Antología FINAL
Antología FINAL
Antología FINAL
Gracias a todos y todas por hacer que este mundo sea más
amable con la humanidad, a través de la imaginación.
Girándula
Asociación Ecuatoriana del libro Infantil y Juvenil
IBBY ECUADOR
Índice
Sofía Zapata
(Sozapato)
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El rey de los charcos, un rano muy viejo, toca el acordeón.
Los ranos más jóvenes, galantes y fuertes, son parte del coro y
cantan con él. Las ranas suspiran, ¡qué suerte la de ellas!, con
novios cantores.
Entre los presentes hay hadas y brujas del tamaño de una nuez.
«¿Qué quieren?», preguntan, «tenemos tres deseos para uste-
des». Ranón dice «larga vida»; Ranita, «felicidad».
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Ranita y Ranón comentan felices las hazañas de sus retoños, sus
cambios, sus aventuras: que si están creciendo, que si nadan bien,
que ya tienen patas, que ya perdieron la cola. ¡Qué dichosos son!
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Retorno
Santiago Vásconez
Pablo Lara
―Pero parece que van a estar ahí metidos por mucho tiempo. Has-
ta se acabaron lo que había en las cuevas donde guardan la comida.
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―¿Por qué ya no se tocan? ―exclamó la ardilla más pequeña de
la familia.
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―Que la vida siempre encuentra el camino de regreso ―gruñe-
ron los viejos jabalíes trotando por las aceras.
―Y, hasta han hecho que perdamos nuestra dignidad como se-
res vivos ―gimió un toro que estaba destinado a entrar a la plaza.
- 20 -
―Parece que ya no son capaces de sentir el dolor ajeno ―seña-
ló un lechón escondido junto a su madre.
―Solo hay que esperar un poco más, hasta que la madre haga
brotar la vida y rompa este piso negro y duro.
―Sucederá pronto.
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El pájaro más
elegante de la isla
Isabel Jijón
(Chaba)
- 26 -
Pero el pingüino no se esconde. Aún se quiere ver.
—Tal vez no lo eres —dice el piquero—. Tal vez hay otros espe-
jos, con otros pájaros y animales.
***
- 27 -
¡Ahí está! Se ve reflejado en todas las ventanas. Es como estar
en una caja de espejos.
- 28 -
—¡Ey! —dice el pingüino—. ¡Qué quieren!
***
- 29 -
Ya no es un pájaro elegante. Ahora solo es un pingüino.
***
Está en un cuarto blanco. Está sobre una tina. Una mujer con
mandil le cubre de agua y burbujas. Dos niños espían desde detrás
de una puerta. Cuando el pingüino les mira, se esconden.
***
- 30 -
Hay partes feas, sí, pero también hay partes lindas. Hasta hay
rocas y olas y nubes elegantes.
El pingüino duda, pero se acerca para ver. Tal vez a ella sí le im-
portan los pingüinos.
Mira y ahí está, limpio otra vez. Guapo otra vez. Importante.
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Turquesa,
la tortuga
Juana Neira
Eulalia Cornejo
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Al día siguiente salieron muy temprano como estaba planeado.
En la ruta se encontraron con su amigo Bruno, un tiburón vegeta-
riano que buscaba algas y pastos marinos para alimentarse. Les
saludó así:
—¿Qué dicen, panas? ¡Que la paz del universo marino les acom-
pañe! Les cuento que acabo de pasar un muy mal rato: creí trope-
zar con una rama verde, pero qué creen, era una cuerda gruesa
con pedazos de latas enredadas —dijo Bruno.
—¡Uyy, qué mala onda! Cada vez hay más sorpresas en la ruta
marina —respondió Carlín.
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Carlín y Coralía casi se caen de caparazón cuando encontraron
varios sorbetes plásticos metidos en su oreja.
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Carlín dio un giro para alejarse de la «tal botella».
—Listo. ¡Lo logré! Fueron muchos, Carlín. Los dejé bien ocultos
para que nadie los destruya —anunció Coralía.
- 39 -
—¡Hija mía! Eres tú, te esperaba desde hace mucho tiempo. Y,
¿las demás, tus ñañas? ¿Lograron sobrevivir? —preguntó inquieta
Coralía.
—¡¡Ma!! Al fin llegué hasta aquí, ¡¡lo logré!! ¡¡Fue muy difícil!!
Construyeron un hotel gigante cerca de nuestro nido y ninguna de
mis ñañas se salvó —dijo la niña.
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Marurero
Ana Carlota González
Diego Aldaz
—Teno lota loja —dijo Carito, que todavía habla a media lengua.
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—Cuida a Carito mientras preparo el almuerzo.
—Ma, ma rande —Carito quería que la inflara hasta que casi re-
ventara. Soplé hasta que estuvo conforme—. Ya ta ben.
En la playa pisé algo que me pinchó el pie, era una tapa de plás-
tico. Había botellas, bolsas, vasos...
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Tío Pedro las llevaba a vender a Esmeraldas los sábados y con el
dinero nos compraba un helado.
Una mañana Carito pateó la pelota, la lanzó al mar y una ola ju-
guetona se la llevó. Mi hermana lloraba y lloraba por su pelota, no
tenía consuelo.
—¡A buscar un sitio donde no haya basura! Tal vez en las profundi-
dades del océano, por las islas Marianas, esté menos contaminado.
El plástico nos hace daño, igual que a ustedes, los humanos. El mar
guarda en secreto lo que más quiere: ciudades sumergidas, naufra-
gios, barcos piratas cargados de tesoros, pero escupe lo que le dis-
gusta, la basura. Han convertido al mar en un basurero —masculló.
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—Marurero —repitió Carito.
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lanzar chorros altísimos y muchos otros animales de colores oscu-
ros o claros y formas alargadas.
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Barriles
en el mar
María Alejandra Almeida
Almeida Albuja
Darío Guerrero
Quiso dar media vuelta para avisar de lo sucedido al rey, pero escu-
chó una voz pidiendo ayuda. Al volverse, observó que un muchacho
se estaba ahogando y, pese a las advertencias que había recibido
acerca de los humanos, decidió no dejarlo morir. Ayudó al joven a
llegar a la superficie y luego emprendieron el camino hacia la costa.
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—¿Vas a comerme? —preguntó, sin saber si la sirenita le
entendería.
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—Podemos conseguir uno —dijo la sirenita y, sin esperar res-
puesta, empezó a nadar en otra dirección.
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—¡Por supuesto! —dijo la criatura—. Pero ya sabes cómo fun-
ciona esto. Necesito algo a cambio. ¿Tal vez los ojos del humano?
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imposible navegar. El muchacho no recordaba nada, pero, de algu-
na manera, sabía que debía entregar esos barriles y que ese sería
su último trabajo como transportista.
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Y volvieron
los colibríes...
Linda Arturo Delgado
—¡Al fin podemos volar por los jardines y los parques sin que na-
die nos persiga! ¡Será un festín con la mejor miel que desde hace
mucho no habíamos probado!
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Así, Quindi soñó en flores que producían chorros de aromática
miel, que se convertían en mariposas con colores de arcoíris.
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Pero Quindi, necio como pocos, no dejó de pensar en su sueño.
Una mañana, mientras jugaba con su amiguita humana a través
de la ventana se les acercaron con curiosidad Sergio, el mirlo, y
Carla, la tórtola.
Quindi explicó:
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—Vayan, amigos y amigas —piaban—. Salgan de sus escondi-
tes, los humanos están confinados y nos necesitan ahora. Bus-
quen a quien alegrar, a quien consolar.
Tal vez Quindi nunca supo lo que logró, pero fue feliz en el jardín
de flores, jugando con su niña a través del cristal. Solo esperaba
que cuando la naturaleza se recuperara, la humanidad compren-
diera que la armonía con los demás seres era la única opción para
mantener la libertad.
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El planeta
de agua
Edgar Allan García
Cristina Yépez
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a otros con cuernos, lo que nos causó una muy mala impresión,
así que nos fuimos de regreso.
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jugando otras, descansando la mayoría, como cuando todavía no
existían las construcciones de cemento. «Después de los informes
que habíamos tenido de este planeta, es realmente muy extraño
ver a los humanos así, sin correr como locos de un lado para otro,
dedicados ahora a comer, conversar y dormir con tranquilidad.
Pero bueno, yo quiero ver qué pasa más allá de las ciudades», dijo
entonces Edris.
En ese instante dirigí la nave hacia las selvas y montañas del pla-
neta. En completo silencio las recorrimos lentamente y pudimos ver
que los animales parecían tranquilos, como si de pronto ya no tuvie-
ran miedo de los humanos. Veíamos cómo salían a los caminos, cu-
riosos, explorando, aliviados al ver que no se cortaban los árboles,
ni se escuchaban las ruidosas maquinarias humeantes. También en
el agua salada vimos cómo nadaban las ballenas sin nadie que las
molestara, mientras los delfines chapoteaban cerca de las orillas,
sin temor a quedar atrapados en las redes de los pescadores.
«Vaya», exclamó Edris, «al parecer esto va muy bien, ¿no te pa-
rece?, pero empiezo a preguntarme cuánto durará este momento
de paz». «Durará lo que tenga que durar, hijo mío», le dije, «solo
esperemos que cuando lo del virus termine, muchas cosas cambien
por el bien de este planeta». «Bueno», dijo Edris, «entonces vol-
vamos en unos mil años para ver qué ha sucedido». «No», le dije,
«solo veinte o treinta años más serán suficientes, yo creo que, para
entonces, ya podremos ver si los humanos aprendieron la lección
y en serio se dedicaron a salvar el hogar que los cuida y alimenta».
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Mishki, el cantor
del bosque
Lucía Chávez
Hola, soy Lucía, mediadora de lectura, a ratos bióloga, pero sobre todo
una curiosa de los libros y las historias. Me encanta caminar por selva,
meterme al río y conversar con la gente. Esa gente mágica y poderosa
que habita en el bosque. Es por eso por lo que empecé Sarawarmi, un
laboratorio creativo que junta todo eso que me inspira, y que busca inspirar
a otros. Donde diseñamos experiencias educativas, exploramos
la lectura y… contamos historias.
Tito Martínez
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Mientras caminaba, el niño aprovechó para presentarse al violín.
Supo entonces que se llamaba Taki y que tenía tres cuerdas, pero
no cualquier cuerda, sino cuerdas hechas de tripa de mono (sí, ya
sé lo que están pensando, ¡tripas de mono!, ¡buag!). Y mientras
conversaban, Mishki le hizo cosquillas en la panza para romper el
hielo. Nunca se imaginó que hacerle cosquillas al violín ¡produciría
los sonidos más dulces de la selva!
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No saben cazar. No saben sembrar. Se quedan solos. ¿De qué iba
a vivir?, ¿de qué iba a trabajar? Especialmente ahí, en Rukullakta,
¡donde la mayoría de la gente vive de sembrar y de cazar!
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El grupo se hizo famosísimo, viajó por todo lado, y grabaron un
disco de esos antiguos y grandotes, los famosos LP. Ellos dicen
que hasta conocieron a Julio Jaramillo en uno de sus conciertos,
pero bueno, ese es otro cuento. Lo que importa ahora es que los
Chaguamangos todavía siguen tocando, llenando de cantos la sel-
va, manteniendo vivo el espíritu de los abuelos del bosque.
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Los gigantes
de tres brazOs
Armin Alfonso Soler
Andrés Pabón
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—Precisamente en el aire estoy pensando... Nos estamos enfer-
mando, mijo.
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que funcionan quemando combustible y arrojando humo a la
atmósfera.
Eso me contó aquella vez, pero ¿cómo unos gigantes nos ayu-
darían a mejorar el aire?
¿O será que los gigantes son para acabar con las personas,
como los de Sumpa? Tiene sentido si el problema somos noso-
tros... ¡Pero no! No me parece que deshacerse de la gente sea una
solución.
¿Serán para destruir las fábricas? Esas son las que más conta-
minan el aire. Aunque el abuelo dice que «son un mal necesario»,
pues en ellas se construyen las cosas que necesitamos para vivir,
o como él repite insistentemente: «para mantener nuestro actual
estilo de vida».
¿Será que los gigantes son para hacer funcionar las fábricas? Como
son muy fuertes, podrán mover las máquinas sin necesidad de com-
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bustible. ¡Eso es! Seguramente el abuelo diseñó unas bicicletas enor-
mes para que los gigantes pedaleen y hagan funcionar los motores.
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—Los gigantes que fuiste a buscar para ayudar a limpiar el aire.
—¿Puedo ir a verlos?
—¡Uf! ¡Inmensos!
¡Qué sencillo era! Los gigantes moverían sus brazos para que el
aire sucio se fuera lejos.
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Soldado,
re, mi fa, sol
Sandra De la Torre Guarderas
Santiago González
Vivo desde hace siete años en las afueras de Quito junto a dos
perros, con quienes paseo todos los días, incluidos sábados,
domingos y primeros de enero, o sea siempre, porque ellos
no conocen la palabra descanso. En nuestros paseos nos cruzamos
con vacas, gallinas y uno que otro gato. Con tanto animal alrededor
no es casualidad que yo haya escrito, ilustrado y publicado tres
libros donde sus protagonistas son precisamente animales:
The only one; Luciano, el gusano; y Un amigo inesperado.
El viento de agosto abre sin permiso la ventana. Mati despierta
por el empujón del aire y dice, medio dormido: «Número equivoca-
do». Otra ráfaga entra y despeina su copete punkero, a lo que Mati
responde: «Deje su mensaje». Pero los dibujos del tablero vuelan
por la habitación, los lápices de colores ruedan, hasta la pequeña
mosca muerta del rincón agita otra vez sus alas por el remolino.
—¿Qué pasa allá afuera? —se pregunta Mati, mientras mira con
recelo al sol y se frota el dedo.
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—Es que quiero saber quién anda por ahí lanzando rayos láser
chamuscadores.
—¿Y quién va a ser? ¡Es el Sol! —Natalí arruga las cejas y mira
con resentimiento al cielo—. ¿No ves cómo se ha vuelto un intenso?
—Ya.
—Es que ahí dentro vive la sombra, Mati. Asómate por los agu-
jeros. ¿Me ves?
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—No importa, a la única caracola de por aquí le gustas igual.
—No es mi culpa.
—Pero yo no dije nada. Alguien habló desde arriba… ¡el que está
lanzando los rayos láser!
—Solucionado el misterio. Mucho gusto, do, re, mi, fa, sol… Soy
el Sol.
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—Escucha, sol… dado —dice Mati muy bravucón—, ¿por qué
nos lanzas tus rayos chamuscadores?
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—Yo no tengo tatarabuelos, pero adoro los autos. ¡Y me com-
praré cinco de grande!
—¿Lo ven? Esas cosas hieren el aire y toda la gente las hace…
¡Pobre aire, está enfermo, reseco y calenturiento!
—Creo que voy a tener que hablar muy en serio con mi tierna
abue Eu.
—Do, re, mi fa, sol… Sol, fa, mi, re, do. Soltero soy y soldado.
Soldar me gusta, aunque voy solo. Llevo una flor en la solapa. La
solución no sé, solo solfeo…
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Siempre
Julio Awad
¡Hola! Soy Julio Awad Yépez. Nací en Quito, en 1979. Soy escritor
y editor. Escribo especialmente para niños, niñas y adolescentes:
cuentos, novelas y guiones. Como editor, ayudo a publicar libros
de personas y organizaciones de Ecuador y de todo el mundo.
Me gusta mucho mi trabajo. Lo que más disfruto es pasar
tiempo con mi familia, leer, ver películas, series y animes,
y jugar videojuegos. Puedes seguirme en https://www.facebook.
com/julio.awad o escribirme a julio.awad@letrasabia.com.
Guido Chaves
Soy Guido Chaves, nací en una ciudad muy bonita que está
escondida entre montañas muy cerca del Chimborazo llamada
Guaranda , desde muy pequeño me encanta dibujar y tengo
la gran fortuna de ahora dedicarme a ilustrar libros para niños
o jóvenes, y también a veces me gusta escribir pequeñas
historias que se las dedico a mi hija. Encuentro la motivación
para mis ilustraciones, en mi vida en el campo, en los árboles
y en todas las cosas sencillas pero que nos hacen felices
como tomar una rica taza de café.
A la verdadera Amelia:
de mente y corazón luminosos;
y al David de verdad:
padre tierno, científico sagaz
y amigo entrañable.
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ni Amelia lo percibieran. Aunque, a decir verdad, en un par de
ocasiones la niña sintió que extrañaba a su mamá. Para Amelia, la
separación de sus padres también le estaba separando el corazón.
—No, Amelia —dijo David con una sonrisa en los labios y jadean-
do un poco por la caminata—. Los piojos se alimentan de sangre.
Tómales una foto.
—Podría ser muy malo si dañan las hojas. Los frailejones reco-
gen el agua de la neblina y la almacenan; luego, la distribuyen a los
humedales, a los bosques y a las comunidades alrededor.
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—Esos son sembríos —dijo David con seriedad—. Como la agri-
cultura está bastante cerca, puede que se introduzcan plagas que
antes no existían en la reserva.
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El razonamiento de Amelia no venía de su mente, sino de su corazón,
que estaba inundado como el humedal. La niña abrazó sus rodillas y
empezó a llorar; lloró la naturaleza y lloró la destrucción, pero también
lloró la lejanía, lloró el miedo, lloró la tristeza, lloró la rabia… lloró.
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Amelia asintió con la cabeza y se lanzó donde su papá, con
tanta fuerza que David perdió el equilibrio y los dos terminaron en
un charco del humedal. Se abrazaron y se hicieron cosquillas. Se
empaparon con agua y con lágrimas, esta vez de felicidad. No im-
portaba el frío del páramo con el cuerpo mojado: lo compensaba
el calor del cariño.
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MARATÓN
DEL CUENTO
EN CASA
MAYO 2020