La Prosa de Borges

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La prosa de Borges

Borges, que fue todo lo contrario de un escritor romántico, difundió una imagen
romántica de sí mismo. Nunca dijo “Beatriz Viterbo c´est moi”, pero estuvo cerca. El
Borges oral —cientos de entrevistas, entre ellas la que hizo Norman Thomas di
Giovanni y que luego pasó a llamarse “autobiografía”— supuso el retorno de la figura
de autor que el Borges que escribía había logrado desplazar a los márgenes (los
prólogos, los epílogos) o convertir en ficción: el Borges que andaba como personaje de
las ficciones. El gran estilo de Borges nació de ese borramiento y de esa
ficcionalización.
La cronología de la forma no es necesariamente la cronología de las obras. Borges tuvo,
desde el comienzo, un nombre de autor porque publicaba todo lo que salía de su letra
minúscula, centenares de poemas, proclamas, prólogos, traducciones, críticas, artículos
que, antes de 1930, se convirtieron en seis libros: tres de poesía y tres de ensayos.
Aquella turbamulta tenía un estilo: la falta de estilo. Había allí restos del modernismo
tardío geometrizado con imágenes futuristas y expresionistas que alternaban con una
mímesis de la rutinaria prosa española de la época y evolucionaban hacia las formas
más exuberantes del barroco también tardío (Gracián sobre todo), para mezclarse con
intentos de reconstrucción de una oralidad argentina del siglo XIX. Los escritores
jóvenes imitan a otros. Borges, que tenía memoria verbal extraordinaria, capacidad de
leer superlativa, raciocinio literario absoluto, parecía capaz de imitar a todos. Ese
escribir excesivo —que después se desplazó a las escrituras paródicas que hizo con
Bioy— desapareció de su obra hacia 1930.
Sospecho que el gran estilo de Borges nació de una escena —profundamente
emocionante— ensayada repetidas veces. Empieza en un texto que se llama Buenos
Aires (1921) y termina gloriosamente en el Evaristo Carriego de 1930, versión breve y
con fotografías de Horacio Coppola. La secuencia contiene uno de los dos modos de lo
literario: la descripción, la ékfrasis, tan arcaica como la narración, tan antigua como el
escudo de Aquiles de la Ilíada, inmutable a través de los siglos. Frente a ese mapa de
convenciones estables, el Borges de 1930 se situó en el lugar del lector (cinéfilo como
él) e imaginó que ese lector ya no necesitaba descripciones para ver la realidad. Bastaba
una dicción impersonal que dijera: “Lo más directo, según el proceder cinematográfico,
sería proponer una continuidad de figuras que cesan: un arreo de mulas viñateras, las
chúcaras con la cabeza vendada; un agua quieta y larga, en la que están sobrenadando
unas hojas de sauce; una vertiginosa alma en pena enhorquetada en zancos…”
El long shot (plano general) enumera una serie caótica: mulas, agua, hojas, un fantasma,
zancos, que deja imaginar una realidad más compleja de la representada por las palabras
y permite sentir una viva emoción sin la ayuda de ninguna voz: sólo el efecto melódico
invisible. En esa enumeración, las palabras finales de los miembros e incisos —que
tienen casi el mismo orden y cantidad de palabras— repiten una antiquísima cláusula
rítmica: los acentos están en las mismas sílabas, contadas, como se cuentan en la prosa,
en orden inverso. La enumeración empieza con acentos en la 6º y 2ª sílabas, mulas
viñateras, y mantiene después el curso plano (acentos en la 5º y 2ª): cabeza vendada,
quieta y larga, hojas de sauce, alma en pena, enhorquetada de zancos. Tales elementos
formales cierran el círculo del experimento: utilizar la preceptiva tradicional como
mecanismo de contención del trabajo innovador de la escritura.
Esa preceptiva fue más un principio que un fin. Los límites del párrafo permitieron
transgredir, en el interior, las rutinas de la lengua (función de los verbos, sustantivos,
adjetivos) y aprovechar las formas existentes para que los desplazamientos dentro de la
oración o los cambios de las funciones sintácticas tuvieran sentidos plurales, irónicos o
efectos visuales. El trabajo sobre cada uno de los signos de la escritura tenía la
contención del movimiento sintáctico que progresaba repitiendo sílabas, palabras, el
modelo de las frases o los acentos melódicos del final.
En la época de oro de sus cuentos (Ficciones, El Aleph), aquella elaboración preciosista
pareció contradecir la naturaleza misma del género: su linaje oral. Borges aventuró
entonces otro modelo y último, también clásico, la oratio soluta, el estilo suelto, que
sigue más el ritmo de la entonación del narrador que el período, lo anterior, verdadera
filigrana de las palabras. Pudo lograr que los cuentos se oyeran mientras se leyeran. La
novedad se trasladó a muchos de sus ensayos, que adquirieron ese tono de reflexión
casual, como si alguien estuviera conversando con nosotros de esas cosas prodigiosas. Y
así hasta el fin.
La historia romántica del escritor genial que comenzó a escribir a los cuatro años no
está contenida en la historia de estas prosas. Borges, para ser Borges, tuvo que aprender
a borrar a Borges.

Marietta Gargatagli

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