Durán ve a su doble caminando con una mujer rubia y los sigue, tratando de descubrir cuál de los dos es el verdadero. Más tarde los ve entrar a una casa y toca la puerta, oyendo gritos adentro. Derriba la puerta y entra a una oscura lucha con su doble, tratando de determinar cuál de los dos sobrevivirá.
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Durán ve a su doble caminando con una mujer rubia y los sigue, tratando de descubrir cuál de los dos es el verdadero. Más tarde los ve entrar a una casa y toca la puerta, oyendo gritos adentro. Derriba la puerta y entra a una oscura lucha con su doble, tratando de determinar cuál de los dos sobrevivirá.
Durán ve a su doble caminando con una mujer rubia y los sigue, tratando de descubrir cuál de los dos es el verdadero. Más tarde los ve entrar a una casa y toca la puerta, oyendo gritos adentro. Derriba la puerta y entra a una oscura lucha con su doble, tratando de determinar cuál de los dos sobrevivirá.
Durán ve a su doble caminando con una mujer rubia y los sigue, tratando de descubrir cuál de los dos es el verdadero. Más tarde los ve entrar a una casa y toca la puerta, oyendo gritos adentro. Derriba la puerta y entra a una oscura lucha con su doble, tratando de determinar cuál de los dos sobrevivirá.
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Final de una lucha-Amparo Dávila
Estaba comprando el periódico de la tarde, cuando se vio
pasar, acompañado de una rubia. Se quedó inmóvil, perplejo. Era él mismo, no cabía duda. Ni gemelo ni parecido; era él quien había pasado. Llevaba el traje de casimir inglés y la corbata listada que le había regalado su mujer en Navidad. «Aquí tiene su vuelto», decía la vendedora. Recibió las monedas y las guardó en el bolsillo del saco casi sin darse cuenta. El hombre y la rubia iban ya por la esquina. Echó a andar tras ellos apresuradamente. Tenía que hablarles, saber quién era el otro y dónde vivía. Necesitaba averiguar cuál de los dos era el verdadero. Si él, Durán, era el auténtico dueño del cuerpo y el que había pasado su sombra animada, o si el otro era el real y él su sola sombra.
Caminaban cogidos del brazo y parecían
contentos. Durán no lograba alcanzarlos. A esa hora las calles estaban llenas de gente y resultaba difícil caminar. Al doblar una esquina ya no los vio. Pensó que los había perdido y experimentó entonces aquella angustiosa sensación, mezcla de temor y ansiedad, que a menudo sufría. Se quedó parado mirando hacia todos lados, sin saber qué hacer ni adónde ir. Supo entonces que él era quien se había perdido, no los otros. En ese momento los vio subir a un tranvía. Llegó con la boca seca y casi sin respiración, tratando de localizarlos entre aquel apeñuscamiento humano. Estaban hacia la mitad del carro, cerca de la puerta de salida, aprisionados como él, sin poder moverse. No había podido ver bien a la mujer. Cuando pasaron por la calle le pareció hermosa. ¿Una hermosa rubia, bien vestida, del brazo de él…? Tenía prisa por que bajaran del tren y poder abordarlos. Sabía que no podría soportar mucho tiempo aquella situación. Los miró encaminarse hacia la puerta de salida y bajar. Trató de seguirlos, pero cuando logró salir del tranvía, ellos habían desaparecido. Los buscó inútilmente, durante varias horas, por las calles cercanas. Entraba en todos los establecimientos, husmeaba por las ventanas de las casas, se detenía un buen rato en las esquinas. Nada; no los encontró.
Abatido, desconcertado, tomó el tranvía de
regreso. Con aquel infortunado encuentro su habitual inseguridad había crecido a tal punto que no sabía ya si era un hombre o una sombra. Se metió en un bar, pero no en aquel adonde acostumbraba tomar la copa con los amigos, sino en otro donde no lo conocieran. No quería hablar con nadie. Necesitaba estar solo, encontrarse. Bebió varias copas, pero no pudo olvidar el encuentro. Su mujer lo esperaba para cenar, igual que siempre. No probó bocado. La sensación de ansiedad y de vacío le había llegado al estómago. Aquella noche no pudo acercarse a su mujer, cuando ella se acostó a su lado, ni las siguientes. No podía engañarla. Sentía remordimientos, disgusto de sí mismo. Quizás a esa misma hora él estaba poseyendo a la hermosa rubia…
Desde la tarde aquella en que se vio pasar con una
rubia, Durán se encontraba bastante mal. Cometía frecuentes equivocaciones en su trabajo del banco. Estaba siempre nervioso, irritable. Pasaba poco tiempo en su casa. Se sentía culpable, indigno de Flora. No podía dejar de pensar en aquel encuentro. Durante varios días había ido a la esquina aquella donde los vio y pasaba horas enteras esperándolos. Necesitaba saber la verdad. Conocer su condición de cuerpo, o de simple sombra.
Un día aparecieron nuevamente. Él llevaba aquel
viejo traje café que lo había acompañado tantos años. Lo reconoció al instante; se lo había puesto tantas veces… Le traía de golpe muchos recuerdos. Caminaba bastante cerca de ellos. Era su mismo cuerpo, no cabía duda. La misma velada sonrisa, el cabello a punto de encanecer, el modo de gastar el tacón derecho, los bolsillos siempre llenos de cosas, el periódico bajo el brazo… Era él. Subió tras ellos al tranvía. Alcanzó a aspirar el perfume de ella… lo conocía, Sortilège de Le Galion. Aquel perfume que Lilia usaba siempre y que un día él le había regalado haciendo un gran esfuerzo al comprarlo. Lilia le había reprochado que nunca le regalaba nada. La había amado durante varios años, cuando era un pobre estudiante que se moría de hambre y de amor por ella. Ella lo despreciaba porque no podía darle las cosas que le gustaban. Amaba el lujo, los sitios caros, los obsequios. Salía con varios hombres, con él casi nunca… Había llegado con gran timidez a la tienda, contando el dinero para ver si era suficiente. «Sortilège es un bello aroma —dijo la muchachita del mostrador—; le gustará sin duda a su novia.» Lilia no estaba en su casa cuando fue a llevarle el perfume. Estuvo esperándola varias horas… Cuando se lo dio, Lilia recibió el regalo sin entusiasmo, ni siquiera lo abrió. Sintió una gran desilusión. Aquel perfume era todo y más de lo que él podía darle y a ella no le importaba. Lilia era bella y fría. Ordenaba. Él no podía complacerla…Bajaron del tranvía. Durán los siguió de cerca. Había resuelto no abordarlos en la calle. Caminaron varias calles. Finalmente entraron en una casa pintada de gris. Allí vivían, sin duda. En el número 279. Allí vivía con Lilia. No podía seguir así. Tenía que hablarles, saberlo todo. Acabar con aquella doble vida. No quería seguir viviendo con su mujer y con Lilia al mismo tiempo. Amaba a Flora de una manera tranquila, serena. Había querido a Lilia con desesperación, con dolor de sí mismo, siempre humillado por ella. Las tenía a las dos, las acariciaba, las poseía al mismo tiempo. Y sólo una de ellas lo tenía realmente; la otra vivía con una sombra. Tocó el timbre de la puerta. Volvió a tocar… Había tenido tanta paciencia pensando que a la larga eso la ganaría. Esperaba a Lilia en la puerta de su casa, se contentaba con verla. Con que algunas veces lo dejara acompañarla hasta donde ella iba. Entonces regresaba a la pensión tranquilo; la había visto, le había hablado… Tocó nuevamente el timbre. Oyó en ese momento gritar a Lilia. Gritaba desesperada como si la estuvieran golpeando. Y la golpeaba él mismo, cruel y salvajemente. Pero él nunca tuvo valor para hacerlo, aun cuando muchas veces lo deseó… Lilia estaba muy bella con un vestido de raso azul, lo miró fríamente mientras decía: «Voy a salir al teatro con mi amigo, no puedo recibirte». Él llevaba el título que le habían entregado ese mismo día, quería que fuera la primera en verlo. Había pensado que lo felicitaría por aquella calificación tan alta que había logrado sacar. Les había dicho a sus compañeros que Lilia lo acompañaría al baile, con el cual celebraban la terminación de sus estudios. «Espera un momento, Lilia, sólo quiero pedirte…» Un carro se había detenido frente a la casa. Y Lilia no oía ya lo que él estaba diciendo. La había tomado de un brazo tratando de retenerla sólo lo necesario para hacerle la invitación. Ella se desprendió de la mano que la sujetaba y corrió hasta el coche que la esperaba. La vio sentarse muy cerca del hombre que había ido a buscarla, la vio besarlo, alcanzó a oír su risa. Sintió que toda la sangre se le subía a la cabeza y por primera vez tuvo ganas de tenerla entre sus brazos y acabar con ella, hacerla pedazos. Aquélla fue la primera vez que bebió hasta perderse por completo… Volvió a tocar el timbre, nadie respondía. Seguía oyendo gritar a Lilia. Empezó entonces a golpear la puerta. No podía dejarla morir en sus propias manos. Tenía que salvarla… «Lo único que quiero es que me dejes en paz, no volver a verte nunca», había dicho Lilia aquella noche, la última que la vio. La había estado esperando para despedirse. No podía seguir viviendo en el mismo lugar que ella, y sufriendo día a día sus desaires y humillaciones. Tenía que partir, alejarse para siempre. Lilia había descendido del auto cerrando con furia la portezuela. Un hombre bajó tras ella, y alcanzándola, la comenzó a golpear. Él había corrido en su ayuda. Cuando el amigo de Lilia se marchó en su automóvil, Lilia lloraba. La había abrazado tiernamente, protegiéndola; entonces se separó bruscamente de él y dijo que no quería verlo más. Todo se rebeló en su interior. Se arrepintió de haberla librado de los golpes, de haberle mostrado su ternura. Que el otro la hubiera matado, habría sido su salvación. Al día siguiente se marchó de aquella ciudad. Tenía que huir de Lilia y librarse para siempre de aquel amor que lo empequeñecía y humillaba. No había sido fácil olvidarla. La veía en todas las mujeres. Creía encontrarla en los tranvías, en los cines, en los cafés. A veces seguía por la calle bastante rato a una mujer, hasta descubrir que no era Lilia. Oía su voz, su risa. Recordaba sus frases, su forma de vestir, su manera de caminar, su cuerpo tibio, elástico, que tan pocas veces había tenido entre los brazos, y el perfume de su cuerpo mezclado con Sortilège. Le dolía su pobreza y se desesperaba a menudo, pensando que con dinero Lilia lo habría querido. Había pasado varios años viviendo de aquel recuerdo. Un día apareció Flora. Él se había dejado llevar sin entusiasmo. Pensaba que la única forma de terminar con Lilia era teniendo otra mujer cerca. Se había casado sin pasión. Flora era buena, tierna, comprensiva. Había respetado su reserva, su otro mundo. A veces despertaba por la noche sintiendo que era Lilia quien dormía a su lado, palpaba el cuerpo de Flora y algo por dentro se le desgarraba. Un día desapareció Lilia, la había olvidado. Comenzó a acostumbrarse a Flora y a quererla. Pasaron años… Apenas se oían los gritos de Lilia, eran muy débiles, apagados, como si… Derribó la puerta y entró. La casa estaba completamente a oscuras. La lucha fue larga y sorda, terrible. Varias veces, al caer, tocó el cuerpo inerte de Lilia. Había muerto antes de que él pudiera llegar. Sintió su sangre tibia aún, pegajosa. Sus cabellos se le enredaron varias veces en las manos. Él continuó aquella oscura lucha. Tenía que llegar hasta el fin, hasta que sólo quedara Durán, o el otro…
Hacia la medianoche salió Durán de la casa
pintada de gris. Iba herido, tambaleante. Miraba con recelo hacia todas partes, como el que teme ser descubierto y detenido.