Antología FINAL

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Cuidemos nuestro planeta; Antología

Edición: Girándula, IBBY Ecuador


Asociación Ecuatoriana del Libro Infantil y Juvenil
1ª edición mayo, 2020
14º Maratón del Cuento Quito, una ciudad que lee
1º Maratón del Cuento en Casa, Ecuador un país que lee

Diseño gráfico: Editorial Santillana


Corrección de estilo: Editorial Don Bosco
Coordinación editorial: Leonor Bravo

© Textos: Leonor Bravo, Ana Carlota González, Juana Neira,


Santiago Vásconez, Amín Alfonso Soler, María Alejandra
Almeida, Julio Awad, Edgar Allan García, Linda Arturo, Sandra
De la Torre, Isabel Jijón, Lucía Chávez.

© Ilustraciones: Sozapato, Diego Aldaz, Eulalia Cornejo, Pablo


Lara, Andrés Pabón, Darío Guerrero, Guido Chaves, Cris Yépez,
Claudia Patricia Hernández, Santiago González, María Isabel
Vásconez, Tito Martínez.

Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total


o parcial sin autorización de Girándula IBBY Ecuador y de los autores.
P resentación

Antología puede ser una palabra muy “adulta” para definir


una colección de obras escogidas para niños y niñas, pero
la recopilación de maravillosas historias en este único libro
realmente es de antología, es decir, extraordinaria y digna de
ser resaltada.

Como Girándula, hemos querido que hermosos y cariñosos


cuentos habiten en esta casa, y que acompañen a niños,
niñas, familias y docentes en sus propios hogares de la mano
del MARATÓN DEL CUENTO EN CASA, Ecuador un país que
lee. Este Maratón, que es el décimo cuarto, es muy especial
pues, al transmitirlo por primera vez online, cruzamos fronteras
más allá de la ciudad y del país, pero de igual forma que en
años anteriores hemos hecho un gran esfuerzo para tener
una agenda académica con conferencias, mesas redondas y
talleres y dos días completos de lectura de cuentos para todas
las edades, leídos por autores nacionales e internacionales. Y,
al igual que en años pasados, entregaremos a todos aquellos
que participen en el Maratón este libro, al que hemos llamado
Cuidemos nuestro planeta, con cuentos que tratan este tema
de gran actualidad, para recordarnos y recordar a todos que
cuidar nuestro planeta es cuidarnos a nosotros mismos.
Queremos agradecer a quienes han combinado su
extraordinario talento para hacer realidad esta obra que ahora
entregamos en sus manos.

A los escritores y escritoras que trasforman las palabras en


imágenes más allá de la fantasía: Leonor Bravo, Ana Carlota
González, Juana Neira, Santiago Vásconez, Armín Alfonso Soler,
María Alejandra Almeida, Julio Awad, Edgar Allan García, Sandra
De la Torre, Isabel Jijón, Lucía Chávez, Linda Arturo Delgado.

A los ilustradores e ilustradoras que convierten trazos en


sueños de colores: Sozapato, Diego Aldaz, Eulalia Cornejo,
Pablo Lara, Andrés Pabón, Darío Guerrero, Guido Chaves, Cris
Yépez, Claudia Patricia Hernández, Santiago González, María
Isabel Vásconez, Tito Martínez.

A los jurados que seleccionaron estos cuentos de entre los


muchos que participaron en este concurso interno de Girándula:
Jessica Rodríguez, Xavier Oquendo y Miriam Navarrete.

Gracias a todos y todas por hacer que este mundo sea más
amable con la humanidad, a través de la imaginación.

Girándula
Asociación Ecuatoriana del libro Infantil y Juvenil
IBBY ECUADOR
Índice

Ranita y Ranón, Romance con lluvia


Leonor Bravo............................................................9
Retorno
Santiago Vásconez.................................................15
El pájaro más elegante de la isla
Isabel Jijón.............................................................23
Turquesa, la tortuga
Juana Neira............................................................33
Marurero
Ana Carlota González.............................................41
Barriles en el mar
María Alejandra Almeida.........................................49
Y volvieron los colibríes...
Linda Arturo Delgado..............................................57
El planeta de agua
Edgar Allan García..................................................65
Mishki, el cantor del bosque
Lucía Chávez..........................................................71
Los gigantes de tres brazos
Armin Alfonso Soler................................................79
Soldado, re, mi fa, sol
Sandra De la Torre Guarderas.................................87
Siempre
Julio Awad..............................................................95
Ranita y Ranón
Romance con lluvia
Leonor Bravo

Ilustración de Sofía Zapata


(Sozapato)
Leonor Bravo

Tuve la suerte de nacer en una familia que amaba el arte


y la literatura. Por eso escribo y he publicado sesenta libros
para niños y jóvenes de todas las edades, desde canciones
de cuna, cuentos para reírse, hasta novelas con un poquito
de terror. Y, por eso, también hago algunas cosas para compartir
mi amor por la lectura y la escritura con los demás, como abrir
mi biblioteca para que los niños puedan disfrutar de mis libros,
y dirigir talleres para motivar a otros a contar sus sueños.

Sofía Zapata

(Sozapato)

Ilustradora, autora y actriz ecuatoriana. Desde muy pequeña


aprendí a hablar con las nubes, verlas danzar al compás
de mi relato ¡era mi juego preferido! Así descubrí que la naturaleza
es más sabia de lo que imaginaba y me dejé llevar; me dejé
enseñar. A lo largo de los años ha sido mi gran maestra y hoy
juego, pinto, escribo y pregunto como ella me enseña cada día;
intentando ser tan generosa como la tierra, tan sabia como
el agua y tan libre como el aire.
Llueve, la madre prepara leche con canela y miel para sus hijos.
Hace frío y la abuela inicia un cuento; afuera croan las ranas, hace
tiempo que su canto no se oía en el jardín, alguien le dijo algún día
que estaban en extinción.

¡Ha dejado de llover!, las gotas de lluvia se han vuelto diamantes


sobre la hierba. Ranón croa junto al charco. Ranita está lejos, pero
escucha la canción. Se adorna con una flor y salta que vuela. La
Luna, romántica perdida, alumbra su primera cita.

Ranita y Ranón juegan a las escondidas. La noche baila al son de


la serenata que está cantando Ranón. La Luna se esconde detrás
del capulí. Muerta de risa, su traviesa luz escapa entre las ramas.
Ranita y Ranón la buscan en silencio y de puntillas. Un beso bajo
la Luna sabe mejor.

Hay fiesta en las raíces de una guaba florecida; la lluvia, gene-


rosa a la tarde, les dejó un gran charco. Ranita y Ranón, Ranulla y
Ranún, Ranunja y Ranín bailan al son que toca un lejano conjunto
de grillos.

Ranita y Ranón se van a casar, doña Mamá Rana sirve agua de


azahar en copas de trébol; moscas y mosquitos hervidos en miel;
gusanos y arañas en pinchos de rosas.

«Croaac, croaac», suena en la montaña.

«Croaac, croaac», suena en la ciudad.

- 12 -
El rey de los charcos, un rano muy viejo, toca el acordeón.
Los ranos más jóvenes, galantes y fuertes, son parte del coro y
cantan con él. Las ranas suspiran, ¡qué suerte la de ellas!, con
novios cantores.

A medianoche baja la Luna. Se sienta en el charco y toca una


flauta de viento. El aire se llena de pétalos que regaló un rosal. Un
conjunto de violines celebra a la recién llegada. Ranón le canta a
Ranita un viejo bolero que habla de amor. Aplausos de todos y un
nuevo brindis de hierbabuena y limón.

Entre los presentes hay hadas y brujas del tamaño de una nuez.
«¿Qué quieren?», preguntan, «tenemos tres deseos para uste-
des». Ranón dice «larga vida»; Ranita, «felicidad».

«¡Adoro los conciertos de las ranas!, ¡que no desaparezcan ja-


más!», suspira la Luna. «Que su música se escuche en los jardines,
en los parques, en los caminos. ¡Que me arrullen para siempre con
su canto!».

«Y de mi parte un deseo», dice un duende con sombrero de


geranio, «mucha lluvia, muchos charcos donde aprender a na-
dar; plantas verdes de hojas anchas, plantas en flor para que
hagan su morada».

Entre un cholán y una higuera, Ranita y Ranón construyen su


casa en un penco azul. Ranón toca su guitarra mientras prepara
lombrices al grill; Ranita mece en su espalda a ochenta y cuatro
huevitos. El aire huele a cariño.

¡Llegaron los huillis, huillis! Después de noventa días, de la es-


palda de Ranita, ochenta y cuatro renacuajos saltan hacia la char-
ca lista para convertirse en parque de diversión.

- 13 -
Ranita y Ranón comentan felices las hazañas de sus retoños, sus
cambios, sus aventuras: que si están creciendo, que si nadan bien,
que ya tienen patas, que ya perdieron la cola. ¡Qué dichosos son!

Es noche de Luna y hay concierto en el jardín. «Croaac, croaac»,


bajo la higuera hay fiesta con violines y tambor. Nuevos cantos,
nuevos saltos; ranas con verdes nuevos que bailan bajo la lluvia.

Los niños duermen; la noche, toda mojada, se inventa sueños.


La abuela mira la Luna y teje nuevos cuentos de ranas bajo su luz.

La ciudad recuerda los viejos tiempos de cuando era pequeñita,


cada casa con cantos en el jardín, con alhelíes en flor, alisos y pu-
mamaquis; cada invierno con su lluvia, leche tibia con canela y miel;
abrazos, cuentos y risas para cobijar el frío y convertirlo en calor.

- 14 -
Retorno
Santiago Vásconez

Ilustración de Pablo Lara


Santiago Vásconez

Soy comunicador y estoy convencido de que las palabras tienen


el poder para construir realidades. Amante de las letras, del diseño
y la ilustración. He participado en las antologías de cuento corto
Mínimal I y II, de cuento largo Luz Lateral II, en la Revista Matapalo
y mis cuentos El viaje de Sr. Thomas e Invisibles fueron publicados
por Girándula para las Maratones del Cuento 2018 y 2019.
Este camino de letras, libros y gestión cultural me llevó a fundar
y dirigir Chacana Editorial. Mi web es www.santvasconez.com
y mi cuenta en Instagram: @sant.vasconez.

Pablo Lara

Nací en Quito en 1979. Soy comunicador visual y narrador


de historias. Dedico gran parte de mi tiempo a la ilustración,
la escritura y los Estudios Culturales. He ilustrado novelas cortas,
sagas épicas, artículos científicos y también mi propios textos.
Me gustan los dinosaurios, aunque quizá eso ya lo sepa todo el mundo.
Hoy podemos volver.

―Ellos se escondieron en sus cuevas, cerraron las puertas y


ventanas, y ni siquiera han salido para tomar el sol ―dijo un pe-
queño ratoncito que miraba desde el filo de una acera del parque
municipal, en la gran ciudad.

―Es verdad. Muchos están vestidos de blanco, tapando sus ros-


tros con máscaras enormes, pulcros guantes y botas que los sepa-
ran del suelo ―dijo su madre un tanto angustiada.

―Parecen esos trajes con los que intentan conquistar otras


estrellas.

―Como si aquí les hiciera falta algo.

―¿Será que están planeando irse? ―preguntó una gaviota que


reposaba en el mástil de un barco que hacía días debió zarpar.

―No lo creo, solo se están escondiendo ―le respondió una ami-


ga que seguía a un enorme pez con la mirada.

―Pero parece que van a estar ahí metidos por mucho tiempo. Has-
ta se acabaron lo que había en las cuevas donde guardan la comida.

―Lo que no entiendo es por qué la mayoría cargaba varios pa-


quetes de esas hojas blancas y suaves que huelen a hierbas dulces.

- 18 -
―¿Por qué ya no se tocan? ―exclamó la ardilla más pequeña de
la familia.

―Parecen asustados ―dijo su hermano mayor.

―Algo malo les está pasando ―reflexionó su madre.

―¿Tú crees? ―preguntó el padre, apresurando a todos para que


subieran al árbol donde guardaban las bellotas.

―Nunca habían dejado de abrazarse así tan de repente ―ob-


servó la ardilla más pequeña.

―De un día para el otro se acabaron las manadas ―continuó la


madre―. Ya no se reúnen. Ni siquiera en grupos pequeños.

―¿Qué les pasó?

―Han apagado sus ruidosas máquinas y al fin hay silencio en el


ambiente ―siseó una boa desenroscándose de la enorme ceiba.

―Incluso los volcanes de concreto han dejado de gruñir y escu-


pir ese horrible humo ―susurró el viejo jaguar.

―Aquí lo importante es que podemos volver ―dijeron los peces


mientras nadaban en el agua cristalina de los canales.

―Parece que al fin entendieron que es necesario darle un respiro


a la vida ―exclamaron los cisnes dando chapuzones en la fuente.

―Que la madre solo necesita descansar un poco ―recordó


un delfín.

- 19 -
―Que la vida siempre encuentra el camino de regreso ―gruñe-
ron los viejos jabalíes trotando por las aceras.

―¿Por qué son tan ciegos?

―Nosotros compartimos el espacio con ellos y lo destruyeron


―gritaron los simios esparciendo semillas de frutas por todo el
terreno.

―Lo han ensuciado todo ―protestaba un cocodrilo que asoma-


ba sus enormes fauces para ver lo que pasaba.

―Quebraron los árboles y dañaron el agua ―reclamó una tortuga.

―Hasta el aire apesta y se ha vuelto pesado ―mencionó un


periquito.

―Introdujeron demonios en los montes y destruyeron hasta la


última piedra ―se lamentaba un armadillo.

―Han desangrado la tierra ―pensaba una lagartija.

―Metieron sus tentáculos metálicos hasta el corazón de nuestra


madre para tomar su sangre ―observó una serpiente sacudiendo
su cascabel.

―¿Por qué siempre quieren más? ―protestó un coyote.

―Han devorado a los más débiles ―sollozó un pollito.

―Y, hasta han hecho que perdamos nuestra dignidad como se-
res vivos ―gimió un toro que estaba destinado a entrar a la plaza.

- 20 -
―Parece que ya no son capaces de sentir el dolor ajeno ―seña-
ló un lechón escondido junto a su madre.

―Han olvidado que existe el otro.

―Pero ahora podremos volver a plantar los árboles.

―Solo hay que esperar un poco más, hasta que la madre haga
brotar la vida y rompa este piso negro y duro.

―Sucederá pronto.

―Si les mostramos el valor de la vida, nadie más volverá a


desaparecer.

―Ojalá entiendan que nadie es dueño de nada.

―Que todos vivimos en paz durante millones de años y que solo


debemos volver al equilibrio.

―Pero ¿será que en este encierro pueden buscarse en lo


profundo?

―¿Será que pueden volver a conectarse?

―¿Será que pueden retornar?

- 21 -
El pájaro más
elegante de la isla
Isabel Jijón

Ilustración de María Isabel Vásconez R. (Chaba)


Isabel Jijón

Mi nombre es Isabel Jijón. Soy escritora, investigadora y víctima


de una terrible curiosidad. He escrito dos libros para niños,
uno sobre una orquesta de instrumentos rebeldes, otro sobre
un marciano que se mete en tu oreja. También escribí este cuento
para ti, sobre un pingüino vanidoso. Crecí en Quito, trabajo
en Nueva York, pero vivo dentro del libro que tenga a la mano.

María Isabel Vásconez R.

(Chaba)

Nací en Riobamba. Desde pequeña me encantaba dibujar,


por eso soy Diseñadora Gráfica. Fui miembro fundador del taller
Lápiz y Papel, ilustré y diagramé muchos libros infantiles, además
emprendimos el proyecto de revista infantil Ando Yendo. Participé
en diferentes programas sociales y fui parte del voluntariado SIGVOL
como Directora de Comunicación y Producción.
Seguí el Máster en Álbum Infantil Ilustrado en la escuela ICONI.
Con Guido, el zombi, editado y plublicado por la editorial Chacana,
inicié el sueño de crear mis proyectos como autora e ilustradora.
Al principio solo es un espejo. Se cae de la maleta de una viajera
y rueda por el suelo. La tortuga salta. La iguana se esquiva. Los
piqueros gritan y se esconden.

Solo el pingüino es curioso y se acerca para ver.

Abre el espejo y salta para atrás.

—¿Qué pasa? —pregunta un piquero.

—¡Soy yo! —dice el pingüino—. Ahí… ahí estoy yo.

Los otros animales vienen de puntillas.

—¿Por qué estás ahí? —susurra la fragata.

—No sé —dice el pingüino—. Debo ser muy importante.

—¡Y qué elegante! —dice la tortuga.

Es verdad. En el espejo se le ve elegantísimo. Tiene una chaque-


ta, una camisa blanca, hasta un corbatín.

Es, sin duda, el pájaro más elegante de toda la isla.

—¡Cuidado! —grita la fragata—. ¡Alguien vuelve!

—¡Es la dueña de la maleta! ¡Escóndanse! —dice la tortuga.

- 26 -
Pero el pingüino no se esconde. Aún se quiere ver.

Los otros animales le llaman.

—¿Qué haces? ¡Te van a atrapar!

—No creo —dice el pingüino—. Debo ser muy importante.

—Tal vez no lo eres —dice el piquero—. Tal vez hay otros espe-
jos, con otros pájaros y animales.

El pingüino duda. ¿Otros espejos?

¿Habrá más de uno?

Su pico se estira en una sonrisa. Seguro se ve hasta más guapo,


más refinado…

—¡Yo los voy a encontrar! —anuncia.

Los otros animales tratan de discutir. El pingüino les ignora. La


viajera vuelve y el pingüino se mete en su maleta de cabeza, sin
que ella le vea.

Siente una emoción caliente en su panza. Se está yendo de


aventura.

Solo los pájaros muy elegantes se van de aventura.

***

La viajera le sube a un carro. Maneja y habla sola. El pingüino


saca la cabeza y se sorprende otra vez.

- 27 -
¡Ahí está! Se ve reflejado en todas las ventanas. Es como estar
en una caja de espejos.

—Seis —cuenta el pingüino—. Había uno y aquí hay seis.

Siente un escalofrío en la espalda. ¿Cuántos otros espejos hay


en el mundo?

El carro llega a un pueblo. La viajera abre la puerta y el pingüino


se escapa. Quiere buscar más. Necesita buscar más…

Mira hacia arriba y se queda sin aliento.

El pueblo parece estar hecho de espejos. Hay ventanas, hay


pantallas, hay gafas de colores. Y el pingüino está en todo. Su
reflejo le persigue. Y siempre está guapo, misterioso, distinguido.

Camina de un lado al otro, mirando de un lado al otro. Alza el


pico y las alas. No lo puede creer. ¡Ha sido importantísimo! Debe
ser el pájaro más elegante del mundo.

—Diez, once, doce… —cuenta el pingüino—. veintiuno, veintidós…

Hay tantos espejos que cuenta de nuevo. Por contar no ve hacia


dónde va. Se choca contra una niña que come un helado. El hela-
do vuela y cae sobre el pingüino.

—¡Aaaa! —grita la niña—. ¡Un pingüino!

—¡Aaaa! —grita el pingüino—. ¿Qué es esto?

De pronto le rodean niños y adultos y cámaras de fotos. Le ata-


can manos, luces, gritos, pies.

- 28 -
—¡Ey! —dice el pingüino—. ¡Qué quieren!

Trata de escaparse entre las piernas. Aparecen perros que la-


dran y estornudan. Aparecen ratas que le amenazan con la cola.
De una ventana salta un gato lleno de pulgas. Le persigue por las
calles, por la vereda y por el lodo.

El pingüino corre, se tropieza y se resbala. No sabe qué pasa,


por qué le tratan así. Rebota contra una llanta y cae en un basure-
ro. Alguien voltea al basurero dentro de un camión.

El pingüino quiere salir, pero el camión le revuelca. Trata de pe-


dir ayuda, pero nadie le oye. El camión ruge. Empieza a caminar. El
pingüino tiembla.

Lo último que ve, mientras el camión se aleja, son las ventanas


como espejos. Ahora reflejan perros, ratas, gatos. Ningún espejo
tiene un pingüino.

***

El camión le lanza a un botadero. Todo está caliente y pegajoso.


El pingüino se siente pegajoso también, ahí entre el plástico y las
frutas podridas.

—No entiendo —se repite—. ¿No se supone...?

Se siente traicionado por los espejos.

Mira a su alrededor y los encuentra. En la basura hay espejos


rotos, puntiagudos como dientes.

Se acerca a uno y se ve desplumado y sucio.

- 29 -
Ya no es un pájaro elegante. Ahora solo es un pingüino.

El pingüino se tapa los ojos y empieza a llorar.

***

Pasa el tiempo y siente cómo unas manos le levantan. Le pasan


a otras manos y a otras después. El pingüino no abre los ojos. Ya
no le importa. Ya no quiere ver.

Las manos le suben a un carro. Le llevan hasta una casa. Al fin,


le gana la curiosidad y espía bajo un ala.

Está en un cuarto blanco. Está sobre una tina. Una mujer con
mandil le cubre de agua y burbujas. Dos niños espían desde detrás
de una puerta. Cuando el pingüino les mira, se esconden.

El agua está tibia y el pingüino se relaja. Se relaja, pero no se


alegra.

—No soy importante —se murmura a sí mismo—. Y a la gente


no le importan los pingüinos.

La mujer con mandil le seca con una toalla. Le para delante de


algo, ¿un espejo?

El pingüino se tapa los ojos otra vez. No quiere ver. No después


de todo lo que ha visto.

***

La mujer y los niños le llevan a la playa. Se suben a una barca.


Viajan rodeando la orilla. El pingüino estira el cuello para ver mejor.
Ve el pueblo, la playa, el botadero, el mar.

- 30 -
Hay partes feas, sí, pero también hay partes lindas. Hasta hay
rocas y olas y nubes elegantes.

Llegan a una playa. Es «su» playa. Los otros animales le esperan


escondidos. Sabe que quieren oír de su aventura. Sabe que quie-
ren oír de los espejos.

El pingüino se baja de la barca, pero no avanza. Porque ¿qué les


puede contar? ¿Que son miles de espejos? ¿Terribles y hermosos?
¿Que él solo es un pingüino?

—¿Qué pasa? —pregunta el niño.

—Es tu casa —dice su hermana.

Solo la mujer con mandil entiende.

De su bolsillo saca un espejo, redondo y pequeño, como el


primero.

El pingüino duda, pero se acerca para ver. Tal vez a ella sí le im-
portan los pingüinos.

Mira y ahí está, limpio otra vez. Guapo otra vez. Importante.

El pingüino sonríe. Es, después de todo, el pájaro más elegante


de la isla.

- 31 -
Turquesa,
la tortuga
Juana Neira

Ilustración de Eulalia Cornejo


Juana Neira

Mi nombre es Juana Neira Malo; escribo para acompañarte


en las noches de frío, para despertarle al duende del bosque,
para invitarte a conocer el mar. Mi amiga secreta, Se necesita
un superhéroe, La nube # 4, Mara, Romeo y Eras un pedazo
de luna son los libros que he escrito. Colecciono máscaras
y violetas, tengo miedo a los murciélagos y a la oscuridad.
Soy amiga de los gatos y los perros. Me fascina la Luna,
a veces le escribo cosas. Te presento a Turquesa, una tortuga
que quiere conocerte.

Eulalia Cornejo

Nací en Quito. He ilustrado para editoriales del país


y del exterior. Soy autora de tres álbumes ilustrados,
Porque existes tú (Loqueleo), Cuando los gatos verdes cantan
(Trama) y Piedras en el río (Premio de Fondos Concursables
Ministerio de Cultura y Patrimonio 2017). He obtenido varios
reconocimientos: Premio en ilustración Darío Guevara Mayorga
Municipio de Quito años 2000, 2001, 2006 y 2007, Mención
de Honor 2013. Tercer lugar en el Concurso Internacional
de Ilustración Noma-Unesco, Japón 2003. Ilustradora representante
del Ecuador en la Lista de honor Ibby 2006-2007 y 2007-2008.
Hoy es el cumpleaños de Turquesa, la tortuga marina más ale-
gre del fondo del mar. Se ve muy guapa con su traje dorado con
lentejuelas de colores. Todos están invitados a la gran fiesta, los
cangrejos colorados se encargarán de llevar las galletas de co-
ral, que son sus favoritas; los pulpos azules le regalarán algunas
medusas; los caracoles pequeños decidieron aportar con frutos
silvestres; su tía Carola llegó con un cargamento de peces peque-
ños; su abuela Dorila colaboró con un pastel gigante de almejas
y mejillones bañado con una crema de esponjas, adornado con
pedazos de algas caramelizadas. Su abuelo Fermín llegó con su
piano con teclas de caballitos de mar. Su madre Coralía decidió
sacar su saxofón para animar la fiesta y su padre Carlín organizó
los juegos más divertidos…

Coralía y Carlín se conocieron en la corriente del Pacífico, cerca de


las Islas Encantadas, eran muy jóvenes e inquietos. Fue amor a pri-
mera vista, al poco tiempo se casaron con bombos y platillos en un
templo de corales en el fondo del mar. Un coro de atunes fue parte
de la celebración y las langostas hicieron su propia coreografía.

—Carlín, es hora de que vayamos a la playa rosada, necesito


hacer un nido, debo poner mis primeros huevos —dijo Coralía.

Su esposo se puso nervioso, le temblaban las aletas, aunque la


idea de ser padre llenaba su corazón.

—Claro, mi amor, ¡qué ilusión! Vamos a ser papis, y eso me pone


recontra feliz. Mañana antes de que salga el sol, tomaremos la co-
rriente cálida del Pacífico.

- 36 -
Al día siguiente salieron muy temprano como estaba planeado.
En la ruta se encontraron con su amigo Bruno, un tiburón vegeta-
riano que buscaba algas y pastos marinos para alimentarse. Les
saludó así:

—¿Qué dicen, panas? ¡Que la paz del universo marino les acom-
pañe! Les cuento que acabo de pasar un muy mal rato: creí trope-
zar con una rama verde, pero qué creen, era una cuerda gruesa
con pedazos de latas enredadas —dijo Bruno.

—¡Uyy, qué mala onda! Cada vez hay más sorpresas en la ruta
marina —respondió Carlín.

—Estoy practicando un ejercicio de yoga para relajarme, esto


rompió mi armonía vital... Vayan con cuidado, los barcos grandes
tiran al mar todo lo que les estorba —les advirtió Bruno.

—Gracias, amigo, iremos con cuidado —respondió Coralía.

—También hay full redes por todas las corrientes, me choqué el


otro día con algunas, casi me atrapan, tuve que darme un trampo-
lín buceador para huir de ellas —acotó Carlín.

Se despidieron y continuaron su viaje. Más adelante se toparon


con Manu, el delfín, profesor de pilates.

—¡Eh, amigos, necesito ayuda! Algo tengo en mi oreja izquierda,


me duele y molesta mucho, ¿me ayudan, por fa?

—Hola, Manu, ¿qué pasó? Pareces un «extraacuático», con unas


antenitas supersónicas —dijo Carlín.

—Ja, ja, no es chiste, me duele, algo se metió aquí —señalando


su oreja.

- 37 -
Carlín y Coralía casi se caen de caparazón cuando encontraron
varios sorbetes plásticos metidos en su oreja.

—¡¡Auch!! Esto sí que ¡¡dueleeeee!! —se quejó Manu.

—Tranquilo, ya mismo lo conseguimos, ¡ten paciencia! —dijo


Coralía.

—No entiendo por qué los humanos no dejan de usar estos


apartadijos —sostuvo el delfín.

—Respira profundo, ya casi, ¡¡ya casi...!! —insinuó Carlín.

Les costó mucho trabajo, pero finalmente los sacaron.

—Listo, Manu. ¡Mira lo que tenías en tu oreja! —le mostró Coralía.

—Gracias, mijines. Me salvaron; mi hermano perdió la suya con


uno de estos —les contó Manu.

—¡¡Chao!! ¡Cuídate! —se despidió Carlín.

Continuaron con su travesía, debían llegar a playa rosada lo an-


tes posible. Carlín tropezó con una botella plástica y casi se la
come, la confundió con una medusa.

—Medusa, medusita, ven a mí, que me muero de hambre —dijo


Carlín.

—¡Eh, cuidado! Es una botella plástica. ¡Qué despistado eres!


¡Vives en la luna! ¡Te puedes morir si te la comes! —le advirtió du-
ramente Coralía—. Eso le ocurrió a mi tía Toti antes de cumplir 100
años y la pobre se murió asfixiada —continuó.

- 38 -
Carlín dio un giro para alejarse de la «tal botella».

—¿Cuánto falta? Ya no jalo, ¡estoy muy cansada! ¡Santos molus-


cos! Se me hizo largo el camino —dijo ella.

—Tranquila, ya falta poco, dos cuadras de arrecifes, viramos a la


izquierda pasamos el barco hundido, y listo, llegamos de una —le
animó Carlín.

Así fue, en pocos minutos sacaron sus cabezas y vieron la playa.

—Ya estamos aquí, busquemos el mejor sitio para hacer el nido


—sugirió Coralía.

—Yo te sigo, sirenita de mis ojos... —respondió Carlín—. ¡Ya lo


tengo! Este es el perfecto.

—Voy para allá... —le respondió ella.

Era un lugar cálido y cubierto de ramas, se acomodó suavemen-


te, esto le tomó un buen rato, así pudo poner muchos huevos.

—Listo. ¡Lo logré! Fueron muchos, Carlín. Los dejé bien ocultos
para que nadie los destruya —anunció Coralía.

—Ojalá fueran unas veinte, así tendríamos un equipo de fútbol


completo —pensó Carlín.

Se dieron un piquito y emprendieron el camino de regreso...

Pasaron algunos meses, Coralía estaba ensayando una canción


en el piano, cuando vio que intentaba llegar hasta ella una peque-
ña tortuga.

- 39 -
—¡Hija mía! Eres tú, te esperaba desde hace mucho tiempo. Y,
¿las demás, tus ñañas? ¿Lograron sobrevivir? —preguntó inquieta
Coralía.

—¡¡Ma!! Al fin llegué hasta aquí, ¡¡lo logré!! ¡¡Fue muy difícil!!
Construyeron un hotel gigante cerca de nuestro nido y ninguna de
mis ñañas se salvó —dijo la niña.

—¡Qué tristeza! ¡Cada vez ocupan más nuestros espacios! —dijo


la madre.

Compartieron un largo abrazo.

—Te llamarás Turquesa —sentenció Coralía.

Turquesa es una tortuga curiosa y exploradora. Le gusta mucho


el teatro y los cuentos de piratas. Hoy está celebrando su cum-
pleaños número 6.

- 40 -
Marurero
Ana Carlota González

Ilustración de Diego Aldaz


Ana Carlota González

Nací en Chile, pero he pasado la mayor parte de mi vida


en Ecuador. Me gusta viajar en carro, bus o avión, también
lo hago en el tiempo y en el espacio, por medio de los libros;
a través de ellos vivo aventuras increíbles en lugares fantásticos.
Soy bibliotecaria y escritora y mi mayor logro es que mis mejores
amigos, los niños y los libros, se encuentren. Me gusta leer,
escribir, tomar helados y jugar con mi perro Hugo.
Tengo tres hijos y una hija; y tres nietos y una nieta.

Diego Aldaz

Soy un ilustrador ecuatoriano con más de 15 años de experiencia,


mi trabajo se ha publicado en varias revistas y editoriales dentro
y fuera del país. Me apasionan el cómic, el manga, la creación
de personajes y todo lo relacionado al mundo de las artes
gráficas. En la actualidad me encuentro desarrollando un proyecto
de cómic de mi autoría.
Mi hermanita Carolina durmió casi todo el trayecto. Sus churitos
negros me mojaban el brazo de sudor mientras yo pensaba en la
abue Floren, que nos esperaba en Esmeraldas, y en el mar, enor-
me como la noche que entraba por la ventana.

Mamá nos había encargado a doña Pancha que viajaba en el


mismo bus. Cuando llegamos al terminal tomó a Carito de la mano
mientras yo tambaleaba atrás, algo mareada. Ya habíamos visto
la sonrisa blanca de la abue, con su vestido floreado y la cartera
colgada del brazo entre la gente que se aglomeraba. La abue su-
bió al bus y se abrió paso entre los que querían bajar, nos abrazó
y nos dio un montón de besos apretados, de esos que despeinan
y dejan sin aire.

—Teno lota loja —dijo Carito, que todavía habla a media lengua.

—Mamá le dio una pelota roja, de las que se inflan —expliqué.

Después de plantar en mi mejilla dos besos más, la abue Floren


rodeó mi hombro con un brazo, se despidió de Panchita y segui-
mos al chico que llevaba la maleta.

Al llegar recorrí la casa de arriba abajo; todo estaba igual que el


año pasado: las rejillas para que no entren insectos en las ventanas,
las hamacas en el zaguán, la cuna de Carito al lado de mi cama y el
aire húmedo y salado que envuelve la casa de aroma de mar.

Después de cambiarme la ropa de la Sierra que me sofocaba,


corrí a la playa, pero la abue me hizo regresar:

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—Cuida a Carito mientras preparo el almuerzo.

Le hice un gesto para que me siguiera.

—Lota loja —me recordó.

Rompí con los dientes la bolsa de plástico donde estaba la pe-


lota y la inflé.

—Ma, ma rande —Carito quería que la inflara hasta que casi re-
ventara. Soplé hasta que estuvo conforme—. Ya ta ben.

En la playa pisé algo que me pinchó el pie, era una tapa de plás-
tico. Había botellas, bolsas, vasos...

—¿Por qué botan basura en la playa? —pregunté a la abue mien-


tras almorzábamos.

—Nosotros no ensuciamos la playa, enterramos la mayoría de


desperdicios para hacer abono y llevamos el plástico a Esmeral-
das a reciclar. Casi toda la basura viene de tierra adentro, por
los ríos hasta el mar —añadió arrugando la frente, como hace
siempre que algo no le gusta—. La playa se ha convertido en un
basurero.

—Marurero —repetía Carito cuando recogíamos botellas de


plástico y las poníamos en un balde.

Las encontrábamos junto a los troncos que traía la marea alta


o enterradas entre las plantas que invadían una parte de la playa.
Al acercarnos las gaviotas abrían sus alas de plata y se lanzaban
hacia el cielo, perforando las nubes. Además de botellas aplas-
tadas con etiquetas descoloridas, encontrábamos vasos rotos, ji-
rones de redes viejas y trozos de bolsas, enredadas en las rocas.

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Tío Pedro las llevaba a vender a Esmeraldas los sábados y con el
dinero nos compraba un helado.

Una mañana Carito pateó la pelota, la lanzó al mar y una ola ju-
guetona se la llevó. Mi hermana lloraba y lloraba por su pelota, no
tenía consuelo.

—No llores, después de almorzar la volvemos a buscar —prometí.

Mientras caminábamos por la playa buscando la pelota, divisa-


mos a una niña como de mi edad sentada en unas rocas y nos
acercamos a preguntarle si la había visto. Su pelo era del color de
los mangos maduros y, al acercarnos, nos sorprendió ver que, en
lugar de piernas, tenía una cola plateada, como la de un pez. Junto
a ella estaban dos lobos marinos y el más grande tenía entre sus
patas la pelota roja.

—Te esperábamos para darte tu pelota de plástico, no la quere-


mos en el mar —dijo la sirena sin siquiera saludarnos—. ¡Llévatela
ahorita, antes de que emprendamos nuestro viaje!

—Es de mi hermana —me disculpé.

—De quien sea, llévensela.

—¿Se puede saber a dónde van?

—¡A buscar un sitio donde no haya basura! Tal vez en las profundi-
dades del océano, por las islas Marianas, esté menos contaminado.
El plástico nos hace daño, igual que a ustedes, los humanos. El mar
guarda en secreto lo que más quiere: ciudades sumergidas, naufra-
gios, barcos piratas cargados de tesoros, pero escupe lo que le dis-
gusta, la basura. Han convertido al mar en un basurero —masculló.

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—Marurero —repitió Carito.

—¿Ellos van contigo? —pregunté.

—Ellos y muchos otros animales a los que hemos salvado de la


muerte. A Lu le quité del cuello una llanta que lo estaba ahogan-
do. Mi hermana Clarisa salvó a Roy, que estaba enredado en una
red —los lobos de mar asintieron, confirmando que lo que decía
la sirena era verdad—. Hemos rescatado a miles de animales que
estaban a punto de morir a causa del plástico: delfines, orcas, ma-
natíes, tiburones, pulpos…

Yo quería saber más sobre la sirena y las profundidades del mar.

—¡Explícame quién eres! —exclamé.

—El viaje es largo y debemos partir. Esperamos encontrar un


lugar limpio, con arrecifes de coral, aguas transparentes, sin basu-
ra, donde podamos vivir felices —sin decir más la sirena movió su
cola verdiazul, tomó impulso y desde las rocas saltó al mar.

Su pelo brilló como una llamarada antes de hundirse en las olas


y nadar en dirección opuesta a la playa.

Carito puso la pelota junto a una palmera y seguimos a la sirena


con la mirada. De pronto, desde distintas direcciones aparecieron
unas manchas de luz que se extendían como lenguas moviéndose
en el mismo sentido, atrás de la sirena. Estaban formadas por una
multitud de peces, aves y otros animales marinos que nadaban o
volaban, siguiendo a las tres cabezas que se dirigían hacia el ho-
rizonte. Proyectaban sombras oscuras en el agua que el sol de la
tarde iluminaba con rayos dorados: delfines saltarines, tiburones
que cortaban las olas con la aleta dorsal, ballenas que jugaban a

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lanzar chorros altísimos y muchos otros animales de colores oscu-
ros o claros y formas alargadas.

—Chao, rena —dijo Carito.

Movió una mano para despedirse de la sirena y con la otra se


abrazó a mi pierna. Yo, con la vista perdida en la larga caravana,
deseé que las sirenas, los lobos de mar y todos los habitantes del
océano encontraran un hogar limpio y seguro en algún lugar de
este, nuestro planeta azul.

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Barriles
en el mar
María Alejandra Almeida

Ilustración de Darío Guerrero


María Alejandra

Almeida Albuja

Nací en Ibarra, en 1992. Soy escritora y abogada. Me encanta leer


y escribir libros y cuentos para niñas, niños y adolescentes. También adoro
el anime y el manga. Gané el Premio Nacional de Literatura Infantil Darío
Guevara Mayorga en 2018 y fui finalista, en dos ocasiones, en el Concurso
Internacional de Literatura Infantil Libresa-Julio Coba (en 2017 y 2019).
Sígueme en www.facebook.com/mariaalejandraalmeidaescritora/
Página web: www.mariaalejandraalmeida.com

Darío Guerrero

Nací en Ibarra, pero desde los cuatro años vivo en Quito,


desde pequeño mi pasión fue dibujar, hacía caricaturas
a profes y amigos. Estudié diseño para hacer de mis dibujos
una profesión, terminé mi carrera y así mis dibujos se convirtieron
en ilustraciones para revistas, libros, cuentos, dibujos animados
y más. Llevo doce años divirtiéndome en este mundo
de la ilustración, tengo una familia que me ama, dos hijas
que son mis aprendices, mi esposa y todos los niños
que les gusta mi trabajo, mi gran inspiración.
La tormenta nocturna azotó al pequeño barco, casi con furia, y
este no resistió más. Se trizó y empezó a hundirse entre las oscuras
olas, dejando caer en el agua todos los barriles que transportaba.

La sirenita observó la escena con tristeza, mientras pensaba


en la ya inmensa cantidad de barriles y botellas que nadaban en
el océano, como peces mortales. Vio flotar a los barriles que ha-
bían caído desde el barco y alcanzó a oler el desagradable líquido
que contenían.

Quiso dar media vuelta para avisar de lo sucedido al rey, pero escu-
chó una voz pidiendo ayuda. Al volverse, observó que un muchacho
se estaba ahogando y, pese a las advertencias que había recibido
acerca de los humanos, decidió no dejarlo morir. Ayudó al joven a
llegar a la superficie y luego emprendieron el camino hacia la costa.

El chico, completamente consciente desde el momento en que


la sirenita apareció, estaba aterrorizado. Siempre había pensado
que aquellas criaturas míticas, mitad pez, mitad humano, eran
producto de la imaginación y fantasías de los antiguos marineros.
Ahora que había comprobado que eran reales, temía que muchas
leyendas también lo fueran. Aquellas en las que se narraba que el
almuerzo favorito de las sirenas eran los hombres que caían ante
el embrujo de su voz.

Cuando la tormenta se aplacó y ya no sentía que el agua de mar


subía y bajaba sin control, el muchacho se armó de valor para hablar.

- 52 -
—¿Vas a comerme? —preguntó, sin saber si la sirenita le
entendería.

—¡Otro marinero que ha escuchado las historias de Ulises!


—dijo ella.

El muchacho no entendió la respuesta, pero comprendió, a tra-


vés de la voz de la sirenita, que ella no quería comerlo.

Entonces, la sirenita preguntó:

—Los barriles que llevabas en el barco, ¿qué contienen?

—Combustible —respondió él.

—Ahora que están en el mar, pueden matar a muchos. La costa


no está lo suficientemente cerca para evitar que ese líquido se filtre.

El muchacho jamás había pensado en eso. Se había dedicado


a trasportar los barriles de una isla a otra y nunca se imaginó que
caerían al mar, debido a la tormenta. La sirenita le estaba salvado la
vida, pese a que, debido a él, tal vez morirían muchos de los suyos.

—¿Hay algo que pueda hacer? —preguntó el muchacho.

La sirenita, que hasta ese momento había avanzado a un mismo


ritmo, se detuvo.

—¿Puedes sacar los barriles del agua y llevártelos a la tierra?


—le preguntó al muchacho.

—Sí, pero mi barco se ha hundido —respondió él, con tristeza.

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—Podemos conseguir uno —dijo la sirenita y, sin esperar res-
puesta, empezó a nadar en otra dirección.

En cierto momento, se detuvo y emitió un canto, extraño y an-


tiguo, que el muchacho sintió expandirse bajo las aguas. Trans-
currieron algunos minutos y entonces emergió junto a ellos una
criatura, también mitad pez y mitad humana. Era diferente a la
sirenita, más grande, más vieja y visiblemente más peligrosa.

La criatura miró a ambos y se echó a reír.

—¡No lo puedo creer! ¡Jamás habría creído que tú te enamora-


rías de un humano! —exclamó con diversión—. Ya sabes el precio,
querida. Y casi todos los humanos lo saben hoy en día. Si deseas
que transforme tu cola en piernas, necesito que me des tu voz a
cambio. Pero ¿por qué trajiste al humano aquí? ¡Les costará mu-
cho llegar a tierra firme nadando con piernas! O, tal vez, ¿quieres
que le dé a él una cola de pez?

—No estamos enamorados, ni queremos piernas, ni una cola de


pez —aclaró la sirenita inmediatamente—. Necesitamos un barco.
El del humano fue destruido por la tormenta y todos los barriles de
gasolina que llevaba se cayeron al mar.

La criatura miró al muchacho con rencor. Sus ojos le hicieron tem-


blar más que el agua helada que se extendía hasta las profundidades.

—¡Haberlo dicho antes! —respondió la criatura, irritada—. ¡Hay


que evitar que la gasolina se mezcle con el agua! ¡Siempre pasan
estas cosas! Los humanos están destruyendo el mar.

—Necesitamos el barco para que se lleve los barriles a la tierra


—explicó la sirenita.

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—¡Por supuesto! —dijo la criatura—. Pero ya sabes cómo fun-
ciona esto. Necesito algo a cambio. ¿Tal vez los ojos del humano?

—Los necesitará para cargar los barriles y navegar a la costa


—respondió la sirenita, mientras el muchacho sentía que el cora-
zón se le encogía.

—Oh, está bien —dijo la criatura resignada—. Entonces quiero


una promesa, humano. La promesa de que no trasportarás gasoli-
na o cosa alguna que dañe a los peces, nunca más.

Al muchacho le pareció un trato justo. Después de lo que había


vivido, prefería dedicarse a un oficio en tierra firme. Algo seguro,
como entregar cartas.

—Lo prometo —respondió.

La criatura hizo emerger junto a ellos un barco de madera, muy


viejo, lleno de algas y esponjas de mar. El muchacho trepó y el
barco se puso en marcha, como por arte de magia, seguido por
la criatura y la sirenita. Durante el viaje, el muchacho se preguntó
a qué personaje podría haber pertenecido aquella embarcación
tan antigua.

Cuando encontraron los barriles, los subieron uno a uno. Algu-


nos delfines ayudaron a acercar los barriles más lejanos y, cuando
el mar estuvo libre de todos ellos, el muchacho se los llevó a la
costa. El líquido venenoso no se había filtrado. Los peces estaban
a salvo, por esa ocasión.

Al amanecer, el muchacho despertó sobre la arena cálida. Una


docena de barriles repletos de gasolina estaban junto a él, al
igual que un destrozado y viejísimo barco, en el que hubiese sido

- 55 -
imposible navegar. El muchacho no recordaba nada, pero, de algu-
na manera, sabía que debía entregar esos barriles y que ese sería
su último trabajo como transportista.

Se le había ocurrido la extraña idea de convertirse en cartero


y, mientras se levantaba aturdido, dos figuras lo miraban secreta-
mente desde el mar.

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Y volvieron
los colibríes...
Linda Arturo Delgado

Ilustración de Claudia Patricia Hernández


Linda Arturo Delgado

Soy Linda Arturo Delgado, pediatra de profesión y cuentista


por convicción. Trabajo en el Hospital Gíneco-Obstétrico
Isidro Ayora de Quito como coordinadora de calidad. Soy profesora
de Neonatología y jefe de cátedra de Pediatría en la Universidad
Central del Ecuador. Pertenezco a varias sociedades científicas.
Soy autora y coautora de publicaciones relacionadas
con medicina, bioética, calidad y educación. Me encanta
crear cuentos para niños y niñas sobre animales y la naturaleza.

Claudia Patricia Hernández

Nací en Bogotá, Colombia el 13 de diciembre de 1976.


Vivo en Quito hace 21 años, aquí estudié Diseño Gráfico y trabajo
desde hace algún tiempo en Ilustración. Amo los colores,
los paisajes y las historias fantásticas, llenas de magia.
Me encantan los cuentos divertidos donde los personajes
pueden estar construidos en múltiples formas y los escenarios
estén elaborados con mucha imaginación. Los libros son
para mí un universo mágico, donde podemos vivir grandes
aventuras con solo viajar en un pequeño avión de papel.
De pronto el mundo se quedó en silencio… El mundo dejó de fun-
cionar y la gente de salir. Todo quedó en silencio. Todos se pregunta-
ban qué había ocurrido. Entre los más curiosos estaban los colibríes,
piedras preciosas con alas. Se habían escondido en lo más profundo
de los bosques que rodeaban la ciudad. El bullicio del tráfico, de la
gente, los espantaba. Aquellos lugares que antes habían sido su ho-
gar se habían vuelto hostiles, llenos de contaminación, enojo y pri-
sas. Ya nadie los miraba, ni se maravillaba por su belleza y agilidad.

—¿Qué ocurre, mamá? ¿Por qué ya no se ven humanos aquí


en el bosque? —preguntó el pequeño Quindi, un precioso zama-
rrito pechinegro.

—No sé, mijito. Los humanos son incomprensibles. Ahora que


todo está tan tranquilo, podemos buscar mejores flores para ali-
mentarnos. Tu padre y hermanos volverán pronto de la ciudad.

Antes de que el sol se acostara entre los volcanes y se arropara


con las nubes de colores, el padre y hermanos de Quindi regresa-
ron al nido.

—Los humanos se han escondido en sus casas, pocos salen y


regresan rápidamente —comentó el padre.

—¡Al fin podemos volar por los jardines y los parques sin que na-
die nos persiga! ¡Será un festín con la mejor miel que desde hace
mucho no habíamos probado!

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Así, Quindi soñó en flores que producían chorros de aromática
miel, que se convertían en mariposas con colores de arcoíris.

Al día siguiente, todas las familias de colibríes, y cientos de aves


más volvieron a los parques y jardines de la ciudad. Quindi nunca
había visitado estos lugares. Maravillado volaba entre las flores
que habitaban en un solitario jardín. Las flores amablemente le
ofrecieron su dulce néctar y le contaron que allí vivía una niña que
salía a jugar con ellas todos los días. Pero, de pronto, ya no volvió a
salir de la casa y las miraba con tristeza desde la ventana. Quindi,
intrigado, se acercó a la ventana de la casa y se encontró que la
niña la miraba con curiosidad a través del cristal.

—Mamá —preguntó la niña—. ¿Puedo salir a jugar con el colibrí?

—No, nena, aún no —dijo la madre preocupada…

La niña se quedó mirando con tristeza al colibrí que revoloteaba.


Quindi nunca había visto llorar a nadie, pero su pequeño corazón
se llenó de compasión y ternura. Se esmeró en hacer sus mejores
piruetas y volteretas, hasta lograr que la niña riera. Desde ese día,
Quindi visitaba a la niña, quien, a través de la ventana, lo miraba
con admiración y respeto. Cierto día, el pequeño colibrí le preguntó
a su sabio padre si existían otros jardines y otros niños. Su padre
le contó que el mundo era muy grande y que había muchos niños
que ahora miraban sus jardines a través de las ventanas. Quindi se
fue a dormir pensativo… y soñó que él visitaba a todos los niños
del mundo y lograba que sonrieran otra vez. Al día siguiente, le
contó el sueño a su madre.

—¿Cómo lo harías tú solito, mijito, si eres tan chiquito? —co-


mentó su madre.

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Pero Quindi, necio como pocos, no dejó de pensar en su sueño.
Una mañana, mientras jugaba con su amiguita humana a través
de la ventana se les acercaron con curiosidad Sergio, el mirlo, y
Carla, la tórtola.

—¿Qué haces, Quindi? —preguntó Sergio—. Espanto la tristeza


de mi amiguita. Ni ella ni ningún humano pueden salir de sus casas.

—¿Por qué no, si siempre han estado afuera y a nosotros nos ha


tocado escondernos? —preguntó Carla con desdén—. Mis padres
dicen que los humanos deben quedarse en sus casas hasta que la
naturaleza se sane. No entiendo mucho qué significa eso.

Sergio y Carla se miraron como si ellos sí comprendieran. De


pronto, se dieron cuenta de que la niña los miraba con curiosidad.
Los dos pájaros mayores intentaron escapar, pero Quindi los tran-
quilizó. Voló haciendo cabriolas mientras la niña reía y aplaudía.
El mirlo y la tórtola se acercaron un poco más con precaución. La
niña, maravillada, colocó uno de sus deditos contra la ventana y
las dos aves picotearon el cristal. La niña estalló en una carcajada
y su risa hizo que los corazones de las aves se llenaran de calor.
De pronto, Quindi tuvo la gran idea.

—Amigos, ¡ayudemos a que otros niños sean felices en sus casas!

—¿Qué quieres que hagamos? —preguntaron las dos aves.

Quindi explicó:

—Pidan a sus hermanos y hermanas que busquen en otras ven-


tanas niños y niñas a quienes alegrar.

Sergio y Carla pusieron alas a la obra… Buscaron a sus herma-


nos y hermanos, y a toda ave, animal o insecto que se les cruzó.

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—Vayan, amigos y amigas —piaban—. Salgan de sus escondi-
tes, los humanos están confinados y nos necesitan ahora. Bus-
quen a quien alegrar, a quien consolar.

Así, el mensaje de Quindi llegó a todos los confines del planeta.


Aves y mamíferos que se creían extintos volvieron a presentarse
ante el mundo, aves e insectos desconocidos aparecieron y cau-
saron admiración en la humanidad. Cóndores en el Perú, delfines
rosados en el Amazonas, jabalíes en Madrid y en Israel, pececillos
en Venecia, pájaros extraños en Buenos Aires, ciervos en Japón,
mantarrayas gigantes en México, pumas en Chile y bandadas de
colibríes en Quito.

Ya no solo niños y niñas volvieron a reír, adultos que habían ol-


vidado que la naturaleza aún estaba allí y ancianos que recordaron
otros tiempos mejores se maravillaron ante el espectáculo. Periódi-
cos de todo el mundo recogieron estos fenómenos con rimbomban-
tes titulares: «Los animales salen mientras las personas se quedan
en casa», «Los animales exploran las ciudades», «La revancha de
los animales en extinción», «Y los colibríes volvieron…».

Tal vez Quindi nunca supo lo que logró, pero fue feliz en el jardín
de flores, jugando con su niña a través del cristal. Solo esperaba
que cuando la naturaleza se recuperara, la humanidad compren-
diera que la armonía con los demás seres era la única opción para
mantener la libertad.

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El planeta
de agua
Edgar Allan García

Ilustración de Cristina Yépez


Édgar Allan García

Nací en Guayaquil un caluroso diciembre de 1958. Soy autor


de obras que tal vez hayas leído como Leyendas del Ecuador,
El vampiro Vladimiro, Cuentos mágicos, Palabrujas o El rey
del mundo, entre más de setenta. He ganado en cinco ocasiones
el Premio Darío Guevara Mayorga, tres Bienales de Poesía
y el Premio Nacional Ismael Pérez Pazmiño. He publicado
en México, España, Argentina, Cuba, Colombia y Ecuador,
con editoriales como Santillana, Everest, Planeta, Quipu,
Gente Nueva, Edinún y El Conejo.

Cristina Yépez

Mi nombre es Cristina Yépez, el cardenillo o turquesa es mi color


favorito, por eso también me dicen “Cardenilla”. Soy publicista
de profesión pero desde hace alguuunos años me dedico
a la ilustración porque descubrí que dar color y vida a personajes e
historias es lo que más disfruto hacer. Y bueno, jugar fútbol también :-).
La primera vez que llegamos al Planeta de Agua, nos sorpren-
dió ver tantas plantas y animales gigantescos. En esa ocasión me
acompañó mi hijo Edris, que en ese tiempo solo era un niño, pues
apenas sí tenía doscientos cincuenta años. Él estaba feliz porque
era la primera vez que me acompañaba a recorrer planetas y nos
encontramos con este que tenía mucha agua salada, islas y volca-
nes humeantes. Algunos de los animales que vimos en esa ocasión
parecían concursar para ver quién tenía los dientes más grandes,
sobre todo un animal gordo, de orejas como abanicos, una gran
trompa y colmillos largos y retorcidos, pero también vimos una es-
pecie de gato de tres metros que lucía unos dientes que parecían
sables. Recuerdo que mi hijo Edris se divirtió mucho mientras corría
junto a uno de esos gatos y, cada vez que este lo quería atrapar,
Edris solo volaba por los aires y desde arriba se reía como loco.

Cuando regresamos, tres mil años después, vimos que varias


cosas habían cambiado. Ya no existían, por ejemplo, muchos de
los animales y plantas que habíamos visto la primera vez y, a
cambio, descubrimos unas pirámides parecidas a las de nuestro
planeta, solo que bastante más pequeñas. Además, los caminos,
las montañas y los valles estaban llenos de unos seres pequeños
que se vestían con ropas de colores y se decían «humanos».
Estos no rugían, ni relinchaban, tampoco cacareaban y, hasta
donde pudimos ver, ni siquiera sabían volar. Nos dimos cuenta
de que la mayoría de esos seres tenía una inteligencia pequeña
y, quizá por eso, maltrataba tanto a los animales. A los de joro-
bas, por ejemplo, y a unos con orejas grandes, a los que habían
domesticado. Descubrimos también que los que se hacían llamar
«humanos» tenían por costumbre comer animales con plumas y

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a otros con cuernos, lo que nos causó una muy mala impresión,
así que nos fuimos de regreso.

Ahora hemos vuelto de nuevo. Edris ya es todo un hombre, pues-


to que tiene algo más de cinco mil años, y era quien más había
estado preocupado por las noticias que nos llegaban desde este
planeta. Los informes decían, por ejemplo, que los humanos pro-
vocaban grandes incendios, que los continentes estaban cada vez
más contaminados, que en las extensiones de agua salada había
animales que morían envenenados, mientras la basura crecía por
todas partes. «Parece que los humanos se han vuelto locos y es-
tán dedicados a matar el planeta y, de paso, a ellos mismos», dijo
Edris alargando las orejas. Como si fuera poco, nos enteramos,
con mucha pena, de que ciertos humanos cazaban a esos dulces
y enormes animales que aquí les llaman ballenas y que en nuestro
planeta son muy queridas porque sabemos todo lo sabias que son.

Esta vez dimos varias vueltas al Planeta de Agua —que no sa-


bemos por qué le llaman Tierra— y con sorpresa observamos en
las pantallas que todo aparecía desierto. Las líneas rectas, que los
humanos llaman calles y avenidas, estaban casi vacías. «No en-
tiendo», dijo Edris, «¿a dónde se fueron los humanos?». Durante
unos minutos analicé la situación en la computadora de la red in-
tergaláctica. «Ya sé lo que debe estar pasando», le dije. Edris me
quedó mirando con sus tres ojos muy abiertos. «Al parecer llegó el
momento esperado», le expliqué. «¿Qué momento?», me preguntó
él con cara de curiosidad. Le conté que hace tiempo me había lle-
gado la noticia de que algún día aparecería en este planeta un vi-
rus que haría que todo se detuviera en todas partes. «¿Todo?, ¿en
todas partes?». «Sí, mira», le dije. Parados frente al ventanal de la
nave, vimos cómo algunas de las construcciones de cemento, que
los humanos llaman ciudades, se encontraban no solo vacías, sino
también silenciosas. Pusimos los rayos zeta para ver a través de
las paredes y vimos a familias enteras reunidas, conversando unas,

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jugando otras, descansando la mayoría, como cuando todavía no
existían las construcciones de cemento. «Después de los informes
que habíamos tenido de este planeta, es realmente muy extraño
ver a los humanos así, sin correr como locos de un lado para otro,
dedicados ahora a comer, conversar y dormir con tranquilidad.
Pero bueno, yo quiero ver qué pasa más allá de las ciudades», dijo
entonces Edris.

En ese instante dirigí la nave hacia las selvas y montañas del pla-
neta. En completo silencio las recorrimos lentamente y pudimos ver
que los animales parecían tranquilos, como si de pronto ya no tuvie-
ran miedo de los humanos. Veíamos cómo salían a los caminos, cu-
riosos, explorando, aliviados al ver que no se cortaban los árboles,
ni se escuchaban las ruidosas maquinarias humeantes. También en
el agua salada vimos cómo nadaban las ballenas sin nadie que las
molestara, mientras los delfines chapoteaban cerca de las orillas,
sin temor a quedar atrapados en las redes de los pescadores.

«Vaya», exclamó Edris, «al parecer esto va muy bien, ¿no te pa-
rece?, pero empiezo a preguntarme cuánto durará este momento
de paz». «Durará lo que tenga que durar, hijo mío», le dije, «solo
esperemos que cuando lo del virus termine, muchas cosas cambien
por el bien de este planeta». «Bueno», dijo Edris, «entonces vol-
vamos en unos mil años para ver qué ha sucedido». «No», le dije,
«solo veinte o treinta años más serán suficientes, yo creo que, para
entonces, ya podremos ver si los humanos aprendieron la lección
y en serio se dedicaron a salvar el hogar que los cuida y alimenta».

Nuestra nave se eleva en este momento. Desde arriba, el Plane-


ta de Agua nos vuelve a parecer hermoso. Es como una perla azul
flotando en el espacio. Edris y yo cruzamos los dedos para que se
salve. «Hasta pronto, Planeta de Agua», decimos ambos con mu-
cha esperanza. «Suerte y mucha luz».

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Mishki, el cantor
del bosque
Lucía Chávez

Ilustración de Tito Martínez


Lucía Chávez

Sarawarmi Laboratorio Creativo

Hola, soy Lucía, mediadora de lectura, a ratos bióloga, pero sobre todo
una curiosa de los libros y las historias. Me encanta caminar por selva,
meterme al río y conversar con la gente. Esa gente mágica y poderosa
que habita en el bosque. Es por eso por lo que empecé Sarawarmi, un
laboratorio creativo que junta todo eso que me inspira, y que busca inspirar
a otros. Donde diseñamos experiencias educativas, exploramos
la lectura y… contamos historias.

Tito Martínez

Soy artista plástico e ilustrador, nacido en Quito, Ecuador


con una acumulación de experiencias en varios campos del quehacer
artístico. En los últimos años he trabajado en la ilustración de cuentos
infantiles y juveniles para las editoriales más importantes del país
y la mayoría de autores de la literatura infantil del Ecuador. También
he trabajado para editoriales del extranjero. Cuento con más de treinta
títulos ilustrados. Además he realizado ilustraciones para revistas
y material educativo centrado más en el mundo editorial.
La noche era negra, negra como pepa de guaba. ¡Todo era ne-
gro! Negro como el fondo de un pozo, como el ojo de un caimán.
Negro, negrísimo, como son las noches sin luna en la selva. Mishki
ni siquiera podía ver sus propias manos. Solo oía los grillos, algu-
nas ranas y, claro, la música que sonaba a lo lejos.

En Rukullakta había una boda, y la gente de muchas comunida-


des había llegado a celebrar. Habría días de baile y comida, comida
y baile… Y aunque Mishki se moría de ganas, no podía ir. Su mamá
le decía que todavía era muy pequeño para las fiestas. Pero él ya
tenía 6 años, le demostraría a su mamá que ya era grande, e iría a
la fiesta en secreto.

Y es que, a Mishki le gustaba cantar, los sonidos y las notas mu-


sicales le rondaban en la cabeza como pájaros, como esos cha-
guamangos que vuelan alrededor de sus nidos alargados como
gotas, que cuelgan de los árboles como aretes.

Esa noche, sin importarle el posible castigo de su madre, tomó


prestado el violín de su padrino y se fue a la fiesta. Sacó la cabeza
con cuidado y como no vio a nadie empezó a caminar. La fiesta
no estaba muy lejos, y él no le tenía miedo a la noche. Como cual-
quier niño kichwa, tenía una pulsera de estrellas que lo protegía.
Porque cuando las estrellas se caen al suelo se convierten en se-
millitas de anamora, y las mamás las recogen para hacer pulseras
y cinturones para sus wawas. El rojo de la semilla les da fuerza y
los protege, manteniendo lejos a los supay, que son esos espíritus
traviesos que se divierten espantando a los niños y que dan mal
de ojo de vez en cuando.

- 74 -
Mientras caminaba, el niño aprovechó para presentarse al violín.
Supo entonces que se llamaba Taki y que tenía tres cuerdas, pero
no cualquier cuerda, sino cuerdas hechas de tripa de mono (sí, ya
sé lo que están pensando, ¡tripas de mono!, ¡buag!). Y mientras
conversaban, Mishki le hizo cosquillas en la panza para romper el
hielo. Nunca se imaginó que hacerle cosquillas al violín ¡produciría
los sonidos más dulces de la selva!

Se dio cuenta de que Taki guardaba en su panza de madera los


mismos cantos que estaban atrapados en su propia cabeza desde
hace tanto tiempo. El violín permitió que todos esos sonidos pu-
dieran salir por primera vez.

Y luego de caminar un poquito más, finalmente, llegaron a la


fiesta. Se quedaron en una esquinita, lo más escondidos posible.
Y fue cuando Taki empezó a sonar, y la fiesta y el mundo pararon
por un segundo; para luego vibrar con mucha más fuerza.

Mishki se había convertido en el alma más colorida de la fiesta.


Todos le oían cantar y tocar. Y cuando la fiesta no podía ser me-
jor, el niño escuchó su nombre. Mientras la sangre se le helaba,
regresó a ver y sus ojos se encontraron con la furia de su mamá,
¡qué miedo!

—¡Mishki Chullumbu!, ¿qué haces aquí? Te dije claramente que


no podías venir, ¡vámonos! ¡Vas a ver en la casa! —le decía mien-
tras arrugaba los labios como pasas y le fulminaba con la mirada. 

A partir de ese día, Mishki no volvió a ser visto en ninguna fiesta.


Pero eso no evitó que su fama creciera rápido como las cecropias
que crecen a la orilla del río, y su música sea conocida en toda
la región. Todos querían oírlo en sus fiestas, todos —excepto su
mamá, que estaba muy preocupada—. Ella no quería que su hijo
se convirtiera en un cantante. Los artistas no eran bien vistos.

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No saben cazar. No saben sembrar. Se quedan solos. ¿De qué iba
a vivir?, ¿de qué iba a trabajar? Especialmente ahí, en Rukullakta,
¡donde la mayoría de la gente vive de sembrar y de cazar!

Su mamá le prohibió meterse en más problemas; Mishki y Taki


tuvieron que descansar. Mientras pasaban los días, él se iba po-
niendo más y más pálido, triste, opaco. Y aunque su mamá se daba
cuenta, no sabía qué hacer. Parecía que el samay (espíritu) se le
escapaba del cuerpo, poquito a poquito. Niño y violín se volvían
transparentes a medida que el tiempo pasaba. Se iban convirtien-
do en los fantasmas de ellos mismos.

Un día, al regresar de la escuela, su mamá le estaba esperando


en la puerta. Tenía a Taki en sus manos. A Mishki le corrió un sudor
frío por la espalda. Apresuró el paso. Cuando llegó, su mamá le
dijo que la comadre Felicia bautizaba a su wawa esa misma tarde,
y que él estaba invitado a la fiesta. Taki también estaba invitado.
Pero irían los tres juntos solo un ratito, porque él tenía deberes, y
que ni piense que se van a hacerse de noche, porque no quiere
que se duerma tarde, y blablablá.

Pero eso último Mishki ya no escuchó, los ojos se le agrandaron


y la palidez se fue para siempre. El samay regresó al cuerpo con
tal fuerza que el abrazo que le dio a su mamá por poco la tumba.
Almorzaron algo rápido, mientras los tres caminaron a casa de
Felicia. Esa tarde se vio el bautizo más lindo que la tierra de Ruku-
llakta había visto en mucho tiempo. 

Niño y violín crecieron juntos, vieron el paso del tiempo y nunca


dejaron de explorar el mundo con su canto. Con el tiempo Mishki,
el violín y otros amigos fundaron un grupo, le pusieron «Los Yum-
bos Chaguamangos», en honor de esas aves traviesas que han
habitado la cabeza de Mishki por años.

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El grupo se hizo famosísimo, viajó por todo lado, y grabaron un
disco de esos antiguos y grandotes, los famosos LP. Ellos dicen
que hasta conocieron a Julio Jaramillo en uno de sus conciertos,
pero bueno, ese es otro cuento. Lo que importa ahora es que los
Chaguamangos todavía siguen tocando, llenando de cantos la sel-
va, manteniendo vivo el espíritu de los abuelos del bosque.

Y aunque ahora Mishki es un yaya (abuelito), él sigue llenando


de alegría y colores a la gente que lo escucha. Taki también ha
envejecido un poco, pero sigue respondiendo fiel al llamado de la
fiesta y de la vida. Siguen contando y cantando sobre la yuca, Ju-
mandy, las boas y otros seres mágicos de la selva.

Mishki sabe que el mundo no está hecho de átomos, sino de


historias, como dice el compadre Andrés. Porque las historias nos
recuerdan de dónde venimos y eso es lo único que dejamos a los
que se quedan, cuando nosotros partimos.

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Los gigantes
de tres brazOs
Armin Alfonso Soler

Ilustración de Andrés Pabón


Armin Alfonso Soler

Nací en La Habana, Cuba, en 1985. Me mudé a Quito hace


cinco años y me enamoré de este hermoso país; de su naturaleza,
su cultura y su gente. Escribo desde muy joven cuentos,
poesía y teatro para niños, pero empecé a publicar hace poco.
En 2018 gané un premio nacional de literatura infantil
(el Darío Guevara Mayorga) con el libro Monstruos del campo
y la ciudad. Y en 2019 dos de mis cuentos fueron seleccionados
entre los destacados de Girándula. Me encanta leer, conversar y jugar.

Andrés Pabón

¡Hola! Me llamo Andrés Pabón. Soy ilustrador y nací en Quito,


donde vivo actualmente, trabajo profesionalmente
desde hace diez años, ilustro para cuentos, cómics, series
de animación y hasta para publicidad aunque he de confesar
que esta última no es mi preferida, a veces también escribo
historias. Hay muchas cosas que recuerdo de mi niñez y muchas
no, pero de lo que único que estoy seguro es que siempre
he pasado dibujando, creo que todos podemos ser lo que queramos
con una pizca inicial de talento y mucha, pero mucha disciplina,
felicidad y ganas de aprender.
—Abuelo, ¿por qué tienes que salir a esta hora?

—Voy a buscar a unos gigantes que nos ayudarán a que el aire


de nuestro valle sea más limpio.

—¡Unos gigantes! ¿Cómo así?

—Sigue durmiendo, guambra. Todavía es temprano.

Sí, eso me dijo; no lo soñé. Cuando se fue el sol todavía no


asomaba por detrás de la Cordillera Oriental. Me da miedo que-
darme solo en la casa, así que no pude seguir durmiendo. Si el
abuelo tuvo que irse con urgencia, seguro era por algo serio.
¿Unos gigantes?

Mi abuelo siempre me cuenta historias fascinantes: de cómo


se formó este valle entre las montañas, de cómo los saraguros
vinieron caminando desde el sur para asentarse en estos lugares,
de las dos fundaciones de la ciudad, de cómo fuimos la primera
región del país en tener energía eléctrica... pero no recuerdo que
me hablara nada de gigantes. ¡O sí! Una vez me habló de unos gi-
gantes terribles que desembarcaron en Sumpa, en la península de
Santa Elena, y asolaron la Costa con grandes estragos...

Mi abuelo es ingeniero y desde hace algún tiempo lo veo pen-


sativo y preocupado. Una vez que estaba muy silencioso me le reí
y le pregunté:

—Abuelo, ¿estás otra vez en el aire?

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—Precisamente en el aire estoy pensando... Nos estamos enfer-
mando, mijo.

Y me explicó que, en su trabajo, habían medido los niveles de


contaminación y los resultados habían sido alarmantes.

—Cada vez hay más casos de infecciones respiratorias en el


hospital. Por eso estamos analizando el aire.

—¿Y por qué se ensucia el aire?

—El aire no se ensucia, guambra. Al aire lo ensuciamos noso-


tros. Las personas somos los que hacemos que el aire sea difícil
de respirar, con los autos, las fábricas, las calles polvorientas sin
asfaltar, con tanto consumo de electricidad...

—Pero la electricidad no suelta humo.

—¿Y cómo crees que se genera la corriente?

—No sé, viene por cables...

El abuelo se rio con una carcajada estruendosa que casi hace


que le salte la prótesis de la boca.

—Sí, igual que el agua sale de las tuberías...

Entonces sentí vergüenza de mi respuesta, porque yo sé que el


agua viene de los páramos, de las montañas, de los ríos y lagos, y
de los manantiales bajo tierra.

—La mayor parte de la energía que consumimos —me explicó


después de tomarse un vaso de agua que se sirvió de la llave— se
produce en grandes centrales con enormes motores generadores

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que funcionan quemando combustible y arrojando humo a la
atmósfera.

Eso me contó aquella vez, pero ¿cómo unos gigantes nos ayu-
darían a mejorar el aire?

Tal vez respirando el aire sucio y devolviendo aire limpio. Aunque


no lo creo. Si respiran el oxígeno y devuelven dióxido de carbono
el aire se pondrá peor. A no ser que sean como los árboles, que
usan el dióxido de carbono en la fotosíntesis y devuelven oxígeno.
¿Los gigantes serán árboles, ¡árboles gigantescos!? No me pare-
ce: un árbol, para que sea muy grande, debe pasar siglos sembra-
do en el mismo lugar, y no se los puede mover. Hasta donde sé, el
abuelo es ingeniero, no mago (aunque a veces me sorprende); y
en el mundo real no hay «bárboles», como en El señor de los ani-
llos. ¡Qué bacán si los hubiera!

¿O será que los gigantes son para acabar con las personas,
como los de Sumpa? Tiene sentido si el problema somos noso-
tros... ¡Pero no! No me parece que deshacerse de la gente sea una
solución.

¿Serán para destruir las fábricas? Esas son las que más conta-
minan el aire. Aunque el abuelo dice que «son un mal necesario»,
pues en ellas se construyen las cosas que necesitamos para vivir,
o como él repite insistentemente: «para mantener nuestro actual
estilo de vida».

—El problema no son las fábricas en sí —me dijo un día—, sino la


forma en la que estas funcionan. Hay que hacerlas más eficientes.

¿Será que los gigantes son para hacer funcionar las fábricas? Como
son muy fuertes, podrán mover las máquinas sin necesidad de com-

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bustible. ¡Eso es! Seguramente el abuelo diseñó unas bicicletas enor-
mes para que los gigantes pedaleen y hagan funcionar los motores.

Pero ¿cómo piensa alimentarlos? Además, cuando caminen para


ir a las fábricas por las calles sin asfaltar van a levantar el doble
de polvo que los automóviles. ¿O será que con baba de gigante se
pueden pavimentar los caminos?

Esas cosas estuve pensando todo el día: cuando doña Sonia


vino a darme el desayuno, de camino a la escuela, en las clases
de Mate y Sociales, en el recreo, en el laboratorio de Ciencias, de
regreso en la buseta...

—Qué callado estás, Nando —me dijo Andreíta—. Has pasado el


día pensando en las musarañas.

En musarañas gigantes, quise explicarle, pero seguro me iba a


decir que mi abuelo estaba medio loco y preferí encogerme de
hombros y seguir mirando el aire a través de la ventana. No se lo
veía tan sucio como para hacerse tanto lío.

Mi abuelo llegó bien tarde en la noche. Yo todavía estaba des-


pierto; no me gusta estar solo en la casa.

—¿Trajiste a los gigantes? —le pregunté sin saludar.

—¿Qué gigantes? —me dijo con cara de asombro.

«Ay, abuelo, ¿cómo se te van a olvidar los gigantes? Unas lla-


ves... pasa, porque son minúsculas; mi nombre... bueno, ya me
acostumbré; ¡pero unos inmensos, exagerados y descomunales
gigantes!...», quise decirle, pero estaba medio soñoliento y me
salían de la garganta solo las palabras necesarias:

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—Los gigantes que fuiste a buscar para ayudar a limpiar el aire.

—Aaah, esos gigantes. Sí, los traje.

—¿Y dónde están? —dije dando un salto en la cama y despabi-


lándome del todo.

—Se están instalando en el cerro Villonaco.

—¿Puedo ir a verlos?

—Cuando estén listos te llevaré; aunque podrás verlos todos los


días desde casa, en la cima del cerro.

—¿Tan grandes son?

—¡Uf! ¡Inmensos!

—¿Y cómo limpian el aire?

—Girando constantemente sus tres brazos enormes.

—¿¡Tres brazos!? ¡Wow!

¡Qué sencillo era! Los gigantes moverían sus brazos para que el
aire sucio se fuera lejos.

Un homenaje al parque eólico de Loja.

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Soldado,
re, mi fa, sol
Sandra De la Torre Guarderas

Ilustración de Santiago González


Sandra De la Torre

Nací en un hogar donde el papá era un poeta. A mi madre,


a mis tres hermanas y a mí, nos alimentaba de cartas y de cuentos.
Vivía en una biblioteca de tres pisos o, quizás, era una casa. Fui una niña
indomable de mirada pícara a la que llamaban Bárbara Patricia. Estudié,
viajé, jugué con luces en el estudio de televisión, dirigí actores, hice pistas
sonoras, di clases, tuve hijos… Solo después de tanta vida, escribí
mis primeras palabras que se volvieron libros.

Santiago González

Vivo desde hace siete años en las afueras de Quito junto a dos
perros, con quienes paseo todos los días, incluidos sábados,
domingos y primeros de enero, o sea siempre, porque ellos
no conocen la palabra descanso. En nuestros paseos nos cruzamos
con vacas, gallinas y uno que otro gato. Con tanto animal alrededor
no es casualidad que yo haya escrito, ilustrado y publicado tres
libros donde sus protagonistas son precisamente animales:
The only one; Luciano, el gusano; y Un amigo inesperado.
El viento de agosto abre sin permiso la ventana. Mati despierta
por el empujón del aire y dice, medio dormido: «Número equivoca-
do». Otra ráfaga entra y despeina su copete punkero, a lo que Mati
responde: «Deje su mensaje». Pero los dibujos del tablero vuelan
por la habitación, los lápices de colores ruedan, hasta la pequeña
mosca muerta del rincón agita otra vez sus alas por el remolino.

Entonces, Mati se despereza, hace un gruñido de gato contento,


estira los brazos, uno primero y el otro después, saca sin querer la
puntita del dedo meñique por la ventana y… ¡Arrarray!, casi tiene
un dedo rostizado para el desayuno.

—¿Qué pasa allá afuera? —se pregunta Mati, mientras mira con
recelo al sol y se frota el dedo.

Natalí se alista a lanzar la pelota en el patio, pero cuando pone


un pie fuera de la casa… ¡Chis, chis, chis!, un rayo ardiente cae
sobre su pie en chancletas.

—¡Rarrau! —grita rascándose el dedo gordo y regresa bajo la


sombra.

A Mati, que seguía en la ventana, se le escapa una risa nerviosa.

—¿También te quemaste, Nata?

—No, Mati, no me quemé. ¡Me quemaron! Y, ¿por qué no te has


parado el copete?

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—Es que quiero saber quién anda por ahí lanzando rayos láser
chamuscadores.

—¿Y quién va a ser? ¡Es el Sol! —Natalí arruga las cejas y mira
con resentimiento al cielo—. ¿No ves cómo se ha vuelto un intenso?

Mati saca con temor un brazo por la ventana y, luego de dar un


grito, lo mete a toda prisa.

—¡Rarray! Cierto, Nata, ¡el Sol arde!

—Baja, Mati-Mati, ven a jugar en mi patio.

—Pero tu patio está lleno de rayos láser.

—Nos convertimos en caracoles ¡y ya!, así no nos llegan los


rayos. Vamos llevando nuestra casita a todos lados, o sea, el
carapanzón…

—Ya.

Mientras Mati baja, Natalí consigue dos cajas vacías de cartón y,


ni bien llega su compinche de juegos, ella le pone encima el cara-
panzón… quiero decir, el caparazón. Luego, Nata se cubre debajo
del suyo y, como los dos son pequeñitos, apenas quedan descu-
biertos sus pies.

—¡Qué oscuro está!

—Es que ahí dentro vive la sombra, Mati. Asómate por los agu-
jeros. ¿Me ves?

—¡Ya te vi! Ya soy un caracol, aunque con el copete aplastado.

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—No importa, a la única caracola de por aquí le gustas igual.

Mati y Nata salen, bajo la sombra de sus caparazones, al patio


soleado. Recogen piedras y ramas secas, dan saltos y hasta bai-
lan, pero pronto se ponen tristes por no poder sacar la nariz fuera
de las cajas.

—Entremos, Mati-Mati. ¡Qué malo este Sol! Pica y rasguña.


—Natalí mira con enojo al cielo—. ¡Eres un peleón!

—No es mi culpa.

—No es tu culpa, Mati. ¡Le dije al Sol!

—Pero yo no dije nada. Alguien habló desde arriba… ¡el que está
lanzando los rayos láser!

Qué confundidos están los dos caracoles fuera de sus cajas. No


saben de dónde ha salido esa voz tristona.

—No es mi culpa —vuelve a decir la voz.

—¿Quién dijo eso?

—¿Quieren adivinar quién fue? —dice la voz—, les doy unas


pistas: He sido soldado, estoy siempre soltero, me gusta soldar y
estudio solfeo.

—¡Fue el Sol! ¡El Sol, Mati!

—Solucionado el misterio. Mucho gusto, do, re, mi, fa, sol… Soy
el Sol.

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—Escucha, sol… dado —dice Mati muy bravucón—, ¿por qué
nos lanzas tus rayos chamuscadores?

—Sí, ¿por qué? —reclama Nata—. Tengo que andar llevando mi


carapanzón a todas partes, mi paraguas rojo o mi sombrero de
paja con lazo, para no sentirte cerca… ¡ya no me gustas!

—Solo quiero decir que antes solía ser distinto. Yo no he cam-


biado nada. ¡Y mis rayos no son láser, son UV!

—¡Uuuuh, ve! —bromea Mati soltando una risita.

—UV. Ultravioleta. Rayos UV. Yo no he cambiado, sigo siendo un


soldado soltero que estudia solfeo. Ha cambiado la atmósfera. Al-
guien le hizo un enorme agujero en su capa… de ozono, ¡un hueco
en la capa que les protege de mis rayos!

—Y, ¿quién anda haciendo huecos en la atomosfiera? —pregun-


ta incrédula Nata.

—¡Uuuuuh, ve! ¿No saben? —dice el Sol, solazándose—. ¿Quién


habrá sido, sino solo sus tatarabuelos, sus abuelos y sus padres?

—Mi tierna abuelita Eu nunca haría algo así —asegura Nata


resentida.

—¿Ah, no? Do, re mi, fa, sol… ¿Tu abue Eu no va en bus ni en


auto?, ¿no usa aerosoles?, ¿no compra productos de las grandes
industrias?

—No sé lo que son esos airesoles ni esas insustrias, pero mi


abue sí va en bus y le requetegusta comprar.

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—Yo no tengo tatarabuelos, pero adoro los autos. ¡Y me com-
praré cinco de grande!

—¿Lo ven? Esas cosas hieren el aire y toda la gente las hace…
¡Pobre aire, está enfermo, reseco y calenturiento!

—¿Carentuliento? ¿Tiene fiebre?

—Sí, ¡una fiebre global! Y la atmósfera, agujereada y sucia, ya


no puede protegerles de mis rayos UV como antes —el Sol quiere
llorar, pero no puede sin lluvia a la vista.

—Oye, soldado, ¿y si me compro solo un auto en vez de cinco?

—Con uno, destruirás menos.

—Creo que voy a tener que hablar muy en serio con mi tierna
abue Eu.

—Do, re, mi fa, sol… Sol, fa, mi, re, do. Soltero soy y soldado.
Soldar me gusta, aunque voy solo. Llevo una flor en la solapa. La
solución no sé, solo solfeo…

Se esconde el Sol entre las nubes mientras Nata le manda besos


volados y Mati se cuadra con la mano en la frente. No juegan más
en el patio hasta la hora de la sombra, y se preguntan cómo sana-
rán la atomosfiera, cómo calmarán la fiebre del mundo.

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Siempre
Julio Awad

Ilustración de Guido Chaves


Julio Awad Yépez

¡Hola! Soy Julio Awad Yépez. Nací en Quito, en 1979. Soy escritor
y editor. Escribo especialmente para niños, niñas y adolescentes:
cuentos, novelas y guiones. Como editor, ayudo a publicar libros
de personas y organizaciones de Ecuador y de todo el mundo.
Me gusta mucho mi trabajo. Lo que más disfruto es pasar
tiempo con mi familia, leer, ver películas, series y animes,
y jugar videojuegos. Puedes seguirme en https://www.facebook.
com/julio.awad o escribirme a julio.awad@letrasabia.com.

Guido Chaves

Soy Guido Chaves, nací en una ciudad muy bonita que está
escondida entre montañas muy cerca del Chimborazo llamada
Guaranda , desde muy pequeño me encanta dibujar y tengo
la gran fortuna de ahora dedicarme a ilustrar libros para niños
o jóvenes, y también a veces me gusta escribir pequeñas
historias que se las dedico a mi hija. Encuentro la motivación
para mis ilustraciones, en mi vida en el campo, en los árboles
y en todas las cosas sencillas pero que nos hacen felices
como tomar una rica taza de café.
A la verdadera Amelia:
de mente y corazón luminosos;
y al David de verdad:
padre tierno, científico sagaz
y amigo entrañable.

A las cuatro de la madrugada, la carretera era larga y monótona.


Amelia tenía sueño, pero no quería dormir; no estaba dispuesta
a perderse un solo momento con papá. Tras la separación de sus
padres, ese era el primer fin de semana de Amelia junto a David;
en los días anteriores solo habían hablado por teléfono y se habían
mandado mensajes, pero no era lo mismo. La chica quería aprove-
char al máximo ese viaje.

Llegaron al amanecer. Frente a ellos, la Reserva Ecológica El


Ángel se extendía hasta el horizonte, decorada con frailejones y
pajonales que bailaban con el viento frío de páramo. No era la pri-
mera vez que Amelia acompañaba a su papá en uno de sus viajes
de trabajo a El Ángel, pero ese paisaje siempre la impresionaba.

Amelia llamó a su mamá para informarle que habían llegado a


la reserva; mientras tanto, David se ponía una enorme mochila
sobre los hombros y le daba a su hija una más pequeña. Tras la
llamada, padre e hija subieron los cierres de sus chompas y se
pusieron en camino.

El trayecto era cansado: a 4000 metros sobre el nivel del mar


había poco oxígeno. También era largo, pero el paisaje era bello y
se divertían conversando, así que el tiempo pasaba sin que David

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ni Amelia lo percibieran. Aunque, a decir verdad, en un par de
ocasiones la niña sintió que extrañaba a su mamá. Para Amelia, la
separación de sus padres también le estaba separando el corazón.

—Mira, papi. Este frailejón tiene piojos —dijo la chica mientras


señalaba unos pequeños puntos negros.

—No, Amelia —dijo David con una sonrisa en los labios y jadean-
do un poco por la caminata—. Los piojos se alimentan de sangre.
Tómales una foto.

Amelia instaló la lente macro en la cámara. Cuando la acercó a


las hojas del frailejón, los puntos negros aparecieron aumentados
varias veces en la pantalla digital.

—Esto servirá para mi informe. Gracias, amor.

—¿Qué son? —preguntó la chica.

—Larvas —David miraba la fotografía con seriedad—. Quizá


sean parásitos.

—¿Eso es malo? —Amelia se preocupó. Recordaba que ella ha-


bía tenido parásitos y le había dolido mucho.

—Podría ser muy malo si dañan las hojas. Los frailejones reco-
gen el agua de la neblina y la almacenan; luego, la distribuyen a los
humedales, a los bosques y a las comunidades alrededor.

—Oye, papi. ¿Cómo así hay parásitos?

David se hincó junto a su hija y señaló con el dedo unas figuras


rectangulares de varios tonos de verde que apenas se veían en
la ladera.

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—Esos son sembríos —dijo David con seriedad—. Como la agri-
cultura está bastante cerca, puede que se introduzcan plagas que
antes no existían en la reserva.

—O sea, ¡que la gente está dañando la naturaleza! —bufó Amelia.

—Más o menos —David se puso de nuevo en pie y acarició la


cabeza de su hija.

—¿¡Cómo que «más o menos»!? —Amelia estaba sorprendida y


furiosa—. Me acuerdo que me contaste que por aquí cazaban vena-
dos… y de un incendio… Toda la gente es mala y daña la naturaleza.

El camino continuó en silencio. Amelia pensaba en la maldad


de los humanos, y en la belleza del ambiente, y en que extra-
ñaba a su mamá; y en que debía disfrutar ese viaje: todo un
revoltijo de pensamientos, por lo que ni siquiera notó el cambio
de paisaje.

El humedal se extendía frente al biólogo y su hija como un man-


to verde con espejos de agua. Amelia se sentó a descansar en un
lugar alto mientras su papá, calzado con botas y armado con la
cámara fotográfica, se dedicaba a buscar especies de hongos.

Amelia seguía pensando y sus pensamientos tomaban vida pro-


pia. Pensó que las personas eran malas, que destruían la naturale-
za, que cazaban animalitos indefensos…

que hacían… que hacían daño…


que… que no les importaba…
que lastimaban a los demás… hasta a sus hijos…
que abandonaban a sus hijos…
que separaban familias…
que no les importaba.

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El razonamiento de Amelia no venía de su mente, sino de su corazón,
que estaba inundado como el humedal. La niña abrazó sus rodillas y
empezó a llorar; lloró la naturaleza y lloró la destrucción, pero también
lloró la lejanía, lloró el miedo, lloró la tristeza, lloró la rabia… lloró.

—¿Qué pasó, Amelia? —David se acercó a su hija lo más rápido


que le permitían sus botas y el piso inundado.

La niña no contestó porque, la verdad, no sabía cómo explicar lo


que sentía ni cómo había conectado la ira contra el daño ambiental
con la rabia por la separación de sus papás. Después de unos se-
gundos de sentir el abrazo de David en los hombros, Amelia indicó
que era por el daño ambiental.

—Tranquila, mi amor —dijo David, no muy convencido de que su


hija estuviera llorando por ese motivo—. Mira: cada vez la gente
entiende más que depende de la naturaleza y se compromete a
cuidarla. Las comunas cercanas a la Reserva se han organizado
para que no crezca la frontera agrícola; hay menos cacería y…
bueno, mírame a mí —el papá de la chica le mostraba una ancha
sonrisa—, yo cuido el ambiente.

—Pero tú no estarás siempre para cuidarme… digo… para cuidar


la naturaleza —Amelia escondió la cabeza entre sus rodillas.

David entendió lo que ocurría. Alejó la mirada para que su hija no


lo viera llorar, aunque fue inevitable. Cuando se tranquilizó, David
tomó con ternura los hombros de Amelia.

—Hijita —David hizo una pequeña pausa para asegurarse de


tener toda la atención de su Amelia—, no estaré contigo tan a
menudo, pero siempre, siempre estaré para cuidarte. Y tu mamá
también te cuidará siempre. Somos tus padres: te amamos y te
cuidaremos, aunque no estemos juntos. ¿De acuerdo?

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Amelia asintió con la cabeza y se lanzó donde su papá, con
tanta fuerza que David perdió el equilibrio y los dos terminaron en
un charco del humedal. Se abrazaron y se hicieron cosquillas. Se
empaparon con agua y con lágrimas, esta vez de felicidad. No im-
portaba el frío del páramo con el cuerpo mojado: lo compensaba
el calor del cariño.

Entre risas, padre e hija siguieron con su labor de cuidar el pára-


mo… y de cuidarse y amarse mutuamente.

- 102 -
MARATÓN
DEL CUENTO
EN CASA
MAYO 2020

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