Tesis 23 - El Dios de Jesucristo
Tesis 23 - El Dios de Jesucristo
Tesis 23 - El Dios de Jesucristo
EL DIOS DE JESUCRISTO
1. El Dios como dato bíblico
Así como no es posible comprender con un concepto adecuado la esencia divina, de la misma
manera tampoco es posible hallar un nombre que le cuadre perfectamente. De ahí que los
Santos padres llamen a Dios «indecible, inefable» (ineffabilis) e «innominado». Los diversos
nombres que la Sagrada Escritura aplica a Dios expresan más bien las operaciones de Dios que
su esencia divina. Según sus distintas operaciones, Dios puede recibir distintos nombres. Por
eso el Seudo-Dionisio llama a Dios «El de muchos nombres» o «El de todos los nombres».
podemos clasificar en tres grupos los siete «nombres sagrados» del Antiguo Testamento; el
primer grupo expresa la relación de Dios con el mundo y con los hombres ('El - el Fuerte, el
Poderoso; 'Elohim - el que posee la plenitud del poder; 'Adonai - el Señor, el Soberano, el Juez);
el segundo grupo designa más bien las perfecciones internas de Dios (Shadai- el Omnipotente;
'Elyon - el Altísimo; Qadosh -el Santo); y el tercer grupo comprende el nombre propio y esencial
de Dios (Yahvé). El nombre propio del Dios verdadero es Yahvé. Se deriva lingüísticamente de
haya, variante del antiguo hawa, ser; significa: él es. Los Setenta lo traducen aquí
etimológicamente con justeza «el que es», pero luego lo sustituyen generalmente por xúpio el
Señor. Dios mismo reveló este nombre a Moisés al responder a su pregunta sobre cuál era su
nombre: «Yo soy el que soy ['ehye 'asher 'ehye]. Así dirás a los hijos de Israel: 'Ehye ("yo soy")
me ha enviado a vosotros... Esto dirás a los hijos de Israel: Yahvé ["él es"], el Dios de vuestros
padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob me ha enviado a vosotros. Éste
es para siempre mi nombre, y ésta mi denominación de linaje en linaje» (Ex 3, 14 s). Conforme
a Ex 6, 3, Dios manifestó por primera vez a Moisés su propio nombre de Yahvé, mientras que a
los patriarcas se les presentaba con el de 'El-Shadai. El narrador bíblico, apoyándose en la
revelación posterior, emplea ya el nombre de Yahvé en la historia del Paraíso y lo pone en
labios de los patriarcas y de Dios mismo (Gen 15, 2 y 7). Por eso en Gen 4, 26 se dice:
«Entonces se comenzó a invocar el nombre de Yahvé», no queriendo significar con ello que se
comenzara a invocar a Dios bajo el nombre de Yahvé, sino que se empezó a tributarle culto. En
la época que precedió a Moisés no es posible hallar con certeza el nombre de Yahvé ni en Israel
ni fuera de Israel. Sin embargo, fundándose en algunos nombres propios bíblicos (Ex 6, 20), se
puede sostener que el Israel premosaico conoció el nombre de Dios Yau. Siendo esto así, la
revelación del nombre de Yahvé a Moisés lleva consigo una ampliación lingüística y, sobre todo,
el descubrimiento de su profundo significado; pues el nombre de Yahvé es la revelación divina
anticotestamentaria más perfecta sobre la esencia de Dios. El Nuevo Testamento recoge los
nombres paleotestamentarios de Dios conforme a la versión de los Setenta y sitúa en el centro
de la religión cristiana la denominación de Padre, que en el Antiguo Testamento aparece
únicamente de forma aislada.
Desde el origen, Dios se da a conocer: "Dios, creándolo todo y conservándolo por su Verbo,
da a los hombres testimonio perenne de sí en las cosas creadas, y, queriendo abrir el camino de
la salvación sobrenatural, se manifestó, además, personalmente a nuestros primeros padres ya
desde el principio" (DV 3). Los invitó a una comunión íntima con Ël revistiéndolos de una gracia
y de una justicia resplandecientes.Esta revelación no fue interrumpida por el pecado de nuestros
primeros padres. Dios, en efecto, "después de su caída… alentó en ellos la esperanza de la
salvación con la promesa de la redención, y tuvo incesante cuidado del género humano, para
dar la vida eterna a todos los que buscan la salvación con la perseverancia en las buenas obras"
(DV 3). «Cuando por desobediencia perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la muerte
Reiteraste, además, tu alianza a los hombres (Plegaria eucarística IV: Misal Romano).
La alianza con Noé: Una vez rota la unidad del género humano por el pecado, Dios decide
desde el comienzo salvar a la humanidad a través de una serie de etapas.
La alianza con Noé después del diluvio (cf. Gn 9,9) expresa el principio de la Economía divina
con las "naciones", es decir con los hombres agrupados "según sus países, cada uno según su
lengua, y según sus clanes" (Gn 10,5;Gn 10,20-31). Este orden a la vez cósmico, social y
religioso de la pluralidad de las naciones (Hch17,26-27), está destinado a limitar el orgullo de
una humanidad caída que, unánime en su perversidad (Sb 10,5), quisiera hacer por sí misma su
unidad a la manera de Babel (Gn11,4-6). Pero, a causa del pecado (Rm 1,18-25), el politeísmo,
así como la idolatría de la nación y de su jefe, son una amenaza constante de vuelta al
paganismo para esta economía aún no definitiva.
La alianza con Noé permanece en vigor mientras dura el tiempo de las naciones (Lc21,24),
hasta la proclamación universal del Evangelio. La Biblia venera algunas grandes figuras de las
"naciones", como "Abel el justo", el rey-sacerdote Melquisedec (Gn 14,18), figura de Cristo
(Hb 7,3), o los justos "Noé, Daniel y Job" (Ez 14,14). De esta manera, la Escritura expresa qué
altura de santidad pueden alcanzar los que viven según la alianza de Noé en la espera de que
Cristo "reúna en uno a todos los hijos de Dios dispersos" (Jn 11,52).
Dios elige a Abraham: Para reunir a la humanidad dispersa, Dios elige a Abram llamándolo
"fuera de su tierra, de su patria y de su casa" (Gn 12,1), para hacer de él "Abraham", es decir,
"el padre de una multitud de naciones" (Gn 17,5): "En ti serán benditas todas las naciones de la
tierra" (Gn12,3; cf. Ga 3,8). El pueblo nacido de Abraham será el depositario de la promesa
hecha a los patriarcas, el pueblo de la elección (Rm 11,28), llamado a preparar la reunión un día
de todos los hijos de Dios en la unidad de la Iglesia (Jn 11,52; 10,16); ese pueblo será la raíz en
la que serán injertados los paganos hechos creyentes (Rm 11,17-18.24).Los patriarcas, los
profetas y otros personajes del Antiguo Testamento han sido y serán siempre venerados como
santos en todas las tradiciones litúrgicas de la Iglesia.
Dios forma a su pueblo Israel: Después de la etapa de los patriarcas, Dios constituyó a Israel
como su pueblo salvándolo de la esclavitud de Egipto. Estableció con él la alianza del Sinaí y le
dio por medio de Moisés su Ley, para que lo reconociese y le sirviera como al único Dios vivo y
verdadero, Padre providente y juez justo, y para que esperase al Salvador prometido ( DV 3).
Israel es el pueblo sacerdotal de Dios (Ex 19, 6), "sobre el que es invocado el nombre del Señor"
(Dt 28, 10). Es el pueblo de aquellos "a quienes Dios habló primero" (Viernes Santo, Pasión y
Muerte del Señor, Oración universal VI, Misal Romano), el pueblo de los "hermanos mayores"
en la fe de Abraham (Discurso en la sinagoga ante la comunidad hebrea de Roma, 13 abril
1986).Por los profetas, Dios forma a su pueblo en la esperanza de la salvación, en la espera de
una Alianza nueva y eterna destinada a todos los hombres (Is 2,2-4), y que será grabada en los
corazones (Jr 31,31-34; Hb 10,16). Los profetas anuncian una redención radical del pueblo de
Dios, la purificación de todas sus infidelidades (Ez 36), una salvación que incluirá a todas las
naciones (Is 49,5-6; 53,11). Serán sobre todo los pobres y los humildes del Señor (So 2,3)
quienes mantendrán esta esperanza. Las mujeres santas como Sara, Rebeca, Raquel, Miriam,
Débora, Ana, Judit y Ester conservaron viva la esperanza de la salvación de Israel. De ellas la
figura más pura es María (Lc 1,38).
2. Dios que se revela en Jesús
«Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad,
mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en
el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina. En consecuencia, por esta
revelación, Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora
con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía» (cfr.
Catecismo, 51). La revelación de Dios tiene como su primer paso la creación, donde Él ofrece
un perenne testimonio de sí mismo (cfr. Catecismo, 288).
A través de las criaturas Dios se ha manifestado y se manifiesta a los hombres de todos los
tiempos, haciéndoles conocer su bondad y sus perfecciones. Entre estas, el ser humano,
imagen y semejanza de Dios, es la criatura que en mayor grado revela a Dios.
Sin embargo, Dios ha querido revelarse como Ser personal, a través de una historia de
salvación, creando y educando a un pueblo para que fuese custodio de su Palabra dirigida a los
hombres y para preparar en él la Encarnación de su Verbo, Jesucristo (cfr. Catecismo, 54-64).
En Él, Dios revela el misterio de su vida trinitaria: el proyecto del Padre de recapitular en su Hijo
todas las cosas y de elegir y adoptar a todos los hombres como hijos en Su Hijo (cfr. Ef 1,3-10;
Col 1,13-20), reuniéndolos para participar de Su eterna vida divina por medio del Espíritu Santo.
Dios se revela y cumple su plan de salvación mediante las misiones del Hijo y del Espíritu Santo
en la historia.
La historia de la salvación se manifiesta como una grandiosa pedagogía divina que apunta hacia
Cristo. Los profetas, cuya función era recordar la alianza y sus exigencias morales, hablan
especialmente de Él, el Mesías prometido. Ellos anuncian la economía de una nueva alianza,
espiritual y eterna, escrita en los corazones; será Cristo el que la revelará con las
Bienaventuranzas y las enseñanzas del evangelio, promulgando el mandamiento de la caridad,
realización y cumplimiento de toda la Ley. Jesucristo es simultáneamente mediador y plenitud de
la Revelación; Él es el Revelador, la Revelación y el contenido de la misma, en cuanto Verbo de
Dios hecho carne: «Dios, que había ya hablado en los tiempos antiguos muchas veces y de
diversos modos a nuestros padres por medio de los profetas, últimamente, en nuestros días,
nos ha hablado por medio de su Hijo, que ha sido constituido heredero de todas las cosas y por
medio del cual ha sido hecho también el mundo» (Hb 1,1-2). Dios, en Su Verbo, ha dicho todo y
de modo concluyente: «La economía cristiana, por tanto, como alianza nueva y definitiva, nunca
cesará, y no hay que esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación
de nuestro Señor Jesucristo» (cfr. Catecismo, 65-66). De modo particular, la realización y
plenitud de la Revelación divina se manifiestan en el misterio pascual de Jesucristo, es decir, en
su pasión, muerte y resurrección, como Palabra definitiva en la cual Dios ha manifestado la
totalidad de su amor de condescendencia y ha renovado el mundo. Solamente en Jesucristo,
Dios revela el hombre a sí mismo, y le hace comprender cuál es su dignidad y altísima vocación.
3. El rostro de Dios que nos mostró Jesús.
En Jesús ha tenido lugar la manifestación plena e irrepetible de Dios a los hombres. Por su
medio Dios se ha hecho presente entre nosotros de un modo nuevo y único. Él es la revelación
única y excepcional de Dios, ya que en las expresiones de su actuar humano se vuelve visible el
Dios invisible. En sus palabras y gestos tomamos conciencia de lo que Dios es para el hombre:
amor y perdón, denuncia y exigencia, donación y presencia, elección y envío, compromiso y
fuerza. Jesús no revela a Dios sólo desde su resurrección, sino durante toda su vida. Sólo así se
puede afirmar que su amor, su solidaridad con los pobres, sus denuncias, son todas ellas
acciones de Dios. Especialmente desde la cruz Jesús revela la verdadera y escandalosa
realidad nueva de Dios. La única forma de que nosotros conozcamos a Dios es reconociéndolo
en el mismo Jesús. El no revela “cosas” sobre Dios, sino que Jesús es la forma humana, vital,
de decírsenos Dios. En el decir y actuar de Jesús se transparenta, realiza y comunica
humanamente Dios.
Por esto dice San Juan que Jesús es “la Palabra” (Jn 1,1); no “una” palabra más sobre Dios o
una palabra de Dios. Y San Pablo dice que Jesús es “la imagen de Dios” (Col 1,15; 2Cor 4,4).
Dios se nos hace plenamente presente y activo en la humanidad de Jesús; no “a pesar de” o “al
margen de” su humanidad, sino en su misma humanidad (Heb 1,1-4).
“A Dios nadie lo ha visto jamás; es el Hijo único, que es Dios y está al lado del Padre, quien lo
ha explicado” (Jn 1,18). Todas las explicaciones de Dios dadas antes de Jesucristo eran
parciales. Lo que se dice en el Antiguo Testamento no es sino anuncio, preparación o figura de
la esperanza que se cumple en Jesús. Solamente él, por su experiencia personal e íntima,
puede expresar lo que es Dios (Jn 6,46). Toda idea de Dios que no pueda verificarse en Jesús,
es un invento humano sin valor. Dios en sí es “invisible” (1Tim 1,17). En Jesús, Dios en cuanto
tal no se hizo visible. Sin embargo, mostró el único camino que nos puede llevar con seguridad
a él.
El mensaje de Jesús consiste en afirmar que nada se adelanta en querer conocer a Dios en sí
mismo, directamente. La única manera de saber algo con respecto de él, es a través de Jesús.
Quien ve y contempla con ojos limpios a Jesús, entenderá todo lo que se puede entender de
Dios en este mundo. “El es imagen de Dios invisible” (Col 1,15); el único que con toda verdad
puede darlo a conocer (Jn 1,18). La atrevida petición de Felipe: “Señor, muéstranos al Padre,
que eso nos basta” (Jn 14,8), expresa la más profunda aspiración de la humanidad en busca de
Dios. Y la respuesta de Jesús asegura que esta aspiración ya puede ser colmada: “Quien me ve
a mí, está viendo al Padre” (Jn 14,9). Éste es el único “camino” para poder conocer y llegar a
Dios. Ésta es la “verdad” de Jesús: “Nadie se acerca al Padre sino por mí; si ustedes me
conocen a mí, conocerán también a mi Padre” (Jn 14,7). Ésta es justamente la “vida” que él nos
trae. El hombre Jesús es la imagen pura y fiel del Dios invisible. Toda su existencia humana
tiende a hacer ver al Padre. En Jesús se nos ha comunicado de tal manera la presencia
amorosa, perdonadora y regeneradora de Dios, que hemos experimentado en él de una manera
nueva y definitiva la concreta cercanía de Dios. Él hace visible a Dios a través de su inagotable
capacidad de amor, su renuncia a toda voluntad de poder y de venganza, su identificación con
todos los marginados de este mundo. Cristo es considerado con todo derecho como el
sacramento primero de Dios, pues él es Dios de una manera humana y es hombre de una
manera divina. Oír y palpar a Jesús es oír y palpar a Dios (1Jn 1,1); experimentar a Jesús es
experimentar a Dios mismo. Por eso Jesús puede ser considerado como el sacramento por
excelencia, pues sólo él puede asumir totalmente lo que en el hombre hay o puede haber de
experiencia de Dios. “No hay más que un Dios y no hay más que un mediador entre Dios y los
hombres, un hombre, el Mesías Jesús” (1Tim 2,5). Cristo, el Hijo de Dios, es la raíz misma de
todo sacramento. Y cada sacramento tiene que ser revelación de Dios, el Dios que se nos ha
revelado en Jesús. Por consiguiente, la celebración de un sacramento tiene que ser siempre
manifestación de la presencia y la cercanía de Jesús a los hombres, porque sólo a través de él
sabemos quién y cómo es Dios.
4. El Dios de Jesucristo que nos hace Hijos suyos.
Dios nos hizo a todos los hombres y mujeres a su “imagen y semejanza”, y por consiguiente, en
cierto sentido, todos somos hijos suyos. Pero cuando Dios se hizo hombre en Cristo, nuestra
dignidad de hijos tomó una dimensión mucho más profunda. Somos hijos de una manera más
entrañable, más real, puesto que el verdadero Hijo de Dios, Jesús, se hizo nuestro hermano.
Junto con él pasamos a ser hijos de Dios con todos sus derechos, sus riquezas y su herencia.
Así lo quiso el Padre desde siempre. Determinó desde la eternidad que nosotros fuéramos sus
hijos adoptivos por medio de Cristo Jesús. (Ef 1,5) Somos hijos de Dios y esta realidad incomparable
tiene lugar en el Bautismo (Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium), donde, gracias a la Pasión y
Resurrección de Cristo, tiene lugar el nacimiento a una vida nueva, que antes no existía. Ha surgido una
nueva criatura (2 Corintios 5, 17), por lo cual el recién bautizado se llama y es realmente hijo de Dios. “ El
cristiano nace de Dios, es hijo suyo en el sentido real, por lo cual debe parecerse a su Padre del Cielo;
su condición de hijo consistirá precisamente en participar de la misma naturaleza que Él”. (Teología
Moral del Nuevo Testamento).
Si Somos hijos legítimos, legalmente constituidos como tales, no corre más eso de presentarse
ante Dios con el temor propio de los esclavos. Dios nos perdonó y nos adoptó en Cristo
realmente como a hijos. Y como señal y garantía de ello, mandó al Espíritu Santo para que nos
enseñe a quererle como a Padre: Porque somos hijos, Dios mandó a nuestro corazón el Espíritu
de su propio Hijo, que clama al Padre: ¡Abbá!”Así, pues, ya no eres un esclavo, sino hijo,y tuya
es la herencia por la gracia de Dios.(GáI 4,6-7)
Ustedes no recibieron un espíritu de esclavos para volver al temor, sino que recibieron el
Espíritu que los hace hijos adoptivos, y que les mueve a exclamar: “Abbá, Padre.”El mismo
Espíritu le asegura a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. (Rom 8,15-16)
BIBLIOGRAFÍA
CONCILIO VATICANO II, Const. Dei Verbum, 2.
Juan Pablo II (1992). Catecismo de la Iglesia Católica.
El Dios de Jesús; Jacques Schlosser; Edi sígueme; Salamanca 1995