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in memoriam

La profesión jurídica*

❱ F ernando H inestrosa **

Nuevamente el Señor Presidente del Instituto Colombiano de Derecho Proce-


sal, Dr. Jairo Parra Quijano, me ha abrumado con su deferencia invitándome
a abrir la reunión académica más significativa, que anualmente congrega a los
estudiosos del derecho en nuestro país. Se dirá que, en virtud de esa generosi-
dad, la intervención mía tiende a convertirse en punto fijo del orden del día. Van
para él mis sentimientos de gratitud, a la vez que la reiteración de mi aprecio y
admiración, por sus calidades intelectuales y sus virtudes cívicas, de las que dan
testimonio el reconocimiento de su persona y su actividad por parte del foro
nacional y los pares extranjeros, y la solidez y la prestancia bien ganada por el
Instituto bajo su pujante dirección.
En este foro, en oportunidades anteriores me he referido al oficio del pro-
fesional del derecho, juez o abogado, como también a la formación del jurista;
permítanme Uds. que hoy vuelva sobre esos tópicos, solo que con una visión
más general, si que también más remitida al desempeño de aquel, a su realidad
cotidiana y a su devenir, a su función y su misión en la sociedad de aquí y hoy, sin
perder de vista la universalidad de muchos de los problemas y de las tendencias
que nos aquejan y ocupan.
No creo ocioso traer a colación los conceptos de derecho, justicia, equidad,
y la actividad de quienes han de elaborar aquel para la regulación de la conducta
de los distintos miembros sociales y, al interpretarlo y aplicarlo, hacer efectivos

* Conferencia de instalación del I Congreso Colombiano de Derecho Procesal, Cartagena de


Indias, 27 de septiembre de 2000.
Para citar el artículo: F. Hinestrosa, “La profesión jurídica”, Revista de Derecho Privado,
Universidad Externado de Colombia, n.º 30, enero-junio de 2016, 5-13. DOI: http://dx.doi.
org/10.18601/01234366.n30.01
** Rector de la Universidad Externado de Colombia (1963-2012), Colombia. La Revista de Derecho
Privado presenta, a partir del número 24, los trabajos referidos al derecho civil y romano de
quien fuera su fundador y constante y decidido animador. La mayoría de los trabajos ya han sido
publicados, pero el afán de facilitar su divulgación, en especial entre los estudiantes, nos lleva a
volverlos a presentar, seguros no solo de su utilidad, sino también de su permanente actualidad.

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esos dictados y principios en la prevención y solución de los conflictos. ¿Cómo


no recordar las tareas primordiales de cavere, scribere, agere, que ocuparon a los
jurisconsultos romanos y siguen siendo el núcleo del quehacer del profesional
del derecho y que, por lo mismo, le otorgan una posición singular en la sociedad,
a tiempo que le exigen condiciones, calidades y talante correspondientes a la
trascendencia de sus responsabilidades y que, a su turno, implican un proceso de
formación calificada y devoción y fidelidad a ese destino?
Podría llegarse a pensar que en el mundo actual, con un alto grado de di-
visión del trabajo, de tecnología y de especialización, cada cual de los campos
de actividad reservados al profesional del derecho demanda una preparación
diferenciada a propósito, rasgos de personalidad y de carácter y una disposi-
ción específicos: la concepción y redacción de normas, el asesoramiento para la
contratación o para el litigio, el patrocinio judicial, la guarda de la fe pública, en
fin, el ejercicio de la jurisdicción. Como también habría de tenerse presente que
dicho profesional se encuentra, por eso mismo, más próximo a la cosa pública y,
por ello, ha de ser más sensible al interés común, más proclive al ejercicio de la
política y a la conducción del Estado.
Sin incurrir en remembranzas nostálgicas, “dichosa edad, tiempos aquellos”,
ha de hacerse memoria de las épocas de formación de la República y de los
primeros pasos firmes hacia su concepción democrática e igualitaria, en los in-
tervalos de las guerras civiles del siglo pasado, en las que sobresale la figura del
abogado estadista, para quien la organización del Estado y la eficiencia de la
administración pública eran su ocupación primordial, y es ineludible cotejar
la actitud y postura del abogado de antes, hasta avanzado el siglo xx, con la men-
talidad y las aspiraciones del de hoy, de modo de palpar la diferencia, en la que
mucho tienen que ver el desarrollo económico, la complejidad creciente de las
relaciones intersubjetivas, el avance de otras profesiones y, sin duda, un cambio
de los ideales, paradigmas y, por supuesto, de las exigencias de la vida cotidiana.
En una sociedad prevalecientemente agraria, con peso reducido del arte-
sanado, e inclusive en una sociedad con industrialización incipiente, era natu-
ral que el abogado volcara sus anhelos y sus empeños a la función pública, la
jurisdicción y el notariado, menesteres propios de su condición, pero también
a la dirección política y administrativa del Estado. El ejercicio profesional inde-
pendiente se reducía prácticamente a los juicios penales, cuyo trámite espectacu-
lar alentaba el renombre político, a los conflictos de tierras, aguas y familiares, a la
redacción de testamentos y contratos, a las mortuorias, y a ejecuciones y lanza-
mientos. Todo lo cual, por lo demás, a la vez que exigía un bagaje humanístico y
retórico básico, daba tiempo para el cultivo literario y artístico. El abogado era
tenido, y por lo general con razón, por persona culta, y hasta pasaba por intelec-
tual. De paso sea dicho, y con elogio, pese a las burlas ligeras y perversas a los
gobernantes gramáticos, las constituciones y las leyes se redactaron en lenguaje
elegante, asequible a todos y, cuanto lo primero, inteligible; y otro tanto cabe

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decir de las providencias judiciales, los alegatos, los contratos; todas esas piezas
de ordinario breves y concisas, a despecho del tiempo de que se disponía para su
redacción, o quizá por ello.
El abogado ocupaba, por esa pluralidad de motivos y circunstancias, una
posición señera en las distintas comunidades, sobresaliente en el ámbito muni-
cipal, en donde aún mantiene su halo. El círculo profesional era reducido, y sin
poderse sostener que fuera aristocrático, sí era objeto de estima y consideración
especiales, por las calidades intelectuales, cívicas y éticas de sus integrantes, cuyo
consejo se buscaba para muchos menesteres distintos del derecho, y se atendía
en fuerza de su experiencia, prudencia y buen juicio. Puede afirmarse que se
operaba una selección natural de los aspirantes a adelantar la carrera universita-
ria, mediante la comparación entre las aptitudes que exigía aquel arquetipo y la
vocación del joven, y que el estudiante de derecho tenía por meta ser estadista o
ser magistrado, o dicho más llanamente, desempeñarse en la dirección y la admi-
nistración del Estado, o en las corporaciones públicas representativas, o fungir
como juez, fiscal, procurador, e ir ascendiendo hasta llegar a la Corte; en otras
palabras, su realización giraba en derredor del valor prestancia, del reconoci-
miento social. Su mente no daba cabida a la ostentación, tampoco podía soñar en
la posibilidad de enriquecimiento con el trabajo profesional, y menos imaginar
que la jurídica pudiera convertirse en profesión de alto riesgo. Se le identificaba
de lejos por el hablar ampuloso, inherente a la exigencia de convencer, propia del
oficio del abogado, es decir, por la retórica, y por su vestimenta formal, quizá el
solo remanente de la toga y el birrete del ceremonial académico y de los estrados
judiciales, que, sin embargo, no alcanzaba a mostrarlo petimetre.
Por lo demás, esa figura fue común a los distintos países del llamado mundo
occidental, posiblemente más afectada o artificial en los de América Latina. La
bibliografía que hoy se ocupa por doquier de examinar la transformación que se
ha venido operando en el campo de la profesión jurídica resalta en el abogado
de antaño esos ideales, valores, aspiraciones. Se señalan la sabiduría y el espíritu
cívico como caracteres de aquel modelo, entendidos como una síntesis de forma-
ción humanística, esto es, filosófica y literaria, voluntad de servicio, ponderación,
prudencia, y conocimiento y manejo ágil de máximas jurídicas y, por descontado,
del lenguaje. A ese momento corresponde la disputa acerca de si el derecho era
o es una ciencia, una técnica, un oficio o un arte, para privilegiar la orientación
de que el ideal de abogado es el de una persona de buenos sentido y juicio, con
criterio de equidad y una sensibilidad exquisita por el bien público, lo cual, a
despecho de los artificios y juegos florales de la recitación de máximas latinas y
párrafos enteros de textos doctrinarios farragosos, lo aproximaba a aquel para-
digma clásico romano del ars boni et aequi.
De esa figura se fue pasando al abogado comprometido, a semejanza de la
del ‘intelectual comprometido’, no menos artificiosa y vaga, y llegando al aboga-
do ‘técnico’. Aquel romanticismo, según las alineaciones, fue derivando hacia un

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ejercicio del derecho, ora político, ora técnico, adjetivos estos que han de poner-
se entre comillas. En fuerza de una especie de ensoñación o embeleco estatista,
dos generaciones atrás, se pretendió por gentes de “avanzada”, en impulso que
se ha prolongado inercialmente y por esfuerzos espasmódicos de los cultores de
dicha tendencia, que la formación del jurista redujera, si no eliminara, el estu-
dio de la normatividad en sí y en su devenir, para dar pábulo a la economía, la
filosofía, la sociología, en una palabra, que la teología, ya marxista, ya cristiana,
ocupara en la educación el lugar de la teoría general del derecho y de los princi-
pios de la hermenéutica y la dogmática de las distintas ramas de aquel. El profe-
sional del derecho no debería, pues, ser, o aspirar a ser, un “jurisprudente”, sino
un “ingeniero social”, comprometido en el diseño de las instituciones, algo así
como el “constructivismo” en el campo de las artes plásticas. Derribar, construir
y reconstruir, pisándole los terrenos a la criminología, la estadística, la “ciencia”
política, con actitud despectiva hacia el ejercicio rutinario de interpretar y apli-
car la ley. Así, aquellas virtudes, aquella consideración de la tradición: las mores
maiorum, el Volksgeist, o simplemente, el alma de la nación, resultaban contrarias
al Diktat de la “Ciencia” y de la “Actualidad” y, por ende, debían ser inmoladas
en el altar del cientifismo.
Pero sigamos el decurso de lo acontecido. A la segunda posguerra sucedió la
Guerra Fría y a esta su “posguerra”. La exaltación de la economía de mercado,
la execración del “Welfare State”, la privatización a ultranza pasaron a ocupar el
lugar de los dogmas y lemas precedentes, auspiciadas por el anhelo natural de
mejoramiento del nivel de vida de las clases emergentes. A grandes brochazos,
el panel habría de incluir también la concurrencia del efecto demostrativo de
la sociedad de consumo y, por ende, de la sustitución del “ser” por el “tener”, o
como se suele indicar con una paráfrasis shakespereana: “to have or not to have”,
en vez de “to be or not to be”. La cuestión consiste hoy en poner de presente que
la medida del valor humano es más patrimonial que personal, o simplemente,
que la condición personal, como las obligaciones, ha de ser apreciada en dinero.
¿Será menester subrayar este hecho en un país humillado por Ia riqueza insolen-
te del narcotráfico y la corrupción, e intimidado por el militarismo de todos los
matices y raleas?
La sensación, el sabor que deja el examen atento de la situación del país, son
amargos y es difícil no caer en la desesperanza. Las gentes no creen en el dere-
cho, desconfían de las instituciones, ¿qué nos queda de democracia y a dónde
irá a parar la libertad? El ciudadano se encuentra indefenso ante los matones,
la policía anda comprometida en funciones distintas de las genuinas, y la fuerza
pública no acierta a guardar un orden público resquebrajado, amén de que la
ciudadanía no se siente comprometida con la suerte de la patria, a la que trata
como a un ser ajeno a ella. La indisciplina social, la rebeldía dispersa, el egoís-
mo, en una palabra, la anomia, avanzan, corroen el alma nacional. Como en el
poema En la niebla de Hermann Hesse, “nadie conoce al otro, cada cual está solo”. Y

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las gentes se refugian en la insensibilidad, el desentendimiento, o simplemente


allá desembocan, en razón de su impotencia y de la saturación de su capacidad
de condolencia y repudio.
Sin embargo, la especie se las ingenia para sobrevivir; pese a que las naciones
sí pueden desaparecer, ya no tanto por conquista o exterminación ajenas, cuanto
por implosión, es decir, por canibalismo o antropofagia. Así, entre nosotros, el
derecho subsiste, se proponen reformas constitucionales, se expiden leyes, de-
cretos y resoluciones, abundantes, prolijas; de tarde en tarde se dictan sentencias
judiciales; los abogados tienen mucho que hacer en todos los campos y ramas del
ejercicio profesional; oleadas de jóvenes de variados orígenes acuden a las aulas
ansiosos de hacerse abogados y crece la fertilidad universitaria: cada cabecera de
circuito quiere tener y, en efecto la tiene, universidad o, en subsidio, una o varias
sucursales de facultades de derecho de otras tantas llamadas universidades; a
tiempo que la burocracia jurídica incrementa su número a lo largo y ancho del
país. Por doquier se dice y repite que Colombia es un Estado social de derecho,
y además se afirma orondamente que se está elaborando un nuevo derecho de
factura judicial. El fetichismo jurídico, la creencia en el poder mágico de la nor-
ma o de la sentencia, no solo sigue imperando, sino que se expande, en sus dos
dimensiones: cada viraje de esa índole es saludado como panacea, y apenas se
exagera al decir que simultáneamente viene la denostación del nuevo régimen,
porque expedida la norma o la providencia distintas, las cosas no cambiaron
como por ensalmo.
Parejamente, esa impulsividad, que no da lugar a la decantación y la fasci-
nación de una postmodernidad que no llega a ser contemporánea, acarrea in-
certidumbre, una inseguridad jurídica que tiene lugar al mismo tiempo que la
personal y la política, catastróficas todas para el desarrollo del país y su imagen
en el exterior. Bienvenidos los avances jurídicos, el cambio social, la lucha por
la igualdad, reales y no meramente verbales, meditados y responsables, no con-
vulsivos e intermitentes. La estabilidad jurídica no se puede confundir con el
anquilosamiento, como tampoco es dable asimilar la improvisación al progreso.
El profesional del derecho, y especialmente el legislador y el intérprete judicial,
han de ser conscientes del costo social, político y económico de sus pronuncia-
mientos.
¿Y, a todas estas, cuál es el papel del profesional del derecho y cuál la respon-
sabilidad que le cabe en el deterioro institucional que padecemos? No se trata
de flagelarnos en público, universidades, profesores, magistrados, jueces, fiscales,
notarios, legisladores, abogados. Sencillamente abramos los ojos, veamos qué
ha ocurrido y que está ocurriendo. ¿Hasta dónde, por razones variadas, comen-
zando por una actitud de comodidad, conformismo, obsecuencia, o por terror,
el profesional del derecho se ha encogido de hombros ante un estado de cosas
perverso, e incluso se ha aprovechado individualmente de él? Percibiendo direc-
tamente las fallas de funcionamiento del Estado y de la sociedad, la protesta no

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va más allá del comentario anónimo acre en el corrillo. Nadie se le mide al riesgo
de desagradar al poderoso o incomodar al superior, ni siquiera del de disentir.
La legislación no es objeto de análisis crítico; mucho menos la jurisprudencia.
Se recopilan y acumulan reverentemente pasajes de fallos, y se les esgrime con
oportunismo. A la mora judicial se responde reprochando a la [acción de] tutela y
creando inopinadamente nuevas plazas de jueces y magistrados, que dejan intac-
tas las fallas de metodología en el trabajo. ¿Y a quién le duele la proliferación de
escuelas de derecho y la producción masiva de abogados desprovistos de las cali-
dades y herramientas indispensables para su desempeño profesional? El Estado,
como es habitual, habrá de incorporarlos a su caudal burocrático, y la ciudadanía
habrá de sufrir sus deficiencias de todo orden. Diera la impresión de que el ciu-
dadano, sintiéndose no sólo indefenso, sino apabullado, prefiere convertirse en
súbdito y disputar con sus congéneres el favor de los poderosos, entre quienes
descuellan, por cierto, no solo los detentadores del poder público, sino también,
y aún más, quienes representan intereses privados, y no nacionales. Todo lo cual
tiene repercusiones adversas sobre la profesión jurídica en sus distintos estadios
y ambientes.
Me dirijo a Uds., profesionales del derecho de todas las regiones del país,
de todas las edades, con variada experiencia, que se desempeñan en los distintos
oficios para los cuales habilita el título, con preocupación íntima, rayana en la
angustia, aportando reflexiones ciertamente no amables y gratas, pero sí sinceras:
antes que abogados somos ciudadanos, y en ambas condiciones tenemos posibili-
dades y responsabilidades mayores que las de otras gentes. Nuestra patria, nues-
tra profesión, se nos están desliendo; los ideales, principios, valores en los que
hemos creído, que dan sustento a la propia existencia, se nos están esfumando, se
han convertido en sombras, fantasmas, simulaciones. Y no podemos permanecer
impávidos o indiferentes. Como abogados: legisladores, jueces, fiscales, conseje-
ros, asesores, gestores, apoderados, profesores, hemos de reaccionar, individual y
colectivamente; en nuestras manos está la posibilidad de volver por los fueros de
la humanidad y la racionalidad en las relaciones entre los colombianos y, de ahí
en adelante, la exigencia de rescatar la dignidad, la majestad y la efectividad del
derecho y de la justicia. ¿Cómo? La respuesta es de las mayores sencillez y grave-
dad: ejerciendo la ciudadanía a plenitud, ejerciendo el derecho y administrando
la justicia sinceramente, anteponiendo el bien público a cualquier interés parti-
cular, y teniendo presentes en toda oportunidad las exigencias fundamentales de
la hombría de bien: el temple de carácter y la honestidad.
Ciertamente no me animan ni guían propósitos de retorno o vuelta a tiem-
pos, concepciones y actitudes pretéritos o periclitados. Todos a una, hemos de
rescatar los valores de la especie y de la patria, y con esas materias primas re-
crear el tejido social, la ética y el sentido del derecho. No son ellos, por cierto,
“trabajos de Hércules”; cambios de actitudes, perseverancia de una conducta
severa, estricta, vigilante de uno mismo y de los demás; solidaridad social, fe en

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la igualdad como valor y como medio, y búsqueda de ella, con sacrificio personal;
voluntad y ética de servicio público, respeto al prójimo, cumplimiento de los
deberes cívicos. Pedagogía cívica, social, jurídica.
El derecho es normatividad, pero no solo ella; es normas, pero también ju-
risprudencia, doctrina y usos y costumbres; en una palabra, es un código cultu-
ral de comportamiento. La normatividad y la jurisprudencia corren en lenguaje
articulado y, por su propia función y por sentido político y estético, deben con-
cebirse y redactarse en lenguaje claro, sencillo, inequívoco, con sindéresis y co-
rrección gramatical.
El abogado: consultor, consejero, asistente judicial, debe ser honesto y leal
con su cliente, pero antes y en mayor medida, debe serlo con la sociedad a que
pertenece y se debe: su patria, el derecho, la justicia, el interés público. ¿Cómo
no exigirle desempeño honesto y cumplimiento de esos deberes? ¿Hasta dónde
se ha corrido el lindero moral para ver como ejercicio legítimo de derecho lo que
simplemente es habilidosidad abogadesca, chicana, desplante, sin que haya auto-
ridad gremial o estatal que la condene y ponga coto a ese permisivismo inmoral?
El juez, cualquiera que sea su posición y campo de acción, y por añadidura el
fiscal, es un servidor público; su función es, como lo preceptúa la Constitución,
la de administrar justicia pronta y cumplida; en forma sencilla, expedita. ¿Quién
no recuerda el proceder de Sancho en el gobierno de la isla de Barataria, y no
anhela la prevalencia del sentido común y de la equidad como dictados últimos
del oficio de juzgador? ¿Hasta dónde la tardanza en la decisión y la liturgia del
trámite contradicen la misión del derecho, suscitan y estimulan la violencia y fa-
vorecen el predominio del más rico, del más fuerte, del más astuto, en desmedro
de las instituciones, la democracia y la libertad? ¿Acaso la justicia de las dictadu-
ras para-estatales no resulta entonces más próxima al sentir de los súbditos, víc-
timas, a una, del abandono del Estado y de la arbitrariedad del déspota de turno?
¿Cuál es la realidad del acceso a la justicia y de la pregonada igualdad ante
ella? ¿Qué hace el Estado, y lo que acá nos concierne más inmediatamente, qué
hacemos los abogados en ambos sentidos? La verdad es que todo conspira contra
los principios del derecho procesal y del derecho sustancial, y que una inmensa
masa de ciudadanos yace en la más ominosa postración: no son ciudadanos o
apenas lo son de clase inferior, sin que a nadie le importe esa afrenta.
¿Y qué decir de la pertinencia y la calidad de la legislación, la jurispruden-
cia y de la enseñanza del derecho? Para comenzar, es apremiante denunciar el
dogmatismo, propio de la especie humana y del derecho, pero que por épocas
se acentúa. La nuestra es una sociedad en extremo autoritaria. El autoritarismo
dogmático campea desde el hogar. El argumento de autoridad formal priva sobre
cualquier razonamiento disidente. El Magister dixit es lema universal: los padres
ordenan, prohíben, sin dar explicación alguna, y castigan sin fórmula de juicio ni
dosimetría; el maestro “dicta” clase, catequiza, no enseña ni orienta; el alumno
repite, ora temeroso, ora oportunista. Todo propicia la cultura de la obediencia

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[12] Fernando Hinestrosa

y proscribe la autonomía y la creatividad. Discrepar significa desacato. Las en-


tidades administrativas interventoras y de vigilancia se pronuncian y proceden
ex cathedra. El superior judicial, apenas funcional, se constituye de hecho en su-
perior jerárquico, que no tolera disidencia. “La Corte dijo”, es el argumento
contundente, definitivo, en la argumentación judicial, sin reparar en la oportu-
nidad, las circunstancias y la razón de aquel dicho; las providencias judiciales se
cuentan, pero no se pesan. Legislación y jurisprudencia van por caminos sepa-
rados; el método y los medios de legislar difícilmente permiten rastrear el esta-
do de la cuestión, contar con auxilios estadísticos, sociológicos, antropológicos,
investigaciones de campo, y excluyen la revisión de estilo. Cambios legislativos
impulsivos, cuántas veces contradictorios, leyes exuberantes, innecesariamente
extensas hasta la exageración, redactadas en lenguaje ininteligible, con fallas in-
aceptables gramaticales y de semántica.
¿Y qué hacer con el exhibicionismo judicial? En verdad no es nada edificante
el espectáculo de magistrados de las altas cortes compitiendo en tiempo, espacio
y vehemencia en la televisión y en la prensa, promulgando decisiones que no se
han pronunciado aún, o rebatiendo las posiciones contrarias. No creo que de-
mandar compostura y recato a propósito sea una posición anticuada o mojigata;
la indiferencia, la resignación, cuando no la obsecuencia, han dado pie para que
se generen hábitos malsanos, que desdicen de la compostura propia de la justicia
y del buen gusto.
En fin, retornando a una reflexión recurrente, pienso que una manera de
atacar muchos de estos males está en ir a una de sus raíces, es decir, a la forma-
ción del jurista. Para comenzar: el país no cuenta con un elenco docente para
atender idóneamente setenta y más programas de derecho en los más dispares
lugares de su geografía, como tampoco con un alumnado tan abundante, en con-
diciones de formarse para el desempeño calificado de una profesión que exige
condiciones académicas, humanísticas, técnicas y éticas especiales. No se trata
de restringir o negar las oportunidades de educación a estratos más amplios de
la población, sino de procurar que la educación superior sea tal y de la calidad
científica, técnica y ética que demanda el país, y que puede y debe impartir. Y
para el caso del derecho, es urgente impedir que continúe su envilecimiento y el
de la profesión jurídica.
Ahondando en estas reflexiones se encuentra la exigencia mayúscula de la
formación ética del abogado: la deontología jurídica. Muchos son los que a di-
cho propósito optan por la vía simplista de imponer “clase de ética”, es decir,
por el facilismo de la prédica: ‘sea honesto, sea correcto, no robe, no mienta, no
calumnie, no falsifique’. Valga anotar a propósito que a nadie le han faltado en su
día, en casa, en la escuela, la universidad, esas exhortaciones y admoniciones; y
que el “back to basic” no es un anhelo apetecible ni benéfico. No es rasgándose las
vestiduras y profiriendo anatemas ante la pérdida de los principios y los valores
como se puede inculcar en la juventud sentido del honor y de la dignidad perso-

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La profesión jurídica [13]

nal, pundonor, solidaridad, gallardía, generosidad, nobleza. Aborrezco la moral


del miedo. Creo sí en la exaltación de aquellas virtudes y rasgos de carácter por
su propio mérito y, primordialmente, en el ejemplo de su práctica. Ese, para mí,
el mensaje que los mayores hemos de enviar a la juventud.
Personalmente sé decir que amo entrañablemente la profesión jurídica en
sus distintas expresiones; en ella me crié, a ella le debo lo que soy y de ella he
recibido las mayores satisfacciones, como abogado, como magistrado, como pro-
fesor e investigador; siempre he repetido que tengo el administrar justicia coma
el oficio más noble y ponderoso; emocionadamente evoco el empeño en que
treinta y dos años atrás me comprometí con denuedo e idealismo por la recupe-
ración de la dignidad y la majestad de la justicia. Cuanto más hayamos descen-
dido en los últimos años, mayores han de ser nuestros esfuerzos de superación,
no espasmódicos, sino constantes, perseverantes y universales. Y somos nosotros,
todos los profesionales del derecho, quienes debemos encabezar y orientar esa
cruzada, a sabiendas de su dificultad, de los obstáculos que se oponen, muchos
de ellos inherentes al campo de acción y a la propia condición humana. Pero es
nuestro deber, que hemos de cumplir con naturalidad, sin espíritu mesiánico, por
patriotismo, por convicción, por amor propio, por tropismo. Confío en que la
vida me alcance para ver esa nueva sociedad, reconstruida con nuestras propias
manos sobre la base de los paradigmas de vigencia universal de los derechos fun-
damentales, de igualdad y de realidad del imperio de la rule of law. La patria dig-
na y justa en la que soñamos. Sin temor de que, como el poeta surrealista francés,
lleguemos a decir: “Tanto he soñado contigo, que hasta llegas a perder tu realidad”.

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