El Loco Que Se Creía Victor Hugo

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EL LOCO QUE SE CREÍA VICTOR HUGO

Dicen los estudiosos de Victor Hugo —sí, los estudiosos suyos, porque un gigante
como éste ha tenido y tiene especialistas en él— que es uno de los má s reconocidos
escritores franceses de todos los tiempos. En mi modesta opinió n, creo que es uno de
los má s grandes literatos de la historia en el mundo, y con seguridad, el má s notable
cultor de las letras en ese contexto en que el destino parece haber concentrado a lo
má s granado de la literatura.

Entonces, no voy a hacer una reseñ a sobre obra alguna en particular, y solo me limito
a resaltar la figura de un genio de las letras universales, siguiendo de alguna manera la
tendencia a un descontrolado incremento registrado en la propia literatura sobre el
par de Francia. Y es que una personalidad tan prolífica en su obra, no podía ser
infecundo en la pluma de los que de él han escrito.

Nacido para deleitar a generaciones, ningú n adjetivo puede restringirse para enaltecer
una obra que no solo fue ingente en su extensió n, porque por sobre todo, fue
inmensamente bella en todos los géneros en que, como pocos, con maestría
incursionó . Para Hugo, ningú n género literario fue desconocido, aunque es indudable
que la novela romá ntica social fue el fuerte con que inspiró a cientos de novelistas
que le sucedieron y que fueron decisivamente influenciados por su estilo.

Sentía casi un desdén por varios autores de su época, y cuando hablamos de


contemporá neos, nos referimos a quienes estaban en el piná culo de las letras, como
Stendhal o Flaubert, por lo que en muchos casos había reciprocidad en sus
consideraciones cuando a él se referían. Pero era evidente que su nombre era grande
entre los grandes y él lo sabía, tanto que hablar de Victor Hugo ya entonces era hablar
de uno de los genios superado ú nicamente por Shakespeare o Cervantes…; pero por
sobre ellos tenía ventajas notorias, en mérito a la versatilidad de sus escritos. Así, la
poesía en cuyo campo produjo má s de doscientos cincuenta mil versos, o el drama, el
ensayo, la narrativa, en fin, toda gama literaria, sin contar su paso por la política de
Francia y su defensa tenaz del derecho a la vida, hicieron que psicoló gicamente se
ubicara en un pedestal por encima de todos, ocasionando un endiosamiento
consciente de que el mundo culto tenía que escoger entre él o él. Victor Hugo era
colosal entre los grandes y él lo sabía, tanto que su modelo era él mismo. El Poeta Jean
Cocteau decía de aquél, que era un loco que verdaderamente se creía Victor Hugo.

Ahora bien, el há bito compulsivo por escribir que dominaba al vate, no fue ó bice para
que tuviera una vida personal —no tanto privada— verdaderamente intensa, llena de
contradicciones conductuales; bien que por un lado se manifiesta en la célebre novela
El último día de un condenado a muerte, que refleja la injusticia de cegar la vida
humana, a pesar de los motivos que a ello dieran lugar, y por el otro, con una vida
licenciosa, llena de infidelidades que iban y venían, segú n como se entiendan sus
traiciones a su esposa y las de ésta hacia él mismo. Asiduo a lupanares, quizá
favorecido por su conocida proclividad a accesos carnales no solo frecuentes sino
prolongados, sobre los que Mario Vargas Llosa en una conferencia al respecto aludió
manifestando que en su noche de bodas, pudo hacer el amor nueve veces. Virilidad
extraordinaria en un hombre que llegó virgen al matrimonio.

Casi dependiente de un celestineo confiado a su empleada doméstica y que las


tempestades producidas por ese motivo en el París de entonces, nos hace pensar en
que no era lo efectivo que él quería, dan cuenta que estuvo irremediablemente
rendido a una sensualidad reñ ida con su militancia cató lica, aunque muy particular
por su posició n abiertamente anticlerical. En todo caso, siempre fue un creyente, pero
muy al estilo del que peca porque no hay que rendir cuentas a ningú n cura; al fin y al
cabo, son la razó n de su desapasionamiento por la religió n.

Pronto a morir, ya muy anciano, aseguraba haber tenido conversaciones espíritas con
Só crates y con el mismo Jesucristo. Mucho antes había prometido a una de sus
amantes una vida mejor después de su muerte.

Leer Los miserables o Nuestra Señora de París, significa adentrarse en los má s


recó nditos rincones de la naturaleza humana. A pesar de que entender en su cabal
dimensió n a Jean Valjean en su relació n filial con Cosette buscando redenció n luego de
haber tomado una hogaza ajena o a Quasimodo en su sueñ o pasional con aquella
niñ a/mujer, Esmeralda, por quien termina dando su vida, en ambos casos
influenciados precisamente por la religió n a la que formalmente combatía, es, a no
dudarlo, difícil; pero ¡cuá nta belleza prosaica hay en ambos relatos! Y cuanta
sensibilidad se infiere de las dos historias. Y me detengo ahí, porque dije que hoy no
pienso reseñ ar nada. Mas creo que por todo aquello, entre muchas otras razones, es
que este orate que se cree Victor Hugo, ú nico por su genio e ingenio, por el vértigo que
imprimió a su vida, por su excesiva inclinació n a las mujeres jó venes, sin importar que
sean nobles o plebeyas, de refinadísima educació n o rameras, ya sea por su
meticulosidad para registrar sus gastos hasta lo ridículamente ínfimo; no importa,
porque lo importante en la vida del mayor prodigio que, en mi opinió n, dieron las
letras de la siempre ubérrima Francia, dio desde entonces y hasta ahora motivos para
decir algo suyo. Cientos de volú menes se han escrito sobre él, como no se hizo
respecto a ningú n otro artista a excepció n de Shakespeare. Fue capaz de escribir
interminables versos y correspondencias que son caricias al alma y lisonjas al oído,
como de sintetizar su incertidumbre sobre la aceptació n de Los miserables con un
elocuente “?” a su editor.
Es que se puede verdaderamente escribir cientos de libros sobre alguien que defendió
los derechos de las mujeres, de los niñ os, el derecho a la vida que pugnaba con una
vanidad que supuso las má s repudiables burlas una vez muerto; como él mismo ya lo
había presagiado, es decir, de sus propios colegas de oficio, de quienes sostuvo que
“no hay peor odio que los odios literarios. Los odios políticos no son nada en
comparació n con los odios literarios…”. No hay que olvidarse de la leyenda homérica,
del genio de Dante de quien Hugo sostuvo que hizo de la poesía un infierno, o del
virtuosismo balzaciano, de Molière, Verne y otros, ya hablando de los franceses; pero
hago hincapié en que, desde mi perspectiva literaria ú nicamente, este loco, el que
presumía de ser Victor Hugo, fue uno de los má s grandes de la literatura universal.

Augusto Vera Riveros es escritor

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