Alégrense Donándose en Santidad
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1. Introducción
Hasta ahora el Papa Francisco había ofrecido al Pueblo de Dios dos exhor-
taciones apostólicas, con la particularidad de utilizar en sus títulos conceptos
relativos a la alegría. Con la primera, Evangelii Gaudium (2013), delineó su
pontificado a través de la clave del anuncio gozoso del Evangelio, y fue pre-
sentada al concluir el Año de la Fe y el Sínodo para la Nueva Evangelización.
Posteriormente en 2016, fruto de la reflexión de los sínodos ordinario y ex-
traordinario sobre la Familia, publicó la esperada y aún controvertida Amoris
Laetitia, invitando a vivir la dicha del amor.
Ahora, y sin otro contexto más específico que la vida cristiana cotidiana, el
Papa regala un documento magisterial de 177 parágrafos con un nombre que
nuevamente invita al júbilo: Gaudete et exsultate, haciendo eco de las alentadoras
palabras de Jesús en las Bienaventuranzas: ‘Alégrense y regocíjense’ (Mt 5,12). «En
medio de esta vorágine actual, el Evangelio vuelve a resonar para ofrecernos una
vida diferente, más sana y más feliz» (GE 108)2. Esta vez el Santo Padre se pro-
pone renovar una enseñanza milenaria de la Iglesia, ya acentuada vigorosamente
por la Lumen gentium3 durante el Concilio Vaticano II, pero siempre esencial para
la vida cristiana: el llamado universal a la santidad, «procurando encarnarlo en el
contexto actual, con sus riesgos, desafíos y oportunidades» (GE 2).
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3. El binomio Santidad-Entrega:
«Cristo mismo quiere vivirlo contigo»
La santidad a la que apela el Papa es a aquella que se juega en la misión de una
vida cristiana radicalmente comprometida con la construcción del Reino de Dios
en la tierra. Pero insiste en que se trata de una tarea irrealizable en su dimensión
santificadora si no concurre la presencia y asistencia del mismo Jesús. «El desafío
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es vivir la propia entrega de tal manera que los esfuerzos tengan un sentido evan-
gélico y nos identifiquen más y más con Jesucristo» (GE 28).
Francisco exhorta a esa búsqueda de la justicia no manipulada por intereses
mezquinos, sino a aquella que «empieza por hacerse realidad en la vida de cada
uno siendo justo en las propias decisiones, y luego se expresa buscando la justicia
para los pobres y los débiles. […] Buscar la justicia con hambre y sed, esto es
santidad» (GE 79).
Así, hace hincapié en el hecho que la búsqueda del Reino de Dios, que exige
de esfuerzos humanos orientados a la promoción social, no puede carecer de
raíz cristiana. Francisco advierte: «Tu identificación con Cristo y sus deseos,
implica el empeño por construir, con él, ese reino de amor, justicia y paz para
todos. Cristo mismo quiere vivirlo contigo, en todos los esfuerzos o renuncias
que implique, y también en las alegrías y en la fecundidad que te ofrezca. Por
lo tanto, no te santificarás sin entregarte en cuerpo y alma para dar lo mejor de
ti en ese empeño» (GE 25). En síntesis, la actividad como entrega nos santifica,
pero si Cristo está al lado.
Por ende, la unión con Cristo es básica en cualquier experiencia de santidad,
porque Él, que es el Santo, nos participa de su condición, a la que estamos llama-
dos a configurarnos por ser nosotros esencialmente imagen y semejanza suya. En
consecuencia, «la santidad está hecha de una apertura habitual a la trascendencia,
que se expresa en la oración y en la adoración. El santo es una persona con espíri-
tu orante, que necesita comunicarse con Dios. Es alguien que no soporta asfixiar-
se en la inmanencia cerrada de este mundo, y en medio de sus esfuerzos y entregas
suspira por Dios, sale de sí en la alabanza y amplía sus límites en la contemplación
del Señor. No creo en la santidad sin oración, aunque no se trate necesariamente
de largos momentos o de sentimientos intensos» (GE 147).
Esta dinámica, ya plasmada en el ora et labora benedictino, recobra vigencia en
un mundo donde los argumentos opuestos se han instalado como premisas bási-
cas de una dialéctica infecunda que impide una reflexión más profunda, incluso
dentro de nuestra propia comunidad eclesial. Bajo esta perspectiva majaderamen-
te polarizada y polarizadora, o se pertenece al grupo de quienes actúan, o bien a
aquel de quienes rezan.
El Papa no se deja encasillar por esa diatriba perversa donde no hay matices
ni términos medios, y llama nuevamente al discernimiento para la acción. Esto
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que Cristo alcanza en nosotros, por el grado como, con la fuerza del Espíritu Santo,
modelamos toda nuestra vida según la suya5. Así, cada santo es un mensaje que el
Espíritu Santo toma de la riqueza de Jesucristo y regala a su pueblo» (GE 21).
También llama falsificaciones a estas propuestas de santificación engañosas,
que so pretexto de una trascendencia orientada a Dios, finalmente proponen un
inmanentismo antropocéntrico que conduce al hombre a su propia búsqueda
(cf. GE 35). Entonces, retomando y profundizando enérgicamente un tema que
había abordado en un par de números de su encíclica Evangelii gaudium, insiste
en que estas herejías llevan «a un elitismo narcisista y autoritario, donde en lugar de
evangelizar lo que se hace es analizar y clasificar a los demás, y en lugar de facilitar el
acceso a la gracia se gastan las energías en controlar. En los dos casos, ni Jesucristo ni
los demás interesan verdaderamente»6.
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individual por sobre la gracia de Dios, el mérito personal termina siendo lo esen-
cial y el don divino aparece como un hecho accesorio, al cual, por medio de un
relato forzado, se busca darle una cabida meramente nominal:
«Los que responden a esta mentalidad pelagiana o semipelagiana, aunque
hablen de la gracia de Dios con discursos edulcorados ‘en el fondo solo
confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir
determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo
católico’ (EG 94)» (GE 49).
A partir de esto se produce una torcedura en el camino de santidad, que
pierde su dirección y se vuelve oscuro y tortuoso. «Esto afecta a grupos, movi-
mientos y comunidades, y es lo que explica por qué tantas veces comienzan con
una intensa vida en el Espíritu, pero luego terminan fosilizados... o corruptos»
(GE 58). Se pierde así la fidelidad a arrancar la vida desde la iniciativa divina
que comunica el Paráclito.
El pelagianismo huye de la precariedad personal, inconsciente de que es allí
precisamente el lugar privilegiado para la acción salvífica de Dios, donde puede
obrar con más potencia su gracia. La insuficiencia humana, desde la mentalidad
pelagiana, llevaría a no merecer el don de su amor, y por eso hay que empeñar y
forzar la voluntad en superarse. Pero, por el contrario, el camino de liberación que
abrió el Señor Jesús permite darse cuenta de que «su amistad nos supera infinita-
mente, no puede ser comprada por nosotros con nuestras obras y solo puede ser
un regalo de su iniciativa de amor. Esto nos invita a vivir con una gozosa gratitud
por ese regalo que nunca mereceremos» (GE 54).
El antídoto antipelagiano que propone Gaudete et exsultate es una entrega que
no busca comprar el amor de Dios. Por el contrario, «se trata de ofrecernos a él
que nos primerea, de entregarle nuestras capacidades, nuestro empeño, nuestra
lucha contra el mal y nuestra creatividad, para que su don gratuito crezca y se
desarrolle en nosotros» (GE 56).
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vida a las novedades del consumo, al mismo tiempo que otros solo miran desde
afuera mientras su vida pasa y se acaba miserablemente» (GE 101).
Francisco no es ingenuo respecto de extremismos que, pese a que sus orígenes
pueden ser muy iluminados por una recta intención cristiana, terminan mutilan-
do el corazón del Evangelio al radicalizarse y perder su sentido de santidad.
En primer lugar, están aquellos que, esforzándose por cumplir las exigencias
de misericordia a las que nos llama el Señor, acaban rompiendo la relación perso-
nal con Él, de modo que transforman «al cristianismo en una especie de ONG,
quitándole esa mística luminosa que tan bien vivieron y manifestaron san Fran-
cisco de Asís, san Vicente de Paúl, santa Teresa de Calcuta y otros muchos. A estos
grandes santos ni la oración, ni el amor de Dios, ni la lectura del Evangelio les
disminuyeron la pasión o la eficacia de su entrega al prójimo, sino todo lo con-
trario» (GE 100). En segundo lugar, el Santo Padre se refiere a quienes arrojan un
manto de sospecha o de indiferencia sobre aquellos que han asumido un genuino
compromiso social, y lo desestiman por ser «superficial, mundano, secularista,
inmanentista, comunista, populista. O lo relativizan como si hubiera otras cosas
más importantes o como si solo interesara una determinada ética o una razón que
ellos defienden» (GE 101).
Ni lo uno ni lo otro es el sano equilibrio que engendra el vínculo con Dios y
que nos configura con Él según su gracia. Por eso, la reflexión del Papa ofrece en
este contexto una clave que nos introduce en la vida de santidad, y que no es otra
que la misma que ha orientado su magisterio como sucesor de Pedro: la miseri-
cordia. Se trata de la experiencia profunda de la misericordia de Dios para con
nosotros que, como gracia, ha de anidar en nuestras historias y desbordar desde
nosotros hacia nuestros hermanos, como expresión y consecuencia de un encuen-
tro primero con el Amor Gratuito e Infinito en Dios9. Ese es el culto que más
agrada a Dios, según el Papa, porque «quien de verdad quiera dar gloria a Dios
con su vida, quien realmente anhele santificarse para que su existencia glorifique
al Santo, está llamado a obsesionarse, desgastarse y cansarse intentando vivir las
obras de misericordia» (GE 107).
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certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de todo (EG 6). Es una segu-
ridad interior, una serenidad esperanzada que brinda una satisfacción espiritual
incomprensible para los parámetros mundanos» (GE 125).
Condición básica para esta vivencia de la santidad es aquella parresía a la que
tanto ha hecho referencia Francisco en su lustro de pontificado, y que en este
documento sintetiza como audacia y fervor. «Los santos sorprenden, desinstalan,
porque sus vidas nos invitan a salir de la mediocridad tranquila y anestesiante».
(GE 138) Esta es la actitud de quien, lleno del Espíritu Santificador, se lanza a la
misión. Orientando la mirada fuera de sí misma, esta gracia opera como motor
interior de la persona y, en consecuencia, de la evangelización.
«Miremos a Jesús: su compasión entrañable no era algo que lo ensimisma-
ra, no era una compasión paralizante, tímida o avergonzada como muchas
veces nos sucede a nosotros, sino todo lo contrario. Era una compasión que
lo movía a salir de sí con fuerza para anunciar, para enviar en misión, para
enviar a sanar y a liberar. Reconozcamos nuestra fragilidad, pero dejemos
que Jesús la tome con sus manos y nos lance a la misión. Somos frágiles,
pero portadores de un tesoro que nos hace grandes y que puede hacer más
buenos y felices a quienes lo reciban. La audacia y el coraje apostólico son
constitutivos de la misión» (GE 131).
Ahora bien, evidentemente una vida entregada no puede replegarse sobre sí
misma ni se realiza de modo aislado en un individualismo que excluye las relacio-
nes personales. Francisco identifica la comunidad como el ámbito donde se vive,
se promueve y se custodia la santidad, más aún en condiciones sociales donde es
«tal el bombardeo que nos seduce que, si estamos demasiado solos, fácilmente
perdemos el sentido de la realidad, la claridad interior, y sucumbimos» (GE 140).
La misión eclesial es comunitaria, como lo es la creación entera, y en especial la
raza humana que, a imagen de Dios, no es ni sola ni solitaria. Para el Papa, la vida
comunitaria, «sea en la familia, en la parroquia, en la comunidad religiosa o en
cualquier otra, está hecha de muchos pequeños detalles cotidianos. Esto ocurría
en la comunidad santa que formaron Jesús, María y José, donde se reflejó de ma-
nera paradigmática la belleza de la comunión trinitaria» (GE 143).
Y así como la relación fraterna es tan necesaria, resulta esencial para una vida
que busca la santidad mantenerse en la presencia de Dios a través de un vínculo
basado en un tratar amistoso y cotidiano con Él. El Santo Padre es rotundo: no
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cree que pueda haber santidad sin una oración constante, no por ello particular-
mente larga ni emotiva (Cf. GE 147). Por eso insiste en que esta práctica no es
privilegio de algunas almas, sino que la «oración confiada es una reacción del co-
razón que se abre a Dios frente a frente, donde se hacen callar todos los rumores
para escuchar la suave voz del Señor que resuena en el silencio» (GE 149). Sería
paradójico afirmar al mismo tiempo un llamado universal a la santidad y un ac-
ceso restringido a la oración que conduce a ella. Por eso, mostrando su arraigada
espiritualidad ignaciana, Francisco invita a ejercitar dicha oración individual y/o
comunitaria, a través de la historia por la que el Espíritu nos ha conducido.
«Si Dios ha querido entrar en la historia, la oración está tejida de recuer-
dos. No solo del recuerdo de la Palabra revelada, sino también de la propia
vida, de la vida de los demás, de lo que el Señor ha hecho en su Iglesia.
[…] Mira tu historia cuando ores y en ella encontrarás tanta misericordia.
Al mismo tiempo esto alimentará tu conciencia de que el Señor te tiene
en su memoria y nunca te olvida. Por consiguiente, tiene sentido pedirle
que ilumine aun los pequeños detalles de tu existencia, que a él no se le
escapan». (GE 153)
Entre muchas precisiones que hace respecto de la oración, el Papa destaca
la súplica por los demás, donde confluyen ternura y confianza. Así, hace frente
a quienes prejuiciosamente reducen la oración a una mera experiencia contem-
plativa, donde la presencia de un rostro fraterno sería una distracción: «[…] la
realidad es que la oración será más agradable a Dios y más santificadora si en ella,
por la intercesión, intentamos vivir el doble mandamiento que nos dejó Jesús. La
intercesión expresa el compromiso fraterno con los otros cuando en ella somos
capaces de incorporar la vida de los demás, sus angustias más perturbadoras y sus
mejores sueños» (GE 154).
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Hay una voluntad del sucesor de Pedro de que cada persona a lleve esta re-
flexión a su corazón y se cuestione abierta e inmediatamente lo que él les propone:
«Deja que la gracia de tu Bautismo fructifique en un camino de santidad»
(GE 15).
«Tú también necesitas concebir la totalidad de tu vida como una misión.
Inténtalo escuchando a Dios en la oración y reconociendo los signos que
él te da. Pregúntale siempre al Espíritu qué espera Jesús de ti en cada mo-
mento de tu existencia y en cada opción que debas tomar, para discernir
el lugar que eso ocupa en tu propia misión. Y permítele que forje en ti ese
misterio personal que refleje a Jesucristo en el mundo de hoy» (GE 23).
«Ojalá puedas reconocer cuál es esa palabra, ese mensaje de Jesús que Dios
quiere decir al mundo con tu vida» (GE 24).
Esta particularidad de la redacción es una especie de metálogo que, asumiendo
el fondo del mensaje que quiere actualizar -la universalidad del llamado a la santi-
dad-, deviene accesible por medio de la simplicidad de su forma, para que todos
puedan acogerlo, reflexionarlo y vivirlo:, Ser santos dándonos desde la gracia de
Dios, configurados con Cristo que se da por nosotros, porque como dice Jesús en
una cita que se repite dos veces en esta exhortación, hay más dicha en dar que en
recibir (Hch 20,35), y ese es el núcleo de la santidad.
Notas
1 Sacerdote de la Arquidiócesis de Santiago. Ejerce su ministerio actualmente en el Dicaste-
rio para la Comunicación de la Santa Sede Apostólica.
2 Francisco, Exhortación apostólica Gaudete et exsultate (GE), 2018, Nº108.
3 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 1964,
Nº 39-42.
4 Von Balthasar, Hans U., “Teología y santidad”, en Communio 6 (1987), 489.
5 Benedicto XVI, Catequesis (13 de abril de 2011): L’Osservatore Romano, ed. Semanal en
lengua española (17 de abril de 2011), p.11.
6 Francisco, Exhortación apostólica Evangelii gaudium (EG), 2013, Nº94.
7 Francisco, Carta al Gran Canciller de la Pontificia Universidad Católica Argentina en el
centenario de la Facultad de Teología (3 marzo 2015): L’Osservatore Romano (10 marzo
2015), p. 6.
8 Cf. S. Buenaventura, Las seis alas del Serafín 3, 8: «Non omnes omnia possunt». Cabe
entenderlo en la línea del Catecismo de la Iglesia Católica, 1735.
9 Cf. V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Docu-
mento de Aparecida (29 junio 2007), 14.
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