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Artículo Pauline Kael

Este documento analiza la figura de Pauline Kael, considerada por muchos como la mejor crítica de cine estadounidense. Kael escribió reseñas cinematográficas para varias revistas prestigiosas durante casi 40 años y publicó 11 volúmenes de crítica. Sus reseñas se caracterizaban por ser emocionales, coloquiales y dar voz al espectador común. Aunque muchos directores valoraban su opinión, también recibió críticas por sus feroces análisis de películas como Citizen Kane
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Artículo Pauline Kael

Este documento analiza la figura de Pauline Kael, considerada por muchos como la mejor crítica de cine estadounidense. Kael escribió reseñas cinematográficas para varias revistas prestigiosas durante casi 40 años y publicó 11 volúmenes de crítica. Sus reseñas se caracterizaban por ser emocionales, coloquiales y dar voz al espectador común. Aunque muchos directores valoraban su opinión, también recibió críticas por sus feroces análisis de películas como Citizen Kane
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Pauline Kael, ¿la mejor crítica de cine de Estados Unidos?

Adalberto Bolaño Sandoval1

Introducción

Primera escena: La señora, pequeña, una especie de gorrión, como Edith Piaf, al fondo de la sala
de cine, toma notas rápidas, obsesivas. Un rictus despectivo la acompaña. Respira agitadamente,
luego se detiene, toma notas nuevamente, jadea. Mantiene los ojos clavados en la pantalla mientras
las ideas toman forma y, salen, atropelladamente, en largas parrafadas. Las notas pequeñas
perviven y se alargan, son asediadas, cribadas, convirtiéndose en acero o terciopelo. Ella no es una
espectadora cualquiera: es Pauline Kael, la considerada (¿mejor?) crítica norteamericana de cine.

¿Qué representó el cine para Pauline Kael? Un placer erótico, una pérdida, un torbellino
apasionado, magia. Por ello Pauline musita: “Cuando se apagan las luces, queremos que nos
maravillen y que nos entretengan. Somos amantes que sufrimos continuas decepciones, pero aun
así seguimos amando”, en su entrevista a Susan Goodman.

¿La mejor crítica?

Considerada por los críticos de su país (acostumbrados a crear frases grandilocuentes) como
“máxima sacerdotisa”, la “nueva Edmund Wilson del cine”, “ella fue para Hollywood su doctor
Johnson”, y para The New York Times la “la mejor crítica de cine de Estados Unidos”. Para el
Time, generalmente circunspecto y mesurado, en el obituario dedicado a ella, destacaba:
“probablemente fue la más influyente crítica de su tiempo”.

Tras de sí, con 11 volúmenes recopilados de crítica cinematográfica, resultado de casi 40 años de
labores (especialmente a través de una las revistas más prestigiosas, The New Yorker), mediante
una escritura novedosa desde sus comienzos, y un libro sobre Orson Welles, Pauline Kael
consiguió dar voz a un supuesto “simple” espectador, para lo cual utilizó, entre otros recursos, la
autobiografía, el acercamiento emocional, un estilo coloquial, los slangs y palabras arcaicas.

Pero no estaba sola en esa labor. Desde otros medios, como The New York Times, Chicago Sun-
Times, Newsweek, y el Times, Vincent Canby, Robert Schickel, Andrew Sarris, Richard Corliss y
Bowsley Crowther, entre otros, hacían lo propio desde los años 60s hasta los 90s. En una sociedad
tan amplia y compleja, el público se encontraba ávido de la novedad, y muchas veces, de un(a)
guía. Ellos abrieron sendas que forjaron la sensibilidad y nuevos derroteros. Algunos herederos no
supieron acoger el guante.

1
Docente Universidad del Atlá ntico; editor. Coordinador Publicaciones Científicas Universidad
Autó noma del Caribe. Investigador. Maestría en Literatura del Caribe e hispanoamérica. Especialista
en literatura del Caribe colombiano. Autor de los libros Jorge Luis Borges: del infinito a la
posmodernidad y La memoria conmovida. Caminos a la poesía de José Ramón Mercado.
Pauline había nacido en Petaluma, California, en 1919, y había estudiado Filosofía, Artes y Letras
en la Universidad de California, las cuales incidirían en su carrera. Su entrada a la crítica de cine
fue accidental. Entre sus primeros aportes, escribe para la revista femenina McCall´s, de amplia
circulación nacional, donde aparece su mordaz reseña sobre The sound of the music (La novicia
rebelde para España y Latinoamérica y protagonizada por Julie Andrews), a la que tituló
paródicamente “The sound of the Money”. Kael consideró la historia de la novicia escapada del
convento “una edulcorada mentira que la gente parece querer comer”. Sus críticas podían tener,
como en este caso, un exasperante y crudo látigo, a la vez que un sesgo de intelectualismo farsesco.
Su propia concepción analítica se basaba en una reflexión como esta: “Si usted no puede burlarse
de las malas películas, en temas graves, entonces, ¿cuál es el punto?” Su respuesta complementa
sus concepciones críticas: “En el arte, la crítica es la única fuente independiente. El resto es
publicidad”.

Más tarde, Kael sigue su crítica entre 1966 y 1967 en The New Republic, años durante los cuales
mantuvo conflictos frecuentes con los editores, quienes alteraban sus textos. Durante esos años
también colaboró para Partisan Review, The Atlantic Montly, Madeimosille, Holiday y Life. Y es
en este último año en que la vinculan a The New Yorker, hasta 1991. Allí alternaba, cada seis
meses, con Penelope Gilliat, hasta 1979, año en que convierte en la única encargada de las páginas
de cine del semanario.

En 1965, a solicitud de una casa editorial, publica I Lost it the movies (La perdí en el cine), título
donde la ambigüedad y el erotismo resumen algunas de sus posteriores antologías: Going Steady
(1969), Deeper into Movies (1973), Reeling (1976), When the Light go Down (1980), Taking It All
in (1984), 5001 Nights at the Movies (1982, 1984, 1991), Movie Love (1991), For Keeps (1994) y
Raising Kane, and other essays (1996).

¿Cine de autor? —o contra la interpretación

Tal fue el poder de Pauline Kael, que en su pluma se encontraba el impulso o la caída de muchas
películas. Productores, directores, actores y el cuerpo técnico esperaban con ansiedad sus
comentarios y la de los críticos más prestantes como Vincent Canby o Andrew Sarris, pero
especialmente la suya, pues Kael tenía el prurito de un crítica empática y envolvente, que los
lectores solían disfrutar y aceptar, un análisis de gran recepción, pero, sobre todo —y como
consecuencia— de alto peso en la taquilla.

Su labor crítica, en ese sentido, se fundamentaba en cómo contar antes que en el qué; saber
mostrar la obra antes que su técnica. Aunque se busque, de alguna forma, no separar la forma del
contenido, señala Kael: lo “relevante es transmitir lo que es nuevo y hermoso en el trabajo, no
cómo se hizo —que es más o menos explícito”. Solía ver las películas una sola vez: “Reacciono
con todos los sentidos la primera vez. A la segunda pasada se vuelve un ejercicio académico”. Kael
trató desde un principio de superar, en sus palabras, la pomposa “objetividad” y la “expresión-
documento”. Se buscaba llegar al público, abrirle caminos, para que viera el cine como una lección
explicada a unos principiantes.

Por ello mismo, sus presupuestos críticos se fundamentaban en dejar correr lo sensorial, una
erótica del arte (como propondría Susan Sontag para sí misma) antes que una hermenéutica. El
antiacademicismo kaeliano supone también una crítica empática, una coincidencia y una cadena
autor-crítico-espectador. Coincide con los elementos críticos de Sontag quien sostenía que lo que
interesa como crítico es mostrar el proceso de la experiencia del artista, quien, supuestamente, no
debe “abogar por nada en absoluto. Los más grandes artistas alcanzan una neutralidad sublime”.
De forma que, recargar la obra de estilo, ideología, de su ego, o de intelecto, conlleva excesos,
inclusive, para el mismo crítico —sin que ella se lo aplicara a sí misma. Kael traslada al
espectador, mediante su mirada otra, una especie de sustitución de lo que expresaba el film, en la
búsqueda de recuperar sus sentidos, incrementar su nivel de lectura y percepción. Bajo su
comentario se podía esconder una labor didáctica e iluminativa.

Kael se constituía en una representante del sensualismo cinematográfico y de la aceptación de


ciertos niveles de violencia en el cine norteamericano y, al mismo tiempo, elevó una crítica
ejemplar a los directores interesados en revelar “sombríos significados”, el yo “ególatra” de Fellini
o, a través del cine “pretencioso”, aunque también mostrara las cualidades positivas de muchos de
esos censurados directores. Por ello, contra la mayor parte de la crítica estadounidense, Kael
sostuvo defensas o acusaciones sobre directores o películas que no se ubicaban dentro de su
personal concepción del director de cine como autor, como en la caso de Citizen Kane, o de West
Side Story, las que recibieron fuerte y desdeñosas críticas, al punto de ofenderse sus directores ante
la ferocidad con que fueron analizadas sus cintas. Orson Welles consideró demandarla por
difamación pues Kael sostuvo que la autoría del guion se debía más a Herman L. Mankiewicz que
a Welles, como lo describe en su libro Raising Kane.

Detrás, además, se encontraba la polémica que mantenía con el crítico y teórico Andrew Sarris,
quien sostenía que el concepto de cine de autor también debía aplicarse a muchos directores
norteamericanos, en igualdad de condiciones que a los directores de la nueva ola francesa
(Truffaut, Erich Rohmer, Jean Luc Godard, entre otros).

En este plano negativo entró La naranja mecánica, de Stanley Kubrick, la cual permite ampliar a
Kael su preocupación no sólo del “cine como cine”, como puesta en escena más profunda, sino,
además, polemizar con Vincent Canby y censurar una vez más, como antes de esta cinta lo había
hecho, el cine de Stanley Kubrick. Así, en su artículo “Stanley Strangelove”, publicado en el New
Yorker, en 1972, aplica frases y términos como: “estricto profesor alemán que quiere hacer una
porno-violenta comedia de ciencia ficción”, “teutónico en su humor”, frío, pedante, indiferente.

A diferencia de Bowsley Crowther, quien apoyó a los directores norteamericanos y europeos


creativos y los reconoció como artistas, para Kael la noción “cine de autor” conllevaba una
crítica al cine como creación individual, censurando un supuesto narcisismo de los directores y
favoreciendo una narración “objetiva” en la que el trabajo colectivo signaba el trabajo fílmico.

Como parte de su animadversión, en los ensayos recogidos en I Lost it at the movies (1965) se va
lanza en ristre contra directores europeos como Bergman, Fellini, o Michelangelo Antonioni. Más
adelante, contra Antonioni, luego de la exhibición de Blow Up (1966), la consideró “pretenciosa” y
enmascarada como “cine de alta calidad”.

La lista de películas que Kael vapuleó inmisericordemente es larga, ya fuera por su exceso de
comercialización o una puesta en escena contradictoria o grandilocuente, o por su excesivo
romanticismo frente a sus necesidades históricas. En los años 60s y 70s fueron Doctor Zhivago y
West Side Story. David Lean dejó de filmar por 14 años, luego de la crítica a La hija de Ryan. Más
tarde desconsideraría Danza con lobos (1991) y el trabajo de su director. Sobre las películas que
tomaban el tema de Vietnam, se refirió crudamente a The Deer Hunter, de Michael Cimino, como
“una visión romántica acerca de la relación de amistad entre adolescentes”.

La crítica criticada
¿Hasta dónde puede un crítico elogiar y equivocarse, censura sin errar, o cometer todos los errores
y aciertos a la vez? Una larga carrera profesional conllevaba todos los riesgos: improbar lo
excelente, callar ante las nuevas corrientes o directores o exaltar lo malo. ¿A cuántos enemigos o
carreras frustradas condujeron sus puntos de vista?

Muchos fueron los críticos que la censuraron. A raíz de la publicación When the Lights go Down
(1980) (Cuando las luces bajan), la periodista e investigadora Renata Adler, con su estilo vivo,
desmitificador y pungente, puso de manifiesto la vulnerabilidad estilística y conceptual de Kael en
su artículo denominado “Los peligros de Pauline”, en The New York Review of Book. Allí traslucía
el mismo espíritu hiriente de quien reseñaba. Adler cita algunos ejemplos de palabras o términos
clave que Kael recambia constantemente: “Basura arquetipo” (en Carrie) y “poética urbana”,
“visceral”, o “basura”, que se transforman en “poética urbana visceral” o “poética visceral de pasta
de papel”, cuando comenta otras películas.

Kael mostraba muchas veces una ambigüedad moral al exaltar muchas de las películas violentas
aunque las calificara de fascistas. Adler reconoce que ella fue una “crítica del que todo mundo
sabía y hablaba”, pero, no obstante, transmitía su pasión por el horror, la violencia física explícita
en los detalles, las escenas de sexo con “ingredientes de crueldad y la participación de socios que
se conocen entre sí”. Esta pérdida de perspectiva conlleva una “ideología panfletaria” que significa
practicar denuncias, excomuniones, programas, amenazas, exhortaciones, pero también emplear
palabras clave que no contienen una posición intelectual teórica subyacente, lo cual llevaba a
exámenes de películas “casi divorciados como su propio fin”.

Por las manos y ojos de Kael pasaron infinidad de películas, pero sin embargo, muchos directores
no recibieron comentarios, a pesar de que sus cintas fueran difundidas suficientemente: Samuel
Fuller, Andrei Tarkovsky, Jacques Rivette, R. W. Fassbinder, Andrezj Wadja, Micklós Jankso,
Jean-Pierre Melville, Monte Helman, entre otros. Al mismo tiempo, contribuyó a que se conociera
una pléyade de directores y films desconocidos.

La embriaguez controlada

¿Cuál es el verdadero lugar de Pauline Kael en la crítica de Estados Unidos?

Una personalidad ardiente, muchas veces intolerante, no podía pasar desapercibida. La crítica
cinematográfica de Kael conjugaba de alguna, de varias formas, la conjugación de lo íntimo, lo
privado y lo público y de cómo la recepción e interpretación de la cultura de masas expresaba la
necesidad de una guía para su sed de espectáculo y para los numerosos cambios que acontecían
para esos años.

En un libro del crítico y ensayista Phillip Lopate, American movie critics: an Antologhy from The
Silents Until Now (2006), clasificó a los que considera los cinco mejores críticos cinematográficos
de Estados Unidos: Otis Ferguson, James Agee, Manny Farber, Pauline Kael y Andrew Sarris.
Luego de ese primer panteón, considera a Parker Tyler, Robert Warshow, Stanley Kaufmann,
Vincent Canby y Molly Haskell. Y resume: Kael “pertenece a la mejor prosa de no ficción de
América de la era moderna”.

Kael no escribía en sus mejores textos sobre sino desde el cine. No escribía un comentario sobre un
film sino sobre el arte cinematográfico, y además acerca de sus relaciones internas y sus
correlaciones externas. Como su colega Manny Farber, la mirada analógica del crítico se combina
con análisis, narración, exposición, reflexión, pero también con cambios de ritmos y combinación
con otras artes, sin llegar a agotarlas. Su comentario no se enclaustraba en la simple crítica sino en
una necesaria combinación y yuxtaposición de estrategias concomitantes en las que cabían la
contextualización y metaforización constantes, aunadas a referencias cotidianas e imágenes
culturales de la élite y lo popular. Kael, detenida e impulsada en un pensamiento inclusivo,
socavaba cada una de las posibilidades de la escritura. La crítica de cine de Kael se fundamentaba
en mantener un diálogo socrático con la cinta en sus diferentes niveles. La dimensión estética de la
película era trasladada hacia una confección redimensionada del detalle, de la escena, de la
influencia de las luces, de la fotografía, la energía, el humor, de la labor de los actores.

Al escribir desde “sus” sentimientos, desde una supuesta locuacidad y estructuras deshilachadas,
esta prosa de no-ficción aparentemente, se constituye, sin embrago, en un relato autobiográfico que
restituye la imprevisibilidad creativa de lo literario, del buen narrador; una prosa en movimiento en
la que los giros del habla, el gracejo, la metáfora y la restitución de los slangs acuden a través de
un lenguaje de carácter polifónico. Su prosa se llenaba de la función didáctica, pero también de la
sorna, la atornillante y falaz sabiduría de quien se sabe plena en su labor. Mientras Vincent Canby,
Andrew Sarris o David Ansen apelaban a un lenguaje más dialogante o familiar, Kael recurría al
coloquialismo, a analogías y metáforas inusitadas, forzando las ideas y los matices, siendo, al
mismo tiempo, una estilista consciente y visceral que recreaba escenas —a pesar de ver la cinta
una sola vez—; que ofrecía ingenio en sus reconstrucciones, mordacidad ante lo mal puesto, y
dogma en sus caracterizaciones o perfiles, así como temeridad y egocentrismo, para culminar en un
“embriaguez controlada”, en palabras de David Thomson.

Segunda y última escena: Septiembre de 2001. Pauline baja lentamente los escalones y a cada
paso, palabras, venias frías, excesivas o equilibradas, la despiden. Y ella, irónica, sonrisa acre
algunas veces, se aleja, dejando un lugar relevante en la crítica cinematográfica y, con ello, en la
crítica cultural, que cambia la concepción del cine como arte popular, como un gran arte.

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