Hinestrosa, La Profesión Jurídica PDF
Hinestrosa, La Profesión Jurídica PDF
Hinestrosa, La Profesión Jurídica PDF
La profesión jurídica*
❱ F ernando H inestrosa **
decir de las providencias judiciales, los alegatos, los contratos; todas esas piezas
de ordinario breves y concisas, a despecho del tiempo de que se disponía para su
redacción, o quizá por ello.
El abogado ocupaba, por esa pluralidad de motivos y circunstancias, una
posición señera en las distintas comunidades, sobresaliente en el ámbito muni-
cipal, en donde aún mantiene su halo. El círculo profesional era reducido, y sin
poderse sostener que fuera aristocrático, sí era objeto de estima y consideración
especiales, por las calidades intelectuales, cívicas y éticas de sus integrantes, cuyo
consejo se buscaba para muchos menesteres distintos del derecho, y se atendía
en fuerza de su experiencia, prudencia y buen juicio. Puede afirmarse que se
operaba una selección natural de los aspirantes a adelantar la carrera universita-
ria, mediante la comparación entre las aptitudes que exigía aquel arquetipo y la
vocación del joven, y que el estudiante de derecho tenía por meta ser estadista o
ser magistrado, o dicho más llanamente, desempeñarse en la dirección y la admi-
nistración del Estado, o en las corporaciones públicas representativas, o fungir
como juez, fiscal, procurador, e ir ascendiendo hasta llegar a la Corte; en otras
palabras, su realización giraba en derredor del valor prestancia, del reconoci-
miento social. Su mente no daba cabida a la ostentación, tampoco podía soñar en
la posibilidad de enriquecimiento con el trabajo profesional, y menos imaginar
que la jurídica pudiera convertirse en profesión de alto riesgo. Se le identificaba
de lejos por el hablar ampuloso, inherente a la exigencia de convencer, propia del
oficio del abogado, es decir, por la retórica, y por su vestimenta formal, quizá el
solo remanente de la toga y el birrete del ceremonial académico y de los estrados
judiciales, que, sin embargo, no alcanzaba a mostrarlo petimetre.
Por lo demás, esa figura fue común a los distintos países del llamado mundo
occidental, posiblemente más afectada o artificial en los de América Latina. La
bibliografía que hoy se ocupa por doquier de examinar la transformación que se
ha venido operando en el campo de la profesión jurídica resalta en el abogado
de antaño esos ideales, valores, aspiraciones. Se señalan la sabiduría y el espíritu
cívico como caracteres de aquel modelo, entendidos como una síntesis de forma-
ción humanística, esto es, filosófica y literaria, voluntad de servicio, ponderación,
prudencia, y conocimiento y manejo ágil de máximas jurídicas y, por descontado,
del lenguaje. A ese momento corresponde la disputa acerca de si el derecho era
o es una ciencia, una técnica, un oficio o un arte, para privilegiar la orientación
de que el ideal de abogado es el de una persona de buenos sentido y juicio, con
criterio de equidad y una sensibilidad exquisita por el bien público, lo cual, a
despecho de los artificios y juegos florales de la recitación de máximas latinas y
párrafos enteros de textos doctrinarios farragosos, lo aproximaba a aquel para-
digma clásico romano del ars boni et aequi.
De esa figura se fue pasando al abogado comprometido, a semejanza de la
del ‘intelectual comprometido’, no menos artificiosa y vaga, y llegando al aboga-
do ‘técnico’. Aquel romanticismo, según las alineaciones, fue derivando hacia un
ejercicio del derecho, ora político, ora técnico, adjetivos estos que han de poner-
se entre comillas. En fuerza de una especie de ensoñación o embeleco estatista,
dos generaciones atrás, se pretendió por gentes de “avanzada”, en impulso que
se ha prolongado inercialmente y por esfuerzos espasmódicos de los cultores de
dicha tendencia, que la formación del jurista redujera, si no eliminara, el estu-
dio de la normatividad en sí y en su devenir, para dar pábulo a la economía, la
filosofía, la sociología, en una palabra, que la teología, ya marxista, ya cristiana,
ocupara en la educación el lugar de la teoría general del derecho y de los princi-
pios de la hermenéutica y la dogmática de las distintas ramas de aquel. El profe-
sional del derecho no debería, pues, ser, o aspirar a ser, un “jurisprudente”, sino
un “ingeniero social”, comprometido en el diseño de las instituciones, algo así
como el “constructivismo” en el campo de las artes plásticas. Derribar, construir
y reconstruir, pisándole los terrenos a la criminología, la estadística, la “ciencia”
política, con actitud despectiva hacia el ejercicio rutinario de interpretar y apli-
car la ley. Así, aquellas virtudes, aquella consideración de la tradición: las mores
maiorum, el Volksgeist, o simplemente, el alma de la nación, resultaban contrarias
al Diktat de la “Ciencia” y de la “Actualidad” y, por ende, debían ser inmoladas
en el altar del cientifismo.
Pero sigamos el decurso de lo acontecido. A la segunda posguerra sucedió la
Guerra Fría y a esta su “posguerra”. La exaltación de la economía de mercado,
la execración del “Welfare State”, la privatización a ultranza pasaron a ocupar el
lugar de los dogmas y lemas precedentes, auspiciadas por el anhelo natural de
mejoramiento del nivel de vida de las clases emergentes. A grandes brochazos,
el panel habría de incluir también la concurrencia del efecto demostrativo de
la sociedad de consumo y, por ende, de la sustitución del “ser” por el “tener”, o
como se suele indicar con una paráfrasis shakespereana: “to have or not to have”,
en vez de “to be or not to be”. La cuestión consiste hoy en poner de presente que
la medida del valor humano es más patrimonial que personal, o simplemente,
que la condición personal, como las obligaciones, ha de ser apreciada en dinero.
¿Será menester subrayar este hecho en un país humillado por Ia riqueza insolen-
te del narcotráfico y la corrupción, e intimidado por el militarismo de todos los
matices y raleas?
La sensación, el sabor que deja el examen atento de la situación del país, son
amargos y es difícil no caer en la desesperanza. Las gentes no creen en el dere-
cho, desconfían de las instituciones, ¿qué nos queda de democracia y a dónde
irá a parar la libertad? El ciudadano se encuentra indefenso ante los matones,
la policía anda comprometida en funciones distintas de las genuinas, y la fuerza
pública no acierta a guardar un orden público resquebrajado, amén de que la
ciudadanía no se siente comprometida con la suerte de la patria, a la que trata
como a un ser ajeno a ella. La indisciplina social, la rebeldía dispersa, el egoís-
mo, en una palabra, la anomia, avanzan, corroen el alma nacional. Como en el
poema En la niebla de Hermann Hesse, “nadie conoce al otro, cada cual está solo”. Y
va más allá del comentario anónimo acre en el corrillo. Nadie se le mide al riesgo
de desagradar al poderoso o incomodar al superior, ni siquiera del de disentir.
La legislación no es objeto de análisis crítico; mucho menos la jurisprudencia.
Se recopilan y acumulan reverentemente pasajes de fallos, y se les esgrime con
oportunismo. A la mora judicial se responde reprochando a la [acción de] tutela y
creando inopinadamente nuevas plazas de jueces y magistrados, que dejan intac-
tas las fallas de metodología en el trabajo. ¿Y a quién le duele la proliferación de
escuelas de derecho y la producción masiva de abogados desprovistos de las cali-
dades y herramientas indispensables para su desempeño profesional? El Estado,
como es habitual, habrá de incorporarlos a su caudal burocrático, y la ciudadanía
habrá de sufrir sus deficiencias de todo orden. Diera la impresión de que el ciu-
dadano, sintiéndose no sólo indefenso, sino apabullado, prefiere convertirse en
súbdito y disputar con sus congéneres el favor de los poderosos, entre quienes
descuellan, por cierto, no solo los detentadores del poder público, sino también,
y aún más, quienes representan intereses privados, y no nacionales. Todo lo cual
tiene repercusiones adversas sobre la profesión jurídica en sus distintos estadios
y ambientes.
Me dirijo a Uds., profesionales del derecho de todas las regiones del país,
de todas las edades, con variada experiencia, que se desempeñan en los distintos
oficios para los cuales habilita el título, con preocupación íntima, rayana en la
angustia, aportando reflexiones ciertamente no amables y gratas, pero sí sinceras:
antes que abogados somos ciudadanos, y en ambas condiciones tenemos posibili-
dades y responsabilidades mayores que las de otras gentes. Nuestra patria, nues-
tra profesión, se nos están desliendo; los ideales, principios, valores en los que
hemos creído, que dan sustento a la propia existencia, se nos están esfumando, se
han convertido en sombras, fantasmas, simulaciones. Y no podemos permanecer
impávidos o indiferentes. Como abogados: legisladores, jueces, fiscales, conseje-
ros, asesores, gestores, apoderados, profesores, hemos de reaccionar, individual y
colectivamente; en nuestras manos está la posibilidad de volver por los fueros de
la humanidad y la racionalidad en las relaciones entre los colombianos y, de ahí
en adelante, la exigencia de rescatar la dignidad, la majestad y la efectividad del
derecho y de la justicia. ¿Cómo? La respuesta es de las mayores sencillez y grave-
dad: ejerciendo la ciudadanía a plenitud, ejerciendo el derecho y administrando
la justicia sinceramente, anteponiendo el bien público a cualquier interés parti-
cular, y teniendo presentes en toda oportunidad las exigencias fundamentales de
la hombría de bien: el temple de carácter y la honestidad.
Ciertamente no me animan ni guían propósitos de retorno o vuelta a tiem-
pos, concepciones y actitudes pretéritos o periclitados. Todos a una, hemos de
rescatar los valores de la especie y de la patria, y con esas materias primas re-
crear el tejido social, la ética y el sentido del derecho. No son ellos, por cierto,
“trabajos de Hércules”; cambios de actitudes, perseverancia de una conducta
severa, estricta, vigilante de uno mismo y de los demás; solidaridad social, fe en
la igualdad como valor y como medio, y búsqueda de ella, con sacrificio personal;
voluntad y ética de servicio público, respeto al prójimo, cumplimiento de los
deberes cívicos. Pedagogía cívica, social, jurídica.
El derecho es normatividad, pero no solo ella; es normas, pero también ju-
risprudencia, doctrina y usos y costumbres; en una palabra, es un código cultu-
ral de comportamiento. La normatividad y la jurisprudencia corren en lenguaje
articulado y, por su propia función y por sentido político y estético, deben con-
cebirse y redactarse en lenguaje claro, sencillo, inequívoco, con sindéresis y co-
rrección gramatical.
El abogado: consultor, consejero, asistente judicial, debe ser honesto y leal
con su cliente, pero antes y en mayor medida, debe serlo con la sociedad a que
pertenece y se debe: su patria, el derecho, la justicia, el interés público. ¿Cómo
no exigirle desempeño honesto y cumplimiento de esos deberes? ¿Hasta dónde
se ha corrido el lindero moral para ver como ejercicio legítimo de derecho lo que
simplemente es habilidosidad abogadesca, chicana, desplante, sin que haya auto-
ridad gremial o estatal que la condene y ponga coto a ese permisivismo inmoral?
El juez, cualquiera que sea su posición y campo de acción, y por añadidura el
fiscal, es un servidor público; su función es, como lo preceptúa la Constitución,
la de administrar justicia pronta y cumplida; en forma sencilla, expedita. ¿Quién
no recuerda el proceder de Sancho en el gobierno de la isla de Barataria, y no
anhela la prevalencia del sentido común y de la equidad como dictados últimos
del oficio de juzgador? ¿Hasta dónde la tardanza en la decisión y la liturgia del
trámite contradicen la misión del derecho, suscitan y estimulan la violencia y fa-
vorecen el predominio del más rico, del más fuerte, del más astuto, en desmedro
de las instituciones, la democracia y la libertad? ¿Acaso la justicia de las dictadu-
ras para-estatales no resulta entonces más próxima al sentir de los súbditos, víc-
timas, a una, del abandono del Estado y de la arbitrariedad del déspota de turno?
¿Cuál es la realidad del acceso a la justicia y de la pregonada igualdad ante
ella? ¿Qué hace el Estado, y lo que acá nos concierne más inmediatamente, qué
hacemos los abogados en ambos sentidos? La verdad es que todo conspira contra
los principios del derecho procesal y del derecho sustancial, y que una inmensa
masa de ciudadanos yace en la más ominosa postración: no son ciudadanos o
apenas lo son de clase inferior, sin que a nadie le importe esa afrenta.
¿Y qué decir de la pertinencia y la calidad de la legislación, la jurispruden-
cia y de la enseñanza del derecho? Para comenzar, es apremiante denunciar el
dogmatismo, propio de la especie humana y del derecho, pero que por épocas
se acentúa. La nuestra es una sociedad en extremo autoritaria. El autoritarismo
dogmático campea desde el hogar. El argumento de autoridad formal priva sobre
cualquier razonamiento disidente. El Magister dixit es lema universal: los padres
ordenan, prohíben, sin dar explicación alguna, y castigan sin fórmula de juicio ni
dosimetría; el maestro “dicta” clase, catequiza, no enseña ni orienta; el alumno
repite, ora temeroso, ora oportunista. Todo propicia la cultura de la obediencia