
crítica de Jesús a sus contemporáneos se unen en la acción en el Templo, los símbolos
positivos de la obra de Jesús se unen en el cenáculo. Y con esto estamos preparados
para considerar las cuestiones centrales que nos ocuparán en el capítulo siguiente.
Conclusión
A modo de conclusión y resumen de los tres últimos capítulos, voy a ofrecer tres
reflexiones sobre el camino recorrido hasta aquí. Primero, a la luz de todo lo que he
escrito, no debería sorprendemos encontrar indicios de que una reacción común
frente a Jesús era afirmar que “extraviaba al pueblo”. El judaísmo estaba bien provisto
de categorías aplicables a las personas que se presentaban con enseñanzas alternativas,
ofreciendo señales y milagros para apartar a Israel de la lealtad a las tradiciones
ancestrales. El falso profeta, el hijo rebelde: hay testimonios de que cada una de estas
acusaciones fue lanzada contra Jesús en algún momento. En particular, según el
posterior recuerdo rabínico de Jesús, era un mago que actuó como falso profeta; es
posible que esto se remonte a una característica del proceso ante Caifás.
Segundo, ahora deberíamos ser capaces de abordar y resolver una de las cuestiones
más antiguas sobre el reino de Dios. ¿Consideró Jesús el reino como presente o como
futuro, desde el punto de vista de su ministerio? Una vez que lo situamos en el mapa
del judaísmo del siglo I, junto con otros movimientos del reino, movimientos
proféticos y movimientos mesiánicos, la respuesta es obvia. Si se hubiera preguntado a
Bar Kokbá, por ejemplo, en el año 133 d.C. si el reino era presente o futuro, él habría
respondido: «Ambas cosas”. Negar que era presente sería negar que él era el verdadero
líder, nombrado para llevar la redención a Israel. ¿Si no era presente, por qué grabó el
año 1 en sus monedas? Igualmente, negar que era futuro habría sido ridículo. El reino
no se consumaría hasta el momento en que los romanos fueran derrotados y el Templo
reconstruido. Una vez que comprendemos que el reino de Dios no era solo cuestión de
religión y ética, sino de escatología y política, y de la teología que mantiene unidas
todas estas realidades, se puede demostrar que algunos de los prolongados debates
académicos son irrelevantes.
Por último, ¿qué podemos decir sobre las dos primeras cuestiones que nos hemos
planteado? ¿Dónde se encuentra Jesús dentro del judaísmo y cuáles fueron sus
objetivos y metas? He sostenido que Jesús permaneció totalmente anclado en el
judaísmo del siglo I. No obstante, su lugar en él fue el lugar de un profeta, que advirtió
que la situación presente de Israel conducía al desastre e instó a adoptar una alternativa
radical frente a ella. Su meta era restaurar el pueblo de Dios alrededor de su persona,
realizar el verdadero retorno del destierro, inaugurar el reino de Dios. Sin embargo,
esto no sucedería simplemente por la repetición de su mensaje y sus acciones
simbólicas hasta que un mayor número de personas resultaran persuadidas. Tendría
lugar gracias a los acontecimientos decisivos a los que apuntaban sus grandes acciones
simbólicas. La acción en el Templo hablaba de mesianismo; la última cena apuntaba a
la cruz. A continuación debemos prestar atención a esta extraña combinación de
ideas, más profundamente significativa, pero más profundamente subversiva dentro del
judaísmo del siglo I, que todo lo que hemos visto hasta ahora.
Capítulo IV
EL MESÍAS CRUCIFICADO
Introducción
Hasta ahora he esbozado una imagen de Jesús de Nazaret como profeta que anunció el
reino de Dios y que estuvo implicado en una crítica radical del judaísmo de su tiempo
y en una llamada radical a sus seguidores para que lo siguieran en lo que equivalía a
una nueva manera de ser Israel. Desde este punto de vista no podemos evitar las dos
cuestiones que nos ocuparán en este capítulo. Primero, ¿pensaba Jesús que él era el
Mesías? Y, si la respuesta es positiva, ¿en qué sentido? Segundo, ¿esperó o entendió
Jesús que la muerte formaba parte de su vocación? Y, si la respuesta es positiva, ¿qué
interpretación dio a este acontecimiento?
En primer lugar, es preciso notar tres puntos preliminares importantes. Fueron pocos –
o tal vez ninguno– los judíos del siglo I que imaginaron que el Mesías sería en algún
sentido divino. Cuando se narra que Pedro dijo: “Tú eres el Mesías” y que Caifás
preguntó “¿Eres tú el Mesías?», ninguno de los dos pensaba en la clave de la teología
trinitaria. Así, también las expresiones “Hijo de Dios” e “Hijo del hombre» tenían
connotaciones mesiánicas, al menos en algunos círculos, en el judaísmo de este
periodo, pero no se referían a un ser divino. La cuestión de si Jesús pensaba si era el
Mesías y la cuestión –que es diferente– acerca de si era de hecho el Mesías, no son lo
mismo que la cuestión acerca de si era, o pensaba que era, de alguna manera la
encarnación del Dios de Israel. Abordemos estas cuestiones una a una. De nuevo hay
que posponer la gratificación.
Tercero, podemos observar que al intentar comprender el sentido que Jesús tenia de su
propia vocación no intentamos estudiar su psicología. De hecho, ya es bastante difícil
conseguir una información clara sobre el estado psicológico de una persona de nuestra
propia cultura que responde a todas nuestras preguntas en nuestra propia lengua.
Suponer que cabe obtener resultados concluyentes del estudio sobre una persona de un
tiempo y cultura diferentes es entrar con los ojos vendados en un cuarto oscuro para
buscar un gato negro que probablemente no está allí dentro. No obstante, lo que en
principio podemos hacer como historiadores es estudiar la conciencia que una persona
tiene de su vocación. Podemos hacerlo con Pablo o Juan el Bautista. Incluso podemos
hacerlo, hasta cierto punto, con el emperador Augusto. Es indudable que podemos
hacerlo con Cicerón, que se complace en hablar de sí mismo. Un libro recientemente
publicado ha intentado hacerlo con la oscura figura del “Maestro de justicia”, que dejó
su huella en los manuscritos del Mar Muerto. Podemos examinar sus acciones y dichos
y podemos reconstruir con un grado de certeza suficiente sus objetivos e intenciones.
Esto no es psicoanalizarlos. Es lo que normalmente hacen los historiadores.
Así pues, ¿qué pensaban los judíos del segundo Templo sobre el Mesías? Es
importante reconocer desde el principio que en el siglo I no había una concepción
unificada del Mesías. La idea de realeza es más amplia que la de los textos que hablan
de un Mesías; debemos tener en cuenta las expectativas puestas en los reyes –ya fueran
asmoneos o herodianos– y la experiencia de Israel en aquel momento. Allí donde se
albergaban esperanzas monárquicas, no era en el aislamiento, sino más bien como la
punta de lanza de la esperanza de la nación como un todo, la esperanza de liberación,
del final del destierro, de la derrota del mal, del retorno de YHWH a Sión. Y el futuro
rey hacia dos cosas principales, según varios textos, y según estudiamos varios
supuestos movimientos monárquicos dentro de la historia. Primero, él construiría o
restauraría el Templo. Segundo, libraría la batalla decisiva contra el enemigo. El
primer acto de David tras ser ungido fue luchar contra Goliat; su último acto fue
proyectar el Templo. Judas Macabeo derrotó a los sirios y purificó el Templo. Herodes
derrotó a los partos y reconstruyó el Templo. Bar Kokbá, el último supuesto Mesías
del periodo, se propuso derrotar a los romanos y reconstruir el Templo. El programa
mesiánico tenía como meta, a través de estas cosas, hacer por Israel lo que los profetas
de Israel habían declarado que debía ser hecho: rescatar a Israel y llevar la justicia de
Dios al mundo. Parte de la pregunta: “¿Pensó Jesús que él era el Mesías?” consiste en
preguntar: “¿Quiso en algún sentido cumplir esas tareas?”.
Es improbable que los seguidores de un supuesto Mesías crucificado pensaran que tal
persona era el verdadero Mesías. Jesús no reconstruyó el Templo; no solo no derrotó a
los romanos, sino que murió a manos de ellos como otros líderes revolucionarios
fracasados. Israel no fue rescatado; la injusticia pagana dominaba todavía el mundo.
No obstante, la creencia en que Jesús era el verdadero Mesías esté arraigada de una
manera profunda e imposible de erradicar en el cristianismo más primitivo del que
tenemos testimonios, de modo que ya en tiempos de Pablo la palabra Christos se había
unido al nombre de Jesús en varias fórmulas diferentes. Los primeros cristianos
continuaron usando estas palabras con sus connotaciones regias, aun cuando hacerlo
era peligroso e implicaba dificultades. La cuestión se impone: ¿por qué?
Jesús y el mesianismo
La praxis simbólica es elocuente en sí misma, pero en modo alguno está sola. Aquí
vemos una de las grandes ventajas en el trabajo que estudia primero las acciones y
después pasa a los dichos, frente al intento de decidir primero sobre los dichos
auténticos y dejar las acciones para el final. La acción mesiánica de Jesús en el Templo
está rodeada de varios dichos que cumplen la función, por así decir, de enigmas
monárquicos que expresan, a veces de modo críptico, el significado de lo que acaba de
suceder. Entre esos enigmas monárquicos vamos a examinar aquí solo tres de ellos
(Marcos 11:27-12:12; 12:35-37).
Primero, la cuestión sobre la autoridad. ¿Con qué autoridad hace Jesús tales cosas?
¿Qué derecho tiene a comportarse de esta manera aparentemente mesiánica y de donde
recibe tal derecho? La respuesta de Jesús, que pregunta a sus interlocutores qué
piensan sobre Juan el Bautista, no es simplemente una cuestión difícil para salir del
apuro. Es una respuesta criptica a la pregunta. En los Evangelios de Mateo, Marcos y
Lucas, Jesús afirma que Juan el Bautista es el último de los grandes profetas, Elías que
ha de venir; pero si Juan es Elías, eso significa que Jesús debe ser al menos el Mesías.
De manera más específica, parece que hay una referencia al bautismo de Juan como el
tiempo en que Jesús fue ungido con el Espíritu para su nueva tarea: en otras palabras,
el tiempo en que pasó a ser el ungido, el Mesías.
Esta interpretación se ve confirmada por el enigma más completo —esta vez en forma
de parábola— que sigue a continuación. El relato de los viñadores homicidas es
precisamente un relato sobre una serie de profetas rechazados, que culmina en el Hijo
rechazado. La parábola, como otras muchas, cuenta la historia de Israel, que culmina
en el juicio; pero también incluye la historia de Jesús dentro de ella. Los viñadores que
rechazan al hijo serán merecedores del juicio al igual que Jesús anunció, y realizó, el
juicio sobre la ciudad y el Templo que han rechazado su mensaje. De este modo la
parábola sirve como una explicación ulterior de la acción de Jesús.
El tercer enigma mesiánico que hemos de considerar aquí es la cuestión que Jesús
plantea a sus interlocutores, sobre el Señor de David e Hijo de David (Marcos 12:35-
37). ¿Cómo —pregunta Jesús— puede el Mesías ser Hijo de David cuando, según el
Salmo 110, es también Señor de David? Algunos han interpretado este texto como
negación del mesianismo davídico de Jesús, pero esta lectura es ciertamente errónea.
Una sugerencia al parecer mejor es la que ve este texto como una redefinición del
significado real del mesianismo davídico y, de manera específica, que Jesús se oponía
a las especulaciones comunes sobre la venida de un rey guerrero. Pero resultaría
extraño usar el Salmo 110, un salmo de carácter muy militarista, para este propósito.
Más bien sugiero que el significado de la cuestión es doble. Primero, este salmo insiste
en que el rey es también un “sacerdote para siempre, según el rito de Melquisedec”;
por tanto, tiene autoridad sobre el Templo, de modo que la cuestión cumple la función
de ulterior explicación indirecta de la actuación de Jesús. Segundo, este salmo,
particularmente el versículo aquí citado, revisa la imagen mesiánica de modo que
incluye una escena de entronización, en la que el entronizado actuará como juez. Jesús
afirma una vez más su derecho a anunciar la condenación del Templo y de su elite
dominante. Al plantear la cuestión del modo en que lo hace, Jesús afirma de manera
criptica su pretensión de ser el verdadero Hijo de David y, al mismo tiempo, indica una
pretensión mayor, a saber, que tiene la autoridad del Señor de David. Sobre este tema
profundizaremos en el siguiente capítulo.
Estos enigmas encuentran su medio natural dentro de la proclamación del propio Jesús.
Sugiero que esto mismo se puede decir del pasaje que sigue casi inmediatamente, a
saber, el llamado discurso apocalíptico de Marcos 13 y paralelos, al que nos referimos
en el capítulo 2. Baste notar aquí que también este pasaje tiene claras connotaciones
mesiánicas, y que una de ellas es el uso
jesuano de la expresión “Hijo del hombre” en referencia a sí mismo. En el siglo I,
como muestran Josefo, 4 Esdras y otros textos, la imagen del Hijo del hombre, que es
justificado después de sufrir bajo el poder de las bestias, fue aplicada por algunos
judíos como referencia al Rey que había de venir.
Esto nos ayudara también cuando consideremos el tema más controvertido, el llamado
proceso judío de Jesús en Marcos 14:53-65. Durante mucho tiempo ha sido habitual,
incluso tradicional, leer la escena marcana de Jesús ante Caifás como una sucesión de
varios non sequitur que no refleja nada de la vida de Jesús, sino más bien la teología
mucho más tardía de la Iglesia primitiva. En efecto, quien se atreve a cuestionar esto,
como he descubierto en algunos círculos académicos, hace recaer sobre sí mismo los
anatemas que solían estar reservados a los herejes en teología.
No obstante, una vez que leemos el relato más amplio de la manera que he sugerido, el
pasaje adquiere una nueva coherencia. Caifás pregunta a Jesús sobre su acción en el
Templo: éste era el punto de partida natural, ya que podemos suponer que esta acción
era la causa inmediata del arresto de Jesús. Cuando Jesús no ofrece respuesta, Caifás le
pregunta directamente si es el Mesías; una vez que comprendemos el nexo entre
Templo y Mesías, éste es, naturalmente, el siguiente paso obvio. Hay que entender la
réplica de Jesús como una respuesta básica afirmativa, reforzada con una doble cita
bíblica, tomada de dos pasajes que han sido ya significativos en sus enigmas
mesiánicos, a saber, el Salmo 110 y Daniel 7: “Veréis al hijo del hombre sentado a la
diestra del Poder” y “viniendo sobre las nubes del cielo”. En otras palabras, Caifás será
testigo de la justificación de Jesús en los acontecimientos que seguirán a la muerte de
Jesús y en el juicio que recaerá sobre su régimen y el símbolo central de éste. Así, esta
declaración final no solo responde a la cuestión sobre el mesianismo, sino que también
explica cuál ha sido el objetivo de Jesús en la acción en el Templo y en los enigmas
que la rodearon. También explica, sin más, por qué los sumos sacerdotes pudieron
entregar con tanta facilidad a Jesús al gobernador con la acusación de que era un rey
rebelde; y cómo es posible que Pilato crucificara a Jesús poniendo sobre su cabeza las
palabras “Rey de los judíos”.
Desde un punto de vista histórico esta secuencia tiene perfecto sentido. Por último,
explica por qué Jesús era visto como Mesías por sus seguidores después de su
resurrección. Y una vez que vemos como toda esta imagen empieza a formarse,
podemos ver también que muchas características del ministerio público de Jesús antes
de su llegada a Jerusalén encajan en el mismo patrón. Entre los indicios que pocas
veces se observan en este contexto, hay varios pasajes en los que parece que Jesús está
a punto de entrar en conflicto con Herodes, que a la sazón pretendía ser el rey de los
judíos. Hay también textos interesantes de Qumrán que nos hacen percibir los vínculos
mesiánicos que de otra manera podrían haber pasado desapercibidos. Es perfectamente
legítimo ver la celebración regular de fiestas por parte de Jesús con su variopinto grupo
de seguidores como una representación simbólica del banquete mesiánico; y, una vez
más, un buen número de enigmas y dichos menores apuntan en la misma dirección. Al
parecer, Jesús siempre creyó que su vocación era la de ser Mesías de Israel; solo en
Jerusalén se puso de manifiesto esta velada pretensión y, entonces, más en las acciones
simbólicas que en la enseñanza oral. Una vez que situamos la acción en el Templo en
el centro del debate y nos dirigimos al exterior desde allí, podemos argumentar con
seguridad que Jesús se vio a sí mismo como Mesías al menos desde el momento de su
bautismo por Juan y que su obra tanto en Galilea como en Jerusalén, aun cuando
obviamente lleva las marcas de un ministerio profético, tuvo carácter mesiánico como
un subtexto constante.
Era, naturalmente, una noción de mesianismo redefinida, que encajaba dentro de toda
la redefinición jesuana doblemente revolucionaria del reino de Dios. Parece que Jesús
creyó ser el punto focal del verdadero pueblo que retornaba del destierro, el verdadero
pueblo del reino; pero ese reino, ese pueblo y este Mesías no tenían el aspecto que la
mayoría de los judíos habían esperado. Jesús llamaba a sus oyentes a una manera
diferente de ser Israel. Nosotros tenemos que aceptar ahora el hecho de que él se creyó
llamado a vivir según esa manera diferente, como representante ungido de Israel, y a
hacer por Israel —y, por tanto, también por el mundo— lo que Israel no podía, o no
quería, hacer por sí mismo. La noción jesuana redefinida de mesianismo correspondía
a la totalidad de su proclamación del reino con hechos y palabras. Apuntaba a un
cumplimiento del destino de Israel que nadie había imaginado ni sospechado. El vino,
como representante del pueblo de YHWH, a realizar el fin del destierro, la renovación
de la alianza, el perdón de los pecados. El vino a consumar el rescate de Israel, a traer
la justicia de Dios al mundo.
Pero ¿cómo tenía que hacerlo? Habida cuenta del patrón de otros grupos mesiánicos y
afines dentro del judaísmo, era de esperar que tuviera un programa con las siguientes
características: tendría que ir a Jerusalén, hacer la guerra contra las fuerzas del mal y
ser entronizado como Mesías de Dios, verdadero Rey de Israel. En cierto sentido esto
es exactamente lo que Jesús hizo. Pero no fue en el sentido que sus seguidores
esperaban.
Quiero introducir este tema con una historia personal. Cuando era profesor en la
McGill University de Montreal, impartía clases para los niños de doce años en una
escuela dominical de nuestra iglesia local. En una ocasión empecé la clase haciéndoles
esta pregunta: “¿Por qué murió Jesús?”. Ellos reflexionaron sobre ello, sin consultarse
unos a otros, y después recogimos las respuestas de cada uno formuladas en una sola
frase. Lo interesante fue que aproximadamente la mitad de ellos me dieron razones
históricas: murió porque enojó a los sumos sacerdotes, murió porque desagradaba a los
fariseos, murió porque los romanos le tenían miedo.
La otra mitad me dieron respuestas teológicas: murió por salvarnos de nuestros
pecados, murió para que pudiéramos ir al cielo, murió porque Dios nos ama.
Dedicamos una hora fascinante a articular estos dos grupos de respuestas. No sé si
alguno de aquellos niños se acuerda de aquella sesión, pero mi recuerdo aún sigue muy
vivo. Todavía sigo creyendo que la vinculación de las dos caras de la gran cuestión —
la dimensión histórica y la teológica— es una de las tareas más importantes en las que
podemos embarcarnos en nuestros estudios sobre Jesús.
Aquí, quizás más que en ninguna otra parte, afrontamos —huelga decirlo— problemas
principales de descripción histórica, de dos clases en particular. Primero, aunque no
puedo desarrollar aquí este argumento, sugiero que las fuentes, a pesar de haber sido
escritas desde un punto de vista particular, y de estar llenas de una interpretación
teológica, nos dan, no obstante, suficiente material histórico que analizar. Segundo, es
obvio que ha habido un considerable debate acerca de si Jesús fue a Jerusalén con la
intención de morir allí o al menos sabiendo que era probable que eso sucediese y sin
intentar evitar ese destino. Aquí tropezamos de nuevo con la distinción entre
Schweitzer y Wrede. Wrede, seguido por la mayoría de los estudiosos del siglo XX,
descartó la idea de que Jesús esperó o incluso tuvo la intención de morir. Schweitzer,
que situó a
Jesús en su contexto judío escatológico y apocalíptico, descubrió que había una forma
de encontrar sentido a la extraña intencionalidad de Jesús. Mi propuesta se parece
mucho a la de Schweitzer, pero con algunas correcciones, desarrollos y adiciones.
Empezamos una vez más con una acción simbólica central. Uno de los grandes
eruditos judíos de nuestros días, Jacob Neusner, ha sostenido recientemente que lo que
Jesús hizo en el cenáculo tenía como meta equilibrar y complementar lo que había
hecho en el Templo. Aunque discrepo de Neusner a propósito del exacto significado de
estas acciones, pienso que en esencia tiene razón. Las dos acciones, en el Templo y en
el cenáculo, son, como he sostenido en el capítulo anterior, el punto culminante de dos
corrientes de actividad en el ministerio público de Jesús. La acción de Jesús en el
Templo llevó al punto más alto el desafío que lanzó al mundo simbólico predominante.
El Templo era el símbolo judío más grande y Jesús estaba cuestionándolo, afirmaba
que tenía autoridad sobre él, reivindicaba para sí mismo y su misión el lugar central
que el Templo había ocupado. La última cena era el símbolo alternativo propio de
Jesús, la fiesta del reino, la fiesta del nuevo éxodo. Y, así como el Templo apuntaba al
encuentro sacrificial entre el Dios de la alianza y su pueblo, el signo del perdón y la
esperanza, de la morada de Dios que vivía en medio de ellos como el Dios de la
renovación de la alianza, la determinación de la alianza, el amor de la alianza, así
también Jesús, con su doble acción, reivindicaba que aquí, en su propia obra, en su
propia persona, se estaba resumiendo de una forma nueva y definitiva todo lo que el
Templo había representado.
Parece que Jesús, al celebrar esta comida casi-pascual con su grupo de parentesco
ficticio, sus doce seguidores, quiso expresar un nivel ulterior de significado simbólico,
también antes de que se pronunciara una sola palabra. Si la historia de Israel estaba
llegando a su punto culminante, como indicaba la comida, este hecho se produciría por
medio de Jesús y su destino. Sus acciones con el pan y la copa, como las acciones de
Ezequiel con un ladrillo y las de Jeremías con un jarro roto, tenían un simbolismo
profético, que señalaba las acciones de juicio y salvación que, según él creía, YHWH
estaba a punto de realizar. En este contexto, las palabras que él pronuncio sugieren que
Jesús evocaba intencionadamente toda la tradición del éxodo, e indicaba que la
esperanza de Israel se iba a hacer realidad finalmente, en y a través de su propia
muerte. Parece que Jesús está diciendo que su muerte debe ser vista dentro del
contexto de la historia más amplia de la redención de Israel por YHWH; de manera
más específica su muerte seria el momento central y culminante hacia el que había
tendido esa historia. Los que participaban de la comida con él eran el pueblo de la
alianza renovada, el pueblo que recibía “el perdón de los pecados”, es decir, el final del
destierro. Agrupados alrededor de él, constituían el verdadero Israel escatológico.
¿Cómo podía tener sentido esta lectura de la última cena dentro de la interpretación
global de Jesús y su intención? Ya hemos visto que se suponía que los mesías librarían
la gran batalla de Israel contra el antiguo enemigo y que reconstruirían el Templo
como el lugar donde YHWH se encontraría con su pueblo para mostrarle su gracia y su
perdón. Pero, tal como hemos recordado en los capítulos anteriores, el desafío que
Jesús lanza a sus contemporáneos es que ellos deben comprometerse en el programa
doblemente revolucionario a través del cual Israel se convertirá en la luz del mundo,
no librando batallas militares, sino poniendo la otra mejilla y andando la segunda
milla. En el corazón del subversivo programa de Jesús estaba la llamada a sus
seguidores a tomar la cruz y seguirlo, a convertirse en compañeros suyos en el
alternativo relato del reino que él estaba representando. Mi propuesta es que Jesús
tomo en serio su propio relato. El recorrió el camino que había señalado a sus
seguidores: “Puso la otra mejilla; acompañó la segunda milla; tomó la cruz. Fue la luz
del mundo, la sal de la tierra. Fue Israel en atención a Israel”. Derrotó el mal
permitiendo que le hiciera el peor daño posible.
Una vez que hemos captado esta idea, podemos ver lo que sucede en los diversos
enigmas que, también en este caso, rodean la acción simbólica central. De nuevo, solo
escojo tres. Lucas consigna, en 23:31, un extraño dicho, cuando Jesús camina hacia la
cruz: “Si en el leño verde hacen esto, en el seco ¿qué se hará?”. El contexto —una
advertencia dirigida a las mujeres de Jerusalén sobre el juicio que recaerá sobre ellas y
sus hijos— evoca varias profecías bíblicas sobre la destrucción futura que recaerá
sobre la ciudad por haber rechazado a su verdadero Rey y haberse apartado del camino
de la paz. Parece que Jesús dice que su muerte a manos de los romanos era el signo
más claro del destino reservado para la nación que lo había rechazado. Roma lo había
condenado acusándolo de un delito que no había cometido, y del que eran por entero
culpables muchos de sus compatriotas. Él era el leño Verde, ellos eran el leño seco.
Este tema destaca aún más en el segundo enigma. Dice Jesús: “¡Cuántas veces he
querido reunir a tus hijos, como una gallina refine a sus pollos bajo las alas, y no
habéis querido! Pues bien, se os va a dejar desierta vuestra casa”. También esto es una
advertencia de juicio sobre el Templo olvidado por Dios. Pero la imagen de la gallina y
los polluelos indica de nuevo la intención de Jesús en relación con ese juicio. La
imagen es la del fuego en la granja; la gallina refine a sus pollos bajo las alas y, cuando
el fuego ha arrasado todo a su paso, aparece una gallina muerta, abrasada y calcinada,
pero con sus polluelos vivos. Parece que Jesús indica su esperanza de tomar sobre si el
juicio que pesaba sobre la nación y la ciudad. Esto sugiere que él, como Elías en
Sirácida 48:10, esperó apartar de Israel la cólera divina. Pero la oportunidad llegó y
pasó. El destino de Jesús permanece indisolublemente ligado al de Jerusalén, pero ésta
eligió no beneficiarse de la obra de aquél.
Al permitir que estos enigmas —que he presentado aquí de la forma más breve posible
— interpreten la acción simbólica central en el cenáculo, empieza a surgir una
imagen. Parece que Jesús entendió que su muerte inminente formaba parte y, de hecho,
era el punto culminante, de la vocación en la que su obra y el destino de Israel estaban
estrechamente ligados. A la luz de ello, podemos encontrar el sentido de las llamadas
predicciones de la pasión que puntúan los relatos de Mateo, Marcos y Lucas en varios
lugares. Tomadas por si solas, ordinariamente su autenticidad se pone en tela de juicio;
pero si empezamos con la ultima cena y nos remontamos a través de los enigmas
explicativos, surge una estructura en la que tienen mucho sentido.
Además, ese sentido encuentra su explicación, como sugirió Albert Schweitzer hace un
siglo, dentro del contexto de las creencias judías del segundo Templo sobre la futura
redención escatológica. Dentro del dominante relato del destierro y la restauración,
encontramos en varios textos bíblicos y posbíblicos una sub-trama principal: la
liberación se producirá a través de un tiempo de intenso sufrimiento, en ocasiones
llamados ayes mesiánicos. La gran tribulación irrumpirá en la nación y por medio de
ella tendrán lugar la redención, la nueva era, el perdón de los pecados. Schweitzer
sostuvo que Jesús pensó que este tiempo de prueba, el peirasmos, se cernía sobre
Israel, y que su intención era cargar con él. Por eso ordenó a sus discípulos que
vigilaran y oraran para que tampoco ellos entraran en el peirasmos. Esto adquiere una
credibilidad aun mayor cuando consideramos las formas en que algunos grupos e
individuos judíos pensaban que se estaban convirtiendo en puntos focales del
sufrimiento de Israel: los mártires macabeos, algunos de los profetas y el justo que, en
Sabiduría 2-3, es perseguido y asesinado, pero será justificado. En Qumrán podemos
encontrar temas afines.
Parece que todos estos desarrollos del segundo Templo se remontan a varios textos
bíblicos: Daniel, los Salmos, Zacarías, Ezequiel y, por supuesto, Isaías,
particularmente los pasajes del siervo en Isaías 40-55. Yo no pienso que los judíos del
segundo Templo hubieran identificado ya una “figura del siervo” en este último libro
ni que hubieran desarrollado una particular teología de la expiación o redención en
torno a tal figura, sino que más bien todos esos escritos dan testimonio del sentido
según el cual los sufrimientos de Israel como nación se centrarían en un punto
particular. Es decir, no habría lo que se podría llamar una clara creencia judía
precristiana en un “siervo de YHWH” de Isaías que … sufriría y moriría para expiar
los pecados de Israel o del mundo.
“Pero había otra cosa, atestiguada por docenas de textos, una creencia de gran
alcance y difundida, a la que Isaías contribuyó de manera sustancial, cuyos artículos
eran los siguientes: el sufrimiento presente de Israel se encontraba de alguna manera
contenido dentro del propósito divino que se estaba realizando; a su debido tiempo
este período de aflicción llegaría a su fin; la explicación del estado de cosas presente
tenía que ver con el pecado de Israel; el sufrimiento presente aceleraría de alguna
manera el momento en que la tribulación de Israel se completaría, en que finalmente
estaría purificado de su pecado, de modo que ello pusiera fin al destierro. En otras
palabras, había una creencia, elaborada no en el debate abstracto, sino en y a través
de la pobreza, la tortura, el destierro y el martirio, en que los sufrimientos de Israel
podrían ser no solo un estado del que, en el tiempo establecido por YHWH, seria
redimido, sino paradójicamente, bajo determinadas circunstancias y en ciertos
sentidos, seria parte de los medios por los que se realizaría esa redención”.
Dicho de otro modo, propongo que podemos reconstruir con credibilidad un modo de
pensar en el que un judío del siglo I podía llegar a creer que YHWH actuaría a través
del sufrimiento de un individuo particular en el que se centrarían los sufrimientos de
Israel; que este sufrimiento tendría un significado redentor; y que este individuo sería
el propio Jesús. Y propongo que podemos sugerir de manera plausible que éste era el
modo de pensar del mismo Jesús. Voy a mostrar cómo se desarrolla esto paso a paso.
Jesús creía que la historia de Israel había llegado a su punto focal. De manera más
específica, creía que el destierro había llegado a su punto culminante. Creía que él en
persona era el portador del destino de Israel en aquella época crítica. Era el Mesías,
que cargaría con ese destino y lo llevaría a su punto focal. Él había anunciado el juicio
de YHWH sobre su pueblo recalcitrante, que planeaba asesinarlo, como había hecho
en otro tiempo con los profetas. Jesús había declarado que el camino hacia el reino era
el camino de la paz, el camino del amor, el camino de la cruz. Librar la batalla con las
armas del enemigo significaba que uno la había perdido ya en teoría, y la perdería, de
manera terrible, en la práctica. Jesús determinó que su tarea y función, su vocación
como representante de Israel, era perder la batalla en beneficio de Israel. Este sería el
medio por el que Israel se convertiría en la luz, no de sí mismo —parecía que los
mártires macabeos pensaban sólo en la liberación de Israel—, sino de todo el mundo.
Como aquellos mártires, Jesús sufrió aquello que vio como resultado de la corrupción
pagana de Israel:
Sugiero que así fue como Jesús entendió su vocación mesiánica. Se esperaba que el
Mesías, como hemos visto, reconstruyera o purificara el Templo y librara la gran
batalla de Israel. ¿Cómo vio Jesús su propia vocación en relación con estas tareas?
Más concretamente, libraría la batalla mesiánica. Jesús había formulado ya sus ideas:
el que salve su vida la perderá, pero el que pierda su vida la ganará. En lugar de los
insultos y amenazas que los mártires habían proferido contra sus acusadores, Jesús,
como atestigua toda la polifacética tradición cristiana primitiva, sufrió en silencio,
excepto cuando pronunció palabras de perdón y esperanza. Esta es una innovación tan
sobresaliente en la tradición del martirio que sólo se puede explicar si es fiel a los
hechos históricos. Jesús, conocido por su destacada compasión en todo su ministerio
público, realizó su último gran acto entregándose por los demás— y la Iglesia
primitiva se refirió a ello con frecuencia y con mucho respeto.
“Jesús, pues, no fue a Jerusalén solo para predicar, sino para morir. Schweitzer tenía
razón: Jesús creía que los ayes mesiánicos estaban a punto de precipitarse sobre Israel
y que tenía que cargar con ellos él solo. En el Templo y en el cenáculo Jesús realizó
deliberadamente dos símbolos, que recapitulaban toda su obra y su programa. El
primer símbolo decía: el sistema presente es corrupto y recalcitrante. Está maduro para
el juicio. Pero Jesús es el Mesías, aquel a través del cual YHWH, el Dios de todo el
mundo, salvará a Israel y con ello al mundo. Y el segundo símbolo decía: así es como
se realizará el verdadero éxodo. Así es como el mal será derrotado. Así es como los
pecados serán perdonados. Jesús sabía —debió saber— que era muy probable que
estas acciones, y las palabras que las acompañaban y explicaban, lo llevarían a juicio,
acusado de ser un falso profeta que extraviaba a Israel y un supuesto Mesías; y que ese
proceso, a menos que él convenciera al tribunal de lo contrario, tendría como resultado
inevitable la entrega a los romanos y la ejecución como rey revolucionario (fracasado).
De hecho, para comprender esto no hacía falta una gran dosis de intuición
“sobrenatural”, así como tampoco hacía falta mucho más que el sentido común
ordinario para predecir que, si Israel continuaba intentando rebelarse contra Roma, ésta
haría recaer sobre Israel como nación el castigo que había aplicado a este extraño
aspirante a Mesías. Pero en el corazón de las acciones simbólicas de Jesús, y en su
nueva narración del relato de Israel, había un elemento más importante que el
pragmatismo político, la osadía revolucionaria o el deseo de la gloria del mártir. Había
un análisis profundamente teológico de Israel, del mundo y de su papel personal en
relación con ambos. Había un profundo sentido de vocación y confianza en el dios de
Israel que él creía, naturalmente, que era Dios.
Conclusión
A éstos les digo, no por primera vez, que la mejor hipótesis histérica es la que, con la
debida simplicidad, explica los datos de los que disponemos; y que, como son tantos
los detalles de esta imagen que no son idénticos a la teología de la expiación de la
Iglesia antigua y, no obstante, se ofrecen como la raíz a partir de la cual esa teología
pudo crecer, de hecho se puede sostener un argumento muy convincente que no se
puede descartar por la mera repetición del dogma erudito (“Sabemos que Jesús no
pudo pensar tales cosas”). Se puede demostrar que los judíos del siglo I pensaron
dentro de ese mundo y que todos los indicios señalan que Jesús de hecho entendió de
esta manera el relato global y se lo aplicó a sí mismo.
A los primeros les digo, no por primera vez, que el camino hacia el crecimiento
cristiano consiste muchas veces en dejarse sacudir por el desconcierto y la complejidad
nueva y palpable. Hay una gran simplicidad en el núcleo de esta imagen, pero es
costosa. El precio que exige es la atención concentrada en los modos de pensar propios
del siglo I, específicos y para nosotros extraños y quizás incluso repelentes, que
caracterizaron a Jesús. Después de todo es a Jesús a quien queremos descubrir y seguir.
¿O preferimos un ídolo fabricado por nosotros mismos?
Segundo, la cruz, vista a la luz de la Pascua, se ofrece como el gran momento decisivo
de la historia. Si tenemos que seguir la comprensión que Jesús tiene de su vocación, la
crucifixión fue el momento en que el mal y el dolor de todo el mundo se acumularon
en un lugar, para enfrentarse a ellos de una vez para siempre.
Esto, por supuesto, nos hace plantearnos con intensidad la siguiente pregunta:
entonces, ¿por qué parece que el mal y el dolor siguen estando tan incontrolados en el
mundo? Es de algún modo consolador observar que los primeros cristianos, que
formularon la afirmación sobre la eficacia de la cruz con más fuerza que nadie, se
enfrentaron al mismo problema. Las cartas a los Colosenses y Efesios, donde Pablo
canta el logro de Jesús de una manera tan magnífica, fueron escritas desde la prisión,
donde los principados y poderes todavía ejercían su poder sobre él. Esta es una tensión
con la que tenemos que vivir; ahora bien, debemos observar que si la victoria de la
cruz no se realiza en la vida del mundo, si se confina solo a la llamada esfera
“espiritual”, estamos negando implícitamente parte del sentido de Jesús. Ello significa,
naturalmente, que esta interpretación de la cruz y la resurrección requiere que también
creamos en una consumación final todavía futura, cuando Dios enjugue todas las
lágrimas de todos los ojos. Todo esto apunta a los dos últimos capítulos de este libro.
Tercero, se puede ver la cruz como el último gran acto de amor de Jesús. Ella lleva al
punto culminante todas las acciones que realizó a lo largo de su ministerio —tocar a un
leproso, la ternura hacia los enfermos y los desposeídos, las lágrimas junto al sepulcro
de Lázaro— en las que podernos ver cómo actúa el Jesús profundamente humano y
(como argumentaré en el capítulo siguiente) característicamente lleno de Dios. Cuando
Juan declara que Jesús, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó
hasta el extremo (Juan 13:1), ésta no es una invención teológica más tardía que se
superpuso por encima de acontecimientos que originalmente no tenían nada que ver
con ella. Es simplemente contar las cosas tal como sucedieron.
Cuarto, quiero destacar de nuevo, desde esta nueva posición ventajosa en nuestro
relato, el lugar donde hemos llegado al afrontar “el desafío de Jesús” en función de las
tareas que nos esperan en nuestro mundo. Cuando hablamos de “seguir a Cristo” es al
Mesías crucificado a quien nos referimos. Su muerte no fue simplemente una realidad
confusa que permite que nuestros pecados sean perdonados, pero que después puede
ser olvidada. La cruz es la ventana más segura, más auténtica y más profunda
abierta al verdadero corazón y carácter al Dios vivo y amoroso; cuanto más
aprendemos sobre la cruz, en todas sus dimensiones históricas y teológicas, más
cosas descubrimos sobre aquel a cuya imagen hemos sido hechos y, por ende,
sobre nuestra vocación a ser el pueblo que lleva a la cruz, el pueblo en cuyas vidas
y servicio se da a conocer el Dios vivo. Y, por tanto, cuando hablamos (como en la
conferencia que dio origen a este libro) de configurar o modelar nuestro mundo, no
tratamos —no nos atrevemos a tratar— simplemente la cruz como la cosa que nos
salva “personalmente” pero que podemos dejar atrás cuando nos ponemos manos a la
obra. La mejor manera de comprender la tarea de modelar nuestro mundo es entenderla
como la tarea de hacer que el logro de la cruz se aplique al mundo; y en esta tarea los
métodos, y también el mensaje, deben quedar completamente configurados por la cruz.
En los últimos capítulos retomaremos este tema.
Ahora bien, según mi experiencia hay otras dos cuestiones que inquietan a quienes han
seguido la argumentación hasta este punto. ¿Qué creyó Jesús sobre sí mismo y sobre
Dios? Y ¿qué sucedió concretamente en la Pascua? Estas cuestiones nos ocuparán en
los dos capítulos siguientes.
Capítulo V
JESÚS Y DIOS
Introducción
Estoy acostumbrado a que me hagan dos preguntas: primero, “¿Jesús era Dios?” y,
segundo, “¿Sabia Jesús que era Dios?”. Estas son cuestiones urgentes e importantes,
pero es preciso redefinirlas antes de abordarlas.
Lo que la mayoría de las personas quieren decir con “dios” en la cultura occidental
postmoderna es el dios del deísmo de la Ilustración. Quizás este ser lejano y
distanciado haya sido responsable en algún sentido de la creación del mundo, pero él
—quizás habría que decir “ello”— es fundamentalmente un ser remoto, inaccesible y
ciertamente no implicado en la vida cotidiana, y mucho menos en el dolor diario, del
mundo tal como hoy se presenta. Hasta pensar en la “intervención divina” es, en estos
términos, un error categorial; a tal dios no se le ocurriría “intervenir». Por supuesto,
muchos cristianos, angustiados por mantener una base teórica para su sentido de la
presencia y el poder de Dios han hablado también —a la vez que se referían a Dios
como ser totalmente desvinculado del mundo— del mismo Dios como realidad que
interviene “milagrosamente” en el mundo —diciendo, en efecto, que aunque no
debería suceder lógicamente, Dios es más grande que la lógica y por ello puede, por
así decir, transgredir sus propias normas—. Pero no es así como la Biblia habla de
Dios. Y más importante aún es el hecho de que ésta no es la visión de Dios que
descubrimos en Jesús.
Hay, pues, multitud de “dioses” que se ofrecen actualmente. Pero ¿tiene alguno de
ellos algo que ver con Jesús? Es vital que en nuestra generación investiguemos una vez
más: ¿a qué o, más bien, a quién se refiere verdaderamente la palabra “dios”? Y si,
como cristianos, agrupamos a Jesús y a Dios en algún género de identidad, ¿qué clase
de respuesta proporciona esto a nuestra pregunta?
Cuando era más joven, las respuestas disponibles para tales cuestiones planteaban
alternativas radicales. Por un lado, muchos cristianos estaban contentos con alguna
forma de la argumentación propuesta por C. S. Lewis en muchos escritos. Jesús
afirmaba que era Dios; esto significa que o bien había perdido el juicio (lo cual se ve
desmentido por el resto de su enseñanza) o bien era un bandido deliberado (lo cual se
opone radicalmente a toda su vida, y particularmente a su muerte) o bien decía la
verdad y nosotros debemos aceptarlo. Por otro lado, los teólogos repetían, en lo que
parecía el nivel más alto, que todo esto era simplemente absurdo. Se sabía, con toda
certeza, que era absurdo que Dios fuera humano o que un hombre fuera divino. Las
categorías eran mutuamente excluyentes. Ninguna persona en su sano juicio podía
pensar que era Dios (una línea de pensamiento propuesta por el teólogo
norteamericano John Knox en la década de los 1950 y repetida ad nauseam en algunos
círculos desde entonces). De manera más particular, ningún judío del siglo I podía
pensar que era en algún sentido “divino”; después de todo, los judíos eran monoteístas
y la idea de que un ser humano fuera de algún modo divino solo podía ser una idea
posterior, una corrupción pagana del pensamiento y la enseñanza original y no
encarnacional de Jesús y también de la Iglesia primitiva. Las apariencias que indicaban
lo contrario se despachaban rápidamente: las “pretensiones” de “divinidad” por parte
de Jesús eran, se decía, invenciones de finales de la primera generación cristiana o
posteriores que se habían puesto, de manera destacada en el Evangelio de Juan, en
labios de Jesús.
A los que estudiábamos teología cuando yo era joven nos parecía que estas dos
posiciones estaban muy distantes. La batalla entre ellas no era una lucha cuerpo a
cuerpo; las líneas estaban trazadas a cierta distancia entre ellas, como North Parade y
South Parade, a una milla o más al norte de Oxford, lo cual dejaba una incómoda tierra
de nadie entre las tropas monárquicas y las parlamentarias en la guerra civil inglesa.
Los cañones disparaban desde una distancia que permitía que ambas partes
comunicaran a sus partidarios que habían ganado una victoria. Quienes se aventuraban
a internarse en el espacio intermedio solían recibir disparos de los dos bandos.
A veces, mucho después de haber acabado una guerra, algunos soldados se siguen
escondiendo todavía en la jungla, sin saber que el mundo se ocupa ya de otros asuntos.
Puede suceder que dos de esos soldados, si se encuentran casualmente, libren una
batalla a muerte; pero su enfrentamiento será irrelevante en relación con la nueva
situación del mundo. Pienso que ésta es la posición de muchos que todavía siguen
librando la batalla entre la afirmación segura de que Jesús afirmo ser Dios —y así
debió ser— y la afirmación igualmente segura según la cual no pudo serlo y, por tanto,
no lo fue. A riesgo de ser objeto de la cólera de las dos partes, tengo que pedir la venia
para discrepar. El mundo ha continuado su curso y ha sido la historia —en particular el
estudio del judaísmo del siglo I y el cristianismo— la que lo ha empujado. Hay nuevas
batallas; naturalmente no son del todo diferentes de las antiguas, pero tienen nuevos
elementos significativos. Y también, creo yo, nuevas posibilidades significativas de
reconciliación.
El punto de partida clave debe ser entrar en la mente de los contemporáneos judíos de
Jesús para responder a esta pregunta: ¿qué querían decir con la palabra “dios»?
Algunos teólogos creen en un dios, o dioses, pero piensan que este ser, o estos seres,
están muy alejados de nuestro mundo. Están distantes y remotos, felices en su propia
esfera, sobre todo porque tienen poco o nada que ver con la nuestra. Otros creen que
Dios, o “lo divino» o “lo sagrado», es simplemente un aspecto, una dimensión de
nuestro mundo: “dios” y el mundo terminan siendo casi lo mismo, o al menos “dios”
se convierte en una manera de referirse al sentimiento de admiración, de posibilidad
espiritual, latente dentro del mundo tal como lo conocemos.
Estas dos opiniones pueden ser el punto de partida para un posible ateísmo: bien de
tipo teórico (donde la gente piensa en el camino hacia la increencia) o de tipo práctico
(donde la gente no tiene nada que ver con el/los dios/dioses en los que profesa creer).
El primer tipo sencillamente permite que su “dios” se aleje tanto que desaparece; esto
es lo que les sucedió a algunos pensadores del siglo XIX, que permitieron que el “dios
lejano» del deísmo perdiera su rumbo, como un satélite extraviado que finalmente sale
de su órbita alrededor de la tierra y se pierde para siempre en el espacio exterior. El
segundo tipo puede llegar a acostumbrarse de tal manera a reconocer varias “fuerzas”
divinas, personificadas en “dioses” diferentes, que se convierten en tópicos y triviales,
reconocidos solo en supersticiones ocasionales. Esto es lo que sucedió con una buena
parte del paganismo antiguo en Grecia y Roma.
Igualmente, esas dos opiniones pueden dar origen al (¿o son en realidad causadas por?)
el relativismo que actualmente está de moda. Una observación interesante sobre el
clima religioso actual es que muchas personas en nuestros días insisten
apasionadamente en que “todas las religiones son exactamente lo mismo”, al igual que
los antiguos dogmáticos insistían en formulaciones e interpretaciones particulares. El
dogma según el cual todos los dogmas son erróneos, la insistencia monolítica en que
todos los sistemas monolíticos deben ser rechazados, ha calado en la imaginación
popular en un nivel que va mucho más allá del discurso racional o lógico. La idea del
«dios remoto» promueve esta tesis: si dios, o los dioses, está/n muy lejos y es/son en
gran medida incognoscible/s, todas las religiones humanas deben ser en la mejor de las
hipótesis vagas aproximaciones, diferentes caminos hacia la cima de la montaña (y, en
cualquier caso, todos los caminos se pierden muy pronto en la niebla). Así mismo, el
panteísmo que ve a «dios» como el aspecto divino o sagrado dentro del mundo
presente lleva en último término a la misma dirección: si todas las religiones
responden a «lo sagrado» en este sentido, son simplemente diferentes lenguajes que
expresan el mismo concepto.
Pocas personas que se adhieran a una u otra de estas creencias (o en algunos casos,
según parece, a las dos) se paran a considerar cuán notablemente arrogantes e
imperialistas son en realidad esos rechazos de las supuestamente arrogantes e
imperialistas religiones. Tales personas dicen, respaldadas por toda la autoridad de la
Ilustración del siglo XVIII, que han descubierto la verdad escondida que habían
pasado por alto todas las grandes religiones (especialmente el judaísmo, el cristianismo
y el islam), a saber, que todas las religiones son “realmente” variaciones de la idea de
“religión” propia de la Ilustración. Naturalmente, si se parte de esa idea, es normal que
se obtenga esa conclusión, ¿no es cierto?
Pero ¿por qué tenemos que creer en la arrogante pretensión de la Ilustración más que
en cualquier otra? Algunos cristianos, pensando que tienen un talante generoso hacia
los que abrazan credos diferentes, han afirmado que tales personas son “cristianos
anónimos»; por lo general esto se rechaza hoy como irremediablemente arrogante.
¿Por qué iba un budista a querer ser un “cristiano anónimo”? Del mismo modo, es
igualmente arrogante, o más, afirmar que los creyentes de todas las religiones son
realmente “personas religiosas ilustradas anónimas”.
Es obvio que aquí no podemos resolver este enorme debate. Lo planteo solo para
mostrar la manera en que diferentes ideas de “dios” dan origen a —o son causadas por
— varias ideas actuales sobre el significado del mundo y de las religiones. Y también
para mostrar que la idea judía de “dios” era muy diferente del (de los) ser(es)
distante(s) del antiguo epicureísmo y del más reciente deísmo, y del (de los) dios(es)
inmanente(s) del paganismo y el panteísmo antiguo y moderno.
Los judíos creían en un Dios específico, que era solo uno, que había hecho todo el
mundo, que estaba presente en él y actuaba en él a la vez que mantenía la soberanía
sobre él y era misteriosamente diferente de él. A este Dios (aunque en cierto momento
dejaron de pronunciar este nombre) lo llamaban YHWH, “El Que Es”, el Soberano. El
(ellos usaban pronombres masculinos para YHWH, aunque sabían muy bien que
estaba por encima del género, y muchas veces usaban también imágenes femeninas) no
estaba lejano ni distante. Tampoco era simplemente un sentido generalizado de una
dimensión sagrada dentro del mundo o, para el tema que nos ocupa, la objetivación o
personificación de fuerzas e impulsos dentro del mundo. Más bien era el hacedor de
todo lo que existe, y permanecía actuando con poder e implicado dentro de la creación,
aunque en modo alguno limitado a ella. De este modo el monoteísmo judío clásico
llegó a creer que (a) había un Dios, que creó los cielos y la tierra y que mantenía una
relación estrecha y dinámica con su creación, y que este Dios había llamado a Israel a
ser su pueblo especial. Esta vocación más tardía se vinculaba a veces explícitamente
con la creencia anterior: YHWH eligió a Israel en beneficio de todo el mundo. La
elección de Israel era el punto focal del propósito divino de actuar dentro del mundo
para rescatar y sanar el mundo, para producir lo que algunos escritores bíblicos
designan como “nueva creación”.
En esta imagen judía del único Dios verdadero debemos tener en cuenta otras dos
características de algunos escritos judíos del periodo del segundo Templo. Primero, la
expectación del retorno de YHWH a Sion después de haber abandonado Jerusalén en
tiempos del destierro. Segundo, la tradición de la entronización de YHWH y de otro
que de alguna manera compartía ese trono. Hay mucho que decir sobre ambas cosas,
pero las limitaciones de espacio exigen que el tratamiento sea breve.
Pero el regreso geográfico del destierro, cuando se produjo bajo Ciro y sus sucesores,
no estuvo acompañado por ninguna manifestación como las de Éxodo 40, Levítico 9, 1
Reyes 8 o Isaías 6. Tampoco se nos dice que la columna de nube y fuego que
acompañaba a los israelitas en el destierro hubiera hecho volver al pueblo del destierro.
En ningún lugar se nos dice que YHWH había vuelto gloriosamente a Sión. En ningún
lugar aparece la casa llena de nuevo con la nube que cubre su gloria. En ningún lugar
el Templo reconstruido es objeto de aclamación universal como el verdadero santuario
restaurado del que habló Ezequiel. No se inventó ninguna fiesta nueva para señalar el
comienzo de la gran era nueva. De manera significativa, tampoco en ningún lugar hay
una victoria decisiva final sobre los enemigos de Israel ni el establecimiento de una
dinastía monárquica universalmente acogida. El Templo, la victoria y la realeza
seguían entrelazados, pero la esperanza que representaban no se cumplió. Por tanto, no
es sorprendente que la tradición bíblica que se refiere sin ambigüedad al retorno de
YHWH a Sión después del destierro se mantuviera en los escritos posbíblicos. Esta
expectativa seguía siendo fundamental en el judaísmo en tiempos de Jesús.
Hay una compleja gama de textos judíos, de diferentes periodos, que especulan sobre
la exaltación, y la entronización celestial, de una figura que puede ser un ángel o un ser
humano. Estas especulaciones van de la meditación sobre —y el análisis de— ciertos
textos clave, como Ezequiel 1, donde el profeta recibe una visión del trono-carro de
YHWH, y Daniel 7, donde “uno como un hijo de hombre” es presentado al “Anciano”
y comparte su trono. Tales especulaciones formaron la materia prima de toda una
tradición completa de misticismo judío y de la búsqueda teológica y cosmológica que
la acompañó.
A veces los textos hablan de un viaje místico, de personas que intentan alcanzar la
visión del único Dios verdadero. En ocasiones hablan de un ángel que tiene el mismo
nombre que el Dios de Israel que habita en él. A veces hablan de un ser humano que
comparte el trono del Dios de Israel. Algunas corrientes de la tradición cuentan la
historia de Moisés de esta manera; varias de ellas hablan así incluso de los mártires o
los piadosos. En un famoso relato, que se encuentra en varias formas y periodos, el
gran Rabbí Aqiba sugiere que los «tronos» mencionados en Daniel 7:9 son «uno para
Dios, otro para David». Naturalmente, Aqiba tenía en mente un candidato: Bar Kokbá,
a quien aclamó como el Mesías, “el hijo de la estrella”. Al parecer otros maestros
judíos del mismo periodo especularon sobre la posibilidad de una pluralidad de
“poderes” en el “cielo”.
Todavía se sigue discutiendo hasta donde se llevaron tales especulaciones. Pero una
cosa debe quedar clara: cabía pensar cosas como éstas; era obvio que no se
contradecían ni eran consideradas una amenaza para lo que los judíos del segundo
Templo entendían por “monoteísmo”. Eran intentos de descubrir lo que ese
monoteísmo significaba en la práctica. Así, a partir de una serie de especulaciones
mucho más amplia y altamente compleja sobre la acción del Dios de Israel a través de
varias figuras mediadoras, un posible escenario que algunos judíos del segundo
Templo consideraron como una realidad al menos pensable fue que la victoria terrena
y militar del Mesías sobre los paganos sería vista en relación con la escena de
entronización de Daniel 7, que es un desarrollo de la visión del carro en Ezequiel 1.
Hay algo que debe quedar claro después de este breve estudio de las creencias judías
del siglo I sobre el significado de la palabra “Dios” (o quizás debamos decir sobre el
carácter y la actividad de YHWH). El monoteísmo judío era una realidad mucho más
complicada que lo que supusieron aquellos que dijeron de un modo tan simplista que,
como los judíos eran monoteístas, no podían concebir que un ser humano fuera divino.
Igualmente, debe quedar claro que tomar unas pocas frases del evangelio de Juan y de
otros lugares y afirmar basándose en ellas que Jesús simplemente “pretendió ser
divino” es demasiado simplista y puede, por implicación, llevar a opiniones
igualmente equivocas acerca de lo que “divinidad” puede significar realmente. El
camino a seguir es más complejo, pero en último término mucho más gratificante, que
lo que podrían sugerir las antiguas líneas de batalla.
Todos los signos indican que los cristianos más primitivos llegaron muy pronto a la
asombrosa conclusión de que, sin dejar de ser monoteístas, tenían la obligación de
adorar a Jesús. Ahora tenemos que abandonar un antiguo supuesto, según el cual esto
solo podía suceder en la medida en que abandonaran su judaísmo y permitieran que
algunas ideas paganas se infiltraran subrepticiamente. Los testimonios de este
fenómeno que estoy describiendo son muy antiguos, muy sólidos y bastante
inequívocos.
He descrito en otro lugar, con muchos detalles, la manera en que Pablo, y muy
posiblemente tradiciones que ya eran bien conocidas cuando él escribía, habla de Jesús
no solo de la misma manera que habla del único Dios del monoteísmo judío, sino de
hecho dentro de tales enunciados. Los pasajes clave son 1 Corintios 8:1-6, Filipenses
2:5-11, Gálatas 4:1-7 y Colosenses 1:15-20, aunque una vez que se comprende esta
idea cabe ver nuevos indicios del mismo fenómeno —claros aunque no tan notables—
en otros muchos textos de sus escritos. No tiene sentido que, en tales pasajes o en otras
partes, se presente a Pablo apartándose del monoteísmo judío que conocemos en las
fuentes bíblicas y posbíblicos para abrazar el paganismo —que permitiría que otros
“dioses” fueran añadidos al panteón —o el dualismo— en el que el buen Dios se
opondría a un mal dios, el redentor (quizás) contra el creador—. Para Pablo, “no hay
más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos;
y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y nosotros por él” (1
Corintios 8:6). Esta sorprendente adaptación de la oración judía conocida como el
Shemá (“Escucha Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor”), que subraya la
creación y la redención como realidades que tienen su origen en el Padre y se realizan
a través de Jesús, encierra, en el estadio más primitivo del cristianismo del que
tenemos testimonios sólidos, todo lo que posteriores generaciones y siglos intentarán
decir sobre Jesús y Dios. A partir de aquí, debemos decir que si la teología trinitaria no
hubiera existido sería necesario inventarla. De hecho, esto es efectivamente lo que hizo
la primera generación de cristianos, que adoró a Jesús dentro del marco del
monoteísmo judío.
Pero ¿dónde empezó todo esto? ¿De dónde tomaron la idea de que debía ser de esta
manera? ¿Se remonta de alguna manera al propio Jesús? Esta es la cuestión clave que
está en el núcleo del presente capítulo y ahora estamos ya casi preparados para
abordarla. Casi, pero no del todo. Primero tenemos que identificar y evitar tres pistas
falsas.
El versículo más importante para el tema que nos ocupa es 2 Samuel 7:12. Cuando
David muere, YHWH declara: “Afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de
tus entrañas, y consolidaré el trono de su realeza”. El verbo hebreo traducido por
“afirmaré» no tiene connotaciones particulares —en el tiempo en que se supone que
este texto fue escrito— de “resurrección”. Pero cuando el Antiguo Testamento fue
traducido al griego, en los siglos II-III a.C., el verso fue traducido por kai anasteso to
sperma sou (“resucitaré tu descendencia»). Como fue aproximadamente en aquella
época cuando las creencias judías en la resurrección de los muertos empezaron a
florecer, es legítimo suponer que quizás los traductores, y ciertamente los judíos que
leyeron 2 Samuel en esta versión, vieron el pasaje como una profecía de que Dios
resucitaría de entre los muertos a la “descendencia” verdadera y última de David, y que
esta “descendencia” resucitada sería, en algún sentido nuevo, propia de Dios.
No obstante, esto no nos lleva aun directamente al punto clave. Lo que tenemos que
hacer ahora es reflexionar —hay que reconocer que lo hacemos con la mirada
retrospectiva del cristianismo primitivo— sobre la significación de la respuesta de
Dios a David. David se ofreció a construir una casa de madera y piedra como morada
para Dios. Dios respondió que esto era secundario; lo que importaba era que él, Dios,
construiría una “casa” para David, que en definitiva consistía en el hijo de David, que
sería el hijo de Dios. Y, como sugiere la traducción griega de los LXX, este hijo se
distinguiría porque iba a ser resucitado de entre los muertos.
Si leemos ahora este relato con los ojos de los cristianos primitivos; ¿qué
encontramos? Que el Templo, a pesar de toda su enorme importancia y centralidad
dentro del judaísmo, era, después de todo, una señal que apuntaba a la realidad, y que
la realidad era el hijo resucitado de David, que era el hijo de Dios. En otras palabras,
Dios no tiene que morar en un Templo construido por manos humanas, una casa de
madera y piedra. En efecto, Dios habitará con su pueblo, permitiendo que su gloria y
su misterio “moren en el tabernáculo” en medio de ellos; pero la forma más apropiada
para que lo haga no será a través de un edificio, sino a través de un ser humano. Y el
ser humano en cuestión será el Mesías, caracterizado por la resurrección. Sostengo que
era así, más o menos, como razonaban los primeros cristianos. Jesús —y después, muy
pronto, los discípulos de Jesús— eran a la sazón el verdadero Templo y, por tanto, el
edificio existente en Jerusalén habían quedado obsoleto. Tenemos que recordar un
punto muy importante que el Templo era, después de todo, el símbolo “encarnacional”
central del judaísmo. Según una creencia judía común, arraigada en la Escritura y
celebrada en fiestas periódicas y en la liturgia, el Templo era el lugar donde el cielo y
la tierra se unían, donde el Dios vivo había prometido estar presente en medio de su
pueblo.
Con esto estamos ya preparados para remontarnos hasta el mismo Jesús. ¿Qué signos
hay, dentro de su programa y vocación, de que estas líneas de pensamiento tuvieron su
origen en él, en lugar de ser atribuidas a él por la Iglesia primitiva?
Este argumento es de alguna manera más fácil de sostener si avanzamos hacia atrás,
desde los acontecimientos de la última semana de la vida de Jesús, hasta los primeros
indicios de su ministerio. Ahora bien, para reducir dentro de lo posible la longitud de
este capítulo, con la esperanza de que los lectores sigan la argumentación hasta el final
y la desarrollen por sí mismos, podemos empezar con una de las características
centrales del ministerio itinerante de Jesús. El ofreció al pueblo el “perdón de los
pecados», no solo con sus palabras sino también con algunas de sus acciones más
características, a saber, su acogida a “pecadores” de todas las clases y sus comidas con
ellos. En otras palabras, ofreció la bendición que normalmente se obtenía yendo al
Templo o, al menos (en la diáspora) orando orientados hacia el Templo. No hay que
pasar por alto la enormidad de este cambio. No fue solo una democratización del culto
del Templo; hay un cierto sentido en que también los fariseos ofrecieron esto, al
insistir en que cuando alguien estudiaba la Torá, dondequiera que pudiera encontrarse,
estaba en la presencia de Dios tanto como si hubiera ido al Templo (véase más
adelante). Más bien, era el ofrecimiento de la realidad de la nueva alianza con respecto
a la cual el Templo era la señal indicadora procedente de la antigua alianza. Lo que se
obtenía en el Templo —y había que obtenerlo de nuevo después de haber pecado e
incurrido en impureza—, se podía obtener en aquel momento y para siempre
aceptando la acogida de Jesús, confiando en él, siguiéndolo. Él era la encarnación
personal de lo que el Templo representaba.
La excepción confirma la regla. Debería resultar obvia cuál es la razón por la que Jesús
dice al leproso sanado que vaya y se muestre al sacerdote, y que presente la ofrenda
ordenada por Moisés, como prueba de la curación. Jesús no se está sometiendo a la
autoridad superior del Templo. La curación ha sido ya realizada. Pero el leproso
necesitaba ser readmitido en la vida social ordinaria del pueblo; y si se hubiera
limitado a contar a sus familiares y amigos que un supuesto y extraño profeta itinerante
había dicho que estaba “curado”, es posible que a ellos no les convenciera. Lo que él
necesitaba, para reintegrarse en su mundo social, era el “sello” oficial de las
autoridades reconocidas. Pero en los demás casos —los ciegos que reciben la vista, los
paralíticos curados, etcétera— no había necesidad de hacer nada más. La curación era
obvia.
A la luz de todo esto, podemos examinar de manera mucho más breve los otros cuatro
símbolos por medio de los cuales los judíos de aquel periodo pensaban que YHWH
estaba presente y actuaba en medio de ellos, y también del mundo como un todo.
Lo mismo se puede decir, de manera aún más breve, de las otras expresiones sobre
Dios usadas en el judaísmo. “El sembrador siembra la palabra”; el ministerio de Jesús
es entendido como una manifestación de la palabra de Dios, la palabra creadora,
sembradora y restauradora, evidente en la creación del mundo y prometida por los
profetas como medio de la gran restauración futura. Jesús sana “con una palabra” y
esto se subraya como un signo de su asombrosa autoridad personal. Igualmente, Jesús
actúa por el Espíritu: “Si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha
llegado a vosotros el reino de Dios”. Y el lenguaje de su enseñanza evoca
constantemente el de la verdadera Sabiduría, que altera la sabiduría convencional con
la llamada a confiar en Dios y actuar en consecuencia; solo que ahora parece que la
Sabiduría consiste en escuchar las palabras de Jesús, creer en su mensaje escatológico
y actuar de acuerdo con él.
Así pues, los tres primeros Evangelios dan testimonio, si bien de manera criptica, de la
reutilización jesuana, en relación con su propia obra, de los cinco modos en que el
judaísmo de su tiempo hablaba de la presencia y actividad de YHWH dentro del
mundo. Por supuesto, hay que situarlo dentro del contexto más amplio de su
predicación escatológica, su anuncio de que el reino estaba irrumpiendo a través de su
obra; y cuando hacemos esto, descubrimos que estos indicios encuentran un medio
apropiado. De hecho, son la punta del iceberg. Jesús, en todo su ministerio público,
actuó como si estuviera realizando el nuevo éxodo. El pueblo de Dios estaba en la
esclavitud; él había oído su grito y acudía a rescatarlos. De la misma manera que el
primer éxodo reveló el significado previamente oculto del nombre de YHWH, así
también ahora Jesús iba a revelar la persona —podríamos decir: la personalidad— de
YHWH en acción, encarnada en una forma humana. Realizaría la redención final del
pueblo de Dios y, con ello, pondría en marcha el cumplimiento del destino de Israel
como la luz de todo el mundo.
Este gran tema se pone de relieve en el último gran viaje de Jesús a Jerusalén. En el
capítulo 3 he argumentado que su acción en el Templo constituyó un símbolo decisivo
de su afirmación mesiánica, su creencia en que su destino era recapitular en su persona
la larga historia de Israel. Antes he sugerido que esta acción pertenecía a su creencia en
que era llamado a sustituir el Templo por su presencia y actividad. También he
argumentado que la gran comida simbólica en el cenáculo tenía como objetivo
simbolizar su creencia en que a través de su muerte se realizaría la redención de Israel
y, con ello, del mundo. Ahora propongo que estas dos acciones fueron de hecho los
momentos simbólicos culminantes y que ambas, naturalmente, apuntaban a la cruz y
resurrección como cumplimiento de una acción simbólica más amplia y más
significativa. Sugiero que el último gran viaje de Jesús a Jerusalén tenía como meta
simbolizar y encarnar el anhelado retorno de YHWH a Sión. Este viaje, que culmina
en las acciones de Jesús en el Templo y en el cenáculo, y fue emprendido por Jesús
con plena conciencia de las probables consecuencias, tenía como finalidad cumplir la
función de las acciones simbólicas de Ezequiel —que se acuesta del lado izquierdo—
o Jeremías —que rompe el jarro—. La acción del profeta encarnaba la realidad. Jesús
no se daba por contento con anunciar que YHWH estaba retornando a Sión, sino que
quería representar, simbolizar y personificar ese acontecimiento culminante. Y creía, y
lo dijo en un lenguaje apropiadamente codificado, que sería justificado y compartiría el
trono del Dios de Israel.
No puedo detallar la argumentación de esta tesis. Baste decir que, cuanto más los he
estudiado, más me he convencido de que los relatos que Jesús contó sobre un rey, o un
amo, que regresa para comprobar cómo sus súbditos o siervos han desempeñado sus
tareas no tuvieron nunca el objetivo original que tantos comentaristas cristianos les han
atribuido como predicciones de la segunda venida de Jesús —los miembros de la
Iglesia serían los súbditos o siervos que esperan su retorno y anticipan alguna forma de
juicio—. La argumentación para esta relectura de las parábolas en cuestión es tan
detallada que no podemos reproducirla aquí. No obstante, como hay que estudiarla con
todos esos detalles antes de sacar conclusiones precipitadas, esclareceré uno o dos
puntos que, al menos, despejarán el camino para que esta idea sea comprendida por las
mentes sorprendidas de los que se encuentran con ella por primera vez.
Primero, afirmaré con toda la claridad posible (pues muchas veces se me ha entendido
mal en este punto) que no veo esta relectura de las parábolas del rey/amo como una
negación de la “segunda venida” de Jesús. Muy al contrario, la creencia en que el Dios
creador recreará al final todo el cosmos y que Jesús estará en el centro de ese nuevo
mundo, está firme y profundamente arraigada en el Nuevo Testamento, especialmente
en pasajes tan centrales como Romanos 8, 1 Corintios 15 y Apocalipsis 21-22. Pero
pienso que Jesús no habló sobre este acontecimiento ulterior como tal (excepto en la
medida en que ocasionalmente habló en términos generales sobre aquella completa
redención que nosotros a posteriori sabemos que se encuentra aún en el futuro). Aun
admitiendo que los oyentes de Jesús no siempre entendieron lo que decía, no parece en
modo alguno probable que intentara explicar, a personas que no habían entendido el
hecho de su muerte inminente, que seguiría un periodo indeterminado después del cual
“retornaría” de alguna forma espectacular, habida cuenta de que en su tradición no
había ningún precedente al que pudiera referirse.
Podemos decir con toda claridad que al menos Lucas entendió la parábola de esta
manera. Toda la escena que él presenta (siempre merece la pena contemplar el marco
más amplio en el que Lucas, artista desde el principio hasta el final, pinta sus cuadros)
tiene como finalidad centrar la mirada en la figura de Jesús, que entra en Jerusalén
montado en un pollino, con el corazón sollozante mientras las muchedumbres cantan
salmos de alabanza. Y las palabras de advertencia que pronuncia después son palabras
cuyo contenido expresa claramente que, por lo que respecta a Lucas, esta escena
simplemente es el retorno de YHWH a Sión: vuestros enemigos, dice Jesús, no dejarán
una piedra sobre otra en Jerusalén, “porque no has conocido el tiempo de tu visita” (Lc
19:44). “Tu visita” es un término técnico para expresar la venida de YHWH en
persona, que no solo “hace una visita” a su pueblo de manera casual, sino que lo
“visita”, en el sentido antiguo y más preocupante del retorno para saldar cuentas con
ellos, para llevar todas las cosas a la conclusión señalada. Esta parábola, y las otras
semejantes a ella, advertían a Israel que el momento había llegado: YHWH había
regresado por fin, pero esta “venida” significaría no solo rescate y bendición para
Israel, sino un terrible juicio para aquellos que habían rechazado “el mensaje de paz”
(Lucas 19:42).
Todo esto nos permite cuando menos afrontar, y quizás comprender, algunas de las
cosas sumamente cripticas que Jesús dijo en los últimos días de su vida. Interrogado
por los escribas, fariseos y saduceos sobre varios temas, Jesús les plantea su propio
enigma: ¿cómo pueden los escribas decir que el Mesías es hijo de David?” Según el
Salmo 110, el Mesías compartirá el trono de YHWH, sentándose a su derecha. Parece
que Jesús piensa, como cumplimiento de la vocación mesiánica que ha abrazado —y
que lo ha llevado a su último viaje a Jerusalén—, que va a ser entronizado a la derecha
de YHWH. Después hay que transportar este significado a la escena del juicio, donde
en Marcos 14:62 y paralelos Jesús predice que Caifás y sus colegas lo verán
justificado, “sentado a la diestra del Poder”, es decir, de Dios, como en el Salmo 110, y
“venir entre las nubes del cielo”, como en Daniel 7. El tribunal verá a Jesús justificado
y entronizado.
Sugiero que ésta es la razón real para la acusación de blasfemia en el proceso de Jesús.
Que alguien confesara ser el Mesías no era blasfemo (podía ser una necedad; podía ser
personal o políticamente peligroso; pero en si no era una afrenta a YHWH). La
amenaza contra el Templo podía aproximarse más a la blasfemia —después de todo, se
suponía que era la casa de YHWH—, pero no hay razón para suponer que tal amenaza
constituyera una blasfemia real. Sugiero que lo que Jesús hizo —lo cual, a su vez, hizo
que Caifás se rasgara las vestiduras y provocó el veredicto del tribunal (y la astuta
transformación de ese veredicto teológico en una sentencia política de la que Pilato no
podía hacer caso omiso)— fue, a modo de respuesta a la cuestión sobre su acción en el
Templo y también a la cuestión sobre su supuesto mesianismo, citar juntos los dos
textos que, por lo que sabemos del mundo judío de entonces, podían ser usados para
indicar la entronización, junto a YHWH en persona, del agente a través del cual iba a
realizarse la redención.
Todo ello nos lleva, después de haber trazado un círculo completo, al punto de partida.
Las acciones de Jesús durante la última semana de su vida se centraron en el Templo.
El judaísmo tenía dos grandes símbolos encarnacionales, el Templo y la Torá: parece
que Jesús creyó que su vocación era eclipsar al primero y superar a la segunda. El
judaísmo hablaba de la presencia de su Dios en medio del pueblo, en la columna de
nube y fuego, en la presencia (“Shekinah”) en el Templo. Jesús actuaba y hablaba
como si pensara que él mismo era un movimiento unipersonal contra el Templo. El
judaísmo creía que su Dios iba a triunfar sobre los poderes del mal, dentro y fuera de
Israel. Jesús hablaba de su propia justificación futura, después de enfrentarse a la
Bestia en un combate mortal. Además, Jesús usaba el lenguaje del Padre que envía al
Hijo. La parábola llamada de los viñadores homicidas podría ser perfectamente la
parábola del Hijo enviado en último lugar. La conciencia que tenía, en la fe, de aquel a
quien llamaba Abba, Padre, lo sostuvo en su vocación mesiánica para Israel, y lo llevó
a actuar como agente personal de su Padre ante el pueblo. Y así sucesivamente. Si
abordamos la encarnación desde este ángulo, no cometemos un error categorial, sino
que descubrimos el apropiado punto culminante de la creación y la alianza. La
Sabiduría, anteproyecto de Dios para los seres humanos, se hace por fin ella misma
humana. Resulta que la gloria de la Shekinah tiene rostro humano. “La Palabra se hizo
carne”, afirma Juan, “y puso su tabernáculo entre nosotros” (Juan 1:14; el término
griego eskenosen, con frecuencia traducido solo como “hábito”, procede de la raíz
skene, “tienda” o “tabernáculo”). La teología de Juan, centrada una y otra vez en el
Templo, y en la manera en que Jesús cumplió su destino, está a fin de cuentas toda ella
arraigada en la historia que hemos construido a partir de Mateo, Marcos y Lucas.
Conclusión
Ahora que ha llegado el momento de unir los hilos de esta argumentación, lo mejor
que puedo hacer es repetir lo que he escrito en otro lugar:
Aquí no disponemos de espacio para desarrollar esta idea, pero creo que desde aquí
podemos en principio recorrer el Evangelio de Juan y descubrir una lectura nueva de
muchos de sus pasajes centrales.
Entonces, ¿qué estoy diciendo sobre el Jesús terreno? Sugiero que en Jesús mismo
vemos cómo cobra vida la imagen bíblica de YHWH: el Dios amoroso, que se
remanga (Isaías 52:10) para hacer en persona el trabajo que sólo él puede hacer; el
Dios creador, que da nueva vida; el Dios que actúa a través de su mundo creado y de
manera suprema a través de sus criaturas humanas; el Dios fiel, que mora en medio de
su pueblo; el Dios severo y tierno, implacablemente opuesto a todo lo que destruye o
deforma la buena creación y especialmente a los seres humanos, pero que ama
imprudentemente a todos los necesitados y los que sufren. “Como pastor pastorea su
rebaño: recoge en brazos los corderitos, en el seno los lleva, y trata con cuidado a las
paridas” (Isaías 40:11). Es la imagen veterotestamentaria de YHWH, pero es idónea
para Jesús.
También quiero expresar con claridad lo que no estoy diciendo. Pienso que Jesús no
“sabía que era Dios» en el mismo sentido en que una persona sabe que tiene hambre o
sed, es alta o baja.
No era un conocimiento matemático, como aquel por el que sabemos que dos y dos
son cuatro; tampoco era un conocimiento directamente observacional, como aquel por
el que sé que hay un pájaro en la valla del patio porque puedo verlo y oírlo desde mi
habitación. Se parecía más al conocimiento que tengo de que soy amado por los más
allegados a mí; al conocimiento que tengo de que la salida del sol sobre el mar es
hermosa; al conocimiento que el intérprete tiene no solo de lo que el compositor
quería, sino de cómo interpretar con precisión una determinada pieza —un
conocimiento que se posee con la mayor seguridad, naturalmente, cuando el intérprete
es también el compositor—. Era, en suma, el conocimiento que caracteriza a la
vocación. Como he indicado en otra parte: “como parte de su vocación humana,
captada en la fe, sostenida en la oración, probada en la confrontación, comprendida
después de sufrir en la oración y la duda, y realizada en la acción, creía que tenía que
hacer y ser, para Israel y el mundo, aquello que según las Escrituras sólo YHWH podía
hacer y ser”. (Cita de Jesús y la Victoria de Dios)
O, para citar una vez más mi enunciado más completo de esta posición: el retorno de
YHWH a Sión, y la teología del Templo que ello resalta, son las claves y pistas más
profundas para la cristología evangélica. Olvidemos los “títulos” de Jesús, al menos
por un momento; olvidemos los intentos de algunos cristianos bienintencionados por
hacer a Jesús de Nazaret consciente de ser la segunda persona de la Trinidad;
olvidemos el árido reduccionismo que algunos teólogos liberales concienzudos han
producido por vía de reacción. Centrémonos, en cambio, en un joven profeta judío que
cuenta un relato sobre el retorno de YHWH a Sión como juez y redentor, y después lo
encarna entrando en la ciudad montado en un pollino y llorando, simbolizando la
destrucción del Templo y celebrando el éxodo final. Propongo, como afirmación
histórica, que Jesús de Nazaret era consciente de una vocación: la vocación, que le
había dado aquel a quien llamaba “padre”, de representar en sí mismo lo que, en las
Escrituras de Israel, Dios había prometido que realizaría él en persona. Sería la
columna de nube y fuego para el pueblo del nuevo éxodo. Encarnaría en sí mismo la
acción de retorno y redentora del Dios de la alianza.
Todo esto lleva, como conclusión, al área que, a mi juicio, es una parte tan vital de la
tarea cristológica contemporánea como la de hablar con verdad del Jesús terreno y su
sentido de vocación. Tenemos que aprender a hablar bíblicamente, a la luz de este
Jesús, sobre la identidad del único Dios verdadero. No puede haber una tarea más
central mientras aprendemos a seguir a Jesús y a transformar nuestro mundo con su
evangelio.
El sentido que tiene pintar imágenes de Dios es, naturalmente, que si cumplen su
función correctamente, deben convertirse en iconos. Es decir, tienen que invitarnos no
solo a una fría valoración —aunque la mente tiene que implicarse tanto como el
corazón, el alma y las fuerzas en nuestra respuesta a este Dios—, sino a la adoración.
Esto es suficiente y yo creo que este Dios merece el culto más completo y más rico que
podamos ofrecerle. Pero, como sucede con algunos iconos, en particular con la famosa
pintura de Rublev que representa a los tres hombres que visitan a Abraham, el punto
focal de la pintura no está detrás de ésta sino en el espectador. Una vez que hemos
vislumbrado la verdadera imagen de Dios, tenemos la responsabilidad de reflejarla:
reflejarla como comunidad y reflejarla como individuos. Una vez que vemos quién es
Jesús, no sólo se nos invita a seguirlo en el culto, el amor y la adoración, sino a
configurar nuestro mundo reflejando su gloria en él.
EL DESAFÍO DE LA PASCUA
Introducción
Lo más próximo a tal tratamiento son las indicaciones presentes en dos escritores que,
según parece, no creen en la resurrección corporal de Jesús pero que, no obstante,
afirman que realmente sucedió algo muy extraño. Geza Vermes, en su primer libro
sobre Jesús, afirma que el sepulcro realmente debió estar vacío y parece que no piensa
que los discípulos robaran el cuerpo. Ed Sanders, uno de los mayores investigadores
contemporáneos norteamericanos sobre Jesús, afirma que los discípulos de Jesús
mantuvieron la lógica de la obra de Jesús “en una situación transformada” y dice que
el resultado de la vida y la obra de Jesús culminó en “la resurrección y la fundación de
un movimiento que sigue vivo”. Repudia cualquier explicación o racionalización
especial de las experiencias de los discípulos después de la muerte de Jesús. Pero
señala que, por un lado, los discípulos de Jesús debieron estar preparados para un
acontecimiento dramático que establecería el reino pero, por otro lado, lo que sucedió
realmente, que Sanders describe simplemente como “la muerte y resurrección”, “les
exigió ajustar su expectativa, pero no creó una nueva a partir de la nada”. De este
modo Vermes y Sanders dan testimonio, como historiadores del judaísmo del siglo I,
de la gran dificultad a la que se enfrenta cualquier intento de afirmar que, por un lado,
al cuerpo de Jesús no le pasó nada pero, por otro, el cristianismo empezó muy pronto
después de su muerte y empezó precisamente como un movimiento de resurrección.
2. No obstante, dentro del judaísmo el reino futuro de Dios significaba, como vimos en
los capítulos anteriores, el final del destierro de Israel, el derrocamiento del imperio
pagano y la exaltación de Israel; el retorno de YHWH a Sión para juzgar y salvar. En
una mirada más amplia significaba la renovación del mundo, el establecimiento de la
justicia de Dios para el cosmos. No se trataba de una experiencia existencialista o
gnóstica privada, sino de acontecimientos públicos. Si alguien hubiera dicho a un judío
del siglo I “el reino de Dios está aquí”, y lo hubiera explicado refiriéndose a una nueva
experiencia espiritual, un nuevo sentido de perdón, una apasionante reordenación de la
interioridad religiosa privada, aquel judío podría haber respondido “Me alegra que
haya tenido esa experiencia, pero ¿por qué la llama “reino de Dios”?”.
3. Sin embargo, era a todas luces claro que el reino de Dios no había llegado de la
manera en que los judíos del siglo I habían imaginado. Israel no había sido liberado; el
Templo no había sido reconstruido; en una mirada más amplia, el mal, la injusticia, el
dolor y la muerte seguían predominando. Por ello se impone la siguiente cuestión, ¿por
qué decían los primeros cristianos que el reino de Dios había venido? Es obvio que una
de las respuestas podía ser: porque cambiaron el sentido de la expresión radicalmente,
de modo que no se refería a un estado de cosas político sino a un estado interno o
espiritual. Pero, como hemos visto, esto es sencillamente falso a propósito del
cristianismo primitivo. En la primera exposición escrita sobre la teología del reino
cristiana, que significativamente pertenece al mismo capítulo que la primera
exposición escrita de la resurrección (1 Corintios 15), Pablo explicó que el reino estaba
llegando en un proceso de dos etapas, de modo que la esperanza judía —”que Dios sea
todo en todos”— se realizaría plenamente en el futuro, después de su decisiva
inauguración en los acontecimientos referidos a Jesús. De hecho, los primeros
cristianos no sólo usaron la expresión —en efecto, la usaron de un modo tan regular
que cuando los primeros gnósticos quisieron crear su propia religión nueva tomaron
prestada la frase, aun cuando no tenía nada que ver con lo que ellos estaban ofreciendo
—, sino que reorganizaron su mundo simbólico, su mundo narrativo, su praxis
habitual, en torno a ella. En otras palabras, actuaron como si el reino de Dios de estilo
judío estuviera realmente presente. Organizaron su vida como si ellos fueran realmente
el pueblo que había retornado del destierro, el pueblo de la nueva alianza. Al mismo
tiempo, tenemos que preguntar: ¿por qué, en este proceso, no continuaron la clase de
revolución del reino que, según ellos imaginaban, Jesús iba a liderar? ¿Cómo
explicamos el hecho de que el cristianismo primitivo no fuera ni un movimiento judío
nacionalista ni una experiencia privada existencial?
4. Así pues, como historiadores debemos postular una razón para explicar el fenómeno
de este grupo de judíos del siglo I, que habían abrigado tales expectativas del reino,
diciendo que sus esperanzas se habían cumplido de hecho, pero no de la manera que
ellos habían imaginado. Los primeros cristianos dicen con una sola voz que la razón
fue la resurrección corporal de Jesús.
Pero antes de examinar esto con más detalle, debemos pasar a la segunda etapa del
argumento. El cristianismo no fue sólo un movimiento del reino de Dios; fue, desde el
principio, un movimiento de resurrección. Ahora bien, ¿qué significaba resurrección
para un judío del siglo I?
Primero, en el judaísmo del siglo I había una gama de posiciones referentes a lo que
les sucedía a las gentes después de la muerte. Hay algunos escritos que hablan de una
bienaventuranza definitiva no física: por ejemplo, en Filón y el libro de los Jubileos.
Hay algunos escritos que insisten en que los cuerpos físicos, al menos los de los justos
que han muerto, serán restaurados, de modo que (por ejemplo) los mártires serian,
podríamos decir, restablecidos de nuevo para enfrentarse a sus torturadores y
ejecutores y celebrar su ruina. El ejemplo más obvio de ello es 2 Macabeos. Hay
algunos escritos que hablan de un estado incorpóreo [disembodied] temporal, seguido
de una re-corporeización [re-embodiment]. Es importante subrayar que los capítulos 2
y 3 del libro de la Sabiduría pertenecen a esta categoría, y no a la de Jubileos y Filón, a
pesar de las afirmaciones populares y también académicas en sentido contrario.
Cuando el libro de la Sabiduría afirma que “la Vida de los justos está en manos de
Dios”, se subraya que éste no es su último lugar de descanso, sino un refugio temporal
antes del tiempo en que ellos resucitarán de nuevo y “se propagarán como el fuego en
un rastrojo” y serán establecidos por el Señor para gobernar sobre naciones y reinos
(Sabiduría 3,1-8). Parece que ésta es la posición de Josefo, al menos cuando se
preocupa de describir lo que sus contemporáneos judíos creían efectivamente y pone
en boca de sus héroes discursos que, según espera, atraerán a los cultos destinatarios
romanos de sus obras. Por último, hay algunos que niegan que haya una existencia
continuada después de la muerte: fueron obviamente los saduceos los que adoptaron
esta posición, pero parece que no dejaron escritos en los que podamos comprobarlo, de
modo que lo único que tenemos son informes de quienes discrepaban de ellos.
Dentro de esta gama hay que dejar muy claros dos puntos. Primero, aunque había un
abanico de creencias sobre la vida después de la muerte, la palabra “resurrección”
sólo se usaba para describir una re-corporeización [re-embodiment], no el estado de
bienaventuranza sin cuerpo. “Resurrección” no era la palabra general para indicar
“vida después de la muerte” o “ir a estar con Dios” en algún sentido general. Era el
término que designaba lo que sucedía cuando Dios creaba seres humanos que volvían a
tener cuerpo después de pasar por un estado intermedio, cualquiera que fuese.
La resurrección significaba re-corporeización, pero esto no era todo. Desde los tiempos
de Ezequiel 37, “resurrección” era una imagen usada para denotar el gran retorno del
destierro, la renovación de la alianza, y para connotar la creencia en que cuando esto
sucediera significaría que YHWH había salvado a Israel del pecado y de la muerte (es
decir, del destierro), que YHWH había renovado su alianza con su pueblo. Así, la
resurrección de los cuerpos se convirtió en metáfora y metonimia, en un símbolo para
la llegada de la nueva era y, tomado literalmente, en un elemento central de la fe de
Israel. Cuando YHWH restaurara la suerte de su pueblo, entonces, naturalmente,
Abraham, Isaac y Jacob, junto con todo el pueblo de Dios, incluidos los mártires que
habían muerto por la causa del reino, serian re-corporeizados [re-embodied], elevados
a una Vida nueva en el nuevo mundo de Dios. Allí donde los judíos del segundo
Templo creían en la resurrección, tal creencia tenía que ver, por un lado, con la re-
corporeización de seres humanos antes muertos y, por otro, con la inauguración de la
nueva era, la nueva alianza, en la que todos los justos que habían muerto resucitarían al
mismo tiempo. Presumiblemente, ésta es la razón por la que cuando Jesús habló del
Hijo del hombre que resucitaría de entre los muertos como un individuo dentro del
devenir continuado de la historia (Marcos 9,10), los discípulos se preguntaron
perplejos de qué estaba hablando.
Así, si un judío del siglo I decía que alguien había “resucitado de entre los muertos”, lo
que ciertamente no quería decir era que esa persona había pasado a un estado de
bienaventuranza incorpórea, ni para permanecer en ella para siempre ni para esperar
hasta el gran día de la re-corporeización. Se puede poner a prueba esta afirmación
preguntando si alguien que creyera apasionadamente en el año 150 a.C. que los
mártires macabeos eran verdaderos y justos israelitas, o alguien que creyera en el año
150 d.C. que Simeón Ben-Kosiba era el verdadero Mesías (si es que existió), habría
dicho que ellos, o él, habían resucitado de entre los muertos, queriendo indicar con esta
afirmación simplemente que su causa era efectivamente justa y que estaban vivos en
un lugar de honor en la presencia de Dios. La respuesta es obvia. Alguien que se
encontrara en la posición que hemos descrito pudo perfectamente decir que los
mártires, o Ben-Kosiba, estaban vivos en forma de ángeles o espíritus, o que sus almas
estaban en manos de Dios. Pero no se le habría ocurrido decir que habían resucitado ya
de entre los muertos. La resurrección significaba corporeización [embodiment] e
implicaba que la nueva era había amanecido.
Así pues, si hubiéramos dicho a un judío del siglo 1: “La resurrección ha tenido lugar”,
habríamos recibido la perpleja respuesta de que obviamente no había sucedido, porque
los patriarcas, profetas y mártires no se movían, vivos de nuevo, de un lugar a otro, y
porque la restauración expresada en Ezequiel 37 tampoco había tenido lugar todavía. Y
si, a modo de explicación, hubiéramos dicho que no habíamos querido decir eso —que
más bien queríamos decir que habíamos tenido una maravillosa experiencia nueva de
sanación y perdón divino, o que creíamos que el anterior líder del movimiento estaba
vivo en la presencia de Dios después de su tortura y muerte ignominiosa—, nuestro
interlocutor podría habernos felicitado por haber tenido semejante experiencia y podría
haber conversado con nosotros sobre tal creencia. Pero todavía seguiría perplejo y se
preguntaría por qué habíamos usado la expresión “la resurrección de los muertos” para
describir tales cosas. Simplemente no era esto lo que las palabras significaban.
Pero —he aquí el tercer paso en esta etapa de la argumentación—, como hemos
subrayado antes, la nueva era no había amanecido de la manera que imaginaban los
judíos del siglo I. Tampoco había tenido lugar la resurrección del antiguo pueblo de
Dios (aunque Mateo supone, en un pasaje muy extraño, que un anticipo —por así decir
— de ella sucedió después de la crucifixión). Sin embargo, la Iglesia más primitiva
declaró rotundamente no sólo que Jesús resucitó de entre los muertos sino también que
“la resurrección de los muertos” ya había tenido lugar (Hechos de los Apóstoles 4,2,
etcétera). Más aun, se pusieron a reformular afanosamente su cosmovisión —su praxis
característica, sus relatos dominantes, su universo simbólico y su teología básica— en
torno a este nuevo punto fijo. Dicho de otro modo, se comportaron como si la nueva
era ya hubiera llegado. Esta era la lógica interna de la misión a los gentiles: como Dios
había hecho ya por Israel lo que tenía previsto hacer por Israel, los gentiles compartían
por fin la bendición. No se comportaron como si hubieran tenido una suerte de
experiencia religiosa, o como si su líder anterior estuviera (como sin duda habrían
dicho los seguidores de los mártires macabeos a propósito de sus héroes) sano y salvo
en la presencia de Dios, ya fuera como un ángel o como un espíritu. La única
explicación de su conducta, sus relatos, sus símbolos y su teología es que realmente
creían que Jesús había sido re-corporeizado, había resucitado corporalmente de entre
los muertos. De hecho, no son muchos los que cuestionan hoy esta conclusión, ni
siquiera entre los que insisten en que el cuerpo de Jesús permaneció sin
descomponerse en el sepulcro.
Esto resulta claro gracias al segundo paso de la argumentación. Las expectativas judías
puestas en el Mesías, como hemos repetido suficientemente, se centraron en la derrota
de los paganos, la
Reconstrucción del Templo y la instauración de la justicia de Dios en el mundo. Si un
supuesto “Mesías” era asesinado por los paganos, especialmente si no había
reconstruido el Templo, liberado a Israel o traído la justicia al mundo, ésta sería la
señal más segura de que no era sino otro más en la larga lista de falsos mesías. La
crucifixión de un mesías no indicaba, a un judío del siglo I, que era el verdadero
Mesías y que el reino había llegado. Decía exactamente lo contrario: que no lo era y
que el reino no había llegado.
Por el contrario, si el Mesías al que alguien había estado siguiendo era asesinado por
los paganos, tal persona tenía ante sí una elección. Podía renunciar a la revolución, al
sueño de la liberación— algunos siguieron este camino; destaca, desde luego, el
movimiento rabínico como un todo después del año 135 d.C.—, o podía encontrar un
nuevo mesías, a ser posible de la misma familia que el difunto llorado siguieron este
camino; por ejemplo, el movimiento continuado que va de Judas el Galileo en el año 6
d.C., a sus hijos o nietos en los años 50, a otro descendiente, Menahem, durante la
guerra de los años 66-70, y a otro descendiente, Eleazar, que fue el jefe de los
desventurados sicarios en Masada en el año 73. Ellos mantuvieron aquella dinastía con
todo su empeño, aunque no dio ningún fruto. Y, una vez más, es preciso que seamos
claros: si, después de la muerte de Simón Bar-Giora en el triunfo de Tito en Roma,
alguien hubiera sugerido que Simón era realmente el Mesías, el judío común del siglo I
le habría dado una respuesta bastante contundente. Si, a modo de explicación, hubiera
dicho que había tenido una fuerte experiencia de como Simón aún seguía con él,
sosteniéndolo y guiándolo, la respuesta más amable que podía esperar habría sido que
su ángel o espíritu se comunicaba todavía con él — no que Simón había resucitado de
entre los muertos.
Así que —he aquí el tercer paso de la argumentación—, si admitimos que Jesús de
Nazaret fue ciertamente crucificado como un rey rebelde, azotado como Simón Bar-
Giora antes de la ejecución, de seguro consideraremos extremadamente extraño que los
primeros cristianos no sólo insistieran en que era realmente el Mesías, sino que
reorganizaran su cosmovisión, su praxis, sus relatos, símbolos y teología en torno a
esta creencia. Podían decidirse por una de las dos opciones normales: podían haber
renunciado al mesianismo, como hicieron los rabinos después del año 135 d.C., y
haber adoptado alguna forma de religión privada, bien de intensificada observancia de
la Torá o bien alguna otra. Pero está claro que no lo hicieron; sería difícil imaginar
algo menos parecido a una religión privada que recorrer el mundo pagano diciendo que
Jesús era el kyrios kosmou, el Señor del mundo. Del mismo modo, y de manera más
interesante, podían haber encontrado un nuevo Mesías entre los parientes de Jesús.
Sabemos gracias a varias fuentes que los parientes de Jesús siguieron siendo
importantes, y célebres, dentro de la Iglesia primitiva; y que uno de ellos, Santiago el
hermano de Jesús, aunque no había formado parte del movimiento durante la vida de
Jesús, se convirtió en su figura central, el “hombre-ancla” en Jerusalén mientras Pedro
y Pablo recorrían el mundo. No obstante —y éste es un indicio vital, como el perro de
Sherlock Holmes, que no ladraba de noche—, a ninguno de los primeros cristianos se
le ocurrió siquiera decir que Santiago era el Mesías. Nada habría sido más natural,
especialmente en analogía con la familia de judas el Galileo; sin embargo, Santiago fue
conocido simplemente, incluso según Josefo en Antigüedades 20, como “el hermano
del llamado Mesías”.
Por tanto, nos vemos obligados una vez más (he aquí el cuarto paso en la tercera etapa
de la argumentación) a postular algo que explique por qué este grupo de judíos del
siglo I, que habían abrigado esperanzas mesiánicas y las habían centrado en Jesús de
Nazaret, no sólo continuaron creyendo que él era el Mesías después de su muerte, sino
que lo anunciaron activamente como tal tanto en el mundo judío como en el pagano,
reconfigurando el mesianismo alrededor de él con entusiasmo y negándose a
abandonarlo.
Conclusión
Al sacar la conclusión de este estudio del cristianismo primitivo dentro de su contexto
judío, podemos observar los siguientes puntos de continuidad y discontinuidad. El
lenguaje de resurrección sólo tiene sentido dentro de su contexto judío del siglo I; y es
claramente la presuposición para todo el cristianismo primitivo. No obstante, lo que los
judíos del siglo I esperaban no era la resurrección de una persona dentro del
continuado devenir de la historia presente; y todos los relatos que tenemos de Jesús
resucitado describen las apariciones de una manera que indica que había que establecer
una distinción clara y bien conocida entre tales apariciones y la presencia de Jesús
experimentada en su Iglesia en los días y años siguientes. Desde una perspectiva
histórica, por tanto, nos vemos obligados a intentar explicar cómo fue posible que la
Iglesia primitiva llegara a hacer una afirmación que sólo tenía sentido en el mundo
judío y, no obstante, no era precisamente lo que ellos como judíos habían esperado;
como llegaron a describir a Jesús en cierto modo como la base de su vida y obra y, sin
embargo, no del modo en que él se había dado a conocer a ellos en su experiencia
cotidiana. Este es el problema histórico de la resurrección de Jesús. Y para empezar a
responder esta cuestión, debemos dirigirnos a nuestra fuente escrita más antigua, a
saber, Pablo.
Pablo: 1 Corintios 15
Sin duda que en este momento algunos pensarán, siguiendo a varios autores populares:
Pablo, el primer escritor que menciona la resurrección, ¿se refiere simplemente a un
cuerpo espiritual?
¿No significa esto que, para él, la resurrección no fue un acontecimiento físico? Y, en
cualquier caso, ¿no fue su “ver” a Cristo en el camino de Damasco un caso bastante
claro de una “visión” que se debe explicar en relación con su experiencia religiosa?
¿No debemos suponer que todas las demás “visiones” de Jesús fueron realmente como
éstas, hasta que la tradición evangélica muy posterior se encontró con ellas y enturbió
el agua al presentar a Jesús preparando el desayuno en la orilla del lago e incluso
comiendo pescado asado?
Si leemos ahora el comienzo del capítulo, encontramos en los versículos 1-7 lo que
Pablo describe como la más antigua tradición que era común a todos los cristianos. Él
la recibió y la transmitió; éstos son términos técnicos para designar la transmisión de la
tradición y debemos suponer que esto representa lo que se creyó en los primeros días
de la Iglesia, a principios de los años 30. La tradición incluye la sepultura de Jesús (de
la que Crossan hace caso omiso por conveniencia, sugiriendo misteriosamente que el
cuerpo de Jesús fue devorado por los perros cuando estaba colgado de la cruz, de modo
que no quedo nada que sepultar). En el mundo de Pablo, como se ha repetido muchas
veces, aunque no todos los estudiosos se han enterado, decir que alguien había sido
sepultado y que había resucitado tres días después era decir que el sepulcro estaba
vacío —aunque el vacío del sepulcro, tan importante en las controversias del siglo XX,
era un dato que Pablo no necesitaba subrayar—. Para él, decir “resurrección” era
suficiente para significar eso y mucho más. Sencillamente no hay pruebas que sugieran
que la palabra podía significar, para un judío culto de mediados del siglo I, que la
persona en cuestión estaba sana y salva en una esfera no física mientras que su cuerpo
estaba todavía en un sepulcro.
Sobre esta base, en los versículos 29-34 Pablo da un paso más, a saber, afirma con la
mayor insistencia el futuro estado corpóreo [embodiedness] tanto de los cristianos
difuntos como de los cristianos vivos; o, expresándolo de un modo más preciso, la
futura re-corporeización de los cristianos difuntos y la futura corporeización
transformada de los cristianos vivos. Esta, dice él, es la única explicación dentro de la
cosmovisión judía, la única en la que este lenguaje tiene algún sentido, para la presente
práctica de la Iglesia, en relación con la extraña práctica del bautismo por los muertos
y también en relación con la imagen más accesible de sus trabajos apostólicos
(versículo 34, relacionado con versículo 58). En otras palabras, la vida presente de la
Iglesia no consiste en “hacer almas”, en el intento de producir o capacitar a seres
humanos incorpóreos para una vida futura incorpórea. Versa sobre el trabajo con seres
plenamente humanos que serán re-corporeizados al final, según el modelo del Mesías.
Pero ¿qué clase de cuerpo será este? Podemos dar un salto por un momento hasta los
versículos 50-57. En ellos Pablo afirma claramente y con insistencia su creencia en un
cuerpo que debe ser cambiado, no abandonado. El ser físico [physicality] presente, con
toda su transitoriedad, su deterioro y su sujeción a la debilidad, la enfermedad y la
muerte, no puede mantenerse eternamente; esto es lo que quiere decir al afirmar que
“la carne y la sangre no pueden heredar el Reino de Dios”. Para Pablo “la carne y la
sangre” no significan “ser físico” per se, sino el presente estado corruptible y
decadente de nuestro ser físico. Lo que se requiere es lo que podríamos llamar un “ser
físico no corruptible”; los muertos resucitaran “incorruptibles” (versículo 52) y
nosotros —es decir, los que quedemos vivos hasta el gran día— seremos
transformados. Como en 2 Corintios 5, Pablo contempla como el cuerpo físico
presente “se reviste” de un nuevo cuerpo, de un nuevo modo de ser físico sobre lo que
ahora conocemos. Esto no es una mera resucitación; pero hay que subrayar que
tampoco es un estado incorpóreo [disembodiment]. Y si esto es lo que Pablo cree sobre
el cuerpo resucitado de los cristianos, podemos deducir que ésta fue también su idea de
la resurrección de Jesús, ya que su argumentación pasa de la resurrección de Jesús a la
de los cristianos.
Entre los pasajes que acabamos de examinar se encuentra la parte más compleja del
capítulo, los versículos 35-49. En ellos Pablo habla de las diferentes clases de seres
físicos, entre las que existe continuidad y discontinuidad. Cuando habla del futuro
cuerpo resucitado como “cuerpo espiritual”, no quiere decir, como se ha sugerido
muchas veces, un cuerpo “no físico”. Afirmarlo significa permitir que en la
argumentación se introduzca una cosmovisión helenística, que está totalmente fuera de
lugar en este capítulo tan judío. Pablo esté estableciendo un contraste entre el cuerpo
presente, que es un soma psychikon, y el cuerpo futuro, que es un soma pneumatikon.
Soma significa “cuerpo”. Pero ¿qué significan los dos adjetivos? Aquí las traducciones
suelen ser poco útiles, particularmente la RSV y la NRSV, con sus versiones erróneas
“cuerpo físico” y “cuerpo espiritual”. Como psyche, de donde se deriva psychikon, se
suele traducir por “alma”, podríamos suponer que Pablo pensaba que también el
cuerpo presente era no-físico. Como es obvio que esto no es cierto, tenemos razón para
entender que ambas expresiones se refieren a un cuerpo físico real, animado por el
“alma”, por una parte, y por el “espíritu” —que es claramente el Espíritu de Dios—,
por otra. (Podemos comparar Romanos 8,10-11, donde el Espíritu de Dios es el agente
en la resurrección de los cristianos.) El cuerpo presente, dice Pablo, es “un cuerpo
[físico] animado por un “alma”“; el cuerpo futuro es “un cuerpo [físico transformado]
animado por el Espíritu de Dios”.
Una nota final sobre la visión paulina de la resurrección. A menudo se dice, como
antes hemos indicado, que él y muchos otros entre los primeros cristianos, no
distinguían entre resurrección y exaltación y que, en cualquier caso, la exaltación era la
categoría primaria para ellos, mientras que la resurrección de los cuerpos era un
desarrollo posterior. Es obvio que 1 Corintios 15 lo desmiente, porque establece una
clara distinción entre la exaltación de Jesús y su resurrección. Naturalmente, como
Jesús resucitado es la misma persona que el Señor exaltado, y como su resurrección es
la condición previa para su exaltación, hay una estrecha continuidad entre las dos.
Donde la argumentación lo requiere (como, por ejemplo, en Filipenses 2,5-11), Pablo
es muy capaz de referirse sólo a la exaltación, no a la resurrección. Pero en este pasaje,
donde plantea la cuestión de manera más completa que en ningún otro lugar, las dos se
alinean sin confusión y se distinguen sin dislocación.
Así pues, Pablo, al escribir a principios de los años 50 y afirmar que representa lo que
creía toda la corriente principal de la Iglesia, insiste en algunos puntos sobre la
resurrección de Jesús:
1. Fue el momento en que el Creador cumplió las promesas que había hecho
antiguamente a Israel, salvándolo de “sus pecados”, es decir, de su destierro. Ello dio
inicio a “los últimos días”, al final de los cuales se completaría por fin la victoria sobre
la muerte que había comenzado en la Pascua.
3. Incluyó el hecho de que Jesús fue visto vivo en un periodo de tiempo primitivo muy
limitado, después del cual se hizo presente a la Iglesia de una manera diferente.
Aquellas primeras visiones constituyeron en apóstoles a quienes habían sido testigos
de ellas.
4. Fue el prototipo para la resurrección de todo el pueblo de Dios al final de los últimos
días.
5. De esta manera fue el fundamento no sólo para la esperanza futura de los cristianos
sino también para su misión en el presente.
Tercero, los relatos expresan con gran claridad que las apariciones de Jesús no
siguieron teniendo lugar en la existencia posterior de la Iglesia primitiva. Lucas no
suponía que sus lectores podían encontrarse con Jesús en el camino de Emaús. Mateo
no esperaba que sus destinatarios se encontraran con él en una montaña. Juan no
suponía que la gente pudiera encontrar a Jesús preparando el desayuno en la orilla del
lago. Es indudable que Marcos no esperaba que sus lectores “no dijeran nada a nadie
porque tenían miedo”.
Desde este punto de vista, me resulta totalmente increíble suponer, como han hecho
muchos estudiosos del Nuevo Testamento, que los relatos evangélicos de la
resurrección, especialmente Lucas y Juan, representan un desarrollo tardío en la
tradición, en la que por primera vez la gente pensaba que era apropiado o incluso
necesario hablar de Jesús de una manera tan abiertamente física. La idea de que las
tradiciones se desarrollaron de un periodo primitivo más helenístico a un periodo
posterior más judío es, en cualquier caso, sumamente extraña y, aun cuando muchos la
hayan sostenido en el siglo XX, debe ser abandonada por no estar justificada y, en todo
caso, ser contraria a la intuición. Sugiero que, cuando quiera que Juan y Lucas
alcanzaran su forma final, las tradiciones incorporadas ahora en sus capítulos
conclusivos se remontan a recuerdos primitivos auténticos, sin duda contados una y
otra vez, modelados y remodelados por la vida de la comunidad que los contaba sin
cesar, pero dejando intacto su mensaje fundamental. Se puede decir con toda franqueza
que no era un tema sobre el que la gente hablara o escribiera en aquel mundo. Todos
los intentos por mostrar que los relatos de la resurrección en los Evangelios se derivan
de otra literatura han fracasado visiblemente.
Sin entrar en más detalles —pues aquí no tenemos espacio para ello—, observaré muy
brevemente las razones a favor con que cuenta esta opinión. Muchas veces se señala
que el sepulcro de Jesús no fue venerado a la manera de las tumbas de los mártires. A
menudo se señala que debemos explicar, en el cristianismo más primitivo, la
insistencia en el primer día de la semana como el día del Señor. Pero no se indica con
tanta frecuencia que la sepultura de Jesús se entendió como la primera parte de una
sepultura en dos fases; si su cuerpo hubiera estado en un sepulcro en algún lugar, antes
o después alguien habría recogido los huesos y los habría puesto en un osario y con
ello todo habría terminado. Estas y otras consideraciones similares nos obligan a
dirigir la mirada al primer día de Pascua y a la cuestión que venimos planteándonos
desde el principio: ¿qué sucedió exactamente?
Entre los que niegan la resurrección corporal de Jesús, hay una teoría particularmente
común en la actualidad. Gerd Lidemann, Michael Goulder y otros han argumentado
que Pedro y Pablo experimentaron alguna forma de alucinación visionaria. Afirman
que Pedro se vio oprimido por la pena, y quizás por el sentimiento de culpa, y
experimentó lo que se suele sentir en ese estado: una sensación de la presencia de la
persona perdida junto a él, hablándole y tranquilizándole. Afirman que Pablo se
encontraba en un estado de culpa fanática y esto indujo una fantasía similar en él.
Después los dos comunicaron su vivencia con entusiasmo a los otros discípulos, que
experimentaron una especie de versión colectiva de la misma fantasía.
Esta teoría no es nueva, aunque ha sido avivada de formas nuevas. Es una suerte de
versión actualizada de una teoría madre bultmanniana, según la cual, aunque el cuerpo
de Jesús permaneció en el sepulcro, los discípulos tuvieron una nueva experiencia del
amor y la gracia de Dios; o la opinión de Schillebeeckx, según la cual cuando los
discípulos llegaron al sepulcro sus mentes se llenaron hasta tal punto de luz que ya no
importaba si dentro había un cuerpo o no lo había. No dispongo de espacio para
analizar estas teorías detalladamente. Pero tengo que decir que, como historiador,
pienso que son en gran medida más difíciles de aceptar que los relatos contados por los
evangelistas, a pesar de los problemas que éstos plantean. Para empezar, si Pedro 0
Pablo hubieran tenido tales experiencias, la categoría que se habría impuesto no habría
sido la de “resurrección”, sino la aparición del “ángel” de Jesús o de su “espíritu”. Si
alguien hubiera descrito tal experiencia a un judío del siglo I, e incluso si tal persona se
hubiera entusiasmado hasta el punto de experimentar algo similar, nunca habrían
llegado al convencimiento de que la era futura había irrumpido en el tiempo presente,
de que había llegado el momento de que los gentiles escucharan la buena nueva, de
que el reino estaba realmente presente, de que Jesús era después de todo el Mesías.
Creo, por tanto, que el único camino f*** para nosotros como historiadores es el de
coger el toro por los cuernos, reconociendo que, naturalmente, nos encontramos en los
límites del lenguaje, de la filosofía, la historia y la teología. Más bien deberíamos
aprender a tomar en serio el testimonio de toda la Iglesia primitiva, a saber, que Jesús
de Nazaret resucito corporalmente a una nueva forma de vida, tres días después de su
ejecución.
Y es esto, por supuesto, lo que ofrece en gran medida la mejor explicación del auge de
aquella Iglesia primitiva. Todas las demás explicaciones dejan más cuestiones sin
resolver que las que resuelven. En particular, explica por qué la Iglesia llegó tan pronto
a creer que la nueva era había amanecido; por qué, en consecuencia, llegaron a creer
que la muerte de Jesús no había sido un accidente confuso, el final de un hermoso
sueño, sino más bien el acto salvífico culminante del Dios de Israel, el único Dios de
toda la tierra; y por qué, en consecuencia, para su propio asombro, llegaron a la
conclusión de que Jesús de Nazaret había hecho lo que, según las Escrituras, sólo el
Dios de Israel podía hacer. En este sentido, la resurrección les orientaba hacia aquella
cristología plena que empezaron a sostener al cabo de veinte años aproximadamente.
Pero el punto crítico, desde el principio, fue que la resurrección de Jesús demostraba
que él era de hecho el Mesías; que él, en efecto, había cargado con el destino de Israel
sobre sus hombros llevando la cruz romana fuera de las murallas de la ciudad; que
había pasado por el momento culminante del destierro de Israel y había regresado de
ese destierro tres días después, cumpliendo toda la narración bíblica; y que a sus
seguidores, testigos de aquellas cosas, se les encomendé por ello mismo llevar la
noticia de la Victoria de Jesús hasta los confines de la tierra. Si se quiere que el
estudio sobre Jesús en su contexto histérico sea más que una mera investigación sobre
la historia antigua, por muy fascinante que resulte, tal vez sea en este punto donde
podamos observar la manera en que apunta más allá de sí mismo. La línea que empieza
con el Jesús histérico llega hasta el momento histérico presente, planteando al mundo
actual del postmodernismo un desafío tan grande como el que planteé al mundo del
judaísmo del segundo Templo y a imperio romano naciente. Pero para tratar este tema
necesitaremos otro capítulo o, para ser más preciso, otros dos.
Capítulo VII
Tercero, el relato. La modernidad conté un relato implícito sobre la manera de ser del
mundo. Fue esencialmente un relato escatológico. La historia del mundo se ha dirigido
constantemente hacia— o al menos está esperando ansiosamente— el punto donde la
revolución industrial y la Ilustración filosófica irrumpirían en el mundo, inaugurando
una nueva era de bendición para todos. Ahora se ha mostrado concluyentemente que
este enorme relato global— los relatos globales reciben en este mundo el nombre de
meta-relatos— ha sido un relato opresor, imperialista e interesado; ha sumido en una
indecible miseria a millones de personas en el Occidente industrializado y a miles de
millones en el resto del mundo, donde la mano de obra barata y las materias primas
han sido cruelmente explotadas. Es un relato que sirve a los intereses del mundo
occidental. Se ha condenado a la modernidad por haber construido una nueva torre de
Babel. La postmodernidad ha afirmado, primariamente con este gran meta-relato como
ejemplo, que todos los meta-relatos son sospechosos; todos ellos son juegos de poder.
Frente a esta realidad, muchos cristianos han intentado —algunos aún siguen
intentando— negar la presencia de la postmodernidad, conservar el mundo moderno en
el que nos sentimos tan cómodos, al que predicamos un evangelio modernista (seamos
conscientes de ello o no). Muchos quieren dar marcha atrás, cultural y teológicamente.
Pero esto no es posible. La propuesta que hago en estos dos últimos capítulos es que la
crítica postmoderna no debe aterrarnos. Tenía que llegar; en mi opinión, es un juicio
necesario sobre la arrogancia de la modernidad, un juicio desde dentro. Nuestra tarea
es reflexionar sobre este momento de desesperación dentro de nuestra cultura y,
reflexionando bíblica y cristianamente, ver cómo nuestro camino atraviesa el momento
de desesperación y pasa al otro lado. Este es el motivo por el que quiero tratar más
detalladamente la resurrección y el relato del camino de Emaús; y para ello me serviré
de la perspectiva que ofrece el poema que llamamos Salmos 42 y 43.
Salmos 42 y 43
Los Salmos que llamamos 42 y 43 son de hecho un solo poema, con tres estrofas. Cada
estrofa termina con una versión del gran estribillo:
Y este salmo contiene la gran oración que conviene recordar al considerar nuestra
propia llamada.
Recorramos con rapidez el poema, para ver su forma y sus acentos. El tema de la
composición es la experiencia de la presencia de Dios. En su nivel más obvio el poema
trata sobre una persona que ha experimentado la presencia de Dios en el Templo de
Jerusalén, que recuerda la emoción sentida al estar cerca de Dios, y ello crea un
profundo dolor y sentido de pérdida porque ya no esté allí.
Este orante esta sediento de Dios, como una cierva en el desierto; llora las veinticuatro
horas del día; el recuerdo de los tiempos mejores sólo hace que se sienta peor. Lo
único que puede hacer es entablar un dialogo interior: ¿por qué estás tan deprimido?
Espera en Dios, que volverás a adorarlo.
Está muy lejos de Jerusalén: en la tierra del Jordán o sobre el monte Hermón. Sabe que
YHWH esté en teoría allí con él, y puede dirigirle su oración, pero se siente muy lejos
de él. Los enemigos lo oprimen y las gentes le recriminan por la evidente falta de toda
prueba de la presencia de Dios. Anhela estar de nuevo en Jerusalén, donde se puede
sentir la presencia y la gracia de Dios, donde todos se ven envueltos en el culto y la
adoración, y de nuevo recuerda sólo para esperar. Animarse a esperar no es lo mismo
que esperar; pero si es lo único que alguien puede hacer, es mejor que nada.
El camino de Emaús
Primero debemos considerar lo que sucede en los acontecimientos que Lucas describe
aquí. Son las horas posteriores al mediodía del primer día de Pascua. Por la mañana ha
sucedido todo tipo de cosas extrañas y los discípulos todavía no entienden nada de lo
que está pasando. Avanza el día y dos de ellos se ponen en camino hacia su casa de
Emaús. Les sale al encuentro un misterioso desconocido, que conversa con ellos sobre
los últimos acontecimientos. Si queremos comprender esta sección históricamente, es
fundamental que entendamos el punto central, consignado en el versículo 21:
“Nosotros esperábamos”, dicen los dos, “que sería él el que iba a librar a Israel”.
En particular, como ya hemos visto, la mayoría de los judíos del siglo I creían que el
destierro aún no había pasado. Las grandes promesas proféticas no se habían cumplido.
Israel necesitaba todavía “ser redimido” —que, en su lenguaje, era una evidente
palabra en clave para indicar el éxodo—. El éxodo fue el gran momento de la alianza;
lo que ellos necesitaban era la renovación de la alianza. Así, podemos imaginárnosles
orando el Salmo 43 en esta situación muy concreta: «:Hazme justicia, oh Dios,
defiende mi causa contra gente sin amor; del hombre traidor y falso líbrame. [...] Envía
tu luz y tu verdad, ellas me escoltaran. ¿Por qué desfallezco ahora y me siento tan
azorado? Espero en Dios». De este modo las Escrituras hebreas ofrecían a Jesús y sus
contemporáneos un relato en busca de un final. Los seguidores de Jesús habían
pensado que el final iba a suceder con Jesús. Pero era obvio que no había sido así.
¿Cómo habían pensado que iba a suceder? El patrón de los movimientos mesiánicos y
proféticos en los siglos anterior y posterior a Jesús presenta un relato muy claro. El
método era muy simple: santidad, celo por Dios y la Ley, y rebelión militar. El resto
santo, con Dios de su parte, derrotaría a las hordas paganas. Así había sido siempre en
la Escritura; así creían ellos que sucedería cuando llegara el gran momento culminante,
cuando el Dios de Israel llegara a ser Rey de todo el mundo: “Nosotros esperábamos
que sería él el que iba a librar a Israel” (Lucas 24,21). Ellos estaban haciendo lo que les
indicaba el salmo: “Espero en Dios, aún lo alabaré: ¡Salvación de mi rostro, Dios
mío!”.
Esto explica, naturalmente, por qué los dos discípulos discutían tan vigorosamente.
Habían recorrido un camino que, según pensaban, conducía a la libertad, pero que
había resultado ser un callejón sin salida. Tal y como explican al misterioso
desconocido, todos los signos eran correctos: Jesús de Nazaret había sido, en efecto, un
profeta poderoso en hechos y palabras; Dios había estado con él y el pueblo lo había
aprobado. Seguramente era aquel por medio del cual el relato iba a alcanzar su punto
culminante ¡y por fin Israel se vería libre! ¿Cómo podían haber estado tan
equivocados? —y que lo estuvieron lo demuestra la ejecución de Jesús por sus jefes y
gobernantes—. Y en aquel momento la confusión había aumentado aún más debido a
los extraños informes sobre un cuerpo desaparecido y una visión de ángeles. Esto no
tenía nada que ver con lo que ellos habían estado esperando. Era una inquietante
perplejidad que se sumaba a la profunda pena y decepción que sentían. Los dos
discípulos de este relato no se sentían culpables por haberse marchado aprisa de
Jerusalén, como se dice muchas veces al describir la Pascua. Se sentían tristes,
deprimidos y posiblemente hasta furiosos: “Diré a Dios: Roca mía, ¿por qué me
olvidas?, ¿por qué he de andar sombrío por la opresión del enemigo?”.
La respuesta del extraño consiste en contar el relato de manera diferente y mostrar que
dentro de los precedentes históricos, las promesas proféticas y las oraciones de los
salmistas subyace un tema y patrón constante que hasta ese momento no habían
percibido. Los sufrimientos de Israel crecieron en Egipto hasta que el pueblo empezó a
gritar, y entonces aconteció la redención. Israel gritó al Señor en su sufrimiento y él
suscito jueces que lo libraron. Los asirios arrasaron el país y sitiaron Jerusalén, pero
fueron derrotados por YHWH en persona cuando estaban a punto de tomar la ciudad.
Cuando Israel esta abatido y va caminando tristemente a causa de la opresión del
enemigo, entonces su Dios actúa, enviando su luz y verdad para guiar a su pueblo
como la columna de nube y fuego en el desierto.
Y aunque Babilonia había tenido éxito allí donde Asiria había fracasado, y fue seguida
por otras naciones paganas —todas ellas superadas en tiempos de Jesús por Roma—,
los profetas anunciaban tiempos de tinieblas y declaraban que la redención vendría a
través de esa oscuridad Israel quedaría reducido a un punto, un resto, un Siervo, uno
como un Hijo del hombre atacado por monstruos; y este pequeño grupo pasaría por las
aguas torrenciales pero no se ahogaría, por el fuego pero no sufriría daño. De alguna
manera, extrañamente, los propósitos salvíficos de YHWH para Israel y, a través de
Israel, para el mundo se cumplirían atravesando el más intenso sufrimiento, surgiendo
por el otro lado cuando finalmente se pusiera fin al destierro, los pecados fueran
definitivamente perdonados como un acto en la historia, cuando la alianza fuera
renovada, cuando el reino de Dios fuera por fin establecido.
Después de todo, así era como el relato había funcionado; ésta era la narración que los
profetas habían elaborado. Si, había que leer las Escrituras como una narración que se
acercaba a su punto culminante. Nunca habían sido una mera colección de textos
probatorios arbitrarios o atomizados. Pero no, el relato nunca estuvo centrado en el
lecho de que Israel derrotara a sus enemigos y se estableciera como amo grande y
poderoso del mundo. Siempre había sido el relato de cómo el Dios creador, el Dios de
la alianza de Israel, realizaría sus propósitos salvíficos para el mundo a través del
sufrimiento y la justificación de Israel. “Empezando por Moisés y continuando por
todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras” (Lucas
24,27). Esta explicación nunca pudo reducirse sólo a los llamados textos probatorios
“mesiánicos”. Era todo el relato, la trama completa, el entero mundo de oración y
esperanza, centrado en Israel como portador de las promesas de Dios para el mundo,
centrado después en el resto como portador del destino de Israel, y centrado por último
en el verdadero Rey de Israel como aquel sobre el que recaería finalmente incluso la
tarea del resto. Él había sido el siervo para el pueblo-siervo. Él había hecho por Israel y
el mundo lo que Israel y el mundo no habían podido hacer por sí mismos.
Su torpeza de corazón y su falta de fe en los profetas no habían sido, por tanto, una
ceguera puramente espiritual. El problema era que habían contado, y vivido, un relato
equivocado. Pero de repente, ahora que tenían el relato correcto en su cabeza y en su
corazón, empezaba a surgir ante ellos una nueva posibilidad, enorme, asombrosa y
conmovedora. ¿Y si suponemos que la razón por la cual la llave no encajaba en la
cerradura era que estaban tratando de abrir la puerta equivocada? ¿Y si suponemos que
la ejecución de Jesús no era la clara refutación de su vocación mesiánica, sino su
confirmación y punto culminante? ¿Y si suponemos que la cruz no era un ejemplo más
del triunfo del paganismo sobre el pueblo de Dios sino el medio por el que Dios
derrotaba el mal de una vez para siempre? ¿Y si suponemos que, después de todo, era
así como se había previsto el final del destierro, como se iban a perdonar los pecados y
como iba a llegar el reino? ¿Y si suponemos que así eran la luz y la verdad de Dios,
que llegaban inesperadamente para conducir a su pueblo de nuevo a su presencia?
Es evidente que no nos estamos limitando a contar los hechos puros y duros, lo que
sucedió. Después de todo, no existen los hechos puros y duros, al menos en un relato
como éste. Ahora bien, hasta aquí nos hemos centrado en los discípulos. Cambiemos el
enfoque por un momento y veamos lo que Lucas hace con el relato.
La manera en que Lucas cuenta el relato central de este capítulo nos invita a
compararlo y contrastarlo con Génesis 3. El hombre y la mujer están en el jardín,
empezando la tarea que se les ha encomendado de ser portadores de la imagen de Dios
en su mundo creado de nuevo, es decir, aplicar el amor, el cuidado y el sabio
ordenamiento de Dios a toda la creación. La mujer tomó el fruto prohibido y se le dio
al varón, y comieron los dos de él. “Entonces se les abrieron a entrambos los ojos, y se
dieron cuenta de que estaban desnudos” (Génesis 3,7). Y empezaron, llenos de pesar y
vergüenza, a echarse la culpa y a salir a un misterioso mundo de espinas y cardos.
Lucas quiere decirnos que este relato se ha invertido. En mi opinión la pareja que
recorre el camino son marido y mujer, Cleofás [Clopás] y María (véase Juan 19,25).
Las espinas y los cardos de su mundo han sido bastante misteriosos y ellos están llenos
de pesar y vergüenza, con sus esperanzas defraudadas. Siguiendo la asombrosa
exposición que hace Jesús de la Escritura, entran a la casa; Jesús toma el pan, lo
bendice, lo parte y “entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron” (Lucas 24,31;
el texto griego es muy parecido a la versión griega de Génesis 3,7 en los LXX). De
este modo se convierten en parte de la vanguardia para el proyecto divino de
restauración del mundo, en el que los portadores de su imagen llevan su amor
misericordioso y su sabio ordenamiento —es decir, su reino— a toda la creación. Earle
Ellis señala en su comentario que la comida en Emaús es la octava escena de comidas
en el Evangelio, y que la séptima es la Última Cena: la semana de la primera creación
ha pasado y la Pascua es el comienzo de la nueva creación. El nuevo orden mundial de
Dios ha llegado. El destierro ha pasado: no sólo el destierro de Israel en la Babilonia
real y espiritual, sino el destierro de la raza humana, expulsada del jardín. El nuevo
orden mundial no es como las gentes pensaban que iba a ser, pero tienen que
acostumbrarse al hecho de que está ahí y de que ellas no son sólo sus beneficiarias sino
también sus embajadoras y testigos.
Dentro de este nuevo mundo hay una nueva conciencia de quién es Jesús. Veamos
cómo usó Lucas este relato como marco equilibrador de la narración que presentó al
principio del evangelio sobre el niño Jesús en el Templo (Lucas 2,41-52). Todo el
pueblo va a Jerusalén para celebrar la Pascua. Cuando la fiesta ha concluido, los padres
de Jesús se disponen a regresar a casa con toda la familia y los amigos. Entonces se
dan cuenta de que Jesús no está con ellos. Sienten pánico. Regresan aprisa a Jerusalén
y pasan tres días buscándolo. Por fin lo encuentran —en el Templo. Y les dice: “¿No
sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?”. Pero ellos no entendieron lo que
quería decirles.
Observemos lo que ha hecho Lucas. Aquí tenemos la Pascua posterior. Aquí tenemos a
los dos que se están alejando de Jerusalén. Ellos esperaron tres días, angustiados, y
luego abandonaron la ciudad. Ahora Jesús está con ellos, pero de incógnito. “¿No
sabíais”, dice, “que era necesario que fuese así?”. Entonces sus ojos se abrieron y lo
conocieron; y volvieron a toda prisa a Jerusalén llenos de alegría.
Al enmarcar el resto del Evangelio de esta manera, Lucas nos ha dado una versión
histórica de los Salmos 42 y 43. En Lucas 2 están María y José: los dos van de camino,
sedientos de Dios, pero sin encontrarlo, viviendo con penas y lágrimas, lejos de
Jerusalén. En Lucas 24 hay otra pareja, también angustiada, pero también están la luz y
la verdad de Dios, en la persona de Jesús, la exposición de la Escritura y la fracción del
pan; y son enviados de vuelta a Jerusalén, de vuelta a la ciudad de Dios, de vuelta al
lugar de la esperanza y la promesa. La última línea del Evangelio de Lucas retoma el
texto de Salmo 43,4: ellos lo adoraron y se volvieron a Jerusalén con gran gozo; y
estaban siempre en el Templo, bendiciendo a Dios. En algún lugar del camino, literal y
metafóricamente, la luz y la verdad de Dios vinieron para dirigirlos, para dirigirlos
hasta su presencia, al lugar donde la esperanza da paso al gozo y el duelo a la danza.
¿Y cómo se produjo esto? Sucedió porque el propio Mesías acudió hasta el lugar del
dolor, el lugar donde Israel y el mundo entero experimentaban una profunda angustia.
El Mesías desfalleció, oprimido por el enemigo. Citó el triple estribillo de los Salmos
42 y 43 en Getsemaní: “Mi alma está triste hasta el punto de morir” (Mateo 26,38); y,
en la cruz, pronunció el Salmo 42,9: “Diré a Dios: Roca mía, ¿por qué me olvidas?”.
Él se convirtió en el Israel sufriente en representación del Israel sufriente; fue al
destierro —el destierro de Israel, el destierro humano del jardín, el destierro de todo el
cosmos— para redimir a los que estaban en el destierro. Y, haciéndolo de esta manera,
se convirtió, clavado en la cruz, en la resurrección, en la mañana de Pascua, en la
misma encarnación de Salmo 43,3: así son la luz y la verdad de Dios cuando por fin,
como respuesta a mil años de oración, salen de la presencia de Dios para guiar al
pueblo de Dios a su monte santo y a su morada, en su camino de regreso del lugar de
las lágrimas al lugar de la paz y la alegría. ¿Dónde están la luz y la verdad de Dios en
este relato? ¿Acaso no están, de incógnito, en el camino, guiando a los discípulos en la
comprensión de las Escrituras, y no son extrañamente reconocidas en la fracción del
pan? ¿Y no nos lleva esto a decir que la luz y la verdad de Dios estaban presentes,
como la columna de nube y fuego, en la tarde del viernes anterior, en el desierto del
Calvario, fuera de las murallas de la ciudad, fuera del jardín, el lugar de las lágrimas, el
lugar donde parece que Dios ha ocultado su rostro para siempre?
El último punto que debemos señalar sobre la manera en que Lucas contó el relato
concierne al símbolo central, cuidadosamente repetido, en el núcleo del relato de
Emaús. Jesús es reconocido cuando toma el pan, lo bendice y lo parte (Lucas 24,30-
31). Si, dice Lucas unos versículos antes, resumiendo el anuncio entusiasta de los dos
discípulos: ellos describen lo que sucedió en el camino —que, como ya sabemos,
significa la exposición completa de la Escritura, la nueva narración del relato de Dios
— y cómo él se les dio a conocer en la fracción del pan. Ahora bien, a no ser que
estemos extremadamente sordos, difícilmente podemos pasar por alto lo que Lucas
está diciendo. Naturalmente, la última vez que Jesús partió el pan fue en la Última
Cena (22,19). Y el primer resumen lucano de toda la vida de la Iglesia se encuentra en
Hechos 2,42 con estas palabras: se mantenían con entusiasmo en la enseñanza de los
apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones. La única razón
para la inclusión de la “fracción del pan” en esta lista era que tal fracción tuviera una
significación particular. Los primeros destinatarios de Lucas entendieron que estaba
agrupando la exposición de la Escritura y la fracción del pan, la palabra y el
sacramento, el relato y el símbolo, como características centrales y normativas de la
vida de la Iglesia. El corazón arde, dice Lucas, cuando se explican las Escrituras para
poner de manifiesto el verdadero relato; y el Señor se da a conocer en la fracción del
pan. Ambas realidades forman una unidad, se interpretan mutuamente y juntas apuntan
al nuevo mundo, la nueva vocación, el reino de Dios, y sobre todo al propio Jesús
como punto culminante de la historia de Israel y ahora Señor del mundo.
¿Qué tiene que ver todo esto con la misión cristiana en un mundo postmoderno? Voy a
recapitular lo que he dicho al comienzo de este capítulo. Nos hemos topado con el
hecho de que la realidad no es lo que se suponía que era; lo que pensábamos que eran
hechos indiscutibles han resultado ser propaganda de alguien. Nos hemos sobresaltado
al descubrir que el sí mismo autónomo, tan altamente apreciado desde los siglos XVIII
y XIX en el mundo occidental —especialmente en algunas versiones del cristianismo
—, ha sido deconstruido en la agitación de varias fuerzas y estímulos. Hemos
observado cómo el mundo postmoderno ha destruido los relatos dominantes con los
que la modernidad, incluida la modernidad cristiana, organizó su mundo. Lo único que
nos queda es el gran popurrí virtual postmoderno, donde cada uno puede elegir y
escoger lo que quiera.
Mi juicio, por tanto, es que no debemos desechar la actual crisis cultural del mundo
occidental como un fenómeno absurdo y transitorio. Tal vez la postmodernidad se
exprese con frecuencia de formas absurdas y efímeras, pero la crítica fundamental de
la arrogancia modernista, incluida la arrogancia modernista cristiana, da en el blanco.
Creo que lo que no debemos hacer es fingir que no ha sucedido realmente, aferrarnos a
alguna forma o figura de la modernidad porque admitir que la postmodernidad ha
hecho valer su opinión es conjurarse con las fuerzas de la destrucción. Esto sería como
si los dos discípulos tratasen de fingir que Jesús no fue realmente crucificado, que
estaba todavía en alguna parte, que de verdad todo había sido correcto, que aquellos
malvados, y hasta diabólicos, soldados romanos no lo habían asesinado. Podría
haberles resultado agradable aferrarse a sus viejos sueños, pero entonces habrían
estado viviendo una mentira, no la verdad. Admitir que los soldados realmente
mataron a Jesús no era confabularse con ellos, comer con el diablo, era simplemente
reconocer la verdad.
Y entonces ¡cuánto tiempo deberá pasar hasta que aprendamos que nuestra tarea como
cristianos es estar en la primera fila de la construcción del mundo post-postmoderno!
La angustia existencial individual de la década de 1960 se convirtió en la angustia
colectiva y cultural de la década de 1990. Los seres humanos que no pudieron ser
solidarios en la década de 1960 se convirtieron en las sociedades humanas que no
pudieron ser solidarias en la década de 1990. ¿Cuál es la respuesta cristiana a todo
ello? La respuesta cristiana es el amor de Dios que, a través de la muerte, pasa hasta el
otro lado. Lo que falta en la ecuación postmoderna es, por supuesto, el amor. La
radical hermenéutica de la sospecha que caracteriza toda la postmodernidad es
esencialmente nihilista, pues niega la misma posibilidad del amor creador o sanador.
En la cruz y la resurrección de Jesús encontramos la respuesta: el Dios que hizo el
mundo se revela como amor magnánimo que ninguna hermenéutica de la sospecha
puede tocar jamás, en un Sí mismo que se encuentra entregándose, en un Relato que
nunca fue manipulador, sino siempre sanador y recreador, y en una Realidad que
puede ser realmente conocida y, más aún, cuyo conocimiento equivale a descubrir una
nueva dimensión de conocimiento, la dimensión de amar y ser amado.
Deseo terminar con una parábola, que implica volver una vez más al relato del camino
de Emaús. Esta parábola se sitúa en el trasfondo de uno de los grandes símbolos del
secularismo modernista, el poema “Dover Beach” de Matthew Arnold. En él describe
Arnold, desde su perspectiva de finales del siglo XIX, la manera en que se ha vaciado
lo que él llama “el mar de la fe”; la marea ha bajado; lo único que podemos oír es el
“fragor melancólico y prolongado que se retira” del mar distante, dejándonos en la
oscuridad en la que, proféticamente, “ejércitos chocan en la noche sin saberlo”.
Tuvimos una revolución sexual y ahora tenemos el sida y más personas sin familia que
en ningún otro tiempo. Hemos perseguido la riqueza pero hemos obtenido
inexplicables recesiones, y el resultado ha sido la deuda que paraliza a medio mundo.
Podernos hacer lo que nos gusta, pero todos hemos olvidado por qué nos gusta.
Nuestros sueños se han vuelto amargos y ya ni siquiera sabemos quiénes somos
‘nosotros’. Y ahora incluso la Iglesia nos ha decepcionado, corrompiendo su mensaje
espiritual con palabras de liberación cósmica y política”.
“¡Oh insensatos!”, responde Jesús, “¡qué tardos de corazón para creer todo lo que el
Creador dijo! ¿No sabéis que él creó el mundo sabiamente? ¿Y que actuó dentro de su
mundo para crear un pueblo verdaderamente humano? ¿Y que desde dentro de este
pueblo vino para vivir como una persona verdaderamente humana? ¿Y que en su
propia muerte venció el mal de una vez para siempre? ¿Y que aún ahora sigue
trabajando, por su Espíritu, para crear una nueva familia en la que el arrepentimiento y
el perdón de los pecados estén a la orden del día, para anular y derrumbar el dominio
de la guerra, el sexo, el dinero y el poder?”. Y, empezando por Moisés y por todos los
profetas, y también por los apóstoles y profetas del Nuevo Testamento, les explicó lo
que había sobre él en todas las Escrituras.
Llegaron a Dover Beach. El mar de la fe, que se había retirado con la marea baja del
modernismo, estaba lleno de nuevo, cuando la marea alta del postmodernismo probó la
verdad del dicho de Chesterton según el cual cuando la gente deja de creer en Dios, no
cree en nada, cree en algo. En la orilla había una gran muchedumbre hambrienta, que
había arrojado su pan en las aguas del modernismo que se retiraban, sólo para
descubrir que la marea alta les había traído ladrillos y ciempiés. Los dos viajeros,
cansados, empezaron a abrir una pequeña cesta de merienda, totalmente insuficiente
para tanta gente. Jesús la recibió amablemente de ellos y en unos momentos recorrió la
playa hasta que todos comieron. Entonces se les abrieron los ojos a todos y
comprendieron quién era; y él desapareció de su vista. Aquellos dos se dijeron entre sí:
“¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros en el camino, cuando nos
contaba la historia del Creador y su mundo, y su victoria sobre el mal?”. Y fueron a
toda prisa a contar a sus amigos lo que había sucedido y cómo se les había dado a
conocer en la fracción del pan”.
Ahora quiero recapitular todo lo expuesto hasta aquí y formularlo y enfocarlo más
específicamente sobre la tarea que espera a los cristianos en este comienzo del tercer
milenio. Si creemos en algún sentido que Jesús es la luz del mundo, ¿cómo pasamos de
mirar a Jesús, y ver el desafío que planteó a sus contemporáneos, a arrojar la luz de su
nombre sobre nuestro propio mundo? ¿Cómo nos adaptamos a los desafíos que
debemos afrontar: no sólo —aunque ocupa un lugar destacado— el de relacionar al
verdadero Jesús con nuestras tareas en las esferas académica y profesional, sino
también el de salir al encuentro del mundo actual con el desafío de Jesús?
Como hemos visto, con frecuencia se piensa que este agrupamiento del estudio
histórico sobre Jesús y la misión contemporánea de la Iglesia es muy problemático. He
sugerido ya una o dos veces —y estoy seguro de que muchos de mis lectores lo han
pensado— que cuando situamos a Jesús firme y claramente en su contexto judío del
siglo I, y vemos cómo su mensaje se relacionó única y específicamente con aquella
situación, parece mucho más difícil obtener algún sentido de su relevancia para nuestro
tiempo. Estamos tan acostumbrados a leer (por ejemplo) las parábolas, o el sermón del
monte, como textos dirigidos fundamentalmente a nosotros, a nuestras Iglesias, a los
cristianos en general, como textos que inculcan una espiritualidad particular, que
enseñan grandes verdades intemporales, que apuntan hacia normas éticas particulares,
que nos aterra la idea de que el significado básico del texto sea bastante diferente, a
saber, el desafío único de Jesús a sus contemporáneos, que llevó a su muerte única en
la cruz. En este último capítulo quiero argumentar que este miedo no tiene fundamento
y que, por el contrario, podemos pasar de la unicidad de Jesús a una forma poderosa,
centrada y profundamente relevante de seguirlo y de modelar nuestro mundo con el
mensaje y la obra de su evangelio.
Juan no malgasta palabras. Cuando nos dice algo como esto dos veces, sabe lo que está
haciendo. No se trata solo de que el día de Pascua fuera casualmente un domingo. Juan
quiere que sus lectores entiendan que el día de Pascua es el primer día de la nueva
creación de Dios. En la mañana de Pascua tuvo lugar el nacimiento del nuevo mundo
de Dios. En el sexto día de la semana, el viernes, Dios terminó todo su trabajo; el gran
grito de Jesús: tetelestai “Todo está cumplido” (Juan 19,30), nos hace remontarnos
hasta el sexto día en Génesis 1, cuando, con la creación de los seres humanos a su
propia imagen, Dios terminó la obra inicial de la creación. Ahora, dice Juan, “Aquí
tenéis al hombre” (Juan 19,5): aquí, en el viernes santo, está el verdadero ser humano.
Después Juan nos invita a ver el sábado, el shabbat entre el viernes santo y el día de
Pascua, en relación con el descanso sabático de Dios después de concluir la creación:
El primer día de la semana, por la noche, cuando las puertas estaban cerradas por
miedo, Jesús vino, se puso en medio y dijo: “La paz con vosotros” (Juan 19,19). El ser
y conocer del antiguo mundo ya no son limitaciones. Lo que era relevante en la
semana anterior, se ha vuelto superfluo en la nueva. Con la nueva creación ha
irrumpido un nuevo orden de ser sobre el sorprendido viejo mundo, abriendo nuevas
posibilidades. Y el mensaje que lo acompaña es el antiguo mensaje judío de shalom,
paz: que no es sólo un saludo común, sino profundamente indicativo de la consecución
de la cruz, como expresa Juan de inmediato: “Dicho esto, les mostró las manos y el
costado” (Juan 19,20).
Con esto viene (20,19-23) el encargo, la palabra que está a la cabeza de todo
testimonio, misión y discipulado cristianos, de toda remodelación de nuestro mundo.
“La paz con vosotros”, dijo de nuevo, “como el Padre me envió, también yo os envío”
(20,21). Y sopló sobre ellos —del mismo modo que en el principio sopló Dios en la
nariz de Adén y Eva su propio aliento— su aliento de vida. “Recibid el Espíritu Santo.
A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les
quedan retenidos” (20,22-23).
Esta misión de tres caras es lo que quiero analizar ahora, al ver a Jesús como la luz del
mundo, el desafío planteado a todas las generaciones. Las tres caras son éstas: 1. Como
el Padre me envió, yo os envío. 2. Recibid el Espíritu Santo. 3. Perdonad los pecados y
quedarán perdonados, retenedlos y quedaran retenidos. Retrocedamos por un momento
e introduzcamos estas tres caras desde un ángulo más amplio que la mera narración de
Juan.
He argumentado antes que todo que el Nuevo Testamento da por sentado que Israel fue
escogido para ser el pueblo a través del cual el Creador afrontaría y resolvería los
problemas del mundo entero. La salvación es de los judíos. Los primeros cristianos
creían que el único Dios verdadero había sido fiel a esa promesa y había traído la
salvación por medio del rey de los judíos, Jesús en persona. Israel estaba llamado a ser
la luz del mundo; la historia y la vocación de Israel habían recaído sobre Jesús, en
solitario. Él era el verdadero Israel, la luz verdadera de todo el mundo.
Ahora bien, ¿qué significaba ser la luz del mundo? Significaba, según Juan, que Jesús
seria elevado para atraer a todos hacia sí. En la cruz Jesús revelaría al Dios verdadero
en acción corno amante y salvador del mundo. Porque la historia de Israel con Dios, y
la historia de Dios con Israel, llegó a su punto culminante en Jesús, y porque el relato
de Jesús alcanzó su punto culminante en el Calvario y con el sepulcro vacío, podemos
decir: he aquí la luz del mundo. El Creador ha hecho lo que prometió. De ahora en
adelante estamos viviendo en la nueva era, el nuevo mundo que ya ha comenzado. La
luz brilla ahora en las tinieblas y las tinieblas no la han vencido.
Dichosos, dice Jesús, los que creyeron sin haber visto; sí, en efecto, pero un día lo
veremos tal cual es, y compartiremos la nueva creación completa que él sigue ahora
planificando y haciendo. Vivimos, por tanto, entre la Pascua y la consumación,
siguiendo a Jesucristo en el poder del Espíritu, y con el encargo del Señor de ser para
el mundo lo que él fue para Israel, realizando la remodelación redentora de Dios en
nuestro mundo.
Por otro lado, algunos han subrayado tanto la continuidad entre el mundo presente y el
nuevo mundo futuro que han imaginado que realmente podemos construir el reino de
Dios trabajando duramente. Estoy pensado no sólo en el llamado evangelio social
liberal de antaño, sino también en algunos aspectos de la herencia calvinista que, en su
reacción contra los dualismos percibidos de uno u otro tipo, ha subestimado en
ocasiones la radical continuidad entre este mundo y el venidero. Esto es un grave error.
Cuando Dios realice lo que tiene intención de hacer, será un acto de gracia nueva, de
radical novedad. En un nivel será muy inesperado, como una fiesta sorpresa con
invitados con quienes jamás habíamos pensado que nos encontraríamos, y comida
deliciosa que jamás habíamos pensado que podríamos probar. Pero al mismo tiempo
habrá rica continuidad con lo que ha precedido, de modo que en medio de nuestra
sorpresa y delicia diremos: “¡Naturalmente! Así es como tenía que ser, aunque nunca
nos lo habíamos imaginado”.
El punto de continuidad que quiero subrayar aquí, porque es muy central para nuestra
tarea de modelar el mundo de Dios, nuestro mundo, se encuentra al final de 1 Corintios
15. Este capítulo, como hemos visto anteriormente, es una exposición sólida, detallada
y compleja sobre la resurrección final y la naturaleza de nuestra corporeización
[embodiment] futura. Justo al final, en el versículo 58, Pablo dice algo que podría
parecer un anticlímax. Es probable que nosotros, al escribir un capítulo sobre la
resurrección, concluyéramos con un grito de alabanza al glorioso futuro que nos
espera. También esto sería apropiado. Pero Pablo concluye de esta manera: “Así pues,
hermanos míos amados, manteneos firmes, inconmovibles, progresando siempre en la
obra del Señor, conscientes de que vuestro trabajo no es vano en el Señor”. ¿Qué es lo
que está diciendo? Exactamente esto: que parte del mensaje de la resurrección corporal
es que hay tanto una vital e importante continuidad como una discontinuidad entre este
mundo y lo que será, precisamente porque el nuevo mundo ha empezado ya con la
Pascua y Pentecostés, y porque todo lo que se ha hecho sobre la base de la resurrección
de Jesús y en el poder del Espíritu pertenece ya a ese nuevo mundo, es ya parte de la
construcción del reino que Dios está realizando ahora en esta nueva semana de la
nueva creación.
Por esta razón Pablo habla, en 1 Corintios 3,10-15, de Jesús como el cimiento y de los
cristianos que construyen sobre ese cimiento con oro, plata o piedras preciosas o bien,
con madera, heno y paja. Si alguien construye sobre el cimiento en el momento
presente con oro, plata y piedras preciosas, su obra durará. En el Señor su trabajo no
es en vano. No está engrasando las ruedas de una máquina que se encamina hacia un
precipicio. Con todo, tampoco está construyendo el reino de Dios con sus propios
esfuerzos. Está siguiendo a Jesús y modelando nuestro mundo en el poder del Espíritu;
y cuando llegue la consumación final, el trabajo que haya hecho, ya sean estudios
bíblicos o estudios de bioquímica, ya sea la predicación o las matemáticas puras, ya
sea
cavando zanjas o componiendo sinfonías, se mantendrá, durará.
El hecho de que vivimos dentro de este marco escatológico, entre el comienzo del Fin
y el fin del Fin, por así decir, debería permitimos adaptarnos a nuestra vocación de ser
para el mundo lo que Jesús fue para Israel y, en el poder del Espíritu, perdonar y
retener pecados. La imagen que me ayuda a afrontar este tema es la de 1 Corintios 3,
donde Jesús es el cimiento y nuestra tarea es construir el edificio.
2. Pero una vez que el cimiento está puesto, proporciona el patrón, la forma, la base
para construir el edificio. Nosotros no tenemos que realizar lo que Jesús realizó; no
podemos hacerlo, y el solo hecho de suponer que podríamos imitarlo de esta manera
sería negar que él llevó a cabo lo que de hecho hizo. Más bien —y esto es
absolutamente decisivo para comprender lo que está en juego— nuestra tarea es
implementar su realización única. Nosotros somos como los músicos llamados a
interpretar y cantar la partitura musical única y una sola vez escrita. No tenemos que
escribirla de nuevo, pero tenemos que interpretarla. O, según la imagen que Pablo usa
en 1 Corintios 3, somos como jóvenes arquitectos que están descubriendo un
maravilloso cimiento puesto ya por un experto arquitecto y tienen que descubrir qué
clase de edificio había proyectado. Resulta claro que este arquitecto proyectó que la
entrada principal estuviera aquí, que las habitaciones principales estuvieran a este lado,
con esta vista, que hubiera una torre en este extremo, etcétera. Cuando estudiamos los
evangelios, examinando el único e irrepetible mensaje, desafío, advertencia y
llamamiento de Jesús a Israel, estamos examinando el único cimiento sobre el que los
seguidores de Jesús tenemos que construir ahora el edificio del reino, la casa de Dios,
la morada para el Espíritu de Dios.
En caso de que alguien piense que todo esto es demasiado arbitrario, demasiado
arriesgado, se nos promete a cada paso que el espíritu del experto arquitecto habitará
en nosotros, haciéndonos avanzar y guiándonos, corrigiendo errores, advirtiéndonos
del peligro que nos acecha, permitiéndonos construir —con la condición de que
obedezcamos— con lo que resultará ser oro, plata y piedras preciosas. “Como el Padre
me envió, también yo os envío... Recibid el Espíritu Santo” (Juan 20,2122). Ambas
cosas van juntas. Igual que en el Génesis, también ahora en el nuevo Génesis, la nueva
creación, Dios sopla en la nariz del hombre su propio aliento, y nos convertimos en
administradores vivos, que cuidamos el jardín, que modelamos el mundo de Dios
siendo obedientes portadores de su imagen. En efecto, Pablo usa la imagen del
jardinero junto con la del arquitecto en 1 Corintios 3. Tenemos que implementar la
realización única de Jesús.
Esta perspectiva debería abrirnos los Evangelios de una manera completamente nueva.
Todo lo que leemos en ellos nos dice algo acerca del cimiento sobre el que se nos
llama a construir. Todo, por tanto, nos da indicios sobre qué suerte de edificio debe
ser. Como Jesús fue para Israel, así debe ser la Iglesia para el mundo.
Ahora bien, Israel fue, por definición, el pueblo único de Dios, llamado a ser la luz del
mundo, la ciudad en el monte que no puede ser ocultada. El pueblo al que servimos, el
pueblo con el que trabajamos, nuestros colegas en el laboratorio de informática o en el
departamento de bellas artes, la gente que nos sirve en la tienda de comestibles o que
trabaja en la central nuclear, no son judíos del siglo I. ¿Cómo podemos llamarlos como
Jesús llamó a sus contemporáneos? ¿Cómo podemos desafiarlos de la misma manera?
¿Cuál es el equivalente? ¿Cuál es la clave que nos ayuda a traducir el mensaje de Jesús
en nuestro propio mensaje?
La clave es que los seres humanos hemos sido hechos a imagen de Dios. Este es el
equivalente, en el contexto más amplio, de la posición y la vocación únicas de Israel. Y
llevar la imagen de Dios no es solo un hecho, es una vocación. Significa estar llamados
a reflejar en el mundo el amor creador y redentor de Dios. Significa estar hechos para
la relación, para la administración, para la adoración—o, dicho con palabras más vivas,
para el sexo, para el cuidado del jardín y para Dios—. Los seres humanos saben por
experiencia propia que han sido hechos el uno para el otro, hechos para cuidar y
modelar este mundo, hechos para adorar a aquel a cuya imagen fueron creados. Pero,
como le pasó a Israel con su vocación, los humanos nos equivocamos. Adoramos a
otros dioses y empezamos a reflejar su semejanza. Distorsionamos nuestra vocación de
administradores y la convertimos en voluntad de poder, tratando el mundo de Dios
como una mina de oro o como un cenicero. Y distorsionamos nuestro llamado a
mantener polifacéticas relaciones humanas hermosas, sanadoras y creadoras,
convirtiéndolas en explotación y abuso. Marx, Nietzsche y Freud describen un mundo
caído en el que el dinero, el poder y el sexo se han convertido en la norma,
desplazando a la relación, el cuidado y la adoración. Uno de los elementos
significativos de la postmodernidad, bajo la extraña providencia de Dios, es que
predica la Caída de la arrogante modernidad. A lo que nos enfrentamos en nuestra
cultura es a la versión postcristiana de la doctrina del pecado original: toda empresa
humana es radicalmente defectuosa y los periodistas que se deleitan en señalarlo no
hacen más que contar, una y otra vez, el relato de Génesis 3 aplicado a los actuales
líderes, políticos, monarcas y estrellas del rock. Y nuestra tarea, como cristianos
portadores de la imagen, amados de Dios, modelados por Cristo, llenos de espíritu, que
seguimos a Cristo y modelamos nuestro mundo, es anunciar la redención al mundo que
ha descubierto su condición caída, anunciar la sanación al mundo que ha descubierto
su condición quebrantada, proclamar el amor y la confianza al mundo que sólo conoce
explotación, miedo y sospecha.
Así, la clave que propongo para traducir el mensaje único de Jesús para el Israel de su
tiempo a nuestro mensaje para nuestros contemporáneos es comprender el paralelo,
profundamente tejido en ambos Testamentos, entre la llamada dirigida al hombre para
que lleve la imagen de Dios y la llamada dirigida a Israel para que sea la luz del
mundo. Los humanos fueron creados para reflejar la responsabilidad creadora de Dios
en el mundo. Israel fue creado para realizar el amor salvador de Dios en el mundo.
Jesús vino como el verdadero Israel, la verdadera luz del mundo y la verdadera imagen
del Dios invisible. Él fue el verdadero judío, el verdadero ser humano. Él puso el
cimiento y nosotros debemos construir sobre él. Nosotros debemos ser los portadores
de su amor redentor y de su responsabilidad creadora; para celebrarlo, para modelarlo,
para proclamarlo, para danzarlo.
Como en el anuncio jesuano del reino, esto implicará tanto retener los pecados como
perdonarlos. Implicará declarar que los que persisten en los modos deshumanizadores
y destructores de llevar a cabo sus tareas y alcanzar sus metas humanas están pidiendo
a gritos la destrucción de ellos mismos y de su mundo. Si hubieras conocido, dice
Jesús, el camino que conduce a la paz. Si hubieras conocido —debemos decir a veces
con símbolos y palabras— las cosas que conducen a la paz, el cuidado, la justicia, el
amor, la confianza. Pero si no es así, tu proyecto se encamina al desastre. Ahora bien,
yo no recomiendo que un alumno universitario diga esto a su grupo asesor o al comité
de contratación. No lo recomiendo como una forma de proceder en una entrevista de
trabajo. Aquí hay un peligro real de que los cristianos que no han hecho realmente el
trabajo duro, o pensado concienzudamente las cuestiones, oculten su incompetencia
detrás de un rechazo fácil de sus superiores académicos o profesionales como no
cristianos deshumanizadores. Naturalmente, esto podría ser una valoración correcta,
pero también podrían ser «las uvas que no están maduras» de la ambición
desencantada.
Pero si tenemos que ser anunciadores del reino, que modelan la nueva forma de ser
humanos, también tenemos que ser portadores de la cruz. Este es un tema extraño y
oscuro y es también nuestra herencia como seguidores de Jesús. Modelar nuestro
mundo, para un cristiano, no es nunca salir con arrogancia pensando que podemos
seguir realizando el trabajo, que podemos reorganizar el mundo según algún modelo
que tenemos en mente. Es cuestión de compartir y llevar el dolor y la perplejidad del
mundo, de modo que el amor crucificado de Dios en Cristo sea realizado
salvíficamente en el mundo exactamente en ese punto. Ya que Jesús llevó la cruz
únicamente por nosotros, nosotros no tenemos que lograr el perdón de nuevo; ya está
conseguido. Pero ya que, como él mismo dijo, seguirlo implica llevar la cruz,
deberíamos esperar, como el Nuevo Testamento nos dice repetidamente, que la
construcción sobre su cimiento será encontrar la cruz grabada en el patrón de nuestra
vida y nuestro trabajo una y otra vez.
Debemos observar atentamente que Pablo expresa con toda claridad una cosa: al
abrazar esta vocación, es probable que la oración sea inarticulada. No tiene que ser un
análisis concienzudo del problema y la solución. Es probable que sea un simple
gemido, un gemido en el que el Espíritu de Dios, el Espíritu de Cristo crucificado y
resucitado, gime dentro de nosotros, de modo que el logro de la cruz podría ser
implementado de nuevo en ese lugar de sufrimiento, de modo que la música de la cruz
podía ser interpretada suavemente en ese lugar de sufrimiento, de modo que el
cimiento de la cruz podría sostener una nueva casa en ese lugar de destierro.
O quizás seas un estudiante en una facultad, o de una disciplina secundaria, que ahora
mismo afronta una gran división, que hace que los profesores dejen de hablarse y que
los de un bando se nieguen a prestar su apoyo a los doctorandos del otro bando o
rechazan sus tesis doctorales cuando las presentan. He conocido facultades de
economía, facultades de historia y otras, donde la mitad de los profesores son
marxistas y la otra no, o la mitad son postmodernistas comprometidos y la otra mitad
no. ¿Dónde tiene que estar el cristiano en estos casos? Tal vez creas que el evangelio te
compromete a estar en uno de los lados del debate, aunque estas cosas pocas veces son
tan fáciles. Pero mi sugerencia es que lo veas como una llamada a permanecer en
oración allí donde tu disciplina pasa por momentos difíciles. Lee la Escritura de
rodillas, con tu disciplina y sus problemas en tu corazón. Acude a la Eucaristía y ve en
la fracción del pan el cuerpo partido de Cristo entregado por la salvación del mundo.
Aprende nuevas formas de orar con y desde el dolor y la ruptura de esa parte crucial
del mundo donde Dios te ha puesto. Y desde esa oración, descubre las formas de ser
pacificador, de correr el riesgo de escuchar a ambas partes, de correr el riesgo de ser
golpeado por ambas partes. ¿Eres o no eres un seguidor del Mesías crucificado? Y
naturalmente esto se aplica a otras muchas aéreas, en las familias y los matrimonios, en
la política pública y los dilemas privados.
Debemos cargar con todo el peso de la crítica postmoderna a las teorías ilustradas del
conocimiento. Es verdad que el tan cacareado objetivismo de la Ilustración («Vemos
las cosas directamente; lo contamos tal como es») fue muchas veces un disfraz para el
poder y el control político y social. Pero lo cierto es que una parte de la esencial tarea
humana, dada en el Génesis y reafirmada en Cristo, es que debemos conocer a Dios,
debemos conocernos unos a otros, debemos conocer el mundo de Dios. Pablo habla de
revestirse «del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento
perfecto, según la imagen de su Creador» (Colosenses 3,10). Y este conocimiento es
mucho más que una mera conjetura que corre siempre el peligro de ser deconstruida.
Las actuales teorías del conocimiento han puesto el supuesto conocimiento científico
objetivo (la epistemología de «tubo de ensayo», si lo prefieres) en una posición de
privilegio. Todos los pasos que se apartan de él son considerados pasos hacia la
Oscuridad, la falta de claridad y el subjetivismo, que alcanza su punto culminante en la
estética y en la metafísica. Por esta razón, por ejemplo, la gente me ha preguntado
muchas veces, cuando he hablado sobre Jesús de la manera en que lo he hecho en este
libro, si lo que realmente estoy diciendo es que Jesús no «sabía» que era Dios. Mi
respuesta es que, si con «sabía» se quiere decir lo que quería decir la Ilustración,
entonces Jesús no lo «sabía». Pero él tenía algo mucho más rico y profundo. Nosotros,
como cristianos, no nos sentimos satisfechos con una epistemología que se nos impone
desde un movimiento filosófico y cultural que en parte fue concebido en explícita
oposición al cristianismo. Un aspecto del seguimiento de Jesús el Mesías es que
debemos permitir que nuestro conocimiento de él, y más aún su conocimiento de
nosotros, nos informe acerca de lo que es realmente el verdadero conocimiento. Creo
que la explicación bíblica del «conocer» debería seguir al gran filósofo Bernard
Lonergan y tomar el amor como el modo fundamental de conocer, con el amor de Dios
como la suerte de conocimiento más elevada y más completa que existe, y debería
proceder, por así decir, desde allí.
Esto pertenece al núcleo de la gran oportunidad que se nos presenta, aquí y ahora, de
una misión cristiana responsable y gozosa al mundo post-postmoderno. Vivimos en un
tiempo de crisis cultural. De momento no encuentro a nadie ahí fuera que señale un
camino de salida de la ciénaga postmoderna; algunas personas estén todavía tratando
de cerrar las contraventanas y vivir en un mundo pre-moderno, muchos tratan de hacer
todo lo posible por aferrarse al postmodernismo y muchos están decidiendo que la
mejor opción existente es vivir de la selección del montón basura de la
postmodernidad. Pero nosotros podemos hacer algo mejor que esto.
No es simplemente que el evangelio de Jesús nos ofrezca una opción religiosa que
puede superar a otras opciones religiosas, que puede llenar de una manera más efectiva
el espacio llamado «religión» en el popurrí cultural y social. El evangelio de Jesús nos
indica —es más, nos exhorta a— que estemos en la vanguardia de toda la cultura,
articulando en el relato, la música, el arte, la filosofía, la educación, la poesía, la
política, la teología e incluso, ¡Dios nos asista!, los estudios bíblicos, una cosmovisión
que sentará las bases del desafío cristiano, históricamente arraigado, para la
modernidad y la postmodernidad, guiándonos por el camino hacia el mundo post-
postmoderno con alegría, humor, amabilidad, buen juicio y auténtica sabiduría. Creo
que afrontamos la cuestión: si no es ahora, entonces ¿cuándo? Y si nos dejamos
cautivar por esta visión, tal vez escuchemos también la cuestión: si no lo hacemos
nosotros, entonces ¿quién? Y si el evangelio de Jesús no es la clave para esta tarea,
entonces ¿cuál es? «Como el Padre me envió, también yo os envío... Recibid el
Espíritu Santo; perdonad y retened pecados».
Termino con una parábola y un poema. Mi esposa y yo fuimos a Paris para pronunciar
una conferencia y en el tiempo libre visitamos el museo del Louvre. Era la primera vez
que estábamos allí. Una decepción nos esperaba; la Mona Lisa, a la que todo buen
turista quiere observar con los ojos bien abiertos, no es sólo tan enigmática como
siempre lo ha sido, sino que, como consecuencia de un violento ataque, ahora se
encuentra tras un grueso cristal. Todos los intentos por introducirse en aquellos
famosos ojos, por tratar de responder las famosas preguntas acerca de cuál es su
significado, y si este significado esté realmente allí o se impone a los observadores,
quedan oscurecidos por las miradas de otros ojos —los del propio observador y los de
otras muchas personas— reflejados por la vitrina protectora. Ah, dice la
postmodernidad: así es la vida. Lo que parece conocimiento es en realidad el reflejo de
tu propio mundo, tus predisposiciones o tu mundo interior. No puedes confiar en nada;
tienes que sospechar de todo.
Pero ¿es esto cierto? Creo, y desafío a mis lectores a que lo formulen en sus propios
mundos, que hay una cosa como el amor, el conocimiento, la hermenéutica de la
confianza en lugar de la sospecha, que es lo que con más seguridad necesitamos en el
siglo XXI: