Sepultado Con Sus Huesos - Jennifer Lee Carrell
Sepultado Con Sus Huesos - Jennifer Lee Carrell
Sepultado Con Sus Huesos - Jennifer Lee Carrell
Prólogo
29 DE JUNIO DE 1613
ACTO I
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
Entreacto
ACTO II
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
25
26
27
Entreacto
ACTO III
28
29
30
31
32
33
34
35
36
37
Entreacto
ACTO IV
38
39
40
41
42
43
44
45
Entreacto
ACTO V
46
Nota de la autora
notes
Jennifer Lee Carrell
Johnny,
Kristen,
Mamá y Papá.
William Shakespeare
Prólogo
29 DE JUNIO DE 1613
29 de junio de 2004
Mientras apuraba el paso hacia la boca del metro, telefoneé a todas las
personas que tal vez pudieran saber algo. No hubo suerte. En todos los
números a los que llamé me salió el contestador. Después bajé a toda prisa las
escaleras del metro, donde los móviles no servían para nada.
En mis prisas por reunirme con Roz después del ensayo, había salido
pitando del teatro. ¿Había olvidado apagar la lámpara de la mesa que
utilizaba como escritorio? ¿La habría derribado? ¿Habría prendido fuego mi
revoltijo de notas cuando ya no quedaba nadie? El teatro ya se había
incendiado una vez por culpa de un descuido hacia el final de la vida de
Shakespeare. En aquella ocasión, si no recordaba mal, todo el mundo se había
salvado menos una criatura.
Dios mío. ¿Habría conseguido salir todo el mundo?
«Que no sea el Globo, que no sea el Globo», canturreé en silencio al
ritmo del traqueteo del vagón. Para cuando subí corriendo de dos en dos los
peldaños de la escalera de la estación de Saint Paul, la noche ya había caído.
Corrí por una callejuela hasta salir a una ancha travesía. La catedral se erguía
como una inmensa esfinge, impidiéndome el paso hacia el río. Girando a la
derecha, eché a correr junto a la valla de hierro que delimitaba el recinto del
templo y los árboles cuyas ramas arañaban sus paredes. Giré a la izquierda
delante del pórtico principal, sostenido por columnas, y en cuyo antepatio se
encuentra la estatua de la reina Ana mirando con semblante feroz al oeste,
hacia Ludgate Hill. Giré otra vez a la izquierda, rodeando la fachada sur en
un amplio arco en dirección a la pasarela recién abierta a través del laberinto
del Londres medieval, que dejaba al descubierto un amplio panorama
directamente desde San Pablo hasta el río. Doblé por la esquina y me detuve.
El camino descendía cuesta abajo. Al pie de la colina, el puente peatonal
del Milenio se arqueaba sobre el Támesis en dirección a la fortaleza de
ladrillo de la Tate Modern, que se levantaba en la orilla sur. Aún no podía ver
el Globo a la izquierda del museo; sólo podía distinguir la parte central de la
Tate, que seguía pareciendo la central eléctrica que antaño fue, más que el
templo del arte moderno en que se había convertido. Su vieja chimenea
traspasaba la noche como si fuera una lanza; su nueva planta superior, una
ancha corona de cristal verde y acero, resplandecía como un acuario. Todo
ello iluminado por un pálido cielo de color anaranjado.
Después del crepúsculo, aquella zona de Londres —la City propiamente
dicha— habría tenido que estar prácticamente desierta, pero, en cambio, la
gente pasaba por mi lado, apurando el paso cuesta abajo. Me mezclé con ella,
serpeando entre la muchedumbre cada vez más apretada. Dejé atrás parterres
de flores y bancos. Un pub de aire dickensiano a la derecha; unos modernos
edificios de oficinas a la izquierda. Victoria Street, que cruzaba la calle, era
un aparcamiento. Abriéndome paso entre los taxis negros y los autobuses de
dos pisos, proseguí mi carrera.
Unos cuantos metros más allá, la calle se estrechaba. Una sólida y
compacta masa de palpitante humanidad se dirigía al puente del Milenio para
contemplar el incendio. Se me cayó el alma a los pies; jamás conseguiría
abrirme paso hasta el otro lado. Miré a mis espaldas. La muchedumbre ya se
había cerrado a mi alrededor; sin unas alas con que poder volar, no tendría
ninguna posibilidad de ir a ninguna parte.
Un profundo y trémulo rugido resonó en el río mientras el humo surcaba
el cielo desde la izquierda, perseguido por una lluvia de chispas. Como una
inmensa ola, la multitud gemía y empujaba en dirección al puente,
arrastrándome con ella. Se abrió un hueco a la derecha y vislumbré unos
estrechos peldaños que descendían. Me abrí violentamente camino y al final
me vi libre, medio tropezando y medio resbalando por los peldaños.
Fui a parar a una estrecha plataforma situada tres metros por debajo del
puente, desde donde se divisaba la otra orilla. El Globo estaba ardiendo. El
humo se derramaba como sangre negruzca por sus costados y ascendía como
un vómito contra el cielo. En medio de todo ello, serpentinas de fuego —
rojas, anaranjadas y amarillas— se proyectaban como chorros en la noche.
El móvil tintineó en mi bolsillo. Era sir Henry Lee, uno de los grandes
de la escena británica que actuaba en la obra que dirigía interpretando el
papel del fantasma del padre de Hamlet.
—¡Kate! —gritó—. ¡Gracias a Dios!
En segundo plano, oí el cada vez más cercano silbido de las sirenas. Sir
Henry estaba al pie del cañón.
Mi inquietud se hizo patente.
—¿Han logrado salir todos?
—¿Cómo...?
—Que si han logrado salir todos.
—Sí —contestó en tono irritado—. Todos han salido. Usted era la única
que faltaba. ¿Dónde demonios está?
Me di cuenta con rabia de que unas lágrimas de alivio y horror me
rodaban profusamente por las mejillas. Me las sequé con el dorso de la mano.
—En el lado equivocado del río.
—Maldita sea. Espere un momento.
Cubrió el aparato con la mano y los ruidos de fondo se difuminaron.
Recién cumplidos los sesenta, sir Henry era famoso en el teatro y el cine
desde hacía más de tres décadas. En la flor de la edad, había interpretado a
Aquiles, Alejandro y Arturo. A Buda y a Jesucristo; a Edipo, Julio César y
Hamlet. Como un esteta de la vieja escuela, era aficionado a Savile Row, al
Veuve Clicquot («en cuestión de champán, querida, tantos zares no pueden
haberse equivocado») y a los Bentleys conducidos por chóferes. Sin
embargo, sus raíces eran más populares y a veces las exhibía con deleite. Era
un vástago de los barqueros del Támesis; los poderosos brazos de sus
antepasados se habían pasado siglos remando, trasladando mercancías y
personas arriba y abajo y de una a otra orilla del río. Si le practicaran un corte
en el cuerpo, solía decir, recuperando el marcado acento de los muelles de su
juventud, sangraría verde cieno del Támesis. Con unas copas de más, sir
Henry aún podía gritar como un hincha del fútbol.
Nos habíamos conocido seis meses atrás cuando yo había aceptado con
entusiasmo la propuesta de dirigir un espectáculo en un dudoso rincón del
West End; en el último momento, él había accedido a regañadientes a asumir
el papel de protagonista principal durante dos semanas para pagar una deuda
no especificada con el dramaturgo. En pocos días, le había dado por referirse
a mí como «esta brillante muchacha norteamericana», una frase que —
utilizada a modo de presentación— solía hacerme tartamudear o que me
derramara algo, por lo general café o vino tinto, por la pechera. La obra era
un desastre y había durado en cartel exactamente dos semanas; pero tres días
después recibí la llamada del Globo. Me olí algo, pero sir Henry jamás había
reconocido haber echado mano de su influencia.
Volvió a hablar por el teléfono con un rugido.
—Bobadas. Ya te dije que ella estaría allí... Lo siento —añadió,
dirigiéndose a mí mientras su voz pasaba de la dureza del acero a la suavidad
de la seda—. Me acaban de decir que no hay manera de utilizar los puentes.
¿Puede acercarse al paseo del río?
—Si estos peldaños que hay debajo del puente del Milenio conducen
allí, no tengo otra opción.
—¿Debajo del...? ¡Pero qué maravilla! Cuando esté al pie de los
peldaños, querida, gire al este. Llegará a un viejo embarcadero. Cleopatra la
recogerá allí dentro de cinco minutos.
—¿Cleopatra?
—Es mi nuevo barco.
—¿Un regalo?
Parpadeé.
—Eso es lo que dijo —contesté un poco a la defensiva, maldiciéndome a
mí misma.
—Pero sin duda, señora Stanley, tanto si la profesora Howard le dijo
categóricamente lo que había descubierto como si no, usted debía de tener
alguna idea de lo que era.
Por un instante, experimenté la tentación de sacar el estuche del bolsillo,
entregarlo y acabar de una vez con él asunto y con Roz.
—Lo siento, pero no la tengo.
Desde un cierto punto de vista, hasta se habría podido decir que era
verdad; no tenía ni idea de lo que contenía efectivamente el estuche. Pero la
tendría, rezongué en silencio mirando a Sinclair, si usted me dejara a solas el
tiempo suficiente para abrirlo.
El inspector lanzó un suspiro.
—Le pido que sea sincera conmigo, señora Stanley; quizá sería útil que
yo fuera sincero con usted. —Se alisó una arruga de los pantalones—. Hemos
encontrado el pinchazo de una aguja en el cuello de Roz.
¿El pinchazo de una aguja?
—Bobadas —se encrespó sir Henry—, Roz no era drogadicta.
La mirada de Sinclair se desplazó hacia él.
—Un solo pinchazo no sugiere que lo fuera.
—¿Pues qué sugiere? —replicó sir Henry.
—Digamos simplemente que me estoy tomando muy en serio la
sospecha de juego sucio por parte de la señora Stanley. —Volviéndose de
nuevo hacia mí, añadió—: Y que agradecería su sincera colaboración.
Juntó las puntas de los dedos de ambas manos mientras me estudiaba.
El temor me traspasó. Aquella tarde me había quitado de encima a Roz.
Ahora habría dado cualquier cosa por hablar con ella, gritarle, escucharla,
dejar que me abrazara todo lo que quisiera... pero se había ido. Se había ido
absoluta e irremediablemente, sin ninguna explicación ni disculpa. Sin tan
siquiera un adiós y tanto menos un consejo.
Nada más que una orden. «Guárdalo en lugar seguro», me había dicho.
Si su regalo necesitaba que lo guardaran en lugar seguro, pensé
dominada por la irritación, ¿quién mejor que la policía para guardarlo? Sobre
todo puesto que ésta —o por lo menos el inspector jefe que tenía delante—
tanto insistía en que les diera algo.
Pero Roz no había acudido a la policía. Había acudido a mí. Y Sinclair
lo era todo menos de fiar. Una vez más, lo miré directamente a los ojos y
mentí.
—No sé nada más.
Descargó el puño con tal fuerza en el banco en el cual estábamos
sentados sir Henry y yo que pegué un brinco.
—En este país, señora Stanley, es un delito ocultar información en una
investigación de homicidio. Un delito que nos tomamos muy en serio. —Se
inclinó tanto hacia mí que aspiré el aroma de menta de su aliento—. ¿He
hablado claro?
Con el corazón en un puño, asentí de nuevo con la cabeza.
—Por última vez tengo que insistir en que me diga todo lo que sepa.
A mi lado, sir Henry se levantó.
—Es más que suficiente.
Sinclair se reclinó bruscamente en su asiento, con un gesto de
contrariedad en el rostro. Después nos despidió a sir Henry y a mí con un
ademán enérgico.
—No hablen con la prensa y no salgan de Londres. Tendré que volver a
hablar con ustedes. Pero, por ahora, buenas noches.
Sir Henry me tomó por el codo y me acompañó fuera. Ya casi habíamos
alcanzado la puerta cuando Sinclair me llamó a mi espalda.
—Sea lo que sea lo que haya que encontrar, señora Stanley —dijo
suavemente—, le aseguro que lo encontraremos.
La primera vez que lo había dicho, me había sonado a una promesa. Esta
vez, era una amenaza.
6
—Estese quieta y preste atención —dijo una voz grave con acento
británico—. Roz me ha enviado.
Traté de apartarme, pero él me agarró y me obligó a volverme.
Fuertemente apretada contra él, reparé en un ensortijado cabello castaño, una
nariz aquilina y un cuerpo tan duro que habría podido estar labrado en
mármol, sólo que se notaba caliente.
—Roz ha muerto —dije.
—No me hizo caso.
Me eché hacia atrás, pero él volvió a sujetarme. Esta vez sus ojos se
clavaron en los míos.
—Si lo abres, tendrás que seguir adelante hasta donde te lleve.
Las palabras de Roz. Me quedé petrificada.
—¿Quién es usted?
—Ben Pearl —contestó lacónicamente—. Disculpe mis malos modales,
pero estoy intentando sacarla viva de aquí. Puesto que no me gustaría
cruzarme con su perseguidor, ¿qué alternativas se nos ofrecen?
Hablaba con el suave acento y la displicente arrogancia de la clase alta
británica.
Su rostro y sus brazos estaban descubiertos y su camiseta era de color
gris. En cambio, el que antes me había hablado en voz baja en la oscuridad
iba vestido de negro de pies a cabeza y tenía acento americano.
—¿Y por qué tengo que fiarme de usted?
—Ella era mi tía, Kate.
—Usted es británico.
—Las personas cruzan los océanos. Era la hermana de mi madre y me
contrató para que la protegiera.
Tenía el cabello oscuro y los ojos verdes como ella.
—Suélteme —insistí.
Pero no me hizo caso.
—Quieta.
Sus ojos parpadearon y dirigió la vista hacia la ventana. Seguí la
dirección de su mirada. Fuera, un globo de brumosa luz amarilla se elevaba
desde lo alto de una farola de la calle. Abajo, la oscuridad se rizaba como el
agua o la bruma que se arremolina en la estela de una embarcación.
—¿Es él? —pregunté en voz baja.
Me apartó de la ventana y me empujó hacia el otro lado del corredor.
—No, a menos que se haya clonado a sí mismo una docena de veces —
contestó en voz baja mientras nos adentrábamos en las sombras de las
estanterías—. Creo que es la policía de la universidad, que ha venido por el
apagón. La salida principal está descartada. ¿Qué alternativas tenemos?
—Hay una entrada trasera cinco pisos más abajo.
—Es probable que los policías se dirijan precisamente a ese lugar.
Me mordí el labio.
—La Pusey, la biblioteca de al lado, tiene una salida.
—Muy bien.
—Pero da justo a la esquina de la entrada principal de la Widener.
Me miró exasperado.
—Estamos en Harvard, por el amor de Dios. ¿Es que no hay puertas
ocultas o túneles secretos?
—Hay uno —contesté muy despacio—. O, por lo menos, antes lo había.
Es un túnel que pasa por debajo del Yard y llega hasta la biblioteca Lamont.
En mis tiempos de estudiante, aquel túnel estaba abierto a todos los que
frecuentaban la universidad y, durante los aburridos meses entre enero y las
vacaciones de primavera, se convertía en algo así como una autopista
subterránea. Pero cuando cursaba segundo, un psicópata se había dedicado a
dejar por las zonas menos conocidas de la biblioteca restos de páginas
destrozadas a cuchilladas. Durante algún tiempo, los hechos habían sido
objeto de toda clase de chistes. Lo habían bautizado como el Minotauro, el
monstruo del laberinto. Oficialmente, la única respuesta de Harvard había
sido la de recomendar que los estudiantes entraran en el laberinto de las
estanterías en grupos de dos o más personas. Con carácter oficioso, las
investigaciones en la Widener se habían paralizado.
Cuando las flores de azafrán silvestre empezaron a asomar entre la
nieve, policías de paisano se infiltraron en la biblioteca y una mañana nos
despertamos con la noticia de que habían atrapado a un extraño hombrecillo
con ojos de serpiente... y de que el túnel de la Lamont se había cerrado con
carácter permanente. Corrían rumores entre los estudiantes de que no había
sido un policía el que había atrapado al psicópata, sino un sacerdote, y que
una titánica batalla había dejado todo el túnel cubierto de sangre que no había
manera de limpiar. Como es natural, las autoridades de Harvard no se
dignaron dar crédito a semejante superstición. La universidad eliminó
implacablemente el túnel de todos los planos, prohibió cualquier referencia
impresa al mismo e incluso impuso el silencio al claustro de profesores y a
todo el personal. En cuestión de cuatro años, la existencia del túnel quedó
prácticamente borrada de la memoria colectiva del cuerpo estudiantil.
—Estupendo —se congratuló Ben—. Eso es lo que necesitamos.
—Si es que todavía existe —comenté con inquietud.
—Tiene que existir —replicó él categóricamente—. Tiene que existir.
¿No se deja nada de lo que llevaba, profesora?
En respuesta a su pregunta, me dirigí a la estantería en la que había
escondido el libro y lo saqué del estante.
—¿Alguna otra cosa?
—No creo que... —Mi voz se cortó a media frase. La bolsa. Me la había
dejado en el despacho de Roz, junto con mi billetero y toda mi
documentación... No era de extrañar que el asesino conociera mi nombre. Le
había dejado mi tarjeta de visita. Noté que me ruborizaba—. Me he dejado la
bolsa en el despacho de Roz. Y no soy una maldita profesora —añadí
bruscamente—. Nunca lo he sido.
—No es usted muy partidaria de facilitar las cosas, ¿verdad?
Me acompañó por un pasillo, sin dejar de mirar arriba y abajo del
corredor flanqueado por despachos.
—¿Es aquí? —preguntó, señalando la única puerta que permanecía
abierta de par en par.
Me solté de él y me dirigí al estudio de Roz. Nada más entrar, me
detuve.
La estancia había sido puesta patas arriba. El sillón orejero aparecía
volcado en su rincón y con los cojines rasgados. Los libros estaban
amontonados en el centro del estudio. La pantalla del ordenador estaba hecha
añicos. En la pared, los dos mapas de Roz habían sido rasgados
concienzudamente. Exceptuando la pantalla, todo lo demás que había en el
escritorio estaba más o menos intacto: los pendientes de turquesas
descansaban todavía junto al teclado y las obras de consulta estaban
colocadas las unas al lado de las otras, en su sitio. Pero faltaba algo. Yo había
vuelto a dejar el facsímil del Primer Infolio de Roz en el lugar donde lo había
encontrado, y ahora había desaparecido. Él sabía lo que buscaba y lo había
conseguido. El resto de los destrozos había sido un estúpido acto de
vandalismo.
Mi bolsa estaba apoyada en un ángulo un tanto absurdo contra la suave
pendiente del montículo de libros. El pulcro escritorio, la bolsa tan
cuidadosamente colocada, todo sugería una cosa. Lejos de tratarse de un acto
de vandalismo, aquello era más bien una profanación, una cruel y deliberada
destrucción del recuerdo de Roz. Y había sido hecho con la intención de que
yo lo viera.
Algo intentaba abrirse paso sordamente en mi mente. Justo en aquel
instante, Ben me agarró del brazo y me empujó hacia las hileras de
estanterías. El libro se me escapó de las manos. Mientras trataba de
recuperarlo, Ben se me echó encima. Un claro resplandor rasgó la oscuridad
y todos los cristales del corredor se rompieron en medio de un gran
estruendo. Un sordo retumbo reverberó por todo el edificio.
Poco a poco el ruido fue disminuyendo. Ben se incorporó. El suelo de
mármol resultaba curiosamente frío contra mi mejilla. Levanté la cabeza. A
unos tres metros de distancia, el volumen de Chambers yacía abierto boca
abajo en el suelo. Como si fuera una maldita joya, un fragmento de cristal se
había incrustado en la tapa. Me acerqué a gatas para recuperarlo y pasé
rápidamente las páginas. El mensaje de Roz estaba todavía entre las páginas
del final.
Ben dijo algo, pero su voz sonaba lejana, como a través de una niebla, y
no logré entender sus palabras. Levanté los ojos con semblante inexpresivo.
Se acercó a mí en tres zancadas. Sus manos me recorrieron la espalda; me dio
la vuelta y me miró de arriba abajo.
—Está ilesa. Quédese aquí.
Cruzó el corredor y desapareció en el interior del estudio.
Desobedeciendo sus órdenes, me acerqué poquito a poco justo lo
suficiente para ver el interior de la estancia. La silueta de Ben se recortaba
contra la luz del incendio provocado por la explosión. Estudiaba mi bolsa,
que ahora estaba sepultada bajo retorcidos restos de cascotes y acero. Todos
los cristales de las ventanas del despacho de Roz se habían roto, y sus
fragmentos estaban esparcidos por el lugar. Por el hueco de una ventana
alcancé a ver un agujero en una pared del patio, a través de él se veía la
galería cubierta en llamas. En la humareda flotaban fragmentos de papel
ardiendo, que se arremolinaban en el patio como encendidos copos de nieve.
Ben levantó una viga de acero y liberó mi bolsa. La recogió y regresó junto a
mí.
—¿Eso es todo o ha dejado algún otro letrero luminoso de «Kate ha
estado aquí» en otro sitio?
Hice un ademán negativo con la cabeza.
—Muy bien, pues. Vámonos.
Pero me quedé plantada donde estaba.
—Vamos.
Ben me empujó sin contemplaciones hacia la escalera. Caminó delante
de mí, guiándome conforme descendíamos. En una mano empuñaba una
pistola semiautomática. Unas sirenas ululaban en la distancia. El
espasmódico resplandor del fuego iluminaba el patio y nuestro camino hasta
que llegamos a la planta baja. En los niveles subterráneos estaba oscuro como
boca de lobo. Paso a paso, bajamos sumidos en la más absoluta oscuridad. A
nuestro alrededor, todo el edificio estaba empezando a gemir y a emitir
sonidos metálicos; traté de no pensar en los tres millones y medio de libros
que iban cayendo lentamente de sus estanterías planta por planta por encima
de nuestras cabezas. De la planta A descendimos a la B.
—Aquí está —dije en voz baja cuando llegamos al nivel C.
Pero entonces me di cuenta de mi error. A diferencia de las plantas
superiores, cuyos anchos pasillos discurrían a lo largo de todo el edificio de
este a oeste, en las plantas subterráneas sólo había un pasillo central; en el
nivel en el que estábamos, únicamente un estrecho pasadizo, semejante a un
cuello de botella, conducía desde el ala oeste, en la cual nos encontrábamos,
al ala este... y a la puerta del túnel. Y lo peor de todo era que la puerta estaba
escondida detrás de una estantería. Cinco años atrás, no hubiera sabido
orientarme en aquella parte de la biblioteca ni siquiera con todas las luces
encendidas; ahora, en medio de la oscuridad, iba a ser muy difícil encontrar el
pasadizo.
Ben me dio una linterna. La encendí y el haz de luz se perdió en la
distancia. Sin mediar palabra, me cogió la muñeca y me guió la mano para
que la linterna alumbrara el suelo por delante de nosotros. Di unos tímidos
pasos en busca del pasadizo. Hileras y más hileras de estanterías se extendían
ante nosotros, amenazadoramente altas, e incluso parecían mirarnos con
recelo mientras las recorría con la luz de la linterna. Cuando dejaba de
alumbrarlas, tenía la sensación de que se movían, doblaban por la esquina y
giraban en distintas direcciones. «¿Qué hilera de estanterías me interesa?»,
pensé. La primera que probé terminaba en un callejón sin salida cerrado por
un muro de libros sobre Magallanes. La segunda se detenía en la conquista de
los incas. Retrocedí.
—Hay que darse prisa —murmuró Ben.
—Es mejor orientarse bien.
Tiempo atrás había descubierto aquel pasadizo por casualidad mientras
buscaba otra cosa. «¿Qué es lo que estoy buscando?»
Roz. «Ella me ha enviado aquí.» Antaño escribí un ensayo acerca de las
pérfidas traiciones de los Howard, una de las familias más despiadadas de la
Inglaterra renacentista, de la cual era harto conocido que estaba a sueldo de
los españoles. «Las pérfidas traiciones de mis antepasados, quieres decir»,
había dicho Roz, formulando una insinuación que me había conducido hasta
allí abajo. Mi búsqueda había sido infructuosa; no había encontrado ni rastro
de los Howard. Pero detrás de una estantería llena de antiguos chismorreos
españoles —diarios, despachos y documentos de la corte inglesa
cuidadosamente transcritos y publicados muchos años atrás por unos
aristocráticos estudiosos que los habían dejado criando moho en remotos
rincones— había descubierto aquel pasadizo que conducía al ala este de la
planta subterránea C.
Iluminé con la linterna otro pasillo de las hileras de estanterías: no era el
que buscaba. Y otro. Seguí adelante y después volví sobre mis pasos. Sí,
aquel pasillo me resultaba conocido. Avancé más deprisa a medida que
aumentaba mi sensación de familiaridad. Sí, era aquél.
En la distancia, se oyó el chirrido de una puerta. Con Ben detrás de mí,
apagué la linterna y avancé a tientas hasta que tropecé con unos libros a la
altura de la cara. Estiré la mano hacia la derecha y noté que el estante se
doblaba en ángulo recto. «Maldita sea.» Me cambié el libro de mano y
alargué la que tenía libre hacia la izquierda.
Unos cuantos pasillos entre estanterías más allá, oí un impreciso y sordo
ruido y después vi que un débil rayo de luz roja cruzaba el techo. Me quedé
quieta, el asesino había utilizado una linterna roja. Ben me dio un golpecito
en el hombro y comprendí lo que me quería decir. «Siga adelante.»
Tanteando los ondulados lomos de unos libros invisibles, mis dedos se
toparon de repente con un espacio vacío. Me introduje en el hueco de la
estantería. Estaba un poco separada de la pared posterior del edificio; dejé
que mis manos recorrieran la pared como arañas, rezando para que la abertura
que buscaba todavía estuviera allí.
La encontré tan inesperadamente que tropecé y estuve a punto de
caerme; el libro de Chambers se me escapó de las manos. Estirándolas a
ciegas, lo atrapé antes de que cayera al suelo e hice una mueca de dolor
cuando el trozo de cristal incrustado en su tapa se me clavó en la palma de la
mano. A mi espalda, Ben se agachó y me sujetó.
—Bonita recepción —me dijo en un susurro.
Las pisadas se acercaron hasta llegar a medio camino del pasillo y allí se
detuvieron. La luz roja se filtraba entre los libros de la estantería lo suficiente
para permitirnos ver que el pasadizo en el que nos encontrábamos
desembocaba en un corredor que se dirigía al este en línea recta. La luz se
apagó y las pisadas se fueron por donde habían venido. Lancé un suspiro.
Con toda la rapidez que nos permitió nuestra audacia, avanzamos hacia el
este hasta que percibí que habíamos desembocado en el corredor.
Giré a la derecha y seguí adelante hasta llegar a una pared desnuda. En
una esquina, detrás de una hilera de cubículos desvencijados, había una
pesada puerta metálica. Me hundí en el desánimo al comprobar que estaba
dotada de una cerradura electrónica. Pero entonces la puerta se movió
ligeramente, como una puerta mosquitera agitada por una ráfaga de viento. El
apagón debía de haber desactivado el cierre.
Ben abrió la puerta de un tirón y ésta vomitó una cálida y húmeda
oscuridad, ligeramente teñida de un putrefacto olor a azufre. Iluminé el
interior del túnel con la linterna, pero su luz se desvaneció a escasa distancia.
Retrocedí. «¿Y qué quiere decir un nombre? —recordé que había dicho
el asesino—. Quizá le tendríamos que cambiar también el suyo.» En Tito,
Lavinia y su amado habían sido atraídos a una oscura y desierta hondonada
antes de que a ella la violaran. Él había muerto: ella había suplicado morir.
Volví a mirar al interior del túnel y di otro paso atrás.
Se oyeron unas pisadas en el piso de arriba. Una puerta se abrió. Surgió
otra voz del pasado. Tendrás que seguir adelante hasta donde te lleve.
Sujetando con fuerza el libro de Chambers, me adentré en el túnel. Ben me
quitó la linterna de la mano y la apagó. Luego cerró la puerta y la oscuridad
nos engulló.
12
Ben me rozó al pasar por mi lado. Sujeté bien el libro en una mano y
alargué la otra y la deslicé por la pared, apurando el paso para darle alcance.
De las paredes del túnel colgaban gigantescas tuberías, algunas emitían calor,
otras vibraban y otras no daban el menor signo de actividad. Tanteando el
suelo con los pies para no tropezar, avanzamos lo más rápido que podíamos,
en medio de la ciega negrura; mis ojos se esforzaban tanto por ver en la
oscuridad que pensé que se me iban a salir de las órbitas.
Un poco más adelante, el túnel giraba a la derecha; justo tras haber
doblado por la esquina, Ben se detuvo.
—¿Qué...? —pregunté, pero él me interrumpió.
—Cierre los ojos y escuche con atención.
Inmediatamente, mis ojos se relajaron y pude concentrarme en lo que se
oía en lugar de hacerlo en lo que no podía ver... y lo que oí a nuestra espalda
fue un suave murmullo de pisadas arrastrando los pies.
Sin mediar palabra, apresuramos el paso. Un gruñido se elevó en la
distancia y después un tarareo recorrió las tuberías, las luces parpadearon en
el túnel y me di cuenta de lo que estaba ocurriendo. Alguien estaba tratando
de restablecer el suministro eléctrico; si lo lograba antes de que nosotros
consiguiéramos llegar a la puerta, ésta se cerraría y quedaríamos atrapados.
—¡Corra! —grité, pero Ben no necesitaba que lo apremiaran.
Las luces volvieron a parpadear y esta vez vi el final del túnel. Nos
quedaban todavía unos cuatro metros.
—Deténganse —rugió una voz amplificada a nuestra espalda.
Tres pasos más y Ben se lanzó hacia delante y golpeó la puerta. Ésta se
abrió y la crucé corriendo. Él la franqueó agachado y la empujó para cerrarla.
Se oyó el clic del pestillo de la cerradura.
Nos quedamos de pie jadeando en un cavernoso sótano que era poco
más que un almacén iluminado y lleno de estantes. La única otra puerta que
había daba acceso a una escalera. Subimos dos tramos y salimos a un oscuro
descansillo de la planta baja de la Lamont. A la derecha había un cuarto con
unas fotocopiadoras; a la izquierda, un abandonado mostrador de préstamos
bibliotecarios y una cristalera que daba acceso a un pequeño porche.
SALIDA DE EMERGENCIA. ALARMA CONECTADA, decía un letrero
colgado en la puerta. Al otro lado de ésta parecía que ya estaban sonando
todas las alarmas del campus.
—¿Cree que alguien oirá la alarma? —me preguntó Ben.
Salimos a la oscura noche. Estábamos en un minúsculo porche cubierto
de hiedra. El sonido de la alarma se unió al estruendo que nos rodeaba; pero
era imposible que alguien la oyera ni aun estando a un metro y medio de
distancia. Doblamos una esquina y me detuve en seco.
Un pequeño grupo de personas se había reunido en un sendero un poco
más adelante, pero nadie se volvió; en primer lugar, no era posible que nos
hubieran oído en medio de aquella horripilante tormenta de ruidos. Y, en
segundo, todos estaban mirando boquiabiertos en dirección a la Widener,
desde cuyo patio central se elevaba al cielo una columna de humo
entremezclada con llamas.
De repente me di cuenta de lo que era pasto de las llamas: el estudio de
Harry Widener. «Los libros —pensé, desfallecida—. Todos esos libros tan
valiosos e insustituibles.» Eso era lo que había visto flotando y ardiendo por
el agujero de una de las ventanas rotas del despacho de Roz: las páginas de la
valiosa colección de libros raros de Widener.
—Mejor que no haya habido que lamentar desgracias personales —dijo
Ben en tono sombrío.
Entonces caí en la cuenta de qué libros estaban ardiendo.
—Dios mío —dije con la voz entrecortada por la emoción—. El Primer
Infolio.
Lo había visto precisamente aquella tarde. En la sala semicircular por la
que se accedía al estudio.
El Infolio del Globo también había desaparecido en una columna de
fuego. En el acto comprendí que el cabrón responsable de aquellas desgracias
estaba dispuesto a matar y a incendiar edificios sólo para destruir Infolios. Y
uno de esos Infolios, un ejemplar en particular, era la obra magna jacobina a
la que se había referido Roz. En cierto modo, la clave de lo que ella había
descubierto, lo que significaba que el bastardo asesino no se estaba limitando
a impedir que Roz y yo nos apoderáramos del tesoro, cualquiera que éste
fuera, sino que estaba eliminando todas las pistas que nos pudieran conducir
hasta él.
Me abrí paso entre la gente, pero Ben tiró de mí.
—Ahora ya es demasiado tarde —dijo con voz ronca—. Ha
desaparecido.
Nos alejamos de la Lamont y nos dirigimos a Quincy Street. La ceniza
me impregnaba el cabello y me llenaba la boca y la nariz. El humo me
escocía los ojos.
Cuando llegamos a Massachusetts Avenue, nos pareció que todos los
vehículos cuyas sirenas estaban sonando dentro de un radio de ciento
cincuenta kilómetros se estaban dirigiendo a toda prisa al Yard. Nos
detuvimos en la acera del otro lado de la calle donde estaba mi hotel.
—¿Aquí es donde se aloja? —me preguntó Ben, levantando la voz por
encima del ensordecedor estruendo.
Asentí con la cabeza y bajé a la calzada.
Apoyó la mano en mi brazo.
—¿Se registró con su propio nombre?
—Con el de Mona Lisa —contesté, pasándome la lengua por los labios
resecos—. ¿Qué nombre cree que utilizo?
—No puede volver.
—La policía no...
—Hay cosas más importantes de que preocuparnos.
Me disponía a replicarle, pero me contuve. «Kate la maldita», me había
susurrado al oído el asesino. Conocía mi nombre. Si me buscara, el Inn at
Harvard, el hotel que estaba más cerca de las bibliotecas, sería el primer lugar
al que acudiría. Pero ¿a qué otro sitio podía ir?
—Tiene que venir a mi hotel —dijo Ben.
No había ninguna otra alternativa.
Cruzamos rápidamente Massachusetts Avenue y giramos para subir por
Bow Street hacia Mount Auburn. Después continuamos por JFK, apurando el
paso por la parte trasera de Harvard Square. Se hospedaba junto al río, en el
hotel Charles. El Charles, una curiosa mezcla de airosa elegancia urbana y
granja de Nueva Inglaterra, era el hotel más lujoso de Cambridge, el lugar
donde los miembros de las grandes fortunas y los altos ejecutivos se alojaban
cuando iban a visitar a sus hijos o a sus médicos en Harvard. Jamás había
estado en una de sus habitaciones.
Ben no disfrutaba de una habitación; tenía una suite. Al entrar me
encontré con sofás color púrpura y sillas negras de respaldo alto montando
guardia alrededor de una mesa de comedor, en una de cuyas esquinas
descansaba un ordenador portátil al lado de unos cuantos papeles. Desde los
grandes ventanales se veía la ciudad cuando estaba a punto de amanecer.
Gracias a Dios, la Widener no se veía desde allí. Sujetando fuertemente el
libro de Chambers, permanecí de pie junto a la puerta.
—¿Por qué razón tendría que confiar en usted? —volví a preguntar.
—Tiene todos los motivos del mundo para dudar —dijo Ben—. Pero, si
quisiera hacerle daño, ya se lo habría hecho. Tal como ya le he dicho, Roz
quería protegerla y por eso me contrató. A eso me dedico, Kate. Soy
propietario de una empresa de seguridad. —Eso lo podría decir cualquiera.
En algún momento de la conversación, su pistola había desaparecido de
la vista. Pasó rápidamente por mi lado y cerró la puerta. Era alto, me di
cuenta de repente, y sus ojos eran verdes. Carraspeó.
—Hay una corriente en los negocios de los hombres que, si se
aprovecha en la crecida, conduce a la fortuna; si se descuida, toda la
travesía de su vida encalla en los bajíos y las miserias.
Era como si Roz le hubiera entregado a Ben una carta de presentación.
Era su cita shakespeariana preferida, aunque ella se abstenía de reconocerlo
por creer que las citas preferidas eran generalmente sentimentales y
previsibles. Pese a ello, aquel pequeño fragmento de Julio César resumía la
acertada filosofía que presidía su vida y que ella había tratado de inculcarme.
Aunque la vez que yo la llevé efectivamente a la práctica —tomando las
riendas de una fugaz oportunidad en el teatro—, Roz puso el grito en el cielo
y calificó mi alejamiento del mundo universitario como un abandono, una
cobardía y una traición. La noche en que nos despedimos, le arrojé a la cara
aquellas palabras de Julio César. Sólo más tarde me di cuenta de quién las
decía en la obra: Bruto, el discípulo convertido en asesino.
Me estremecí.
—¿Ella lo sabía? ¿Sabía que me estaba poniendo en peligro?
—Deme el libro y siéntese.
Me aparté.
—No me interesa el libro, Kate —dijo pacientemente—. Es su mano.
Bajé la vista. Una pastosa mancha oscura de sangre se curvaba como
una caligrafía china sobre la cubierta del libro, disimulando el fragmento de
cristal todavía incrustado en su centro. Lo solté sin moverme del sitio y lo vi
caer al suelo. Tenía un profundo y largo corte en la palma de la mano y
estaba sangrando. Dando trompicones me acerqué a la mesa y me senté en
una silla.
—Gracias —dijo Ben, agachándose para recoger el libro. Lo dejó
encima de la mesa y depositó a su lado la bolsita de color rojo que había
sacado de su maleta. Era un botiquín de primeros auxilios. Con unas gasas
impregnadas con mercromina me empezó a limpiar la herida. Sus manos eran
suaves, pero el antiséptico me escocía—. ¿Tiene idea de quién era su
perseguidor?
Meneé la cabeza.
—No. Sólo sé que mató a Roz. La convirtió en el fantasma del padre de
Hamlet.
Ben levantó la vista y le conté lo de la marca de la aguja.
Al principio, como estaba examinándome detenidamente la herida, no
dijo nada. No manifestó ni incredulidad ni asombro. Nada.
—Ya está —dijo por fin—. Con esto es suficiente. Se la puedo vendar si
quiere, pero cicatrizará mejor si la deja al aire... ¿Qué la induce a pensar que
su perseguidor es el asesino?
—Me lo dijo él mismo cuando me asaltó con un cuchillo: «¿Qué quiere
decir un nombre? —La amenaza sonaba extraña pronunciada con mi propia
voz—. Roz se cambió el nombre. Por el del viejo Hamlet. Quizá tendríamos
que cambiar también el suyo».
Un músculo de la mandíbula de Ben se volvió a mover
imperceptiblemente.
—También me dejó esto. —Con la mano sana, me saqué del bolsillo la
página del Infolio—. ¿Conoce usted la obra Tito?
—Vi la película.
Deposité la página encima de la mesa delante de Ben y vi la expresión
de repugnancia que se dibujaba en su rostro mientras la leía.
—Santo Dios —dijo mientras terminaba de leer.
—Si quiere protegerme —dije sosegadamente—, no permita de ninguna
manera que el hombre que escribió este texto se me acerque.
Ben se levantó, se dirigió a la ventana y miró fuera.
—La única manera de poder hacerlo, Kate, consiste en trabajar en
equipo. Eso significa que tengo que saber lo que usted está haciendo. Tengo
que saber lo que está buscando.
—¿Ella no se lo dijo?
—Me dijo simplemente que usted iba en busca del conocimiento. Le
dije que ése era el costoso ingrediente de las bombas nucleares y el
bioterrorismo. Pero ella rechazó mis objeciones. Me explicó que estaba
buscando la verdad con uve mayúscula. La belleza es la verdad, la verdad es
belleza. Eso es lo único que sabemos en la tierra, y lo único que necesitamos
saber... —Me miró con una burlona sonrisa en los labios—. No ponga esa
cara de sorpresa. Yo también leo. A veces hasta leo a Keats, algo que no es
genéticamente incompatible con saber manejar una pistola. Además, le estoy
diciendo simplemente lo que ella me dijo.
—Lo cual es más de lo que me dijo a mí. Lo único que tengo es un
pequeño estuche envuelto en papel dorado. Una aventura y un secreto, lo
llamó ella. Y me ha llevado a esto.
Abrí el libro y lo empujé hacia él. Dentro estaba la nota que había
encontrado en el estudio de Roz. Era más pequeña de lo que recordaba,
todavía seguía doblada. Seguramente lo explicaría todo: a cuál de las obras
jacobinas de Shakespeare se refería Roz y justo en qué lugar del Primer
Infolio tendría que buscar... y para qué. E incluso puede que contuviera algo
todavía más valioso: una explicación. Una disculpa.
Ben se inclinó sobre el libro.
—«Para Kate» —leyó en voz alta, devolviéndome la nota.
El papel crujió cuando lo desdoblé. En letras mayúsculas de imprenta
escritas a lápiz estaban anotadas dos palabras: «CHILD. CORR.».
—Un poco enigmático —dijo Ben—. ¿Tiene alguna idea de lo que
significa?
—Corr. es una abreviatura de «correspondencia» —contesté, frunciendo
el entrecejo.
—Pues cartas entonces. Pero ¿de qué es abreviatura child.? ¿Cartas de la
infancia? ¿De quién? ¿De la de Roz? —preguntó Ben, arrojando sus palabras
a mi alrededor como si fueran piedras de granizo.
—Eso suponiendo que la hubiera tenido, me refiero a la infancia, aunque
yo no contaría demasiado con ello. Sin ánimo de ofender a sus abuelos —
añadí.
—Faltaría más.
—En cualquier caso, no creo que a unas cartas infantiles se las pueda
llamar «correspondencia». —Meneé la cabeza—. Child es un lugar. La
biblioteca privada del Departamento de Inglés.
Child. Para mí, aquel breve vocablo se abría a un mundo perdido mucho
más grande que el simple espacio que designaba, una serie de habitaciones
situadas en el último piso de la Widener. Para los alumnos del departamento,
la Child era su casa, un lugar de mullidos y gastados sillones, grandes mesas
y el cálido resplandor de la luz que iluminaba los viejos libros. Albergaba una
extraordinaria colección no sólo de literatura sino también de todos los
desechos y desperdicios de vidas literarias: memorias, biografías, historias y
cartas. Volúmenes y más volúmenes de cartas.
—Está llena de cartas —dije en tono quejumbroso.
—¿De Shakespeare? —preguntó Ben.
—Si usted encuentra alguna, dígamelo.
—¿En la Child no hay cartas de Shakespeare?
—Nadie las tiene —contesté lacónicamente—. No hay ninguna. El más
famoso dramaturgo de nuestra lengua, y probablemente del mundo, y no
tenemos nada. Ni una sola línea a su mujer, ni una queja a su librero. Ni
siquiera una respetuosa nota de gratitud a la reina. Sólo se conserva una carta
dirigida a él, concretamente una petición de un pequeño préstamo que jamás
le fue enviada. Si nos basáramos en la prueba de sus cartas, no escribió
ninguna y nadie le contestó. Casi cabría sospechar que era analfabeto. —
Deposité la nota de Roz al lado del libro abierto y me aparté—. Pero tuvo que
escribir cartas, naturalmente. Lo que ocurre es que no se han conservado. Un
caso clásico de pruebas dispersas.
Me froté el cuello, pensando vagamente que lo que preferiría hacer en
aquel momento sería retorcer el de Roz. ¿Qué clase de correspondencia
estaba investigando? ¿No habría podido aquella mujer decir alguna vez
simplemente lo que pensaba?
Ben estaba examinando el trozo de papel.
—Dígame exactamente cómo lo encontró.
En el acto, y con tono mesurado, le conté lo que sabía. Desde la entrada
de Roz en el teatro interpretando el papel del espectro hasta la nota en clave
que ella había introducido en el estuche y el fichero de su estudio.
—¿Un fichero? —preguntó frunciendo el entrecejo—. ¿Esto lo ha
encontrado usted en un fichero?
Asentí con la cabeza.
—Los edificios de Harvard llevan nombres de personas, ¿verdad?
Asentí con la cabeza.
—Pues, entonces, ¿a quién corresponde el nombre de la biblioteca,
profesora?
«No me llame así.» Pero mientras él pronunciaba las palabras,
comprendí a qué se refería. Roz no estaba indicando un lugar. «Child. Corr.»
era una anotación abreviada de un fichero. Una nota bibliográfica referente a
«Child. Correspondencia». O lo que era lo mismo: «Correspondencia de
Child».
—Francis Child fue un profesor —dije muy despacio—. Un profesor de
verdad. Un antecesor de Roz de varias generaciones atrás. Era profesor de
literatura inglesa y uno de los más grandes estudiosos de Harvard, en
realidad. Aunque no tengo ni la menor idea de por qué Roz estaba
revolviendo sus papeles o de por qué quería que yo hiciera lo mismo. Su
especialidad eran las baladas, no el Bardo. —Señalé el ordenador portátil de
Ben—. ¿Está conectado a internet?
Asintió con la cabeza y lo empujó hacia mí. Escribí la dirección de
HOLLIS, el catálogo on line de la biblioteca, y tecleé el nombre de Child y la
palabra «Correspondencia».
—«Francis James Child —leyó Ben por encima de mi hombro—.
Correspondencia, 1855-1896.» Cabrón. —Soltó un gruñido—. No hay nada
como llegar con tres horas de retraso para apuntarse el tanto de tener razón.
—No llegamos con retraso.
Meneé lentamente la cabeza.
—¿Se percató usted por casualidad de que algo hizo boom esta noche?
Fue la explosión de la Widener.
—Mire —comenté señalando la pantalla—. La signatura MS Am 1922.
—Eureka —dijo Ben—. Eso lo explica todo.
—MS quiere decir «manuscrito» —dije cerrando la página—. Lo que
significa que las cartas no están en la Widener. Están en la Houghton. La
biblioteca de libros raros y manuscritos de Harvard.
—¿Dónde está esa biblioteca?
—En el edificio de ladrillo situado entre la Widener y la Lamont.
—En otras palabras, en la puerta de al lado de la Widener. —Ben meneó
la cabeza—. ¿Qué le induce a pensar que la Houghton abrirá esta mañana a
diferencia de la Widener?
—Estamos en Harvard; abrirá a las nueve. —Lo miré con una picara
sonrisa en los labios—. No llegamos tarde, llegamos demasiado temprano.
—Muy cierto —dijo Ben. Se inclinó hacia delante y me rozó el brazo—.
¿Está segura de que quiere seguir adelante con esto?
—¿Está intentando asustarme?
—Tendría usted que estar asustada.
—Pero eso no significa que tenga que dejarlo.
Asintió con la cabeza y me pareció ver un fugaz destello de admiración.
Se levantó, se acercó al pequeño frigorífico y sacó un Red Bull. Apoyado en
el frigorífico, abrió la lata.
—¿Durmió en el avión?
—No.
—¿La noche pasada?
—No demasiado.
Me miró a los ojos.
—Lección número uno: el agotamiento te vuelve estúpido. Y la
estupidez te convierte en un ser peligroso, para ti mismo y para cuantos te
rodean. Y, ahora mismo, eso me afecta a mí. Por consiguiente, le agradecería
que por lo menos lo intentara. —Me indicó la puerta con la mano—. La cama
está por allí. Y el cuarto de baño también. Todo para usted.
—Debe de ser una broma.
Pero no lo era.
—Tenemos tiempo para que usted permanezca escondida unas cuantas
horas. Si necesita algo, estaré aquí.
Conque trabajar en equipo era eso. Me enviaban a la cama como a una
niña. Estaba irritada, pero también muerta de cansancio. Me encaminé hacia
el dormitorio.
—Que descanse, profesora.
—Deje de llamarme así.
Cerré la puerta ligeramente más fuerte de lo necesario. Una inmensa
cama de matrimonio con una suave colcha color púrpura se extendía ante mí;
las ventanas del dormitorio ofrecían unas vistas magníficas. El cuarto de baño
parecía todo un continente de brillantes azulejos blancos. Allí me refugié,
cerrando todas las puertas posibles entre Ben y mi persona.
Tomé una ducha caliente, dejando que mi cólera se disipara junto con
toda la mugre de los últimos dos días. Por mi mente flotaron una serie de
imágenes: el fuego serpeando por los estantes del estudio de Harry Elkins
Widener, rozando las encuadernaciones de cuero rojo y azul de los valiosos
libros. Una llama marrón reptando por las páginas del Primer Infolio. «Los
libros... Todos aquellos libros tan valiosos», pensé una vez más con una
punzada de dolor.
«Mejor que no haya habido que lamentar desgracias personales», había
dicho Ben.
Otras imágenes aparecieron ante mis ojos: una lluvia de papeles bajando
en espiral en el despacho de Roz, en un lento y silencioso frenesí. El busto de
Shakespeare, destrozado con una grieta en la mejilla, descansaba sobre la
alfombra. «Si hubiera tardado un par de segundos más en abandonar aquella
estancia, aquella mejilla habría podido ser la mía», pensé mientras cerraba el
grifo del agua.
Me sequé con la toalla y me pasé un cepillo por el cabello. Cierto que
Ben me había tratado como a una niña, lo cual era algo tremendamente
molesto, pero yo también había reaccionado comportándome como una niña
y abandonando la estancia hecha una furia. En el mejor de los casos, debía de
haber parecido una persona grosera y desagradecida; prefería no pensar en la
etiqueta que pudiera merecerme en el peor.
Empujé mi ropa con el dedo gordo del pie; apestaba al humo del
incendio. A no ser que quisiera dormir con ella, tendría que pedirle a Ben que
me prestara una muda de recambio. Contemplé las prendas con expresión de
hastío. Después me envolví en una suave toalla blanca del tamaño de una de
playa y regresé al salón.
Ben estaba sentado en un lugar en el que disfrutaba de una buena vista
tanto de la puerta como de las ventanas, y mantenía los pies apoyados sobre
la mesa. Con el arma al alcance de la mano, estaba hojeando las páginas del
libro de Chambers. Había conseguido arrancar el fragmento de cristal de la
cubierta, pero la mancha oscura seguía allí. Los rasgos de su rostro estaban
fuertemente moldeados, como labrados por Miguel Ángel o quizá por Rodin,
aunque llevaba demasiada ropa para haber sido cincelado por cualquiera de
los dos artistas.
—Roz me dijo que el lenguaje de Shakespeare es tan denso porque en el
escenario había pocas cosas —dijo sin levantar los ojos—. Ningún decorado.
Sólo trajes de época y unos cuantos elementos de atrezo.
Pegué un brinco. No me había dado cuenta de que había reparado en mi
presencia.
—Creaba sus mundos a partir de las palabras.
—¿Habían leído alguna vez este libro usted o Roz? —Pasó una página,
frunciendo el entrecejo—. Según dice aquí el viejo Chambers, los escenarios
de Londres podían escupir nieblas y fuentes, rayos y truenos, e incluso lluvia
y fuegos artificiales... Cabe suponer que no todo al mismo tiempo. Un teatro
tenía un bosque móvil que podía subir al escenario a través de unos
escotillones. No exactamente al estilo de George Lucas quizá, pero los
escenarios tampoco eran paupérrimos. Mi preferido es Plutón vestido con
unos ropajes de fuego por unos Hados decididamente sádicos mientras...
Escuche esto. —Sus dedos trazaron una línea en la parte superior de la página
—. Júpiter desciende en toda su majestad bajo un arco iris y su rayo ruge...
—¿Me ha salvado la vida esta noche?
Su dedo se detuvo en la página.
—Eso suena a Elton John.
—Hablo en serio.
—Y yo procuro no hacerlo.
—Bueno, pues inténtelo. Sólo por esta vez. Por su tía, si no por mí.
Depositó el libro en la mesa, se reclinó contra el respaldo de la silla y
juntó las manos detrás de la cabeza. Sus ojos se desplazaron perezosamente
hacia mí, haciéndome evocar la imagen de un leopardo que contempla unas
gacelas desde las ramas de un árbol.
—¿Ya está preparada para arrojar la toalla?
Inmediatamente fui consciente de cada centímetro de aquella toalla, de
todas las curvas y recovecos del tejido de rizo que rozaban mi piel.
—Todavía no.
—Pues, entonces, ésta es también mi respuesta. Todavía no.
Me arrebujé mejor en la toalla.
—Gracias de todos modos. Por habérmela salvado hasta ahora.
—Que sueñe con los angelitos, profesora —dijo esbozando una leve
sonrisa antes de volver al libro.
—Cabrón —repliqué, regresando al dormitorio.
Al llegar al borde de la cama, me detuve en seco. Tenía intención de
pedirle una camiseta; no me entusiasmaba la idea de dormir en cueros en la
habitación de un hombre al que apenas conocía, aunque ese hombre fuera el
sobrino de Roz. Pero no pensaba volver al salón ni aunque me mataran, y
mucho menos para comentar mi desnudez, por muy indirectamente que lo
hiciera. Solté la toalla, me deslicé bajo las sábanas y me hundí en el sueño en
cuanto mi cabeza tocó la almohada.
Me desperté en algo que sabía que era un sueño. Una fría y grisácea luz
llena de aroma de mar; un muro de piedra se perdía en la distancia. Un tapiz
de Venus y Adonis colgaba torcido, acuchillado y manchado de sangre.
Debajo de él, un rey de cabello blanco yacía en el suelo con la frente ceñida
por una corona. Me incliné hacia él. Estaba muerto. El viento soplaba a través
de las ramas tejidas del tapiz. Los ojos del rey muerto se abrieron de repente
y unos dedos esqueléticos me asieron el brazo. «Venganza...», dijo entre
dientes. Antes de que pudiera moverme, una sombra se acercó a mí por detrás
y el cálido filo de una hoja me rebanó la garganta.
Me incorporé sobresaltada. Debí de gritar porque Ben se plantó de
inmediato en la puerta.
—¿Se encuentra bien?
—Muy bien —contesté esbozando una trémula sonrisa—. Una pesadilla,
eso es todo. Hamlet.
—¿De veras? —Me miró con incredulidad—. ¿Sueña una tragedia en
cinco actos?
—Más bien una película de terror de serie B.
Apartándose brevemente de la puerta, regresó para lanzarme una
camiseta al regazo.
—Ya era hora de que se despertara. Acaban de traernos el desayuno —
añadió, cerrando la puerta a su espalda.
La camiseta era de color gris sin ningún estampado y se notaba que
había sido cuidadosamente doblada, pues tenía marcados los pliegues. Me la
acerqué a la nariz; olía a limpio, como si la hubieran puesto a secar en un
jardín alpino. El calor reptó por mi pecho mientras me la ponía, y el sueño se
retiró como una lenta y susurrante marea.
En el salón, la pantalla del televisor parpadeaba sin sonido, Vivaldi
sonaba muy quedo en el equipo estereofónico y los efluvios del tocino y la
canela ascendían en espiral desde la mesa. Ben se encontraba de pie junto a
las ventanas, contemplando el río Charles.
—Torrijas con arándanos rojos o huevos a la Benedict —anunció—. Si
esperaba carne de vaca ahumada y cortada en finas lonchas con
acompañamiento de crema de leche, tendremos que pedirlo.
—Me está tomando el pelo. —Hice una mueca—. ¿De verdad que el
hotel Charles incluye mierda sobre tejas de madera en su menú?
Se volvió.
—Hasta en el ejército se abstienen de usar expresiones tan poco
apetitosas cuando hay señoras delante.
—¿Ha estado usted en el ejército?
—No exactamente.
Esperé para ver si me ofrecía un poco más de información. No lo hizo.
—En tal caso —dije—, ¿qué le parece si nos repartimos los huevos y las
torrijas?
—Admirablemente diplomática. —Me sirvió uno de los huevos a la
Benedict en mi plato—. También me he encargado de que le sea entregado su
equipaje.
Como era de esperar, la pequeña maleta con ruedas que sir Henry le
había encargado a la señora Barnes comprar y llenar estaba junto a la puerta.
—Me dijo que no podía volver al hotel.
—Así es. Pero eso no significa que otros no puedan entrar y salir sin ser
vistos.
—¿Robó mi equipaje? —le pregunté mientras me llevaba a la boca el
tenedor con una porción de huevo.
—Pedí que me devolvieran un antiguo favor. Podemos enviar la maleta
de vuelta al hotel si no está de acuerdo.
—No —farfullé con la boca llena de salsa holandesa y huevo—.
Contiene ropa limpia y estoy dispuesta a pasar por alto los medios para
conseguirla.
—Hablando de actividades sospechosas, ya hemos aparecido en los
noticiarios de la mañana. Pero no sólo en los locales. También en las grandes
cadenas: CNN. El Today Show. Good Morning America.
—¿Han dicho algo que no sepamos?
—Ni siquiera han dicho lo que nosotros ya sabemos, aparte de lo obvio
para todo el mundo en un radio de quince kilómetros. —Me miró con
semblante inquisitivo—. ¿Está segura de que quiere seguir adelante con esto?
La cosa está caliente y cada vez lo estará más.
—Peligrosa, quiere decir.
—Suena más fino cuando dices «caliente». —Una sonrisa le iluminó
fugazmente el rostro—. Significa más o menos lo mismo. —Apartó su plato a
un lado—. Es sólo cuestión de tiempo, Kate, que alguien establezca una
relación entre el incendio de Harvard y el incendio del Globo y, cuando eso
ocurra, todos los medios de comunicación del mundo le seguirán la pista en
compañía de las policías de dos países.
Me acerqué con mi taza de café a la ventana. Lo que quería hacer estaba
claro, me siguieran o no la pista. Para mí, la pregunta más interesante,
envuelta con dudosas respuestas, era: ¿por qué? «Venganza», me había
gritado el viejo rey en mi sueño. Pero ¿venganza para quién?
Para Roz, naturalmente. Ella era el rey; lo sabía tal como uno sabe en
sueños que una perfecta desconocida es su madre o su amante o el perro más
querido de su infancia. Lo sabes sin más, con la fe inquebrantable de un santo
o quizá de un zelote. Pero era mi garganta la que habían cortado. Y en la
biblioteca era a mi garganta donde el asesino había acercado un cuchillo muy
auténtico.
No me hacía ilusiones en cuanto a la posibilidad de localizar al asesino y
tomarme la justicia por mi mano. O en cuanto a la posibilidad de entregarlo a
la policía. Pero, aun así, tenía intención de vengarme.
El asesino estaba dispuesto a provocar incendios e incluso a matar para
impedir que saliera a la luz cualquier cosa que Roz hubiera descubierto. Y yo
tendría que asegurarme de que saliera.
Pero la venganza era sólo parte de la historia. Bebí otro sorbo de café,
contemplando cómo una gaviota sobrevolaba el río y se lanzaba en picado al
agua. Aquel regalo dorado que Roz me había ofrecido bien podría ser la caja
de Pandora. Era cierto que yo quería venganza para Roz, pero para mí quería
algo más sencillo y más egoísta. Quería saber. Quería saber lo que ella había
descubierto.
Roz le había hablado a Ben de la Belleza y la Verdad. A mí me había
dicho: «Si lo abres tendrás que seguir adelante hasta donde te lleve». Tomé el
último sorbo de café y me volví.
—Hice una promesa. Usted no tiene por qué acompañarme.
—Pero es que quiero hacerlo. —Me miró con una sonrisa—. Yo
también hice una promesa.
Nos duchamos por turnos. Tuve que reconocer una vez más que
resultaba agradable ponerme la ropa limpia que la señora Barnes me había
comprado, aunque hubiera llenado la maleta —sin duda a instancias de sir
Henry— con cosas que yo jamás hubiera imaginado ponerme. Opté por unos
pantalones Capri de color beis y una blusa sin mangas con estampado de piel
de jaguar y un profundo escote en pico. Mientras esperaba a Ben, me coloqué
el broche en un blazer nuevo muy ligero.
Ben salió vestido con un jersey de cuello cisne color verde aceituna y
unos pantalones caqui.
—¿Preparado? —pregunté, guardándome el libro en la bolsa junto con
unas hojas de papel.
Se ajustó la pistolera al hombro, guardó el arma y se puso una chaqueta
de ante.
—Preparado.
Cruzamos la puerta y nos dirigimos a la Houghton.
13
Primavera de 1598
Eso era lo que ella pretendía, se dijo, aquel brote de celos y confusión.
Lo que no tenía previsto era caer en su propia red. No tenía previsto
enamorarse de Will.
Teníamos asientos en clase business, pero el avión estaba tan lleno que
era imposible mantener una charla confidencial. Aunque tampoco es que la
fuéramos a mantener pues, en cuanto llegamos a nuestros asientos, Ben
bostezó y anunció:
—Si no le importa demasiado, voy a dormir.
Educado, pero irreductible. En dos minutos se quedó dormido.
¡Dormir! Cierto que la víspera Ben no había dormido y, que yo supiera,
la antevíspera también se la había pasado en blanco. Pero a mí me era tan
imposible conciliar el sueño como desplegar unas alas y volar rumbo a las
praderas del Edén salpicadas de lirios. Además, la peluca me picaba.
Contemplé cómo el avión corría por la pista de despegue y se elevaba
por encima del mar antes de virar hacia el oeste. Me removí con inquietud en
mi asiento. Si Sinclair estaba enterado de lo de los papeles de Child, era muy
posible que el asesino también lo estuviera. Y, que yo supiera, éste se me
había adelantado. Por lo visto, ambos creíamos que había por ahí una obra
teatral que llevaba casi cuatro siglos sin que nadie la hubiera visto
representada en un escenario.
¿Habría visto Roz el manuscrito de Granville? Había acudido a mí
suplicándome ayuda, lo cual permitía suponer que no lo había visto. De lo
contrario, tal como sir Henry había señalado, hubiera podido ir directamente
a Christie's.
¿Qué se experimentaría al echarle un vistazo? A juzgar por la
descripción de Granville, el ejemplar estaba muy gastado, arañado y
emborronado. Y por tanto no era un dechado de belleza. La fascinación que
ejercía debía de ser de otra clase.
Veinte años atrás habían salido a la luz dos poemas y sus descubridores
habían afirmado que eran de Shakespeare. No eran poemas demasiado
buenos —hasta sus valedores lo reconocían— y estaba claro que no
pertenecían a Shakespeare. Y, sin embargo, se había armado un revuelo
internacional y la noticia se había divulgado a través de los noticiarios
nocturnos y las primeras planas de los periódicos de Nueva York, Londres y
Tokio.
Pero ahora se trataba de una pieza teatral. Una pieza entera.
Ben tenía razón. En un mundo en el que los chicos son capaces de matar
por unos tapacubos, en el que un pandillero te puede liquidar simplemente
para comprobar si su arma funciona, no falta gente capaz de cometer uno o
dos asesinatos.
¿Sería una buena pieza teatral?
¿Acaso importaba?
A mí sí. Casi todos los relatos se desvanecen cuando terminan, pero las
grandes historias son distintas. Yo había soñado con amar como Julieta y con
ser amada como Cleopatra. Con apurar la vida hasta las heces como Falstaff y
combatir como Enrique V. Si sólo había atisbado un lejano eco de vez en
cuando, no había sido por no haberlo intentado. Ni por no haber obtenido mi
recompensa: incluso aquellos lejanos ecos habían labrado mi vida,
convirtiéndola en algo mucho más fructífero y profundo de lo que yo hubiera
podido imaginar por mi cuenta. En Shakespeare, había visto lo que era amar
y reír, odiar, traicionar e incluso matar: todo lo que hay de más claro y oscuro
en el alma humana.
Y ahora parecía que quizá, sólo quizás, había algo más.
No había habido ninguna nueva obra de Shakespeare —una pieza que
alguien hubiera visto o leído— desde la última vez que el dramaturgo envió
al Globo la última creación de su pluma. ¿Cuándo debió de ser eso?
Probablemente en 1613; tal vez se trataba de All is True, la obra sobre
Enrique VIII. Lo cual la situaba a menos de un año de la aparición de
Cardenio.
Tal vez Cardenio fuera la obra magna jacobina de Shakespeare.
¿Mejor que El rey Lear, Macbeth, Otelo y La tempestad? Era mucho
pedir.
Si lo fuera, ¿por qué no figuraba en el Infolio? ¿Y por qué Roz se había
referido a la fecha de éste?
A mi lado, escuchaba el suave murmullo de la respiración de Ben.
Rebusqué en silencio en la bolsa de la Harvard Book Store hasta encontrar el
libro de Chambers. Tras acomodarme contra el respaldo, leí, por una vez
desde el principio hasta el final, su anotación acerca de Cardenio.
Tras haberse sumergido en Don Quijote, parece ser que Shakespeare
escribió una obra que surcó el cielo cual si fuera una estrella fugaz y despertó
el interés inicial de la corte, pero acabó finalmente en el olvido. Según
Chambers, sólo se había vuelto a representar en una adaptación del siglo
XVIII bajo el título de La doble falsedad o los amantes afligidos.
Eso, por lo menos, sobrevivió, por más que Chambers diera a entender
que la obra era en todo caso peor que el título que incorrectamente se le había
atribuido [5], y que era tan mala como para no tener el menor derecho a
aferrarse tan tenazmente a la vida. Tal vez tuvo que ser reescrita de principio
a fin, igual que Romeo y Julieta, del mismo período, en la cual los amantes se
despertaban justo a tiempo para vivir felices por siempre jamás. El siglo
XVIII era aficionado a las obras optimistas, de pulcra estructura y lenguaje
refinado, lo cual había exigido una considerable revisión de los textos de
Shakespeare. Tenía que encontrar aquella adaptación en cuanto pudiera.
Cabía la posibilidad de que hubiera algunos fragmentos dispersos esparcidos
entre los cascotes. Necesitaría una biblioteca muy bien surtida para encontrar
un ejemplar.
Lástima que no hubiera tenido ocasión de leer el comentario entero de
Chambers en la Widener o la Houghton. En algún lugar del despacho de Roz
debía de haber un ejemplar de La doble falsedad, y la Houghton debía de
custodiar dos o tres en sus cámaras. Entretanto, podía empezar por donde
Shakespeare lo había hecho: por Cervantes.
Saqué mi recién adquirido ejemplar de bolsillo de Don Quijote y me
puse a leer.
Al cabo de varias horas y de doscientas páginas de bucear en el texto
hacia delante y hacia atrás, y de tres servilletas de cóctel emborronadas con
notas, ya había localizado la historia de Cardenio, que entraba y salía
velozmente del argumento principal de la obra. Cervantes era un maestro y
un mago del relato. Ahora lo ves y ahora no lo ves. En Don Quijote las líneas
argumentales aparecen, desaparecen y vuelven a aparecer como conejos o
como vistosos pañuelos de seda.
Al final, lo que tuve delante fue un triángulo. La simple geometría del
amor puesto a prueba: el amante, la amada y un amigo convertido en traidor.
Era un esquema que Shakespeare había utilizado mucho tiempo atrás en Los
dos caballeros de Verona, una de sus primeras obras.
Pero Los dos caballeros, con su amistad rota por una mujer, era sólo el
principio. Leer la historia de Cardenio era como ver las obras completas de
Shakespeare fragmentadas a través de un calidoscopio. En una historia
enmarañada estaban presentes muchos de los momentos que hacían que
varias obras perduraran en la mente. Una hija obligada por su padre a
contraer un matrimonio que ella aborrece: «Y tú serás mía, te entregaré a mi
amigo. Y no serás ahorcada, perecerás de hambre, morirás en las calles, pues
por mi alma que jamás te reconoceré». Un matrimonio roto y una mujer
tratada peor que un perro callejero y, sin embargo, todavía leal y todavía
enamorada. Una hija perdida —«Mi hija. ¡Oh, mis ducados!»— y una hija
encontrada. El suelo de un bosque cubierto de poemas de amor y un hombre
extasiado ante la música: «Sonidos y dulces melodías que deleitan y no hacen
daño [...], y cuando desperté, pedí a gritos volver a soñar».
No era de extrañar que Shakespeare se hubiera apropiado de Cardenio
cuando ya sus días bajo el sol se iban deslizando hacia el ocaso. Le debió de
parecer algo así como volver a casa.
Una soñolienta nostalgia me estaba empezando a invadir cuando el
avión aterrizó con una sacudida. Introduje mis servilletas llenas de
anotaciones en el libro y lo guardé; no tuve tanto éxito en guardar mi
inquietud. A mi lado, Ben bostezó, se desperezó y se incorporó. Unos
minutos después lo seguí con el corazón galopando en mi pecho desde el
finger hasta la terminal.
Nadie nos miró dos veces. Ni siquiera los policías. En Las Vegas, la
ropa que en Boston llamaba la atención hubiera podido ser de camuflaje.
La estratagema de Ben había dado resultado. Nos abrimos paso entre la
gente que se apretujaba bajo los cavernosos techos cubiertos de espejos estilo
disco y pasamos por delante de unas enormes pantallas en las que se exhibían
coristas y jugadores profesionales de póquer.
En el garaje, elegimos un Chevrolet de un indescriptible color canela —
alquilado bajo un nombre que no guardaba el menor parecido con Benjamin
Pearl, pero coincidía con el de varias tarjetas de crédito y un carnet de
conducir que sacó del billetero— y nos dirigimos al nordeste, al desierto de
Mojave.
18
THE BIRD CAGE. —La interpretación de Hamlet por parte del señor J.
Granville en el teatro el pasado sábado por la noche fue altamente meritoria,
por cuyo motivo la ciudad puede sentirse justamente orgullosa. Lejos de dejar
convertidos en guiñapos los torrentes de pasión del danés, los representó con
una admirable suavidad. Fue caviar, sí, y también champán, pero de esos que
adora el público en general. En las manos del señor Granville, el héroe no fue
el desmayado lirio tan popular últimamente en los escenarios de la costa Este,
sino un alma vigorosa que hasta los más revoltosos miembros del Territorio
de Arizona pueden admirar. Con la práctica y el estudio, estamos
convencidos de que el señor Granville podría llegar a convertirse en un
destacado actor, aunque suponemos que él prefiere observar y hacerse con el
botín.
THE BIRD CAGE. —El sábado pasado, los amigos y admiradores del
señor Jeremy Granville, vecino de esta ciudad, aprovecharon la presencia de
la excelente compañía de actores del señor Macready para organizar en el
teatro una representación de Hamlet en su memoria. El caballero en cuestión
abandonó a caballo hace dos meses la ciudad con la intención de ausentarse
una semana, pero no se le ha visto ni oído desde entonces. Los rumores
acerca de un hallazgo de oro han inducido a muchos amigos antiguos y
recientes a peinar el desierto en su búsqueda, pero todo ha sido inútil.
Según las personas más allegadas a él, el señor Granville no era
aficionado a los funerales, pese a ser muy consciente de que tal vez se
estuviera dirigiendo al suyo propio cuando emprendió la marcha a lugares
desconocidos, sobre todo sabiendo que se podía cruzar por el camino con los
belicosos apaches. No podemos reproducir aquí la naturaleza exacta del
presunto comentario del caballero, pero su tenor general señalaba que
cualquier palabra que se tuviera que pronunciar por él o acerca de él debería
pertenecer a Shakespeare y ser pronunciada por un actor, en sustitución de las
palabras del devocionario leídas por un sacerdote. En eso, sus compañeros
consideraron que lo mejor sería cumplir sus deseos. Por acuerdo general, el
señor Macready le rindió tal homenaje que el mayor pesar del señor Granville
debió de ser el de haberse perdido la representación.
Casi me pareció ver el fulgor de las doradas y rojas plumas a través del
oscuro encaje de las ramas, aspirar en el aire el perfume del sándalo y el
jazmín y oír la terrible ruptura de un corazón. Ben también lo debió de intuir,
pues guardó silencio.
—El caso es —dijo al cabo de un rato— que no se trata simplemente de
una bella poesía. Si pone estos versos en una pieza teatral, hasta pueden ser
divertidos. Lo he leído como un soliloquio, pero no lo es. Cardenio está
hablando con un pastor. Probablemente, el pobre desgraciado no ha visto
jamás en toda su vida nada más exótico que una oveja moteada y ahora se
encuentra con un chalado que le habla de aves fénix y fragantes nidos... Mire,
vamos a probarlo. Usted leerá el papel del pastor.
—Creía que quería que condujera yo.
—Lo único que tiene que hacer es aparentar perplejidad y, cuando yo le
haga una indicación, decir: «Yo no, señor, en verdad». ¿Lo podrá hacer?
—«Yo no, señor, en verdad.»
—Bravo. El pastor sincero... Me gusta eso de dirigir. Es muy bueno para
el propio sentido del dominio y de la maestría. ¿Qué le parece si nos ponemos
manos a la obra?
—Señoras y señores, cuando quieran.
Me salió automáticamente y me di cuenta con una punzada de dolor de
lo mucho que echaba de menos el teatro.
—Muy bien, pues, señoras y señores, cuando quieran.
Siguiendo su propia indicación, Ben se lanzó a la escena.
20 de mayo de 1881
Hotel Savoy, Londres
Mi queridísimo Jem:
«A mí también», pensé.
—¿Granville pensaba que Shakespeare y los ponzoñosos Howard
estaban emparentados? —preguntó Ben.
—Eso no lo es todo —observé, inclinándome hacia delante—. Al
parecer, sugirió alguna especie de relación con un sacerdote. Un sacerdote
católico.
—Pero eso era jugar con fuego, ¿verdad? —preguntó Ben.
Asentí con la cabeza.
—Por el hecho de asociarte con sacerdotes lo podías perder todo: los
medios de vida, las tierras, todo lo que tenías, incluso la custodia de tus hijos.
Si pensaban que estabas confabulado con los jesuitas contra la reina, podían
acusarte de traición y ahorcarte y descuartizarte. Aun así, la autora de la carta
dice que lo del sacerdote tiene sentido si se compara con los Howard.
Ben se inclinó sobre mi hombro.
—¿Y si Granville era un chiflado?
—Convenció al profesor Child. Escuche esto:
Quizás el profesor Child te podrá aclarar mejor las cosas. Tengo que
confesar que me sorprende su vehemente deseo de visitarte, aunque también
me alienta. Seguro que no se tomaría tantas molestias si no pensara muy en
serio que tu descubrimiento podría ser auténtico.
Los viajes terminan con el encuentro de los amantes, bien lo saben todos
los hijos de los sabios .
Valoro tus cartas como si hubieran sido enviadas por mi más preciado
joyero,
Ophelia Fayrer Granville
«Ophelia», pensé con una punzada de angustia.
—Las Ophelias se están multiplicando como malditos conejos —dijo
Ben.
—Ésta no —observó Athenaide—. Pobre mujer. Su amante jamás
regresó a casa.
—Su marido —comentó Ben—. Firma como Granville.
—Ella guardó sus cartas —tercié—. Y eso es lo que importa. La pista
que nos lleva a Jeremy Granville pasa por Ophelia.
—Tenemos que encontrarla —sentenció Athenaide.
—Y también las cartas —añadí.
—¿Usted cree que todavía existen? —preguntó Ben.
—Creo que Roz lo creía.
Ben examinó el sobre.
—No se trata tan sólo de que el sello sea británico —dijo—. Su forma
de expresarse también lo es. Y el tono que utiliza. Simplemente suena
británica.
—Escribía desde el Savoy —maticé—. Lo cual significa que no era
londinense. Tenía dinero, pero no muchos contactos en Londres, de lo
contrario se hubiera hospedado en casa de alguien. —Meneé la cabeza—. Así
no podía llegar muy lejos.
—Hay una posdata en el reverso de la carta —señaló Athenaide.
En efecto, Ophelia había añadido dos frases a toda prisa, al parecer, tras
haber doblado la carta para echarla al correo.
«La señorita Bacon tenía razón -había escrito Ophelia-. Una razón que
se sumaba a otra razón.»
El suelo pareció hundirse bajo mis pies. Si Delia Bacon tenía razón,
William Shakespeare de Stratford no había escrito las obras que se le
atribuían.
—Oh, Dios mío —dijo una voz, y entonces me di cuenta de que la voz
era mía.
Entreacto
3 de mayo de 1606
HENLEY-IN-ARDEN
5 de mayo de 1932
Disculpe que siendo una desconocida para usted me per mita escribirle.
Quisiera que aceptara mis condolencias por la muerte de su esposo, así como
mi felicitación por su decisión de seguir adelante y abrir la biblioteca tal
como él hubiera deseado. No me tomaría semejante libertad si yo mismo no
me estuviera muriendo, lo cual la librará por lo menos del peso de la
respuesta.
Tengo conocimiento de cierta información que durante muchos años no
he querido revelar a causa de algo que ahora sólo puedo calificar de cobardía,
Aunque, para ser justos, fue una mezcla de cobardía y precaución. El silencio
fue el camino que elegí por mi propia seguridad, pero sobre todo por la de mi
hija.
Hace tiempo un amigo y yo nos propusimos buscar una obra de arte tan
legendaria como las murallas caídas de Troya o el Palacio de Minos; nuestro
Esquilo inglés, lo llamábamos. Nuestro Sófocles perdido, nuestra dulce Safo.
Al final, después de largos e ímprobos esfuerzos, él la encontró, pero, junto
con ella, halló otros papeles que arrojaban una violenta luz sobre nuestro
triunfo. Unas cartas. Yo jamás las vi, pero conozco la esencia de lo que
decían:
La señorita Bacon tenía razón. Una razón que se sumaba a otra razón.
Aunque miraba con recelo lo que le cuento a usted ahora, otro querido
amigo, el profesor de Harvard, me instó -hace mucho tiempo- a no guardar
silencio hasta la tumba. El mal que hacen los hombres, me advirtió, les
sobrevive mientras que el bien queda frecuentemente sepultado con sus
huesos. Sus palabras me sobresaltaron porque yo ya había contemplado
aquellas palabras con temor y compasión. Él me obligó a prometerle que
intentaría invertir el curso de aquella maldición, una promesa que deseo
cumplir. De conformidad con ello he devuelto todo lo que he podido al lugar
que le corresponde, aunque algunas de las puertas me han estado vedadas; lo
poco que queda lo he enterrado en mi jardín. Pero hay muchos caminos que
conducen a la Verdad. Nuestra obra magna jacobina c. 1623 es uno de ellos.
Shakespeare señala otro.
No me hago ilusiones de que usted quiera seguir un camino que a otros
les ha costado tan caro en felicidad y en sangre. Le escribo porque usted tiene
medios para preservar el conocimiento de que este camino existe, de que el
bien que hacemos nos puede sobrevivir mientras que el mal queda sepultado
con nuestros huesos.
Sinceramente suya,
Ophelia Fayrer Granville
—Que Ophelia pensara que Delia tenía razón no significa que la tuviera.
Esta vez lo manifesté en voz alta.
Ben escurrió la toalla en el fregadero.
—Ella creía tener pruebas —comentó—. O, por lo menos, pensaba que
Jem Granville tenía pruebas. —Se acercó a mí, se arrodilló y empezó a
frotarme suavemente la cara—. Un par de magulladuras y unos cuantos
arañazos. Nada demasiado impresentable. Es usted una mujer muy testaruda,
Kate Stanley.
Le así la muñeca.
—Tenemos que hallar lo que Granville encontró. Tenemos que hacerlo.
Su rostro estaba muy cerca del mío. Asintiendo con expresión seria, se
incorporó y se sentó en la silla que había a mi lado.
—Muy bien. ¿Qué es lo que sabemos? —Echó rápidamente un vistazo a
la carta—. Ophelia y Jem Granville estaban buscando Cardenio. Él encontró
la obra. Es posible que también hallara pruebas de que Shakespeare no era
Shakespeare. Jem muere; desaparecen las pruebas, Ophelia hace mutis. Más
tarde, reunió todas esas pruebas, pero no sabemos lo que se había llevado ni
de dónde. Lo que no pudo devolver, lo enterró en su jardín. Probablemente en
Henley-on-Arden.
»Donde debió de enterarse de los delirios de Delia, aunque, si Ophelia
vivía en 1932, debía de ser muy joven, apenas una niña, cuando Delia Bacon
estuvo allí. Eso debió de ser hacia finales de la década de 1850.
Aproximadamente unos setenta y cinco años antes.
»Estuvo buscando los papeles de Delia Bacon en nombre de Granville
en... ¿1881? ¿Pudo haberse llevado algunos con la intención de devolverlos
más tarde, pero no poder hacerlo porque entonces los papeles estaban
fuertemente custodiados en una biblioteca? ¿Las puertas que le estuvieron
vedadas pudieron ser las de la Folger?
Meneé la cabeza.
—No es difícil añadir papeles a una colección. Basta con deslizarlos
entre los demás. Lo arriesgado es sacarlos; o al menos eso considera todo el
mundo.
Una media sonrisa se dibujó en la boca de Ben mientras me miraba con
expresión pensativa.
—En cualquier caso —continué—, la Folger no adquirió los papeles de
Delia, o buena parte de ellos, hasta la década de 1960. Es posible, de todos
modos, que Ophelia volviera a solicitar tener acceso a los papeles familiares
con la intención de volver a dejar las cosas en su sitio, y que la petición le
fuera denegada.
—Y entonces echó mano de la pala del jardín.
Logré contener la risa.
—Dejándonos a nosotros la tarea de excavar en los jardines de todo
Henley.
—A no ser que sigamos uno de los restantes caminos que conducen a la
verdad.
«Nuestra obra magna jacobina de c.____________________1623»,
había escrito Ophelia. Saqué la ficha que Roz había escondido en el estuche
dorado, junto con el broche. Estaba tal y como yo lo recordaba. Al pedir
prestada la frase, Roz había llenado el hueco con la palabra «circa» y después
la había vuelto a abreviar, dejándola de nuevo en una «c.». Levanté la carta a
contraluz. La i después de la c resultaba ligeramente visible y la siguiente
letra parecía una r. Tenía su lógica como intento de reconstrucción del
contenido de la carta, pero es que Roz jamás había dejado que sus sueños
enturbiaran su erudición. Eso sólo le ocurría con sus relaciones. Por lo
menos, ahora sabíamos de dónde había sacado aquella exasperante frase.
Pero ¿por qué «nuestro»? ¿Sería posible que Ophelia hubiera tenido en su
poder un Infolio? No parecía probable. ¿Habría mantenido tratos con alguna
institución que sí lo tenía?
Eso de que Shakespeare señalara el camino parecía todavía más inútil. A
Shakespeare se le puede hacer señalar cualquier cosa y en cualquier sitio, tal
como suelen demostrar los directores antistratfordianos y los vanguardistas.
—El té —dijo Ben, como si ésta fuera la respuesta a todos los males del
mundo. Se levantó, se acercó al mueble de la cocina y encendió el quemador
encima del cual estaba la tetera—. Vamos a pensar con lógica —propuso
rebuscando en los cajones hasta encontrar unas tazas y una caja llena con más
de veinte variedades de té—. Ophelia anuncia que hay muchos caminos que
conducen a la Verdad y después menciona la obra magna jacobina. En otras
palabras, el camino número uno: el Primer Infolio. Las obras completas de
Shakespeare. —La tetera emitió un silbido y él echó el té—. Justo en la frase
siguiente nos dice, o le dice a la señora Folger, que Shakespeare señala
«otro». ¿Otro qué? Otro camino, cabe suponer. Pero si el Infolio señala un
camino, ¿por qué iba Shakespeare, es decir, sus obras completas, a señalar
otro en la frase siguiente? —Mientras me ofrecía una taza, contestó su propia
pregunta—. Son prácticamente lo mismo. A no ser que el segundo
Shakespeare no sean sus obras completas.
—¿A no ser que el segundo Shakespeare no sean las obras sino el
hombre? —aventuré.
Asintió con la cabeza y bebió un sorbo de té.
—Piense en sentido literal. ¿Hacia dónde señala Shakespeare?
Mientras el vapor de mi taza se elevaba como un cálido velo sobre mi
rostro, rememoré todas las imágenes que pude recordar. No el retrato grabado
que figuraba en el Infolio: allí no había manos. No el retrato de Chandos, el
óleo designado con la sigla NPG I, el retrato con el que se inició la Galería
Nacional de Retratos Británica. Ese lienzo retrata sobre todo un par de ojos
cautos e inteligentes. Los únicos otros detalles que podía recordar eran un
modesto cuello de linón y el destello de un pendiente de oro. Tampoco había
manos. Se conservaban otros retratos más dudosos cuyas frentes despejadas
se equilibraban con prendas más elegantes: raso carmesí con botones de plata
o brocado oscuro con hilos de oro y plata entretejidos. Pero todos ellos eran
imágenes de varones de hombros —o todo lo más codos— para arriba.
Ninguno de ellos señalaba hacia ningún sitio.
—¿Y qué me dice de las estatuas? —preguntó Ben.
Meneé la cabeza. La única estatua casi contemporánea era el
monumento funerario de Stratford. Aquella misma tarde había visto una
copia enfrente de la Sala de Lectura de la Folger. Un rostro casi tan redondo
como el de Charlie Brown y una expresión tirando a jovial o a presumida,
dependiendo de la disposición de ánimo del espectador. Estaba preparado,
con una pluma y una hoja de papel en blanco, descansando sobre un cojín.
Pero ¿preparado para qué? Parecía más bien un escribiente a punto de anotar
algo al dictado, más que un genio a la espera de la inspiración.
—La estatua por lo menos tiene manos —dijo Ben.
—Pero no señalan hacia ningún sitio.
—¿De qué época tiene que ser la estatua?
Me recliné hacia atrás en mi asiento. No había pensado en ello, pero,
claro, bastaba con que hubiera sido lo bastante antigua como para que
Ophelia y probablemente Jem la hubieran visto. ¿Qué otras estatuas de
Shakespeare había? Una borrosa imagen en blanco y gris se agitó en mi
mente. Mármol blanco, fondo gris...
—La abadía de Westminster.
Por un momento ambos nos miramos boquiabiertos de asombro.
—El Rincón de los Poetas —dijo Ben—. ¿Qué es lo que señala la
estatua de Shakespeare?
—Un libro quizás. O un pergamino. No estoy segura.
Ben posó su taza.
—Si lo desea, la llevaré a Londres. De todos modos, íbamos a pasar por
Heathrow para ir a Henley. Pero es posible que la policía haya pensado que el
Rincón de los Poetas podría ser otro objetivo, en cuyo caso habrá vigilancia.
Se inclinó hacia mí con resolución.
—Tengo que decirle, sin embargo, que si va usted ahora a la policía,
verán con toda claridad que es una víctima. Les puede decir todo lo que sabe
y dejar que ellos se encarguen de buscar al asesino. Pero si sigue huyendo, no
tendrán más remedio que pensar que está usted, como mínimo, asociada con
él. O con ella.
Me levanté de un salto y empecé a pasear arriba y abajo de la cocina.
—Y él o ella ya nos lleva una hora de ventaja, que puede llegar a
convertirse en varios días.
—No necesariamente —dijo Ben sin inmutarse—. El asesino no se llevó
la carta.
Me detuve en seco.
—¿Qué insinúa?
—Puede que no quiera que se descubra el hallazgo de Granville. A lo
mejor quiere que la búsqueda se detenga del todo.
Volví a pasearme por la cocina mientras rumiaba la idea.
—Hay montones de personas que no soportarían ver a Shakespeare
derribado de su pedestal.
—Olvídese de la cuestión de la autoría. No sabíamos nada de esto hasta
leer esta carta. Hasta ahora hemos estado buscando una obra teatral. —La voz
de Ben adquirió un tinte más siniestro—. ¿A quién no le interesa que se
encuentre Cardenio?
—¿Por qué no le iba a interesar a alguien...? —Me detuve a media frase
—. A los oxfordianos —dije con trémula voz—. A Athenaide.
«Las fechas son tan inseguras», había dicho antes en la Sala de Lectura.
Pero, en realidad, no lo eran. Si nosotros consiguiéramos encontrar Cardenio,
su hombre, la alhaja secreta incrustada en las mismas entrañas de su castillo,
el conde de Oxford, quedaría descartado.
El sesgo añadido de la búsqueda —el hecho de que Delia pudiera estar
en lo cierto— no le importaría en absoluto. Delia creía que sir Francis Bacon
era la mente que se ocultaba detrás de la máscara de Shakespeare. Y si
estabas dispuesto a matar para proteger a tu hombre contra la prueba de que
William Shakespeare de Stratford había hecho lo que los impresores decían
que había hecho, ¿por qué razón ibas a poner reparos a matar para proteger a
tu hombre contra sir Francis?
No, lo de Athenaide era lógico en la medida en que semejante brutalidad
se pudiera considerar lógica. Nadie sabía nada acerca de la búsqueda de
Cardenio, excepto nosotros tres. Ni siquiera se lo había dicho todavía a sir
Henry. Roz lo sabía, y estaba muerta. Maxine conocía una pista que llevaba a
la casa de Athenaide, y estaba muerta.
Athenaide me había dicho que el doctor Sanderson quería reunirse
conmigo en el Capitolio, pero cabía la posibilidad de que ella hubiera
organizado el encuentro, comunicándole a él el mismo mensaje de mi parte.
Cuando Sinclair estaba a punto de impedírmelo, Athenaide se había
encargado de que yo acudiera a la cita.
—Kate, el doctor Sanderson tuvo razón al prevenirla sobre Athenaide.
No por el hecho de que sea oxfordiana, sino porque no es trigo limpio. Nadie
manda construir inmensos túneles secretos en su propiedad por un simple
capricho histórico. Sobre todo a ochenta kilómetros de la frontera mexicana.
O trafica con drogas o trafica con seres humanos, o con ambas cosas a la vez.
Me senté. ¿Cómo había podido ser tan estúpida?
Lo de Athenaide tenía sentido de no ser por un detalle. La mano
buscando a tientas en mi entrepierna.
—Fue un hombre el que me atacó —dije estremeciéndome—. Aquí y en
la Widener.
—Roz me contrató a mí —observó Ben.
En otras palabras, las mujeres contratan a hombres. Por alguna razón, oí
la voz de Matthew. «Su protegido no se ha presentado.» Wesley North. El
hombre de Athenaide.
—Pero dejó la carta —dije, atacando todavía la teoría de Ben—. Si el
objetivo era pararme los pies, parárselos a todo el mundo, ¿por qué no
llevarse la carta?
—A lo mejor usted lo ha asustado.
—O usted.
Se encogió de hombros.
—O puede que dejara la carta deliberadamente para que usted la
encontrara.
Me eché bruscamente hacia atrás en la silla.
—Pero usted acababa de insinuar que trataba de pararme los pies.
Intentó matarme.
—Pero no lo hizo.
—¿Insinúa que falló a propósito?
—Cuando hay que pararle los pies a alguien, existen métodos fáciles y
seguros de hacerlo. Un tiro en la cabeza con una pistola con silenciador. Un
golpe en la nuca. Si de veras hubiera querido matarla, usted habría muerto
antes de que yo me presentara. Pero no ha sido así. Y por eso me pregunto:
¿por qué no? ¿Por qué son tan espectaculares estos asesinatos? ¿Y por qué ha
escapado usted no una sino dos veces? —Se encogió de hombros—. Una
posibilidad muy clara es la de que sean espectaculares precisamente porque
son un espectáculo destinado a influir en un público... muy especial.
—¿Yo?
—Quizás Athenaide quiera que usted haga exactamente lo que está
haciendo: seguir en la búsqueda con toda su determinación. Es posible que la
esté siguiendo, en lugar de anticipársele. Que le esté desbrozando el camino y
empujándola hacia delante. ¿No le parece?
Fruncí el entrecejo.
—¿Por qué? Fue usted quien dijo que ella no quería que se encontrara el
hallazgo de Granville.
—Quizá sería mejor decir que no quiere que salga a la luz. Nunca. Pero
la única manera de conseguirlo consiste en destruirlo. Y, para destruirlo, hay
que encontrarlo. Es posible que usted esté viva porque ella la necesita.
—Para encontrar Cardenio. ¿Y si lo encuentro?
—Athenaide lo destruirá, y también a usted. Y hará desaparecer
cualquier otra cosa que Granville pudiera haber encontrado.
Me puse a pasear una vez más por la cocina.
—No me lo puedo creer.
Ben se introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta y depositó algo
encima de la mesa. Un pequeño marco de plata. Me acerqué un poco, pero
guardando las distancias. Como si pudiera morderme.
La fotografía enmarcada era en blanco y negro y su composición
presentaba las líneas sencillas y elegantes de un retrato de Avedon. Una
mujer de talle de avispa permanecía de pie en aquella curiosa pose cóncava
de las modelos de alrededor del año 1955, la época de Vacaciones en Roma y
La ventana indiscreta. Era Athenaide. Más joven, bella y exquisita. Cerca de
ella, una niña la miraba extasiada. Su rostro conservaba todavía los dúctiles
rasgos de la infancia, pero era con toda evidencia una joven Rosalind
Howard.
Pese a todo, lo que más llamaba la atención era el sombrero de
Athenaide. Un sombrero blanco de ala ancha adornado con unas rosas del
tamaño de unas peonías tan negras que sólo un color, el rojo —un rojo
intensamente escarlata—, podía producir ese efecto en una película en blanco
y negro. Había visto antes el sombrero, pero en tecnicolor. Al lado del
cadáver de Roz.
—¿Dónde lo encontró? —le pregunté azorada a Ben.
—En el avión de Athenaide —me contestó.
—¿Por qué no me lo dijo?
—Porque no estaba seguro de lo que significaba.
«He descubierto una cosa muy importante», me susurró Roz al oído.
«¿Más importante que Hamlet? —contestó mi propia voz—. Más
importante...»
«Tienes que seguir adelante hasta donde te lleve», me había dicho ella.
El resultado saltaba a la vista.
—Otras dos personas han sido asesinadas por mi culpa —dije con un
sordo tono de voz—. Fui yo quien guió a Athenaide hasta el doctor
Sanderson. Y hasta Maxine Tom.
Apoyando ambas manos en mis hombros, Ben me dio una ligera
sacudida.
—Escúcheme bien: no importa quién sigue a quién. De eso no tiene
usted la culpa.
Mientras me aferraba a sus palabras, mi sensación de culpa cedió el
lugar a la cólera. Ben tenía razón: no importaba que yo persiguiera o que me
persiguieran a mí; mi decisión era la misma. Tenía que llegar hasta el final
antes de que lo hiciera el asesino.
—Debemos ir a la abadía de Westminster —dije con voz ronca.
—Con una condición —dijo Ben—. Jamás se apartará de mi vista. Ni
para rezar ni para mear. ¿De acuerdo?
—Muy bien.
—Prométamelo.
—Se lo prometo. Usted lléveme a Londres.
Se sacó algo del bolsillo. Un librito de color azul oscuro con un águila
dibujada en oro. Un pasaporte. Lo abrí. Allí estaba yo, mirándome a mí
misma. Por lo menos, la cara era la mía. Pero tenía el cabello corto y oscuro y
el nombre que figuraba en el pasaporte era el de un muchacho: Johnson,
William. Fecha de nacimiento: 23 de abril de 1982.
—Tendrá que teñirse el cabello y permitirme que se lo corte. A no ser
que usted misma quiera hacerlo.
—¿Por qué un chico?
—El asesinato de Sanderson fue horrendo, Kate. Y ya ha habido
suficientes asesinatos y lo bastante misteriosos como para calificarlos de
asesinatos en serie. La vigilancia en los aeropuertos ya es muy intensa y lo
será todavía más. Por otra parte, todas las heroínas de Shakespeare se tienen
que disfrazar de chico por lo menos una vez.
—¿Cree que dará resultado?
—¿Se le ocurre otra sugerencia mejor?
—Deme el tinte.
Rebuscó en el interior de una bolsa de plástico que había sobre la mesa,
me entregó un frasco y me indicó el camino del cuarto de baño. Contemplé el
conocido brillo castaño rojizo de mi cabello en el espejo. El tinte prometía ser
provisional. Me metí bajo la ducha y confié en que fuera verdad.
Con el cabello húmedo y luciendo el recién adquirido color casi negro,
Ben me lo cortó a toda prisa. Cuando terminó, la cara que vi en el espejo
habría podido ser de chico o de chica. Costaba decirlo. Aunque si me pusiera
la única ropa que tenía —la falda y los zapatos de tacón alto—, no habría
duda al respecto.
Ben se rió ante la idea. En el pasillo había dos pequeñas maletas
rectangulares con ruedas.
—Resulta sospechoso viajar a Europa sin equipaje —dijo—. Y
necesitará usted algunas cosas de todos modos. Aunque cabe la posibilidad
de que sean las únicas cosas de que disponga durante algún tiempo. Por
consiguiente, procure no maltratarlas.
En su interior encontré unos pantalones holgados, una camisa de manga
larga, una chaqueta también holgada, varios calcetines y unos cuantos pares
de zapatos. No me quedaban tan impecables como las prendas que me había
comprado sir Henry, pero no estaban mal. En el último momento, encontré la
tarjeta de Matthew en el bolsillo de mi falda y la traspasé a mi chaqueta.
—Tendrá que quitarse de encima a todos los maricas de Inglaterra —
dijo Ben cuando salí del cuarto de baño. Me entregó una larga cadena para el
cuello—. Para el broche —me indicó.
Una vez más me lo prendí alrededor del cuello, pero en esta ocasión me
lo colgué por dentro de la camisa.
Diez minutos después ya estábamos en un taxi rumbo al aeropuerto
Dulles.
Nuevamente encontramos unos billetes reservados a nuestros nombres.
Por supuesto correspondían a un destino equivocado. Pero esta vez subimos
al avión de la ciudad equivocada.
Despegamos a media noche rumbo a Frankfurt.
29
Lector, contempla
—Genial.
—Contexto —dije amargamente—. Fíjese en el contexto. ¿Tiene usted
alguna idea de cuántas veces utilizó Shakespeare la palabra ever? Del orden
de unas seiscientas. Lo he mirado. Y el vocablo every aparece otras
seiscientas veces. Agréguele never y tendrá otras mil. Añada las traducciones
inglesas de verdadero y verdad, y tendrá alrededor de mil palabras con las
que jugar en los escritos de Shakespeare. Con esta frecuencia, no es de
extrañar que a un par de ejemplos se les pueda atribuir otro significado. Pero,
si se refiere usted al otro significado y le gustan los rompecabezas
complicados, ¿no cree que aparecería más de una o dos veces sobre tres mil?
—Sigue siendo genial.
—Si éste le gusta, seguro que le encantará el verso «Every word doth
almost tell my name» [15], perteneciente a los Sonetos. Tome el ver de Every y
trasládelo al final de la frase, y entonces Every word se convierte en Eyword
Ver. Cambie la y por una d y obtiene Edword Ver.
—¿Y eso no es hacer trampa?
—Lo podría parecer. Pero el verso dice que no tiene que ser exacto.
«Casi» dice su nombre. O sea que «Eyword Vere» es «casi» Edward Vere...
—Muy ingenioso.
—Por supuesto, siempre que esté dispuesto a ignorar el espectacular
final de este mismo soneto... sus cuatro palabras finales.
—¿Que son?
—«Mi nombre es Will.»
—Está usted de guasa.
Meneé la cabeza.
—¿Y eso cómo lo explican los oxfordianos?
—Diciendo que Will era uno de los apodos de Oxford.
—¿Sobre qué base?
—Especialmente este soneto.
—Pero eso es un razonamiento viciado.
—Más bien es un razonamiento que se hunde en espiral en un negro
abismo de engaño. Y no es que los que miran a Oxford con escepticismo no
tengan sus propios remolinos de sentimentalismo. Debo decir que una de las
razones por las cuales tengo problemas con él es el hecho de que no fuera una
buena persona. Uno puede ser un genio y ser al mismo tiempo irascible e
incluso cruel, naturalmente. Picasso y Beethoven no eran precisamente unos
ositos de peluche. Sin embargo, me gustaría pensar que la persona que se
inventó a Julieta, Hamlet y Lear tenía buen corazón.
»Pero el verdadero inconveniente de Oxford es su muerte. Athenaide
puede cansarse de decir que las fechas son inseguras, pero se equivoca. Por
supuesto que en una obra aislada las fechas pueden presentar variaciones de
uno, dos e incluso cinco años. Pero ¿que toda la obra de Shakespeare presente
una variación de una década o más? Eso no es posible.
—¿Por qué no?
Las luces de la cabina se amortiguaron y me cubrí con una manta. Me
saqué el broche del interior de la camisa y lo hice girar hacia uno y otro lado
en su cadena.
—Dentro de cuatrocientos años, si se escucharan todas las grabaciones
supervivientes de música rock, ¿cree que se podría desplazar una década toda
la producción de los Beatles? ¿Que se podría tomar el arco comprendido
entre «Love Me Do» y el ácido bamboleo de «Come Together» y retrasarlo a
la década de 1950 del doo-wop con un simple movimiento de la mano,
diciendo que las fechas son inseguras? ¿Cree que algo así se podría hacer si
se conociera también el contexto de Elvis Presley, Buddy Holly, Fats
Domino, los Stones, Cream, The Doors y The Who, o incluso sólo sabiendo
algo acerca de la divisoria existente entre la década de 1950 y la de 1960?
¿Cree que se podría confundir a los Beatles con un grupo de la década de
1950?
—¿Está usted diciendo que la ignorancia es una bendición?
Solté una sonora carcajada.
—Lo que estoy diciendo es que muchos stratfordianos andan
revolviendo la cultura renacentista en busca de una determinada respuesta y
no ven el bosque por culpa de un árbol en particular.
—Pues, entonces, ¿qué es lo que usted cree? —preguntó Ben.
Esbocé una sonrisa.
—Dickens escribió una vez a un amigo y le dijo algo así como: «Es un
gran consuelo que se sepa tan poco acerca de Shakespeare. Es un hermoso
misterio y tiemblo cada día temiendo que aparezca algo...». Creo que estoy
con Dickens.
—¿Y si aparece algo? ¿Cree que alguna vez conoceremos la verdad?
El broche se seguía moviendo hipnóticamente de un lado para otro.
—Podría aparecer toda una constelación de hechos. Si están ahí,
convendría que salieran a la luz; no creo en la conveniencia de esconder los
datos o de escondernos de ellos. Pero los datos no son lo mismo que la
verdad, especialmente en cuestiones relacionadas con la imaginación y el
corazón. No creo que Dickens se tenga que revolver en su tumba, temiendo
que uno o dos datos, o dos mil, borren el misterio de la mente capaz de
escribir Romeo y Julieta, Hamlet y El rey Lear.
La cadena de la que colgaba el broche se rompió y éste resbaló al suelo.
Ambos nos agachamos para recogerlo y la mejilla de Ben rozó la mía. Antes
de darme cuenta de lo que estaba haciendo, me volví y lo besé. Se le
iluminaron los ojos de asombro y después me besó a su vez. Al comprender
lo que estaba ocurriendo, me incorporé bruscamente.
Él estaba todavía inclinado con una expresión de perplejidad en el
rostro. Muy despacio recogió el broche y se incorporó.
Sentí que me ardían el pecho y las mejillas.
—Lo siento.
—Pues yo no —dijo él, mirándome estupefacto mientras depositaba el
broche en mi mano—. Interesante eso de que a uno lo bese un chico. Es la
primera vez que me ocurre.
Se me dilataron los ojos de pánico. Lo había olvidado.
—Procure recordarlo —me dijo sonriendo.
Asentí, refunfuñando quedamente. ¿Interesante? Para acabar de
arreglarlo, había prometido no apartarme de su vista. Y, aunque no me
hubiera atado a él, la señal indicaba que tenía que mantener el cinturón
abrochado. Ni siquiera podía ir al cuarto de baño. Aunque el único lugar al
que hubiera deseado ir era la bodega de equipaje, donde quizá me pudiera
acurrucar en el interior de una caja.
Ben volvió a reclinarse contra el respaldo de su asiento; apenas podía
ver el brillo de sus ojos en la oscuridad.
—Buenas noches, profesora —dijo antes de quedarse profundamente
dormido.
Tras prenderme cuidadosamente el broche en la parte interior de la
chaqueta, incliné todo lo que pude mi asiento hacia atrás. Al poco rato, Ben
se estiró, cambió de posición y su pierna me rozó la mía. Permanecí un buen
rato despierta en la oscurecida cabina rodeada por el ritmo de los suaves
ronquidos de los pasajeros, consciente de su calor. Mientras me iba quedando
dormida, oí la voz de Roz diciendo: «Hay muchos caminos que conducen a la
Verdad». «Las palabras de Ophelia —pensé con irritación—. No las de Roz.»
30
A LA MÁS NOBLE
E
INCOMPARABLE PAREJA
DE HERMANOS
—Según mi sobrina, los actores creen que Macbeth es una obra de mal
agüero —dijo la señora Quigley—, pero los Pembroke jamás lo creyeron así,
estoy segura. Esta cita forma parte de esta casa desde los tiempos de
Shakespeare. Él visitó este lugar, ¿saben?
Se me erizaron los pelos de la nuca.
—Pero la estatua data de más de un siglo después de su muerte —
comentó secamente sir Henry.
—Sí, en efecto. Sin embargo, antes de que existiera la estatua, esta
misma cita adornaba la antigua entrada de la casa.
Sir Henry giró en redondo para contemplar la puerta por la que
habíamos entrado.
—No es ésta —dijo la señora Quigley con visible regocijo—. Todo el
acceso a la casa se modificó en el siglo XIX.
Tras pasar por delante de la estatua y cruzar las puertas que se abrían al
solitario pasillo que rodeaba el interior de la casa a modo de claustro, señaló
el patio de abajo. Como la Biblioteca Widener, Wilton House era un cubo
hueco que rodeaba un patio; habíamos entrado en lo que parecía ser la planta
baja, pero ahora nos dimos cuenta de que, en todos los restantes lados de la
casa, nos encontrábamos en el segundo piso, como si la casa se hubiera
levantado pegada a la ladera de una colina.
Abajo y a la izquierda había una entrada abovedada. En tiempos de
Shakespeare, nos dijo la señora Quigley, era una arcada al aire libre que
conducía al patio. Los carruajes lo cruzaban para llevar a los caballeros y las
damas —y a las ocasionales compañías de actores— hasta la entrada
propiamente dicha, y después al interior del patio. Un pequeño y precioso
pórtico, tal como dijo ella, con sus gárgolas y todo, justo debajo de donde
nosotros nos encontrábamos.
Shakespeare había pasado por debajo de aquel arco, pensé. Había pisado
las piedras del patio de abajo, contemplando el cielo... ¿Llovía o hacía buen
tiempo? Había comido y bebido hasta saciarse de cerveza o tal vez de vino en
algún lugar en el interior de aquellas paredes, había intercambiado secretas
miradas con una muchacha de bellos ojos castaños, garabateado una nota,
arrancado una flor silvestre, meado en un charco, arrojado unos dados,
dormido y tal vez soñado en aquel lugar. Con la implacable mirada de un
director, había observado al público que contemplaba su obra, tomando nota
de los gestos de impaciencia, las furtivas miradas amorosas, las lágrimas y
los jadeos y, lo mejor de todo, las carcajadas. La emoción de la presencia era
algo que ni Athenaide, ni los Folger, ni el Consorcio del Globo, con todas sus
toneladas y sus barriles y sus paletadas de dinero, jamás podrían recrear.
Shakespeare había estado allí.
—La Casa de Shakespeare, solían llamar a este pequeño pórtico —dijo
la señora Quigley en tono meditativo—. Hay leyendas familiares según las
cuales los Hombres del Rey lo utilizaron como escenario, ¿saben? Pero ahora
se le llama generalmente el Pórtico Holbein.
—¿Existe todavía? —En la voz de sir Henry se advertía un tono de
anhelante impaciencia.
—Sí, claro. Gracias a la suerte y a la fidelidad, supongo. Lo retiraron
cuando se remodeló la casa a principios del siglo XIX y sus piedras
estuvieron más que a punto de ser dispersadas. Pero un obstinado albañil que
se había pasado toda la vida trabajando en la finca se negó a permitir que se
perdiera. Piedra a piedra, lo trasladó al jardín y lo reconstruyó. Y allí sigue
desde entonces, al fondo del jardín privado del conde. Aunque me temo que
la cita se desvaneció sin que quedara ni rastro de ella.
En su afán de no decepcionarnos, regresó al vestíbulo de la entrada y se
detuvo delante de un retrato de tamaño natural de un caballero.
—Puesto que es Shakespeare lo que les interesa, también les interesará
el cuarto conde. Uno de los Hermanos Incomparables del Primer Infolio. —
El conde tenía cabello claro que le llegaba hasta los hombros y miraba con
expresión burlona. Sus lujosas prendas de raso de color canela eran un
dechado de discreción, aunque lo traicionaba una cierta afición a los encajes
—. El más joven de los dos —dijo la señora Quigley—. Philip Herbert. Era el
primer conde de Montgomery cuando se pintó este retrato. Se casó con una
de las hijas del conde de Oxford.
«Vero nihil verius», pensé. Nada es más verdadero que la verdad.
—Más tarde heredó también el título del condado de Pembroke cuando
su hermano mayor murió sin hijos, lo cual le convirtió simultáneamente en el
cuarto conde de Pembroke y el primer conde de Montgomery. Los dos
condados han permanecido unidos desde entonces.
Mientras ella seguía hablando, me volví de nuevo hacia la estatua. Ni el
conde ni la casa de Shakespeare me importaban. «Shakespeare señala la
verdad», había escrito Ophelia. Por consiguiente, la verdad debía de tenerla
directamente delante de mí. Cuatro de las palabras del pergamino estaban
labradas en letras mayúsculas. Life's, Shadow, Player, Stage [16] ¿Tendría eso
algún significado? El dedo de Shakespeare descansaba levemente sobre la
palabra shadow... ¿Por qué iba eso a ser mejor que «templos»?
Life's, Shadow, Player, Stage.
Fruncí el entrecejo, contemplando las palabras cinceladas en el
pergamino. Después me acerqué un poco más. La ele de Life's presentaba
unos ligeros restos de oro.
—¿Esta estatua fue policromada alguna vez? —pregunté bruscamente.
La señora Quigley se acercó presurosa.
—No, querida, la estatua no —dijo—. Al menos, no toda. Eso se debe a
un mal uso del mármol blanco de Carrara. Pero las palabras estuvieron
pintadas en algún momento. Un restaurador las examinó cuidadosamente
hace unos cuantos años. Tengo por aquí una reconstrucción por ordenador de
lo que él pensaba que debía de ser su aspecto. —Cruzó la estancia, en
dirección a un escritorio que había en un rincón del otro lado y rebuscó en un
cajón—. Ajá.
Nos congregamos a su alrededor. En la imagen tratada con Photoshop,
casi todas las letras eran de color azul. Sin embargo, las letras de las palabras
en mayúscula eran de color rojo, sólo que cada una de las palabras escritas en
rojo: LIFE'S, SHADOW, PLAYER y STAGE presentaba una letra destacada en
oro.
—L-A-R-E —dije, deletreando la palabra formada con las letras
doradas.
—Lo cual se convierte al revés en E-A-R-L —proclamó la señora
Quigley, radiante de felicidad—. En honor del conde, naturalmente. La
familia siempre fue muy aficionada a los anagramas y los rompecabezas.
Especialmente el conde, que mandó colocar la estatua como pieza central de
esta estancia. Por desgracia, ésta no era su única afición. —Meneó la cabeza
como si hablara de la conducta de un niño travieso de cinco años—.
Engendró un hijo en un lecho que no habría tenido que visitar. Cuando la
condesa le negó el permiso de bautizar al niño con alguno de los nombres de
la familia, mezcló las letras de Pembroke y le dio el apellido Reebkomp al
pobre niño. Y, por si fuera poco, le impuso de segundo nombre Retnuh, el
apellido de soltera de la madre, que era Hunter, escrito al revés. Por lo menos,
el nombre de pila del niño era real, aunque, qué quieren ustedes que les diga,
eso de tener que acostumbrarse al nombre de Augustus debió de ser muy duro
para un niño. —La expresión de su rostro se ensombreció—. Algunas guías
dicen que también se puede leer R-E-A-L, como en español. Pero los condes
jamás han aspirado al trono. Y tampoco se dan aires de reyes, por lo menos,
no según los criterios de sus...
—Lear —solté de repente—. También se puede deletrear Lear.
—Ah —dijo la señora Quigley. Su silencio golpeó la estancia con un
pequeño chasquido—. Pues sí. L-E-A-R. Como El rey Lear. Jamás se me
había ocurrido pensarlo.
Sir Henry acorraló a la pobre mujer.
—¿Posee el conde un Primer Infolio?
Una expresión apenada se dibujó en su rostro.
—Me temo que no puedo hablar de eso. A causa de los recientes
acontecimientos. No obstante, los archiveros tendrán mucho gusto en
atenderles si les llaman durante la semana.
—¿Tiene...? —preguntó sir Henry.
—Señala la palabra «sombra» —me susurró Ben al oído.
Mirando a Shakespeare, comprendí lo que quería decir. Que no tenía
mucho sentido en relación con un libro. Pero sí lo tenía en relación con el
arte. Tenía sentido en relación con la escultura.
—¿Hay cuadros de Lear en la casa? —pregunté—. ¿O estatuas?
¿Alguna imagen de las obras de Shakespeare?
La señora Quigley meneó la cabeza.
—No creo, aparte de ésta, naturalmente. Déjeme pensar... No. Hay
muchas cosas relacionadas con los mitos... Dédalo e Ícaro, naturalmente, y
Leda y el Cisne. Pero los únicos cuadros literarios que se me ocurren ilustran
la obra de sir Philip Sidney, no la de Shakespeare.
—¿Qué obras de Sidney? —pregunté.
—La Arcadia. Un libro que escribió para su hermana durante su estancia
aquí. El título completo es La Arcadia de la condesa de Pembroke, ¿sabe?
—La Arcadia fue una de las fuentes de El rey Lear —dije mirando a sir
Henry—. La historia del anciano ciego destrozado por su perverso hijo
bastardo y rescatado después por su hijo bueno y legítimo.
—La conspiración de Gloucester —murmuró sir Henry.
La señora Quigley nos miró, desconcertada.
—¿Dónde están estos cuadros? —preguntó Ben.
—Hay toda una colección en el Salón del Cubo Solitario, una de las
estancias palladianas diseñadas por Iñigo Jones. No datan de la época de
Shakespeare, pero casi. Ahora que lo pienso, los encargó Philip, el cuarto
conde.
Uno de los Incomparables.
—Acompáñenos allí, mi buena Quigley —dijo mayestáticamente sir
Henry—. Acompáñenos.
La seguimos por el solitario pasillo y alrededor de la parte interior del
patio, pasando por delante de emperadores, dioses y condes labrados en
clásico mármol hasta llegar al otro lado de la casa. Desde allí, la señora
Quigley nos acompañó a una pequeña estancia abarrotada de pequeños y
valiosos cuadros mientras se escuchaba un lejano resonar de instrumentos de
viento seguido de unas trémulas carrerillas procedentes de la sección de
cuerda de una orquestra. Estaban interpretando El sueño de una noche de
verano de Mendelssohn.
Apurando el paso mientras atravesábamos unas salas cada vez más
impresionantes, llegamos finalmente a una lo bastante inmensa y espléndida
como para superar a reyes y satisfacer a emperadores. Bajo la luz intensa, sus
pálidas paredes parecían tambalearse a causa del peso de guirnaldas,
ramilletes, medallones y seductoras ninfas a cuatro patas, todo cubierto de
tanto oro como para vaciar las legendarias minas de Ofir. Numerosos retratos
de Pembroke y otros nobles se arracimaban a nuestro alrededor. Van Dyck
había cubierto casi toda la pared del fondo con la pictórica gloria y el
presumido orgullo en seda y plata carmesí, terciopelo leonado y el largo y
suntuoso cabello de los caballeros.
—El cuarto conde y su progenie —dijo la señora Quigley.
Se oyeron unos aplausos desde el prado. Miré por la ventana y vi un
escenario de forma semiesférica situado de cara a nosotros. Más allá del
mismo, un numeroso grupo de personas levantó la vista hacia la casa en
medio de la oscuridad. Los aplausos dieron paso al silencio.
Cruzando la estancia, la señora Quigley abrió una alta puerta de doble
hoja y nos franqueó la entrada a una sala más pequeña. El centro lo ocupaba
una mesa puesta para la cena con un servicio de plata de estilo georgiano. El
oro de aquella sala parecía volar: estilizadas plumas surcaban las blancas
paredes, unas águilas chillaban por encima de las puertas y unos querubines
miraban a hurtadillas desde las rollizas alas de unos angélicos infantes. La
señora Quigley señaló hacia arriba y, mientras yo levantaba los ojos y veía a
Ícaro precipitándose eternamente al vacío desde el cielo y a su padre Dédalo
contemplando la escena horrorizado, la paroxística angustia de los
instrumentos de viento de Romeo y Julieta de Prokofiev penetró a través de
las ventanas.
El ritmo de la música se sosegó.
—Fíjese —dijo la señora Quigley, señalando la parte inferior de la
ventana—. Nunca he contemplado las pinturas de La Arcadia con demasiado
detenimiento, pero empiezan aquí. —Abrumada por los tormentos por
encima de mi cabeza y la opulencia que se desplegaba ante mis ojos, yo ni
siquiera había reparado en ellas: pequeñas pinturas rectangulares dispuestas
en unos paneles a la altura de la rodilla en las paredes de la estancia—. Lo
siento, pero tendré que pedirles que las miren con una linterna —añadió en
tono de disculpa, sosteniendo en su mano una—. Y que eviten dirigir el haz
luminoso hacia la ventana. La casa es el telón de fondo del concierto,
¿comprenden?, y ha sido iluminada con mucha discreción.
Ben tomó la linterna y la encendió mientras yo me arrodillaba y me
inclinaba hacia delante. En primer plano, dos pastores sacaban a un joven del
mar; al fondo del cuadro, un barco en llamas se estaba hundiendo. Miré con
más detenimiento. El mástil de la embarcación aparecía inclinado. Sentado a
horcajadas en él, otro joven blandía una espada como si, montado en un
caballo, se dispusiera a entrar en batalla. Era la escena inicial de La Arcadia.
En su afán decorativo, el artista había pintado incluso los rincones de la
sala.
Con una hábil combinación de curiosidad y halagos, sir Henry se llevó a
la señora Quigley a la sala que habíamos atravesado antes y cerró la puerta a
su espalda. Mientras el ocaso daba paso a la noche, recorrí a gatas toda la
estancia, inspeccionando a mujeres que se desmayaban sobre voluptuosas
sedas doradas mientras hombres protegidos por plateadas armaduras se
abalanzaban los unos sobre los otros y cruzaban sus espadas con expresiones
de fiereza o de asombro, o ambas cosas a la vez. En medio de todo aquello,
Prokofiev se elevaba por encima de los alféizares de las ventanas. De vez en
cuando, captaba el murmullo de las voces de sir Henry y de la señora Quigley
hablando en la otra sala.
Llegué al final de la primera pared y después de la segunda, pero no vi
nada que se pareciera a la historia del rey Lear. A lo mejor, no había un
cuadro específico, a fin de cuentas, era un argumento secundario. Doblé por
la esquina y empecé a examinar la tercera pared.
Poco antes de llegar a la chimenea de mármol, avancé a gatas hasta
situarme debajo de la mesa y me detuve. En un oscuro lienzo, un anciano
permanecía de pie en un páramo azotado por la tormenta con un angelical
joven al lado. Un poco apartado de ellos, otro joven, con la boca torcida en
una mueca de crueldad y una fiera expresión en los ojos, los miraba desde la
sombra de un árbol.
—Creo que lo he encontrado —dije.
Pero ¿qué iba a hacer yo con aquello?
Shakespeare señala la verdad. En el vestíbulo de la entrada Shakespeare
señalaba la palabra «sombra».
Con sumo cuidado, rocé con el dedo la sombra tanteando con delicadeza
sus perfiles, pero no percibí nada debajo.
—Hay otra pintura parecida al otro lado de la chimenea —dijo Ben.
Mostraba las mismas figuras, pero las expresiones de sus rostros se
habían estirado hasta convertirse prácticamente en caricaturas. El violento
fulgor de un relámpago rasgaba la noche y la sombra del árbol era más
oscura.
Volví a tocar la sombra con un dedo, pero, una vez más, no percibí nada.
Aun así, ejercí presión. No ocurrió nada. Apreté con más fuerza.
Con un leve sonido metálico, una roseta de oro se proyectó hacia fuera
por encima de la pintura a modo de tirador. Tiré de ella y el panel con la
pintura se inclinó hacia delante, dejando al descubierto un oscuro hueco.
En un pequeño estante del interior cubierto por el polvo de los siglos,
descansaba un paquete atado con una frágil y desteñida cinta.
32
Estimado hijo:
Rezo para que convenzas al rey de que venga a visitarnos a Wilton y
para que lo hagas con la mayor celeridad que puedas. Tenemos con nosotros
a Shakespeare, con la promesa de una comedia titulada «Como gustéis».
Puesto que al rey le agradan las comedias, nos servirá como hora propicia
para presentarle una petición en nombre de sir Walter Raleigh, tal como
estoy sumamente deseosa de hacer. Rezo a Dios para que te conserve la
salud y nos conceda un pronto y venturoso encuentro.
TU AMANTE MADRE
M. Pembroke
A mi lado, sir Henry respiró hondo, pero como no dijo nada seguí
adelante.
—Prométame no estallar.
—No pienso prometer tal cosa.
Lancé un suspiro.
—Bacon.
—Sir Francis Bacon —gruñó sir Henry.
A Ben se le escapó una rápida carcajada, que intentó disimular con un
carraspeo.
—En realidad, era otro jabalí —expliqué—. Pero los Bacon se
anticipaban a muchas de las burlas llamándolo ellos mismos puerco. Sir
Francis contaba una historia de su padre, un juez enormemente gordo a quien
un prisionero le dijo un día durante un juicio que estaba emparentado con él
porque su apellido era Hog, es decir, «puerco». «Tú y yo no podemos ser
parientes a no ser que te ahorquen —replicó el anciano juez—. Porque Hog,
el puerco, no puede ser Bacon, tocino, hasta que lo ahorcan tal como está
mandado.» —No me atreví a mirar a Ben, pues adiviné que estaba
reprimiendo las ganas de reír—. Por si sirve de algo, Shakespeare reprodujo
la broma.
—En Las alegres comadres de Windsor —dijo sir Henry, lanzando un
suspiro—, los términos hanc-hoc —que suenan como hang-hog, es decir,
puerco-ahorcado en inglés—, son el equivalente en latín de Bacon, se lo
aseguro.
A Ben se le escapó la risa.
Sir Henry lo ignoró.
—¿Y adónde nos lleva esta quimera? Es a Saint Alban a quien Will,
quienquiera que sea, escribe la carta.
—Bacon una vez más —dije—. A principios de 1621, el rey Jacobo lo
nombró vizconde de Saint Alban.
Ben dejó de reírse.
Sir Henry volvió a inclinarse hacia delante.
—O sea que Bacon es la única persona a la que el cisne todavía no ha
ablandado y Will promete escribir al propio Bacon.
Asentí con la cabeza.
—¿Dónde vivía Bacon?
—En una heredad llamada Gorhambury. Justo en las afueras de la
ciudad de Saint Alban.
—Barnes —ordenó en voz baja sir Henry—, diríjase a Saint Alban.
—No es tan fácil —observé con impaciencia—. Gorhambury, la
mansión que Bacon se construyó como un palacio de placer para la mente,
lleva en ruinas desde cincuenta años después de su muerte.
—Algo tiene que quedar —dijo sir Henry.
Tamborileé con los dedos sobre mis rodillas.
—Hay una estatua en la iglesia parroquial de Saint Alban, algo así como
la estatua de Shakespeare en Westminster, pero los baconianos llevan los
últimos ciento cincuenta años examinándola y estudiándola.
—O sea que no es probable...
Ben tomó la carta.
—Si Will escribe a Saint Alban —dijo—, ¿por qué pedirle al cisne que
seduzca al puerco? —Levantó la mirada—. A mí me parece que Saint Alban
y el puerco son dos personas distintas.
Los tres nos inclinamos sobre la carta. Tenía razón.
—¿Queda algún otro horrible puerco? —preguntó sir Henry.
—No que yo sepa.
—Bueno, pues, ¿adónde vamos? —inquirió Ben.
—A algún lugar donde pueda pensar.
Cinco minutos después nos apartamos de la autopista y entramos en el
aparcamiento de un discreto Days Inn. Mientras Ben y sir Henry se
registraban, me quedé en el automóvil con Barnes.
Me saqué el broche y abrí la tapa posterior. Las luces del hotel arrojaban
un resplandor anaranjado sobre el retrato. «¿Y ahora qué?», le pregunté al
joven en silencio.
Sosteniendo delante de sí el crucifijo, miraba con expresión risueña y
casi insolente: sus ojos parecían brillar de malicia y también de desprecio.
34
Ben me condujo por una puerta posterior del hotel y me acompañó a una
habitación con dos camas. Sir Henry se fue a su propia habitación para
asearse. Cuando se presentó en nuestra puerta unos cuantos minutos después,
ya volvía a ser él mismo, aunque todavía estaba un poco pálido. Yo me
encontraba de pie junto a la ventana sosteniendo el broche abierto como si
fuera un medallón.
—¿Ya se ha dado por vencida con la carta? —preguntó sir Henry,
sentándose en nuestro sillón más cómodo.
—Ambas cosas están relacionadas —dije—, lo sé. Pero no consigo
imaginar cómo.
«Mas tu eterno estío no se apagará —decían las letras doradas—. A la
mayor gloria de Dios.»
¿Qué tenía aquello que ver con la carta que acabábamos de encontrar?
Puede que ambas cosas no estuvieran directamente relacionadas, pero
Ophelia había dicho que la pintura y la carta eran caminos distintos que
conducían a la misma verdad, así es que debían pertenecer al mismo mundo.
Roz siempre había insistido en que el sentido de algo te lo
proporcionaba el contexto. ¿Qué clase de contexto proporcionaba la
miniatura a la carta, o ésta a la miniatura?
La miniatura con el crucifijo era indudablemente católica. La carta
parecía estar relacionada con el Primer Infolio. ¿Qué podían tener que ver la
una con la otra?
—Hay una relación —dije, exasperada—. Pero no soy historiadora de la
religión para poder verla.
—Quizás ha llegado el momento de llamar a alguien que sí lo sea —dijo
sir Henry.
—No conozco a nadie —dije.
—Pues a mí me parece que le sería útil alguien experto en historia
religiosa y en Shakespeare —dijo Ben.
Me estaba observando con interés y creí adivinar por qué. Ambos
habíamos visto el título del trabajo de Matthew en el folleto de la Folger.
Shakespeare y los ardores del catolicismo secreto.
—No le quiero pedir ayuda —dije con vehemencia.
—¿Pedir ayuda a quién? —Sir Henry se animó.
—A Matthew —contesté—. Al profesor Matthew Morris.
—Él está deseando ofrecérsela —dijo Ben.
—Ah —dijo sir Henry—, empiezo a comprender. ¿El pobre ha hecho
algo más horrible que manifestar interés por usted?
—Me molesta —contesté a modo de inadmisible excusa—. A Roz
también le molestaba.
—Algunas veces, querida —dijo sir Henry—, es usted una engreída de
primera. —Me ofreció su teléfono—. Si él puede resolver nuestro problema,
llámelo.
—Utilice el mío —dijo Ben—. Es mucho más difícil de localizar.
—A Roz no le gustaría... —protesté.
—Menos le gustaría que su asesino se apoderara de su presa —dijo Ben.
Activó el altavoz de su BlackBerry y saqué la tarjeta de Matthew del
bolsillo y marqué el número.
Matthew contestó al segundo timbrazo.
—Kate —dijo medio adormilado. Después le oí incorporarse—. ¿Kate?
¿Dónde estás? ¿Estás bien?
—Estoy bien. ¿Qué me puedes decir acerca de la frase «Ad majorem Dei
gloriam»?
Se le quebró la voz.
—¿Te has fugado y me llamas para hablarme en latín?
—El latín lo entiendo. «A la mayor gloria de Dios.» Pero sigo sin
comprender lo que significa.
—¿Me vas a decir qué es lo que está pasando?
—Me dijiste que te llamara si necesitaba tu ayuda. Y te estoy llamando.
Hubo un breve silencio.
—Es el lema de los jesuitas.
Iba a decir algo, pero me callé. «Los soldados de Cristo. Devotos y a
menudo celosos sacerdotes empeñados en devolver a Inglaterra al redil
católico.»
Matthew añadió:
—La pesadilla de los Cecil y de casi todos los restantes consejeros de
Isabel y de Jacobo que los estigmatizaron como traidores. Una incómoda
etiqueta que ellos soportaron con paciencia de santos. Literalmente. Creo que
diez de ellos son en efecto santos tras haber sido ahorcados, arrastrados por
caballos y desmembrados en defensa de su fe.
—¡Jesús! —exclamé en un susurro.
—Exactamente —corroboró Matthew—. La Compañía de Jesús.
Encima de la mesa, las llamas de la miniatura parpadeaban y lamían al
joven.
—En el contexto de esta frase —proseguí con voz que esperaba que
sonara serena—, ¿qué sacarías en claro de estas palabras? —Leí las palabras
que se curvaban y entrelazaban entre sí, escritas con una desteñida tinta
tirando a marrón—: «Asumo el deber de escribir una petición de disculpa a
Saint Alban por nuestro silencio».
—Normalmente, pensaría en Bacon —dijo—. Pero, en conexión con el
lema de los jesuitas, tendría que tomar en consideración Valladolid.
—¿España?
—Pues sí, España. —Matthew bostezó y se puso en plan de
conferenciante—. Valladolid, la antigua capital de Castilla y León, sede del
Real Colegio de los Ingleses de San Albano, fundado en la década de 1580
por el rey de España Felipe II con el fin de educar a ciudadanos ingleses para
el sacerdocio católico. Casi todos los sacerdotes elegían la Orden de los
Jesuitas y eran devueltos clandestinamente a Inglaterra para predicar a los
fieles en secreto. Según el gobierno inglés, también se les enviaba para captar
súbditos ingleses e inducirlos a tramar actos de violencia contra sus
soberanos protestantes y apoderarse por medio de la fuerza de lo que no
podían conseguir por medio de la dulce persuasión. El gobierno inglés
consideraba este lugar como un campo de adiestramiento de terroristas
religiosos.
—¿Por qué San Albano?
—Su nombre completo es Real Colegio de los Ingleses de San Albano.
Por un instante, nadie se movió. Me acerqué más el teléfono a la oreja y
desconecté el altavoz.
—Estoy en deuda contigo, Matthew.
Él guardó silencio.
—Ya sabes lo que quiero.
—Lo sé —dije. «Dame una oportunidad», me había dicho él—. Bien
sabe Dios que te lo mereces —añadí antes de colgar.
Le arrojé el teléfono a Ben, que se había incorporado en la cama en la
que estaba tumbado y ahora miraba al techo con una expresión de
complicidad que a mí me resultaba vagamente irritante.
—¿Usted cree que es eso? —preguntó sir Henry—. ¿Valladolid? A mí
me parece muy dudoso.
Me senté junto a la mesa, sintiéndome de repente muy cansada.
—El Real Colegio de los Ingleses tiene otras conexiones con
Shakespeare. Dos en concreto. ¿Cuál de ellas prefieren en primer lugar, la
verosímil o la inverosímil?
—Voto a favor de que empecemos por lo más insensato y retrocedamos
después hasta lo sensato —dijo Ben, cruzando las manos detrás de la cabeza.
—Marlowe, pues —dije pasándome una mano por el cabello demasiado
corto para mi gusto—. El ateo chico malo, el astro rock gay de la Inglaterra
isabelina. Mimado por los teatros antes de la aparición de Shakespeare.
—Apuñalado en un ojo en el transcurso de una reyerta tabernaria —dijo
Ben.
Asentí con la cabeza.
—En 1593, justo cuando Shakespeare estaba empezando a abrirse
camino por su cuenta... Sí, el mismo Marlowe. Sólo que puede que el
apuñalamiento no fuera a causa de una simple reyerta, pues Marlowe era
también espía. Fue enviado a los Países Bajos con la misión, entre otras, de
infiltrarse en los grupos de católicos ingleses exiliados y presuntamente
culpables de tramar una rebelión... Hay pruebas aceptables de que sus
compañeros en aquella taberna también eran espías y de que el antro era un
sitio de encuentro de agentes secretos.
—No muy seguro para Marlowe —dijo Ben.
Apoyé los pies encima de la mesa.
—Hay pruebas dudosas de que no murió aquella tarde. De que escapó...
o fue enviado al extranjero. A España.
—¡Vamos, por el amor de Dios! —exclamó sir Henry desde su sillón.
Ben se mostraba más cauto.
—¿A Valladolid? —preguntó.
Asentí con la cabeza.
—En 1599 el registro del colegio muestra que un hombre llamado John
Matthews o Christopher Morley ingresó en el seminario. Morley es una
variante de Marlowe que el dramaturgo utilizaba algunas veces, y John
Matthews era un seudónimo sacerdotal frecuente, aunque no demasiado
inteligente, sacado de los Evangelios. —Meneé la cabeza—. Quienquiera que
fuera, este sacerdote fue ordenado en 1603 y regresó a Inglaterra, donde fue
detenido y enviado a prisión. Y lo más curioso es que, en una época en que
los prisioneros se tenían que pagar su propia manutención, o morirse de
hambre tumbados en un suelo infestado de sabandijas, Robert Cecil, principal
ministro de Estado del rey Jacobo, pagaba personalmente la factura de
Morley. Lo cual le confiere toda la pinta de un agente del gobierno.
—La manera más sencilla de explicar la identidad del Morley de
Valladolid es decir que los dos nombres del personaje eran seudónimos, uno
de ellos sacado de los Evangelios y el otro tomado de un muerto,
posiblemente porque el sacerdote era un espía inglés.
—La línea recta entre dos puntos —dijo Ben—. Oigamos el... ¿Cómo se
lo explicó usted a Athenaide? ¿El tortuoso y enmarañado camino...?
—De un abejorro borracho —intervine, completando la frase—. Hay
quienes creen que el motivo de que nadie pueda demostrar que Shakespeare
escribió algo antes de 1593 es el de que, antes de 1593, éste escribía bajo su
verdadero nombre: Christopher Marlowe.
Soltando una burlona carcajada, sir Henry se levantó de un salto del
sillón y empezó a dar vueltas por la estancia.
—Ya le dije que eso era una locura —dijo—. En esta situación, una
parte del trato para que él accediera a desaparecer era la condición de que
Cecil se encargara de que sus obras se siguieran representando en Londres.
—O sea que «Shakespeare» se va a Valladolid —intervino Ben.
Estaba entretenido con su móvil y navegando por internet mientras
hablábamos.
—Exactamente.
—¿Y cuál es la otra conexión? —preguntó sir Henry sin dejar de pasear.
—Cervantes.
Sir Henry se detuvo en seco.
—Puede que Cervantes escribiera las obras de Shakespeare —dijo Ben
con expresión muy seria.
Lo miré con severidad.
—Hay gente que así lo cree. Y otros creen que Shakespeare escribió
Don Quijote.
—Y otros están convencidos de que regresó a la vida en la persona de
Einstein y escribió la teoría de la relatividad —replicó sir Henry—. ¿Por qué
no atribuirle también Guerra y paz, la Ilíada y la Biblia, ya que estamos?
—Vamos a quedarnos de momento con Shakespeare como Shakespeare
—empecé diciendo.
—¡Qué original! —dijo sir Henry.
—Nos hemos olvidado más o menos de la obra, pero Cardenio sigue
formando parte de esta historia —añadí—. Y se podría decir que Cardenio se
gestó en Valladolid. Cuando el rey Felipe III volvió a trasladar toda la corte
española de Madrid a Valladolid, Cervantes los acompañó. Y fue en
Valladolid, en 1604, cuando preparó la primera parte del Quijote para la
imprenta y terminó de escribir la segunda parte.
Alisé la carta con la mano. Saint Alban.
—Aquella misma primavera, el nuevo rey Jacobo envió una embajada a
España para firmar un tratado de paz. El conde de Nottingham (un Howard)
viajó a Valladolid con un séquito de cuatrocientos ingleses, entre ellos, varios
jóvenes caballeros muy interesados por todo lo relacionado con el
catolicismo y que también aprendieron a interesarse profundamente por todo
lo relacionado con España, incluyendo el teatro y la literatura. Y la religión.
En algunos sectores se temía que los jesuitas los corrompieran y que los
jóvenes regresaran algún día en circunstancias que los ingleses pudieran
considerar menos dignas de alabanza.
En la pintura, el muchacho sostenía en alto el crucifijo con expresión
desafiante. Ad Majorem Dei Gloriam.
—Si el joven dorado se trasladó a Valladolid con la intención de
ordenarse como jesuita —proseguí—, bien en aquel momento o bien más
adelante, pudo tener ocasión de dar a conocer a Shakespeare el relato de
Cardenio de Cervantes. O de dárselo a conocer a uno de sus protectores. Tal
vez a los Howard. Eso daría sentido al hecho de que Will escribiera para
explicar la razón de que la obra española no figurara en el Infolio.
Ben se incorporó en la cama.
—También podría explicar de qué manera un manuscrito de una obra
inglesa había acabado en la frontera entre Arizona y Nuevo México.
Me volví a mirarle.
—En el siglo XVII, aquella zona de Estados Unidos era el extremo norte
de la Nueva España. Gobernada y explorada por los conquistadores
españoles.
—Los cuales iban acompañados por sacerdotes españoles —tercié.
—O, en cualquier caso, por sacerdotes que procedían de España.
—Y puede que uno de ellos fuera inglés —apuntó sir Henry.
Detrás del hombre de cabello dorado, las llamas se arremolinaban. Pensé
en las palabras garabateadas en desteñida tinta en el papel de una carta:
«Asumo el deber de escribir una petición de disculpa a Saint Alban por
nuestro silencio».
Ben levantó la vista de su BlackBerry.
—Ryanair tiene dos vuelos diarios directos. De Londres a Valladolid.
Reservamos tres billetes para el vuelo de la mañana siguiente.
35
La mano era la misma que había escrito la carta al más dulce cisne y
firmaba con el nombre de Will.
Al fondo de la página, garabateada con una escritura menos cuidada,
había otra frase: «El mal que hacen los hombres les sobrevive; el mal queda
frecuentemente sepultado con sus huesos».
—Julio César —dijo Ben.
—No —dije con impaciencia— Ophelia. La Ophelia de Jem —expliqué
a los confusos rostros que me rodeaban—. No la de Hamlet. Ophelia citó esta
misma frase en su carta a la señora Folger.
El profesor Child, había dicho Ophelia, la había advertido en contra de
la tentación de guardar silencio. Y ella había cumplido su promesa,
invirtiendo los términos de la frase. ¿Cómo lo había expresado? «Le escribo...
que el bien que hacemos nos puede sobrevivir mientras que el mal queda
sepultado con nuestros huesos.»
Acerca de la cuestión de lo que Shakespeare señalaba, Ophelia Granville
había hablado en sentido literal a la secreta manera en que lo hacían las brujas
en Macbeth. ¿Y si también hubiera hablado en sentido literal a propósito de
la sepultura? ¿Qué era lo que había sepultado con sus huesos?
En una repentina iluminación, lo comprendí. No con sus huesos.
«La señorita Bacon tenía razón. Una razón que se sumaba a otra razón.»
Eso significaba dos razones. No una sola. La primera y más importante: Delia
Bacon había creído que las obras de Shakespeare las había escrito sir Francis
Bacon, al frente de una camarilla secreta. Pero también había creído que la
verdad acerca de la identidad del autor estaba sepultada en la tumba de
Shakespeare.
Señalé el soneto escrito en el libro de Derby: «Que mi nombre se
entierre con mi cuerpo».
—Delia Bacon lo creía —dije—. E intentó demostrarlo.
—¿Que lo intentó? —se erizó sir Henry, que le había estado explicando
la historia al rector—. ¿Qué quiere usted decir con eso de que lo «intentó»?
—Obtuvo el permiso para abrir la sepultura de la Trinity Church de
Stratford. Montó guardia sola una noche en la iglesia con el propósito de
abrirla mediante una palanca, pero después no tuvo el valor de hacerlo. Por lo
menos, eso es lo que le escribió a su amigo Nathaniel Hawthorne.
Pero, para entonces, Delia ya se estaba hundiendo rápidamente en la
locura. ¿Y si hubiera abierto la sepultura y hubiera encontrado algo? ¿Qué
había podido ocurrir con lo que ella sabía?
Si hubiera descubierto algo, se lo habría llevado con ella, con sus
chácharas y sus gemidos, al manicomio del bosque de Arden, donde vivía
una muchacha llamada Ophelia. La hija del médico de Delia.
¿Qué más había dicho Ophelia? Repasé la nota mentalmente. Que ella y
Jem habían pecado contra Dios y contra el hombre, pero que ella «había
devuelto todo lo que había podido al lugar que le correspondía».
Me abstuve de mirar a los ojos a Ben y a sir Henry. «El sepulcro de
Shakespeare —estábamos pensando los tres—. Stratford.» Pero ninguno se
atrevía a decirlo.
—Tenemos que irnos —dijo sir Henry.
—Creo que es todo lo que deseo saber de momento —dijo el rector en
tono súbitamente remilgado.
Tomó el libro y yo me medio levanté, temerosa de que se lo llevara y
ninguno de nosotros volviera a verlo. Para mi asombro, el rector se acercó a
la copiadora y xerografió la quimérica bestia. Tras recoger la página todavía
caliente junto con la copia que yo había hecho de la portada, me entregó
ambas cosas.
—Gracias —le dije, sorprendida.
—Si encuentra alguna huella del sacerdote, hágamelo saber.
Asentí con la cabeza. Habíamos cerrado un trato, y yo lo cumpliría.
—Bueno —dijo el rector en tono apremiante—, estoy de acuerdo con sir
Henry. Se tienen que ir ustedes.
Nos acompañó rápidamente a la puerta principal mientras su sotana
ribeteada de rojo rozaba con un susurro las baldosas del suelo.
—Que Dios les conceda un viaje seguro y días tranquilos —nos dijo
cuando salimos de nuevo al esplendoroso sol español y paramos un taxi.
Tuve una última visión de su figura recortada en la puerta, sujetando el
libro contra su pecho como si fuera un escudo y después el taxi nos condujo
sin pérdida de tiempo al aeropuerto.
Contemplé las páginas xerografiadas que descansaban sobre mi regazo.
Que mi nombre se entierre con mi cuerpo.
Nadie dijo nada. Los tres sabíamos adónde nos dirigíamos y por qué. No
parecía probable que resultara ni muy seguro ni muy tranquilo.
36
Agosto de 1612
Papá bajó hecho una furia por la escalera con los ojos encendidos de
cólera, pero al verme su enojo se disipó y permaneció de pie delante de mí
como si fuera un anciano. Aunque me había propuesto mil veces mantenerme
firme, me aparté de Jem y me acerqué a él. Pasando a grandes zancadas por
delante de nosotros, el vicario se detuvo delante de Jem y le abofeteó la
mejilla con tal fuerza que éste giró en redondo una vez y se desplomó en la
sepultura rota.
Resultó que su boda clandestina no era válida porque Ophelia era menor
de edad.
—Se volvieron a casar al día siguiente —dijo Athenaide en tono
pausado—, esta vez con ambos progenitores como testigos. Pero Ophelia no
obtuvo permiso para vivir con Jem como esposa hasta que éste adquiriera una
fortuna suficiente para mantenerla.
—Una tarea no demasiado fácil para el hijo menor de un vicario —
comentó Matthew.
—Le dieron a elegir entre la India y Estados Unidos —dijo Athenaide.
—Y eligió Estados Unidos —sentencié.
Athenaide asintió con la cabeza.
—Empezó a buscar el manuscrito que el sacerdote había prometido
guardar.
El avión había alcanzado la altitud de vuelo. Tras desabrocharnos los
cinturones de los asientos, nos congregamos alrededor de una mesa de
conferencias con el libro abierto en medio de nosotros, y seguimos adelante
con la historia.
Esta vez la separación duró quince años. Lejos de marchitarse, Ophelia
contrató los servicios de un profesor y aprendió español y latín. Cuando a los
veintiún años pudo disponer de su dinero, viajó a Valladolid. En el colegio le
mostraron lo que tenían —incluido el Infolio— y, a continuación, la enviaron
al Archivo General de Indias de Sevilla. Después de una ardua tarea de
investigación, encontró un informe de primera mano de un superviviente y,
junto con él, un mapa primitivo. Tras haber copiado ambas cosas, regresó a
Londres, donde compró un Primer Infolio.
—Una obra magna jacobina —dijo Matthew, haciendo un floreo con la
mano.
—¿Tenía un Infolio? —pregunté bruscamente.
—No un original —contestó Athenaide—. Un facsímil. Pero muy
bueno. Ophelia escribió su nombre en la página en blanco opuesta a la
portada en la que figuraba el retrato de Shakespeare. Debajo había anotado la
inscripción que había visto en el Infolio de Valladolid. Tras introducir en el
volumen los datos que había descubierto en España, le envió el libro a Jem
como tardío regalo de boda.
Perpleja, me froté las sienes mientras Matthew seguía pasando las
páginas.
—Quince años de avance rápido —dijo.
Por aquel entonces murió el padre de Ophelia, pero ella se quedó en la
vetusta casa de Henley, en el viejo bosque de Arden, aunque sin las locas. Por
lo demás, no pareció que ocurriera gran cosa, como si ella se hubiera
pinchado el dedo con un huso y se hubiera sumido en un sueño encantado,
pensé. Después Jem le escribió para anunciarle que había encontrado lo que
buscaba.
Pero no podía traer su hallazgo de vuelta. No de manera inmediata. En
su lugar, quería que ella se reuniera con él en Tombstone, en Arizona. Al
principio, ella no se lo creyó, pero después descubrió que también había
invitado a un profesor de Harvard y que el profesor había dicho que sí.
—Entra en escena el profesor Child —dijo Matthew.
Ophelia hizo su baúl y embarcó rumbo a América. El diario terminaba
cuando ella llegaba a Nueva York.
En la página siguiente, Ophelia volvía a empezar. «Para Jem», había
garabateado en la parte superior. La tinta era distinta y su escritura más
apresurada. La historia también era distinta. Era el resumen de un relato que
había encontrado entre los papeles de Delia. Un relato acerca de los Howard.
La historia de Frances Howard, escribía Ophelia, no era un triángulo
amoroso. «¡Más bien un dodecaedro!», exclamaba. En concreto, antes de
conocer a Robert Carr, pero mucho después de haberse casado con Essex, su
familia le había impuesto otro objetivo: el más íntimo amigo de su esposo, el
príncipe de Gales.
Durante algún tiempo, el príncipe estuvo tan extasiado que los rumores
acerca de una boda real empezaron a correr por la corte cuando apenas se
habían iniciado los trámites de la anulación del matrimonio. Pero después
Frances conoció a Carr y, sin decírselo a su familia, siguió los dictados de su
corazón. Poco después, tras ser advertido de que la dama no era muy
reservada en sus afectos, el príncipe la insultó en público.
—La historia del guante —dije en un susurro—. No sabía que la dama
era Frances Howard.
Ophelia había descubierto exactamente de qué manera aquel giro de la
historia podía guardar relación con Cardenio. La obra cuenta la historia de
una fiel esposa, a la cual el mejor amigo de su marido —el hijo del
gobernador de la región— intenta seducir. Entendida como una alegoría de
Frances, Essex y el príncipe, la obra justificaría a Frances y condenaría al
príncipe.
Pero después la familia descubrió lo que el príncipe había averiguado:
que Frances había estado retozando con Cardenio.
—Carr... Cardenio —repitió Athenaide.
El nombre trastocó la intención que había inducido a los Howard a
promover la obra. Tal y como estaban las cosas, ni a un ciego le hubiera
podido pasar desapercibido reconocer a Carr en una obra titulada Cardenio y,
por consiguiente, tampoco al celoso príncipe, dado que Essex aún estaba
atado a Frances nominal y legalmente. Lejos de presentarla como una fiel
esposa injuriada, la obra la expondría al ridículo como una mujer que había
jugado con tres hombres a la vez.
La representación de la obra se tenía que impedir.
Pero no se hizo. Se representó en la corte en enero de 1613 y de nuevo a
principios de junio. Esta vez los Hombres del Rey la trasladaron al otro lado
del río, a su escenario público. Al Globo.
—Y dos semanas después —observé— el Globo fue pasto de las llamas.
—Dios mío —dijo Matthew al cabo de un rato—. Jamás había
relacionado estas dos fechas.
—Pero ¿por qué? —preguntó muy nerviosa Athenaide—. ¿Por qué
Shakespeare tuvo que representar Cardenio en el Globo? ¿Por qué incurrió en
la cólera de los Howard?
—Y, sobre todo, ¿por qué la escribió? —objeté—. No tiene sentido. Lo
que dije antes sigue en pie: las alegorías no eran lo suyo. Además, que yo
sepa, no tenía ningún motivo para hacerles favores a los Howard.
—Quizá no pretendía halagarlos —observó pausadamente Athenaide.
—Tal vez ocurrió justo lo contrario. Usted ha dicho que Howard fue el
que envió a William Shelton a Valladolid para que se convirtiera en
sacerdote. Si fuera cierto, cabe la posibilidad de que Shakespeare pretendiera
vengarse.
«Mas tu eterno estío no se apagará.»
Consciente del roce del broche con mi cuerpo desde el interior de mi
chaqueta, recordé a sir Henry recitando aquel verso.
—Tenemos que encontrar la obra —conminé a los presentes.
Matthew pasó la página. La tinta era distinta y la fecha también.
«Agosto de 1881», se leía en la parte superior.
Mi querido Francis:
Me pidió que terminara mi historia y esta promesa por lo menos la
cumpliré.
Los viajes terminan con el encuentro de los amantes; bien lo saben todos
los hijos de los sabios.
ength = abbaa = N
EL INGENIOSO
HIDALGO DON QVIXOTE
DE LA MANCHA
Compuesto por Miguel de Cervantes
Saavedra
Eché a correr. Al final del saliente, traté de trepar a gatas por la cuesta
de rocas hacia la salida, pero sentí que me agarraban una pierna y me
arrastraban de nuevo hacia abajo. Se me cayó el casco y éste se alejó rodando
hasta detenerse, con la luz inútilmente apuntando hacia la pared. Me revolví
dando media vuelta y la alforja alcanzó a mi agresor con un sordo ruido. Oí
una brusca aspiración de aire y una maldición y conseguí soltarme. Mi
perseguidor se abalanzó sobre mí a mi espalda y tropecé y caí sobre una
rodilla. Dando puntapiés a mi espalda con la otra pierna, golpeé algo. Pero él
se abalanzó de nuevo sobre mí y esta vez me agarró por la cintura y me arrojó
al suelo con tal fuerza que la alforja se me escapó de la mano y se perdió en
la oscuridad. Antes de que pudiera moverme, mi atacante se me echó encima
y sus manos me rodearon la garganta.
Era Matthew.
—Entra Lavinia —dijo— con la lengua cortada, las manos cortadas y
violada.
Sin poder creérmelo, intenté arañarle el rostro, pero él me agarró por la
muñeca y me obligó a apartar la mano. En medio de la oscuridad, vislumbré
un brillo metálico y sentí una navaja contra la mejilla, rozándome la piel con
la punta, justo por debajo del ojo derecho.
Me quedé callada.
—Eso ya está mejor. —Soltándome la muñeca, bajó la mano y me
agarró los vaqueros—. Primero la violación, creo. —Me deslizó la mano por
el muslo—. No es el escenario que tenía previsto, pero no importa.
Se oyó un ruido apagado y la navaja cayó ruidosamente al suelo
mientras alguien levantaba a Matthew y lo arrojaba a un lado.
Éste pegó un brinco contra su agresor y fue derribado al suelo. Me
aparté rodando y me levanté, respirando afanosamente.
Un poco más allá, vi mi casco tristemente abandonado en el suelo, con
la linterna arrojando una fantasmagórica luz. Matthew yacía tumbado con los
brazos y las piernas separados, al pie de una de las tumbas. Llevaba el casco
todavía puesto, pero su luz se había apagado. Ben permanecía de pie por
encima de él, apuntándole al pecho con su arma.
—¿Qué está haciendo? —le pregunté con la respiración entrecortada.
—Le echo una mano —repuso él, sin apartar los ojos de Matthew.
—Pero ¿cómo...?
Me interrumpió.
—Siguiéndole la pista. ¿Está bien?
Me acerqué la mano a la mejilla. Estaba sangrando, pero el corte no
parecía grave.
—Sí. Pensé que usted era el... el asesino.
—Me lo imaginé —dijo Ben.
—Pero no lo es.
—No, no lo soy.
—Menuda pareja monosilábica estáis hechos —terció Matthew.
Le miré con rabia, y una sensación de repugnancia me invadió todo el
cuerpo. Toda la dulzura que últimamente había estado derramando sobre mí
había sido una mentira, toda la dulzura y también la promesa de protegerme.
—Durante todo este tiempo... has sido tú, tú y Athenaide.
—Vero nihil verius —contestó con una sonrisita de desprecio—. Nada es
más verdadero que la verdad.
Fruncí el entrecejo.
—Pero sir Henry...
Soltó una carcajada.
—Qué inesperado, ¿verdad? Probablemente él pensó que tú habías
matado al viejo murciélago. A lo mejor, pensó que tú eras yo. ¿Quién sabe?
Pero te debo ese trabajo. Un problema menos por el que preocuparme. Lo
demás fue casi todo obra mía. En la escalera del Támesis, en tu apartamento...
—¿Fuiste tú? ¿El hombre en las sombras eras tú? En la biblioteca, en el
Capitolio...
—Bravo, cariño. Finalmente lo estás empezando a comprender. Aunque
no sin una significativa ayuda.
—Te ha superado por lo menos un par de veces ella sólita —dijo Ben—,
Por consiguiente, yo que tú no presumiría demasiado a no ser que quieras
hacer el ridículo.
Matthew lo miró con expresión malhumorada.
—Tú también eres Wesley North, ¿verdad? —le pregunté.
Se rió.
—No te precipites, Katie. Lo de César en el Capitolio fue obra mía, por
supuesto. Pero yo no soy tu valioso profesor North. Éste era Roz.
¡Roz!
—North, Wes T. —dijo—. Como North by Northwest [19].
La cabeza me daba vueltas.
—¿Roz era oxfordiana?
—Qué va. Ella lo que quería era el dinero. Y Athenaide se lo estaba
ofreciendo a espuertas.
«No», pensé. Tal vez Matthew tuviera razón en parte, pero a Roz le
hubiera gustado mucho más el doble desafío de la disputa y la simulación.
—Me hubiera conformado con desenmascarar su impostura —dijo
Matthew—, pero después descubrí que había encontrado efectivamente algo.
Le ofrecí más de una oportunidad de compartirlo conmigo, pero no quiso. Me
había pasado años interpretando el papel de fiel seguidor, había sido el
hombro en el que ella se apoyó cuando tú te fuiste, pero aun así, cuando
necesitó un colega, me rechazó y se fue corriendo a buscarte.
—Tras haberme echado.
En sus ojos se encendió un destello de malicia.
—¿Poniendo en duda tu erudición? Eso también fue obra mía. Roz
jamás pensó que no fueras brillante. «Kate no es una auténtica erudita.» Esta
pequeña crítica me la inventé yo. Y después hice correr la voz de que había
sido ella quien lo había dicho. Muy fácil en el ambiente académico, en el que
tanto abundan los rumores.
Di un paso adelante con los puños apretados.
—¿Por qué?
—Estaba harto de que siempre me mantuviera uno o dos peldaños por
debajo de ella. Y lo que menos quería era que me propinara un puntapié y me
obligara a bajar un poco más para dejarte sitio a ti. Roz ya llevaba mucho
tiempo siendo la máxima autoridad en Shakespeare. Ya era hora de que se
fuera y, de esta manera, yo habría sido su sucesor. Yo ya me había ganado mi
puesto en Harvard. Pero ella estaba maniobrando para apartarme a un lado y
coronarte a ti.
—Tú estás hablando de la fama, Matthew. Pero eso es tan poco
transferible como la integridad o el honor. Roz no podía traspasar su fama ni
a ti, ni a mí, ni a nadie.
—Puede que no. Pero yo había abierto un espacio en el centro del
escenario, ¿verdad? Y nadie está en mejores condiciones que yo para
ocuparlo.
—Un punto discutible en este momento —dijo Ben—. ¿Por qué matar a
Athenaide, tu socia?
Matthew entornó los ojos.
—Roz no quería compartir su hallazgo. Y descubrí que yo tampoco. —
Paseó su mirada por mi rostro y los vaqueros todavía desabrochados y luego
se encaró con Ben—. De la misma manera que tú tampoco quieres compartir
el tuyo.
Ben apretó con más fuerza la pistola que sostenía en la mano y, sin
apartar los ojos de Matthew, me dijo:
—Kate. Recoja lo que ha venido a buscar aquí. Y, si encuentra algo para
atar a este indeseable cuando lleguemos arriba, nos vendría muy bien.
Me deslicé por el borde del saliente y salté. La alforja descansaba cerca
del círculo de la hoguera. El volumen del Quijote había ido a parar un poco
más allá, con los papeles esparcidos a su alrededor. Lo recogí todo y examiné
el suelo de la cueva para comprobar que no me dejaba nada.
Lo metí todo en la alforja y me volví, preguntándome qué podríamos
utilizar a modo de cuerda. En el saliente de arriba, Ben continuaba apuntando
a Matthew con su arma.
A sus espaldas vi moverse una sombra. Permanecí inmóvil mientras sir
Henry emergía en silencio de la oscuridad.
No era posible. Yo lo había matado.
Pero allí estaba, y algo brillaba en su mano. Una aguja. Una aguja en el
extremo de una jeringa.
«A Roz la habían matado con una jeringa, con una jeringa llena de
potasio.»
Levantó la mano y grité.
Ben dio media vuelta, agarró el brazo de sir Henry y la jeringa se le
escapó de la mano y cayó al suelo. Al mismo tiempo, Matthew se levantó de
un salto para abalanzarse sobre Ben. Éste neutralizó el golpe y la pistola cayó
al suelo.
Sir Henry se agachó para recogerla, pero Ben logró alejar el arma de un
puntapié. Una vez más, la décima de segundo de atención que le había
dedicado a sir Henry le costó un nuevo golpe por parte de Matthew.
Éste volvió a abalanzarse sobre él, pero esta vez Ben se agachó y,
cuando se volvió a incorporar, sujetaba una navaja en la mano. Tanto sir
Henry como Matthew retrocedieron uno o dos pasos. Pero enseguida
volvieron a la carga.
Poco a poco, implacablemente, fueron haciendo recular a Ben. Para
defenderse, él les lanzaba navajazos, primero al uno y después al otro. Si
Matthew lograba esquivar el arma blanca, sir Henry recibía una patada, o a la
inversa. Poco a poco, Ben estaba recuperando el terreno perdido.
Yo no sabía si ir a recoger la pistola. Comprendí lo que Ben estaba
haciendo: estaba apartando a Matthew y a sir Henry de la boca de la cueva. Y
con cada navajazo desviaba la atención de ambos de mí. También se estaba
acercando progresivamente a su pistola, la cual se encontraba en algún lugar
a su espalda, en el suelo del saliente. Me pareció que, con unos cuantos pasos
más, la tendría a su alcance.
Si me acercaba a recogerla, estropearía los esfuerzos que él estaba
haciendo para protegernos a los dos.
Empecé a deslizarme hacia la pendiente rocosa que conducía a la
entrada superior de la cueva, procurando mantenerme a la sombra del
saliente. Al llegar al pie del corrimiento de rocas, comencé a trepar. Oí un
silbido a mi espalda y me volví. Arriba, en el saliente, Matthew había
encontrado un largo trozo de madera o metal al pie de una de las tumbas y lo
estaba blandiendo como si fuera una estaca. Ben había perdido su ventaja
inicial.
Aun así, se abalanzó sobre Matthew y le clavó la navaja. Matthew gritó
y le propinó un golpe en el hombro con el arma improvisada. Ben se
tambaleó, pero consiguió conservar el equilibrio.
Me volví de nuevo hacia la pendiente. Me encontraba a medio camino
de la pedregosa cuesta, cuando tropecé con una piedra suelta, lo que
desencadenó un ruidoso deslizamiento de guijarros. Mientras se volvía, sir
Henry lanzó un grito y Matthew cruzó de un salto el saliente rocoso y corrió
para cortarme el paso hacia la salida.
Seguí trepando. Matthew corrió de nuevo y cayó ruidosamente sobre la
pendiente cubierta de grava a escasa distancia por encima de mí.
Oí una especie de zumbido y me agaché. Matthew se tambaleó. La
navaja de Ben se había hundido en su hombro. Lanzando un grito de rabia, se
arrojó contra una roca.
—¡No! —gritó Ben.
Pero Matthew se apoyó todavía con más fuerza. Por un instante, todos
contemplamos el tambaleo de la roca. Después ésta cayó y otras rocas
empezaron a deslizarse. De repente, toda la pared rocosa se estaba
derrumbando. Ben se lanzó corriendo hacia mí y me empujó al otro lado de la
cueva. Desde algún lugar se oyó el grito de un hombre. La tierra se
estremeció y rugió y después reinó el silencio en la cueva.
Iluminado por el resplandor de la linterna de un casco, el polvo de los
siglos se arremolinaba a nuestro alrededor como una oscura niebla. Levanté
la cabeza. A medio camino de la cuesta, Ben permanecía medio enterrado
entre las rocas, con una pierna atrapada bajo una losa de granito. Un poco
más arriba, Matthew estaba de rodillas, gimiendo. Donde antes se encontraba
la hendidura, no se veía ninguna abertura, sólo una empinada y sólida ladera
de piedras de gran tamaño.
La salida había desaparecido.
Me levanté y me acerqué a trompicones a Ben, pero sir Henry llegó
primero.
—Los planes mejor preparados... —murmuró, mirando a Ben con
semblante afligido.
Se había encasquetado mi casco en la cabeza; de allí procedía la luz.
Después vi que también se había apoderado de la pistola de Ben. Eché a
correr, pero sir Henry levantó el brazo y efectuó un disparo. Matthew se
desplomó y quedó tumbado en el suelo. Sir Henry le había disparado al
pecho. Pasando junto a Ben, se acercó al cuerpo de Matthew y le disparó en
la cabeza.
Ahogué un grito y sir Henry se volvió.
—No le haga daño —le gritó Ben, respirando con dificultad.
—Vuelva atrás —me dijo sir Henry, apuntándome con la pistola que
sostenía en la mano.
—Yo le maté —dije—. En casa de Athenaide.
—Vuelva atrás —me repitió.
Retrocedí unos cuantos pasos a trompicones.
—Yo le maté.
Una expresión de pesadumbre le atravesó el rostro.
—Olvida, querida, que soy actor.
—Pero había sangre —dije.
—Casi toda de Graciela —hizo una mueca—, aunque usted también me
pinchó una o dos veces. Sin embargo, me temo que lo que usted mató fue uno
de los almohadones de Athenaide.
Apuntándome con el arma que sostenía en una mano, empezó a cruzar el
corrimiento de rocas.
—No lo entiendo.
—Él es el asesino, Kate —me dijo Ben, rasgando el silencio—. El otro
asesino.
Me pareció que la mente me estaba funcionando muy despacio. Los
asesinos no eran Matthew y Athenaide, sino Matthew y sir Henry.
—¿O sea que fue usted desde el principio? ¿Usted era el cómplice de
Matthew?
—No, él era mi cómplice —dijo sir Henry—. Un tenaz pensador,
aunque no demasiado ingenioso. Hacía bien las cosas siguiendo las normas,
pero en cuanto alguien lo obligaba a apartarse del guión, tal como hizo usted
en el Capitolio, estaba perdido. Mientras que la característica de un gran actor
es la capacidad de improvisar. Roz, por ejemplo, me llamó la atención sobre
el aniversario del incendio del Globo y yo me aproveché de ello, aunque no
incendié el teatro, tal como la gente viene diciendo —dijo en tono enojado—.
Me limité a incendiar la sala de exposiciones y los despachos. Y usted me dio
la idea de convertir a Roz en el padre de Hamlet aquella tarde en el Globo. La
escena con Jason fue encantadora. Y usted tampoco estuvo nada mal en el
papel de Hamlet.
—¿Usted mató a Roz?
Su pesadumbre se acentuó.
—Había que pararle los pies. Fue una muerte preciosa. Muy
shakespeariana.
—La de Matthew no ha sido shakespeariana.
—Estaba a punto de traicionarme. No se la merecía.
—¿Y las demás? ¿Cuántas muertes más han sido obra suya?
—A cada cual lo suyo. Ophelia y César fueron obra de Matthew.
—¿Cómo se las arregló para conseguir que él le hiciera el trabajo sucio?
—le preguntó Ben.
Sir Henry llegó al extremo más alejado del corrimiento de rocas y se
detuvo para enjugarse la frente.
—Dinero y fama. Un anzuelo muy fácil. Pero lo que realmente lo indujo
a participar fueron los celos. Envidiaba mucho a Roz. —Clavó su mirada en
mí—. Y a usted también. Lo más difícil fue mantenerlo centrado en el tema.
Tanto en el asesinato como en la erudición, era brillante en los grandes
gestos, pero chapucero en los detalles. Una característica de las mentes de
segunda categoría, pienso yo. Por otra parte, no le importaba participar en las
escenas más complicadas.
Una expresión de desagrado se le dibujó en el rostro.
—Esta cuestión de Lavinia, por ejemplo. —Sin dejar de apuntarme con
el arma que sostenía en una mano, con la otra empezó a utilizar su linterna
como si fuera una de bolsillo para recorrer con ella el suelo del saliente del
otro lado de la cueva—. Se trataba, naturalmente, de matarla a usted y de
arreglar después su cadáver. Supongo que, cuando sólo quedaran dos de
ustedes, Matthew hubiera podido montar la escena de Lavinia y Basiano en la
zanja. Pero, en realidad, ¿para qué molestarse, teniendo a mano una escena
mucho más bonita?
La luz se detuvo.
—Bueno. ¿Ve usted mi jeringa?
Asentí con la cabeza.
—Y todos sabemos dónde está la navaja. Supongo que Ben tiene una
linterna. Vaya a por ella.
—¿Por qué?
—Porque le tendré que pegar un tiro si no lo hace y ninguno de los dos
quiere que eso ocurra.
Subí hacia el lugar donde estaba Ben, quien me entregó una pequeña
linterna.
—Arrójela aquí —dijo sir Henry, y cuando lo hice, la atrapó y se la
guardó en el bolsillo. Volviéndose a mirar a Ben, meneó la cabeza—.
Lástima que usted y Matthew no se mataran entre sí antes de que yo llegara.
Entonces hubiera podido echarles la culpa de todo a los dos y salvar a Kate.
—Me miró—. Usted jamás hubiera tenido que participar en esto, querida. Lo
siento. No sabe cuánto. Pero no me queda otro remedio.
»Ya verá la escena que le tengo preparada. Veneno y una espada... nada
menos que en una tumba. Una muerte tan hermosa rara vez se le concede a
los mortales. Por lo menos, le puedo otorgar esa gracia.
Apagó la linterna. Oí unas pisadas y el ruido de unas piedras resbalando.
Y después me quedé sola con Ben en la oscuridad.
45
El único regalo que está en mis manos ofreceros, un relato contado por
vos aunque no sea obra vuestra, representado en un escenario. Por unas
extrañas vueltas del destino, en otros tiempos nuestro pequeño mundo
desapareció a causa del fuego y casi estuvo a punto de morir la niña.
—¿La niña? —rezongó sir Henry.
—La niña atrapada en el incendio del Globo —dije—. En el primer
incendio. Debió de sobrevivir.
He oscurecido
el sol meridiano, he conjurado los rebeldes vientos,
y he impulsado una encarnizada guerra entre el verde
mar y la azulada bóveda del cielo.
Romperé mi vara,
la sepultaré unos cuantos codos en la tierra,
y a más profundidad de lo que jamás haya llegado una
sonda ahogaré mi libro.
Julio de 1626
Ahora me he convertido
en la tumba de mi honor, una oscura mansión
para que en ella habite sólo la muerte.
notes
[1] Equívoco entre berries (moras) y bears (osos) que suenan parecido
en inglés. (N. de la T.)
[2] Alusión al gato de Alicia en el País de las Maravillas, que aparece y
desaparece a voluntad y cuya sonrisa es lo último en desvanecerse. (N. de la
T.)
[3] La Tierra del Gran Cielo, entre Denver y San Francisco. (N. de la T.)
[4] «El Salvaje Oeste Shakespeariano.» (N. de la T.)
[5] El título en inglés (cuya ortografía es caprichosa) es Double
Falshood, or The Distrest Lovers. (N. de la T.)
[6] De dunce, «burro» o «tonto» en inglés. (N. de la T.)
[7] En español en el original. (N. de la T.)
[8] Spear-shaker, en el original. Juego de palabras consistente en
invertir los términos homónimos del apellido de Shakespeare. (N. de la T.)
[9] En el original, will shakes spears. (N. de la T.)
[10] En inglés, lunático. (N. de laT.)
[11] Siempre [o posible] y nunca o jamás, respectivamente. (N. de la T.)
[12] «Un jamás escritor a un jamás lector.» (N. de la T.)
[13] «Un [posible] escritor a un [posible] lector.» (N. de la T.)
[14] «Un escritor E. Ver a un lector E. Ver.» (N. de la T.)
[15] «Cada palabra casi dice mi nombre.» (N. de la T.)
[16] Vida, sombra, actor, escenario. (N. de la T.)
[17] Alusión a Richard Nixon, llamado Tricky Dick, Ricardito el
Tramposo. (N. de la T.)
[18] «Dios es nuestro refugio y nuestra fortaleza, nuestro auxilio en las
tribulaciones. Por eso no he de temer aunque tiemble la tierra, aunque se
arrastren los montes en medio del mar...» (N. de la T.)
[19] Título original en inglés de la película de Alfred Hitchcock Con la
muerte en los talones. (N. de la T.)
[20] Hamlet —al morir envenenado— afronta la muerte con palabras
casi idénticas: «Y el resto es silencio». (N. de la T.)
[21] Lancelot; en castellano, Lanzarote [del Lago], el caballero de la
Tabla Redonda que tuvo amores con Ginebra, la esposa del rey Arturo. (N. de
la T.)
[22] Otro juego de palabras con los términos del apellido de
Shakespeare. «Agitar» y «lanzas», en sentido literal. (N. de la T.)
[23] Dicho de un libro, de un folleto, etc.: cuyas hojas corresponden a
cuatro por pliego. Se dice también de otros libros cuya altura mide de 23 a 32
centímetros. (N. de la T.)