Semmelweis Descripcion Rosa Montero 141228

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El conocimiento

La fiebre puerperal

Ignaz Semmelweis, un médico de origen húngaro, realizó unos trabajos


entre 1844 y 1848 en el Hospìtal General de Viena. Se sentía angustiado
al ver que una gran porción de las mujeres que habían dado a luz en la
Primera División de Maternidad contraía una seria y con frecuencia fatal
enfermedad conocida como fiebre puerperal. En 1844, hasta 260, de un
total de 3157 madres ---un 8,2 %--- murieron de esa enfermedad; en
1845, el 6,8 % y en 1846, el 11,4 %. Estas cifras eran alarmantes porque
en la adyacente Segunda División de Maternidad del mismo hospital el
porcentaje era mucho más bajo: 2,3, 2,0 y 2,7 % en los mismos años.
Semmelweis empezó por examinar varias explicaciones del fenómeno
corrientes en la época:
Una opinión ampliamente aceptada atribuía las olas de fiebre puerperal a
"influencias epidémicas", que se extendían por distritos enteros y
producían fiebre puerperal. Pero, ¿cómo ---argüía Semmelweis--- podían
esas influencias haber infestado durante años la División Primera y haber
respetado la Segunda División? Ignaz Semmelweis. 1818 - 1865.
Médico húngaro
Según otra opinión, una causa de mortandad en la División Primera era el Wikimedia commons. Dominio público.
hacinamiento. Pero Semmelweis señala que de hecho el hacinamiento
era mayor en la División Segunda. Asimismo descartó dos conjeturas
similares haciendo notar que no había diferencias entre las dos divisiones en lo que se refería a la dieta y al
cuidado general de las pacientes.
A Semmelweis se le ocurrió una nueva idea: las mujeres, en la División
Primera, yacían de espaldas; en la Segunda, de lado. Aunque esta
circunstancia le parecía irrelevante, decidió probar a ver si la diferencia
de posición resultaba significativa. Hizo que las mujeres internadas en
la División Primera se acostaran de lado, pero, una vez más, la
mortalidad continuó.
Finalmente, en 1847, la casualidad le dio la clave para la solución del
problema. Un colega suyo, Kolletschka, recibió una herida penetrante
en un dedo, producida por el escalpelo de un estudiante con el que
estaba realizando una autopsia, y murió después de una agonía
durante la cual mostró los mismos síntomas que había observado en
las víctimas de la fiebre puerperal. Aunque por esa época no se había
El descubrimiento del Dr. Semmelweis descubierto todavía el papel de los microorganismos en ese tipo de
infecciones, Semmelweis comprendió que la "materia cadavérica" que
el escalpelo del estudiante había introducido en la corriente sanguínea de Kolletschka había sido la causa de la
fatal enfermedad de su colega, y las semejanzas entre el curso de la dolencia de Kolletschka y el de las
mujeres de su División llevó a Semmelweis a la conclusión de que sus pacientes habían muerto por un
envenenamiento sanguíneo del mismo tipo: él, sus colegas y los estudiantes de medicina habían sido los
portadores de la materia infecciosa, porque él y su equipo solían llegar de autopsias, y reconocían a las
parturientas después de haberse lavado las manos superficialmente, de modo que éstas conservaban a
menudo un característico olor a suciedad.
Una vez más, Semmelweis puso a prueba esta posibilidad. Argumentaba él que si la suposición fuera correcta,
entonces se podría prevenir la fiebre puerperal destruyendo químicamente el material infeccioso adherido a las
manos. Dictó, por tanto, una orden por la que exigía a todos los estudiantes de medicina que se lavaran las
manos con una solución de cal clorurada antes de reconocer a ninguna enferma. La mortalidad puerperal
comenzó a decrecer, y en el año 1848 descendió hasta 1,27 % en la División Primera, frente al 1,33 % de la
Segunda.

Fuentes utilizadas:
• HEMPEL: Filosofía de la ciencia natural, Alianza Editorial. Páginas 16-18

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El conocimiento

La fiebre puerperal

Prejuicios asesinos
ROSA MONTERO 20/11/2005 (El País Semanal)

Los prejuicios son esos parásitos del pensamiento que nos empequeñecen y envilecen. Son un producto de la sinrazón
y la incultura, pero también de la miseria moral. Porque los prejuicios más indestructibles son aquellos que
proporcionan alguna ventaja, algún beneficio al prejuicioso. Por ejemplo, pensar que los negros son seres inferiores ha
permitido a los blancos sentirse superiores a ellos y explotarles durante siglos. De manera que el prejuicio es ciego, en
efecto, pero también egoísta, depredador y a menudo homicida. Y somos tan responsables de nuestras reflexiones
conscientes como de esas zonas oscuras de pereza mental.
Uno de los casos más espectaculares y conmovedores de prejuicio que conozco es la terrible historia de Ignaz
Semmelweis (1818-1865), un ginecólogo húngaro maravilloso. A los 28 años, Ignaz fue nombrado ayudante de la
primera clínica ginecológica de Viena. En aquel entonces se había puesto de moda que las mujeres parieran en los
hospitales. Al mismo tiempo, coincidencia curiosa, se había desatado en todo el mundo una atroz epidemia que
acababa con la vida de miles de parturientas: la fiebre puerperal, una infección generalizada que se declaraba tras el
parto y que mataba a la mujer en pocas semanas entre terribles sufrimientos. Nadie sabía la causa de la fiebre, y
ningún médico parecía tener en cuenta que atacaba sobre todo a quienes parían en los hospitales. Las cifras eran
espantosas: por ejemplo, de los dos pabellones de parto que había en el hospital de Viena, el dirigido por el doctor
Klein, que era donde trabajaba Ignaz, registró una media de un 33% de muertes en 1842. Y hubo momentos peores: en
los primeros meses de 1846 se alcanzó un 96% de fallecimientos.
Semmelweis, horrorizado ante la matanza, empezó a pensar, a analizar. El pabellón de Klein duplicaba las bajas del
otro pabellón e Ignaz descubrió que la única diferencia era que en el primero hacían prácticas los estudiantes que
venían directamente de realizar autopsias, y que metían sus manos en los vientres de las mujeres sin haberse lavado
previamente. Semmelweis ordenó que estudiantes y médicos se limpiaran las manos con agua clorada antes de tocar a
las parturientas, y la mortalidad descendió al 0,23%. El entusiasmado Ignaz incluso intentó obligar a lavarse a su
propio jefe, y Klein, enfurecido, echó del hospital al joven médico.
Sin trabajo, Ignaz continuó sus investigaciones. Un amigo suyo se cortó con el escalpelo durante una autopsia, y
murió con los mismos síntomas de la fiebre puerperal, esto es, con los síntomas de la septicemia. Esto convenció aún
más a Semmelweis de que la fiebre era causada por las manos contaminadas de los médicos y el hombre se lanzó a
una afanosa campaña, intentando convencer a sus colegas de la sencilla obviedad de su descubrimiento. Su irrebatible
verdad, sin embargo, chocó frontalmente contra el cómodo y egocéntrico prejuicio de los ginecólogos: ¿cómo iban a
ser ellos, los santones de la ciencia y la salud, los grandes varones sabelotodo, los causantes de la enorme mortandad?
Las sociedades médicas de Amsterdam, Berlín, Londres y Edimburgo condenaron sus aberrantes teorías. Ignaz fue
expulsado del colegio médico y en 1849 las autoridades le ordenaron abandonar Viena.
A partir de entonces fue un paria, un apestado. Atacado por todos y desesperado por la certidumbre de lo que sabía,
por esa verdad indiscutible y tan sencilla que hubiera podido ahorrar cientos de miles de vidas, fue perdiendo los
nervios poco a poco. En 1856, acorralado y horrorizado, publicó una carta abierta a todos los profesores de obstetricia:
“¡Asesinos!...”. Tenía razón: sus colegas se comportaban como verdaderos criminales. Semmelweis tenía la razón, sí,
pero no el poder, y los poderosos de su tiempo decretaron que estaba loco y le encerraron en un psiquiátrico. En 1865,
durante una salida del manicomio, Ignaz hundió un escalpelo en un cadáver putrefacto y luego se hirió a sí mismo.
Tres semanas después moría con los síntomas de las parturientas. Fue un último y desesperado intento para convencer
a los ginecólogos, pero su sacrificio no sirvió de nada: tuvieron que pasar cincuenta años hasta que la clase médica
aceptara sus elementales conceptos de higiene.
Y, mientras tanto, las embarazadas siguieron acudiendo como corderos a parir, y a morir, a los hospitales de todo el
mundo. A fin de cuentas no eran más que unas pobres mujeres, y sus vidas eran una menudencia en comparación con
la dignidad de los grandes doctores. Digo yo si también será por eso, por restos de los viejos prejuicios, por lo que hoy
apenas se habla de Semmelweis. No me digan que no resulta extraño que hoy nadie recuerde a ese gran hombre,
mártir de la razón, de la compasión y de la verdad .

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