Iii. La Patristica 2

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LA PATRISTICA 2

Palabras claves:
Ireneo de Lyon, Tertuliano de Cartago, Clemente y Orígenes de Alejandría, Agustín de
Hipona, traduccionismo, Neoplatonismo, libre albedrío, predestinación.

Objetivos:
Mostrar las características de las escuelas teológicas y sus principales exponentes.
Enseñar acerca de la síntesis del pensamiento teológico de la patrística en cabeza de
Agustín de Hipona.

Resumen:
Se da este nombre a la ciencia que tiene por objeto el estudio y conocimiento de la
doctrina, obras y vida de los Padres de la Iglesia primitiva.

Nuestra atención se dirigirá básicamente hacia las tendencias doctrinales y teológicas


que se pueden encontrar y distinguir en los Padres y sus escritos, comenzando por los
llamados "Padres Apostólicos", pasando por los apologistas griegos, continuando con
las escuelas teológicas y sus más destacados exponentes, para terminar con San
Agustín de Hipona.

DESARROLLO TEMÁTICO
2.1.1. La escuela teológica de Asia Menor: Ireneo de Lyon

Ireneo es el primer autor cuyas obras antiheréticas han llegado hasta nuestros
días. Al parecer nació en Asia Menor (Esmirna) y fue discípulo de Policarpo.
Llegó a ser obispo de la ciudad de Lyon donde existía una comunidad cristiana
compuesta en parte por inmigrantes del Asia Menor y es probable que haya
muerto como mártir cerca del 202 d.C. en su sede episcopal con ocasión de la
persecución promovida por el emperador Septimio Severo. Sus más
importantes obras son la “Denuncia y refutación de la supuesta gnosis” o
“Adversus haereses” (Contra los herejes) y su “Demostración de la fe
apostólica”. Al estudiar a Ireneo hemos de tener en cuenta que no estamos
tratando con un pensador sistemático que derive todas sus conclusiones de
una serie de principios especulativos de altos vuelos, sino con un muy capaz
expositor de la doctrina que ha recibido de la iglesia. En su obra “Contra los
herejes”, por ejemplo, Ireneo no pretende escribir una refutación totalmente
original, sino que por el contrario, se halla siempre dispuesto a utilizar
argumentos tomados de otras obras. En efecto, se ve claramente y a menudo
que los argumentos que aparecen en esta obra han sido tomados de un
contexto distinto del que este escrito provee. Sin embargo, esto no quiere decir
que el pensamiento de Ireneo esté formado por fragmentos del pensamiento
de otros autores y que carezca, por lo tanto, de unidad; pues de cualquier
manera hay ciertos temas que dan coherencia a la totalidad de su obra. En el
marco que venimos considerando dentro de la Patrística, Ireneo es el
exponente más representativo de la escuela teológica de Asia Menor en su
forma madura. Debido a ello y a causa de la limitación de espacio,
señalaremos las principales características de su pensamiento ubicándolas
dentro del marco referido al estudiar a los Padres Apostólicos y los aspectos
más distintivos de la tendencia teológica de Asia Menor y Siria.

Para comenzar observemos primero la importancia que tiene para nuestro


personaje el fundamento auténticamente histórico del contenido de la fe. Lo
anterior se puede apreciar en la manera en que Ireneo, en su obra “Contra las
herejías” interpreta el A.T. de un modo que recuerda la doctrina de Justino
acerca de las profecías y los tipos. La necesidad de esta interpretación no
obedece sólo al convencimiento de Ireneo al respecto, sino también a la
conveniencia del argumento puesto que las doctrinas que se proponía refutar
eran precisamente doctrinas anti-históricas que tendían a la interpretación
alegórica de las Escrituras. En este propósito Ireneo afirma la relación entre el
A.T. y el N.T. en términos de continuidad y consumación, no solamente en el
ámbito doctrinal de la revelación progresiva de Dios sino también en el
histórico, es decir que la revelación se da en la historia y no al margen de ella.
Esta idea se halla implícita en su afirmación en el sentido de que el Dios de
nuestra salvación es el mismo Dios de nuestra creación, en oposición a los
gnósticos. Entre las contribuciones originales que Ireneo hizo al pensamiento
teológico está por un lado su típica doctrina de “las dos manos de Dios” para
referirse al Hijo y al Espíritu Santo, subrayando con ello la unidad que existe
entre las tres personas de la Trinidad además de la mención, con la misma
intención, del término “Verbo de Dios” para referirse a Cristo en contraste con
el sentido subordinacionista que Justino le había atribuido anteriormente; y en
segundo lugar la doctrina de la “recapitulación”. Para entender esta última hay
que comenzar por explicar que cuando Ireneo interpreta la declaración bíblica
por la cual el Dios trino creó al ser humano según su imagen, él no entiende
por ello que el ser humano mismo es la imagen de Dios, sino que esta imagen
es el Hijo de Dios. La imagen de Dios no es por lo tanto algo que se encontrara
ya en el ser humano de manera plena y actual, sino de manera potencial. Es la
dirección en la que hemos de crecer hasta llegar a “una humanidad perfecta
que se conforme a la plena estatura de Cristo” (Efe. 4:11 NVI). Es decir que
Adán y por lo tanto la humanidad no fue creado perfecto en el sentido de
serlo desde el momento en que fue colocado en el Edén; sino que fue creado
para desarrollarse y crecer en esa imagen de Dios que es el Hijo. Adán era
“como un niño” y por lo tanto este crecimiento no era algo independiente de
Dios, sino que habría de ser también parte de su obra creadora. Este
planteamiento contiene una valoración positiva de la historia puesto que
Ireneo postula que, al margen de la caída, Dios había determinado que el
hombre tuviera historia. La doctrina de la caída es vista por Ireneo como una
abrupta interrupción y ruptura de este proceso que imposibilita al hombre para
continuar avanzando en la dirección original. Vemos entonces que esta
doctrina es muy distinta de la que se impuso después en el pensamiento
occidental surgida con San Agustín que plantea el “estado original” del
hombre como aquel en que el ser humano se paseaba por el Edén dotado de
virtudes que ahora no posee por haberlas perdido en la caída. Para Ireneo las
consecuencias de la caída no son tanto la pérdida de ciertas perfecciones que
el ser humano tenía, sino la interrupción del crecimiento que debía haber sido
suyo. A partir de la caída ya no puede continuar en un desarrollo
ininterrumpido según la imagen en que fue creado. La “recapitulación” es pues
la doctrina que consiste en que, en Cristo, la imagen según la cual y para la
cual fue hecho el hombre, ha venido a habitar entre los hombres. Cristo es en
consecuencia la cabeza de una nueva humanidad. Sin embargo es necesario
puntualizar que si bien para Ireneo la recapitulación de Cristo es en cierto
sentido un nuevo punto de partida, este nuevo comienzo guarda una estrecha
relación con lo que le antecede. Es así como en esta recapitulación Ireneo
subraya el paralelismo entre Adán y Cristo tan característico del apóstol Pablo
(Romanos 5). Por último, sólo se comprende el sentido de esta recapitulación
en el pensamiento de Ireneo si se le ve dentro del marco de la victoria sobre el
Diablo. Como corresponde a alguien formado dentro del pensamiento joanino,
el punto inicial de la victoria de Cristo no es para Ireneo su resurrección, sino la
encarnación misma. Cuando Dios se une al hombre, el Diablo sufre la primera
de las grandes derrotas que han de llevar a su destrucción final. Cristo, el
hombre-Dios, se constituye así en el centro de su pensamiento en
concordancia con lo señalado acerca de la tendencia teológica de Asia Menor y
Siria en cuanto a que el cristianismo no es una enseñanza moral, sino la unión
con el Salvador, mediante la cual se alcanza la inmortalidad. Por otra parte,
Ireneo hace referencia al plan de Dios como una “oiconomía” o dispensación
única que se manifiesta en una serie de cuatro dispensaciones o alianzas
particulares a saber: La de Adán; la de Noé; la de Moisés; y la de Cristo. Por
último, Ireneo introduce ese argumento antiherético que fue tan útil en los
primeros siglos pero que suscitaría muchas controversias en los siglos
venideros: la sucesión apostólica que, junto con su valoración positiva de la
tradición que ha recibido al punto de no pretender ser un pensador original
sino alguien que simplemente repite lo que esta tradición le ha legado; es una
evidencia más de su compromiso con la historia.

En conclusión, Ireneo ha sido una fuente de renovación teológica en más de


una ocasión debido a que su teología se halla fundada en la Biblia y en la
doctrina de la iglesia más que en sus opiniones personales. La amplia visión
cósmica que su doctrina del plan de Dios y la recapitulación de Cristo da a su
pensamiento le vale el honor de haber sido el primer pensador cristiano en
buscar el sentido teológico de la historia. Pero es sobre todo su rica y profunda
comprensión del carácter único y cósmico del cristianismo lo que le ha valido
un sitial entre los más grandes teólogos de todos los tiempos.

2.1.2. La escuela teológica de Occidente (Roma): Tertuliano de Cartago

Cartago es el origen de la literatura cristiana en latín y no Roma como podría


pensarse desde nuestra perspectiva actual. Aunque hemos mencionado,
dentro de los Padres Apostólicos, a Clemente y a Hermas asociados con Roma;
hay que precisar también que, además del carácter aislado y fragmentario de
sus obras debido en parte a su breve extensión; no hay en ellas la profundidad
y sistematización teológica que encontramos en los escritos posteriores de los
teólogos del norte de Africa, sin mencionar que aquellas se hallan en griego y
no en latín. Es indudable que durante varios siglos el norte de Africa no sólo
fue el lugar de origen sino el centro del pensamiento cristiano en lengua latina.
En ella se forjó el vocabulario teológico que luego pasaría a ser patrimonio de
toda la Iglesia Occidental. Y en ella florecieron las más capacitadas mentes del
cristianismo latino de los primeros siglos: Tertuliano, Cipriano y Agustín. Sin
embargo, entre estos tres, es Tertuliano quien mejor representa durante la
Patrística el pensamiento teológico del cristianismo occidental en su etapa
madura, pues Cipriano siempre se consideró su discípulo y no alcanzó a tener
la amplitud de visión y el genio propio de su maestro; y Agustín, el más grande
teólogo no sólo de la Patrística sino, según algunos, de todo el cristianismo
después de San Pablo; no fue tan solo un exponente del pensamiento
teológico del norte de Africa y por consiguiente de Occidente; sino en cierto
modo el sintetizador de todas las tendencias y escuelas teológicas surgidas
durante la época de los Padres de la Iglesia.
El pensamiento de Tertuliano evidencia diversas influencias tales como su
herencia cristiana a través de los Apologistas Griegos, de Ireneo y a través de
él de toda la escuela de Asia Menor y, naturalmente, de la ciudad de Roma en
especial de Hermas en la cual experimentó su conversión. Sus estudios
jurídicos y retóricos determinaron su forma de argumentación, pues en sus
obras nunca abandonó las prácticas judiciales y su enfoque legal en temas tan
diversos como en su impugnación de los herejes, en la defensa del
cristianismo, en la exposición de la doctrina trinitaria y en su enfoque del
Evangelio. De hecho sus argumentos no buscan tanto convencer como
aplastar y cuando sus opositores parecen cercarle, su retórica acude en su
auxilio. Su formación filosófica acusa la influencia, más bien inconsciente, de
la filosofía estoica, con todo y el hecho de que Tertuliano repudie de manera
consciente, explícita y vehemente toda intervención de la filosofía en los
asuntos de la fe tal y como lo hicieron antes de él apologistas como Taciano y
Hermias. Este repudio es tal que hizo que en algunas ocasiones se le acusara
de ser anti-intelectual, pero lo cierto es que él no aboga por un irracionalismo
ciego al punto de que la fe tenga que basarse en la imposibilidad racional, sino
que cree que la especulación desenfrenada puede llevar al error; y la historia
confirma que no le faltó razón al pensar de este modo. Esta posición se
explica, además, al considerar que Tertuliano es antes que nada un pensador
práctico y concreto. Varias de sus obras son de elevado tono moral y reflejan
su carácter rigorista y legalista. Este último aspecto se aprecia con mayor
claridad en sus escritos provenientes de la época en que adhirió a la herejía de
Montano. Incluso parece ser que fue debido precisamente y en gran parte al
énfasis de esta última en un excesivo rigor moral lo que atrajo a Tertuliano y le
llevó a sumarse a sus filas. A pesar de ser un autor muy prolífico y variado
razón por la cual no es fácil emprender una sistematización de su
pensamiento sus obras pueden clasificarse de acuerdo a su propósito entre
aquellas que tienen intención apologética, las de tono polémico dirigidas
contra toda suerte de herejes; y las de carácter moral y práctico. Todas estas
pueden, a su vez, separarse entre las que escribió antes de incorporarse a los
montanistas y las que escribió después. Con arreglo a la primera clasificación
sus obras más relevantes son con mucha probabilidad la “Apología” dentro del
primer grupo, pero también merecen citarse sus dos libros “A los gentiles”, su
obra acerca de “El testimonio del alma” y su “Libro a los mártires”. Dentro del
segundo grupo encontramos como el más destacado su “Prescripción contra
los herejes” al lado del cual también brillan con luz propia “Contra Práxeas”
elaborada después de su incorporación al montanismo, en contraste con la
precedente y “Contra Marción”. Dentro de las obras del tercer grupo no hay
ninguna que merezca una mención por encima de las demás pero hay que
decir que dentro de éstas, las que muestran más claramente su carácter
rigorista y moralista son, como era de esperarse, las de su periodo como
montanista.

Queda pues a la vista que en Tertuliano convergen de manera muy definida y


en plena madurez y desarrollo las características incipientes de la tendencia
teológica de Roma y el cristianismo occidental tales como su giro práctico y
ético y su moralismo rayano en el legalismo, ya insinuadas y bosquejadas a
través de las obras de los Padres Apostólicos Clemente y Hermas.

A más de esto, Tertuliano hizo aportes destacados al desarrollo de la teología


que, en buena medida, se anticiparon a su tiempo. Primero que todo y a raíz de
su refutación de las ideas de Práxeas en su obra “Contra Práxeas”, que como
ya se ha dicho fue escrita después de su adhesión al montanismo tuvo que
modificar la manera en que había argumentado contra los herejes en su
anterior obra “Prescripción contra los herejes” que se basaba en un concepto
muy conocido en la jurisprudencia de la época: la Praescriptio longi temporis,
según la cual el uso indiscutido de una propiedad durante largo tiempo llegaba
a convertirse en derecho. Luego, según este tipo de “prescripción”, la Iglesia
que siempre ha poseído las Escrituras dentro de su patrimonio espiritual, es la
única que tiene la facultad legal de interpretarlas, reforzando de este modo la
doctrina de la sucesión apostólica formulada por Ireneo. Los herejes pues no
tienen ni siquiera el derecho de utilizar esas Escrituras para argumentar de
ninguna manera y quedan así excluidos de toda discusión ya que sólo la Iglesia
ortodoxa y apostólica tiene la prerrogativa de determinar lo que es doctrina
cristiana y lo que no lo es. Pero al romper Tertuliano con esta iglesia y unirse a
una discutida disidencia de la misma, considerada cuando menos heterodoxa
(sólo fue condenada como herejía hasta el 230 d.C., diez años después de la
muerte de Tertuliano); el argumento de la prescripción se veía debilitado,
haciéndose ineficaz para combatir a los herejes desde el frente montanista sin
caer en el proceso en un contrasentido evidente. Por lo tanto Tertuliano tuvo
que elaborar otros argumentos para rebatir el monarquianismo modalista de
Práxeas. No sobra recordar que el sarcástico término “patripasionistas” con el
que se designó a Práxeas y sus seguidores tiene origen en una sentencia de
Tertuliano según la cual Práxeas “sirvió al diablo en Roma… echando al
Paracleto y crucificando al Padre”, lo cual implica que el Hijo no fue quien
sufrió la pasión sino el Padre. Fue en el desarrollo de estos argumentos que
Tertuliano encontró fórmulas que se anticipan a las soluciones que más tarde
se daría a las controversias trinitarias y cristológicas. Es así como, apelando de
nuevo a la jurisprudencia, Tertuliano introduce dos términos que la Iglesia
continuaría empleando hasta nuestros días: “substancia” y “persona”. A partir
de estos conceptos jurídicos, Tertuliano afirma la unidad del Padre, del Hijo y
del Espíritu Santo sin negar su distinción: los tres participan de una misma e
indivisible substancia, pero no por ello dejan de ser tres personas diversas. Sin
embargo y a pesar de que, desde nuestra perspectiva, esta fórmula ya ha
adquirido dentro de la ortodoxia un elevado grado de precisión inequívoca y
explícita; en la época de Tertuliano y aún dentro del marco jurídico del cual fue
extraída era todavía sumamente ambigua, pues podía interpretarse de modo
que la Trinidad apareciera como una unidad esencial en la que se establecen
distinciones secundarias o también como si se tratara de tres seres cuya
unidad consiste en que los tres son divinos. En su exposición de la doctrina de
la Trinidad Tertuliano incurre, a semejanza de Justino, en subordinacionismo
del Hijo respecto del Padre pues al tomar la antigua distinción entre el logos
interior y el logos proferido ya mencionada al comentar a Atenágoras y a
Teófilo de Antioquía y traducirla al latín empleando los términos ratio (razón) y
sermo (palabra) señalando que el logos como “razón” existe en Dios desde el
principio, mientras que el logos como “palabra”, llamado también “Hijo”, fue
pronunciado antes de la creación; llega a afirmar con base en esto que hubo
un tiempo cuando el Hijo (el logos o Verbo como “palabra”) no existió. Pero el
subordinacionismo de Tertuliano es explicable si recordamos que el propósito
de su obra “Contra Práxeas” es subrayar la distinción entre el Padre y el Hijo
más que su unidad. En relación con su cristología Tertuliano vuelve a emplear
los términos “substancia” y “persona” para expresar que, al igual que en Dios
hay tres personas y una sola substancia; en Jesucristo hay dos substancias la
divinidad y la humanidad poseídas ambas por una sola persona; fórmula
cristológica que era prácticamente igual a la que la iglesia adoptaría más de
dos siglos después en el concilio de Calcedonia con su definición de las dos
naturalezas en una sola persona.

De otro lado, Tertuliano entiende la realidad del alma humana y de Dios mismo
como seres corporales; planteamiento que, para muchos, es excesivamente
materialista. Como consecuencia de esta concepción afirmaba que el alma del
individuo surge del alma de sus padres, al igual que su cuerpo surge del
cuerpo de los mismos. Esta doctrina recibe el nombre de “traduccionismo” y a
pesar de haber sido discutida y, en muchos casos, abandonada por la mayoría
de teólogos de la Edad Media; esta doctrina fue la base para un modo de
entender el pecado original que perduró a través de toda la Edad Media y aún
hasta nuestros días. A partir del traduccionismo se llega a entender el pecado
original como una herencia que se traspasa de padres a hijos, juntamente con
el cuerpo. Esta noción, pese a no ser el único modo en que se puede entender
el pecado original, es la que se ha arraigado en la mente occidental debido, en
gran medida, a la influencia de Tertuliano a través de San Agustín.
Finalmente, la fecundidad de Tertuliano para expresar sentencias memorables
ha hecho que algunos de sus dichos “la sangre de los mártires es semilla”,
“¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén?”, etc. formen hoy parte de la
herencia común de todas las personas cultas de Occidente. En resumen,
Tertuliano fue quien produjo buena parte de la terminología necesaria para
realizar la labor teológica posterior, traduciendo conceptos tomados de los
escritores griegos e imprimiéndoles su propia personalidad a los mismos,
señalando de este modo el camino que habría de seguir el latín teológico y la
teología latina después de él.

2.1.3. La escuela teológica de Alejandría: Clemente y Orígenes

La teología Alejandrina es de crucial importancia a causa de la intensa


actividad cultural de esta ciudad poseía tal vez la biblioteca más grande de la
antigüedad y además de ello, un famoso museo que hizo que en este aspecto
su relevancia fuera mayor incluso que la de Roma o Antioquía, ciudades que si
bien la superaban en importancia política y económica, eran sobrepujadas por
aquella en el campo cultural. Su estratégica ubicación geográfica el
misterioso, admirado y críptico Egipto unida a la soteriología individualista y el
cosmopolitanismo propios del helenismo, hizo que en Alejandría confluyeran y
se dieran cita todo tipo de influencias orientales que se amalgamaban
inicialmente en un confuso sincretismo para sintetizarse, finalmente, en una
variedad de doctrinas eclécticas entre las cuales sobresale, precisamente, el
cristianismo esotérico y platonista de Clemente y Orígenes. Son estos dos,
entonces, los máximos exponentes de la teología alejandrina iniciada por el
judío Filón y cuyas principales características se comienzan a apreciar ya en el
ámbito cristiano con los “Padres Apostólicos” a través de la “epístola de
Bernabé” y otros escritos de la época como los “oráculos sibilinos”, pero que
solo adquieren su perfil definitivo para fines del siglo II por medio del
pensamiento de estos dos teólogos. La diferencia esencial entre los teólogos
que hemos tratado hasta ahora con Clemente y Orígenes es que estos últimos
se alzan en vuelos de especulación y originalidad que hacen que su obra
marque el comienzo de un nuevo tipo de actividad teológica, con sus valores y
sus peligros.

Comencemos por relacionar las características más conspicuas y distintivas


del pensamiento de Clemente. Las obras de este autor que han llegado hasta
nuestros días son cinco: “Protreptikos”, también llamada “La exhortación a los
griegos” “Paidagogos” (Pedagogo), “Stromateis” (Tapices), “¿Quién es el rico
salvo?” y los “Fragmentos de Teodoto”.

Para estudiar la doctrina de Clemente, debemos partir de su modo de concebir


la relación entre la teología y la filosofía o, dicho de otro modo, entre la verdad
cristiana y la verdad de la filosofía griega. Aquí Clemente se coloca
resueltamente en la tradición de Justino y Atenágoras, y frente a la actitud de
Taciano, Ireneo y Tertuliano. Es decir que Clemente aprecia los valores de la
cultura helenística y afirma con plena convicción que la verdad se encuentra
también en los filósofos y poetas de la antigüedad. Sin embargo, en principio y
en relación con el origen de la verdad contenida en la filosofía, Clemente vacila
al oscilar entre dos posiciones. Por una parte argumenta que los filósofos
tomaron sus ideas de los hebreos primacía ya esgrimida por Taciano para
descalificar, precisamente, la influencia de la cultura pagana dentro del
cristianismo, y por otro lado postula que los filósofos conocieron la verdad por
obra directa de Dios, de modo semejante al que los judíos recibieron la Ley. No
obstante, pese a esta vacilación inicial, es la segunda explicación la que se
impone en su pensamiento y constituye la posición definitiva de Clemente al
respecto. Pero además de esto, Clemente va más lejos que sus predecesores
al afirmar que la filosofía fue dada a los griegos con el mismo propósito con
que la Ley fue dada a los judíos: para servir de ayo que les condujese a Cristo.
La filosofía dada a los griegos tiene entonces el mismo carácter de “pacto” que
tiene la Ley mosaica. Esto no quiere decir que la fe sea innecesaria para
conocer la verdad, sino más bien complementaria puesto que todo
conocimiento verdadero presupone un acto de fe. Esta última consiste en
aquella que es necesaria para fundamentar los primeros principios que no son
susceptibles de probarse racionalmente pero sobre los cuales se construyen
otros principios y verdades derivadas que si se pueden verificar de manera
racional. Con base en esto Clemente arguye que el conocimiento es también
necesario para la fe puesto que ésta hace su decisión basándose en el
conocimiento. Clemente cree cabalmente en la inspiración divina de la Biblia,
pero como fiel miembro de la tradición exegética Alejandrina, ve en la
interpretación alegórica uno de los instrumentos principales de la
hermenéutica bíblica, aunque sin abandonar el sentido histórico de las
Escrituras. Es así como termina formulando la doctrina de los dos sentidos de
las Escrituras, de marcado acento neoplatónico en lo que hace a su
cosmología, su metafísica y su epistemología. Según esta doctrina todo texto
tiene dos sentidos: uno literal (el sentido “inferior”) y otro espiritual (el sentido
“superior” reservado para unos pocos). El sentido literal no consiste en una
interpretación estrictamente literalista del texto sino en un “primer sentido”
obvio e inmediato que es superado por la interpretación alegórica del mismo.
En este orden de ideas, por ejemplo, el primer sentido de una figura literaria
como la metáfora o de un género literario como la parábola no es la absurda
literalización de su significado, sino el sentido figurado usual que ésta tiene. El
primer sentido no carece pues de importancia ya que constituye el fundamento
de todo sentido posterior, pero este o estos últimos se encuentran de todos
modos por encima de aquel y sólo pueden ser alcanzados mediante la
interpretación alegórica. Como se puede apreciar, no se trata aquí de un
alegorismo sin freno que haga caso omiso de la realidad histórica, sino de un
alegorismo que salvo algunas excepciones desafortunadas se ciñe a ciertos
límites o principios exegéticos, el primero de los cuales consiste en no
descartar el sentido primero del texto. El segundo principio exegético de
Clemente es que cada texto ha de ser interpretado a la luz del resto de las
Escrituras. El alcance de este principio es mucho más amplio que interpretar
simplemente el texto dentro de su contexto inmediato, puesto que incluye el
acudir y considerar otros textos donde aparecen las mismas ideas, las mismas
cosas, los mismos nombres y hasta los mismos números. Al carecer Clemente
de los conocimientos críticos e históricos de nuestros días, a menudo caería en
las más desatinadas interpretaciones en virtud de este principio exegético.
Pero esto no ha de hacernos olvidar que en este principio hay un intento de
dirigir la interpretación alegórica de tal modo que esta quede siempre dentro
del marco del pensamiento bíblico. Al fomentar y sostener este tipo de
exégesis Clemente llega a catalogar a los creyentes dentro de dos grupos: los
simples cristianos y los “verdaderos gnósticos” que son los que superan el
primer sentido para alcanzar y comprender el sentido alegórico de la Biblia y es
por eso que su pensamiento ha sido señalado como de carácter aristocrático,
es decir, reducido a una élite intelectual de creyentes.

En cuanto a su concepción de Dios, Clemente acusa la influencia del


platonismo, pues, como ya lo hicieran otros cristianos antes que él Arístides
entre ellos que en su Apología definió a Dios como el ser sin principio, sin fin,
sin orden, sin composición, sin género, sin nombre, etc.  se expresa de él
sobre todo en términos negativos: Dios no tiene atributos; se halla más allá de
la categoría de substancia y nada puede decirse directamente de Él, pues Dios
es incapaz de definición. Sin embargo, a estas aserciones Clemente añade otra
de matiz netamente cristiano: Dios es trino. Y al abordar el tema de la Trinidad,
como es apenas natural, nuestro teólogo llega al tema del Verbo, afirmando
que éste es coeterno con el Padre y que la encarnación es el punto culminante
hacia el que el Verbo ha dirigido toda su obra anterior, tanto entre los gentiles
como entre los judíos. Sin embargo es necesario señalar que su modo de
comprender la encarnación deja mucho que desear ya que la forma en que
plantea la unión en Cristo de lo divino y lo humano es de un orden tal que se
pierden las características fundamentales de lo humano. Al mismo tiempo, al
subrayar la función del Verbo como iluminador e inspirador de los creyentes se
le dificulta desarrollar detenidamente la doctrina del Espíritu Santo al no poder
asignarle al mismo una función paralela a la del Verbo. Por otro lado, hay que
resaltar la sorprendente relación del pensamiento de Ireneo con el de
Clemente en lo concerniente a su antropología, pues, al igual que aquel, éste
plantea que Adán fue creado con una inocencia infantil y debía alcanzar el
propósito de su creación en un crecimiento ulterior hacia la perfección. Pero la
diferencia entre ellos radica en que mientras para Ireneo Adán es la cabeza del
genero humano; para Clemente es el símbolo de lo que nos sucede a todos
individualmente. Es decir que la caída en pecado de Adán significa que, con
todo y el hecho de que de niños no estemos bajo “la maldición de Adán”, a fin
de cuentas todos pecamos y venimos a ser como él. Además, la fe es para
Clemente el inicio de la nueva vida descrita por él como el nuevo comienzo del
desarrollo que quedó interrumpido con el pecado, y a veces como un proceso
de divinización.

En síntesis, el valor del pensamiento de Clemente para la historia del


pensamiento cristiano consiste por una parte en el modo en que hace girar
toda su teología alrededor de un principio fundamental: El Verbo. Como en el
caso de Justino la doctrina del Verbo le sirve de fundamento en su intento de
relacionar la filosofía pagana con las Escrituras; pero sobre todo en el modo en
que comunicó algunas de sus ideas fundamentales a su discípulo Orígenes,
quien luego las sistematizó e hizo de ellas un imponente edificio teológico.

Orígenes, por su parte, fue un autor muy prolífico (Epifanio afirma que el
número de sus obras llegaba a 6.000), un erudito y tal vez el primer teólogo en
elaborar una teología sistemática completa. Entre las obras que han llegado
hasta nosotros se destacan por su importancia la “Hexapla” (que le tomó 28
años elaborar) en el campo exegético-textual, su “Contra Celso” en el campo de
la apología, y su obra sistemática “De los primeros principios” en el campo de
la teología propiamente dicha. En cuanto al primer aspecto, la exégesis, todas
sus obras no sólo la Hexapla manifiestan este interés teológico del maestro
alejandrino. De hecho, la inmensa mayoría de sus obras son de carácter
exegético, y la interpretación escrituraria ocupa un lugar central aún en su obra
sistemática “De los primeros principios”. Aunque Orígenes se halla lejos de ser
un literalista en su interpretación del texto sagrado, si cree firmemente en la
inspiración literal de cada palabra en las Escrituras. Es decir que cree que la
Biblia fue inspirada literalmente, aunque no debe ser interpretada de la misma
manera. Por el contrario, fiel a la tradición alejandrina, Orígenes postula tres
diversos sentidos para un mismo texto, que se complementan entre sí: un
sentido literal o corporal, un sentido moral o psíquico, y un sentido intelectual o
espiritual. Sin embargo, la distinción entre estos variados sentidos es con
frecuencia difusa en sus escritos al aplicarla en la práctica. De cualquier forma,
Orígenes mantiene siempre la doctrina de la diversidad de sentidos dentro de
un mismo texto, y sobre todo la doctrina de la necesidad de buscar, tras el
sentido literal, el sentido oculto y espiritual. Hay ocasiones incluso en que
aparecen toda una multitud de sentidos espirituales, formando una escala de
interpretaciones alegóricas. Con todo y lo anterior, Orígenes no desprecia
siempre el sentido literal de las Escrituras ya que a menudo se detiene a
subrayar la realidad histórica de los acontecimientos antes de pasar adelante a
su interpretación espiritual. Pero de todos modos afirma que todo texto bíblico
tiene un sentido espiritual, mientras que no todo texto tiene un sentido literal.
En cuanto a la exégesis “moral”, se trata sobre todo de un tipo de exégesis
alegórica cuyo propósito no es lograr altos vuelos especulativos, sino dirigir al
creyente en su vida moral y devocional. Al margen de las anteriores
aclaraciones, es el sentido espiritual de las Escrituras el que verdaderamente
cautiva el interés de Orígenes puesto que es aquí donde tiene plena libertad
para alzarse en esos vuelos especulativos que son tan de su agrado y tan
característicos del pensamiento alejandrino. Además, esta exégesis le permite
descubrir puntos de contacto entre la filosofía platónica y el mensaje bíblico
sin tener que abandonar ninguno de estos dos polos de su pensamiento. Hay
que señalar también que la exégesis espiritual de Orígenes incluye la ya
tradicional interpretación tipológica de San Pablo y Justino Mártir y que,
incluso, va más allá que los anteriores en el campo de la tipología, pues no
solamente interpreta como ellos el Antiguo Testamento como tipo o figura del
Nuevo; sino al Nuevo como figura de la Iglesia, y a la Iglesia como figura de la
escatología. Los alcances de la alegoría en Orígenes llegan a dar por
momentos la impresión de que su pensamiento es más un sistema filosófico
sin relación con el cristianismo que un sistema teológico basado en las
Escrituras, y aunque tal juicio es exagerado, es sin embargo un indicio de los
peligros que la interpretación alegórica entraña para el teólogo. Los principios
exegéticos y hermenéuticos que guían a Orígenes en su interpretación
alegórica, y en especial su insistente énfasis en que cada texto sea
interpretado a la luz del resto de las Escrituras, a la manera en que ya lo hacía
Clemente; hacen que, en muchos casos, Orígenes en efecto “transforme la
Biblia en un crucigrama divino cuya solución se halla encerrada en el seno del
propio Orígenes”, al decir de Hanson, uno de los críticos modernos de su
método alegórico. No obstante, existe en el pensamiento de Orígenes una
clave que le servía de freno para mantener su pensamiento en parte al
menos dentro de los ámbitos de la doctrina tradicional de la iglesia. Nos
referimos a la conformidad de su pensamiento con “la regla de fe de la
iglesia”, entendida no como una formula escrita o fija, sino más bien como la
predicación tradicional de la Iglesia, cuyo contenido variaba ligeramente de
localidad a localidad. Es así como su doctrina de Dios no difiere esencialmente
de la de Arístides y Clemente, a lo cual añade que cuando se dice algo de Dios
en un sentido afirmativo sin recurrir a la negación por ejemplo el lenguaje
antropomórfico con que la Biblia se refiere a Dios hay que entender estas
afirmaciones en forma alegórica, puesto que si hay algún modo en que
podamos hablar de Dios en sentido recto y directo es sólo refiriéndonos a Él
como el Uno, ya que la unidad absoluta frente a la multiplicidad del mundo
propia del pensamiento platonista, es el atributo por excelencia del ser de
Dios. Orígenes también reconoce el carácter trino de Dios y de hecho
contribuyó grandemente al desarrollo de la doctrina trinitaria, pues sus escritos
fueron una de las fuentes para los debates trinitarios que habrían de sacudir a
la iglesia casi un siglo después. En el contexto de la doctrina de la Trinidad, y
en particular de las relaciones exactas entre el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo, Orígenes encontró ocasión para poner en juego su originalidad y
capacidad especulativa ya que la regla de fe permitía aquí cierta libertad de
movimiento. Sin adentrarnos en estas especulaciones, muchas de las cuales
son cuando menos discutibles y en muchos casos censurables desde la
perspectiva de la ortodoxia; el gran mérito de Orígenes a este respecto es que
pudo mantener en equilibrio, gracias a sus grandes dotes intelectuales, la
tensión natural que surge de las dos tendencias por él sostenidas. Por una
parte su argumentación a favor de la deidad y eternidad del Hijo,
identificándolo plenamente con la divinidad; y por otra su énfasis en la
distinción entre éste y el Padre. En efecto, pese a la heterodoxia de algunas de
sus ideas, logró sortear con éxito los riesgos presentes en este planteamiento.
Riesgos que eran mucho más patentes en una época en que el vocabulario
técnico usado por los teólogos era todavía muy impreciso y que sólo recibiría
un sentido claramente definido y específico posteriormente, a través de las
controversias cristológicas. Precisamente, en su cristología defendió la unidad
o unión plena en la persona de Cristo de la divinidad y la humanidad de una
manera tan completa, que es posible predicar de la primera atributos y
acciones que corresponden propiamente a la segunda, y viceversa, en lo que
posteriormente se conoce en teología como “comunicación de los idiomas”; y
también sostuvo el pleno carácter personal del Verbo. Una tensión análoga a la
del Padre y el Hijo se presenta en lo que se refiere al Espíritu Santo, pero hay
que subrayar que ni por un momento Orígenes pone en tela de juicio la
divinidad de éste último. Mientras vivió, Orígenes pudo mantener en equilibrio
estas tensiones no resueltas; pero para la mayoría de sus discípulos éstas
fueron demasiado grandes y pronto los veremos dividirse de tal modo que,
mientras un grupo subraya la coeternidad del Hijo con el Padre, el otro hará lo
propio con la subordinación del Hijo al Padre y la distinción entre ambos.

Por otra parte, es en desarrollo de su doctrina de Dios en donde Orígenes


formula las controvertidas doctrinas de la eternidad de la creación, la
preexistencia del alma y la “apokatástasis” o redención final de todos,
incluyendo al diablo. Al considerar sus doctrinas más audaces hemos de tener
en cuenta que Orígenes no pretende que sus especulaciones sean más que un
intento de comprender mejor la fe de la iglesia. Por el contrario, en muchas
ocasiones aclara que lo que va a decir no es más que una opinión, y que no ha
de ser creído como si se tratase de una exposición de la regla de fe. No
podemos olvidar que Orígenes presta una gran importancia al papel de la
Iglesia misma y de los sacramentos en el plan de salvación, aunque interpreta
a aquella no tanto en términos de unidad jerárquica, sino en términos de
unidad de fe. Orígenes propone, además, la posibilidad de la existencia de
otros mundos que se sucederán después de que este haya sido
completamente redimido y en los cuales es posible incluso que se necesite un
nuevo proceso redentor en vista de la repetición del proceso de caída, a causa
del pecado, que se ha dado en el nuestro. A pesar de especular en esta
dirección, Orígenes está seguro al menos de una cosa, y es que Cristo sufrió de
una vez por todas en este mundo y no ha de sufrir en los venideros.

Orígenes fue sin lugar a dudas el más grande pensador de la escuela de


Alejandría, sobrepasando a Clemente al menos en dos aspectos: en la
amplitud y coherencia total de su sistema teológico y en lo audaz de sus
doctrinas. Lo primero le valió ser una de las principales fuentes de la teología
oriental y una multitud de discípulos agradecidos. Y lo segundo, un grupo no
menos numeroso de enemigos y una larga historia de condenaciones por parte
de sínodos y concilios. Por otra parte, si bien la cuestión consiste más en una
variación de énfasis que en una oposición propiamente dicha; Orígenes se
diferenció de su maestro Clemente en que mientras éste tiende a interpretar
toda la verdad cristiana a partir de la doctrina del Logos como iluminador,
dando lugar a un cristianismo con cierto carácter “gnóstico” o elitista que solo
está al alcance de quienes reciben del Logos una iluminación especial;
Orígenes es teocéntrico y no Logocéntrico, al margen de que muchos de los
rasgos atribuidos por él a Dios provengan del platonismo y no exactamente de
las Escrituras.
2.2. Síntesis del pensamiento teológico de la Patrística: Agustín de Hipona

Agustín es el último de los padres de la antigüedad y el fundamento de toda la


teología latina de la Edad Media. En él convergen las principales corrientes del
pensamiento antiguo y de él fluyen, no sólo la escolástica medieval, sino también
buena parte de la teología protestante del siglo XVI. Debido a que su teología no
fue forjada en la meditación abstracta sino en el fragor de la vida, el único modo de
comprenderla es penetrar en ella a través de la biografía del propio Agustín. La
mejor forma de hacerlo es, tal vez, a través de su obra más conocida: Las
“Confesiones”, documento que no tiene paralelo en la literatura antigua. Allí leemos
que se dedicó desde temprana edad al arte de la retórica, destacándose por su
elocuencia. Su padre Patricio fue un pagano que se desempeñaba como
funcionario romano en labores administrativas, mientras que su madre Mónica fue
una cristiana convencida y dedicada que ejerció mucha influencia sobre él a pesar
de que nuestro personaje se resistió durante un buen periodo de su vida a
convertirse definitivamente al cristianismo debido, entre otros, a que las
respuestas provistas por éste a sus inquietudes intelectuales, a través de su
madre, le parecían totalmente insatisfactorias y las Escrituras eran vistas con algo
de desdén desde su perspectiva retórica al compararlas en estilo y elegancia con
las obras latinas más representativas de este arte que cautivaba por completo la
atención de Agustín. De cualquier modo las oraciones fervientes, continuas y
pacientes de Mónica a favor de la conversión tanto de su hijo como de su esposo
hallaron respuesta positiva antes de su muerte. Simultáneamente con la pasión y
desarrollo del interés por la retórica y su desempeño itinerante como maestro de la
misma; Agustín también llevaba una vida desordenada que culminó en su unión
con una concubina de la que nació su único hijo, Adeodato. La lectura de la perdida
obra “Hortensio” de Cicerón dio un giro a su vida, apartándolo de la retórica pura y
superficial para lanzarlo a la búsqueda de la verdad. En este itinerario el
maniqueísmo constituyó la primera estación de su peregrinaje espiritual. Esta
secta de origen persa recibe el nombre de su fundador Mani. De carácter gnóstico
y dualista, esta doctrina capturó la atención de Agustín debido a su pretensión de
ser estrictamente racional y pragmática. Agustín se vinculó a ella en el rango de
“oyente” permaneciendo en esta misma condición durante los nueve años de
adhesión a la misma, término al cabo del cual experimentó una gran decepción con
las respuestas recibidas de Fausto de Mileva, uno de los más grandes maestros
maniqueos de la época a quien tuvo eventualmente acceso, pero que no pudo
resolver las inquietudes planteadas por nuestro personaje, especialmente en lo
concerniente al origen del mal, perdiendo por completo su confianza en esta
doctrina. Su siguiente parada fue con los filósofos escépticos de la Academia,
durante su breve paso por Roma. Pero al trasladarse a Milán conoció el
neoplatonismo de Plotino y la predicación del gran obispo Ambrosio cuya
homilética cautivó inicialmente su interés retórico profesional, pero gradualmente
también lo atrajo por el contenido de la predicación, allanando con su exposición
alegórica y figurada de la Biblia las objeciones intelectuales formuladas a las
Escrituras por Agustín. Por otro lado, el aporte recibido por parte de los
neoplatónicos de Plotino le ayudó a resolver dos de las grandes dificultades que le
impedían aceptar la fe cristiana: el carácter incorpóreo de Dios y la existencia del
mal. En efecto, el neoplatonismo ofrecía un modo de entender la naturaleza
incorpórea, y ofrecía además un modo de interpretar el mal que no requería un
punto de partida dualista. La conversión en sí misma combinó ambas influencias,
Ambrosio y neoplatonismo; pues ambas unieron fuerzas para derribar las excusas
intelectuales esgrimidas por Agustín, de donde desde el punto de vista racional su
decisión ya estaba hecha; pero su voluntad se resistía aún. La oración que pone en
evidencia su ardua lucha de esta época es “Dame castidad y continencia, pero no
ahora”. Los acontecimientos definitivos e inmediatos que lo llevaron a convertirse
fueron las noticias de otras conversiones semejantes a la que se requería de él,
acaecidas a otros retóricos conocidos y admirados por Agustín y también el efecto
que produjo en él la narración de la “Vida de San Antonio”, célebre monje ermitaño
de oriente cuya vida fue inmortalizada por el obispo Atanasio de Alejandría y que le
fue contada por Ponciano, un funcionario imperial del norte de Africa. Fue así
como, finalmente, en un huerto en Milán, agobiado por la culpa y la vergüenza
agravadas por la angustia que le causaba su incapacidad para tomar la decisión
definitiva imploró a Dios su ayuda y, recibiendo una respuesta providencial y
directa a través de Romanos 13:13-14, experimentó la anhelada conversión. Se
discute aún el carácter de esta conversión debido a que los escritos
inmediatamente posteriores a ella: “Contra los académicos”, “De la vida feliz”, “Del
orden”, “Soliloquios” y “De la inmortalidad del alma” son de sabor más
marcadamente neoplatónico que cristiano, pero lo cierto es que no se puede poner
en duda la realidad de la misma puesto que Agustín conocía desde su infancia las
principales doctrinas cristianas y una vez allanadas las objeciones intelectuales
que se oponían a la fe en la mente de Agustín, la conversión del huerto en Milán no
fue entonces una decisión de aceptar tal o cual doctrina cristiana, sino la
revelación y recepción de un poder capaz de vencer todos los obstáculos que se
oponían a la vida contemplativa. Esto era todo lo que su madre Mónica pedía y era
todo lo que Agustín necesitaba. Intelectualmente, en lo esencial, era ya cristiano
antes del episodio del huerto; en lo demás, lo sería cada vez más según sus
estudios y sus deberes pastorales y episcopales se lo fuesen exigiendo. Tras su
conversión y el breve periodo de recogimiento y meditación en Casicíaco, Agustín,
su hijo Adeodato y su amigo Alipio regresaron a Milán, donde recibieron el
bautismo de manos de Ambrosio. La muerte de su madre lo marcó profundamente
y a ella debemos algunas de las más emotivas líneas de sus Confesiones. En su
retiro monástico se dedicó a escribir inicialmente contra los maniqueos para
refutar los errores de los que él mismo había sido víctima. En una breve visita a la
ciudad de Hipona el obispo de esta sede, Valerio, le obligó a recibir la orden de
presbítero y dedicarse a la tarea pastoral. Si bien Agustín manifestó al comienzo su
desagrado por estas funciones para las cuales no se consideraba capacitado; una
vez ordenado se dedicó a cumplir con ahínco y devoción sus nuevas obligaciones y
también las episcopales cuando llegó el tiempo de hacerlo, sin que por ello
declinara en su actividad teológica y literaria. En este último sentido la carrera de
Agustín se puede dividir en tres periodos: el primero se caracteriza por su
refutación de los maniqueos. El segundo por su polémica con los cismáticos
donatistas; y el tercero por su controversia con los pelagianos. En relación con los
primeros desarrolló su doctrina de Dios, en relación con los segundos hizo lo propio
con su doctrina de la iglesia, y en relación con los últimos desarrolló su
antropología y sus aún discutidas doctrinas de la gracia, el libre albedrío y la
predestinación.

Además de las obras escritas en el marco de estas disputas, Agustín también


escribió otras obras importantes tales como El Enchiridión, que constituye la mejor
introducción a su pensamiento; el Tratado sobre la Santísima Trinidad en el que
plantea su posición sobre este difícil tema; y las Retractaciones, escrito hacia el
final de su vida después de revisar uno a uno sus escritos anteriores, señalando en
esta obra lo que a esa altura le parecía falso, inexacto o carente de la suficiente
claridad en aquellas obras, manifestando por este medio su espíritu de humildad
ante la labor teológica.

En cuanto al contenido teológico de sus obras debe señalarse en primera instancia


el marco epistemológico en el cual se encuadra su pensamiento. Al respecto
afirmaba, en oposición a los escépticos de la Academia, la posibilidad real del
conocimiento, refutando con incuestionable lógica los argumentos de aquellos con
los cuales negaban esta posibilidad. En relación con el origen del conocimiento,
Agustín acepta la doctrina platónica del mundo inteligible en el cual están las
realidades eternas, pero a diferencia del platonismo afirma que esas realidades no
están por encima del Creador, sino que son las ideas que existen eternamente en
la mente divina. El punto es, entonces, cómo se comunican esas ideas a la mente
humana. Agustín se distancia aquí aún más de los platónicos pues no está
dispuesto, como éstos, a explicar el conocimiento como una reminiscencia que el
alma tiene de una existencia anterior, pues esto lo llevaría necesariamente a
adoptar la doctrina de la preexistencia de las almas que ya había propuesto
Orígenes y por la cual fue repetidamente condenado. Por el contrario, la doctrina
característica de Agustín a este respecto es la de la iluminación. Es decir que,
puesto que la mente humana es incapaz de conocer las verdades eternas por sí
misma o mediante los sentidos, recibe ese conocimiento por una iluminación
directa de Dios, y específicamente del Verbo de Dios, que es quien inspira en la
mente el conocimiento de las ideas que existen eternamente en Dios. En este
orden de ideas, la iluminación del Espíritu Santo concierne de manera particular al
conocimiento necesario para la salvación y no al conocimiento que hace posible la
interrelación correcta del hombre con un entorno que lo invita a trascender, ya que
este último es propio de la acción del Verbo en las criaturas. Por otra parte, Agustín
basa la realidad de Dios en la existencia de la verdad. Es decir que si existe alguna
clase de verdad absoluta y perfecta, Dios debe ser necesariamente una realidad.
De cualquier modo, el verdadero intento de Agustín no es “probar” la existencia de
Dios en el sentido estricto y actual del término; sino sólo mostrar que el ser
humano limitado y contingente, cae en el absurdo si no postula la existencia, por
encima de sí mismo, de una realidad infinita y necesaria y que por lo tanto la
existencia de Dios es una realidad manifiesta e ineludible. De todos los atributos
de Dios, el que más atrae a Agustín es su carácter trino. Y fue también al abordar
este asunto que Agustín mostró su profundidad y originalidad de pensamiento,
señalando de paso el camino que desde entonces siguió el pensamiento trinitario
occidental. Construyendo sobre los cimientos de los Tres Grandes Capadocios,
Basilio de Cesarea, Gregorio de Niza y Gregorio de Nacianzo; Agustín hace notar
que la distinción entre las personas de la Trinidad no se deriva de su acción
externa, sino de sus relaciones internas. Esto significa que, si en nuestro lenguaje
nos referimos a cada una de las obras de Dios atribuyéndola a una u otra de las
personas divinas, verbi gratia diciendo que “El Padre es el que crea, el Hijo el que
redime y el Espíritu Santo el que santifica”; se debe básicamente a las limitaciones
de nuestro vocabulario y nuestra mente que nos impiden expresar o ver
simultáneamente como toda la Trinidad actúa en cada una de ellas. Es así como
Agustín está dispuesto a utilizar el término “persona” acuñado por Tertuliano y que
ya gozaba en Occidente del prestigio de una larga tradición, sólo en la medida en
que con él se aludiera a las “relaciones”, pues esta facultad la de relacionarse
es la que en últimas determina la “personeidad” de alguien. Sin entrar a considerar
en detalle cómo plantea las relaciones internas entre las personas de la Trinidad,
es en desarrollo de su teoría sobre las relaciones divinas que Agustín hace sus dos
grandes contribuciones al pensamiento trinitario: su teoría de la procesión del
Espíritu Santo y su doctrina de los vestigios de la Trinidad en las criaturas. La
primera de ellas es importante habida cuenta de la dificultad que los teólogos
anteriores habían tenido para expresar la diferencia que existe entre la generación
del Hijo y la procesión del Espíritu Santo. Los arrianos sacaban provecho de estas
dificultades planteando la cuestión de cómo es posible que, si ambos derivan su
ser del Padre, el uno sea Hijo y el otro no. En este contexto Agustín propone la
teoría de que el Espíritu Santo es el lazo de amor que existe entre el Padre y el Hijo,
explicación que más tarde se terminaría propagando por todo el Occidente y una de
cuyas consecuencias sería la controversia acerca del Filioque (término en latín que
significa “y del Hijo”) que tendría lugar en la Edad media entre griegos y latinos y
que fue utilizada por ambas iglesias, la de Roma y la griega, y que sirvió como
pretexto para su rompimiento definitivo en 1054 d.C. La doctrina occidental,
apoyada por los escritos de Agustín, sustentaba la doble procesión del Espíritu
Santo (precisamente, sin someterlo a consideración de los teólogos de Oriente
añadieron la expresión Filioque al Credo de Atanasio en la cláusula
correspondiente al Espíritu Santo que decía “Creo en el Espíritu Santo... que
procede del Padre” para terminar afirmando “Creo en el Espíritu Santo... que
procede del Padre y del Hijo”). Por otro lado, en lo que toca a los vestigios de la
Trinidad en las criaturas, Agustín se centra en el ser humano, del cual dice la
Escritura que fue hecho a imagen y semejanza de la Trinidad. Y dentro de las
diversas formas en que Agustín identifica los vestigios de la Trinidad en el hombre,
la más conocida, a la cual dedica su atención, es la que se compone de la
memoria, la inteligencia y la voluntad. De este modo Agustín, merced a su gran
sensibilidad psicológica, utiliza las relaciones internas de las facultades del alma
para mediante ellas tratar de comprender en la medida de lo posible, las relaciones
internas de la Trinidad. Ahora bien, este Dios trino es el creador de todo cuanto
existe de tal modo que el universo ha sido hecho ex nihilo, es decir, de la nada. No
existía un material previo al cual Dios haya dado forma, sino que Dios hizo la
materia al mismo tiempo que la forma. Recordemos que, como se dijo
anteriormente, en este punto el pensamiento agustino se aproxima al esquema
neoplatónico al afirmar el primero que todas las cosas existían eternamente en la
mente divina. Pero al mismo tiempo Agustín es consciente de la distancia que
separa al cristianismo de la filosofía pagana, ya que esas ideas que existen
eternamente en el Verbo como segunda persona de la Trinidad, vienen a ser causa
del origen de las criaturas solo por una decisión libre y voluntaria de Dios y no por
emanación necesaria como en el platonismo. De la misma manera, Agustín
sostiene que Dios creó al mundo con el tiempo y no al mundo en el tiempo, pues
de otro modo sería necesario postular la eternidad del tiempo junto a la de Dios. En
lo atinente al origen del mal, Agustín rechaza el dualismo absoluto de los
maniqueos porque, por una parte, contradice el monoteísmo cristiano, y por otra,
es manifiestamente irracional y cae en el absurdo al ser llevado hasta sus últimas
consecuencias. Considera necesario, por lo tanto, sostener que todo cuanto existe
procede de Dios y que, en consecuencia, toda naturaleza como tal es buena. De
todos modos, Agustín reconoce que el mal no es una ficción del intelecto, sino que
es una realidad incontrovertible, pero no es una naturaleza en sí, sino que es la
corrupción de la naturaleza. Esta corrupción es posible en virtud del libre albedrío
de las criaturas de naturaleza racional, ángeles y hombres. El libre albedrío es un
bien que, no obstante, puede ser utilizado por las criaturas racionales para mal,
entendiendo a este último como la decisión consciente y voluntaria por la cual la
criatura racional se aparta de Dios. Todo esto en su sentido estricto se refiere al ser
humano antes de la caída, ya que ésta afectó de tal modo a toda la descendencia
de Adán que ya no es posible hablar de una libertad total de la voluntad. En lo
referente al pecado original Agustín aceptó y desarrolló la interpretación del pecado
original como una herencia que Adán ha traspasado a sus descendientes;
interpretación que, a partir de Tertuliano, fue logrando cada vez más
preponderancia en la teología latina. Esta preponderancia se debió en buena
medida al impulso y a la autoridad que Agustín le prestó. Es así como, siguiendo la
tradición que comienza con Tertuliano, Agustín afirma que este pecado original
tanto en su culpa como en sus consecuencias pasa a todos los descendientes
de Adán como una herencia. Pero, influido por el espiritualismo platonista, Agustín
no está dispuesto a aceptar el materialismo estoico que se hallaba tras la doctrina
del Tertuliano. Por lo tanto se inclina a rechazar el “traduccionismo” y a sostener
en oposición a él el “creacionismo”, la doctrina según la cual Dios involucraba
directamente un alma para cada individuo. En lo concerniente a la gracia y la
predestinación baste decir que, a pesar de que los reformadores protestantes del
siglo XVI creyeron ver en el obispo de Hipona a un defensor de sus doctrinas
debido, entre otros, al énfasis de Agustín sobre la prioridad de la acción divina en la
salvación, a la concordancia de su doctrina de la predestinación con el
pensamiento de los reformadores al respecto y a la prioridad de la fe con relación a
las obras; también es cierto que Agustín difería radicalmente de los reformadores
por cuanto para él los méritos tenían, a posteriori, un lugar importante y necesario
en la salvación. Además la doctrina de la predestinación que Agustín propone es
infralapsaria (el decreto divino que establece quienes se salvarán es posterior a la
caída del hombre), y es además la de una predestinación “sencilla”, es decir, solo
para salvación, a diferencia de la predestinación según Calvino, que es
supralapsaria (el decreto divino que establece quienes se salvarán es anterior a la
misma creación) y “doble” (es decir que así como existen predestinados a la
salvación, también existen predestinados a condenación). Por otra parte, se suele
señalar al pensamiento del teólogo hiponense que su formulación de la gracia,
hace de ésta un poder o efluvio divino que actúa dentro del ser humano, a
diferencia del Nuevo Testamento en donde la gracia es una actitud por parte de
Dios, su amor y su perdón. De otro lado, la eclesiología de Agustín resalta la
“catolicidad” de la iglesia en la medida en que ésta se halla presente en toda la
tierra y su unidad no consiste necesariamente en la sujeción a la jerarquía, sino en
el lazo de amor que une a los que pertenecen a este cuerpo único de Cristo. En
desarrollo de esta idea Agustín plantea la cuestión de la Iglesia visible y la invisible
sin que por ello deje de prestar importancia a la iglesia institucional, jerárquica y
visible. Y es en el marco de su eclesiología que Agustín aborda el tema de los
sacramentos y su validez, asumiendo una posición moderada que contrasta con la
radicalidad actual tanto de católico romanos como de protestantes al respecto. Por
último, y a la vista de la caída de Roma en poder los godos en el 410 d.C., Agustín
se vió compelido a meditar y escribir sobre el sentido de la historia, propósito que
se concreta en otra de sus obras más conocidas llamada “La ciudad de Dios”, que
ha sido utilizada de manera forzada por la iglesia católica romana para reivindicar
sus pretensiones hegemónicas sobre la totalidad de la cristiandad, sin que éste
fuera el propósito que Agustín tenía en mente al escribirla. Finalmente Agustín
murió a los setenta y seis años de edad en la ciudad de Hipona cuando ya los
invasores vándalos la cercaban. Su muerte y la presencia de los ejércitos bárbaros
eran señal de que una era tocaba a su fin. En efecto, Agustín de Hipona es a la vez
la culminación de la era patrística y el punto de partida de la teología medieval.
Aparte del apóstol Pablo ningún otro autor cristiano puede igualarse a Agustín en lo
que se refiere a su influencia sobre el pensamiento de los siglos subsiguientes.

Recursos Adicionales:
Youtube. (2010, Marzo 21) Agustín de Hipona. Consultado en:
URL: http://www.youtube.com/watch?v=Z3anxg41LAY&sns=em

Bibliografía Básica:
Justo L. González. 2002. Historia del Pensamiento Cristiano. Editorial Caribe.

Bibliografía complementaria:
Arturo Iván Rojas. 2009. Razones para la fe. Editorial Vida.
Darío Silva-Silva. 2001. El Reto de Dios. Miami: Editorial Vida.

Criterios de Evaluación:
Capacidad de argumentación y destreza para defender la fe.
Lectura de las conferencias.

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