0 - Final de Una Lucha-Amparo Dávila

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Final de una lucha-Amparo Dávila

Estaba comprando el periódico de la tarde, cuando se vio


pasar, acompañado de una rubia. Se quedó inmóvil,
perplejo. Era él mismo, no cabía duda. Ni gemelo ni
parecido; era él quien había pasado. Llevaba el traje de
casimir inglés y la corbata listada que le había regalado
su mujer en Navidad. «Aquí tiene su vuelto», decía la
vendedora. Recibió las monedas y las guardó en el
bolsillo del saco casi sin darse cuenta. El hombre y la
rubia iban ya por la esquina. Echó a andar tras ellos
apresuradamente. Tenía que hablarles, saber quién era el
otro y dónde vivía. Necesitaba averiguar cuál de los dos
era el verdadero. Si él, Durán, era el auténtico dueño del
cuerpo y el que había pasado su sombra animada, o si el
otro era el real y él su sola sombra.

Caminaban cogidos del brazo y parecían


contentos. Durán no lograba alcanzarlos. A esa hora las
calles estaban llenas de gente y resultaba difícil caminar.
Al doblar una esquina ya no los vio. Pensó que los había
perdido y experimentó entonces aquella angustiosa
sensación, mezcla de temor y ansiedad, que a menudo
sufría. Se quedó parado mirando hacia todos lados, sin
saber qué hacer ni adónde ir. Supo entonces que él era
quien se había perdido, no los otros. En ese momento los
vio subir a un tranvía. Llegó con la boca seca y casi sin
respiración, tratando de localizarlos entre aquel
apeñuscamiento humano. Estaban hacia la mitad del
carro, cerca de la puerta de salida, aprisionados como él,
sin poder moverse. No había podido ver bien a la mujer.
Cuando pasaron por la calle le pareció hermosa. ¿Una
hermosa rubia, bien vestida, del brazo de él…? Tenía
prisa por que bajaran del tren y poder abordarlos. Sabía
que no podría soportar mucho tiempo aquella situación.
Los miró encaminarse hacia la puerta de salida y bajar.
Trató de seguirlos, pero cuando logró salir del tranvía,
ellos habían desaparecido. Los buscó inútilmente,
durante varias horas, por las calles cercanas. Entraba en
todos los establecimientos, husmeaba por las ventanas de
las casas, se detenía un buen rato en las esquinas. Nada;
no los encontró.

Abatido, desconcertado, tomó el tranvía de


regreso. Con aquel infortunado encuentro su habitual
inseguridad había crecido a tal punto que no sabía ya si
era un hombre o una sombra. Se metió en un bar, pero no
en aquel adonde acostumbraba tomar la copa con los
amigos, sino en otro donde no lo conocieran. No quería
hablar con nadie. Necesitaba estar solo, encontrarse.
Bebió varias copas, pero no pudo olvidar el encuentro.
Su mujer lo esperaba para cenar, igual que siempre. No
probó bocado. La sensación de ansiedad y de vacío le
había llegado al estómago. Aquella noche no pudo
acercarse a su mujer, cuando ella se acostó a su lado, ni
las siguientes. No podía engañarla. Sentía
remordimientos, disgusto de sí mismo. Quizás a esa
misma hora él estaba poseyendo a la hermosa rubia…

Desde la tarde aquella en que se vio pasar con una


rubia, Durán se encontraba bastante mal. Cometía
frecuentes equivocaciones en su trabajo del banco.
Estaba siempre nervioso, irritable. Pasaba poco tiempo
en su casa. Se sentía culpable, indigno de Flora. No podía
dejar de pensar en aquel encuentro. Durante varios días
había ido a la esquina aquella donde los vio y pasaba
horas enteras esperándolos. Necesitaba saber la verdad.
Conocer su condición de cuerpo, o de simple sombra.

Un día aparecieron nuevamente. Él llevaba aquel


viejo traje café que lo había acompañado tantos años. Lo
reconoció al instante; se lo había puesto tantas veces…
Le traía de golpe muchos recuerdos. Caminaba bastante
cerca de ellos. Era su mismo cuerpo, no cabía duda. La
misma velada sonrisa, el cabello a punto de encanecer, el
modo de gastar el tacón derecho, los bolsillos siempre
llenos de cosas, el periódico bajo el brazo… Era él. Subió
tras ellos al tranvía. Alcanzó a aspirar el perfume de
ella… lo conocía, Sortilège de Le Galion. Aquel
perfume que Lilia usaba siempre y que un día él le había
regalado haciendo un gran esfuerzo al comprarlo. Lilia le
había reprochado que nunca le regalaba nada. La había
amado durante varios años, cuando era un pobre
estudiante que se moría de hambre y de amor por ella.
Ella lo despreciaba porque no podía darle las cosas que
le gustaban. Amaba el lujo, los sitios caros, los
obsequios. Salía con varios hombres, con él casi
nunca… Había llegado con gran timidez a la tienda,
contando el dinero para ver si era
suficiente. «Sortilège es un bello aroma —dijo la
muchachita del mostrador—; le gustará sin duda a su
novia.» Lilia no estaba en su casa cuando fue a llevarle
el perfume. Estuvo esperándola varias horas… Cuando
se lo dio, Lilia recibió el regalo sin entusiasmo, ni
siquiera lo abrió. Sintió una gran desilusión. Aquel
perfume era todo y más de lo que él podía darle y a ella
no le importaba. Lilia era bella y fría. Ordenaba. Él no
podía complacerla…Bajaron del tranvía. Durán los
siguió de cerca. Había resuelto no abordarlos en la calle.
Caminaron varias calles. Finalmente entraron en una casa
pintada de gris. Allí vivían, sin duda. En el número 279.
Allí vivía con Lilia. No podía seguir así. Tenía que
hablarles, saberlo todo. Acabar con aquella doble vida.
No quería seguir viviendo con su mujer y con Lilia al
mismo tiempo. Amaba a Flora de una manera tranquila,
serena. Había querido a Lilia con desesperación, con
dolor de sí mismo, siempre humillado por ella. Las tenía
a las dos, las acariciaba, las poseía al mismo tiempo. Y
sólo una de ellas lo tenía realmente; la otra vivía con una
sombra. Tocó el timbre de la puerta. Volvió a
tocar… Había tenido tanta paciencia pensando que a la
larga eso la ganaría. Esperaba a Lilia en la puerta de
su casa, se contentaba con verla. Con que algunas veces
lo dejara acompañarla hasta donde ella iba. Entonces
regresaba a la pensión tranquilo; la había visto, le
había hablado… Tocó nuevamente el timbre. Oyó en ese
momento gritar a Lilia. Gritaba desesperada como si la
estuvieran golpeando. Y la golpeaba él mismo, cruel y
salvajemente. Pero él nunca tuvo valor para hacerlo, aun
cuando muchas veces lo deseó… Lilia estaba muy bella
con un vestido de raso azul, lo miró fríamente mientras
decía: «Voy a salir al teatro con mi amigo, no puedo
recibirte». Él llevaba el título que le habían entregado
ese mismo día, quería que fuera la primera en verlo.
Había pensado que lo felicitaría por aquella
calificación tan alta que había logrado sacar. Les había
dicho a sus compañeros que Lilia lo acompañaría al
baile, con el cual celebraban la terminación de sus
estudios. «Espera un momento, Lilia, sólo quiero
pedirte…» Un carro se había detenido frente a la casa.
Y Lilia no oía ya lo que él estaba diciendo. La había
tomado de un brazo tratando de retenerla sólo lo
necesario para hacerle la invitación. Ella se desprendió
de la mano que la sujetaba y corrió hasta el coche que
la esperaba. La vio sentarse muy cerca del hombre que
había ido a buscarla, la vio besarlo, alcanzó a oír su
risa. Sintió que toda la sangre se le subía a la cabeza y
por primera vez tuvo ganas de tenerla entre sus brazos
y acabar con ella, hacerla pedazos. Aquélla fue la
primera vez que bebió hasta perderse por
completo… Volvió a tocar el timbre, nadie respondía.
Seguía oyendo gritar a Lilia. Empezó entonces a golpear
la puerta. No podía dejarla morir en sus propias manos.
Tenía que salvarla… «Lo único que quiero es que me
dejes en paz, no volver a verte nunca», había dicho Lilia
aquella noche, la última que la vio. La había estado
esperando para despedirse. No podía seguir viviendo en
el mismo lugar que ella, y sufriendo día a día sus
desaires y humillaciones. Tenía que partir, alejarse
para siempre. Lilia había descendido del auto cerrando
con furia la portezuela. Un hombre bajó tras ella, y
alcanzándola, la comenzó a golpear. Él había corrido
en su ayuda. Cuando el amigo de Lilia se marchó
en su automóvil, Lilia lloraba. La había abrazado
tiernamente, protegiéndola; entonces se separó
bruscamente de él y dijo que no quería verlo más. Todo
se rebeló en su interior. Se arrepintió de haberla
librado de los golpes, de haberle mostrado su ternura.
Que el otro la hubiera matado, habría
sido su salvación. Al día siguiente se marchó de aquella
ciudad. Tenía que huir de Lilia y librarse para siempre
de aquel amor que lo empequeñecía y humillaba. No
había sido fácil olvidarla. La veía en todas las mujeres.
Creía encontrarla en los tranvías, en los cines, en los
cafés. A veces seguía por la calle bastante rato a una
mujer, hasta descubrir que no era Lilia. Oía su voz, su
risa. Recordaba sus frases, su forma de vestir, su
manera de caminar, su cuerpo tibio, elástico, que tan
pocas veces había tenido entre los brazos, y el perfume
de su cuerpo mezclado con Sortilège. Le dolía su
pobreza y se desesperaba a menudo, pensando que con
dinero Lilia lo habría querido. Había pasado varios
años viviendo de aquel recuerdo. Un día apareció Flora.
Él se había dejado llevar sin entusiasmo. Pensaba que
la única forma de terminar con Lilia era teniendo otra
mujer cerca. Se había casado sin pasión. Flora era
buena, tierna, comprensiva. Había respetado su
reserva, su otro mundo. A veces despertaba por la
noche sintiendo que era Lilia quien dormía a su lado,
palpaba el cuerpo de Flora y algo por dentro se le
desgarraba. Un día desapareció Lilia, la había
olvidado. Comenzó a acostumbrarse a Flora y a
quererla. Pasaron años… Apenas se oían los gritos de
Lilia, eran muy débiles, apagados, como si… Derribó la
puerta y entró. La casa estaba completamente a oscuras.
La lucha fue larga y sorda, terrible. Varias veces,
al caer, tocó el cuerpo inerte de Lilia. Había muerto antes
de que él pudiera llegar. Sintió su sangre tibia aún,
pegajosa. Sus cabellos se le enredaron varias veces en las
manos. Él continuó aquella oscura lucha. Tenía que llegar
hasta el fin, hasta que sólo quedara Durán, o el otro…

Hacia la medianoche salió Durán de la casa


pintada de gris. Iba herido, tambaleante. Miraba con
recelo hacia todas partes, como el que teme ser
descubierto y detenido.

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