Sepultado Con Sus Huesos - Jennifer Lee Carrell

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Annotation

¿Qué misterio encierran los manuscritos de Shakespeare? Kate Stanley,


una joven dramaturga, recibe de manos de su amiga y mentora Rosalind un
extraño objeto poco antes que ésta muera asesinada. El destino ha querido
dejar un mensaje implícito: la exacta recreación de la muerte del padre de
Hamlet a través del crimen cometido.
Kate sabe que las respuestas al enigma que le ha legado Rosalind se
encuentran ocultas en algún lugar entre los manuscritos originales del
escritor. Su búsqueda, siempre con el asesino pegado a sus pies, la lleva
desde las oscuras bibliotecas de Londres hasta los desiertos de Arizona. La
recompensa: el mayor secreto literario de la historia. La apuesta: la propia
vida.
Una novela de suspense literario en torno al dramaturgo más famoso de
todos los tiempos. Una trama absorbente que une presente y pasado, literatura
y acción, historia y crimen.
«Todo un corpus de conocimientos metido en una aventura fascinante y
de ritmo febril».
The New York Times Book Review
“Un libro emocionante, entretenido y sorprendentemente educativo que
parece destinado a convertirse en una gran película.»
Associated Press
«Entretenimiento de alto nivel»
Newsweek
«Constantemente fascinante … Un divertido entretenimiento
intelectual»
The Washington Post

Jennifer Lee Carrell

Prólogo
29 DE JUNIO DE 1613
ACTO I
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
Entreacto
ACTO II
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
25
26
27
Entreacto
ACTO III
28
29
30
31
32
33
34
35
36
37
Entreacto
ACTO IV
38
39
40
41
42
43
44
45
Entreacto
ACTO V
46
Nota de la autora
notes
Jennifer Lee Carrell

Sepultado con sus huesos


.
Traducción de María Antonia Menini Pagés
Círculo de Lectores
Título de la edición original: Interred with their Bones
Traducción del inglés: María Antonia Menini Pagés,
Diseño: Luz de la Mora
© Jennifer Lee Carrell, 2007
© de la traducción: María Antonia Menini Pagés, 2008
© Ediciones Urano, S. A., 2008
Depósito legal: B. 22238-2007
Fotocomposición: Fotoletra, S. A., Barcelona
ISBN 978-84-672-3069-7
N.° 26815
Para

Johnny,

Kristen,

Mamá y Papá.

Todos los títulos del compañerismo os corresponden.


El mal que hacen los hombres les sobrevive.
El bien queda frecuentemente sepultado con sus
huesos.

William Shakespeare
Prólogo
29 DE JUNIO DE 1613

Visto desde el río, parecía como si dos soles se estuvieran poniendo


sobre Londres.
Uno de ellos se hundía por el oeste lanzando esplendorosas cintas de
tonos rosados, melón y oro. Sin embargo, el que había hecho que una
inquieta flotilla de botes y barcazas, esquifes y chalanas se congregara en las
oscuras aguas del Támesis era el segundo sol: sobre el chapitel de la catedral
de San Pablo, herido de muerte por un rayo, una siniestra esfera de color
anaranjado parecía haber engullido el horizonte tras haber embestido
violentamente la orilla sureña del río. Mientras se hundía entre las tabernas y
los burdeles de Southwark, clavaba unas perversas y afiladas hojas de fuego
en la noche.
Pero no era otro sol, naturalmente, por más que algunos hombres que se
tenían por poetas hubieran transmitido esta idea fantasiosa flotando de
embarcación en embarcación. Era —o había sido— un edificio. El más
famoso de los célebres teatros de Londres: la O de madera, hueca como un
corral de comedias, la redonda sede de los sueños de la ciudad, nada menos
que el gran Globo, estaba siendo pasto de las llamas. Y todo Londres se había
acercado al río para ver el incendio.
Incluido el conde de Suffolk.
«Entonces el Señor hizo llover del cielo sobre Sodoma y Gomorra
azufre y fuego» —rezongó el conde mirando al sur desde el palacio flotante
de su barcaza privada.
En su calidad de lord chambelán de Inglaterra, Suffolk estaba al frente
de la corte del rey. El hecho de que semejante desastre se hubiera abatido
sobre los llamados Hombres del Rey, la amada compañía de actores de Su
Majestad que, además de actuar en el Globo cuando no lo hacía en la corte,
era propietaria del edificio, habría tenido que molestarle. O, como mínimo,
hacer un pequeño rasguño en la capa de barniz de su placer. Pero los dos
hombres sentados junto a él bajo el pabellón de seda no daban muestras de la
menor sorpresa mientras bebían vino, contemplando la catástrofe.
Su silencio no era del agrado de Suffolk.
—Espléndido, ¿verdad? —los aguijoneó.
—Llamativo —replicó su tío de blanco cabello, el conde de
Northampton, todavía gallardo y elegante a sus setenta y tantos años.
El más joven de los tres, el hijo y heredero de Suffolk, Theophilus, lord
Howard de Walden, se inclinó hacia delante con la vehemencia de un joven
león estudiando a su presa:
—Nuestra venganza arderá todavía con más fulgor mañana por la
mañana cuando el señor Shakespeare y su compañía se enteren de la verdad.
Northampton clavó sus ojos de caídos párpados en su sobrino nieto.
—El señor Shakespeare y su compañía, tal como tú dices, no se
enterarán de nada.
Por un instante, Theo permaneció inmóvil bajo la mirada de su tío
abuelo. Después se levantó y arrojó su copa hacia el fondo de la barcaza,
salpicando las libreas color azafrán de los criados con unas oscuras manchas
de vino semejantes a las de un leopardo.
—Se han burlado de mi hermana en el escenario —protestó—. Ninguna
conspiración de ancianos me privará del honor de la satisfacción.
—Mi señor sobrino —dijo Northampton, volviéndose a mirar a Suffolk
—. Con demasiada persistencia, vuestro retoño está dando muestras de una
desafortunada precipitación. No sé de dónde le viene. No es un rasgo propio
de los Howard.
Su atención volvió a centrarse en Theo, cuya mano derecha se abría y
cerraba espasmódicamente sobre la empuñadura de su espada.
—Contemplar con perverso regocijo a los enemigos es la venganza de
un bobalicón —dijo el anciano conde—. Cualquier campesino la tiene a su
alcance. —Obedeciendo a una inclinación de su cabeza, un sirviente le
ofreció otra copa a Theo, quien la aceptó con gesto malhumorado—.
Infinitamente más cautivador es apiadarte de tu enemigo y obligarlo a darte
las gracias... aunque sospeche de ti pero no sepa decir por qué.
Mientras hablaba, un pequeño esquife se acercó al costado de la barcaza.
Un hombre saltó por encima de la barandilla y se acercó a Northampton,
huyendo de la luz como una sombra descarriada que regresara de forma
furtiva a su cuerpo.
—Cualquier cosa que merezca mínimamente la pena, tal como aquí
Seyton os dirá —añadió Northampton—, merece la pena hacerla de la manera
más exquisita. Poco importa quién la haga. No importa en absoluto quién
sepa quién la hizo. —Seyton hincó la rodilla delante del anciano conde, el
cual apoyó una mano en su hombro—. Milord de Suffolk y mi malhumorado
sobrino nieto sienten tanta curiosidad como yo por oír tu informe.
El hombre carraspeó con suavidad. Su voz, como su atuendo e incluso
sus ojos, tenía una tonalidad indeterminada entre el gris y el negro.
—Todo empezó, milord, cuando esta mañana el artillero de los
comediantes se puso repentinamente enfermo. Parece ser que su sustituto
cargó el cañón con tacos sueltos. Cabría incluso sospechar que éstos se
empaparon con pez.
Torció la boca en un remedo de taimada sonrisa.
—Sigue —dijo Northampton con un gesto de la mano.
—La obra que representaban esta tarde era relativamente nueva. Se
llamaba Todo es verdad, y versaba sobre la vida del rey Enrique VIII.
—El gran Harry —murmuró Suffolk, bajando la mano y arrastrándola
por el agua—. El padre de la anciana reina. Territorio peligroso.
—Por más de un motivo, milord —contestó Seyton—. La obra exige
una mascarada y un desfile, incluyendo una salva. El cañón se disparó
debidamente, pero el público estaba tan ocupado contemplando la farsa del
escenario que nadie prestó atención a las chispas que fueron a parar al techo.
Para cuando alguien aspiró el olor a humo, la techumbre de paja estaba
rodeada de fuego y no se pudo hacer otra cosa que huir.
—¿Bajas?
—Dos heridos. —Sus ojos parpadearon, mirando a Theo—. Un hombre
llamado Shelton.
Theo experimentó un sobresalto.
—¿Cómo? —balbució—. ¿Está herido?
—Quemado. Pero no es grave. Aunque sí ha sido espectacular. Desde
mi lugar de observación (extremadamente privilegiado, si se me permite
decirlo), lo vi asumir el control de la situación, organizando el desalojo del
edificio. Justo cuando ya parecía que todo el mundo había salido, apareció
una muchacha en una ventana de arriba. Una cosita preciosa de desgreñado
cabello oscuro y mirada enloquecida. La criatura más hechicera que jamás
había visto en mi vida.
»Antes de que nadie se lo pudiera impedir, el señor Shelton volvió a
entrar corriendo. Transcurrieron unos cuantos minutos y, cuando la gente
estaba empezando ya a llorar, él saltó a través de una cortina de fuego con la
niña en brazos y el trasero en llamas. Uno de los sodomitas de Southwark le
arrojó encima un barril de cerveza y él volvió a desaparecer, esta vez
envuelto en una nube de vapor. Resultó que el fuego había prendido en sus
posaderas, pero, milagrosamente, sólo estaba un poco chamuscado.
—¿Dónde está? —preguntó Theo, levantando la voz—. ¿Por qué no lo
has traído contigo?
—Apenas conozco a ese hombre, milord —objetó Seyton—. Y, además,
es el héroe del momento. No habría podido arrancarlo de la muchedumbre sin
llamar la atención.
Dirigiéndole una mirada de hastío a su sobrino nieto, Northampton se
inclinó hacia delante.
—¿Y la niña?
—Perdió el conocimiento —contestó Seyton.
—Lástima —dijo el anciano conde—. Pero los niños pueden ser
sorprendentemente fuertes. —Una especie de entendimiento se produjo entre
el anciano conde y su criado sin intercambiar palabras—. Quizá sobreviva.
—Quizás —aventuró Seyton.
Northampton se reclinó contra el respaldo de su asiento.
—¿Y el artillero?
Una vez más, Seyton curvó la boca en un remedo de sonrisa.
—No se le encuentra por ninguna parte.
Aparentemente Northampton permaneció imperturbable; sin embargo,
en su rostro se reflejaba una oscura satisfacción.
—Lo que importa es el Globo —dijo Suffolk, preocupado.
Seyton lanzó un suspiro.
—Un siniestro total, milord. El edificio es pasto de las llamas y también
los camerinos de la parte trasera, con el vestuario y las capas de la compañía,
las joyas de oropel, las espadas y los escudos de madera... Todo se ha
perdido. John Heminges estaba en la calle, llorando a lágrima viva por su
dulce teatro, que era para él un palacio, sus cuentas y, por encima de todo, sus
cuadernos de sugerencias e indicaciones para la puesta en escena e
interpretación de las obras. Los Hombres del Rey, milores, se han quedado
sin casa.
En la distancia, se escuchó un impresionante retumbo. Lo que quedaba
del edificio se derrumbó convertido en un montón de cenizas y trémulas
ascuas. Una repentina y ardiente ráfaga se arremolinó en el río en medio de
una negra nevada de hollín.
Theo soltó un aullido triunfal. A su lado, su padre se pasó
melindrosamente la mano por el cabello y la barba.
—El señor Shakespeare ya no volverá jamás tan siquiera a mofarse del
apellido Howard.
—Ni en mi vida ni en la vuestra —dijo Northampton. Perfilado por el
resplandor de las llamas, con los pesados párpados caídos sobre sus
inescrutables ojos y la nariz afilada por la edad. Era el vivo retrato de un dios
diabólico esculpido en oscuro mármol—. Pero jamás es un período de tiempo
infinitamente largo.
ACTO I
1

29 de junio de 2004

Todos somos presa de nuestros fantasmas. No se trata de


manifestaciones inexplicables o auras espectrales, ni de jinetes decapitados y
reinas que lloran... Fantasmas reales pasean por las almenas de la memoria,
murmurando sin cesar: Recuérdame. Empecé a descubrirlo a solas a la hora
del crepúsculo en una colina que domina Londres. A mis pies, Hampstead
Heath se derramaba sobre el mar gris plateado de la ciudad. Sobre mis
rodillas brillaba un pequeño estuche envuelto en papel dorado y atado con
una cinta. Iluminado por los últimos rayos del sol poniente, un motivo de
zarcillos y hojas, o puede que de lunas y estrellas, se traslucía bajo la
superficie del papel. Sostuve el estuche con ambas manos y lo levanté en alto.
—¿Esto qué es? —había preguntado unas horas antes, mi voz
abriéndose paso entre la penumbra de la galería inferior del Globo, el teatro
donde estaba dirigiendo un ensayo de Hamlet—. ¿Es para disculparte? ¿O
para sobornarme?
Rosalind Howard, extravagante y excéntrica profesora especialista en
Shakespeare de la Universidad de Harvard, a partes iguales amazona, madre
tierra y reina gitana, se había mostrado vehemente.
—Es una aventura. Y resulta que también un secreto.
Me disponía a desatar la cinta para abrir el paquete, pero Roz alargó la
mano y me lo impidió al tiempo que me miraba intensamente con sus verdes
ojos. Tenía unos cincuenta años y llevaba el cabello oscuro tan corto que
parecía un chico; unos brillantes pendientes le colgaban de las orejas.
Sostenía en una mano un sombrero blanco de ala ancha adornado con unas
peonías de suntuosa seda carmesí, un llamativo tocado que parecía arrancado
de la fascinante época de Audrey Hepburn y Grace Kelly.
—Si lo abres, tendrás que seguir adelante hasta donde te lleve.
En otros tiempos había sido mi mentora y mi ídolo y más tarde casi mi
segunda madre. Mientras ella interpretaba el papel de matriarca, yo
interpretaba el de la fiel discípula, hasta que decidí abandonar el mundo
académico y optar por el teatro tres años atrás. Nuestra relación ya se había
agriado y estropeado antes de que yo me fuera, pero mi partida la cortó
definitivamente. Roz me hizo saber con toda claridad que consideraba mi
huida de la torre de marfil como una traición. Yo la veía más bien como una
evasión; me habían dicho que el término que ella prefería era «fuga». Sin
embargo, todo eso eran simples rumores. En todo este tiempo, no había oído
ni una sola palabra de arrepentimiento o reconciliación por su parte hasta que
aquella tarde se había presentado en el teatro sin previo aviso, pidiendo
hablar conmigo. A regañadientes, ordené una pausa de quince minutos en el
ensayo. Quince minutos más, me dije, de lo que aquella mujer tenía derecho a
esperar.
—Has leído demasiados cuentos de hadas —contesté en voz alta,
empujando de nuevo el estuche hacia ella sobre la mesa—. A no ser que
tenga alguna relación con lo que estamos ensayando, no puedo aceptarlo.
—Mercurio Kate —dijo con una triste sonrisa en los labios—. ¿No
puedes o no quieres?
Guardé un obstinado silencio.
Roz lanzó un suspiro.
—Tanto si lo abres como si no, quiero que te lo quedes.
—No.
Ladeó la cabeza, estudiándome.
—He descubierto una cosa, cariño. Una cosa muy importante.
—Yo también.
Su mirada recorrió el teatro, sus sencillas galerías de madera de roble de
tres pisos de altura que se corvaban alrededor de aquel escenario saliente tan
extravagantemente decorado con dorados y mármol que se levantaba en el
patio sin techo.
—Desde luego, menudo tanto te has apuntado, dirigir Hamlet en el
Globo. Sobre todo, tratándose de alguien que no es inglés y que, por si fuera
poco, es una joven mujer norteamericana. La gente de teatro británica es la
más esnob del planeta. No se me ocurre a nadie capaz de sacudir su pequeño
mundo insular. —Sus ojos se desplazaron de nuevo hacia mí contemplando
con un leve parpadeo el estuche que se interponía entre nosotras—. Pero esto
es más importante.
La miré con incredulidad. ¿De veras me estaba pidiendo que me
sacudiera el polvo del Globo de las suelas de los zapatos y que la siguiera
sólo por hacerme unas cuantas insinuaciones jocosas y por darme un pequeño
y misterioso estuche envuelto en papel dorado?
—¿Qué es? —pregunté.
Meneó la cabeza.
—En mi memoria está guardado, y tú misma conservarás la llave.
«Ophelia», mascullé para mis adentros. De ella habría esperado más una
frase de Hamlet, el papel principal, constantemente en el centro del escenario.
—¿Podrías dejar de hablar con acertijos, aunque sólo sea durante dos
minutos seguidos?
Me señaló la puerta con un leve gesto de la cabeza.
—Ven conmigo.
—Estoy en pleno ensayo.
—Confía en mí —insistió—. Lamentarías mucho no participar en lo que
te propongo.
Se me encendió la sangre; me levanté tan precipitadamente que arrojé al
suelo varios libros que había sobre la mesa.
La expresión burlona huyó de sus ojos.
—Necesito ayuda, Kate.
—Pídesela a otra persona.
—Tu ayuda.
«¿La mía?» Fruncí el entrecejo. Roz tenía montones de amigos en el
mundo del teatro; no necesitaba recurrir a mí para resolver cuestiones acerca
de la dramaturgia shakespeariana. El único otro tema que le interesaba y que
yo conocía mejor que ella se interponía entre nosotras como un campo
minado: mi tesis. La cual giraba en torno al Shakespeare oculto. Pero en el
significado antiguo de «oculto» en inglés, siempre me apresuraba a añadir. Es
decir, no tanto oscuro o esotérico cuanto escondido o secreto. En particular,
yo había estudiado las numerosas y extrañas investigaciones, llevadas a cabo
sobre todo en el siglo XIX, centradas en la búsqueda de la ciencia secreta que
encerraban las obras del Bardo. A Roz el tema le había parecido tan curioso y
fascinante como a mí... o eso decía en público por lo menos. En privado, me
habían dicho, lo había torpedeado y despreciado por considerarlo una
cuestión indigna de la investigación universitaria. ¿Y ahora me pedía ayuda?
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Qué has descubierto?
Meneó la cabeza.
—Aquí no —dijo, bajando la voz hasta que fue un apremiante susurro
—. ¿A qué hora terminas?
—Sobre las ocho.
Se acercó un poco más a mí.
—Pues entonces reúnete conmigo alrededor de las nueve en el mirador
de Parliament Hill.
Para entonces ya estaría oscuro en uno de los lugares más solitarios de
Londres. No era la hora más segura para estar en Hampstead Heath, pero sí
una de las más hermosas. Al notar que vacilaba, algo que tal vez fuera miedo
cruzó el rostro de Roz.
—Por favor.
Como yo guardaba silencio, alargó la mano y, por un instante, pensé que
me iba a arrebatar el estuche, pero, en su lugar, la levantó para acariciarme el
cabello con un dedo.
—El mismo cabello pelirrojo y los mismos ojos negros que Ana Bolena
—murmuró—. ¿Sabes que estás muy regia cuando te enfadas?
Era una antigua broma... la de que, en determinados estados de ánimo,
yo parecía la reina. No la Isabel actual, sino la primera. La reina de
Shakespeare. No sólo por el cabello cobrizo y los ojos oscuros sino también
por mi nariz ligeramente ganchuda y la piel clara que se cubría de pecas bajo
el sol. Una o dos veces yo misma lo había observado en el espejo, pero nunca
me había gustado aquella comparación ni las insinuaciones que llevaba
aparejadas. Mis padres habían muerto cuando yo tenía quince años, y por ese
motivo me había ido a vivir con una tía abuela. Desde entonces había pasado
una considerable parte de mi vida en compañía de autocráticas mujeres
mayores, y siempre me había jurado no acabar como ellas. Por eso me
gustaba pensar que tenía muy poco en común con aquella despiadada reina
Tudor, excepto tal vez la inteligencia y la afición a Shakespeare.
—Muy bien —me oí decir—. A las nueve en Parliament Hill.
Con cierta torpeza, Roz bajó la mano. Creo que no podía acabar de
creerse que yo hubiera cedido tan fácilmente. Yo tampoco. Pero mi cólera se
estaba disipando.
Se oyó el crujido del interfono.
—Señoras y señores —tronó la voz de mi director de escena—, todos a
sus puestos dentro de cinco minutos.
Los actores empezaron a congregarse bajo la intensa iluminación del
patio. Roz esbozó una sonrisa y se levantó.
—Tú tienes que volver al trabajo y yo simplemente me tengo que ir.
En un arrebato de nostalgia, vislumbré un vestigio del chispeante
ingenio de antaño entre nosotras.
—Guárdalo en lugar seguro, Katie —añadió, señalando el pequeño
estuche con un gesto de la cabeza.
Y después se retiró.
Así fue como me encontré sentada en un banco del mirador de
Parliament Hill al término de la jornada, haciendo aquello que una vez me
había jurado no volver a hacer jamás: esperar a Roz.
Me desperecé y estudié el mundo que se extendía en la distancia. A
pesar de las dos torres doblemente dentadas de Canary Wharf al este y de otra
que se levantaba un poco apartada del centro de la ciudad, desde aquella
altura Londres parecía un lugar amable, cuyo centro era la cúpula de la
catedral de San Pablo semejante a un inmenso y suave nido que albergara un
luminoso huevo. En la última hora transcurrida, un incesante goteo de
personas había pasado por el camino de abajo. Pero ninguna de ellas había
levantado la vista hacia mí, ni había subido al mirador con el arrogante paso
de Roz.
¿Dónde estaría?
¿Y qué esperaba? Nadie en su sano juicio podía imaginar que yo
renunciara a dirigir Hamlet en el Globo. Sin haber cumplido todavía los
treinta años, norteamericana y por encima de todo investigadora universitaria,
me creía más bien el ponzoñoso negativo de aquello que los dioses del teatro
británico pudieran considerar la arcilla ideal para crear un director teatral. La
oferta de dirigir Hamlet —la joya más preciada de la corona teatral británica
— me había parecido un regalo caído del cielo. Hasta el extremo de haber
guardado el mensaje de voz del director artístico del Globo en el que éste me
hacía el ofrecimiento. Cada mañana escuchaba su entusiasta y sincopada voz,
simplemente para asegurarme. En semejante estado de ánimo, no me
importaba demasiado que el estuche que descansaba en mi regazo contuviera
un mapa de la Atlántida o la llave del Arca de la Alianza. No me cabía la
menor duda de que hasta Roz, por muy entusiasmada que estuviera, no
abrigaría la esperanza de que yo cambiara mi cargo de directora de la obra
por cualquiera que fuera el misterio, grande o pequeño, que ella me quería
confiar.
La obra se estrenaría en cuestión de tres semanas. Diez días después
vendría la peor parte de la vida teatral. Como directora, tendría que dejar de
revolotear, despedirme de la camaradería que se había establecido con los
actores del reparto y con los miembros del equipo de ayudantes, y retirarme,
dejando el espectáculo en manos de los actores. A no ser que tuviera previsto
hacer otra cosa.
El estuche centelleaba sobre mis rodillas.
Sí, pero todavía no, le podía decir a Roz. «Abriré tu infernal regalo
cuando termine con Hamlet.» Eso siempre y cuando ella se tomara la
molestia de aparecer para escuchar mi respuesta.
Al pie de la colina se iban encendiendo las luces a medida que la noche
avanzaba reptando a través de la ciudad como si fuera una oscura marea. La
tarde había sido calurosa, pero el aire nocturno se estaba enfriando y yo me
alegraba de haberme llevado la chaqueta. Oí quebrarse una rama detrás de mí,
en algún lugar de la cuesta de Parliament Hill, al tiempo que sentí la punzada
de unos ojos que me observaban a mis espaldas. Me levanté y giré en
redondo, pero la densa oscuridad ya había penetrado en la arboleda que
rodeaba la cumbre del mirador. Nada se movía como no fuera tal vez el
viento entre los árboles. Me adelanté un paso.
—¿Roz?
No hubo respuesta.
Me volví para escudriñar el camino de abajo. No había nadie, pero, poco
a poco, fui consciente de algo que antes me había pasado inadvertido. Abajo,
a lo lejos, detrás de San Pablo, una pálida columna de humo se elevaba en
espiral hacia el cielo. El aliento se me quedó atrapado en la garganta. Detrás
de San Pablo, en la orilla sur del Támesis, se levantaba el recién reconstruido
Globo con sus blancos muros de argamasa reforzados con vigas de roble y su
techumbre de paja inflamable. Tan inflamable, de hecho, que había sido la
primera techumbre de paja autorizada en Londres desde el Gran Incendio de
1666, que había convertido la ciudad en una carbonizada y humeante ruina.
Seguro que la distancia me engañaba. Quizás el humo se elevara al cielo
a nueve kilómetros al sur del Globo o a un kilómetro al este.
La columna se hizo más espesa y adquirió un tono primero grisáceo y
después negro. Una ráfaga de viento la alcanzó y la desplegó en abanico; en
su núcleo parpadeaba un siniestro destello rojizo. Me guardé el regalo de Roz
en el bolsillo de la chaqueta y descendí la colina. Cuando llegué al sendero,
estaba corriendo.
2

Mientras apuraba el paso hacia la boca del metro, telefoneé a todas las
personas que tal vez pudieran saber algo. No hubo suerte. En todos los
números a los que llamé me salió el contestador. Después bajé a toda prisa las
escaleras del metro, donde los móviles no servían para nada.
En mis prisas por reunirme con Roz después del ensayo, había salido
pitando del teatro. ¿Había olvidado apagar la lámpara de la mesa que
utilizaba como escritorio? ¿La habría derribado? ¿Habría prendido fuego mi
revoltijo de notas cuando ya no quedaba nadie? El teatro ya se había
incendiado una vez por culpa de un descuido hacia el final de la vida de
Shakespeare. En aquella ocasión, si no recordaba mal, todo el mundo se había
salvado menos una criatura.
Dios mío. ¿Habría conseguido salir todo el mundo?
«Que no sea el Globo, que no sea el Globo», canturreé en silencio al
ritmo del traqueteo del vagón. Para cuando subí corriendo de dos en dos los
peldaños de la escalera de la estación de Saint Paul, la noche ya había caído.
Corrí por una callejuela hasta salir a una ancha travesía. La catedral se erguía
como una inmensa esfinge, impidiéndome el paso hacia el río. Girando a la
derecha, eché a correr junto a la valla de hierro que delimitaba el recinto del
templo y los árboles cuyas ramas arañaban sus paredes. Giré a la izquierda
delante del pórtico principal, sostenido por columnas, y en cuyo antepatio se
encuentra la estatua de la reina Ana mirando con semblante feroz al oeste,
hacia Ludgate Hill. Giré otra vez a la izquierda, rodeando la fachada sur en
un amplio arco en dirección a la pasarela recién abierta a través del laberinto
del Londres medieval, que dejaba al descubierto un amplio panorama
directamente desde San Pablo hasta el río. Doblé por la esquina y me detuve.
El camino descendía cuesta abajo. Al pie de la colina, el puente peatonal
del Milenio se arqueaba sobre el Támesis en dirección a la fortaleza de
ladrillo de la Tate Modern, que se levantaba en la orilla sur. Aún no podía ver
el Globo a la izquierda del museo; sólo podía distinguir la parte central de la
Tate, que seguía pareciendo la central eléctrica que antaño fue, más que el
templo del arte moderno en que se había convertido. Su vieja chimenea
traspasaba la noche como si fuera una lanza; su nueva planta superior, una
ancha corona de cristal verde y acero, resplandecía como un acuario. Todo
ello iluminado por un pálido cielo de color anaranjado.
Después del crepúsculo, aquella zona de Londres —la City propiamente
dicha— habría tenido que estar prácticamente desierta, pero, en cambio, la
gente pasaba por mi lado, apurando el paso cuesta abajo. Me mezclé con ella,
serpeando entre la muchedumbre cada vez más apretada. Dejé atrás parterres
de flores y bancos. Un pub de aire dickensiano a la derecha; unos modernos
edificios de oficinas a la izquierda. Victoria Street, que cruzaba la calle, era
un aparcamiento. Abriéndome paso entre los taxis negros y los autobuses de
dos pisos, proseguí mi carrera.
Unos cuantos metros más allá, la calle se estrechaba. Una sólida y
compacta masa de palpitante humanidad se dirigía al puente del Milenio para
contemplar el incendio. Se me cayó el alma a los pies; jamás conseguiría
abrirme paso hasta el otro lado. Miré a mis espaldas. La muchedumbre ya se
había cerrado a mi alrededor; sin unas alas con que poder volar, no tendría
ninguna posibilidad de ir a ninguna parte.
Un profundo y trémulo rugido resonó en el río mientras el humo surcaba
el cielo desde la izquierda, perseguido por una lluvia de chispas. Como una
inmensa ola, la multitud gemía y empujaba en dirección al puente,
arrastrándome con ella. Se abrió un hueco a la derecha y vislumbré unos
estrechos peldaños que descendían. Me abrí violentamente camino y al final
me vi libre, medio tropezando y medio resbalando por los peldaños.
Fui a parar a una estrecha plataforma situada tres metros por debajo del
puente, desde donde se divisaba la otra orilla. El Globo estaba ardiendo. El
humo se derramaba como sangre negruzca por sus costados y ascendía como
un vómito contra el cielo. En medio de todo ello, serpentinas de fuego —
rojas, anaranjadas y amarillas— se proyectaban como chorros en la noche.
El móvil tintineó en mi bolsillo. Era sir Henry Lee, uno de los grandes
de la escena británica que actuaba en la obra que dirigía interpretando el
papel del fantasma del padre de Hamlet.
—¡Kate! —gritó—. ¡Gracias a Dios!
En segundo plano, oí el cada vez más cercano silbido de las sirenas. Sir
Henry estaba al pie del cañón.
Mi inquietud se hizo patente.
—¿Han logrado salir todos?
—¿Cómo...?
—Que si han logrado salir todos.
—Sí —contestó en tono irritado—. Todos han salido. Usted era la única
que faltaba. ¿Dónde demonios está?
Me di cuenta con rabia de que unas lágrimas de alivio y horror me
rodaban profusamente por las mejillas. Me las sequé con el dorso de la mano.
—En el lado equivocado del río.
—Maldita sea. Espere un momento.
Cubrió el aparato con la mano y los ruidos de fondo se difuminaron.
Recién cumplidos los sesenta, sir Henry era famoso en el teatro y el cine
desde hacía más de tres décadas. En la flor de la edad, había interpretado a
Aquiles, Alejandro y Arturo. A Buda y a Jesucristo; a Edipo, Julio César y
Hamlet. Como un esteta de la vieja escuela, era aficionado a Savile Row, al
Veuve Clicquot («en cuestión de champán, querida, tantos zares no pueden
haberse equivocado») y a los Bentleys conducidos por chóferes. Sin
embargo, sus raíces eran más populares y a veces las exhibía con deleite. Era
un vástago de los barqueros del Támesis; los poderosos brazos de sus
antepasados se habían pasado siglos remando, trasladando mercancías y
personas arriba y abajo y de una a otra orilla del río. Si le practicaran un corte
en el cuerpo, solía decir, recuperando el marcado acento de los muelles de su
juventud, sangraría verde cieno del Támesis. Con unas copas de más, sir
Henry aún podía gritar como un hincha del fútbol.
Nos habíamos conocido seis meses atrás cuando yo había aceptado con
entusiasmo la propuesta de dirigir un espectáculo en un dudoso rincón del
West End; en el último momento, él había accedido a regañadientes a asumir
el papel de protagonista principal durante dos semanas para pagar una deuda
no especificada con el dramaturgo. En pocos días, le había dado por referirse
a mí como «esta brillante muchacha norteamericana», una frase que —
utilizada a modo de presentación— solía hacerme tartamudear o que me
derramara algo, por lo general café o vino tinto, por la pechera. La obra era
un desastre y había durado en cartel exactamente dos semanas; pero tres días
después recibí la llamada del Globo. Me olí algo, pero sir Henry jamás había
reconocido haber echado mano de su influencia.
Volvió a hablar por el teléfono con un rugido.
—Bobadas. Ya te dije que ella estaría allí... Lo siento —añadió,
dirigiéndose a mí mientras su voz pasaba de la dureza del acero a la suavidad
de la seda—. Me acaban de decir que no hay manera de utilizar los puentes.
¿Puede acercarse al paseo del río?
—Si estos peldaños que hay debajo del puente del Milenio conducen
allí, no tengo otra opción.
—¿Debajo del...? ¡Pero qué maravilla! Cuando esté al pie de los
peldaños, querida, gire al este. Llegará a un viejo embarcadero. Cleopatra la
recogerá allí dentro de cinco minutos.
—¿Cleopatra?
—Es mi nuevo barco.

El paseo del río estaba pavorosamente desierto. La luna arrojaba unas


alargadas sombras delante de mí; detrás, el griterío y el clamor de la
muchedumbre parecían lejanos e insignificantes. Eché a correr en dirección
este rozando con el hombro derecho el imponente muro que bordeaba el
Támesis mientras a mi izquierda unas cuantas chalanas surcaban las aguas.
La luz se derramaba con suavidad desde los faroles fijados al muro. A corta
distancia, una pared de piedra me cortó el paso. Unos peldaños subían por la
pared hasta un jardín en miniatura. En el muro del otro lado del jardín, una
brecha se abría a la nada. Tratando de sacudirme de encima un repentino
temor, avancé hacia el borde.
Se respiraba un aire cargado de humedad y salitroso. Me estremecí y
reculé. Sin embargo, si aquél era el lugar correcto, sir Henry estaba al llegar.
Me obligué a mí misma a acercarme de nuevo al borde. Unos empinados
peldaños de madera, resbaladizos y ennegrecidos a causa de las algas que los
cubrían, descendían a la oscuridad de abajo. No había barandilla. Apoyando
fuertemente una mano contra la pared, posé un pie en el primer escalón. La
madera crujió, pero aguantó mi peso. Miré hacia abajo. La escalera parecía
estar fijada a la pared con unos clavos procedentes de desechos de las
crucifixiones romanas. No se veía ningún embarcadero; unos cuatro metros y
medio más abajo los escalones parecían hundirse en el agua.
Agucé la vista para mirar a la orilla sur del río. Justo en la dirección del
Globo una embarcación se deslizaba por la oscura superficie acuática. ¿El
Cleopatra? No cabía duda de que era un barco. Sí... se estaba dirigiendo
hacia mí. Tenía que ser eso.
Descendí uno a uno los resbaladizos escalones, muy poquito a poco
hasta estar a menos de un metro del agua, cuya superficie era tan suave como
un oscuro cristal. De vez en cuando, una desconocida y maloliente forma se
desplazaba de izquierda a derecha, lo cual significaba que la marea estaba
subiendo. Luchando contra el vértigo, permanecí inmóvil y dirigí la mirada
hacia la otra orilla del río. En el centro, el agua captaba y dispersaba las luces
tanto de la ciudad como del incendio. Después vislumbré otro movimiento. El
barco de sir Henry cruzando el río. Pero justo cuando estaba empezando a
lanzar un suspiro de alivio, la embarcación efectuó una amplia virada,
dejando al descubierto en el costado de su casco los cuadros blanquinegros de
la policía. Al final, resultó que no era el Cleopatra. La embarcación se alejó a
toda velocidad y desapareció bajo el puente del Milenio.
Cuando su estela alcanzó el escalón más bajo y se agitó perezosamente
hacia delante y hacia atrás, oí un leve rumor. Un ruido que quizá fueran
pisadas en lo alto de la escalera. Una vez más sentí una punzante mirada
depredadora a mis espaldas. Quizá, sir Henry había amarrado su barco en un
embarcadero en mejores condiciones y ahora había venido a buscarme por
tierra. Me volví.
En lo alto de la escalera sólo se veía la trémula luz de la luna.
—¿Hola? —llamé, pero nadie me contestó.
Después oí un ruido que conocía por haberlo escuchado en escena: el
frío silbido de una espada que se extrae de su vaina.
Bajé un nuevo escalón. Y después otro. El siguiente se hundía en el
agua.
Miré hacia la margen opuesta del río. Ninguna otra embarcación surcaba
el Támesis. ¿Dónde demonios estaba sir Henry? ¿Y por qué había acudido
sola a aquel solitario lugar? En Nueva York o en Boston jamás se me hubiera
ocurrido. ¿En qué estaría pensando?
Agucé la vista en la oscuridad, pero quienquiera que estuvo allí arriba se
había ido en silencio... Eso si es que había habido alguien. A lo mejor, los
nervios me estaban jugando una mala pasada. A lo mejor.
Con el rabillo del ojo capté un movimiento cerca del agua. A ambos
lados de la escalera, unas cadenas golpeaban suavemente el muro. En el lado
oriental estaba amarrada una pequeña embarcación de remos, mecida por la
corriente. Si consiguiera alcanzarla, podría salvarme remando.
Pero después vi que la barca no estaba amarrada. Con las amarras
sueltas, se estaba apartando del muro y se desplazaba hacia donde yo me
encontraba.
Giré en redondo para echar un vistazo a la otra orilla. Había caído en
una trampa; mi único medio de escapar era el río. Contemplando el agua que
se rizaba justo a mis pies, me pregunté cómo sería la corriente. ¿Me
permitiría cruzar el río a nado? ¿O quizá sería mejor que me deslizara en
silencio en el agua y nadara pegada al muro hasta llegar a otras escaleras?
Me volví a mirar una vez más el muro del río. Apenas podía distinguir el
perfil del bote de remos, pero era suficiente. La embarcación se había
acercado un poco más. Miré alrededor de los escalones a mis pies y me palpé
los bolsillos, pero no encontré nada que remotamente me pudiera servir como
arma. Ni un palo ni una piedra; lo único que tenía en los bolsillos eran unas
pocas monedas y el estuche dorado de Roz. Su secreto.
«Guárdalo en lugar seguro», me había dicho. ¿Significaba que no estaba
bien guardado? ¿O que, mientras lo tuviera en mi poder, yo no estaría a
salvo?
Que se fuera a la mierda el maldito estuche.
Oí un rugido... y la suave y blanca flecha de una embarcación de recreo
privada cruzó disparada por debajo del puente del Milenio. ¡El Cleopatra!
Procurando no perder mi precario equilibrio, levanté un brazo que fue un
rígido movimiento más que un saludo. Entonces sir Henry se puso de pie en
el centro de la embarcación y me devolvió el saludo.
A la izquierda me pareció ver más que oír que el bote de remos se
detenía; el agua acariciaba su casco de una manera distinta. El Cleopatra se
acercó un poco más, ahogando con su rugido cualquier otro rumor que
pudiera haber hasta que el piloto de sir Henry redujo la potencia del motor.
En aquel momento, oí el crujido de un peso en el escalón superior. Me volví a
mirar y vi un destello de acero.
Salté al Cleopatra y caí derrumbada en la cubierta a los pies de sir
Henry.
—¿Está bien? —me gritó él.
Levantándome como pude, deseché sus palabras con un movimiento de
la mano.
—Vamos.
Obedeciendo a una inclinación de la cabeza de sir Henry, el piloto dio
marcha atrás.
—¿Dónde estaba? —pregunté con un jadeo mientras virábamos—.
Pensé que estaba en el teatro.
—¿Qué la indujo a pensarlo? —me preguntó él, obligándome a sentarme
en el asiento que había a su lado.
—Oí unas sirenas. Cuando hablamos por teléfono.
Meneó la cabeza.
—Todas las sirenas de Londres llevan una hora silbando, Kate. No,
estaba río arriba participando en una velada mortalmente aburrida. Aunque, al
final, me fue muy útil —dijo, contemplando la muchedumbre del puente—.
La mayoría de la gente lo ha olvidado, pero el río sigue siendo el mejor
camino para moverse por la ciudad.
Cuando el tráfico fluvial empezó a menguar después de la Segunda
Guerra Mundial, el padre de sir Henry se dio a la bebida, dominado por la
cólera y la pesadumbre, hasta que una noche el río puso término a su tristeza
tragándoselo entero. El joven Harry —tal como entonces era conocido sir
Henry— se dio a otra cosa: a utilizar la belleza de su voz y de su cuerpo para
complacer a los demás. Empezó con los marineros y se abrió camino en los
antros de diversión de los barrios bajos, pasó una temporada en la Royal
Navy —le gustaba insinuar que se había ganado su puesto en ella por medio
del chantaje— y había terminado por convertirse en miembro de la realeza
teatral. Nadie mejor que él conocía toda la variada gama de los personajes de
Shakespeare, desde la ramera al rey, o el claroscuro de la ética —desde el
trémulo esplendor de la gloria a la mugre, y viceversa—, lo cual puede que
fuera la razón de que los hubiera interpretado con más habilidad y compasión
que nadie que yo hubiera visto en mi vida.
Se había pasado una década más o menos retirado de la escena. Para
curarse del alcoholismo, decían algunos. Para emborracharse como una cuba,
decían otros. Cualquiera que fuera la causa, se había hartado de ella y ahora
había regresado. Había rechazado los papeles más importantes de Claudio —
el villano— y de Polonio —el necio— en favor del papel menor del padre de
Hamlet, amado y perdido. No tardaría en pasar a interpretar a Próspero y Lear
bajo la dirección de directores tan prestigiosos como él. Pero primero había
optado por actuar en mi obra interpretando al fantasma para poner a prueba
sus aptitudes en el papel de un anciano estadista. Una opción que me seguía
sorprendiendo.
El Cleopatra enderezó su rumbo. Me volví a mirar la escalera. No había
nadie y la embarcación de remos seguía pegada al muro. ¿Habría soñado que
se movía?
En el hueco del muro en lo alto de la escalera apareció la silueta de un
hombre. Noté un nudo en el estómago. Alguien había estado allí. Pero
¿quién? ¿Y por qué?
A mi espalda, un sordo gruñido rasgó la noche y, cuando giré en
redondo, vi desaparecer el Globo en medio de una nube de vapor en la orilla
más alejada del río. Cuando me volví a mirar la ribera que rápidamente
estábamos dejando a nuestra espalda, el hombre de las sombras se había
vuelto a fundir con la noche.
3

Casi como por voluntad propia, mi mano derecha se había desplazado


hacia mi bolsillo. Me estremecí a pesar de que las ráfagas de viento eran cada
vez más cálidas a medida que nos íbamos acercando a la orilla sur. El humo y
el vapor bajaban en tromba al río como una espesa niebla. En mi
imaginación, el Globo resplandecía con el mismo fulgor de siempre, una
pequeña casita blanca enroscada sobre sí misma como un cisne dormido en la
orilla. El edificio era lo bastante grande como para albergar una multitud de
mil seiscientas personas. A algunos, sin embargo, su falsa antigüedad les
resultaba kitsch más que pintoresca. «El Viejo Salón de Té Shakespeare», lo
llamaba Roz, quien hasta aquella tarde siempre había desdeñado poner los
pies en aquel lugar.
En lo tocante a Shakespeare, Roz se equivocaba en muy pocas cosas,
pero en ésta en particular no tenía razón. Quiérase o no, el Globo poseía una
extraña magia; allí las palabras cobraban vida con una fuerza muy especial.
Nos estábamos acercando entre resoplidos del motor al embarcadero. La
turbia niebla se arremolinó, dejando al descubierto la figura de Cyril
Manningham, el director artístico del teatro, paseando por el muelle como un
patilargo pájaro malhumorado.
—Perdido —graznó cuando saltamos al muelle—. Todo perdido.
Sir Henry, que caminaba delante de mí, no dijo nada y yo sentí que la
esperanza se astillaba y resquebrajaba en mi pecho. La niebla volvió a
arremolinarse y vi al jefe de los bomberos con su casco rojo y su chaqueta
azul con franjas reflectantes.
—No ha sido tan grave —masculló—. Aunque tampoco voy a decir que
la noticia sea buena. Vengan a ver.
Lo seguimos, apurando el paso por la orilla. En la oscuridad, mis
pensamientos se desviaron hacia el edificio de arriba. Los arquitectos del
nuevo Globo habían respetado el máximo posible el diseño del recinto
original, sede de la compañía de Shakespeare. Construyeron el teatro
alrededor del escenario, que estaba situado en el extremo de un patio
octogonal al aire libre. Circundando el patio, estaban las galerías abiertas de
cara al escenario como una estrecha casa de muñecas de tres pisos; en cada
piso había varias filas de bancos de reluciente madera de roble.
Todo ello se había realizado con una sencillez que podía complacer a los
miembros de la severa secta religiosa norteamericana de los Shakers, excepto
el escenario. Allí cada centímetro de madera y yeso que estaban a la vista se
habían pintado imitando el mármol, el jaspe y el pórfido y labrado en forma
de cariátides y de héroes recubiertos de resplandecientes dorados. Coronaba
este esplendor de pavo real un techo estilo emparrado pintado con estrellas
que protegía a los actores del sol y la lluvia. Una leyenda nórdica decía que el
cielo estaba sostenido por un fresno; por alguna razón, a mí siempre me había
gustado que los cielos de Shakespeare descansaran sobre los troncos de dos
gigantescos robles ingleses. Y no es que los del escenario se parecieran ni de
lejos a árboles. Bautizados con el nombre de las Columnas de Hércules,
labrados y pintados a imitación del mármol rojo, más parecían las columnas
de Persépolis antes de que Alejandro Magno la incendiara.
¿Qué aspecto ofrecería ahora el teatro?
Al final de un laberinto de barreras policiales y de tiendas de mando,
llegamos a unas puertas de doble hoja. Fruncí el entrecejo. Parecían la
entrada principal del teatro.
—Hemos tenido que sacrificar todo lo demás —dijo el jefe de los
bomberos, pasando una mano por la madera casi como un constructor que
acariciara uno de sus edificios—. El edificio de la administración, el
vestíbulo de la venta de entradas, el restaurante... todo. —Se volvió a
mirarnos mientras una fatigada expresión de orgullo se extendía por su
rubicundo rostro—. Pero creo que hemos salvado el Globo.
¿Salvado?
Abriendo las puertas justo un resquicio suficiente para que pudiéramos
pasar de uno en uno, el jefe de los bomberos asintió con la cabeza.
—Ánimo —me dijo sir Henry, palmeándome el hombro.
Me deslicé al interior, crucé la entrada del patio y me detuve como si
una luna de cristal me impidiera el paso. Me había preparado para la
destrucción; lo que descubrí era de una belleza sobrenatural.
Volutas de humo serpenteaban por el escenario. Las Columnas de
Hércules estaban cubiertas de hollín. En el suelo del patio se extendía una
fina capa de agua. Por encima de mi cabeza brillaban unas chispas que
semejaban una lenta lluvia de ardientes pétalos. Lejos de ser una ruina, el
teatro se había convertido en un espléndido templo de oscura magnificencia.
Un lugar apropiado para los druidas, para el derramamiento de sangre y para
los espectros.
Un trozo de papel ardiendo voló por el aire y lo atrapé— una página
medio quemada de mi guión de trabajo. No era una buena señal. Me dirigí a
la galería inferior y me acerqué a mi mesa. Estaba volcada y mis libros y
cuadernos de apuntes se amontonaban a su alrededor; tenía que haber caído
una chispa de arriba y se habría cebado en ellos, pues las páginas estaban
medio devoradas por el fuego. El cuaderno de apuntes que contenía mi guión
de trabajo descansaba en el suelo con sus anillas de metal abiertas. Las
páginas se escaparon volando por el aire y fueron a parar al agua. Me
arrodillé y recogí lo que pude. Otros papeles cayeron detrás de la mesa. La
rodeé para recuperarlos y me detuve, aspirando bruscamente una bocanada de
aire.
En el suelo había un sombrero blanco de ala ancha adornado con unas
peonías de seda carmesí que parecían salpicaduras de sangre. A pocos pasos,
vi a alguien acurrucado debajo de un banco. Hubiera podido estar dormida,
salvo que mantenía los ojos abiertos. Unos ojos de estatua, vacíos y al mismo
tiempo ardientes, sólo que no eran de mármol blanco. Eran verdes bajo un
flequillo de muchacho de cabello oscuro.
—Roz —dije con la voz entrecortada.
Sir Henry me tomó del codo; a su espalda estaba Cyril. Rozándome al
pasar por mi lado, sir Henry le palpó el cuello a Roz con dos dedos; al cabo
de un momento se incorporó y meneó la cabeza, sin decir nada por una vez.
Estaba muerta.
4

Brotó de mí un hálito que era medio sollozo y medio carcajada. Aquella


tarde descubrí con asombro que era más alta que Roz. Durante años se había
elevado como una giganta en mi imaginación. Ahora en la muerte, parecía
pequeña, casi como una niña. ¿Cómo era posible que estuviera muerta?
Me apartaron con una suavidad no exenta de firmeza.
—Kate —dijo sir Henry, y me di cuenta de que lo había repetido tres
veces.
Me encontré sentada en los peldaños que subían desde el patio al
escenario, sosteniéndome la cabeza con las manos y temblando a pesar de la
chaqueta. Me habían echado otra sobre los hombros.
—Bébase esto —me dijo sir Henry dándome una petaca de plata.
El whisky me ardió en la garganta y poco a poco se me despejó la vista.
En una punta del patio, una sábana blanca había sido extendida sobre la
muerte. La galería inferior estaba llena de auxiliares sanitarios, bomberos y
policías. Dos figuras se separaron de aquel grupo y se dirigieron al lugar
donde estábamos nosotros, chapoteando sobre la fina capa de agua que aún
cubría el suelo. Cyril, que por su manera de andar parecía tambalearse, y otro
hombre a quien yo no conocía, ágil y dinámico, de piel color canela de las
Antillas. Tenía la cabeza suavemente rapada y cejas puntiagudas como ondas
garabateadas en tinta negra. Estaba anotando cosas en una tablilla con
sujetapapeles.
—Katharine J. Stanley —dijo mientras él y Cyril se detenían al pie de la
escalera.
Era una afirmación, no una pregunta.
Asentí con la cabeza.
—Inspector jefe Francis Sinclair —dijo a modo de presentación.
Tenía una ligera y fría voz de barítono cuyo acento de la BBC oscilaba
suavemente como desafiando con su cadencia caribeña el habla de la zona
londinense de Brixton. Consultó la tablilla.
—Usted está dirigiendo Hamlet en este teatro y descubrió el cuerpo hace
veinte minutos mientras examinaba sus papeles.
—Sí, encontré a Roz.
Sinclair pasó varias páginas de sus anotaciones.
—La difunta vino a verla esta tarde.
—Así es —dije sin la menor inflexión en la voz—. Hablamos. Pensé
que había venido a ver a sir Henry. No sabía que se había quedado.
Levantó la vista y se sorprendió momentáneamente al reconocer a sir
Henry a mi lado. Después volvió a dirigirse a mí.
—¿Usted la conocía bien?
—Sí. No. No sé. —Tragué saliva—. Quiero decir que antes la conocía.
Pero llevaba tres años sin verla hasta esta tarde. ¿Qué le ha ocurrido?
—El incendio no ha sido la causa de su muerte. De eso estamos seguros.
Probablemente un infarto o puede que un ictus cerebral. Da la impresión de
haber muerto en el acto, con toda certeza mucho antes de que se declarara el
incendio. Es una curiosa coincidencia y la investigaremos, no le quepa duda.
Pero la cosa parece bastante clara.
Continuó escribiendo en la tablilla.
Mis dedos apretaron la petaca.
—No ha sido una coincidencia.
Sir Henry y Cyril interrumpieron la discusión en la que se habían
enzarzado y me miraron. La pluma de Sinclair se detuvo sobre el papel, pero
él no levantó la vista.
—¿Por qué lo dice?
—Vino a decirme que había descubierto una cosa —añadí—. Y para
pedirme ayuda.
Sinclair me miró.
—¿Descubierto qué?
En mi bolsillo, el estuche pareció despertar. «Una aventura», había
dicho Roz. «Y también un secreto.»
«No se lo puedo entregar», pensé con súbita vehemencia.
El inspector se inclinó hacia mí.
—¿Qué descubrió, señora Stanley?
—No lo sé.
La mentira se me escapó sin más; confié en no dar la impresión de estar
tan sobresaltada como me sentía. Lo único que quería, me dije, era tener la
oportunidad de desenvolver el regalo de Roz en privado, de disfrutar de un
momento más a solas con ella. Respetar su secreto. Si fuera importante, lo
entregaría. Por supuesto que lo haría. Pero todavía no.
Arrebujándome un poco más en mi chaqueta y en la de sir Henry,
disimulé la mentira en un fino envoltorio de verdad.
—Me prometió decírmelo esta noche. Me dijo que me reuniera con ella
en Parliament Hill, pero no apareció... Vi el humo desde allí arriba y vine
corriendo.
La mirada de Sinclair se ensombreció.
—O sea que la profesora Howard le dijo que había descubierto algo.
Usted no tiene idea de qué se trata, pero cree que podría tener algo que ver
con su muerte.
—Eso es absurdo —estalló Cyril.
—Cállate —le gruñó sir Henry.
Mantuve los ojos clavados en Sinclair.
—Podría ser.
Examinó sus notas.
—Era profesora de literatura, ¿no? No de biotecnología o de física
nuclear.
—Exactamente.
Meneó la cabeza.
—Lo lamento, pero cualquier cosa que hubiera descubierto no es
probable que haya sido la causa de un asesinato.
—Cada día hay personas que mueren asesinadas por calderilla o por
unos tapacubos de automóvil —protesté con un deje de irritación.
—En Estados Unidos, señora Stanley. No en Southwark.
—Y no en el Globo —dijo Cyril con desdén.
—El Globo ya ardió una vez —observé.
—Eso fue hace mucho tiempo —sentenció el inspector.
—Fue en 1613. Y era también el veintinueve de junio.
Sinclair levantó la vista de la tablilla.
—Martes, veintinueve de junio —puntualicé.
Por un momento reinó el silencio.
—Hoy estamos a jueves, veintinueve de junio —constató sir Henry con
un hilillo de voz.
Los ojos del inspector brillaron por un efímero momento.
—La fecha, si es correcta, tendrá mucho interés en la investigación del
incendio provocado.
—No sólo del incendio provocado —insistí—. En el anterior incendio,
todos se salvaron menos una persona.
Sinclair colocó la tablilla contra su cadera y me miró con una mezcla de
compasión y consternación.
—Ha sufrido usted un gran sobresalto esta noche, señora Stanley. Tiene
que irse a casa y dormir un poco.
Saludó a sir Henry con una inclinación de la cabeza y después regresó a
la siniestra tienda blanca mientras Cyril lo seguía, apurando el paso.
Me levanté y evité el amable abrazo de sir Henry. No quería entregar el
regalo de Roz, pero no podía permitir que los policías desecharan su muerte
como si fuera una narración mundana de socorridos papeles en la que el
«cuándo» y el «dónde» suscitaran una leve curiosidad, pero no así el «por
qué».
—Tiene un cadáver —le espeté irritada al inspector.
A medio cruzar el patio, Sinclair se detuvo. Las imágenes reflejadas se
ondularon en el agua a sus pies.
—Eso no significa que se trate de un asesinato. Si hay que encontrar
algo, tenga por seguro que lo encontraremos.
Sir Henry me acompañó mientras bajaba la escalera del escenario.
Sinclair nos había dejado, pero ahora muchas otras personas estaban
exigiendo a gritos su turno. Desde todos lados se cernieron sobre nosotros
como cuervos, revoloteando ruidosamente. El jefe de los bomberos fue el
primero en llegar, deseoso de explicarnos las cosas con más detalle. El fuego
se había iniciado en el edificio de la administración, dijo; sus hombres habían
salvado el Globo propiamente dicho sólo gracias a que habían echado abajo
el techo del edificio y a que habían empapado de agua la techumbre de paja
del escenario del teatro.
Dejé de escuchar. Roz estaba muerta, yo le había mentido a la policía y
lo único que deseaba era irme de allí, estar a solas y abrir el maldito estuche.
Mi creciente histeria se me debía de notar en la cara, pues sir Henry me
arrancó súbitamente de la muchedumbre que me rodeaba. Nos estábamos
acercando a la salida cuando amainó el griterío y oí resonar mi nombre en el
silencio. Sin prestarle atención, apuré el paso cuando dos hombres
enfundados en los chalecos amarillo neón de la Policía Metropolitana se
situaron delante de la puerta de doble hoja y me obligaron a dar media vuelta.
En el otro extremo del pasillo se encontraba el inspector jefe Sinclair.
—Si no les importa —dijo—, tengo unas cuantas preguntas más antes de
que se vayan.
El suave y agradable tono de voz no era una petición. Era una orden.
Sir Henry y yo lo seguimos a regañadientes al interior del teatro y nos
dirigimos a la galería inferior, cerca del escenario. Un camarero joven nos
ofreció té en vasos de plástico. Hice un esfuerzo por beber unos templados
sorbos del lechoso líquido que sabía más a tiza que a té.
—Quizá nos podría contar algo más acerca de su encuentro de esta tarde
con la profesora Howard —sugirió Sinclair.
Con sus pantalones negros, a juego con una holgada chaqueta sobre un
jersey de cuello de cisne azul zafiro, el inspector habría destacado en Boston
desde un kilómetro y medio de distancia como un sujeto increíblemente cool;
en Londres, era justo lo bastante sofisticado como para pasar inadvertido
entre la gente. Por todo ello, daba la impresión de ser una fulgurante luz
cuidadosamente protegida por una pantalla. No sería fácil engañarlo,
sospechaba yo, y probablemente sería peligroso intentarlo.
Yo era la idiota que había insistido en hacer más preguntas. Aun así, le
planté cara con aprensión.
—¿Por dónde tengo que empezar?
—Sería conveniente que lo hiciera por el principio.
5

A primera hora de aquella tarde, mi risa había resonado en la penumbra


de la galería inferior.
—Piensen en Stephen King, muchachos —regañé a los actores—. No en
Steve McQueen. Es una historia de fantasmas, por el amor de Dios.
En el escenario todo el mundo se quedó paralizado. Jason Pierce, la
estrella australiana del cine de acción, que estaba tratando de conseguir su
legitimación dramática con el papel de Hamlet, se enjugó el sudor de la
frente.
—¿Con este maldito sol?
Tenía razón. Bajo la cegadora luz meridiana de un día que parecía más
africano que inglés, el escenario brillaba con reflejos dorados y carmesís tan
descarados como un burdel Victoriano.
—¿Qué sol? —pregunté. Las cabezas se volvieron hacia el lugar donde
yo permanecía sentada sumida en la penumbra de la galería—. Estamos en
las almenas azotadas por el viento del castillo de Elsinore, señor Pierce. Hasta
donde alcanza la vista sólo vemos campos cubiertos de nieve y una estrecha
franja de gélido mar en dirección de la Suecia enemiga. Es medianoche. —
Abandoné mi mesa y pisé ruidosamente los tres breves peldaños que bajaban
al patio—. La hora en que una aparición ha dejado muertos de miedo durante
tres noches seguidas a unos hombres endurecidos por la batalla. Y sea lo que
sea que hayan visto, espíritu o demonio, tu mejor amigo te acaba de decir que
se parece a tu padre muerto. —Me detuve al pie de los escalones con las
manos en jarras y miré a Jason—. Ahora usted haga que yo me lo crea.
Hacia la derecha del escenario, sir Henry se removió en el trono donde
había estado dormitando.
—Ah —murmuró—. Un desafío.
Jason miró brevemente a sir Henry y luego me miró a mí mientras una
taimada sonrisa se dibujaba en su rostro.
—Inténtelo usted —dijo mientras clavaba con ambas manos la punta de
su espada en el suelo del escenario.
—Un contradesafío —graznó sir Henry con mal disimulado regocijo.
Que un director pasara por el trance de interpretar el papel de un actor
era uno de los pecados mortales del teatro. Ya era mayorcita como para saber
que no tenía que hacerle caso a Jason, pero también era lo bastante joven
como para pensar: «Será divertido».
Conocía perfectamente la escena. Podía representarla incluso dormida
mientras un espectro armado como el padre de Hamlet aparta con engaño al
príncipe de su amigo Horacio en una alocada carrera por las heladas murallas
hasta llegar al borde mismo del infierno. Yo había coreografiado una
impresionante persecución por todo el teatro: el escenario, el balcón del
mismo, el patio y las tres galerías superpuestas una encima de la otra.
Por lo menos, cabía la posibilidad de que resultara impresionante,
siempre y cuando Jason se molestara en tomarse en serio su papel. Lo había
incluido en el reparto no sólo porque la simple mención de su nombre haría
que se agotaran las entradas en menos de cuatro minutos, sino también
porque tenía una insólita habilidad para mezclar la cólera explosiva con un
melancólico encanto. Por desgracia, durante las últimas semanas había
pasado de puntillas por sus parlamentos, burlándose de su papel, de la obra y
de Shakespeare en general. Si no lograba que Jason pusiera un poco de
auténtica emoción en su papel, la obra adquiriría ribetes de parodia.
Crucé el patio y subí los escalones que conducían al escenario,
recogiéndome por el camino el cabello en una cola de caballo.
La espada, clavada en el centro del escenario, seguía oscilando; cuando
la sujeté por la empuñadura, vibró en mis manos como un diapasón.
—Shakespeare quiere transmitir la sensación de peligro —dije en tono
apacible, arrancando suavemente la hoja del suelo.
—Pégueme un susto —replicó Jason con una presuntuosa sonrisa en los
labios.
—Interprete a Horacio.
A nuestro alrededor, los demás actores del reparto silbaron y lanzaron
gritos de aliento. Jason se ruborizó, pero, cuando alguien le arrojó una
espada, la atrapó y asintió con la cabeza. Yo había aceptado su desafío;
difícilmente él hubiera podido esquivar el mío.
Miré a mi director de escena.
—Cuando guste, sir Henry —exhortó éste al insigne actor.
Sir Henry se levantó y desapareció entre bastidores. Por encima de
nuestras cabezas, una campana empezó a sonar. Con una pequeña ráfaga de
aire, se abrieron las grandes puertas del fondo del escenario. Lentamente me
volví. En la puerta se encontraba sir Henry en el papel del espectro del rey,
envuelto en una capa y encapuchado a medianoche.
—Ángeles y ministros de la gracia, defendednos —murmuré.
Santiguándome, pegué un salto hacia la aparición; Jason me siguió.
Cuando llegamos a la puerta, el espectro había desaparecido y la pesada
puerta se había vuelto a cerrar. Giré en redondo, mirando angustiada a mi
alrededor. Para la parte más importante de aquella escena, yo había previsto
presentar el espectro como algo incorpóreo, sustituyéndolo por un resplandor
de brillante luz semejante al destello del sol en un espejo. Podía aparecer en
cualquier lugar.
Allí estaba ahora, danzando entre los bancos de la galería inferior. Di un
paso al frente, pero Jason me lo impidió.
—No debéis acercaros, mi señor.
La manera en que me sujetaba demostraba que se estaba tomando en
serio su papel de Horacio.
Me impediría acercarme al fantasma si pudiera.
Por lo menos, se estaba tomando en serio una cosa. Por algo se
empezaba. Con un rápido movimiento me escabullí de él, bajé corriendo los
escalones del escenario, crucé el patio y subí los tres peldaños de la galería
inferior. No había ningún fantasma. Infierno y condenación. Un grito
procedente del patio me indujo a volverme. Siguiendo el arco de brazos que
apuntaban hacia la galería de en medio, lo vi: un destello de luz parpadeando
entre la penumbra de un piso más arriba.
Jason corría hacia donde yo estaba. Fintando a la derecha, lo esquivé y
me dirigí a la escalera y subí los peldaños de tres en tres. La luz parpadeaba
al fondo a la derecha entre los palcos que Cyril insistía en que todo el mundo
llamara las Estancias de los Caballeros. Eché a correr por el pasillo y entré en
un palco.
Estaba vacío. Y también el segundo.
En las galerías de enfrente, se encendió una luz. Y después otra, y otra,
hasta que todo el teatro se llenó de miles de lucecitas que parpadeaban como
luciérnagas, como si todo el local hubiera sido víctima de una posesión. De
repente, las luces se apagaron, y el gemido de un alma en pena se elevó en
espiral desde el escenario.
Nos estábamos acercando al final de la escena. Me volví para retirarme
y me encontré con Jason, bloqueándome la puerta con la espada
desenvainada. «Maldita sea.» Por un instante, había estado tan enfrascada en
la búsqueda del espectro por parte de Hamlet que me había olvidado de él.
—Tened prudencia —dijo con voz ronca—. No vayáis.
Dando un paso al frente, su espada rozó la mía. El acero chirrió contra el
acero y, con un rápido movimiento de la muñeca, me arrebató la espada de la
mano. Ésta giró brillando bajo el sol. Abajo, los actores se dispersaron como
una asustada bandada de pájaros cuando la hoja cayó ruidosamente al suelo
en el centro del patio.
—Sugiero que pida clemencia —dijo Jason mientras sus vocales
australianas desgarraban la delicadeza de Horacio—. De rodillas sería bonito.
Reculando, sentí la balaustrada contra mis rodillas y me senté
bruscamente, tratando de resistir una momentánea sensación de vértigo. Me
encontraba en la galería intermedia, pero de repente me pareció que estaba a
considerable distancia del suelo.
—¿Conoce aquella frase de El mercader de Venecia acerca de la
clemencia? —le pregunté a Jason.
—La calidad de la clemencia no requiere fuerza —replicó—. Pero yo
me siento forzado.
—Me gusta la siguiente frase. —Con toda la agilidad que pude, pasé
ambas piernas por encima de la balaustrada—. Cae como la suave lluvia
desde el cielo.
Él se inclinó hacia delante y yo me descolgué.
Tres metros más abajo toqué el suelo y me acerqué tambaleándome a mi
espada, que estaba tirada en el centro del patio. Jason saltó, siguiendo mi
ejemplo. Yo agarré la empuñadura y giré en redondo.
Él se detuvo en seco, jadeando con la espada a quince centímetros de su
vientre.
—¿Tiene preparado a todo un maldito ejército de canguros sueltos en el
paddock de arriba?
—¿Y eso qué quiere decir?
Me notaba la camisa pegada a las paletillas a causa del sudor. Mis
pantalones tenían un desgarrón en una rodilla y probablemente tenía la cara
sucia.
—Es la expresión australiana para decir que alguien está completamente
chalado —rugió—. Más loco que todo un maldito rebaño de cabras. Puede
que a usted le guste saltar de un edificio a otro, Kate Stanley, pero ¿cómo
demonios quiere que yo suelte el «Ser o no ser» después de una proeza de
cómic como ésta?
Levanté mi espada.
—Ahora usted es Hamlet —le dije sonriendo.
Abrió y cerró las manos. Por una décima de segundo pensé que me iba a
pegar. Después miró por encima de mi hombro y su rostro cambió.
Me volví para ver qué estaba mirando. En una esquina del balcón del
escenario, sir Henry, con una espada desenvainada en un puño y la otra mano
abierta, nos estaba haciendo señas de que nos acercáramos. Lanzando un
grito de furia, Jason recuperó su papel, cruzó corriendo el patio y subió unos
peldaños ocultos en la pared situada al lado del escenario. Mientras lo seguía,
Jason cruzó el escenario y sir Henry desapareció. Me sacudí el polvo de
encima y seguí adelante. Pero, a medio camino, algo —¿un sonido?, ¿un
perfume?, más tarde nunca supe por qué— me obligó a aminorar el paso y a
detenerme.
A mi espalda, una negra figura emergió de entre bastidores. Me volví,
frunciendo el entrecejo.
—Recuérdame —susurró una voz tan seca como unas hojas caídas que
resbalaran sobre una piedra.
Aun perseguido por Jason, ¿cómo había podido sir Henry pasar tan
rápidamente de uno a otro lado entre el laberinto de las bambalinas?
Una pálida mano se levantó y la capucha resbaló hacia atrás. No era sir
Henry.
Era Roz.
—¿Qué sensación quiere transmitir Shakespeare? —murmuró—.
¿Peligro?
En una esquina del balcón del escenario, sir Henry y Jason entraron de
nuevo en escena.
—Entra en escena Rosalind Howard, profesora de Harvard, especialista
en Shakespeare —dijo sir Henry, para información de los miembros de la
compañía congregados en el patio—. Generalmente reconocida como la
Reina del Bardo.
—La Reina de los Condenados —repliqué yo.
Roz estalló en una profunda y gutural carcajada, dejando que la capa
resbalara al suelo mientras me envolvía en un oceánico abrazo.
—Llámame el Fantasma de las Pasadas Navidades, cariño. Soy
portadora de regalos.
—También lo eran los griegos —dije, sin poder librarme de su abrazo
—. Y mira cómo les fue a los troyanos.
Como una ola que se retirara de un acantilado, me soltó.
—Menudo despacho tienes —dijo mirando con admiración a su
alrededor.
—Pues menuda entrada la tuya —repliqué yo—. Te has superado.
—Tenía que ser así —dijo encogiéndose de hombros—. Pensé que
debería tener un carácter público, de lo contrario, cabía la posibilidad de que
te negaras a aceptar mi regalo.
—Todavía es posible que me niegue.

—¿Un regalo?
Parpadeé.
—Eso es lo que dijo —contesté un poco a la defensiva, maldiciéndome a
mí misma.
—Pero sin duda, señora Stanley, tanto si la profesora Howard le dijo
categóricamente lo que había descubierto como si no, usted debía de tener
alguna idea de lo que era.
Por un instante, experimenté la tentación de sacar el estuche del bolsillo,
entregarlo y acabar de una vez con él asunto y con Roz.
—Lo siento, pero no la tengo.
Desde un cierto punto de vista, hasta se habría podido decir que era
verdad; no tenía ni idea de lo que contenía efectivamente el estuche. Pero la
tendría, rezongué en silencio mirando a Sinclair, si usted me dejara a solas el
tiempo suficiente para abrirlo.
El inspector lanzó un suspiro.
—Le pido que sea sincera conmigo, señora Stanley; quizá sería útil que
yo fuera sincero con usted. —Se alisó una arruga de los pantalones—. Hemos
encontrado el pinchazo de una aguja en el cuello de Roz.
¿El pinchazo de una aguja?
—Bobadas —se encrespó sir Henry—, Roz no era drogadicta.
La mirada de Sinclair se desplazó hacia él.
—Un solo pinchazo no sugiere que lo fuera.
—¿Pues qué sugiere? —replicó sir Henry.
—Digamos simplemente que me estoy tomando muy en serio la
sospecha de juego sucio por parte de la señora Stanley. —Volviéndose de
nuevo hacia mí, añadió—: Y que agradecería su sincera colaboración.
Juntó las puntas de los dedos de ambas manos mientras me estudiaba.
El temor me traspasó. Aquella tarde me había quitado de encima a Roz.
Ahora habría dado cualquier cosa por hablar con ella, gritarle, escucharla,
dejar que me abrazara todo lo que quisiera... pero se había ido. Se había ido
absoluta e irremediablemente, sin ninguna explicación ni disculpa. Sin tan
siquiera un adiós y tanto menos un consejo.
Nada más que una orden. «Guárdalo en lugar seguro», me había dicho.
Si su regalo necesitaba que lo guardaran en lugar seguro, pensé
dominada por la irritación, ¿quién mejor que la policía para guardarlo? Sobre
todo puesto que ésta —o por lo menos el inspector jefe que tenía delante—
tanto insistía en que les diera algo.
Pero Roz no había acudido a la policía. Había acudido a mí. Y Sinclair
lo era todo menos de fiar. Una vez más, lo miré directamente a los ojos y
mentí.
—No sé nada más.
Descargó el puño con tal fuerza en el banco en el cual estábamos
sentados sir Henry y yo que pegué un brinco.
—En este país, señora Stanley, es un delito ocultar información en una
investigación de homicidio. Un delito que nos tomamos muy en serio. —Se
inclinó tanto hacia mí que aspiré el aroma de menta de su aliento—. ¿He
hablado claro?
Con el corazón en un puño, asentí de nuevo con la cabeza.
—Por última vez tengo que insistir en que me diga todo lo que sepa.
A mi lado, sir Henry se levantó.
—Es más que suficiente.
Sinclair se reclinó bruscamente en su asiento, con un gesto de
contrariedad en el rostro. Después nos despidió a sir Henry y a mí con un
ademán enérgico.
—No hablen con la prensa y no salgan de Londres. Tendré que volver a
hablar con ustedes. Pero, por ahora, buenas noches.
Sir Henry me tomó por el codo y me acompañó fuera. Ya casi habíamos
alcanzado la puerta cuando Sinclair me llamó a mi espalda.
—Sea lo que sea lo que haya que encontrar, señora Stanley —dijo
suavemente—, le aseguro que lo encontraremos.
La primera vez que lo había dicho, me había sonado a una promesa. Esta
vez, era una amenaza.
6

Abandoné a toda prisa el teatro y salí a una callejuela atestada de


vehículos de bomberos y furgones de la policía. Sir Henry paró un taxi.
Mientras el vehículo se acercaba, le di un beso en la mejilla y subí.
—Highgate —le dije al taxista antes incluso de sentarme, y entonces me
di cuenta de que sir Henry estaba subiendo detrás de mí.
Empecé a protestar, pero él levantó una mano.
—De ninguna manera puede usted regresar a casa sola, querida. Y
menos esta noche.
Cerró firmemente la puerta y el taxi se apartó del bordillo. Acaricié con
impaciencia el regalo de Roz en mi bolsillo. ¿Cuánto tiempo tardaría en estar
a solas para poder abrirlo?
Se había levantado un viento que empujaba las nubes; el fuerte y acre
olor del incendio ya apagado se cernía sobre la ciudad. Desde el puente de
Waterloo, contemplé el puente del Milenio a la derecha, lleno todavía de
mirones. A la izquierda, la rueda azul del Ojo de Londres, llamada también la
Noria del Milenio, giraba lentamente sin parpadear; a lo lejos los edificios del
Parlamento y el Big Ben resplandecían como un encaje dorado. Dejamos el
puente y nos adentramos en las apreturas de la ciudad. Me incliné hacia
delante en mi asiento como si con aquel gesto pudiera conseguir que el taxi
serpeara más rápido por las estrechas calles. Subimos en dirección del alto
cerro que bordea Londres por el norte.
Sir Henry me miraba con los párpados entornados.
—Un secreto es una especie de promesa —dijo en tono pausado—. Pero
también puede ser una prisión.
Me volví a mirarlo. ¿Cómo lo había adivinado? ¿En qué medida podía
yo confiar en él? Roz lo había hecho... No le había confiado el secreto que
había ocultado en el estuche, sino que tal vez me había confiado a él.
—Estaré encantado de ofrecer mi ayuda —dijo—, pero tengo un precio.
—¿Me lo puedo permitir?
—Eso depende de si puede permitirse decir la verdad.
Antes de que pudiera cambiar de idea, introduje la mano en el bolsillo y
saqué el estuche.
—Me entregó esto esta tarde en el teatro. Me dijo que lo guardara en
lugar seguro.
Estudió el estuche que brillaba bajo la luz de las farolas de la calle y, por
un instante, pensé que me lo iba a arrebatar de la mano, pero lo único que
hizo fue enarcar una ceja y contemplar con expresión divertida la envoltura
todavía cuidadosamente en su sitio.
—Qué admirable prudencia. ¿O acaso cree que pretendía mantenerlo a
salvo incluso de usted?
—También me dijo que, si lo abría, tendría que seguir adelante hasta
donde me llevara.
Sir Henry lanzó un suspiro.
—La muerte, querida, tiene la costumbre de alterarlo todo.
—¿Incluso una promesa?
—Incluso una maldición.
Reaccioné tardíamente. Me había burlado del regalo de Roz
calificándolo de caballo de Troya, pero era cierto, en los mitos y las historias
antiguas semejantes regalos eran a menudo maldiciones disfrazadas: unas
zapatillas rojas que nunca dejarían de bailar, un toque que lo convertía todo,
incluso a los vivos, en oro sin vida.
«Eso es absurdo», pensé de inmediato. De un solo tirón, arranqué el
papel que envolvía el estuche. El papel dorado se elevó y permaneció en
suspenso en el aire entre nosotros antes de bajar flotando al suelo. En mis
manos había un estuche de raso negro. Levanté cuidadosamente la tapa.
Dentro descansaba un óvalo de azabache con flores pintadas, engarzado
en una montura de filigrana de oro.
—¿Qué es esto? —pregunté en voz alta.
—Un broche, diría yo —contestó sir Henry.
La misma pregunta que le había formulado a Roz.
Lo toqué con un dedo. Era una joya preciosa, pero anticuada. No me
imaginaba a nadie más joven que mi abuela luciéndolo. No a Roz. Ni a mí
tampoco, por supuesto. ¿Y qué demonios me había querido decir con la frase
«síguelo hasta donde te lleve»?
Sir Henry frunció el entrecejo.
—Seguro que reconoce las flores.
Estudié la joya.
—Trinitarias. Margaritas. —Meneé la cabeza—. Por lo demás, nada. Yo
crecí en un desierto, sir Henry. Nuestras flores son distintas.
—Éstas son todas de Hamlet. Las flores de Ophelia. —Inclinándose
hacia delante, las señaló con el dedo meñique—. Romero y trinitarias, hinojo
y campanillas. Mire, una margarita y hasta unas violetas marchitas. Y ruda. Y
ruda para vos y un poco para mí: la podemos llamar hierba de la gracia de
los domingos. —Sir Henry soltó un resoplido—. ¡Hierba de la gracia!
Hierbas de muerte y de locura más bien. Las equivalencias británicas del
olíbano y de la mirra. Muy habituales entre los Victorianos como joyas de
luto para recordar la muerte de una joven... una época malsana, en realidad, a
pesar de toda su grandeza. —Sir Henry se reclinó en su asiento—. Lo que
tiene usted aquí es un broche de luto Victoriano. La pregunta es por qué.
¿Cree que intuyó de alguna manera que iba a morir?
Meneé la cabeza, deslizando un dedo por el borde de filigrana. Había
tenido un presentimiento aquella tarde, pero algo más que eso, una inquietud.
«He descubierto una cosa», había dicho. ¿Sería eso? ¿Habría algún mensaje
acerca de su hallazgo entretejido con las margaritas y los pensamientos? La
alhaja guardaba un obstinado silencio en su estuche.
Doblamos la esquina de mi calle, llena de edificios victorianos de
ladrillo gris. Incluso en una alegre tarde estival era una de las zonas más
tranquilas de Londres; a las dos de la madrugada, estaba desierta,
exceptuando el viento que gemía por las esquinas y soplaba entre las ramas
de los árboles, moteando las aceras con una luz plateada.
Al fondo de la calle, unos espectrales visillos se agitaban a través de una
ventana abierta y se hinchaban al viento. Mi casa, me di cuenta. La ventana
de la sala de estar de mi apartamento del segundo piso. Una fina capa de
gélido temor me llenó la boca. No había dejado abierta aquella ventana.
Mientras nos acercábamos, el taxi aminoró la marcha y después se detuvo.
Por la ventana alcancé a ver unas sombras que se retorcieron en medio de una
ráfaga de viento y la vi por segunda vez aquella noche, una silueta envuelta
en una oscuridad más profunda que la oscuridad que nos rodeaba... No era un
hombre, más bien era la ausencia de un hombre, un negro agujero en forma
de hombre.
—Siga adelante —dije en un susurro.
—Pero...
—Siga adelante.
7

Al llegar al final de la calle, me volví a mirar. Los visillos habían


desaparecido; la luz de la luna brillaba en el cristal de la ventana. No se veía
ninguna sombra dentro. ¿Lo habría soñado? Mi mano apretó el estuche del
broche.
—¿O sea que, al final, no quiere volver a casa? —preguntó el taxista.
—No.
—¿Pues adónde vamos? —preguntó.
Meneé la cabeza. Si el hombre de las sombras había encontrado la
dirección de mi casa, no había ningún lugar seguro. Me arrebujé con más
fuerza en las dos chaquetas.
—Al Claridge —contestó sir Henry.
Mientras circulábamos por las calles más anchas de Mayfair, quise decir
algo, pero sir Henry meneó la cabeza de modo casi imperceptible. Seguí el
parpadeo de sus ojos y capté la mirada de curiosidad del taxista en el espejo
retrovisor. En cuanto me vio mirarlo, la apartó.
Al llegar al Claridge, sir Henry se apresuró a pagar la carrera, me ayudó
a bajar y me acompañó al interior de un impresionante vestíbulo con espejos
como los de Versalles y un reluciente suelo art déco de baldosas en blanco y
negro cual tablero de ajedrez. El conserje se adelantó con semblante
preocupado.
—Hola, Talbot —le saludó sir Henry.
—Siempre es un placer verle, señor —contestó el hombre—. ¿En qué
podemos servirle esta noche?
—Un lugar discreto para esperar, si es tan amable —contestó sir Henry
—. Y un automóvil con un chófer todavía más discreto. El chófer del taxi que
acabamos de dejar era un poco mirón. Puede que vuelva.
—Puede volver las veces que quiera —dijo suavemente Talbot—, a no
ser que usted lo desee, no encontrará el menor rastro suyo.
Nos instalaron en un saloncito lleno de mullidos sillones y sofás
tapizados en calicó. Mientras sir Henry paseaba por la estancia y examinaba
las piezas de cristal Lalique repartidas por doquier, yo me quedé de pie en el
centro de la habitación, pensando en el broche que sostenía en la mano. En un
determinado momento abrí la boca para decir algo, pero sir Henry meneó una
vez más la cabeza.
A los pocos minutos, Talbot volvió a presentarse, nos acompañó por un
pasillo y, a través de una entrada de servicio, nos condujo a un pequeño
garaje privado donde un automóvil con los cristales de las ventanillas tintados
aguardaba con el motor en marcha. Al parecer, el taxista había regresado una
vez más, pretextando que nos habíamos dejado algo en su taxi. El rostro de
Talbot se torció en una enigmática sonrisa.
—Ya no volverá a molestarlos esta noche. Le he permitido descubrir
algunas pruebas que probablemente le darán a entender que ustedes se
quedarán esta noche con nosotros en una de nuestras suites. Creo que puede
haberse quedado encerrado en un armario mientras merodeaba cerca de la
escalera de servicio.
—No voy a preguntarle cómo ocurrió —dijo satisfecho sir Henry
mientras subíamos al vehículo.
—Buena suerte, señor —se despidió Talbot en un suave susurro,
cerrando la puerta del vehículo.
Cuando nos pusimos en marcha, miré hacia atrás. El conserje, que
permanecía de pie en posición de firmes, fue disminuyendo progresivamente
de tamaño a medida que nos alejábamos, hasta que, al final, se desvaneció en
la noche.
Esta vez sir Henry dio las instrucciones de manera gradual, y por este
motivo recorrimos zigzagueando las calles de Mayfair, pasando por delante
de Berkeley Square, hasta salir a Piccadilly. Rodeando el Hyde Park Corner,
atravesamos Knightsbridge, solitario y oscuro a aquella hora de la noche, y
giramos finalmente a las frondosas calles de Kensington. Nos estábamos
dirigiendo a la residencia de sir Henry.
Las calles estaban desiertas, pero no podía sacudirme de encima la
creciente sensación de amenaza que traspasaba la oscuridad. Cuanto más nos
alejábamos del hotel, más se intensificaba esa sensación hasta que, al final,
pareció que los propios árboles querían atrapar ávidamente el automóvil. Ya
casi habíamos llegado a casa de sir Henry cuando unas luces se encendieron a
nuestra espalda y otro vehículo dobló por la esquina de la calle.
Inmediatamente, el pánico contra el cual había estado luchando toda la noche
creció como una pegajosa ola y se abatió sobre mi cabeza. Con el corazón
galopando en el pecho, agarré el borde del asiento, pero casi no pude sentirlo
por culpa del hormigueo de mis manos. Giramos a la izquierda y después
rápidamente a la derecha, pero el otro automóvil siguió pegado al nuestro.
Al final, el coche enfiló un corto camino particular de grava; bajé del
automóvil y eché a correr hacia la casa antes de que el vehículo se detuviera
del todo. La gran puerta de madera labrada que teníamos delante estaba
abierta de par en par, por lo que entré precipitadamente, seguida de inmediato
por sir Henry. Vislumbré de forma fugaz unas rojas luces traseras que
desaparecían calle abajo y después la puerta se cerró sola. Me quedé jadeando
en el impresionante vestíbulo de la residencia de sir Henry, mirando a su
sobresaltado mayordomo.
—Compruebe que todas las puertas y ventanas estén bien cerradas,
Barnes, si me hace el favor —ordenó sir Henry tranquilamente—. Y active la
alarma. Después nos tomaremos un brandy, el Hine Antique. Ah, y encienda
la chimenea de la biblioteca.

La biblioteca se hallaba en el piso de arriba. Estaba decorada con


colgaduras de terciopelo color borgoña y con dibujos de verdes prados de
William Morris. La luz que se reflejaba en los bustos de mármol, los estantes
de madera de roble y las encuadernaciones en cuero brillaba en los dorados
lomos de los libros. Dos mullidos sillones se encontraban situados delante del
fuego de la chimenea. Barnes había depositado el brandy y dos grandes copas
de boca estrecha en una mesa situada entre ambos.
Me acerqué al fuego.
—¿Usted cree en fantasmas?
Sir Henry se acomodó en uno de los sillones.
—No era un fantasma salido del sepulcro, querida, el que pinchó a Roz
con una aguja. O el que pagó al taxista para que la vigilara.
Me volví asombrada.
—¿Por eso cambiamos de taxi en el Claridge?
—La omnisciencia —dijo sir Henry, escanciando el brandy es una
excelente cualidad en Dios, pero sospechosa en todos los demás seres. Usted
no le indicó a aquel taxista ni su calle ni el número de su casa. Yo tampoco.
Pero él conocía ambas cosas.
Me senté en el borde del otro sillón. El taxista conocía mi calle, había
aminorado la marcha y había estado a punto de detenerse delante de mi
puerta. Su voz, tensa —¿a causa de qué?, ¿la decepción?, ¿la inquietud?, ¿el
temor?—, resonó otra vez en mi mente. «¿O sea que no quiere volver a
casa?» Pero yo estaba tan distraída que no me había dado cuenta. Me
estremecí.
—Había alguien en mi apartamento.
Sir Henry me ofreció una copa.
—¿De veras? No me extrañaría. El taxista era un repartidor, querida. No
un pez gordo. Y se llevó un disgusto tremendo al ver que el paquete se
negaba a ser entregado según las instrucciones. Lo cual sugiere que existe un
pez gordo. O, por lo menos, un tirano de tres al cuarto ante el cual él sabía
que tenía que responder. —Sosteniendo la copa con ambas manos, sir Henry
agitó lentamente el ambarino líquido—. Corre usted peligro, Kate. Y eso es
muy real. —Aspiró profundamente por la nariz y después ingirió un sorbito:
todo su cuerpo suspiró de placer—. El clarete es el licor más apropiado para
los mozos, el oporto es para los hombres: pero aquel que aspire a ser un
héroe tiene que beber brandy. Eso lo escribió el muy golfo de Samuel
Johnson, que se las sabía todas... Vamos a echar otro vistazo al broche.
Lo saqué. Descansaba tímidamente en su estuche.
—No es precisamente un «camino de ladrillo amarillo» como en El
Mago de Oz, ¿verdad? ¿Qué cree usted que puedo hacer para llegar al lugar al
que conduce?
Sir Henry esbozó una sonrisa.
—Las zapatillas rojas podrían ser una analogía más apropiada. Quizá
debería usted empezar por ponérselas. ¿Me permite?
Mientras sacaba el broche del estuche, una tarjetita se escapó volando
vuelta del revés hacia el fuego. Sir Henry se inclinó rápidamente hacia
delante, la atrapó, salvándola del peligro, y la depositó en mis manos.
Era una tarjetita rectangular de gruesa cartulina color crema con un
orificio perforado en la parte inferior. Con una punzada de angustia, reconocí
la letra de Roz. Mientras sir Henry me prendía el broche en la solapa, leí en
voz alta:

Enhorabuena, Mercurio Kate, por haber apartado a un lado la estúpida


piedad para dejar al descubierto unas puras y brillantes verdades largo
tiempo escondidas en nuestra obra magna jacobina preferida. Confío en que
el público pueda llenarse muy pronto de la misma admiración.
Dulces ofrendas para la más dulce.
R.

—¿Jacobina? —preguntó bruscamente sir Henry.


—Eso es lo que dice.
Jacobino de Jacobo, es decir, Jacobus, pensé, el nombre latino de
Jacobo. Como el del rey Jacobo o Jaime, soberano de Inglaterra durante la
segunda mitad de la carrera de Shakespeare. Todo muy bien, sólo que la obra
de la que Roz supuestamente estaba hablando era Hamlet y, aunque Hamlet
tenga méritos más que suficientes para ser una obra magna, resulta que no es
una obra jacobina. Es isabelina, la última y la más grande pieza teatral
isabelina, escrita mientras la anciana y porfiada reina solterona se deslizaba
de mala gana hacia la muerte, tras haberse negado a nombrar heredero a su
joven primo Jacobo o a cualquier otra persona. No cabe duda de que, para la
mayoría de la gente, la diferencia entre isabelino y jacobino es inapreciable y
prácticamente invisible. Pero, para Roz, había sido un abismo, una divisoria
tan fundamental como la diferencia entre el sol y la luna, el macho y la
hembra. No podía confundir lo uno con lo otro de la misma manera que
jamás confundiría a su hermano con su hermana o su propia cabeza con su
mano.
Sir Henry se puso a enumerar las obras jacobinas shakespearianas.
—Macbeth, Otelo, La tempestad, El rey Lear... ¿Tenía Roz preferencia
por alguna?
—No, que yo sepa.
—Por lo menos, al final retrocede a Hamlet —murmuró sir Henry en
tono meditativo—. Dulces ofrendas para la más dulce. Gertrudis arrojando
flores sobre el sepulcro de Ophelia. En todo caso, encaja perfectamente con
su regalo.
—Hay más —dije levantando la tarjetita a contraluz.
Al pie, había garabateado una especie de poética posdata bajo la forma
de cuatro líneas de un verso en débil tinta azul, dos pareados separados por
un guión:

Pero ¿por qué razón no buscas un más poderoso medio de guerrear


contra este sanguinario y tirano tiempo?

Oh, deja pues que mis libros sean la elocuencia y los mudos profetas de
la voz de mi pecho.

Sir Henry dio un respingo.


—Aquí tiene —dijo con la voz ronca—. Su obra magna jacobina.
Fruncí el entrecejo y traté de hacer memoria rápidamente, en busca de
aquellos versos.
—Son de Shakespeare, estoy segura. Pero ¿de qué obra? No son de
Hamlet.
Sir Henry se levantó de un salto y cruzó la estancia hasta unas altas
estanterías presididas por un busto de Shakespeare.
—No, no sea ridícula, querida, no son de Hamlet. —Deslizando un dedo
por los libros, murmuró—: Tercer estante desde abajo. El cuarto libro, me
parece. Sí... aquí lo tenemos.
Sacó un delgado volumen encuadernado en cuero marrón oscuro y con
el lomo labrado en letras doradas. Regresó junto al fuego y lo depositó en mi
regazo con un ceremonioso gesto.
No había ningún título en la cubierta. Dejé la tarjeta en la mesita que se
interponía entre nosotros y abrí el libro por la primera página, alisando el
papel, que era grueso y flexible y del mismo color que un helado de café. En
un dibujo de la parte superior, unos querubines cabalgaban sobre unas flores
que también parecían dragones. Leí en voz alta las primeras tres palabras:
—SONETOS DE SHAKESPEARE.
—Yo lo hubiera titulado Una autobiografía en acertijos —dijo sir Henry
—. Pero nadie me pidió mi opinión.
Volví a mirar la página:

Jamás impresos anteriormente.


En Londres
por G. Eld para T.T. y
serán vendidos por William Aspley.
1609

Levanté la vista con asombro.


—Pero esto es un original.
—Un original jacobino —dijo sir Henry, guiñando pícaramente los ojos
—. Y algunos dirían que también una obra magna. Ciento cincuenta y cuatro
poemas, considerados habitualmente como pequeñas joyas individuales. Roz
ha citado dos de ellos, pero su verdadera magnificencia sólo se aprecia
cuando se juntan todos en un solo relato. Hay una espléndida y oscura
historia que parpadea entre líneas: el joven dorado, la dama oscura y el poeta.
El poeta era Shakespeare, naturalmente, pero ¿quién era el joven y cómo
acabó en los brazos de la morena amante de negro corazón de Shakespeare?
—Toda la casa pareció inclinarse para prestarle atención—. ¿Por qué le pedía
el poeta al joven que engendrara hijos, y por qué se negaba éste? —Meneó la
cabeza—. Los sonetos están llenos de amor, celos y traición... de toda la
profunda materia dominada por la fatalidad del mito. Y son tan emocionantes
como verdaderos.
Un leño se partió en la chimenea.
—Además están llenos también de un cierto patetismo por una anciana
reina del escenario —se mofó sir Henry en una repentina muestra de burla de
sí mismo—. Pero ¿por qué razón no buscas un más poderoso medio de
guerrear contra este sanguinario tirano tiempo? ¿Eso es lo que Roz quería
que hiciera usted?
Estuve casi a punto de escupir mi brandy.
—¿El qué? ¿Que me casara y diera a luz a muchas Kates de cabello
color zanahoria?
Sir Henry se inclinó hacia delante.
—No, que buscara un amante y se recreara a sí misma, perennemente
joven. A eso se refiere la primera cita, ¿sabe? Guerrear contra el tiempo por
medio de los hijos. —Volvió a tomar el libro y hojeó rápidamente las
primeras páginas—. Veamos... ¿Dónde está? —Señaló con un dedo el poema
de la página—. Soneto dieciséis.
Pasó unas cuantas páginas más y se detuvo.
—Eso ya es grave... pero es que la segunda cita es como para echarse a
llorar, si lo piensa un poco. ¿Qué clase de hombre podía crear Romeo y
Julieta y temer al mismo tiempo decirle «te quiero» a su amada hasta el punto
de que su única defensa contra un desvergonzado rival de meliflua lengua sea
suplicar: «Lee mis libros»?

Oh, deja pues que mis libros sean la elocuencia


y los mudos profetas de la voz de mi pecho.
Ellos piden amor y buscan recompensa
mejor de lo que jamás supo expresar esta lengua.

Su voz llenó la estancia con un anhelo que se intensificó hasta el


extremo de resultar casi insoportable y después se fue desvaneciendo poco a
poco.
Su lugar fue ocupado por la tenue insinuación de una duda. El broche
era un regalo y nada más. Contemplé la tarjetita que me miraba desde la mesa
que se interponía entre nosotros.
—Pero eso es una tragedia reducida a la dimensión de un soneto —dijo
sir Henry—. Sólo veintitrés poemas y él ya ha extraído...
El brandy me quemaba la garganta.
—¿Qué ha dicho usted?
—Que él ya ha extraído...
—No. El número.
—Veintitrés. Mire.
Me mostró el libro.
—No son las palabras lo que importa —dije, poniéndome
repentinamente nerviosa—. Por muy maravillosas que sean. Son los números.
Los números de los sonetos.
—¿El dieciséis y el veintitrés?
Di la vuelta a la tarjeta de Roz para que pudiera verla al revés y le señalé
la posdata.
—¿Ve lo que ella garabateó al pie?
Frunció el entrecejo y vio lo que yo había visto: el incomprensible
garabato que ambos habíamos supuesto que era la ese de las iniciales de post
scriptum, es decir, de la posdata, resultó ser una impecable «A», seguida de
una «D».
—«A.D.» —leyó él en voz alta—. Anno Domini. En el año del Señor...
Sigo sin estar muy seguro de adónde nos llevará todo esto.
—A retroceder en el tiempo —dije lacónicamente—. Lea estos números
como una fecha.
—Mil seiscientos veintitrés... Pero ¿eso adónde nos lleva? ¿A unos seis,
mejor dicho, siete años después de la muerte de Shakespeare? Porque
seguimos hablando de Shakespeare, ¿verdad?
—De su libro de libros jacobino —contesté, asintiendo con la cabeza—.
De la obra magna que contiene todos los demás libros. Fechada en 1623.
—Dios mío —dijo sir Henry—. El Primer Infolio.
8

Nos miramos fijamente el uno al otro. El Primer Infolio era la primera


edición de las obras completas de Shakespeare, publicadas con carácter
póstumo en 1623 por sus viejos amigos y protectores. Para ellos había sido
un monumento más preciado que el mármol y habían invertido en él dinero,
esfuerzo y tiempo. El libro que había salido finalmente de la imprenta era un
objeto precioso, un claro intento de elevar al autor desde la mala fama del
pendenciero mundo del teatro a las eternas verdades de la poesía. Para los
enemigos de Shakespeare, para todos aquellos que se habían burlado de él en
vida como un cuervo advenedizo, indigno de recoger las migajas que caían de
sus mesas, había sido una dura venganza.
—Un motivo y un estímulo suficientes para cometer un asesinato —dijo
sir Henry—. El Infolio es uno de los libros más valiosos y codiciados del
mundo. ¿Sabe que hace algún tiempo un ejemplar roto y manchado de agua y
con páginas arrancadas se vendió en una subasta por ciento sesenta mil
libras? —Sir Henry meneó la cabeza en gesto de incredulidad—. Cuando
Sotheby's subastó el año pasado un ejemplar en excepcional buen estado, éste
se vendió por cinco millones de dólares. Se rumorea que sir Paul Getty se ha
gastado seis. Imagínese: un libro antiguo que vale diez veces más que una
casa normal de Londres. Sin ánimo de ofender, Kate, pero si Roz hubiera
encontrado un Primer Infolio, ¿por qué no se puso en contacto con Sotheby's
o Christie's para subastarlo y retirarse a vivir a una villa en Provenza? ¿Por
qué acudió corriendo a usted?
—No lo sé —dije sumida en una maraña de pensamientos—. Aunque
puede ser que no fuera un Infolio lo que encontró, un nuevo ejemplar, quiero
decir, sino algo que éste contenía. Puede ser que lo que ella buscara fuera una
información.
—¿Una información a la que usted tendría acceso y ella no?
Si sir Henry hubiera estado hablando de cualquier otra persona que no
fuera Roz, su incredulidad habría podido parecer insultante. Roz era famosa
por sus conocimientos enciclopédicos acerca de la manera en que las obras de
teatro y los poemas de Shakespeare se habían entretejido, por ejemplo, con
los discursos del Congreso de Estados Unidos y habían germinado en los
ballets rusos y en la propaganda nazi. Gracias a Roz, el mundo sabía que
Shakespeare era tan conocido en el teatro kabuki japonés como alrededor de
las hogueras de los campamentos de la sabana de África Oriental. Su último
libro —en cuya investigación yo había colaborado en las fases iniciales—
había revelado con gozoso detalle la popularidad de Shakespeare en el Lejano
Oeste norteamericano, entre los montañeses y mineros analfabetos, los
vaqueros y las prostitutas e incluso entre alguna que otra tribu india. Sus
profundos conocimientos y consejos eran buscados por estudiosos, museos y
compañías teatrales de todo el mundo.
Pero ella había venido a pedirme consejo a mí.
«Necesito ayuda, Kate —me había dicho aquella tarde—. Tu ayuda.»
Pero tanto ahora como entonces sólo se me ocurría un motivo: mi tesis. Había
planteado mi trabajo sobre la base del suyo, sólo que yo había optado por
tamizar el pasado en busca de cuestiones más oscuras.
—El Shakespeare oculto —respondí—. El Shakespeare secreto, no
mágico —añadí, lanzándome a la habitual y conocida defensa—. Es el único
tema de Shakespeare que yo conozco más a fondo que Roz... La larga y
extraña historia de los intentos de recuperar la sabiduría prohibida que se
creía diseminada entre sus obras. La inmensa mayoría de ella presuntamente
escondida en el Primer Infolio.
Sir Henry me estudió detenidamente.
—¿La sabiduría prohibida?
—Profecía o historia. Elija usted. —Lo miré con una burlona sonrisa en
los labios—. Los que creen en Shakespeare como profeta consideran el
Infolio como algo semejante a las profecías de Nostradamus: como un
enigmático vaticinio del futuro en el que se profetiza el ascenso de Hitler, la
llegada del hombre a la Luna, la fecha del Apocalipsis, lo que uno cenará el
jueves que viene. En cambio, los «historiadores» se pasan casi todo su tiempo
indagando en la vieja historia de amor entre la reina Isabel y el conde de
Leicester...
—Eso ya no es un secreto —dijo sir Henry—. No pasa una década sin
que se publique un best seller sensacionalista acerca de este antiguo affaire
de coeur. Hollywood lleva en ello los últimos cien años.
—Cierto. Pero las historias a las que yo me refiero hablan de un
matrimonio entre la reina y el conde, no de una aventura, y por si fuera poco,
del nacimiento de un heredero ilegítimo. Un hijo al que se ocultó al nacer,
como le ocurrió al rey Arturo, y que, al igual que éste, prometió regresar.
Sir Henry dijo algo que sonó sospechosamente como «Harjús». Cuando
consiguió pronunciar debidamente la palabra, dio la impresión de sentirse
molesto.
—¿Y cómo es posible que un dramaturgo plebeyo de Stratford tuviera
acceso a semejante información?
Una ráfaga de viento gimió doblando la esquina de la casa y sacudió las
cristaleras del balcón que teníamos a nuestra espalda. Tomé un sorbo de
brandy.
—Porque él era el muchacho oculto.
Por un instante, el único sonido fue el chisporroteo de las llamas.
Después sir Henry estalló en una carcajada.
—No es posible que se crea semejante cuento —dijo riéndose entre
dientes mientras me servía más brandy en la copa.
Esbocé una sonrisa.
—No. Y Roz tampoco. Solíamos burlarnos de casi todo, aunque algunas
de las historias eran trágicas. —Me levanté y me acerqué a la chimenea—.
No creo que ella hubiera indagado en nada de todo eso sin una sólida y docta
razón. Pero no importa, ¿verdad? Puede que la hayan matado porque alguien
creyó que había descubierto algo.
—O temía que lo descubriera.
Posé mi copa en la repisa de la chimenea.
—Pero ¿qué es lo que temían que descubriera? ¿Y dónde se supone que
está esa misteriosa información? Unos doscientos treinta ejemplares del
Infolio sobreviven repartidos por todo el mundo. Aunque yo supiera en cuál
de ellos está ese secreto, o aunque ella hubiera descubierto algo en todos
ellos, son libros de muchas páginas y no sé qué he de buscar.
Sir Henry estaba examinando la tarjeta que descansaba sobre la mesa.
—Preste atención —dijo—. Tuvo que elegir unos versos de los sonetos
dieciséis y veintitrés para crear una fecha. Pero tenía catorce versos entre los
que elegir en cada soneto. ¿Por qué estos versos en particular?
Golpeó la tarjeta con un dedo.
Yo me acerqué para ver qué versos estaba señalando:

Oh, deja pues que mis libros sean la elocuencia


y los mudos profetas de la voz de mi pecho.

La revelación me traspasó como una oleada de calor.


—Ella se refería a sus propios libros, ¿verdad? No sólo a los de
Shakespeare. Eso es muy brillante, sir Henry.
—Pero sigue siendo una aguja en un pajar, tratándose de una profesora
tan docta.
—Pero por algo se empieza —dije sonriendo—. Dele la vuelta.
En el reverso, en la irregular y cacarañada escritura de las máquinas de
escribir manuales, figuraba una anotación de un viejo fichero:

Chambers, E. K. (Edmund Kerchever). 1866-1954«


The Elizabethan Stage.
Oxford, The Clarendon Press, 1923.

—Un tomo maravilloso —dijo sir Henry.


—Unos tomos, querrá decir. Cuatro gruesos volúmenes.
Chambers había sido uno de los últimos miembros de una vieja raza de
estudiosos que coleccionaban datos tal como lo hacían en otros tiempos los
botánicos Victorianos que recogían escarabajos y mariposas: de una manera
indiscriminada y a fondo, exhibiéndolos con ingeniosa profusión. En el
momento de su publicación, The Elizabethan Stage contenía todos los datos
conocidos acerca del teatro en la época de Shakespeare. Algunos se habían
dado a conocer desde entonces, pero no muchos. Para los estudiosos, era una
especie de baúl de pirata de olvidadas bagatelas teatrales.
—Mejor que el Infolio, en cualquier caso —dijo sir Henry, levantándose
de su sillón—. Porque resulta que yo tengo un ejemplar.
Cruzó la estancia.
—Espere —dije—. Esa información no está en sus libros, sino en los de
ella. Esta tarjeta es de Roz.
Sir Henry se volvió.
—¿Hacía fichas para catalogar sus propios libros?
—No. En cuestión de libros, no distinguía con demasiada claridad entre
sus propios libros y los de Harvard. ¿Ve esto? —Señalé un número que
figuraba en la parte superior: «Thr 390.160»—. Es una referencia de un viejo
sistema de clasificación utilizado en la Widener, la biblioteca principal de
Harvard, antes de que Dewey inventara el sistema de clasificación decimal.
—¿Se llevó una ficha del fichero de Harvard?
—Ahora es suyo. La universidad puso el catálogo de sus fondos on line
hace unos cuantos años y, en un arrebato de arrogancia tecnológica, las
autoridades de la biblioteca consideraron anticuado el fichero. Para ahorrar
espacio, decidieron desechar las antiguas fichas, nada menos que once
millones, algunas de las cuales databan del siglo XVIII. Las han estado
utilizando como papel para apuntes desde entonces. En cuanto Roz lo vio, le
dio un ataque...
—Muy elocuente sin duda —concedió sir Henry con ironía.
Lo miré sonriendo.
—Escribió artículos para el New York Times, el New Yorker, The
Atlantic y TLS, censurando con dureza a la biblioteca. Al final, armó tal
escándalo que la universidad le propuso entregarle todas las fichas
correspondientes al Renacimiento inglés y a Shakespeare, simplemente para
que se callara. Lo único que tenía que hacer era separarlas del resto.
Probablemente el personal de la biblioteca pensó que eso la desalentaría, pero
se equivocaron. Roz contrató a tres ayudantes de investigación durante un
año y medio simplemente para que clasificaran toda aquella montaña de
papeles... Uno de aquellos investigadores fui yo. —Contemplé tristemente la
tarjeta—. Las guarda... las guardaba en uno de los viejos armarios de su
biblioteca, en su estudio. A Roz nunca se le hubiera ocurrido usar una de esas
fichas como tarjeta de visita. —Deslicé el dedo por encima—. Es más, estaría
dispuesta a apostar a que algo en su ejemplar de Chambers nos dirá a qué
Infolio se refería y dónde debemos buscar.
—Pero ¿qué está dispuesta a apostar concretamente?
—¿Tal vez un viaje a Harvard? —pregunté.
No era una verdadera pregunta.
Sir Henry depositó su copa en la mesilla.
—¿Por qué no acudir simplemente a la policía? La tenemos bastante
más cerca.
—¿Y entregar la tarjeta a algún imbécil que se las dé de listo y que, lo
peor de todo, no sepa descifrarla, y al final la empuje al fondo de algún
estante de pruebas donde acabe pudriéndose? No. —Tragué saliva—.
Además, Roz no acudió a la policía. Acudió a mí.
—Y Roz está muerta, Kate.
—Por eso tengo que ir a Harvard. —Acaricié el broche que descansaba
en mi regazo—. Hice una promesa. Y puede que yo sea la única persona
capaz de resolver este misterio.
Excepto tal vez el asesino. La frase quedó en suspenso entre nosotros sin
que ninguno de los dos la pronunciara.
Sir Henry lanzó un suspiro.
—Eso no le va a gustar demasiado al inspector Sinclair.
—No tiene por qué enterarse. Tomaré un vuelo, echaré un vistazo al
libro y regresaré enseguida.
—Sería más rápido y seguro pedirle a alguien de allí que echara el
vistazo en su nombre. No hace falta que le diga por qué. Seguro que en
Harvard hay algún estudioso de Shakespeare más.
Recuperé mi copa y agité el brandy con una impaciente sacudida. Sí,
había uno. De hablar melifluo, de fluida pluma y ágil ingenio, el profesor
Matthew Morris había llegado a Harvard el año anterior a mi partida, con su
puesto en el bolsillo y haciendo alardes de sus méritos. Los estudiantes y los
periodistas lo adoraban y la universidad lo trataba como a una estrella del
rock. Pero a mí me había caído mal desde el primer momento, y a Roz
también. «Mi docto colega», solía llamarlo con dulce veneno. Según ella,
representaba lo peor de la docencia moderna... Mucho ruido y pocas nueces.
Habría sido la última persona con quien ella hubiera deseado que yo
compartiera algún aspecto de su secreto. Bien mirado, pensé, prefería acudir a
Sinclair.
En mi copa, el movimiento del brandy fue disminuyendo poco a poco
hasta cesar del todo. Meneé la cabeza.
—Mis huestes de la escuela de graduados se han dispersado. Y Matthew
Morris está disfrutando de un año sabático en la Biblioteca Folger de
Washington DC.
Lo cual era, en efecto, cierto, pues por una curiosa ironía él desdeñaba la
investigación archivística por considerarla laboriosa y aburrida, aunque ése
no hubiera sido mi principal motivo para no pedirle ayuda.
—No hay nadie más en quien pueda confiar —terminé.
Eso sí era inequívocamente cierto.
En el tema de mi viaje, sir Henry o bien había accedido, o bien había
capitulado, no estaba muy segura de cuál de las dos cosas. Pero en la cuestión
de regresar a casa para hacer las maletas, se había mostrado inflexible.
—Su apartamento estará vigilado —dijo—. Y, además, necesita
descansar un poco. Hágame una lista y le pediré a Barnes que le compre unas
cuantas cosas. Le prometo que la acompañaremos a Heathrow y saldrá usted
en el primer vuelo con destino a Boston.
—Barnes no va a comprarme la ropa interior.
Una expresión apenada se dibujó en su rostro.
—Lencería, querida. Y de lo más sexy.
—Llámela usted como quiera, pero Barnes no me la va a comprar.
—Le encargaremos la tarea a la señora Barnes, un alma intrépida. No es
probable que se retire en presencia de todo un ejército de sujetadores. —Yo
no tenía conocimiento de que hubiera una señora Barnes, pero sir Henry me
miró con fingido horror—. No pensará usted que yo me encargo de las tareas
domésticas de mi propia casa, ¿verdad?
Solté una carcajada.
—Vive usted en otro siglo, sir Henry.
—Lo mismo que cualquier persona que se lo puede permitir —dijo con
cierta frivolidad al tiempo que apuraba su brandy.
Mientras me acomodaba en una impresionante cama rodeada de pesados
cortinajes lo bastante grande como para que en ella se acostara una docena de
reyes, oí que un reloj daba las tres en algún lugar de las profundas entrañas de
la casa. Me acurruqué con el broche en una mano y la tarjeta de Roz en la
otra, pensando en la sombra que había vislumbrado antes en la ventana de mi
apartamento.
Seguramente estaba nerviosa y desde la calle azotada por el viento había
visto los visillos y el mobiliario formando un extraño ángulo, como cuando
alguien ve un lobo o una ballena en la forma de una nube. Permanecí
despierta largo rato, prestando atención a la casa dormida.
Al final, me debió de vencer el sueño. Poco a poco mis sueños se
poblaron con el rumor de un agua que fluía rápidamente. Me incorporé. La
cama se encontraba junto a la orilla de un río iluminado por la plateada luz de
la luna. No lejos de allí alguien yacía dormido entre unas violetas. Un canoso
rey con las sienes ceñidas por una corona. Me acerqué reptando hacia él.
Todas las violetas que había debajo de él tenían los tallos marchitos; el
hombre también estaba muerto. Mientras lo miraba, su rostro se agitó y se
movió como cuando contemplas la cara de alguien sumergido bajo el agua, y
entonces vi que no era un hombre; era Roz.
Con un verde destello, los ojos se abrieron repentinamente. Mientras yo
pegaba un brinco hacia atrás, una sombra se me acercó muy despacio a mi
espalda y oí el silbido de una espada que alguien desenvainaba.
Me incorporé bruscamente en la cama y me di cuenta de que me había
clavado el alfiler del broche en la mano; había sangrado un poco y manchado
la colcha de sir Henry. Me levanté y descorrí sigilosamente la cortina. En el
jardín, unas rosas tan grandes como peonías brillaban con sus pétalos rosa y
carmesí bajo un sol implacablemente alegre. Permanecí de pie junto a la
ventana, dejando que la luz me resbalara por el rostro hasta que se
disolvieron tanto el sueño como —más despacio— el temor que perduraba en
su estela.
En el vestidor habían depositado unas nuevas prendas de vestir: unos
pantalones pitillo negros, un top de cuello de cisne más ajustado de los que
yo tenía por costumbre llevar y una carísima chaqueta de corte sobrio. Me
sorprendió agradablemente lo bonito que era todo. A su lado había una
pequeña maleta ya hecha. Encima de ella, un billete de avión. Mi vuelo era a
las nueve. Me vestí a toda prisa, me prendí el broche de Roz en mi nueva
chaqueta y bajé para reunirme con sir Henry.
—El hecho de que te persigan los paparazzi te enseña mucho más acerca
de la astucia de lo que jamás te podría enseñar el teatro —dijo éste con
satisfacción cuando entré en la sala del desayuno.
Resultó que el Bentley estaba a punto de salir para Highgate, con el
jardinero y su nieta en el asiento de atrás. Pero ni siquiera el envío de un
vehículo para despistar pudo impedir que sir Henry se mostrara solícitamente
preocupado por mí a lo largo del desayuno.
—¿Está segura de que no quiere compañía? —me preguntó, removiendo
lo que parecía medio kilo de azúcar en su taza de té.
Meneé la cabeza.
—Gracias, pero llamaría mucho más la atención viajando en compañía
de un actor mundialmente famoso que sin él.
Al final, fue un alivio subir a un Range Rover con Barnes sentado al
volante.
—Tenga cuidado, Kate —fue lo único que me dijo sir Henry mientras
cerraba la puerta del vehículo.
Pero sus ojos estaban llenos de inquietud.
9

No guardo un recuerdo claro del vuelo. El billete que sir Henry me


compró era de primera clase, por lo que pude estirar las piernas, aunque me
fue imposible conciliar el sueño y mucho menos pensar. A la una de la tarde,
el avión aterrizó en el aeropuerto Logan de Boston, salté al interior de un taxi
y le pedí que me llevara a Harvard.
Cuando el taxi tomó la curva de Storrow Drive, contemplé el río Charles
a mi derecha, azul bajo un cielo sin nubes. Poco después divisé en la otra
orilla las cúpulas de color rojo oscuro, turquesa y seráficamente azules de los
edificios de ladrillo rojo que albergaban a los estudiantes de la universidad.
Tras una curva la carretera se adentró en el ardiente horno que era Cambridge
en junio. Me registré en mi hotel, el Inn at Harvard. Dejé la maleta en mi
habitación y, tras echarme al hombro mi bolsa negra con libros, crucé
corriendo Massachusetts Avenue y me dirigí al Harvard Yard.
Allí se estaba más fresco gracias a que los edificios de ladrillo estaban
rodeados por un mar de hierba en lugar de asfalto y protegidos por un
cuidado y fresco bosque de altos árboles. Doblé por una esquina y ante mis
ojos apareció la biblioteca. Construida en memoria de un joven graduado que
había viajado a Europa en 1912 para entregarse a su notable afición de
coleccionar libros raros y que había adquirido un pasaje para regresar a casa
en el Titanic, la Harry Elkins Widener Memorial Library presidía la mitad
oriental del Harvard Yard, tan cuadrada, gigantesca y dominante como la
afligida matriarca que había corrido precisamente con los gastos de su
construcción.
Subí a toda prisa los peldaños, atravesé una de las altísimas puertas de la
entrada y entré en el fresco vestíbulo de mármol. Me detuve brevemente en el
mostrador de atención de los ex alumnos y obtuve la tarjeta amarilla que me
permitía consultar los fondos de la biblioteca. En la puerta correspondiente
mostré mi permiso temporal a un aburrido estudiante que montaba guardia
sentado y me dispuse a acceder a la planta donde estaba el fondo que
buscaba.
Me detuve un momento para orientarme. Gracias a una serie de
cláusulas que constaban implacablemente por escrito, la señora Widener se
había asegurado de que el aspecto exterior de la biblioteca jamás se pudiera
modificar ni siquiera con un solo ladrillo. Las entrañas, en cambio, ya eran
otra cuestión; la señora Widener había concedido a regañadientes que
pudieran crecer y cambiar de acuerdo con los tiempos. Desde mi partida,
gracias a reformas multimillonarias, el interior del edificio había sufrido
cambios que lo habían puesto a la altura del siglo XXI. Confiaba en que
todavía me pudiera seguir orientando. Una lámina de un plano xerografiado
fijada en una pared parecía indicar que la distribución de los distintos fondos
de la biblioteca seguía siendo la misma.
Siguiendo un camino marcado en el suelo con una ancha cinta adhesiva
de color rojo, bajé los cuatro tramos de escaleras que conducían a las
mazmorras de la Widener. Atravesé oscuros pasillos entre estanterías de
olvidados conocimientos y penetré en un sinuoso túnel de cuyas paredes
colgaban enormes y ruidosas tuberías. En su otro extremo, una pesada puerta
metálica se abría a un vestíbulo cuya gastada alfombra de color anaranjado
conducía a un pequeño ascensor que descendía ruidosamente a la planta de
abajo. Entré en un espacioso cuarto cuadrado muy bien iluminado que
zumbaba como una nave espacial enterrada.
Contemplé un plano fijado con tachuelas junto a la puerta del ascensor y
volví a estudiar la tarjeta de Roz. Thr 390.160 era la signatura bibliográfica
que yo buscaba. La sección «Thr» —historia del teatro— estaba en el
extremo más alejado de la sala. Me dirigí hacia mi meta. Allí estaban las
obras catalogadas bajo la signatura 390. Me agaché y deslicé el dedo por los
lomos de los libros: 190, 180, 165, 160.5... y encontré sólo un rectángulo de
espacio vacío. Comprobé la signatura que indicaba la tarjeta que sostenía en
la mano y volví a contemplar la estantería. Sí, estaba en el lugar adecuado.
Pero justo allí donde habrían tenido que estar los cuatro volúmenes, había una
brecha. Ninguno de los cuatro libros se encontraba en su sitio.
Maldición, maldición, maldición. Jamás se me había ocurrido pensar en
la posibilidad de que los volúmenes no estuvieran allí. Me dirigí corriendo a
un ordenador cuya pantalla emitía un brillo siniestro en un rincón muy
próximo al ascensor. A través del servicio de consultas del catálogo on line
podía averiguar quién había sacado los libros y pedir su devolución, pero
tardaría entre una semana y diez días en tenerlos, con un poco de suerte. Si el
prestatario estaba disfrutando de un año sabático, puede que tardara un mes.
No disponía de una maldita semana y mucho menos de un mes.
Refunfuñando, tecleé el título en la pantalla de búsquedas.
La respuesta, cuando apareció, fue todavía peor. «No está en préstamo»,
insistía en decirme la pantalla. Presa del desaliento, abandoné el sótano y subí
a la sección de Circulación, donde la estudiante que atendía el mostrador me
dijo arrastrando las palabras que podía pedir una búsqueda por estanterías.
—¿Una búsqueda por estanterías? —repetí con incredulidad—. ¿Va
usted a enviar a algún enanito en busca de cuatro volúmenes que se han
extraviado entre once millones?
La chica se encogió de hombros.
—En este edificio sólo hay tres millones y medio. Pero los cuatro que a
usted le interesan no van a aparecer de todos modos.
Cualquier cosa que Roz hubiera descubierto en The Elizabethan Stage,
la habría anotado al margen. Yo estaba segura de que lo habría hecho; era
conocida por su costumbre de escribir en los libros. Siempre a lápiz y, por
regla general, utilizando unos diminutos garabatos escritos al revés de
derecha a izquierda, una especie de tic mientras leía. Lo hacía de forma tan
inconsciente como respirar. Corrían rumores de que una vez había sido
expulsada de la Biblioteca Británica por haber escrito en un manuscrito de
mil años de antigüedad. Sin darse cuenta. Algo que los británicos o, por lo
menos, sus bibliotecarios a la vieja usanza, estuvieron aparentemente
dispuestos a perdonar, pues no tardaron en volver a darle la bienvenida. De
vez en cuando, garabateaba notas al margen para su propio uso, y una o dos
veces yo había visto auténticos desvaríos. Necesitaba los ejemplares que ella
consideraba suyos. Los de la Widener.
—Gracias —alcancé a decir mientras firmaba la petición que pondría a
trabajar a los enanitos.
Me detuve en el umbral de la puerta que desde la sección de Circulación
conducía al vestíbulo de la entrada. ¿Y ahora qué?
Estaba girando a la derecha en dirección a la salida cuando la gran
escalinata de mármol que tenía a mi izquierda me llamó la atención. La
biblioteca era un inmenso cubo hueco construido alrededor de un patio
interior; en el centro del mismo, unido al cuadrado exterior por un estrecho
pasillo, se elevaba el mausoleo abovedado construido a la memoria del joven
Harry Widener. No era un lugar de descanso para sus huesos, sino para sus
libros. Custodiada en el interior del corazón de mármol de la cúpula, se
encontraba una fiel reproducción de su estudio, con sus paredes revestidas de
paneles de madera y con flores frescas que cada mañana se seguían
colocando en un jarrón encima de su escritorio.
Subí los peldaños que conducían a un opulento descansillo de mármol
tan pálido como el pergamino. Una puerta neoclásica daba acceso a una sala
semicircular, también de mármol. Al otro lado, una puerta más pequeña se
abría al estudio. Contemplé los oscuros paneles de madera, los libros que
había detrás de los cristales de los estantes y los claveles rojos que ya
empezaban a marchitarse. Pero era aquel vestíbulo abovedado lo que a mí me
interesaba. En el interior de la urna del centro rematada por cristal, había dos
libros, abiertos el uno al lado del otro. Uno era el primer libro que se
imprimió: la Biblia de Gutenberg. El rítmico latín estaba impreso en pesadas
letras en negrita y las capitulares estaban pintadas a mano de color rojo y
azul. El otro, gracias al excelente gusto y a la fortuna del joven Harry, era el
ejemplar de Harvard del Primer Infolio.
La estancia estaba desierta; los estudiantes de Harvard raras veces
visitaban aquel lugar. El libro estaba abierto por la portada con el grabado de
un retrato de Shakespeare, el único que lo representaba con un ojo estrábico y
la frente tan abombada como el huevo Humpty-Dumpty de Alicia en el País
de las Maravillas. La cabeza descansaba de una manera tan rara sobre la gola
que parecía extrañamente separada del cuello. «COMEDIAS, HISTORIAS Y
TRAGEDIAS DEL SEÑOR WILLIAM SHAKESPEARE», proclamaban
unas letras de gran tamaño por encima de la imagen. «Publicadas según las
auténticas copias originales.» Debajo del retrato se leía: «LONDRES.
Impreso por Isaac Iaggard y Ed. Blount. 1623».
Examiné la página. Ningún lector se había atrevido a profanarla. Tal vez
Roz había hecho anotaciones en otro inicio de obra menos sagrado, pero
hasta ella se hubiera negado a escribir deliberadamente en un Infolio.
Chambers era la clave. Algo en uno de los cuatro volúmenes de The
Elizabethan Stage me diría qué tenía que buscar. Siempre y cuando pudiera
encontrar los ejemplares de la Widener. Experimenté un sobresalto. ¿Y si los
tuviera el asesino? Estaba segura de que tal cosa no era posible. Yo había
tenido en mi mano la clave de Roz mientras se producía el asesinato y
durante varias horas después.
¿Y si ella hubiera retirado los volúmenes? En tal caso, lo más probable
era que se los hubiera llevado consigo a Londres. Seguramente sir Henry le
podría arrancar a alguien la información. Pero ¿qué haría yo entonces?
¿Verme con Sinclair, parpadear y pedirle que me permitiera ver los libros de
la profesora Howard sin ningún motivo especial? Descendí la escalinata y
eché a correr entre los árboles del Yard.
Unos escalones subían al amplio atrio de la Memorial Church. Cinco
años atrás, en una noche de mayo, sin más telón de fondo que los severos
perfiles de la iglesia, aquel atrio me había servido de escenario para la
primera obra que había dirigido: una interpretación de estudiantes de
licenciatura de Como gustéis. Aquel día los cornejos habían adornado el
escenario con sus capullos blancos y rosas y las sonoras carcajadas habían
resonado bajo el dosel de los olmos.
Me seguía sintiendo orgullosa de la puesta en escena de aquella obra.
Había sido tremendamente divertida, pero también siniestramente taimada,
con aquella broma central del acertijo que no pretendía otra cosa que no fuera
arrastrar al orgulloso y puritano Malvolio primero a la insensatez y después a
la locura. Me senté en la escalinata de la iglesia. ¿Sería posible que Roz me
hubiera tendido una trampa parecida?
No era un pensamiento muy caritativo. Con una punzada de dolor, la
recordé tumbada bajo el banco del Globo con los ojos abiertos.
—Menudo despacho tienes —me había dicho ella un poco antes aquel
día.
—Pues menuda entrada la tuya —le repliqué yo.
—Después de tantas molestias, Katie, esperaba algo un poco menos
mundano. Esperaba algo más... bueno, shakespeariano.
Yo me había limitado a mirarla indignada. Había sido sir Henry quien le
había dado lo que ella quería. «Te llamaré Hamlet —había dicho sir Henry
—. Rey, padre, regio danés.»
—Te llamaré Hamlet —murmuré en voz alta y, mientras lo decía, una
cerradura se abrió en algún oscuro rincón de mi mente.
Por un instante, permanecí sentada sin moverme. Después busqué con
torpeza mi móvil y marqué el número de sir Henry.
—El pinchazo de la aguja... —dije en tono apremiante cuando él
contestó.
—Hola, mi dulce Kate.
—El pinchazo de la aguja que encontraron en Roz, ¿dónde lo tenía?
—Curiosa pregunta —dijo sir Henry, soltando un resoplido—, que tiene
una insólita respuesta que casualmente conozco porque acabo de mantener
otra charla con el inspector Sinclair. Un personaje espléndidamente siniestro,
muy de Dostoyevski.
—¿Dónde tenía el pinchazo, sir Henry?
—En la vena detrás del oído derecho.
Una líquida luz verde se derramaba a través del dosel de los árboles
como si se arrojara a los bajíos de un silencioso mar. Cuando me cayó
suavemente encima, no me pudo librar del desaliento que sentía y su calor ya
se había disipado hacía un buen rato.
—¿Kate? ¿Está ahí?
—Es como también murió él —dije en un susurro.
—¿Quién? ¿Quién más ha muerto?
—El padre de Hamlet. Es precisamente la manera como se convirtió en
fantasma.
Sir Henry emitió un prolongado y sibilante suspiro.
—En los pórticos de mis oídos —musitó—. Dios mío, Kate, es cierto. Su
hermano le vertió veneno en el oído mientras dormía. Todo encaja, excepto
una cosa.
—¿Cuál?
—El análisis toxicológico preliminar, querida —dijo sir Henry como en
tono de disculpa—. Salió negativo.
—¿No hay veneno? ¿Está seguro?
—No estoy seguro de qué es lo que buscaban. Drogas, supongo. Pero
no, no han encontrado nada.
—Pues, entonces, algo se les ha pasado por alto. ¿Podría usted hablar
con Sinclair...?
—Me lo dijo el propio inspector Siniestro.
—Por el amor de Dios, sir Henry —repliqué—. El fantasma del padre de
Hamlet es el papel con el que Roz se presentó ayer por la tarde. El Globo
ardió coincidiendo con el aniversario de su primer incendio. Y los libros que
ella me pidió buscar, en clave, no se encuentran. No se han prestado.
Simplemente han desaparecido. ¿No le parece que son demasiadas
coincidencias?
Se hizo un ominoso silencio.
—Iré a ver de nuevo a Sinclair, con una condición —dijo sir Henry
tensando la voz—. Regrese a su habitación de hotel, cierre la puerta y espere
mi llamada. Estoy preocupado por usted.
—Pero las obras de Chambers...
—Me acaba de decir que los libros han desaparecido.
—Pero...
—Espere mi llamada, Kate. —Se mostró inflexible—. En cuanto
tengamos la respuesta de Sinclair, ya decidiremos qué hacer. Si está usted en
lo cierto, y no digo que lo esté, no debería nadar sola en aguas tan profundas.
Vacilé. Interrumpir ahora la búsqueda sería prescindir de las obras de
Chambers demasiado bruscamente; estaba segura. Pero no podía permitirme
el lujo de perder la ayuda de sir Henry.
—Muy bien —dije a regañadientes—. Esperaré.
—Buena chica. La llamaré en cuanto sepa algo.
Colgué el teléfono. ¿En qué demonios se había metido Roz? ¿En qué me
había metido a mí y, de rebote, a sir Henry?
Contemplé la biblioteca que tenía enfrente. Desde aquel lugar
privilegiado de observación, sus enormes columnas le conferían el aspecto de
un templo clásico que reventaba su púdico corsé de ladrillo. Un templo del
saber, pensé. Hogar de los más ilustres miembros del cuerpo docente de
Harvard, que allí tenían sus despachos. Matthew Morris, que desdeñaba las
bibliotecas en general, tenía uno en el que raras veces ponía los pies, pero se
negaba a prescindir de él. Era un sello de distinción. «Mi cuarto de los
secretos», lo había llamado Roz, entregándome la llave el día en que me
había convertido en su auxiliar de investigación. «Mi casa de la memoria.»
Aquel recuerdo me hizo evocar otro. «¿Qué es?», le había preguntado yo
en el transcurso de un encuentro mucho más reciente. «En mi memoria está
guardado —me había contestado ella— y tú misma conservarás la llave.»
En aquel momento, pensé que se refería al estuche dorado, pero ahora
pensaba que también tenía literalmente una llave. Busqué mi llavero en el
bolsillo lateral de mi bolsa. Tenía cinco llaves en la mano, una de ellas más
larga, oscura y pesada que las otras. La llave del despacho de Roz. La tenía el
día en que abandoné aquel lugar; la tenía en mi poder desde hacía tres años y
me decía que se la devolvería cuando ella me lo pidiera. Jamás lo había
hecho.
De repente, lo comprendí. Levanté la vista. Su rastro pasaba
directamente por aquel estudio.
Sinclair, con su sombría eficiencia, se habría puesto en contacto con la
policía de Boston, pidiendo que sellaran el despacho de Roz, pues era el
escenario de un delito. Seguramente ya habían procedido a hacer lo mismo en
su oficina del Departamento de Literatura Inglesa. Pero cabía la posibilidad
—sólo la posibilidad— de que se les hubiera pasado por alto su estudio de la
biblioteca. A fin de cuentas, aquello era la Widener, donde el tiempo se
deslizaba dando curiosos saltitos laterales. Los profesores se repantigaban en
sus estudios para sustraerse al constante agobio de la universidad y entregarse
al placer de las búsquedas de tesoros de erudición. Lo más probable era que
nadie del Departamento de Literatura Inglesa supiera ni tan siquiera dónde
estaba el estudio de Roz en la Widener.
Pero cuando se diera a conocer que había sido asesinada, más tarde o
más temprano las autoridades recordarían su existencia. Y, dada la presión
que Sinclair ejercería sobre ellas, probablemente sería pronto. Sólo me
quedaba una ventana ligeramente abierta, pero ya se estaba cerrando.
Pidiéndole en silencio disculpas a sir Henry, tomé mi bolsa, crucé
corriendo el Yard y subí los empinados peldaños de la Widener.
10

Mostré mi tarjeta y me zambullí de nuevo en la zona de los fondos; no


en el edificio soterrado, sino en la biblioteca propiamente dicha, con sus diez
laberínticas plantas, seis de ellas por encima del nivel de la calle. El estudio
de Roz estaba en la quinta. Subí sin pérdida de tiempo, salí del hueco de la
escalera y me detuve.
Había olvidado la sensación de poder que irradiaba de las zonas donde
estaban distribuidos los fondos que albergaba la biblioteca. No tenía nada en
común con la magnificencia de los edificios y las salas de lectura públicos, y
mucho menos con la intensa luz árida del sótano. Un antiguo olor a moho
envolvía el aire y lo impregnaba de un agrio regusto, un vestigio de la guerra
entre el papel y el oxígeno librada de forma lenta e inexorable y que algún día
provocaría el desmoronamiento de aquel imperio y lo dejaría convertido en
polvo.
Inspiré profundamente y dirigí mis pasos hacia el ala sur de la
biblioteca, donde las hileras de estanterías de hierro y acero doblaban por una
esquina y se perdían en la distancia. No había mucha gente aquella cálida
tarde estival. Aun así, pude ver a dos o tres aplicados estudiantes inclinados
sobre su trabajo. No podía disfrutar de aquel lugar para mí sola.
Si me comportaba como si tuviera derecho a estar allí, probablemente se
me concedería aquel derecho sin pensarlo demasiado. Doblé por la esquina
de un pasillo y enfilé el corredor interior que desembocaba justo delante de la
puerta del estudio de Roz. La media ventana de la puerta, como todas las
demás, era de cristal esmerilado.
Introduje la llave. Abrí la puerta y entré.
Casi todo estaba exactamente tal y como yo lo recordaba. En tres
paredes, las estanterías seguían todavía atiborradas de libros del suelo hasta el
techo, interrumpidos tan sólo por el alto archivador del fichero y por el
escritorio de Roz. Sobre la cubierta del escritorio, un par de largos pendientes
—una pieza de artesanía navaja de plata y turquesas que yo le había regalado
hacía mucho tiempo— y una fotografía enmarcada de Virginia Woolf. Un
busto de Shakespeare reposaba encima de una pila de papeles. En la pared
había un mapa de gran tamaño de Gran Bretaña pegado con chinchetas al
lado de otro que era una copia de un mapa de tiempos de Shakespeare. En el
suelo, la misma alfombra oriental antigua de siempre mostraba la zona raída
en la que Roz empujaba su sillón hacia delante y hacia atrás. Un sillón
orejero tapizado en un grueso y deshilachado tejido de algodón parecía
acechar en el rincón más alejado de la estancia, entre las estanterías y las
ventanas.
Eran las dos ventanas las que diferenciaban este estudio de los demás.
Roz se había negado rotundamente a que colocaran cortinas o persianas; no
quería privarse ni de un solo centímetro de su vista del cielo, decía. Eso no
había cambiado. Pero la última vez que yo había estado allí, las ventanas
daban al desolado patio central de la biblioteca, accesible tan sólo a los
pájaros y a las hojas llevadas por el viento. Ahora daban a una sala
profusamente iluminada y atestada de lectores. Recordé una de las proezas de
las reformas. La universidad había cubierto orgullosamente el patio que
rodeaba la cúpula central con cristal traslúcido y había transformado el
espacio interior en dos suntuosas salas de lectura.
De pie en el centro del estudio, cualquier lector que levantara la vista
podía verme. Soltando maldiciones por lo bajo, me acerqué al escritorio.
Deposité en el suelo mi bolsa llena de libros, me dejé caer en el sillón de Roz
y me puse a pensar.
A cualquiera que mirara desde abajo, le parecería absolutamente normal
verme allí sentada leyendo. Probablemente también podría echar un vistazo al
ordenador. A nadie le resultaría extraño que un profesor contratara a un
ayudante para que trabajara en su despacho. Sobre todo Roz, que no era
demasiado aficionada a los ordenadores: solía escribir a mano el primero de
los dos borradores de sus libros y artículos y después se los pasaba a una
secretaria. A menos que la noticia de su muerte ya se hubiera divulgado,
podía utilizar tranquilamente su ordenador.
Pero tenía que examinar sus libros, y eso ya me planteaba un problema
más considerable. Los guardaba de una manera tan excéntrica como siempre,
amontonados en las estanterías en dos hileras, una detrás de la otra por toda la
estancia. Casi todas las personas que amontonan los libros en dos hileras
colocan los ejemplares más usados en la fila delantera, pero Roz hacía justo
lo contrario. Jamás le había gustado la idea, decía, de que otros fisgaran en
sus pensamientos nonatos. Como consecuencia de ello, la fila exterior de sus
estantes era, para los visitantes curiosos, una barrera integrada por las obras
de compañeros y amigos y también por la obra más reciente de los astros
emergentes de los estudios shakespearianos.
Lo que allí parecía faltar era cualquier obra que pudiera sugerir el curso
imprevisible de la mente de Roz. No es que faltara, pensé lanzando un
suspiro, es que simplemente estaba enterrada. Para encontrar The Elizabethan
Stage habría tenido que sacar todos los libros de todas las estanterías de la
habitación. Lo cual le habría parecido un poco raro, por no decir otra cosa
peor, a cualquiera que mirara por las ventanas, y a mí me habría llevado el
tiempo suficiente como para que las probabilidades de que me vieran fueran
bastante elevadas.
Entre los bolígrafos y los lápices amontonados en un botecito al lado del
ordenador había una pequeña linterna Maglite. La saqué. La Widener seguía
cerrando a las diez en punto. Los bibliotecarios y los conserjes se irían a las
once o, como mucho, a las doce. Eso significaba que dispondría de seis o
siete horas libre de miradas indiscretas, hasta que los trabajadores empezaran
a regresar a las siete de la mañana siguiente para abrir la biblioteca a las ocho.
Contemplé con una sonrisa los grandes y tristes ojos de la señora Woolf. Lo
que no podía hacer a la clara luz del día lo tendría que hacer en la oscuridad.
Bastaría con que me quedara encerrada dentro. Apoyado contra la pantalla
del ordenador había un moderno facsímil del Primer Infolio. Lo tomé, me
incorporé, recogí mi bolsa y salí del estudio.
Me senté en un cubículo y abrí el facsímil. Durante la larga espera,
examiné hasta la última página, pero no vi ni una sola anotación en ningún
sitio.
A las nueve y media, oí finalmente al hombre del megáfono.
—El mostrador de Circulación cerrará dentro de quince minutos. Dentro
de quince minutos el mostrador de Circulación se cerrará.
A las nueve cuarenta y cinco las luces parpadearon y los últimos lectores
se retiraron. Esperé hasta que oí la voz del hombre del megáfono dos plantas
más abajo. Al final, me levanté y me desperecé, tensa a causa del
agotamiento. Eran casi las tres de la madrugada, horario de Londres, pero me
quedaban todavía muchas horas antes de poder ir a dormir. Miré a ambos
extremos de la larga hilera de cubículos. En aquel ala había muy poca gente.
Ahora estaba desierta.
Cerré el libro y regresé al estudio de Roz. La llave vibró ligeramente en
la cerradura. Abrí un resquicio lo más estrecho posible y me deslicé al
interior. La sala de lectura de abajo también estaba desierta y la bibliotecaria
ya no estaba detrás de su mostrador. Dejé mi bolsa en el suelo y me agaché
junto a ella. Saqué el móvil y lo apagué. Después me pasé una hora
escuchando cómo los ruidos cesaban en la biblioteca mientras la añoranza de
Roz crecía dentro de mí.
Al final, se apagaron las luces del pasillo; sólo se veía una minúscula
bombilla cada siete u ocho metros. Me sacudí para mantenerme despierta,
pero una vez más mi cabeza se inclinó hacia delante y mis ojos se cerraron.
Me volví a despertar de golpe. Algo me había sobresaltado, pero ¿qué?
La oscuridad se había vuelto tan densa como el terciopelo. Me arrastré hasta
la puerta y presté atención, pero no oí nada.
Encendí la linterna y me acerqué al escritorio. Volví a colocar el Infolio
en el lugar donde lo había encontrado, saqué los papeles que había debajo del
busto de Shakespeare, los reuní y los guardé en la bolsa. Después me volví de
cara a las estanterías.
—Perdón —musité.
¿A quién pedía perdón? ¿A los libros? ¿Al estudio? ¿A Roz? Después
me puse a trabajar.
Recorrí metódicamente los estantes de una manera que Roz hubiera
aprobado, saqué la fila exterior de libros sección por sección e iluminé con la
linterna el oscuro túnel que había detrás. Lo menos que se podía decir era que
sus intereses eran muy variados. Llegué a una pequeña sección sobre
Cervantes y Don Quijote y después a otra sobre Delia Bacon, una literata de
Nueva Inglaterra del siglo XIX cuya obsesión por Shakespeare la había
llevado primero al fulgor literario y después a la locura. Tiempo atrás Delia
había sido mi territorio. ¿Qué habría despertado el interés de Roz? Reprimí
un bostezo y seguí adelante. Una sección bastante larga acerca de la
recepción de Shakespeare en el Oeste norteamericano parecía ser las sobras
del último libro de Roz. En conjunto, daba la impresión de ser un collage
separado al azar de las filas exteriores. Nada de lo que Roz había escondido
sugería la existencia de un nuevo proyecto coherente. Y, por encima de todo,
The Elizabethan Stage no se veía por ninguna parte.
Veinte minutos más tarde, de rodillas y al borde de la desesperación,
vislumbré lo que estaba buscando, al fondo del estante inferior junto a la
ventana. Cuatro libros encuadernados en desteñida tela roja. Un pálido brillo
dorado en los lomos anunciaba: The Elizabethan Stage. Chambers.
Me incliné un poco más. Cerca del final de uno de los volúmenes
asomaba un papelito como si fuera una minúscula bandera. Saqué el libro, me
volví para sentarme en el borde del sillón orejero y lo abrí por la página
marcada: la 448. «Dramas y dramaturgos», decía el encabezamiento, el título
de un largo capítulo que enumeraba, dramaturgo por dramaturgo, todas las
ediciones impresas conocidas y las copias de manuscritos de todas las obras
escritas en el Renacimiento inglés. Una tarea de erudición como para
volverse loco.
La página 488 empezaba en medio de una sección dedicada a Otelo.
Seguía con Macbeth, El rey Lear, Antonio y Cleopatra, etc., hasta llegar a La
tempestad y Enrique VIII en la página de la derecha. Las últimas obras de
Shakespeare. Sus grandes obras jacobinas. Iluminé con el pálido círculo de
luz amarilla de la linterna los márgenes. ¿Cuál de las obras le habría
proporcionado la pista que buscaba?
Pero, una vez más, no encontré ni una sola anotación al principio. Me
recliné contra el respaldo del sillón. El rastro no podía terminar allí. Volví a
sacar del bolsillo de la chaqueta la ficha de Roz y leí una vez más su nota. Le
di la vuelta y jugueteé con el agujero perforado en la parte inferior. Después
de todas las molestias que se había tomado para conseguir aquellas fichas, no
era posible que Roz hubiera malgastado una de ellas en algo tan efímero
como una tarjeta de felicitación de cumpleaños. Cualquier cosa que yo
estuviera buscando tenía que estar relacionada con aquellos libros.
«No, no se trata de los libros», pensé. Estaba acostumbrada a pensar en
aquellas fichas como marcadores de libros. Pero Roz pretendía que prestara
atención a la ficha propiamente dicha. Me levanté y me acerqué al armario en
el que ella guardaba las fichas —uno de los viejos armarios de la Widener—,
dejando el libro todavía abierto encima de él. Recorrí con la luz de la linterna
los pequeños cajones, cada uno de ellos cuidadosamente etiquetado con la
escritura de Roz, y llegué a uno que decía «Cecil-Charles II».
Lo abrí y rebusqué entre las fichas hasta llegar a «Chambers, E. K.». El
primer título era Arthur of Britain. Después Early English Lyrics, seguido de
The English Folk Play. Demasiado lejos. Empujé una ficha hacia atrás y
separé las otras.
Allí, cerca del final, la luz iluminó el borde de un trozo de papel doblado
por la mitad. Lo saqué con cuidado.
«Para Kate», decía en lápiz rojo.
En aquel momento, las luces del pasillo —que ya eran muy débiles—
parpadearon y se apagaron. Oculté el trozo de papel entre las páginas del
libro. Estrechándolo contra mi pecho, apagué la linterna y me acerqué de
puntillas a la puerta. Hasta donde alcanzaba mi vista, todas las luces se
habían apagado; la biblioteca entera estaba sumida en la oscuridad. Un ruido
distante en el cual apenas había reparado pareció intensificarse, amortiguarse
y finalmente disolverse en la nada, como si el edificio fuera una gigantesca
bestia viva que estuviera exhalando su último aliento.
Estaba a punto de reanudar mi tarea cuando en medio del silencio oí un
chirrido. Me quedé petrificada. Era un sonido que conocía muy bien:
provenía de las puertas cortafuegos de uno de los huecos de las escaleras
situados a ambos extremos del pasillo al que daban los estudios. Alguien
había abierto la puerta del ala este de la quinta planta y ahora la estaba
cerrando. Había alguien más en el interior del edificio.
Volví a salir sigilosamente del estudio, pero esta vez entorné la puerta
hasta casi cerrarla, aunque no lo bastante para que la cerradura hiciera clic, y
eché a correr por el pasillo. Justo cuando me estaba deslizando entre las
estanterías, una figura más oscura que la oscuridad circundante dobló por la
esquina junto a la escalera.
Un guardia de seguridad con toda certeza, o un agente de policía de la
Universidad de Harvard que había reaccionado al apagón. Pero la idea de que
era la misma oscura presencia que había vislumbrado en la ventana de mi
casa, unida por algún oscuro eslabón al regalo de Roz, se negaba a apartarse
de mi mente. Cubriendo el broche con la palma de la mano, avancé encogida
por los pasillos.
En una de las puntas del pasillo que daba a uno de los huecos de las
escaleras, unas manchas de luz de luna iluminaban el corredor. La borrosa
silueta de un hombre apareció ante mi vista, pero, antes de que pudiera
distinguir algo más que un vago perfil, la figura se desplazó. Suspiré aliviada.
Sin embargo, de repente el hombre se detuvo. Retrocedió dos pasos y
después tres. Al llegar a la puerta de Roz, volvió a detenerse y distinguí el
brillo metálico de una llave. Pero la puerta de Roz no estaba cerrada con
llave. Apenas estaba entornada. Cuando la figura la empujó, la puerta se abrió
con un ligero ruido. Por un instante, el hombre permaneció inmóvil.
Repentinamente, giró en redondo. Eché a correr con él a mis espaldas.
Giré a la izquierda donde se encontraban los cubículos, atravesé a toda
velocidad tres pasillos y retrocedí patinando hacia los estudios. En la
cabecera del pasillo, oculta tras una estantería metálica, me detuve, alerta,
con el corazón latiéndome desbocado. Nada. La Widener era un laberinto de
corredores cortos, giros inesperados y cubículos imprevisibles y, por si fuera
poco, ahora estaba sumida en la oscuridad. Si mi perseguidor no era capaz de
orientarse en el laberinto tan bien como yo —y si las reformas de la
biblioteca no habían introducido cambios desconocidos para mí—, contaba
con una buena probabilidad de escapar.
Un susurro de pisadas en el corredor exterior me indicó dónde estaba mi
perseguidor. A unos cuantos pasillos de distancia, se volvió y se dirigió de
nuevo hacia los estudios. Conforme se acercaba, más me ocultaba yo en el
corazón de las estanterías. A toda costa tenía que mantener el mayor número
de estanterías entre él y yo. Sujetando fuertemente con una mano el volumen
de Chambers, busqué a tientas con la otra a lo largo del estante que había
justo por encima de mi cabeza. Un par de metros más allá, mi mano encontró
un hueco. Alargué la mano. Sí, poniéndome de puntillas, alcanzaba a tocar la
hilera de libros alineados en la estantería del siguiente pasillo. Haciendo un
gran esfuerzo, empujé una hilera de libros y los hice caer al suelo.
Mi perseguidor encaminó sus pasos hacia el lugar de donde procedía el
ruido, y entonces eché a correr en la dirección opuesta, hacia donde estaba el
hueco de la escalera situado al final del corredor, a sólo unos diez metros de
distancia. ¿Cuánto tiempo lo retendría el montón de libros caídos al suelo?
Llegué al hueco de la escalera y tiré del pomo de la puerta que conducía a la
planta de abajo... No se abrió. Miré a mi alrededor. La escalera que conducía
a la planta de arriba no estaba cerrada por ninguna puerta chirriante. Me volví
y subí corriendo a la planta superior.
Una vez allí, me volví a esconder entre las estanterías. Oí unas pisadas
acercándose a la escalera de la planta de abajo. Las pisadas se detuvieron y
después la puerta se volvió a abrir con un chirrido. Las pisadas se alejaron
escaleras abajo.
Esperé. Cabía la posibilidad de que volviera a subir sigilosamente tras
haber adivinado mi maniobra y esperara a que yo apareciera. O puede que se
escondiera y permaneciera al acecho junto a la salida principal. No. Allí
estaba: el leve crujido de un zapato en la escalera. Me puse tensa, preparada
para echar a correr, pero no oí nada más. Hasta los libros parecían contener la
respiración.
Al cabo de mucho rato, retrocedí en silencio hacia la pared interior del
ala oeste. Unas altas ventanas daban a la misma sala de lectura visible desde
el estudio de Roz; en sentido diagonal con respecto al lugar donde yo me
encontraba, podía ver las ventanas de los estudios. Estaba a punto de
volverme para irme de allí cuando un pequeño destello de luz roja brilló a
través de una de ellas. Una planta más abajo y tres ventanas más allá. La
ventana de Roz.
Había regresado.
Bajé sigilosamente por la escalera, avancé por el pasillo al que daban los
estudios y salí al corredor exterior a través de las estanterías. Tal vez no podía
impedir que él revolviera las cosas de Roz, sola en medio de la oscuridad.
Pero quizá pudiera averiguar algo acerca de su identidad.
Llegué al pasillo que conducía directamente al estudio de Roz. Me
asomé desde una estantería y vi un destello de luz roja reflejado en la ventana
de Roz. Aún estaba allí.
Saqué la nota del libro de Chambers y me la guardé doblada en el
bolsillo. Un pasillo más allá, introduje el libro en un espacio vacío de un
estante inferior, memorizando su localización. En caso necesario, podría
regresar por él a la mañana siguiente; las probabilidades de que otra persona
lo encontrara mal colocado entre millones de volúmenes eran remotas.
Entretanto, el libro estaría seguro.
Doblé por la esquina, di un paso al frente y después otro, y avancé
sigilosamente por el pasillo. Cuando apareció ante mi vista la puerta de Roz,
me detuve. Nada. Di otro paso y el estridente sonido de una alarma rasgó el
silencio. Antes de que me pudiera echar hacia atrás, una oscura sombra se
abalanzó sobre mí desde la puerta, retorciéndome un brazo a mi espalda.
Apenas audible a través del estridente ruido de la alarma, un susurro me
arañó el oído:
—La vulgar Kate y la gentil Kate y algunas veces Kate la maldita.
¡Mi nombre! ¡Conocía mi nombre! Me revolví, tratando de ver el rostro
de mi agresor, pero éste me retorció el brazo con tal fuerza que se me escapó
un jadeo de dolor.
Soltó una carcajada, un sonido sin la menor alegría o el más mínimo
calor.
—Pero tal como dijo otro personaje de Shakespeare: ¿Y qué quiere decir
un nombre?... Roz se cambió el suyo, ¿sabe?, por el del viejo Hamlet.
Se me puso la piel de gallina. Era cierto. Volví a forcejear. Algo brilló y
sentí la fría hoja de un cuchillo contra la garganta.
—Tal vez le tendríamos que cambiar también el suyo —percibí la
humedad de su aliento en mi cuello—. Corra, Kate —me dijo en tono burlón.
Y después, como si hubiera desaparecido en un abrir y cerrar de ojos en
medio de la oscuridad de la noche, ya no estaba allí.
Presa del terror, eché a correr hacia el pasillo exterior flanqueado por
cubículos. Miré a derecha e izquierda. No sabía adónde ir y sólo había un
lugar donde ocultarme. Me agaché debajo de uno de los cubículos. ¿Adónde
había ido? ¿Qué había pasado? Se había protegido activando algún tipo de
alarma sensible al movimiento. Lo cual significaba que esperaba que yo
regresara.
Cesó el sonido de la alarma. Si él la había desactivado, no debía de estar
muy lejos.
Unas sigilosas pisadas avanzaron entre las estanterías en dirección a los
cubículos. «Vete —pensé, deseándolo con todas mis fuerzas—. Vete, por
favor.»
Pero él se volvió hacia el lugar donde me encontraba, caminando con
pasos lentos y deliberados, deteniéndose en cada cubículo. Probablemente,
agachándose ante cada mesa de trabajo.
Se detuvo en el cubículo que había delante del mío y me preparé para
pegar un salto. Para defenderme de su cuchillo sólo tenía la mesa de trabajo.
Podía empujarla contra él, tal vez le haría perder el equilibrio justo el tiempo
suficiente para huir. No era mucho, pero era algo mejor que morir como una
rata en una trampa.
Avanzó un paso y después otro... y después pasó junto al escritorio
donde yo estaba escondida y siguió adelante hasta el final del corredor sin
mirar tan siquiera hacia atrás. Se volvió hacia la salida principal y luego
desapareció. Oí el lejano ruido de una puerta de escalera.
Sollocé aliviada. Salí a gatas de debajo de la mesa y me levanté. No
había nada encima de la cubierta del escritorio cuando me oculté debajo de él,
pero ahora una hoja de papel flotaba como una tajada de luz de luna sobre su
oscura superficie. La tomé. El lado por el que había sido arrancado de un
libro era áspero y rasposo; la impresión parecía antigua y el papel era grueso,
pesado y de consistencia cremosa. No pertenecía a un libro moderno.
Me moví para recibir un poco de luz del exterior. Era una página del
Primer Infolio. Un original, no uno de los facsímiles como el que yo había
encontrado en el estudio de Roz. Además, en aquél no había ningún tipo de
anotaciones y en éste sí. En el margen de la derecha, alguien había dibujado
una mano que señalaba con el índice hacia la izquierda una línea
determinada, y tenía el pulgar levantado, como cuando los niños hacen como
que tienen un arma. Pero era una antigua figura que hacían los lectores de
antaño para refrescarse la memoria, la versión medieval y renacentista de un
marcador de texto. Examiné el dibujo con más detenimiento. Puede que su
significado fuera antiguo, pero lo habían hecho hace poco, seguramente con
un bolígrafo de trazo grueso, más que con cálamo o una pluma estilográfica.
Eché un vistazo a la frase y me sentí mareada al instante. No era exactamente
una frase, sino una indicación de escena. Y no pertenecía a Hamlet, sino a
Tito Andrónico... al momento más cruel de la obra más cruel de Shakespeare.
De una violencia tan brutal que te abría un negro agujero en el vientre. Tan
brutal que ni siquiera Shakespeare había intentado ponerla en verso: Entra
Lavinia, con la lengua arrancada, las manos cortadas y ultrajada.
«¿Y qué quiere decir un nombre? —me había susurrado mi perseguidor
—. Tal vez tendríamos que cambiar también el suyo.»
¿Por el de Lavinia?
—Kate —dijo una voz masculina junto a mi hombro.
Lancé un grito y una mano me cubrió la boca.
11

—Estese quieta y preste atención —dijo una voz grave con acento
británico—. Roz me ha enviado.
Traté de apartarme, pero él me agarró y me obligó a volverme.
Fuertemente apretada contra él, reparé en un ensortijado cabello castaño, una
nariz aquilina y un cuerpo tan duro que habría podido estar labrado en
mármol, sólo que se notaba caliente.
—Roz ha muerto —dije.
—No me hizo caso.
Me eché hacia atrás, pero él volvió a sujetarme. Esta vez sus ojos se
clavaron en los míos.
—Si lo abres, tendrás que seguir adelante hasta donde te lleve.
Las palabras de Roz. Me quedé petrificada.
—¿Quién es usted?
—Ben Pearl —contestó lacónicamente—. Disculpe mis malos modales,
pero estoy intentando sacarla viva de aquí. Puesto que no me gustaría
cruzarme con su perseguidor, ¿qué alternativas se nos ofrecen?
Hablaba con el suave acento y la displicente arrogancia de la clase alta
británica.
Su rostro y sus brazos estaban descubiertos y su camiseta era de color
gris. En cambio, el que antes me había hablado en voz baja en la oscuridad
iba vestido de negro de pies a cabeza y tenía acento americano.
—¿Y por qué tengo que fiarme de usted?
—Ella era mi tía, Kate.
—Usted es británico.
—Las personas cruzan los océanos. Era la hermana de mi madre y me
contrató para que la protegiera.
Tenía el cabello oscuro y los ojos verdes como ella.
—Suélteme —insistí.
Pero no me hizo caso.
—Quieta.
Sus ojos parpadearon y dirigió la vista hacia la ventana. Seguí la
dirección de su mirada. Fuera, un globo de brumosa luz amarilla se elevaba
desde lo alto de una farola de la calle. Abajo, la oscuridad se rizaba como el
agua o la bruma que se arremolina en la estela de una embarcación.
—¿Es él? —pregunté en voz baja.
Me apartó de la ventana y me empujó hacia el otro lado del corredor.
—No, a menos que se haya clonado a sí mismo una docena de veces —
contestó en voz baja mientras nos adentrábamos en las sombras de las
estanterías—. Creo que es la policía de la universidad, que ha venido por el
apagón. La salida principal está descartada. ¿Qué alternativas tenemos?
—Hay una entrada trasera cinco pisos más abajo.
—Es probable que los policías se dirijan precisamente a ese lugar.
Me mordí el labio.
—La Pusey, la biblioteca de al lado, tiene una salida.
—Muy bien.
—Pero da justo a la esquina de la entrada principal de la Widener.
Me miró exasperado.
—Estamos en Harvard, por el amor de Dios. ¿Es que no hay puertas
ocultas o túneles secretos?
—Hay uno —contesté muy despacio—. O, por lo menos, antes lo había.
Es un túnel que pasa por debajo del Yard y llega hasta la biblioteca Lamont.
En mis tiempos de estudiante, aquel túnel estaba abierto a todos los que
frecuentaban la universidad y, durante los aburridos meses entre enero y las
vacaciones de primavera, se convertía en algo así como una autopista
subterránea. Pero cuando cursaba segundo, un psicópata se había dedicado a
dejar por las zonas menos conocidas de la biblioteca restos de páginas
destrozadas a cuchilladas. Durante algún tiempo, los hechos habían sido
objeto de toda clase de chistes. Lo habían bautizado como el Minotauro, el
monstruo del laberinto. Oficialmente, la única respuesta de Harvard había
sido la de recomendar que los estudiantes entraran en el laberinto de las
estanterías en grupos de dos o más personas. Con carácter oficioso, las
investigaciones en la Widener se habían paralizado.
Cuando las flores de azafrán silvestre empezaron a asomar entre la
nieve, policías de paisano se infiltraron en la biblioteca y una mañana nos
despertamos con la noticia de que habían atrapado a un extraño hombrecillo
con ojos de serpiente... y de que el túnel de la Lamont se había cerrado con
carácter permanente. Corrían rumores entre los estudiantes de que no había
sido un policía el que había atrapado al psicópata, sino un sacerdote, y que
una titánica batalla había dejado todo el túnel cubierto de sangre que no había
manera de limpiar. Como es natural, las autoridades de Harvard no se
dignaron dar crédito a semejante superstición. La universidad eliminó
implacablemente el túnel de todos los planos, prohibió cualquier referencia
impresa al mismo e incluso impuso el silencio al claustro de profesores y a
todo el personal. En cuestión de cuatro años, la existencia del túnel quedó
prácticamente borrada de la memoria colectiva del cuerpo estudiantil.
—Estupendo —se congratuló Ben—. Eso es lo que necesitamos.
—Si es que todavía existe —comenté con inquietud.
—Tiene que existir —replicó él categóricamente—. Tiene que existir.
¿No se deja nada de lo que llevaba, profesora?
En respuesta a su pregunta, me dirigí a la estantería en la que había
escondido el libro y lo saqué del estante.
—¿Alguna otra cosa?
—No creo que... —Mi voz se cortó a media frase. La bolsa. Me la había
dejado en el despacho de Roz, junto con mi billetero y toda mi
documentación... No era de extrañar que el asesino conociera mi nombre. Le
había dejado mi tarjeta de visita. Noté que me ruborizaba—. Me he dejado la
bolsa en el despacho de Roz. Y no soy una maldita profesora —añadí
bruscamente—. Nunca lo he sido.
—No es usted muy partidaria de facilitar las cosas, ¿verdad?
Me acompañó por un pasillo, sin dejar de mirar arriba y abajo del
corredor flanqueado por despachos.
—¿Es aquí? —preguntó, señalando la única puerta que permanecía
abierta de par en par.
Me solté de él y me dirigí al estudio de Roz. Nada más entrar, me
detuve.
La estancia había sido puesta patas arriba. El sillón orejero aparecía
volcado en su rincón y con los cojines rasgados. Los libros estaban
amontonados en el centro del estudio. La pantalla del ordenador estaba hecha
añicos. En la pared, los dos mapas de Roz habían sido rasgados
concienzudamente. Exceptuando la pantalla, todo lo demás que había en el
escritorio estaba más o menos intacto: los pendientes de turquesas
descansaban todavía junto al teclado y las obras de consulta estaban
colocadas las unas al lado de las otras, en su sitio. Pero faltaba algo. Yo había
vuelto a dejar el facsímil del Primer Infolio de Roz en el lugar donde lo había
encontrado, y ahora había desaparecido. Él sabía lo que buscaba y lo había
conseguido. El resto de los destrozos había sido un estúpido acto de
vandalismo.
Mi bolsa estaba apoyada en un ángulo un tanto absurdo contra la suave
pendiente del montículo de libros. El pulcro escritorio, la bolsa tan
cuidadosamente colocada, todo sugería una cosa. Lejos de tratarse de un acto
de vandalismo, aquello era más bien una profanación, una cruel y deliberada
destrucción del recuerdo de Roz. Y había sido hecho con la intención de que
yo lo viera.
Algo intentaba abrirse paso sordamente en mi mente. Justo en aquel
instante, Ben me agarró del brazo y me empujó hacia las hileras de
estanterías. El libro se me escapó de las manos. Mientras trataba de
recuperarlo, Ben se me echó encima. Un claro resplandor rasgó la oscuridad
y todos los cristales del corredor se rompieron en medio de un gran
estruendo. Un sordo retumbo reverberó por todo el edificio.
Poco a poco el ruido fue disminuyendo. Ben se incorporó. El suelo de
mármol resultaba curiosamente frío contra mi mejilla. Levanté la cabeza. A
unos tres metros de distancia, el volumen de Chambers yacía abierto boca
abajo en el suelo. Como si fuera una maldita joya, un fragmento de cristal se
había incrustado en la tapa. Me acerqué a gatas para recuperarlo y pasé
rápidamente las páginas. El mensaje de Roz estaba todavía entre las páginas
del final.
Ben dijo algo, pero su voz sonaba lejana, como a través de una niebla, y
no logré entender sus palabras. Levanté los ojos con semblante inexpresivo.
Se acercó a mí en tres zancadas. Sus manos me recorrieron la espalda; me dio
la vuelta y me miró de arriba abajo.
—Está ilesa. Quédese aquí.
Cruzó el corredor y desapareció en el interior del estudio.
Desobedeciendo sus órdenes, me acerqué poquito a poco justo lo
suficiente para ver el interior de la estancia. La silueta de Ben se recortaba
contra la luz del incendio provocado por la explosión. Estudiaba mi bolsa,
que ahora estaba sepultada bajo retorcidos restos de cascotes y acero. Todos
los cristales de las ventanas del despacho de Roz se habían roto, y sus
fragmentos estaban esparcidos por el lugar. Por el hueco de una ventana
alcancé a ver un agujero en una pared del patio, a través de él se veía la
galería cubierta en llamas. En la humareda flotaban fragmentos de papel
ardiendo, que se arremolinaban en el patio como encendidos copos de nieve.
Ben levantó una viga de acero y liberó mi bolsa. La recogió y regresó junto a
mí.
—¿Eso es todo o ha dejado algún otro letrero luminoso de «Kate ha
estado aquí» en otro sitio?
Hice un ademán negativo con la cabeza.
—Muy bien, pues. Vámonos.
Pero me quedé plantada donde estaba.
—Vamos.
Ben me empujó sin contemplaciones hacia la escalera. Caminó delante
de mí, guiándome conforme descendíamos. En una mano empuñaba una
pistola semiautomática. Unas sirenas ululaban en la distancia. El
espasmódico resplandor del fuego iluminaba el patio y nuestro camino hasta
que llegamos a la planta baja. En los niveles subterráneos estaba oscuro como
boca de lobo. Paso a paso, bajamos sumidos en la más absoluta oscuridad. A
nuestro alrededor, todo el edificio estaba empezando a gemir y a emitir
sonidos metálicos; traté de no pensar en los tres millones y medio de libros
que iban cayendo lentamente de sus estanterías planta por planta por encima
de nuestras cabezas. De la planta A descendimos a la B.
—Aquí está —dije en voz baja cuando llegamos al nivel C.
Pero entonces me di cuenta de mi error. A diferencia de las plantas
superiores, cuyos anchos pasillos discurrían a lo largo de todo el edificio de
este a oeste, en las plantas subterráneas sólo había un pasillo central; en el
nivel en el que estábamos, únicamente un estrecho pasadizo, semejante a un
cuello de botella, conducía desde el ala oeste, en la cual nos encontrábamos,
al ala este... y a la puerta del túnel. Y lo peor de todo era que la puerta estaba
escondida detrás de una estantería. Cinco años atrás, no hubiera sabido
orientarme en aquella parte de la biblioteca ni siquiera con todas las luces
encendidas; ahora, en medio de la oscuridad, iba a ser muy difícil encontrar el
pasadizo.
Ben me dio una linterna. La encendí y el haz de luz se perdió en la
distancia. Sin mediar palabra, me cogió la muñeca y me guió la mano para
que la linterna alumbrara el suelo por delante de nosotros. Di unos tímidos
pasos en busca del pasadizo. Hileras y más hileras de estanterías se extendían
ante nosotros, amenazadoramente altas, e incluso parecían mirarnos con
recelo mientras las recorría con la luz de la linterna. Cuando dejaba de
alumbrarlas, tenía la sensación de que se movían, doblaban por la esquina y
giraban en distintas direcciones. «¿Qué hilera de estanterías me interesa?»,
pensé. La primera que probé terminaba en un callejón sin salida cerrado por
un muro de libros sobre Magallanes. La segunda se detenía en la conquista de
los incas. Retrocedí.
—Hay que darse prisa —murmuró Ben.
—Es mejor orientarse bien.
Tiempo atrás había descubierto aquel pasadizo por casualidad mientras
buscaba otra cosa. «¿Qué es lo que estoy buscando?»
Roz. «Ella me ha enviado aquí.» Antaño escribí un ensayo acerca de las
pérfidas traiciones de los Howard, una de las familias más despiadadas de la
Inglaterra renacentista, de la cual era harto conocido que estaba a sueldo de
los españoles. «Las pérfidas traiciones de mis antepasados, quieres decir»,
había dicho Roz, formulando una insinuación que me había conducido hasta
allí abajo. Mi búsqueda había sido infructuosa; no había encontrado ni rastro
de los Howard. Pero detrás de una estantería llena de antiguos chismorreos
españoles —diarios, despachos y documentos de la corte inglesa
cuidadosamente transcritos y publicados muchos años atrás por unos
aristocráticos estudiosos que los habían dejado criando moho en remotos
rincones— había descubierto aquel pasadizo que conducía al ala este de la
planta subterránea C.
Iluminé con la linterna otro pasillo de las hileras de estanterías: no era el
que buscaba. Y otro. Seguí adelante y después volví sobre mis pasos. Sí,
aquel pasillo me resultaba conocido. Avancé más deprisa a medida que
aumentaba mi sensación de familiaridad. Sí, era aquél.
En la distancia, se oyó el chirrido de una puerta. Con Ben detrás de mí,
apagué la linterna y avancé a tientas hasta que tropecé con unos libros a la
altura de la cara. Estiré la mano hacia la derecha y noté que el estante se
doblaba en ángulo recto. «Maldita sea.» Me cambié el libro de mano y
alargué la que tenía libre hacia la izquierda.
Unos cuantos pasillos entre estanterías más allá, oí un impreciso y sordo
ruido y después vi que un débil rayo de luz roja cruzaba el techo. Me quedé
quieta, el asesino había utilizado una linterna roja. Ben me dio un golpecito
en el hombro y comprendí lo que me quería decir. «Siga adelante.»
Tanteando los ondulados lomos de unos libros invisibles, mis dedos se
toparon de repente con un espacio vacío. Me introduje en el hueco de la
estantería. Estaba un poco separada de la pared posterior del edificio; dejé
que mis manos recorrieran la pared como arañas, rezando para que la abertura
que buscaba todavía estuviera allí.
La encontré tan inesperadamente que tropecé y estuve a punto de
caerme; el libro de Chambers se me escapó de las manos. Estirándolas a
ciegas, lo atrapé antes de que cayera al suelo e hice una mueca de dolor
cuando el trozo de cristal incrustado en su tapa se me clavó en la palma de la
mano. A mi espalda, Ben se agachó y me sujetó.
—Bonita recepción —me dijo en un susurro.
Las pisadas se acercaron hasta llegar a medio camino del pasillo y allí se
detuvieron. La luz roja se filtraba entre los libros de la estantería lo suficiente
para permitirnos ver que el pasadizo en el que nos encontrábamos
desembocaba en un corredor que se dirigía al este en línea recta. La luz se
apagó y las pisadas se fueron por donde habían venido. Lancé un suspiro.
Con toda la rapidez que nos permitió nuestra audacia, avanzamos hacia el
este hasta que percibí que habíamos desembocado en el corredor.
Giré a la derecha y seguí adelante hasta llegar a una pared desnuda. En
una esquina, detrás de una hilera de cubículos desvencijados, había una
pesada puerta metálica. Me hundí en el desánimo al comprobar que estaba
dotada de una cerradura electrónica. Pero entonces la puerta se movió
ligeramente, como una puerta mosquitera agitada por una ráfaga de viento. El
apagón debía de haber desactivado el cierre.
Ben abrió la puerta de un tirón y ésta vomitó una cálida y húmeda
oscuridad, ligeramente teñida de un putrefacto olor a azufre. Iluminé el
interior del túnel con la linterna, pero su luz se desvaneció a escasa distancia.
Retrocedí. «¿Y qué quiere decir un nombre? —recordé que había dicho
el asesino—. Quizá le tendríamos que cambiar también el suyo.» En Tito,
Lavinia y su amado habían sido atraídos a una oscura y desierta hondonada
antes de que a ella la violaran. Él había muerto: ella había suplicado morir.
Volví a mirar al interior del túnel y di otro paso atrás.
Se oyeron unas pisadas en el piso de arriba. Una puerta se abrió. Surgió
otra voz del pasado. Tendrás que seguir adelante hasta donde te lleve.
Sujetando con fuerza el libro de Chambers, me adentré en el túnel. Ben me
quitó la linterna de la mano y la apagó. Luego cerró la puerta y la oscuridad
nos engulló.
12

Ben me rozó al pasar por mi lado. Sujeté bien el libro en una mano y
alargué la otra y la deslicé por la pared, apurando el paso para darle alcance.
De las paredes del túnel colgaban gigantescas tuberías, algunas emitían calor,
otras vibraban y otras no daban el menor signo de actividad. Tanteando el
suelo con los pies para no tropezar, avanzamos lo más rápido que podíamos,
en medio de la ciega negrura; mis ojos se esforzaban tanto por ver en la
oscuridad que pensé que se me iban a salir de las órbitas.
Un poco más adelante, el túnel giraba a la derecha; justo tras haber
doblado por la esquina, Ben se detuvo.
—¿Qué...? —pregunté, pero él me interrumpió.
—Cierre los ojos y escuche con atención.
Inmediatamente, mis ojos se relajaron y pude concentrarme en lo que se
oía en lugar de hacerlo en lo que no podía ver... y lo que oí a nuestra espalda
fue un suave murmullo de pisadas arrastrando los pies.
Sin mediar palabra, apresuramos el paso. Un gruñido se elevó en la
distancia y después un tarareo recorrió las tuberías, las luces parpadearon en
el túnel y me di cuenta de lo que estaba ocurriendo. Alguien estaba tratando
de restablecer el suministro eléctrico; si lo lograba antes de que nosotros
consiguiéramos llegar a la puerta, ésta se cerraría y quedaríamos atrapados.
—¡Corra! —grité, pero Ben no necesitaba que lo apremiaran.
Las luces volvieron a parpadear y esta vez vi el final del túnel. Nos
quedaban todavía unos cuatro metros.
—Deténganse —rugió una voz amplificada a nuestra espalda.
Tres pasos más y Ben se lanzó hacia delante y golpeó la puerta. Ésta se
abrió y la crucé corriendo. Él la franqueó agachado y la empujó para cerrarla.
Se oyó el clic del pestillo de la cerradura.
Nos quedamos de pie jadeando en un cavernoso sótano que era poco
más que un almacén iluminado y lleno de estantes. La única otra puerta que
había daba acceso a una escalera. Subimos dos tramos y salimos a un oscuro
descansillo de la planta baja de la Lamont. A la derecha había un cuarto con
unas fotocopiadoras; a la izquierda, un abandonado mostrador de préstamos
bibliotecarios y una cristalera que daba acceso a un pequeño porche.
SALIDA DE EMERGENCIA. ALARMA CONECTADA, decía un letrero
colgado en la puerta. Al otro lado de ésta parecía que ya estaban sonando
todas las alarmas del campus.
—¿Cree que alguien oirá la alarma? —me preguntó Ben.
Salimos a la oscura noche. Estábamos en un minúsculo porche cubierto
de hiedra. El sonido de la alarma se unió al estruendo que nos rodeaba; pero
era imposible que alguien la oyera ni aun estando a un metro y medio de
distancia. Doblamos una esquina y me detuve en seco.
Un pequeño grupo de personas se había reunido en un sendero un poco
más adelante, pero nadie se volvió; en primer lugar, no era posible que nos
hubieran oído en medio de aquella horripilante tormenta de ruidos. Y, en
segundo, todos estaban mirando boquiabiertos en dirección a la Widener,
desde cuyo patio central se elevaba al cielo una columna de humo
entremezclada con llamas.
De repente me di cuenta de lo que era pasto de las llamas: el estudio de
Harry Widener. «Los libros —pensé, desfallecida—. Todos esos libros tan
valiosos e insustituibles.» Eso era lo que había visto flotando y ardiendo por
el agujero de una de las ventanas rotas del despacho de Roz: las páginas de la
valiosa colección de libros raros de Widener.
—Mejor que no haya habido que lamentar desgracias personales —dijo
Ben en tono sombrío.
Entonces caí en la cuenta de qué libros estaban ardiendo.
—Dios mío —dije con la voz entrecortada por la emoción—. El Primer
Infolio.
Lo había visto precisamente aquella tarde. En la sala semicircular por la
que se accedía al estudio.
El Infolio del Globo también había desaparecido en una columna de
fuego. En el acto comprendí que el cabrón responsable de aquellas desgracias
estaba dispuesto a matar y a incendiar edificios sólo para destruir Infolios. Y
uno de esos Infolios, un ejemplar en particular, era la obra magna jacobina a
la que se había referido Roz. En cierto modo, la clave de lo que ella había
descubierto, lo que significaba que el bastardo asesino no se estaba limitando
a impedir que Roz y yo nos apoderáramos del tesoro, cualquiera que éste
fuera, sino que estaba eliminando todas las pistas que nos pudieran conducir
hasta él.
Me abrí paso entre la gente, pero Ben tiró de mí.
—Ahora ya es demasiado tarde —dijo con voz ronca—. Ha
desaparecido.
Nos alejamos de la Lamont y nos dirigimos a Quincy Street. La ceniza
me impregnaba el cabello y me llenaba la boca y la nariz. El humo me
escocía los ojos.
Cuando llegamos a Massachusetts Avenue, nos pareció que todos los
vehículos cuyas sirenas estaban sonando dentro de un radio de ciento
cincuenta kilómetros se estaban dirigiendo a toda prisa al Yard. Nos
detuvimos en la acera del otro lado de la calle donde estaba mi hotel.
—¿Aquí es donde se aloja? —me preguntó Ben, levantando la voz por
encima del ensordecedor estruendo.
Asentí con la cabeza y bajé a la calzada.
Apoyó la mano en mi brazo.
—¿Se registró con su propio nombre?
—Con el de Mona Lisa —contesté, pasándome la lengua por los labios
resecos—. ¿Qué nombre cree que utilizo?
—No puede volver.
—La policía no...
—Hay cosas más importantes de que preocuparnos.
Me disponía a replicarle, pero me contuve. «Kate la maldita», me había
susurrado al oído el asesino. Conocía mi nombre. Si me buscara, el Inn at
Harvard, el hotel que estaba más cerca de las bibliotecas, sería el primer lugar
al que acudiría. Pero ¿a qué otro sitio podía ir?
—Tiene que venir a mi hotel —dijo Ben.
No había ninguna otra alternativa.
Cruzamos rápidamente Massachusetts Avenue y giramos para subir por
Bow Street hacia Mount Auburn. Después continuamos por JFK, apurando el
paso por la parte trasera de Harvard Square. Se hospedaba junto al río, en el
hotel Charles. El Charles, una curiosa mezcla de airosa elegancia urbana y
granja de Nueva Inglaterra, era el hotel más lujoso de Cambridge, el lugar
donde los miembros de las grandes fortunas y los altos ejecutivos se alojaban
cuando iban a visitar a sus hijos o a sus médicos en Harvard. Jamás había
estado en una de sus habitaciones.
Ben no disfrutaba de una habitación; tenía una suite. Al entrar me
encontré con sofás color púrpura y sillas negras de respaldo alto montando
guardia alrededor de una mesa de comedor, en una de cuyas esquinas
descansaba un ordenador portátil al lado de unos cuantos papeles. Desde los
grandes ventanales se veía la ciudad cuando estaba a punto de amanecer.
Gracias a Dios, la Widener no se veía desde allí. Sujetando fuertemente el
libro de Chambers, permanecí de pie junto a la puerta.
—¿Por qué razón tendría que confiar en usted? —volví a preguntar.
—Tiene todos los motivos del mundo para dudar —dijo Ben—. Pero, si
quisiera hacerle daño, ya se lo habría hecho. Tal como ya le he dicho, Roz
quería protegerla y por eso me contrató. A eso me dedico, Kate. Soy
propietario de una empresa de seguridad. —Eso lo podría decir cualquiera.
En algún momento de la conversación, su pistola había desaparecido de
la vista. Pasó rápidamente por mi lado y cerró la puerta. Era alto, me di
cuenta de repente, y sus ojos eran verdes. Carraspeó.
—Hay una corriente en los negocios de los hombres que, si se
aprovecha en la crecida, conduce a la fortuna; si se descuida, toda la
travesía de su vida encalla en los bajíos y las miserias.
Era como si Roz le hubiera entregado a Ben una carta de presentación.
Era su cita shakespeariana preferida, aunque ella se abstenía de reconocerlo
por creer que las citas preferidas eran generalmente sentimentales y
previsibles. Pese a ello, aquel pequeño fragmento de Julio César resumía la
acertada filosofía que presidía su vida y que ella había tratado de inculcarme.
Aunque la vez que yo la llevé efectivamente a la práctica —tomando las
riendas de una fugaz oportunidad en el teatro—, Roz puso el grito en el cielo
y calificó mi alejamiento del mundo universitario como un abandono, una
cobardía y una traición. La noche en que nos despedimos, le arrojé a la cara
aquellas palabras de Julio César. Sólo más tarde me di cuenta de quién las
decía en la obra: Bruto, el discípulo convertido en asesino.
Me estremecí.
—¿Ella lo sabía? ¿Sabía que me estaba poniendo en peligro?
—Deme el libro y siéntese.
Me aparté.
—No me interesa el libro, Kate —dijo pacientemente—. Es su mano.
Bajé la vista. Una pastosa mancha oscura de sangre se curvaba como
una caligrafía china sobre la cubierta del libro, disimulando el fragmento de
cristal todavía incrustado en su centro. Lo solté sin moverme del sitio y lo vi
caer al suelo. Tenía un profundo y largo corte en la palma de la mano y
estaba sangrando. Dando trompicones me acerqué a la mesa y me senté en
una silla.
—Gracias —dijo Ben, agachándose para recoger el libro. Lo dejó
encima de la mesa y depositó a su lado la bolsita de color rojo que había
sacado de su maleta. Era un botiquín de primeros auxilios. Con unas gasas
impregnadas con mercromina me empezó a limpiar la herida. Sus manos eran
suaves, pero el antiséptico me escocía—. ¿Tiene idea de quién era su
perseguidor?
Meneé la cabeza.
—No. Sólo sé que mató a Roz. La convirtió en el fantasma del padre de
Hamlet.
Ben levantó la vista y le conté lo de la marca de la aguja.
Al principio, como estaba examinándome detenidamente la herida, no
dijo nada. No manifestó ni incredulidad ni asombro. Nada.
—Ya está —dijo por fin—. Con esto es suficiente. Se la puedo vendar si
quiere, pero cicatrizará mejor si la deja al aire... ¿Qué la induce a pensar que
su perseguidor es el asesino?
—Me lo dijo él mismo cuando me asaltó con un cuchillo: «¿Qué quiere
decir un nombre? —La amenaza sonaba extraña pronunciada con mi propia
voz—. Roz se cambió el nombre. Por el del viejo Hamlet. Quizá tendríamos
que cambiar también el suyo».
Un músculo de la mandíbula de Ben se volvió a mover
imperceptiblemente.
—También me dejó esto. —Con la mano sana, me saqué del bolsillo la
página del Infolio—. ¿Conoce usted la obra Tito?
—Vi la película.
Deposité la página encima de la mesa delante de Ben y vi la expresión
de repugnancia que se dibujaba en su rostro mientras la leía.
—Santo Dios —dijo mientras terminaba de leer.
—Si quiere protegerme —dije sosegadamente—, no permita de ninguna
manera que el hombre que escribió este texto se me acerque.
Ben se levantó, se dirigió a la ventana y miró fuera.
—La única manera de poder hacerlo, Kate, consiste en trabajar en
equipo. Eso significa que tengo que saber lo que usted está haciendo. Tengo
que saber lo que está buscando.
—¿Ella no se lo dijo?
—Me dijo simplemente que usted iba en busca del conocimiento. Le
dije que ése era el costoso ingrediente de las bombas nucleares y el
bioterrorismo. Pero ella rechazó mis objeciones. Me explicó que estaba
buscando la verdad con uve mayúscula. La belleza es la verdad, la verdad es
belleza. Eso es lo único que sabemos en la tierra, y lo único que necesitamos
saber... —Me miró con una burlona sonrisa en los labios—. No ponga esa
cara de sorpresa. Yo también leo. A veces hasta leo a Keats, algo que no es
genéticamente incompatible con saber manejar una pistola. Además, le estoy
diciendo simplemente lo que ella me dijo.
—Lo cual es más de lo que me dijo a mí. Lo único que tengo es un
pequeño estuche envuelto en papel dorado. Una aventura y un secreto, lo
llamó ella. Y me ha llevado a esto.
Abrí el libro y lo empujé hacia él. Dentro estaba la nota que había
encontrado en el estudio de Roz. Era más pequeña de lo que recordaba,
todavía seguía doblada. Seguramente lo explicaría todo: a cuál de las obras
jacobinas de Shakespeare se refería Roz y justo en qué lugar del Primer
Infolio tendría que buscar... y para qué. E incluso puede que contuviera algo
todavía más valioso: una explicación. Una disculpa.
Ben se inclinó sobre el libro.
—«Para Kate» —leyó en voz alta, devolviéndome la nota.
El papel crujió cuando lo desdoblé. En letras mayúsculas de imprenta
escritas a lápiz estaban anotadas dos palabras: «CHILD. CORR.».
—Un poco enigmático —dijo Ben—. ¿Tiene alguna idea de lo que
significa?
—Corr. es una abreviatura de «correspondencia» —contesté, frunciendo
el entrecejo.
—Pues cartas entonces. Pero ¿de qué es abreviatura child.? ¿Cartas de la
infancia? ¿De quién? ¿De la de Roz? —preguntó Ben, arrojando sus palabras
a mi alrededor como si fueran piedras de granizo.
—Eso suponiendo que la hubiera tenido, me refiero a la infancia, aunque
yo no contaría demasiado con ello. Sin ánimo de ofender a sus abuelos —
añadí.
—Faltaría más.
—En cualquier caso, no creo que a unas cartas infantiles se las pueda
llamar «correspondencia». —Meneé la cabeza—. Child es un lugar. La
biblioteca privada del Departamento de Inglés.
Child. Para mí, aquel breve vocablo se abría a un mundo perdido mucho
más grande que el simple espacio que designaba, una serie de habitaciones
situadas en el último piso de la Widener. Para los alumnos del departamento,
la Child era su casa, un lugar de mullidos y gastados sillones, grandes mesas
y el cálido resplandor de la luz que iluminaba los viejos libros. Albergaba una
extraordinaria colección no sólo de literatura sino también de todos los
desechos y desperdicios de vidas literarias: memorias, biografías, historias y
cartas. Volúmenes y más volúmenes de cartas.
—Está llena de cartas —dije en tono quejumbroso.
—¿De Shakespeare? —preguntó Ben.
—Si usted encuentra alguna, dígamelo.
—¿En la Child no hay cartas de Shakespeare?
—Nadie las tiene —contesté lacónicamente—. No hay ninguna. El más
famoso dramaturgo de nuestra lengua, y probablemente del mundo, y no
tenemos nada. Ni una sola línea a su mujer, ni una queja a su librero. Ni
siquiera una respetuosa nota de gratitud a la reina. Sólo se conserva una carta
dirigida a él, concretamente una petición de un pequeño préstamo que jamás
le fue enviada. Si nos basáramos en la prueba de sus cartas, no escribió
ninguna y nadie le contestó. Casi cabría sospechar que era analfabeto. —
Deposité la nota de Roz al lado del libro abierto y me aparté—. Pero tuvo que
escribir cartas, naturalmente. Lo que ocurre es que no se han conservado. Un
caso clásico de pruebas dispersas.
Me froté el cuello, pensando vagamente que lo que preferiría hacer en
aquel momento sería retorcer el de Roz. ¿Qué clase de correspondencia
estaba investigando? ¿No habría podido aquella mujer decir alguna vez
simplemente lo que pensaba?
Ben estaba examinando el trozo de papel.
—Dígame exactamente cómo lo encontró.
En el acto, y con tono mesurado, le conté lo que sabía. Desde la entrada
de Roz en el teatro interpretando el papel del espectro hasta la nota en clave
que ella había introducido en el estuche y el fichero de su estudio.
—¿Un fichero? —preguntó frunciendo el entrecejo—. ¿Esto lo ha
encontrado usted en un fichero?
Asentí con la cabeza.
—Los edificios de Harvard llevan nombres de personas, ¿verdad?
Asentí con la cabeza.
—Pues, entonces, ¿a quién corresponde el nombre de la biblioteca,
profesora?
«No me llame así.» Pero mientras él pronunciaba las palabras,
comprendí a qué se refería. Roz no estaba indicando un lugar. «Child. Corr.»
era una anotación abreviada de un fichero. Una nota bibliográfica referente a
«Child. Correspondencia». O lo que era lo mismo: «Correspondencia de
Child».
—Francis Child fue un profesor —dije muy despacio—. Un profesor de
verdad. Un antecesor de Roz de varias generaciones atrás. Era profesor de
literatura inglesa y uno de los más grandes estudiosos de Harvard, en
realidad. Aunque no tengo ni la menor idea de por qué Roz estaba
revolviendo sus papeles o de por qué quería que yo hiciera lo mismo. Su
especialidad eran las baladas, no el Bardo. —Señalé el ordenador portátil de
Ben—. ¿Está conectado a internet?
Asintió con la cabeza y lo empujó hacia mí. Escribí la dirección de
HOLLIS, el catálogo on line de la biblioteca, y tecleé el nombre de Child y la
palabra «Correspondencia».
—«Francis James Child —leyó Ben por encima de mi hombro—.
Correspondencia, 1855-1896.» Cabrón. —Soltó un gruñido—. No hay nada
como llegar con tres horas de retraso para apuntarse el tanto de tener razón.
—No llegamos con retraso.
Meneé lentamente la cabeza.
—¿Se percató usted por casualidad de que algo hizo boom esta noche?
Fue la explosión de la Widener.
—Mire —comenté señalando la pantalla—. La signatura MS Am 1922.
—Eureka —dijo Ben—. Eso lo explica todo.
—MS quiere decir «manuscrito» —dije cerrando la página—. Lo que
significa que las cartas no están en la Widener. Están en la Houghton. La
biblioteca de libros raros y manuscritos de Harvard.
—¿Dónde está esa biblioteca?
—En el edificio de ladrillo situado entre la Widener y la Lamont.
—En otras palabras, en la puerta de al lado de la Widener. —Ben meneó
la cabeza—. ¿Qué le induce a pensar que la Houghton abrirá esta mañana a
diferencia de la Widener?
—Estamos en Harvard; abrirá a las nueve. —Lo miré con una picara
sonrisa en los labios—. No llegamos tarde, llegamos demasiado temprano.
—Muy cierto —dijo Ben. Se inclinó hacia delante y me rozó el brazo—.
¿Está segura de que quiere seguir adelante con esto?
—¿Está intentando asustarme?
—Tendría usted que estar asustada.
—Pero eso no significa que tenga que dejarlo.
Asintió con la cabeza y me pareció ver un fugaz destello de admiración.
Se levantó, se acercó al pequeño frigorífico y sacó un Red Bull. Apoyado en
el frigorífico, abrió la lata.
—¿Durmió en el avión?
—No.
—¿La noche pasada?
—No demasiado.
Me miró a los ojos.
—Lección número uno: el agotamiento te vuelve estúpido. Y la
estupidez te convierte en un ser peligroso, para ti mismo y para cuantos te
rodean. Y, ahora mismo, eso me afecta a mí. Por consiguiente, le agradecería
que por lo menos lo intentara. —Me indicó la puerta con la mano—. La cama
está por allí. Y el cuarto de baño también. Todo para usted.
—Debe de ser una broma.
Pero no lo era.
—Tenemos tiempo para que usted permanezca escondida unas cuantas
horas. Si necesita algo, estaré aquí.
Conque trabajar en equipo era eso. Me enviaban a la cama como a una
niña. Estaba irritada, pero también muerta de cansancio. Me encaminé hacia
el dormitorio.
—Que descanse, profesora.
—Deje de llamarme así.
Cerré la puerta ligeramente más fuerte de lo necesario. Una inmensa
cama de matrimonio con una suave colcha color púrpura se extendía ante mí;
las ventanas del dormitorio ofrecían unas vistas magníficas. El cuarto de baño
parecía todo un continente de brillantes azulejos blancos. Allí me refugié,
cerrando todas las puertas posibles entre Ben y mi persona.
Tomé una ducha caliente, dejando que mi cólera se disipara junto con
toda la mugre de los últimos dos días. Por mi mente flotaron una serie de
imágenes: el fuego serpeando por los estantes del estudio de Harry Elkins
Widener, rozando las encuadernaciones de cuero rojo y azul de los valiosos
libros. Una llama marrón reptando por las páginas del Primer Infolio. «Los
libros... Todos aquellos libros tan valiosos», pensé una vez más con una
punzada de dolor.
«Mejor que no haya habido que lamentar desgracias personales», había
dicho Ben.
Otras imágenes aparecieron ante mis ojos: una lluvia de papeles bajando
en espiral en el despacho de Roz, en un lento y silencioso frenesí. El busto de
Shakespeare, destrozado con una grieta en la mejilla, descansaba sobre la
alfombra. «Si hubiera tardado un par de segundos más en abandonar aquella
estancia, aquella mejilla habría podido ser la mía», pensé mientras cerraba el
grifo del agua.
Me sequé con la toalla y me pasé un cepillo por el cabello. Cierto que
Ben me había tratado como a una niña, lo cual era algo tremendamente
molesto, pero yo también había reaccionado comportándome como una niña
y abandonando la estancia hecha una furia. En el mejor de los casos, debía de
haber parecido una persona grosera y desagradecida; prefería no pensar en la
etiqueta que pudiera merecerme en el peor.
Empujé mi ropa con el dedo gordo del pie; apestaba al humo del
incendio. A no ser que quisiera dormir con ella, tendría que pedirle a Ben que
me prestara una muda de recambio. Contemplé las prendas con expresión de
hastío. Después me envolví en una suave toalla blanca del tamaño de una de
playa y regresé al salón.
Ben estaba sentado en un lugar en el que disfrutaba de una buena vista
tanto de la puerta como de las ventanas, y mantenía los pies apoyados sobre
la mesa. Con el arma al alcance de la mano, estaba hojeando las páginas del
libro de Chambers. Había conseguido arrancar el fragmento de cristal de la
cubierta, pero la mancha oscura seguía allí. Los rasgos de su rostro estaban
fuertemente moldeados, como labrados por Miguel Ángel o quizá por Rodin,
aunque llevaba demasiada ropa para haber sido cincelado por cualquiera de
los dos artistas.
—Roz me dijo que el lenguaje de Shakespeare es tan denso porque en el
escenario había pocas cosas —dijo sin levantar los ojos—. Ningún decorado.
Sólo trajes de época y unos cuantos elementos de atrezo.
Pegué un brinco. No me había dado cuenta de que había reparado en mi
presencia.
—Creaba sus mundos a partir de las palabras.
—¿Habían leído alguna vez este libro usted o Roz? —Pasó una página,
frunciendo el entrecejo—. Según dice aquí el viejo Chambers, los escenarios
de Londres podían escupir nieblas y fuentes, rayos y truenos, e incluso lluvia
y fuegos artificiales... Cabe suponer que no todo al mismo tiempo. Un teatro
tenía un bosque móvil que podía subir al escenario a través de unos
escotillones. No exactamente al estilo de George Lucas quizá, pero los
escenarios tampoco eran paupérrimos. Mi preferido es Plutón vestido con
unos ropajes de fuego por unos Hados decididamente sádicos mientras...
Escuche esto. —Sus dedos trazaron una línea en la parte superior de la página
—. Júpiter desciende en toda su majestad bajo un arco iris y su rayo ruge...
—¿Me ha salvado la vida esta noche?
Su dedo se detuvo en la página.
—Eso suena a Elton John.
—Hablo en serio.
—Y yo procuro no hacerlo.
—Bueno, pues inténtelo. Sólo por esta vez. Por su tía, si no por mí.
Depositó el libro en la mesa, se reclinó contra el respaldo de la silla y
juntó las manos detrás de la cabeza. Sus ojos se desplazaron perezosamente
hacia mí, haciéndome evocar la imagen de un leopardo que contempla unas
gacelas desde las ramas de un árbol.
—¿Ya está preparada para arrojar la toalla?
Inmediatamente fui consciente de cada centímetro de aquella toalla, de
todas las curvas y recovecos del tejido de rizo que rozaban mi piel.
—Todavía no.
—Pues, entonces, ésta es también mi respuesta. Todavía no.
Me arrebujé mejor en la toalla.
—Gracias de todos modos. Por habérmela salvado hasta ahora.
—Que sueñe con los angelitos, profesora —dijo esbozando una leve
sonrisa antes de volver al libro.
—Cabrón —repliqué, regresando al dormitorio.
Al llegar al borde de la cama, me detuve en seco. Tenía intención de
pedirle una camiseta; no me entusiasmaba la idea de dormir en cueros en la
habitación de un hombre al que apenas conocía, aunque ese hombre fuera el
sobrino de Roz. Pero no pensaba volver al salón ni aunque me mataran, y
mucho menos para comentar mi desnudez, por muy indirectamente que lo
hiciera. Solté la toalla, me deslicé bajo las sábanas y me hundí en el sueño en
cuanto mi cabeza tocó la almohada.

Me desperté en algo que sabía que era un sueño. Una fría y grisácea luz
llena de aroma de mar; un muro de piedra se perdía en la distancia. Un tapiz
de Venus y Adonis colgaba torcido, acuchillado y manchado de sangre.
Debajo de él, un rey de cabello blanco yacía en el suelo con la frente ceñida
por una corona. Me incliné hacia él. Estaba muerto. El viento soplaba a través
de las ramas tejidas del tapiz. Los ojos del rey muerto se abrieron de repente
y unos dedos esqueléticos me asieron el brazo. «Venganza...», dijo entre
dientes. Antes de que pudiera moverme, una sombra se acercó a mí por detrás
y el cálido filo de una hoja me rebanó la garganta.
Me incorporé sobresaltada. Debí de gritar porque Ben se plantó de
inmediato en la puerta.
—¿Se encuentra bien?
—Muy bien —contesté esbozando una trémula sonrisa—. Una pesadilla,
eso es todo. Hamlet.
—¿De veras? —Me miró con incredulidad—. ¿Sueña una tragedia en
cinco actos?
—Más bien una película de terror de serie B.
Apartándose brevemente de la puerta, regresó para lanzarme una
camiseta al regazo.
—Ya era hora de que se despertara. Acaban de traernos el desayuno —
añadió, cerrando la puerta a su espalda.
La camiseta era de color gris sin ningún estampado y se notaba que
había sido cuidadosamente doblada, pues tenía marcados los pliegues. Me la
acerqué a la nariz; olía a limpio, como si la hubieran puesto a secar en un
jardín alpino. El calor reptó por mi pecho mientras me la ponía, y el sueño se
retiró como una lenta y susurrante marea.
En el salón, la pantalla del televisor parpadeaba sin sonido, Vivaldi
sonaba muy quedo en el equipo estereofónico y los efluvios del tocino y la
canela ascendían en espiral desde la mesa. Ben se encontraba de pie junto a
las ventanas, contemplando el río Charles.
—Torrijas con arándanos rojos o huevos a la Benedict —anunció—. Si
esperaba carne de vaca ahumada y cortada en finas lonchas con
acompañamiento de crema de leche, tendremos que pedirlo.
—Me está tomando el pelo. —Hice una mueca—. ¿De verdad que el
hotel Charles incluye mierda sobre tejas de madera en su menú?
Se volvió.
—Hasta en el ejército se abstienen de usar expresiones tan poco
apetitosas cuando hay señoras delante.
—¿Ha estado usted en el ejército?
—No exactamente.
Esperé para ver si me ofrecía un poco más de información. No lo hizo.
—En tal caso —dije—, ¿qué le parece si nos repartimos los huevos y las
torrijas?
—Admirablemente diplomática. —Me sirvió uno de los huevos a la
Benedict en mi plato—. También me he encargado de que le sea entregado su
equipaje.
Como era de esperar, la pequeña maleta con ruedas que sir Henry le
había encargado a la señora Barnes comprar y llenar estaba junto a la puerta.
—Me dijo que no podía volver al hotel.
—Así es. Pero eso no significa que otros no puedan entrar y salir sin ser
vistos.
—¿Robó mi equipaje? —le pregunté mientras me llevaba a la boca el
tenedor con una porción de huevo.
—Pedí que me devolvieran un antiguo favor. Podemos enviar la maleta
de vuelta al hotel si no está de acuerdo.
—No —farfullé con la boca llena de salsa holandesa y huevo—.
Contiene ropa limpia y estoy dispuesta a pasar por alto los medios para
conseguirla.
—Hablando de actividades sospechosas, ya hemos aparecido en los
noticiarios de la mañana. Pero no sólo en los locales. También en las grandes
cadenas: CNN. El Today Show. Good Morning America.
—¿Han dicho algo que no sepamos?
—Ni siquiera han dicho lo que nosotros ya sabemos, aparte de lo obvio
para todo el mundo en un radio de quince kilómetros. —Me miró con
semblante inquisitivo—. ¿Está segura de que quiere seguir adelante con esto?
La cosa está caliente y cada vez lo estará más.
—Peligrosa, quiere decir.
—Suena más fino cuando dices «caliente». —Una sonrisa le iluminó
fugazmente el rostro—. Significa más o menos lo mismo. —Apartó su plato a
un lado—. Es sólo cuestión de tiempo, Kate, que alguien establezca una
relación entre el incendio de Harvard y el incendio del Globo y, cuando eso
ocurra, todos los medios de comunicación del mundo le seguirán la pista en
compañía de las policías de dos países.
Me acerqué con mi taza de café a la ventana. Lo que quería hacer estaba
claro, me siguieran o no la pista. Para mí, la pregunta más interesante,
envuelta con dudosas respuestas, era: ¿por qué? «Venganza», me había
gritado el viejo rey en mi sueño. Pero ¿venganza para quién?
Para Roz, naturalmente. Ella era el rey; lo sabía tal como uno sabe en
sueños que una perfecta desconocida es su madre o su amante o el perro más
querido de su infancia. Lo sabes sin más, con la fe inquebrantable de un santo
o quizá de un zelote. Pero era mi garganta la que habían cortado. Y en la
biblioteca era a mi garganta donde el asesino había acercado un cuchillo muy
auténtico.
No me hacía ilusiones en cuanto a la posibilidad de localizar al asesino y
tomarme la justicia por mi mano. O en cuanto a la posibilidad de entregarlo a
la policía. Pero, aun así, tenía intención de vengarme.
El asesino estaba dispuesto a provocar incendios e incluso a matar para
impedir que saliera a la luz cualquier cosa que Roz hubiera descubierto. Y yo
tendría que asegurarme de que saliera.
Pero la venganza era sólo parte de la historia. Bebí otro sorbo de café,
contemplando cómo una gaviota sobrevolaba el río y se lanzaba en picado al
agua. Aquel regalo dorado que Roz me había ofrecido bien podría ser la caja
de Pandora. Era cierto que yo quería venganza para Roz, pero para mí quería
algo más sencillo y más egoísta. Quería saber. Quería saber lo que ella había
descubierto.
Roz le había hablado a Ben de la Belleza y la Verdad. A mí me había
dicho: «Si lo abres tendrás que seguir adelante hasta donde te lleve». Tomé el
último sorbo de café y me volví.
—Hice una promesa. Usted no tiene por qué acompañarme.
—Pero es que quiero hacerlo. —Me miró con una sonrisa—. Yo
también hice una promesa.
Nos duchamos por turnos. Tuve que reconocer una vez más que
resultaba agradable ponerme la ropa limpia que la señora Barnes me había
comprado, aunque hubiera llenado la maleta —sin duda a instancias de sir
Henry— con cosas que yo jamás hubiera imaginado ponerme. Opté por unos
pantalones Capri de color beis y una blusa sin mangas con estampado de piel
de jaguar y un profundo escote en pico. Mientras esperaba a Ben, me coloqué
el broche en un blazer nuevo muy ligero.
Ben salió vestido con un jersey de cuello cisne color verde aceituna y
unos pantalones caqui.
—¿Preparado? —pregunté, guardándome el libro en la bolsa junto con
unas hojas de papel.
Se ajustó la pistolera al hombro, guardó el arma y se puso una chaqueta
de ante.
—Preparado.
Cruzamos la puerta y nos dirigimos a la Houghton.
13

La Widener seguía rodeada por la policía y varios vehículos de


bomberos. La gente se amontonaba detrás de las barricadas para mirar dentro,
pero todo estaba demasiado sombrío como para ver algo a través de las
puertas. Ben y yo nos abrimos paso entre la muchedumbre y nos dirigimos al
elegante edificio contiguo más pequeño: la biblioteca Houghton.
La única medida excepcional que adoptó la Houghton a consecuencia de
la desgracia sufrida por la Widener la víspera era el aumento del número de
vigilantes a la entrada. Ahora había dos guardias. Asintiendo jovialmente con
la cabeza, los guardias levantaron la vista de sus periódicos al oír nuestras
pisadas. Uno me asignó un armario y el otro examinó cuidadosamente el
contenido de mi bolsa.
—Recuerde no cerrar el armario —dijo el primero—. No está permitido
en estos momentos.
En el atestado vestíbulo, guardé todo en el armario menos un bloc de
papel amarillo y el libro de Chambers. No pensaba dejarlo allí de cualquier
manera y menos en un armario abierto. En compañía de Ben, me dirigí a la
puerta azul de estilo colonial del final del vestíbulo y llamé al timbre.
Dos segundos después se abrió la puerta con un zumbido y entramos.
La sala de lectura era un espléndido rectángulo espacioso con altas
ventanas en las paredes que permitían la entrada de la luz del veraniego cielo
azulado. Hileras de grandes y lustrosas mesas se desplegaban por la sala,
acogiendo a un pequeño grupo de estudiosos inclinados sobre sus fichas. Me
dirigí a una mesa desierta y deposité mi bloc. Ben se sentó a mi lado.
En la mesa de enfrente, un hombre con cara de perro salchicha levantó la
vista decepcionado, como si le hubiéramos estropeado el panorama. Tras
haber rellenado un impreso de solicitud —«MS Am 1922. Francis J. Child.
Correspondencia»—, se lo entregué al malhumorado sujeto del mostrador
principal. Tomé un lápiz y me senté a esperar. En el pasado, aquel lugar me
parecía un cálido capullo; ahora me sentía desprotegida. Que yo supiera, el
asesino podía estar en esa misma sala.
Ben se levantó y recorrió el recinto, deteniéndose de vez en cuando ante
las obras de consulta. Tomando nota, pensé, de todos los detalles de la sala y
de las personas que en ella se encontraban. Previendo la mejor vía de escape,
en caso de que surgiera algún problema. Me obligué a centrarme en mi propia
búsqueda. ¿Qué estaba buscando? ¿Qué hacía Roz investigando el material
de Child? ¿Conseguiría reconocer mi fuente de información cuando la viera?
Ben desapareció en el pasillo de la pasarela que unía la Houghton con la
Widener, cuyas paredes estaban flanqueadas por los ficheros y los
ordenadores donde se podían consultar los catálogos de los fondos de la
Houghton, antiguos y nuevos. Para mi asombro, regresó con su propio
impreso de solicitud, lo entregó en el mostrador y se sentó a mi lado.
Quince angustiosos minutos después, dos bibliotecarias tan silenciosas y
solemnes como los lacayos de los reyes muertos, se acercaron empujando un
carrito lleno hasta el tope con cuatro grandes cajas de archivos y un par de
finos guantes de algodón. En la mesa siguiente, Perro Salchicha lanzó un
suspiro como si todo el peso de aquellas cajas no investigadas le hubiera
caído sobre el pecho. Por un instante, me pregunté si podría estar espiando.
Pero aquello era ridículo... no, paranoico: él ya estaba allí antes.
Tras ponerme los guantes, retiré la tapa de la primera caja y me puse
manos a la obra.
Las cartas estaban todas catalogadas y numeradas pero, en cuestión de
investigación, Roz creía no sólo en la rigurosidad sino también en la suerte.
No se había dignado facilitarme instrucciones precisas acerca del número de
la carta concreta que encerraba su secreto. Buena parte de la mejor erudición,
solía decir, se mueve al lento y majestuoso ritmo de un cortejo real o al de la
evolución de una nueva especie, pero yo no tenía la suerte de contar con
semejante cualidad. Página a página, fui echando una ojeada a todos los
enredos y los triunfos de la vida de un hombre, consciente de que no tenía ni
idea de lo que estaba buscando. Así que, si iba demasiado rápido, corría el
riesgo de pasarlo por alto.
Ninguna de las cartas las había escrito Child: eran cartas que éste había
recibido de compañeros y colaboradores suyos en su incansable tarea de
coleccionista de baladas populares: los poetas Longfellow y Lowell, uno de
los hermanos Grimm, el filósofo William James. Y serpeando en medio de
todo aquello, había una interminable corriente de joviales chácharas de su
mujer Elizabeth. Ninguna de las cuales era una evidente candidata al ¡eureka!
de Roz.
En la mesa de enfrente, Perro Salchicha se estaba desperezando con toda
una serie de crujidos de articulaciones. En la pared situada detrás de él, el
reloj ya había recorrido dos horas. Regresé a mi trabajo.
Cerca ya del contenido del fondo de la tercera caja, estaba echando un
vistazo a otra alegre tanda de comentarios de Elizabeth acerca de un verano
en Maine con los niños, cuando me encontré con una página que no seguía la
tónica de su antecesora.
«Los pequeños caminaban con paso inseguro, recogiendo negros»,
terminaba una página. Pero, al pasar a la siguiente, el texto decía: «He
descubierto una cosa». Palabras de Roz.
Me incorporé y miré a Ben, pero estaba profundamente enfrascado en la
lectura de lo que parecía ser un pequeño diario gastado por el uso.
Coloqué las dos páginas la una al lado de la otra. La segunda página no
había sido escrita por Elizabeth Child. La fina letra era curiosamente similar a
la suya, y lo mismo se podía decir del papel y de la desteñida tinta azul. Eran
tan parecidos que la página en cuestión podía parecer formar parte de la
misiva si sólo se le echaba un rápido vistazo. Pero no resistiría un examen
más exhaustivo.

He descubierto algo que creo podría interesar a un estudioso como usted


y, puesto que, tal como firmemente creo, todo lo que es oro no siempre
reluce, es posible que incluso tenga valor.

Me humedecí los resecos labios con la lengua mientras me parecía oír la


voz de Roz: «He descubierto una cosa. Y necesito tu ayuda». Volví a mirar la
carta.

Es un manuscrito. Creo que está escrito en inglés, por lo menos las


palabras dispersas aquí y allá pertenecen indudablemente a la lengua inglesa,
y el antiguo volumen de Don Quijote entre cuyas páginas lo encontré
escondido es una traducción inglesa. Pero, por desgracia, la escritura resulta
en buena parte ilegible, incluso allí donde no está tachada o rayada, de forma
que imposibilita leer el contenido. No obstante, he conseguido descifrar el
título con, a mi juicio, razonable precisión, exceptuando la primera letra que,
lo confieso, jamás había visto anteriormente. Una especie de espiral
atravesada por una línea. Algo así:. Parecía griego, sólo que las letras
siguientes pertenecen a nuestro alfabeto latino.
—ardenio, creo. ¿O quizás —ardonia?

Fruncí el entrecejo. La extraña letra no pertenecía al alfabeto griego sino


al inglés: se trataba de una C mayúscula característica de la apretada cursiva
isabelina llamada escritura secretaria. Con lo cual se obtenía el título de
Cardenio o Cardonia.
Había visto aquella palabra otras veces, estaba segura. La había leído en
algún sitio... Era un nombre. Pero ¿de qué? ¿De una persona?, ¿de un lugar?
Cuanto más me estrujaba los sesos, más se hundía aquella vaga figura en la
tenue niebla gris del olvido. Puede que la carta lo explicara. Leí rápidamente
hasta el final.

Lo he dejado en lugar seguro. El mismo en el que ha sobrevivido


invisible e inalterado, tal como creo, desde que se perdió por primera vez
poco después de haber sido creado. He aquí mi dilema. Me gustaría sacarlo y
confiarlo a un experto para que lo evalúe. Pero no conozco ni el nombre ni el
paradero de semejante autoridad en este áspero rincón de la civilización.
Ignoro igualmente cómo separar el manuscrito del entorno en que se
encuentra con el menor riesgo posible de destruirlo... Es frágil y temo que un
largo viaje a caballo o en tren podría causar su destrucción. Una travesía por
mar sería todavía peor.
Uno de los chicos afirma haber sido «en otros tiempos» uno de sus más
entusiastas alumnos y me dice que usted, señor, posee una prodigiosa
sabiduría, sobre todo en cuestiones de intrincado carácter literario. Por
consiguiente, le agradecería eternamente cualquier consejo que usted me
pudiera dar acerca de este asunto. Si, además, me pudiera dar su opinión
sobre las probabilidades, las mismas con que cuentan los jugadores de cartas,
de que las molestias que me estoy tomando me proporcionen un beneficio,
sería, tal como suele decirse, todo oídos.
Pero quizás usted no juega a las cartas.
En prenda de mi gratitud por el tiempo que ya le he robado, le adjunto
una balada. Una versión del Nuevo Mundo de una antigua melodía escocesa,
creo. Me ha llevado mucho tiempo rebuscar entre las que son populares en
los campamentos de aquí hasta seleccionar por lo menos una que no
provoque el sonrojo del papel y la tinta con que está escrita, pero espero
haberlo conseguido. Tengo el honor, etc.
Sinceramente suyo, Jeremy Granville

El saludo y la firma, apretujados en una sola línea al final de la página,


parecían una línea más del texto. Eché un vistazo a la página siguiente.
«-moras —había garabateado Elizabeth—. Mientras yo me preocupaba,
tal como puedes imaginar, ¡por unos osos! [1]»
No era de extrañar que el profesor Child coleccionara baladas. Regresé a
la carta de Granville. ¿Sería eso lo que Roz había descubierto?
Tenía que serlo.
Rebusqué rápidamente hasta llegar al fondo de la caja, pero no encontré
nada más que se saliera de lo corriente. Además, faltaba el resto de la carta de
Jeremy Granville. Comprobé la lista del catálogo, pero no vi ninguna
referencia a ella. Al parecer, la única página que se conservaba se había
deslizado por error entre las páginas de la carta de Elizabeth, probablemente
en el despacho del propio profesor Child. En cualquier caso, el bibliotecario
encargado de los ficheros no había descubierto el error.
La solitaria página no estaba fechada y no hacía clara referencia a un
lugar, sólo la firma y su localización entre los papeles de Child le podían
otorgar un lugar en la historia. Exceptuando la mención a una antigua edición
de Don Quijote. Recordé sobresaltada que la víspera había encontrado toda
una sección de libros de Don Quijote en los estantes de Roz. Pero ¿eso qué
demostraba? Interesarse por Don Quijote era como interesarse por la Ilíada o
por Guerra y paz. Te catalogaba como una persona de aficiones intelectuales,
pero no era exactamente una singularidad.
Sin embargo, puede que la referencia sirviera para fechar el hallazgo de
Granville. Don Quijote se había publicado por primera vez en España a
principios del siglo XVII, justo alrededor de la fecha de la muerte de la reina
Isabel. Una década después se había traducido al inglés. Por consiguiente, el
«antiguo volumen de Don Quijote» de Granville y el tesoro que había
encontrado escondido en él no podían ser anteriores a aquella fecha. Por otra
parte, el hallazgo tampoco se podía fechar después de la muerte del profesor
Child, acaecida a finales del siglo XIX, si no recordaba mal. Refunfuñé.
Menuda ayuda: ambas fechas delimitaban un período de casi trescientos años.
Eché un vistazo al volumen de Chambers, que descansaba
humildemente en el escritorio. Por lo menos, la primera parte de aquel
período estaba cubierta por Chambers, el cual escribía sobre muchas más
cosas que piezas teatrales. Cogí el libro, lo abrí por el final y lancé un
suspiro. No tenía índice. Entonces lo recordé. El índice de los cuatro
volúmenes estaba en el último de ellos... y lo había dejado en el estante de
Roz. Me concentré de nuevo en la página que Roz había señalado y la volví a
leer.
De pronto, me pareció que la luz de las lámparas se intensificaba y se
elevaba hacia al techo en cuanto comprendí el alcance de las palabras de
Granville. Volví a leer la carta. Quizá lo había soñado. No, decía exactamente
lo que yo recordaba.
Sin pérdida de tiempo, saqué mi bloc de páginas amarillas y empecé a
copiar la carta con la mano volando sobre la página. Perro Salchicha levantó
la vista y me miró con expresión nostálgica, como si envidiara el
descubrimiento de algo digno de ser copiado. Sentí el interés de Ben ardiendo
en mi piel, a pesar de que él ni siquiera se había movido. «... una especie de
espiral atravesada por una línea, algo así: DIBUJO Parecía griego...» Añadí
una nota de mi propia cosecha: «No es griego, sino inglés. Una ce mayúscula
isabelina».
Le alcancé la página a Ben. La leyó y me miró, perplejo. En respuesta,
empujé el libro hacia él y di unos golpecitos con el dedo al párrafo clave.
Estaba abierto por la misma página que había leído la víspera y
enumeraba las grandes obras jacobinas de Shakespeare una por una, cada
cual con su propio párrafo descriptivo. Pero al final de la página había otra
sección que siempre había pasado por alto antes. A mi lado Ben respiró
hondo al llegar a aquel párrafo y reviví su contenido mientras él lo leía
rápidamente.
«Obras perdidas», decía. Debajo había dos títulos. El primero era
«Trabajos de amor ganados»; el segundo, «Historia de Cardenio».
Ben levantó de inmediato la vista.
—¿Perdidas?
—Tenemos los títulos y las referencias a las representaciones en la corte.
Sabemos que existieron. Pero en varios siglos nadie ha visto jamás un solo
fragmento de alguna de las dos historias, ni siquiera un par de palabras juntas.
—Se me hizo un nudo en la garganta—. Excepto Jeremy Granville.
Me miró con asombro.
—¿Dónde?
Meneé la cabeza. Faltaba la primera página de la carta. En lo que
quedaba de ella, su autor había sido considerablemente parco con la
información.
—No lo sé.
Pero Roz lo sabía, de eso estaba segura. «He descubierto una cosa,
cariño —me había dicho—. Una cosa muy importante.» Más importante que
el Hamlet del Globo, había insistido mientras un destello de emoción se
encendía en sus verdes ojos. Y yo me había burlado de ella con relamida
ironía.
Se oyó el zumbido del timbre de la puerta de la sala de lectura y
experimenté un sobresalto.
Mientras la puerta se abría, reconocí de inmediato una voz con extraña
claridad.
Era el inspector jefe Sinclair.
Entreacto

Primavera de 1598

Ante la puerta sobre la que colgaba un tapiz en lo alto de una angosta


escalera secreta, la mujer se detuvo y se alisó el vestido de seda verde que
tanto realzaba la belleza de sus negros ojos y de su cabello. Con una mano,
apartó el cortinaje justo lo suficiente para atisbar con disimulo. Al fondo de la
estancia, un joven permanecía arrodillado en ferviente plegaria delante de un
altar, ajeno a su presencia.
Permaneció inmóvil. Contemplarlo se había convertido para ella en una
necesidad, como la de contemplar el fuego de la chimenea. La aureola de
dorado cabello flotaba sobre su cuerpo de salvaje belleza. La mujer se
estremeció. Tendría que dejar de llamarlo «el muchacho». Aunque todavía no
fuera un hombre hecho y derecho, por lo menos era un joven. «Will», repitió
para sí con firmeza.
Había sido su otro amante quien le había sugerido que llamara al joven
por el nombre que ambos compartían.
—Pues, entonces, ¿cómo te voy a llamar a ti? —le había preguntado
ella.
—Por mi otro nombre —le había contestado él con una sonrisa en los
labios—. Shakespeare. —Y después había sugerido otra cosa que un poco
más tarde había formado parte de uno de sus poemas—. Will satisfará el
tesoro de tu amor —había escrito—. Tienes a tu Will, y a Will por añadidura,
y a Will en sobreabundancia.
Varios meses atrás, a Shakespeare se le había ocurrido la idea de que
ella sedujera al muchacho. Le había suplicado que lo hiciera. La petición le
había provocado tal desconcierto que había permanecido sentada en silencio
mientras él iba de una punta a otra de la habitación, pasando de la petición al
halago y culminando en una breve parrafada de amenazas antes de caer de
nuevo en las súplicas.
No sería desagradable, recordó haber pensado ella en aquel momento. El
muchacho —Will— era ciertamente muy hermoso, de cabello dorado y de
piel a tono y con un ingenio sin rival. Se había fijado en él la primera vez que
lo había visto en la compañía de Shakespeare, había observado cómo los ojos
de éste lo seguían, aunque no supo y no preguntó si ello se debía a que el
joven Will era un pariente, un protegido o un amante. Pero estaba claro que
era amado de alguna manera.
—¿Por qué? —había preguntado ella cuando cesaron las súplicas del
poeta.
No preguntaba «¿Por qué te empeñas tanto?», sino simplemente: «¿Por
qué yo?».
Porque Will jamás se había fijado en ella. Estaba acostumbrada a la
fuerza de las miradas de los hombres; hasta los que sólo eran sensibles a otros
hombres solían apreciarla como obra de arte. Pero William Shelton era
distinto. La había visto, eso por lo menos lo sabía. Ambos se habían hablado
una o dos veces. Pero él jamás se había fijado en ella.
—¿Por qué? —había vuelto a preguntar.
Shakespeare se había detenido junto a la ventana.
—Sueña con convertirse en sacerdote. —Miró a su alrededor y sólo
entonces había reparado ella en la desesperación de sus ojos—. En sacerdote
católico. En jesuita.
Muy a su pesar, la mujer se estremeció. Los jesuitas sólo obedecían al
Papa y se consideraban a sí mismos soldados de Cristo, entregados a la tarea
de llevar la Verdad a los rincones más peligrosos del mundo pagano, en el
cual se incluía Inglaterra, puesto que este país y su herética reina habían
abrazado el credo protestante. Sin embargo, los ministros de Isabel opinaban
otra cosa. Aborrecían a la Compañía de Jesús por considerarla un nido de
fanáticos religiosos que conspiraban incesantemente para matar a la reina,
sentar en el trono de Inglaterra a un monarca católico y arrastrar a todo el
pueblo inglés a los tormentos de la Inquisición, amenzándoles con las
espadas españolas.
El hecho de que un jesuita pusiera simplemente los pies en Inglaterra se
consideraba una traición. Pero ellos lo hacían a pesar de todo. Eran
perseguidos sin piedad y, cuando los atrapaban, eran torturados con todos los
diabólicos inventos que se les pudieran ocurrir a los interrogadores de la
reina. Lo que quedaba de ellos era entregado al verdugo.
El pensamiento de que la esbelta y dorada belleza del joven pudiera ser
sometida a aquellas penas la hizo palidecer.
No era insólito que las familias irlandesas con muchos hijos destinaran a
uno de ellos al sacerdocio. Pero los hermanos de Will, dijo Shakespeare con
amargura, le habían infundido el anhelo del martirio y estaban en condiciones
de ayudarlo a alcanzarlo. Eran instrumentos de los Howard y, aunque fueran
pública y llamativamente protestantes siempre que necesitaban salvar el
pellejo, era bien sabido que, en privado, los Howard profesaban la fe católica
cuando se trataba de salvar sus almas. Encabezados por el taimado conde de
Northampton y su sobrino el conde de Suffolk, también corrían rumores de
que estaban al servicio del rey de España. Si alguien podía ayudar a un joven
inglés a pasar sano y salvo a la España enemiga y al prohibido refugio de un
seminario jesuita, eran los Howard, que expiaban la culpa de sus devaneos
espirituales prestando apoyo al celo religioso de otros.
No era de extrañar que Shakespeare estuviera desesperado. La mujer
cruzó la estancia y apoyó compasivamente las manos en sus hombros. Y él
deslizó un dedo por su mejilla hasta la garganta.
—Tú le podrías enseñar a desear otra cosa —dijo.
Como desafío, le interesaba. Había competido con esposas y
enamoradas, con muchachos y hombres, por el corazón de sus amantes, y casi
siempre había ganado. Pero jamás se había enfrentado a Dios. Estaba a punto
de acceder cuando se dio cuenta del alcance de la petición. Shakespeare no le
estaba pidiendo simplemente que sedujera al muchacho. Le estaba pidiendo
que lo satisficiera.
Por un instante, había experimentado la tentación de marcharse para
jamás regresar. No era una ramera cuyos servicios temporales él pudiera
comprar o ganar en una apuesta. Tampoco era una esposa cuyos servicios
permanentes él hubiera comprado a un precio un poco más alto y se
considerara con derecho a transferir a terceros. Era una mujer libre y, aunque
le gustara una buena broma —y fuera capaz de venderla al precio de una
alhaja o de un nuevo vestido—, cedía su amor gratuitamente, nadie lo
compraba. Le dolía en el alma que él temiera tanto por la belleza sin tacha del
joven que fuera capaz de pedirle a ella que prostituyera la suya.
En lo más hondo de su ser había sentido nacer un lento y ardiente afán
de venganza. Sí, seduciría a Will, pero no se detendría allí. Al mismo tiempo,
volvería a seducir a Shakespeare hasta que el poeta y el joven ardieran por
ella con un fuego imposible de apagar. Y cuando llegara el momento
oportuno, se encargaría de que ambos lo supieran.
Así pues, se envolvió en sedas y perlas y se peinó el negro cabello en
largas y aterciopeladas cascadas. Luego pasó del poeta al muchacho,
atrayendo a Will a una red de música y placeres a la luz de las velas, anhelos,
mieles y hiel, hasta conseguir atraparlo por entero. Y en todo momento fue
consciente de la presencia de Shakespeare sentado en el asiento de alto
respaldo de la sala de abajo, contemplando el corazón de las llamas.
Eso había sido varios meses atrás.
A través del resquicio del cortinaje, vio a Will santiguarse y un rubor se
extendió por la cremosa piel de su pecho.
Justo la víspera, en la estancia de Shakespeare del piso de abajo, había
tropezado por pura casualidad con un poema y, antes de saber lo que era,
había leído el primer verso: «Dos amores tengo que me consuelan y
desesperan». Reculó como si la hubieran mordido. No le gustaba leer lo que
escribía el bardo sin que él se lo pidiera. Le parecía una violación.
Tal vez si él no la hubiera hecho esperar, no habría caído en la tentación
de seguir adelante. Pero el verso había excitado su imaginación. No cabía
duda de que, con aquella perpleja primera persona del singular, el poeta se
refería a sí mismo, pero el verso también se podía aplicar a ella. Por
consiguiente, al ver que él se retrasaba, había seguido leyendo:

Dos amores tengo que me consuelan y desesperan,


y que como dos espíritus en seducirme se empeñan.
El ángel bueno es un hombre de belleza sin par;
el mal espíritu, una mujer de turbio color.

El fuego le había subido a las mejillas. El poema se refería a ella, pero


no era para ella. ¿Turbio color? ¿El mal espíritu? ¿Ése era el concepto que
tenía de ella?
Volvió al poema.

Para llevarme sin tardanza al infierno, mi espíritu malo


tentó a mi ángel bueno y lo apartó de mi lado,
corrompió a mi santo y lo convirtió en demonio,
cortejando su pureza con su hermoso orgullo.

Eso era lo que ella pretendía, se dijo, aquel brote de celos y confusión.
Lo que no tenía previsto era caer en su propia red. No tenía previsto
enamorarse de Will.

Y si mi ángel se convirtió en demonio,


lo puedo sospechar mas no decir,
pues siéndome ambos amigos y amigos entre sí,
imagino a un ángel en el infierno del otro.

El soneto —si eso pretendía ser— estaba incompleto y le faltaba el


dístico final. Una pequeña carcajada de amargo triunfo le recorrió el cuerpo.
Si Shakespeare no lo había terminado, era porque no había podido. Ignoraba
el final de la historia. Ella podía haber quedado atrapada como una mosca en
su propia telaraña, pero por lo menos conocía la línea del argumento. No
tenía que adivinarlo como él.
Después se le ocurrió otra idea. ¿Habría dejado Shakespeare el poema a
la vista a propósito, y la había dejado a solas a ella para que lo viera? ¿Le
estaba pidiendo Shakespeare de una manera indirecta una respuesta? ¿Estaba
tratando de averiguar la verdad utilizando la poesía como anzuelo?
En la estancia había una pluma y un tintero. Se puso a pasear arriba y
abajo delante de la ventana, tropezando de vez en cuando con la estera de
junco. Siempre había tenido la intención de que Shakespeare conociera la
verdad. Pero no correría el riesgo de separarse de él. Ahora no. No hasta que
estuviera segura de que podría ayudar ella sola a Will a hacer oídos sordos a
las atenciones de sus hermanos y a los ofrecimientos de los Howard. Por
consiguiente, su respuesta tenía que ser impecable.
Finalmente tomó la pluma con sumo cuidado y, mordiéndose la lengua,
la acercó al papel.

La verdad no sabré y viviré en la duda...

Oyó un ruido al otro lado de la puerta. Posó la pluma, se acercó a la


ventana y se alisó el vestido, contemplando el jardín de abajo sin verlo.
Si Shakespeare había visto lo que ella había hecho, no había dicho nada.
Aquella tarde hicieron el amor con inusitado ardor, una y otra vez desde el
atardecer hasta el lento suspiro azul del ocaso, mientras el perfume de las
violetas penetraba por la ventana abierta.
No supo en qué momento pudo él terminar el poema. Sólo se había
separado de su lado para escanciar vino y ofrecérselo en una copa de plata
mientras ella descansaba exhausta en su lecho.
Pero cuando ella se retiró, la luz de la vela le mostró su verso rematado
por otro, y el soneto terminado.

Hasta que mi ángel malo expulse al bueno.

En su obscena ligereza, le pareció un golpe propinado en su mano, ya


que no en su mejilla. Una negativa, a través de un ceremonioso gesto, a
tomarse en serio el poema, su amor... cualquier cosa, salvo a Will.
Ahora, mientras contemplaba al muchacho delante del altar, se dio
cuenta de que también había sido una confesión. Shakespeare no imaginaba a
un ángel en el «infierno» de otro. Él lo sabía. Simplemente se había negado a
reconocerlo y lo seguiría haciendo hasta que todo terminara y ella
prescindiera de Will. Pues así suponía que terminaría la historia: quedándose
él con el trofeo en la mano.
En aquel instante, la mujer supo lo que iba a hacer. Por mucho que le
costara, ella saldría vencedora. En la cuestión del corazón de Will Shelton,
ella les ganaría la partida a Shakespeare, a los Howard y a Dios.
Apartó el tapiz que cubría la puerta de la capilla y entró en la estancia.
Al oír el rumor de sus pisadas, Will se puso en pie de un salto y echó
mano de la espada, pero se le iluminaron los ojos al reconocerla.
—Señora mía —dijo haciendo una reverencia.
—Eres muy descuidado —le reprochó ella—. Hubiera podido ser
cualquiera.
—Esta capilla está muy bien escondida.
—Yo te he encontrado —señaló ella enarcando una ceja.
—Pero es que yo no me ocultaba de vos —replicó él.
Le permitió rozarle los dedos con sus labios y después se inclinó hacia
él.
—Abajo te espera un pintor —le dijo en un susurro—. Después, si no
tarda demasiado, puede que encuentres a otra persona esperándote en el
jardín.
Con una prometedora sonrisa en los labios, se retiró, dejándolo tan sólo
con el perfume de las violetas y un persistente anhelo.
ACTO II
14

Mi lápiz rodó desde la mesa al suelo de baldosas de corcho. Me incliné a


recogerlo agachándome de espaldas a la puerta justo en el momento en que el
inspector jefe entraba con uno de los guardias, seguido por dos hombres
vestidos con trajes oscuros. Al llegar al mostrador principal, los
acompañantes de Sinclair exhibieron algún tipo de identificación.
—FBI —le dijo uno de ellos en voz baja al bibliotecario.
No pude oír el resto. ¿Estaban allí por mí?
Permanecí inmóvil y volví la cabeza, clavando la mirada en la raya de
los pantalones de Sinclair. El bibliotecario salió de detrás del mostrador.
—Por aquí, por favor —dijo, y el pequeño grupo que se encontraba
junto al mostrador principal dio media vuelta y se encaminó al otro extremo
de la sala de lectura, en dirección a la pasarela que conectaba la Houghton
con la Widener.
Me volví a mirar a Ben.
—El policía británico —susurré.
—Váyase —dijo Ben sin levantar la cabeza del libro que estaba leyendo.
—Pero es que sólo he copiado la mitad...
—Yo me encargo de eso.
—Lo necesito todo...
—Ahora.
Deslicé mi bloc sobre la mesa y garabateé: «Librería al otro lado de
Mass. Ave. Sección Shakespeare». Se lo entregué a Ben, me levanté, apuré el
paso hacia la puerta, pulsé el timbre y la puerta se abrió con un zumbido.
En el vestíbulo, el otro guardia estaba sentado leyendo el Boston Herald.
Levantó la cabeza y me miró de soslayo mientras me acercaba a él. Levanté
la mano en la que sostenía el lápiz que era lo único que llevaba y él me indicó
con un perezoso gesto de la mano que pasara.
Avanzando deprisa, me dirigí a los armarios, recogí mi bolso y me
encaminé hacia la salida. Una oleada de húmedo calor me envolvió cuando
salí al Yard. A mi espalda, la puerta cerrada de la sala de lectura emitió una
vez más un zumbido. Al volver la cabeza alarmada, choqué con alguien que
estaba subiendo los peldaños de la biblioteca. Unas manos me asieron por los
hombros para evitar que perdiera el equilibrio.
—¡Kate Stanley! —exclamó una voz de tenor ligero. Debajo de una
gastada gorra de los Red Sox, el equipo profesional de béisbol de Boston,
distinguí una cabellera dorada y unos ojos azules, y entonces reconocí la
fornida figura de Matthew Morris. El otro especialista de Shakespeare de
Harvard—. Pero ¿qué demonios estás haciendo aquí?
—Marchándome.
«Mierda, mierda, mierda.» No tenía tiempo para chácharas. Y menos
con él.
Intenté apartarme, pero su presa se intensificó.
—Llevo tres años sin verte ¿y lo único que me ofreces es un simple
adiós? Me parece muy fuerte.
—Pensaba que estabas en Washington. En la Folger —dije con cierta
irritación.
Vestía vaqueros y camiseta roja. Tal vez por su condición de vástago de
la intelectualidad de Boston iba por la vida vestido de aquella manera para
evitar los tópicos sobre los profesores de la prestigiosa Ivy League, el grupo
de selectas universidades de Nueva Inglaterra, siempre vestidos con prendas
de tweed.
—Estaba hasta que sonó el teléfono esta mañana a una hora
intempestiva. Parece ser que se ha producido una auténtica emergencia en el
departamento de Shakespeare y me han llamado como experto de la casa que
soy.
Una ráfaga de aire frío se escapó de la biblioteca cuando la puerta se
abrió de par en par. Di un respingo y me volví. Una regordeta mujer de corto
cabello castaño nos saludó brevemente con la cabeza mientras bajaba a toda
prisa los peldaños, cargada con una pila de libros y una abultada mochila de
ordenador.
—Aquí están todos un poco nerviosos, Kate —comentó Matthew
mientras la mujer se alejaba.
—¿Una emergencia relacionada con Shakespeare? —pregunté.
Miró a su alrededor y después se inclinó hacia mí.
—Es el Primer Infolio. Después del incendio de anoche, la sala
semicircular de la Widener se llenó de páginas y restos parcialmente
carbonizados de la Biblia de Gutenberg, pero hasta ahora no se ha encontrado
ningún resto identificable del Infolio. Y parece que han manipulado la urna
que contenía ambos libros.
De repente sentí un escalofrío.
—¿Qué estás diciendo?
—Por lo visto robaron el Infolio antes de que estallara el artefacto.
Imaginé una mano amenazadora garabateando en un pequeño cuadrado
de luz de luna con tinta azul: «Entra Lavinia». Una página arrancada de un
Primer Infolio.
—Llevará algún tiempo hasta que todo se aclare —añadió Matthew—,
pero es una posibilidad intrigante porque, por lo visto, en el Globo ocurrió
algo muy parecido. ¿Te pasa algo? Estás más blanca que una sábana.
Me aparté.
—Tengo que irme.
—Espera.
Al llegar al último peldaño, me detuve.
—Estos últimos días tienen que haber sido un infierno para ti.
Entrecerró los ojos con semblante preocupado y compungido.
—Mira, en primer lugar, no sé qué hice para provocar tu enfado, pero
dame la oportunidad de compensarlo. ¿Por qué no nos vemos más tarde para
tomar una copa? Podemos brindar por Roz. —Esbozó una triste sonrisa—.
Ella habría sido la primera en decir que aquí ya nada es lo mismo desde que
tú te fuiste... Por cierto, te veo estupenda. El teatro te debe de sentar bien.
—Matthew...
—Vendré a buscarte. ¿Dónde te hospedas?
—En... —titubeé levemente— el Inn at Harvard.
—Perfecto. Pues entonces quedemos en el Faculty Club. Justo enfrente
del Inn. A las cinco y media.
Abrió la puerta de la biblioteca y una nueva oleada de aire frío se escapó
al exterior. Del interior me llegó una vez más el zumbido de la puerta de la
sala de lectura.
—Muy bien —mentí, dando bruscamente la vuelta para marcharme.
Caminé tan deprisa como pude y al doblar por la esquina eché a correr y
crucé la arcada del pasadizo que atravesaba el Wigglesworth Hall. Salí a la
Massachusetts Avenue, pensando todavía en la noticia que me había dado
Matthew.
«Los Infolios han desaparecido. No han sido destruidos. Han
desaparecido.»
Un autobús pasó rugiendo a treinta centímetros de mi nariz, arrojándome
al cabello ya húmedo de sudor el pestazo de sus gases de escape
negroazulados. Crucé la calle y apuré el paso por las aceras de ladrillo en
dirección a las conocidas lunas de cristal de unos escaparates orlados de
negro; en la parte superior, unas pulcras letras doradas decían: HARVARD
BOOK STORE.
Entré. Salvo por los libros que se exhibían en el escaparate de la
fachada, el lugar apenas había cambiado desde que me había ido de
Cambridge. Me dirigí a la sala dedicada a la literatura. En el centro
destacaban varios estantes con obras relacionadas con Shakespeare. Me
detuve delante de ellos y deslicé los dedos por los lomos de los libros con la
mente en otro sitio.
Hacía quince minutos, había creído que la pista de Chambers me
explicaría en cierto modo la referencia de Roz a la obra magna jacobina, A.D.
1623, el Primer Infolio. Pero la información que me proporcionó Chambers
señalaba hacia Cardenio, mientras que parecía que el Primer Infolio se perdía
por otro camino distinto por completo. Literalmente, en caso de que Matthew
estuviera en lo cierto.
No sabía si echarme a reír o a gritar. Por lo menos, nadie estaba
destruyendo los Infolios, quemándolos uno a uno en la hoguera. Por otra
parte, si el hijo de puta que me había perseguido en la biblioteca no los había
destruido, se los había llevado. Lo cual significaba que le interesaban. Y
muchísimo.
¿Para qué?
Estaba segura de que tanto la carta como los Infolios conducían en
último extremo a la misma fuente: a un manuscrito shakespeariano que cabía
esperar que todavía estuviera cubierto por una gruesa y aterciopelada capa de
polvo.
¿Sabía mi perseguidor qué estaba buscando? Lo más probable era que
no, puesto que había pasado tan rápidamente de un ejemplar del Infolio a
otro, e incluso a un tercero si se contaba el facsímil que se había llevado del
despacho de Roz. Pero no: seguro que tenía cierta idea de lo que estaba
haciendo. ¿Quién correría el riesgo de robar en las bien protegidas cámaras
del tesoro del Globo y de la Widener y de borrar después sus huellas
mediante el fuego por simple capricho y confiando en la suerte?
Por mucho que aborreciera reconocerlo, el asesino tenía probablemente
una idea mucho más clara que yo de lo que estaba haciendo. Yo no tenía ni
una sola pista aceptable de la magna obra jacobina.
Por otra parte, tenía una carta acerca de Cardenio. O, en cualquier caso,
la tenía la Houghton.
Dios mío, había abandonado tan precipitadamente la biblioteca que
hasta me había dejado olvidado el trascendental The Elizabethan Stage de
Chambers. Esperaba con toda mi alma que Ben lo cogiera.
Presa de la inquietud y el nerviosismo, exploré distraídamente la tienda,
mirando con disimulo hacia la calle a través de los cristales del escaparate.
¿Dónde estaría Ben? ¿Por qué tardaba tanto?
No era un erudito. ¿Sabría lo que yo quería decir con la palabra copiar?
¿Sabría que lo que quería era que lo copiara todo, incluso los errores
ortográficos y de puntuación, por extraños que fueran? Me interesaban las
palabras de Granville, por supuesto, pero me interesaban también su manera
idiosincrásica de escribir y sus errores. En realidad, aquellas singularidades,
que tan fácilmente se eliminaban sin pensar, eran las débiles huellas que
ayudaban a un estudioso a seguir la pista de la historia y los hábitos de un
escritor.
Lancé un suspiro. Hasta que Ben apareciera, los únicos tres fragmentos
específicos de información de que disponía eran los nombres de Jeremy
Granville y de Francis Child y la traducción al inglés del Don Quijote. No era
necesario demasiado esfuerzo para comprender que una obra de teatro
inglesa, oculta en una traducción a ese idioma y extraviada «poco después de
su creación», se tenía que haber perdido en algún lugar de Inglaterra, y
debería estar escondida y olvidada en algún escondrijo de una chimenea,
tapiada en alguna sala de una torre o de una mazmorra, o sepultada dentro de
un cofre a los pies de una enhiesta piedra de algún solitario páramo. Los
errores ortográficos de Granville, me parecía recordar, eran de inglés
británico.
Pero el hecho de que éste le hubiera escrito al profesor Child echaba por
tierra dicha suposición. Si Granville hubiera estado en Inglaterra o en
cualquier otro lugar de Europa, en realidad, no sólo hubiera sido más fácil y
más rápido establecer contacto con un profesor británico, sino que, además,
hubiera sido absolutamente ilógico enviarle una carta a Child al otro lado del
charco. Sobre todo en caso de que el propio Granville fuera británico. Tenía
que haber hecho su descubrimiento en nuestro hemisferio.
Me devané los sesos. Debía haber otras claves ocultas en aquella carta.
Pero serían más confusas, más indirectas. Sólo había leído el maldito
documento un par de veces y, encima, de manera muy rápida. Más bien le
había echado un vistazo superficial.
Necesitaba aquella carta. ¿Dónde estaba Ben?
Me detuve al llegar al final de la estantería con obras relacionadas con
Shakespeare. Bajo mi mano, una voluminosa edición de bolsillo se hundía
por su propio peso. Un facsímil del Primer Infolio. La misma edición que
había encontrado en el despacho de Roz... y que después había desaparecido.
Tal como habían desaparecido los ejemplares de la Widener y el Globo.
Lo saqué del estante y hojeé las páginas; todos los márgenes estaban
limpios.
—¿Sigue buscando la obra magna jacobina?
Giré en redondo. Ben me sonreía de oreja a oreja como el maldito gato
de Cheshire [2]. Llevaba el libro de Chambers y mi bloc de apuntes de papel
amarillo en la mano.
—La carta —dije—. ¿La tiene?
Me entregó el bloc amarillo. Lo miré.
Estaba en blanco.
15

Le miré mientras mi decepción se transformaba en cólera.


—Me dijo que...
—No se ponga nerviosa.
Alargó la mano, pasó rápidamente las páginas y salió volando un trozo
de papel. Lo agarré al vuelo.
La página era blanca, no amarilla, con una escritura de trazos muy finos
en desteñida tinta azul. Parpadeé mientras asimilaba lentamente los hechos.
—Pero éste es el original.
Me miró sonriendo.
—Lo he pedido prestado.
—¿Está usted loco? —le pregunté en un estridente susurro—. Houghton
no es una biblioteca de préstamos.
Las bibliotecas de Harvard se regían por ordenanzas muy estrictas. Una
noche de alrededor de una década antes de la guerra de Independencia,
cuando la universidad sólo tenía una biblioteca y estaban terminantemente
prohibidos los préstamos a domicilio, la llama de una vela o quizá las chispas
de los rescoldos del hogar de una chimenea —nadie lo sabía a ciencia cierta
— le prendieron fuego a un trozo de papel suelto, o bien a una cortina o a una
alfombra. Lo que sí sabían era que las rugientes ráfagas de un viento del
noroeste no habían tardado en avivar el fuego hasta convertirlo en una
impresionante conflagración que recorrió sin freno toda la biblioteca hasta
que la tormenta amainó y, como regalo de despedida, arrojó nieve suficiente
para apagar las llamas.
En una gélida mañana de azulada luz, el reverendo Edward Holyoke,
presidente de la universidad, reflexionaba, enfundado en su gabán y con las
manos a la espalda, sobre la calamidad con la paciencia de Job: «El Señor lo
dio y el Señor lo ha quitado; bendito sea el nombre del Señor». Según
contaba la leyenda, un estudiante, se había abierto paso entre la nieve cubierta
de grisácea ceniza, que ya se estaba fundiendo y había alegrado al anciano
con la devolución de un libro que se había llevado la víspera a escondidas
para echarle un último vistazo antes de un examen. Por un golpe de suerte,
ahora era el último volumen que quedaba de todos los que John Harvard
había legado a la universidad junto con su nombre, aproximadamente un
siglo atrás.
Sin ninguna obligación de mostrar a los estudiantes la misma paciencia
de la que había hecho gala con el fuego avivado por el cielo, el presidente
Holyoke recibió el libro, le dio las gracias al joven y lo expulsó de inmediato
por robo.
—¿Quiere que la devuelva? —preguntó Ben.
Mirándole con furia, le arrebaté la carta de las manos, inclinándome
sobre ella para examinarla de nuevo. Mientras leía, las frases parecían
iluminarse como marcadas a fuego. «Versión del Nuevo Mundo...» Sí, yo
estaba en lo cierto. América del Norte, probablemente Estados Unidos. «Este
áspero rincón de la civilización...» «El Oeste», pensé, mordiéndome el labio.
La información no era muy útil: el Oeste norteamericano era un lugar
inmenso.
Si se examinaba en busca de pistas, la prosa de Granville resultaba
deliberadamente evasiva e incluso oscura. No obstante, si Roz se había
podido abrir camino a través de aquel rompecabezas, yo también podría.
«Uno de los chicos. Jugadores de cartas. En los campamentos de aquí.»
Si hubiera sido un vaquero, ¿no habría escrito «en las praderas», o «en los
pastizales», o «en el barracón», o alguna frase por el estilo, en lugar de «en
los campamentos de aquí»?
¿Qué campamentos? Evocaban los campamentos del ejército, pero un
vistazo a la firma de Granville no revelaba ningún grado. Tampoco se
hablaba de oficiales, órdenes, armas, enemigos o combates. No parecía una
carta escrita por un militar.
«Campamentos.» Cerré los ojos y vi una ciudad de tiendas de campaña
en medio de los álamos. Picos y palas. Pozos y galerías. Minas. Abrí los ojos.
—Estaba en el Oeste —dije—. En los campamentos mineros.
Pero ¿en qué campamentos? ¿Los más antiguos de la fiebre del oro o los
más recientes de los prósperos yacimientos de plata? ¿California? ¿Colorado?
¿Arizona? ¿Alaska? Alargué la mano hacia la carta. Allí estaba, justo al
principio. «Todo lo que es oro no siempre reluce», había escrito Granville.
—El oro —dije señalando la frase.
—¿Cree que era un trabajador de las minas de oro?
—Creo que buscaba oro, pero que encontró otra cosa. Esta frase es una
inversión del proverbio «No es oro todo lo que reluce» que se menciona a
mitad de El mercader de Venecia. Está puesta de manera casual y puede que
incluso inconsciente. Es igual. Lo que importa es que Granville era un minero
y conocía muy bien a Shakespeare.
—¿Está usted segura? —preguntó Ben—. Parece una prosa muy
rimbombante para ser un viejo buscador de oro.
—No todos eran palurdos analfabetos —repliqué—. Parece que uno de
sus compañeros estudió en Harvard. O, por lo menos, fue alumno de Child. Y
quizá Granville no le iba demasiado a la zaga. Y, aunque fuera una persona
poco culta, la cosa no habría tenido excesiva importancia. Shakespeare era
muy popular en el viejo Oeste, tal como ahora lo son las películas... Todo el
mundo compartía el lenguaje de Shakespeare. Los hombres de las montañas
eran capaces de soltarte Romeo y Julieta o Julio César de un tirón, sentados
alrededor de la hoguera. Los vaqueros aprendían a leer con las obras
completas de Shakespeare. Y los más grandes actores de la época se
embarcaban y doblaban por el Cabo de Hornos para ir a California, y subían a
las montañas en carromatos para interpretar Hamlet en los campamentos
californianos de la fiebre del oro de finales de la década de 1840. Los
mineros arrojaban pepitas de oro y bolsas de polvo de oro a los escenarios.
Un buen actor podía ganar en un mes diez veces más de lo que ganaba en
toda una temporada en Londres o Nueva York...
—Muy bien, profesora —dijo Ben.
—No me...
—Si no le gusta el apodo, no se comporte como tal. ¿Me permite señalar
que el hecho de conocer a Shakespeare no basta para que uno escriba como
él? —Tomó de nuevo la carta y la volvió a leer de arriba abajo—. «...y me
dice que usted posee una prodigiosa sabiduría...» ¿De veras cree que esto lo
pudo escribir un viejo minero de la fiebre del oro del siglo XIX?
—¿Qué le induce a pensar que era viejo? —pregunté—. ¿Quizás el
estereotipo de Hollywood del hombre mayor que renquea? —Cuanto más lo
pensaba, más me convencía de que la explotación minera guardaba relación
con el enigma—. Además, ¿se le ocurre alguna idea mejor?
—Es que simplemente no comprendo adónde nos lleva todo eso.
—Nos lleva a Utah —dije.
—¿A Utah? No es el primer lugar que a uno le viene a la mente cuando
piensa en Shakespeare. Y tampoco en el oro.
—Es que usted no ha estado en el Festival Shakespeariano de Utah. —
Deslicé los dedos por la estantería—. Usted cree que el Globo resulta
surrealista en Londres, pues espere a verlo en Cedar City, en la llamada
Tierra de la Roca Roja.
—Está usted de guasa.
Meneé la cabeza.
—¿Usted cree que actuó allí?
—El teatro no se construyó hasta la década de 1970. Y, como ya le he
dicho, creo que Granville era un buscador de oro. Lo que quiero está en la
puerta de al lado: en el Archivo de Shakespeare de Utah.
«Archivo» era un término incorrecto. Era más bien un centro de
información, una base de datos a la antigua usanza, con fichas que facilitaban
referencias de todos los nombres posibles, representaciones, lugares, personas
y acontecimientos que guardaran relación con Shakespeare al oeste del
Misisipí. Contaba con una buena colección de artículos de importancia
secundaria, pero la gente del Oeste había amado a Shakespeare a un nivel
sólo comparable con la inmensidad de los territorios que creía su deber
conquistar. Como, obviamente, era imposible coleccionar las minas,
ciudades, embalses e incluso ríos y montañas bautizadas con el nombre de
Shakespeare, lo que el Archivo no podía coleccionar o copiar, lo
cartografiaba.
—Era el archivo privado de investigación de América del Norte
preferido de Roz.
Me incliné para echar un vistazo a los ensayos sobre Shakespeare de los
estantes inferiores. Cuando encontré el que buscaba, lo saqué y lo deposité en
las manos de Ben. La cubierta mostraba la fotografía retocada de un actor con
jubón y sombrero de vaquero, que sostenía una calavera en la clásica pose de
Hamlet, insertada a modo de camafeo en una fotografía moderna del Big Sky
Country [3]. The Wild Shakespearean West [4]se titulaba la obra. De Rosalind
Howard.
—Su más reciente... Su último libro —dije—. Estuvo haciendo
investigaciones allí. Fui su ayudante, por lo menos al principio. Antes de que
cada una nos fuéramos por nuestro lado.
A lo largo de un espléndido verano, había recorrido kilómetros
interminables de praderas, subido montañas y cruzado cañones trabajando
para ella, documentando historias interesantes y representaciones largo
tiempo olvidadas. Aquel verano cambió mi vida, aunque no en el sentido que
Roz pretendía. En el polvoriento escenario de un descolorido teatro en tonos
oro y escarlata de Leadville —una ciudad de Colorado surgida durante la
fiebre de la plata, próspera y pendenciera, pero que ahora había perdido su
lustre de antaño—, pronuncié las palabras de Julieta, primero en un susurro y
después cada vez más fuerte hasta que retumbaron en la oscuridad que me
rodeaba. En un súbito destello de comprensión, me di cuenta de lo distinto
que era Shakespeare en el escenario del Shakespeare impreso. Era la
diferencia entre la cálida experiencia y el dulce recuerdo que perdura, entre la
vida desbordante y la muerte consagrada.
Aquel otoño, cuando los alumnos del curso sobre Shakespeare de Roz
me pidieron que los ayudara en una producción de Romeo y Julieta,
aproveché encantada la oportunidad. En primavera, accedí a dirigirlos en
Noche de reyes.
No había vuelto a pensar en ello.
Sin embargo, aquel verano resplandecía en mi memoria como el Jardín
del Edén antes de la caída en desgracia de Adán y Eva. «Necesito tu ayuda»,
me había dicho Roz hacía dos días en el Globo. En esa ocasión lo dijo por
mis conocimientos. Pero cuatro años atrás me había dicho lo mismo, y
aquella vez lo había dicho por ser yo quien era. Su forma de ir directamente
al grano, y sin preámbulos, al estilo de Nueva Inglaterra, no era muy
apreciada entre los rancheros y la gente de las pequeñas ciudades del Oeste.
Y aunque yo no fuera exactamente como ellos, por lo menos conocía los
elementos básicos de la forma de ser de los rancheros. Me sentía a gusto
reaccionando acaloradamente y tomándome una cerveza o un vaso de leche y
un trozo de pastel antes de hacer preguntas y pedir favores. Y no temía
ensuciarme las manos. Si alguien necesitaba ayuda para trasladar el ganado
desde un abrevadero a otro, yo sabía montar a caballo lo bastante bien como
para poder echar una mano. De ahí que podía conseguir que la gente que
miraba con silencioso recelo a Roz se mostrara más abierta conmigo.
Así pues, me había convertido en sus ojos y oídos sobre el terreno y
recorría el vasto paisaje en busca de información. Mientras tanto Roz
utilizaba el Archivo como centro de mando. Procesaba las listas pulcramente
alfabetizadas y ordenadas por categorías y devoraba toda la información que
yo le enviaba. Era un reparto de tareas que nos satisfacía a las dos. «La
pensadora y la vagabunda», solíamos comentar en broma.
—Si Roz sospechaba que Jeremy Granville tenía algo que ver con
Shakespeare en el viejo Oeste —dije en voz alta—, el Archivo
Shakespeariano de Utah habría sido el primer lugar que hubiera investigado.
Es posible que podamos seguir su pista, o la de Granville, a partir de allí.
—Es posible —repitió Ben subrayando sus palabras. Abrió el libro—.
¿Se le cita en la obra?
—Jamás la he leído.
Ben meneó la cabeza y consultó el ensayo.
—No figura en el índice onomástico.
—A lo mejor Roz lo reservaba para más adelante. O, a lo mejor,
descubrió datos acerca de él cuando la obra ya estaba en la imprenta —
observé.
Ben cerró el libro.
—¿Y qué ocurrirá si usted se equivoca?
—Puede que nos hayamos apartado dos días y cinco mil kilómetros de
la pista. Pero no me equivoco.
Ben asintió con la cabeza.
—¿Y si está en lo cierto? Si encontramos lo que buscamos y resulta ser
lo que usted cree que es, ¿cuánto valdría?
Me pasé la mano por el cabello. No había dejado de pensar en ello. A lo
mejor nos lo podría decir Christie's, pero, que yo supiera, las casas de
subastas establecían el valor de un objeto por medio de comparaciones. Y
para lo que Granville afirmaba haber encontrado, no se podía establecer
ninguna comparación. No había ningún otro ejemplar de Cardenio y ningún
manuscrito contemporáneo de ninguna obra perteneciente con toda certeza a
Shakespeare, y mucho menos un manuscrito escrito de su puño y letra. Sólo
había seis manuscritos, y todos ellos estaban en poder del gobierno británico
y jamás se habían puesto a la venta.
Si por un Primer Infolio —uno de entre algo más de doscientos treinta
ejemplares— habían pagado en una subasta de pocos años atrás seis millones
de dólares, según me había dicho sir Henry, ¿cuánto podrían pagar por el
manuscrito único de una obra perdida? Meneé la cabeza. Me mareaba de sólo
pensar en una suma.
—No lo sé —dije—. Nadie lo sabe. Pero no valdrá nada a no ser que lo
encontremos.
—Me parece que alguien ya le ha puesto precio —dijo Ben—. Y
bastante alto, por cierto.
Vacilé al comprender lo que había querido decir. Un asesinato. El precio
de una vida. Por un fugaz instante, vi los ojos de Roz mirándome desde
debajo del banco del Globo. Pero el asesino no se había detenido allí. Volví a
ver la página del Infolio, la mano dibujada en tinta azul, señalando unas
ensangrentadas palabras: «Entra Lavinia, con las manos cortadas, la lengua
cortada, y violada...».
—El precio de mi vida —dije serenamente.
—Sólo para que lo tengamos claro —dijo Ben.
En el exterior sonaron unas sirenas. A través de los escaparates de la
fachada vimos detenerse tres coches patrulla, que bloquearon las entradas del
Yard. Instintivamente introduje la página entre las hojas centrales del bloc
amarillo.
—¿Utah? —preguntó Ben.
Esta vez era una petición de instrucciones, no una manifestación de
incredulidad.
Asentí con la cabeza.
—Espere aquí —dijo—. Vuelvo con un taxi dentro de cinco minutos.
Mientras salía a la calle, sacó su móvil.
16

Tenía cinco minutos de espera. Podía dejarme llevar por el pánico, o


bien aprovecharlos.
De un vistazo comprobé que los coches patrulla continuaban aparcados.
Me agaché entre las estanterías, amontoné todas mis cosas en el suelo y abrí
The Elizabethan Stage. Según Chambers, Cardenio había sido fruto de la
colaboración entre Shakespeare y John Fletcher, el sucesor del Bardo —y
elegido personalmente por éste— al frente de los Hombres del Rey. Nadie
sabía hasta dónde había llegado la colaboración del señor Fletcher y qué
partes de la obra le correspondían.
En ausencia de la obra, semejantes conjeturas eran más o menos fútiles.
Pero la sola existencia de una colaboración significaba una cosa: la obra era
probablemente tardía, puesto que las otras obras en las cuales Shakespeare le
había permitido a Fletcher que participara en la escritura —Los dos parientes
nobles y Enrique VIII— figuraban entre las últimas.
Pasé cuidadosamente la página. Me pareció que estaba en lo cierto con
respecto a la fecha de su realización:

Cardenio es probablemente la obra que representaron en la corte los


Hombres del Rey bajo el título de Cardenno y Cardenna en 1612-1613 y de
nuevo el 8 de junio de 1613. Su argumento, sacado de Don Quijote...

El libro casi se me cayó de las manos; de repente caí en la cuenta de lo


imbécil que había sido hasta ese momento. Por eso Roz tenía tantos
volúmenes del Quijote en sus estantes. Y por eso la cosa me sonaba tan
familiar. Había leído el Quijote. Aunque podía decir en mi descargo que
llevaba años sin releerlo.
Ya era hora de volver a leerlo. En las estanterías de narrativa busqué en
la ce hasta llegar a Miguel de Cervantes. Allí estaba Don Quijote en el
conocido formato de Penguin, un libro regordete de lomo de color negro, en
cuya cubierta campeaba la escuálida figura del caballero imaginado por
Gustave Doré. Lo coloqué encima del libro de Roz y del facsímil del Infolio
me acerqué a toda prisa al mostrador de la entrada. La tarjeta de crédito pasó
por el lector de tarjetas justo en el momento en que un taxi se detenía delante
de la puerta principal. Firmé a toda prisa, agarré los libros y salí a la calle.
Mientras me acomodaba junto a Ben, vi un repentino y confuso
movimiento al otro lado de la calle. Un grupo de hombres apareció en la
entrada del Yard. Al frente del mismo se encontraba el inspector jefe Sinclair,
seguido por los Trajes Oscuros.
—Aeropuerto Logan —dijo Ben.
El taxi se empezó a apartar del bordillo, pero inmediatamente se detuvo.
Al otro lado de la calle, los vehículos de la policía cobraron vida en
medio del silbido de las sirenas. Por un instante, pensé que iban directamente
a por nosotros, pero después los vi dar media vuelta en una cerrada curva y
alejarse por la Massachusetts Avenue, donde las sirenas parecían converger
desde todas direcciones.
Me hundí todo lo que pude en el asiento; no había ningún otro sitio
adonde ir.
Sinclair bajó de la acera, pero no para acercarse a nosotros. Por el espejo
retrovisor, vi adónde se dirigía. Una o dos manzanas más arriba, los coches
patrulla se arremolinaron como hormigas blanquinegras alrededor de un
edificio de ladrillo con arcadas que, rodeado de unos lujuriantes jardines,
parecía levantarse en mitad de la calle. El Inn at Harvard.
Nuestro taxi se adentró en el tráfico. Dos cortas manzanas más arriba,
doblamos por la esquina en dirección al río.
—¿Le dijo por casualidad a alguien dónde se alojaba? —preguntó Ben
al cabo de unos cuantos minutos.
Asentí con expresión culpable.
—Al salir de la biblioteca, me tropecé con un hombre al que conozco.
—¿Un tipo fornido? ¿Con gorra de béisbol?
—La única manera de quitármelo de encima fue prometerle que me
reuniría más tarde con él para tomar una copa.
—Pues condujo directamente al hotel al policía británico.
—Es inspector jefe. Me refiero al policía. Se llama Sinclair.
—¿Y su conocido?
Me mordí el labio.
—Es otro profesor especialista en Shakespeare.
—Pero por el amor de Dios, Kate. —El reproche de Ben era muy
doloroso, y el hecho de que me lo mereciera intensificaba el dolor—.
¿Consideró la posibilidad de situarse en la calle agitando una banderita roja?
Pensé que el taxista no me oiría, entre el tabique de plexiglás que
separaba los asientos y el pop haitiano que se escapaba de su radio.
—Matthew, el profesor, dice que los Primeros Infolios han
desaparecido. Tanto el del Globo como el de la Widener.
Estaba a punto de añadir algo más cuando Ben meneó brevemente la
cabeza en dirección al taxista. No era posible que aquel hombre pudiera oír
algo, aunque no hubiera estado tarareando unos cuatro tonos y medio más
bajo y, por si fuera poco, marcando su propio ritmo. Pero recordé la sombra
en la ventana de mi apartamento y no dije nada.
Mientras llegábamos a Soldier's Field Road, sonó el móvil en mi bolso.
Lo saqué y leí en la pantalla: «Matthew Morris».
—¿Es él? —preguntó Ben.
Asentí con la cabeza, y estaba a punto de abrir el teléfono cuando Ben
meneó la cabeza. Me arrebató el móvil de la mano y lo apagó. Sin darme
ninguna explicación, permaneció sentado con el móvil en la mano mientras
Boston se deslizaba por la ventanilla.
Me molestó verme contemplando sus manos.
Efectuamos el resto del camino en silencio.

En el aeropuerto, Ben se introdujo en el grupo de personas que se


apretujaba alrededor de los mozos que había en la parte exterior de la
terminal. Soltando maldiciones por lo bajo y asiendo con fuerza la bolsa de
los libros, lo seguí. Apenas había recorrido unos pasos cuando me deslizaron
un asa en la mano libre. Bajé la mirada. Era de una maleta con ruedas. La
examiné más detenidamente. Mi maleta. Miré a mi alrededor, pero no vi que
nadie me prestara la menor atención. Ahora Ben también tiraba de una
maleta. Me dirigió una rápida sonrisa y entramos. Nos registró a los dos en
un mostrador y me entregó mi billete.
—Pero esto es para Los Ángeles —dije mientras nos apartábamos de la
cola de nerviosos viajeros que teníamos a nuestra espalda.
—Sí.
—Cedar City tiene su propio aeropuerto.
—Si volamos a Cedar City, su amigo el inspector jefe se reunirá con
nosotros en cuestión de horas.
—De acuerdo. Pero Los Ángeles está demasiado lejos. Un viaje por
carretera de seis horas por lo menos. Puede que diez.
—No vamos a Los Ángeles.
Volví a mirar mi billete.
—U.S. Airways cree que sí.
—Confíe en mí.
Confiar no parecía precisamente la palabra más apropiada para cualquier
cosa que estuviera tramando, pero me contuve y no dije nada. Pasamos por el
control de seguridad mostrando nuestros pasaportes y, a continuación, él se
dirigió a toda prisa a la puerta de embarque. Poco antes de que la
alcanzáramos, aminoró la marcha.
—Allí está el lavabo —dijo indicándomelo por señas—. Hay una muda
de ropa en el compartimento exterior de su maleta.
Puede registrar todo el maldito contenido si está preocupada por el
hecho de que la maleta haya estado lejos de sus manos. Siempre y cuando
vuelva usted a reunirse aquí conmigo dentro de diez minutos. Y deme su
billete.
Hice ademán de protestar, pero él me dijo:
—Démelo, Kate.
Tiré de la maleta y entré en el lavabo, cerrando ruidosamente la puerta
del escusado individual. La idea de Ben del trabajo en equipo me estaba
empezando a parecer cada vez más descabellada. Por lo menos, tenía razón
respecto a la ropa. En el compartimento exterior encontré unos vaqueros
ceñidos, unas botas de ante con tacón de aguja y una ajustada blusa de color
rosa chicle y profundo escote en uve. Al fondo había algo que al principio me
pareció un debilitado hurón albino, pero que resultó ser una larga peluca
rubio platino.
No sin cierto reparo, me quité los zapatos y me puse los vaqueros. Tuve
que contraer los músculos del abdomen para poder subirme la cremallera. No
sólo eran ajustados, sino que, además, estaban tan tiesos como patas de palo.
Me quité el top de seda que sir Henry había aprobado y me puse la blusa de
color de rosa que probablemente lo hubiera puesto enfermo, aunque no sé si a
causa del mareo o de la risa. La prenda me llegaba justo por encima del
ombligo y no alcanzaba ni de lejos la parte superior de los vaqueros.
Maravilloso. Iba totalmente vestida, pero apenas llevaba algo más que un
biquini.
Después me encasqueté el hurón.
Por último, en el fondo del compartimento exterior de la maleta,
encontré una bolsita de maquillaje y una caja de pestañas postizas. Me quité
cuidadosamente el broche de Roz que me había prendido en la chaqueta, lo
envolví con papel higiénico y lo guardé en el fondo del bolso. Después
introduje mi ropa en la maleta y salí del retrete. Delante del espejo, me detuve
en seco. Yo había desaparecido y Paris Hilton había ocupado mi lugar,
aunque, lo reconozco, era Paris Hilton después de unas cuantas comilonas
para alcanzar un peso normal.
Unos trazos de rímel de color negro, carmín de labios rosa y pestañas
postizas, y listo. Abandoné los servicios, tirando de la maleta a mi espalda.
Ben me estaba esperando. Su cabello peinado hacia atrás parecía más
oscuro y llevaba una desabrochada y chillona camisa estampada que dejaba al
descubierto una gruesa cadena de oro alrededor de su cuello. Olía a colonia
cara y sus indolentes andares transmitían la idea de que le gustaba más ir de
marcha que comer. Una turbia sonrisa casi socarrona jugueteaba en su boca.
—La veo estupenda —me dijo, arrastrando las palabras con un acento
que parecía directamente salido de un pantano del Misisipí.
—Si le gustan los hurones albinos con la tripa al aire... —repliqué en
tono irritado—. Usted parece un Elvis pasado por Eurovision.
Me volví hacia la puerta de embarque del vuelo con destino a Los
Ángeles.
Él me agarró del brazo.
—Por aquí —me dijo, señalándome una puerta situada justo al otro lado
—. Nos vamos a Las Vegas, nena.
—Profesora Nena, si no le importa —repliqué—. Y la última vez que
miré, nuestros billetes decían Los Ángeles.
Ben meneó la cabeza.
—Katharine Stanley vuela a Los Ángeles. Probablemente ya se
encuentra a bordo. En cambio, Krystal Shelby se dirige a Las Vegas.
Como era de esperar, el billete que me entregó decía «Krystal Shelby».
—¿Cree de veras que esto va a dar resultado?
—No estamos tratando de infiltrarnos en la mafia rusa. Simplemente
intentamos despistar.
Mi mente empezó a analizar a velocidad de vértigo la escenificación de
aquel teatro. Demasiado rebuscado simplemente para despistar. La peluca. La
ropa, toda de mi talla, cuidadosamente colocada en mi maleta. Nuestro
equipaje trasladado a toda prisa desde el hotel al aeropuerto y las reservas de
los vuelos.
—¿Cuánto tiempo lo lleva planeando?
Por lo menos, fue Ben quien contestó, y no Elvis.
—Todo el propósito de venir a Boston era el de protegerla. Había que
sacarla del Reino Unido de incógnito, en caso necesario. Lo reconozco,
pensaba que íbamos a regresar a Londres. Utah es sólo un pequeño desvío
pasajero en el plan.
Me detuve en mitad del aeropuerto con los brazos en jarras,
bloqueándole el paso.
—Todo esto precisa algo más que un plan. Precisa dinero y la
participación de varias personas. En plural.
Ben se encogió de hombros.
—Elvis tiene sus espías.
No me moví de donde estaba.
—¿Quiere que me vuelva a poner serio?
Asentí con la cabeza.
Agarrándome por el codo, me llevó a un tranquilo rincón de una puerta
de embarque desierta.
—Tal como le dije anoche, tengo mi propia empresa. Y eso significa
tener empleados, Kate. Además, tengo contactos en más lugares de los que
usted se imagina.
—Pues, entonces, ¿por qué usted? ¿Por qué usted personalmente?
Habló rápidamente y en voz baja.
—Es lo que quería Roz. Mi tía me contrató para que la protegiera
personalmente mientras usted estuviera siguiendo la pista que ella misma le
había señalado, y eso es lo que pienso hacer. Llámeme anticuado, pero me
gusta pensar que mi palabra significa algo. Aunque sería muy útil que usted
colaborara. Por consiguiente, preste atención. Dar protección es mi actividad
habitual, pero tampoco se me dan del todo mal las fugas y seguir pistas. Dos
habilidades que usted necesita en estos momentos, por si no se ha dado
cuenta. Pero yo no obro milagros. Cuanto más tiempo tenga para organizar
fugas como ésta, mejor. Y cuantas menos fugas tenga que organizar,
muchísimo mejor todavía. En cuanto al dinero, hay mucho, pero es limitado.
Cuanto más lejos lleguemos, más querrá atraparla la policía y más difícil, y
más caro, resultará seguir tratando de localizar clandestinamente lo que
busca. Por consiguiente, cuanto más rápido trabaje, más probable será que
alcance su propósito. —Cruzó los brazos casi como si me estuviera lanzando
un desafío—. O simplemente podría dejarlo correr y cederle la búsqueda a la
policía.
—No.
Me miró sonriendo.
—No es la respuesta más inteligente, pero tengo que reconocer que la
admiro. Sin embargo, yo tengo mis límites, aunque usted no los tenga. En
algún lugar hay una línea que no pienso cruzar ni por usted ni por Roz.
—¿Dónde?
Meneó la cabeza.
—Se lo diré cuando llegue el momento. Mientras tanto, en cuestiones
relacionadas con la seguridad, tendrá usted que seguir mis indicaciones so
pena de que yo considere roto el contrato y me desentienda de usted.
—¿Es una amenaza?
—Es lo que hay.
Asentí con la cabeza.
—De acuerdo.
—Muy bien, pues.
Me señaló la hilera de teléfonos que había en la pared.
—Si quiere consultar su buzón de voz, ahora es el momento.
—¿Dónde está mi móvil?
—Fuera de servicio.
—Funcionaba bien en el automóvil.
—Pero ahora ya no.
—¿Qué le ha hecho?
—Liquidarlo. Lo siento, Kate. Pero todos los minutos que permanece
encendido, usted está localizable dentro de un radio de un campo de fútbol en
cualquier lugar del planeta.
Le entregué mi bolso y me acerqué a uno de los teléfonos. Introduje dos
monedas de veinticinco centavos y marqué el número. Tenía tres mensajes.
Dos de ellos eran de sir Henry. «¿Dónde está?», me preguntaba. El siguiente
era una súplica: «Vuelva a casa». Con una punzada de remordimiento, los
borré.
El tercer mensaje era de Matthew.
«Lo siento, Kate —decía su voz, manifiestamente preocupada—.
Cualquier cosa que estés haciendo, es probable que te la he estropeado.
Cuando te dejé para entrar en la Houghton, pensé que me iban a someter a un
duro interrogatorio acerca del Infolio, pero, en su lugar, un policía británico
me estuvo haciendo preguntas sobre Francis Child. Sin embargo, lo más
curioso fue que los papeles de Child no estaban en su sitio porque alguien se
los había llevado. Pero eso tú ya lo debes saber, puesto que ese alguien eres
tú.
»Cuando el policía se enteró de la noticia, pensé por un momento que
iba a estallar como el Krakatoa, pero no lo hizo. En su lugar, se hundió en un
gélido silencio, lo cual fue mucho peor. Cree que corres peligro, Kate. Un
grave peligro. Por consiguiente, le dije dónde te alojabas... Espero que fuera
lo más apropiado.
»También mandó custodiar todos los documentos relacionados con
Child.
»No tengo ni idea de en qué lío estás metida, pero si necesitas ayuda,
llámame. Y, si no la necesitas, llámame de todos modos. Me encantaría saber
qué hay en esas cajas. Y, más que eso, me gustaría saber que estás bien.»
El mensaje terminó con un clic.
Volví a escucharlo.
—Escuche esto —le dije a Ben, indicándole por señas que se acercara.
Él se acercó el auricular a la oreja con el rostro más inexpresivo que una
máscara.
—Sabe lo de Child —dije con creciente temor—. Sinclair sabe lo de
Child.
Dentro de la bolsa de plástico blanco y negro de la Harvard Book Store,
escondida en el interior de un bloc de páginas amarillas entre los libros, se
encontraba la carta de Granville... perteneciente al fondo de la Houghton.
Seguramente estaba despidiendo un fulgor nuclear.
Ben colgó el teléfono.
—Eso no significa que sepa lo que está buscando. Y, aunque lo supiera,
no lo encontrará. —A pesar del tono de serenidad de su voz, percibí un
estremecimiento de diversión—. No si nosotros llegamos primero.
«El vuelo Cinco-Veintiocho a Las Vegas está preparado para el
embarque —dijo una voz a través de un estridente sistema de megafonía—.
El acceso a bordo es conforme al número de asiento. Los pasajeros de
primera clase pueden embarcar en cualquier momento.»
Nos dirigimos a la puerta. Mientras el empleado de la compañía aérea
comprobaba nuestros billetes, oí el rumor de gente corriendo a nuestras
espaldas. Los viajeros que estaban en la puerta de embarque volvieron la
cabeza y estiraron el cuello para mirar. Varios policías corrían en fila india
sin apenas dirigir una mirada a nuestra cola. Sujeté con tal fuerza la bolsa de
los libros que el corte de la mano me volvió a escocer.
Ben me la quitó de las manos.
—Tal como le dije esta mañana —me susurró tranquilamente al oído—,
la cosa está caliente y cada vez lo estará más.
Tres puertas de embarque más allá, los agentes se desplegaron en
abanico de cara a la puerta. Pero estaba cerrada y no había nadie.
La mujer del mostrador meneó la cabeza, visiblemente preocupada.
—El vuelo de Los Ángeles ya está rodando por la pista de despegue —
dijo Ben—. Lástima.
En la puerta, el empleado tomó mi billete y avancé con mi maleta de
ruedas por el finger, tambaleándome sobre mis ridículos tacones.
17

Teníamos asientos en clase business, pero el avión estaba tan lleno que
era imposible mantener una charla confidencial. Aunque tampoco es que la
fuéramos a mantener pues, en cuanto llegamos a nuestros asientos, Ben
bostezó y anunció:
—Si no le importa demasiado, voy a dormir.
Educado, pero irreductible. En dos minutos se quedó dormido.
¡Dormir! Cierto que la víspera Ben no había dormido y, que yo supiera,
la antevíspera también se la había pasado en blanco. Pero a mí me era tan
imposible conciliar el sueño como desplegar unas alas y volar rumbo a las
praderas del Edén salpicadas de lirios. Además, la peluca me picaba.
Contemplé cómo el avión corría por la pista de despegue y se elevaba
por encima del mar antes de virar hacia el oeste. Me removí con inquietud en
mi asiento. Si Sinclair estaba enterado de lo de los papeles de Child, era muy
posible que el asesino también lo estuviera. Y, que yo supiera, éste se me
había adelantado. Por lo visto, ambos creíamos que había por ahí una obra
teatral que llevaba casi cuatro siglos sin que nadie la hubiera visto
representada en un escenario.
¿Habría visto Roz el manuscrito de Granville? Había acudido a mí
suplicándome ayuda, lo cual permitía suponer que no lo había visto. De lo
contrario, tal como sir Henry había señalado, hubiera podido ir directamente
a Christie's.
¿Qué se experimentaría al echarle un vistazo? A juzgar por la
descripción de Granville, el ejemplar estaba muy gastado, arañado y
emborronado. Y por tanto no era un dechado de belleza. La fascinación que
ejercía debía de ser de otra clase.
Veinte años atrás habían salido a la luz dos poemas y sus descubridores
habían afirmado que eran de Shakespeare. No eran poemas demasiado
buenos —hasta sus valedores lo reconocían— y estaba claro que no
pertenecían a Shakespeare. Y, sin embargo, se había armado un revuelo
internacional y la noticia se había divulgado a través de los noticiarios
nocturnos y las primeras planas de los periódicos de Nueva York, Londres y
Tokio.
Pero ahora se trataba de una pieza teatral. Una pieza entera.
Ben tenía razón. En un mundo en el que los chicos son capaces de matar
por unos tapacubos, en el que un pandillero te puede liquidar simplemente
para comprobar si su arma funciona, no falta gente capaz de cometer uno o
dos asesinatos.
¿Sería una buena pieza teatral?
¿Acaso importaba?
A mí sí. Casi todos los relatos se desvanecen cuando terminan, pero las
grandes historias son distintas. Yo había soñado con amar como Julieta y con
ser amada como Cleopatra. Con apurar la vida hasta las heces como Falstaff y
combatir como Enrique V. Si sólo había atisbado un lejano eco de vez en
cuando, no había sido por no haberlo intentado. Ni por no haber obtenido mi
recompensa: incluso aquellos lejanos ecos habían labrado mi vida,
convirtiéndola en algo mucho más fructífero y profundo de lo que yo hubiera
podido imaginar por mi cuenta. En Shakespeare, había visto lo que era amar
y reír, odiar, traicionar e incluso matar: todo lo que hay de más claro y oscuro
en el alma humana.
Y ahora parecía que quizá, sólo quizás, había algo más.
No había habido ninguna nueva obra de Shakespeare —una pieza que
alguien hubiera visto o leído— desde la última vez que el dramaturgo envió
al Globo la última creación de su pluma. ¿Cuándo debió de ser eso?
Probablemente en 1613; tal vez se trataba de All is True, la obra sobre
Enrique VIII. Lo cual la situaba a menos de un año de la aparición de
Cardenio.
Tal vez Cardenio fuera la obra magna jacobina de Shakespeare.
¿Mejor que El rey Lear, Macbeth, Otelo y La tempestad? Era mucho
pedir.
Si lo fuera, ¿por qué no figuraba en el Infolio? ¿Y por qué Roz se había
referido a la fecha de éste?
A mi lado, escuchaba el suave murmullo de la respiración de Ben.
Rebusqué en silencio en la bolsa de la Harvard Book Store hasta encontrar el
libro de Chambers. Tras acomodarme contra el respaldo, leí, por una vez
desde el principio hasta el final, su anotación acerca de Cardenio.
Tras haberse sumergido en Don Quijote, parece ser que Shakespeare
escribió una obra que surcó el cielo cual si fuera una estrella fugaz y despertó
el interés inicial de la corte, pero acabó finalmente en el olvido. Según
Chambers, sólo se había vuelto a representar en una adaptación del siglo
XVIII bajo el título de La doble falsedad o los amantes afligidos.
Eso, por lo menos, sobrevivió, por más que Chambers diera a entender
que la obra era en todo caso peor que el título que incorrectamente se le había
atribuido [5], y que era tan mala como para no tener el menor derecho a
aferrarse tan tenazmente a la vida. Tal vez tuvo que ser reescrita de principio
a fin, igual que Romeo y Julieta, del mismo período, en la cual los amantes se
despertaban justo a tiempo para vivir felices por siempre jamás. El siglo
XVIII era aficionado a las obras optimistas, de pulcra estructura y lenguaje
refinado, lo cual había exigido una considerable revisión de los textos de
Shakespeare. Tenía que encontrar aquella adaptación en cuanto pudiera.
Cabía la posibilidad de que hubiera algunos fragmentos dispersos esparcidos
entre los cascotes. Necesitaría una biblioteca muy bien surtida para encontrar
un ejemplar.
Lástima que no hubiera tenido ocasión de leer el comentario entero de
Chambers en la Widener o la Houghton. En algún lugar del despacho de Roz
debía de haber un ejemplar de La doble falsedad, y la Houghton debía de
custodiar dos o tres en sus cámaras. Entretanto, podía empezar por donde
Shakespeare lo había hecho: por Cervantes.
Saqué mi recién adquirido ejemplar de bolsillo de Don Quijote y me
puse a leer.
Al cabo de varias horas y de doscientas páginas de bucear en el texto
hacia delante y hacia atrás, y de tres servilletas de cóctel emborronadas con
notas, ya había localizado la historia de Cardenio, que entraba y salía
velozmente del argumento principal de la obra. Cervantes era un maestro y
un mago del relato. Ahora lo ves y ahora no lo ves. En Don Quijote las líneas
argumentales aparecen, desaparecen y vuelven a aparecer como conejos o
como vistosos pañuelos de seda.
Al final, lo que tuve delante fue un triángulo. La simple geometría del
amor puesto a prueba: el amante, la amada y un amigo convertido en traidor.
Era un esquema que Shakespeare había utilizado mucho tiempo atrás en Los
dos caballeros de Verona, una de sus primeras obras.
Pero Los dos caballeros, con su amistad rota por una mujer, era sólo el
principio. Leer la historia de Cardenio era como ver las obras completas de
Shakespeare fragmentadas a través de un calidoscopio. En una historia
enmarañada estaban presentes muchos de los momentos que hacían que
varias obras perduraran en la mente. Una hija obligada por su padre a
contraer un matrimonio que ella aborrece: «Y tú serás mía, te entregaré a mi
amigo. Y no serás ahorcada, perecerás de hambre, morirás en las calles, pues
por mi alma que jamás te reconoceré». Un matrimonio roto y una mujer
tratada peor que un perro callejero y, sin embargo, todavía leal y todavía
enamorada. Una hija perdida —«Mi hija. ¡Oh, mis ducados!»— y una hija
encontrada. El suelo de un bosque cubierto de poemas de amor y un hombre
extasiado ante la música: «Sonidos y dulces melodías que deleitan y no hacen
daño [...], y cuando desperté, pedí a gritos volver a soñar».
No era de extrañar que Shakespeare se hubiera apropiado de Cardenio
cuando ya sus días bajo el sol se iban deslizando hacia el ocaso. Le debió de
parecer algo así como volver a casa.
Una soñolienta nostalgia me estaba empezando a invadir cuando el
avión aterrizó con una sacudida. Introduje mis servilletas llenas de
anotaciones en el libro y lo guardé; no tuve tanto éxito en guardar mi
inquietud. A mi lado, Ben bostezó, se desperezó y se incorporó. Unos
minutos después lo seguí con el corazón galopando en mi pecho desde el
finger hasta la terminal.
Nadie nos miró dos veces. Ni siquiera los policías. En Las Vegas, la
ropa que en Boston llamaba la atención hubiera podido ser de camuflaje.
La estratagema de Ben había dado resultado. Nos abrimos paso entre la
gente que se apretujaba bajo los cavernosos techos cubiertos de espejos estilo
disco y pasamos por delante de unas enormes pantallas en las que se exhibían
coristas y jugadores profesionales de póquer.
En el garaje, elegimos un Chevrolet de un indescriptible color canela —
alquilado bajo un nombre que no guardaba el menor parecido con Benjamin
Pearl, pero coincidía con el de varias tarjetas de crédito y un carnet de
conducir que sacó del billetero— y nos dirigimos al nordeste, al desierto de
Mojave.
18

Hacia el norte se divisaban unas montañas dentadas cubiertas de nubes.


Hasta donde alcanzaba la vista el desierto estaba salpicado de matorrales
achaparrados. El termómetro del automóvil indicaba que la temperatura del
exterior era de cuarenta y cinco grados, pero puede que la apreciación fuera
un poco optimista. Por la cegadora luz que nos rodeaba, yo la hubiera
calificado de brutal.
Ben interrumpió mis reflexiones.
—¿Por qué decidió Roz enviarla a estos desiertos y estas montañas para
que recopilara material para su libro? ¿Acaso es usted de algún sitio de por
aquí?
Solté una breve carcajada.
—No. Soy de todas partes y de ninguna. Mis padres eran diplomáticos.
Pero una tía abuela mía tenía un rancho en Arizona. En la frontera con
México.
—¿Tenía algún nombre esa tía?
—Helen —contesté sonriendo—. Aunque mi padre siempre se refería a
ella como la baronesa. —Mi mirada se perdió en la distancia—. Cuando yo
tenía quince años, mis padres murieron en un accidente de aviación. Su
avioneta se estrelló en Cachemira al pie de la cordillera del Himalaya. Por
aquel entonces yo estaba en un internado, pero después del accidente siempre
pasé mis vacaciones con tía Helen. Dos mujeres y treinta kilómetros
cuadrados de cielo salvaje, solía decir ella. Echaba de menos a mis padres y,
al principio, todo aquello no me gustaba. Sólo cielo y susurrantes prados del
color de los huesos viejos y unas extrañas montañas a lo lejos. Pero, al final,
el Crown S se convirtió en el único lugar en el que siempre me sentía a gusto.
Amaba a mis padres, pero jamás llegué a conocerlos. Durante buena
parte de mi joven existencia habían estado ocupados con su vida y con sus
profesiones mientras que tía Helen me amaba desde que yo era pequeña con
toda la testaruda furia de una tigresa. De repente, se me ocurrió pensar que
ella me había preparado para Roz o que me había dado la fuerza necesaria
para resistirla, por lo menos durante algún tiempo.
—¿Pertenece el rancho al pasado?
—Lo mismo que mi tía. Murió cuando yo estudiaba el último curso en la
universidad, y la propiedad se dividió y se vendió... Resultaba demasiado
caro mantenerla. No quería que ni mis primos ni yo estuviéramos atados al
rancho, y tampoco quería que nos peleáramos por él. Ahora es un conjunto de
pequeños ranchos de dieciocho hectáreas, comprados por ejecutivos a los que
de vez en cuando les gusta jugar a los vaqueros los fines de semana. No he
regresado.
—El paraíso perdido —dijo Ben en voz baja.
Al cabo de un rato, asentí con la cabeza.
Nada se movía salvo los automóviles que circulaban por la Interestatal y
la reverberación del halo vaporoso, producido por el calor, que subía del
asfalto. En la distancia, un ave que podía ser un águila volaba en círculo
impulsada por las corrientes de aire.
—Usted no llama a Roz «tía Roz» —dije de repente.
—A ella no le gustaba —contestó Ben, con una mano en el volante y
rebuscando en un estuche de CD con la otra—. Una campiña tan grande
necesita música de la grande. ¿U2 o Beethoven?
—¿Y qué me dice de una gran historia? —repliqué.
Cinco minutos después le estaba comentando a Ben el relato de Don
Quijote con la melancólica fuerza de la sinfonía Heroica de fondo.
El argumento principal era muy sencillo. Ante el desprecio de un mundo
incrédulo, el viejo y enloquecido don Quijote se convierte en caballero
andante y se lanza a recorrer España en busca de aventuras en compañía de su
gruñón y panzudo escudero Sancho Panza. De momento, todo bien.
Lo malo de la historia de Cardenio era que se trataba de un argumento
secundario, y los argumentos secundarios de Don Quijote lo son todo menos
sencillos, aparecen como de la nada y vuelven a desaparecer justo en el
momento en que las cosas se están poniendo interesantes. La historia de
Cardenio, tal y como yo la había entendido, se desarrollaba de la siguiente
manera: lejos de su hogar y desviviéndose por ser servicial en la corte del
duque, el joven Cardenio confía el cortejo de su amada Luscinda a su amigo
Fernando, el hijo menor del duque. Sin embargo, una mirada a Luscinda,
asomada a una ventana a la luz de una vela, induce a Fernando a traicionar a
Cardenio y cortejar a la dama en su propio beneficio.
Regresando justo a tiempo para ser testigo del «sí» balbucido por su
amada a su mejor amigo, Cardenio pega un brinco y se interpone entre ellos
con la espada desenvainada, pero antes de matar a alguien huye a la montaña,
loco de celos y de dolor. En el altar, Luscinda se desmaya, dejando caer una
daga y una nota de suicidio. Cuando se le niega la muerte, se retira a un
convento.
—A primera vista, no parece un tema muy prometedor para una
comedia —comentó Ben.
—Pero es que no le he contado ni la mitad —repliqué—. Llegados a este
punto, casi todos los narradores ya estarían medio muertos de agotamiento,
pero Cervantes simplemente acaba de empezar.
Ben lo pensó un poco.
—¿Y qué cree que hizo Shakespeare con la historia?
—Es la pregunta del millón, ¿verdad? —Teníamos puesto el aire
acondicionado a tope y todo lo que no estaba atado aleteaba. La parte de mi
persona expuesta a la brisa estaba fría; el resto de mí estaba sudando. Me
despegué del pegajoso asiento y me removí para que el frío aire me secara la
espalda—. Sólo espero que conservara al viejo caballero y a su escudero.
—Usted prefiere las comedias de enredo a las estúpidas historias
románticas.
No era una pregunta, pero le contesté como si lo fuera.
—La mayoría de las veces sí. Pero eso no lo es todo.
Miré por la ventanilla buscando las palabras apropiadas, como si éstas
fueran flores que estuvieran diseminadas por el desierto.
—Don Quijote y Sancho... son los que confieren a la historia una cierta
chispa filosófica y le dan un poco más de enjundia a lo que sólo sería un
vulgar culebrón.
—¿Le gusta pensar que Shakespeare no creaba culebrones?
No supe decir si Ben sentía auténtica curiosidad o sólo me estaba
aguijoneando. Probablemente un poco de las dos cosas. A fin de cuentas,
estaba emparentado con Roz.
—Me gusta pensar que sabía reconocer el talento allí donde lo había.
Don Quijote es mucho más que una historia o una serie de historias, aunque
se puede leer como tal si uno quiere, y reírse de buena gana al mismo tiempo.
Eso solo ya justificaría el papel en el que está impreso. Pero es también un
texto acerca del arte de contar historias. Acerca de la negativa de éstas a
quedarse limpiamente ancladas en los libros.
Observé a Ben mientras hablaba, tratando de averiguar si sus ojos
reflejaban aburrimiento y preguntándome si rechazaría mis ideas con algún
comentario mordaz. Lejos de aparentar aburrimiento, se le veía insólitamente
interesado con una expresión tan en desacuerdo con su disfraz de pareja de
baile profesional que, de repente, no tuve más remedio que reprimir una
risita.
—Siga —me dijo, frunciendo ligeramente el entrecejo.
Le expliqué que, tal y como la cuenta Cervantes, la historia de Cardenio
empieza con unos ingeniosos artificios: una mula muerta, todavía ensillada y
embridada, y una bolsa de cuero llena de oro, poesías y cartas de amor, con
las que el caballero y su escudero se tropiezan en la sierra. Un cabrero
relaciona muy pronto la mula y la bolsa con unos inquietantes rumores acerca
de la presencia de un loco en el bosque. Cuando don Quijote y Sancho se
encuentran con el loco, aquellos rumores acuden a la memoria de ambos
mientras el joven —que es, naturalmente, Cardenio, en un momento de
lucidez— les cuenta la triste historia de su amor perdido y de la traición de su
amigo. Al final, la historia de Cardenio se libra totalmente de los relatos
pasados y estalla en la realidad actual (por lo menos, desde el punto de vista
de don Quijote y Sancho Panza) cuando el caballero y su escudero se
tropiezan con todos los protagonistas principales en una venta, donde todos
lloran, gritan, se pelean y perdonan. Para cuando la historia llega a su
desenlace, los personajes ya no son el público de la venta, sino protagonistas
atrapados en la acción.
—Suena bien —dijo Ben—. ¿Eso se lo ha inventado usted?
Me eché a reír.
—Ojalá. Pero eso se lo tenemos que atribuir a Cervantes. Muchas de sus
historias son así. Incontenibles en cierto modo. —Me aparté del cuello un
mechón del largo cabello rubio de la peluca, ladeando la cabeza para
aprovechar la corriente de aire frío—. Pero si yo puedo ver esta intriga,
supongo que Shakespeare la debió de ver más rápido y debió de penetrar en
ella más profundamente que yo. A fin de cuentas, ya había ideado
planteamientos parecidos mucho antes de llegar a Cardenio. Lo hizo en plan
jocoso en La fierecilla domada. Tenemos también Macbeth. Con todos
aquellos extraños acertijos...
—Un hombre no nacido de mujer y el día en que un bosque se levante y
se mueva —dijo Ben en tono meditativo—. Macbeth cree que eso son
simples metáforas de «nadie» y «nunca».
Asentí con la cabeza.
—Pero el caso es que se cumplen al pie de la letra. Y en Macbeth la idea
de las historias y de los acertijos que se convierten en realidad es aterradora.
—Dejé que el cabello se volviera a deslizar por mi cuello—. Me gustaría
creer que, hacia el final de su vida, Shakespeare cayó en la cuenta de que la
idea de convertir las historias en realidad podía tener su gracia. Aunque no
veo de qué manera se puede lograr tal cosa, por lo menos, no en la historia de
Cardenio, sin que el caballero y su escudero aparezcan como testigos que
entran en acción.
Un destello de comprensión nos alcanzó simultáneamente a los dos. Vi
que los nudillos de Ben palidecían sobre el volante mientras yo sentía que la
sangre huía de mi rostro. Siguiendo la pista de Cardenio —el Cervantes de
Shakespeare—, Roz había subido al escenario en el papel del espectro del
padre de Hamlet y, unas cuantas horas después, con sus verdes ojos
desorbitados por el asombro, había muerto casi como el viejo Hamlet a causa
del veneno que le habían inyectado detrás de la oreja.
Pero su asesino no se había limitado a interpretar a Shakespeare. En
cierto modo, también había interpretado el papel de Cervantes,
convirtiéndose en un cruel giro del viejo y orgulloso don Quijote,
introduciendo a la fuerza a otras personas en sus historias preferidas y
logrando que dichas historias cobraran vida.
O muerte.
Y la cosa no tenía la menor gracia.
—¿Cree que el asesino conoce la conexión de Cervantes? —preguntó
Ben en un susurro.
Meneé la cabeza, esperando con toda mi alma que no la conociera.
—Conduzca más rápido.
19

El desierto se deslizó como una borrosa mancha. Cuando la Heroica


concluyó con su estruendoso final, cambié el cedé por el de U2, algo
curiosamente oportuno, habida cuenta de que las únicas cosas vivas más altas
que veía desde hacía lo que me parecían varias horas eran las pitas de pencas
con espinas, en honor de las cuales Bono y su grupo habían bautizado uno de
sus álbumes con el nombre de The Joshua Tree.
—¿Cuánto nos falta todavía para llegar a la civilización? —pregunté
mientras la música resonaba en el interior del vehículo y su sonido se me
antojaba tan ancho y desolado como el paisaje del exterior—. Tendría que
llamar a sir Henry.
—¿Le va a anunciar nuestro paradero?
—No —contesté haciendo una mueca—. No le diré dónde estamos.
Ben me arrojó su móvil.
—¿Y cómo se las ha arreglado usted para conservar su móvil? —le
pregunté, indignada—. ¿Porque es un BlackBerry con toda suerte de timbres
y pitidos?
—En efecto. Y también porque nadie busca al individuo fantasma a
cuyo nombre está registrado.
Marqué el número de teléfono de sir Henry y escuché con impaciencia
el doble timbre británico. «Contesta, maldita sea.»
Se oyó el clic de la línea.
—Ah, la hija pródiga —exclamó sir Henry—. Pero una característica
intrínseca de los pródigos es la de regresar. Cosa que con toda evidencia
usted no ha hecho. Temeraria muchacha, ni siquiera se ha tomado la molestia
de quedarse donde estaba.
—Perdón...
—Ni siquiera un mensaje de texto para decirme que estaba viva —
añadió sir Henry en tono de reproche.
—Le estoy llamando ahora.
—Lo cual significa que quiere algo —replicó él con desdén.
El remordimiento era un lujo al cual yo no tenía tiempo de entregarme.
—El análisis toxicológico —reconocí.
Tuvieron que transcurrir varios minutos de halagos antes de que sir
Henry se ablandara lo bastante como para decirme lo que sabía. La policía
había descubierto algo, pero él no sabía qué era. Simplemente lo había
deducido porque el inspector jefe Sinclair, tal como él decía, se había
ascendido a sí mismo desde el cargo de Inspector Siniestro al de Inspector
Siniestrísimo, insistiendo con sospechosa machaconería en que necesitaba
hablar conmigo a propósito de Hamlet. Al ver que Sinclair se ponía grosero
ante la imposibilidad de ponerse en contacto conmigo, sir Henry se había
ofrecido a darle explicaciones. Sinclair no había tenido más remedio que
conformarse, pero dejó claro que sir Henry no era un sucedáneo de mi propia
persona, lo cual no habría contribuido precisamente a calmar los ánimos de
sir Henry, pensé. Podía ser tan vanidoso como un pavo real.
Aunque no podía decirme con certeza qué era lo que había descubierto
la policía, sabía lo que el Globo había perdido. Cuando me comunicó la
desaparición del Infolio, estaba tan deseoso de arrancarme un jadeo de
asombro, que experimenté la perversa satisfacción de provocarle otro a él a
mi vez.
—El de Harvard también ha desaparecido —dije—. Precisamente
anoche.
Soltó un reniego.
—¿Y qué me dice del ejemplar de Chambers? ¿Lo encontró?
—Sí.
—¿Le parece útil?
—Sí.
Esperaba que me preguntara en qué sentido, pero resultó que ahora le
tocaba a él sorprenderme.
—Cualquier cosa que haya encontrado, Kate, entréguela a la policía.
Que ellos se encarguen de buscar los Infolios. —Al ver que yo no decía nada,
lanzó un suspiro—. No quiere que la policía localice los Infolios, ¿verdad?
—Roz tampoco lo quería.
—Roz ignoraba que iba a morir y que usted correría peligro.
Casi a modo de disculpa, dije:
—Me limito simplemente a seguir una pista más.
Lanzó un suspiro.
—Trate de recordar que hay un asesino al final de este arco iris en
particular. No me gusta que lo haga todo usted sola.
—No lo hago sola.
El silencio brotó del teléfono como una impetuosa ola.
—¿Tengo que estar celoso o descorchar la botella de champán? —
preguntó cuando estuvo en condiciones de hablar.
—Ambas cosas, si usted quiere.
—Pues entonces tengo que suponer que es un varón. ¿Quién es?
—Alguien muy útil.
—Espero que eso signifique que tiene buena puntería —dijo
misteriosamente sir Henry—. Si averiguo algo más, se lo diré, y usted dígame
cuándo vuelve a casa. Hasta entonces, tenga mucho cuidado.
El dubitativo tono de su voz no era demasiado alentador. La
comunicación se cortó antes de que yo pudiera decir adiós.
Le devolví el móvil a Ben con una mezcla de alivio y tristeza. Sir Henry
me había hecho un favor tras otro y, a cambio, yo lo había decepcionado y lo
había dejado a oscuras. Me pregunté por un instante si eso se podría calificar
de deslealtad, pero deseché de inmediato aquel pensamiento. No había
mentido y ya habría tiempo más que suficiente para revelarle la verdad a sir
Henry.
Eso si conseguía descubrir cuál era.
—¿Se refería usted por casualidad a mí cuando dijo «alguien útil»? —
preguntó Ben.
—Sir Henry ha dicho que espera que tenga usted buena puntería. ¿La
tiene?
—Cuando hace falta.
—¿Y cómo la adquirió?
—Con la práctica.
—Le he hablado un poco de mí. Es justo que usted me corresponda de la
misma manera. —Al ver que no decía nada, seguí adelante sola, resumiendo
lo que sabía—. Es usted propietario de una empresa de seguridad y dice que
se le dan muy bien descubrir pistas y las fugas. Tiene buena puntería gracias
a la práctica, pero no ha estado «exactamente en el ejército». No creo que
aprendiera usted su oficio en la policía; no tendría sentido mostrarse evasivo
a este respecto. ¿Significa eso que tengo que elegir entre el IRA y el SAS?
El alfilerazo provocó una respuesta.
—¿Le parezco irlandés?
—Hace unas horas se parecía a Elvis.
—A lo mejor es que soy Elvis.
—Ex agente del servicio secreto británico —dije meneando la cabeza—.
En cualquier caso, de uno de ellos. ¿El SAS o el MI6? Ésos son los únicos
que conozco.
—I ain't nothing but a hound dog —canturreó como Elvis, lo cual
sonaba radicalmente distinto a U2.
Puesto que no estaba yendo a ninguna parte, le revelé lo que sir Henry
me había dicho acerca del análisis toxicológico. Bruscamente, dejó de cantar.
—Tiene sentido. Se comprende que Sinclair necesite atarla corta. Si sabe
que ha habido un asesinato, lo último que le interesará es que haya otro. Y lo
penúltimo, que un aficionado le estropee la investigación.

Cerca de la frontera con Arizona nos detuvimos a poner gasolina en la


ciudad de Mesquite. En el lavabo, me eché agua en la cara y me lavé el corte
de la mano. En la caja, me compré un collar barato de plata (auténtica
artesanía indígena). Quería ponerme el broche, pero el ajustado tejido de mi
top no resistiría su peso y por ningún motivo me iba a poner la chaqueta. Pasé
el broche por el collar y me lo ajusté alrededor del cuello. El broche quedaba
un poco torcido y seguro que estropeaba el escote del top, pero me gustaba
sentirlo allí colgado.
Entramos en Arizona y subimos por la angosta garganta de un río
labrada en piedra caliza. Cuando salimos a la alta meseta del desierto del sur
de Utah, el sol ya se había hundido en el horizonte lo bastante como para
alargar las sombras y suavizar el calor.
No habíamos llegado muy lejos cuando el vehículo se deslizó por una
pendiente y bajó rugiendo por un camino de tierra sin asfaltar. Chocamos
contra una cerca y nos detuvimos entre unos álamos ocultos a la vista de la
carretera interestatal por la joroba de una pequeña colina.
—Elvis está preparado para abandonar el edificio —dijo Ben. A
continuación apagó el motor y bajó del vehículo para rebuscar en el interior
de la bolsa que había dejado en el asiento de atrás—. Si sabe algo de París, ya
me lo dirá.
Cargado con varias piezas de ropa, se situó detrás de uno de los grandes
árboles.
Por una vez, no discutí. Encontré un vestido de tirantes y unas sandalias
en la maleta. Me acerqué a otro árbol, me coloqué detrás y bajé por una orilla
hasta un somero riachuelo, me quité la peluca rubia y después los sudados
vaqueros y también el top de lycra de color rosa. Por un instante, permanecí
desnuda bajo la luz de última hora de la tarde, peinándome el cabello cobrizo
con las manos y sintiendo la dulce caricia del aire perfumado con enebro
sobre mi piel. Después oí el crujido de las pisadas de Ben que estaba
regresando al automóvil. Rápidamente me puse el vestido.
—Afrodita surgiendo de la espuma —dijo Ben cuando volví al coche.
—Sólo que no estamos en ningún océano —contesté con aspereza—. Y,
que yo sepa, nadie ha sido hecho preso y castrado, ofreciéndome un poco de
espuma de mar de la que pueda surgir.
—Sabe usted destripar un cumplido mucho mejor que cualquier mujer
que haya conocido —dijo jovialmente—. Pero sigue estando muy guapa,
tanto si le gusta como si no.
—Vamos —rezongué.
Justo cuando la tarde se estaba inclinando hacia el ocaso, llegamos a
Cedar City, arracimada bajo unas rojas barrancas entre los parques nacionales
de Bryce y Zion. Su calle principal era una versión vintage estándar del
Oeste, una fea amalgama de moteles, estaciones de servicio y centros
comerciales. Sin embargo, a una manzana de la calle principal, una pequeña
ciudad mormona se extendía en ordenadas hileras entre unas calles trazadas
según los criterios de Brigham Young, el célebre dirigente mormón: lo
bastante anchas como para que un convoy de carromatos pudiera doblar la
esquina y adentrarse en ellas. En Boston, pensé con aire cansado, aquellas
calles hubieran sido autopistas de cuatro carriles llenas de automóviles
circulando a ciento veinte kilómetros por hora. Aquí estaban casi desiertas,
bordeadas de pulcros prados y viejos y gigantescos alerces y fresnos. Bien
alejadas de las aceras, las casas eran de estilo revival Tudor o bien craftsman
bungalow, rodeadas de porches y adornadas con rosas trepadoras. Allí donde
las calzadas se juntaban con las aceras, las corrientes que bajaban de la
montaña discurrían por unas profundas cunetas, de tal forma que en toda la
ciudad se escuchaba el rápido murmullo del agua.
Al llegar al campus de la Universidad del Sur de Utah, entramos en el
aparcamiento del Festival Shakespeariano. Ben bajó muy despacio del
vehículo y se frotó los ojos como si no creyera lo que estaba viendo: detrás de
la curva de un auditorio estilo mod de la década de 1960, se elevaban los
gabletes de un teatro isabelino. Su techumbre fuertemente inclinada era de
tejas en lugar de paja y estaba muy bien iluminada por las lámparas que
arrojaban a su alrededor una luz amarilla, como si fueran antorchas en medio
de la brisa.
Unos rótulos proclamaban que el espectáculo de aquella noche iba a ser
Romeo y Julieta. Contemplé aquel teatro que se había salvado de las llamas
con una punzada de envidia y después rodeamos el auditorio, atravesando
una arboleda de altos abetos. La noche profunda ya se había enroscado en las
ramas y, por un instante, no pude ver nada en medio de la oscuridad. Pero sí
oí unas carcajadas un poco más adelante. Cuando salimos de entre los
árboles, vimos una multitud congregada en el extenso prado del extremo más
alejado del teatro.
La gente permanecía sentada en los bancos o tumbada sobre la hierba;
algunas personas incluso se habían encaramado a los árboles. Comiendo
pastelillos y empanadas, contemplaban extasiadas cómo un grupo de joviales
actores vestidos de verde representaban entre risas una sátira vodevilesca
centrada en Julio Estornudo, un pañuelo extraviado y un Bruto Resfriado. Sin
prestar la menor atención al espectáculo, mozas vestidas con faldas largas y
ajustados corpiños paseaban entre la gente llevando unas grandes cestas de
comida y anunciando: «¡Tartas de frutas calientes bajo los árboles!» y
«¡Dulces para tu cariñito!».
La escena cómica tocó a su final, acogida con palmadas sobre las
rodillas. Disfrutando con los silbidos y los aplausos, los actores se pusieron a
bailar una giga. Se escuchó el estruendo de una trompeta desde la parte de
atrás, y la troupe de actores se alejó bailando entre los árboles sin perder ni
un solo compás antes de desaparecer por las puertas abiertas del teatro. El
público se levantó, se alisó la ropa y los siguió.
En cuestión de minutos, nos quedamos solos sobre la hierba en medio de
la creciente oscuridad. Señalé al otro lado de una herbosa hondonada una
casita no de estilo revival Tudor sino auténticamente Tudor: una copia exacta
de la casa natal de Shakespeare en Stratford-on-Avon, incluso con el mismo
suave color grisáceo de las paredes y la techumbre de paja.
—Allí está —le dije a Ben—. El archivo.
Era todavía más bonito de lo que recordaba. Unos escalones de piedra
bajaban a la hondonada, pasando junto a un pequeño estanque y un sauce
inclinado sobre él. Aquellos dos elementos no estaban allí antes, como
tampoco lo estaban las flores que todavía resplandecían débilmente bajo la
menguante luz, apretujadas como en una casita inglesa, a pesar de que
procedían del oeste de las Montañas Rocosas: palomillas, escrofularias y
consueldas. Al borde del estanque, vislumbré el dorado fulgor de unas carpas
tan misteriosas como sirenas, y me detuve.
Había estado persiguiendo la casita que ahora tenía delante desde que la
había sacado de los viejos recuerdos a unos cinco mil kilómetros al este, de
pie entre las estanterías de la Harvard Book Store. Pero, de pronto, me
negaba a seguir adelante. Si me quedaba allí, siempre cabía la posibilidad de
que la respuesta que estaba buscando se encontrara justo al otro lado del
prado, cruzando la pesada puerta de madera de roble. Y, si entraba, tal vez
comprobara que no estaba en aquel lugar.
Mientras permanecía allí de pie, la luna llena se elevó por encima de la
techumbre de paja. A nuestra espalda, un expectante silencio cayó sobre el
teatro.
No sé qué esperaba. Quizás otro toque de trompetas. Lo que ocurrió fue
mucho más sencillo. Se abrió la puerta de la casa y apareció una mujer con su
largo cabello negro brillando bajo la luz de la luna. Se encontraba de espaldas
a nosotros cuando giró una llave en la cerradura, pero alcancé a ver que su
piel era de un color tan castaño rojizo como el de la tierra de Utah.
—Ya'at'eeh —dije en un susurro.
Era lo único que recordaba de la lengua navaja: «Hola».
Permaneció inmóvil un momento y después se volvió. Mezcla de navajo
y paiute, Maxine Tom era una belleza deslumbrante de pómulos altos y boca
risueña. Con su holgada falda, su ajustada sudadera de cremallera y una
alhaja relumbrando en la nariz, hubiera dado la impresión de encontrarse
como en casa en cualquiera que fuera el lugar elegido aquella semana como
el más sofisticado de Manhattan, pero en ningún otro sitio se hubiera
encontrado como en casa más que allí, en una surrealista encrucijada en la
que confluían Shakespeare y el desierto del suroeste.
La conocí cuando ella estaba terminando sus estudios en Harvard y yo
estaba empezando los míos. Me pareció la persona más brillante del mundo,
y yo no era la única en pensarlo. Las ofertas de trabajo le llegaban con una
asiduidad verdaderamente obscena, habida cuenta de la escasez de
nombramientos para especialistas en Shakespeare. De entre toda la serie de
ofertas que le llovían, eligió la única que a ella le interesaba: profesora
auxiliar de literatura inglesa y directora de una pequeña biblioteca entre las
rojas rocas y los enebros del desierto de Utah.
A Roz no le gustó la elección. Yo estaba trabajando en la antesala de su
despacho cuando entró Maxine para comunicarle la noticia. Se produjo un
gélido silencio y después Roz le dijo: «Hubieras podido ir a Yale o Stanford.
¿Por qué desperdiciar tus capacidades en el sur de Utah?».
Pero el sur de Utah era lo que Maxine quería. Era, dijo, el lugar que le
correspondía o, en cualquier caso, el que más cerca se encontraba tanto de la
zona paiute de donde era oriundo su padre, justo al sur de la ciudad, como de
la de su madre, allá en el Dinetah —la tierra navaja—, y al mismo tiempo ese
puesto de trabajo le permitiría poder pasar los días no sólo con Shakespeare,
sino también con sus alumnos, algunos de ellos indios. Después la puerta se
cerró y ya no oí nada más. Fue un silencio que a mí se me antojó de mal
agüero, el silencio de los pájaros antes de un terremoto. Cuando se fue,
Maxine me arrojó un consejo como las monedas que se arrojan en una boda,
a pesar de que su sonrisa estaba teñida de tristeza: «No dejes que te
convenzan de que te apartes de tu alma».
Ahora me miró con los ojos muy abiertos.
—Kate Stanley —dijo en un susurro.
Se oyeron unos gritos procedentes del teatro, seguidos de un breve
entrechoque de espadas; sus ojos parpadearon mirando en aquella dirección.
—Pasa —me dijo. Después se volvió, abrió la puerta que acababa de
cerrar y entró—. Te estaba esperando —añadió, perdiéndose en la oscuridad.
En el umbral, vacilé. ¿Esperando? ¿Quién le había dicho que yo iría?
Me volví a mirar a Ben y lo vi guardarse la pistola en el bolsillo.
Con un profundo suspiro, la seguí al interior.
20

Permanecí de pie justo en el umbral, consciente de la tensa presencia de


Ben a mi lado.
—¿Quién te dijo que iba a venir?
—Roz —contestó Maxine desde la oscuridad—. ¿Quién pensabas?
Pulsó un interruptor y una cálida luz dorada inundó la estancia.
—Si quieres consultar el archivo, está al fondo.
Di unos cuantos pasos. Ben no se movió. Maxine abrió una a una las
ventanas de cristales romboidales y el perfume de las rosas flotó en el aire
nocturno.
—¿Qué ocurre, Katie?
—Estoy investigando algo.
Se volvió, enmarcada por una de las ventanas, y me estudió sin que lo
pareciera, al estilo navajo.
—Roz te va a visitar al Globo y muere allí mientras arden el teatro y el
Infolio... nada menos que el día veintinueve de junio. Martes, veintinueve de
junio. —Se echó hacia atrás y cruzó una pierna por delante de la otra—. Dos
noches después, tú te presentas aquí, tal como ella dijo que harías. Entretanto,
el Infolio de Harvard también ha sido pasto de las llamas. —Me miró a los
ojos—. El mundo shakespeariano está alborotado con tantos incendios, Kate.
Debo de tener cien correos electrónicos en mi bandeja de entrada. ¿Y tú sólo
te dedicas a investigar algo?
Di un respingo.
—Sería mejor que no me hicieras preguntas a las cuales no puedo
responder.
—Pues tengo que hacerte una. —Se apartó del alféizar de la ventana—.
¿Estás trabajando por ella o contra ella?
El broche me pesaba alrededor del cuello.
—Por ella.
Maxine asintió con la cabeza.
—Muy bien, pues. Tú ya sabes cómo funciona este lugar. Dime si
necesitas algo.
Miré a mi alrededor. La estancia era considerablemente más cómoda de
lo que recordaba. Las amplias mesas repartidas sobre el suelo de baldosas
grises eran las mismas, pero ahora había también unos mullidos sillones
tapizados en calicó y cuencos de flores de plata.
Contra las paredes se seguían alineando los ficheros de madera de roble
donde se guardaban las fichas.
Maxine miró en dirección al mostrador principal donde unas letras de
latón rezaban: «El Shakespeare de Athenaide D. Preston en el Archivo del
Oeste, Universidad del Sur de Utah».
—Tenemos una nueva mecenas —explicó Maxine.
Yo había oído hablar vagamente de la señora Preston. Una excéntrica
coleccionista, no una estudiosa. Decían que era más rica que el rey Midas.
Me acerqué al catálogo principal. Había toda una serie de archivadores
dedicados a personas, dos a lugares, otro dedicado a representaciones y otro a
misceláneas. Me fui directamente al archivador de «Personas», al cajón Gl-
Gy.
«Goodnight, Charles, ranchero (leía Shakespeare a sus vaqueros).»
«Grant, Ulysses S., general y presidente (interpretó a Desdémona en
Texas, cuando era teniente).»
Noté un nudo en la garganta. Pasé a la siguiente ficha.
«Granville, Jeremy, buscador de minas y jugador de cartas (interpretó a
Hamlet en Tombstone en el Teatro Birdcage, mayo de 1881).»
¡Hamlet! ¡Había interpretado el papel de Hamlet! De pronto, Granville
se me antojó tan cercano, tan extremadamente cercano, que pensé que, si
volviera la cabeza con la suficiente rapidez, lo podría vislumbrar a mi
espalda, borroso e indefinido como la figura de un espejismo, pero presente.
Miré hacia atrás, pero sólo vi las ventanas abiertas al teatro.
Junto al escritorio, Ben estaba hablando con Maxine en voz baja tal
como se hace en una biblioteca. Ella soltó una alegre carcajada que nada tenía
que ver con el ambiente de las bibliotecas. Parecía una carcajada amistosa,
pero pude ver que, mientras ella se reía, Ben vigilaba la puerta, todas las
ventanas y a la propia Maxine.
Saqué la ficha de Granville del fichero, coloqué en su lugar la tarjeta
rosa que señalaba «ficha retirada». «Hamlet.» Eso debía de ser lo que había
llamado la atención de Roz sobre Granville. Pero ¿adónde habría ido a partir
de allí? Eché un vistazo a la ficha.
Trabajó en Nuevo México y Arizona, 1870-1881. Denuncios de minas
de Arizona: Cordelia, Ophelia, El Príncipe de Marruecos, Timón de Atenas;
Denuncios de Nuevo México: Cleopatra, Cupido Guiñando el Ojo.

Granville conocía muy bien a su Shakespeare: Cordelia, Ophelia y


Cleopatra eran nombres evidentemente shakespearianos, amados por los
mineros de toda la zona montañosa occidental. Pero no acertaba a
comprender por qué había elegido Timón... A juzgar por lo que se podía
deducir, Shakespeare estaba de muy mal humor cuando escribió la obra y,
como consecuencia de ello, nadie la leía por gusto. En cuanto a «Cupido
Guiñando el Ojo», me sonaba que podía ser shakespeariana, pero tendría que
buscarla para estar segura. Sin embargo, lo que de verdad me había llamado
la atención era el «Príncipe de Marruecos», no porque fuera oscuro sino
porque era una alusión muy mordaz.
En El mercader de Venecia, el Príncipe de Marruecos tiene que elegir
entre tres cofres: de oro, de plata y de plomo.
Si abre el que contiene el retrato de la heroína, adquirirá el derecho a
casarse con ella. Elige el de oro y lo encuentra vacío, a excepción de un
mensaje burlón: «Todo lo que reluce no es oro». La misma frase con la cual
Granville había jugueteado en su carta al profesor Child. Arizona y Nuevo
México no eran estados en los que abundara el oro, pero yo tenía razón. La
idea del oro era algo más que una fantasía pasajera para el señor Granville.
La ficha mencionaba varios artículos del Tombstone Epitaph. La última
frase decía: «Obituario: Tombstone Epitaph, 20 de agosto de 1881».
O sea que el profesor Child tenía que haber escrito su carta antes de
aquella fecha.
—¿Encuentras lo que estás buscando? —preguntó Maxine, y pegué un
brinco.
Ella y Ben estaban a mis espaldas.
—Pues sí.
Anoté las fechas del artículo en una ficha de préstamo del Epitaph.
Maxine desapareció en una estancia del fondo y regresó con dos cajas de
microfilms marcadas «Enero-junio 1881» y «Julio-diciembre» del mismo
año. Le entregué a Ben la caja de «Julio-diciembre».
—¿Ha leído microfilms alguna vez?
—En mi tipo de trabajo no son muy necesarios.
—Pues ahora sí lo son. —Había dos lectores de microfilms. Le enseñé a
pasar el carrete por el lector y encendí la luz—. La nota necrológica de
Granville tiene que estar en alguna página del periódico del 20 de agosto de
1881.
Entretanto, me dediqué a buscar artículos acerca del debut de Granville
en el papel de Hamlet. Las páginas pasaron con vertiginosa rapidez mientras
me iba acercando al mes de mayo y me detenía. Allí estaba:

UNA BUENA APUESTA. —Nos hemos enterado esta mañana de que


un caballero de esta ciudad muy conocido en los círculos del ambiente del
juego hará su presentación como Hamlet el próximo sábado por la noche en
el teatro Bird Cage. El caballero interpretará el papel tras haber aceptado una
fuerte apuesta de cien dólares a que no se podrá aprender el papel (uno de los
más largos de la obra) en tres días. Se dice que empezará a estudiar la obra
esta tarde en cierto salón de mucho renombre. Prepárense para un
emocionante momento.

El artículo no mencionaba el nombre de Granville, pero lo calificaba de


jugador y no precisamente insignificante, por cierto. Cien dólares debía de ser
un montón de dinero en 1881: por lo menos miles, quizá decenas de miles de
dólares de los de hoy. Pero más que la suma, era la idea del plazo de tres días
lo que me impresionaba. Semejante hazaña sólo habría sido posible por parte
de alguien ya familiarizado con Shakespeare, a quien las cadencias y los
ritmos del lenguaje le resultaran naturales. Alguien que fuera un buen
narrador por derecho propio y un buen actor aficionado... O bien alguien con
un memorión extraordinario.
Pulsé la tecla de «copia» y el aparato cobró vida con un zumbido. Las
voces de hombres que gritaban entraron por una ventana seguidas por un
entrechoque de espadas. Mercurio y Teobaldo debían de estar interpretando
la escena en el teatro, lo cual significaba que no tardarían en morir. Hice un
esfuerzo por volver a concentrarme en la pantalla, pulsando la tecla de
avance.
Durante los tres días siguientes, el periódico fue publicando breves
noticias acerca de los progresos de Granville bajo la atenta y curiosa mirada
de los grandes personajes de la ciudad, en el salón de una tal señorita Marie-
Pearl Dumont en su exclusivo establecimiento llamado Versalles. Al parecer,
Granville estaba ensayando en un burdel francés.
Al final, llegué a la crítica, la cual utilizaba un lenguaje extrañamente
florido para ser un periódico de una de las ciudades más violentas y
anárquicas de la historia del Lejano Oeste.

THE BIRD CAGE. —La interpretación de Hamlet por parte del señor J.
Granville en el teatro el pasado sábado por la noche fue altamente meritoria,
por cuyo motivo la ciudad puede sentirse justamente orgullosa. Lejos de dejar
convertidos en guiñapos los torrentes de pasión del danés, los representó con
una admirable suavidad. Fue caviar, sí, y también champán, pero de esos que
adora el público en general. En las manos del señor Granville, el héroe no fue
el desmayado lirio tan popular últimamente en los escenarios de la costa Este,
sino un alma vigorosa que hasta los más revoltosos miembros del Territorio
de Arizona pueden admirar. Con la práctica y el estudio, estamos
convencidos de que el señor Granville podría llegar a convertirse en un
destacado actor, aunque suponemos que él prefiere observar y hacerse con el
botín.

Hice una copia de aquella página. «Observar y hacerse con el botín.»


¿Acaso Granville era un estafador, además de jugador y experto en
prospecciones mineras? Experimenté un sobresalto de desconfianza. ¿Habría
estado engañando a Child acerca del manuscrito y, a través de él, a Roz... y a
mí?
—He encontrado el obituario —dijo Ben.
—Saque una copia —le pedí, cambiando de posición para leer por
encima de su hombro.

THE BIRD CAGE. —El sábado pasado, los amigos y admiradores del
señor Jeremy Granville, vecino de esta ciudad, aprovecharon la presencia de
la excelente compañía de actores del señor Macready para organizar en el
teatro una representación de Hamlet en su memoria. El caballero en cuestión
abandonó a caballo hace dos meses la ciudad con la intención de ausentarse
una semana, pero no se le ha visto ni oído desde entonces. Los rumores
acerca de un hallazgo de oro han inducido a muchos amigos antiguos y
recientes a peinar el desierto en su búsqueda, pero todo ha sido inútil.
Según las personas más allegadas a él, el señor Granville no era
aficionado a los funerales, pese a ser muy consciente de que tal vez se
estuviera dirigiendo al suyo propio cuando emprendió la marcha a lugares
desconocidos, sobre todo sabiendo que se podía cruzar por el camino con los
belicosos apaches. No podemos reproducir aquí la naturaleza exacta del
presunto comentario del caballero, pero su tenor general señalaba que
cualquier palabra que se tuviera que pronunciar por él o acerca de él debería
pertenecer a Shakespeare y ser pronunciada por un actor, en sustitución de las
palabras del devocionario leídas por un sacerdote. En eso, sus compañeros
consideraron que lo mejor sería cumplir sus deseos. Por acuerdo general, el
señor Macready le rindió tal homenaje que el mayor pesar del señor Granville
debió de ser el de haberse perdido la representación.

—Fíjese en la fecha —dijo Ben, meneando la cabeza—. Dos meses


antes del tiroteo en el OK Corral. Menuda manera de que te echen el olvido a
paletadas sobre la cabeza, por muy insistentes que fueran los rumores acerca
de la existencia de un yacimiento de oro.
—Tombstone se encuentra en un territorio rico en yacimientos de plata,
no de oro, y las personas más sagaces que rodeaban a Granville lo hubieran
sabido. Si hubiera habido alguna posibilidad auténtica de dar con una mina de
oro por allí, la leyenda no habría caído tan rápidamente en el olvido, con OK
Corral o sin él... No creo que hablara de oro en sentido literal.
A Ben le brillaron los ojos de emoción.
—¿Cree que lo dijo en sentido literario?
—Cambió lo de «No es oro todo lo que reluce» por «Todo lo que es oro
no siempre reluce». Apuesto a que sabía exactamente lo que había
encontrado en aquel manuscrito y tenía cierta idea de cuál podía ser su
valor... Siempre y cuando no fuera imaginario.
Le mostré el artículo que hablaba de «vigilar y hacerse con el botín».
Ben meneó la cabeza.
—Si había estado engañando a Child, ¿por qué largarse antes de que éste
mordiera el anzuelo después de haber preparado tan cuidadosamente la
trampa? Creo que el manuscrito existió. Pero la cuestión es: ¿qué fue de él?
—Según los periódicos, los apaches estaban efectuando cada vez más
incursiones aquel verano. Puede que atraparan a Granville. A lo mejor, los
Clanton lo capturaron o puede que lo hicieran los bandidos mexicanos. Si iba
tras alguna pista que indicara una mínima posibilidad de dar con una mina de
oro, lo más probable es que tres cuartas partes de la población lo estuviera
siguiendo. Si tenemos suerte, murió mientras se dirigía hacia allá,
dondequiera que esté ese «allá», y no durante su regreso aquí. Porque, en tal
caso, es posible que lo que buscaba siga estando donde él lo encontró.
—¿Cree que nosotros lo podremos localizar a pesar de que sus amigos
no pudieron?
—Roz creía que podría.
—¿A qué distancia se encuentra Tombstone?
—A unos ochocientos kilómetros. Puede ser que a novecientos.
Ben frunció el entrecejo.
—Antes de poder ir allí, necesitaremos comida, Kate.
—Hay un bar a dos manzanas donde preparan bocadillos. El Pastry Pub.
En Utah no hay problema para localizar una taberna irlandesa que sirva
bocadillos a todas horas. Usted vaya por la comida y yo terminaré aquí. Hay
una o dos referencias más que quiero examinar.
Ben vaciló.
—Vaya —insistí, indicándole la puerta—. Confío en Maxine y nadie
más sabe que estoy aquí. Vaya tranquilo. Eso nos dará una ventaja inicial.
Se levantó.
—Vuelvo dentro de diez minutos. Espéreme aquí.
Mientras él se iba, saqué la ficha de Granville del fichero, coloqué en su
lugar una de «préstamo» y se la llevé a Maxine.
—¿Granville dices? —dijo ella levantando los ojos del ordenador. Le
indiqué la última línea: «Foto 23.1875; EP: CP 437».
—Parece que hay una fotografía. ¿Puedo verla?
—Eso está hecho.
Se acercó a un expositor etiquetado con la indicación de «Amigos de la
Biblioteca».
Sacó un libro y lo depositó en mis manos. El libro de Roz.
—Voilà, Jeremy Granville —dijo señalando la fotografía de la portada
que mostraba a un hombre tocado con un sombrero Stetson de ala ancha y
que sostenía una calavera en la mano.
Alargó la mano, abrió el libro y me indicó los créditos de la solapa:
«Fotografía de Jeremy Granville como Hamlet. Tombstone, Arizona, 1881.
Cortesía del Archivo Shakespeariano de Utah, Universidad del Sur de Utah».
—Eso fue antes de que adquiriéramos nuestro nuevo nombre —dijo.
Por primera vez, estudié con detenimiento el rostro del hombre tocado
con el Stetson. Unos cuarenta años, calculé. Un artista había coloreado la
foto, otorgándole unas patillas de color jengibre y unas mejillas sonrosadas.
Pero los ojos pensativos y la boca un poco marchita eran sin duda de
Granville.
Maxine volvió a estudiar la referencia de la ficha.
—«EP» significa efectos personales. Ropa, relojes, libros, documentos.
Era un actor; puede que haya algún programa de sus representaciones. Y
muchos de los antiguos buscadores de minas tenían mapas.
Fue como si alguien hubiera aspirado todo el aire de la estancia.
—¿Mapas?
—«CP» son las siglas de «colección particular». Mañana puedo llamar
al propietario, si quieres.
—Hazlo ahora —le rogué—. Por favor.
Maxine lanzó un suspiro. Tomó la ficha que yo sostenía en mi mano y
tecleó el código en el ordenador. Miró la pantalla, alargó la mano hacia el
teléfono y marcó un número. Un código del área 520, correspondiente al sur
de Arizona. «Tombstone», pensé.
—¿Señora Jiménez? —dijo—. Soy Maxine Tom, del Archivo Preston.
Siento molestarla tan tarde, pero es que tenemos otra petición para ver la
colección Granville. Bastante urgente. —Hizo una pausa—. Ah, comprendo.
Sí. Sí. No. Muy interesante. Bueno, pues, muchas gracias. Y saludos al señor
Jiménez.
Colgó.
—¿La puedo ver?
—No.
Maxine contempló el teléfono, frunciendo el entrecejo.
—¿Por qué no?
—La han vendido.
Solté una maldición.
—¿A quién?
—A Athenaide Preston. No digas nada... quieres que la llame también a
ella.
—Por favor, Maxine —le supliqué—. Hazlo por Roz.
—De acuerdo —dijo—. Llamaré por Roz. Pero que conste que eres tú
quien me deberá el favor.
Escuché los tonos de llamada y después alguien respondió.
—Hola. ¿Señora Preston? Soy la profesora Maxine Tom, del Archivo.
La voz del otro extremo de la línea sonaba estridente, pero no pude
captar lo que estaba diciendo, sobre todo porque Maxine cubrió el aparato
con la mano e hizo una mueca. Después habló en tono perentorio.
—Sí, señora, le pido disculpas por llamar tan tarde, pero tengo a alguien
aquí que desea ver la colección Granville. La señora Jiménez dice que se la
vendió a usted hace tres días... Puedo responder por la persona solicitante;
estudiamos juntas en la universidad. Se llama Katharine Stanley... Sí, señora.
Está aquí mismo, delante de mí. No, señora. Por supuesto. Se lo diré. Muchas
gracias. Que tenga una buena noche.
Maxine colgó violentamente el teléfono.
—Espero que observes la dentellada que tengo en la oreja. —Me miró
con expresión inquisitiva—. Me ha hablado hecha una fiera hasta que ha oído
tu nombre. Me ha dicho que conoce tus trabajos y que vayas a su casa. Pero
tendrás que estar allí a las siete de la mañana. Se va a las nueve.
—¿Dónde vive?
—Tiene un pueblo para ella sola. Es un pueblo fantasma, pero ella es la
propietaria de todo. En Nuevo México, en las afueras de la preciosa
Lordsburg. Se llama Shakespeare.
Alcé bruscamente la cabeza.
—¿Con todo el tiempo que estuviste viajando y recopilando información
para Roz y no lo sabías?
—Fue sólo un mes. Cuando me fui, apenas habíamos rascado la
superficie de las cosas.
—Está en el libro.
La miré sin comprender.
—No lo has leído, ¿verdad?
Alargó la mano sobre el mostrador y abrió una vez más el libro, esta vez
pasando de la portada a una página casi vacía.
—«Para Kate» —leí. Y justo debajo otra línea en cursiva—. «Todas las
hijas de mi casa.»
Lo contemplé casi sin respiración.
Maxine me miró con semblante compasivo.
—¿Rabia o pesar?
—Las dos cosas.
—Déjalo, Kate. Deja a Roz.
La miré a los ojos.
—No puedo. Todavía no.
Meneó la cabeza.
—Si quieres ver a la señora Preston, será mejor que te pongas en
camino. Shakespeare está aproximadamente a unas once horas de carretera,
respetando el límite de velocidad, así que vas a llegar a las nueve y media,
algo de lo cual estoy segura que la señora Preston es consciente. Supongo que
es para ponerte a prueba y ver hasta qué punto deseas ver eso que buscas.
Sacó un mapa y me indicó el camino: un largo y profundo navajazo en
forma de jota al revés, atravesando Arizona y curvándose hacia el este en
Tucson en dirección a Nuevo México.
—Y ahora, si no te importa, me voy a casa. Tengo un hijo pequeño y le
gusta que le cuenten historias a la hora de dormir.
Me pilló desprevenida.
—Claro. No lo sabía.
—Hacía mucho tiempo que no nos veíamos —dijo Maxine en voz baja.
Consulté mi reloj. Ben regresaría de un momento a otro. Probablemente
me cruzaría con él cuando saliera para dirigirme al automóvil. Recogí las
copias de los artículos. Maxine no aceptó ningún pago y me encaminé hacia
la puerta.
—Gracias —dije con torpeza.
—Cuídate, Katie —dijo Maxine.
Me dirigí a la oscura y pequeña hondonada para regresar al teatro y de
allí al aparcamiento. Llegué al camino que conducía a este último rodeando el
teatro y me detuve un momento para prestar atención, pero lo único que pude
oír fue un suave murmullo. Quizá Romeo y Julieta se estaban despertando
antes de comprender que se tenían que separar. O quizá Julieta se estaba
bebiendo el veneno que simulaba la muerte.
Había bajado tres peldaños cuando oí un susurro entre los árboles. Me
volví. Las ventanas de la biblioteca estaban a oscuras; unos altos jirones de
nubes que cruzaban por delante de la luna hacían que los rombos de cristal
brillaran y se retorcieran como una piel de serpiente. Bajo el sauce, el
estanque era un charco de negrura. Permanecí inmóvil, tratando de descubrir
de dónde procedía el sonido.
En algún lugar de la hondonada, sentí que unos crueles ojos me
observaban. Di media vuelta por el camino que conducía al aparcamiento,
confiando en ver a Ben acercándose a mí. Y entonces oí el mismo sonido que
me había aterrorizado en los escalones que bajaban al Támesis: el de una
espada extraída de su vaina.
Eché a correr entre la arboleda de abetos hasta que salí a la luz del
aparcamiento. A Ben no se le veía por ninguna parte. Me acerqué corriendo
al vehículo, pero estaba cerrado.
Me volví. La silueta de un hombre apareció bajo la luz y echó a correr
directamente hacia mí.
Rodeé el coche para que éste se interpusiera entre nosotros. Y entonces
las luces del automóvil se encendieron, oí que se abrían las puertas y me di
cuenta de que el hombre que corría era Ben, que llevaba una bolsa y dos
vasos altos de papel.
—¿Qué ha ocurrido? —me preguntó.
—Yo conduzco —le dije respirando entrecortadamente mientras abría la
puerta—. Suba.
21

—Lo he oído —le comenté mientras nos dirigíamos al este para


abandonar la ciudad—. He oído al asesino. Desenvainó una espada.
Ben alzó la vista de los bocadillos que estaba desenvolviendo y me miró
sorprendido.
—¿Está segura? Estaban combatiendo con espadas en el escenario, Kate.
—Él estaba allí —dije tensando la voz—. En el Archivo.
Me ofreció un bocadillo, pero hice un ademán negativo con la cabeza.
Quizá la comida era como el sueño para él —atrápala cuando puedas—, pero
a mí era lo que menos me interesaba. Viajamos en silencio mientras él comía.
La carretera subía a las montañas describiendo curvas. Los achaparrados
enebros y los pinos piñoneros cedieron el lugar a los ondulantes pinos
rodenos y éstos a su vez a las oscuras flechas de los abetos. El bosque, cada
vez más alto y espeso, se apiñaba junto al camino, pero la negra y serpeante
cinta seguía ascendiendo. Las estrellas envolvían las copas de los árboles con
su tenue y plateada luz, pero la carretera parecía un túnel atravesando la
oscuridad. A nuestro alrededor, el mundo parecía inmóvil y misteriosamente
vacío, exceptuando el murmullo de los árboles, pero no podía sacudirme de
encima la sensación de ser observada.
—Creo que nos podría estar siguiendo —dije en un susurro.
Ben arrugó el envoltorio de su bocadillo y se volvió a mirar por la
ventanilla posterior.
—¿Ha visto algo?
—No. Pero lo presiento.
Sus ojos se posaron un momento en mí y después él se inclinó hacia
delante y apagó los faros delanteros.
—Jesús —exclamé levantando el pie del acelerador.
—No aminore la marcha —me dijo lacónicamente—. Siga la línea
central.
Se desabrochó el cinturón de seguridad, bajó el cristal de su ventanilla y
se asomó sacando todo el tronco fuera. Después volvió a meter el cuerpo en
el vehículo. El áspero y gélido perfume de los abetos se mezcló con el más
cálido aroma del café.
—Afuera sólo hay árboles.
—Él está ahí fuera —insistí.
—Tal vez. —Tomó el vaso de café y se calentó las manos—. El instinto
me ha salvado la vida más de una vez.
Me había preparado para una negativa o una hiriente broma; su seriedad
me pilló por sorpresa. Por estar mirando por el espejo retrovisor, estuve a
punto de comerme una curva de la carretera; los neumáticos chirriaron un
poco mientras enderezaba el vehículo y doblaba por la curva.
—¿Qué tal si usted conduce y yo vigilo? —sugirió Ben. Apuró su café e
introdujo el vaso en una bolsa de papel—. ¿Aún no tiene apetito?
Al ver que yo meneaba la cabeza, tomó el libro de Chambers y encendió
una pequeña linterna.
—Hábleme un poco más de Cardenio. Chambers dice que alguien lo
revisó y lo adaptó.
—La doble falsedad —dije asintiendo con la cabeza y agradeciendo que
se me ofreciera otra cosa en que pensar—. Fue por el año 1700.
—En 1728 —dijo comprobando la fecha—. ¿Qué sabe usted de eso?
—No demasiado. —Tomé un sorbo de mi café—. Fue idea de un
hombre llamado Lewis Theobald, que adquirió fama sobre todo por sus
controversias con el poeta Alexander Pope. Theobald dijo que la edición de
Shakespeare de Pope estaba llena de errores, lo cual era cierto, y Pope
contraatacó señalando que Theobald era un pedante pelmazo incapaz de
reconocer la valía de un buen relato por muy cerca que lo tuviera y aunque
hubiera vivido directamente los diez años de la guerra de Troya, cosa que
también era verdad. Pope escribió todo un poema épico satírico, La dunciada
[6], en el que coronaba a Theobald como Rey de los Burros.

Ben se echó a reír.


—¿Una pluma más poderosa que la espada?
—En el caso de Pope, más poderosa que toda una brigada acorazada. Y
con la adición de uno o dos navíos de guerra, por si acaso.
—Era temerario tener a Pope de enemigo. ¿Usted ha leído la obra?
—No, no es muy conocida. Ojalá la hubiera descubierto cuando
estábamos todavía en Harvard. Aunque seguramente la podríamos encontrar
en internet. Los especialistas en el siglo XVIII figuran entre los primeros que
empezaron a introducir en la red todo el material que tenían. Y los
especialistas en Shakespeare no les fueron muy a la zaga.
Ben alargó la mano hacia el asiento de atrás y sacó un portátil.
—¿Cree usted que esta metrópolis está conectada?
Acabábamos de atravesar una trocha y la carretera se había convertido
en un angosto saliente agarrado a la ladera de la montaña. A nuestra
izquierda, el bosque bajaba hacia nosotros por una acusada pendiente desde
una alta y árida cumbre. A la derecha, los árboles se apartaban de un
precipicio casi vertical. Seguíamos circulando con los faros apagados; en toda
aquella inmensa extensión de tierra, no se veía el menor parpadeo de luces.
Salvo la carretera, no había ninguna otra señal del paso de seres humanos por
aquel lugar.
—Vía satélite sí lo está.
Ben pulsó unas cuantas teclas y el portátil emitió una pequeña melodía y
se despertó, llenando el interior del vehículo con su azulado resplandor. Le oí
teclear y el resplandor cambió de azul a blanco y a melocotón cuando
apareció en la pantalla una nueva página.
—Mire lo que tenemos aquí —dijo Ben—. La doble falsedad o Los
amantes afligidos. —Pulsó unas cuantas teclas más—. ¿Qué quiere primero?
¿La obra o todo lo que viene delante? ¿Dedicatoria, prefacio del editor,
prólogo?
—El prefacio —contesté, apretando fuertemente con las manos el
volante sin apartar los ojos del tenue resplandor de la línea central.
—Parece ser que el rey Theobald ya se puso a la defensiva
inmediatamente después de salir. Escuche esto: «Se ha calificado de increíble
que semejante rareza pudiera permanecer oculta y perdida para el mundo a lo
largo de más de un siglo».
—Ahora ya han transcurrido casi cuatro siglos —constaté.
Ben siguió examinando los datos.
—¡Toma! —exclamó tan de repente que pegué un brinco en el asiento
—. ¿Sabía que Shakespeare tenía una hija bastarda?
Fruncí el entrecejo.
—Me lo tomo como un no —dijo Ben.
—No consta en los documentos.
—A menos que eso se considere un documento.
Meneé la cabeza. Me había pasado años estudiando a Shakespeare y
jamás había encontrado la menor referencia a una hija.
—«Hay una tradición —leyó Ben—, que me ha transmitido la noble
persona que me facilitó uno de mis ejemplares...»
—¿Uno? —pregunté con incredulidad—. ¿Uno de sus ejemplares? ¿En
plural?
—Dice que tuvo tres.
Reí por lo bajini mientras Ben volvía a empezar.
—«Hay una tradición, que me ha transmitido la noble persona que me
facilitó uno de mis ejemplares, según la cual el autor le regaló esta obra como
un valioso presente a una hija natural suya, en cuyo honor la escribió en la
época de su retiro de la escena.» ¿Por qué razón los hijos ilegítimos son
«naturales»? ¿Significa eso que los hijos legítimos no son naturales? ¿Y qué
es lo que tiene tanta gracia en su lado del automóvil?
—Es que, aparte de los hechos de que Shakespeare nació y murió, no se
tienen muchos más datos de él. Y usted se acaba de cargar la mitad de ellos.
—Los empecé a enumerar—: Cardenio es una pieza teatral perdida, no hay
manuscritos shakespearianos y, aunque por lo visto no visitó su viejo lecho
conyugal demasiado a menudo, las veces en que lo hizo creció y se
multiplicó: tuvo tres hijos, todos legítimos y, de repente, estamos hablando de
tres manuscritos de Cardenio y, por si fuera poco, de una hija bastarda.
Ben estaba contemplando la pantalla como si creyera que ésta le pudiera
hablar.
—¿Cree usted que el manuscrito de Granville perteneció a Theobald? A
lo mejor, se hizo con uno de ellos y se lo llevó al Oeste.
—A lo mejor —repetí en tono dubitativo—. Pero Granville dice que, a
su juicio, el manuscrito llevaba en el lugar donde él lo encontró desde poco
después de su creación.
—¿Y eso tiene sentido para usted?
—No. Pero es que nada de todo esto lo tiene.
Ben pasó del prefacio a la obra y lo primero que observé fue que tenía
una buena voz para leer, capaz de trasladar con facilidad los ritmos poéticos a
la cadencia del lenguaje hablado. Lo segundo que observé fue que la obra era
un desastre. Sir Henry, en un momento de extravagancia, la habría podido
calificar de noble ruina; Roz la hubiera rechazado de plano como una
vergüenza.
A don Quijote y a Sancho Panza no se les encontraba por ningún sitio.
Los restantes personajes eran reconocibles, aunque Theobald les había
cambiado el nombre a todos. Era algo tan desconcertante que Ben no tardó en
regresar a los nombres de Cervantes. Pero no pudo llenar las lagunas del
argumento.
Era como si las polillas lo llevaran devorando desde 1728.
O quizá los cocodrilos. El pecado se había cortado en rebanadas y
repartido al por mayor, pero eso no era todo, había ocurrido lo mismo con
buena parte de la acción hasta el extremo de que los personajes se habían
quedado allí, hablando de unos acontecimientos sobre los que el público sólo
podía conjeturar: una violación, una batalla campal en el transcurso de una
boda, un secuestro ocurrido en un convento de monjas. Si Theobald hubiera
adaptado el relato del Génesis, pensé malhumorada, lo habría limitado a la
conversación entre Eva y la serpiente, pero habría eliminado el acto de comer
la manzana, las hojas de parra y la expulsión del Jardín del Edén. Y, ya
puesto, probablemente habría reducido las dos conversaciones de Eva,
primero con la serpiente y después con Dios, a una sola pensando que, de esta
manera, podría ahorrar tiempo y un actor. Al final, el relato no habría tenido
ni pies ni cabeza, pero semejante consideración no parecía preocupar
demasiado a Theobald.
—No se puede comparar con Shakespeare —observó Ben.
Y, en buena parte, tenía razón. Sin embargo, algunos pasajes se
deslizaban por el oído con una belleza casi demasiado dulce como para poder
resistirla:

¿Has visto alguna vez el fénix de la tierra,


el ave del Paraíso?
Yo sí; y conozco sus moradas y el lugar donde
construyó su fragante nido; hasta que, como un crédulo necio,
le mostré el tesoro a un amigo en quien confiaba,
y él me lo arrebató.

Casi me pareció ver el fulgor de las doradas y rojas plumas a través del
oscuro encaje de las ramas, aspirar en el aire el perfume del sándalo y el
jazmín y oír la terrible ruptura de un corazón. Ben también lo debió de intuir,
pues guardó silencio.
—El caso es —dijo al cabo de un rato— que no se trata simplemente de
una bella poesía. Si pone estos versos en una pieza teatral, hasta pueden ser
divertidos. Lo he leído como un soliloquio, pero no lo es. Cardenio está
hablando con un pastor. Probablemente, el pobre desgraciado no ha visto
jamás en toda su vida nada más exótico que una oveja moteada y ahora se
encuentra con un chalado que le habla de aves fénix y fragantes nidos... Mire,
vamos a probarlo. Usted leerá el papel del pastor.
—Creía que quería que condujera yo.
—Lo único que tiene que hacer es aparentar perplejidad y, cuando yo le
haga una indicación, decir: «Yo no, señor, en verdad». ¿Lo podrá hacer?
—«Yo no, señor, en verdad.»
—Bravo. El pastor sincero... Me gusta eso de dirigir. Es muy bueno para
el propio sentido del dominio y de la maestría. ¿Qué le parece si nos ponemos
manos a la obra?
—Señoras y señores, cuando quieran.
Me salió automáticamente y me di cuenta con una punzada de dolor de
lo mucho que echaba de menos el teatro.
—Muy bien, pues, señoras y señores, cuando quieran.
Siguiendo su propia indicación, Ben se lanzó a la escena.

Usted, señor, posee una prodigiosa sabiduría,


y parece que ha llegado muy lejos en sus conocimientos;
¿ha visto alguna vez el fénix...?

Una puerta de mi memoria se abrió de golpe con una ráfaga de


reconocimiento.
—¿Qué ha dicho?
—Ése no es el verso que le corresponde.
—Que se vaya a paseo mi verso. Vuelva a leer el suyo.

Usted, señor, posee una prodigiosa sabiduría...

Frené tan de repente que dimos un pequeño bandazo mientras nos


deteníamos en plena salida de una acusada curva.
—La carta —le espeté—. La carta de Granville. ¿Dónde está?
Me volví y empecé a rebuscar entre las cosas del asiento trasero.
Ben sacó mi bolsa con los libros de detrás de su asiento y encontró la
carta de Granville. Le eché un vistazo hasta localizar lo que estaba buscando
y le mostré la página, señalándola con el dedo.
—Usted, señor, posee una prodigiosa sabiduría —leyó.
—Tenía usted razón en la biblioteca. Eso no lo escribió mi viejo de
1849.
Ben alzó la vista.
—¿Cree que Granville conocía la obra de Theobald?
Las sienes me iban a estallar.
—No es probable.
La adaptación de Theobald ya llevaba mucho tiempo sumida en el
olvido cuando nació Granville, quien no disponía de internet para encontrar
escritos raros.
—Pero si no conocía La doble falsedad —dijo Ben muy despacio—, el
único lugar donde pudo haber encontrado esta frase es en su manuscrito. Lo
cual significa...
—Que estas palabras no son de Theobald.
Ninguno de los dos pudo terminar la idea en voz alta: «¡Son de
Shakespeare!».
Bajé del vehículo y me acerqué al borde del despeñadero. Debían de
haber aplanado el reborde para que los automovilistas se pudieran detener
para contemplar el panorama. Nos encontrábamos en un alto saliente que era
como un mirador natural sobre un vasto y profundo valle rodeado por todas
partes por unas lejanas cumbres más oscuras que el cielo nocturno.
Cuatrocientos metros más abajo, los árboles cubrían como un denso tapiz el
suelo del valle. Mucho más al sur, las cimas del parque nacional de Zion
resplandecían bajo la luna como si fueran unas cortinas que cubrieran la
entrada de otro mundo.
—Podrían ser de Fletcher —dijo Ben con aspereza—. Chambers dice
que la obra fue una colaboración.
—Es posible —reconocí—. Pero es usted quien ha señalado que el
poema está entretejido con la comedia, y ése es uno de los recursos preferidos
de Shakespeare. No hay en todas sus obras un solo pasaje de sublime poesía
que no esté encajado en algún contexto de comedia o ironía. Como si no
confiara en la belleza.
—Theobald tuvo la obra —dijo Ben—. Imagínese. Tenía oro y lo
convirtió en paja.
—Y después perdió lo que le quedaba —comenté en tono burlón—. Sus
manuscritos se han perdido. Se cree que se perdieron en el incendio que
destruyó su teatro.
—Eso supone un montón de incendios relacionados con Shakespeare —
dijo Ben.
Pero mi mente estaba demasiado ocupada girando en torno a Granville
como para poder dedicarse a pensar en Theobald. Si Granville había podido
leer la frase que había citado, también habría podido leer la complicada
maraña de la escritura cursiva isabelina. Y, si sabía leer la escritura secretaria,
lo que había empezado a sospechar en el Archivo tenía que ser verdad. Sabía
exactamente lo que tenía en sus manos cuando escribió al profesor Child.
¿Quién era aquel buscador de minas y jugador de cartas que tan bien
sabía orientarse por los oscuros rincones de la literatura del Renacimiento
inglés? ¿Y por qué fingía ignorancia?
Me volví a mirar a Ben, pero él estaba mirando hacia atrás con el ceño
fruncido. Unos segundos después, vi lo que él estaba viendo. Un destello de
luz a cosa de un kilómetro a nuestra espalda.
—¿Qué es eso?
—Un vehículo —contestó con todo el cuerpo en tensión.
Lo volví a ver: el suave resplandor de la luz de la luna sobre el acero.
Después me fijé en lo que no había visto: unos faros delanteros.
—Suba al coche —dijo Ben, volviéndose para abrir la puerta del
copiloto.
No discutí.
22

Ben conducía más rápido con las luces apagadas de lo que yo me


hubiera atrevido a hacer llevándolas encendidas. Al cabo de un rato, la
pendiente se suavizó y atravesamos un llano prado. Sin que él me lo hubiera
pedido, yo permanecía sentada mirando hacia atrás, pero sólo veía las
espectrales formas de los árboles y las rocas.
Después la carretera volvió a bajar por la pendiente. Los árboles
empezaron a ralear y a encogerse hasta que, al final, desaparecieron del todo.
Al llegar a las estribaciones de las montañas, giramos al sur hacia la autopista
89 y el tráfico aumentó, aunque no demasiado. Cada veinte minutos,
aproximadamente, un automóvil aparecía en la distancia, se nos acercaba
rugiendo y, en el último momento, nos adelantaba. Parecía que estuviéramos
atravesando un inmenso mar de oscuridad. En algún lugar hacia el sur, el
abismo del Gran Cañón se hundía en una lobreguez todavía más profunda. Ya
no volví a ver el menor rastro del vehículo que nos había estado siguiendo
hasta las montañas.
Cuando estábamos al norte de Flagstaff, me quedé dormida.
Me despertó sobresaltada el chirrido del patinazo del automóvil al pasar
del asfalto a la grava. Ben se acababa de adentrar en un camino de tierra y
ahora nos estábamos dirigiendo hacia un grupo de colinas bajas pobladas de
arbustos resinosos y chumberas. El mundo estaba envuelto en una pálida luz
de color amarillo limón.
—Ya casi estamos —dijo Ben.
El reloj marcaba las seis.
—Llegamos temprano.
—No tanto.
No se veía ninguna autopista y ninguna carretera interestatal por ningún
sitio. Tampoco se veía ningún otro automóvil. Ni tampoco había edificio
alguno a la vista.
—¿Alguien nos ha seguido?
—No que yo haya visto.
Ben detuvo el vehículo y bajó. Me desperecé e imité su ejemplo.
Permanecimos de pie en un área de descanso bordeada por la valla de un
viejo corral de ganado. En la verja colgaba un letrero escrito en letras rojas:
POR FAVOR, ESPERE AQUÍ PARA EL SIGUIENTE RECORRIDO. Ben
alargó la mano y abrió la verja.
Delante de nosotros una ancha calle sin asfaltar bajaba suavemente y se
desviaba hacia la derecha. Edificios desiertos, la mayoría de adobe y con
oxidados tejados de hojalata, flanqueaban ambos lados de la calle. Unos
cuantos estaban construidos con restos de traviesas como las que se emplean
en las vías del ferrocarril. Al pie de la colina, un grupo de edificios cortaba la
calle. Detrás de ellos, se elevaba un campanario. Parecía que alguien hubiera
decidido ocultar a la iglesia del pueblo los pecados cometidos en su única
calle.
Más adelante se levantaba en solitario el edificio más grande del pueblo.
Un rótulo rojo con letras adornadas con florituras anunciaba HOTEL
STRATFORD. Dentro brillaba una luz. Nos miramos el uno al otro y hacia
allí nos dirigimos.
Una larga y estrecha mesa dominaba la penumbra del interior. Por
encima de nuestras cabezas, un techo de muselina estaba fijado a las vigas.
Arriba, algo se alejó correteando hacia las alfardas en respuesta al sonido de
nuestras pisadas. El enlucido que antaño iluminaba las paredes se había
desprendido en pedazos junto con el áspero yeso. El lugar olía a polvo y a
vacío.
—Billy el Niño lavaba platos en la cocina del fondo —dijo una ronca
voz a nuestra espalda con un aristocrático acento de Nueva Inglaterra—.
Antes de aficionarse a matar.
Me volví y vi a una mujer menuda con el blanco cabello pulcramente
peinado y la esbelta figura envuelta en un vestido de seda con botones de
bronce en forma de hojas. De un vistazo, hasta alguien sin especiales
conocimientos acerca de la moda habría comprendido que la mujer no había
comprado aquel vestido en una tienda de ropa de confección y ni siquiera en
Needless Markup o Saks, templos de la elegancia. Se lo habrían
confeccionado a la medida en una lujosa casa de alta costura de París o
Nueva York, con un diseñador revoloteando en segundo plano.
—Aunque a lo mejor fue Shakespeare quien le enseñó que la vida era
barata y la muerte todavía más —prosiguió diciendo la mujer—. Me refiero
al pueblo que lleva ese nombre, no a las obras de teatro.
Me tendió la mano. Era la de una anciana rica de toda la vida con la
marfileña piel estriada de abultadas venas azules y las uñas perfectamente
pintadas con un esmalte de suave color rosado.
—Soy Athenaide Preston. Por favor, llámenme Athenaide. Y usted es la
doctora Katharine Stanley, ¿verdad?
—Sí, y si yo la llamo Athenaide, usted tendrá que llamarme Kate.
—Dejémoslo en Katharine. —Su mirada se desplazó a Ben,
estudiándolo tal como me imagino que hubiera estudiado a un purasangre—.
Y su amigo, ¿cómo se llama?
—Ben Pearl —contesté.
—Bienvenido a Shakespeare, Benjamin Pearl. Vamos a ver qué es lo
que puedo recordar. —Dio unos pasos y señaló un rincón de la parte de atrás,
con una mancha oscura todavía en la pared—. Un hombre llamado Bean
Belly Smith mató allí al hijo de la dueña de la casa en el transcurso de una
disputa por un huevo. Al chico le habían servido uno en el desayuno, junto
con una galleta y un poco de tocino; a Bean Belly no le sirvieron nada. Unos
comentarios acerca del comportamiento de la señora de la casa indujeron al
hijo a desenfundar la pistola, pero Bean Belly fue más rápido y el chico
murió con un huevo en el estómago, bien salpimentado con plomo. —Se
volvió a mirarnos con una cuidada ceja enarcada y una perversa sonrisa—.
¿Les apetece comer algo?
—No, gracias —dije—. Si pudiéramos ver los papeles de Granville, no
le robaríamos más tiempo.
—Conozco su trabajo, Katharine. Soy una gran aficionada. Y el respaldo
de Maxine es una gran ayuda. Sin embargo, no la conozco personalmente y
no le abro mi cofre de los tesoros a nadie que no conozca.
«Pero ¿quién se ha creído que es? —pensé—. ¿Un genio del desierto?
¿Mi hada madrina? ¿Una muñeca katsina de los indios hopi caída de las
nubes? Dios Todopoderoso, ¿acaso tengo un imán que atrae a los chiflados?»
Pero asentí con la cabeza.
—Venga conmigo entonces.
Saliendo de nuevo fuera, se encaminó hacia la destartalada hilera de
edificios del final de la calle.
Ben apoyó una mano en mi hombro.
—Kate. Nos podrían tender una emboscada.
—Usted dijo que nadie nos seguía.
—Dije que no vi a nadie.
—Si quiere considerar roto su contrato e irse, váyase. Tal como me dijo,
eso es lo que hay. Pero tengo que ver los papeles de Granville.
Me volví y alcancé a Athenaide. A mi espalda, Ben lanzó un suspiro y
me siguió.
Al final de la calle, Athenaide rodeó la fachada lateral de un largo
edificio, bajando por un camino que atravesaba unos arbustos de mezquite. El
desierto se volvió más lujuriante y más esculpido y el camino de tierra dio
paso a un sendero embaldosado. De repente, doblamos una esquina y salimos
a una terraza con grandes macetas de barro llenas de floridas buganvillas de
color rojizo. Dos fuentes de estilo italiano llenaban el aire con el suave
murmullo del agua.
Sin embargo, fue la vista la que me dejó sin aliento. La terraza estaba
cortada a pico sobre un profundo barranco y la llanura que se desplegaba a
nuestros pies parecía extenderse a lo largo de unos ochenta kilómetros
formando una ondulada alfombra de tonos canela, marrón y rosa, salpicada
aquí y allá con pálidas y polvorientas manchas verdes. El vapor producido
por el calor ya se estaba elevando hacia un cielo inmaculadamente azul. En
lontananza, hacia el norte, una pequeña hilera de colinas atravesaba la tierra,
elevándose de izquierda a derecha como si una inmensa criatura estuviera
saliendo de su madriguera para atrapar el sol.
—¿Me puede decir dónde está? —preguntó Athenaide, ladeando la
cabeza—. La respuesta correcta no es Nuevo México.
Me volví hacia la casa. Desde allí, el edificio no guardaba ningún
parecido con la destartalada fachada que habíamos visto desde la calle. Era
un palacio barroco en miniatura.
—¿O sea que la fachada de la calle es de pega?
Athenaide se echó a reír.
—Todo el pueblo es de pega. ¿No lo sabía usted? Su nombre original
era Ralston, en honor del presidente del Banco de California. El pueblo se
arruinó por culpa de una estafa relacionada con una mina de diamantes, a
resultas de lo cual varios grandes magnates se lanzaron desde las altas
ventanas a la calle. Un escándalo nacional e internacional. El coronel William
Boyle compró el pueblo en 1879 y le cambió el nombre para poder seguir
estafando de forma menos espectacular pero sin tomarse un respiro a
compañías mineras tanto del este como del oeste. Buscaba un nombre que
evocara clase y cultura y se le ocurrió Shakespeare. Se le fue un poco la
cabeza, pero, sí, la fachada de la calle de este edificio es de pega. Aunque los
demás edificios de Stratford Avenue son reales, si por ello se entiende que
formaban parte ya desde el principio de este pueblo de pega.
—¿Por qué comprar un pueblo que usted desprecia por ser una
impostura? —preguntó Ben.
—Mis padres eran diseñadores de moda en la época dorada de
Hollywood. Vestían a las grandes estrellas y yo me dedicaba a observar.
Bette Davis me dijo una vez que todas las grandes actrices eran impostoras.
—Hizo un amplio gesto con las manos—. Me encantan las imposturas.
Dejé de prestar atención a su cháchara y me concentré en el edificio.
Construido en piedra cuidadosamente labrada, a través de sus altas ventanas
se contemplaba el espléndido panorama. Tres gabletes festoneados adornaban
su inclinado tejado de pizarra. A ambos lados se elevaban unas torrecitas de
cobre de color verdoso por efecto de la intemperie. En el centro, lo que había
tomado por el campanario de una iglesia parecía una fantasía de pastel de
bodas, con cúpulas, columnas y grecas, rematada por un chapitel. Por debajo
de todo aquello, una arcada conducía a un patio interior flanqueado por
estatuas clásicas de Neptuno blandiendo su tridente y Hermes calzado con sus
sandalias aladas.
Cerré los ojos.
—Conozco este lugar.
—Me lo imaginé —dijo Athenaide.
—¿Ha estado usted aquí? —me preguntó Ben.
—No —contestó Athenaide, respondiendo por mí—. Pero apostaría un
reino a que ella ha estado en su homónimo.
Abrí los ojos.
—Elsinore.
Me miró sonriendo.
—Más concretamente, el castillo de Kronborg, en Helsingor, en el
Oresund.
Pronunció las vocales escandinavas como si fuera una nativa.
—Dinamarca —le expliqué a Ben.
—La casa de Hamlet —agregó Athenaide.
Entró en el patio y la seguí.
—¿Ha construido usted una reproducción de Elsinore en el desierto de
Nuevo México? —pregunté con la voz quebrada por la incredulidad.
Deteniéndose delante de una ornamentada puerta abierta, nuestra
anfitriona se rió.
—No una reproducción sino un pequeño hommage.
—¿Por qué?
—Los daneses no quisieron venderme el original. —Me hizo señas de
que entrara—. Usted primero.
Una vez más, Ben me asió por el brazo, pero me zafé de su presa y
entré.
Nos encontrábamos en una larga galería con un suelo ajedrezado de
baldosas de mármol blancas y negras. En las blancas paredes de uno de los
lados colgaban enormes lienzos con voluptuosas escenas que parecían obra
de antiguos maestros de la pintura. En el otro lado había grandes vitrales con
forma de rombo enmarcados.
—Todo recto y doblando por la esquina a la derecha —señaló Athenaide
—. Deténganse —ordenó. Me volví y la vi de pie con los brazos cruzados, de
espaldas a la alta puerta de doble hoja—. Una pregunta aclarada, faltan dos.
¿Por qué siente tantos deseos de ver los efectos personales de Jeremy
Granville, otrora residente en Tombstone, hasta el punto de que no ha dudado
en recorrer mil doscientos kilómetros de noche, a velocidades que ningún
representante de la ley habría permitido?
¿Qué podía decir? ¿Que lo había hecho porque a Roz le interesaba y
ahora ella estaba muerta? Carraspeé.
—Me interesa Hamlet y Granville interpretó una vez el papel de Hamlet
por una apuesta.
—Una respuesta aceptable, aunque insincera. A mí también me fascina
Hamlet, y ello justifica en un cincuenta por ciento el motivo por el cual
compré los efectos personales de Granville. Pero, como es natural, ésta no es
la razón por la cual estoy interesada en él en este momento, y estoy segura
que en su caso ocurre lo mismo. Pero vale como respuesta. —Se volvió y
empujó solemnemente las hojas de la puerta—. Bienvenidos al Gran Salón.
Decir «grande» era quedarse corto, incluso en un palacio. La estancia
era una inmensa sala cuadrada dividida en dos por un impresionante arco
cuya piedra estaba labrada en una mellada trenza. Arriba, cerca del techo de
madera, unos arcos más pequeños se abrían a una galería que rodeaba todo el
perímetro. Una luz dorada se derramaba hacia abajo en torrentes tan espesos
como la miel. A nivel del suelo, más ventanas traspasaban las paredes, pero
las ventanas eran estrechas y las paredes muy gruesas, por lo que zonas
sombrías se concentraban en los espacios intermedios, en los que las paredes
estaban cubiertas con tapices que representaban pálidos unicornios y damas
tocadas con altos capirotes.
—Eso no es Elsinore —insinué.
—No.
Bajo nuestros pies, el reluciente suelo de madera estaba cubierto de
espliego y romero, que emanaban su perfume cuando los pisábamos.
Athenaide permanecía de pie mirando hacia la parte superior de la pared
que había a mi derecha. Me volví para ver qué estaba mirando. Por encima de
la repisa de una chimenea lo bastante grande como para que se pudiera
quemar en ella una secuoya, colgaba un cuadro que, bajo la extraña luz,
resplandecía en tonos verdes y dorados. Una mujer de pálido rostro envuelta
en un vestido largo de brocado flotaba boca arriba en un estanque cuyas
aguas estaban sembradas de flores rojas y moradas. Ophelia, pintada en el
momento de su muerte por sir John Everett Millais.
Era una pintura al óleo, no un grabado, absolutamente exquisita en todos
sus detalles, incluyendo la extraña forma y los complicados adornos del
marco dorado. Era tan exquisita que, por un instante, me pregunté si
Athenaide habría adquirido el original.
—Siempre me ha encantado este cuadro.
Me acerqué, parpadeando. A mí también. Ella —siempre pensaba en el
cuadro como si éste fuera la propia Ophelia— era una de las grandes obras
maestras del arte prerrafaelita. Pero habría tenido que estar en la Tate de
Londres. Lo sabía. Desde que había empezado a preparar la puesta en escena
de Hamlet, la había ido a ver muchas veces, caminando bajo la frondosa
sombra de la orilla del Támesis antes de entrar en la larga sala de color rosa a
la hora del crepúsculo donde ella reinaba en su acuosa corte entre dos
pinturas de mujeres ataviadas con llamativos vestidos azules. La propia
Ophelia se mostraba curiosamente exangüe y casi parecía desvanecerse en la
transparencia, pero el mundo en el cual flotaba resplandecía en un
esplendoroso y desafiante color verde.
Hacia un lado, oí abrirse una puerta. Me volví, sorprendida; no había
visto ninguna otra puerta salvo la de la entrada principal. Los tapices se
movieron y detrás de ellos apareció una corpulenta mexicana, portando una
bandeja con un servicio de café de plata.
—Ah, es Graciela —dijo Athenaide—, que nos trae unos regalos.
Graciela cruzó la sala y depositó la bandeja en la mesa. Después se
volvió y, levantando el brazo derecho, me apuntó. En su manaza empuñaba
una negra y pequeña pistola de morro achatado que parecía un juguete
infantil.
La miré parpadeando. Ben también había sacado su arma. Pero no
apuntaba a Graciela; su pistola apuntaba directamente al pecho de Athenaide.
—Baje su arma, señor Pearl —le dijo ésta.
Él no se movió.
—La testosterona —dijo Athenaide, lanzando un suspiro—. Qué
hormona tan aburrida. Ahora va de estrógenos. Nunca se sabe qué es lo que
pueden desencadenar. Me temo que tengo una Glock veintidós hundida en los
riñones de Katharine.
Con cara de asco, Ben se agachó muy despacio y depositó su pistola en
el suelo.
—Gracias —dijo Athenaide.
Graciela recogió el arma. Y después Athenaide formuló su tercera
pregunta.
—¿Asesinó usted a Maxine Tom?
23

Sentí náuseas. ¿Que si había asesinado a Maxine?


No era posible. Ella había abandonado la biblioteca y se había ido a su
casa para leerle un cuento a su hijo a la hora de acostarlo. Las ventanas
estaban a oscuras cuando yo me había alejado del teatro.
Me costaba respirar. El asesino había estado allí. Yo había percibido la
mirada de sus ojos. Le había oído desenvainar una espada... ¡Dios mío! ¿Lo
habría guiado yo hasta Maxine y después me había ido mientras él la
mantenía cautiva y aterrorizada?
—Katharine, ¿asesinó usted a la profesora Tom?
—No —contesté con voz pastosa—. No. —No la había puesto en
guardia. No le había insinuado el menor peligro—. ¿Qué ha ocurrido?
—Mucho no pudo tardar —recitó Athenaide—, pues la ropa empapada
de agua apartó a la desventurada de su melodioso canto y la arrastró a una
cenagosa muerte... Unos espectadores la encontraron anoche flotando en el
estanque de las carpas del Archivo con el cabello ondeando sobre la
superficie como el de una sirena y la falda extendida a su alrededor.
Ahogada.
Se había transformado en Ophelia.
—Mandé construir ese jardín como un homenaje a Millais —dijo
Athenaide—. No como una incitación a un asesinato.
El estanque del cuadro con juncos y musgo salpicado de florecitas
blancas —e incluso el gigantesco sauce de la esquina— mostraba un
misterioso parecido con el estanque del Archivo. Maxine. La vivaz y resuelta
Maxine. Tras un prolongado y trémulo suspiro, intenté serenar mi voz.
—Sabía que un asesino me seguía la pista y no la avisé. Ha muerto por
mi culpa. Pero yo no la he matado.
Athenaide se volvió para mirarme a la cara. Lentamente asintió con la
cabeza y después se guardó la pistola.
—Es lo que yo pensaba. Pero tenía que estar segura. Tendrá que
perdonarme la crudeza de mi método.
—Puede que también la haya puesto a usted en peligro. Nos han seguido
parte del camino hasta aquí.
Ben me interrumpió y se dirigió a Athenaide.
—¿Cómo se enteró del asesinato?
—Por el Departamento de Policía de Cedar City. Mi número es el último
que marcó Maxine.
—¿Les dijo que íbamos a venir aquí?
Los ojos de Athenaide se posaron suavemente en Ben.
—Los intereses de la policía no siempre coinciden con los míos. Aunque
creo que vendrán a hacerme una visita más pronto que tarde. Un detalle que
merecería la pena tener en cuenta. —Se volvió hacia Graciela—. Creo que
eso es todo, gracias —le dijo con una breve inclinación de la cabeza.
Frunciendo los labios con expresión de reproche, la mujer depositó la
pistola de Ben en la bandeja y se retiró.
—El arma le será devuelta, señor Pearl, cuando abandone esta casa —
anunció Athenaide. Después se volvió hacia mí—. Los papeles de Granville
tienen algo que ver con todo lo que está pasando. Rosalind Howard los quería
y ahora ha muerto. Después viene usted por ellos y muere Maxine. ¿Por qué?
No tenía nada que ofrecerle a cambio más que la verdad. Apreté con
fuerza la obra de Chambers.
—¿Le suena de algo el nombre de Cardenio?
—¿La obra perdida?
—Por favor, Athenaide. Déjeme ver los papeles de Granville.
—Cardenio —dijo ella, como si estuviera saboreando la palabra. De
repente, se acercó a un pequeño teclado que formaba parte de una caja fuerte
encastrada en la pared y tecleó una clave. Un escáner biométrico se desplegó
ante ella y colocó un dedo bajo la lente de lectura. Se oyó el clic de una
cerradura y se percibió una pequeña ráfaga de aire cuando se abrió la caja
fuerte. Athenaide tomó una delgada carpeta de color azul y la llevó a una
mesa cuadrada de gran tamaño que había en el centro de la sala—. ¿Supongo,
puesto que conoce Hamlet, que ha leído lo que hay en el Archivo acerca de
Granville?
Asentí con la cabeza.
—Cuando se marchó de Tombstone, dejó una muda de ropa y unos
cuantos libros. No dejó papeles.
—¿Ninguno?
—Ninguno que él supiera. Pero se recibió una carta después de su
desaparición y la dueña del burdel en el que él se hospedaba, la conservó.
Blonde-Marie, se llamaba, y también Gold Dollar. Es la tatarabuela de la
señora Jiménez, aunque ella sea un poco reacia a comentar la antigua
profesión de su antepasada. Blonde-Marie jamás abrió la carta.
Athenaide sacó un viejo sobre con un garabato en desteñida tinta
morada. El sello era británico; el matasellos era de Londres. La parte superior
estaba rasgada.
—Pero ha sido abierta.
—La semana pasada —corroboró Athenaide—. Lo hizo alguien que
ambas conocíamos.
Sacó un par de blancos guantes de algodón de los que se usan en los
archivos.
—¿La abrió Roz?
—Si con esta horrible palabra que parece un zumbido se refiere usted a
la profesora Rosalind Howard, la respuesta es sí. —Sacó una hoja de papel de
color marfil y la desdobló cuidadosamente—. Les prometió a los Jiménez un
montón de dinero a cambio, pero después se fue, diciendo que Harvard
asumiría el gasto. Cuando me presenté talonario en mano tres días después,
los Jiménez llegaron a la conclusión de que ya habían esperado demasiado.
Se apartó un poco y me indicó por señas que me acercara a la mesa.
—Léala, por favor. En voz alta.
La escritura era tan delicada como unas patas de araña deslizándose por
la página.
—La escribió una mujer —dije levantando los ojos.
Ben también se había acercado. Athenaide asintió con la cabeza.
Empecé a leer.

20 de mayo de 1881
Hotel Savoy, Londres

Mi queridísimo Jem:

Hice una pausa. «Jem» era un antiguo diminutivo británico de Jeremy. A


los únicos hombres a los que una dama victoriana se podía dirigir utilizando
un cariñoso diminutivo infantil eran a sus hermanos, a sus hijos y a su
marido.
Ahora que se acerca el día en que una vez más volveremos a
contemplarnos el uno al otro, la ansiedad se enrosca a mi alrededor como si
fuera una lujuriante enredadera de las más profundas selvas del Congo...

El florido lenguaje estaba lleno de las indirectas y sensuales


insinuaciones propias de los Victorianos, lo cual significaba que el tal Jem no
era ni hermano ni hijo. ¿Sería el marido?

Siguiendo tus instrucciones, he ido a Londres para averiguar la clase de


conexiones que puede haber entre Somerset y la familia Howard. Creo que
encontrarás, tal como yo lo he hecho, que los resultados son de lo más
intrigantes, aunque desgraciadamente sórdidos. Voy a utilizar mi pluma
femenina con tanta audacia como para describirlos con la misma franqueza
con que lo haría un hombre simplemente para facilitar información y espero
que tú los leas con este mismo espíritu.
Al principio pensé que «Somerset» se refería, al condado, lo cual me
llevó a unas Cumbres de Frustración, tan estériles como el Hielo Polar. Sin
embargo, un comentario casual de un bibliotecario me indujo a acudir
corriendo a la Guía Debrett y a repasar los árboles genealógicos de la
aristocracia. Allí averigüé que en tiempos del rey Jacobo hubo un condado
de Somerset y que el apellido de la familia del conde de Somerset era Carr,
un apellido que no pudo por menos que despertar mi curiosidad.

—Carr —ronroneó Athenaide—. Cardenio. —Me miró con la cara muy


seria—. Francamente curioso.
Seguí adelante. Los frecuentes subrayados conferían a la prosa un cierto
aire de veleidosidad.

Además, ¿a que no te imaginas? ¡Su condesa era una Howard de


nacimiento! Frances se llamaba la pobre señora. Era la hermana de la
última aunque no insignificante persona de la condesa. Theophilus, lord
Howard de Walden, a quien estuvo dedicada la primera versión en inglés de
«Don Quijote».

—El Quijote —susurró Ben—. ¿Es eso cierto?


Asentí con la cabeza, echando un vistazo al texto y resumiéndolo
mientras lo leía. La historia de Frances Howard y el conde de Somerset era
tan sórdida como se había anunciado y, a grandes rasgos, la mujer que
escribía a Jem la había captado debidamente.
Frances Howard era una belleza rubia, la orgullosa y consentida hija de
una de las más orgullosas y voraces familias de la historia inglesa. Cuando
Robert Carr empezó a cortejarla, era la condesa de Essex por el matrimonio
contraído seis años atrás con el conde de Essex. Carr también era rubio y
apuesto, pero no era más que un terrateniente escocés venido a menos hasta
que llamó la atención del rey al caer del caballo y romperse una pierna. El
monarca se enamoró de él, lo cubrió de títulos y riquezas y estaba tan
encaprichado con él como una dama con su perrito faldero.
—¿Y qué ocurrió cuando el rey descubrió el interés de su amante por la
condesa? —preguntó Ben.
—Las mujeres no le infundían celos —contesté—. De hecho, el rey
Jacobo animaba a sus favoritos a que se casaran. Por consiguiente, cuando se
enteró del capricho de Carr por Frances, el soberano decidió que su amado
Carr conseguiría lo que quería por mucho que le costara. Y lo que costó fue
una anulación del primer matrimonio de Frances; ésta y su familia insistieron
en ello. El monarca manipuló a la comisión investigadora, pero, aun así, tuvo
que insistir mucho. En cuanto se logró la anulación, el rey elevó el título de
Carr desde el simple vizcondado al condado de Somerset, de tal manera que
Frances no sufriera un menoscabo en su categoría. La boda que se celebró a
continuación fue casi tan fastuosa como una boda real. Y dicen que el rey —
añadí, incluyendo un detalle que la autora había omitido— se reunió con los
recién casados en su lecho a la mañana siguiente.
—Una historia de la que sentirse orgulloso —dijo Ben—. Piense en
todas las molestias que se hubiera podido ahorrar Enrique VIII si hubiera
casado a Ana Bolena con otro y después se hubiera reunido con ella y su
marido para darse un revolcón a tres bandas cada vez que le hubiera
apetecido.
—Enrique necesitaba herederos —terció Athenaide—. Jacobo, no.
—El rey tuvo suerte de no interponerse en el camino de Frances —
comenté—. Y también la tuvo Essex. Carr, que para entonces ya era el conde
de Somerset, tenía otro amante, que sí se interpuso en su camino o, por lo
menos, lo intentó. Frances consiguió, mediante tortuosos procedimientos, que
su rival fuera enviado a la Torre de Londres y después, en una muestra de
benevolencia, le envió un cesto de tartaletas de fruta.
—La Reina de Corazoncitos hizo unos pastelitos —entonó alegremente
Ben.
—Y los roció con veneno —precisé—. El pobre hombre murió en medio
de horribles tormentos. Frances se declaró culpable de asesinato en la Cámara
de los Lores; Somerset se declaró inocente, pero fue condenado. Ambos
fueron sentenciados a muerte, pero el rey les conmutó las penas por la de
cadena perpetua. Fue el mayor escándalo de la época jacobina.
—Cosas de la vieja y deliciosa Inglaterra —dijo Ben—. ¿Y éstas son las
personas que Granville quería que la autora de la carta investigara? ¿Guardan
alguna relación con Shakespeare?
—No que yo sepa. Pero como sí la guardan con Don Quijote y, por
consiguiente, con la historia de Cardenio, tal vez sí están relacionadas con
Shakespeare.
—Siga leyendo la carta —me instó Athenaide.

Lo que parece prometedor para nuestro trabajo, y espero que tú estés de


acuerdo, es la curiosa geometría de su triángulo amoroso con Essex.

Athenaide me tocó el brazo.


—¿La historia de Cardenio es un triángulo amoroso?
La miré a regañadientes a los ojos.
—Sí.
—¿No le parece entonces que tiene sentido que Cardenio represente a
Carr, conde de Somerset, y su trío amoroso con Essex y la condesa?
—No —contesté más bruscamente de lo que quería. Traté de explicarlo
—. Si el juguete del rey se llamara Carr y usted fuera tan temeraria como para
querer representarlo en el escenario, el nombre de «Cardenio» sería el último
que elegiría. Es lógico. Pues es peligroso.
—¿Y usted cree que Shakespeare era un hombre que temía el peligro?
—Cualquier persona sensata temería el carácter vengativo de un rey del
Renacimiento —repliqué—. El mayor problema que plantea su sugerencia es
el de que no todos los triángulos son iguales. El triángulo del relato convierte
a Cardenio en el primer y único amor verdadero de la dama y lo enfrenta a un
intruso traidor. Por otra parte, la historia dice que el primer marido de
Frances Howard era un presuntuoso impotente que ni la amaba ni quería
dejarla libre. Carr representaba al recién llegado que la salvaba de un
matrimonio que era poco más que una estéril prisión.
—¿Essex era impotente? —preguntó Ben.
—¿Quién sabe? Pero el conde que estaba al frente del clan, no sé muy
bien si se trataba del tío o del tío abuelo de Frances, llamaba a Essex «milord
el castrado».
Athenaide entornó los ojos.
—Ustedes vinieron aquí esperando encontrar algo acerca de Cardenio y
ahora surge una teoría. ¿Por qué tantas prisas en rechazarla?
—No hemos venido a buscar algo acerca de Cardenio.
Me miró y luego miró a Ben.
—¿Cómo dice? —me preguntó volviéndose de nuevo hacia mí.
Sentí el reproche de Ben amontonarse contra mí en fríos ventisqueros,
pero me hacía más falta la aprobación de Athenaide.
—No hemos venido para encontrar algo acerca de la obra. Hemos
venido a buscar la obra propiamente dicha. Granville decía que tenía una
copia del manuscrito.
Se produjo un breve silencio. Una pequeña arruga se formó en la frente
de Athenaide.
—¿Y usted cree que la podrán encontrar?
La fuerza de su codicia era casi palpable.
—Roz creía que podría.
—¿Cómo?
—No lo sé. Pero no tratando de establecer una conexión con los
Howard. Estoy casi segura de que eso no tiene ninguna importancia, de lo
contrario, Granville no habría intentado desarrollarla después de haber
encontrado la obra.
Athenaide ladeó la cabeza, pensativa. Después parpadeó y dio un paso
atrás.
—Termine de leer la carta.

Estoy bastante satisfecha de mí misma por haber conseguido establecer


esta primera serie de conexiones. Suaviza por lo menos el dolor de tener que
informar de que he fallado por completo en la segunda. No consigo entender
qué clase de relación familiar pudo haber entre el conde y el poeta. Me
gustaría que tú me dijeras qué te indujo a pensar que eran familia.

«A mí también», pensé.
—¿Granville pensaba que Shakespeare y los ponzoñosos Howard
estaban emparentados? —preguntó Ben.
—Eso no lo es todo —observé, inclinándome hacia delante—. Al
parecer, sugirió alguna especie de relación con un sacerdote. Un sacerdote
católico.
—Pero eso era jugar con fuego, ¿verdad? —preguntó Ben.
Asentí con la cabeza.
—Por el hecho de asociarte con sacerdotes lo podías perder todo: los
medios de vida, las tierras, todo lo que tenías, incluso la custodia de tus hijos.
Si pensaban que estabas confabulado con los jesuitas contra la reina, podían
acusarte de traición y ahorcarte y descuartizarte. Aun así, la autora de la carta
dice que lo del sacerdote tiene sentido si se compara con los Howard.
Ben se inclinó sobre mi hombro.
—¿Y si Granville era un chiflado?
—Convenció al profesor Child. Escuche esto:

Quizás el profesor Child te podrá aclarar mejor las cosas. Tengo que
confesar que me sorprende su vehemente deseo de visitarte, aunque también
me alienta. Seguro que no se tomaría tantas molestias si no pensara muy en
serio que tu descubrimiento podría ser auténtico.

El profesor Child, que no era precisamente un aficionado a los chismes,


tenía previsto visitar personalmente a Granville. En Tombstone. Desde
Massachusetts. Un viaje que no se podía emprender a la ligera en 1881.
Eché un rápido vistazo al resto de la carta y vi que no era más que
cháchara insignificante. La autora de la carta terminaba con una cita de
Shakespeare doblemente subrayada.

Los viajes terminan con el encuentro de los amantes, bien lo saben todos
los hijos de los sabios .
Valoro tus cartas como si hubieran sido enviadas por mi más preciado
joyero,
Ophelia Fayrer Granville
«Ophelia», pensé con una punzada de angustia.
—Las Ophelias se están multiplicando como malditos conejos —dijo
Ben.
—Ésta no —observó Athenaide—. Pobre mujer. Su amante jamás
regresó a casa.
—Su marido —comentó Ben—. Firma como Granville.
—Ella guardó sus cartas —tercié—. Y eso es lo que importa. La pista
que nos lleva a Jeremy Granville pasa por Ophelia.
—Tenemos que encontrarla —sentenció Athenaide.
—Y también las cartas —añadí.
—¿Usted cree que todavía existen? —preguntó Ben.
—Creo que Roz lo creía.
Ben examinó el sobre.
—No se trata tan sólo de que el sello sea británico —dijo—. Su forma
de expresarse también lo es. Y el tono que utiliza. Simplemente suena
británica.
—Escribía desde el Savoy —maticé—. Lo cual significa que no era
londinense. Tenía dinero, pero no muchos contactos en Londres, de lo
contrario se hubiera hospedado en casa de alguien. —Meneé la cabeza—. Así
no podía llegar muy lejos.
—Hay una posdata en el reverso de la carta —señaló Athenaide.
En efecto, Ophelia había añadido dos frases a toda prisa, al parecer, tras
haber doblado la carta para echarla al correo.

La familia Bacon de Connecticut me acaba de dar permiso para


encaminar los papeles de la señorita Bacon ¡cuando vaya a reunirme
contigo! Escríbeme y dime exactamente qué quieres que busque.

Athenaide estaba contemplando el Millais de encima de la repisa de la


chimenea con una sonrisita en los labios.
—Supongo que ya ha tomado nota de la referencia a la señorita Bacon.
Ben nos miró sorprendido.
—¿Quién es la señorita Bacon?
—Delia Bacon —contesté llevándome las manos a las sienes—. Una
estudiosa del siglo XIX cuya obsesión por Shakespeare la llevó a la locura.
—¿Qué obsesión era ésa?
—Creía que William Shakespeare de Stratford no escribió las obras
teatrales cuya autoría se le atribuye —contestó Athenaide apartando los ojos
de la pintura para posarlos en mí.
Hubo un largo silencio.
—Eso es ridículo —dijo Ben. Al ver que ninguna de las dos decía nada,
añadió—: ¿Verdad?
—No es ridículo —repuse en tono pausado—. Delia Bacon era brillante.
En una época en que las mujeres solteras de cierta clase eran relegadas al
cuarto de los niños como institutrices, consiguió hacerse un nombre como
erudita. Se ganaba la vida como conferenciante en Nueva York y Nueva
Inglaterra, hablando de historia y literatura ante multitudes que agotaban
todas las localidades. Pero su pasión siempre fue Shakespeare, y renunció a la
carrera que tanto esfuerzo le había costado para dedicarse al estudio de sus
obras.
No podía permanecer sentada mientras contaba la historia de Delia
Bacon. Me levanté y empecé a pasearme por la estancia, deslizando la mano
por los tapices, que se agitaban a mi paso.
—Delia creía haber detectado una profunda filosofía entretejida en todas
las obras de Shakespeare —continué—. Mientras intentaba desentrañarla,
llegó al convencimiento de que el hombre de Stratford no podía haber escrito
algo tan sublime. Viajó a Inglaterra y se pasó una década sola en frías y
estrechas habitaciones, escribiendo el libro con el que pensaba demostrar su
teoría.
La mañana de Nuevo México entraba a raudales a través de una de las
arqueadas ventanas, derramando en el suelo delante de mí la radiante luz del
sol.
—Cuando se publicó finalmente su obra maestra, esperaba recibir
aplausos —proseguí—. Pero lo único que recibió fueron burlas y silencio. Su
mente no resistió la tensión. La internaron en un asilo y murió dos años
después en un manicomio sin volver a leer ni oír ni una sola frase de sus
amadas obras; su hermano prohibió que se pronunciara el nombre de
Shakespeare en presencia de ella.
—No es ridículo —concedió Ben—. Retiro lo dicho. Fue trágico.
—Pero aquí lo que interesa no es la locura de Delia —terció Athenaide
animada—, sino sus papeles. Si Ophelia escribió, solicitando verlos, eso
quiere decir...
—Eso quiere decir que tendríamos que buscar a Ophelia, y lo que ella
estaba investigando, entre los papeles de Bacon —sentencié.
—Deduzco que usted sabe dónde están —intervino Ben.
—En la Biblioteca Folger Shakespeare —contesté—. Justo a dos pasos
del Malí de Washington DC.
La Biblioteca Folger posee entre sus paredes de mármol blanco la
colección shakespeariana más importante del mundo. Es uno de los prodigios
que se construyeron con los beneficios derivados del oro negro que antaño
colmó hasta rebosar las arcas de la Standard Oil. Si algo guarda relación con
Shakespeare, la Folger lo quiere tener, y lo que quiere la Folger, de una u otra
forma, lo acaba consiguiendo. La biblioteca había adquirido los papeles de
Delia en algún momento de la década de 1960.
Los ojos azul porcelana de Athenaide se iluminaron.
—Qué suerte la mía, precisamente esta tarde tengo que asistir a una
conferencia en la Folger.
—Eso no será una coincidencia, ¿verdad? —le pregunté.
—Sí que lo fue el que usted llamara anoche interesándose por la carta de
Granville. —Athenaide se encogió de hombros—. Pero no lo fue el que yo
les invitara a venir a verla antes de irme. Pensé que, en caso de que todo fuera
bien, les podía pedir que me acompañaran. Se me ocurrió que el camino que
lleva a Ophelia tal vez pasa por los papeles de Bacon. Pero yo soy una
coleccionista, Katharine. No una estudiosa. Su ayuda me podría ser muy útil.
—¿Tiene la Folger un Primer Infolio? —preguntó Ben.
—¿Un Infolio? —Athenaide soltó un bufido—. No, señor Pearl. La
Folger tiene setenta y nueve Infolios. Aproximadamente un tercio de todos
los Primeros Infolios que se conservan, lo cual la convierte con mucho en la
colección más grande del mundo. El segundo lugar, un segundo lugar a
mucha distancia del primero, lo ocupa la Universidad Meisei de Japón, que
tiene doce, una cantidad que duplica ampliamente los cinco que conserva la
Biblioteca Británica. La Folger es la Zona Cero por lo que respecta al Primer
Infolio.
—Pues entonces será el primer lugar en que piensen Sinclair y el FBI
para tendernos una trampa.
—Tendrán el trabajo medio hecho —dijo Athenaide—, porque esta
noche se va a inaugurar allí un importante simposio en el que se exhibirán
varios de los Infolios. Tal vez le interese saber, Katharine, que el discurso
inaugural lo iba a pronunciar la profesora Howard. Su tema iba a ser Delia
Bacon.
Me senté.
Ben se acercó y se plantó delante de mí.
—Ir a la Folger es una locura. El ofrecimiento de Athenaide podría ser
una trampa —añadió bajando la voz.
—Si quisiera que los atraparan —dijo Athenaide desde el otro extremo
de la sala—, la policía ya estaría aquí. Les ofrezco la posibilidad de escapar y
dirigirse justo al lugar al que quieren ir. Y les puedo facilitar el acceso.
Ambos nos volvimos a mirarla.
—¿Cómo?
—Esta noche se celebrará una recepción en la Sala de Lectura, seguida
de una cena en el Gran Salón. Como financio el simposio, la biblioteca
recurre a los servicios de la empresa de catering que suele trabajar para mí.
Estoy segura de que podré convencer a Lorenzo de que incluya a dos
camareros más en su equipo. —Jugueteó con el arma que descansaba todavía
sobre la mesa delante de ella—. Hago muchos negocios en Washington DC.
Soy muy buena cliente.
—Pero, para poder entrar, primero tenemos que llegar —dijo Ben—. La
seguridad del aeropuerto...
—Tienen suerte de que no haya ningún servicio de seguridad en el
aeropuerto... municipal de Lordsburg. Pero es que, claro, no es gran cosa
como aeropuerto. Sólo una pista de despegue y aterrizaje y unos cuantos
hangares.
—¿Y por qué iba a hacer usted todo esto? —pregunté.
Volvió a guardar la carta en la carpeta y se levantó.
—Estoy tan interesada como usted en encontrar lo que el señor
Granville descubrió.
—Vámonos de aquí, Kate —me dijo Ben en tono apremiante.
En la distancia oí el chisporroteo de una sierra de cadena. El ruido se fue
intensificando y el ritmo sincopado se hizo más definido. De repente, lo
reconocí. Era un helicóptero.
—Supongo que son los representantes de la ley. —Athenaide se acercó a
una de las ventanas—. Me temo que el momento de marcharse ya ha pasado.
Hay una corriente en los negocios de los hombres que, si se aprovecha en la
crecida, conduce a la fortuna; si se descuida, toda la travesía de su vida
encalla en los bajíos y las miserias... ¿Qué elige, Katharine?
Era la frase preferida de Roz.
Miré a los ojos a Ben.
—La Folger —contesté.
24

—Tendrán que darme sus zapatos —dijo Athenaide.


—¿Por qué?
—Un pequeño juego de acertijos. La utilización del helicóptero sugiere
que la policía no se ha dejado caer por aquí para mantener una simple charla.
Imagino que sospechan que me está visitando un asesino de Utah. Si el FBI
se ha enterado y ha relacionado la muerte de Maxine con los incendios
shakespearianos, hasta es posible que conozcan sus nombres. En cualquier
caso, será evidente que alguien ha estado aquí. Por de pronto, aquí está su
automóvil, aunque me he tomado la libertad de mandar retirar sus
pertenencias.
«Los libros», pensé sobresaltada.
—Les serán devueltas —dijo ella fríamente—. Denunciaremos la
presencia de intrusos —añadió— y la policía encontrará unas huellas que
conducen hacia un lugar del desierto donde se sabe que los coyotes
abandonan a los inmigrantes ilegales que han logrado cruzar la frontera. Con
un poco de suerte, eso permitirá que la búsqueda no rebase el ámbito local,
por lo menos durante algún tiempo.
—¿Y, mientras tanto, salimos por la puerta principal? —preguntó Ben.
—Mi casa tiene muchas puertas, señor Pearl —contestó Athenaide con
una sonrisa socarrona en los labios.
Oí un ligero chirrido y apareció Graciela, moviéndose pesadamente
como un gnomo, justo en la entrada de la gigantesca chimenea. Tras ella, en
el lugar previamente ocupado por la parte posterior de la chimenea, vislumbré
la más absoluta oscuridad.
Nos señaló los pies con una mano.
—Los zapatos —exigió—. Dénmelos [7].
Para mi asombro, Ben se sacó los zapatos sacudiendo los pies, se agachó
para recogerlos y los sostuvo en alto para entregárselos; imité
inmediatamente su ejemplo y ella desapareció en la oscuridad del túnel.
Ben dio un paso al frente.
—Espere —dijo Athenaide—. Volverá.
Fuera, el rugido del helicóptero se intensificó.
Ben se inclinó para examinar el agujero abierto en la pared de la
chimenea manchada de hollín.
—Tremendamente ingenioso —constató.
—Antaño servía para esconder sacerdotes —precisó Athenaide.
—¿Un escondrijo de curas?
Yo ya había visto alguna vez alguno de estos escondrijos de curas. Eran
espacios reducidos ocultos debajo de escaleras. Ahora se exhibían detrás de
paneles de plexiglás en las casas inglesas antiguas. Pero jamás había visto
ninguno que se utilizara.
En tiempos de Shakespeare, Inglaterra era protestante por real decreto.
Que un inglés se ordenara sacerdote católico o que las familias inglesas los
acogieran en sus casas se consideraba un delito de alta traición. A principios
de su reinado, Isabel había pedido tolerancia a ambos bandos, pero sus
ministros temían que los católicos tuvieran intención de matar a la reina.
Cuando algunos de ellos fueron sorprendidos intentándolo, los lobos de
Isabel empezaron a perseguir a los hombres considerados responsables: los
sacerdotes. A su vez, los católicos ingleses comenzaron a esconder a los
santos varones en paredes huecas y grietas extrañamente tapadas, tal como la
hija del faraón había escondido a Moisés entre los juncos.
—Los mejores escondrijos no se pueden descubrir acercando el oído a
los muros en busca de espacios huecos o palpando las paredes en busca de
grietas. Hay que saber dónde están y cómo se abren las puertas. Mandé
construir éste inspirándome en uno de los mejores —dijo Athenaide—. El
original está tan bien aislado que se puede encender un crepitante fuego en la
chimenea sin correr el riesgo de achicharrar al cura.
—¿Y éste? —preguntó Ben.
—No hemos tenido ocasión de probarlo. Todavía.
—¿Quiere decir que todo esto es una improvisación?
—Variaciones sobre un mismo tema —contestó Athenaide.
Graciela apareció de nuevo justo en el momento en que el ruido del
exterior se convertía en un siniestro silencio.
—Síganme —ordenó.
Y no fue necesario saber español para comprender lo que nos había
dicho.
—Au revoir —dijo Athenaide.
Entramos y la puerta se cerró ruidosamente a nuestras espaldas. Por un
momento, permanecimos de pie en medio de la más absoluta oscuridad.
Después brilló una luz amarilla y Graciela empezó a avanzar con rapidez por
el túnel. A pesar de su voluminosa figura, era muy ágil. Tuve que hacer un
esfuerzo para no quedarme rezagada.
No sé qué esperaba, quizá no exactamente murciélagos, arañas, fango y
cadenas resonando contra las paredes, pero tampoco lo que encontré: un
pulcro pasillo de piedra limpio como una patena y lo bastante alto como para
que Ben pudiera caminar sin agacharse. Las luces, que funcionaban en
coordinación con sensores de movimiento situados por encima de nuestras
cabezas, se encendían a nuestro paso y luego se apagaban. De tal manera que,
de no haber sido por las puertas que cada tanto aparecían empotradas en las
paredes de piedra, habría experimentado la sensación de que estábamos
caminando sin movernos de sitio.
Avanzábamos dejando atrás puertas idénticas a ambos lados. El
pasadizo descendió un poco y después volvió a subir. Al cabo de un rato, se
curvó a la derecha. Debíamos de haber recorrido medio kilómetro cuando
llegamos al final del túnel. Una puerta cerraba el paso. No había ninguna
indicación, exceptuando un teclado numérico en la pared.
Graciela tecleó una clave y la puerta se abrió.
Permanecí de pie parpadeando a causa de la cegadora luz del desierto.
—Adelante —dijo Graciela, empujándonos hacia fuera.
Salimos al exterior.
—Adiós —nos dijo.
Y, antes de que pudiéramos movernos, la puerta se volvió a cerrar y una
piedra de gran tamaño se deslizó y ocupó nuevamente su sitio.
Me protegí los ojos con la mano y los entrecerré. Nos encontrábamos en
lo que parecía una torrentera seca, de pie en un saliente de piedra, detrás del
cual se levantaban unas rocas de gran tamaño. En una de las orillas había
mezquites y en el saliente descansaban dos pares de zapatos. Los de Ben y los
míos. Y, junto a ellos, la pistola de Ben.
Justo en aquel momento oímos el rugido del motor de un automóvil.
Tomamos nuestros zapatos, nos escondimos entre los mezquites y nos
tumbamos en el suelo. Un vehículo todoterreno de color bronce con los
cristales tintados apareció ante nuestros ojos avanzando muy despacio.
Mientras se adentraba dando bandazos en la torrentera y se apartaba del
saliente de roca, vi que era un Cadillac Escalade.
El cristal de la ventanilla del piloto bajó muy despacio.
—Ya pueden salir del escondite —canturreó Athenaide.
Minutos después circulábamos por una carretera asfaltada que
atravesaba un polvoriento barrio de casas prefabricadas con capillitas de
plástico en los porches en honor de la Virgen y de san Francisco.
—Bienvenidos al Aeropuerto Municipal de Lordsburg —dijo Athenaide
mientras se acercaba a la verja de una valla de tela metálica—. Aquí aterrizó
Charles Lindbergh. Es un sitio más antiguo que los aeropuertos de JFK y
O'Hare.
—El índice de crecimiento ha sido un poco menor —dijo Ben.
—Sirve sobre todo para los Cessnas de los granjeros locales y para los
pilotos particulares que saltan de aeropuerto en aeropuerto por todo el país —
dijo Athenaide—. O servía hasta el año pasado por lo menos.
Nos detuvimos al lado de una pista de despegue y aterrizaje y vi el
aparato de Athenaide. Era un jet —un Gulfstream V, me dijo Ben al oído— y
sus turbinas ya estaban girando y producían un fuerte rugido.
—Las pistas se tendrían que alargar —gritó alegremente Athenaide.

En el compartimento principal de la cabina del jet, Athenaide depositó la


carpeta con la carta de Granville encima de la mesa de conferencias. Apilados
en el interior de un cesto fijado a la mesa, encontré mis libros. Lo primero
que hice fue hojear el de Chambers. La ficha de Roz, la carta de Granville a
Child y las xerografías de los artículos de prensa seguían allí.
Hasta un jet como el de Athenaide tardaba cuatro horas para cubrir el
trayecto Nuevo México-Washington DC.
Ben inició la lectura de la historia de Cardenio en Don Quijote y después
se echó un sueño. Le mostré a Athenaide cómo encontrar una versión de La
doble falsedad en internet y bajársela en su ordenador portátil. Cuando Ben
terminó de leer la historia de Cardenio, le pasó el libro a nuestra anfitriona.
Con el volumen de Chambers descansando sobre mi regazo, miré por la
ventanilla, sintiéndome intranquila. Delia Bacon había sido poco más que una
nota a pie de página en mi tesis, pero lo poco que sabía de ella me había
intrigado. Cuando le dije a Roz que quería escribir la biografía de Delia, me
hizo desistir de mi propósito con un docto sermón acerca de mi futuro
profesional. Había una diferencia entre disponer de información sobre un
tema, es decir, alguien que está al corriente, y alguien que simplemente está
loco, y la gente empezaría a preguntarse si yo no sería una persona tan
controvertida como mis temas.
¿Por qué Roz me había apartado de Delia para después abalanzarse ella
misma sobre el tema? ¿Y cuánto tiempo llevaba en ello? Al final de aquel
sendero había una ciénaga de hirviente y verdoso rencor; la sentía brillar con
tenue resplandor en una cercana distancia. «Concéntrate en Ophelia», me
dije.
Sin embargo, excepto arrojar dardos a un atlas, poco podía hacer para
localizar a Ophelia y su escondrijo de cartas de Granville hasta que
llegáramos a la Folger. «Por favor, que no se hayan perdido», pensé.
¿Y el papel de los Howard? Le había dicho a Athenaide que la historia
de los Howard carecía de importancia, lo que era cierto en lo tocante a la
búsqueda de la obra. Pero cuando la encontráramos, si es que lo
conseguíamos, entonces, ¿qué?
Si la obra fuera buena, importaría un pimiento la razón por la cual se
hubiera escrito o para quién. Sería estúpida, cruel o hermosa por méritos
propios. Pero si no fuera tan buena —aunque La doble falsedad fuera mala
—, sus nexos con la espeluznante historia, podrían permitir que hasta una
historia mal contada resultara interesante.
Volví a leer las dos cartas: la de Granville a Child y la de Ophelia a
Granville. Juntas resultaban bastante claras. Jeremy Granville había
encontrado un manuscrito de Cardenio y algo en aquel manuscrito le había
inducido a pensar que la obra estaba ligada en cierto modo a los Howard y al
conde de Somerset. También pensaba que el autor estaba relacionado con «la
condesa», una dama que Ophelia Fayrer Granville identificaba con Frances
Howard, condesa de Somerset.
Shakespeare fue uno de los más grandes forjadores de sueños que jamás
han caminado bajo el sol y, sin embargo, apenas sabíamos nada de él. No
como soñador, en cualquier caso. No como narrador de historias. Cuatro
siglos de investigaciones sólo nos habían revelado que nació, se casó a toda
prisa, procreó tres hijos con una esposa a la que raras veces veía, invirtió en
inmuebles y evadió el pago de impuestos, fue demandado por sus vecinos y
después murió. De paso, publicó más de treinta obras —un puñado de ellas
consideradas las mejores que nunca se han escrito en cualquier idioma y
cualquier época— y algunos poemarios de exquisita y sublime factura.
Pero sus obras, a pesar de su inmensa fuerza, eran curiosamente
impersonales, como si el autor hubiera corrido de manera deliberada un
oscuro y a veces socarrón velo entre sus sueños públicos y sus sueños
privados. Se podían ver conexiones generales: el arco de sus intereses se
movía desde las historias de jóvenes amores del principio hasta las historias
de traiciones y amargura de la mediana edad que, al final de su vida, habían
culminado en historias de padres e hijas, redención y regeneración. Pilas de
libros y artículos establecían conexiones entre Hamlet y las muertes de
Hamnet, el hijo menor de Shakespeare, su padre y la reina que gobernaba
Inglaterra desde antes de que él naciera. Muchos más señalaban que en los
Sonetos, el triángulo de un poeta, una dama oscura y un joven dorado trazaba
los perfiles de una experiencia agridulce. Pero todo eran simples conjeturas.
Si el arte, tal como decía Hamlet, era un espejo de la naturaleza, las obras de
Shakespeare mostraban un reflejo de sí mismo más bien oscuro.
Pero ¿y si el manuscrito de Granville contuviera algo más que una obra
perdida? ¿Y si nos permitiera vislumbrar a Shakespeare el hombre?
A fin de cuentas, no sabíamos nada acerca de las personas a las que
había amado y acerca de la manera en que las había cortejado. De qué se
había reído con sus amigos. Qué provocaba su ira, qué le llenaba los ojos de
lágrimas o le encendía las venas con un melifluo resplandor de felicidad. En
el brillante y pomposo mundo del Londres isabelino, Shakespeare había
alcanzado en cierto modo la fama, consiguiendo mantenerse prácticamente
invisible. El hecho de descubrir una obra que lo implicara en uno de los más
espeluznantes escándalos de sexo y asesinato de su época —y no sólo como
observador, sino como protagonista, aunque en menor medida— sería como
encender de repente unos fuegos artificiales en una noche sin luna.
No era posible.
¿O sí lo era?
Debí de quedarme dormida porque me desperté mientras Athenaide me
sacudía suavemente por los hombros. Ya era hora de cambiarme, me dijo. Y
fue entonces cuando descubrí que había sacado del automóvil e introducido
en el avión no sólo nuestros libros sino también nuestro equipaje, y que yo no
sólo disponía de ropa limpia sino también de un dormitorio donde
cambiarme.
Cuidadosamente colocados en la sección superior de mi maleta,
encontré una falda negra y un fino top blanco. Al fondo de la maleta vi unos
zapatos de tacón bajo y talón abierto que pensé que me iban a sentar bien. Me
cambié, me recogí el cabello en un moño en la nuca, me prendí el broche de
Roz en el hombro y regresé a la cabina principal del aparato.
—Lorenzo —anunció Athenaide— espera a dos miembros más de su
equipo esta noche. La hija de unos amigos, Susan Quinn, y a su novio Jude
Hall.
No pude contener la risa.
—¿Cómo? —preguntó Ben.
Se había puesto unos pantalones negros y una camisa blanca.
—Las hijas de Shakespeare —dije— Susanna y Judith... Susan y Jude.
Susanna se casó con el doctor Hall y Judith se casó con un tal señor Quiney.
De ahí los apellidos de Hall y Quinn. Por lo menos ha invertido los apellidos.
—No es una buena idea —dijo Ben.
—Tenga un poco de sentido del humor, señor Pearl —lo regañó
Athenaide—. La relación le pasó desapercibida a usted.
—Pero a Kate no.
—La única persona que comprobará la lista de nombres de Lorenzo será
el guardia de la puerta de la entrada de servicio.
—Quien más que probablemente pertenecerá al FBI —replicó Ben.
—En tal caso, sus rostros plantearán más problemas que sus nombres.
Sobre todo, el de Katharine.
—Esto no es un juego —sentenció con severidad Ben.
—Puede que no —concedió Athenaide—. Pero reírse ante el peligro es
un signo de valentía.
—La seriedad tiene un índice superior de supervivencia —replicó Ben.
Pocos minutos después ya habíamos tomado tierra en Dulles, donde una
limusina negra nos estaba esperando. Después de Nuevo México,
Washington DC nos pareció tan verde como la Ciudad Esmeralda. Pero el
aire era espeso y desagradable, y el horizonte parecía una maraña de algodón
blanco grisáceo, claustrofóbicamente amontonada muy cerca de allí. Por
encima de nuestras cabezas sólo se podía ver un pequeño círculo de cielo
azul.
Cuarenta y cinco minutos después nos dejaron en las cocinas de la
empresa de catering. Tuve que encomendarle mis libros a Athenaide.
—Los cuidaré —me prometió—. Usted sólo preocúpese de entrar.
El propietario de la empresa de catering era un sujeto fornido de cabello
entrecano y bigote bien recortado. Cuando reía, sus carcajadas eran
operísticas. Nos entregó unas chaquetas blancas, nos presentó al resto del
equipo y todos nos apretujamos en el interior de una furgoneta de gran
tamaño. Poco después llegamos a la bombonera art déco de la Biblioteca
Folger Shakespeare, con su fachada de mármol blanco delicadamente labrada
con escenas de las obras del autor. Rodeamos el edificio y enfilamos una
calle que conducía a la entrada de servicio. Cuando habíamos descargado la
furgoneta, me pegué a un carrito de ruedas cargado de tantas bandejas que me
sobrepasaba en altura y tiré de él reculando en dirección a la puerta de
servicio. El guardia no vio de mí más que una chaqueta blanca y la parte
posterior de mi cabeza. Comprobó mi nombre —Susan Quinn— sin apenas
parpadear. Un momento después, oí que le franqueaba el paso a Jude Hall.
Ya estábamos dentro.
25

La entrada de servicio conducía al sótano. Ben había rechazado


categóricamente que nos viéramos con Athenaide en la Sala de Lectura,
alegando que el FBI habría infiltrado agentes entre los estudiosos.
Acordamos, en su lugar, reunirnos con ella en la Sala de los Fundadores, un
pequeño refugio en un apartado rincón de la planta principal. Ella se
encargaría de que pudiéramos utilizarlo aquella tarde como despacho privado,
nos dijo jovialmente.
El caos provocado por la necesidad de servir una cena oficial a ciento
cincuenta de los más destacados investigadores y patrocinadores de estudios
sobre Shakespeare facilitaba la tarea de abandonar con disimulo la cocina.
Doblamos por una esquina, nos quitamos las chaquetas blancas y las
empujamos al fondo de un carrito de la colada. Después atravesamos
rápidamente el pasillo y subimos la escalera que conducía al vestíbulo
principal. A esa hora del viernes estaba casi desierto. Al fondo, la puerta de la
Sala de los Fundadores estaba abierta.
A un lado de la escalera había un pequeño despacho que conducía a la
Sala de Lectura, junto a la puerta abierta, otro vigilante permanecía sentado
detrás de un mostrador. Ben me agarró del brazo hasta que oímos que alguien
abandonaba la Sala de Lectura e introducía la tarjeta de salida... No era un
medio de distracción demasiado bueno, pero probablemente no
dispondríamos de otro. Ben hizo una seña con la cabeza y, tras abandonar la
escalera, pasamos con la mayor naturalidad posible por delante de la puerta
donde estaba el vigilante, recorrimos el pasillo y entramos en la Sala de los
Fundadores.
Estaba desierta. Ben entornó la puerta y la cerró. Inicialmente construida
como refugio privado para los fundadores de la biblioteca, Henry y Emily
Folger, la estancia parecía un salón isabelino con paneles rectangulares de
oscura madera de roble, techo de vigas, relucientes suelos de maderas nobles
y ventanas emplomadas de cristal opaco. En el centro había una larga mesa
de madera labrada, rodeada por unas sillas de apariencia frágil en
comparación con el resto de la estancia. Un soberbio retrato de la reina Isabel
I presidía el conjunto.
Athenaide brillaba por su ausencia.
Mientras Ben recorría la estancia, contemplé a la reina. El vestido de
terciopelo rojo y raso acolchado de color marfil con incrustaciones de oro y
perlas que lucía realzaba su tez clara, sus bucles pelirrojos y sus ojos negros.
En una mano sostenía un tamiz, símbolo de su condición de Reina Virgen. El
pintor le había conferido un rostro capaz tanto de grandeza como de crueldad.
Ben estaba examinando una serie de puertas artesonadas que cerraban
una arcada de piedra cuando oímos un golpe en la esquina posterior
izquierda. Ambos nos volvimos.
A través de una puerta oculta en el rincón, el doctor Sanderson, el
bibliotecario de la Folger, irrumpió en la estancia sosteniendo unas hojas
sueltas de textos escritos a máquina.
—Confío en que esto sea... —empezó diciendo. Y después se detuvo en
seco junto al otro extremo de la mesa, desplazando la mirada de Ben a mí—.
Doctora Stanley —dijo en un asfixiado jadeo.
Un atildado caballero sureño de baja estatura con ligero acento
virginiano, dulces ojos oscuros de gacela y una fina y puntiaguda nariz. Su
tez de color avellana era tan pulida como una piedra de río y el ensortijado
cabello gris le circundaba la cabeza formando una tonsura típica de la
mediana edad, no muy distinta a la de Shakespeare. Era aficionado a las
pajaritas —la de aquella tarde era roja— y le gustaban los zapatos relucientes
que resonaban sobre los suelos de madera noble.
—El FBI dijo que era muy posible que usted viniera. ¿Cómo consiguió
burlar la vigilancia?
—Me colé por la entrada de servicio.
—Dudo que al FBI le haga gracia enterarse de su presencia —dijo en
tono cortante.
—Y yo preferiría que no se enterara. He venido a pedirle ayuda, doctor
Sanderson.
Se colocó las manos a la espalda y me estudió.
—Comprenderá que sea un poco reacio. Que yo sepa, doctora Stanley,
cada vez que usted ha aparecido por algún sitio últimamente, los Infolios han
mostrado una marcada tendencia a ser pasto de las llamas junto con los
edificios que los albergaban.
—Los Infolios del Globo y de Harvard no se han quemado —dije
tranquilamente—. Los han robado.
—¿Cómo?
—Setenta y nueve —aseveró Ben—. Es el número de ejemplares que
ustedes poseen, ¿verdad?
El doctor Sanderson se volvió hacia él.
—¿Y usted quién es?
—Hall —contestó Ben antes de que yo pudiera presentarlo—. Jude Hall.
Pegué un respingo, pero no vi en el rostro del bibliotecario ninguna
señal de que le hubiera llamado la atención el nombre que Ben le había dado.
Quizá porque no lo había oído junto al de Susan Quinn.
—En efecto, señor Hall —dijo el doctor Sanderson, arrastrando las
palabras más de lo que era habitual en él a causa de la indignación—. Es una
cantidad que exige una cierta responsabilidad.
—¿Los ha contado usted recientemente? —le pregunté.
Montó en cólera.
—Si está insinuando que un Primer Infolio podría haber desaparecido
sin que yo me enterara, debo decirle que aquí somos un poco maniáticos con
la vigilancia de las personas que tienen acceso a ellos.
—También lo eran en Harvard y en el Globo —observé.
—Además de nuestras medidas de seguridad normales —añadió el
doctor Sanderson—, el FBI lleva dos días aquí.
—Nosotros hemos entrado —dijo Ben.
—Pero, a lo mejor, lo tendrán más difícil para salir —replicó el
bibliotecario—. Sin embargo, entiendo lo que quiere decir. Si me disculpan,
quizá yo mismo haré el recuento.
—Espere —le espeté, interponiéndome entre él y la puerta de la esquina.
—¿Por qué me detiene —me preguntó— si, tal como han dado a
entender, se preocupan por la Folger y por la seguridad de nuestros Infolios?
—Necesito echar un vistazo a los papeles de Bacon.
—Pues, entonces, deduzco que esto no es para la señora Preston.
Dando un paso al frente, depositó el catálogo que sostenía en la mano
encima de la mesa.
«Delia Bacon. Papeles», se leía en la tapa.
—Por desgracia, ahora la Sala de Lectura está cerrada por la conferencia
y, si desean tener acceso a la cámara de seguridad, la respuesta es no. Sólo
los funcionarios de alto rango pueden acceder a ella.
—Usted es un funcionario de alto rango.
—¿Me está pidiendo que lleve a cabo la investigación en su lugar?
¿Ahora? —La exasperación crepitó en su voz—. Tal como usted ha
insinuado con toda claridad, lo que tengo que hacer es contar los Infolios.
—Lo que me trae aquí es más importante.
«Las palabras de Roz.» Me di cuenta mientras las pronunciaba.
—¿Más importante que velar por la seguridad de setenta y nueve
Primeros Infolios? —replicó.
—Busco un manuscrito.
Entornó los ojos.
—¿Qué clase de manuscrito?
—Uno de Shakespeare.
El silencio se interpuso entre nosotros.
—Menuda petición, doctora Stanley. Se parece usted a ella, ¿sabe? —
Señaló con la mano a mi espalda y me volví y vi a la reina Isabel—. Una gran
reina —añadió—, pero era capaz de mentir como un bellaco con tal de
conseguir lo que quería.
—Me he metido en una ratonera para pedirle ayuda, doctor Sanderson.
—Espero que eso no sea del todo cierto y que su meditabundo señor
Hall aquí presente disponga de un arma. En cualquier caso, si como dice no
es culpable de nada, la ratonera no está destinada a usted. Aunque supongo
que su búsqueda tiene algo que ver con la quema, o el robo, de los Infolios.
—No soy yo la que quema y roba. Pero estoy siguiendo la misma pista
que el ladrón. Quiero llegar al final antes que él. No le pido que haga algo
peligroso o equivocado. Lo único que necesito es un poco de ayuda para
seguir el rastro de una mujer.
Tomó una silla y se sentó junto a la mesa, cruzando las manos sobre el
catálogo.
—¿Qué puede ofrecer a cambio?
Permanecí de pie.
—Parte del mérito cuando lo encuentre.
—¿Y el manuscrito?
Su voz se tensó a causa del anhelo y la curiosidad.
—Pertenece a una biblioteca.
—¿Como la Folger?
No hizo el menor movimiento, pero se adivinaba la tensión.
Moví la cabeza lentamente en señal de asentimiento.
Empujó el catálogo sobre la mesa.
—¿Qué es lo que quiere?
—La mujer en cuestión escribió a la familia Bacon en 1881 y recibió
autorización para examinar los papeles de Delia. Confío en encontrar una
pista que me conduzca hasta ella.
El doctor Sanderson meneó la cabeza.
—Me temo que nuestros archivos no serán muy distintos de los que
tenía la familia.
Ben había tomado el catálogo y lo estaba hojeando.
—No se la cita en el catálogo —dijo dejándolo sobre la mesa.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó el doctor Sanderson.
—Ophelia —contesté.
—Muy apropiado para alguien que estaba investigando sobre una loca.
—Ophelia Fayrer Granville.
Al doctor Sanderson se le escapó un silbido.
—Usted busca la carta de Granville.
—¿La conoce?
—Sé de la existencia de una carta de Ophelia Granville en nuestra
colección, pero no la encontrará en el archivo Bacon. Le escribió a Emily
Folger, uno de nuestros fundadores, a principios de la década de 1930. La
señora Granville era hija del médico de Delia Bacon, el hombre que por
primera vez la mandó recluir en un manicomio. Dirigía un sanatorio privado
en Henley-in-Arden, cerca de Stratford.
—¿Del Avon?
—Pues claro que «del Avon». Si me refiriera a Ontario, lo diría.
Supongo que también querrá ver el broche.
¿El broche?
—El que ella le envió a Emily Folger junto con la carta. Lleva usted una
reproducción de él en su hombro. Reproducción de calidad museística,
exclusiva de nuestra tienda de regalos. ¿No lo sabía?
Prendido en mi blusa, el broche se me antojó súbitamente pesado.
¿Un broche acompañaba la carta? ¿Y había sido reproducido? Intenté
disimular mi sorpresa.
—Me lo dio Roz.
—No me extraña —dijo el doctor Sanderson—. A ella se le ocurrió la
idea de reproducirlo. —Se levantó, dejó la silla exactamente donde estaba
antes y tomó de nuevo el catálogo de Bacon—. Y ahora, si me disculpa,
tengo que contar setenta y nueve Infolios y localizar una carta. Me llevará
cierto tiempo, pero regresaré apenas termine. Mientras, permanezcan en esta
sala, el FBI no se enterará de su presencia por mí.
Se volvió hacia la puerta por la que había entrado.
—Una cosa más —pedí.
Se revolvió con impaciencia.
—Por si fuera poco, también tengo la inauguración de un importante
simposio dentro de veinte minutos. No creo que pueda hacer nada más.
—Este ladrón... no sólo roba e incendia. También asesina.
—Asesinó a la profesora Howard —corroboró él en un susurro.
Asentí con la cabeza.
—Volvió a asesinar anoche. A Maxine Tom, del Archivo Preston de
Utah. Y lo intentó una vez conmigo.
El doctor Sanderson hizo una mueca.
—Gracias. Quizá me permita una advertencia como muestra de
reciprocidad. Me habían dicho que era la señora Preston la que deseaba ver
este archivo. ¿Está usted conchabada con ella?
—Yo no...
—Tenga cuidado, doctora Stanley.
—¿Con Athenaide?
Sus cejas se arquearon formando una agorera expresión.
—La reputación, querida, la reputación. Si la pierde, pierde la parte
inmortal de sí misma. Lo que queda es sólo bestial.
Bruscamente, cruzó la puerta de la esquina. Ésta se cerró y oí el clic de
la cerradura.
Momentos después alguien llamó a la puerta principal.
—Soy Athenaide —dijo una voz—. Abran.
Indicándome por señas que me situara a su espalda, Ben extrajo su arma
y abrió la puerta con la otra mano.
—No ha habido suerte con los Howard —dijo Athenaide, entrando con
un montón de libros—. Y ahora la Sala de Lectura está cerrada.
Ben se disponía a cerrar la puerta cuando una voz dijo desde fuera:
—¡Athenaide, espere! —e irrumpió en la sala.
Era Matthew Morris.
—Pensé que había dejado muy claro que no quería que me molestaran
—dijo Athenaide con frialdad.
—¿Por qué cree que estoy interpretando el papel de chico de los
recados? —replicó Matthew—. Todos los demás están temblando de... ¡Kate!
—Al ver el arma que Ben empuñaba se calló—. ¿Cómo estás?
—Muy bien. De veras.
Ben cerró la puerta.
—Pues claro que está bien —dijo Athenaide.
—Pues, entonces, ¿quién es el vaquero? —interrogó Matthew.
—Protección —contestó Athenaide—. Bueno, ¿qué me quería decir con
tanta urgencia?
Matthew contempló de soslayo el arma de Ben y después miró a
Athenaide.
—De momento, parece que en el debate de esta noche no tendré
oponente. Su protegido no se ha presentado.
Athenaide depositó los libros encima de la mesa y se sacó un móvil del
bolso.
—Un momento, por favor —dijo en tono cortante, acercándose a una
esquina mientras marcaba.
—¿Protegido? —le pregunté a Matthew.
—Wesley North —aclaró éste con una sonrisa en los labios.
Mi sorpresa fue mayúscula.
—¿El Wesley North autor de Más verdadero que la verdad?
Era la primera obra importante en la que se defendía la tesis según la
cual el conde de Oxford era Shakespeare, y lo hacía con muy buenos
argumentos y con un perfecto estilo académico, a diferencia del estilo y el
tono de que hubiera hecho gala un quejumbroso aficionado.
—El mismo que viste y calza —contestó Matthew—. Tengo que
intervenir en un debate con él como parte de la ceremonia de inauguración de
este maldito simposio. El doctor Sanderson me señaló a mí como defensor de
la ortodoxia y acepté en buena parte porque no podía rechazar la oportunidad
de ver al Señor Misterio.
—¿Nunca lo has visto?
—No, ni yo, ni nadie. Ni siquiera Athenaide. Enseña en una universidad
on line y jamás ha participado en ningún simposio. Desgraciadamente, parece
que esta costumbre no va a cambiar.
—¿Qué clase de simposio es el que se va a celebrar aquí?
—¿No te has enterado?
De la bolsa de su ordenador sacó un programa y lo depositó en mis
manos. Ben se inclinó para mirar por encima de mi hombro.
En letras de color rojo en la parte superior de un lustroso folleto estaba
escrito: «¿QUIÉN ERA SHAKESPEARE?».
Levanté al instante los ojos.
—Estás de guasa.
—Hablo completamente en serio —contestó Matthew—. Aunque parece
que tiene bastantes posibilidades de resultar entretenido. Hay ponencias sobre
todos los candidatos principales: el conde de Oxford, sir Francis Bacon,
Christopher Marlowe, la reina Isabel...
—¿La reina Isabel? —preguntó Ben con incredulidad.
—Bueno, hay candidatos mejores que esa frígida loca —dijo Matthew,
señalando con un gesto de rechazo el retrato de la soberana—. Henry
Howard, el conde de Surrey, por ejemplo, que murió cuarenta años antes de
que la primera obra de Shakespeare se representara en el escenario. Y Daniel
Defoe, que nació cuarenta años después. O, mi favorito personal, el por otra
parte desconocido francés llamado Jacques Pierre.
Vi el nombre de Matthew en el programa correspondiente al sábado por
la mañana.
—¿«Shakespeare y los ardores de un catolicismo secreto»?
—Codo con codo con el archimago Wayland Smith que disertará sobre
«Shakespeare, los Hermanos de la Rosa Cruz y los Caballeros Templarios»
—dijo Ben—. Una dura competición.
—El archimago tiene una desbordante vida imaginaria —dijo Matthew
en tono socarrón—. Tengo pruebas. Y, en cualquier caso, me han vuelto a
recolocar. —Me miró con una expresión profundamente compasiva—. Voy a
ser el orador que pronunciará el discurso inaugural.
—Encuéntrelo —le oí decir a Athenaide, que a continuación colgó y se
acercó de nuevo a nosotros—. Aún no se ha librado del compromiso —le dijo
a Matthew—. Dígales a los organizadores que tanto se preocupan que
encontraremos a Wesley North. —Al ver que Matthew no contestaba, añadió
—: Por favor.
Matthew vaciló.
—¿Seguro que estás bien? —me preguntó.
—Mientras la policía no me localice.
Empalideció.
—Perdona. Pensé...
—No te preocupes.
Sacó una tarjeta. Anotó en ella el número de su móvil y me la depositó
en la mano.
—Prométeme que me llamarás si necesitas ayuda.
Me guardé la tarjeta en el bolsillo.
—No me ocurrirá nada, Matthew.
—No olvide —dijo Athenaide en tono apremiante— que acabo de
pedirle ayuda.
Ben abrió la puerta cautelosamente y Matthew se retiró.
—Wesley North —dije en tono acusador cuando la puerta se cerró.
Athenaide ignoró mis palabras.
—¿Qué tal fue su conversación con Nicholas? —me preguntó.
¿Nicholas? Nadie llamaba Nicholas al doctor Sanderson. Ni siquiera
Roz. La puse al corriente sobre Ophelia, sobre su conexión con Delia y sobre
la carta que no figuraba entre los papeles de Bacon. Pero me guardé la
información sobre el broche para mí. Era el regalo que me había hecho Roz y
no veía ningún motivo, todavía, para compartirlo con nadie.
—Estamos esperando a que el doctor Sanderson regrese con la carta —
dije—. Mientras eso sucede, en mi opinión, usted es oxfordiana, Athenaide.
—Vero nihil verius —citó ella, abriendo las manos.
Conocía la frase. En latín, «Nada es más verdadero que la verdad». Pero
no era ninguna perogrullada. Era el lema del conde de Oxford. Una especie
de curiosa contraseña perteneciente al submundo shakespeariano. Un mundo
marginal lleno de toda suerte de locuras.
Athenaide esbozó una triste sonrisa.
—Su amiga, señor Pearl, no me está haciendo ningún cumplido por
haber sido alumna de la Universidad de Oxford, lo cual me convertiría en
todo caso en una oxoniense. Tampoco se refiere a ningún lazo familiar en
Oxford, ni en el de Inglaterra ni en el de Misisipí.
Tomando de nuevo el folleto, lo dobló por la mitad para mostrar el
retrato de un hombre con un jubón blanco de cuello alto y gorguera ribeteada
de encaje negro. El cabello oscuro y una barba recortada enmarcaban un
rostro en forma de corazón; su nariz era larga y arrogante. Acariciaba un
jabalí dorado colgado de una cinta negra alrededor de su cuello.
—Por oxfordiana —añadió Athenaide— se refiere a que yo creo que las
obras que atribuimos a Shakespeare fueron escritas, en realidad, por el
hombre que tiene usted retratado delante. Edward de Vere, decimoséptimo
conde de Oxford. —Me miró con aire desafiante—. Quiere decir que soy una
hereje.
26

—Yo jamás he utilizado esa palabra.


—Pero sí el tono —me reprendió ella—. Con cuánta rapidez pasamos de
la alabanza a la condena en las cuestiones relacionadas con la fe.
Me disponía a protestar, pero Athenaide me cortó.
—Shakespeare, señor Pearl, no es simplemente literatura. Es una
religión.
—Y también una ciencia —repliqué—. Basada en la evidencia, es decir,
en las pruebas.
—¿Y usted ha pasado las pruebas por la criba? ¿Todas las pruebas? —
Se volvió hacia Ben—. Los stratfordianos poseen universidades e
instituciones como ésta. Y las universidades están en posesión de la Verdad.
En ellas no se enseñan las cuestiones sujetas a controversia, las pruebas en
contra. Sólo lo que ellas han decidido que es la verdad.
—Eso es injusto.
—¿De veras?
—Hubiera tenido que darme cuenta —refunfuñé—. Su fascinación por
Hamlet me hubiera tenido que poner sobre aviso. Y Elsinore.
—Elsinore, en efecto —repitió como un eco, satisfecha de sí misma—.
Oxford... El verdadero Hamlet, dentro de Elsinore, dentro de Shakespeare.
Ben nos miraba sin entender nada.
—¿El verdadero Hamlet?
—Los oxfordianos leen Hamlet como una autobiografía secreta de
Oxford —expliqué.
—Me decepciona usted —dijo Athenaide, riéndose entre dientes—.
¿Quién escribió «Hamlet ciertamente es como un eco de la vida de Oxford,
con una misteriosa equivalencia suficiente para merecer ulteriores estudios»?
Pegué un respingo. Acababa de citar un pasaje de mi tesis. Al decirme
ella que conocía mi obra, había pensado que se refería a mi labor teatral.
Nadie lee las tesis, ni siquiera las madres a las que se les cae la baba por sus
hijos.
—Aseveré que la trama repite como un eco la vida de Oxford,
Athenaide. Lo cual dista mucho de decir que es una autobiografía.
—¿Cómo pudo un humilde mozo, hijo de un guantero de Stratford,
haberse atrevido a seguir las andanzas de uno de los más augustos personajes
del reino? ¿Cómo hubiera podido conocer los detalles?
—Todo el mundo conocía los detalles. Lo mismo que hoy en día todo el
mundo conoce los sórdidos detalles de la vida de Michael Jackson. Los ricos
y famosos siempre han vivido bajo la luz de los focos y algunos siempre han
hecho alarde de ello. Lo que yo quiero saber es por qué. ¿Por qué iba usted, o
cualquier otra persona, a sustituir al personaje cuyo nombre figura en la
portada por Oxford?
—Porque para mí, lo que hay en las obras es superior al nombre que
aparece en las portadas —se limitó a contestar ella—. El hombre que escribió
estas obras tenía amplios y profundos conocimientos clásicos y fácil acceso a
los buenos libros. Tenía puntos de vista aristocráticos y costumbres de la
nobleza, como la caza y la cetrería; conocía la campiña inglesa tal como la
conoce un terrateniente. Desconfiaba de las mujeres, adoraba la música y
desdeñaba mendigar dinero. Estaba familiarizado con los complejos detalles
de la legislación inglesa y de la navegación; había viajado por Italia y hablaba
francés y latín. Y, por encima de todo, vivía y respiraba poesía. Hasta donde
se ha podido demostrar (no deducir de las obras, sino demostrar con los
documentos sobre su vida), William Shakespeare de Stratford no tenía este
perfil. Por consiguiente, no escribió las obras.
Se sentó con aire triunfal en un sillón bajo una hilera de falsas ventanas.
—Oxford, en cambio, cumple con cada uno de los atributos enumerados.
—Menos uno —repliqué—. Murió una década demasiado pronto.
Estamos buscando Cardenio, por el amor de Dios. Una obra escrita en 1612.
¿Cómo pudo un hombre que murió...?, ¿cuándo?, ¿en 1605?
—En 1604.
—Muy bien, en 1604. ¿Cómo pudo un hombre que murió en 1604 haber
escrito una obra en 1612? Y no sólo es de Cardenio de lo que hay que
prescindir. También de Macbeth, Otelo, El rey Lear, La tempestad, Cuento
de invierno, Antonio y Cleopatra... Prácticamente todas las obras jacobinas se
tienen que arrojar por la ventana.
—Las fechas —dijo Athenaide, rechazando la idea con un encogimiento
de hombros—. Sería una hipótesis muy endeble si se hundiera por una
cuestión de fechas. Sobre todo, de unas fechas tan inseguras como las creadas
por la torre de marfil académica. Cardenio, tal como usted dice, se representó
por primera vez en 1612. Pero eso no significa que se escribiera aquel año.
Cabe otra posibilidad. En 1604, Oxford pudo encargar a un tercero la
traducción de Don Quijote o llevarla a cabo él mismo. Después escribió la
mitad de la obra... y murió. Unos años después se publicó la traducción. Y
más tarde sus amigos y su hijo encargaron la terminación de la obra a John
Fletcher y la llevaron al escenario en el momento más apropiado para
provocarles la máxima vergüenza a los Howard, los viejos enemigos de
Oxford. —Su voz se convirtió en un aterciopelado reto—. ¿Recuerda que
eran enemigos?
Se volvió a mirar Ben.
—El jefe de la familia, el viejo conde de Northampton, era amigo y
primo hermano de Oxford, pero cuando le convino salvar su pellejo de
miembro del linaje de los Howard, no tuvo el menor reparo en acusar a
Oxford de pederasta.
—Athenaide —estallé—, eso es una locura. Basada en toda una serie de
«quizá» y «puede ser». Está usted siguiendo el tortuoso y enmarañado
camino de un abejorro borracho, cuando le sería más fácil trazar una línea
recta entre dos puntos.
Soltó un desdeñoso bufido.
—¿Preferiría creer que las obras de Shakespeare las escribió un zopenco
sin apenas educación, el pobre hijo de un guantero analfabeto, que se sacó de
la manga el conocimiento de las leyes, la teología, la etiqueta palaciega, la
historia, la botánica, la cetrería y, por si fuera poco, la caza?
Se levantó, contemplando con detenimiento los retratos de cortesanos
que colgaban en las paredes y empezó a pasear por la estancia.
—Ver es la raíz latina de «verdad». Un término lo suficientemente
próximo a «Vere», el apellido familiar de los condes de Oxford, como para
crear uno de aquellos juegos de palabras de los que tan orgullosos se sentían
los hombres del Renacimiento. De ahí que los condes adoptaran como lema
la frase Vero nihil verius, nada es más verdadero que la verdad. Que por
casualidad es también mi lema, pues mi apellido de soltera es Dever. Una
«bastardización», por así decirlo, de «de Vere», bastante apropiada para una
rama ilegítima de la familia.
»Mi padre acertó con mi nombre de pila. Athenaide. Una versión de la
Atenea de brillantes ojos, "la portadora de escudo, la agitadora de lanzas" —
pronunció el final de la frase [8] con deleite, dirigiéndose a Ben—. El conde
de Oxford, como campeón en las lizas, era celebrado como protegido de
Atenea y como parecido a ella. "Sus ojos brillaban, su mirada agitaba lanzas."
—Eso es una traducción errónea, y usted lo sabe —repliqué—. Vultus
tela vibrat: «Tu ojo resplandece, tu mirada arroja dardos».
—Veo que conoce las pruebas —concedió con admiración—. Aunque
usted también se equivoca con la traducción. «Disparar lanzas», tal vez. Pero
no «arrojar dardos». Eso suena más a encuentro de amiguetes en el pub que a
una justa isabelina.
—De acuerdo. Pero tampoco «agitar lanzas».
Se encogió de hombros.
—Bueno, telum es un término genérico para «proyectil», no específico
de la palabra «lanza». Pero vibrat significa «agita» en latín, la tercera persona
del presente del verbo vibrare. El mismo que nuestro verbo «vibrar». ¿Me
permite señalar que no se agitan flechas ni dardos? ¿Y ni siquiera jabalinas?
Se agitan o blanden lanzas. Concretamente, Atenea agita o blande su lanza y
lo lleva haciendo desde que alguien entonó los primeros himnos homéricos
hace casi tres mil años, cuando la diosa de ojos grises surge de la cabeza de
Zeus, blandiendo su afilada lanza hasta que todo el Olimpo se estremece, la
tierra gime y las olas se levantan embravecidas en un mar tan oscuro como el
vino.
—Un poco exigente la niña —comentó Ben, y tuve que reprimir una
risita.
Athenaide nos ignoró a ambos.
—Y, por si fuera poco, en los diccionarios latín-inglés del
Renacimiento, vultus podía significar «voluntad» y también «mirada»,
«expresión». Lo cual hace que Vultus tela vibrat se pueda traducir, tal como
usted podrá observar, como «La voluntad agita lanzas» [9].
Miró a su alrededor con aire triunfal.
—¿De verdad? —preguntó Ben.
—Se lo aseguro —contestó ella con una perversa sonrisa en los labios
—. Un pequeño juego de palabras en latín, dicho en honor de un hombre en
cuyo escudo de armas figura un juego de palabras.
La embobada fascinación de Ben me estaba irritando.
—Una oscura frase en latín que puede que sea o puede que no sea un
juego de palabras, pronunciada más de una década antes de que Shakespeare
pusiera en escena una obra suya y quince años antes de que su nombre
apareciera en una portada no constituye una prueba. Constituye una
casualidad o una coincidencia.
—No creo en las coincidencias —dijo Athenaide, deteniéndose delante
del retrato de la reina—. Aunque, hablando de coincidencias, este juego de
palabras que usted desprecia se leyó en voz alta en presencia de la reina en
Audley End, la casa solariega de los Howard, que tanto han despertado
nuestra curiosidad.
Sonó su móvil y ella contestó.
—¡Oh! ¡Dios mío! —exclamó—. Voy enseguida.
Colgó.
—¿Qué ocurre?
—El profesor North no tomó su avión. Si ustedes me disculpan, tengo
que ir a apagar unos cuantos incendios. Cuando Nicholas regrese, ya estaré
de vuelta.
Ben no se apartó de la puerta.
—Sin compañía la próxima vez —especificó.
La ira chispeó en los ojos de Athenaide.
—Soy consciente de mi error, señor Pearl. No volverá a ocurrir. He
dejado sus libros encima de la mesa, Katharine. Me podrá dar las gracias
cuando vuelva.
Ben se apartó a un lado y ella salió.
—¿Qué sabe usted de ese North? —preguntó Ben cerrando la puerta.
—Escribió un libro afirmando que Oxford era Shakespeare. No sé
mucho más de lo que usted le ha oído decir a Matthew.
—Pero ¿es un profesor especialista en Shakespeare?
—Sí.
—¿Por qué cree que no ha venido? ¿Cree que es por timidez?
—Parece que encaja con su manera de ser.
—También podría encajar con lo que les ha venido ocurriendo a otros
profesores especialistas en Shakespeare.
Me dejé caer pesadamente en un asiento.
—¿Cree que podría ser la siguiente víctima?
—Creo que alguien tendría que pensar en esa posibilidad. —Se
desperezó—. Pero no nosotros. Kate, tenemos que empezar a pensar en el
lugar al que deberemos ir a continuación. ¿Cree que será Henley-in-Arden?
¿El hogar de Ophelia?
—Probablemente. Si no exactamente Henley, algún otro lugar de Gran
Bretaña. Pero no lo sabré con certeza hasta que aparezca el doctor Sanderson.
—Gran Bretaña significa pasaportes. Nuevas identidades. Todo el riesgo
de los aeropuertos. No será fácil.
—Pero ¿es posible?
—Me hará falta un poco de tiempo.
—De todos modos, necesito ver primero la carta.
—¿Qué le parece si la abandono por un rato mientras me encargo de
todo lo necesario?
—No me hace falta un canguro que cuide de mí las veinticuatro horas
del día los siete días de la semana. ¿Puede salir y volver a entrar?
—Sin llevarla a usted a remolque, sí.
—Pues, entonces, adelante.
—No abra la puerta, Kate. Ni a Athenaide, ni a Matthew, ni al doctor
Sanderson.
—A nadie —repetí como un loro.
—Me la puede abrir a mí —dijo Ben sonriendo.
—¿Y cómo sabré que es usted?
—Dos golpes lentos con los nudillos y tres rápidos. A no ser que
conozca usted una señal shakespeariana secreta.
—Muy gracioso.
—Hasta pronto.
Abrió cautelosamente la puerta y luego salió.
Cogí los libros que Athenaide me había traído. Había sólo dos: el
facsímil en edición de bolsillo del Infolio y el ejemplar de Chambers de la
Widener. Las cartas estaban donde las había dejado. Salvo que había una
más. Athenaide había añadido la carta de Ophelia a Jem. La saqué.
¿Qué era lo que Ophelia necesitaba decirle a Emily Folger?
¿Dónde estaba el doctor Sanderson? ¿Cuánto tardaría en comprobar que
no faltaba ninguno de los setenta y nueve Infolios? Presa de la inquietud,
volví a leer las cartas.
Me estaba abriendo camino a través del enredo de los Howard cuando
me sobresaltó una llamada a la puerta principal. Dos simples golpecitos. No
el complicado tamborileo de Ben.
—Kate Stanley —llamó una pausada voz, y el corazón me dio un vuelco
en el pecho.
Era Sinclair.
Guardé de nuevo las cartas en el interior de la obra de Chambers, recogí
los libros y me aparté de la puerta.
—Sé que está ahí adentro.
Miré aterrorizada a mi alrededor. La puerta de la esquina estaba cerrada.
El único otro medio de salir eran las ventanas, pero éstas no se abrían.
Tendría que romper una.
—Escúcheme bien, señora Stanley —dijo Sinclair—. Sé que usted no es
la asesina, pero el FBI no opina lo mismo. La encontrarán y la detendrán muy
pronto y las preguntas se las harán después. En cambio, si colabora conmigo,
le permitiré encontrar lo que está buscando.
—¿Cómo?
Me alarmé al darme cuenta de que había hablado.
—Venga conmigo ahora y le conseguiré billete en un avión con destino
a Gran Bretaña, que despega en cuestión de media hora.
Gran Bretaña. Con toda probabilidad, era exactamente el lugar adonde
necesitaba ir. A Henley-in-Arden, cerca de Stratford. Pero no lo sabría hasta
que el doctor Sanderson regresara con la carta. ¿Dónde estaría ahora?
—Me encargaré de que pueda salir de aquí, Kate.
Sinclair no tenía jurisdicción en Estados Unidos. No podía garantizar sus
promesas ni respaldar sus amenazas. Eso, siempre y cuando no fuera
simplemente una estratagema. Y, en caso de que no lo fuera, lo que me
proponía hacer no sólo era ilegal sino que estaba falto de ética: entorpecer
una investigación criminal en el territorio soberano de otro país. ¿Qué razón
tenía Sinclair para hacerme semejante ofrecimiento? ¿Por qué tenía tanto
interés?
—¿A cambio de qué? —pregunté.
—A cambio del cabrón hijo de puta que incendió un monumento
nacional que estaba bajo mi jurisdicción —dijo con furia—. Lo quiero
atrapar. Si usted me ayuda, yo la ayudaré a usted.
Miré la puerta de la esquina. ¿Dónde estaba el doctor Sanderson?
¿Dónde estaba Ben?
—Necesito un poco de tiempo.
—No dispone de tiempo. El FBI todavía la está buscando en Nuevo
México. Pero en cuanto deje de hacerlo llegará a la misma conclusión que yo:
que usted se las ingenió para subir al avión de la señora Preston.
—No.
No pensaba irme a ningún sitio sin aquella carta.
La puerta crujió un poco y reculé. Dejé los libros en un asiento al pie de
una ventana, tomé una de las sillas que rodeaban la mesa, dispuesta a
arrojarla contra el cristal. Si alguien entraba por la puerta, intentaría saltar por
la ventana.
—No puede seguir huyendo —dijo Sinclair—. Tal como yo lo veo,
usted está buscando lo mismo que el asesino, lo cual significa que el peligro
que corre puede ser mucho mayor viniendo de él que de la policía.
—Eso ya lo sé, gracias. El asesino ya me ha dicho más o menos lo
mismo.
—¿Ha hablado usted con él? —preguntó.
Se advertía en su voz un matiz de ansiedad.
—Él ha hablado conmigo.
—¿Lo reconoció?
—No.
Hubo una pausa.
—¿Hasta qué extremo conoce al tipo con quien viaja?
—Lo suficiente como para saber que no es el asesino, si es eso lo que
está insinuando.
Su prisa pareció intensificarse.
—¿Quién más pudo haber cometido el asesinato en Utah?
—Quienquiera que nos estuviera siguiendo.
—¿Vio usted a alguien?
Oí abrirse la puerta oculta de la esquina, presa de temor y de esperanza a
partes iguales. ¿Sería el doctor Sanderson? ¿Sería el FBI? Sujeté con más
fuerza la silla.
Era Athenaide. Acercándose un dedo a los labios, me indicó por señas
que la siguiera.
En el exterior del salón, Sinclair continuaba hablando:
—Es alguien que la puede seguir muy de cerca, Kate. Probablemente
alguien a quien usted conoce.
«No», pensé. No lo quiero creer. Y crucé la puerta siguiendo a
Athenaide.
Ésta la cerró a nuestra espalda. Nos encontrábamos en un pequeño
despacho desierto, con el escritorio vacío y el ordenador apagado. Los
cristales de las ventanas estaban protegidos con tela metálica. Una puerta en
la pared de enfrente permanecía abierta de par en par. Athenaide la cruzó a
toda prisa.
Al otro lado se encontraba el despacho del doctor Sanderson,
profusamente decorado con piezas antiguas. En tres de las paredes colgaban
retratos de hombres vestidos con jubones. En la cuarta, unas ventanas casi tan
altas como puertas vidrieras se abrían a un estrecho invernadero atestado de
plantas y herramientas de jardinería. La ventana central estaba abierta.
Desde el pasillo, oí unos golpes en la puerta de la Sala de los
Fundadores.
—Ha llegado la hora de irnos —dijo Athenaide.
Se encaramó a la ventana y pasó al otro lado para dirigirse a una
puertecita que se abría un poco más allá en la pared del otro lado del
invernadero. La seguí.
La puerta se abrió y me vi en un pasillo flanqueado por ficheros. A mi
izquierda, había gente conversando animadamente y entrechocando copas,
por lo que, por un momento, no tuve ni idea de dónde estaba. Después
vislumbré una alfombra verde musgo que enseguida reconocí.
Nos encontrábamos en un pasillo que conectaba las dos mitades de la
Sala de Lectura, la Antigua y la Nueva. Lejos de haber salido de la biblioteca,
me había hundido por completo en su bien vigilado núcleo.
Fue la presencia de la gente lo que me desconcertó. Pero entonces
comprendí lo que estaba ocurriendo. Había empezado la recepción del
simposio.
—Váyase —me dijo Athenaide—. Confúndase con la gente.
—Pero el doctor Sanderson... —protesté—. La carta...
—Es él quien me ha enviado en su busca —dijo Athenaide—. Tiene que
reunirse con él dentro de media hora, a dos manzanas al oeste de aquí. Me ha
dicho que es un sitio desde donde se divisa una preciosa vista en esa
dirección. Sabrá a qué lugar se refiere en cuanto la vea.
—Estupendo, Athenaide. Lo único que tengo que hacer es escabullirme
del acoso del FBI.
—Le sugiero que utilice la puerta de la entrada —me dijo guiñándome
el ojo—. Dado el revuelo que ha armado en la de la entrada de servicio. Hay
camareros vestidos con trajes del Renacimiento sirviendo champán en el
césped. Encontrará una exposición de vestidos de época cerca de la entrada
principal, en el Gran Salón. Tome prestado uno.
—Pero Ben...
—Yo le diré dónde está usted. Y ahora váyase.
Me dio un empujoncito y entré en la Antigua Sala de Lectura. No es que
estuviera repleta de gente, es que no cabía ni un alfiler.
Desde el alto techo, la luz se filtraba por unas vidrieras de colores. Se
escuchaban distintas variantes de inglés, así como retazos de alemán, japonés,
francés y ruso. En algún lugar, un cuarteto estaba interpretando madrigales.
Choqué con un hombre vestido de druida —probablemente el archimago— y
seguí adelante.
En el otro lado de la sala, alguien dijo mi nombre.
Athenaide pasó junto a mí y subió con paso ligero una escalera que
conducía a una galería que circundaba toda la sala.
Se inclinó sobre un balcón y tocó una campanilla que emitió un
estridente y argentino repiqueteo.
La gente enmudeció y dirigió la mirada hacia arriba.
—Quisiera darles a todos ustedes la bienvenida —empezó diciendo
Athenaide.
Abriéndome paso entre la multitud, me fui acercando a una alta
chimenea labrada. Justo más allá de la misma llegué a las cristaleras del Gran
Salón del otro lado y entré en él. La estancia estaba revestida de paneles
como la Sala de los Fundadores, pero era cinco o seis veces más grande y
tenía un alto techo abovedado. Normalmente, era la sala de las exposiciones,
el único sector de la biblioteca abierto al público. Aquella noche, sin
embargo, estaba llena de mesas preparadas para un espléndido banquete. Fui
serpeando entre ellas en dirección a la tienda de regalos y la puerta que daba
a la calle.
En el rincón más alejado, tal como Athenaide me había dicho, había una
muestra de maniquíes vestidos con atuendos de las obras del dramaturgo. No
eran prendas auténticamente renacentistas, sino vestidos de época de algunas
de las grandes producciones shakespearianas de Hollywood. «De la
Colección de Athenaide Dever Preston», se leía en un letrero.
En el centro se alzaba un maniquí de Lawrence Olivier vestido de
Hamlet. Me bastó un abrir y cerrar de ojos para quitarle de los hombros al
maniquí la capa del danés y otro para echármela alrededor de los míos.
Asomé la cabeza por la puerta. A la izquierda, al fondo de la larga sala
principal, la Sala de los Fundadores estaba llena a rebosar de hombres.
Sujetando con fuerza mis libros, giré a la derecha, franqueé las puertas
acristaladas y salí al césped, donde unos personajes del siglo xvi estaban
ofreciendo champán en bandejas de plata a personas del XXI. Cuando pasó
un grupo de gente por la acera, salí para mezclarme con ella y me dirigí a
Capital Street lo más deprisa que me atreví.
27

El día había sido muy húmedo y caluroso. Al anochecer, el calor


continuaba siendo sofocante, pero por lo menos soplaba una suave brisa. Aun
así, bajo la capa de Hamlet la ropa se me pegaba a la piel.
Con la cabeza gacha y aguzando el oído por si alguien me seguía, pasé
por delante de la Biblioteca del Congreso, a mi izquierda, y del Tribunal
Supremo a mi derecha. No oí pisadas a mis espaldas. Me quité la capa.
Delante de mí tenía un amplio espacio marmóreo, verde césped y vallas
metálicas, y más allá la cúpula del Capitolio elevándose al cielo.
«Dos manzanas al oeste —le había dicho el doctor Sanderson a
Athenaide—. Es un sitio desde donde se divisa una preciosa vista en esa
dirección.» Experimenté una oleada de afecto por Sanderson mientras
rodeaba el lado sur del Capitolio, apurando el paso junto a la calzada de
cemento y pasando entre olmos y arces. Allí se estaba más fresco o, por lo
menos, yo podía hacer el esfuerzo de creerlo mientras escuchaba el suave
susurro del aire que circulaba entre los árboles.
Tal como me habían prometido, la cara del Capitolio que daba al oeste
ofrecía uno de los mejores panoramas de todo el Distrito de Columbia. El
obelisco del Monumento a Washington se recortaba en toda su blancura en el
horizonte mientras el sol se inclinaba hacia el ocaso envuelto en la bruma.
Los alegres acordes de la marcha de Sousa llegaban desde un estrado para
orquesta situado junto al estanque. Seguía prefiriendo la baraúnda de Londres
y Nueva York, donde el caos del presente chocaba alegremente con el
pasado, en lugar de contemplarlo en reverente silencio. Sin embargo, tenía
que reconocer que el Mall era un encanto en medio de la tranquilidad de un
ocaso estival.
Contemplé la vasta extensión de mármol y pavimento delante del
Capitolio. A pesar de estar a las puertas del fin de semana del Cuatro de Julio,
todo parecía extrañamente desierto, a excepción de una pareja de enamorados
que paseaban por allí y uno o dos sujetos que apuraban el paso con la cabeza
gacha para dirigirse a algún sitio. Pero mientras que ya era demasiado tarde
para los paseos turísticos y casi todo el personal de las oficinas ya se había
ido a casa, era demasiado pronto —y aún hacía demasiado calor— para que
empezaran las actividades nocturnas. Sólo un reducido grupo de personas se
apretujaba alrededor de la banda de música junto al estanque.
El doctor Sanderson no se veía por ninguna parte, pero yo me había
adelantado. Me volví y subí los peldaños contemplando la blanca cúpula que
coronaba la colina. Al llegar al primer rellano, me volví para contemplar una
vez más la ciudad blanca y verde.
Abajo y a la izquierda, más allá de la balaustrada, la oscuridad exhalaba
su perfume desde la arboleda de magnolios que se aferraba a la ladera de la
colina. Unas cuantas flores colgaban como pequeñas y fragantes lunas en
medio del oscuro brillo de las hojas. Me dirigí a la arboleda. A medio
camino, un movimiento en los helechos de abajo me llamó la atención.
Seguí avanzando. Abajo, en el oscuro suelo que parecía el fondo de un
profundo agujero, alguien yacía tumbado entre los helechos.
—¿Hola?
No obtuve respuesta. Bajé a toda prisa los peldaños y rodeé la
balaustrada. Luego subí con cuidado por la ladera y me adentré en la
oscuridad bajo las copas de los árboles. Las sombras lo cubrían todo y me
detuve para que mis ojos se adaptaran a la penumbra. Un hombre yacía
tumbado en el suelo. Un hombre de cabello gris y pajarita roja.
Tiré la capa y eché a correr hacia él. El doctor Sanderson tenía más
puñaladas de las que podía contar. Lo habían degollado y la herida parecía
una segunda boca abierta justo por debajo de la pajarita. Oí un zumbido y
después me envolvió el olor ligeramente metálico de la sangre. Las moscas
ya se estaban congregando alrededor. Mientras doblaba el tronco para
vomitar, vi que la mano de Sanderson sostenía todavía un arrugado papel. Me
incliné para mirar.
Una capucha me cubrió la cabeza y alguien me arrojó al suelo.
Los libros se me escaparon volando de las manos y me quedé sin
respiración, de tal manera que no pude emitir ningún gemido. A
continuación, mi agresor se me echó encima, me introdujo una mordaza en la
boca y me ató rápidamente las muñecas. Una mano buscó a tientas hacia
abajo y se deslizó entre mis piernas.
Con toda la fuerza de la que pude hacer acopio, rodé hacia un lado y me
lo sacudí de encima. Traté de ponerme de rodillas, pero él me volvió a atrapar
y me empujó hacia atrás. Me golpeé la cabeza con tal fuerza contra el suelo
que vi estrellas.
Guardé silencio. «Ahora no me puedo desmayar, no puedo», pensé.
Las estrellas se fueron apagando, pero seguía consciente. Permanecí
tumbada sin moverme, aguzando el oído. Me pareció que él estaba encima de
mí. ¿Haciendo qué? No podía ver nada a través de la capucha y lo peor de
todo era que sólo podía oír el débil susurro de su respiración. «Los cuchillos
no hacen ruido una vez los extraes de su funda», pensé.
Mi atacante se agachó para ponerse a horcajadas sobre mí y entonces
levanté la rodilla hacia arriba con toda la fuerza que pude.
Oí un áspero gruñido de dolor y él cayó hacia un lado. Confiando en
haberle dado en la entrepierna, me aparté rodando. Noté el roce de unas
hojas... Debía de haber ido a parar debajo de un arbusto.
Mi agresor se levantó tambaleándose y dio unos pasos haciendo eses. Y
después, silencio.
Permanecí tumbada sin apenas respirar.
El silencio se prolongó.
De pronto oí unas enérgicas pisadas, cada vez más cerca.
—¡Kate! —gritó una voz.
Era Ben.
Oí una mezcla de pisadas, algunas acercándose y otras alejándose.
—Kate —volvió a llamar Ben.
Tan alto como pude, le respondí a pesar de estar amordazada. Se oyó un
crujido, y unas manos me quitaron la capucha, y me deshicieron la mordaza,
y allí estaba Ben, desatándome las manos y sujetándome mientras yo
vomitaba sin apenas poder respirar.
—¿Todo bien aquí abajo?
La voz acostumbrada a mandar resonó arriba. Una oscura figura
permanecía de pie en la escalinata del Capitolio, mirando más allá de la
balaustrada tal como yo había hecho.
Ben tiró de mí hacia atrás para arrastrarme de nuevo a la oscuridad.
Un haz luminoso recorrió el suelo pasando más allá de Sanderson y
después se retiró rápidamente. En aquel instante, vi el pálido retazo de marfil.
La carta se encontraba todavía en la mano de Sanderson.
—Dios mío —dijo la voz.
Unas pisadas bajaron ruidosamente por los peldaños. Tirando de Ben,
eché a correr hacia el doctor Sanderson, procurando no mirar la cuchillada de
su garganta. Su mano estaba fría y ya se estaba agarrotando. Conseguí sacar
la carta de su presa. Estaba envuelta alrededor de algo duro.
Me volví para recoger mis libros. Ben se arrodilló para ayudarme. Las
cartas que había guardado entre las páginas del libro de Chambers seguían
allí: las notas de Roz, la carta de Granville a Child y una carta de Ophelia a
Granville.
Ben estaba hablando en tono sereno y pausado:
—Ésta es su oportunidad para aclarar las cosas con la policía —me dijo
en voz baja—. Si se queda.
—No hasta que lea la carta.
—Puede que no le sea tan fácil regresar.
—La carta.
Ben asintió con la cabeza y me sujetó por el codo, guiándome hacia lo
más profundo de las sombras justo en el momento en que el agente llegaba al
pie de la escalinata. Atravesamos la pendiente en sentido horizontal y salimos
de la arboleda de magnolios a un camino que rodeaba el lado sur del
Capitolio. Apurando el paso por la calzada, echamos a correr a través de la
oscuridad bajo los árboles más altos del parque —olmos y robles— hacia
Independence Avenue. A nuestra espalda, oí el ruido de una radio mientras el
agente pedía refuerzos.
Cerca de allí una sirena empezó a sonar.
Mientras cruzábamos velozmente la calle en dirección a la entrada del
Rayburn House Office Building, donde se ubicaban las oficinas de los
congresistas, Ben hizo señas a un taxi y nos dirigimos a toda prisa a la zona
residencial de la Colina del Capitolio. Unas cuantas manzanas más al este y al
norte, descendimos del vehículo. Tomándome del brazo, Ben apuró el paso
calle arriba. Procuré prestar atención para hacerme una idea de hacia dónde
nos dirigíamos, pero el rostro del doctor Sanderson seguía flotando delante de
mí en la oscuridad, con el navajazo de su garganta semejante a una boca que
gritara en silencio. Sentí náuseas y vomité en un jardín particular.
Cuando dejé de vomitar, Ben me cubrió con su chaqueta y me rodeó los
hombros con su brazo.
—Ha sido una muerte muy desagradable —dijo.
—Ha sido un asesinato —repliqué, escupiendo las palabras—. Lo han
convertido en César en las gradas del Capitolio.
—Sí.
No trató de quitarle hierro a la situación, cosa que le agradecí. También
le agradecí que me rodeara los hombros con su brazo. En medio de la
creciente oscuridad, su presencia me parecía un eslabón que me unía a la
seguridad. Parpadeé para librarme del escozor de las lágrimas y seguimos
caminando un buen rato en silencio.
—Creo... —dije tragando saliva— creo que también ha sido Basiano.
—¿Quién?
—El amor de Lavinia. Le degollaron y su cuerpo fue arrojado a una
zanja del bosque antes... antes de que a ella la violaran y mutilaran.
Noté que Ben se puso tenso.
—¿La ha...?
—No. —Pero el lugar de mi entrepierna donde su mano había buscado a
tientas todavía me dolía—. ¿Adónde vamos?
—He organizado un plan, Kate, y si no quiere acudir a la policía, lo
mejor que podemos hacer es llevarlo a la práctica.
Asentí con la cabeza, recorrimos una manzana más y giramos a la
derecha. Unos diez metros más allá, Ben alargó la mano y abrió la verja de
hierro de una casa de la esquina. Era una residencia estilo Reina Ana de
intenso color azul, con gabletes y torrecitas, rosas trepando alrededor de las
columnas y un columpio en el porche de la entrada. Sin soltarme el brazo,
recorrimos el camino que atravesaba el jardín hasta la puerta principal. Estaba
abierta de par en par. Entramos y Ben la entornó a nuestra espalda; la puerta
se cerró con un clic.
La casa estaba a oscuras, a excepción de la lámpara con pie de jarrón
chino que iluminaba débilmente el pasillo, pero Ben me guió con paso seguro
hasta el comedor y luego hasta la cocina, que estaba en la parte trasera.
—¿Supongo que conoce a los propietarios?
—Están ausentes en estos momentos. —Dejó los dos libros encima de la
mesa y encendió una luz—. Siéntese —me dijo, y le obedecí.
Buscó en los cajones una toalla limpia y la mojó en el fregadero.
Procuré reprimir el pánico.
—¿La gente le deja su casa cuando usted lo necesita? ¿Y no les importa
dejar la puerta abierta?
Se volvió a mirarme con una sonrisa en los labios.
—Depende de lo buenas que sean las conexiones que uno tiene. Pero no,
no es fácil. Me he pasado esta última hora tirando de todos los hilos que se
me han ocurrido.
Inclinada sobre la mesa, abrí el puño. El papel me resbaló de la mano: el
objeto que contenía cayó sobre la mesa con un sordo ruido. Un broche negro
pintado con delicadas flores. Igual que el que yo llevaba prendido a mi blusa.
¿Aún estaba allí? Me palpé el hombro.
Sí.
En la mesa, el papel manchado de sangre, que ya se había vuelto de
color marrón, me llamó la atención. Era una carta fechada en 1932, pero
estaba escrita con una fina y nítida caligrafía correspondiente a una época
anterior. La firma era la de Ophelia.
Una frase con doble subrayado en el centro de la página destacaba
poderosamente entre las demás.

«La señorita Bacon tenía razón -había escrito Ophelia-. Una razón que
se sumaba a otra razón.»

El suelo pareció hundirse bajo mis pies. Si Delia Bacon tenía razón,
William Shakespeare de Stratford no había escrito las obras que se le
atribuían.
—Oh, Dios mío —dijo una voz, y entonces me di cuenta de que la voz
era mía.
Entreacto

3 de mayo de 1606

En la fachada oeste de San Pablo, bajo las estatuas medio desmoronadas


de los profetas, una mujer dirigió la mirada hacia los dos hombres sentados
en las gradas de madera enfrente del patíbulo. Coronando la cúpula, los
dentados restos de la aguja de la catedral, destrozada por un rayo medio siglo
atrás, mordían el cielo matutino.
Cubriéndose con una sencilla capa de color gris y con la capucha echada
hacia delante para ocultar el brillo de su negro cabello, los había seguido a los
dos sin que se dieran cuenta desde la casa de Shakespeare hasta la catedral
encaramada en lo alto de la colina. Las calles estaban tan abarrotadas de
gente que no le había resultado tan difícil como pensaba no perderles la pista,
a pesar de que los hombres iban a caballo y ella a pie.
De haberlo querido, la mujer también hubiera podido ocupar un lugar en
aquellas gradas tan precipitadamente levantadas para encumbrar a los
espectadores de mayor rango y riqueza por encima del populacho. Pero había
optado por permanecer de pie entre los jornaleros, los aprendices, los niños y
los perros abandonados, las criadas y los mendigos autorizados que se
apretujaban en el espacio abierto dándose codazos entre sí para poder
disfrutar mejor del espectáculo. El terreno adyacente a la iglesia estaba tan
lleno que los únicos huecos libres que quedaban no permitían ver el patíbulo,
pero a ella no le importaba. No había acudido allí para presenciar una
ejecución. Lo que quería era vigilar a los espectadores. A dos de ellos, para
ser más exactos.
Oyó a su espalda un alboroto y un siniestro toque de tambores. Las
rechiflas y las burlas se añadieron al estruendo. Un poco a la izquierda, la
muchedumbre abrió paso, y tres caballos se acercaron al cadalso, arrastrando
una narria de mimbre con un hombre atado a ella.
El padre Henry Garnet, superior de la Orden Jesuita en Inglaterra. El
sacerdote que el gobierno había elegido como chivo expiatorio para el
llamado complot de la pólvora, el diabólico plan urdido para hacer saltar por
los aires al nuevo rey, a la familia real, las Cámaras de los Lores y de los
Comunes y un número no especificado de inocentes espectadores durante la
inauguración por parte del monarca de una nueva sesión del Parlamento el
anterior mes de noviembre. De haber cumplido su objetivo, la explosión
hubiera destrozado una buena parte de Westminster y probablemente hubiera
puesto de rodillas a Inglaterra.
La mujer estudió los rostros de las gradas: jóvenes y viejos, curiosos,
entusiastas y ansiosos con sus impecables rasos y terciopelos. Los hombres
que habrían muerto en medio de una infernal tormenta de sangre y dolor si
los conspiradores hubieran conseguido hacer explotar la pólvora que habían
logrado almacenar en los sótanos del Parlamento. Contó jueces, consejeros
reales, lores y uno o dos obispos. Mezclados entre ellos, había otros de menor
rango pero suficientemente ricos como para hacerse merecedores de un lugar
de respeto. Abogados y mercaderes, terratenientes y clérigos. E incluso algún
que otro poeta. Los Howard, observó, estaban presentes en gran número, con
el conde de Northampton al frente de ellos, seguido del conde de Suffolk y de
su hijo, el joven lord Howard de Walden; todos ellos rodeados de servidores
vestidos con librea amarilla.
Después de que le desataran de la narria, el sacerdote pidió un lugar
tranquilo para rezar. Como respuesta, un funcionario de la Corona vestido de
negro empezó a reprenderlo, exigiéndole la satisfacción de una confesión.
Con gran serenidad, el sacerdote negó tener nada que confesar.
La mujer no prestó atención al altercado. Entre la concurrencia, Will se
prendó del hechizo de la dulce voz del sacerdote. Mientras contemplaba
cómo la inquietud y el temor temblaban en su rostro, la mujer apenas se dio
cuenta de que las burlas y los insultos de la multitud iban disminuyendo hasta
cesar del todo.
Después comprendió que tenía que mirar. Al pie del cadalso, el
sacerdote ayudó al verdugo a quitarle la ropa hasta dejarle sólo la camisa con
los largos faldones cosidos en un triste intento de respetar la modestia. Con la
mansedumbre de un niño, aceptó el lazo corredizo alrededor del cuello, pero
cuando otro clérigo se adelantó para ofrecerle unas plegarias protestantes, el
jesuita lo rechazó de plano. Mientras los tambores marcaban el ritmo de sus
pasos, subió la escalera.
Al llegar arriba, rezó brevemente en latín. Los toques de tambor se
intensificaron hasta convertirse en un redoble. Para entonces algunos de los
que antes habían estado pidiendo sangre a gritos ya estaban llorando sin
recato. El sacerdote cruzó los brazos sobre el pecho. El representante del rey
asintió con la cabeza. Los tambores enmudecieron, la escalera de mano se
retiró y el sacerdote cayó verticalmente.
Abajo, la gente se abalanzó hacia delante, arrastrando consigo a la
mujer. Algunos agarraron al verdugo y tiraron de él hacia atrás mientras le
gritaban: «¡Detente!, ¡Detente!». Otros tiraron piadosamente de las piernas
del sacerdote. Le tenían que arrancar las entrañas vivo, pero cuando los
guardias del rey consiguieron abrirse paso hasta el prisionero utilizando
zurriagos, el hombre ya estaba muerto.
La muchedumbre se retiró en medio de un pavoroso silencio mientras
los carniceros ponían manos a la obra. Cuando el cálido y denso olor a
matadero le llenó las ventanas de la nariz, la mujer se tambaleó y cerró los
ojos. Los volvió a abrir con cautela, obligándose a sí misma a centrarse de
nuevo en su propósito.

Desde las gradas, el conde de Northampton contempló el destripamiento


con meticuloso interés. Los argumentos que había utilizado la acusación para
condenar al padre Garnet habían sido suyos. En cuanto terminara aquella
sanguinaria ejecución, se ocuparía de dictarlos para su publicación.
El padre Garnet reconoció que había estado al corriente del complot de
la pólvora y, sin embargo, no había hecho nada para impedirlo. No podía
hacerlo, afirmó; se había enterado bajo secreto de confesión. El conde había
rechazado la defensa por considerarla fuera de lugar. El padre Garnet,
insistió, había urdido la conspiración.
La acusación era falsa; y el conde lo sabía. Pero había sido necesario
decirlo así, y además de manera convincente, para demostrar su propia lealtad
ante los insistentes rumores según los cuales era católico y partidario de los
españoles. El país necesitaba apagar su sed de venganza, y para evitar que la
gente empezara a mirar con recelo a los Howard o a sus aliados entre las
viejas familias católicas, él les había dado un chivo expiatorio.
El padre Garnet había sido sacrificado para salvar a otros. Y él, mejor
que nadie, lo comprendería.
El conde olfateó el aire. Había hecho bien su trabajo. Lástima que los
organizadores de aquel espectáculo no hubieran hecho lo mismo con el suyo.
Les había advertido que no dejaran hablar al sacerdote.
En el tajo, el verdugo se movió. Su puño se elevó, sosteniendo en alto el
corazón del sacerdote mientras un chorro de sangre caía describiendo un arco
sobre la multitud. En las gradas de enfrente, un joven de dorado cabello
levantó el brazo para taparse el rostro y entonces una gota de sangre cayó
brillando sobre el encaje de su manga. El joven palideció.
—¡Contemplad el corazón! —gritó el verdugo.
Era la señal convenida para que un rugido de satisfacción se elevara de
entre la multitud. Pero no hubo ningún rugido. Al percatarse de que el joven
miraba horrorizado la sangre que había manchado su manga, los presentes
empezaron a murmurar por lo bajo.
El conde miró con más detenimiento. Reconoció naturalmente el rostro
que había al lado del joven, pero también creyó reconocer al joven. Un
Shelton con toda seguridad, aunque no recordaba su nombre de pila. Pero, en
su calidad de Shelton, era por derecho propio un hombre de los Howard. El
conde se inclinó para hablar con su sobrino nieto Theophilus mientras otro
representante de los Shelton empezaba a abrirse paso entre las gradas para
acercarse a su hermano.
Entretanto, Northampton se levantó en medio del siniestro silencio.
—¡Contemplad el corazón! —gritó con una voz que ondeaba como una
bandera al viento primaveral.
Con la cara muy seria, miró directamente al joven.
Como penitencia por el sacrificio del padre Garnet, había jurado en
privado sustituirlo. Si un sacerdote había tenido que morir a causa de sus
intrigas, él se encargaría de que otro recibiera las órdenes. Un sacerdote a
cambio de un sacerdote. ¿Qué mejor sustituto que un joven marcado por la
sangre del mártir?

Abajo, la mujer morena también había visto cómo la sangre salpicaba la


manga de Will, y contempló el horror extenderse por su rostro. Después vio
un movimiento. Otra cabeza dorada abriéndose paso entre las gradas. Uno de
los hermanos de Will, vistiendo el color amarillo de los Howard.
La mujer empezó a empujar hacia delante. Pero el hermano llegó
primero a Will y se inclinó para hablarle al oído. En el rostro de Will, una
chispa se encendió y creció abarcando todo el horror en una hoguera de
éxtasis. Se levantó para mirar a Northampton y, extendiendo la manga hacia
delante, clavó la mirada en la del conde.
—¡Contemplad el corazón! —repitió con aspereza.
En aquel momento, la mujer comprendió que lo había perdido. Se
detuvo.
Al lado de Will, los ojos de Shakespeare se cruzaron con los suyos.
Ambos lo habían perdido.
La mujer se apartó a un lado y se inclinó para vomitar. En ese momento
se inició una pelea a base de empujones. En medio de los zarandeos, perdió el
equilibrio y resbaló cayendo sobre una rodilla. Un puntapié le alcanzó la
espalda y otro estuvo a punto de darle en la cabeza.
Después unos fuertes brazos la ayudaron a levantarse.
—Si no sabéis resistir la contemplación de la justicia —dijo una amable
voz, hablando con acento escocés—, hubiera sido mejor que os hubierais
quedado en casa.
¡La contemplación de la justicia! Angustia y muerte, presentes y futuras,
eran lo único que ella había visto. Pero no era la muerte la que la había hecho
vomitar. Era una nueva vida.
Estaba encinta. ¿De quién? No lo sabía. «Dos amores tengo que me
consuelan y desesperan...»
Se echó la capucha sobre el rostro y se alejó tambaleándose por la calle.
ACTO III
28

En la cocina de la casa de Capitol Hill, estudié el papel que tenía delante


de mí sobre la mesa y volví a leer la frase subrayada: «La señorita Bacon
tenía razón. Una razón que se sumaba a otra razón».
Por un instante, me sentí como flotando aturdida. «Que Ophelia pensara
que Delia tenía razón no significaba que la tuviera», pensé en medio de una
vertiginosa mezcla de alarma y emoción.
—Lea la carta —dijo Ben.
La lectura no era fácil. El papel estaba arrugado y manchado con gotas
de sangre que habían adquirido un tono marrón. Y mucho antes de aquella
noche, anónimas salpicaduras de lluvia, o vino, o lágrimas habían entintado
algunas palabras de tal forma que las mutilaban.

HENLEY-IN-ARDEN

Señora de Henry Clay Folger


Biblioteca Folger
Washington, DC
USA

5 de mayo de 1932

Querida señora Folger:

Disculpe que siendo una desconocida para usted me per mita escribirle.
Quisiera que aceptara mis condolencias por la muerte de su esposo, así como
mi felicitación por su decisión de seguir adelante y abrir la biblioteca tal
como él hubiera deseado. No me tomaría semejante libertad si yo mismo no
me estuviera muriendo, lo cual la librará por lo menos del peso de la
respuesta.
Tengo conocimiento de cierta información que durante muchos años no
he querido revelar a causa de algo que ahora sólo puedo calificar de cobardía,
Aunque, para ser justos, fue una mezcla de cobardía y precaución. El silencio
fue el camino que elegí por mi propia seguridad, pero sobre todo por la de mi
hija.
Hace tiempo un amigo y yo nos propusimos buscar una obra de arte tan
legendaria como las murallas caídas de Troya o el Palacio de Minos; nuestro
Esquilo inglés, lo llamábamos. Nuestro Sófocles perdido, nuestra dulce Safo.
Al final, después de largos e ímprobos esfuerzos, él la encontró, pero, junto
con ella, halló otros papeles que arrojaban una violenta luz sobre nuestro
triunfo. Unas cartas. Yo jamás las vi, pero conozco la esencia de lo que
decían:
La señorita Bacon tenía razón. Una razón que se sumaba a otra razón.

En la búsqueda de este tesoro, sin embargo, pecamos contra Dios y


contra el hombre. Mi amigo murió por esta causa, solo y lejos de su casa, en
circunstancias desconocidas, pero muy probablemente dignas de las más
profundas cavernas del infierno. Durante años he vivido soportando que esta
certeza a medias de su muerte y de su verdad abrieran galerías subterráneas
en mi mente.
Como ve, carezco de pruebas. Mi amigo se llevó, si no la prueba
propiamente dicha, sí el conocimiento de su paradero a su anónima tumba.
Me temo que no tengo ni la valentía ni la certidumbre de la señorita
Bacon. A falta de una prueba he optado por vivir en silencio antes que
compartir el riesgo de correr su destino, encerrada en un manicomio: una
condenación terrenal cuyos tormentos conozco lo bastante como para
temerlos a la plena luz del día. Diré en mi descargo que he tenido otra vida en
la que pensar, cosa que ella no tenía.

Aunque miraba con recelo lo que le cuento a usted ahora, otro querido
amigo, el profesor de Harvard, me instó -hace mucho tiempo- a no guardar
silencio hasta la tumba. El mal que hacen los hombres, me advirtió, les
sobrevive mientras que el bien queda frecuentemente sepultado con sus
huesos. Sus palabras me sobresaltaron porque yo ya había contemplado
aquellas palabras con temor y compasión. Él me obligó a prometerle que
intentaría invertir el curso de aquella maldición, una promesa que deseo
cumplir. De conformidad con ello he devuelto todo lo que he podido al lugar
que le corresponde, aunque algunas de las puertas me han estado vedadas; lo
poco que queda lo he enterrado en mi jardín. Pero hay muchos caminos que
conducen a la Verdad. Nuestra obra magna jacobina c. 1623 es uno de ellos.
Shakespeare señala otro.
No me hago ilusiones de que usted quiera seguir un camino que a otros
les ha costado tan caro en felicidad y en sangre. Le escribo porque usted tiene
medios para preservar el conocimiento de que este camino existe, de que el
bien que hacemos nos puede sobrevivir mientras que el mal queda sepultado
con nuestros huesos.

Sinceramente suya,
Ophelia Fayrer Granville

—Que Ophelia pensara que Delia tenía razón no significa que la tuviera.
Esta vez lo manifesté en voz alta.
Ben escurrió la toalla en el fregadero.
—Ella creía tener pruebas —comentó—. O, por lo menos, pensaba que
Jem Granville tenía pruebas. —Se acercó a mí, se arrodilló y empezó a
frotarme suavemente la cara—. Un par de magulladuras y unos cuantos
arañazos. Nada demasiado impresentable. Es usted una mujer muy testaruda,
Kate Stanley.
Le así la muñeca.
—Tenemos que hallar lo que Granville encontró. Tenemos que hacerlo.
Su rostro estaba muy cerca del mío. Asintiendo con expresión seria, se
incorporó y se sentó en la silla que había a mi lado.
—Muy bien. ¿Qué es lo que sabemos? —Echó rápidamente un vistazo a
la carta—. Ophelia y Jem Granville estaban buscando Cardenio. Él encontró
la obra. Es posible que también hallara pruebas de que Shakespeare no era
Shakespeare. Jem muere; desaparecen las pruebas, Ophelia hace mutis. Más
tarde, reunió todas esas pruebas, pero no sabemos lo que se había llevado ni
de dónde. Lo que no pudo devolver, lo enterró en su jardín. Probablemente en
Henley-on-Arden.
»Donde debió de enterarse de los delirios de Delia, aunque, si Ophelia
vivía en 1932, debía de ser muy joven, apenas una niña, cuando Delia Bacon
estuvo allí. Eso debió de ser hacia finales de la década de 1850.
Aproximadamente unos setenta y cinco años antes.
»Estuvo buscando los papeles de Delia Bacon en nombre de Granville
en... ¿1881? ¿Pudo haberse llevado algunos con la intención de devolverlos
más tarde, pero no poder hacerlo porque entonces los papeles estaban
fuertemente custodiados en una biblioteca? ¿Las puertas que le estuvieron
vedadas pudieron ser las de la Folger?
Meneé la cabeza.
—No es difícil añadir papeles a una colección. Basta con deslizarlos
entre los demás. Lo arriesgado es sacarlos; o al menos eso considera todo el
mundo.
Una media sonrisa se dibujó en la boca de Ben mientras me miraba con
expresión pensativa.
—En cualquier caso —continué—, la Folger no adquirió los papeles de
Delia, o buena parte de ellos, hasta la década de 1960. Es posible, de todos
modos, que Ophelia volviera a solicitar tener acceso a los papeles familiares
con la intención de volver a dejar las cosas en su sitio, y que la petición le
fuera denegada.
—Y entonces echó mano de la pala del jardín.
Logré contener la risa.
—Dejándonos a nosotros la tarea de excavar en los jardines de todo
Henley.
—A no ser que sigamos uno de los restantes caminos que conducen a la
verdad.
«Nuestra obra magna jacobina de c.____________________1623»,
había escrito Ophelia. Saqué la ficha que Roz había escondido en el estuche
dorado, junto con el broche. Estaba tal y como yo lo recordaba. Al pedir
prestada la frase, Roz había llenado el hueco con la palabra «circa» y después
la había vuelto a abreviar, dejándola de nuevo en una «c.». Levanté la carta a
contraluz. La i después de la c resultaba ligeramente visible y la siguiente
letra parecía una r. Tenía su lógica como intento de reconstrucción del
contenido de la carta, pero es que Roz jamás había dejado que sus sueños
enturbiaran su erudición. Eso sólo le ocurría con sus relaciones. Por lo
menos, ahora sabíamos de dónde había sacado aquella exasperante frase.
Pero ¿por qué «nuestro»? ¿Sería posible que Ophelia hubiera tenido en su
poder un Infolio? No parecía probable. ¿Habría mantenido tratos con alguna
institución que sí lo tenía?
Eso de que Shakespeare señalara el camino parecía todavía más inútil. A
Shakespeare se le puede hacer señalar cualquier cosa y en cualquier sitio, tal
como suelen demostrar los directores antistratfordianos y los vanguardistas.
—El té —dijo Ben, como si ésta fuera la respuesta a todos los males del
mundo. Se levantó, se acercó al mueble de la cocina y encendió el quemador
encima del cual estaba la tetera—. Vamos a pensar con lógica —propuso
rebuscando en los cajones hasta encontrar unas tazas y una caja llena con más
de veinte variedades de té—. Ophelia anuncia que hay muchos caminos que
conducen a la Verdad y después menciona la obra magna jacobina. En otras
palabras, el camino número uno: el Primer Infolio. Las obras completas de
Shakespeare. —La tetera emitió un silbido y él echó el té—. Justo en la frase
siguiente nos dice, o le dice a la señora Folger, que Shakespeare señala
«otro». ¿Otro qué? Otro camino, cabe suponer. Pero si el Infolio señala un
camino, ¿por qué iba Shakespeare, es decir, sus obras completas, a señalar
otro en la frase siguiente? —Mientras me ofrecía una taza, contestó su propia
pregunta—. Son prácticamente lo mismo. A no ser que el segundo
Shakespeare no sean sus obras completas.
—¿A no ser que el segundo Shakespeare no sean las obras sino el
hombre? —aventuré.
Asintió con la cabeza y bebió un sorbo de té.
—Piense en sentido literal. ¿Hacia dónde señala Shakespeare?
Mientras el vapor de mi taza se elevaba como un cálido velo sobre mi
rostro, rememoré todas las imágenes que pude recordar. No el retrato grabado
que figuraba en el Infolio: allí no había manos. No el retrato de Chandos, el
óleo designado con la sigla NPG I, el retrato con el que se inició la Galería
Nacional de Retratos Británica. Ese lienzo retrata sobre todo un par de ojos
cautos e inteligentes. Los únicos otros detalles que podía recordar eran un
modesto cuello de linón y el destello de un pendiente de oro. Tampoco había
manos. Se conservaban otros retratos más dudosos cuyas frentes despejadas
se equilibraban con prendas más elegantes: raso carmesí con botones de plata
o brocado oscuro con hilos de oro y plata entretejidos. Pero todos ellos eran
imágenes de varones de hombros —o todo lo más codos— para arriba.
Ninguno de ellos señalaba hacia ningún sitio.
—¿Y qué me dice de las estatuas? —preguntó Ben.
Meneé la cabeza. La única estatua casi contemporánea era el
monumento funerario de Stratford. Aquella misma tarde había visto una
copia enfrente de la Sala de Lectura de la Folger. Un rostro casi tan redondo
como el de Charlie Brown y una expresión tirando a jovial o a presumida,
dependiendo de la disposición de ánimo del espectador. Estaba preparado,
con una pluma y una hoja de papel en blanco, descansando sobre un cojín.
Pero ¿preparado para qué? Parecía más bien un escribiente a punto de anotar
algo al dictado, más que un genio a la espera de la inspiración.
—La estatua por lo menos tiene manos —dijo Ben.
—Pero no señalan hacia ningún sitio.
—¿De qué época tiene que ser la estatua?
Me recliné hacia atrás en mi asiento. No había pensado en ello, pero,
claro, bastaba con que hubiera sido lo bastante antigua como para que
Ophelia y probablemente Jem la hubieran visto. ¿Qué otras estatuas de
Shakespeare había? Una borrosa imagen en blanco y gris se agitó en mi
mente. Mármol blanco, fondo gris...
—La abadía de Westminster.
Por un momento ambos nos miramos boquiabiertos de asombro.
—El Rincón de los Poetas —dijo Ben—. ¿Qué es lo que señala la
estatua de Shakespeare?
—Un libro quizás. O un pergamino. No estoy segura.
Ben posó su taza.
—Si lo desea, la llevaré a Londres. De todos modos, íbamos a pasar por
Heathrow para ir a Henley. Pero es posible que la policía haya pensado que el
Rincón de los Poetas podría ser otro objetivo, en cuyo caso habrá vigilancia.
Se inclinó hacia mí con resolución.
—Tengo que decirle, sin embargo, que si va usted ahora a la policía,
verán con toda claridad que es una víctima. Les puede decir todo lo que sabe
y dejar que ellos se encarguen de buscar al asesino. Pero si sigue huyendo, no
tendrán más remedio que pensar que está usted, como mínimo, asociada con
él. O con ella.
Me levanté de un salto y empecé a pasear arriba y abajo de la cocina.
—Y él o ella ya nos lleva una hora de ventaja, que puede llegar a
convertirse en varios días.
—No necesariamente —dijo Ben sin inmutarse—. El asesino no se llevó
la carta.
Me detuve en seco.
—¿Qué insinúa?
—Puede que no quiera que se descubra el hallazgo de Granville. A lo
mejor quiere que la búsqueda se detenga del todo.
Volví a pasearme por la cocina mientras rumiaba la idea.
—Hay montones de personas que no soportarían ver a Shakespeare
derribado de su pedestal.
—Olvídese de la cuestión de la autoría. No sabíamos nada de esto hasta
leer esta carta. Hasta ahora hemos estado buscando una obra teatral. —La voz
de Ben adquirió un tinte más siniestro—. ¿A quién no le interesa que se
encuentre Cardenio?
—¿Por qué no le iba a interesar a alguien...? —Me detuve a media frase
—. A los oxfordianos —dije con trémula voz—. A Athenaide.
«Las fechas son tan inseguras», había dicho antes en la Sala de Lectura.
Pero, en realidad, no lo eran. Si nosotros consiguiéramos encontrar Cardenio,
su hombre, la alhaja secreta incrustada en las mismas entrañas de su castillo,
el conde de Oxford, quedaría descartado.
El sesgo añadido de la búsqueda —el hecho de que Delia pudiera estar
en lo cierto— no le importaría en absoluto. Delia creía que sir Francis Bacon
era la mente que se ocultaba detrás de la máscara de Shakespeare. Y si
estabas dispuesto a matar para proteger a tu hombre contra la prueba de que
William Shakespeare de Stratford había hecho lo que los impresores decían
que había hecho, ¿por qué razón ibas a poner reparos a matar para proteger a
tu hombre contra sir Francis?
No, lo de Athenaide era lógico en la medida en que semejante brutalidad
se pudiera considerar lógica. Nadie sabía nada acerca de la búsqueda de
Cardenio, excepto nosotros tres. Ni siquiera se lo había dicho todavía a sir
Henry. Roz lo sabía, y estaba muerta. Maxine conocía una pista que llevaba a
la casa de Athenaide, y estaba muerta.
Athenaide me había dicho que el doctor Sanderson quería reunirse
conmigo en el Capitolio, pero cabía la posibilidad de que ella hubiera
organizado el encuentro, comunicándole a él el mismo mensaje de mi parte.
Cuando Sinclair estaba a punto de impedírmelo, Athenaide se había
encargado de que yo acudiera a la cita.
—Kate, el doctor Sanderson tuvo razón al prevenirla sobre Athenaide.
No por el hecho de que sea oxfordiana, sino porque no es trigo limpio. Nadie
manda construir inmensos túneles secretos en su propiedad por un simple
capricho histórico. Sobre todo a ochenta kilómetros de la frontera mexicana.
O trafica con drogas o trafica con seres humanos, o con ambas cosas a la vez.
Me senté. ¿Cómo había podido ser tan estúpida?
Lo de Athenaide tenía sentido de no ser por un detalle. La mano
buscando a tientas en mi entrepierna.
—Fue un hombre el que me atacó —dije estremeciéndome—. Aquí y en
la Widener.
—Roz me contrató a mí —observó Ben.
En otras palabras, las mujeres contratan a hombres. Por alguna razón, oí
la voz de Matthew. «Su protegido no se ha presentado.» Wesley North. El
hombre de Athenaide.
—Pero dejó la carta —dije, atacando todavía la teoría de Ben—. Si el
objetivo era pararme los pies, parárselos a todo el mundo, ¿por qué no
llevarse la carta?
—A lo mejor usted lo ha asustado.
—O usted.
Se encogió de hombros.
—O puede que dejara la carta deliberadamente para que usted la
encontrara.
Me eché bruscamente hacia atrás en la silla.
—Pero usted acababa de insinuar que trataba de pararme los pies.
Intentó matarme.
—Pero no lo hizo.
—¿Insinúa que falló a propósito?
—Cuando hay que pararle los pies a alguien, existen métodos fáciles y
seguros de hacerlo. Un tiro en la cabeza con una pistola con silenciador. Un
golpe en la nuca. Si de veras hubiera querido matarla, usted habría muerto
antes de que yo me presentara. Pero no ha sido así. Y por eso me pregunto:
¿por qué no? ¿Por qué son tan espectaculares estos asesinatos? ¿Y por qué ha
escapado usted no una sino dos veces? —Se encogió de hombros—. Una
posibilidad muy clara es la de que sean espectaculares precisamente porque
son un espectáculo destinado a influir en un público... muy especial.
—¿Yo?
—Quizás Athenaide quiera que usted haga exactamente lo que está
haciendo: seguir en la búsqueda con toda su determinación. Es posible que la
esté siguiendo, en lugar de anticipársele. Que le esté desbrozando el camino y
empujándola hacia delante. ¿No le parece?
Fruncí el entrecejo.
—¿Por qué? Fue usted quien dijo que ella no quería que se encontrara el
hallazgo de Granville.
—Quizá sería mejor decir que no quiere que salga a la luz. Nunca. Pero
la única manera de conseguirlo consiste en destruirlo. Y, para destruirlo, hay
que encontrarlo. Es posible que usted esté viva porque ella la necesita.
—Para encontrar Cardenio. ¿Y si lo encuentro?
—Athenaide lo destruirá, y también a usted. Y hará desaparecer
cualquier otra cosa que Granville pudiera haber encontrado.
Me puse a pasear una vez más por la cocina.
—No me lo puedo creer.
Ben se introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta y depositó algo
encima de la mesa. Un pequeño marco de plata. Me acerqué un poco, pero
guardando las distancias. Como si pudiera morderme.
La fotografía enmarcada era en blanco y negro y su composición
presentaba las líneas sencillas y elegantes de un retrato de Avedon. Una
mujer de talle de avispa permanecía de pie en aquella curiosa pose cóncava
de las modelos de alrededor del año 1955, la época de Vacaciones en Roma y
La ventana indiscreta. Era Athenaide. Más joven, bella y exquisita. Cerca de
ella, una niña la miraba extasiada. Su rostro conservaba todavía los dúctiles
rasgos de la infancia, pero era con toda evidencia una joven Rosalind
Howard.
Pese a todo, lo que más llamaba la atención era el sombrero de
Athenaide. Un sombrero blanco de ala ancha adornado con unas rosas del
tamaño de unas peonías tan negras que sólo un color, el rojo —un rojo
intensamente escarlata—, podía producir ese efecto en una película en blanco
y negro. Había visto antes el sombrero, pero en tecnicolor. Al lado del
cadáver de Roz.
—¿Dónde lo encontró? —le pregunté azorada a Ben.
—En el avión de Athenaide —me contestó.
—¿Por qué no me lo dijo?
—Porque no estaba seguro de lo que significaba.
«He descubierto una cosa muy importante», me susurró Roz al oído.
«¿Más importante que Hamlet? —contestó mi propia voz—. Más
importante...»
«Tienes que seguir adelante hasta donde te lleve», me había dicho ella.
El resultado saltaba a la vista.
—Otras dos personas han sido asesinadas por mi culpa —dije con un
sordo tono de voz—. Fui yo quien guió a Athenaide hasta el doctor
Sanderson. Y hasta Maxine Tom.
Apoyando ambas manos en mis hombros, Ben me dio una ligera
sacudida.
—Escúcheme bien: no importa quién sigue a quién. De eso no tiene
usted la culpa.
Mientras me aferraba a sus palabras, mi sensación de culpa cedió el
lugar a la cólera. Ben tenía razón: no importaba que yo persiguiera o que me
persiguieran a mí; mi decisión era la misma. Tenía que llegar hasta el final
antes de que lo hiciera el asesino.
—Debemos ir a la abadía de Westminster —dije con voz ronca.
—Con una condición —dijo Ben—. Jamás se apartará de mi vista. Ni
para rezar ni para mear. ¿De acuerdo?
—Muy bien.
—Prométamelo.
—Se lo prometo. Usted lléveme a Londres.
Se sacó algo del bolsillo. Un librito de color azul oscuro con un águila
dibujada en oro. Un pasaporte. Lo abrí. Allí estaba yo, mirándome a mí
misma. Por lo menos, la cara era la mía. Pero tenía el cabello corto y oscuro y
el nombre que figuraba en el pasaporte era el de un muchacho: Johnson,
William. Fecha de nacimiento: 23 de abril de 1982.
—Tendrá que teñirse el cabello y permitirme que se lo corte. A no ser
que usted misma quiera hacerlo.
—¿Por qué un chico?
—El asesinato de Sanderson fue horrendo, Kate. Y ya ha habido
suficientes asesinatos y lo bastante misteriosos como para calificarlos de
asesinatos en serie. La vigilancia en los aeropuertos ya es muy intensa y lo
será todavía más. Por otra parte, todas las heroínas de Shakespeare se tienen
que disfrazar de chico por lo menos una vez.
—¿Cree que dará resultado?
—¿Se le ocurre otra sugerencia mejor?
—Deme el tinte.
Rebuscó en el interior de una bolsa de plástico que había sobre la mesa,
me entregó un frasco y me indicó el camino del cuarto de baño. Contemplé el
conocido brillo castaño rojizo de mi cabello en el espejo. El tinte prometía ser
provisional. Me metí bajo la ducha y confié en que fuera verdad.
Con el cabello húmedo y luciendo el recién adquirido color casi negro,
Ben me lo cortó a toda prisa. Cuando terminó, la cara que vi en el espejo
habría podido ser de chico o de chica. Costaba decirlo. Aunque si me pusiera
la única ropa que tenía —la falda y los zapatos de tacón alto—, no habría
duda al respecto.
Ben se rió ante la idea. En el pasillo había dos pequeñas maletas
rectangulares con ruedas.
—Resulta sospechoso viajar a Europa sin equipaje —dijo—. Y
necesitará usted algunas cosas de todos modos. Aunque cabe la posibilidad
de que sean las únicas cosas de que disponga durante algún tiempo. Por
consiguiente, procure no maltratarlas.
En su interior encontré unos pantalones holgados, una camisa de manga
larga, una chaqueta también holgada, varios calcetines y unos cuantos pares
de zapatos. No me quedaban tan impecables como las prendas que me había
comprado sir Henry, pero no estaban mal. En el último momento, encontré la
tarjeta de Matthew en el bolsillo de mi falda y la traspasé a mi chaqueta.
—Tendrá que quitarse de encima a todos los maricas de Inglaterra —
dijo Ben cuando salí del cuarto de baño. Me entregó una larga cadena para el
cuello—. Para el broche —me indicó.
Una vez más me lo prendí alrededor del cuello, pero en esta ocasión me
lo colgué por dentro de la camisa.
Diez minutos después ya estábamos en un taxi rumbo al aeropuerto
Dulles.
Nuevamente encontramos unos billetes reservados a nuestros nombres.
Por supuesto correspondían a un destino equivocado. Pero esta vez subimos
al avión de la ciudad equivocada.
Despegamos a media noche rumbo a Frankfurt.
29

Volamos en clase turista, para variar. El servicio de business, argumentó


Ben, tiene ciertos inconvenientes cuando uno pretende formar parte de una
masa sin rostro. Mientras el aparato ascendía, palpé el volumen de Chambers
que había guardado en el bolsillo del asiento que tenía delante.
—Lo ha comprobado tres veces en diez minutos —comentó Ben—.
Estoy seguro de que sigue ahí.
—A lo mejor le nacerán piernas y huirá corriendo —repliqué—. Nunca
se sabe.
Un poco más tarde, los carritos con la cena y las bebidas ocuparon el
pasillo, dejándonos confinados en nuestros asientos. Tras retirar el plástico
que envolvía nuestras bandejas nos dispusimos a cenar.
—Bueno —dijo Ben, inclinado sobre una pastosa lasaña—, explíqueme
por qué alguien podría pensar que Shakespeare no escribió las obras. Alguien
que no sufra alucinaciones —añadió.
«La señorita Bacon tenía razón. Una razón que se sumaba a otra razón»,
pensé.
Tomé un sorbo de vino.
—Por mucho que me duela reconocerlo, Athenaide tiene razón. El autor
que requieren las obras no encaja con el hombre que nos ofrece la historia.
Los stratfordianos dicen que el desemparejamiento es una ilusión óptica, un
problema de deterioro de las pruebas a causa del desgaste producido por el
paso del tiempo, y escriben ensayos que relacionan al hombre de Stratford
con las obras. Los antistratfordianos, por otra parte, dicen que el
desemparejamiento es real: el resultado de dos personas distintas que utilizan
el mismo nombre: un actor de Stratford que prestó o vendió su nombre a un
tímido dramaturgo para que lo utilizara como máscara. Y a su vez escriben
ensayos en los que se mantiene la distinción entre el actor y el escritor.
»Ambas partes afirman estar en posesión de la verdad. Califican sus
argumentaciones de historia y biografía y atacan a sus oponentes,
llamándolos insensatos, locos y mentirosos... Ya oyó usted a Athenaide. Ellos
han adoptado incluso el lenguaje de la religión y hablan de ortodoxia y
herejía.
—¿Ellos? —preguntó—. ¿Se sitúa usted por encima de todo como si
fuera un dios que contemplara las trifulcas de sus hijos?
—Si yo fuera tan divina, tendría una respuesta. Pero la verdad es que no
sabemos quién escribió las obras. No lo sabemos con la misma certeza con
que sabemos que el agua se compone de dos partes de hidrógeno y una de
oxígeno o que todos los seres humanos morirán. —Rememoré el rostro del
doctor Sanderson y se me hizo un nudo en la garganta—. La preponderancia
de las pruebas apunta al actor de Stratford. Pero las lagunas de la historia son
lo bastante profundas como para resultar inquietantes... En un juicio penal,
dudo que usted pudiera atribuir las obras al actor según el criterio del «más
allá de toda duda razonable». —Alargué la mano por debajo de la mesita de
mi bandeja y busqué en el bolsillo del asiento que tenía delante—. En
realidad, el nexo entre el actor y las obras lo estableció Ben Jonson, quien
conoció al actor y leyó el Primer Infolio, cuya edición Jonson probablemente
preparó. —Saqué el facsímil en edición de bolsillo y lo abrí por la página del
retrato del hombre de la cabeza de huevo.
»El Infolio señala al hombre de Stratford. Por otra parte, todo lo que
dice Jonson acerca del autor y su retrato suena evasivo y quizás irónico. Por
consiguiente, ¿se estaba comportando Jonson como "el sincero Ben"? ¿O se
comportaba más bien como el irónico e ingenioso Ben Jonson? Porque fíjese
en el verso de la dedicatoria, justo delante del absurdo retrato:

Lector, contempla

no su retrato sino su libro.

—Sensato consejo dada la fealdad del retratado.


—Sí, pero no es necesario torcer demasiado las cosas para que el verso
se convierta en una velada insinuación de que el retrato no corresponde en
realidad a Shakespeare. Además, como acontecimiento editorial, parece ser
que el Infolio se publicó casi a escondidas, con un susurro, cuando no un
gemido. Cuando Jonson publicó el infolio de sus propias obras completas en
1616, unos treinta conocidos poetas y literatos le dedicaron sonetos de
triunfal alabanza. A Shakespeare sólo Jonson, de entre los escritores más
conocidos, pudo o quiso dedicarle algo. Los demás, y sólo hubo tres, eran de
tercera categoría, si es que se les podía clasificar de alguna manera.
—Por consiguiente, si no fue Shakespeare, ¿quién fue?
Levanté las manos en gesto de impotencia.
—Aquí está el busilis. En primer lugar, ¿a quién le podría interesar el
sigilo? A un aristócrata, posiblemente, pues el escenario habría sido un
desdoro para el nombre de la familia. A una ramera, sin duda. Y después hay
lectores que creen ver mensajes secretos en las obras, por regla general de los
masones, los rosacruces o los jesuitas. O bien se formulan afirmaciones según
las cuales el autor —generalmente Bacon— era el hijo de la reina. Para ellos,
la máscara constituye una medida de seguridad necesaria.
»Pero ¿cómo demonios se pudo guardar semejante secreto? Digamos
que es cierto y que las obras las escribió otro. Aunque no supiera quién lo
hizo, Ben Jonson debía de saber que el actor no las escribió, y lo mismo cabe
decir de los Hombres del Rey. Eso significa que hubo un montón de personas
que guardaron silencio, nada menos que en una época que era tan aficionada
a los chismorreos.
—Eso explicaría los esquizofrénicos comentarios de Jonson acerca de
Shakespeare —dijo Ben.
—Sí, pero no explicaría que nadie le negara a Shakespeare su condición
de autor durante su vida, ni mucho tiempo después de su muerte. En segundo
lugar, y hablando más en serio, no hay más candidatos a quienes adjudicar la
autoría. Los antistratfordianos argumentan con cierta base que no parece
probable que el hombre de Stratford fuera el autor... más aceptable de lo que
la mayoría de estudiosos estarían dispuestos a reconocer. Pero nadie ha
conseguido sacarse de la manga otro autor que reúna en su persona la
convincente combinación de medios, motivos y atributos para llevarse el gato
al agua.
Me toqué la nuca; me sentía la cabeza extrañamente ligera con mi nuevo
corte de cabello.
—Bacon fue la elección de Delia.
—Bacon a favor de Bacon —dijo Ben en tono meditabundo—. Parece
un poco barrer para casa, ¿no cree? Una especie de nepotismo a la inversa.
Esbocé una sonrisa.
—No hay ninguna relación de parentesco entre ellos. Delia se volvió
loca tratando de demostrar que sir Francis escribió las obras de Shakespeare,
pero yo juraría por mi alma ante el demonio que no fue él quien las escribió.
Sir Francis era un hombre brillante, el principal abogado de la Corona bajo el
reinado del rey Jacobo. Poseía ciertamente la educación adecuada y el hábito
de la escritura. Es uno de los grandes escritores en prosa de la lengua inglesa.
Pero sus escritos no suenan ni de lejos a Shakespeare. Sería como decir, qué
sé yo, que una misma mente pudo crear la obra de William F. Buckley Jr. y la
de Steven Spielberg. Bacon era asombrosamente erudito, en el campo
político, filosófico y enciclopédico, y Shakespeare era un aventurero épico en
los géneros más importantes de la literatura.
El auxiliar de vuelo recogió nuestras bandejas y me desperecé y cambié
de posición.
—Aunque Delia convirtió a Mark Twain.
—¿El Mark Twain de Huck Finn y de Tom Sawyer? —preguntó Ben.
Me lo estaba pasando bien.
—Twain leyó el libro de Delia Bacon mientras pilotaba embarcaciones
de vapor en el Misisipí, y hacia el final de su vida, escribió una humorística
antibiografía del hombre de Stratford titulada ¿Ha muerto Shakespeare?
Tendría que buscarla alguna vez en internet.
—¿Y qué me dice de Oxford, el hombre de Athenaide?
—Es el hijo alternativo preferido en estos momentos. Por desgracia para
él, su principal defensor era un hombre apellidado Looney [10].
Ben se partió de risa.
—Se pronuncia «Loney», pero no les ha hecho ningún favor a los
oxfordianos. Sin embargo, su libro convenció a Freud, entre otros. No
obstante, Oxford tiene algunos tantos a su favor. Tal como señaló Athenaide,
Hamlet repite extrañamente como un eco algunos episodios de su vida.
—También señaló que usted lo había dicho, para ser más exactos —dijo
Ben con una relamida sonrisa en los labios.
—Y también dije que las reminiscencias no convierten las obras en
autobiográficas. Por otra parte, el conde tenía la educación y las experiencias
adecuadas. También consta que escribió piezas teatrales, aunque todas se han
perdido. En cambio, se conservan algunos de sus poemas, bastante buenos
por cierto y algunos de ellos escritos con el insólito esquema métrico propio
de Shakespeare. Y lo más intrigante es que en sus escritos se pueden
encontrar referencias a Vere. O «Ver», tal como a menudo lo escribía el
conde.
—¿Como en Vero nihil verius?
—Sí, pero en inglés. Juegos de palabras con ever y never [11]. Mi
preferido es el encabezamiento de un prefacio de la obra Troilo y Crésida: «A
Never Writer to a Never Reader» [12]. Pero, si se desplaza la posición de
algunas letras, la frase se convierte en «An Ever Writer to an Ever Reader»
[13], lo cual se convierte a su vez en «An E. Ver Writer to an E. Ver Reader»
[14].

—Genial.
—Contexto —dije amargamente—. Fíjese en el contexto. ¿Tiene usted
alguna idea de cuántas veces utilizó Shakespeare la palabra ever? Del orden
de unas seiscientas. Lo he mirado. Y el vocablo every aparece otras
seiscientas veces. Agréguele never y tendrá otras mil. Añada las traducciones
inglesas de verdadero y verdad, y tendrá alrededor de mil palabras con las
que jugar en los escritos de Shakespeare. Con esta frecuencia, no es de
extrañar que a un par de ejemplos se les pueda atribuir otro significado. Pero,
si se refiere usted al otro significado y le gustan los rompecabezas
complicados, ¿no cree que aparecería más de una o dos veces sobre tres mil?
—Sigue siendo genial.
—Si éste le gusta, seguro que le encantará el verso «Every word doth
almost tell my name» [15], perteneciente a los Sonetos. Tome el ver de Every y
trasládelo al final de la frase, y entonces Every word se convierte en Eyword
Ver. Cambie la y por una d y obtiene Edword Ver.
—¿Y eso no es hacer trampa?
—Lo podría parecer. Pero el verso dice que no tiene que ser exacto.
«Casi» dice su nombre. O sea que «Eyword Vere» es «casi» Edward Vere...
—Muy ingenioso.
—Por supuesto, siempre que esté dispuesto a ignorar el espectacular
final de este mismo soneto... sus cuatro palabras finales.
—¿Que son?
—«Mi nombre es Will.»
—Está usted de guasa.
Meneé la cabeza.
—¿Y eso cómo lo explican los oxfordianos?
—Diciendo que Will era uno de los apodos de Oxford.
—¿Sobre qué base?
—Especialmente este soneto.
—Pero eso es un razonamiento viciado.
—Más bien es un razonamiento que se hunde en espiral en un negro
abismo de engaño. Y no es que los que miran a Oxford con escepticismo no
tengan sus propios remolinos de sentimentalismo. Debo decir que una de las
razones por las cuales tengo problemas con él es el hecho de que no fuera una
buena persona. Uno puede ser un genio y ser al mismo tiempo irascible e
incluso cruel, naturalmente. Picasso y Beethoven no eran precisamente unos
ositos de peluche. Sin embargo, me gustaría pensar que la persona que se
inventó a Julieta, Hamlet y Lear tenía buen corazón.
»Pero el verdadero inconveniente de Oxford es su muerte. Athenaide
puede cansarse de decir que las fechas son inseguras, pero se equivoca. Por
supuesto que en una obra aislada las fechas pueden presentar variaciones de
uno, dos e incluso cinco años. Pero ¿que toda la obra de Shakespeare presente
una variación de una década o más? Eso no es posible.
—¿Por qué no?
Las luces de la cabina se amortiguaron y me cubrí con una manta. Me
saqué el broche del interior de la camisa y lo hice girar hacia uno y otro lado
en su cadena.
—Dentro de cuatrocientos años, si se escucharan todas las grabaciones
supervivientes de música rock, ¿cree que se podría desplazar una década toda
la producción de los Beatles? ¿Que se podría tomar el arco comprendido
entre «Love Me Do» y el ácido bamboleo de «Come Together» y retrasarlo a
la década de 1950 del doo-wop con un simple movimiento de la mano,
diciendo que las fechas son inseguras? ¿Cree que algo así se podría hacer si
se conociera también el contexto de Elvis Presley, Buddy Holly, Fats
Domino, los Stones, Cream, The Doors y The Who, o incluso sólo sabiendo
algo acerca de la divisoria existente entre la década de 1950 y la de 1960?
¿Cree que se podría confundir a los Beatles con un grupo de la década de
1950?
—¿Está usted diciendo que la ignorancia es una bendición?
Solté una sonora carcajada.
—Lo que estoy diciendo es que muchos stratfordianos andan
revolviendo la cultura renacentista en busca de una determinada respuesta y
no ven el bosque por culpa de un árbol en particular.
—Pues, entonces, ¿qué es lo que usted cree? —preguntó Ben.
Esbocé una sonrisa.
—Dickens escribió una vez a un amigo y le dijo algo así como: «Es un
gran consuelo que se sepa tan poco acerca de Shakespeare. Es un hermoso
misterio y tiemblo cada día temiendo que aparezca algo...». Creo que estoy
con Dickens.
—¿Y si aparece algo? ¿Cree que alguna vez conoceremos la verdad?
El broche se seguía moviendo hipnóticamente de un lado para otro.
—Podría aparecer toda una constelación de hechos. Si están ahí,
convendría que salieran a la luz; no creo en la conveniencia de esconder los
datos o de escondernos de ellos. Pero los datos no son lo mismo que la
verdad, especialmente en cuestiones relacionadas con la imaginación y el
corazón. No creo que Dickens se tenga que revolver en su tumba, temiendo
que uno o dos datos, o dos mil, borren el misterio de la mente capaz de
escribir Romeo y Julieta, Hamlet y El rey Lear.
La cadena de la que colgaba el broche se rompió y éste resbaló al suelo.
Ambos nos agachamos para recogerlo y la mejilla de Ben rozó la mía. Antes
de darme cuenta de lo que estaba haciendo, me volví y lo besé. Se le
iluminaron los ojos de asombro y después me besó a su vez. Al comprender
lo que estaba ocurriendo, me incorporé bruscamente.
Él estaba todavía inclinado con una expresión de perplejidad en el
rostro. Muy despacio recogió el broche y se incorporó.
Sentí que me ardían el pecho y las mejillas.
—Lo siento.
—Pues yo no —dijo él, mirándome estupefacto mientras depositaba el
broche en mi mano—. Interesante eso de que a uno lo bese un chico. Es la
primera vez que me ocurre.
Se me dilataron los ojos de pánico. Lo había olvidado.
—Procure recordarlo —me dijo sonriendo.
Asentí, refunfuñando quedamente. ¿Interesante? Para acabar de
arreglarlo, había prometido no apartarme de su vista. Y, aunque no me
hubiera atado a él, la señal indicaba que tenía que mantener el cinturón
abrochado. Ni siquiera podía ir al cuarto de baño. Aunque el único lugar al
que hubiera deseado ir era la bodega de equipaje, donde quizá me pudiera
acurrucar en el interior de una caja.
Ben volvió a reclinarse contra el respaldo de su asiento; apenas podía
ver el brillo de sus ojos en la oscuridad.
—Buenas noches, profesora —dijo antes de quedarse profundamente
dormido.
Tras prenderme cuidadosamente el broche en la parte interior de la
chaqueta, incliné todo lo que pude mi asiento hacia atrás. Al poco rato, Ben
se estiró, cambió de posición y su pierna me rozó la mía. Permanecí un buen
rato despierta en la oscurecida cabina rodeada por el ritmo de los suaves
ronquidos de los pasajeros, consciente de su calor. Mientras me iba quedando
dormida, oí la voz de Roz diciendo: «Hay muchos caminos que conducen a la
Verdad». «Las palabras de Ophelia —pensé con irritación—. No las de Roz.»
30

En Frankfurt pasamos por el control de pasaportes y recogimos nuestro


equipaje.
—Deme su pasaporte —me dijo Ben después de pasar la aduana.
—Y ahora, ¿qué?
—Comemos —contestó, dirigiéndose hacia una pequeña y alegre
cafetería con mesas de tablero de granito, donde pidió café y pastas en un
alemán que me sonó fluido.
—¿Cuántos idiomas habla? —le pregunté con algo más que una pizca de
envidia.
Se encogió de hombros.
—Empecé con el español. Me costó bastante trabajo comprender que el
inglés y el español eran idiomas distintos. A partir de entonces, los demás se
me han dado muy bien. De la misma manera que algunas personas pueden
interpretar una pieza musical tras haberla oído sólo una o dos veces.
—Algunas personas pueden tocar la música de «María tenía un
corderito» —repliqué—. Pero nadie domina las sinfonías de Beethoven o de
Mahler tras haberlas escuchado una sola vez.
—Decir «Dos cafés, por favor, y un Strudel de manzana» está
probablemente más cerca de «María tenía un corderito» que de Mahler, pero
supongo que, para pedir prestada una frase, en cuestión de idiomas como de
geografía, me encuentro más o menos a gusto en cualquier sitio y en ninguno.
—¿Y eso cómo ocurrió?
—¿Lo de los idiomas o lo de la geografía?
—Ambas cosas.
Se reclinó contra el respaldo de su asiento y sonrió. En medio de una
oleada de calor, recordé que lo había besado y aparté la mirada.
—En primer lugar, mis padres son políglotas —dijo—. Mi madre habla
cuatro idiomas. No quería que sus hijos retrocedieran en lo que ella llamaba
la curva del aprendizaje. Y, en segundo lugar, soy incapaz de estarme quieto.
En una familia de banqueros, abogados y médicos, la única forma respetable
de escapar de tu destino es la carrera de las armas. —Se encogió de hombros
—. Es una manera de ver el mundo.
—¿Y el respetable antídoto contra la profesión de soldado?
—Si lo hay, no lo he encontrado. —Tras apurar el último sorbo de café,
se sacó mi pasaporte del bolsillo superior de la chaqueta y me lo entregó—.
Prueba instrumental número uno de corrupción.
Estaba a punto de guardármelo, pero él me advirtió:
—Yo que usted lo examinaría.
Era un pasaporte distinto. Mi fotografía era la misma, pero el nombre
había pasado de William Johnson a William Turner y los sellos de los países
también eran distintos. Por de pronto, eran más numerosos. Al parecer,
Turner había estado buena parte del verano viajando por Europa. El sello
alemán indicaba que había permanecido una semana en Alemania.
—Por si la ruta aérea de Washington DC a Londres estuviera vigilada —
comentó.
—¿Cuántos pasaportes de esta clase tiene?
—Esperemos que éste la lleve a donde necesita ir.
Mientras que la ruta aérea de la capital de Estados Unidos a Londres
estaba vigilada, la de Frankfurt a Londres no lo estaba; por lo menos nadie
buscaba a un tal William Turner. Aterrizamos en Heathrow sobre las tres de
la tarde. Ben desapareció en la cola de «Reino Unido y Comunidad
Económica Europea»; tras haberme abierto paso a impacientes empujones en
la cola de «Otros», un cordial sujeto tocado con un turbante sij me franqueó
la entrada a Gran Bretaña. Ben ya había recogido nuestras maletas. Nadie nos
miró mientras pasábamos la aduana. Fuera, el Bentley de sir Henry nos
estaba esperando.
—¡Dios bendito! —exclamó sir Henry sorprendido mientras yo me
deslizaba a su lado en el asiento posterior del automóvil—. Resulta usted un
muchacho muy guapo, Kate.
—William —lo corregí con arrogancia—. William Turner.
—¿Adónde vamos, señor Turner?
—A la abadía de Westminster —indicó Ben, subiendo detrás de mí.
Barnes, el chófer, hizo un ademán de entendimiento con la cabeza.
—Y usted debe de ser el señor Útil Para Todo —le dijo sir Henry a Ben
—. Espero que Kate se las haya arreglado para averiguar exactamente qué
clase de habilidades posee.
Cuando el vehículo se apartó del bordillo, fruncí el entrecejo y presenté
a Ben a sir Henry. Inclinándose hacia delante, éste pulsó el botón que
levantaba la separación de cristal entre el asiento del conductor y la parte de
atrás. Después se volvió hacia mí.
—He descubierto el veneno que mató a Roz.
Me quedé petrificada.
—Fue potasio. O sea que nada del misterioso «jugo de tejo en una
ampolla». Una simple solución de potasio inyectada en el cuello de Roz.
Fácil de encontrar, fácil de utilizar, de rápidas y fatales consecuencias y
prácticamente imposible de detectar.
—¿Y cómo lo detectó usted?
—No fui yo —contestó sir Henry—. Fue el inspector Siniestrísimo
quien lo hizo. Resulta que es tan ingenioso como siniestro. Hasta dudo de que
pueda mear más de una vez el día de su cumpleaños, pero su equipo de
colaboradores es más humano. Eso es lo que me han dicho: después de la
muerte, todas las células del cuerpo liberan potasio. Por consiguiente, su
elevada presencia es natural en un cadáver. Pero resulta que el potasio no es
simplemente un indicio de muerte, es también una de sus causas. El corazón
sano camina por una cuerda floja: déficit de potasio, igual a parada cardíaca.
Exceso de potasio, el mismo problema. Por consiguiente, una inyección de
solución de potasio en la yugular digamos que podría surtir el mismo efecto
que el tejo de que se habla en Hamlet. —Su voz adquirió un timbre más
profundo—. Esa ponzoñosa destilación cuyo efecto es tan contrario a la
sangre del hombre que, tan sutil como el mercurio, transita por... el cuerpo y
con súbito vigor... cuaja la pura y salutífera sangre.
Tenía sentido. Maxine y el doctor Sanderson también habían muerto... y
asimismo de una manera rápida, sin el forcejeo que cabría esperar de una
mujer que se ahoga o de un hombre apuñalado en un lugar bastante público.
Lo cual tendría sentido si ambos ya hubieran estado muertos o moribundos
cuando les... ¿cuál sería la expresión más correcta? ¿Asignaron sus papeles?,
¿se los prepararon a la medida? Me llené de furia.
—Al asesino no le bastó con matar a Roz.
—Me lo imaginaba —dijo sir Henry—. Lo siento. Si puede resistirlo,
me gustaría oír lo que usted sabe.
Mientras nos acercábamos a Londres, le puse al día, carta por carta,
muerte por muerte, hasta llegar al asesinato del doctor Sanderson.
—Julio César —dijo sir Henry en tono pausado.
—Esto es lo que apretaba en su mano.
Le entregué la carta de Ophelia a la señora Folger y le observé mientras
leía con el rostro cincelado por una creciente expresión de desagrado.
—¿Que la señorita Bacon tenía razón? —Levantó los ojos con
incredulidad—. ¿Una razón que se sumaba a otra razón?
—Ophelia así lo creía.
—¡Qué disparate! —replicó sir Henry—. ¿No me irá a decir que la toma
usted en serio?
—Tres personas han muerto y a mí me han atacado dos veces. Eso me lo
tomo en serio.
Sir Henry se mostró inmediatamente arrepentido.
—Pues claro. Es normal. Perdóneme.
—Le envió esto a la señora Folger, junto con la carta.
Le entregué el broche que el doctor Sanderson apretaba en su mano en el
momento de morir.
Frunció el entrecejo.
—Es igual al que Roz le dio a usted, ¿verdad?
Asentí con la cabeza.
—Éste es el original. Ella debió de comprar una de las reproducciones
que venden en la tienda de regalos de la Folger, probablemente a modo de
pista que me pudiera llevar a la carta. Sabemos que la vio... parece ser que de
allí sacó el término de «obra magna jacobina».
Examinó minuciosamente el broche y después le dio la vuelta,
empujándose las gafas hacia arriba para estudiarlo con más detenimiento.
—¿Éste es el que encontró en la mano del doctor Sanderson?
Asentí.
—¿Me permite ver el que Roz le regaló?
La joya estaba caliente por estar en contacto con mi cuerpo. Me
desabotoné la chaqueta a regañadientes y lo desabroché. Tras devolverme el
original, sir Henry sometió la copia al mismo examen.
—Sí, me ha parecido recordarlos —dijo poco después. Inclinó el broche
hacia abajo y me miró—. O usted los ha cambiado o nuestra Roz se apropió
de algo que no era suyo. Fíjese. —Me señaló una hilera de varias marcas
diminutas grabadas en el oro de la parte posterior—. Marcas de contraste. En
Gran Bretaña, se exigen en todas las piezas de oro de cierto peso. Una de
ellas, las tres gavillas de trigo, es la marca del laboratorio de examen de la
calidad de los metales de Chester. Pero ese laboratorio cerró hace mucho
tiempo, antes de que usted naciera, creo yo. Tal como le dije cuando me la
mostró por primera vez, lo más seguro es que esta pieza sea victoriana. —Me
la devolvió—. Pero no es falsa o neovictoriana, que conste. Victoriana sin
más. —Hizo un gesto de desprecio—. La otra es una baratija moderna. No
lleva marcas de contraste, por consiguiente, o no es británica o no es de oro.
Probablemente no es ni una cosa ni la otra.
Contemplé los dos broches, el de Roz en mi mano izquierda y el del
doctor Sanderson en la derecha.
—Pero ¿por qué iba Roz a apropiarse de algo ajeno?
—A pesar de sus afirmaciones en el sentido de que ella vivía al margen
de las normas, robar no es muy propio de una buena profesora, ¿no le parece?
Vamos a echar otro vistazo a esta última carta.
Los tres nos inclinamos sobre ella en el asiento posterior del automóvil.
El tono era esencialmente el mismo que el de la mucho más antigua carta de
Ophelia a Jem, aunque menos afanoso, como si la sensación de vértigo se
hubiera desvanecido en cierto modo. Pecamos contra Dios y contra el
hombre. ¿Qué había ocurrido?

He devuelto todo lo que he podido al lugar que le corresponde, aunque


algunas de las puertas me han estado vedadas; lo poco que queda lo he
enterrado en mi jardín. Pero hay muchos caminos que conducen a la Verdad.
Nuestra obra magna jacobina, c____________________1623 es uno de
ellos. Shakespeare señala otro.

—Ah —dijo sir Henry—. ¿Por eso quiere ir a Westminster?


Asentí.
—Admirablemente ingeniosa.
—Si yo fuera tan admirable, ahora nos estaríamos dirigiendo al jardín de
Ophelia armados con palas. ¿Le he dicho que se crió en Henley-in-Arden,
cerca de Stratford? Su padre era el director del manicomio en el que fue
ingresada Delia Bacon.
—Ophelia —dijo mientras el asombro asomaba a su rostro.
—Lo sé. Es algo así como tentar el destino que un médico de locos
bautice a su hija con el nombre de Ophelia. Nos hemos preguntado si podría
ser el jardín de Henley al que ella se refiere, si es que todavía existe.
—Pero lo tiene en su mano —dijo sir Henry.
—¿Qué es lo que tengo en mi mano?
—Su jardín —señaló mi mano izquierda.
Contemplé las flores del broche de Roz, unas delicadas ramitas de color
blanco, amarillo y morado sobre un fondo ovalado más profundo y oscuro
que la medianoche. «Hay romero, que es para la memoria. Y trinitarias, que
son para los pensamientos. —Hinojo y campanillas; ruda, margaritas y
violetas marchitas—. Las flores de Ophelia.»
De repente, el broche me quemó en la mano.
Sir Henry lo tomó con delicadeza. Le dio la vuelta, buscó en su bolsillo
con la otra mano, sacó una pequeña navaja y lo abrió. Con mucho cuidado,
empezó a tantear las junturas de la parte posterior de la pieza que, con un
delicado clic, se abrió como un medallón.
Dentro vi el destello de unas llamas. Oculto en el interior del broche
había un exquisito retrato en miniatura de un joven.
—Hilliard —dijo sir Henry con reverente admiración.
Nicholas Hilliard era para la pintura inglesa del Renacimiento lo que
Shakespeare era para el teatro inglés de ese mismo período histórico. El
pintor había retratado a su modelo vestido con un sencillo atuendo doméstico
con una holgada camisa de linón de ancho cuello de encaje y la pechera
todavía desabrochada. El joven llevaba el cabello corto y tanto el bigote
como la perilla estaban cuidadosamente recortados; una cruz de rubíes
brillaba en su oreja. Sus ojos eran inteligentes y sensibles y mantenía las
cejas enarcadas como si acabara de contar un chiste muy gracioso y se
preguntara si su interlocutor había sido lo suficientemente rápido como para
comprenderlo. Sostenía en una mano una joya colgada de la cadena de oro
que le rodeaba el cuello. En segundo plano, las llamas parecían parpadear y
silbar.
—¿Quién es? —pregunté en un susurro.
Sir Henry señaló las oscuras letras de filigrana escritas en el borde
izquierdo de las llamas. «Mas tu eterno estío no se apagará.»
—¿Conoce usted el verso? —inquirió con voz ronca.
Asentí con la cabeza. Pertenecía a uno de los más célebres sonetos de
Shakespeare, el que empezaba con los versos: «¿Te compararé con un día
estival? Tú eres más bella y sosegada».
La voz de sir Henry llenó el interior del vehículo:
Mas tu eterno estío no se apagará,
ni perderá la posesión de esta belleza que tú tienes,
ni la muerte se jactará de haberte arrastrado a su sombra
cuando en perennes versos tú crezcas en el tiempo.

Deteniéndose brevemente, elevó el último dístico a algo muy parecido a


la música:

Mientras haya hombres que respiren y ojos que puedan ver,


todo ello perdurará y vida te dará.

—¿Entonces usted cree que es William Shakespeare? —preguntó Ben.


Sir Henry meneó la cabeza.
—No. William, sí. Shakespeare, no.
Ladeó la cabeza como si estuviera escuchando una lejana melodía y citó
otro soneto distinto:

Quienquiera que tenga su deseo, tú tienes a tu Will,


y a Will por añadidura, y a Will en sobreabundancia.

—Éste es Shakespeare hablándole a su amante de su afición a jugar a


dos bandas... El joven a quien el poeta empujó a los brazos de la mujer parece
ser que era otro Will, ¿comprende? —Sir Henry lanzó un suspiro—. O sea
que no es Shakespeare, no. Es el amado de Shakespeare.
—Uno de ellos —dijo Ben.
Sir Henry le lanzó una mirada de reproche.
—Si queremos hacer alguna conjetura, aquí estamos viendo al joven
rubio de los sonetos de Shakespeare, ardiendo en las doradas llamas del
amor.
—Pero ¿qué clase de amor? —pregunté, señalando las letras que se
curvaban hacia abajo en el borde de la derecha.
«Ad majorem Dei gloriam», decían. A la mayor gloria de Dios.
Miré con más detenimiento. El objeto que sostenía el joven en la mano
era la única parte de la pintura cuya belleza no estaba a la altura del resto,
como si se hubiera modificado en una fecha más tardía. Ignoraba qué había
tenido en sus manos inicialmente el modelo, pero ahora sostenía un crucifijo.
Un objeto prohibido en la Inglaterra de Isabel y de Jacobo. La Iglesia
anglicana veneraba las cruces sencillas; el crucifijo, con la figura de Cristo
doliente, era un signo de Roma. Del catolicismo.
Hilliard, un fervoroso protestante que se ganaba la vida complaciendo a
la corte, había pintado sin duda el fuego y el hielo de la pasión carnal; pero
más tarde unos cuantos trazos de otro pincel más áspero habían cambiado la
escena por otra en la que se representaba otra clase de pasión completamente
distinta: las llamas del martirio. Pero ¿de un martirio auténtico o de un
martirio simplemente esperado?
—Me temo que aquí no pueden aparcar —dijo una voz.
Pegué un brinco en el asiento y cerré el medallón.
El vehículo había aminorado la velocidad y alguien había bajado el
cristal de la ventanilla. Enmarcado en ella vi el rostro de un hombre de
mediana edad, con el cabello gris muy corto y unas gafas de gruesos cristales;
vestía una túnica roja de sacristán. A su espalda, el blanco encaje de piedra de
la abadía ocupó toda mi visión.
—Aquí no pueden aparcar —repitió, pero enseguida se detuvo—. Oh,
sir Henry. No me había dado cuenta de que era usted. Encantado de volverle
a ver, señor.
Y entonces, a pesar de que las normas lo prohibían expresamente, sir
Henry obtuvo permiso para aparcar su Bentley delante del pórtico de la
abadía, con la excusa de que deseaba mostrar a dos jóvenes amigos los
esplendores del canto de vísperas. Me guardé el broche en el bolsillo de la
chaqueta y bajamos del automóvil.
El sacristán estaba impidiendo la entrada a un pequeño grupo de turistas.
—Me temo que el servicio ya ha empezado —dijo el sacristán.
—Seremos tan silenciosos como ratones de iglesia —le prometió sir
Henry.
—En menos de lo que canta un gallo estaremos afuera —dijo Ben
mientras nos dirigíamos a toda prisa hacia la gran fachada occidental—. Será
una visita rápida.
Dentro, una acuosa luz verdegrís brillaba débilmente con los vivos
colores de los profetas de la vidriera occidental. Más adelante, el sobrenatural
sonido de la solitaria voz de soprano de un muchacho se elevó hacia las
bóvedas del techo. «Mi alma magnifica al Señor...» Los bajos profundos del
coro de hombres se añadieron a las jóvenes voces en el encaje auditivo de la
polifonía isabelina. William Byrd tal vez, o Thomas Tallis.
Sir Henry estaba cruzando a grandes zancadas la desierta nave en
dirección al cálido resplandor dorado del coro. Tuve que apurar el paso para
darle alcance. A través de un alto arco ojival de filigrana de piedra vislumbré
el coro y los fieles, pero sir Henry giró a la derecha por detrás de una gruesa
columna y continuó por un pasillo débilmente iluminado. Ben y yo lo
seguimos. El pasillo desembocó en un espacio abierto y sir Henry se detuvo y
señaló con la mano. Estábamos en el crucero sur. El Rincón de los Poetas.
Delante de nosotros, en un elevado pedestal bajo un frontón neoclásico,
Shakespeare presidía el Rincón de los Poetas con su figura en mármol blanco
de tamaño natural. En los pedestales adyacentes los bustos de otros vates
flotaban como un enjambre de solemnes querubines, pero el dramaturgo o no
se daba cuenta o no le importaba. Con su aire perennemente imperturbable,
se inclinaba un poco hacia delante con el codo del brazo derecho
descansando sobre una pila de libros, y con el dedo índice de la mano
izquierda señalaba un pergamino situado a media altura de los libros.
Me acerqué de puntillas para leer las palabras labradas en él. Las
nostálgicas palabras de Próspero con las que el mago se despide del arte en
La tempestad mientras los cantos del coro, ahora a nuestra izquierda, se
elevaban y volvían a bajar.

Las torres envueltas en nubes,


los espléndidos palacios,
los solemnes templos,
el mismo Gran Globo,
todo lo que heredará
se disolverá,
y como el edificio sin cimientos de una visión,
no dejará ni una sola ruina a su espalda.

—Señala la palabra «Templos» —dijo Ben—. ¿Cree que eso significa


algo?
Puse los ojos en blanco y sir Henry soltó un gruñido.
—Pero, hombre, por Dios, ya basta de templos. O de templarios.
—No está a gusto, el pobre —dijo una lastimera voz a nuestra espalda
mientras los tres pegábamos un brinco—. Está enterrado en otro sitio,
¿saben? Lo tiene Stratford y Stratford se quedará con él. Aunque por derecho,
por ser un tesoro nacional, tendría que estar aquí.
Me volví y vi a otro sacristán envuelto en una túnica roja. Unos cuantos
cabellos extraviados se levantaban con gesto desafiante en su coronilla y unas
arrugas formaban en su frente una pronunciada eme. Con las manos en la
espalda, contemplaba con reverencia a Shakespeare.
—Pero ustedes están aquí —dijo mirándonos con semblante enojado—,
aunque según las ordenanzas no deberían. El servicio —añadió
innecesariamente— se celebra en el coro. Y ustedes perdonen.
Sir Henry ignoró el gesto del hombre indicando a los fieles.
—¿Por qué señala Shakespeare la palabra «templos»?
—Ah, ¿ahora lo hace? —El sacristán juntó las cejas—. No siempre lo
hace.
—¿Está insinuando que esta maldita cosa se mueve? —preguntó sir
Henry.
—No lo puede hacer, señor —contestó el sacristán—. Está muerto.
Aunque no, tal como ya he dicho, muerto aquí. Ya lo dijo Jonson: «Un
monumento sin tumba». Resulta que yo también soy un poco poeta. ¿Les
gustaría oír alguno de mis versos?
—Nos encantaría —contestó Ben haciendo esfuerzos para mostrarse
serio.
—Rotundamente no —lo corrigió sir Henry, pero el hombre ya se había
lanzado:

Cuando Shakespeare murió, el mundo gritó: «Oh, Will,


¿por qué nos dejas?».

—El monumento —insistió sir Henry, haciendo rechinar los dientes.


—Ya estoy llegando a eso —dijo el sacristán—. ¡Oh, tumba de mármol!
¡Oh, entrañas terrenas!
—¿Se mueve? —preguntó sir Henry.
El sacristán se detuvo, consternado.
—¿Qué es lo que se mueve, señor?
—La estatua.
—Tal como ya le he dicho, es de mármol. ¿Cómo se va a mover?
—Usted ha dicho que se movía.
El hombre frunció el entrecejo.
—¿Y por qué iba yo a decir eso?
—No importa el porqué —replicó sir Henry—. Dígame simplemente
qué otra cosa señala Shakespeare aparte de la palabra «templos» cuando se
mueve.
—Pero es que no se mueve, señor. A lo mejor, hay alguna otra estatua
que sí lo hace. Si a usted le gustan los templos, hay la iglesia del Temple, el
Inner Temple, el Middle Temple —los iba enumerando con los dedos a
medida que los nombraba— y, naturalmente, el Temple Bar, aunque ahora lo
han trasladado a Paternoster Row. Después tenemos los templos masones...
Lo corté.
—¿A qué otra estatua se refiere?
Frunció el entrecejo.
—Pues a la única que hay. La de la Casa de los Incompetentes.
—¿La Casa de los Incompetentes?
A sir Henry estaba a punto de darle un ataque.
Carraspeando, el sacristán entonó:
—A la muy notable e incompetente pareja de hermanos, William, conde
de Pembroke, etcétera, y Philip, conde de Montgomery, etcétera. —Nos miró
parpadeando con condescendiente regocijo—. Los hermanos que profanan las
páginas iniciales del Primer Infolio del señor Shakespeare. El conde de
Pembroke, un sucesor, naturalmente, mandó hacer una copia de esta estatua
para su casa.
A nuestra espalda, el coro elevó sus voces para entonar el Nunc dimittis:
«Ahora, Señor, despide en paz a tu siervo».
Sir Henry agarró al sorprendido sacristán por ambas mejillas y lo besó.
—Incomparables, insensato —lo reprendió sir Henry—. Los
Incomparables Hermanos. No los Incompetentes.
Las cabezas de algunos fieles se empezaron a volver. Sir Henry no les
hizo caso y prácticamente se puso a bailar alrededor del sacristán.
—Y adornan con toda certeza, amigo mío. En modo alguno profanan.
Cuando por fin soltó al sacristán, sir Henry nos arrastró a Ben y a mí de
nuevo por el pasillo.
—¿Qué es lo que señala la estatua de Pembroke? —gritó por encima del
hombro.
En medio de las sombras, el sacristán se ruborizó junto a la estatua.
—No lo sé, señor. Jamás la he visto. —Se sacó del bolsillo una hoja de
papel doblado—. Tengo una copia de mi poema—. Pero sir Henry no se
detuvo para oír su ofrecimiento. Mientras corríamos por la nave, la música se
elevó una vez más, arremolinándose y girando a nuestro alrededor. Apenas
estuvimos en el exterior de la abadía, echamos a correr hacia el automóvil.
—Wilton House, Barnes —ordenó sir Henry—. Residencia de los
condes de Pembroke.
—Eso ha sido demasiado fácil —dijo Ben mientras el vehículo se
apartaba del bordillo.
—¿Qué esperaba usted? —refunfuñó sir Henry—. ¿La policía que rodea
Downing Street o la guardia del Palacio de Buckingham?
—El Rincón de los Poetas es un blanco demasiado obvio. Tendría que
haber habido un poco de presencia policial.
—Pues no la había —dijo sir Henry—. Y alégrese. Quizás el inspector
Siniestrísimo piensa que al asesino sólo le interesan los libros, o que, como
Shakespeare no está en casa, tal como ha dicho nuestro amigo, la abadía no
cuenta. A lo mejor, el deán dijo que no.
—Quizá la policía estaba allí y pronto nos va a hacer compañía —dijo
Ben.
Me volví a mirar. Las dos torres de la abadía aún resultaban visibles,
pero apenas.
—¿Ha visto algo? —pregunté.
—Todavía no —contestó.
31

Escapamos del tráfico de Londres y nos dirigimos por el suroeste hacia


la pequeña ciudad episcopal de Salisbury, pero Ben seguía sin ver nada
sospechoso. Abrí mi ejemplar del Primer Infolio por el retrato de
Shakespeare, luego pasé a la dedicatoria:

A LA MÁS NOBLE
E
INCOMPARABLE PAREJA
DE HERMANOS

—Los Incomparables —dijo sir Henry con deleite.


—Habla usted de ellos como si fueran unos superhéroes —observé.
William Herbert, conde de Pembroke, y su hermano Philip, conde de
Montgomery —Will y Phil, dijo Ben en plan de guasa—, habían sido dos de
los más insignes representantes de la nobleza de la Inglaterra jacobina. Por
parte de padre, eran vástagos de una de las más prósperas casas de la recién
enriquecida aristocracia Tudor. La familia había iniciado su ascenso apenas
dos generaciones atrás, cuando el rey Enrique VIII se había encariñado con
su abuelo William Herbert, un campechano y exaltado galés casado con
Katherine Parr, la hermana de la reina, la sexta y última esposa de Enrique.
Desde un asesinato cometido en un arrebato de furia, pasando por el exilio en
Francia y el indulto real y siguiendo con el nombramiento como caballero, el
título de barón y finalmente el de conde, todo fue una improbable escalera
hacia la grandeza que el primer conde subió a una velocidad tan pasmosa que
hizo que su hazaña pareciera fácil.
Por parte de madre, ambos habían heredado lo que se podría llamar el
dominio del lenguaje. Mary Sidney, condesa de Pembroke, era una gran
protectora de las letras y de la ciencia y una excelente poetisa por derecho
propio. Su hermano, el tío de los «Incomparables», había sido el poeta-
soldado sir Philip Sidney, cuya gallardía, ingenio, idealismo y temprana
muerte en el campo de batalla se cernía como un arco sobre la corte isabelina
con el predestinado fulgor de una estrella fugaz. A su muerte, la condesa se
erigió en guardiana de la llama de su hermano.
Impulsados por el ejemplo y por la riqueza casi inimaginable de la
familia, sus hijos se convirtieron de mayores en unos hombres de exquisita
cultura y extremado buen gusto. Los reyes confiaban en ellos por su
condición de expertos conocedores de las artes. Entre los dos gobernaron
sucesivamente las casas del rey Jacobo y el rey Carlos I como primeros
chambelanes de la Casa Real durante veintiséis años.
Una de las artes que más apreciaban era el teatro. «Puesto que vuestras
señorías han tenido a bien apreciar estas comedias y hasta ahora [decía el
Infolio] les han otorgado tanto favor como a su autor en vida [...], las hemos
reunido y hemos asumido el deber de rendir homenaje al muerto facilitándole
unos tutores a los huérfanos, sin el menor afán de beneficios o de fama: sólo
para conservar la memoria de un amigo y compañero tan digno en vida como
fue nuestro SHAKESPEARE, mediante el humilde ofrecimiento de sus obras
a vuestro nobilísimo patronazgo.»
La carta estaba firmada por los compañeros actores de Shakespeare en la
compañía de los Hombres del Rey, John Heminges y Henry Condell.
—¿Lo ven? —dijo sir Henry—. Las obras son de Shakespeare.
Heminges y Condell lo sabían, y también lo sabían Pembroke y Montgomery.
Lo miré con una pícara sonrisa en los labios.
—A menos que uno crea que todo el Infolio es la perpetuación de una
tapadera que ya venía de muy lejos.
—Eso usted no lo cree, y lo sabe. Y lo que es más, yo también lo sé.
Lancé un suspiro. El problema principal de esta teoría era la magnitud
del alcance de la conspiración que se requería. Heminges y Condell habían
firmado la carta, pero ésta contenía destellos de erudición informal y de
florituras retóricas que sonaban tremendamente a Ben Jonson, a quien
muchos estudiosos atribuían la autoría de la carta, independientemente de
quién la hubiera firmado. Por cuyo motivo, si hubiera sido una conspiración,
no sólo Heminges y Condell, sino también probablemente todos los Hombres
del Rey, hubieran conocido la verdad, tal como la conocían Ben Jonson y por
lo menos dos representantes de la nobleza del reino. Pese a lo cual, nadie se
había ido jamás de la lengua.
—No —dije—, tiene usted razón. No lo creo.
Ya no sabía qué creer. Me saqué el broche del bolsillo y pensé en el
hombre de cabello dorado pintado por Hilliard en su interior mientras en el
largo anochecer estival británico, en cuyo transcurso el azul del cielo se fue
oscureciendo imperceptiblemente, los verdes de la campiña y el bosque se
condensaron en unos matices semejantes a los de las alhajas. Mientras
circulábamos ascendiendo suavemente las cuestas, dejamos atrás Stonehenge
montando guardia a la derecha. Un poco más adelante, giramos al sur,
apartándonos de la carretera principal, y cruzamos la campiña por una
estrecha carretera bordeada de setos vivos.
Wilton House, todavía residencia solariega de los condes de Pembroke,
domina la entrada de la aldea de Wilton, a unos pocos kilómetros al oeste de
Salisbury. Lo primero que vi del edificio fue un alto muro de piedra cubierto
de musgo. Desde un arco de triunfo, un emperador romano montado en un
semental nos contemplaba con benevolencia, pero la verja de hierro forjado
que nos impedía el paso seguía estando decididamente cerrada. Un letrero
proclamaba que la zona de aparcamiento para los asistentes al concierto se
encontraba en la parte trasera de la finca; un mapa indicaba el camino.
¿Concierto? Vimos unas luces en el otro extremo del patio anterior, pero
no personas.
Sir Henry no prestó atención ni al letrero ni a la falta de gente y le dijo a
Barnes que se acercara al teclado numérico que había delante de la verja.
Bajó el cristal de su ventanilla y pulsó la tecla de llamada.
—Aquí sir Henry Lee —dijo mayestáticamente—. Vengo a ver la casa.
Pero ¿qué se habría creído? Ya eran casi las ocho de la tarde.
El portero automático permaneció en silencio.
Sir Henry estaba a punto de volver a pulsar la tecla cuando la verja
cobró vida con un repentino tirón y empezó a abrirse a regañadientes. El
Bentley avanzó muy despacio y sus ruedas aplastaron ruidosamente la grava
mientras rodeábamos un jardín central bordeado de arbolillos cuyas ramas
entretejidas lo ocultaban todo menos el surtidor de una fuente de gran
tamaño. Al otro lado del jardín, una impresionante puerta estaba abierta de
par en par. Una mujer menuda con sonrisa de preocupación en los labios se
estaba apartando a un lado.
—Bienvenido a Wilton House, residencia del conde de Pembroke.
Encantada de conocerlo, sir Henry. —Alargó la mano—. Soy la señora
Quigley. Marjorie Quigley, guía jefe. No tenía ni idea de que estaba usted en
la lista del recorrido de esta noche. Aunque se comprende, ¿verdad? La
música de Shakespeare y todo lo demás. Pero me temo que llega usted un
poco pronto —dijo mientras bajábamos del automóvil—. Verá, es que el
recorrido de la casa está programado que comience después del concierto,
que está empezando ahora mismo mientras hablamos.
—Y yo que estaba deseando participar en ambas cosas —dijo sir Henry,
lanzando un suspiro—. Pero resulta que aquí mis amigos no pueden esperar
ni un minuto más cuando haya sonado la última nota.
—¡Qué lástima! —exclamó la señora Quigley, volviéndose hacia
nosotros—. La casa es tan bonita a la luz de las velas.
—Quizá... —sir Henry carraspeó discretamente—. ¿Sería una terrible
molestia que echáramos ahora un rápido vistazo por ahí?
—Pero es que se van ustedes a perder el concierto —dijo ella,
consternada—. La Orquesta Sinfónica de Bournemouth en «Una velada
musical con Shakespeare».
—Prefiero perderme el concierto que la casa —dijo sir Henry.
—Por supuesto —dijo la señora Quigley—. Por supuesto que tienen
ustedes que entrar.
Nos apelotonamos todos en la puerta antes de que pudiera cambiar de
opinión.
En el centro de un vestíbulo resonante de ecos, aparecía Shakespeare
enmarcado por unas altas ventanas góticas e iluminado desde el fondo por la
pálida luz azulada de las primeras horas del anochecer. Como en la abadía de
Westminster, estaba reclinado apoyando un codo sobre una pila de libros.
Pero aquí no estaba constreñido bajo un arco. En el centro de la estancia, se le
veía más grande y más relajado. La capa echada sobre los hombros se
ondulaba bajo un invisible viento mientras que el personaje miraba
directamente hacia delante, perdido en sus pensamientos, como si estuviera
creando una nueva comedia. Algo no tan complicado y agotador como una
pieza teatral entera, pero sí tal vez como un soneto o una canción. Algo que
tuviera versos.
—Precioso, ¿verdad? —dijo la señora Quigley con orgullo—. Puede que
sea una copia, realizada en 1743, de la estatua de la abadía de Westminster.
Pero no era exactamente una copia. Tal como había dicho el sacristán,
las palabras del pergamino eran distintas:

LIFE'S but a Walking SHADOW


a poor PLAYER
That struts and frets his hour
upon the STAGE
And then is heard no more!
Shak's Macbt.

La VIDA no es más que una SOMBRA errante


un pobre PAYASO
que se pavonea y se agita una hora
en el ESCENARIO
y al que después jamás se vuelve a escuchar.
Shak's Macbt.

—Según mi sobrina, los actores creen que Macbeth es una obra de mal
agüero —dijo la señora Quigley—, pero los Pembroke jamás lo creyeron así,
estoy segura. Esta cita forma parte de esta casa desde los tiempos de
Shakespeare. Él visitó este lugar, ¿saben?
Se me erizaron los pelos de la nuca.
—Pero la estatua data de más de un siglo después de su muerte —
comentó secamente sir Henry.
—Sí, en efecto. Sin embargo, antes de que existiera la estatua, esta
misma cita adornaba la antigua entrada de la casa.
Sir Henry giró en redondo para contemplar la puerta por la que
habíamos entrado.
—No es ésta —dijo la señora Quigley con visible regocijo—. Todo el
acceso a la casa se modificó en el siglo XIX.
Tras pasar por delante de la estatua y cruzar las puertas que se abrían al
solitario pasillo que rodeaba el interior de la casa a modo de claustro, señaló
el patio de abajo. Como la Biblioteca Widener, Wilton House era un cubo
hueco que rodeaba un patio; habíamos entrado en lo que parecía ser la planta
baja, pero ahora nos dimos cuenta de que, en todos los restantes lados de la
casa, nos encontrábamos en el segundo piso, como si la casa se hubiera
levantado pegada a la ladera de una colina.
Abajo y a la izquierda había una entrada abovedada. En tiempos de
Shakespeare, nos dijo la señora Quigley, era una arcada al aire libre que
conducía al patio. Los carruajes lo cruzaban para llevar a los caballeros y las
damas —y a las ocasionales compañías de actores— hasta la entrada
propiamente dicha, y después al interior del patio. Un pequeño y precioso
pórtico, tal como dijo ella, con sus gárgolas y todo, justo debajo de donde
nosotros nos encontrábamos.
Shakespeare había pasado por debajo de aquel arco, pensé. Había pisado
las piedras del patio de abajo, contemplando el cielo... ¿Llovía o hacía buen
tiempo? Había comido y bebido hasta saciarse de cerveza o tal vez de vino en
algún lugar en el interior de aquellas paredes, había intercambiado secretas
miradas con una muchacha de bellos ojos castaños, garabateado una nota,
arrancado una flor silvestre, meado en un charco, arrojado unos dados,
dormido y tal vez soñado en aquel lugar. Con la implacable mirada de un
director, había observado al público que contemplaba su obra, tomando nota
de los gestos de impaciencia, las furtivas miradas amorosas, las lágrimas y
los jadeos y, lo mejor de todo, las carcajadas. La emoción de la presencia era
algo que ni Athenaide, ni los Folger, ni el Consorcio del Globo, con todas sus
toneladas y sus barriles y sus paletadas de dinero, jamás podrían recrear.
Shakespeare había estado allí.
—La Casa de Shakespeare, solían llamar a este pequeño pórtico —dijo
la señora Quigley en tono meditativo—. Hay leyendas familiares según las
cuales los Hombres del Rey lo utilizaron como escenario, ¿saben? Pero ahora
se le llama generalmente el Pórtico Holbein.
—¿Existe todavía? —En la voz de sir Henry se advertía un tono de
anhelante impaciencia.
—Sí, claro. Gracias a la suerte y a la fidelidad, supongo. Lo retiraron
cuando se remodeló la casa a principios del siglo XIX y sus piedras
estuvieron más que a punto de ser dispersadas. Pero un obstinado albañil que
se había pasado toda la vida trabajando en la finca se negó a permitir que se
perdiera. Piedra a piedra, lo trasladó al jardín y lo reconstruyó. Y allí sigue
desde entonces, al fondo del jardín privado del conde. Aunque me temo que
la cita se desvaneció sin que quedara ni rastro de ella.
En su afán de no decepcionarnos, regresó al vestíbulo de la entrada y se
detuvo delante de un retrato de tamaño natural de un caballero.
—Puesto que es Shakespeare lo que les interesa, también les interesará
el cuarto conde. Uno de los Hermanos Incomparables del Primer Infolio. —
El conde tenía cabello claro que le llegaba hasta los hombros y miraba con
expresión burlona. Sus lujosas prendas de raso de color canela eran un
dechado de discreción, aunque lo traicionaba una cierta afición a los encajes
—. El más joven de los dos —dijo la señora Quigley—. Philip Herbert. Era el
primer conde de Montgomery cuando se pintó este retrato. Se casó con una
de las hijas del conde de Oxford.
«Vero nihil verius», pensé. Nada es más verdadero que la verdad.
—Más tarde heredó también el título del condado de Pembroke cuando
su hermano mayor murió sin hijos, lo cual le convirtió simultáneamente en el
cuarto conde de Pembroke y el primer conde de Montgomery. Los dos
condados han permanecido unidos desde entonces.
Mientras ella seguía hablando, me volví de nuevo hacia la estatua. Ni el
conde ni la casa de Shakespeare me importaban. «Shakespeare señala la
verdad», había escrito Ophelia. Por consiguiente, la verdad debía de tenerla
directamente delante de mí. Cuatro de las palabras del pergamino estaban
labradas en letras mayúsculas. Life's, Shadow, Player, Stage [16] ¿Tendría eso
algún significado? El dedo de Shakespeare descansaba levemente sobre la
palabra shadow... ¿Por qué iba eso a ser mejor que «templos»?
Life's, Shadow, Player, Stage.
Fruncí el entrecejo, contemplando las palabras cinceladas en el
pergamino. Después me acerqué un poco más. La ele de Life's presentaba
unos ligeros restos de oro.
—¿Esta estatua fue policromada alguna vez? —pregunté bruscamente.
La señora Quigley se acercó presurosa.
—No, querida, la estatua no —dijo—. Al menos, no toda. Eso se debe a
un mal uso del mármol blanco de Carrara. Pero las palabras estuvieron
pintadas en algún momento. Un restaurador las examinó cuidadosamente
hace unos cuantos años. Tengo por aquí una reconstrucción por ordenador de
lo que él pensaba que debía de ser su aspecto. —Cruzó la estancia, en
dirección a un escritorio que había en un rincón del otro lado y rebuscó en un
cajón—. Ajá.
Nos congregamos a su alrededor. En la imagen tratada con Photoshop,
casi todas las letras eran de color azul. Sin embargo, las letras de las palabras
en mayúscula eran de color rojo, sólo que cada una de las palabras escritas en
rojo: LIFE'S, SHADOW, PLAYER y STAGE presentaba una letra destacada en
oro.
—L-A-R-E —dije, deletreando la palabra formada con las letras
doradas.
—Lo cual se convierte al revés en E-A-R-L —proclamó la señora
Quigley, radiante de felicidad—. En honor del conde, naturalmente. La
familia siempre fue muy aficionada a los anagramas y los rompecabezas.
Especialmente el conde, que mandó colocar la estatua como pieza central de
esta estancia. Por desgracia, ésta no era su única afición. —Meneó la cabeza
como si hablara de la conducta de un niño travieso de cinco años—.
Engendró un hijo en un lecho que no habría tenido que visitar. Cuando la
condesa le negó el permiso de bautizar al niño con alguno de los nombres de
la familia, mezcló las letras de Pembroke y le dio el apellido Reebkomp al
pobre niño. Y, por si fuera poco, le impuso de segundo nombre Retnuh, el
apellido de soltera de la madre, que era Hunter, escrito al revés. Por lo menos,
el nombre de pila del niño era real, aunque, qué quieren ustedes que les diga,
eso de tener que acostumbrarse al nombre de Augustus debió de ser muy duro
para un niño. —La expresión de su rostro se ensombreció—. Algunas guías
dicen que también se puede leer R-E-A-L, como en español. Pero los condes
jamás han aspirado al trono. Y tampoco se dan aires de reyes, por lo menos,
no según los criterios de sus...
—Lear —solté de repente—. También se puede deletrear Lear.
—Ah —dijo la señora Quigley. Su silencio golpeó la estancia con un
pequeño chasquido—. Pues sí. L-E-A-R. Como El rey Lear. Jamás se me
había ocurrido pensarlo.
Sir Henry acorraló a la pobre mujer.
—¿Posee el conde un Primer Infolio?
Una expresión apenada se dibujó en su rostro.
—Me temo que no puedo hablar de eso. A causa de los recientes
acontecimientos. No obstante, los archiveros tendrán mucho gusto en
atenderles si les llaman durante la semana.
—¿Tiene...? —preguntó sir Henry.
—Señala la palabra «sombra» —me susurró Ben al oído.
Mirando a Shakespeare, comprendí lo que quería decir. Que no tenía
mucho sentido en relación con un libro. Pero sí lo tenía en relación con el
arte. Tenía sentido en relación con la escultura.
—¿Hay cuadros de Lear en la casa? —pregunté—. ¿O estatuas?
¿Alguna imagen de las obras de Shakespeare?
La señora Quigley meneó la cabeza.
—No creo, aparte de ésta, naturalmente. Déjeme pensar... No. Hay
muchas cosas relacionadas con los mitos... Dédalo e Ícaro, naturalmente, y
Leda y el Cisne. Pero los únicos cuadros literarios que se me ocurren ilustran
la obra de sir Philip Sidney, no la de Shakespeare.
—¿Qué obras de Sidney? —pregunté.
—La Arcadia. Un libro que escribió para su hermana durante su estancia
aquí. El título completo es La Arcadia de la condesa de Pembroke, ¿sabe?
—La Arcadia fue una de las fuentes de El rey Lear —dije mirando a sir
Henry—. La historia del anciano ciego destrozado por su perverso hijo
bastardo y rescatado después por su hijo bueno y legítimo.
—La conspiración de Gloucester —murmuró sir Henry.
La señora Quigley nos miró, desconcertada.
—¿Dónde están estos cuadros? —preguntó Ben.
—Hay toda una colección en el Salón del Cubo Solitario, una de las
estancias palladianas diseñadas por Iñigo Jones. No datan de la época de
Shakespeare, pero casi. Ahora que lo pienso, los encargó Philip, el cuarto
conde.
Uno de los Incomparables.
—Acompáñenos allí, mi buena Quigley —dijo mayestáticamente sir
Henry—. Acompáñenos.
La seguimos por el solitario pasillo y alrededor de la parte interior del
patio, pasando por delante de emperadores, dioses y condes labrados en
clásico mármol hasta llegar al otro lado de la casa. Desde allí, la señora
Quigley nos acompañó a una pequeña estancia abarrotada de pequeños y
valiosos cuadros mientras se escuchaba un lejano resonar de instrumentos de
viento seguido de unas trémulas carrerillas procedentes de la sección de
cuerda de una orquestra. Estaban interpretando El sueño de una noche de
verano de Mendelssohn.
Apurando el paso mientras atravesábamos unas salas cada vez más
impresionantes, llegamos finalmente a una lo bastante inmensa y espléndida
como para superar a reyes y satisfacer a emperadores. Bajo la luz intensa, sus
pálidas paredes parecían tambalearse a causa del peso de guirnaldas,
ramilletes, medallones y seductoras ninfas a cuatro patas, todo cubierto de
tanto oro como para vaciar las legendarias minas de Ofir. Numerosos retratos
de Pembroke y otros nobles se arracimaban a nuestro alrededor. Van Dyck
había cubierto casi toda la pared del fondo con la pictórica gloria y el
presumido orgullo en seda y plata carmesí, terciopelo leonado y el largo y
suntuoso cabello de los caballeros.
—El cuarto conde y su progenie —dijo la señora Quigley.
Se oyeron unos aplausos desde el prado. Miré por la ventana y vi un
escenario de forma semiesférica situado de cara a nosotros. Más allá del
mismo, un numeroso grupo de personas levantó la vista hacia la casa en
medio de la oscuridad. Los aplausos dieron paso al silencio.
Cruzando la estancia, la señora Quigley abrió una alta puerta de doble
hoja y nos franqueó la entrada a una sala más pequeña. El centro lo ocupaba
una mesa puesta para la cena con un servicio de plata de estilo georgiano. El
oro de aquella sala parecía volar: estilizadas plumas surcaban las blancas
paredes, unas águilas chillaban por encima de las puertas y unos querubines
miraban a hurtadillas desde las rollizas alas de unos angélicos infantes. La
señora Quigley señaló hacia arriba y, mientras yo levantaba los ojos y veía a
Ícaro precipitándose eternamente al vacío desde el cielo y a su padre Dédalo
contemplando la escena horrorizado, la paroxística angustia de los
instrumentos de viento de Romeo y Julieta de Prokofiev penetró a través de
las ventanas.
El ritmo de la música se sosegó.
—Fíjese —dijo la señora Quigley, señalando la parte inferior de la
ventana—. Nunca he contemplado las pinturas de La Arcadia con demasiado
detenimiento, pero empiezan aquí. —Abrumada por los tormentos por
encima de mi cabeza y la opulencia que se desplegaba ante mis ojos, yo ni
siquiera había reparado en ellas: pequeñas pinturas rectangulares dispuestas
en unos paneles a la altura de la rodilla en las paredes de la estancia—. Lo
siento, pero tendré que pedirles que las miren con una linterna —añadió en
tono de disculpa, sosteniendo en su mano una—. Y que eviten dirigir el haz
luminoso hacia la ventana. La casa es el telón de fondo del concierto,
¿comprenden?, y ha sido iluminada con mucha discreción.
Ben tomó la linterna y la encendió mientras yo me arrodillaba y me
inclinaba hacia delante. En primer plano, dos pastores sacaban a un joven del
mar; al fondo del cuadro, un barco en llamas se estaba hundiendo. Miré con
más detenimiento. El mástil de la embarcación aparecía inclinado. Sentado a
horcajadas en él, otro joven blandía una espada como si, montado en un
caballo, se dispusiera a entrar en batalla. Era la escena inicial de La Arcadia.
En su afán decorativo, el artista había pintado incluso los rincones de la
sala.
Con una hábil combinación de curiosidad y halagos, sir Henry se llevó a
la señora Quigley a la sala que habíamos atravesado antes y cerró la puerta a
su espalda. Mientras el ocaso daba paso a la noche, recorrí a gatas toda la
estancia, inspeccionando a mujeres que se desmayaban sobre voluptuosas
sedas doradas mientras hombres protegidos por plateadas armaduras se
abalanzaban los unos sobre los otros y cruzaban sus espadas con expresiones
de fiereza o de asombro, o ambas cosas a la vez. En medio de todo aquello,
Prokofiev se elevaba por encima de los alféizares de las ventanas. De vez en
cuando, captaba el murmullo de las voces de sir Henry y de la señora Quigley
hablando en la otra sala.
Llegué al final de la primera pared y después de la segunda, pero no vi
nada que se pareciera a la historia del rey Lear. A lo mejor, no había un
cuadro específico, a fin de cuentas, era un argumento secundario. Doblé por
la esquina y empecé a examinar la tercera pared.
Poco antes de llegar a la chimenea de mármol, avancé a gatas hasta
situarme debajo de la mesa y me detuve. En un oscuro lienzo, un anciano
permanecía de pie en un páramo azotado por la tormenta con un angelical
joven al lado. Un poco apartado de ellos, otro joven, con la boca torcida en
una mueca de crueldad y una fiera expresión en los ojos, los miraba desde la
sombra de un árbol.
—Creo que lo he encontrado —dije.
Pero ¿qué iba a hacer yo con aquello?
Shakespeare señala la verdad. En el vestíbulo de la entrada Shakespeare
señalaba la palabra «sombra».
Con sumo cuidado, rocé con el dedo la sombra tanteando con delicadeza
sus perfiles, pero no percibí nada debajo.
—Hay otra pintura parecida al otro lado de la chimenea —dijo Ben.
Mostraba las mismas figuras, pero las expresiones de sus rostros se
habían estirado hasta convertirse prácticamente en caricaturas. El violento
fulgor de un relámpago rasgaba la noche y la sombra del árbol era más
oscura.
Volví a tocar la sombra con un dedo, pero, una vez más, no percibí nada.
Aun así, ejercí presión. No ocurrió nada. Apreté con más fuerza.
Con un leve sonido metálico, una roseta de oro se proyectó hacia fuera
por encima de la pintura a modo de tirador. Tiré de ella y el panel con la
pintura se inclinó hacia delante, dejando al descubierto un oscuro hueco.
En un pequeño estante del interior cubierto por el polvo de los siglos,
descansaba un paquete atado con una frágil y desteñida cinta.
32

Saqué el paquete y lo desenvolví. La envoltura parecía de cuero. Dentro


había dos hojas de papel dobladas. Alisé con cuidado la primera;
curiosamente, seguía conservando la suavidad inicial. Era una carta fechada
en noviembre de 1603 y dirigida «A mi hijo, el hon. sir Philip Herbert, con
Su Majestad El Rey en Salisbury».

Estimado hijo:
Rezo para que convenzas al rey de que venga a visitarnos a Wilton y
para que lo hagas con la mayor celeridad que puedas. Tenemos con nosotros
a Shakespeare, con la promesa de una comedia titulada «Como gustéis».
Puesto que al rey le agradan las comedias, nos servirá como hora propicia
para presentarle una petición en nombre de sir Walter Raleigh, tal como
estoy sumamente deseosa de hacer. Rezo a Dios para que te conserve la
salud y nos conceda un pronto y venturoso encuentro.

TU AMANTE MADRE
M. Pembroke

Disculpa la brevedad de esta hojita, que he escrito con gran premura.

—Tenemos con nosotros a Shakespeare. La carta perdida de Wilton —


dije con un hilillo de voz.
De Mary Sidney Herbert, condesa de Pembroke, a su hijo Philip en los
primeros meses del reinado del rey Jacobo, cuando la peste había obligado
tanto a la corte como a los actores a alejarse de Londres. Durante mucho
tiempo habían corrido rumores acerca de la existencia de aquella carta, pero
ningún estudioso la había visto jamás. Aunque sus efectos eran bien
conocidos. El pobre sir Walter permaneció encarcelado, pero el rey había
acudido a Wilton y los actores habían interpretado Como gustéis y más tarde
Noche de reyes.
Fuera, la música de Prokofiev resonó como un inmenso grito de dolor y
de furia. Con trémulas manos, deslicé la siguiente página encima de la otra.
Era otra carta, sin fecha y escrita por otra mano. Leí en voz alta:

Al más dulce cisne que jamás surcó el Avon.

Ben Jonson había sido el primero en utilizar la expresión «dulce cisne de


Avon» en el Primer Infolio. Estaba sosteniendo en mis manos una carta
dirigida a Shakespeare.
La música se perdió en la lejanía.
—Siga —dijo Ben.

Arrastrado durante largo tiempo por una marea de duda y ansiedad, he


llegado al fin a la orilla para...

En la estancia de al lado, un estrépito como de muebles chocando contra


algo rompió el silencio. Nos quedamos petrificados. Se oyeron pasos agitados
que luego se perdieron en la distancia.
—Venga conmigo —dijo Ben, acercándose rápidamente a la puerta por
la cual habíamos entrado.
Con el arma en la mano, me señaló la pared que tenía al lado. Prestó
atención un momento. Mientras sonaban unos aplausos abajo, alargó el brazo
y abrió una de las hojas de la puerta, apuntando con el arma a la estancia a
oscuras.
—¿Sir Henry?
Nadie contestó. Ben recorrió la estancia con el haz luminoso de la
linterna.
Sir Henry yacía acurrucado en el centro de la estancia con el rostro
ensangrentado. Cuando el haz de la linterna le iluminó, el actor emitió un
gruñido. Aún estaba vivo.
Nos acercamos a él en una décima de segundo. Estaba intentando
incorporarse. Lo ayudé a sentarse en una silla, tomé el precioso pañuelo que
lucía en el bolsillo superior de la chaqueta y lo apliqué al corte que le cruzaba
la mejilla.
Ben se acercó con mucho sigilo a la puerta del extremo más alejado de
la estancia, pero no encontró nada. Cuando regresó, se dirigió lacónicamente
a sir Henry.
—¿Vio quién se abalanzó sobre usted?
Denegó con la cabeza.
—¿Dónde está la señora Quigley?
Sir Henry tosió.
—La acompañé al vestíbulo de la entrada —dijo respirando
afanosamente—. Yo regresaba aquí cuando...
—Volvamos a la estancia de la Arcadia —dijo Ben, señalando con la
cabeza en aquella dirección.
Me dirigí hacia allá y doblé las cartas mientras Ben me seguía, ayudando
a sir Henry. A través de la ventana se escuchaban los oscuros y estridentes
acordes iniciales de la banda sonora de Enrique V, la película de Branagh.
—¿Ha encontrado algo? —me preguntó sir Henry con la voz ronca,
tomando el pañuelo que yo sostenía en la mano y secándose la sangre del
rostro.
—Unas cartas...
—Démelas a mí —me dijo Ben— y cierre la trampilla.
—No podemos...
—¿Cree que es seguro dejarlas aquí?
—No quiero robarlas...
Me quitó los papeles de las manos.
—Muy bien —dijo con aspereza—. Pues yo sí. Y ahora coloque en su
sitio el maldito panel y vámonos.
Miré a sir Henry.
—Tiene razón —dijo éste con voz chirriante.
Empujé la roseta y el panel pintado se cerró con un clic sin dejar
ninguna rendija que permitiera adivinar la existencia de una abertura.
A la derecha había una alta puerta que conducía al claustro. Ben la abrió
con cautela. En las ventanas de la pared que daban al claustro se reflejaba un
brillo como el hielo, producido por la luz que se derramaba sobre la casa
desde el lugar donde se estaba celebrando el concierto, pero el pasillo estaba
envuelto en unas profundas sombras. Todo el interior de la casa estaba a
oscuras, incluso el vestíbulo de la entrada. ¿Dónde estaba la señora Quigley?
—Aléjese de las ventanas —me dijo Ben tan bajito que apenas le pude
oír.
Pegados a las oscuras paredes interiores, apuramos silenciosamente el
paso a lo largo del corredor mientras Ben ayudaba a sir Henry.
Cuando ya estábamos muy cerca del vestíbulo de la entrada, una
llamada a la enorme puerta nos sobresaltó y nos indujo a permanecer en
silencio. La puerta estaba abierta cuando habíamos llegado; no recordaba que
la señora Quigley la hubiera cerrado. Delante de ella, bajo la débil luz que se
filtraba a través de las ventanas, daba la impresión de que Shakespeare se
había encorvado bajo el peso del dolor.
Nadie se presentó para atender la llamada. Ben encendió la linterna e
iluminó el vestíbulo, y entonces vi por qué razón Shakespeare parecía
encorvado. La señora Quigley estaba arrodillada delante de la estatua y el
pañuelo envuelto alrededor del brazo de Shakespeare bajaba hasta su cuello.
La mujer mantenía la cabeza extrañamente ladeada y tenía los labios azulados
y los ojos desorbitados.
Depositando la linterna en mis manos, Ben corrió a liberarla.
Lentamente, iluminándolos con la linterna, me acerqué a ellos.
Volvimos a escuchar la llamada a la puerta, cada vez más fuerte e
insistente.
Sujetando a la mujer con un brazo, Ben tiró del pañuelo con la otra
mano, pero no consiguió soltarlo. Le pasé la linterna a sir Henry y deshice el
nudo; la mujer resbaló en los brazos de Ben. Unas plumitas de color blanco
se escaparon volando; alrededor de su cuello alguien había colgado una
cadena con un espejito.
—Han ahorcado a mi pobre Cordelia —expresó sir Henry en voz baja.
La luz tembló sobre la grotesca Pietà que yo tenía delante.
Estábamos contemplando al Rey Lear en el momento en que el anciano
rey descubre a Cordelia y trata desesperadamente de encontrar el suficiente
aliento para empañar un espejo o agitar las barbas de una pluma. Pero no
había nada: No, no, no hay vida.
Las llamadas a la puerta se reanudaron, pero esta vez cesaron de golpe y
después oímos el ruido de una llave en la cerradura.
Ben dejó a la señora Quigley en el suelo y se levantó de un salto.
—Muévanse —nos conminó perentoriamente.
Se echó el brazo de sir Henry alrededor de los hombros y nos empujó de
nuevo al claustro mientras se abría la puerta a nuestra espalda.
Recordaba vagamente haber visto una escalera mientras recorríamos la
casa siguiendo a la señora Quigley, pero Ben había prestado más atención.
Nos acompañó a la escalera justo en el momento en que unas luces se
encendían detrás de nosotros y una mujer se ponía a gritar.
Mientras unas pisadas resonaban por el claustro por encima de nuestras
cabezas, bajamos precipitadamente un tramo de escalera, doblamos por una
esquina y volvimos a bajar.
Arriba, los gritos se convirtieron en un fuerte gemido y cesaron de
repente.
Corrimos hasta la planta baja y entramos en el vestíbulo abovedado que
antiguamente había sido la entrada principal del patio. Una puerta cristalera
daba acceso al patio; otra, todavía más grande, conducía a los oscuros prados.
Una pálida cinta de grava se desviaba hacia el este, un vestigio del camino
que antaño había conducido a Shakespeare y su compañía hasta aquella casa.
Tras indicarnos por señas que esperáramos, Ben se acercó sigilosamente
a la puerta exterior. Se apoyó contra el muro y yo me quedé paralizada. Unos
hombres uniformados pasaron por delante de nosotros y corrieron hacia la
fachada principal de la casa. Dos de ellos se detuvieron delante de la puerta.
Ben levantó la pistola y contuve la respiración.
La puerta estaba cerrada. Uno de los agentes sacó la porra para romper
el cristal; Ben apuntó con la pistola.
—Joder —dijo el otro agente—. Ésta es la casa de un conde. No
podemos entrar. Todavía no.
Se marcharon corriendo y lancé un profundo suspiro de alivio.
Cuando sus pisadas ya se habían alejado, Ben alargó la mano y abrió la
puerta, indicándonos por señas que saliéramos.
—No corran —dijo secamente mientras salíamos a la noche.
Ben no quería perder el tiempo. Nos dirigimos al sur, pegados a la casa,
en dirección contraria a la que había seguido la policía para llegar hasta allí.
El camino en el que nos encontrábamos atravesaba un ancho prado y
conducía a un riachuelo. Cuando llegamos a la esquina de la casa, vimos el
escenario y una multitud, algunas personas estaban sentadas alrededor de
unas mesas, otras tumbadas sobre unas mantas en el suelo, y todas miraban
hacia la casa.
—Diríjanse hacia donde está la gente —dijo Ben.
Nos encontrábamos a medio camino cuando oímos abrirse y cerrarse
una ventana de la casa. Alguien gritó «¡Deténganse!», pero Ben nos dijo
«¡Adelante!». Echamos a correr, rodeando el lado más alejado del escenario.
Mientras nos mezclábamos con la gente, se apagaron las luces salvo el
proyector que iluminaba el escenario. Las últimas palabras que oí de Ben
fueron «Tenemos que separarnos». Después se oyó la voz de un solitario
tenor en la noche. Non nobis, Domine (No a nosotros, Señor, no a nosotros,
sino a tu nombre da la gloria).
Ben se estaba abriendo paso entre las mesas; lo seguí aproximadamente
en la misma dirección, pero por otro camino. Al principio, casi nadie se fijó
en nosotros de tan extasiada como estaba la gente con la música. Un coro se
elevó acompañando a la primera voz, primero sobre el trasfondo de la sección
de cuerda de la orquesta y, a continuación, sobre el de la sección de viento.
Después debieron de pensar que formábamos parte en cierto modo del
espectáculo. Algunos hasta incluso nos vitorearon. Llegamos a la orilla del
riachuelo. Aquel repentino esfuerzo le había costado caro a sir Henry; tenía la
cara verdosa y la herida de la mejilla le volvía a sangrar. Una vez más, Ben se
echó su brazo alrededor de los hombros y lo ayudó a avanzar chapoteando.
Los seguí. El agua estaba fría, pero era poco profunda.
Al llegar a la otra orilla, me volví. Unas oscuras figuras estaban
atravesando el prado en dirección al escenario. Una de ellas quedó iluminada
por la luz y la reconocí. Sinclair nos había dado alcance.
La música de la sección de viento voló en espiral hacia el cielo, y el
público se puso de pie. Algunas personas, estirando el cuello, miraban hacia
delante y hacia atrás.
—Corran —dijo Ben, y eché a correr cuesta arriba hacia la seguridad de
un oscuro bosque que cubría el alto de la loma.
Justo cuando ya estábamos llegando al borde de los árboles, la música
alcanzó su crescendo final. El fragor de un tiroteo resonó en el prado y, a
continuación, un profundo retumbo reverberó desde la casa. Tropecé y caí.
Ben me ayudó a levantarme mientras un estallido de fuego se elevaba por
encima de nuestras cabezas en tonos oro, verde y azul.
Eran fuegos artificiales, no de armas. ¡Fuegos artificiales de verdad! El
tradicional remate de un concierto estival bajo las estrellas. Otra rociada de
fuego se elevó hacia el cielo, iluminando el espectral palacio de los condes de
Pembroke.
Al otro lado del prado, otras figuras se dirigían al río, algunas
abriéndose paso entre la gente tal como habíamos hecho nosotros y otras
avanzando por el puente del extremo más alejado de la casa. En la distancia,
oí el sonido bitonal de las sirenas británicas.
—Kate —me susurró Ben a mi espalda.
Me giré y eché a correr hacia los árboles.
33

El bosque estaba oscuro y las ramas de los árboles se nos enganchaban


en la ropa mientras subíamos penosamente por la cuesta, tratando de seguirle
el paso a Ben. Mis pies chapaleaban en el interior de los zapatos mojados;
seguía oyendo en la distancia los silbidos, los chisporroteos y los retumbos de
los fuegos artificiales. Un poco más cerca, unos hombres nos perseguían; de
vez en cuando uno de ellos lanzaba un grito.
El terreno se niveló y después descendió. Al pie de la colina llegamos a
un muro cubierto por una gruesa capa de musgo y liquen. Apurando el paso
sin apartarse de él, Ben avanzó hasta encontrar un banco de piedra adosado a
la mampostería; por encima de él, un medallón decorativo —en recuerdo de
un lebrel muy amado tiempo atrás— ofrecía puntos de apoyo para los dedos
de las manos y de los pies. Entre los dos ayudamos a sir Henry a subir y
saltar al otro lado y después nos arrojamos dando tumbos tras él y nos
agachamos entre la maleza de un sendero del bosque.
Dos vehículos de la policía pasaron a gran velocidad con las sirenas
encendidas. Me encontraba de pie cuando oímos un sordo ruido en la
distancia.
—Agáchense —dijo Ben.
Nos tiramos al suelo y lo seguimos, arrastrándonos de vuelta al muro y
tumbándonos pegados a él bajo la maleza. Por entre los árboles vimos un
helicóptero de la policía sobrevolando la zona e iluminando el camino con un
potente proyector.
Quietos como conejos paralizados por los faros de los automóviles,
permanecimos a la espera. La bestia se acercó, al igual que un coche de la
policía. No estaba muy segura, pero me pareció ver en su interior el rostro de
Sinclair.
Después desaparecieron. Ben se incorporó lentamente. Avanzó
agachado entre la maleza en dirección a la carretera y, una vez allí, se detuvo
junto al borde. Con un brusco movimiento de la mano, nos indicó que lo
siguiéramos.
Justo al otro lado, había una urbanización más o menos nueva. Cruzando
la carretera, doblamos por la esquina de una calle que serpeaba entre las
casas. Ben caminaba muy rápido, como si supiera adónde iba, doblando por
una esquina y después por otra. Unas luces se encendieron una sola vez en un
automóvil que había más adelante.
Era el Bentley de sir Henry. Ben abrió la puerta trasera y los tres
subimos atropelladamente al vehículo.
Sin una palabra, Barnes puso en marcha el automóvil. Ben se inclinó
hacia delante y le dijo algo en voz baja. Unas cuantas vueltas más y entramos
en un estrecho camino que discurría entre setos vivos en un prado iluminado
por la luz de la luna. Cuando el sonido de las sirenas se perdió en la distancia,
sir Henry se quitó los zapatos y los calcetines mojados y se secó con una
toalla que le ofreció Barnes; imité su ejemplo.
—La carta —dijo sir Henry con la voz áspera, apretándose todavía la
mejilla con el pañuelo.
Mientras la carretera subía y bajaba las cuestas de aquellas lomas
inglesas que daban la vertiginosa sensación de estar situadas en el techo del
mundo, Ben sacó las páginas del bolsillo de la chaqueta y las depositó en mis
manos.

Al más dulce cisne que jamás surcó el Avon.

A mi lado, sir Henry respiró hondo, pero como no dijo nada seguí
adelante.

Arrastrado durante largo tiempo por una marea de duda y ansiedad, he


llegado al fin a la orilla para encontrarme enteramente de acuerdo con vos.
Una parte de los castillos imaginarios —o, de hecho, tal como vos los
llamáis, de los juguetes y comedias— que antaño creó nuestra quimérica
bestia no debería hundirse de ninguna manera en las sombras de la
devoradora noche.
Sólo excluyo la obra española.

—Cardenio —dijo Ben.


Mirándole sorprendida, asentí con la cabeza.

Ya ha encendido suficientes hogueras, por lo cual la condesa, encerrada


todavía en la Torre, suplica que se le ahorre la renovación de sus
preocupaciones. Puesto que la dama es ahora casi de la familia, me veo
obligado a honrar sus deseos, tal como mi hija trata diariamente de
recordarme. Asumo el deber de escribir una petición de disculpa a Saint
Albain por nuestro silencio.
Como el jabalí ya no puede enojarse, sólo os queda el puerco por
engordar. Para la ardua tarea de hormiga de recoger y separar el trigo de
las granzas, el señor Ben Jonson podría ser tan bueno como cualquier otro y
sin duda mejor que la mayoría, aunque nunca tan excelente como él mismo
se considera. Por lo menos, tiene práctica, tras haber trabajado en dicha
tarea por cuenta del autor al que venera por encima de todos los demás... y
que no es otro que él mismo. Sin embargo, tal como hace la corneja, no cesa
de parlotear mientras trabaja, sin pensar en las desafortunadas salidas de
tono y los tumultos que brotan de su pico. Si vos podéis encauzar y resistir
este coro de un solo hombre, que así sea.
Tal decisión la deposito en vuestras competentes y dulcísimas manos.

—¡El Primer Infolio! —gritó sir Henry—. ¡Habla de la conveniencia de


que Jonson se encargue de editar el Primer Infolio!
—Y de excluir Cardenio —comenté.

Vuestro siempre amigo y más seguro servidor,

Señalé la firma. En claras letras de gran tamaño y una inicial con


florituras y volutas dignas de un rey, destacaba en el centro de la página a tres
cuartos del final:

La sorpresa resonó en el interior del vehículo.


«Al más dulce cisne que jamás surcó el Avon...» ¿De Will? Si la carta se
refería al Primer Infolio, no cabía duda que uno de ellos era Shakespeare pero
¿cuál?
—Sólo hay un cisne del Avon —dijo sir Henry al cabo de un rato—.
Mientras que Will los hay a montones. William Herbert, conde de Pembroke,
por una parte. El mayor de los Incomparables. El joven dorado de los
sonetos, por otra.
—Y William Turner, por otra —dijo Ben, mirándome—. Pero si
Shakespeare es el cisne —objetó—, esta carta habría tenido que ir a parar al
mismo lugar a donde fueron los restantes papeles de William Shakespeare.
¿Por qué tenía que ir a parar a Wilton?
Las ruedas y engranajes de mi cerebro empezaron a girar muy despacio.
El rostro de la mujer muerta se interponía constantemente en mi camino. Los
vehículos policíacos se estaban desplegando por todo el condado de Wiltshire
y en algún lugar próximo se encontraba el hombre capaz de estrangular a la
señora Quigley y cubrirla de plumas.
—Hay otro candidato para el papel del dulce cisne —sugerí con la voz
pastosa—. Alguien que daría sentido al hecho de que la carta se encontrara
allí: Mary Sidney. La condesa de Pembroke. La madre de los Incomparables.
Sir Henry soltó un bufido, que ignoré, y sujeté el papel que descansaba
sobre mi regazo como si se pudiera desvanecer si parpadeaba. Una mujer
había muerto por culpa de aquella carta. Por consiguiente, la cosa tenía que
tener sentido. Lo tenía que tener.
—A la muerte de su hermano, la condesa había conservado el apellido
Sidney y la divisa oficial de los Sidney: una punta de saeta, a veces llamada
punta de lanza. Pero había conservado también el emblema privado de Philip:
el cisne, que le habían otorgado los perseguidos protestantes de Francia, que
adoraban a Philip... —Levanté la vista y descubrí la mirada de sir Henry
clavada en mí—. Sidney pronunciado en francés suena un poco como cygne.
—«Cisne» en francés —dijo Ben con los ojos iluminados por la
emoción.
—Absurdo en francés —replicó sir Henry.
El automóvil aminoró la marcha. Habíamos regresado, dando un amplio
rodeo, a la carretera principal de Londres. Entramos en ella y nos dirigimos al
este.
—Tal vez —dije—. Pero hay un retrato de la condesa de Pembroke en
su vejez, un homenaje a sus logros literarios. Luce una ancha gorguera de
encaje, en el que la figura del cisne aparece bordada repetidas veces.
—Ése era el río Nadder, cuyas aguas están ustedes dejando gotear sobre
mis asientos de cuero —protestó sir Henry—. No el Avon. El Avon pasa por
Stratford, en el condado de Warwickshire.
—«Avon» significa «río» en galés —dije—. Hay muchos Avon en Gran
Bretaña. Uno de ellos pasa por Salisbury. Y, en el siglo XVII, cuando la
hacienda de Wilton era mucho más grande, atravesaba las tierras de los
Pembroke. —Meneé la cabeza—. Y si se quieren acabar de sorprender del
todo, hasta hay un pueblo llamado Stratford-sub-Castle no lejos de allí. Y
está justo a orillas del Avon.
Me cubrí el rostro con las manos.
—Supongo que eso no es todo —dijo Ben.
Denegué con la cabeza.
—La condesa también escribía. Es muy famosa por haber traducido los
Salmos en verso al inglés. Pero también escribió piezas teatrales.
Hice una pausa.
—¿Escribía obras de teatro? —preguntó Ben con incredulidad.
—Escribió una. Un drama de gabinete destinado a la lectura privada
entre amigos, más que a ser representado en el escenario. —Levanté los ojos
—. Escribió The Tragedy of Antonie, la primera versión dramática de la
historia de Antonio y Cleopatra en inglés.
—¡Antonio y...! —exclamó Ben, pero sir Henry lo interrumpió:
—¿Está usted insinuando que Mary Sidney era Shakespeare?
—No —contesté con irritación—. No me he convertido de repente en
Delia Bacon. Pero creo que tenemos que considerar la posibilidad de que
Mary Sidney, condesa de Pembroke, sea «el más dulce cisne» de esta carta.
—Lancé un suspiro—. Y creo que tenemos que seguir esta posibilidad hasta
sus lógicas conclusiones. La carta habla con toda claridad del Primer Infolio,
que fecha en 1623 o antes. Pero si la condesa era el dulce cisne que insistía en
que se publicara el Infolio, la carta tuvo que ser escrita antes de finales de
septiembre de 1621, año en que ella murió de viruela.
—Dejando a sus hijos la tarea de apadrinar el Primer Infolio —dijo Ben.
—Lo cual nos conduce de nuevo a los Incomparables.
«Will y Phil», pensé. William, conde de Pembroke, y su hermano Philip,
conde de Montgomery, que se casó con la hija del conde de Oxford y acabó
heredando no sólo el condado de Pembroke, sino también la casa de Wilton.
El mismo Philip que construyó la estancia en la cual habíamos encontrado la
carta, y el mismo Philip que protegía a Shakespeare en el vestíbulo de la
entrada de Wilton.
Pero no había protegido a la señora Quigley.
Su hinchado rostro volvió a flotar en mi memoria.
Sir Henry se inclinó sobre la carta con los pelos de las cejas erizados.
Apuñaló la página con un dedo.
—El autor de la carta también sabe que Ben Jonson editó su propio
volumen de obras completas. Y que el libro se publicó en 1616, el mismo año
en que murió Shakespeare. Por consiguiente, es posible que este Will sea el
Shakespeare de Stratford —dijo sir Henry— si escribió la carta en el último
año de su vida.
Meneé la cabeza.
—No si el «más dulce cisne» es Mary Sidney.
—¿Por qué no?
—Porque no era posible que un dramaturgo plebeyo, por muy famoso
que fuera, le escribiera a una condesa una carta tan familiar como ésta en una
época en que la clase y las diferencias de clase social se tomaban tan en serio.
Los actores y los comediógrafos estaban sólo un peldaño por encima de los
alcahuetes y los buhoneros, pero todo en esta carta nos dice que Will,
quienquiera que fuera, era un igual del más dulce cisne. Un plebeyo, y
especialmente un plebeyo que estaba en deuda con la dama a la cual se
dirigía, habría empezado la carta con algo decididamente servil como, por
ejemplo: «A la muy honorable y muy bondadosa señora condesa de
Pembroke, el más dulce cisne»... —Me mordí el labio—. Hasta la firma en el
centro de la página es impropia. De un plebeyo que escribiera a una condesa,
cabría esperar que se rebajara, empujando su firma hasta abajo, en la esquina
inferior derecha de la página. Eso me gusta tan poco como a usted, sir Henry,
pero si el más dulce cisne es la condesa de Pembroke, Will no puede ser el
William Shakespeare, dramaturgo de Stratford.
—¿Pues quién es entonces? —preguntó.
—¿La quimérica bestia? —apuntó Ben a su vez, dirigiendo la mirada al
techo del vehículo.
Volví a estudiar la carta. «Nuestra quimérica bestia —decía—. Los
castillos imaginarios —o, de hecho, tal como vos los llamáis, los juguetes y
comedias— que antaño creó nuestra quimérica bestia.»
Sir Henry se apartó el pañuelo de la cara.
—¿Pretende insinuar —preguntó en tono sombrío— que Shakespeare no
es más que un fruto de cuatrocientos años de imaginación desbordada?
Fruncí el entrecejo. Una quimera podía significar en sentido figurado
algo extravagantemente imaginario o fantástico. Pero en la mitología griega
era un animal concreto, un monstruo que escupía fuego y estaba formado por
varias partes distintas: una cabeza de león, un cuerpo de cabra y una cola de
dragón. En la carta había un cisne y en ella se hacía referencia a un jabalí y a
un puerco como representación de unas personas. A lo mejor, la quimera era
un grupo de personas, una bestia colectiva integrada por varias partes.
—¡Sandeces! —rugió sir Henry.
—Pero eso no significa que la bestia sea Shakespeare... o que
Shakespeare sea la bestia.
—La maldita carta se refiere a Shakespeare —bramó sir Henry en tono
malhumorado—. Usted misma lo ha dicho.
Meneé la cabeza y traté de explicarlo. La quimera podía hacer referencia
a un grupo de protectores que habían solicitado a Shakespeare su
intervención en unas comedias que consideraban lo suficientemente buenas
como para salvarlas del olvido. Por lo menos, el hecho de pensar en la
quimera como una representación de un grupo de varias personas confería
sentido al cisne, al jabalí y al puerco. Por no hablar de la diligente hormiga.
—Y si Mary Sidney es el cisne, ¿quiénes son el jabalí y el puerco? —
preguntó Ben.
Miré cautelosamente a sir Henry.
—El timbre del conde de Oxford era un jabalí azul.
—Vaya por Dios —dijo sir Henry, reclinándose contra el respaldo del
asiento.
Ben no le hizo caso.
—Oxford murió en 1616, por lo que ya no se podía enojar. Me gusta.
—Pero queda el puerco —rezongó sir Henry—. El perverso aborto que
hoza la tierra. ¿Exactamente cuál de los cortesanos de Isabel, tan orgullosos
como pavos reales, sugiere usted que aceptó cargar con la poco atractiva
divisa del jorobado Ricardo III, el primer Ricardito el Tramposo de la historia
[17]?

—Prométame no estallar.
—No pienso prometer tal cosa.
Lancé un suspiro.
—Bacon.
—Sir Francis Bacon —gruñó sir Henry.
A Ben se le escapó una rápida carcajada, que intentó disimular con un
carraspeo.
—En realidad, era otro jabalí —expliqué—. Pero los Bacon se
anticipaban a muchas de las burlas llamándolo ellos mismos puerco. Sir
Francis contaba una historia de su padre, un juez enormemente gordo a quien
un prisionero le dijo un día durante un juicio que estaba emparentado con él
porque su apellido era Hog, es decir, «puerco». «Tú y yo no podemos ser
parientes a no ser que te ahorquen —replicó el anciano juez—. Porque Hog,
el puerco, no puede ser Bacon, tocino, hasta que lo ahorcan tal como está
mandado.» —No me atreví a mirar a Ben, pues adiviné que estaba
reprimiendo las ganas de reír—. Por si sirve de algo, Shakespeare reprodujo
la broma.
—En Las alegres comadres de Windsor —dijo sir Henry, lanzando un
suspiro—, los términos hanc-hoc —que suenan como hang-hog, es decir,
puerco-ahorcado en inglés—, son el equivalente en latín de Bacon, se lo
aseguro.
A Ben se le escapó la risa.
Sir Henry lo ignoró.
—¿Y adónde nos lleva esta quimera? Es a Saint Alban a quien Will,
quienquiera que sea, escribe la carta.
—Bacon una vez más —dije—. A principios de 1621, el rey Jacobo lo
nombró vizconde de Saint Alban.
Ben dejó de reírse.
Sir Henry volvió a inclinarse hacia delante.
—O sea que Bacon es la única persona a la que el cisne todavía no ha
ablandado y Will promete escribir al propio Bacon.
Asentí con la cabeza.
—¿Dónde vivía Bacon?
—En una heredad llamada Gorhambury. Justo en las afueras de la
ciudad de Saint Alban.
—Barnes —ordenó en voz baja sir Henry—, diríjase a Saint Alban.
—No es tan fácil —observé con impaciencia—. Gorhambury, la
mansión que Bacon se construyó como un palacio de placer para la mente,
lleva en ruinas desde cincuenta años después de su muerte.
—Algo tiene que quedar —dijo sir Henry.
Tamborileé con los dedos sobre mis rodillas.
—Hay una estatua en la iglesia parroquial de Saint Alban, algo así como
la estatua de Shakespeare en Westminster, pero los baconianos llevan los
últimos ciento cincuenta años examinándola y estudiándola.
—O sea que no es probable...
Ben tomó la carta.
—Si Will escribe a Saint Alban —dijo—, ¿por qué pedirle al cisne que
seduzca al puerco? —Levantó la mirada—. A mí me parece que Saint Alban
y el puerco son dos personas distintas.
Los tres nos inclinamos sobre la carta. Tenía razón.
—¿Queda algún otro horrible puerco? —preguntó sir Henry.
—No que yo sepa.
—Bueno, pues, ¿adónde vamos? —inquirió Ben.
—A algún lugar donde pueda pensar.
Cinco minutos después nos apartamos de la autopista y entramos en el
aparcamiento de un discreto Days Inn. Mientras Ben y sir Henry se
registraban, me quedé en el automóvil con Barnes.
Me saqué el broche y abrí la tapa posterior. Las luces del hotel arrojaban
un resplandor anaranjado sobre el retrato. «¿Y ahora qué?», le pregunté al
joven en silencio.
Sosteniendo delante de sí el crucifijo, miraba con expresión risueña y
casi insolente: sus ojos parecían brillar de malicia y también de desprecio.
34

Ben me condujo por una puerta posterior del hotel y me acompañó a una
habitación con dos camas. Sir Henry se fue a su propia habitación para
asearse. Cuando se presentó en nuestra puerta unos cuantos minutos después,
ya volvía a ser él mismo, aunque todavía estaba un poco pálido. Yo me
encontraba de pie junto a la ventana sosteniendo el broche abierto como si
fuera un medallón.
—¿Ya se ha dado por vencida con la carta? —preguntó sir Henry,
sentándose en nuestro sillón más cómodo.
—Ambas cosas están relacionadas —dije—, lo sé. Pero no consigo
imaginar cómo.
«Mas tu eterno estío no se apagará —decían las letras doradas—. A la
mayor gloria de Dios.»
¿Qué tenía aquello que ver con la carta que acabábamos de encontrar?
Puede que ambas cosas no estuvieran directamente relacionadas, pero
Ophelia había dicho que la pintura y la carta eran caminos distintos que
conducían a la misma verdad, así es que debían pertenecer al mismo mundo.
Roz siempre había insistido en que el sentido de algo te lo
proporcionaba el contexto. ¿Qué clase de contexto proporcionaba la
miniatura a la carta, o ésta a la miniatura?
La miniatura con el crucifijo era indudablemente católica. La carta
parecía estar relacionada con el Primer Infolio. ¿Qué podían tener que ver la
una con la otra?
—Hay una relación —dije, exasperada—. Pero no soy historiadora de la
religión para poder verla.
—Quizás ha llegado el momento de llamar a alguien que sí lo sea —dijo
sir Henry.
—No conozco a nadie —dije.
—Pues a mí me parece que le sería útil alguien experto en historia
religiosa y en Shakespeare —dijo Ben.
Me estaba observando con interés y creí adivinar por qué. Ambos
habíamos visto el título del trabajo de Matthew en el folleto de la Folger.
Shakespeare y los ardores del catolicismo secreto.
—No le quiero pedir ayuda —dije con vehemencia.
—¿Pedir ayuda a quién? —Sir Henry se animó.
—A Matthew —contesté—. Al profesor Matthew Morris.
—Él está deseando ofrecérsela —dijo Ben.
—Ah —dijo sir Henry—, empiezo a comprender. ¿El pobre ha hecho
algo más horrible que manifestar interés por usted?
—Me molesta —contesté a modo de inadmisible excusa—. A Roz
también le molestaba.
—Algunas veces, querida —dijo sir Henry—, es usted una engreída de
primera. —Me ofreció su teléfono—. Si él puede resolver nuestro problema,
llámelo.
—Utilice el mío —dijo Ben—. Es mucho más difícil de localizar.
—A Roz no le gustaría... —protesté.
—Menos le gustaría que su asesino se apoderara de su presa —dijo Ben.
Activó el altavoz de su BlackBerry y saqué la tarjeta de Matthew del
bolsillo y marqué el número.
Matthew contestó al segundo timbrazo.
—Kate —dijo medio adormilado. Después le oí incorporarse—. ¿Kate?
¿Dónde estás? ¿Estás bien?
—Estoy bien. ¿Qué me puedes decir acerca de la frase «Ad majorem Dei
gloriam»?
Se le quebró la voz.
—¿Te has fugado y me llamas para hablarme en latín?
—El latín lo entiendo. «A la mayor gloria de Dios.» Pero sigo sin
comprender lo que significa.
—¿Me vas a decir qué es lo que está pasando?
—Me dijiste que te llamara si necesitaba tu ayuda. Y te estoy llamando.
Hubo un breve silencio.
—Es el lema de los jesuitas.
Iba a decir algo, pero me callé. «Los soldados de Cristo. Devotos y a
menudo celosos sacerdotes empeñados en devolver a Inglaterra al redil
católico.»
Matthew añadió:
—La pesadilla de los Cecil y de casi todos los restantes consejeros de
Isabel y de Jacobo que los estigmatizaron como traidores. Una incómoda
etiqueta que ellos soportaron con paciencia de santos. Literalmente. Creo que
diez de ellos son en efecto santos tras haber sido ahorcados, arrastrados por
caballos y desmembrados en defensa de su fe.
—¡Jesús! —exclamé en un susurro.
—Exactamente —corroboró Matthew—. La Compañía de Jesús.
Encima de la mesa, las llamas de la miniatura parpadeaban y lamían al
joven.
—En el contexto de esta frase —proseguí con voz que esperaba que
sonara serena—, ¿qué sacarías en claro de estas palabras? —Leí las palabras
que se curvaban y entrelazaban entre sí, escritas con una desteñida tinta
tirando a marrón—: «Asumo el deber de escribir una petición de disculpa a
Saint Alban por nuestro silencio».
—Normalmente, pensaría en Bacon —dijo—. Pero, en conexión con el
lema de los jesuitas, tendría que tomar en consideración Valladolid.
—¿España?
—Pues sí, España. —Matthew bostezó y se puso en plan de
conferenciante—. Valladolid, la antigua capital de Castilla y León, sede del
Real Colegio de los Ingleses de San Albano, fundado en la década de 1580
por el rey de España Felipe II con el fin de educar a ciudadanos ingleses para
el sacerdocio católico. Casi todos los sacerdotes elegían la Orden de los
Jesuitas y eran devueltos clandestinamente a Inglaterra para predicar a los
fieles en secreto. Según el gobierno inglés, también se les enviaba para captar
súbditos ingleses e inducirlos a tramar actos de violencia contra sus
soberanos protestantes y apoderarse por medio de la fuerza de lo que no
podían conseguir por medio de la dulce persuasión. El gobierno inglés
consideraba este lugar como un campo de adiestramiento de terroristas
religiosos.
—¿Por qué San Albano?
—Su nombre completo es Real Colegio de los Ingleses de San Albano.
Por un instante, nadie se movió. Me acerqué más el teléfono a la oreja y
desconecté el altavoz.
—Estoy en deuda contigo, Matthew.
Él guardó silencio.
—Ya sabes lo que quiero.
—Lo sé —dije. «Dame una oportunidad», me había dicho él—. Bien
sabe Dios que te lo mereces —añadí antes de colgar.
Le arrojé el teléfono a Ben, que se había incorporado en la cama en la
que estaba tumbado y ahora miraba al techo con una expresión de
complicidad que a mí me resultaba vagamente irritante.
—¿Usted cree que es eso? —preguntó sir Henry—. ¿Valladolid? A mí
me parece muy dudoso.
Me senté junto a la mesa, sintiéndome de repente muy cansada.
—El Real Colegio de los Ingleses tiene otras conexiones con
Shakespeare. Dos en concreto. ¿Cuál de ellas prefieren en primer lugar, la
verosímil o la inverosímil?
—Voto a favor de que empecemos por lo más insensato y retrocedamos
después hasta lo sensato —dijo Ben, cruzando las manos detrás de la cabeza.
—Marlowe, pues —dije pasándome una mano por el cabello demasiado
corto para mi gusto—. El ateo chico malo, el astro rock gay de la Inglaterra
isabelina. Mimado por los teatros antes de la aparición de Shakespeare.
—Apuñalado en un ojo en el transcurso de una reyerta tabernaria —dijo
Ben.
Asentí con la cabeza.
—En 1593, justo cuando Shakespeare estaba empezando a abrirse
camino por su cuenta... Sí, el mismo Marlowe. Sólo que puede que el
apuñalamiento no fuera a causa de una simple reyerta, pues Marlowe era
también espía. Fue enviado a los Países Bajos con la misión, entre otras, de
infiltrarse en los grupos de católicos ingleses exiliados y presuntamente
culpables de tramar una rebelión... Hay pruebas aceptables de que sus
compañeros en aquella taberna también eran espías y de que el antro era un
sitio de encuentro de agentes secretos.
—No muy seguro para Marlowe —dijo Ben.
Apoyé los pies encima de la mesa.
—Hay pruebas dudosas de que no murió aquella tarde. De que escapó...
o fue enviado al extranjero. A España.
—¡Vamos, por el amor de Dios! —exclamó sir Henry desde su sillón.
Ben se mostraba más cauto.
—¿A Valladolid? —preguntó.
Asentí con la cabeza.
—En 1599 el registro del colegio muestra que un hombre llamado John
Matthews o Christopher Morley ingresó en el seminario. Morley es una
variante de Marlowe que el dramaturgo utilizaba algunas veces, y John
Matthews era un seudónimo sacerdotal frecuente, aunque no demasiado
inteligente, sacado de los Evangelios. —Meneé la cabeza—. Quienquiera que
fuera, este sacerdote fue ordenado en 1603 y regresó a Inglaterra, donde fue
detenido y enviado a prisión. Y lo más curioso es que, en una época en que
los prisioneros se tenían que pagar su propia manutención, o morirse de
hambre tumbados en un suelo infestado de sabandijas, Robert Cecil, principal
ministro de Estado del rey Jacobo, pagaba personalmente la factura de
Morley. Lo cual le confiere toda la pinta de un agente del gobierno.
—La manera más sencilla de explicar la identidad del Morley de
Valladolid es decir que los dos nombres del personaje eran seudónimos, uno
de ellos sacado de los Evangelios y el otro tomado de un muerto,
posiblemente porque el sacerdote era un espía inglés.
—La línea recta entre dos puntos —dijo Ben—. Oigamos el... ¿Cómo se
lo explicó usted a Athenaide? ¿El tortuoso y enmarañado camino...?
—De un abejorro borracho —intervine, completando la frase—. Hay
quienes creen que el motivo de que nadie pueda demostrar que Shakespeare
escribió algo antes de 1593 es el de que, antes de 1593, éste escribía bajo su
verdadero nombre: Christopher Marlowe.
Soltando una burlona carcajada, sir Henry se levantó de un salto del
sillón y empezó a dar vueltas por la estancia.
—Ya le dije que eso era una locura —dijo—. En esta situación, una
parte del trato para que él accediera a desaparecer era la condición de que
Cecil se encargara de que sus obras se siguieran representando en Londres.
—O sea que «Shakespeare» se va a Valladolid —intervino Ben.
Estaba entretenido con su móvil y navegando por internet mientras
hablábamos.
—Exactamente.
—¿Y cuál es la otra conexión? —preguntó sir Henry sin dejar de pasear.
—Cervantes.
Sir Henry se detuvo en seco.
—Puede que Cervantes escribiera las obras de Shakespeare —dijo Ben
con expresión muy seria.
Lo miré con severidad.
—Hay gente que así lo cree. Y otros creen que Shakespeare escribió
Don Quijote.
—Y otros están convencidos de que regresó a la vida en la persona de
Einstein y escribió la teoría de la relatividad —replicó sir Henry—. ¿Por qué
no atribuirle también Guerra y paz, la Ilíada y la Biblia, ya que estamos?
—Vamos a quedarnos de momento con Shakespeare como Shakespeare
—empecé diciendo.
—¡Qué original! —dijo sir Henry.
—Nos hemos olvidado más o menos de la obra, pero Cardenio sigue
formando parte de esta historia —añadí—. Y se podría decir que Cardenio se
gestó en Valladolid. Cuando el rey Felipe III volvió a trasladar toda la corte
española de Madrid a Valladolid, Cervantes los acompañó. Y fue en
Valladolid, en 1604, cuando preparó la primera parte del Quijote para la
imprenta y terminó de escribir la segunda parte.
Alisé la carta con la mano. Saint Alban.
—Aquella misma primavera, el nuevo rey Jacobo envió una embajada a
España para firmar un tratado de paz. El conde de Nottingham (un Howard)
viajó a Valladolid con un séquito de cuatrocientos ingleses, entre ellos, varios
jóvenes caballeros muy interesados por todo lo relacionado con el
catolicismo y que también aprendieron a interesarse profundamente por todo
lo relacionado con España, incluyendo el teatro y la literatura. Y la religión.
En algunos sectores se temía que los jesuitas los corrompieran y que los
jóvenes regresaran algún día en circunstancias que los ingleses pudieran
considerar menos dignas de alabanza.
En la pintura, el muchacho sostenía en alto el crucifijo con expresión
desafiante. Ad Majorem Dei Gloriam.
—Si el joven dorado se trasladó a Valladolid con la intención de
ordenarse como jesuita —proseguí—, bien en aquel momento o bien más
adelante, pudo tener ocasión de dar a conocer a Shakespeare el relato de
Cardenio de Cervantes. O de dárselo a conocer a uno de sus protectores. Tal
vez a los Howard. Eso daría sentido al hecho de que Will escribiera para
explicar la razón de que la obra española no figurara en el Infolio.
Ben se incorporó en la cama.
—También podría explicar de qué manera un manuscrito de una obra
inglesa había acabado en la frontera entre Arizona y Nuevo México.
Me volví a mirarle.
—En el siglo XVII, aquella zona de Estados Unidos era el extremo norte
de la Nueva España. Gobernada y explorada por los conquistadores
españoles.
—Los cuales iban acompañados por sacerdotes españoles —tercié.
—O, en cualquier caso, por sacerdotes que procedían de España.
—Y puede que uno de ellos fuera inglés —apuntó sir Henry.
Detrás del hombre de cabello dorado, las llamas se arremolinaban. Pensé
en las palabras garabateadas en desteñida tinta en el papel de una carta:
«Asumo el deber de escribir una petición de disculpa a Saint Alban por
nuestro silencio».
Ben levantó la vista de su BlackBerry.
—Ryanair tiene dos vuelos diarios directos. De Londres a Valladolid.
Reservamos tres billetes para el vuelo de la mañana siguiente.
35

—He hablado con Su Eminencia el arzobispo de la diócesis de


Westminster —anunció sir Henry cuando pasó a buscarnos a nuestra
habitación a la mañana siguiente—. El rector de San Albano me recibirá a las
once.
—¿Sólo a usted? —pregunté.
—Me parece que a lo mejor olvidé mencionar que viajo con
acompañantes —contestó sir Henry—. Confío en que el rector sea un hombre
flexible.
En el Aeropuerto de Stansted, al nordeste de Londres, nadie examinó
dos veces mi pasaporte a pesar de su creciente colección de arrugas y
manchas de agua. Sir Henry fue reconocido pero, tras guiñarle el ojo al
guardia, éste se mostró discreto. Nadie más le reconoció. Cruzó el aeropuerto
como un anciano cansado y la gente apenas le miró. Los tres nos
acomodamos en el llamativo jet amarillo y azul de Ryanair y enseguida
estuvimos en el aire.
Contemplé por la ventanilla cómo sobrevolábamos los Pirineos y
descendíamos a continuación a la parda meseta castellana, surcada a grandes
intervalos por serpenteantes ríos. Una vez en tierra, nos apretujamos en un
taxi y nos dirigimos a toda prisa a Valladolid. A ambos lados de la carretera
se elevaban lomas achatadas cubiertas de tostada hierba y salpicadas de
solitarios árboles. Los conquistadores debían de haber contemplado la aridez
del norte de México y el suroeste de Estados Unidos con nostalgia. Les debió
de parecer que estaban en casa.
La ciudad se nos apareció de repente. Unos cuantos almacenes y
edificios de nueva construcción, un puente sobre un lento y tranquilo río y
enseguida la vieja Europa nos devoró. Casas con altas ventanas y bonitos
balcones sombreaban las calles. La gente ocupaba las mesas de las terrazas de
los cafés y paseaba bajo los árboles, o bien entre los tenderetes del mercado y
por las plazas con fuentes. Nos acercamos a un largo muro de ladrillo, por
encima del cual asomaba una cúpula blanca.
—El Real Colegio de Ingleses —anunció nuestro taxista.
Al descender del taxi, tuve que entornar los ojos bajo el sol español, tan
cortante como un puñal. El enorme pórtico de doble hoja de la iglesia estaba
firmemente cerrado. Algo más allá había una entrada más pequeña, un poco
apartada de la calle. Tocamos el timbre y esperamos.
Nos abrió unos cuantos minutos después el propio rector. Monseñor
Michael Armstrong, rector del Real Colegio de San Albano, era un hombre
fornido de cabello gris y una larga y fina nariz, como la de un santo
bizantino; vestía una sotana negra ajustada con una banda de color rojo. Se
presentó con una rígida cortesía que reflejaba toda la acogedora cordialidad
del granito.
Tras franquearnos la entrada a un vestíbulo resonante de ecos, nos
acompañó rápidamente a través de unos blancos pasillos con baldosas de
terracota. Yo esperaba un despacho, pero, en su lugar, entramos en la serena
penumbra de una iglesia.
—Los alumnos están de vacaciones y el claustro de profesores ha
quedado reducido al mínimo ahora que se acerca el verano —nos dijo el
rector—. Aprovechamos que todo está vacío para pintar los despachos y
cambiar todas las ventanas. De momento, éste es el mejor lugar para hablar.
Era una pequeña basílica de estilo barroco español. Pintada en tonos
rojos y verdes y llena de santos dorados, el altar mayor me recordaba el
escenario del Globo. En el centro se encontraba la llamada Virgen Vulnerata
que los marineros ingleses habían mutilado en la incursión de Cádiz de 1596
y que los devotos católicos veneraban desde entonces. María, Reina del
Cielo. Le faltaba la nariz y los dos brazos. Lavinia, pensé de repente,
apartando el rostro de aquel semblante cubierto de cicatrices.
—Me han dicho, sir Henry, que anda usted en busca de Shakespeare. —
El pronunciado acento del rector correspondía al norte de Inglaterra. Puede
que de Yorkshire—. No es usted el primero, me temo. Lo hemos buscado una
y otra vez. —Alargó las manos en gesto de impotente consternación mientras
su boca se torcía en una severa mueca—. Aquí no lo van a encontrar, ni a
Marlowe tampoco. Si lo desean, les puedo mostrar la anotación del ingreso
de Marlowe, o de Morley, en el colegio. No hay duda de que se trata de un
seudónimo. —Esbozó una fría sonrisa—. En la época de las persecuciones,
los nombres de los muertos eran útiles máscaras para proteger a los vivos.
—Pues entonces hemos tenido suerte de no haber venido a buscar a
Marlowe —dijo sir Henry—. Es cierto que hemos venido en busca de
Shakespeare, pero no abrigamos la esperanza de encontrarlo aquí.
Una leve expresión de asombro se dibujó en los ojos de monseñor
Armstrong.
—¿A quién esperaban encontrar?
—A alguien que quizá lo conoció —contestó sir Henry.
—¿Aquí? ¿Creen que Shakespeare puede tener alguna relación con este
colegio?
Saqué el broche y abrí la pequeña bisagra de la parte posterior para
mostrarle el retrato del joven con el crucifijo.
—Lo buscamos a él.
La severidad de monseñor Armstrong se suavizó.
—Exquisito —dijo en un susurro—. ¿Es un Hilliard?
—Así lo esperamos —contestó sir Henry.
—Es ciertamente un retrato de martirio —dijo el rector—. He oído
hablar de su existencia, pero jamás había visto ninguno... ¿Cuál era su
nombre?
—William —contestó sir Henry con una taimada sonrisa en los labios
—. Pero no Shakespeare.
Monseñor Armstrong se rió entre dientes.
—¿Tan transparentes son mis sospechas? Usted no se imagina la de
extrañas e insistentes preguntas que nos hacen... ¿Conocen algún apellido?
—No —respondí.
—¿Una fecha?
—No exactamente. Pero debió de venir aquí hacia 1621. Sospechamos
que no regresó a Inglaterra.
—La obra de Dios se puede llevar a cabo en muchos lugares.
—Puede que se fuera al Nuevo Mundo. A Nueva España —dijo Ben.
—Eso sería muy insólito en un inglés. —Volvió a contemplar la
miniatura—. Especialmente en un jesuita, que es lo que este lema sugiere...
De todos modos, el viejo registro del colegio podría ser útil. Vengan
conmigo.
Nos acompañó al exterior de la iglesia y atravesamos un laberinto de
pasillos embaldosados, pasando por delante de un patio de olivos bañados por
el sol. A continuación, nos detuvimos delante de una puerta cerrada. La abrió
y vi una librería de color verde claro llena de libros encuadernados en cuero y
oro en el interior de la estancia.
De una de las estanterías, el rector sacó un pesado libro de color azul.
Una edición impresa, no el original. Al parecer, estaba escrito en latín. El
rector pasó las páginas hasta llegar al año 1621 y después deslizó lentamente
un grueso dedo por los apuntes. Se detuvo un momento, siguió adelante y
retrocedió.
—Es lo que yo pensaba. Sólo hay un hombre que encaja con la
descripción. Se llama William Shelton.
Yo conocía aquel nombre.
—Un Shelton tradujo por vez primera Don Quijote al inglés —dije.
—Ha hecho usted sus deberes —comentó el rector en tono de
aprobación—. Se trataría de Thomas, el hermano de William. Aunque hay
una persistente tradición según la cual William llevó a cabo la traducción,
pero la hizo pasar como realizada por su hermano para que pudiera
publicarse. Porque, como jesuita, William era persona no grata en Inglaterra.
Sin embargo, no cabe duda de que fue William el que tuvo fácil acceso al
Quijote. Y el que hablaba español.
—¿Tenía alguna conexión con los Howard? —preguntó Ben.
—El conde de Northampton lo ayudó a viajar hasta aquí y le concedió
su aval. Entonces era necesario, con tantos espías sueltos.
«¿Un Howard lo ayudó a viajar hasta aquí?»
—¿Y eso es importante?
—Puede que sí. ¿Dejó documentos o cartas?
Monseñor Armstrong meneó la cabeza.
—Me temo que ellos conservaron sus propias cartas. Aquí no tenemos
nada. —Me miró con sus penetrantes ojos de lince—. Fíese de nosotros. Si
tuviéramos alguna nota de Shakespeare, supongo que lo sabríamos.
—Siempre y cuando la nota fuera claramente suya —repliqué—. Seguro
que sus corresponsales utilizaban seudónimos tal como lo hacían sus
sacerdotes. ¿Adónde fue Shelton?
—Le permitieron liberarse de sus votos jesuíticos en favor de la Orden
Franciscana. Y, en 1626, lo enviaron a Nueva España, a Santa Fe, con fray
Alonso de Benavides. Desapareció y se cree que fue martirizado por los
indios en el transcurso de un viaje al desierto al suroeste de Santa Fe.
El estómago me dio un pequeño vuelco.
—Sin embargo, conservamos un libro que perteneció al padre Shelton
—dijo el rector—. Pocas personas lo saben, pero creo que quizá convendría
que ustedes lo vieran.
Se dirigió a un alejado rincón, sacó un libro muy alto encuadernado en
piel de becerro de color rojo, lo abrió y me lo entregó.
—Las comedias, historias y tragedias del señor William Shakespeare —
leí—. Publicado de acuerdo con las Verdaderas Copias Originales.
Debajo de aquellas líneas, la pálida cabeza de huevo de pato de
Shakespeare flotaba sobre la bandeja de su gorguera. Estaba sosteniendo en
mis manos un Primer Infolio.
—La obra magna jacobina —dijo Ben y soltó un silbido por lo bajo.
El rector alargó la mano y cerró el libro. Lo miré con inquietud. ¿Era
sólo eso lo que me permitiría ver?
—Pensé que les interesaría la cubierta —dijo.
Sir Henry y Ben se apretujaron a mi espalda. El cuero se había
estampado en oro con la figura de un águila dorada con un niño en sus garras.
El libro pareció vibrar súbitamente en mis manos, como si yo hubiera
apoyado las palmas en el teclado de un piano.
—¿Conocen el timbre? —preguntó el rector.
—Derby —contesté en un susurro.
—Derby —repitió él—. Se lo envió al padre Shelton el conde de Derby.
—El sexto conde —precisé—. Que igualmente se llamaba William.
En medio del silencio que se produjo, la estancia pareció estirarse y tuve
la sensación de que los libros de los estantes se inclinaban hacia delante para
escuchar.
—Mi nombre es Will —murmuró Ben.
—William Stanley —especifiqué.
—¿Stanley? —preguntó sir Henry con incredulidad—. ¿Como en...?
—Como en W. S. —dijo Ben.
Hubo una llamada a la puerta y pegué un brinco.
—Adelante —dijo el rector.
Un joven sacerdote asomó la cabeza al interior de la estancia.
—Tiene una llamada telefónica, monseñor.
—Que le den el mensaje.
—Es de Su Eminencia el arzobispo de Westminster.
El rector hizo un ademán que revelaba su hastío y se excusó.
—Todo esto no me gusta —dijo Ben mientras se cerraba la puerta—.
Hagan lo que tengan que hacer y vámonos.
Había una vieja fotocopiadora en el rincón. La encendí y cobró vida con
un zumbido. Mientras se calentaba, abrí el Infolio.
—¿Stanley? —preguntó sir Henry, iracundo.
—No hay ningún parentesco —contesté lacónicamente mientras pasaba
las páginas del libro en busca de señales: acotaciones, garabatos, subrayados,
rúbricas, cualquier cosa añadida a mano.
—¿Con usted o con Shakespeare? —insistió en preguntar sir Henry—.
No tenga reparos en decir que con ambos.
Llegué al final del libro, pero no encontré nada. La única señal de interés
era el timbre de Derby en la cubierta.
—Conmigo —contesté, molesta—. No puedo evitar que Derby sea un
candidato inesperado a Shakespeare... Usted me lo ha preguntado —añadí
mientras sir Henry soltaba una maldición.
Volví a pasar las páginas del libro, esta vez más despacio, explicando la
razón de la candidatura de Derby mientras lo hacía. Instruido, atlético y
aristocrático, William Stanley, sexto conde de Derby, encajaba perfectamente
con el hombre que tendría que haber escrito las obras de Shakespeare. Su
padre y su hermano mayor habían financiado famosas compañías de actores,
por lo que él había crecido sin duda con el teatro en su casa. Aunque era
oficialmente protestante, la base del poder de su familia en Lancashire era un
baluarte de la religión católica. Era un músico excelente y un aficionado a la
caza y la cetrería. Gastaba el dinero a manos llenas, sabía algo de leyes y
había viajado por Europa. Se casó con la hija mayor del conde de Oxford, y
después, bajo la influencia de un perverso lugarteniente, estuvo a punto de
dejar que los celos destrozaran su joven matrimonio. Había sido protector y
discípulo de John Dee, el nigromante histórico que se ocultaba detrás de la
figura de Próspero, el gran mago de Shakespeare.
—Y por si fuera poco —terminé—, escribía obras de teatro. Por lo
menos, tenemos la declaración de un espía jesuita que así lo dice.
—¿Un espía jesuita? —protestó sir Henry con incredulidad.
—Lo enviaron para evaluar a Derby como candidato a encabezar una
rebelión católica. Éste informó de que el conde no serviría de mucho, pues
estaba «ocupado en la tarea de escribir comedias para actores corrientes».
—Jesús —dijo Ben—. ¿Tú has leído alguna?
Meneé la cabeza.
—Han desaparecido. La cosa tiene gracia, pues la carta del espía fue
interceptada y cuidadosamente conservada en los archivos gubernamentales.
—O sea que la candidatura de Derby es más o menos equiparable a la de
Oxford —dijo Ben.
—En cierto sentido, mejor.
—¿A causa de su nombre? —se burló sir Henry—. A uno de cada cinco
niños en Inglaterra se le impone el nombre de William.
—Está también la cuestión de la geografía —dije—. Derby se encuentra
en la parte de Inglaterra que permite explicar los modismos dialectales de las
obras; Oxford, no. Derby también resulta más simpático que Oxford. En
cualquier caso, parece ser que nunca señaló a sus amigos como traidores. Y,
sobre todo, la duración de su vida coincide. A diferencia de Oxford, vivió
durante todo el período en que las obras fueron escritas.
—Si Derby es tan perfecto, ¿por qué rechazarlo como candidato
inesperado? —preguntó Ben.
Una vez más, había llegado al final del Infolio sin haber encontrado
nada. Exasperada, lo cerré.
—Lo tenía todo a su favor, menos lo único que importa: un nexo
evidente con Shakespeare.
—Hasta ahora —dijo Ben.
Contemplé el timbre del águila y el niño estampado en la cubierta del
Infolio. Era un nexo, por supuesto. Era una prueba. Pero ¿de qué?
La copiadora emitió un bip, señalando que ya estaba lista. Lanzando un
suspiro, coloqué el libro boca abajo y pulsé el botón.
La unidad lectora estaba escaneando el libro cuando se abrió la puerta de
par en par y el rector entró hecho una furia. Tras cerrar violentamente la
puerta, permaneció de pie con las manos cruzadas sobre el pecho como uno
de aquellos monjes guerreros de la Edad Media, tan hábiles con la espada
como con el crucifijo.
—Ustedes no han sido totalmente sinceros conmigo —dijo el rector,
alargando la mano para que le devolviera el libro—. El arzobispo me informa
de que hay alguien que se dedica a quemar Infolios en ambos continentes —
añadió—. Y a matar para conseguirlos.
Le devolví el Infolio a regañadientes.
—Alguien está provocando incendios y matando —dije en voz baja—.
Pero no somos nosotros.
Sus ojos se desviaron hacia la copiadora.
—No. Ustedes se limitan a copiar sin autorización. Lo cual equivale a
robar. ¿Qué están buscando?
—A Shakespeare —contesté.
Eso por lo menos era verdad.
—¿En este libro?
—Puede ayudarnos —contestó sir Henry.
—Pues entonces habrán descifrado la inscripción, ¿verdad?
Levanté la vista. Ya en la puerta, Ben se detuvo.
—¿Qué inscripción? —pregunté.
¿Qué era lo que me había perdido?
Monseñor Armstrong nos miró.
—Si se la muestro —repuso hastiado—, me informarán acerca de
cualquier cosa que puedan averiguar sobre el padre Shelton.
Me di cuenta de que no pedía nada; estaba poniendo un precio.
—Siempre y cuando comprenda lo que vea —contesté tensa.
Por un instante, su mirada se posó en mí; adiviné que estaba valorando
la desconfianza en contraposición con la curiosidad. Se dirigió a la mesa,
posó el libro y lo abrió. Pasó a la parte interior de la portada y descubrí que
en determinado punto se había aplicado una capa protectora sobre el original.
En la página que había debajo se veía un dibujo realizado con una tinta
que había virado a marrón. Una criatura monstruosa con un largo cuello y
una cabeza de cisne, unas alas de águila desplegadas que se convertían en
cabezas de jabalí y unas garras y plumas de la cola de un águila. Una garra
apresaba a un niño colocado en un cesto; la otra empuñaba una lanza.
Me senté pesadamente.
—La quimérica bestia —reconoció sir Henry, muy impresionado.
—El águila, el cisne, el jabalí y el puerco —enumeró Ben—. El conde
de Derby, Will; lady Pembroke, el más dulce cisne; el conde de Oxford, el
jabalí, y Francis Bacon, el cerdo.
—Y uno más —dije serenamente señalando las garras—. La de la
derecha con el niño... tienes razón, ésta es el águila de Derby. Pero la otra con
la lanza... creo que pretende ser un halcón.
—El timbre de Shakespeare —concedió sir Henry—. El halcón con la
lanza.
«La señorita Bacon tenía razón. Una razón que se sumaba a otra
razón...» Como si alguien estuviera haciendo girar un calidoscopio, el
esquema de lo que creía saber brillaba y se movía; la imagen que estaba
empezando a surgir no era la que yo estaba segura de querer ver.
—Todos participaron —dije muy despacio.
—¿En qué? —preguntó el rector.
—En la elaboración de este libro —contestó sir Henry.
Agité la cabeza. ¿Qué era lo que Will había escrito? «Una parte de los
castillos imaginarios —los juguetes y las comedias— que creó nuestra
quimérica bestia no debería hundirse de ninguna manera en las sombras de la
devoradora noche.» ¿Acaso se habían unido para escribir las obras y
publicarlas después? ¿O habían hecho algo más?
Debajo de la quimérica bestia, alguien había escrito los versos de un
soneto con una bonita caligrafía. Sir Henry los leyó en voz alta:

Que mi nombre se entierre con mi cuerpo,


y ya no viva para avergonzarnos ni a mí ni a ti.
Pues vergüenza me da lo que he creado. Y a ti también
debería avergonzar el hecho de amar aquello que nada vale.

La mano era la misma que había escrito la carta al más dulce cisne y
firmaba con el nombre de Will.
Al fondo de la página, garabateada con una escritura menos cuidada,
había otra frase: «El mal que hacen los hombres les sobrevive; el mal queda
frecuentemente sepultado con sus huesos».
—Julio César —dijo Ben.
—No —dije con impaciencia— Ophelia. La Ophelia de Jem —expliqué
a los confusos rostros que me rodeaban—. No la de Hamlet. Ophelia citó esta
misma frase en su carta a la señora Folger.
El profesor Child, había dicho Ophelia, la había advertido en contra de
la tentación de guardar silencio. Y ella había cumplido su promesa,
invirtiendo los términos de la frase. ¿Cómo lo había expresado? «Le escribo...
que el bien que hacemos nos puede sobrevivir mientras que el mal queda
sepultado con nuestros huesos.»
Acerca de la cuestión de lo que Shakespeare señalaba, Ophelia Granville
había hablado en sentido literal a la secreta manera en que lo hacían las brujas
en Macbeth. ¿Y si también hubiera hablado en sentido literal a propósito de
la sepultura? ¿Qué era lo que había sepultado con sus huesos?
En una repentina iluminación, lo comprendí. No con sus huesos.
«La señorita Bacon tenía razón. Una razón que se sumaba a otra razón.»
Eso significaba dos razones. No una sola. La primera y más importante: Delia
Bacon había creído que las obras de Shakespeare las había escrito sir Francis
Bacon, al frente de una camarilla secreta. Pero también había creído que la
verdad acerca de la identidad del autor estaba sepultada en la tumba de
Shakespeare.
Señalé el soneto escrito en el libro de Derby: «Que mi nombre se
entierre con mi cuerpo».
—Delia Bacon lo creía —dije—. E intentó demostrarlo.
—¿Que lo intentó? —se erizó sir Henry, que le había estado explicando
la historia al rector—. ¿Qué quiere usted decir con eso de que lo «intentó»?
—Obtuvo el permiso para abrir la sepultura de la Trinity Church de
Stratford. Montó guardia sola una noche en la iglesia con el propósito de
abrirla mediante una palanca, pero después no tuvo el valor de hacerlo. Por lo
menos, eso es lo que le escribió a su amigo Nathaniel Hawthorne.
Pero, para entonces, Delia ya se estaba hundiendo rápidamente en la
locura. ¿Y si hubiera abierto la sepultura y hubiera encontrado algo? ¿Qué
había podido ocurrir con lo que ella sabía?
Si hubiera descubierto algo, se lo habría llevado con ella, con sus
chácharas y sus gemidos, al manicomio del bosque de Arden, donde vivía
una muchacha llamada Ophelia. La hija del médico de Delia.
¿Qué más había dicho Ophelia? Repasé la nota mentalmente. Que ella y
Jem habían pecado contra Dios y contra el hombre, pero que ella «había
devuelto todo lo que había podido al lugar que le correspondía».
Me abstuve de mirar a los ojos a Ben y a sir Henry. «El sepulcro de
Shakespeare —estábamos pensando los tres—. Stratford.» Pero ninguno se
atrevía a decirlo.
—Tenemos que irnos —dijo sir Henry.
—Creo que es todo lo que deseo saber de momento —dijo el rector en
tono súbitamente remilgado.
Tomó el libro y yo me medio levanté, temerosa de que se lo llevara y
ninguno de nosotros volviera a verlo. Para mi asombro, el rector se acercó a
la copiadora y xerografió la quimérica bestia. Tras recoger la página todavía
caliente junto con la copia que yo había hecho de la portada, me entregó
ambas cosas.
—Gracias —le dije, sorprendida.
—Si encuentra alguna huella del sacerdote, hágamelo saber.
Asentí con la cabeza. Habíamos cerrado un trato, y yo lo cumpliría.
—Bueno —dijo el rector en tono apremiante—, estoy de acuerdo con sir
Henry. Se tienen que ir ustedes.
Nos acompañó rápidamente a la puerta principal mientras su sotana
ribeteada de rojo rozaba con un susurro las baldosas del suelo.
—Que Dios les conceda un viaje seguro y días tranquilos —nos dijo
cuando salimos de nuevo al esplendoroso sol español y paramos un taxi.
Tuve una última visión de su figura recortada en la puerta, sujetando el
libro contra su pecho como si fuera un escudo y después el taxi nos condujo
sin pérdida de tiempo al aeropuerto.
Contemplé las páginas xerografiadas que descansaban sobre mi regazo.
Que mi nombre se entierre con mi cuerpo.
Nadie dijo nada. Los tres sabíamos adónde nos dirigíamos y por qué. No
parecía probable que resultara ni muy seguro ni muy tranquilo.
36

—¿Hay un Primer Infolio en Stratford? —preguntó Ben cuando el avión


despegó de regreso al Reino Unido.
—Un original, no. En Stratford hay más casas que libros. Pero hay por
lo menos una excelente copia del Infolio.
—¿Dónde?
—En New Place, la casa que Shakespeare se compró tras haber
alcanzado el éxito. O, en cualquier caso, en Nash's House, justo en la puerta
de al lado. New Place era la segunda casa de más categoría de la ciudad
cuando Shakespeare la compró, pero la derribaron hace mucho tiempo. Ahora
es un jardín. Nash's House, en la puerta de al lado, era la casa de su nieta. Allí
hay toda una exposición de libros de Shakespeare, con una importante
sección dedicada al Primer Infolio.
Ben soltó un taco.
—Pues entonces, en Nash's House habrá fuertes medidas de seguridad.
Y probablemente también en la casa natal. Sinclair no querrá correr ningún
riesgo.
—Lo único que importa es la iglesia —sentenció sir Henry—. No había
vigilancia en la abadía de Westminster.
—Yo no contaría demasiado con que no la hubiera en Stratford —porfió
Ben—. Sobre todo, después de lo de Wilton House.
«Quiero atrapar al cabrón hijo de puta que incendió un monumento
nacional que estaba bajo mi jurisdicción», había dicho Sinclair. Por lo que yo
sabía del inspector, no desistiría de su empeño hasta que encontrara a su
presa, lo cual estaba muy bien siempre y cuando no hubiera confundido al
asesino conmigo.
Y no es que no tuviera motivos para sospechar de mí, pensé con una
punzada de amargura, recordando a la señora Quigley muerta en los brazos
de Ben. ¿Se habría cruzado el asesino en su camino, o en el de Maxine o en el
del doctor Sanderson, si yo no lo hubiera guiado hasta ellos? «Usted no tiene
la culpa», había dicho Ben. Mientras contemplaba la sombra del avión
proyectándose sobre la tierra, me esforcé por creerlo.
Al norte de los Pirineos, las nubes se habían acumulado como un vellón
que flotara mecido por la brisa. Sobre el cielo del Canal se congelaron en una
gruesa manta de color gris. Nos hundimos en ellas mientras las rachas de
lluvia golpeaban las ventanillas del aparato. Llovía a cántaros cuando
tomamos tierra en Londres. Barnes nos esperaba a un lado de la pista e
inmediatamente nos dirigimos al oeste, hacia Stratford.
Yo llevaba bastante tiempo sin visitar aquel lugar. Lo único que
recordaba eran las casas con gabletes y muros de entramado de madera,
apretujadas las unas contra las otras e inclinadas sobre las calles abarrotadas
de gente. Eso, y la voz de Roz.
La ciudad había sido próspera en la Edad Media y el Renacimiento, pero
con el tiempo se había convertido en un pobre y soñoliento lugar. Cuando el
circense maestro de ceremonias de todos los farsantes habidos y por haber P.
T. Barnum había manifestado su deseo de comprar la casa natal y llevársela a
Nueva York, el horror se apoderó de los británicos y los indujo a proteger su
patrimonio. Habría sido un legado precioso para Barnum, pensé.
Roz no estaba de acuerdo. Aborrecía aquel lugar más todavía de lo que
aborrecía el Globo. Por lo menos, señalaba misteriosamente, el Globo no
afirmaba que el propio Shakespeare había actuado sobre sus reconstruidas
tablas. La casa natal, creía ella, también era de mentirijillas, pero
infinitamente más hipócrita. No existía la más mínima prueba de que
Shakespeare hubiera puesto alguna vez los pies en la casa venerada por
millones de personas como su casa natal, un edificio que, en cualquier caso,
había sido en buena parte reconstruido en el siglo XIX. Y, sin embargo, los
guías mostraban alegremente a un iluso por minuto la mismísima cama en la
que en teoría había nacido Shakespeare. La única casa en la que se podía
demostrar que había vivido —la New Place, antaño la segunda mejor casa de
Stratford— ahora no era más que un agujero en el suelo.
—Un jardín —había protestado yo—. No un agujero.
—Un jardín donde antes estaba su bodega —replicaba Roz—. Unas
glicinas enroscándose en su retrete. Una rosas nacidas sobre los restos de su
mierda.
Había nacido en algún lugar de Stratford, argüía yo, y más que
probablemente en Henley Street, donde constaba que su padre era propietario
de varias casas, aunque tenía que reconocer que no sabíamos cuáles. Pero es
mucho más fácil adorar una casa en particular que quedarte de pie en una
calle y repartir tu admiración por todo un espacio indefinido.
—La religión —decía Roz en tono despectivo—. El opio de las masas.
—Un opio —observaba yo— que te paga el sueldo.
—Si necesitas adorar algo —me decía—, adora sus palabras. Y, si tienes
que elegir una iglesia, vete al teatro.
En eso, por lo menos había seguido su consejo.
—Pensándolo bien —había terminado diciendo en tono displicente—, si
la presencia significa algo para ti, la iglesia es el único edificio
auténticamente shakespeariano de la ciudad. El hombre sigue allí.
El mal que hacen los hombres les sobrevive; el bien queda
frecuentemente sepultado con sus huesos. Ophelia se había esforzado en
invertir los términos de la frase. Pero ¿de veras lo había conseguido?
Muy pronto lo sabríamos.
El automóvil circulaba muy suavemente, sólo se oía el silbido de las
ruedas sobre la calzada resbaladiza a causa de la lluvia y el leve susurro de
los limpiaparabrisas. La ciudad surgió de repente en medio de los verdes
campos y colinas. Serpeamos por las tortuosas calles y luego cruzamos un
puente sobre el Avon y doblamos por la esquina para girar a High Street.
Barnes aparcó el coche delante del establecimiento preferido de sir
Henry, el Shakespeare Hotel, no muy lejos de la iglesia. El largo edificio de
auténtico estilo Tudor construido en blanco yeso y madera oscura, con unos
gabletes muy altos y una fachada un poco inclinada hacia delante a causa de
la edad, seguía teniendo su gracia, y por dentro era francamente lujoso. Sir
Henry pidió una suite y ordenó que la cena se sirviera en la habitación.
Después el automóvil rodeó el edificio hasta la parte de atrás y entré
discretamente en el hotel.
En cuanto estuve a salvo en la habitación, Ben se fue a echar un vistazo
a las medidas de seguridad de la iglesia. Mientras sir Henry dormitaba en un
sillón orejero, yo me senté en una de las camas y contemplé las páginas
xerografiadas del Infolio de Valladolid.
El timbre de los Derby en la encuadernación demostraba que William
Stanley había sido el propietario del Primer Infolio, no que lo había escrito.
Eso no lo demostraban ni siquiera las citas de Shakespeare contenidas en su
interior. La primera persona del singular en cualquier soneto no resolvía
nada, era una máscara que cualquiera se podía poner. La cita demostraba que
Derby conocía uno de los sonetos de Shakespeare, amén de un fragmento de
Julio César.
Eso no lo convertía en Shakespeare.
Pero era un nexo. Tan frágil como un solo filamento de una telaraña,
pero también tan fuerte como éste.
La quimérica bestia era otra historia.
El águila, el cisne, el jabalí y el puerco, el halcón que blandía una lanza:
colocado al lado de la carta de Will al más dulce cisne, el dibujo del Infolio
sugería que todos habían compartido la creación de Shakespeare. Pero
¿cómo?
Existen infinitas modalidades de colaboración. Tal vez, Derby, lady
Pembroke, Bacon y Oxford se habían unido en su apoyo al dramaturgo. Tal
vez, se habían encargado de que las preocupaciones no agobiaran al señor
Shakespeare y de que contara, en palabras de Virginia Woolf, con quinientas
libras al año y una habitación propia, aparte de una participación en los
beneficios de los Hombres del Rey y en los de su teatro, el Globo. Habría
sido un respaldo impresionante.
Pero tal vez la cosa llegaba todavía más lejos. Quizá de vez en cuando
uno de ellos sugería una línea argumental o, más significativamente, prestaba
un libro... «Echadle un vistazo a esta historia, creo que os gustará.» Quizá
recibían a cambio una oportunidad de revisar inicialmente su obra, sugerir
una frase aquí y allá o titularla. Quizá cada uno de ellos había apadrinado
algún que otro proyecto —Bacon y Las alegres comadres de Windsor; lady
Pembroke y Antonio; Oxford y Hamlet; Derby y La tempestad—. En el otro
extremo del espectro, ¿cabía la posibilidad de que todo lo hubieran escrito los
miembros de la bestia, colectiva o individualmente, y de que hubieran
utilizado a William Shakespeare como mensajero y máscara?
Se abrió la puerta y entró Ben empapado de lluvia, portando una bolsa
deportiva que daba la impresión de contener algo más pesado que unas
zapatillas de deporte.
—La ciudad está llena a rebosar de agentes. Obra de Sinclair sin la
menor duda. Pero están concentrados sobre todo alrededor de la casa natal y
de Nash's House, donde se encuentra la exposición de libros. En la puerta de
al lado, parece que New Place o cuenta con jardineros armados, o bien ha
contratado los servicios de unos agentes no demasiado secretos. La parte
positiva es que lo único que les ha sobrado para la iglesia es un guardia, que
está patrullando alrededor del perímetro.
Sir Henry se inclinó hacia delante, súbitamente animado.
—¿Y cómo entramos?
—¿Y cómo nos quedamos dentro el tiempo suficiente para abrir un
sepulcro? —pregunté.
—Le pedimos amablemente al sacristán —propuso Ben— que, cuando
haga la ronda nocturna a las once de la noche, compruebe las luces y las
cerraduras. —Rechazó con impaciencia mi mirada de incredulidad—. Yo le
facilitaré la entrada. Usted ocúpese de lo que tenga que hacer una vez
estemos allí.
Se presentó un camarero con una bandeja llena de platos y tanto sir
Henry como Ben se pusieron a comer con buen apetito el rosbif, los guisantes
y el budín de Yorkshire. Yo meneé la cabeza. No podía comer.
Me acerqué a la ventana y la abrí de par en par. Estuve observando
cómo salía la gente de los iluminados portales y apuraba el paso bajo la
lluvia. Se había iniciado el éxodo nocturno desde los restaurantes a los
teatros.
Hacia 1593, Shakespeare había experimentado un súbito florecimiento
no sólo de su fertilidad, sino también de su tono, su interés y su sofisticación.
En el lapso de seis o siete años, dos y a veces hasta tres obras maestras habían
surgido anualmente de su pluma antes de volver a bajar al ritmo de una al
año.
Muy probablemente Ricardo III, Romeo y Julieta, El sueño de una
noche de verano y El rey Juan habían visto la luz dentro del espacio de un
año y medio. La mayoría de escritores sería capaz de matar a cambio de tanta
calidad y cantidad a lo largo de seis décadas, y ya no digamos de seis años.
La única manera de explicar semejante hazaña era la existencia de un
brillante e inaudito florecimiento de talento. Pero ¿y si seis mentes, en lugar
de una sola, hubieran alimentado ese florecimiento? ¿Sería posible que esa
súbita fecundidad hubiera sido el resultado de la creación de una pequeña
academia, de una quíntuple bestia quimérica?
De entre todos sus compañeros, Derby era el que más probabilidades
tenía de haber «descubierto» al señor William Shakespeare de Stratford.
¿Cabía la posibilidad de que el hijo del conde norteño y el hijo del guantero
de Warwickshire se hubieran conocido en el transcurso de la representación
de una obra en Stratford, Coventry o Chester, o incluso en Knowsley Hall o
Lathom Park, los palacios norteños de los condes de Derby? El teatro era un
territorio muy turbulento en el que solían mezclarse distintas clases sociales.
¿Habrían los dos W. S. hecho en cierto modo buenas migas? ¿Se habrían
calibrado el uno al otro y habría cada uno de ellos descubierto que el otro le
resultaba divertido o, por lo menos, útil? ¿Habría Shakespeare abandonado
Stratford y se habría trasladado a Londres como miembro de los hombres del
conde de Derby?
Aquello era una locura. Me estaba convirtiendo en Delia. La señorita
Bacon había imaginado que Bacon era Shakespeare, y ahora yo estaba
empezando a imaginar que William Stanley era Shakespeare. Delia quería
abrir el sepulcro de Shakespeare, y yo pretendía lo mismo aquella misma
noche.
«Delia tenía razón. Una razón que se agregaba a otra razón.»
Delia estaba loca.
Tomé el volumen de Chambers y lo sacudí para sacar todos los papeles
que había introducido entre sus páginas. Las cartas revolotearon como las
alas de una mariposa muerta y se desparramaron sobre la alfombra. Me
arrodillé y rebusqué entre ellas sin apenas darme cuenta de que Ben y sir
Henry me estaban mirando desde la mesa.
Tenía pruebas, maldita sea. La ficha de Roz. La carta de Jeremy
Granville al profesor Child. La carta de Ophelia a Jem. Su carta de mucho
más tarde a Emily Folger. La carta de la condesa de Pembroke a su hijo...
«Tenemos con nosotros a Shakespeare.» La carta de Will al «más dulce
cisne». La inscripción en el Infolio de Derby. Y finalmente, con mucho lo
más hermoso de todo, la miniatura del joven sobre un fondo de llamas, oculta
en el interior del broche de Ophelia.
Pero ¿qué sabíamos de verdad?
Shakespeare había escrito una obra basada en el relato de Cardenio de la
novela Don Quijote de Cervantes, y parece ser que la obra repetía como un
eco un espeluznante fragmento de la historia de los Howard. El Globo fue
pasto de las llamas y la obra desapareció.
Años más tarde, Will —probablemente Derby— escribió una carta al
«más dulce cisne» —que debía de ser la condesa de Pembroke— para decirle
que no le desagradaba la idea de un Infolio de obras completas, siempre y
cuando se excluyera Cardenio, señalando que él se encargaría de explicarle
las cosas a alguien del Real Colegio de San Albano de Valladolid. Cualquier
otra cosa que Derby pudiera haber enviado a España, no cabe la menor duda
de que también envió una preciosa copia del Primer Infolio de Shakespeare,
estampado con su timbre, a un tal padre William Shelton, hermano del
traductor inglés de Cervantes, cuando no traductor él mismo.
El padre Shelton había dejado el libro en la biblioteca del colegio, se
había trasladado a Nueva España y allí había muerto entre los indios en algún
lugar al oeste de Santa Fe, nadie sabía dónde.
A no ser que Jem Granville hubiera localizado el lugar.
¿Cómo habría sabido Jem dónde buscar?
Tenía una conexión con Ophelia Fayrer, la cual a su vez tenía una
conexión con Delia Bacon, quien creía que el sepulcro de Shakespeare
contenía información secreta acerca del poeta.
«El mal que hacen los hombres les sobrevive; el bien queda
frecuentemente sepultado con sus huesos.»
Ophelia creía que ella y Jem habían pecado contra Dios y contra el
hombre, y había hecho todo lo posible por expiar su pecado, volviendo a
dejar las cosas en su sitio.
«Que mi nombre se entierre con mi cuerpo», había escrito Derby.
Eso era lo que Delia creía a propósito del sepulcro de Shakespeare en la
iglesia de Stratford: que allí se ocultaba la verdadera identidad del genio al
que ella tan obsesivamente adoraba.
¿Sería una locura seguir los pasos de una loca?
37

La noche estaba cayendo con exasperante lentitud. La lluvia se convirtió


en una fina bruma. A las diez, el cielo azul cobalto se oscureció hasta adquirir
un tono negro tinta desteñido. A las diez y media, le entregué en custodia a
Barnes el facsímil del Infolio y el volumen de la Widener de The Elizabethan
Stage que albergaba en su interior nuestra colección de cartas y, a
continuación, Ben, sir Henry y yo abandonamos el hotel a pie. Sir Henry
siguió su propio camino. Con la bolsa de deporte, Ben me seguía a diez pasos
de distancia.
Las luces delanteras de los automóviles brillaban en la húmeda noche.
La gente salía corriendo de los portales para subir a los vehículos que
aguardaban. Dos edificios más adelante aspiramos el intenso perfume
nocturno de las glicinas del jardín en la esquina donde antaño se levantaba la
casa de Shakespeare, la segunda mejor vivienda de la ciudad. Encorvada para
protegerme de la lluvia, doblé la esquina a la izquierda y bajé por Chapel
Lane, desierta a aquella hora. Si los jardineros armados aún estaban allí, yo
no los vi y ellos no prestaron la menor atención a un solitario muchacho
moreno.
Al final de la callejuela, llegamos al Swan, la parte victoriana del Royal
Shakespeare Theatre donde unos cuantos espectadores seguían demorándose
después del espectáculo, a la espera de ver salir fugazmente a los actores. Al
girar a la derecha, Ben me dio alcance y ambos echamos a andar por la calle
que discurría en paralelo al lento curso del río mientras nuestras pisadas
resonaban en la desierta noche. Pasamos por delante del Dirty Duck, a
nuestra derecha, con su patio mojado y solitario en aquella noche tan lluviosa
y sus clientes apretujados en las minúsculas salitas del pub. Dejamos atrás el
transbordador de cuerda, el muelle de alquiler de embarcaciones a nuestra
izquierda y el parque que se extendía entre la calle y el río.
Las nubes del cielo habían devorado la luna. Tras una curva, vimos más
adelante el cementerio y Ben se detuvo. Desde el parque, a nuestra izquierda,
sir Henry se nos apareció como surgido de la noche. Ben nos hizo señas de
que no nos moviéramos y luego se adelantó y se detuvo delante de un tablero
de anuncios como si estuviera leyendo los horarios de los servicios. Un
momento después, nos indicó que nos acercáramos.
Al otro lado de la verja, una embaldosada alameda de tilos brutalmente
podados conducía a la iglesia encorvada en medio de la oscuridad. Unos
faroles parecían flotar en la bruma, bañando el camino con su espectral
resplandor. A ambos lados de la alameda, la oscuridad se había condensado.
Apenas podía distinguir las lápidas que se inclinaban y miraban de reojo
entre la alta hierba.
Nos apartamos de la luz y nos agachamos detrás de un par de lápidas de
gran tamaño. Oí unas pisadas sobre las baldosas, un silbido y después unas
segundas pisadas más suaves sobre la hierba.
—Buenas noches, George —dijo una voz masculina.
—Ha llovido a cántaros hace un rato, ¿verdad? —replicó alegremente
George, subiendo por la alameda de tilos en dirección a la iglesia.
Debía de ser el sacristán.
El guardia avanzó hacia donde estábamos nosotros entre las sepulturas,
y su rostro fluctuaba como un fuego fatuo en medio de la oscuridad. Cuando
pasó por nuestro escondite, Ben se abalanzó sobre él con el máximo sigilo, y
tras inmovilizarlo por el cuello con un brazo, lo arrastró detrás de una lápida.
Sin resuello y con los ojos encendidos de rabia y temor, el guardia dio un
brusco tirón. Ben aumentó la presión sobre el cuello y el hombre perdió el
conocimiento.
Lo dejó en el suelo y estudió atentamente la iglesia. En la entrada, el
sacristán se había dado la vuelta con un enorme manojo de llaves tintineando
ruidosamente en su puño. Por un instante, se quedó allí, prestando atención
con la cabeza ladeada. Después meneó la cabeza y se volvió de nuevo hacia
la puerta.
—Átelo —me dijo Ben y, sin volverse a mirar, se deslizó entre las
sombras en dirección a la iglesia.
El sacristán abrió la puerta y entró en la iglesia. Ben lo siguió en
silencio. Ya no se podía ver nada más. Con la cara muy pálida, sir Henry sacó
un trozo de cuerda del interior de la bolsa de deporte y me lo entregó. Me
incliné sobre el guardia. Daba la impresión de estar muerto. «¿En qué lío me
he metido?»
Ben permaneció dentro del templo cuatro minutos. Medio cargamos y
medio arrastramos al guardia hasta el interior de la iglesia y después Ben
entornó la puerta a nuestra espalda. Ésta se cerró con un sordo ruido que
resonó como si fuera un lejano trueno y, a continuación, Ben encendió una
pequeña linterna. El sacristán también yacía inconsciente en el suelo de
piedra, atado y amordazado con una habilidad que me dejó impresionada. El
manojo de llaves descansaba en el suelo muy cerca de él. En la parte superior
de la pared, una lucecita verde brillaba sin parpadear; el hombre había
desactivado la alarma antes de sucumbir al ataque de Ben.
Mientras yo buscaba la llave de la puerta, Ben apretó los nudos que yo
había hecho alrededor de las muñecas del guardia y lo amordazó.
—Ahora le toca a usted —me dijo, entregándome la linterna.
Apartándome de los dos hombres tendidos el uno al lado del otro en el
suelo a ambos lados de la puerta, avancé por la nave. Ben y sir Henry me
siguieron. Más allá del haz luminoso de la linterna, la oscuridad era absoluta.
El presbiterio en el extremo más alejado de la iglesia resultaba invisible, y
también la alta bóveda. El lugar olía a fría piedra y a muerte. Como la
mayoría de las iglesias, su planta era de cruz latina y la nave central
constituía el brazo más largo. Atravesamos el crucero, la torre y el chapitel de
la iglesia, que se elevaba por encima de nosotros, y pasamos por delante de
unas capillas situadas a derecha e izquierda. Entramos finalmente en el coro y
el presbiterio. La sillería se elevaba con gesto amenazador a ambos lados del
coro.
Ben dirigió la linterna hacia arriba. Su haz iluminó unos segundos la
vidriera oriental. Por debajo de ella, el oro del altar resplandecía como una
visión vagamente recordada del Templo del rey Salomón. Pero el altar no era
nuestro objetivo. Dirigí el brazo de Ben hacia la izquierda.
En lo alto de la pared norte, la efigie de Shakespeare se cernía como un
espíritu en una sesión de espiritismo, su mano de piedra sujetaba la pluma
más como un secretario que como un poeta, y la suave bóveda de su frente
parecía más tonsurada por la edad que por la piedad. Durante casi cuatro
siglos, su mirada había guardado celosamente sus secretos. El sepulcro, una
losa de piedra rectangular, se encontraba al otro lado de la adornada
barandilla del presbiterio que mantenía a la chusma apartada del altar.
Saltamos por encima de la barandilla y nos congregamos alrededor de la
lápida. Tenía grabada una inscripción. Sir Henry la leyó en voz alta y su voz
resonó por toda la bóveda.
Buen amigo, por el amor de Jesús no quieras
cavar el polvo que aquí se encierra.
Bendito sea el hombre que respete estas piedras
y sea maldito el que mis huesos mueva.

No estaban a la altura de los versos de Romeo y Julieta y Hamlet, pero


tenían la misma inexplicable fuerza que los estribillos infantiles o los
encantamientos. Una bendición, condenada por toda la eternidad a ser una
maldición.
¿Había una maldición? Ophelia así lo creía. ¿Qué había dicho?
«Pecamos contra Dios y contra el hombre.» En la oscura iglesia, me
estremecí.
Nos quitamos los impermeables y los extendimos alrededor de la lápida;
de la bolsa de deporte, Ben sacó cinceles y palancas y nos pusimos
cuidadosamente manos a la obra. Teníamos que levantar la lápida sin
romperla.
Durante un buen rato, sólo oí los golpes del metal sobre la piedra y el
silencioso esfuerzo de nuestra respiración. En algún lugar a nuestra espalda,
un leve sonido rompió el silencio y me quedé inmóvil. Con la misma certeza
que si hubieran cobrado vida los ojos labrados de los santos y demonios que
nos rodeaban, alguien nos estaba observando.
Poco a poco me levanté y me volví. La oscuridad era tan espesa como
antes.
Una cegadora luz me iluminó el rostro. «Sinclair», pensé súbitamente
aterrorizada.
—Katharine —dijo una voz. No era Sinclair. No eran los guardias.
«Athenaide»—. Apártese del sepulcro —dijo.
Vacilé.
—Hazlo —dijo Ben en voz baja.
Me adelanté un poco hacia un lado y me aparté del resplandor de la luz,
y entonces comprendí por qué Ben me había ordenado hacerle caso.
Athenaide se encontraba delante de la sillería del coro apuntándome con una
pistola dotada de un cañón extrañamente largo. Una pistola con silenciador.
—Más.
Me aparté un poco más.
—No tiene lo que usted quiere —dijo sir Henry.
—Quiero a Katharine —dijo Athenaide.
—No —dijo Ben adelantándose.
—Como se mueva otra vez, disparo, señor Pearl.
Ben permaneció inmóvil.
—¿Qué quiere de mí? —pregunté, procurando que no me temblara la
voz.
—Librarla de un par de asesinos.
—¿Cómo?
—Piénsalo, Kate —dijo otra voz desde la sillería de la pared norte.
Matthew—. ¿Quién estaba contigo cada vez que moría alguien? ¿Quién
estaba contigo en el Archivo Preston?
—Yo —dijo Ben.
—Exactamente —dijo Matthew con un pausado tono rebosante de odio
—. Usted.
Sinclair había insinuado lo mismo y yo lo había descartado sin pensar.
Ahora lo volví a descartar.
—No.
Matthew insistió.
—¿Dónde estaba él, Kate, cuando murió el doctor Sanderson? ¿Le fue
muy bien, verdad, dejarte sola en la biblioteca?
—Aquella noche también me atacaron a mí —dije tensando la voz—.
Ben me salvó la vida.
—¿De veras? ¿No será que te atacó y después acudió en tu ayuda?
Pensé en lo ocurrido en el Capitolio. Había sido una confusa sucesión de
golpes y contragolpes, de pisadas que se alejaban y regresaban.
—Piénsalo, Kate —repitió Matthew—. Piensa en todos los asesinatos y
todos los ataques que has sufrido.
En la Widener, mi perseguidor había desaparecido y momentos después
había aparecido Ben. ¿Y si el perseguidor hubiera sido él? Hubiera podido
rodear las estanterías, quitarse la ropa oscura y esconderla entre los libros.
Era posible.
Era absurdo.
En Cedar City había abandonado el Archivo antes que yo y se había ido
a comprar unos bocadillos. ¿Habría vuelto sobre sus pasos y habría matado a
Maxine nada más irme yo? Era posible. Por un pelo. En el Capitolio me había
encontrado en la arboleda de magnolios justo a tiempo para ahuyentar a mi
agresor. Él mismo había insinuado que el ataque había sido un montaje. «Si
su agresor realmente hubiera querido matarla, usted habría muerto antes de
que yo me presentara», había dicho. ¿Y si el rescate también hubiera sido un
montaje para que yo confiara en él?
No. Me había rescatado.
¿Qué más? Wilton House. En Wilton había estado constantemente a mi
lado.
—No hubiera podido matar a la señora Quigley —dije, aferrándome a la
cordura.
—Pues, entonces, apuesto mi alma —dijo Athenaide— a que sir Henry
sí lo hubiera podido hacer.
Fruncí el entrecejo. ¿Durante cuánto rato había desaparecido sir Henry
con la señora Quigley? ¿Diez? ¿Quince? ¿Veinte minutos? Era tiempo
suficiente para matarla y volver a la sala de al lado, hacerse un corte en la
mejilla y tumbarse en el suelo.
Un par de asesinos, había dicho Athenaide. ¿Estaban Ben y sir Henry
conchabados en todo aquello? ¿Sería posible? Una vez más, rebobiné hasta el
principio y fui repasando lentamente los acontecimientos. En cada ocasión, el
uno o el otro me había sacado de un apuro: me habían facilitado ropa, medio
de transporte, dinero. E incluso pasaportes. Ben no se había limitado a
protegerme, había quebrantado las leyes de dos países para hacerlo.
Y entre los dos habían podido matar a quienquiera que hubiera muerto.
—¿Por qué? —protesté—. ¿Por qué matar a los demás? ¿Y por qué
dejarme viva a mí?
—La necesitan —dijo Athenaide.
Era lo que Ben había dicho de Athenaide: que ella me necesitaba para
encontrar la obra. Y después podría prescindir de mí. ¿Le habría atribuido
Ben a Athenaide sus propios motivos?
—Pero alguien está intentando impedir que se encuentre la obra,
Athenaide. ¿Por qué iba a hacer eso sir Henry?
—Él no está intentando impedirlo —dijo ella—. Está intentando
controlar la situación. Sir Henry, supongo, quiere la obra con codicia
venenosa. Creo que debió de oír hablar de ella a Roz y, desde entonces, sueña
con apoderarse del papel de don Quijote. ¿Qué mejor canto de cisne para una
carrera teatral que apoderarse de un destacado personaje tanto de Shakespeare
como de Cervantes? Se quería quedar con la obra y, al ver que Roz se negaba
a compartirla con él, la mató.
—Bruja calumniadora —escupió sir Henry.
Athenaide no le hizo caso y se centró en mí.
—Pero, con usted, sir Henry necesitaba ayuda. Y la contrató. Tal como
le dijo Ben, le pagan por lo que hace. Sólo que es de sir Henry de quien
recibe el dinero, y no de Roz.
—Es su sobrino, Athenaide.
Hubo un breve silencio.
—Genial —dijo Matthew—. Sobre todo, teniendo en cuenta que Roz era
hija única.
Miré a Ben, esperando que lo negara.
Un pequeño músculo se movió en su mandíbula.
—Necesitaba que confiara en mí.
—Katharine, Benjamin Pearl —explicó Athenaide— es un asesino
especialmente adiestrado. Un guerrero, podría decir, si se mereciera el honor
que ello lleva aparejado. Le han concedido la Cruz Victoria, que no es
precisamente una medalla que la reina concede todos los días, por su
heroísmo en una incursión del SAS, el cuerpo de operaciones clandestinas, en
Sierra Leona, que salvó la vida a ochenta civiles, pero en la cual la perdieron
doce comandos británicos. Sin embargo, desde entonces se ha planteado la
cuestión de si él fue el responsable de las muertes más que de la salvación.
Hubo de por medio una pequeña fortuna en diamantes. ¿No es cierto, señor
Pearl?
A sir Henry se le encendió el rostro de rabia, pero, en cambio, el de Ben
se mantuvo tan inexpresivo como el de un reptil. Todo lo que yo sabía de
ellos se levantó como un torbellino y se volvió a colocar en su sitio, pero bajo
una nueva forma. Juntos habían matado a Roz, a Maxine, al doctor Sanderson
y a una amable mujer de Wilton cuyo único «crimen» había sido el de
abrirles la puerta. Y me habían utilizado a mí tal como utilizan los cazadores
a sus lebreles para olfatear a sus presas.
Vi lo que estaba a punto de ocurrir una décima de segundo antes de que
sucediera. Soltando un gruñido, sir Henry se abalanzó sobre Athenaide. En el
mismo instante, Ben arrojó su cincel contra Matthew y logró que el arma se
le escapara de la mano. Después se me echó encima con una fría mirada de
furia en los ojos.
En el centro del presbiterio, la linterna de Athenaide cayó ruidosamente
al suelo y se apagó. La oscuridad nos envolvió y logré esquivar a Ben.
—Huye, Kate —me gritó Matthew.
Arrojé mi cincel contra Ben, que se lanzó al suelo. Deslizándome por su
lado en la oscuridad, me dirigí de puntillas hacia la nave central del templo.
Oí a mi espalda un forcejeo y después el silbido de dos rápidos disparos
con silenciador.
Y todo enmudeció.
¿Contra quién se habían efectuado los disparos?
—¡Kate! —Era la voz de Ben resonando en la iglesia.
Me pegué a la sillería del coro.
—Búsquela —ordenó una voz en tono cortante.
¿Acaso Athenaide y Matthew habían resultado muertos? Un profundo
aullido me empezó a subir por la garganta, pero me cubrí la boca con la mano
para que no se me escapara.
—La única puerta por la que podemos salir es por la que hemos entrado
—dijo sir Henry, jadeando levemente.
Si alcanzaban la puerta antes que yo, me dejarían atrapada dentro.
Estaba atravesando de puntillas el crucero cuando percibí un
movimiento hacia un lado. Ben y sir Henry se encontraban todavía a mi
espalda; no podían ser ellos. ¿Matthew o Athenaide? Ésta estaba justo detrás
del cancel de madera labrada de la capilla del lado sur del crucero. Me deslicé
junto a ella y me apretó la mano mientras ambas nos agachábamos detrás de
los paneles inferiores del cancel. Si Ben y sir Henry nos localizaban, nos
tendrían acorraladas. En caso contrario, ambas tendríamos la oportunidad de
permanecer escondidas hasta que por la mañana volviera a entrar gente en la
iglesia.
Nos quedamos agachadas, aguzando el oído en medio de la oscuridad.
¿Dónde estaba Matthew? ¿Muerto, desangrándose hasta morir en el suelo?
Alguien avanzaba furtivamente en el crucero, continuó hasta la capilla y
luego se dirigió a la nave.
Athenaide se levantó, tirando de mí. Sujetándome fuertemente por el
codo, me condujo de nuevo al crucero y al presbiterio. Parecía saber adónde
iba. Puede que hubiera una salida, detrás del altar mayor. Detrás, o debajo de
él. Pensé que en las iglesias a veces habían puertas o trampillas que daban
acceso a criptas.
Al fondo de la nave, se encendió una linterna. Unas pisadas avanzaron
rápidamente por el pasillo en dirección al presbiterio. Apuramos el paso pero,
en lugar de dirigirnos al altar, Athenaide tiró de mí hacia la pared sur de la
iglesia. Justo más allá de la sillería del coro había una puerta de arco de
medio punto que antaño daba acceso a un osario. Pero el osario hacía tiempo
que había sido vaciado y la puerta estaba sellada. Estábamos atrapadas contra
la pesada puerta de madera de roble. Intenté soltarme, pero Athenaide no me
soltó.
Las pisadas llegaron al crucero. El haz de la linterna recorrió el
presbiterio, todavía a tres o cuatro metros de distancia de nosotras. Sin
embargo, llegar al altar estaba descartado. Nos pegamos a la pared sur y la
puerta se abrió hacia fuera sobre unas bien engrasadas bisagras.
Estábamos en el exterior, en mitad de la noche.
Matthew. Me volví.
Pero Athenaide cerró la puerta a nuestra espalda. Zigzagueamos entre
las tumbas en medio de la bruma y luego echamos a correr hacia el este,
pasando por delante del otro extremo de la iglesia. Me detuve de golpe
cuando el terreno se inclinó hacia abajo. Habíamos llegado a la orilla del río.
Pero Athenaide siguió adelante.
A nuestra espalda, se abrió la puerta y la luz de la linterna traspasó la
noche.
—¡Kate! —rugió Ben.
Bajé a trompicones detrás de Athenaide. Meciéndose sobre el agua había
una embarcación medio escondida entre los carrizos. Subimos a ella y nos
tumbamos boca abajo.
Matthew. Procuré no pensar en él, desangrándose en el suelo de la
iglesia. La única razón de que estuviera allí había sido su deseo de ayudarme
y ahora se estaba muriendo o ya había muerto. Una vez más, el aullido me
subió por la garganta, pero lo retuve dentro.
Oímos a Ben avanzando y soltando maldiciones mientras buscaba entre
los sepulcros. Al final se retiró y rodeó la iglesia para regresar al otro lado.
Pero Athenaide seguía sin hacer el menor ademán de desatar la embarcación.
Unas suaves pisadas se acercaron lentamente a la orilla y se detuvieron
al borde de los carrizos. Ambas nos pusimos en guardia y Athenaide levantó
un brazo, apuntando a la orilla con su arma, preparada para disparar.
—Vero —murmuró una voz.
—Nihil verius —contestó Athenaide.
Los carrizos resbalaron y chirriaron y Matthew se deslizó al interior del
bote. Su mano me rodeó los hombros y me dio un breve apretón mientras
Athenaide soltaba por fin el cabo. Después Matthew tomó los remos y
empezó a remar corriente arriba.
Mantenía el bote muy cerca de la orilla, casi invisible bajo los árboles y
los carrizos inclinados sobre el agua. El golpeteo de la lluvia disimuló no sólo
el rumor de los remos sino también el murmullo del agua provocado por
éstos. Más allá del parque, llegamos al transbordador de cuerda. Matthew
amarró rápidamente la embarcación y nos deslizamos entre los árboles. Más
adelante, un automóvil apareció en la calle. Mientras se situaba al costado, se
abrió una puerta. Sin esperar a que el vehículo se detuviera, Athenaide subió
al asiento de atrás y la seguí. Matthew se deslizó a mi espalda.
—Coventry —dijo Athenaide, y el conductor asintió con la cabeza.
Miré hacia atrás. Nadie corría detrás de nosotros. No había ningún
automóvil. Nada se movía en las desiertas calles.
—El sepulcro —dije en un susurro—. Por eso no nos siguen.
—Probablemente —dijo Athenaide, sacando un termo de café de un
compartimento de la puerta.
—Pero abrirán el sepulcro.
Me removí en el asiento y alargué la mano por delante de Athenaide
para sujetar el tirador de la puerta.
Athenaide apoyó una mano en mi rodilla.
—Que lo hagan.
—Usted no lo entiende —dije en tono quejumbroso—. Encontrarán lo
que Ophelia dejó. Y, si no es lo que ellos esperan ver, lo destruirán.
—No, no harán tal cosa —dijo ella, rebuscando alrededor de sus pies.
Tomó del suelo un pequeño estuche de madera de palisandro taraceada y lo
depositó en mi regazo con una sonrisa en los labios—. Nosotros llegamos allí
primero.
Entreacto

Agosto de 1612

Se había pasado seis largos años aguardando su oportunidad. Ahora, el


momento que ella había estado esperando estaba a punto de llegar.
Un poco antes, Enrique, príncipe de Gales, había festejado aquella noche
a sus regios progenitores y a toda la corte en una glorieta levantada en una
colina de los jardines de Woodstock. Cuando la luz de las estrellas se filtró a
través del follaje que servía de techo, el rey y la reina se retiraron y los
cortesanos más jóvenes empezaron a bailar en el prado.
Una hilera de damas comenzó a balancearse y a inclinarse, con las
gorgueras ondulando como alas de gasa, mientras formaban un círculo
alrededor del príncipe. En medio de las damas, un guante cayó al suelo. Era
una pieza de sorprendente belleza, de cabritilla marfil claro ribeteada de
encaje, de dedos increíblemente largos y delgados y puño bordado con hilo
de oro, perlas y rubíes.
En las sombras, junto al cenador, a la mujer morena vestida de verde se
le aceleró el pulso al contemplar la escena. De acuerdo con las instrucciones,
el hombre que ella había seleccionado cuidadosamente, un recién llegado
deseoso de triunfar, se agachó para recoger el trofeo. Le vio reconocer el
monograma —una primorosa hache bordada con piedras preciosas— y
sostener el guante en el aire. Por un instante, temió que le fallara el valor. A
fin de cuentas, el guante pertenecía a Frances Howard, condesa de Essex, y
nadie se relacionaba con los Howard a la ligera.
Para precaverse ante semejante posibilidad, la dama se había asegurado
de una manera indirecta de que aquel caballero, a pesar de ser tan nuevo en la
corte, estuviera al corriente de los rumores que corrían acerca del príncipe y
la provocadora condesa de cabello de lino. Había visto por sí mismo con
cuánta voracidad la seguían los ojos del príncipe.
El valor del caballero resistió. Recogió el guante, pero no se lo devolvió
a la dama. En su lugar, sujetando en la mano el sombrero adornado con un
penacho de plumas y manteniendo la vista clavada en el suelo, se lo ofreció al
príncipe.
A su alrededor, la música vaciló y las conversaciones chisporrotearon
hasta cesar del todo. A pesar de haber estudiado a fondo las normas de
etiqueta, el cortesano alzó la vista. El príncipe lo estaba mirando como si le
hubiera ofrecido la porquería recogida del suelo de una pocilga. Apartándose
de él, los regios ojos se desviaron hacia la condesa. Ésta hincó la rodilla en
una pequeña reverencia mientras dos manchas de rubor se encendían en sus
mejillas.
—Jamás lo tocaría —dijo el príncipe con frío desprecio—. Otro lo ha
alisado.
Acto seguido, dio media vuelta y abandonó la glorieta a grandes
zancadas mientras sus amigos apuraban el paso tras él para darle alcance.
—¿Qué habéis hecho? —gimió el cortesano.
—Os está bien empleado —contestó la mujer, alejándose en pos del
príncipe.
Le había parecido la venganza perfecta. El tío abuelo y el padre de la
condesa habían despojado a su hija de su nombre. A cambio, ahora ella
quería arrastrar por el barro el nombre de la condesa y el de ellos dos.
Al final, todo había resultado más fácil de lo que esperaba. Lo único que
había tenido que hacer era divulgar la verdad. Frances Howard, condesa de
Essex, se había encargado del resto. Casada con un conde al que aborrecía y a
la espera de conseguir la anulación, Frances Howard había sido propuesta por
su familia para que deleitara al príncipe. Era un ofrecimiento humillante, pues
el odiado esposo de Frances era desde hacía mucho tiempo uno de los más
íntimos amigos del príncipe. El éxito que ella había alcanzado era un tributo a
la pureza de su hermosura y a la fuerza de su encanto. Poco a poco, Essex y
el príncipe se fueron distanciando. Sin embargo, mientras otros ojos
observaban el creciente ardor del príncipe con progresiva inquietud, la mujer
morena se había dedicado a observar a Frances. Y lo que había visto le había
sido muy provechoso.
En apariencia, la muchacha había cumplido con su deber. Pero, más
discretamente, había estado coqueteando a escondidas con otro, el hombre a
quien el mojigato príncipe aborrecía por encima de todos los demás: el joven
y apuesto amante de su padre, Robert Carr.
Lenta e inexorablemente, la mujer había ido tejiendo un rastro de huellas
que despertaron las sospechas del príncipe. Justo aquella misma mañana
había tirado de unos hilos que lo habían llevado, al término de uno de sus
paseos matinales, al lugar donde tal vez pudiera contemplar con sus propios
ojos el espectáculo de Carr abandonando furtivamente los aposentos de la
condesa.
El príncipe se había pasado todo el día de mal humor. Ahora, junto a la
glorieta, la mujer escuchó cómo los amigos del príncipe trataban de apartarlo
del borde de la locura. El conde de Essex, el despreciado marido de Frances y
amigo de la infancia del príncipe, apareció bajo la luz de las antorchas,
montando un caballo cuyos arreos tintineaban como campanillas de plata.
—Podéis enojaros todo lo que queráis. Pero no le echéis toda la culpa a
Frances. Fue engendrada por una familia de víboras. Habrá estado
cumpliendo órdenes.
El príncipe montó en la cabalgadura.
—Cuando sea rey —dijo hecho una furia—, no dejaré vivo ni a uno,
para que pueda mear contra una pared.
Espoleando el caballo, se alejó al galope. Los demás se apresuraron a
salir en su persecución.
La mujer esperó a que la noche quedara desierta para emerger de las
sombras. Pero, en cuanto salió, oyó a alguien a su espalda y giró en redondo.
Otro que había estado escuchando en secreto se acercó a la luz de la antorcha.
Un hombre de cabello blanco, recortada barba blanca y fríos y brillantes ojos.
El conde de Northampton, patriarca del clan de los Howard.
La mujer se quedó petrificada. El hombre se había retirado con el rey y
la reina; ella lo había comprobado. ¿Cómo era posible que estuviera allí?
—Mi señora —dijo, acompañándola muerta de miedo al lugar donde los
demás estaban danzando—. Quizás os habíais extraviado.
«¿Qué he hecho?», se preguntó ella.

Atacar abiertamente al príncipe habría sido un suicidio. Sin embargo, los


Howard no podían permitir que la mancha arrojada sobre el honor de su hija
quedara sin respuesta. La venganza que se inventaron fue exquisita.
Inundarían Londres de historias y canciones acerca de una mujer fiel a su
esposo, calumniada y vilipendiada por un príncipe que había sido amigo de
su marido. No mencionarían nombres, pero las alusiones estarían muy claras.
La pieza central sería una obra escrita por el mejor dramaturgo de Londres: el
señor William Shakespeare.
Éste lamentó decirles que no tenía por costumbre aceptar encargos
personales.
La familia lo comprendía muy bien, pero, dadas las circunstancias,
estaba segura de que podría hacer una excepción.
Tras examinar las circunstancias, el dramaturgo aceptó. Ellos se
aseguraron de que así fuera; en su calidad de lord chambelán, el conde de
Suffolk estaba en condiciones de cumplir las amenazas contra el teatro. Sin
embargo, fue la zanahoria y no el palo lo que indujo al señor Shakespeare a
colaborar.
—¿El Quijote? —Theophilus, lord Howard de Walden, no lo podía creer
—. ¿Y por qué iba a ser Cervantes un cebo tan grande?
El libro se acababa de traducir, dedicado a él, y puesto que era la
comidilla de todos los literatos de Londres, él sentía un cierto interés, siendo
así que se consideraba a sí mismo propietario en cierto modo de la obra.
—El cebo no es Cervantes —replicó su tío abuelo, subrayando su
desprecio por la poca perspicacia de Theo.
—¿Pues quién entonces? —preguntó Theo.
—El traductor —dijo en tono cortante su padre, el conde de Suffolk.
Aquella noche, Theo le arrancó una confesión a un acobardado Thomas
Shelton. Thomas no era el autor de la traducción, aunque el halagador
prólogo en el que se dedicaba el libro a Theo era suyo. La traducción era obra
de su hermano William, pero jamás se habría podido publicar con su nombre.
Era una persona no grata, un jesuita que vivía en España, tal como el tío
abuelo de Theo sabía muy bien.
—¿Cómo? —preguntó Theo.
—Lord Northampton lo envió allí —contestó Shelton tartamudeando.
Como de costumbre, el tío abuelo de Theo demostró que estaba en lo
cierto. En una casa del distrito de Blackfriars de Londres, el señor
Shakespeare se entregó en cuerpo y alma a la lectura de la obra maestra de
Cervantes.
Poco después, Northampton se enteró finalmente de los devaneos de su
sobrina nieta con Robert Carr.
—No es un coqueteo. —Una desolada y llorosa Frances se arrojó a los
pies de su tío abuelo y de su padre—. Es una gran pasión.
Sus palabras no impresionaron ni a Northampton ni a Suffolk. Una
alianza con el favorito del rey no se podía comparar en modo alguno con el
prestigio o la certeza de una alianza con el hijo del rey. Por otra parte, como
fuente de riqueza y poder, tampoco se podía despreciar. Al rey le gustaba que
sus favoritos se casaran, y lejos de sentirse celoso de sus mujeres, tendía a ser
generoso. Pero los beneficios sólo durarían lo que la vida del rey. Una alianza
con Carr resultaría ruinosa en cuanto el príncipe ascendiera al trono.
Frances miró a su tío y a su padre y luego abandonó majestuosamente la
estancia.
En octubre, mientras maduraban las manzanas y caían las hojas, el
príncipe Enrique cayó enfermo a causa de unas fiebres. Dos semanas
después, a principios de noviembre, murió. Mientras los rumores de
envenenamiento se arremolinaban en el aire otoñal, Northampton clavó en su
sobrina nieta una siniestra mirada. En silencio, ella le miró con frialdad.
El camino de la familia estaba muy claro. Muerto el príncipe, decidieron
conformarse con Carr y empezaron a ejercer presión con renovado celo con el
fin de que se anulara el primer matrimonio de Frances.
Cuando en diciembre la nueva obra del señor Shakespeare titulada
Cardenio llegó al escritorio de Suffolk, se dieron cuenta de que habían creado
un problema.
El título era una extraña coincidencia, pero no se podía permitir. En una
obra inicialmente destinada a poner en la picota al príncipe y exonerar a
Frances, el nombre de Cardenio sonaba demasiado a Carr. Para agravar las
cosas, en la obra Cardenio era el romántico héroe encargado de salvar a la
heroína del venal príncipe. Tenía que representar a su primer marido, el
conde de Essex, pero ahora nadie veía cómo. Ya estaban corriendo rumores
de que Frances había engañado al príncipe con Carr. La obra sólo serviría
para avivar las llamas. Y no era simplemente cuestión de cambiarle el
nombre. Todo el mundo había leído Don Quijote. La historia de Cardenio
sería identificada cualquiera que fuera el título que se le pusiera.
El señor Shakespeare recibió la orden de retirar la obra.
Antes de que éste pudiera responder, alguien ya había susurrado a los
oídos reales insinuaciones acerca de una obra basada en aquel nuevo libro
titulado Don Quijote. El rey la pidió expresamente para los festejos que se
iban a celebrar en ocasión de las nupcias de su hija.
Ni siquiera Suffolk podía revocar una orden directa del rey. En enero,
Cardenio se representó en la corte. Echando chispas en segundo plano,
Suffolk se encargó de que la desdichada obra cayera rápidamente en el
olvido. Pero el olvido no duró demasiado. En junio, los Hombres del Rey
anunciaron una representación pública de la obra en el Globo. Al señor
Shakespeare se le dijo una vez más que retirara la obra.
Por razones que no quiso explicar, el señor Shakespeare se negó a
hacerlo.

Una preciosa tarde de junio, la mujer morena tomó la mano de su hija de


cinco años, tan morena como una gitanilla, y la ayudó a subir los peldaños
que conducían a la galería intermedia del Globo.
—¿De quién es? —había preguntado Will en cierta ocasión.
—Se llama Rosalind —había contestado la mujer—. Rose para abreviar.
«Un dispendio de espíritu en un desecho de vergüenza», había
rezongado él. Unas palabras que a ella todavía la encrespaban.
La niña estaba muy entusiasmada, chupando una naranja y mirando a su
alrededor con los ojos muy abiertos mientras las galerías se iban llenando de
gente. Jamás había estado en el teatro.
—¿Veremos al señor Shakespeare? —preguntó por enésima vez—. ¿Lo
veremos?
—Después —contestó la madre.
Ella misma llevaba mucho tiempo sin visitar el Globo. Había olvidado
los penetrantes olores de los cuerpos y los ungüentos, de las confituras y las
sabrosas empanadas vendidas por las calles por niños no mucho mayores que
su hija. Y los colores: el apagado azul de los guardapolvos de los aprendices
abriéndose paso a empujones al lado de los elegantes brillos de las sedas de
los nobles y los chillones tonos de las galas de las rameras que paseaban por
allí en busca de negocio.
Shakespeare debía de estar en el lugar que más le gustaba, entre los
actores, en el camerino situado detrás del escenario. Mirando al público.
Mirándola a ella.
Con un toque de trompetas se inició el espectáculo, enviando a la gente
a la tierra de España.
Cerca del final del primer acto, alguien le deslizó una nota en la mano.
Miró a su alrededor, pero nadie le prestaba la menor atención. Bajó la vista.
«Ahora me he convertido en la tumba de mi honor —había escrito alguien—,
una oscura mansión para que en ella habite sólo la muerte.» No reconoció las
palabras.
Momentos después, uno de los muchachos que tan bien interpretaban los
papeles femeninos, salió al escenario representando a una joven violada y
desgreñada, pronunciando aquellas palabras con voz quejumbrosa. Fue
entonces cuando la mujer sintió la fuerza de unos ojos que la miraban. Miró
hacia el lugar donde sabía que a Shakespeare le gustaba atisbar desde detrás
del escenario, pero la sensación no procedía de allí. Lentamente, su mirada se
sintió atraída por una de las Estancias de los Caballeros a su derecha. Pero
todos los rostros estaban contemplando arrobados la obra.
Después alguien cambió de postura y ella vio el blanco cabello y el
enjuto rostro de lord Northampton. La mirada del hombre se cruzó con la
suya y, esbozando una perversa sonrisa, inclinó la cabeza. A continuación, el
aristócrata desvió su mirada hacia la niña.
Ojo por ojo era el principio por el cual se regía su vida. Un sacerdote por
un sacerdote. Una hija por una hija.
La mujer asió la mano de su hija.
—Nos vamos.
—Pero, madre... —gritó la chiquilla.
—Nos vamos.
ACTO IV
38

El estuche que Athenaide había depositado en mi regazo era Victoriano,


de nudosa madera con incrustaciones de nácar y ébano.
—No lo entiendo —dije, perpleja.
—Todo lo que hay bajo el sol está a la venta —contestó ella con más
tristeza que orgullo—. Combinaciones de cajas fuertes, llaves de iglesias y
hasta agentes de la policía. Anoche nos gastamos bien el dinero.
Dentro del estuche descansaba un librito encuadernado en cuero negro.
Un diario. Hice ademán de sacarlo, pero Athenaide apoyó su mano sobre la
mía.
—He puesto al día a Matthew en todo lo que he podido. Pero, primero,
usted nos tiene que poner al día a los dos acerca de lo que sabe.
Les conté con impaciencia todo lo de la abadía de Westminster, Wilton
House y Valladolid, pero aún me mostraba reacia a hablarles del broche que
llevaba prendido en la parte interior de la chaqueta. Sin saber muy bien por
qué, eludí el tema. Athenaide me estudió con detenimiento. Tuve la sensación
de que sabía que yo no había sido totalmente transparente. Aun así, cuando
terminé, retiró la mano y asintió con la cabeza.
Tomé el libro y lo abrí. «Mayo de 1881», estaba fechado con la bonita
escritura que yo había aprendido a identificar. La de Ophelia Granville.
—Sus memorias —dijo Athenaide mientras yo me inclinaba para leer.
A mi lado, Matthew se removió con impaciencia en el asiento.
—Les puedo describir los primeros diez años en dos minutos. Su madre
murió cuando ella era muy joven; su padre dirigía un manicomio privado
para mujeres en la pequeña ciudad de Henley-in-Arden. Sus «huéspedes», tal
como llamaba el doctor Fayrer a sus pacientes, ocupaban un ala de una vieja
y enorme mansión. Él y su hija compartían la otra.
—Una situación no precisamente ideal para una niña —observó
Athenaide—. Por eso la llevaban a la cercana Stratford con toda la frecuencia
que su padre podía permitirse, para que jugara con los hijos del vicario.
—Los hijos del reverendo Granville J. Granville —dijo Matthew.
—¿Granville? —pregunté.
—Ella no les tenía demasiada simpatía a las hijas del vicario —dijo
Matthew—. Y también había un hijo mayor en Oxford, pero Jeremy era su
preferido.
—¿Jem Granville era hijo del vicario de Stratford?
—Eso parece —dijo Athenaide—. Un domingo, cuando Ophelia tenía
diez años, el vicario recibió a otra invitada para almorzar en su casa junto con
los Fayrer. Era una dama norteamericana de elevada estatura y ojos azules,
con el negro cabello salpicado de hebras grises. «Tan excéntrica como los
irlandeses —la describió Ophelia—. Como una selkie de las Oreadas, los
seres mitológicos que se desprenden de su piel de foca para transformarse en
humanos, o los personajes de feria que entran y salen de las casas en las
montañas.» En cuanto llegó, se hizo la dueña del salón y subyugó a todos los
presentes con sus descripciones del brillante sistema de filosofía práctica que
se ocultaba en las obras de Shakespeare. Las más destacadas mentes de la
época isabelina lo habían forjado a modo de diversión, decía ella, para
configurar a los hombres de tal manera que se convirtieran en receptáculos de
conocimientos más elevados, aborrecieran la tiranía y se esforzaran en buscar
la libertad.
—Delia Bacon —comenté—. Tenía que ser ella.
—«La dama de Shakespeare», la bautizaron Jem y Ophelia —dijo
Matthew.
O sea que Ophelia había conocido personalmente a Delia. Fuera, la
lluvia golpeaba los cristales de las ventanillas del automóvil. Habíamos
dejado atrás Stratford y ahora circulábamos a toda velocidad, pasando por
delante de campos envueltos en las sombras. Athenaide reanudó el hilo de la
historia.
—El hombre de Stratford, proclamaba la señorita Bacon, era un timo,
una máscara de carnaval que los verdaderos autores se habían puesto para no
incurrir en la ira de unos soberanos autócratas. Como si revelara un gran
secreto, congregó a su alrededor a los presentes. «El mal que hacen los
hombres les sobrevive», murmuró. «El bien queda frecuentemente sepultado
con sus huesos.»
—Pero si es la misma cita que vi en el Infolio de Valladolid —dije—.
La misma cita que utilizó Ophelia en su carta a la señora Folger.
Pasando las páginas del diario, Athenaide señaló un párrafo:
La verdad estaba oculta, murmuró la señorita Bacon, en documentos
escondidos en un espacio hueco debajo de la lápida sepulcral de su recipiente
elegido: Shakespeare de Stratford. Ella había descubierto ciertas pruebas de
ello en las cartas de sir Francis Bacon; sus cartas poéticas, añadía guiñando el
ojo. «Que mis nombres sean enterrados con mi cuerpo.»

Fruncí el entrecejo. Aquella cita también figuraba en el Infolio de


Valladolid, pero no pertenecía a Francis Bacon. Era una cita errónea
—«nombres» en plural en lugar de «nombre» en singular— y correspondía a
Shakespeare, a uno de sus sonetos. Pero es que Delia creía que sir Francis era
Shakespeare.
—El vicario autorizó a Delia a abrir la sepultura —explicó Matthew.
Una fría noche de septiembre se dirigió a la iglesia para cumplir su
misión, pero no estaba sola. Olfateando una aventura, Jem y Ophelia se
levantaron de sus camas y fueron a la iglesia, donde se escondieron entre los
bancos antes de que Delia llegara. Y observaron sus movimientos.
Delia apareció en medio de un remolino de gélido viento y hojas caídas.
Sosteniendo en alto la linterna en el oscuro presbiterio, leyó en voz alta la
maldición que figuraba en la lápida. Después abrió su bolsa de viaje, extendió
una alfombra en el suelo delante del sepulcro y se arrodilló. Sacó un cincel de
la maleta y lo levantó por encima de su cabeza como si fuera una daga.
Escondida entre los bancos, Ophelia se asustó.
Pero no ocurrió nada. Delia se quedó petrificada... «Con una mano sobre
el corazón —escribía Ophelia— y la otra blandiendo el cincel como el
querubín que guarda la entrada del Paraíso con su flamígera espada.»
Permaneció en aquella misma posición hasta que la campana de la iglesia dio
las diez. Como si se liberara de un hechizo, bajó el brazo y se levantó. Una
salvaje carcajada la traspasó y se perdió en la nada. «"¿Y qué es la verdad?",
preguntó Pilato en tono burlón —gritó Delia—, y no se quedó a esperar la
respuesta.» Dejó el bolso allí y cruzó la iglesia apurando el paso para huir en
mitad de la noche.
—Pero si Delia no abrió el sepulcro —pregunté—, ¿quién lo hizo?
—Los niños —contestó Athenaide.
Ophelia y Jem.
—Utilizando las herramientas de Delia —dijo Matthew, pasando otra
página.
Leyó en voz alta:

Un soplo de aire viciado se escapó al exterior. No había ningún hueso.


No había ninguna efigie labrada. Ninguna caja fuerte con oro o papeles.
Ningún fuego de Verdad. Ni siquiera los restos resecos de un gusano o el
cadáver de una moscarda. Nada, excepto una capa de espacio vacío y, debajo
de él, otra suave losa de piedra. No, una línea, una forma confusamente
labrada en la piedra. Mientras Jem mantenía levantada la losa del sepulcro,
efectué un calco con el lápiz y el papel que la señorita Bacon había dejado.

En la página contigua, Ophelia había pegado una hoja suelta de papel


cubierta con grafito. Unas delgadas líneas de color blanco trazaban un dibujo
que ya había visto en otra ocasión: el largo cuello y la cabeza de un cisne,
unas alas de águila que se convertían en cabezas de jabalí, y un bebé en una
garra y una lanza en la otra.
—La quimérica bestia —dije.
—Sigue estando allí —dijo Athenaide con un brillo de emoción en los
ojos.
—¿Usted la vio?
Matthew asintió con la cabeza.
—No lo pudieron descifrar —dijo—. El preceptor de Jem lo identificó
como una quimera, pero jamás había visto ninguna con aquella configuración
de las distintas partes. Cuando le dijeron que la habían encontrado en una
iglesia, señaló que, a lo mejor, era un signo de Satanás.
Un mes después, cuando Delia ingresó en el manicomio de Henley,
Ophelia le mostró el calco. Delia se alteró enormemente y empezó a
balancearse hacia delante y hacia atrás. «Y sea maldito el que mis huesos
mueva —murmuró una y otra vez—. Sea maldito...» Unas semanas después
se presentó su sobrino y se la llevó a su casa de Estados Unidos.
En su siguiente visita a Stratford, Ophelia le dijo a Jem que temía la
maldición y deseaba reintegrar el calco a su lugar correspondiente. Pero él se
negó a ayudarla. «Acabarás tan loca como la señorita Bacon», le dijo con
frialdad.
—Menudo santurrón —dijo Athenaide—. Probablemente estaba tan
asustado como ella.
Fue la última vez que Ophelia lo vio en casi una década. Jem se fue a
Oxford y después, gracias a los buenos oficios de unos amigos, se convirtió
en preceptor del joven conde de Pembroke.
—En Wilton House —precisé.
El joven conde, prosiguió Matthew, había heredado no hacía mucho el
título y la casa de un tío que vivía en el extranjero y había muerto sin
transmitir apenas nada acerca de las tradiciones de la familia. Había habido
algunas alusiones a la existencia de pistas shakespearianas en la casa, pero
eso fue todo.
—¿Encontró Jem las cartas? —pregunté apretando fuertemente en mis
manos el diario.
Matthew esbozó una sonrisa.
—Fue la quimérica bestia la que lo indujo a regresar corriendo a
Ophelia.
Juntos cotejaron el blasón de la carta del «más dulce cisne» con la figura
del calco de Ophelia. Y después Jem lo cotejó con los blasones de distintas
personas: el cisne de lady Pembroke, el jabalí de Bacon, el halcón y la espada
de Shakespeare y el águila y el niño del conde de Derby. El único que le
faltaba era el de Oxford, el segundo jabalí.
La señorita Bacon creía que Shakespeare era una conspiración, le había
dicho Jem a Ophelia, y él había acabado por pensar que estaba en lo cierto.
Sus razonamientos repetían como un eco los de Delia: «Que mis nombres se
entierren donde están mis cuerpos». La prueba, decía en tono apremiante,
estaría en las sepulturas. La de Shakespeare estaba marcada por la quimérica
bestia, señaló; creía que todas las demás también lo estarían.
Sin embargo, el sepulcro de lady Pembroke hacía tiempo que estaba
sellado debajo de alguna grada de la catedral de Salisbury. En cuanto al de
Bacon, su monumento funerario estaba en una iglesia parroquial de Saint
Alban, pero su sepulcro propiamente dicho había desaparecido hacía mucho
tiempo. Y aunque Jem hubiera sabido algo acerca de Oxford, pensé, de nada
habría servido. La iglesia donde Oxford había sido enterrado había sido
demolida en el siglo XVIII, y el último lugar de descanso del conde se había
perdido.
Quedaba la tumba de Derby, en Lancashire.
Una semana después, Ophelia y Jem se fugaron.
La antigua cripta de los condes de Derby estaba en Ormskirk, un pueblo
en una baja llanura, de cara al mar y con colinas a su espalda.
«El nombre significa "iglesia del gusano" —había explicado Jem—, la
Iglesia del Dragón, en la antigua lengua normanda.» En la vetusta iglesia
parroquial de San Pedro y San Pablo, había acompañado a Ophelia a una
desierta capilla de un rincón en la que destacaban dos solitarias y ruinosas
figuras de mármol de un caballero y su dama. En el centro, una trampa se
abría a un empinado tramo de escalera que conducía abajo.
Le pedí silencio a Matthew y leí por mi cuenta:

... un olor de huesos y polvo, de fría piedra y de la amargura de los


envidiosos y desintegrados muertos. Había unos treinta ataúdes amontonados
en estantes contra las paredes. El centro de la cripta estaba lleno de
monumentos rematados por efigies de piedra. Algunas eran de damas
ataviadas con largos vestidos, pero la mayoría correspondían a hombres con
peluca, otros con armadura y tres con jubón y calzones. Uno de ellos sostenía
en sus manos un pequeño cofre de piedra. En él aparecía labrada una
quimera. Con un golpe de palanca, Jem lo rompió y lo abrió.

—Tendrá que detenerse aquí —dijo Athenaide mientras yo levantaba los


ojos, parpadeando.
Ya no circulábamos entre oscuros campos. A lo lejos vislumbré unos
enormes edificios industriales, un brillante resplandor de luces y un largo
trecho de asfalto. Oímos un fuerte zumbido y después el vehículo giró y nos
acercó al jet de Athenaide.
—¿Adónde vamos? —pregunté.
—A buscar el tesoro de Jem —contestó ella.

A bordo, no esperé a que despegara el aparato, sino que abrí el diario en


cuanto me hube abrochado el cinturón.
En el interior de la caja rota de la tumba, Jem y Ophelia habían
encontrado una pintura. Un retrato en miniatura de un joven de cabello y
barba dorados sobre un fondo de llamas.
El Hilliard. Estaba a punto de mostrarles el broche, pero me detuve,
consciente de la mirada de Athenaide. ¿Qué estaba haciendo la miniatura en
un estuche en el interior de la sepultura de Derby?
—Había unas cartas —dijo Matthew con inquietud.
Volví a mirar el diario. Dos cartas para ser más exactos. Escritas en latín
desde Valladolid. Jem las tradujo rápidamente para Ophelia. La primera era
una carta de agradecimiento por un manuscrito y un libro. El libro era
espléndido, decía el autor, demasiado espléndido. Se alegraba de haberlo
visto, pero no lo podría llevar consigo. No obstante, guardaría siempre el
manuscrito. La obra había resultado mejor de lo que él esperaba. Le había
hecho reír de buena gana, lo cual le haría mucha falta allí adonde se dirigía.
—Cardenio —dijo Athenaide.
—Y el Infolio de Valladolid —dijo Matthew.
Todo encajaba, pensé, tenía que reconocerlo. Pero no era una prueba
definitiva. El escritor no había mencionado el título del libro.
La segunda carta también era de Valladolid, pero más tardía, y no del
mismo hombre. En una apología extrañamente exultante, informaba de que
William Shelton había partido de Santa Fe, en Nueva España, con un grupo
de exploración, con el propósito de conducir a las almas a la gloria, pero
jamás había regresado. En el transcurso de una escaramuza con los indios,
había desaparecido, y se suponía que había sufrido martirio.
Se incluían unos detalles geográficos, decía Ophelia, pero los había
olvidado, pues en aquel momento habían regresado los padres de ambos.

Papá bajó hecho una furia por la escalera con los ojos encendidos de
cólera, pero al verme su enojo se disipó y permaneció de pie delante de mí
como si fuera un anciano. Aunque me había propuesto mil veces mantenerme
firme, me aparté de Jem y me acerqué a él. Pasando a grandes zancadas por
delante de nosotros, el vicario se detuvo delante de Jem y le abofeteó la
mejilla con tal fuerza que éste giró en redondo una vez y se desplomó en la
sepultura rota.

Resultó que su boda clandestina no era válida porque Ophelia era menor
de edad.
—Se volvieron a casar al día siguiente —dijo Athenaide en tono
pausado—, esta vez con ambos progenitores como testigos. Pero Ophelia no
obtuvo permiso para vivir con Jem como esposa hasta que éste adquiriera una
fortuna suficiente para mantenerla.
—Una tarea no demasiado fácil para el hijo menor de un vicario —
comentó Matthew.
—Le dieron a elegir entre la India y Estados Unidos —dijo Athenaide.
—Y eligió Estados Unidos —sentencié.
Athenaide asintió con la cabeza.
—Empezó a buscar el manuscrito que el sacerdote había prometido
guardar.
El avión había alcanzado la altitud de vuelo. Tras desabrocharnos los
cinturones de los asientos, nos congregamos alrededor de una mesa de
conferencias con el libro abierto en medio de nosotros, y seguimos adelante
con la historia.
Esta vez la separación duró quince años. Lejos de marchitarse, Ophelia
contrató los servicios de un profesor y aprendió español y latín. Cuando a los
veintiún años pudo disponer de su dinero, viajó a Valladolid. En el colegio le
mostraron lo que tenían —incluido el Infolio— y, a continuación, la enviaron
al Archivo General de Indias de Sevilla. Después de una ardua tarea de
investigación, encontró un informe de primera mano de un superviviente y,
junto con él, un mapa primitivo. Tras haber copiado ambas cosas, regresó a
Londres, donde compró un Primer Infolio.
—Una obra magna jacobina —dijo Matthew, haciendo un floreo con la
mano.
—¿Tenía un Infolio? —pregunté bruscamente.
—No un original —contestó Athenaide—. Un facsímil. Pero muy
bueno. Ophelia escribió su nombre en la página en blanco opuesta a la
portada en la que figuraba el retrato de Shakespeare. Debajo había anotado la
inscripción que había visto en el Infolio de Valladolid. Tras introducir en el
volumen los datos que había descubierto en España, le envió el libro a Jem
como tardío regalo de boda.
Perpleja, me froté las sienes mientras Matthew seguía pasando las
páginas.
—Quince años de avance rápido —dijo.
Por aquel entonces murió el padre de Ophelia, pero ella se quedó en la
vetusta casa de Henley, en el viejo bosque de Arden, aunque sin las locas. Por
lo demás, no pareció que ocurriera gran cosa, como si ella se hubiera
pinchado el dedo con un huso y se hubiera sumido en un sueño encantado,
pensé. Después Jem le escribió para anunciarle que había encontrado lo que
buscaba.
Pero no podía traer su hallazgo de vuelta. No de manera inmediata. En
su lugar, quería que ella se reuniera con él en Tombstone, en Arizona. Al
principio, ella no se lo creyó, pero después descubrió que también había
invitado a un profesor de Harvard y que el profesor había dicho que sí.
—Entra en escena el profesor Child —dijo Matthew.
Ophelia hizo su baúl y embarcó rumbo a América. El diario terminaba
cuando ella llegaba a Nueva York.
En la página siguiente, Ophelia volvía a empezar. «Para Jem», había
garabateado en la parte superior. La tinta era distinta y su escritura más
apresurada. La historia también era distinta. Era el resumen de un relato que
había encontrado entre los papeles de Delia. Un relato acerca de los Howard.
La historia de Frances Howard, escribía Ophelia, no era un triángulo
amoroso. «¡Más bien un dodecaedro!», exclamaba. En concreto, antes de
conocer a Robert Carr, pero mucho después de haberse casado con Essex, su
familia le había impuesto otro objetivo: el más íntimo amigo de su esposo, el
príncipe de Gales.
Durante algún tiempo, el príncipe estuvo tan extasiado que los rumores
acerca de una boda real empezaron a correr por la corte cuando apenas se
habían iniciado los trámites de la anulación del matrimonio. Pero después
Frances conoció a Carr y, sin decírselo a su familia, siguió los dictados de su
corazón. Poco después, tras ser advertido de que la dama no era muy
reservada en sus afectos, el príncipe la insultó en público.
—La historia del guante —dije en un susurro—. No sabía que la dama
era Frances Howard.
Ophelia había descubierto exactamente de qué manera aquel giro de la
historia podía guardar relación con Cardenio. La obra cuenta la historia de
una fiel esposa, a la cual el mejor amigo de su marido —el hijo del
gobernador de la región— intenta seducir. Entendida como una alegoría de
Frances, Essex y el príncipe, la obra justificaría a Frances y condenaría al
príncipe.
Pero después la familia descubrió lo que el príncipe había averiguado:
que Frances había estado retozando con Cardenio.
—Carr... Cardenio —repitió Athenaide.
El nombre trastocó la intención que había inducido a los Howard a
promover la obra. Tal y como estaban las cosas, ni a un ciego le hubiera
podido pasar desapercibido reconocer a Carr en una obra titulada Cardenio y,
por consiguiente, tampoco al celoso príncipe, dado que Essex aún estaba
atado a Frances nominal y legalmente. Lejos de presentarla como una fiel
esposa injuriada, la obra la expondría al ridículo como una mujer que había
jugado con tres hombres a la vez.
La representación de la obra se tenía que impedir.
Pero no se hizo. Se representó en la corte en enero de 1613 y de nuevo a
principios de junio. Esta vez los Hombres del Rey la trasladaron al otro lado
del río, a su escenario público. Al Globo.
—Y dos semanas después —observé— el Globo fue pasto de las llamas.
—Dios mío —dijo Matthew al cabo de un rato—. Jamás había
relacionado estas dos fechas.
—Pero ¿por qué? —preguntó muy nerviosa Athenaide—. ¿Por qué
Shakespeare tuvo que representar Cardenio en el Globo? ¿Por qué incurrió en
la cólera de los Howard?
—Y, sobre todo, ¿por qué la escribió? —objeté—. No tiene sentido. Lo
que dije antes sigue en pie: las alegorías no eran lo suyo. Además, que yo
sepa, no tenía ningún motivo para hacerles favores a los Howard.
—Quizá no pretendía halagarlos —observó pausadamente Athenaide.
—Tal vez ocurrió justo lo contrario. Usted ha dicho que Howard fue el
que envió a William Shelton a Valladolid para que se convirtiera en
sacerdote. Si fuera cierto, cabe la posibilidad de que Shakespeare pretendiera
vengarse.
«Mas tu eterno estío no se apagará.»
Consciente del roce del broche con mi cuerpo desde el interior de mi
chaqueta, recordé a sir Henry recitando aquel verso.
—Tenemos que encontrar la obra —conminé a los presentes.
Matthew pasó la página. La tinta era distinta y la fecha también.
«Agosto de 1881», se leía en la parte superior.

Mi querido Francis:
Me pidió que terminara mi historia y esta promesa por lo menos la
cumpliré.

—¿Francis? —pregunté—. ¿Quién es Francis?


Matthew pasó varias páginas. Aquel verano Ophelia había llegado a
Tombstone sólo para descubrir que Jem llevaba un mes desaparecido. Lo
único que le había dejado era una breve nota:
Si pudiera, movería montañas para llegar a ti. Quiero que lo sepas. Si
estás leyendo esta nota, las montañas habrán demostrado que son más fuertes
que yo.
P.S.: Para que no dudes de mí, en mi obra magna he indicado en clave la
ubicación ____________________1623, página de la signatura.

—Por eso es tan importante el Primer Infolio —dijo Matthew—. Jem


cifró el paradero de su tesoro en su interior.
Me incliné hacia delante.
—Athenaide, ¿los rancheros a quienes usted compró la carta de Ophelia
tenían algún libro? ¿Algún libro de la clase que fuera?
Me miró.
—Sí, tenían varios libros.
—¿Había entre ellos un Primer Infolio?
—No era un original. Era uno de los primeros facsímiles.
Sin duda el Infolio que Ophelia le había enviado a Jem. Tenía que serlo.
—¿Y usted lo vio?
—Lo compré.
Pegué un brinco en mi asiento.
—¿Lo tiene en su poder? ¿Lo tiene? ¿Por qué no me lo dijo?
—Le dije que él tenía unos libros —contestó lacónicamente ella—. Pero
usted me preguntó por sus papeles y yo le mostré el único papel que tenía. —
Entrelazó melindrosamente las manos delante—. Soy coleccionista,
Katharine. En estas cuestiones, tiendo a pasarme de precavida. Pero también
aprendo de mis equivocaciones. Estamos volando hacia ese libro a la mayor
velocidad posible.
—Termina la historia, Kate —dijo Matthew.
Tomé el libro y me puse a pasear por la cabina mientras leía. Ophelia
estaba al borde de la histeria y pidió que la llevaran a la casa de Jem, pero
nadie la quiso acompañar allí y ni siquiera decirle dónde estaba. Al final, la
mujer que regentaba la pensión donde ella se alojaba envió a un hombre para
recoger los efectos personales de su marido.
El individuo regresó con los libros. Ophelia se encerró en el salón
sosteniendo la página de la signatura del Infolio sobre la llama de una vela
cuando, de repente, irrumpió en la estancia una mujer de cabello rubio,
acento francés y un escote sólo apropiado para un baile de gala invernal.
Exigiendo la devolución de sus propiedades, tomó en sus brazos los libros
que había encima de la mesa. Pero Ophelia se negó a entregarle el Infolio,
mostrándole su firma en la guarda: Ophelia Fayrer Granville.
—Puede que a usted le diera su apellido —dijo la rubia— pero su amor
me lo dio a mí.
En aquel momento, el mundo de Ophelia se derrumbó. Sin apenas darse
cuenta de lo que hacía, abandonó la casa y salió al jardín trasero,
deteniéndose bajo una glorieta cubierta por el tupido follaje verde oscuro de
un rosal. La época de la floración ya había pasado, pero todavía quedaban
unas marchitas florecitas blancas entre las hojas.
«Permítame ofrecerle un poco de compañía femenina», había dicho una
voz.

Al principio, pensé que era usted una especie de duende escondido en la


rosa. Pero después vi por vez primera la bondad de su rostro bajo la blanca
barba. «Que se vaya», dije yo, y usted se inclinó y se retiró.
«Ya se ha ido», dijo usted al volver. No recuerdo qué otra cosa dijo
aquella noche en el jardín aparte de que la rosa Lady Banks resiste el calor, el
frío y la sed que matan a casi todas las demás rosas. Y, sin embargo, ella
florece fielmente todos los años con dulce abandono.

—Francis —dije de repente—. El duende bajo el rosal era Francis Child.


—¿El Child de la Biblioteca Child? —preguntó Matthew.
—Sus dos pasiones en la vida eran las rosas y Shakespeare, —dije—.
«Mi querido Francis», lo había llamado Ophelia.
A lo largo de los días siguientes, ambos habían examinado juntos el
Infolio de Jem, pero no habían encontrado nada. Al final, sin saber qué otra
cosa podían hacer, alquilaron unos caballos y una escolta de cuatro hombres
armados y se dirigieron a las colinas para investigar sobre los denuncios de
minas de Jem.
—Tiene sentido, ¿no te parece? —dijo Matthew con entusiasmo—. Era
probable que Jem hubiera hecho alguna especie de denuncio si hubiera
encontrado algo.
Tenía sentido. «He encontrado una cosa —le había escrito Jem al
profesor Child—. El oro no siempre reluce.»
Pero Athenaide meneó la cabeza.
—He estado en todos los lugares posibles —dijo—. En todos. Y no hay
nada que encontrar. No hay pozos. Ni tumbas. Ni edificios. Nada que indique
dónde se podría hallar el tesoro oculto de un sacerdote del siglo diecisiete.
Reanudé la lectura con impaciencia:

Ya recordará usted cómo fueron aquellos días, dulces y calurosos, y


aquella última tarde que pasamos en el herboso valle mientras un águila
volaba por encima de nuestras cabezas y los hombres se reían y chapoteaban
en el agua justo a la vuelta del recodo.
Permítame decirle lo que recuerdo. Tras haber esperado quince años, en
el espacio de una tarde, descubrí lo que era amar y ser amada. Sé que no es
posible, pero vi rosas blancas cayendo a nuestro alrededor como perfumados
copos de nieve.

Al regresar al pueblo aquella noche, les salió al encuentro una partida de


rescate más fuertemente armada que su escolta y fueron conducidos al
pueblo. La víspera se habían enterado de que el jefe apache Gerónimo se
había fugado, abandonando la reserva en mitad de la noche con todos los
hombres, las mujeres y los niños de su clan. Otro guerrero que luchaba al
norte de Sonora había dejado una ancha franja de Nuevo México en ruinas.
A Ophelia y Francis sólo les quedaba un denuncio por explorar, el de
Cleopatra. Pero ahora nadie los quería acompañar a más de un kilómetro y
medio del pueblo, y ya no digamos a las montañas. Ni siquiera pudieron
alquilar caballos e ir por su cuenta.
—Lástima de un buen caballo —les espetó un hombre.
Su búsqueda había terminado.
Después de una tranquila cena, Ophelia permaneció despierta toda la
noche. Antes del amanecer, se levantó y se vistió. Dejó el Infolio en un lugar
donde la patrona lo pudiera encontrar, junto con una nota. «Para la mujer del
cabello rubio.» Delante de la puerta del dormitorio del profesor dejó una
solitaria rosa seca. Y después se fue.
La historia terminaba bruscamente.
—Pase la página —dijo Athenaide.
Una sola frase flotaba en el blanco vacío:

Habrá una criatura.


Las palabras danzaron y oscilaron delante de mis ojos.
—Jamás se lo dijo —explicó serenamente Athenaide—. Regresó a
Inglaterra, adoptó otro nombre y empezó a pronunciar conferencias, tal como
había hecho Delia, y ella también alcanzó cierto éxito. Pero nunca regresó a
las minas de Jem y jamás se puso en contacto con el profesor. No podía
soportar que la miraran tal como ella había mirado a la mujer rubia, dijo, ni
resistir la idea de que la mujer del profesor sintiera por él lo que ella había
sentido por Jem aquella primera noche.
Levanté los ojos.
—Escribió una última parte —explicó Matthew—, en 1929. Pasó las
páginas hasta el final, donde la escritura volvía a llenar el papel. Leí la última
página:

... ya hace tiempo que se convirtió en una encantadora mujer. Cuando


pregunta por su padre, yo siempre le digo que es la hija de Shakespeare.
Por consiguiente, hubiera tenido que adivinar que acabaría en el
escenario. Ha actuado en Londres y Nueva York con gran éxito, aunque eso
ahora ya pertenece al pasado. A veces me preguntaba si usted la habría visto
alguna vez, si su corazón palpitaba en su pecho sin saber por qué.
Le impuse el nombre por Shakespeare y por las rosas que tanto amaba
su padre: Rosalind.
Rosalind Katherine Howard.

—Pero si éste es el nombre de Roz —dije sintiéndome súbitamente


vacía.
—Sí, querida —dijo Athenaide.
Al final de la página, había una sola frase:

Los viajes terminan con el encuentro de los amantes; bien lo saben todos
los hijos de los sabios.

Apoyé la cabeza en el hombro de Matthew y lloré.


39

Me desperté todavía acurrucada contra el hombro de Matthew en el sofá;


él aún estaba dormido. Al otro lado de la cabina, Athenaide permanecía
sentada a la mesa leyendo un libro bajo la suave luz de una lámpara. Me
incorporé, procurando no despertar a Matthew.
—Usted conocía a Roz —murmuré.
Una triste sonrisa se dibujó en el rostro de Athenaide. Por un instante, su
aspecto fue el de una vieja bruja, con la piel del rostro flácida. Pero sus ojos
conservaban el brillo de siempre.
—Sí.
Me levanté del sofá y me acerqué a la mesa.
—La Rosalind del libro, la hija de Ophelia. No puede haber sido la Roz
que yo conocí.
—No. —Sonrió y cerró el libro. Estaba leyendo el diario de Ophelia—.
No sin la ayuda de un manantial de la juventud. Ella fue la abuela de Roz que
usted conoció. Nuestra abuela. —Tomó un sorbo de agua y posó el vaso con
tanto cuidado que no se oyó el menor tintineo—. Roz era mi prima. Y
Ophelia, Ophelia Howard, fue nuestra tatarabuela.
Me senté en la silla que había a su lado.
—Vi una fotografía de usted. Con un sombrero.
Por un instante, su sonrisa se ensanchó.
—Fue un día muy feliz. Cuando mi abuela todavía me tenía en gran
consideración. —Cruzó las manos sobre el libro—. Ambas éramos muy
parecidas en muchos aspectos. Pero teníamos ideas distintas acerca del mejor
camino para alcanzar una buena vida. Ella quería que yo fuera actriz, un
sueño que Roz y yo habíamos compartido de niñas. A fin de cuentas, nuestra
abuela era una gran figura de la escena. Fue famosa en la década de 1910,
pero ahora su nombre prácticamente se ha olvidado. Yo me parecía
físicamente a ella. —Lanzó un suspiro—. Roz no. Sin embargo, lo que Roz
se negaba a ver era lo que ella tenía y lo que a mí me faltaba: el talento. Yo
carezco de la fuerza mental o emocional necesaria para pasearme por las
vidas de otros de manera convincente. No soy una vagabunda, una feliz
peregrina. Todos los grandes actores lo son, ¿sabe? Yo necesito un hogar.
Raíces profundas. —Me miró con ironía—. Y me gusta el dinero. Para bien o
para mal, soy una mujer de negocios.
»"La codicia del dinero", lo llamaba Roz. Y otras cosas todavía más
crueles. Juntas, puede que hubiéramos conseguido crear a una gran artista.
Separadas, fuimos una profesora y una mujer de negocios. Ambas
alcanzamos el éxito, pero no el éxito con el que soñábamos en nuestra
infancia.
»La vi en la Folger pocos días antes de su muerte. Le regalé aquel
sombrero. En recuerdo de los viejos tiempos. Un puente de unión con ellos,
esperaba. Pensé que, a lo mejor, lo colocaría en un estante y lo contemplaría.
Era nada menos que el último grito de la moda allá por 1953. Pero hubiera
tenido que imaginar que ella sería capaz de ponérselo. Tiene sentido, a la
manera de Roz, que lo llevara puesto el día de su debut teatral. Aunque sólo
fuera un ensayo.
Su debut, pensé, y su mutis final.
—Así es cómo la encontré a usted —dijo Athenaide.
—¿El sombrero?
Se echó a reír.
—No. La conferencia en la Folger. Sabía que Roz iba a presentar un
trabajo sobre Delia Bacon y, por consiguiente, yo también me dediqué a leer
cosas acerca de Delia. Llevábamos años compitiendo la una con la otra,
¿sabe? Toma y daca. El doctor Sanderson me mostró la carta de Ophelia a
Emily Folger justo antes de marcharse para reunirse con usted en el
Capitolio. Yo tenía muy fresca en la mente la escena del sepulcro y,
casualmente, era la única pista que podía interpretar. Después él aparece
muerto y tanto usted como la carta se dan por desaparecidas. Recogí a
Matthew, que estaba desesperadamente preocupado por usted, y ambos
volamos a Stratford y esperamos. Nos dio un ataque cuando usted telefoneó y
pareció que se había ido a otro sitio.
—Fue cuando decidí abrir el sepulcro. Para asegurarme; con el resultado
que usted ya ha visto.
Por un instante, ambas contemplamos el diario que descansaba encima
de la mesa.
—Ella la adoraba, ¿sabe? —dijo Athenaide—. La adoraba y la envidiaba
en una temeraria mezcla, para la que no estoy muy segura de que ella
estuviera preparada. No muchas personas lo estarían. Usted era alguien capaz
de llegar a donde ella jamás se había atrevido. Por eso probablemente la
indujo a salir de forma precipitada de la torre de marfil.
—¿Usted cree que ella quería que yo acabara en el teatro? —Una
amarga carcajada me subió por la garganta—. Me hubiera podido dar
consejos profesionales.
Athenaide ladeó la cabeza.
—¿Y usted los hubiera seguido?
Abrí la boca y la volví a cerrar. Hubiera pensado simplemente que
quería sabotear mi carrera.
Sonó discretamente un interfono y Athenaide levantó un auricular.
Aterrizaríamos en cuestión de una hora. Me envió a uno de los dormitorios
para que me refrescara; una mirada al espejo me hizo comprender por qué y
soltar un gruñido. «Refrescarse» era la madre de todos los eufemismos. Lo
que yo necesitaba era algo más parecido a un cambio de imagen total. Tenía
los ojos hinchados y enrojecidos, una magulladura y un arañazo en un
pómulo. La lluvia había hecho que el tinte me bajara en oscuras franjas de
cebra por el cuello y por la chaqueta, la cual daba la impresión, con todas
aquellas rayas, de haber permanecido tres semanas apelotonada en el fondo
de un cesto de la colada.
Pero la maleta que sir Henry me había facilitado lo que ahora me
parecían años atrás, y que me había acompañado de Londres a Boston y a
Utah y de Nuevo México a la Folger en Washington DC y de allí a un avión
en las afueras de Stratford, descansaba al pie de la cama, y el dormitorio
disponía de una ducha debidamente acondicionada. Contemplé la maleta con
expresión funesta. Sentirme mejor era el primer minúsculo paso hacia las
compensaciones que le pensaba exigir a sir Henry.
En la ducha, observé cómo el tinte oscuro se escapaba por el desagüe.
¿Pretendía Roz, tal como Athenaide había insinuado, alejarme del mundo
académico? En caso de que así hubiera sido, había logrado su propósito.
Como suele decirse, había construido puentes delante de la persona
protegida, en lugar de quemarlos a su espalda.
Mientras huía de Roz y de todo lo que ella tocaba, los puentes se habían
hecho realidad delante de mis ojos. Seis meses atrás, sir Henry se había
presentado mágicamente como llovido del cielo justo en el momento
oportuno para que me ofrecieran un trabajo en el West End y nada menos que
en el Globo. Y había habido antes otros momentos parecidos, unos momentos
decisivos en una joven carrera que yo había atribuido a la insondable suerte
de haber estado en el lugar adecuado en el momento adecuado.
Me había sentido muy orgullosa de abrirme paso por la vida por mi
cuenta, pese al asombro que me producía el hecho de que la suerte cayera
sobre mi camino como una lluvia de pétalos de rosa. ¿Acaso había estado
Roz ayudándome en silencio desde el principio? Jamás lo sabría.
Me puse unos vaqueros, una camiseta negra y unas zapatillas deportivas
y me volví a mirar al espejo. Mejor. El cabello seguía siendo corto, pero por
lo menos había recuperado su color pelirrojo oscuro. Y mi mejilla aún estaba
magullada, pero ahora estaba limpia. Al fondo de mi maleta encontré la
cadena que me había comprado en la frontera de Nevada-Arizona. Colgué de
ella el broche, me la puse alrededor del cuello y salí.
En la cabina principal, Matthew estaba despierto, bebiendo café. Los
tres nos reunimos alrededor de la mesa para repasar lo que sabíamos.
—Todos estaban confabulados —dijo Matthew—. Los condes de Derby
y de Oxford, la condesa de Pembroke, sir Francis Bacon y Shakespeare de
Stratford.
—Sí —dije, reclinándome contra el respaldo de mi asiento y frotándome
los ojos—. Pero ¿cómo?
Jem Granville lo sabía, pensé. Con un poco de suerte, por la mañana
encontraríamos el mapa que él había dejado junto a su tesoro, con una equis
señalando el lugar. Mirando por la ventanilla, vi varias líneas de luces
perdiéndose en la distancia. Luces de pistas de aterrizaje.
Aterrizamos en Lordsburg, Nuevo México, aproximadamente a las tres
de la madrugada. Una tormenta eléctrica parpadeaba a lo lejos. Los monzones
habían empezado muy pronto. Graciela nos estaba esperando; minutos
después nuestro automóvil serpeó entre los toscos edificios de Shakespeare
hasta entrar finalmente en el garaje de Athenaide, el antiguo depósito de
pólvora excavado en la ladera de la colina. A continuación, apuramos el paso
siguiendo a Athenaide por el laberinto de Elsinore.
Una cálida y dorada luz nos envolvió al entrar en el Gran Salón.
—La última vez usted comprendió inmediatamente que esta sala no era
Elsinore —me dijo Athenaide—. ¿La reconoce ahora?
Meneé la cabeza.
—Es una reproducción muy fiel del Salón de Banquetes de la torre de
homenaje normanda del castillo de Hedingham. El hogar ancestral del conde
de Oxford en Essex, al nordeste de Londres. Uno de los más bellos ejemplos
que se conservan de arquitectura normanda.
Por un instante, me quedé en el umbral, contemplando, esta vez sí, el
hogar del conde de Oxford. El Hedingham de Oxford, dentro del Elsinore de
Hamlet, dentro de la ciudad fantasma de Shakespeare. Un perfecto y pequeño
nido de edificios para que en él pudiera jugar una multimillonaria oxfordiana.
Y no es que su aspecto fuera impresionante. Después de los excesos
barrocos de Wilton House, la sencillez medieval de aquel lugar destacaba aún
con más fuerza. Apenas había mobiliario, exceptuando la mesa del centro,
unas cuantas sillas y almohadones y las vitrinas adosadas a la pared del
fondo.
Graciela nos sirvió una cena fría a base de ensalada de Niza con salmón
ahumado, panecillos recién sacados del horno y una botella ligeramente
enfriada de un Pinot Noir, que escanció en unas copas de un cristal soplado
azul y blanco que parecía auténtico veneciano del siglo xvii.
Athenaide me dio el diario de Ophelia, se acercó al miniteclado de la
caja fuerte y tecleó la clave. Cuando el escáner se accionó, colocó un dedo
bajo la lente. La caja fuerte se abrió con un clic y sacó un libro. Las tapas de
cartón se habían combado a causa del calor del desierto, y la cubierta de tela
roja estaba deshilachada y desteñida.
Graciela terminó de escanciar el vino y se retiró.
Athenaide depositó el libro encima de la mesa.
—Vero nihil verus —dijo—. Nada es más verdadero que la verdad.
Cualquiera que ésta sea. —Después empujó el libro hacia mí sobre la mesa
—. Ábralo.
40

El Infolio de Jem se abrió fácilmente por la portada. En la página


enfrentada a la mirada de reproche de Shakespeare figuraban dos firmas:
arriba, Ophelia Frayer, Granville, pequeña, pulcra y estudiada, y, debajo, más
grande y suelta, Jem Granville. Y, debajo de ésta, el soneto del Infolio de
Valladolid, transcrito por Ophelia.
—Tiene que ser algo que hay en este ejemplar y sólo en este ejemplar —
dijo Matthew—, Jem lo llamaba «mi obra magna jacobina».
Aparte del poema y las dos firmas, no había nada más escrito en la
página. Pero el papel estaba chamuscado y combado. Alguien —¿Ophelia?—
debió de haber intentado dejar al descubierto la clave oculta por medio de
agua o de alguna otra sustancia líquida, y de aplicación de calor. Puesto que
algunas tintas invisibles aparecen cuando se calientan y desaparecen de
nuevo cuando se enfrían, Athenaide encendió una vela y tratamos una vez
más de calentar la página. Nada.
Pasé las páginas, buscando marcas en otro sitio. El único lugar donde las
encontré fue en Hamlet, pero parecían más bien anotaciones con vistas a la
interpretación teatral de Jem. Por mucho que lo intenté, no conseguí
encontrarles ningún otro significado. Caminé alrededor de la mesa con mi
copa de vino, pensando. El mensaje cifrado tenía que estar allí. Tenía
forzosamente que estar allí.
Abrí el diario y volví a estudiar la frase que Ophelia había copiado de la
carta de Jem, exactamente tal y como él la había escrito: «P.S.: Para que no
dudes de mí, en mi obra magna he indicado en clave la ubicación
____________________ 1623, página de la signatura». Me mordí el labio.
Algo se nos estaba pasando por alto.
¿Qué?
Habría dado cualquier cosa por poder echar otro vistazo a la carta de
Ophelia a Emily Folger. Pero se la había dejado a Barnes, en Stratford, junto
con todas las demás. «Maldito sea sir Henry.» Cerré los ojos y traté de
recordarla. Ophelia había escrito «obra magna jacobina,
c____________________1623», con la palabra que seguía a aquella ce
manchada por un borrón. Me sonaba bien, pero, sin la carta, no podía estar
segura.
De repente, posé mi copa en la mesa y me incliné otra vez sobre el
diario. En la nota que me había dejado en el reverso de la ficha de Chambers,
Roz había escrito «obra magna jacobina, c.____________________1623»,
refiriéndose al Primer Infolio, y yo jamás lo había vuelto a pensar. No era una
mala suposición, tratándose del tema de Shakespeare, una obra magna
jacobina y el año 1623.
Pero era evidente que se había equivocado al suponer que la ce de
Ophelia era una abreviación de «circa», es decir, de aproximadamente. Y, si
se ponía la palabra cifrado donde Jem la había puesto, la frase ya no estaba
tan clara.
En la interpretación de Roz, 1623 se refería a la obra magna. Pero, en la
de Jem, se habría podido referir a la clave. Y, si la fecha de 1623 se refería a
la clave, no tenía por qué referirse al libro, no necesariamente por lo menos.
El libro en cuestión no tenía por qué ser el Primer Infolio.
—¿Hay algún código o clave fechado en 1623? —preguntó Matthew,
mirando por encima de mi hombro.
—Es el año en que Bacon publicó De Augmentibus Scientiarum. La
edición latina de El avance del saber.
Matthew abrió los ojos, asombrado.
—El código de Bacon —dijo.
—¿Sir Francis Bacon? —preguntó Athenaide en tono cortante.
Asentí con la cabeza. El mismo sir Francis Bacon tan amado por Delia y
por otros como el hombre que se ocultaba detrás de la máscara de
Shakespeare, el hombre al que yo había identificado como uno de los jabalíes
de la quimérica bestia. Su obra El avance del saber establecía un sistema para
clasificar, estudiar y dominar todo el saber humano. Y en 1623, la edición
latina, más larga que la original inglesa, presentaba al mundo toda una
sección dedicada a claves y códigos, incluyendo un código inventado por el
propio Bacon.
Se me quebró la voz.
—¿Poseía Granville un ejemplar de El avance del saber?
—No —contestó Athenaide sin vacilar.
—¿Y alguna otra cosa de Bacon?
—Sólo los Ensayos.
Regresó al cajón y sacó otro libro, más delgado. Pasé rápidamente las
páginas. El hecho de utilizar el código de Bacon en un libro ya impreso
significaba que Jem habría tenido que destacar algunas letras individuales por
encima de las demás. Habría tenido que marcar algunas señales en el libro.
Pero los Ensayos no contenían ninguna señal.
Rodeé la mesa.
—¿Hay alguna otra cosa del Renacimiento?
—Venga a ver.
Sacando montones de libros del cajón, los llevamos a la mesa y los
revisamos todos sistemáticamente. Jem Granville había sido un juerguista y
un bribón de marca mayor, pero también había sido un cultivado hombre de
su tiempo. Su colección incluía volúmenes de Tennyson y Browning,
Dickens y Trollope, Darwin, Mili y Macaulay. Pero ninguna otra cosa del
Renacimiento. Y tampoco había ninguna otra marca de ningún tipo,
exceptuando la firma en los frontispicios. A diferencia de Roz, no tenía por
costumbre hacer anotaciones en sus libros.
Mis esperanzas aumentaron cuando llegamos a la obra El Renacimiento
de Walter Pater, pero tampoco hubo suerte.
—Tiene que haber algo más —dije decepcionada mientras llegaba a la
última página. Me volví hacia Athenaide—. ¿Usted compró todos estos
libros?
—Todo lo que la señora Jiménez sabía que había pertenecido a
Granville.
¿Y si él no hubiera firmado el libro que buscamos? ¿Y si éste se
extravió? ¿O lo regaló? ¿Y si no estuviera bien conservado después de haber
sido leído tantas veces o Granville lo hubiera donado para una venta benéfica
de alguna iglesia? Podía haber ido a parar a cualquier sitio. Me incliné sobre
la mesa.
—Pregúntelo.
—Son las cuatro de la madrugada, Katharine... Las tres en Arizona.
—Son rancheros. Ya se habrán levantado. O casi.
Athenaide sacó su móvil. Tras tomar un buen sorbo de vino, marcó el
número. Alguien contestó.
—Sí... no. —A Athenaide se le iluminaron los ojos—. Un momento... —
Cubriendo el aparato, dijo—: Un libro. La Biblia de la familia.
La luz empezó a chisporrotear y a hervir por mis venas.
—¿Qué versión?
—No lo sabe. Una versión antigua.
—Pídale que lo mire.
En su rancho de Arizona la señora Jiménez fue a mirar. Apoyada contra
la mesa y sin apenas poder respirar, contemplé por encima de la chimenea los
ojos ciegos de la Ophelia de Millais.
—La portada —dijo Athenaide— dice lo siguiente: «Publicada en 1611
y comúnmente conocida como la versión del rey Jacobo».
Me agarré al canto de la mesa para no caerme.
—La magna obra jacobina —dijo Matthew con los ojos brillantes a
causa de la repentina comprensión.
Lo era; lo tenía que ser. Literalmente, puesto que «jacobina» deriva de
Jacobo, la otra variante de Jaime y de Santiago. La Biblia del rey Jacobo,
decía un antiguo adagio, era la única obra de arte escrita por un colectivo
integrado por varios autores. Una de las primeras cosas que había hecho el
rey Jacobo al ascender al trono había sido ordenar a sus obispos que hicieran
algo por lo que él consideraba el deplorable estado de la Biblia inglesa. A su
juicio, había demasiadas versiones y ninguna de ellas había tenido en cuenta
los más recientes conocimientos de las versiones hebrea y griega. Orgulloso
de su condición de intelectual y poeta, el rey quería una Biblia fiel al original
que, al mismo tiempo, sonara bien al oído y resultara apropiada para su
lectura en voz alta desde el púlpito. Una Biblia que pudieran entender todos
los estamentos de sus súbditos.
Los obispos habían hecho su trabajo mejor de lo que nadie hubiera
podido soñar. A lo largo de tres siglos, la Biblia del rey Jacobo había
presidido todas las ceremonias de las iglesias de habla inglesa. Y era en
buena parte por este motivo por lo que Shakespeare no había sonado extraño
ni en Gran Bretaña ni en sus colonias hasta bien entrado el siglo XX en que
otras versiones habían adquirido finalmente carta de naturaleza y las visitas a
la iglesia habían empezado a menguar. Hasta entonces, las personas que iban
a la iglesia habían estado oyendo todos los domingos el inglés jacobino en las
ritualizadas lecturas cuyo vocabulario y cadencias se habían abierto camino y
habían arraigado profundamente en los hábitos del lenguaje y el pensamiento
de la gente. Frases como «Aunque camine por cañadas oscuras», «Honra a tu
padre y a tu madre», «No matarás», «Bendita tú entre las mujeres», «No
temáis, os traigo una buena nueva, una gran alegría» no sonaban extrañas ni
difíciles, aunque no fueran precisamente como el lenguaje de todos los días.
A millones de anglohablantes, Shakespeare les había sonado como la mejor
expresión de su lengua de los domingos.
—¿Cuánto se tarda en llegar al rancho de los Jiménez? —pregunté.
—Dos horas —contestó Athenaide—. Y ganamos una si vamos por
Arizona.
—Pues dígale que estaremos allí a las cinco.
—No está a la venta —me advirtió Athenaide.
—No hace falta que la compremos. Simplemente tenemos que verla.
Cortó la comunicación. Luego tomó su copa y la levantó en un brindis.
Vero nihil verius.
Entrechocamos las copas y bebimos. Recogí una pila de libros de la
mesa y los devolví al cajón cerrado. Matthew hizo lo mismo.
A mi espalda, oí un acceso de tos y un gorgoteo. Me volví. El rostro de
Athenaide estaba congestionado. Abrió la boca dos veces, pero no emitió
ningún sonido. La copa se le cayó de la mano y se rompió mientras ella se
desplomaba.
Nos plantamos a su lado en un santiamén. Tenía el pulso muy débil,
pero aún se percibía. No pude determinar si respiraba o no.
—Llama una ambulancia —le ordené a Matthew mientras me
arrodillaba.
—He hecho un curso de técnicas de reanimación —repuso él.
Pero de eso ya me estaba encargando yo.
—¡Corre! —le grité—. Y localiza a Graciela.
Tras una breve vacilación, Matthew tomó el móvil de Athenaide. Justo
en aquel momento, se apagaron las luces.
—¿Es usted...? —preguntó Matthew.
—Graciela.
Matthew salió de la estancia.
Empecé a efectuar a ciegas la maniobra de reanimación ejerciendo
presión sobre el pecho de Athenaide y le practiqué la respiración boca a boca.
Mis ojos se empezaron a adaptar a la oscuridad. Apreté y respiré una vez
más. «Respira, maldita sea.»
Me detuve para auscultar los latidos del corazón, tratando al mismo
tiempo de tomarle el pulso. No había pulso. Ni respiración. «No, no, no hay
vida», había dicho sir Henry, mirando a la señora Quigley.
Pero aquello era distinto. Athenaide yacía en el suelo como si estuviera
tenazmente dormida, con los fragmentos de cristal blancos y azules a su
alrededor y un charco de Pinot en el suelo. Un leve resplandor brillaba en la
copa rota.
¿Dónde estaba Matthew? ¿Dónde estaba Graciela? Alguien, cualquiera.
Otra voz afloró a la superficie de mi memoria. ¡La bebida!, oí gritar a
una mujer. ¡La bebida! ¡Oh, mi querido Hamlet! ¡Me han envenenado!
Gertrudis, la madre de Hamlet, las palabras jadeaban bajo un cálido sol
estival en el Globo.
Me incorporé, horrorizada. En el interior de Elsinore, la reina yacía
sobre el suelo cubierto de juncos con una copa de vino derramada a sus pies.
No. No podía creerlo. Athenaide no. Ahora no.
Me incliné de nuevo sobre ella. «Respira.»
Mientras permanecía junto a ella, oí un débil chirrido y un clic. La
puerta. Matthew había regresado. Estaba a punto de abrir la boca para decirle
algo cuando un súbito presentimiento me hizo refrenarme. Al irse, éste no
había cerrado la puerta. Por consiguiente, no era la puerta del vestíbulo la que
se había abierto. Y entonces recordé el sonido; la puerta de la chimenea.
Me levanté. Lentamente, rezando para no pisar los trozos de cristal de la
copa rota, me deslicé con cautela hacia la parte lateral de la estancia. En
algún lugar de allí había otra puerta; había visto utilizarla a Graciela. El haz
de luz de una linterna iluminó el centro de la estancia y me pegué contra la
pared. Athenaide yacía tumbada boca arriba con los brazos y las piernas
extendidos en el suelo y el vestido arrugado y manchado de vino. Algo suave
me rozó la mano y me quedé paralizada. Miré a la derecha. Un tapiz. No tenía
ningún otro sitio adonde ir; me deslicé detrás de él. En medio de la oscuridad,
tenía que confiar en que fuera suficiente.
Unas pisadas se acercaron al centro de la estancia.
La luz de la linterna pasó por encima del tejido del tapiz que tenía
delante y desapareció. Por mucho que me esforzara, no podía oír nada. Una
hoja atravesó el tapiz justo a la izquierda de mi hombro. Me aparté, pero el
cuchillo volvió a traspasar el tejido del tapiz y me arañó el brazo. Me eché
hacia atrás y empecé a soltar puntapiés y entonces la barra de cortina que
sujetaba el tapiz por arriba cayó, envolviéndonos tanto a mí como a mi
agresor. Me agarró a través del brocado. Le di una patada pero unas manos
me sujetaron por el cuello, enrollando con más fuerza el tejido a mi
alrededor. Empezó a apretar. Agité violentamente las manos y las piernas,
sintiendo que me hundía en un diluvio de oscuridad; unos cálidos puntos que
semejaban explosiones de lava estallaron y dominaron mi visión. Hice un
esfuerzo por conservar la conciencia. No le permitiría que me convirtiera en
Lavinia. No se lo permitiría. Mi mano rozó un objeto duro en el suelo. El
cuchillo.
Busqué a tientas el mango, lo agarré y descargué un golpe con todas mis
fuerza, sintiendo que la hoja se hundía hasta la empuñadura. Pero mi atacante
seguía sin soltarme. Volví a descargar un golpe. Se oyó un gruñido gutural y
el asesino cayó sobre mí.
Me aparté de él rodando y me libré como pude del tapiz. En el suelo, la
luz de la luna formaba un charco como de hielo. El cuchillo que sostenía en
mi mano estaba pegajoso a causa de la sangre. Más sangre brotaba a través de
la camisa del hombre tendido a mis pies.
Más pisadas a mi espalda. Me giré en redondo, blandiendo el cuchillo.
Era Matthew, todavía con el teléfono en la mano.
—No he podido encontrar... ¡Dios mío!
Retrocedí, sujetando aún el cuchillo.
—Kate, soy yo. No pasa nada.
Me puse a temblar.
Se acercó y me quitó el cuchillo de las manos, estrechándome en sus
brazos.
—¿Qué ha ocurrido?
—Intentó matarme —contesté, señalando el cuerpo del suelo.
Matthew se agachó, retiró el tapiz y entonces vi un mechón de cabello-
gris.
Era sir Henry.
Me eché hacia atrás a trompicones.
Matthew se arrodilló, le tomó el pulso. Levantó los ojos y meneó la
cabeza.
—¿Estabas detrás del tapiz?
Asentí con la cabeza.
—Polonio —dijo él.
El consejero del rey a quien Hamlet apuñala detrás de un tapiz.
Apenas le oí. ¡Había matado a un hombre! ¡Había matado a sir Henry!
—¿Y Athenaide? —preguntó Matthew.
Lo miré aterrorizada.
—Gertrudis —musité.
Se levantó y se acercó presuroso a Athenaide. Pero ella también había
muerto.
—¡Kate! —Un rugido reverberó por las paredes.
Ambos permanecimos inmóviles. Era Ben.
—¿Dónde demonios está ése? —dijo Matthew en un susurro.
Ben volvió a gritar y fue como si toda la casa soltara un rugido. Estaba
en el interior de los túneles ocultos en los muros de la casa, lo que significaba
que podía estar en cualquier sitio. Podía surgir de cualquier pared, de
cualquier puerta. O bien, podía salir de la chimenea de un momento a otro.
—Ten el teléfono —dije.
Tomé el diario de Ophelia que descansaba encima de la mesa y me
encaminé hacia la puerta. Matthew me siguió. Corriendo por el pasillo, nos
abrimos paso hasta la parte trasera de la casa, tensando los músculos al llegar
a cada puerta, a cada sombra que se movía. Llegamos por fin a una cortina
que se movía ligeramente y que, desde Elsinore, daba acceso a lo que parecía
un salón del Oeste. Matthew se adelantó y la descorrió. No se veía ningún
movimiento en el bar.
Crucé la puerta. Fuera había un automóvil con el motor en marcha, pero
no se veía a nadie dentro. Lo rodeé para acercarme al lado del piloto y me
detuve de nuevo. Graciela yacía en el suelo junto a la puerta del piloto. La
habían degollado.
Matthew se me acercó en un santiamén. Sacó el cuerpo de Graciela
fuera del vehículo y se sentó al volante. Subí y lo obligué a desplazarse al
asiento del copiloto. Cambié de marcha y aceleré tan rápido que las ruedas
giraron velozmente sobre la grava mientras nos alejábamos rugiendo a través
de la noche. La verja de la cumbre de la colina estaba abierta. La cruzamos
como una exhalación.
Después oí las sirenas. Apartándome de la carretera, rodeé la colina
pasando por delante de un grupo de mezquites y apagué el motor y las luces.
No era una protección demasiado buena, pero sí la mejor que se nos ofrecía
en aquella campiña abierta. El amanecer ya estaba empezando a aclarar el
cielo; si alguien pasara por allí con la intención de echar un buen vistazo, nos
vería.
—¿Llamaste a la policía? —preguntó Matthew en voz baja.
—El teléfono lo tenías tú.
Frunció el entrecejo.
—A lo mejor, llamó Graciela antes de...
Su voz se perdió.
Momentos después una ambulancia pasó a toda velocidad por nuestro
lado, seguida de la policía y los sheriffs. Nadie se detuvo.
Esperé tres minutos. Después, sin encender las luces, regresé otra vez a
la carretera. A los cinco minutos ya estábamos circulando por la interestatal
en dirección a Arizona.
41

—¿Adónde vamos? —preguntó Matthew.


—A casa de los Jiménez.
—¿Sabes dónde viven?
—Tenemos el teléfono de Athenaide.
Encontró la rellamada y hablé con la señora Jiménez, explicándole
tranquilamente que Athenaide se había retrasado, pero que nosotros nos
adelantaríamos. Nada de lo que le dije era exactamente mentira, pero
tampoco nada era exactamente verdad.
Para la señora Jiménez, fue suficiente.
Nos dio instrucciones.
—¿Me quieres explicar la situación? —preguntó Matthew cuando
colgué.
—No sabré nada más hasta que vea esa Biblia.
—Me refería a sir Henry.
Tenía las palmas de las manos sudadas y me pulsaban las sienes, pero
meneé la cabeza. Había matado a un hombre. Había matado a sir Henry... Él,
o Ben, o ambos habían envenenado de alguna manera a Athenaide y
degollado a Graciela, y sir Henry había tratado de matarme a mí. Habíamos
encontrado la obra magna, o estábamos a punto de hacerlo.
Yo había matado a sir Henry.
Contemplé la carretera. En el sur de Arizona y de Nuevo México, unas
pequeñas cordilleras montañosas se entrecruzaban rodeando unas extensas
cuencas convertidas en valles que antaño habían sido mares someros o
inmensos lagos. Nos dirigimos hacia el oeste rodeando el extremo norte de
las Chiricahuas y después atravesamos el flanco norte de la cordillera de Dos
Cabezas. Cuando aquellas montañas empezaron a aplanarse y hundirse en la
llanura, la autovía se curvó hacia el sur. En el este, una cinta plateada se
encendió junto al borde superior de la cordillera de los Dragoons. Por encima
de ella, la noche se estaba transformando poco a poco en una oscura
magulladura. Cuando la autopista se dirigió al este rumbo a Tucson,
proseguimos nuestro camino hacia el sur, tomando la autopista 8o. Cerca de
Saint David, adelantamos un tractor y seguimos circulando a toda velocidad.
La carretera empezó a ascender mientras nos dirigíamos a Tombstone.
Poco antes de llegar a la ciudad, retrocedimos hacia el nordeste, circulando
ruidosamente por un camino de tierra lleno de baches, y regresamos a la zona
sur de los Dragoons. El cielo oriental se había encendido con un intenso color
rojo sangre. Abajo, las montañas se habían vuelto más negras que la negrura.
Eran enormes y pesadas, tenebrosos vestigios de un mundo más antiguo.
Seguimos dando botes por un camino para camiones, y pasamos por
delante de un establo ennegrecido por los años, varios corrales con vallas de
mezquite entretejido y oxidadas piezas de maquinaria agrícola, viejos
camiones y arreos de montar. Bajo una arboleda de álamos, llegamos a una
alargada casa de adobe de color rosa con un tejado de láminas de cinc.
Adosado a la fachada de la casa, como si a alguien se le hubiera ocurrido la
idea con retraso, había un porche encalado que parecía más apropiado de una
casa de Iowa. Unos perros ladraron y trataron de morder las ruedas del coche,
y unas gallinas cacarearon mientras subíamos por la cuesta. Una rechoncha
mujer morena de suave piel aceitunada salió al porche secándose las manos
en un trapo de cocina. La siguió un delgado y patizambo individuo con
sombrero y pantalones de vaquero que bajó los peldaños del porche con una
humeante taza de café en la mano. Portaba un inmenso revólver en una
cartuchera que le colgaba del cinturón. Se quitó el sombrero, apartó con él a
los perros ordenándoles que se estuvieran quietos y después se presentó a sí
mismo y a su mujer como Memo y Nola Jiménez.
La señora Jiménez nos miró con inquietud.
—La Biblia no está a la venta —dijo con la suave cadencia propia de
alguien más acostumbrado al español que al inglés.
El señor Jiménez asintió con la cabeza.
—Perteneció a la bisabuela de Nola.
Me incliné hacia delante.
—Sólo quiero echarle un vistazo.
El ranchero contempló las oscuras montañas. Su cabello gris estaba
aplanado alrededor de la coronilla de su cabeza a causa de la presión del
sombrero que había llevado toda la vida.
—Hacía más de cien años que nadie se interesaba por el señor Granville.
Pero ahora han venido tres como usted en dos semanas. Creo que tenemos
derecho a preguntarles qué se llevan entre manos.
—El señor Granville encontró algo.
—Una mina de oro —musitó la señora Jiménez—. Mi bisabuela siempre
creyó que había encontrado una.
—No hay ninguna mina de oro —la cortó el señor Jiménez con aspereza
—. Allí arriba no. Oro, sí. Pero no el suficiente como para que mereciera la
pena extraerlo. Dos o tres grandes grupos se creyeron las viejas historias y lo
intentaron. Pero ellos ganaban dinero con metales menos brillantes.
La extracción de oro es un trabajo muy destructor. Exige dinamitar y
abrir túneles. Excavar enormes pozos en la tierra. «Por favor —recé aunque
no supe muy bien a qué poder—, por favor, que no lo hayan destruido.» En
voz alta dije:
—No se trata de una mina de oro, aunque él pudo haber dado a entender
que sí había encontrado una.
Saqué el broche con su cadena y abrí la miniatura. Les conté la historia
del padre William Shelton, enviado a esa zona de la Nueva España en 1626, y
su desaparición mientras se dirigía al sudoeste de Santa Fe con una compañía
de soldados españoles.
El señor Jiménez se frotó la barbilla.
—Santa Fe está muy lejos para ir a caballo. Y mucho más en aquella
época, cuando todo era desconocido para los hombres blancos y el territorio
estaba lleno de indios, que tenían todas las razones del mundo para odiar a los
españoles.
—Jem Granville encontró los restos del grupo de Shelton —dije—. E
hizo un denuncio del lugar.
La señora Jiménez miró a su marido y después se volvió a mirarme a mí.
—Tenemos cuatro de sus denuncios aquí mismo en el rancho. Mi
bisabuela regentaba un bur... —Manoseó el trapo que llevaba en la mano—
una pensión en Tombstone. El señor Granville era uno de sus huéspedes. Un
buscador de minas, pero no como los demás. «Era de Inglaterra», decía mi
madre, como si eso le otorgara algún lustre especial. Ella sonreía y yo me lo
imaginaba con una aureola. Más tarde supe que mi bisabuela era francesa y
que consideraba a los demás europeos almas gemelas civilizadas, atrapadas
entre los rudos norteamericanos. —Alisó el trapo—. Siempre dijo que su
inglés había encontrado una mina. Un día él se fue a las colinas, estas colinas
de aquí, y jamás regresó. De eso hace mucho tiempo. Durante las guerras
apaches. Por aquel entonces no era insólito que la gente no regresara. Tras su
desaparición, mi bisabuela heredó sus cosas. Sobre todo, libros y unos
cuantos denuncios de minas. Más tarde, cuando se fueron los indios, se casó
de nuevo y se vino a vivir a este rancho. Así entramos en posesión de esta
Biblia.
—Por favor, sólo quiero verla —bajé la voz—. Creo que el señor
Granville señaló en ella la ubicación en clave del lugar donde encontró al
grupo de Shelton.
—¿Por qué quieren saber eso? —preguntó la señora Jiménez.
—Por algo que Shelton llevaba consigo —contestó Matthew—. Oro
literario.
Los Jiménez lo miraron con semblante inexpresivo.
—Un libro —expliqué—. Una obra perdida de Shakespeare.
Por un instante, nadie dijo nada. Después habló Matthew:
—Si nosotros estuviéramos en lo cierto, si el libro estuviera en sus
tierras, podrían ganar una fortuna. Muchos millones sin duda.
—¿Por un libro? —preguntó el señor Jiménez en tono despectivo.
—Un manuscrito... —empecé diciendo, pero enseguida me detuve—. Sí,
por un libro. Pero su valor también lo convierte en un objeto peligroso.
Alguien está dispuesto a matar por él. Anoche asesinó a Athenaide.
La señora Jiménez se santiguó. La mano de su marido se acercó a su
cinturón y fui incómodamente consciente de su revólver.
—Esto no es lo que usted me ha dicho esta mañana —protestó.
—Le pido disculpas.
—¿Sabe quién es el asesino?
—Se llama Ben Pearl. No creo que sepa dónde estamos, pero tampoco
lo juraría.
—Eso no me gusta, Nola —dijo el señor Jiménez—. Que nosotros
sepamos, estos dos han matado a la señora Preston. Y todo por un libro. —
Meneó la cabeza—. Pero es la historia de tu familia. Tu Biblia.
La señora Jiménez giró sobre sus talones y entró en la casa. El sudor me
empezó a bajar por la columna vertebral. ¿Acaso nos estaba dejando a la
merced de los caprichos de su marido? Pero momentos después regresó.
—No creo que ustedes sean unos asesinos —dijo—. Y hay muchas
cosas que podríamos hacer con un millón de dólares. Llevar un rancho como
Dios manda, por de pronto.
Depositó en mis manos una Biblia con la cubierta agrietada y
descolorida.
Lanzando un profundo suspiro, la abrí.
«Al principio, creo Dios el cielo y la tierra. Y la tierra estaba vacía y sin
forma, y las tinieblas cubrían el rostro del abismo.»
Matthew alargó la mano y abrió el libro por la anteportada.
En la parte superior, alguien había escrito un nombre con una pulcra
caligrafía: Jeremy Arthur Granville. Debajo, con letras más grandes e
inseguras, había otro: Marie Dumont Espinosa. Y debajo de él, con otra tinta
y otra caligrafía, figuraba la relación de los nacimientos, bodas y muertes en
distintas caligrafías y tintas correspondientes a todo un siglo.
Matthew frunció el entrecejo.
—Si hubo aquí alguna vez alguna clase de código invisible, escribieron
encima de él.
Meneando la cabeza, pasé rápidamente las páginas del libro.
—Pero es que Ophelia dijo la página de la signatura —protestó
Matthew.
—Estaba citando a Granville. «En mi obra magna jacobina, he indicado
en clave la ubicación ____________________1623, la página de la
signatura.» Todos interpretamos «P.S.» como post scriptum, es decir,
posdata. Pero es que en la lengua inglesa también es la abreviación habitual
del libro de los Salmos.
Hacia la mitad de la Biblia, llegué a los Salmos y me detuve.
—¿Y tú crees que escribió su nombre en una de sus páginas?
—Granville, no.
Pasé unas cuantas páginas más y alisé la página para mantener el libro
abierto.
—Aquí no hay ninguna signatura —dijo Matthew.
Los Jiménez se inclinaron sobre la Biblia para mirar.
Señalé un salmo al final de la página de la izquierda.
—Lee.
Frunciendo el entrecejo, Matthew obedeció.
—Salmo cuarenta y seis —dijo—. «God is our refuge and strength, a
very present help in trouble. Therefore will not we fear, though the earth be
removed, and though the mountains be carried into the midst of the sea»
[18]... No lo entiendo.
A espaldas de Matthew, el cielo estaba pasando de rosa a melón y oro.
—Salmo cuarenta y seis —repetí—. Cuenta, hay cuarenta y seis
palabras empezando desde arriba.
Frunció el entrecejo.
—Tú empieza a contar.
Deslizó los dedos por la página mientras contaba.
—Una, God. Dos, is. Tres, our... —Su voz se perdió mientras contaba
en silencio—. Cuarenta y cuatro, the. Cuarenta y cinco, mountains. Cuarenta
y seis, shake.
Alzó la vista.
—Y ahora cuenta cuarenta y seis palabras empezando por abajo.
—Estás de guasa.
—Cuenta.
—Una, Selah.
—Esta palabra no. Es una especie de notación musical o de exclamación
en hebreo, no forma parte del salmo, en realidad. En cualquier caso, no hay
que contarla.
—De acuerdo.
Volvió a empezar.
...cuarenta y cuatro, sunder. Cuarenta y cinco, in. Cuarenta y seis, spear.
—Volvió a levantar los ojos—. Shakespeare —murmuró—. La página de la
signatura.
Asentí con la cabeza.
—¿Quiere decir que Shakespeare escribió la Biblia? —preguntó la
señora Jiménez en tono de incredulidad.
—No —contestó Matthew—, lo que ella está diciendo es que la tradujo.
O que participó en la traducción.
—Eso parece, ¿no? —tercié en la conversación—. Se dice que la Biblia
del rey Jacobo se terminó en 1610, un año antes de su publicación.
Shakespeare nació en 1564. Lo cual significa que tenía cuarenta y seis años
en aquel momento.
—De ahí el salmo cuarenta y seis —confirmó Matthew—. ¿Cómo lo has
sabido...? Ah, claro, tus investigaciones sobre el Shakespeare oculto.
Esbocé una triste sonrisa.
—Unas investigaciones que Roz me dijo una vez que eran inútiles.
Matthew empezó a protestar, pero el señor Jiménez lo interrumpió.
—Alguien ha garabateado algo en esta página.
En efecto, alguien había destacado algunas letras con tinta negra y las
había puesto en negrilla. Parecían unas señales hechas por un lector distraído.
Pero Jem Granville no hacía señales en sus libros.
—No son garabatos. Es un código. Señora Jiménez, ¿tiene acceso a
internet?
Se levantó y nos indicó por señas que la siguiéramos. Se acercó a un
desordenado escritorio, pinchó en el icono del navegador de internet y se
apartó a un lado para dejarme sentar a mí. Tecleé «Bacon» y «código» en
Google y apareció la entrada de Wikipedia sobre el código de Bacon. Con un
estupendo artículo de presentación.
El código de Bacon no requiere tinta invisible ni mensajes inventados;
se puede introducir en él un mensaje secreto de cualquier texto que uno
quiera. Basta elegir dos tipos de fuentes o estilos de letras: a uno se le llama
«a» y al otro «b». El código utiliza las dos fuentes en distintas pautas de
cinco letras cada una: cinco letras del texto utilizado como base constituyen
una sola letra del texto secreto. De tal manera, por ejemplo, que la secuencia
«aaaaa» significa a. Y la secuencia «aaaab» significa b. Lo que importa es la
forma en que algo se imprime o escribe, no lo que dice el texto. Por
consiguiente, hay que evitar llamar la atención con bobadas como «Tía
Mabel se comerá un pollo rojo el jueves cuando vaya a merendar a la playa
de Oxford», que dispararían las alarmas de cualquiera que estuviera buscando
códigos.
En un trozo de papel, escribí la primera frase del salmo, dividiendo las
letras en grupos de cinco, en lugar de hacerlo en palabras. God is our refuge
and strength:

Godis / ourre / fugea / ndstr / ength

Debajo, convertí las letras no marcadas como a y las letras repasadas


con tinta negra como b. Me salió una tontería. Entonces lo invertí, haciendo
que las letras en negrilla equivalieran a a y que las demás equivalieran a b. A
partir de ahí resultó bastante fácil descodificar el mensaje utilizando el código
que yo había sacado de internet:

God is = baaba = Tour re = abaaa =Ifuge a = ababb =Mnd str = abbab


=O

Matthew y yo ya sabíamos cuál iba a ser la última letra, pero seguimos


adelante de todos modos con el ejercicio de descodificación:

ength = abbaa = N

—Timón de Atenas —dijo Matthew—. En la página de la signatura de


los Salmos. En el código de Bacon de 1623.
«Timón» es una de las obras menos leídas de Shakespeare, llena de
negra bilis y amargura, acerca de un hombre que pasa de regalar alegremente
todo su dinero para hacer felices a los demás a despreciar a toda la
humanidad por su avaricia. Era también el nombre de uno de los denuncios
de Granville.
—Uno de nuestros denuncios —puntualizó serenamente la señora
Jiménez.
Matthew se echó a reír. Hacia el final de la obra, explicó, el desterrado
Timón, que se muere de hambre, cava la tierra en busca de raíces y descubre
oro.
«Todo lo que es oro no siempre reluce», había escrito Jem.
—¿Nos pueden llevar al lugar? —les pregunté a los Jiménez.
El marido miró a su esposa. Ambos se comunicaron sin palabras y
después el hombre se rascó la barbilla y contempló la salida del sol.
—No está lejos a vuelo de pájaro, pero no es fácil hacerlo sin alas.
¿Saben montar?
A mi lado, Matthew asintió con la cabeza. Se había criado con ponis.
—Bastante bien.
—Una vez Memo llevó a la señora Preston allí arriba —dijo la señora
Jiménez—. ¿Se lo dijo ella?
Meneé la cabeza.
—Era más terca que una mula —dijo el ranchero—. Más terca de lo que
uno se hubiera podido imaginar a juzgar por su aspecto. Insistía en ver todos
los denuncios de Granville. En busca de un pozo de mina, decía, aunque
nunca dijo por qué. —Se encogió de hombros—. Tal como ya he dicho, no
hay ningún pozo de mina. No parecía que en ninguno de aquellos denuncios
se hubiera trabajado jamás. ¿Siguen empeñados en ir?
Asentí con la cabeza.
El señor Jiménez se volvió a encasquetar el sombrero en la cabeza.
—Vámonos, pues —dijo.
42

En el corral ayudamos al señor Jiménez a ensillar tres mulas, mejores


que los caballos en terreno montañoso. Además, soportan mejor la sed. Tras
subir las mulas a un remolque, nos pusimos en marcha hacia las montañas.
Hicimos descender a las mulas del remolque en un suave prado y les
ajustamos las cinchas justo cuando el cielo ya empezaba a clarear. Mientras
avanzábamos a la sombra de las montañas, nos envolvió el grisáceo frío que
precede al amanecer. Íbamos dejando atrás la plateada hierba y los oscuros
mezquitales y serpeamos entre matorrales de delgados y sedientos cactus.
Unos muros de piedra de pálido color rosa se elevaban a ambos lados y
enseguida empezamos a subir por un angosto cañón cuyo reseco y arenoso
lecho estaba salpicado de piedras de gran tamaño. A cosa de un kilómetro y
medio más adelante, los muros ya no eran más que unos escarpados
despeñaderos interrumpidos aquí y allá por unos salientes cubiertos de
maleza.
Al final, el señor Jiménez se detuvo en una ancha y herbosa cuenca cuyo
borde superior se estrechaba por el lado oeste a causa de la presencia de una
serie de gigantescas rocas.
—Éste es el denuncio Timón —dijo desmontando.
Tal como él había dicho, allí no se veía ninguna señal de trabajos de
minería. En las laderas, unas extrañas plantas con unas delgadísimas y
espinosas ramas, llamadas del doctor Seussian por su parecido con los
dibujos del humorista doctor Seussian, crecían en forma de conos invertidos
con la punta clavada en la tierra. A su alrededor, el terreno estaba salpicado
de pequeñas pitas de color verde oscuro tan afiladas como lanzas. Ocotillos y
magueys.
—No hay nadie en casa —dijo el ranchero—. Aquí arriba no hay más
que águilas y pumas desde que expulsaron a los apaches.
Un agudo yup-yup-yup resonó en las paredes montañosas por encima de
nosotros. Más arriba un ave inmensa se estaba elevando en espiral sobre unas
corrientes invisibles. Un águila dorada. El cielo era de un brillante color azul,
pero a nuestro alrededor el cañón aún descansaba en el pálido sueño del
amanecer. Mientras contemplábamos el espectáculo, la mañana se derramó
como oro líquido desde el borde del peñasco.
Más adelante, oí como un revuelo y vi una bandada de pájaros bajando
al cañón hacia nosotros en un extraño y sincopado vuelo, Después oí un
estridente chillido. Justo por delante de nosotros se desviaron a la izquierda,
se volvieron a elevar, se arremolinaron y finalmente bajaron en espiral y se
posaron en el suelo.
Me di cuenta de que no eran pájaros. Eran murciélagos, que penetraron
en una oquedad del terreno. Desaparecieron como si se los hubiera tragado la
tierra.
—Aquí hay cuevas —le comenté al señor Jiménez.
—Exacto. No son pozos de mina —dijo serenamente él—, son cuevas.
A veces, cuando cabalgas por allí, los cascos de los caballos resuenan en la
tierra.
—¿Athenaide lo sabía?
El ranchero se encogió de hombros.
—Ella preguntaba por pozos de minas.
Me acerqué al lugar donde habían desaparecido los murciélagos. Había
una depresión en el terreno bordeada de jóvenes mezquites y otra clase de
maleza de tamaño más pequeño. Empujé las plantas hacia atrás y vi un
agujero de tamaño no más grande que el de mi cabeza. Respiraba y exhalaba
un húmedo olor a musgo con un leve toque picante.
Inclinándose sobre mis hombros, Matthew arrugó la nariz. A su lado, el
señor Jiménez se echó el sombrero hacia atrás y se rascó la cabeza.
—Vaya... Tal como ya he dicho, sabía que aquí había unas cuevas, pero
jamás había visto una entrada.
Ni yo tampoco. Pero había leído lo bastante como para saber lo que
estaba viendo.
—Pues ahora ya la ha visto.
—Para alguien que no sea un poco más grande que un ratón con alas —
observó Matthew—, no es que sea propiamente una entrada.
—Todavía no.
Asintiendo con la cabeza, el señor Jiménez regresó junto a las mulas y
desató de la silla una pala y un par de palancas. Al primer golpe de la azada
en la tierra, oímos una especie de furioso silbido, y nuestro acompañante me
empujó hacia atrás mientras una serpiente de cascabel mordió la tierra donde
antes había pisado yo. Momentos después, la culebra salió del agujero y huyó
reptando entre la maleza.
Contemplé la escena con fascinada aversión. «Cleopatra», pensé. La
víspera sir Henry había tratado de convertirme en Polonio; pero yo lo había
matado a él.
¿Hasta qué extremo hubiera sido apropiado que, en penitencia, yo
hubiera muerto accidentalmente tal como lo había hecho una reina
shakespeariana?
—¿Puede haber más serpientes en el sitio de donde ha salido? —
preguntó Matthew con inquietud.
El señor Jiménez soltó un escupitajo.
—Lo dudo. No es una buena época del año para que permanezcan
ocultas en sus guaridas. Además, la hemos molestado y por eso ha salido. Si
hubiera habido otras, habrían hecho lo mismo.
«Hubiera tenido que preverlo», pensé. Si mi intención era entrar en
aquella cueva, para salir con vida de ella tendría que ser mucho más
cautelosa.
El terreno que rodeaba el agujero estaba bastante suelto. Aun así, el
trabajo de retirar la roca y la tierra fue muy duro. Fueron necesarias dos horas
para ensanchar la abertura lo suficiente para que Matthew pudiera arrastrarse
al interior. Más allá se abría una grieta o un conducto de sólida roca. Matthew
se abrió paso encorvando la espalda y después volvió a salir culebreando.
—Dentro se ensancha un poco. No mucho. Pero es suficiente para poder
entrar. Pero necesitaremos linternas.
Me incliné para mirar. La luz no llegaba muy lejos; más allá, la
oscuridad era absoluta. Pero no el silencio. Se oían los chillidos de los
murciélagos.
—¿Alguno de ustedes ha explorado cuevas? —preguntó el señor
Jiménez.
—Yo —contesté.
Me lanzó una mirada de reprobación.
—¿Seguro que lo quiere hacer?
«La tierra carecía de forma y estaba vacía y las tinieblas cubrían la faz
del abismo.» Los primeros veranos que había pasado en casa de tía Helen,
había entrado en algunas cuevas siguiendo el ejemplo de unos chicos de un
rancho de la zona. No porque en realidad me apeteciera, sino porque ellos me
habían desafiado a hacerlo. Lo había hecho el tiempo suficiente para
demostrarles que mi temple era igual al suyo, pero después lo había dejado.
Había aprendido lo más elemental acerca de las cuevas, pero aun así nunca
había sido la primera en entrar, y aquellas cuevas, aunque técnicamente
todavía no hubieran sido exploradas, habían sido a lo largo de los últimos
cincuenta años el patio de recreo de los temerarios adolescentes de tres
condados. No tenía por qué encabezar la marcha al interior de una cueva
inexplorada.
Por otra parte, no me podía permitir el lujo de esperar. Ben no se lo
permitiría con toda seguridad.
Lentamente, asentí con la cabeza.
—Si entra ella, yo la acompaño —dijo Matthew.
—No tienes por qué hacerlo.
—Estás loca si piensas que vas a entrar tú sola.
Quizás hubiera tenido que protestar un poco más. Pero la primera regla
de la exploración de cuevas es nunca ir solo.
El señor Jiménez regresó junto a su mula y esta vez sacó dos viejos
cascos maltrechos y llenos de arañazos, de esos que llevan luz incorporada.
—Eran de nuestros chicos —explicó—. Nola pensó que nos podrían ser
útiles. Son muy viejos, pero las baterías son nuevas.
—Sólo hay dos —dije.
El ranchero empezó a atar la pala a la silla.
—No voy a ir con ustedes. Para mí no tiene nada de divertido eso de
meterse en las profundidades de la tierra. Pero les dejo una radio. Cuando
salgan, me llaman y vendré a recogerles.
Me enseñó cómo utilizar la radio emisora y receptora y nosotros
encontramos un buen lugar donde dejarla, encajada entre unas rocas. Después
montó y se fue, llevándose las tres mulas. Fui consciente de la sensación del
sol y el viento en todos los centímetros de mi piel y de mi ropa; tardaría un
buen rato en volver a experimentarla.
Estudié el horizonte y no vi más que el viento agitando la pálida hierba
y, muy por encima de nuestras cabezas, el águila volando en espiral.
—Anda cerca, ¿sabes? —dije en voz baja—. Ben. Va a venir.
«Roz se cambió el nombre —me había murmurado en la biblioteca—.
Quizá le tendríamos que cambiar también el suyo.» Por el de Lavinia. A
pesar del sol, me estremecí.
Matthew me rodeó los hombros con un brazo en un gesto protector y
luego me abrazó.
—Primero tendrá que pasar por encima de mi cadáver antes de tocarte
un pelo.
La entrada de la cueva parecía un siniestro agujero desgarrado en el
tejido de la mañana.
El enamorado de Lavinia había sido asesinado delante de sus ojos y
abandonado en un agujero como aquél, en un páramo desierto. «Un oscuro
hoyo sediento de sangre», lo había llamado Shakespeare. Y después ella...
Aparté de mi mente semejante pensamiento y miré a Matthew con una débil
sonrisa en los labios.
—Gracias.
—Por Shakespeare —dijo inclinándose para darme un beso.
«Por la verdad —pensé—, sea lo que sea.»
Nos colocamos los cascos y encendimos las luces. Me guardé
cuidadosamente el broche con su cadena dentro de la camisa. Y después nos
arrastramos hacia la oscuridad.
43

«Las tinieblas cubrían la faz del abismo.»


El túnel era guijarroso y bajaba en una acusada pendiente hacia las
entrañas de la tierra. Las paredes se estrechaban a nuestro alrededor de tal
manera que teníamos que arrastrarnos sobre el estómago y en algunos lugares
el pasadizo era tan estrecho que tenía que contener la respiración para poder
pasar por entre la roca. El aire olía a moho y humedad. Arriba, se oían los
chillidos de los murciélagos. La luz de mi casco sólo iluminaba una distancia
inferior a dos metros; más allá, la oscuridad era un ente palpable y malévolo,
cargado con todo el peso de la antigua cólera dormida de las montañas.
Avanzamos a rastras durante una o tal vez dos horas, pero probablemente tan
sólo recorrimos menos de un kilómetro. Allí el tiempo era irrelevante.
De repente, mis manos resbalaron por una especie de húmedo estiércol
mientras un acre olor a amoníaco me traspasaba los pulmones. Ya no había
más túnel. Miré hacia arriba.
Y volví a bajar rápidamente la mirada. El techo estaba cubierto de
murciélagos apiñados como las abejas de una colmena, mirando hacia abajo
con sus brillantes ojos. Cuando vieron las luces de las linternas, se
convirtieron en una nube que empezó a dar vueltas y a chillar por encima de
nuestras cabezas. Me arrodillé sobre el estiércol, cerré los ojos y me cubrí las
orejas hasta que, poco a poco, se fueron calmando y se volvieron a posar en
el techo.
Entonces me di cuenta de que el estiércol se movía.
No era estiércol. Era más bien una especie de guano. Estaba vivo y lleno
de grillos, ciempiés y arañas, translúcidas y ciegas.
Recorrimos la cueva a gatas, procurando no prestar atención al correteo
de los insectos y al zumbido del aire agitado por los murciélagos. No era un
espacio muy grande, tendría unos diez metros de longitud; pronto llegamos a
otro túnel que se hundía más profundamente en las entrañas de la cueva.
Tuvimos que trepar por unas rocas para alcanzar la abertura. Me agaché y me
senté apoyada contra la pared de piedra, respirando afanosamente.
—¿Quieres descansar? —me preguntó Matthew.
En la oscuridad, vi al doctor Sanderson, a la señora Quigley y a
Athenaide. «Síguelo hasta donde te lleve», murmuró la voz de Roz. Pero yo
no podía evocar su rostro. Meneé la cabeza y me volví a levantar.
—Vamos.
El pasadizo era lo suficientemente alto como para permitirnos avanzar
agachados, con una mano apoyada en el techo y la cabeza inclinada para
iluminar el suelo con las linternas del casco. Aquí el guano era más escaso y
no tardó en desaparecer del todo. Tampoco había murciélagos en esta zona de
la cueva.
El pasadizo giró hacia un lado. Palpé el espacio vacío con la mano y me
detuve. Antes de que pudiera evitarlo, Matthew avanzó por mi lado y, de
repente, se tambaleó y resbaló por un saliente rocoso. Alargando la mano, lo
agarré por el brazo y ambos caímos hacia atrás en el pasadizo. Por un
instante, permanecimos tumbados en el suelo, tratando de recuperar la
respiración.
Matthew se incorporó primero.
—No lo vuelvas a hacer —le reñí entre dientes—. Si yo me detengo, tú
te detienes.
—De acuerdo.
—Hablo en serio. Si no respetas la cueva, ella te mata rápidamente. O, si
tienes muy mala suerte, te mata despacio.
—De acuerdo. Lo siento. Pero ¿has visto eso?
Me incorporé y miré.
Delante de nosotros no había una grieta abriéndose a un abismo
insondable sino, menos de un metro más abajo, una suave superficie de barro
que se extendía como si fuera de mármol pulido. Al parecer, nos
encontrábamos al final de una inmensa sala. No tenía ni idea de cuál podía
ser su tamaño... Allí la oscuridad era vacío, no presión. «La tierra carecía de
forma y estaba vacía.»
Pero no era cierto. El trecho de pared que alcanzaba a ver estaba
cubierto de algo que parecía unas onduladas cortinas de vidrio fundido y que,
bajo la luz de la linterna de mi casco, brillaba con reflejos rojos, anaranjados
y rosas, amarillos y caléndulas: todos los matices del sol que aquella cámara
jamás había visto.
—¡Hola! —gritó Matthew, y el sonido reverberó en mil hendiduras,
intensificándose y arremolinándose por todo el espacio abierto de la cueva.
Como respuesta, lo único que pudimos oír fue un chapoteo de agua,
también magnificado y repetido, un áspero y apagado ruido, semejante a un
martillazo, la acción mediante la cual aquel lugar se había estado
construyendo desde mucho antes de que los seres humanos saltaran de los
árboles y se desplegaran por toda la sabana africana.
Matthew señaló con el dedo. Un poco más adelante, un rastro de pisadas
penetraba en la sala por la izquierda. Alguien había caminado antes por allí.
Con mucho cuidado, me deslicé por el saliente. Me hundí en el barro
hasta los tobillos. Todo estaba consoladoramente silencioso. Avancé unos
pasos sin apartarme de la pared y me di cuenta de que habíamos entrado en el
espacio por la parte posterior de lo que parecía un pequeño vano, una
minúscula capilla excavada en la parte lateral de la nave de una catedral.
Delante y detrás, unas columnas de húmeda y brillante piedra se elevaban en
la oscuridad más allá de lo que alcanzaba la luz de mi linterna.
Cruzando nuestro camino, había otro rastro de pisadas. Nos interesaba el
intruso, no el templo, y por consiguiente avancé hacia donde estaban las
pisadas. Cualquiera que fuera la altura que hubiera tenido el techo
anteriormente, ahora era inconmensurable. Me agaché para examinar las
huellas.
Botas. Dos pares... Me incliné un poco más. Dos personas habían
entrado en la cueva, pero sólo una había salido. No... el mismo par de botas
había entrado dos veces, siguiendo el mismo camino. La misma persona
había entrado dos veces. Pero sólo había salido una vez. Por un instante
ambos permanecimos en silencio delante del rastro. Después volví a recorrer
la cueva con la mirada.
Procuramos no apartarnos del primer rastro. Éste seguía en buena parte
la pared principal, rodeando las columnas de piedra. Pero detrás de una de
ellas tan grande como una vieja secuoya una sola línea de huellas se desviaba
en la oscuridad. Miré una vez a Matthew y seguí adelante.
No tuvimos que ir muy lejos.
Fui yo quien vio primero la calavera. Estaba apoyada contra la parte
posterior de la columna. Había jirones de ropa enganchados al esqueleto. Un
revólver Colt descansaba a su lado. Pero fue la hebilla del cinturón la que nos
permitió identificarlo. «J. G.»
Jem Granville.
Era imposible determinar la causa de la muerte. No vimos ningún
orificio de bala en el cráneo, ni ninguna flecha clavada en el esqueleto.
Tampoco ningún libro. Una rápida revisión de sus bolsillos no nos permitió
encontrar papel alguno.
—Maldita sea —rezongó Matthew—. ¿Y ahora qué?
Otro goteo resonó en la cueva.
—Adelante —dije en tono sombrío.
Seguimos el rastro de sus huellas —ahora uno de entrada y otro de
salida— hasta el otro lado de la sala. En su extremo más alejado, llegamos a
una pendiente de cantos rodados que se elevaba hacia el techo. Unas
embarradas huellas de botas conducían hacia arriba. Pisé la pendiente
cubierta de guijarros y trepé. Bajo nuestros pies, una roca de gran tamaño se
desprendió y ambos nos tumbamos boca abajo mientras una pequeña
avalancha de gravilla y fragmentos de roca se deslizaba sobre el barro.
Permanecimos inmóviles hasta que cesó el ruido a nuestro alrededor. Había
sido una estupidez. Una estupidez descomunal. Sobre todo después del
pequeño sermón que yo le había echado a Matthew. Un movimiento de una
roca bastaba para que te torcieras un tobillo o te dislocaras una rodilla, y uno
de nosotros o los dos nos quedáramos sepultados.
Después del percance, reanudamos la subida muy despacio y casi a
gatas, tanteando todas las rocas. Al final, quizás unos dieciocho metros más
arriba, llegamos al techo de la cueva. Lo que nos había parecido una sombra
resultó ser una abertura. Dos superficies planas de piedra se habían partido en
determinado momento, formando un pasadizo en forma de uve con el suelo
cubierto de grava.
Unas pisadas sucias de barro nos precedían en la oscuridad. Las
seguimos serpeando y doblando esquinas mientras las pisadas se volvían cada
vez más pálidas y polvorientas. Nos encontrábamos a medio camino entre el
suelo y el techo de una sala más pequeña, la «sacristía» de la «catedral» que
teníamos a nuestra espalda. A nuestros pies, un desnivel rocoso se prolongaba
hacia abajo. A la izquierda, las rocas se derramaban sobre un ancho saliente
de un metro y medio o dos de altura que se extendía por todo un lado de la
sala. Bordeada de columnas, sus paredes estaban recubiertas de la misma
ondulante piedra que cubría las paredes de la sala principal, pero aquí la
piedra estaba seca y muerta, tan reseca como unas momias o unas alas de
mariposas sin vida. A la derecha, el desnivel de la roca se extendía hasta el
extremo inferior del suelo de la cueva. Un círculo de rocas manchadas de
hollín rodeaba los restos de una antigua hoguera de campamento. A un lado
estaban los esqueletos de dos caballos, cuyos cráneos parecían mirarnos de
soslayo. ¿Cómo habrían llegado hasta allí? Más allá, la sala terminaba en un
montículo de enormes piedras. No parecía que hubiera ninguna otra
alternativa; la sala era un callejón sin salida.
Bajé hacia la izquierda en dirección al saliente. Matthew me siguió. La
luz de las linternas de nuestros cascos se proyectaba contra unas alargadas y
móviles sombras, más allá de las columnas. Detrás de éstas y cerca de la parte
posterior del saliente, había varios montículos de piedras. Mientras nos
acercábamos a ellos, conté cinco. Una mano más cuidadosa que la naturaleza
les había conferido una forma alargada. Y cada uno estaba rematado por las
afiladas curvas de un yelmo. El yelmo de los conquistadores españoles.
—Son tumbas —murmuré, y las paredes se apoderaron de mis palabras
y las hicieron retumbar a nuestro alrededor.
Al pie de cada montículo descansaba una serie de pertrechos: una
espada, una cota de malla, una bolsa de cuero podrida. Matthew cayó de
rodillas delante del primer montículo y empezó a examinar cuidadosamente
el hallazgo. Yo seguí adelante, contemplando cada una de las tumbas y
preguntándome por los soldados que yacían enterrados.
Hallé una sexta tumba oculta detrás de la columna del fondo.
El último hombre, pues no había tenido a nadie que lo cubriera con
piedras. Tampoco tenía un yelmo que señalara su sepultura. Pero se había
tumbado boca arriba con las manos cruzadas sobre el pecho. Vestía un hábito
gris con una cogulla echada sobre la cabeza, de tal manera que apenas
permitía ver el cráneo que había debajo. Hubiera podido parecer la Muerte,
sólo que sus huesudos dedos sujetaban un crucifijo de gran tamaño en lugar
de una guadaña.
¿Sería el joven dorado al que habían cantado los sonetos?
Bajo sus pies descansaban unas alforjas.
Me arrodillé y abrí una de las alforjas con trémulos dedos. Dentro había
un libro. Lentamente lo saqué y lo abrí.

EL INGENIOSO
HIDALGO DON QVIXOTE
DE LA MANCHA
Compuesto por Miguel de Cervantes
Saavedra

Escondido en la parte de atrás había un fajo de papeles. Los desdoblé.


Estaban escritos con una apretada caligrafía de difícil lectura. Escritura
cursiva inglesa. En la parte superior de la primera página figuraba una
palabra:

Después del título, la obra estaba escrita en inglés: «Entran el escudero


Sancho y Don Quijote».
Con el corazón galopando en mi pecho y la garganta seca, me abrí
camino a trompicones hasta una piedra donde sentarme. La obra perdida. No
había duda.
La obra empezaba, igual que en Cervantes, con el hallazgo por parte del
viejo caballero y de su escudero de una maltrecha maleta en una desolada
montaña. En la maleta había un pañuelo lleno de escudos de oro y un librillo
ricamente encuadernado.
«Tú quédate con el oro, amigo Sancho —decía don Quijote—. Yo me
quedaré con el librillo.»
Era justo lo que Jem Granville había dicho que era: un manuscrito
jacobino de Cardenio... la obra perdida de Shakespeare.
—Matthew —llamé suavemente—. Mira esto.
No contestó.
Volví la cabeza. No estaba junto a la tumba donde lo había dejado. Me
di cuenta de que la de mi linterna era la única luz de la cueva. Me levanté y
retrocedí unos pasos.
—¿Matthew?
Escondido en la parte de atrás había un fajo de papeles. Los desdoblé.
Estaban escritos con una apretada caligrafía de difícil lectura. Escritura
cursiva inglesa. En la parte superior de la primera página figuraba una
palabra:
Pero la cueva estaba desierta. Sentí el cosquilleo de unos ojos que me
vigilaban. A mi alrededor, resonando como un eco en las paredes, las
columnas y las piedras caídas, oí el silbido de una espada al ser desenvainada.
44

Eché a correr. Al final del saliente, traté de trepar a gatas por la cuesta
de rocas hacia la salida, pero sentí que me agarraban una pierna y me
arrastraban de nuevo hacia abajo. Se me cayó el casco y éste se alejó rodando
hasta detenerse, con la luz inútilmente apuntando hacia la pared. Me revolví
dando media vuelta y la alforja alcanzó a mi agresor con un sordo ruido. Oí
una brusca aspiración de aire y una maldición y conseguí soltarme. Mi
perseguidor se abalanzó sobre mí a mi espalda y tropecé y caí sobre una
rodilla. Dando puntapiés a mi espalda con la otra pierna, golpeé algo. Pero él
se abalanzó de nuevo sobre mí y esta vez me agarró por la cintura y me arrojó
al suelo con tal fuerza que la alforja se me escapó de la mano y se perdió en
la oscuridad. Antes de que pudiera moverme, mi atacante se me echó encima
y sus manos me rodearon la garganta.
Era Matthew.
—Entra Lavinia —dijo— con la lengua cortada, las manos cortadas y
violada.
Sin poder creérmelo, intenté arañarle el rostro, pero él me agarró por la
muñeca y me obligó a apartar la mano. En medio de la oscuridad, vislumbré
un brillo metálico y sentí una navaja contra la mejilla, rozándome la piel con
la punta, justo por debajo del ojo derecho.
Me quedé callada.
—Eso ya está mejor. —Soltándome la muñeca, bajó la mano y me
agarró los vaqueros—. Primero la violación, creo. —Me deslizó la mano por
el muslo—. No es el escenario que tenía previsto, pero no importa.
Se oyó un ruido apagado y la navaja cayó ruidosamente al suelo
mientras alguien levantaba a Matthew y lo arrojaba a un lado.
Éste pegó un brinco contra su agresor y fue derribado al suelo. Me
aparté rodando y me levanté, respirando afanosamente.
Un poco más allá, vi mi casco tristemente abandonado en el suelo, con
la linterna arrojando una fantasmagórica luz. Matthew yacía tumbado con los
brazos y las piernas separados, al pie de una de las tumbas. Llevaba el casco
todavía puesto, pero su luz se había apagado. Ben permanecía de pie por
encima de él, apuntándole al pecho con su arma.
—¿Qué está haciendo? —le pregunté con la respiración entrecortada.
—Le echo una mano —repuso él, sin apartar los ojos de Matthew.
—Pero ¿cómo...?
Me interrumpió.
—Siguiéndole la pista. ¿Está bien?
Me acerqué la mano a la mejilla. Estaba sangrando, pero el corte no
parecía grave.
—Sí. Pensé que usted era el... el asesino.
—Me lo imaginé —dijo Ben.
—Pero no lo es.
—No, no lo soy.
—Menuda pareja monosilábica estáis hechos —terció Matthew.
Le miré con rabia, y una sensación de repugnancia me invadió todo el
cuerpo. Toda la dulzura que últimamente había estado derramando sobre mí
había sido una mentira, toda la dulzura y también la promesa de protegerme.
—Durante todo este tiempo... has sido tú, tú y Athenaide.
—Vero nihil verius —contestó con una sonrisita de desprecio—. Nada es
más verdadero que la verdad.
Fruncí el entrecejo.
—Pero sir Henry...
Soltó una carcajada.
—Qué inesperado, ¿verdad? Probablemente él pensó que tú habías
matado al viejo murciélago. A lo mejor, pensó que tú eras yo. ¿Quién sabe?
Pero te debo ese trabajo. Un problema menos por el que preocuparme. Lo
demás fue casi todo obra mía. En la escalera del Támesis, en tu apartamento...
—¿Fuiste tú? ¿El hombre en las sombras eras tú? En la biblioteca, en el
Capitolio...
—Bravo, cariño. Finalmente lo estás empezando a comprender. Aunque
no sin una significativa ayuda.
—Te ha superado por lo menos un par de veces ella sólita —dijo Ben—,
Por consiguiente, yo que tú no presumiría demasiado a no ser que quieras
hacer el ridículo.
Matthew lo miró con expresión malhumorada.
—Tú también eres Wesley North, ¿verdad? —le pregunté.
Se rió.
—No te precipites, Katie. Lo de César en el Capitolio fue obra mía, por
supuesto. Pero yo no soy tu valioso profesor North. Éste era Roz.
¡Roz!
—North, Wes T. —dijo—. Como North by Northwest [19].
La cabeza me daba vueltas.
—¿Roz era oxfordiana?
—Qué va. Ella lo que quería era el dinero. Y Athenaide se lo estaba
ofreciendo a espuertas.
«No», pensé. Tal vez Matthew tuviera razón en parte, pero a Roz le
hubiera gustado mucho más el doble desafío de la disputa y la simulación.
—Me hubiera conformado con desenmascarar su impostura —dijo
Matthew—, pero después descubrí que había encontrado efectivamente algo.
Le ofrecí más de una oportunidad de compartirlo conmigo, pero no quiso. Me
había pasado años interpretando el papel de fiel seguidor, había sido el
hombro en el que ella se apoyó cuando tú te fuiste, pero aun así, cuando
necesitó un colega, me rechazó y se fue corriendo a buscarte.
—Tras haberme echado.
En sus ojos se encendió un destello de malicia.
—¿Poniendo en duda tu erudición? Eso también fue obra mía. Roz
jamás pensó que no fueras brillante. «Kate no es una auténtica erudita.» Esta
pequeña crítica me la inventé yo. Y después hice correr la voz de que había
sido ella quien lo había dicho. Muy fácil en el ambiente académico, en el que
tanto abundan los rumores.
Di un paso adelante con los puños apretados.
—¿Por qué?
—Estaba harto de que siempre me mantuviera uno o dos peldaños por
debajo de ella. Y lo que menos quería era que me propinara un puntapié y me
obligara a bajar un poco más para dejarte sitio a ti. Roz ya llevaba mucho
tiempo siendo la máxima autoridad en Shakespeare. Ya era hora de que se
fuera y, de esta manera, yo habría sido su sucesor. Yo ya me había ganado mi
puesto en Harvard. Pero ella estaba maniobrando para apartarme a un lado y
coronarte a ti.
—Tú estás hablando de la fama, Matthew. Pero eso es tan poco
transferible como la integridad o el honor. Roz no podía traspasar su fama ni
a ti, ni a mí, ni a nadie.
—Puede que no. Pero yo había abierto un espacio en el centro del
escenario, ¿verdad? Y nadie está en mejores condiciones que yo para
ocuparlo.
—Un punto discutible en este momento —dijo Ben—. ¿Por qué matar a
Athenaide, tu socia?
Matthew entornó los ojos.
—Roz no quería compartir su hallazgo. Y descubrí que yo tampoco. —
Paseó su mirada por mi rostro y los vaqueros todavía desabrochados y luego
se encaró con Ben—. De la misma manera que tú tampoco quieres compartir
el tuyo.
Ben apretó con más fuerza la pistola que sostenía en la mano y, sin
apartar los ojos de Matthew, me dijo:
—Kate. Recoja lo que ha venido a buscar aquí. Y, si encuentra algo para
atar a este indeseable cuando lleguemos arriba, nos vendría muy bien.
Me deslicé por el borde del saliente y salté. La alforja descansaba cerca
del círculo de la hoguera. El volumen del Quijote había ido a parar un poco
más allá, con los papeles esparcidos a su alrededor. Lo recogí todo y examiné
el suelo de la cueva para comprobar que no me dejaba nada.
Lo metí todo en la alforja y me volví, preguntándome qué podríamos
utilizar a modo de cuerda. En el saliente de arriba, Ben continuaba apuntando
a Matthew con su arma.
A sus espaldas vi moverse una sombra. Permanecí inmóvil mientras sir
Henry emergía en silencio de la oscuridad.
No era posible. Yo lo había matado.
Pero allí estaba, y algo brillaba en su mano. Una aguja. Una aguja en el
extremo de una jeringa.
«A Roz la habían matado con una jeringa, con una jeringa llena de
potasio.»
Levantó la mano y grité.
Ben dio media vuelta, agarró el brazo de sir Henry y la jeringa se le
escapó de la mano y cayó al suelo. Al mismo tiempo, Matthew se levantó de
un salto para abalanzarse sobre Ben. Éste neutralizó el golpe y la pistola cayó
al suelo.
Sir Henry se agachó para recogerla, pero Ben logró alejar el arma de un
puntapié. Una vez más, la décima de segundo de atención que le había
dedicado a sir Henry le costó un nuevo golpe por parte de Matthew.
Éste volvió a abalanzarse sobre él, pero esta vez Ben se agachó y,
cuando se volvió a incorporar, sujetaba una navaja en la mano. Tanto sir
Henry como Matthew retrocedieron uno o dos pasos. Pero enseguida
volvieron a la carga.
Poco a poco, implacablemente, fueron haciendo recular a Ben. Para
defenderse, él les lanzaba navajazos, primero al uno y después al otro. Si
Matthew lograba esquivar el arma blanca, sir Henry recibía una patada, o a la
inversa. Poco a poco, Ben estaba recuperando el terreno perdido.
Yo no sabía si ir a recoger la pistola. Comprendí lo que Ben estaba
haciendo: estaba apartando a Matthew y a sir Henry de la boca de la cueva. Y
con cada navajazo desviaba la atención de ambos de mí. También se estaba
acercando progresivamente a su pistola, la cual se encontraba en algún lugar
a su espalda, en el suelo del saliente. Me pareció que, con unos cuantos pasos
más, la tendría a su alcance.
Si me acercaba a recogerla, estropearía los esfuerzos que él estaba
haciendo para protegernos a los dos.
Empecé a deslizarme hacia la pendiente rocosa que conducía a la
entrada superior de la cueva, procurando mantenerme a la sombra del
saliente. Al llegar al pie del corrimiento de rocas, comencé a trepar. Oí un
silbido a mi espalda y me volví. Arriba, en el saliente, Matthew había
encontrado un largo trozo de madera o metal al pie de una de las tumbas y lo
estaba blandiendo como si fuera una estaca. Ben había perdido su ventaja
inicial.
Aun así, se abalanzó sobre Matthew y le clavó la navaja. Matthew gritó
y le propinó un golpe en el hombro con el arma improvisada. Ben se
tambaleó, pero consiguió conservar el equilibrio.
Me volví de nuevo hacia la pendiente. Me encontraba a medio camino
de la pedregosa cuesta, cuando tropecé con una piedra suelta, lo que
desencadenó un ruidoso deslizamiento de guijarros. Mientras se volvía, sir
Henry lanzó un grito y Matthew cruzó de un salto el saliente rocoso y corrió
para cortarme el paso hacia la salida.
Seguí trepando. Matthew corrió de nuevo y cayó ruidosamente sobre la
pendiente cubierta de grava a escasa distancia por encima de mí.
Oí una especie de zumbido y me agaché. Matthew se tambaleó. La
navaja de Ben se había hundido en su hombro. Lanzando un grito de rabia, se
arrojó contra una roca.
—¡No! —gritó Ben.
Pero Matthew se apoyó todavía con más fuerza. Por un instante, todos
contemplamos el tambaleo de la roca. Después ésta cayó y otras rocas
empezaron a deslizarse. De repente, toda la pared rocosa se estaba
derrumbando. Ben se lanzó corriendo hacia mí y me empujó al otro lado de la
cueva. Desde algún lugar se oyó el grito de un hombre. La tierra se
estremeció y rugió y después reinó el silencio en la cueva.
Iluminado por el resplandor de la linterna de un casco, el polvo de los
siglos se arremolinaba a nuestro alrededor como una oscura niebla. Levanté
la cabeza. A medio camino de la cuesta, Ben permanecía medio enterrado
entre las rocas, con una pierna atrapada bajo una losa de granito. Un poco
más arriba, Matthew estaba de rodillas, gimiendo. Donde antes se encontraba
la hendidura, no se veía ninguna abertura, sólo una empinada y sólida ladera
de piedras de gran tamaño.
La salida había desaparecido.
Me levanté y me acerqué a trompicones a Ben, pero sir Henry llegó
primero.
—Los planes mejor preparados... —murmuró, mirando a Ben con
semblante afligido.
Se había encasquetado mi casco en la cabeza; de allí procedía la luz.
Después vi que también se había apoderado de la pistola de Ben. Eché a
correr, pero sir Henry levantó el brazo y efectuó un disparo. Matthew se
desplomó y quedó tumbado en el suelo. Sir Henry le había disparado al
pecho. Pasando junto a Ben, se acercó al cuerpo de Matthew y le disparó en
la cabeza.
Ahogué un grito y sir Henry se volvió.
—No le haga daño —le gritó Ben, respirando con dificultad.
—Vuelva atrás —me dijo sir Henry, apuntándome con la pistola que
sostenía en la mano.
—Yo le maté —dije—. En casa de Athenaide.
—Vuelva atrás —me repitió.
Retrocedí unos cuantos pasos a trompicones.
—Yo le maté.
Una expresión de pesadumbre le atravesó el rostro.
—Olvida, querida, que soy actor.
—Pero había sangre —dije.
—Casi toda de Graciela —hizo una mueca—, aunque usted también me
pinchó una o dos veces. Sin embargo, me temo que lo que usted mató fue uno
de los almohadones de Athenaide.
Apuntándome con el arma que sostenía en una mano, empezó a cruzar el
corrimiento de rocas.
—No lo entiendo.
—Él es el asesino, Kate —me dijo Ben, rasgando el silencio—. El otro
asesino.
Me pareció que la mente me estaba funcionando muy despacio. Los
asesinos no eran Matthew y Athenaide, sino Matthew y sir Henry.
—¿O sea que fue usted desde el principio? ¿Usted era el cómplice de
Matthew?
—No, él era mi cómplice —dijo sir Henry—. Un tenaz pensador,
aunque no demasiado ingenioso. Hacía bien las cosas siguiendo las normas,
pero en cuanto alguien lo obligaba a apartarse del guión, tal como hizo usted
en el Capitolio, estaba perdido. Mientras que la característica de un gran actor
es la capacidad de improvisar. Roz, por ejemplo, me llamó la atención sobre
el aniversario del incendio del Globo y yo me aproveché de ello, aunque no
incendié el teatro, tal como la gente viene diciendo —dijo en tono enojado—.
Me limité a incendiar la sala de exposiciones y los despachos. Y usted me dio
la idea de convertir a Roz en el padre de Hamlet aquella tarde en el Globo. La
escena con Jason fue encantadora. Y usted tampoco estuvo nada mal en el
papel de Hamlet.
—¿Usted mató a Roz?
Su pesadumbre se acentuó.
—Había que pararle los pies. Fue una muerte preciosa. Muy
shakespeariana.
—La de Matthew no ha sido shakespeariana.
—Estaba a punto de traicionarme. No se la merecía.
—¿Y las demás? ¿Cuántas muertes más han sido obra suya?
—A cada cual lo suyo. Ophelia y César fueron obra de Matthew.
—¿Cómo se las arregló para conseguir que él le hiciera el trabajo sucio?
—le preguntó Ben.
Sir Henry llegó al extremo más alejado del corrimiento de rocas y se
detuvo para enjugarse la frente.
—Dinero y fama. Un anzuelo muy fácil. Pero lo que realmente lo indujo
a participar fueron los celos. Envidiaba mucho a Roz. —Clavó su mirada en
mí—. Y a usted también. Lo más difícil fue mantenerlo centrado en el tema.
Tanto en el asesinato como en la erudición, era brillante en los grandes
gestos, pero chapucero en los detalles. Una característica de las mentes de
segunda categoría, pienso yo. Por otra parte, no le importaba participar en las
escenas más complicadas.
Una expresión de desagrado se le dibujó en el rostro.
—Esta cuestión de Lavinia, por ejemplo. —Sin dejar de apuntarme con
el arma que sostenía en una mano, con la otra empezó a utilizar su linterna
como si fuera una de bolsillo para recorrer con ella el suelo del saliente del
otro lado de la cueva—. Se trataba, naturalmente, de matarla a usted y de
arreglar después su cadáver. Supongo que, cuando sólo quedaran dos de
ustedes, Matthew hubiera podido montar la escena de Lavinia y Basiano en la
zanja. Pero, en realidad, ¿para qué molestarse, teniendo a mano una escena
mucho más bonita?
La luz se detuvo.
—Bueno. ¿Ve usted mi jeringa?
Asentí con la cabeza.
—Y todos sabemos dónde está la navaja. Supongo que Ben tiene una
linterna. Vaya a por ella.
—¿Por qué?
—Porque le tendré que pegar un tiro si no lo hace y ninguno de los dos
quiere que eso ocurra.
Subí hacia el lugar donde estaba Ben, quien me entregó una pequeña
linterna.
—Arrójela aquí —dijo sir Henry, y cuando lo hice, la atrapó y se la
guardó en el bolsillo. Volviéndose a mirar a Ben, meneó la cabeza—.
Lástima que usted y Matthew no se mataran entre sí antes de que yo llegara.
Entonces hubiera podido echarles la culpa de todo a los dos y salvar a Kate.
—Me miró—. Usted jamás hubiera tenido que participar en esto, querida. Lo
siento. No sabe cuánto. Pero no me queda otro remedio.
»Ya verá la escena que le tengo preparada. Veneno y una espada... nada
menos que en una tumba. Una muerte tan hermosa rara vez se le concede a
los mortales. Por lo menos, le puedo otorgar esa gracia.
Apagó la linterna. Oí unas pisadas y el ruido de unas piedras resbalando.
Y después me quedé sola con Ben en la oscuridad.
45

Atrapado entre las rocas, Ben se movió.


—¿Dónde está sir Henry? —me preguntó.
Me agaché.
—No lo sé.
—El corrimiento de piedras ha bloqueado la antigua salida, pero tiene
que haber abierto otra. Procure encontrarla.
Un débil rayo de luz traspasó la oscuridad. Procedía de la pequeña
linterna que Ben sostenía en la mano.
—¿Y usted cómo...?
—Encuentre la salida —me ordenó con firmeza.
La luz no era lo bastante intensa como para hacer algo más que disipar
la oscuridad más inmediata. Con toda la rapidez con que me atreví a hacerlo,
avancé hacia el lugar en el que había visto por última vez a sir Henry. Busqué
a tientas a mi alrededor, pero no encontré más que roca y más roca. Entonces
lo percibí. Un ligero movimiento de aire.
—Hay una corriente —dije.
Sir Henry la debió de haber notado enseguida.
—Siga a sir Henry.
—¿Y dejarlo a usted aquí?
Procurando reprimir el miedo, regresé a donde estaba Ben.
Le oí desplazar el peso del cuerpo.
—¿Tiene todavía el broche? ¿El broche de Ophelia?
—Sí.
—Pues entonces, lo único que tiene que hacer es acercarse a la
superficie. Tiene un emisor de radio en su interior.
—¿Cómo?
—Así es cómo he podido seguirla. Coloqué un chip en el broche. La
roca impide la transmisión de la señal. Pero si logra acercarse lo suficiente a
la superficie, entonces sí recibirán la señal.
—¿Quién recibirá la señal?
Hizo una mueca y volvió a desplazar el peso del cuerpo.
—Le di la clave a Sinclair. La policía debe estar buscándola.
Acaricié el broche colgado de su cadena, sin prestar atención a las
lágrimas que estaban rodando en silencio por mis mejillas.
—No lo haga —dijo.
Me agaché a su lado.
—No.
—Kate. Estoy atrapado. Creo que tengo la pierna destrozada y puede
que toda la pelvis. No podría arrastrarme por esta cueva y mucho menos
caminar, aunque pudiéramos mover todas estas rocas, cosa que no podemos
hacer. Si se queda, ambos moriremos. Y también los Jiménez. Y Athenaide.
—Athenaide está muerta.
—Lo estaría si no hubiera recibido asistencia médica a tiempo. Otra vez
potasio. Pero esta vez ingerido.
Vi mentalmente la copa.
—Era Gertrudis. La reina envenenada.
—Pero, en su caso, el medio empleado les dio a los auxiliares sanitarios
tiempo suficiente para salvarla. Por eso he tardado tanto en localizarla. —
Tomó mi mano—. Pero no vivirá mucho tiempo, Kate, si sir Henry se escapa.
¿Es eso lo que quiere?
—No.
Pero tampoco quería adentrarme sola en un laberinto que se había
abierto accidentalmente en la oscuridad. ¿Y si me extraviaba? Acabaría en
otro callejón sin salida, sola con sir Henry.
—Puede hacerlo, Kate.
La voz de Ben disipó mi pánico y construyó a mi alrededor una muralla
de sólidos y lúcidos pensamientos. Arrastrándome y trepando, sólo podría
utilizar la linterna de forma intermitente. Si conseguía acercarme a sir Henry,
no podría usarla en absoluto sin delatarme y convertirme en un blanco. Pero
podía tomar ciertas precauciones, moviéndome por la cueva en la oscuridad.
Crucé la cueva, busqué la jeringa y fui donde estaba Matthew para
recuperar la navaja. Después volví junto a Ben.
—Quédese con la navaja —me dijo.
Me la introduje en el cinturón y dejé la jeringa justo al alcance de su
mano, aunque ninguno de los dos quiso reconocer lo que eso implicaba.
—¿Por qué me dijo que era el sobrino de Roz? —pregunté.
—Necesitaba que confiara en mí.
Más que ninguna otra, aquella mentira era la que había roto mi
confianza.
Aspiró sincopadamente el aire.
—Ella misma lo sugirió, en realidad. Las otras cosas que dijo
Athenaide...
Meneé la cabeza.
—No tiene por qué...
—Sí tengo que hacerlo. —El sudor le perló la frente y su boca se
contrajo en una mueca de dolor—. Todo lo que dijo era verdad. La incursión,
las muertes, las preguntas... Pero las preguntas eran infundadas, Kate. ¿Me
cree?
Se me hizo un nudo en la garganta.
—Lo siento —murmuré.
Los ojos de Ben se ensombrecieron.
—¿Qué es lo que siente?
—Haber pensado que era un asesino.
El alivio se dibujó en su rostro. Trató de sonreír.
—Yo también tuve mis dudas acerca de usted una o dos veces.
—¿De veras?
—Después de la muerte de Maxine. Y de la del doctor Sanderson. Pues
claro. Pero lo de la señora Quigley no pudo haberlo hecho usted.
—Yo pensaba que era un asesino y, sin embargo, usted me ha salvado la
vida a pesar de todo.
—Todavía no —dijo. Era la misma broma que había utilizado en el
Charles. Me pareció que había transcurrido toda una eternidad. Me tocó la
mano y deslicé la mía en la suya y se la apreté—. Si alguien va a tener hoy
que salvar vidas, tendrá que ser usted, profesora.
«El mal que hacen los hombres les sobrevive; el bien queda
frecuentemente sepultado con sus huesos.» Ophelia había trabajado muy duro
para invertir aquel destino. Y, al parecer, yo también lo tendría que hacer.
Reprimiendo las lágrimas, apreté su mano una sola vez y retiré rápidamente
la mía para atravesar la cueva, pues, de lo contrario, jamás lo podría hacer.
No hablé porque no me fiaba de mi voz.
Al otro lado del nuevo deslizamiento de piedras experimenté una vez
más la extraña sensación de movimiento de aire y empecé a ascender. La
nueva abertura se ensanchaba cerca del extremo superior de la cuesta y era
una hendidura semejante a una grieta entre dos placas de granito.
—Espéreme —dije, introduciéndome a través del hueco.
El pasadizo subía a veces casi en sentido vertical, de tal manera que más
parecía una chimenea que un túnel; tuve que buscar a ciegas algún punto de
apoyo. Mucho más arriba, oía de vez en cuando una pisada o un gruñido; en
determinado momento, me cayó encima una lluvia de guijarros y me preparé
para recibir otra avalancha de rocas. Pero las piedras pasaron ruidosamente de
largo y después sólo hubo silencio.
Vislumbré una sola vez la luz de la linterna de sir Henry brillando por
encima de mí. Me detuve a descansar unos minutos. No tenía la menor
intención de darle alcance simplemente para que me pegara un tiro.
Me empezaron a doler los brazos a causa del esfuerzo de trepar y tenía
calambres en las piernas de tanto apoyar el peso del cuerpo contra la pared de
roca. En medio de la oscuridad no tenía ni idea de hasta dónde había llegado
ni de cuánto me faltaba para el final. Pero el miedo me impulsaba a seguir
adelante. No podía resistir pensar en la posibilidad de que la vida de Ben se
extinguiera en la oscuridad de abajo.
Mi mente repasaba incesantemente los asesinatos. Sir Henry había
matado a Roz en el teatro y después había prendido fuego al edificio y se
había apoderado del Primer Infolio.
Pero ¿por qué?
Me estremecí. En las horas y los días transcurridos desde entonces me
había parecido tan amable. Tan preocupado.
«Olvida, querida, que soy actor.»
Después de lo que a mí me parecieron horas, el pasadizo se niveló. Me
quedé un buen rato tumbada en el suelo, agradeciendo el simple hecho de
tener un suelo debajo del cuerpo. Pero no podía descansar mucho rato. Tenía
que alcanzar la superficie. Me incorporé y seguí reptando hacia delante. No
mucho más allá, doblé por una curva y me eché hacia atrás, parpadeando.
Luz. Lentamente, miré hacia la vuelta de la curva. Unos veinte metros
más adelante quizás. Un cegador rayo de luz de tonos rojizos dorados. Me lo
quedé mirando, dejando que mis ojos se acostumbraran. Después avancé de
puntillas hacia la luz. Una estrecha grieta daba paso a una pequeña cueva de
piedra roja abierta en lo alto de un risco, a juzgar por lo que yo podía ver al
otro lado del cañón.
En el borde de la cueva, sir Henry estaba sentado de espaldas a la pared
rocosa con las piernas estiradas a lo largo de la abertura. La alforja
permanecía abierta a su lado. En una mano sostenía un papel y, en la otra,
una pistola. Mantenía la cabeza inclinada contra la pared de la cueva y
parecía que estuviera durmiendo. Mi mano apretó la navaja. ¿Podría
apuñalarlo? ¿Apoderarme de la pistola? Me tenía que acercar al borde de la
cueva para que la señal del emisor pudiera ser captada.
—Me decepciona usted —dijo con su profunda y sedosa voz.
Me eché hacia atrás. Si él decidiera entrar en el pasadizo, no tendría
dónde esconderme. Entonces lo tendría que apuñalar.
Agucé el oído.
Pero sir Henry no se movió.
—Muy pocas muertes tienen sentido —dijo en tono meditabundo—. Y,
sin embargo, usted recibió el regalo de incalculable valor de una muerte
shakespeariana, una de las más grandes muertes shakespearianas, y la ha
desperdiciado. La de Julieta, querida. Le ha vuelto la espalda a Julieta.
Seguía sin oír el menor movimiento. Atisbé cautelosamente. Sólo había
abierto los ojos.
—Sé que todavía está ahí, querida. Si tiene que ser mundana, podría por
lo menos ser útil. —Levantó en alto el papel que sostenía en la mano
izquierda—. Una carta. A Will, de Will... «Tú tienes a tu Will, y a Will por
añadidura, y a Will en sobreabundancia.» Pero la escritura jacobina es
tremenda. No consigo leer una línea de lo que hay en medio.
¡Una carta! No la había visto junto con el manuscrito.
—Yo sí puedo —dije.
Lo que necesitaba era que sir Henry me permitiera acercarme al borde
de la cueva, donde la señal del emisor tenía alguna posibilidad de ser captada.
—¿La navaja o la jeringa? —preguntó—. Tiene que haber traído
consigo una de las dos cosas. Probablemente la navaja.
«Maldita sea.»
—En cualquiera de los dos casos, déjela y salga con las manos abiertas.
Enarcó una ceja y alargó la página. Debatiéndome entre la ansiedad y la
precaución, me introduje a través de la grieta y deposité la navaja en el suelo
donde no resultara visible. El calor caía sobre mí y golpeaba la roca. Después
aspiré el metálico olor de la lluvia en el desierto y oí el rugido del agua. Me
acerqué al borde del precipicio, apoyándome contra la pared del otro lado de
sir Henry, y miré hacia abajo. Allí, a doscientos metros, el arenoso lecho del
cañón había desaparecido bajo unas aguas de color blanco que, de una a otra
orilla, escupían árboles y restos varios. Nadie podía subir por el cañón. No
sería posible hasta que el caudal del río disminuyera, lo cual podría tardar
varios días.
Al otro lado del lugar donde nos encontrábamos, el peñasco brillaba con
reflejos de color rosado en medio de la luz de finales de verano. Hacia la
izquierda y por encima de las montañas, las plateadas cortinas de lluvia se
condensaban en un grisáceo sudario. En el borde exterior del sudario, unas
nubes de tormenta de las llamadas de yunque se elevaban hasta desaparecer
de mi campo visual. Aún no llovía, pero la tormenta se estaba acercando por
allí. En el húmedo aire se aspiraba el olor de la lluvia y unas frías ráfagas de
espeso viento barrían el interior de la cueva. Los monzones estivales habían
empezado muy pronto sobre la cordillera de los Dragoons.
—Empezó a llover a media mañana y aún no ha parado —dijo sir
Henry, haciendo señas con la mano de que me acercara—. Como ve, no
hubiéramos podido salir por el mismo sitio por donde entramos, aunque
Matthew no hubiera tenido la desgraciada ocurrencia de taparlo. La entrada
se encuentra inundada de agua y sospecho que la mitad del primer trecho de
túnel también lo está. —Dio unas palmadas al suelo de la cueva—.
Acérquese, querida. Quiero que me lo lea palabra por palabra. Y, si me
parece que se salta algo, le pego un tiro.
Por consiguiente, no tuve más remedio que sentarme al lado de sir
Henry, unos cuantos palmos más adentro de la cueva. ¿Captarían la señal del
emisor desde allí? En su cadena, el broche me tiraba del cuello.
La carta estaba escrita con la misma apretada escritura que había visto
en el Infolio y en la carta de Wilton House. Era del conde de Derby a William
Shelton. Mientras la leía a trompicones palabra por palabra, sir Henry no
cesaba de acribillarme con preguntas precisas: ¿qué era aquella carta, aquella
palabra?
Era una petición de disculpa por el silencio y una explicación.

El único regalo que está en mis manos ofreceros, un relato contado por
vos aunque no sea obra vuestra, representado en un escenario. Por unas
extrañas vueltas del destino, en otros tiempos nuestro pequeño mundo
desapareció a causa del fuego y casi estuvo a punto de morir la niña.
—¿La niña? —rezongó sir Henry.
—La niña atrapada en el incendio del Globo —dije—. En el primer
incendio. Debió de sobrevivir.

Una insinuación deslizada por aquí y un hecho comunicado por allá


bastaron para que los Howard no tardaran en caer en desgracia y que sólo
se pudiera echar la culpa a la hija. Me gustó este intercambio de
tribulaciones. Y ahora que todo lo que se pudiera decir al respecto ya
pertenece a un lejano pasado y las demás obras compañeras suyas están a
punto de entrar en la inmortalidad de la imprenta, la vieja historia levanta su
cornuda y sulfúrea cabeza como un dragón largo tiempo dado por muerto,
pero que sólo estaba dormido. Sólo esta obra la amenaza, pues, al igual que
Leonora, ha encontrado la felicidad en la improbable casa de Cardenio.
Tal vez sonreiréis al leerlo.
¿De quién? —preguntasteis una vez con enojo—. ¿De quién es hija?»
Entonces pensé que quizás el tiempo lo diría. Pero es ella misma, la
rosa de la belleza.
Yo la llamo la hija de Shakespeare, y es suficiente.

Me arrancó la carta de las manos.


—Es suficiente, en efecto —dijo sir Henry.
Alargué la mano hacia la carta, pero él me apuntó a la cabeza con la
pistola.
La sangre me pulsaba en las venas, más ruidosamente que el río de
abajo. ¿La hija de Shakespeare? Me humedecí los resecos labios con la
lengua.
¿Dónde estaba la ayuda de la que Ben había estado tan seguro? ¿Se me
habría caído el chip del broche en algún profundo lugar de la cueva?
—Sir Henry —supliqué—. Por favor. Es posible que esta carta nos
revele de una vez por todas la verdad acerca de Shakespeare.
—Si no es Shakespeare el autor de las obras, no es una verdad que
quiero conocer. No es una verdad que quiero que se conozca.
¿A eso se debían todos los asesinatos? ¿Al deseo de defender a
Shakespeare de Stratford? ¿Así entendía él lo que había hecho? ¿Creía haber
librado una batalla en la cual él había interpretado el papel de defensor de la
fe shakespeariana?
Sir Henry volvió a contemplar la carta que sostenía en la mano.
—Ironía de ironías. Habría dado cualquier cosa por la obra que
Granville había encontrado, pero lo que he hallado al final es la carta que
tanto me había esforzado por mantener escondida.
Tenía que convencerle de que me permitiera quedarme cerca de la
entrada de la cueva. Así pues, procuré ganar tiempo con la única moneda que
él apreciaba, Shakespeare.
—Pero usted tiene la obra —le dije—. Guardada en el volumen del
Quijote. El mismo tipo de escritura, creo. Se la puedo leer, si usted prefiere.
Entornó los ojos.
—«Entran el escudero Sancho y don Quijote» —dije—. Así empezaba,
pero no fui más allá.
—Muéstremelo.
Saqué el libro de la bolsa junto con el fajo de papeles que contenía y los
desdoblé cuidadosamente.
«Tú quédate con el oro, amigo Sancho. Yo me quedaré con el librillo...»
La codicia iluminó los ojos de sir Henry.
—La obra perdida de Shakespeare —murmuró. Después esbozó una
sonrisa—. Lea —me ordenó.
Era la cosa más difícil que jamás había hecho, leer en voz alta aquella
historia de amor y traición sin dejar de vigilar a sir Henry, a la espera de un
momento en que éste pudiera bajar la guardia. Esperando que yo estuviera lo
bastante cerca del cielo abierto, que la policía nos estuviera buscando, que la
vida de Ben no se estuviera extinguiendo con excesiva rapidez en la
oscuridad.
Terminé el primer acto y empecé el segundo. «Ahora me he convertido
en la tumba de mi honor. Una oscura mansión para que en ella sólo habite la
muerte.»
Experimenté un titubeo. Súbitamente me di cuenta de que nadie se
acercaba. Y aunque alguien estuviera cerca, me encontraba todavía
demasiado dentro de la cueva para que me oyera.
Un estrecho saliente se proyectaba hacia fuera desde debajo del peñasco
y se aferraba a la roca a lo largo de un buen trecho hasta quedar reducido a
nada. Antes de que sir Henry pudiera reaccionar, salté por encima de él y
trepé hacia fuera por el saliente, apoyando una mano en la pared rocosa para
no perder el equilibrio, mientras con la otra sujetaba la obra y tiraba de la
cadena que me rodeaba el cuello.
—Kate —dijo sir Henry, preso de una auténtica angustia—. Vuelva.
Yo seguía tirando de la cadena.
—No hay ninguna razón para poner en peligro la obra o su propia vida
de esta manera.
—Pensé que mi vida ya estaba perdida. La obra ha sido sólo para evitar
que usted me mate.
—Vuelva y negociaremos —me dijo con voz suplicante—. Usted
dirigirá la obra y yo seré su Quijote.
—¿Y usted cree que Ben estará de acuerdo?
Guardó silencio.
—Comprendo. Él es el elemento con el que tengo que llegar a un
compromiso. Usted desiste de matarme y yo desisto de salvarlo a él. Y ambos
conseguimos la obra.
—Se está muriendo de todos modos, Kate.
Al final, la cadena se rompió y el broche quedó suelto en mi mano. Lo
introduje en una pequeña grieta del peñasco. Una parte del saliente se
desmoronó, arrojando fragmentos de roca al río de abajo. Me tambaleé y
recuperé el equilibrio. A mis pies se abrió una grieta entre el saliente y la
roca.
—Kate. Vuelva.
—Deshágase de la pistola.
Vaciló mientras otro fragmento del saliente se desmoronaba. La pistola
salió volando y describió una curvada trayectoria hacia las blancas aguas de
abajo.
Un profundo gruñido surgió de la roca. Me empecé a echar hacia atrás.
—Salte —gritó sir Henry.
Y salté justo en el momento en que el saliente se desprendía del peñasco
y caía con un rugido, arrojando una torre de blanco rocío hacia arriba.
Me quedé tumbada en el suelo del interior de la cueva, sujetando todavía
la obra en la mano. Sir Henry dio un paso hacia donde me encontraba.
—No se acerque.
Se detuvo.
—Suelte la alforja y empújela de un puntapié al interior de la cueva.
No quería que se le ocurriera alguna idea acerca de lo que podía hacer
con aquella carta todavía no leída que permanecía doblada en su interior. Sir
Henry soltó la alforja, pero no le propinó una patada para empujarla al fondo
de la cueva. En su lugar, retrocedió hacia la pared del otro lado.
—¿Tiene usted idea de lo que está haciendo?
Dejé la alforja donde él la había soltado, pero me acerqué el libro de
Don Quijote y doblé la obra de Shakespeare, introduciéndola una vez más
entre las últimas páginas del libro de Cervantes.
—¿Qué más da quién fuera Shakespeare? ¿Por qué le tiene tanto miedo
a la verdad?
Apoyado contra la pared, resbaló hacia el suelo y se cubrió el rostro con
las manos.
—«"¿Qué es la verdad", dijo Pilato en tono burlón, y no se quedó a
esperar la respuesta.» La frase de Delia Bacon. —Levantó la cabeza—. No
temo la verdad. Kate. Temo los hechos. La tiranía de los hechos mezquinos.
La Verdad con uve mayúscula es lo que tiene que prevalecer. No
simplemente lo que era sino lo que es. Como narradora de historias, como
directora, usted debería saberlo.
Su voz fue adquiriendo más riqueza de matices y se fue volviendo más
seductora mientras hablaba.
—A pesar de lo que pueda decir una vieja y mohosa carta, lo que es
cierto es que Shakespeare era un hombre corriente, un hombre del pueblo. No
un conde o un caballero, una condesa o una reina, y no todo un maldito
conjunto de burócratas, por el amor de Dios. ¿Por qué tantas personas no
están dispuestas a reconocer que un muchacho que salió de la nada pudiera
no sólo abrirse camino sino también alcanzar la grandeza? A fin de cuentas,
yo mismo lo he hecho en menor medida, me he elevado de la nada al grado
de caballero de la escena. ¿Por qué no podía Shakespeare de Stratford
elevarse a la inmortalidad?
—Lo que importa son sus obras, sir Henry. No su origen.
—Se equivoca, Kate. Como su Abraham Lincoln en su cabaña de
troncos, la historia del muchacho de Stratford ilustra una cuestión que es muy
importante: el genio puede surgir en cualquier lugar. Cualquiera puede ser
grande. Una vez Shakespeare me ayudó a levantarme del arroyo y me he
pasado toda la vida glorificándolo a cambio. Puede hacer lo mismo por otros.
Eso es lo que siempre he pensado. Es lo que me ha dado mi segunda
oportunidad, lo que me ha devuelto al escenario. Para cuando termine con el
espectro del padre de Hamlet, con Próspero y Lear y Leontes, el legado de
Shakespeare ya estará a salvo para otra generación. Si los coleccionistas de
datos insignificantes prescinden de una cantidad suficiente de ellos.
—Está usted confundiendo el legado de Shakespeare con el suyo propio.
Me miró con expresión de reproche.
—Pensaba que usted lo comprendería.
—¿Creía que yo estaría de acuerdo con usted? —Sin soltar el libro que
contenía las páginas dobladas de la obra, me levanté de un salto—. ¿Creía
que Shakespeare lo estaría? —grité, impulsada por una súbita rabia volcánica
—. ¿Cree que él, quienquiera que fuera, agradecería el hecho de que usted
hubiera matado en su nombre? —Con la misma rapidez con que se había
encendido, mi cólera se transformó en hielo—. Vaya si lo comprendo, sir
Henry. Comprendo que es usted un asesino y un cobarde que teme
enfrentarse con la verdad.
Se abalanzó contra el libro que yo sostenía en la mano. Me aparté
doblando el tronco y él reanudó la persecución. Esta vez me atrapó y me
inmovilizó contra la pared de la cueva.
—«La vulgar Kate y la gentil Kate y algunas veces Kate la maldita.»
Susurró estas palabras con una voz inconfundible. Una voz americana.
La del perseguidor de la biblioteca.
«Soy actor», había dicho.
Matthew había afirmado ser el hombre de la biblioteca. Pero había
mentido. Él había sido preparado sin duda para convertirme en Lavinia, pero
la amenaza había sido idea de sir Henry. El guión era obra de él. Lanzando un
grito, giré en redondo y lo arrojé contra la pared de la cueva. Me soltó.
Recuperó el equilibrio y se volvió a abalanzar sobre mí. Me agaché.
Incapaz de reprimir su ímpetu, sir Henry se golpeó fuertemente contra el
suelo de la cueva y resbaló cayendo desde el borde.
Me acerqué corriendo a mirar.
Justo por debajo del borde de la cueva, permanecía agarrado con ambas
manos a un saliente rocoso. Un pie había encontrado un estrecho punto de
apoyo y el otro lo estaba buscando mientras la roca se iba desmoronando.
Introduje un pie en una grieta a modo de sujeción y me incliné hacia fuera.
No podía agarrarlo con una mano. Solté el libro y la obra que contenía y lo
agarré por la muñeca, primero con una mano y después con la otra. Por un
instante, temí ser arrastrada con él hacia el vacío. A juzgar por la mirada de
sus ojos, parecía que ésta era su intención.
De pronto, oímos el helicóptero.
—La policía —dije—. Aunque los dos acabemos despeñados,
encontrarán la obra. Y la carta.
En aquel momento, algo en él se rindió. Muy despacio y con su ayuda,
tiré de él hacia arriba por encima del borde de la cueva hasta lugar seguro.
—Lo siento —dijo entre jadeos—. Lo siento, Kate. Nunca quise hacerle
daño. Pero usted no se quitaba de en medio.
—Cállese —le dije fríamente—. Va a ir a la cárcel durante mucho
tiempo.
—El moderno rostro de la venganza —dijo él—. Se ha convertido usted
en Hamlet, Kate. ¿Es que no lo ve?
Lo dijo con amarga admiración, pero sólo pude pensar en los cuerpos
amontonados en el escenario al final de la obra.
—¿Y eso a usted en qué lo convierte?
En la parte superior del cañón, un relámpago desgarró el cielo en un
amplio y delgado arco de luz azulada. El trueno resonó en el cañón mientras
el río arrastraba los árboles arrancados de cuajo. El rítmico latido de las
hélices del helicóptero se intensificó.
Sir Henry se levantó haciendo un esfuerzo. Echando la cabeza hacia
atrás, envió su espléndida voz rugiendo por encima del viento:

He oscurecido
el sol meridiano, he conjurado los rebeldes vientos,
y he impulsado una encarnizada guerra entre el verde
mar y la azulada bóveda del cielo.

Delante de mis ojos, sir Henry se convirtió en Próspero, el mago que


desencadena tempestades y pone en movimiento las ruedas de la justicia.
Lentamente y con gran majestad, levantó el brazo y me señaló.

Los sepulcros cumpliendo mis órdenes


han despertado a sus durmientes, se han abierto
y en libertad los han puesto
gracias a mis poderosas artes.

—Los sepulcros, sir Henry, se han llenado cumpliendo sus órdenes —


repliqué—. No se han abierto. Seis de ellos. Siete, si muere Ben.
Una fuerza vital que giraba a su alrededor vaciló y se fue consumiendo.
De repente, volvió a ser un anciano cansado y un poco triste. Bajó el brazo.

Pero de esta cruda magia


aquí abjuro...

Al otro lado del cañón apareció el ruidoso helicóptero mientras el rugido


de sus hélices resonaba en los peñascos. Cuando el aparato estuvo más cerca,
unos chorros de agua y polvo se elevaron desde el suelo de la cueva. De pie
en la portezuela abierta, Sinclair y el señor Jiménez estaban señalando algo.
Pasando por mi lado, sir Henry se agachó para recoger la alforja con la
carta que quizás habría podido aclarar quién era Shakespeare o quizá no. Puse
el libro lejos de su alcance, lo apreté contra mi pecho junto con la obra, pero
él no hizo el menor intento de recuperarlo. Arrojándome sus palabras sólo a
mí, habló tal como hubiera podido hacerlo un padre descarriado para
disculparse ante su hija. No era una interpretación, simplemente una disculpa.

Romperé mi vara,
la sepultaré unos cuantos codos en la tierra,
y a más profundidad de lo que jamás haya llegado una
sonda ahogaré mi libro.

Demasiado tarde me di cuenta de lo que estaba haciendo y corrí como


una flecha, pero él ya había alcanzado el borde del peñasco.
—Recuérdeme —dijo.
Después se inclinó hacia atrás y se precipitó como Ícaro cayendo en
picado desde el sol, mientras miraba hacia arriba con una extasiada sonrisa en
los labios y los brazos extendidos como maltrechas alas.
Abajo vi un pequeño y silencioso chapoteo. El río lo escupió una vez.
Y después desapareció.
Entreacto

Julio de 1626

Había pensado que moriría víctima del fuego y la espada o, por lo


menos, del fuego y el cuchillo, en presencia de una multitud que lo
escarnecía. No solo en medio de la oscuridad.
El hedor de la muerte era tan intenso que cada respiro se le quedaba
atascado en la garganta y, sin embargo, lo más terrible era el silencio. Al
principio, el cura lo había agradecido. El sargento —un hombre valiente a
carta cabal— se había pasado los últimos dos días delirando antes de morir y
sus gemidos y aullidos habían sido tan difíciles de soportar como el ruido de
sus manos escarbando en las enormes piedras que les impedían la salida. El
hombre había arañado las piedras hasta dejarse los dedos reducidos a unos
ensangrentados muñones que mostraban los huesos, pero sólo se detuvo
cuando todas sus fuerzas se perdieron en la oscuridad. Y eso que el sargento
era un hombre muy fuerte.
Quizás el ruido y el silencio, pensó el sacerdote, eran su penitencia por
haber contaminado el aire con sus mentiras.
Aunque lo había hecho con buena intención. No mucho después de
haberse puesto en camino, habían llegado a un río en crecida al cabo de tres
jornadas de lluvia. Si hubieran esperado tres días, el nivel del agua habría
bajado —en aquella extraña tierra de repentinos contrastes, las inundaciones
desaparecían casi con la misma rapidez con que llegaban—, pero el capitán
no era un hombre paciente. Bajo el azote de su lengua, habían cruzado el río
aquella tarde, perdiendo tres mulas y todo lo que éstas cargaban sobre sus
lomos. El capitán consideró la pérdida de su barril personal de vino como la
mayor tragedia y había mandado azotar al mulero. Los hombres lo soportaron
tal como soportaban casi todas las crueles estupideces del capitán, con
indignada paciencia. Sin embargo, al descubrirse que también se había
perdido la Biblia del sacerdote, en sus ojos se encendieron unas llamas de
terror.
La mayoría eran ignorantes campesinos y su fervor estaba más cerca de
la superstición que de la ilustrada devoción, de lo contrario, él hubiera
intentado razonar con ellos y librarlos de sus temores. Así pues, el sacerdote
sacó de su alforja el libro de Don Quijote, cachigordo y lujosamente
encuadernado, y lo hizo pasar por su Biblia personal, señalando que tendría
mucho gusto en compartirla con la tropa.
El pánico se disipó. Y, a partir de aquel momento, «leyó» el Evangelio,
abriendo, por ejemplo, el libro por las páginas de los capítulos dedicados al
combate con los molinos de viento y recitando de memoria la parábola del
hijo pródigo. En otros tiempos, una situación tan apurada como aquélla lo
hubiera hecho morirse de risa. Pero ahora le parecía que todo aquello
pertenecía a otra vida.
Como es natural, los hombres habían visto el fajo de papeles que
guardaba en la última parte del libro. Suponían que era un sermón o una
colección de oraciones personales, y le habían gastado bromas al respecto. Su
gran obra. Su obra maestra. En cierto modo, suponía que tenían razón. Pero
¿qué clase de oración era aquélla?

Ahora me he convertido
en la tumba de mi honor, una oscura mansión
para que en ella habite sólo la muerte.

El sargento lo había mirado severamente más de una vez, pero si


sospechaba alguna cosa, se la guardó para sí. A diferencia del capitán, el
sargento era un espléndido conductor de hombres.
Siguiendo el curso del río, habían bajado de las montañas a una ancha y
parda llanura falsamente parecida a su tierra, para los que eran de Castilla.
Unos días después, unos hombres que se habían quedado rezagados se habían
tropezado con las dos indias acompañadas de sus hijos. Para cuando el cura
descubrió qué era lo que había dentro del círculo del pequeño grupo de
hombres que gritaban, los niños ya habían muerto y el estado de las mujeres
era todavía peor. Era algo que formaba parte de la vida de los soldados; al
principio, se apartó. Pero cinco o seis de los hombres se habían divertido con
tal violencia y de manera tan continuada que, al final, el cura se adelantó con
su mula para presentar su queja al capitán. Éste volvió sobre sus pasos,
desmontó con un floreo y se abrió camino entre los hombres utilizando la
parte plana de la hoja de su espada hasta conseguir que los soldados se
apartaran. Por un instante, lo contempló todo en silencio. Una de las
muchachas se estaba muriendo. Pero él tomó a la otra allí mismo, a la vista de
todos. Y, después, la ensartó con su espada.
A continuación, montó en su cabalgadura y regresó al galope al frente de
la columna. Ni siquiera se entretuvieron en enterrar los cuerpos.
Aquella noche, mientras se apartaba para rezar a solas por las almas de
aquellas mujeres, vio unos ojos que lo vigilaban desde un árbol. El capitán
había reprendido a gritos al sacerdote y lo había llamado cobarde e insensato,
pero el sargento había duplicado la vigilancia en el campamento.
No sirvió de nada; a la mañana siguiente, encontraron a uno de los
hombres a gatas sobre la hierba a veinte metros del campamento con los ojos
arrancados y un ensangrentado agujero en el lugar donde antes estaban sus
órganos genitales. A partir de aquel momento, todos los hombres que habían
tocado a las mujeres fueron siendo martirizados sanguinariamente uno a uno,
con métodos cada vez más ingeniosos y sofisticados, como mudos bisontes
arrancados de la manada por silenciosos lobos. Simplemente desaparecían y
unas horas o unos días después eran encontrados todavía vivos, junto al
sendero.
En su agonía, muchos de los hombres querían besar la Sagrada Biblia.
El sacerdote se había preguntado si se habría equivocado llevando la broma
de la Biblia hasta aquel extremo. Pero había llegado a la conclusión de que
cualquier cosa que pudiera ofrecer serenidad en los últimos minutos de
sufrimiento y temor estaría más cerca de la gracia que del pecado.
Jamás veían al enemigo, sólo sus esculturas labradas. Los hombres
empezaron a hablar de los demonios. Pero el capitán, con la mirada puesta en
las ciudades del oro, no parecía darse cuenta de la sangre ni de la
intensificación del rastro del miedo. Instaba a los hombres a seguir adelante
con la espada y el azote. Tampoco se dio cuenta de que llegó un día en que se
convirtió en el último superviviente de entre los hombres que habían tocado a
las indias.
Tres días después, el capitán no salió de su tienda por la mañana. Lo
encontraron en el suelo con sus intestinos tapizando las paredes de la tienda
como si fueran gallardetes. Sus ojos, sus manos y su lengua habían
desaparecido. Le habían cortado la garganta y le habían introducido los
órganos genitales en la boca. Nadie vio ni oyó nada durante la noche.
Lo enterraron sin señales de duelo. Y después dieron media vuelta para
regresar a casa. O, por lo menos, a Presidio, en Santa Fe.
Demasiado tarde. Los indios los atacaron durante la noche. Casi todos
los soldados fueron asesinados mientras dormían, pero el sargento reunió a
los supervivientes, emprendió una acción defensiva y se retiró con sus
hombres a las montañas y después a un cañón. Pese a ello, los siguieron
diezmando. Sólo les quedaban ocho hombres y dos caballos cuando llegaron
al pequeño y redondo valle. Creyeron que lo podrían defender, sin percatarse
de que los indios eran capaces de trepar casi tan bien como las cabras.
Así pues, se refugiaron en la cueva dando gracias a Dios y a la buena
suerte por el descubrimiento de aquel oscuro hueco que conducía a una
inmensa y lóbrega sala abierta en la roca. Demasiado tarde se dieron cuenta
de que su hallazgo no había sido accidental; los habían conducido hasta allí.
Pero, para entonces, las rocas ya estaban cayendo. Dos de los hombres habían
salido corriendo bajo la lluvia de rocas y habían sido aplastados. Los demás
se habían quedado acurrucados dentro hasta que el ruido se había ido
apagando. Y entonces empezó la espera en la oscuridad.
Y, a continuación, comenzaron las muertes, hasta que el cura se quedó
solo con el sargento. Y después se quedó auténticamente solo. Una oscura
mansión para que en ella sólo habite la muerte.
Hacía dos días que había dejado de orinar; tenía los labios agrietados y
la boca tan seca que el hecho de tragar se había convertido en una tortura.
Pero después ya no volvió a estar solo: unos rostros flotaban en la
oscuridad, ondulando suavemente como el cabello de las sirenas. Una mujer
morena vestida de verde. Un hombre de mediana edad y ojos perversos...
maldad y cínico ingenio, la apacible tristeza que llena los ojos de los que han
visto las luces más brillantes del mundo inextricablemente mezcladas con las
sombras más oscuras.
El mejor de todos era un rostro que él jamás en su vida había visto. Una
muchacha de cabello cobrizo cuya imagen había llevado durante largos años
muy cerca de su corazón, oculto en el interior de su enorme crucifijo.
¿Qué hubiera pensado el obispo? Rió, aunque sonó más bien como un
vómito. «Un dispendio de espíritu en un desecho de vergüenza», había
gritado con rabia en cierta ocasión. Ésas hubieran podido ser las palabras del
obispo.
Pero se había equivocado. Lo había comprendido hacía mucho tiempo.
El amor nunca era un desecho. No es amor el amor que muda con la
mudanza...
Ella flotó sonriendo una vez más y él sintió que su corazón revoloteaba
y se lanzaba al galope.
—Pero ¿quién es ella? —oyó preguntar a su joven voz.
—Ella es ella misma —contestó otra voz—. La Rosa de la Belleza.
Y el resto fue silencio [20].
ACTO V
46

Cinco meses después de la muerte de Roz, en una fría noche de


diciembre, me encontraba de nuevo en el Globo mucho antes de lo que
esperaba, ensayando Hamlet.
Habían restaurado el teatro hasta devolverle su antiguo esplendor. En
junio, su magnificencia sería aún mayor cuando se ofreciera la primera
representación de Cardenio en más de cuatro siglos, nada menos que el día
29. Y las autoridades correspondientes me habían pedido que dirigiera la
obra.
Athenaide había decidido que primero se ofreciera Hamlet. Sin
embargo, el único tiempo que le quedaba libre a Jason Pierce para interpretar
al melancólico príncipe era en diciembre. Yo pensaba que la idea de estrenar
una obra en el Globo a mediados de diciembre era absolutamente
descabellada, pero Athenaide no estaba de acuerdo.
—Los isabelinos estrenaban obras a lo largo de todo el año —porfiaba
—. ¿Por qué no podemos hacerlo nosotros? ¿Hasta qué extremo cree que nos
hemos acobardado?
Y, acto seguido, había extendido un cheque respaldando el espectáculo
en memoria de Roz. Y resultó que tuvo razón, por lo menos en lo de las
entradas. Casi todas se habían vendido, y eso que todavía faltaban diez días
para el estreno.
Mientras los actores abandonaban el escenario al término del ensayo,
aproveché un valioso momento de soledad en el teatro. En diciembre, el
ocaso se produce muy temprano en Londres. Prácticamente a las cinco, según
el reloj. La luz del atardecer iluminaba oblicuamente el tejado de paja y me
deslumbraba los ojos, por lo que levanté la mano para protegerlos. Según una
devota tradición, en tiempos de Shakespeare, en los teatros al aire libre se
representaban obras por la tarde hasta casi el anochecer. Contemplando el
escenario, ya no estuve tan segura. Tomemos por ejemplo las Columnas de
Hércules: bajo el sol del mediodía, mostraban un descarado color escarlata.
Bajo cielos grises, se oscurecían hasta presentar los equinos colores zaino y
bayo pelirrojo, tan gélidos como la distante arrogancia de los aristócratas o —
en caso de que uno fuera irremediablemente cínico— como la de dos
marmóreas columnas de bistecs. Sin embargo, era a la hora del ocaso, tanto
en invierno como en verano, cuando yo más las admiraba. Cuando tanto las
columnas como todo el teatro parecían más auténticamente shakespearianas.
O bíblicas. O ambas cosas a la vez: cuando las sombras se condensaban como
demonios gruñones y las Columnas de Hércules resplandecían como ríos de
sangre veteados de fuego.
Me estremecí y me arrebujé en mi abrigo, recordando.
Sir Henry había sido encontrado una semana después de su muerte. Río
abajo, medio escondidos debajo de unas rocas del cañón, descubrieron los
restos de la alforja, pero todo su contenido había desaparecido.
Al final, sir Henry había conseguido casi exactamente lo que quería.
Había sacado a la luz la obra perdida, pero destruido cualquier prueba que la
carta pudiera contener en contra de Shakespeare. Para eso había sacrificado
su vida.
Y las vidas de otras seis personas. Maxine, el doctor Sanderson, la
señora Quigley, Graciela, Matthew... y Roz.
Athenaide había dedicado Hamlet a la memoria de Roz, pero yo había
decidido rendirle homenaje con Cardenio. Aún no le había perdonado del
todo que jugara conmigo. Y menos todavía que hubiera muerto. Acaricié en
mi bolsillo una copia del broche de Ophelia que siempre llevaba conmigo
como si fuera un talismán. «Déjalo —me había dicho Maxine, refiriéndose a
la mezcla de rabia y pesar que me embargaba—. Deja a Roz.»
Lentamente, bajé de la galería al patio y me situé de cara al escenario
desierto.
—Buenas noches, mi dulce príncipe —dije en voz alta, sin saber del
todo a quién o a qué me estaba dirigiendo. Tal vez al mismo escenario—. Y
que las legiones de los ángeles arrullen tu sueño.
El sonido de unos aplausos traspasó el silencio y me giré hacia el lugar
de donde procedían. Alguien estaba apoyado con indiferencia contra la pared,
al lado de las puertas, aplaudiendo. Menudo momento de soledad.
La intromisión me resultó exasperante. Una o dos veces por semana,
algún turista pensaba que los letreros de «No molestar, ensayo» estaban
dirigidos a cualquiera menos a él, y encontraba la manera de superar las
barreras de los porteros y los guardias y colarse al interior.
—El ensayo acabó hace rato. Los actores ya se han ido —dije en voz
alta.
—Han estado espléndidos —contestó una voz británica que me sonaba
conocida. Una voz de chocolate y de bronce—. Pero el aplauso no es para
ellos. Es para ti, si me permites que te tutee.
Ben se adelantó.
Me lo quedé mirando como si fuera un fantasma.
—Siento haberme colado tan pronto —dijo—. Pero nunca había visto
trabajar a un director y sentía curiosidad. —Se acercó a mí renqueando
levemente—. No te apetecería por casualidad una copa, ¿verdad, profesora?
—No tienes remedio —dije sonriendo—. ¿Es que no sabes que hay que
llamar primero antes de presentarse a una reunión?
—Cuánto lo siento —replicó sin inmutarse—. He traído una estupenda
botella de champán. Muy apropiada para una cita. En realidad, sensacional
para una reunión.
Pasó por mi lado y se acercó a los peldaños del escenario. Tras sentarse
en el peldaño superior, sacó dos copas aflautadas y una botella y empezó a
descorcharla.
Me acerqué a él.
—Si me vas a ofrecer champán, puedes calificar este encuentro como te
dé la gana.
El corcho de la botella saltó con un sordo chasquido y Ben escanció el
pálido licor en las copas.
—¡Salud! —dijo ofreciéndome una copa.
—¿Qué estamos celebrando?
—¿Una reunión? —me preguntó sonriendo.
Asentí y tomé un sorbo.
Era intenso y delicioso.
—¿Cómo estás, Kate?
Parpadeé. ¿Se había pasado cinco meses haciendo rehabilitación y me
preguntaba cómo estaba yo? La verdad es que no sabía ni cómo empezar. Las
horas que se sucedieron tras la muerte de sir Henry habían empezado con el
zumbido de las palas de un helicóptero y con gritos y luces brillando en la
oscuridad hasta que habían conseguido rescatar vivo a Ben de la cueva. Al
día siguiente, sacaron el cadáver de Matthew a la superficie.
Después, y con la bendición de los Jiménez, regresé a la cueva con una
agente de campo de la Agencia de Peces y Fauna Silvestre de Estados Unidos
(muy interesada por los murciélagos mexicanos sin cola), cinco arqueólogos
(dos de la Universidad de Arizona y uno de Ciudad de México, otro de
Londres y otro de Salamanca; todos ellos interesados por el hallazgo colonial
español y el manuscrito jacobino) y un espeleólogo del sistema de parques
estatales de Arizona. Los montículos de piedras de la seca cueva eran lo que
yo había imaginado: los sepulcros de cinco soldados españoles de la época de
la Conquista.
El sexto cadáver no enterrado resultó ser el de un fraile franciscano.
Escondida en el interior de su crucifijo se encontró una miniatura de Hilliard,
un exquisito retrato de una joven de cabello cobrizo enmarcado por una
leyenda en finas letras doradas que parecía emparentarlo con el Hilliard de la
Folger: «Mas tu eterno estío no se apagará». No había ninguna otra clave que
permitiera averiguar algo más acerca de la identidad del hombre, pero el
único sacerdote inglés de quien constaba que se había perdido en aquella
zona del mundo era William Shelton.
Introduciéndonos en la cueva a través de la entrada inferior, nos abrimos
paso bajo los murciélagos hasta llegar a la caverna viva que había sido la
tumba de Jem. Éste llevaba consigo unos papeles que se habían podrido y
convertido en un mohoso e ilegible terrón. Parecía una lástima, en medio de
la sonora gloria de aquel lugar, lamentar la pérdida de unas cuantas hojas de
papel.
Los Jiménez anunciaron el descubrimiento del manuscrito en el
transcurso de una rueda de prensa y, de la noche a la mañana, me vi
arrastrada al súbito resplandor de la fama. Se armó un alboroto a nuestro
alrededor, pero el mundo, o buena parte de él, no tardó en aceptar que el
sacerdote era un inglés convertido en sacerdote español llamado William
Shelton y que éste custodiaba el volumen del Quijote y el manuscrito de la
obra largo tiempo perdida de Shakespeare. Y, sin embargo, los diarios de
Ophelia seguían estando en el limbo, atrapados en las discretas negociaciones
entre Athenaide y la Iglesia anglicana. Las cartas de Wilton House no habían
salido a la luz.
Siguiendo el consejo de Athenaide, los Jiménez vendieron el manuscrito
de la obra teatral en una subasta a cambio de una suma no revelada que dio
lugar a toda suerte de conjeturas (¿una decepción por diez millones de
dólares?, ¿una falsificación por la que se habían pagado quinientos
millones?). Como de costumbre, la verdad estaba situada en un lugar
intermedio. Fue a parar, bajo custodia compartida, a la Biblioteca Británica y
a la Folger en un acuerdo que obligó al manuscrito a ir y venir
constantemente como la pobre Perséfone entre sus dos nuevos hogares en
años alternos.
Los Primeros Infolios robados se encontraron en la biblioteca de sir
Henry y se devolvieron al Globo y a Harvard, aunque en la universidad
descubrieron la ausencia de una página de Tito Andrónico. La página que yo
había paseado por ahí en mi bolsillo le devolvió la integridad. En Valladolid,
el rector del Real Colegio de San Albano reflexionó acerca de lo que debería
hacer con el Infolio que Derby había enviado a William Shelton.
Sin embargo, las emociones estuvieron envueltas en profundas sombras.
Las muertes de sir Henry Lee y del profesor Matthew Morris tan
inmediatamente después de que ocurriese la de Roz provocaron ondas
expansivas en toda la comunidad shakespeariana. La versión oficial, según
las explicaciones de Sinclair en el transcurso de una rueda de prensa
televisada a todo el mundo, convirtió los clamores en una rugiente tempestad.
Sir Henry y Matthew habían participado en cinco asesinatos y, a
continuación, sir Henry había matado a Matthew. La muerte de sir Henry,
afirmó rotundamente Sinclair, había sido accidental.
Por primera vez que se recordara, Harvard se había quedado sin
especialista reputado en Shakespeare; el consiguiente trasiego de currículos
sonó como si todos los bosques de Estados Unidos y Gran Bretaña se
hubieran puesto repentinamente en marcha. Yo me consideraba afortunada
por el hecho de haber colaborado con sir Henry, pero las discretas consultas
que llevé a cabo para encontrar el sustituto apropiado para ocupar su vacío en
Hamlet arrojaban nombres conocidos del teatro de todo el mundo. Al parecer,
el papel del espectro estaba considerado universalmente como una audición
para el papel de don Quijote.
¿Por dónde tendría que empezar entre tantas cosas?
—Bien —contesté—. Estoy bien, gracias.
Ben me miró sonriendo.
—Simplificas un poco, estoy seguro, pero me alegro de saberlo.
—¿Y tú? ¿Cómo estás?
Por un instante contempló las burbujas que iban subiendo por su copa.
—He descubierto una cosa, Kate.
Reaccioné con retraso. «Las palabras de Roz.»
—No tiene gracia.
—No es mi intención que la tenga. —Levantó los ojos para mirarme—.
Quiero que comprendas que es verdad.
Lo miré fijamente. Durante su larga permanencia en el hospital y
después durante el período de rehabilitación, se había negado a recibir visitas,
aunque habíamos hablado varias veces por teléfono. En cuestión de unos
días, los papeles de la Houghton y de Wilton House —las cartas de Jem al
profesor Child y de Will al «más dulce cisne»— habían encontrado por
separado sus caminos de regreso a casa, sin que nadie hubiera hecho
preguntas, por lo menos hasta que yo las hiciera. Lo único que yo sabía, sin
embargo, era que, durante el caos que se había producido en Elsinore, Ben le
había quitado el volumen de Chambers a sir Henry y lo había escondido,
junto con su ilícita colección de cartas, en algún lugar de la casa. No quiso
decir cómo se las había arreglado para recuperarlo. No obstante, me preguntó
por el broche con su miniatura secreta y puso en ello tanto empeño que acabé
por aceptar su sugerencia. Así pues, el broche emprendió también
rápidamente su camino de regreso a casa y llegó a la Folger junto con las
cartas de Ophelia a la señora Folger.
La última vez que habíamos hablado había sido poco antes de que yo
empezara los ensayos seis meses atrás. Lo había vuelto a llamar muy
emocionada tras haber descubierto la conexión entre los Howard y el conde
de Derby.
Su voz sonaba cansada, pero se animó al oír mis palabras.
—¿Qué clase de conexión?
—La anticuada conexión de siempre. El matrimonio. La hija de Derby
se había casado con un primo de Somerset.
—Estás de guasa.
—Otro Robert Carr, en efecto, sólo que éste insistía en utilizar la
ortografía escocesa. Kerr, con ka. Ocurrió en 1621, un año antes de que la
condesa de Somerset fuera liberada de la Torre. Dos años antes de la
publicación del Infolio.
«Ahora es de la familia», decía la carta de Wilton House.
—Eso lo aclara todo, ¿verdad? ¿Establece un nexo entre Derby y las
obras?
Discrepé.
—El matrimonio sólo demuestra que él estaba emparentado con los
Howard. Ya sabíamos por el Infolio de Valladolid que Derby conocía a
William Shelton. Y sabíamos gracias a la carta de Wilton House que
mantenía cierta relación con William Shakespeare. Pero nada de todo eso lo
convierte en autor de las obras. Pudo haber sido un simple protector.
—¿Qué otra cosa se necesita?
—Algo explícito.
Ben soltó un gruñido.
—¿Y dónde habría que buscar?
—En algún lugar donde nadie más lo hubiera hecho en los últimos
cuatrocientos años, para empezar.
—¿Se te ocurre alguna idea?
Lo pensé.
—En los márgenes de la historia. Chismorreos quizá. Pero no acerca de
las obras. Eso ya se ha examinado.
—¿Pues chismorreos acerca de qué entonces?
—La Biblia del rey Jacobo tal vez.
Ben lanzó un prolongado suspiro.
—La signatura de los Salmos.
—Podría haber algo acerca de quiénes realizaron las traducciones, sobre
todo la del salmo cuarenta y seis.
—¿No lo sabemos? ¿Tú no lo sabes?
—No. Los traductores eran muy discretos a propósito de sus
aportaciones individuales. Al parecer, de manera deliberada. Hasta el extremo
de quemar sus datos personales. Según sus razonamientos, la Biblia es obra
de Dios. No de los hombres. Y por supuesto que no de un solo hombre. No
obstante, se podría haber colado alguna referencia y ésta se habría podido
conservar.
—Me pongo en ello.
Ben no había recuperado plenamente la movilidad y no sabía leer la
escritura jacobina, por lo que no me mostré demasiado entusiasta acerca de
sus posibilidades. Sin embargo, si necesitaba algo para no volverse neurótico
a causa de la inactividad, me parecía muy bien.
Pero ahora, sentado en el borde del escenario, decía que había
descubierto una cosa. Posé mi copa.
—¿Qué has averiguado? —pregunté.
Me entregó una copia xerografiada de una carta. La estudié. Estaba
escrita en cursiva isabelina.
Ben sonrió.
—Después de recuperar todo lo que les pertenecía, la Folger se mostró
de lo más atenta. Hasta me enseñaron a leer la escritura jacobina.
—¿Aquí está tu descubrimiento?
Meneó la cabeza.
—Una colección privada —dijo sin dar explicaciones concretas—. La
carta es de Lancelot Andrews, deán de Westminster y obispo de Chichester, y
va dirigida a un amigo. Fue escrita en noviembre de 1607. Un nombre un
poco improbable para un obispo, pero es que él tampoco parece un prelado
corriente [21].
No dijo más y me dispuse a leer la carta. Casi toda se refería al problema
católico en Warwickshire. Pero había un párrafo que me llamó la atención
sobre Laurence Chaderton, preceptor del Emmanuel College de Cambridge, y
sobre la recién terminada versión del Libro de los Salmos de la Biblia del rey
Jacobo. Chaderton había sido uno de los pocos clérigos de tendencias
puritanas que había colaborado en el proyecto; los Salmos habían sido
encomendados a su comité.
Según el obispo, Chaderton había escrito una carta que levantaba
ampollas, quejándose de que el rey hubiera pasado la esmerada traducción de
los Salmos realizada por su comité a un grupo de poetas. Para que la
«pulieran», había protestado Chaderton, hecho una furia, según informaba el
obispo, como si el embellecimiento poético fuera algo peor que la
masturbación, la sodomía y la brujería en la escala de las abominaciones
levíticas. En su respuesta, el obispo había tratado de tranquilizarlo. Los
poetas no estarían autorizados a modificar la traducción... pero, en cuanto al
ritmo y al sonido, bueno, en su opinión el rey tenía razón. Los salmos tenían
que ser cantos, pero sonaban más bien como sermones. Sermones aburridos,
había especificado. Al igual que el monarca, el obispo estaba a favor de la
exactitud del texto, pero no había ninguna razón para que la exactitud no
pudiera ser también agradable al oído.
Sin embargo, Chaderton no se había tranquilizado. Y había lanzado otra
acusación: «Ellos han firmado su obra».
Eso, de ser cierto, escribía el obispo, sería una blasfemia, pero él había
repasado todo el Libro de los Salmos y no había encontrado ninguna firma en
ningún sitio. Chaderton, le decía con un suspiro a su amigo, haría bien
preocupándose por los libros que aún quedaban por traducir, en lugar de
gritar sandeces acerca de los que ya se habían terminado. Si el irascible sujeto
no consiguiera ser discreto, el rey se les echaría encima y él mismo se
encargaría de mejorar los textos. Por lo menos, con los poetas, el bueno del
obispo podría rechazar cualquier cosa que fuera auténticamente horrible.
Por desgracia, a diferencia de Chaderton, el obispo era la quintaesencia
de la discreción y no mencionaba ningún nombre.
Una sonrisa iluminó el rostro de Ben cuando finalicé la lectura de la
carta.
—¿Tú crees que Shakespeare pudo haber sido uno de esos poetas?
—Pudo serlo. Pero, entonces, ¿quiénes fueron los otros? Nadie ha
encontrado jamás ninguna pista de otra firma.
—¿Alguien la ha buscado?
Me eché a reír.
—Probablemente no.
—Pues ¿qué es lo que ocurre?
Me agité levemente.
—Es la fecha lo que me preocupa. La antigua explicación es que los
Salmos se terminaron en 1610, cuando Shakespeare tenía cuarenta y seis
años, una especie de clave en broma del misterio. Pero el obispo fechó su
carta en 1607.
—¿Tiene que ser forzosamente un regalo de cumpleaños para sí mismo?
—No. Pero entonces, ¿por qué el salmo cuarenta y seis? ¿Por qué
traducirlo, en definitiva, sin dejar alguna especie de señal para que otros la
vieran?
—¿Crees que le importaba realmente que otros supieran que lo había
traducido él? A lo mejor, lo hizo para sí mismo, porque se le ocurrió pensar
que en un salmo podría camuflar las palabras «Shaking» y «spears» [22].
—Tal vez —dije frunciendo el entrecejo—. Un regalo de cumpleaños
para sí mismo.
Saltando del escenario, eché a correr hacia la mesa de la galería donde
guardaba mis cuadernos de apuntes y regresé con tres páginas dobladas que
deposité delante de Ben. Eran del diccionario on line Oxford Dictionary of
National Biography. Las entradas correspondientes a William Stanley, sexto
conde de Derby, Mary Sidney Herbert, condesa de Pembroke, y sir Francis
Bacon.
—La quimérica bestia —dijo Ben—. O buena parte de ella.
—Regalo de cumpleaños para sí mismos —apunté.
Ben examinó las entradas y levantó los ojos.
—Todos habían nacido en el año 1561. Lo cual significa que en 1607,
cuando se terminaron los Salmos, tenían...
Ben soltó un silbido.
—Todos tenían cuarenta y seis años.
Por un instante bebimos en silencio, sumergiéndonos en las
profundidades del universo shakespeariano mientras el cielo de un azul zafiro
cada vez más intenso nos hacía experimentar la sensación de estar flotando en
un sueño invernal.
—¿Sabes que Derby fue el último miembro de la quimérica bestia que
sobrevivió? —dije en tono meditabundo—. Lady Pembroke murió de viruela
en 1621, pocas semanas después de que la hija de Derby se casara con el otro
Kerr, y Bacon murió de una pulmonía en la primavera de 1626 a raíz de un
experimento para conservar la carne, consistente en rellenar un pollo con
nieve. Pero Derby sobrevivió a los primeros disparos de la guerra civil
inglesa.
—¿Muerto en combate? —preguntó Ben.
—No. Estaba envuelto en mantas con sus amados libros en Chester y,
además, tenía ochenta y un años. Pero en septiembre de 1642, tras la huida
del rey de Londres, los puritanos del Parlamento consiguieron finalmente
meter en cintura los teatros que tanto tiempo llevaban aborreciendo y los
cerraron de golpe el 2 de septiembre. Permanecerían cerrados durante casi
veinte años...
—No eran muy amantes de la diversión que digamos los puritanos. Me
alegro de que casi todos ellos se marcharan al Nuevo Mundo.
—Muchas gracias, hombre. —Hice una mueca de desagrado—. Derby
murió casi exactamente cuatro semanas después, el 29 de septiembre.
—¿Como si el Parlamento le hubiera destrozado el corazón?
—Resulta tentador verlo de esta manera, ¿verdad? Pero la historia no
funciona así. La cronología no es una cuestión de causa y efecto.
Permanecí sentada con aire ausente mientras deslizaba el dedo por el
borde de mi copa.
—¿Y qué vas a hacer con eso?
Meneé la cabeza.
—Athenaide sugirió que Wesley North escribiera un libro más, esta vez
acerca de la quimérica bestia. Le dije que lo pensaría.
—Ya me lo comentó. ¿Introducirías todo esto en un libro, a nombre de
otra persona?
—Parece lo más apropiado, ¿no crees? —Él se echó a reír y yo meneé la
cabeza—. Lo malo es que no aporta mucho más que unas voces oídas en el
viento. No son pruebas irrefutables.
—Lo cual no ha impedido hasta ahora que otras personas sigan adelante
con el tema.
—Se lo impidió a Ophelia. Y, a partir de entonces, fue feliz.
—¿O sea que te inclinas por seguir el camino de Ophelia más que el de
Delia?
Hay una corriente en los negocios de los hombres... La cita preferida de
Roz pasó por mi mente con la cadencia de su voz.
—¿Hasta qué extremo conocías a Roz? —pregunté.
—La conocía lo suficiente para saber que te adoraba.
—Le gustaba verse a sí misma interpretando la historia de los sonetos.
Siempre fue una poeta.
—Por supuesto. Y tú eras el joven dorado.
Dejé de reírme.
—Suena un poco presuntuoso dicho de esta manera. Pero una vez sir
Henry me dijo lo mismo.
Ben me sostuvo la mirada.
—Roz te llamaba su chica dorada. Entre otras cosas.
Me incliné hacia delante.
—¿Te has preguntado alguna vez si tenía intención de introducirte en su
juego de los sonetos?
—Nunca me lo tuve que preguntar. Me ofreció el papel de la dama
oscura —contestó con una modesta sonrisa en los labios—. No tenía por qué
ser nada de tipo femenino, me aseguró. El papel del aguafiestas. Del intruso.
Perfectamente adecuado para un soldado.
Me eché a reír.
—¿Y tú qué dijiste?
Tomó un sorbo de champán.
—Le dije que no era actor y que no seguiría el guión de otra persona.
—Y ella replicó: «¿Ni siquiera el de Shakespeare?».
—¿Te lo contó?
Meneé la cabeza.
—No, es que yo le dije lo mismo una vez, eso fue lo que me contestó.
Ben soltó una carcajada.
—¿Cuál fue tu respuesta?
—Que yo escribiría mi propia historia. Quizá no sería tan brillante, pero
sería mía.
—¿Y qué tal te está saliendo?
—Todavía no estoy muy segura. Pero, si no sigo el camino de
Shakespeare, seguro que tampoco seguiré ni el de Ophelia ni el de Delia.
Asintió con la cabeza y tomó otro sorbo de champán.
—¿Has pensado alguna vez en una colaboración?
En las comisuras de su boca se dibujó una expresión de picardía. De
picardía y esperanza.
—¿Qué clase de historia tienes pensada?
—La historia más antigua de todas —contestó—. Chico encuentra a
chica.
—¿Qué tal chica encuentra a chico? —repliqué sonriendo.
Levantó su copa.
Levanté la mía.
—Por una nueva historia —brindé.
Nota de la autora

Una noche de otoño, cuando iniciaba mis estudios de posgrado, estaba


hojeando viejos libros en la sala de la Biblioteca Child, que servía de refugio
privado del Departamento de Inglés, oculto en un rincón del último piso de la
Biblioteca Widener de Harvard, y me tropecé con los cuatro volúmenes de
The Elizabethan Stage, de E. K. Chambers, publicados en 1923. Los abrí uno
a uno. Estaban llenos de información, pero no tenía ni idea de qué hacer con
buena parte de ella, como, por ejemplo, la nota según la cual «muchos actores
isabelinos eran acróbatas y podían, sin ninguna duda, realizar ejercicios de
equilibrio sobre un alambre». Hacia el final del tercer volumen, sin embargo,
encontré unas páginas acerca de las obras dramáticas de Shakespeare que
terminaban con un breve apartado titulado «Las obras perdidas».
Yo sabía que la mayoría de las obras dramáticas escritas en el
Renacimiento inglés no habían sobrevivido y sospechaba —vagamente— que
parte de lo que Shakespeare escribió también se tenía que haber perdido. Lo
que me sorprendió fue que Chambers supiera algunas cosas acerca de lo que
se había perdido. Visualicé dos títulos y, en el caso de Cardenio, el esquema
de un argumento.
Empecé a fantasear sobre la idea de encontrar una de aquellas obras.
¿Dónde podría alguien desenterrar semejante tesoro? ¿Qué sentiría en el
momento del descubrimiento? ¿Y cuál sería el efecto del hallazgo en la
configuración de su propia vida, aparte de la adquisición instantánea de fama
y riqueza?
Los lugares más obvios donde buscar las obras perdidas de Shakespeare
eran las bibliotecas y las mansiones de las familias nobles de la época. Pero
estaba claro que, si alguna de esas obras hubiera estado en algún lugar tan
previsible, ya se habría encontrado. A la egoísta manera de los ensueños,
empecé a preguntarme dónde podría alguien hallar una obra de Shakespeare
fuera del Reino Unido y, más concretamente, en algún lugar donde yo tuviera
más probabilidades de encontrarla, sobre todo, en Nueva Inglaterra (o, por lo
menos, en algún sitio del pasillo nororiental entre Boston y Washington DC)
o en el suroeste de Estados Unidos. Algunas veces llegué al extremo de
rebuscar en las cajas de libros viejos de las tiendas de antigüedades instaladas
en establos en pueblos de Nueva Inglaterra que pudiera estar visitando
casualmente. Pero nadie había dejado un libro en cuarto [23] shakespeariano y
mucho menos un manuscrito tirado de cualquier manera por allí.
En algún lugar del camino, reconocí en mi fuero interno que jamás iba a
encontrar una de las obras perdidas de Shakespeare, y que podría ser más
divertido para mí, en cualquier caso, crear una historia relacionada con el
tema, pues entonces yo podría ejercer control sobre lo que ocurriera y sobre
la persona a quien le ocurriera. Pero después pensé: ¿por qué no centrarme en
el otro y todavía más grande misterio shakespeariano? ¿Quién fue
Shakespeare?
Tardé más de una década en empezar, pero Sepultado con sus huesos es
el resultado.
El pasaje de Chambers que lo puso en marcha todo, con alguna que otra
pequeña variación, es el mismo que lee Kate en este libro. Los principales
lugares shakespearianos de esta novela son reales, aunque me he tomado
alguna libertad para poder conciliarlos con el relato. Las teorías acerca de la
identidad de Shakespeare son todas reales, por lo menos, como teorías.
Finalmente, muchos de los personajes históricos son fantasías inspiradas en
hechos verídicos. En cambio, todos los personajes modernos son imaginarios.
Una entrada en el Stationers' Register (una antigua modalidad inglesa de
registro de la propiedad intelectual) identifica a Shakespeare como el coautor
de Cardenio, junto con John Fletcher, su sucesor como dramaturgo principal
de los Hombres del Rey (y coautor de varias otras obras shakespearianas).
Decidí «encontrar» Cardenio porque, de entre las dos obras perdidas cuyos
títulos conocemos, sobre ésta conocemos más detalles, y también porque su
fuente, Don Quijote de Miguel de Cervantes, nos revela un nebuloso vínculo
con el mundo colonial español y, por consiguiente, con el suroeste de Estados
Unidos, un lugar que amo y en el que quería que mis personajes jugaran al
escondite shakespeariano.
La otra obra —Trabajos de amor encontrados— ha desaparecido, pero
Cardenio afloró de nuevo a la superficie en un manuscrito del siglo XVIII,
cuando Lewis Theobald la «modernizó» para el escenario de Londres. Los
manuscritos originales, que la mayoría de los estudiosos aceptan como
probablemente auténticos, han desaparecido desde entonces, pero la
expurgación, titulada La doble falsedad, ha sobrevivido. En general, la
adaptación es tan terrible como Kate dice que es: está llena de lagunas y
entrecruzada de evidentes cicatrices y remiendos estilo Frankenstein. Pero,
diseminadas por toda la obra, hay frases que suenan a Shakespeare o a
Fletcher y resulta, por lo general, difícil diferenciar al maestro del discípulo,
algo muy parecido al problema de distinguir entre las pinceladas de
Rembrandt y las «del taller de Rembrandt». La doble falsedad es la fuente de
las palabras que Kate y otros identifican como de Shakespeare en esta novela.
Las únicas excepciones son la dirección escénica y la única frase acerca
de Sancho y don Quijote: asumo la responsabilidad de ambas cosas porque la
obra expurgada no registra la menor huella del enloquecido caballero y de su
prosaico escudero. Como a Kate, sin embargo, a mí me gusta pensar que
Shakespeare los hubiera considerado indispensables para la comedia y la
intriga narrativa del relato y, por consiguiente, los hubiera incluido en alguna
especie de marco estructural de la historia.
He leído una docta sugerencia de Richard Wilson en Secret Shakespeare
(Manchester University Press, 2004), según la cual Cardenio podría estar
relacionado en cierto modo con los Howard y la muerte del príncipe Enrique.
Los Howard eran proespañoles, criptocatólicos y famosos por su tortuosa
manera de comportarse, especialmente el conde de Northampton y su sobrino
el conde de Suffolk. (En aras de la sencillez, me he referido a ambos con
estos títulos a lo largo de la novela, aunque ninguno de los dos recibió su
título hasta el ascenso al trono del rey Jacobo.) Corrieron efectivamente
rumores acerca del vínculo amoroso entre Frances Howard y el príncipe, y
parece ser que el «incidente del guante» ocurrió realmente (aunque se ignora
el nombre de la dama); la espeluznante historia del envenenamiento por parte
de Frances de uno de los amantes de su marido por medio de unas tartaletas
de fruta rociadas con veneno figura en numerosos documentos legales, lo
mismo que su declaración de culpabilidad de asesinato en la Cámara de los
Lores. En cambio, los detalles acerca de la relación de los Howard con
Shakespeare y el Globo son fruto de mi imaginación.
Aunque lo más fácil sea decir que William Shakespeare de Stratford fue
el autor de las obras que llevan su nombre, hay muchos argumentos, que
oscilan entre lo curiosamente intrigante y lo escandaloso, en el sentido de que
tal vez no lo fue. El principal problema que comparten todas las teorías en
favor de «otro autor» consiste en la conspiración de silencio que todas ellas
exigen: si otro autor escribió las obras, nadie se fue jamás de la lengua. En
ambientes tan chismosos, difamatorios y profesionalmente ingeniosos como
las cortes isabelina y jacobina, no se trata de un obstáculo baladí. Hoy en día
existen muchas asociaciones de «antistratfordianos», que van desde
asociaciones académicas a grupos de culto más afines a la teoría de la
conspiración. Muchos se complacen en desenterrar mensajes cifrados que
avalan en teoría a varios otros escritores como el efectivo y deliberadamente
enmascarado autor de las obras publicadas bajo el nombre de William
Shakespeare. Los dos candidatos que cuentan con un mayor —y más
respetable— número de seguidores son el conde de Oxford y Francis Bacon.
Entre otros perennes favoritos, figuran Christopher Marlowe; Edmund
Spenser; sir Philip Sidney y su hermana Mary Herbert, condesa de Pembroke;
la reina Isabel; sir Walter Raleigh; los condes de Southampton, Derby y
Rutland, y un comité secreto integrado por todos los anteriormente citados,
en teoría encabezados por Bacon u Oxford, o por ambos. Inexplicablemente
insensatos son los partidarios de Henry Howard, conde de Sussex (decapitado
unos cuarenta y cuatro años antes de la primera representación conocida de
una obra de Shakespeare) y los de Daniel Defoe (nacido unos setenta años
después de la primera representación). El más reciente candidato a la atención
de los estudiosos es el cortesano de segunda fila sir Henry Neville.
Edward de Vere, decimoséptimo conde de Oxford, reina como el actual
favorito de los antistratfordianos. Todos los anagramas y acertijos
oxfordianos que figuran en este libro se han presentado como prueba de que
el conde escribió las obras. Tal como señala Athenaide, su apellido familiar
—Vere— está relacionado, según una antigua tradición, con el latín verum, o
«verdadero», y el lema de su familia —Vero nihil verius o «Nada es más
verdadero que la verdad»— juega con esta relación. Tal como hacen sus
partidarios del mundo real, los cuales consideran «sospechosas» o
«significativas» las referencias a la verdad en todas las obras de Shakespeare.
La palabra ever [es decir, «siempre o posible y nunca y jamás»] es otra de las
preferidas para justificar que Edward de Vere es Shakespeare. El primer
oxfordiano serio fue J. Thomas Looney (pronunciado «Loney», [es decir,
«lunático» en inglés]) cuyo libro «Shakespeare» Identified se publicó por vez
primera en 1920 y convenció, entre otros, a Sigmund Freud.
Sin embargo, Francis Bacon fue el primer autor alternativo que se tomó
en consideración; los primeros argumentos en favor de su candidatura los
plantearon en la década de 1850 Delia Bacon y otros. Los partidarios de
Bacon han examinado cuidadosamente sus obras y las de otros autores
renacentistas con incomparable entusiasmo y han señalado numerosos
anagramas, acrósticos, claves numéricas y dobles significados (a menudo
sobre la base de hog —«cerdo»— y «bacon») que supuestamente señalan a
su héroe como el autor de las obras (y, a menudo y por si fuera poco, como
hijo de la reina Isabel). Algunas almas desesperadas han recurrido a sesiones
de espiritismo y al robo de tumbas. Sin embargo, no todos los partidarios de
Bacon se pueden descartar tan fácilmente; entre ellos se han incluido
estudiosos, autores, abogados y jueces tanto de Gran Bretaña como de
Estados Unidos. La lectura baconiana más agradable de leer es con mucho el
ensayo de Mark Twain ¿Ha muerto Shakespeare?
Con independencia de cualquier otra cosa que haya podido ser, Bacon es
ciertamente el más brillante e ingenioso. Consejero principal de la Corona
durante algún tiempo, fue también inventor del admirable y complejo código
cifrado utilizado en esta novela por Jem Granville. Bacon publicó el código
en 1623, el mismo año de la aparición del Primer Infolio.
El gran defensor del sexto conde de Derby fue el eminente historiador
literario y profesor francés del Collège de France Abel Lefranc en las
primeras décadas del siglo XX. A pesar de las coincidencias del nombre
(William), las iniciales (W. S.) y la época, su candidatura ha sido para los
anglohablantes más oscura que las de Bacon y Oxford.
El mejor ensayo (e imparcial) de la controversia sobre la autoría es Who
wrote Shakespeare? (Thames amp; Hudson, 1996) de John Michell. Para una
defensa más parcial de Shakespeare de Stratford, véase The Case for
Shakespeare de Scott McCrea (Praeger, 2005).
El Teatro del Globo original fue pasto de las llamas el 29 de junio de
1613 (martes, según el calendario juliano), durante una representación de la
obra de Shakespeare Enrique VIII, conocida entonces con el título de All is
True [Todo es verdad]. Por lo que se sabe, fue un accidente causado por las
chispas de un cañón que fueron a parar a la techumbre de paja. Los testigos
presenciales señalaron que un hombre sufrió quemaduras leves durante el
rescate de una criatura atrapada por el fuego; sus calzones envueltos en
llamas fueron rociados con cerveza. En efecto, el nuevo Globo fue el primer
edificio con techumbre de paja cuya construcción se autorizó en las cercanías
de Londres después del Gran Incendio de 1666.
Los numerosos monumentos y teatros dedicados a Shakespeare en
Stratford-upon-Avon son mundialmente conocidos. La Biblioteca
Shakespeariana Folger de Capitol Hill en Washington DC custodia la más
rica colección de obras shakespearianas del mundo.
Wilton House, la casa solariega de los Pembroke, es uno de los pocos
edificios supervivientes que Shakespeare visitó con toda certeza. Su presencia
allí es documentalmente más segura que su presencia en cualquiera de los
edificios de Stratford, exceptuando la iglesia donde está enterrado. La copia
de Wilton House del monumento a Shakespeare de Westminster y su alterada
inscripción con sus extrañas letras mayúsculas son fieles a la realidad, aunque
la pintura que pone de relieve el anagrama es imaginaria. De igual manera,
hay toda una serie de pinturas de La Arcadia en la sala palladiana conocida
como el Salón del Cubo Solitario, aunque las he modificado ligeramente para
adaptarlas a mi historia. El compartimento oculto detrás de una de ellas es
totalmente fruto de mi imaginación. La «carta perdida» de la condesa a su
hijo, informándole de que «tenemos con nosotros a Shakespeare», fue
documentada en el siglo XIX, pero los estudiosos no la han vuelto a ver
desde entonces. La carta de Will al «más dulce cisne» es una invención mía.
El Real Colegio de San Albano de Valladolid fue fundado expresamente
por el rey de España Felipe II para preparar a jóvenes ingleses para el
sacerdocio católico y (según el punto de vista de la reina Isabel) para
fomentar la rebelión religiosa en casa. El Real Colegio sigue existiendo y
continúa dedicándose a preparar a jóvenes británicos para el sacerdocio. Su
maravillosa biblioteca albergó en otros tiempos un Primer Infolio, pero me
dijeron que fue vendido a principios del siglo XX. En 1601, ocho años
después del asesinato de Christopher Marlowe, constaba que un tal
«Christopher Morley», una variante que Marlowe utilizó durante su vida,
había estudiado allí. En 1604, Cervantes se encontraba también en la ciudad,
terminando Don Quijote.
Las minas, ciudades y teatros shakespearianos abundan en todo el oeste
de Estados Unidos; varias minas bautizadas con nombres de personajes y
obras shakespearianos salpican las Montañas Rocosas de Colorado. (El
estudio que llevó a cabo Roz a propósito de este tema es mío y lo hice con
vistas a un artículo que escribí para Smithsonian titulado «How the Bard Won
the West» (agosto de 1998). Cedar City, en el territorio de las rocas rojizas de
Utah, es la sede del Festival Shakespeariano de Utah que presume de una
moderna reconstrucción del Teatro del Globo isabelino, aunque he añadido el
Archivo Preston bajo la forma de la casa natal de Shakespeare en Stratford-
upon-Avon. El Hamlet de Jem Granville es un eco de una apuesta que tuvo
efectivamente lugar en Denver en 1861. Mis artículos periodísticos se han
basado en los reportajes del Rocky Mountain News acerca de aquella histórica
apuesta.
La ciudad fantasma de Shakespeare se encuentra en el oeste de Nuevo
México, cerca de Lordsburg, en la frontera de Arizona. He oído contar la
historia de Bean Belly Smith por boca de los propietarios de la casa en varias
ocasiones. Sin embargo, el palacio de Athenaide al final de la única calle de
la ciudad es una invención mía, si bien el castillo «original» que le sirve de
modelo —el castillo de Kronborg, en las afueras de Elsinore (o Helsingor),
en Dinamarca— es un lugar real, tal como lo es también la Sala de los
Banquetes del castillo de Hedingham, antiguo hogar del conde de Oxford. La
obsesión oxfordiana por la obra Hamlet es auténtica; los oxfordianos leen la
obra como una autobiografía secreta de su candidato. Tal como señalan Kate
y Athenaide, la obra ofrece más de una extraña similitud con la vida de
Oxford.
La estudiosa norteamericana Delia Bacon enloqueció mientras escribía
su obra magna de 1857 The Philosophy of the Plays of Shakespeare [sic]
Unfolded. La historia de su noche de vigilia delante del sepulcro en la Trinity
Church de Stratford está sacada de su propia descripción del acontecimiento,
tal como cuenta en una carta suya a su amigo Nathaniel Hawthorne. Parece
ser que el vicario de la Trinity Church, Granville J. Granville, autorizó la
vigilia; el reverendo Granville tenía varios hijos, pero Jeremy (Jem) es mi
aportación a su familia. De igual manera, el doctor George Fayrer fue
efectivamente el médico que envió a Delia a su manicomio privado en
Henley-in-Arden en 1857, pero su hija Ophelia es un producto de mi
imaginación.
Francis J. Child fue profesor de literatura inglesa en Harvard desde 1896
hasta su muerte; su colección de baladas populares inglesas y escocesas sigue
siendo una de las más grandes obras de erudición de la literatura inglesa. Era
también un excelente estudioso de Shakespeare. Como en la novela, las rosas
eran la otra pasión de su vida (y existe, en efecto, una célebre rosa Lady
Banks en el jardín posterior de una pensión —convertida ahora en museo—
de Tombstone, Arizona, aunque he retrasado unos cuantos años su plantación
en aquel lugar). Espero que Child me perdone haberle inventado una hija del
amor.
Los sonetos de Shakespeare se atribuyen calumniosamente o bien a un
desconfiado joven de cabello dorado, o bien a una peligrosa dama morena,
con los cuales parece ser que el poeta se vio atrapado en una especie de
triángulo amoroso. Se han dedicado numerosos estudios a tratar de averiguar
quiénes fueron la dama y el joven; ninguno de los dos ha sido
convincentemente identificado. En los primeros diecisiete sonetos,
Shakespeare le suplica al joven que engendre un hijo. Curiosamente, en su
prefacio a La doble falsedad, Theobald se refiere a una por otra parte
desconocida hija ilegítima de Shakespeare. Puesto que el poeta-narrador arde
de celos ante la relación del joven con la dama oscura, parecía natural atribuir
esta hija a la dama oscura y no aclarar la paternidad de la criatura, pero esta
conexión es exclusivamente mía e infundada, por otra parte.
Nicholas Hilliard fue, con mucho, el mejor pintor de Inglaterra en vida
de Shakespeare; y, en cierto modo, fue la réplica de Shakespeare en el ámbito
de las bellas artes. Hilliard estaba especializado en retratos en miniatura de
exquisito y fotográfico detalle. El Museo de Victoria y Alberto de Londres
posee uno de ellos en el que aparece un hermoso joven sobre un fondo de
llamas.
Thomas Shelton, un partidario angloirlandés de la familia Howard, fue,
de hecho, el primero en traducir Don Quijote al inglés; su traducción fue
publicada en 1612. Aunque su hermano es imaginario, hubo un significativo
número de piadosos católicos ingleses que huyeron al continente para
ingresar en seminarios como el Real Colegio de San Albano de Valladolid.
Los jesuitas ingleses solían ser enviados de nuevo a Inglaterra para atender en
secreto a los católicos de allí.
Las primeras misiones fundadas en Santa Fe y sus alrededores, en un
territorio conocido como Nuevo México, fueron franciscanas. Los nativos
americanos de todo el suroeste, que entonces era la Nueva España para los
europeos, se rebelaron varias veces durante el siglo XVII, provocando
matanzas de invasores españoles y, sobre todo, de sacerdotes. Los montes
Dragoon de la zona suroriental de Arizona eran una plaza fuerte de los
apaches hasta la captura definitiva de Gerónimo en 1886. (El gran jefe apache
Cochise yace enterrado todavía en algún lugar secreto de esas montañas.)
Aunque me he inventado el cañón y la cueva en la cual Kate encuentra lo que
busca enterrado con unos huesos, esta parte del mundo está salpicada de
cuevas. Las cercanas (y recientemente descubiertas) Cuevas Kartchner
constituyen un espectacular ejemplo de la clase de «palacios resplandecientes
como joyas» que las huecas montañas siguen sin duda ocultando todavía.
La «signatura» en la Biblia del rey Jacobo está allí para quien quiera
verla. Jamás se ha explicado cómo llegó allí, ni yo he descubierto quién la
«encontró». No se sabe exactamente cuándo se terminó la traducción del
salmo cuarenta y seis o de todo el conjunto de los Salmos (aunque debió de
ser entre 1604 y 1611), ni tampoco se sabe quién trabajó en concreto en dicho
salmo. Tanto Lancelot Andrews, deán de Westminster y más tarde obispo de
Chichester, como Laurence Chaderton, preceptor del Emmanuel College,
Cambridge, eran teólogos que estudiaron la Biblia, mientras que el
propuritano Chaderton era miembro del Primer Comité de Cambridge al que
se asignó la tarea de la traducción de los Salmos. Sin embargo, la carta del
obispo sobre Chaderton es de mi propia cosecha.
En cambio, las fechas de nacimiento de Bacon, Derby y la condesa de
Pembroke constan en los archivos históricos.

El hecho de transformar un sueño en una novela acaba exigiendo una


inmensa cantidad de ayudas y estímulos. Primero y por encima de todo, doy
gracias a Brian Tart y Mitch Hoffman. La paciencia y la perspicaz mirada de
ambos me ayudaron a esculpir este libro y otorgarle forma. De paso, también
consiguieron hacerme reír. Neil Gordon y Erika Imranyi aligeraron el
proceso. Noah Lukeman estaba seguro de que éste era el libro que yo tenía
que escribir y echó mano de toda su magia para convertirlo en realidad.
Por sus variados conocimientos y energía, quisiera también dar las
gracias a llana Addis, Michelle Alexander, Kathy Allen, Bill Carrell, Jamie
de Courcey, Lionel Faitelson, Dave y Ellen Grounds, el padre Peter Harris,
Jessica Harrison, Charlotte Lowe-Bailey, Peggy Marner, Karen Melvin,
Kristie Miller, Liz Ogilvy, Nick Saunders, Brian Schuyler, Dan Shapiro,
Ronald Spark, Ian Tennent y Heidi Vanderbilt. En el Straw Bale Forum y en
el Tucson Literary Club leí las primeras versiones de algunas páginas y, por
mi relación con estos dos grupos, estoy en deuda con Bazy Tankersley.
Mi especial gratitud al doctor Javier Burrieza Sánchez, bibliotecario y
archivero del Real Colegio de San Albano de Valladolid; a Nigel Bailey,
administrador de la casa, y a Carol Kitching, guía jefe de Wilton House, y a
Sarah Weatherall, del Globo de Shakespeare en Londres. El personal de la
Biblioteca Folger de Washington DC y de la Holy Trinity Church y la
Biblioteca del Shakespeare Centre, ambos de Stratford, fue también
extremadamente servicial.
Más que ninguna otra persona, Marge Garber ha configurado mi manera
de pensar acerca de Shakespeare. Los miembros de la Hyperion Theatre
Company de Harvard, 1996-1998, y de la Shakespeare amp; Company, de
Lennox, Massachusetts, me enseñaron lo que sé acerca de Shakespeare en el
escenario. David Ira Goldstein y la Arizona Theatre Company me acogieron
como frecuente invitada en el mundo del teatro profesional.
Tres personas escucharon, leyeron e hicieron interminables comentarios
mientras este libro adquiría forma: Kristen Poole, estudiosa y narradora de
cuentos y amiga; mi madre, Melinda Carrell, que fue quien primero me
enseñó a amar los libros, y mi marido, Johnny Helenbolt.
Mi deuda con Johnny sigue siendo ilimitada.

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25/12/2010

notes

[1] Equívoco entre berries (moras) y bears (osos) que suenan parecido
en inglés. (N. de la T.)
[2] Alusión al gato de Alicia en el País de las Maravillas, que aparece y
desaparece a voluntad y cuya sonrisa es lo último en desvanecerse. (N. de la
T.)
[3] La Tierra del Gran Cielo, entre Denver y San Francisco. (N. de la T.)
[4] «El Salvaje Oeste Shakespeariano.» (N. de la T.)
[5] El título en inglés (cuya ortografía es caprichosa) es Double
Falshood, or The Distrest Lovers. (N. de la T.)
[6] De dunce, «burro» o «tonto» en inglés. (N. de la T.)
[7] En español en el original. (N. de la T.)
[8] Spear-shaker, en el original. Juego de palabras consistente en
invertir los términos homónimos del apellido de Shakespeare. (N. de la T.)
[9] En el original, will shakes spears. (N. de la T.)
[10] En inglés, lunático. (N. de laT.)
[11] Siempre [o posible] y nunca o jamás, respectivamente. (N. de la T.)
[12] «Un jamás escritor a un jamás lector.» (N. de la T.)
[13] «Un [posible] escritor a un [posible] lector.» (N. de la T.)
[14] «Un escritor E. Ver a un lector E. Ver.» (N. de la T.)
[15] «Cada palabra casi dice mi nombre.» (N. de la T.)
[16] Vida, sombra, actor, escenario. (N. de la T.)
[17] Alusión a Richard Nixon, llamado Tricky Dick, Ricardito el
Tramposo. (N. de la T.)
[18] «Dios es nuestro refugio y nuestra fortaleza, nuestro auxilio en las
tribulaciones. Por eso no he de temer aunque tiemble la tierra, aunque se
arrastren los montes en medio del mar...» (N. de la T.)
[19] Título original en inglés de la película de Alfred Hitchcock Con la
muerte en los talones. (N. de la T.)
[20] Hamlet —al morir envenenado— afronta la muerte con palabras
casi idénticas: «Y el resto es silencio». (N. de la T.)
[21] Lancelot; en castellano, Lanzarote [del Lago], el caballero de la
Tabla Redonda que tuvo amores con Ginebra, la esposa del rey Arturo. (N. de
la T.)
[22] Otro juego de palabras con los términos del apellido de
Shakespeare. «Agitar» y «lanzas», en sentido literal. (N. de la T.)
[23] Dicho de un libro, de un folleto, etc.: cuyas hojas corresponden a
cuatro por pliego. Se dice también de otros libros cuya altura mide de 23 a 32
centímetros. (N. de la T.)

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