El Camino Del Arte en Tótila Albert, Por Cristián Arregui Berger

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EL CAMINO DEL ARTE EN TÓTILA ALBERT.

Una aproximación
.

por Cristián Arregui Berger

Totila Albert (1892-1967), poeta, escultor y músico chileno. Estudió arte en Alemania, donde le tocó
vivir los complejos años entre 1915 y 1939. Aprende escultura en el taller de Franz Metzner,
influyente artista que trabajó bajo el influjo del Art Nouveau o Jugenstil alemán. Sin duda, esta
influencia estará también en la obra de Albert, pero ya sus trabajos más tempranos muestran una
búsqueda personal que desborda los límites de cualquier estilo determinado. Esta fidelidad a un
camino propio en las artes le hará, a los 25 años de edad, dejar el tutelaje de profesores y
comenzar a trabajar en su taller propio. En 1923 realiza una visita a Chile, en la que aprovecha de
exponer sus primeros trabajos. Volverá a Chile en 1939 y permanecerá en este país hasta el día de
su muerte.

Es importante destacar que si bien fue la escultura el oficio que le permitió ocupar un lugar
en la historia del arte nacional, él mismo explicitó, en más de una oportunidad, que su verdadera
vocación era la poesía. Transcribo una cita que aparte de referirse a su interés en la poesía como
algo central, nos da luces sobre las profundas motivaciones de su trabajo:

"Escribir poesía (pues considero que mi expresión más plena es la poesía, y para mí hay una
unidad de intención tanto en mi trabajo de escultor como en mi labor de poeta), es estar fuera de
sí. ¿Dónde estoy, entonces? No lo sé, pero no en este cuerpo. Desaparece toda impresión
sensorial. Sólo las prolongaciones de los sentidos, más allá, siguen activos. Cuando termino, poco
a poco compruebo mi cuerpo, la mesa, la ventana, el cielo. Es como si sonámbulo, hubiese vagado
por el universo.

"Hacer consciente el inconsciente. Poder sumergirse como el buzo y volver a flote. Todo creador
es un Orfeo que logra regresar en vida del reino de los muertos. En eso consiste el arte. La obra
proviene del reino de las sombras"  [1]
Sabemos que Totila dejó inédita una epopeya en alemán, 5 volúmenes que nunca han sido
traducidos ni publicados, agrupados bajo el sugerente título de El Nacimiento del Yo, obra que el
siquiatra Claudio Naranjo ha valorado como la más importante obra literaria occidental de carácter
iniciático, después de la Divina Comedia. También dejó un conjunto de poemas en castellano
llamado El Tres Veces Nuestro, 120 cantos igualmente inéditos.

Lo hoy inaccesible de sus textos poéticos es compartido, al menos en parte, por sus esculturas,
siendo el paradero de la mayoría de ellas desconocido. Ha sido gracias a un catálogo de una
exposición retrospectiva realizada en el Goethe Institut, en 1967 – a menos de dos meses de su
muerte -, que he podido acceder a imágenes de obras de distintos períodos, que hablan de su
evolución como artista. Las esculturas más antiguas allí reproducidas son de los años 20. Desde el
principio hasta el final de su producción escultórica, se delinea una búsqueda que va más allá de
un arte por el arte. Cada obra es parte de una paulatina consolidación de verdades psicológicas
profundas que va de la mano con una evolución estética en pos del desocultamiento de una
belleza a la vez íntima y trascendente, característica de su obra madura.

En Cuerpo y Alma (1928), ya se ocupa de una realidad profundamente humana, logrando una obra
simbólica en la que se plasma una verdad interior. Una de las características de sus obras más
logradas, es que éstas son, a su modo, pedagógicas, como si las imágenes estuvieran encargadas
de transmitir una enseñanza profunda. Es más que la simple reproducción de un concepto o una
alegoría. La obra, más que intentar describir una verdad, tiende a enseñarnos la operación de esa
verdad, cómo esa verdad funciona - en nosotros - , y nos invita así a vincularnos con el misterioso
ámbito de la realización interna. Cuerpo y Alma no se queda en una metáfora del dualismo
humano. Ambos personajes se abrazan. Uno sostiene y cobija amorosamente al otro. Nos está
hablando de cómo han de relacionarse el alma y el cuerpo. Incluso más importante que el alma y el
cuerpo en sí, es ese amor que los vincula e integra en una sola totalidad. Ese amor define la
dinámica interna de esta y todas las obras importantes de Albert. Sin embargo, Cuerpo y Alma  no
muestra la perfección de su obra más madura. Cierta necesidad de expresión, le juega en contra a
la comunicación de su mensaje. Hay un dramatismo en los gestos de las figuras, cierto tono
existencialista, que luego será expurgado de su trabajo. Esta emocionalidad, aunque suene
paradójico, no colabora con la transmisión del sentimiento propio de la verdad de la obra,
sentimiento que en su trabajo posterior será cada vez menos el eco de la emoción subjetiva del
artista, para ir entrelazándose íntima y fielmente con el carácter de la idea que el simbolismo
invoca. En Cuerpo y Alma, los rasgos mismos de los personajes están traspasados por una
disposición emocional que recuerda al expresionismo alemán. El amor entre ellos es melancólico,
como si la alegría estuviese truncada por la desesperanza. El amor no aparece aún en toda su
pureza y radiancia, casi como si en esta etapa del camino artístico aún pesaran emociones que
luego irán purgándose para la correcta encarnación de un sentimiento mucho más alto que
cualquier expresión personal. Este dejo expresionista no parece ser más que una vestimenta que
luego caerá para dejar desnudo lo esencial de su trabajo. En Cuerpo y Alma hay todavía un peso
emocional en los cuerpos que no permite que se yerga lo fino y monumental del mensaje de Albert.

Una comparación entre Cuerpo y Alma y la obra Danza (1942) nos ayudará a aclarar este proceso
de depuración. En Danza, vemos nuevamente algunas características que tanto por su importancia
significativa así como por su presencia reiterada en las obras más conocidas de Albert, nos dan la
posibilidad de hablar de constantes. Una de éstas es la que podríamos llamar pedagogía del
alma.  En Danza, se comunica una verdad intuida, soñada, rescatada acaso de las aguas de lo
inconsciente que, tal como ocurre en Cuerpo y Alma, hace referencia al dinamismo de un proceso
interior. En esta línea, la obra, desde su primer aparecer ante nosotros, se muestra como símbolo.
No necesita para esto de que nos preguntemos sobre un posible sentido simbólico de esta pareja
que baila. Esta danza, desde el comienzo, se explicita como el símbolo que es. Por su disposición,
por el dejo ritual de sus gestos, por el particular ritmo que posee y nos comunica, la obra está
abierta hacia una verdad que trasciende tanto el puro afán representativo como el simple juego
formal. Apunta a aquello que todo baile remite simbólicamente. Nos lleva a contemplar una parte
del mundo de las esencias, mundo en el que una danza no sólo habla de todas las danzas, sino,
principalmente, de la Gran Danza: el vivir.

En esto colabora la carga amorosa de la obra. Es tan importante el tema amoroso en esta
y otras obras de Albert, que incluso podemos hablar de una segunda constante en su trabajo:
el erotismo espiritualizado. El erotismo que se da entre los personajes de Danza no es imitación de
una relación mundana. Tampoco es un puro desarrollo de diseños y armonías formales. Es como si
la escultura fuera aquí una manera de apuntar hacia el mundo de las ideas, o una forma de
recorrer el camino neoplatónico de retorno a una dimensión prístina y primordial. Lo principal acá
es el significado y la impecabilidad de este trabajo escultórico debe juzgarse en relación a cuánto
logra encarnar ese significado.

Estas dos constantes (la pedagogía del alma y el erotismo espiritualizado), si bien están
presentes en Cuerpo y Alma, adquieren acá más presencia y pulcritud. No hay en Danza ningún
intento de expresionismo. El sentimiento que transmite está dado por la armonía de esa verdad
que aparece en y por la obra. En este sentido, hay una suerte de reformulación de lo clásico, un
reencontrarse con proporciones y armonías, sin repetir fórmulas, sino atendiendo a lo viviente de
esos números encarnados, como si se tratase de música hecha forma que es, a la vez, vislumbre
de un mundo otro, mundo detrás o al fondo de éste. Formas que en sus líneas esenciales parecen
elementos de una escritura antigua, caracteres de una época en que las letras eran signos
mágicos y sagrados.
Este mismo camino es continuado en la que sea tal vez su obra más
conocida: Monumento a Rodó (1944), obra inspirada en el libro Ariel de José Enrique Rodó,
manifiesto modernista a la juventud de América. En esta escultura, Albert vuelve a poner en juego
aquello que aquí se ha denominado pedagogía del alma. El artista ha esculpido una obra cuya
comprensión no sólo aporta al conocimiento intelectual de un proceso iniciático, sino que también
colabora en la sanación y transformación interna del ser humano, en cuanto presenta y pone en
diálogo con el espectador (en ese encuentro que supone toda experiencia estética) realidades del
alma. Los personajes acá representados son símbolos de tendencias del ser humano, tal como en
el escrito de Rodó, personajes que a su vez éste recogió de la Tempestad  de Shakespeare. Cito
un fragmento de Ariel:

"Ariel, genio del aire, representa, en el simbolismo de la obra de Shakespeare, la parte noble y
alada del espíritu. Ariel es el imperio de la razón y el sentimiento sobre los bajos estímulos de la
irracionalidad; es el entusiasmo generoso, el móvil alto y desinteresado en la acción, la
espiritualidad de la cultura, la vivacidad y la gracia de la inteligencia, —el término ideal a que
asciende la selección humana, rectificando en el hombre superior los tenaces vestigios de Calibán,
símbolo de sensualidad y de torpeza, con el cincel perseverante de la vida".  [2]
La obra escultórica que ha logrado Albert permite que esta dualidad se abra, por un lado, a
significar aspectos interiores del individuo humano y, por otro, a plantear el modo de vinculación
que debe existir entre estos dos aspectos. Calibán es el personaje que apreciamos en la parte
inferior de la obra. Su significado se relaciona con el peso, con lo denso de la experiencia, con la
oscuridad de lo material. Desde lo infrahumano, Calibán se yergue con gran esfuerzo para
sostener la copa o fuente sobre la que se elevará Ariel, símbolo de la luz de la conciencia
emancipada, lanzada hacia lo alto, aventurada en los mundos superiores. Mientras todo el cuerpo
de Calibán remite al esfuerzo que se necesita para vencer las fuerzas metálicas que desde lo más
bajo se resisten a la evolución humana, Ariel encarna la fuerza dinámica y libre de las ataduras
materiales, que se eleva hacia su origen divino. Más allá de hacer referencia al materialismo y al
idealismo como conceptos, la obra está hablando de realidades vivas de nuestra experiencia y del
vínculo que se da entre ellas durante el camino de desarrollo interior: Calibán ha de sostener a
Ariel. Ariel sólo puede cumplir su destino gracias al apoyo de Calibán. Esta camaradería es una de
las tantas facetas que toma el amor en su constante intento de unir lo distinto e integrarlo en una
unidad superior. En este sentido, todas las obras de Albert son actos de amor o distintas maneras
de intentar (y lograr según su medida) ese paso hacia la más completa unidad. Cada vez se trata
menos de una transmisión de emociones personales. Alcanzar ese amor necesita de un proceso
de deshacimiento que, en el caso del camino artístico de Albert, va enriqueciendo su obra.
Tomemos ahora una obra de los años 50: Lucifer (1953). No se trata ciertamente de una imagen
diabólica de un ángel caído. Es éste el ángel de la lucidez y la emancipación; el  portador de la luz.
De hecho, la obra en sí es portadora de una luz intensa y enigmática, de una inteligencia aguda y
desafiante. La dignidad de este Lucifer hace recordar los ángeles rebeldes de Milton, Blake y
Fidus: antes de su mítica derrota o luego de algún tipo de redención. Se trata de un Lucifer
heterodoxo, más amigo que enemigo de los hombres, suerte de Prometeo que ha caído para traer
desde los cielos la más alta luz. Esta obra de Albert nos encamina hacia la alba presencia de ese
fuego secreto que puede iniciar y diferenciar a los hombres. Pero indaguemos un poco más en este
rostro: No se trata tampoco de la cara asexuada e imberbe con la que históricamente han
representado a otros ángeles. Es más bien andrógino. Joven y adulto a la vez. Los labios remiten a
cierto grado de sensualidad, las facciones hablan de un fuerte carácter. Aspectos humanos y
divinos integrados en un solo rostro.
Lucifer es un ejemplo de las esculturas de Albert de la década de los 50. En éstas las formas se
van haciendo cada vez más esencialistas, los rostros van teniendo los gestos precisos para invocar
arquetipos. Los símbolos se desnudan aún más de referencias de carácter existencial. De esta
misma época es La Tierra, tanto en su formato de escultura (1957) como de relieve (1958). En
éstas obras se luce la constante del erotismo espiritualizado. No se trata de la unión sexual de
cualquier hombre y cualquier mujer, sino que el símbolo remite a la relación arquetípica del hombre
y de la mujer. Es el juego, el dinamismo que se da entre lo Masculino y lo Femenino del todo; la
unión y germinación permanente de todo lo creado, acaso las polaridades cósmicas del ying y el
yang en su búsqueda y huida, cercanía y distanciamiento constante. El centro de la esfera en la
escultura y del círculo en el relieve, corresponde al punto exacto en el que él y  ella  se unifican,
manteniendo, empero, su diferenciación. La dualidad se hace uno y, a la vez, la unidad de sus
sexos interpenetrados es raíz de ambos: de uno que se precipita y de una que recibe. Es acaso un
abrazo y una lucha. Una danza de acercamiento y retirada, de fuerzas que tienden hacia el centro
y a la vez lanzan hacia afuera. Albert logra un ideograma que en la línea de su pedagogía nos
conduce a contemplar parte del misterio de una vida que es dinámica y perpetua a la vez. Múltiple,
dual y una.
Consecuente con esta línea de trabajo, Albert termina en 1959 una de sus obras más significativas,
que lleva el mismo título de su epopeya inédita: El Nacimiento del Yo. En ésta, la relación amorosa
avanza un paso más hacia la abstracción y gana con esto riqueza simbólica. En el viaje hacia la
unidad, esta obra vuelve a ser un símbolo integrador que a partir del dualismo esencial de los
sexos, logra una imagen que ya no sólo resume la dinámica amorosa de la vida, sino que a la vez
– y principalmente – es la visión de una realización interna. No deja de ser interesante que sea una
de sus últimas obras escultóricas. Bien podría considerarse, en términos simbólicos, como el final
de un proceso de autoconocimiento y cultivo de sí mismo. Camino que coincide con aquello que
Carl Gustav Jung llamó el proceso de Individuación, el trabajo de convertirse Sí Mismo, de
encontrarse con y en el Self: ese Yo profundo, Yo transpersonal que nace o se hace presente en la
vida a la manera en que ese varón se yergue y triunfa en el centro de su mujer circular. Si
en Monumento a Rodó lo material sirve de apoyo a la función conciente, acá esta función cruza
como un eje el ciclo de la tierra, mujer que en su simbolismo tradicional se relaciona con lo
material, orgánico y natural. La mujer es La Naturaleza y el hombre es ese rayo de voluntad y
conciencia, apenas un destello en la marea de lo existente, pero que con trabajo puede llegar a ser
la pareja de Ella y entonces, en la justa medida de su amor mutuo, logran completar la Gran Obra
de la realización del ser humano y el universo. Todas las obras de Albert pueden ser interpretadas
como constatación de este proceso iniciático, pasos en un viaje a ese punto, el Self, que para Jung
era un centro ideal equidistante entre el yo (con minúscula) y lo Inconciente. La vida, poesía y obra
escultórica de Albert son partes de esta epopeya en pos de la conquista de Sí Mismo, epopeya que
para el psiquiatra suizo equivalía a un ir iluminando “la oscuridad del Creador”. No es casual citar a
Jung, pues es muy posible que Albert conociera bastante bien su obra, como nos lo hace
sospechar su amistad con la psiquiatra jungeana Lola Hoffmann. En todo caso, lo que más brilla en
Totila Albert es su camino propio, su camino en el arte, a través del cual descubrió verdades que
en su obra son dichas como por vez primera.
En sus últimos días, luego de una apoplejía que le dejó inmóvil el lado derecho de su cuerpo, Totila
Albert escribió unos versos que bien pueden resumir el más pleno sentido de su obra:
“He sido escultor, poeta y músico
de mí mismo
para la Gloria de Dios”

Santiago de Chile, enero 2008.

***

Notas:

[1] Cita extraída de “Totila Albert. Esculturas”, catálogo de la exposición en el Instituto Chileno Alemán de Cultura,
Goethe Institut. Pp. 15-16. Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1967. De este mismo catálogo se han extraído
las imágenes incluídas en este artículo.

[2] Pueden acceder al “Ariel” de José Enrique Rodó haciendo click AQUÍ

[*] En la confección de este artículo, aparte del libro catálogo ya mencionado, me fue de gran ayuda una Introducción en PDF al
libro "El Nacimiento del Yo", escrita por Claudio Naranjo. Entiendo que se trata del prólogo a sólo una parte de la monumental
epopeya de Albert e ignoro más detalles sobre su publicación. En todo caso, haciendo click AQUÍ, pueden acceder al documento
escrito por Naranjo.

http://blogcorrientealterna.blogspot.com/2008/01/el-camino-del-arte-en-totila-albert-
una.html

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