Medina Jose Ramon - Juan Antonio Perez Bonalde

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La «Fundación Eugenio Mendoza» a travez de la «Biblioteca escolar»

facilita esta «Colección de biografías» de autores venezolanos.


José Ramón Medina

Juan Antonio Pérez Bonalde


Biblioteca escolar Eugenio Mendoza - 15

ePub r1.0
Titivillus 24.04.2020
JUAN ANTONIO PÉREZ
BONALDE
José Ramón Medina
UN POETA VENEZOLANO

Juan Antonio Pérez Bonalde es uno de los poetas cuyo nombre recuerda la
historia de la literatura venezolana con verdadera admiración. Fue un
extraordinario poeta. Él cruza como una sombra enlutada por nuestra
poesía, encarnando uno de los personajes más destacados para las letras
venezolanas y americanas, durante el siglo pasado.
Entre los azares de una vida duramente dramática, y aun ante los
obstáculos que la época misma le oponía, tuvo tiempo para realizar obra
perdurable. Porque la poesía fue para él la razón misma de su existencia. Y
al cabo de sus fecundos esfuerzos pudo legar a la posteridad una
producción poética digna por todos respectos de enorgullecer a nuestra
patria.
Por eso, Pérez Bonalde constituye un personaje ejemplar. Su genio, sus
excepcionales facultades, su cultura maravillosa, adquirida en contacto
directo con otras gentes y otros pueblos, y su apasionada vocación por la
lírica, lo señalaron para un alto destino en la historia de la poesía de
nuestro país y del continente.
En aquella Caracas tumultuosa de 1846, cuando afuera, en las calles
crece la marea de la vida pública, en una humilde casa, todavía cruzada
pollos aires de la tradición colonial, nació el poeta Juan Antonio Pérez
Bonalde, el día 30 de enero, casi en los inicios mismos del año. Su padre,
del mismo nombre, Juan Antonio Pérez Bonalde, era una figura de algún
prestigio en las filas del partido liberal venezolano, que había aparecido en
la escena política en 1840. Su nombre se ve con cierta frecuencia en
documentos públicos de importancia para la época. La política logró
apasionarlo grandemente. Era un buen padre de familia, un hombre
responsable de las obligaciones de su hogar, un esposo ejemplar. Su
madre, doña Gregoria Pereyra, pertenecía a esa clase de mujeres que hacen
un culto de la vida familiar. Siempre se le ve cuidar, amorosa, de los hijos.
Sus preocupaciones no son otras que aquellas que padecen los suyos. Ella
es el centro de la casa. Los hijos la respetan y aman. El padre, con recio
amor varonil, busca continuamente el calor de sus palabras y consejos.
Cuando nace Pérez Bonalde, Venezuela comienza a vivir la etapa
agitada de su republicanismo. Todavía retumban los ecos clamorosos de
las hazañas guerreras de los libertadores. El espíritu de la gente
venezolana —convulsionado el país durante casi treinta años— todavía no
se ha aquietado. Y a pesar del cansancio que el largo guerrear, como una
ola devastadora y violenta, ha dejado sobre el exhausto cuerpo de la patria,
todavía parece no haber llegado la hora de la reconstrucción. Ojos avizores
y mentes despiertas —de patriotas verdaderos— han empezado a dejar oír
palabras que obedecen a juiciosas recomendaciones. Pero nadie —o casi
nadie— quiere oír esas prédicas que claman por una efectiva
responsabilidad nacional. Otros intereses se oponen a la gran tarea que la
patria exige como algo inaplazable y urgente. Por eso, hay voces que
anuncian ya otro gran movimiento revolucionario, el cual ha de sufrir el
país, todavía no repuesto de las tremendas consecuencias que dejaron las
luchas por la independencia. Esa otra prueba bélica va a ser, precisamente,
la Guerra Federal, la guerra de los cinco años: cruenta, asoladora, más
dolorosa aún porque fue peleada entre hermanos.
Por esa época, Antonio Leocadio Guzmán predica su doctrina política
del liberalismo. Sus ideas, inflamadas por una ardiente pasión, parecen
encontrar eco favorable en el seno del pueblo venezolano. Sus palabras
crecen, se propagan, contagian a grandes sectores del país. Guzmán es un
líder popular de gran arraigo. La gente discute, se pelea en las calles y el
clamor sube, como una marea, hasta las páginas de los periódicos, donde
el tono violento y agresivo parece el único estilo apropiado. El gran tema
del día es la política. Pareciera que no hay otra preocupación para la gente
venezolana.
Ese ambiente pleno de amenazadores nubarrones rodea el despertar a
la vida del poeta venezolano. Y esas circunstancias van a quedar impresas
indeleblemente en su espíritu sensible. Su mismo destino parece señalarse
en la turbulencia política de aquellos años iniciales.
EL COMIENZO DE UN VASTO PEREGRINAJE

Por la infancia de Pérez Bonalde pasan hechos históricos de gran


trascendencia para la patria. Un año después de su nacimiento, sube al
poder, para ocupar la Presidencia de la República, el caudillo oriental
General José Tadeo Monagas, iniciándose así la hegemonía monaguense,
que va a durar diez años.
No conoció directamente el acontecimiento del 24 de enero de 1848 —
en los inicios del gobierno de José Tadeo Monagas—, cuando las pasiones
encrespadas de los bandos políticos en pugna dieron por resultado la
patética escena del asesinato en masa del congreso de ese año; pero las
enseñanzas que la juventud tomaba de los labios vehementes, apasionados
y acusadores de Juan Vicente González, una de las pocas voces que se
atrevió a decir verdades en la cerrada noche de la dictadura monaguense,
lo ponen años más tarde en conocimiento de aquellas dramáticas
circunstancias.
Cuando la Revolución de Marzo, acaudillada por Julián Castro, que
precipitó la caída de los Monagas, cuenta apenas 10 años de edad. A lo que
sí va a asistir, en la agitación de aquellos días, es al comienzo de la
tremenda experiencia de la guerra federal. Su primera adolescencia —era
un joven entonces de 13 años— va a ser impresionada profundamente por
ese acontecimiento.
La turbulencia de esos años, agitada la vida toda del país por los graves
hechos políticos que se suceden casi vertiginosamente, y la perspectiva
sangrienta de la revolución federal que anuncia un largo período de luchas,
hacen pensar seriamente a la familia Pérez Bonalde en un exilio
voluntario. Además la economía hogareña se ha visto quebrantada
últimamente. Al fin el padre, anteponiendo a sus deberes políticos las
obligaciones que le impone su condición de jefe de un hogar, decide
emigrar. Con toda su familia se marcha un buen día del suelo venezolano.
Puerto Rico es la tierra que ofrece refugio a los proscriptos.
Y este viaje, esta salida primera de la patria, parece como si señalara,
en definitiva, el comienzo del largo camino del exilio que ha de recorrer el
poeta durante toda su vida.
LA VIDA EN PUERTO RICO

Allí, en la isla de Puerto Rico, encuentran los emigrados un refugio


acogedor y tranquilo, a pesar del suelo extraño, de la añoranza por la patria
lejana y de las duras exigencias que impone el trabajo de ganarse la vida.
Pero bien vale el sacrificio —piensa el padre— con tal de que la familia
goce de seguridad y de paz que no pueden obtenerse en el país de origen.
Los Pérez Bonalde no tardan en hacer amistades, en ganar prestigio de
gente noble y honesta, en arraigar con sentido creador en el pueblo que les
ha brindado acogida tan cordial.
Por aquel tiempo Pérez Bonalde despertará por completo a la
adolescencia. De esa época y de sus últimos años de infancia que
transcurrieron en la isla, guarda gratos y hermosos recuerdos. Allí tomó
cuerpo su vocación poética. Allí se afirmó su carácter y su espíritu. El
unido grupo familiar sirvió de base para el desarrollo de sus condiciones
de hombre bueno y noble.
Entre las amistades que cultiva por entonces dos nombres van a
perdurar en su memoria y en su cariño. Uno, poeta también como él, el
portorriqueño José Gautier Benítez; otro, caraqueño, Alfredo Esteller,
también desterrado como él. Los tres formaron un grupo hermosamente
unido por el ideal y la amistad. Pérez Bonalde recordará más tarde,
estando en Nueva York, a estos dos amigos en su poema «Los Tres», pleno
de gratas evocaciones, y en el que dejó oír, al mismo tiempo, el triste
acento que le daban sus experiencias del destierro. Y alzará su voz, en
varonil lamento desgarrado, cuando le llegue la dolorosa noticia de la
muerte de José Gautier Benítez.
Las mejores horas de la vida —en los años de la infancia y de la
adolescencia— son las que pasa Pérez Bonalde en Puerto Rico. El
despertar entero de su adolescencia está ligada a la visión deslumbrante
que sus ojos recogen en el paisaje marino de la isla, entre el violento
empuje de unas olas que se abren hacia el horizonte, como invitando al
viaje o a la aventura, y el suave y sosegado balanceo de las verdes
palmeras.
Todos esos recuerdos que su alma va acumulando, y que él llegará a
comparar en su limpia claridad, precisamente, con los destellos hermosos
de su infancia y de su adolescencia, van a ser evocados en un poema de
profundo sentimiento filial que dedicará, años más tarde, a Puerto Rico.
ENSEÑANZA Y APRENDIZAJE

Mientras tanto, junto con los hermanos, ayuda al padre en el sostenimiento


de un plantel de enseñanza, tarea en la que toda la familia se empeña,
como queriendo devolver en fruto de cultura la generosa acogida del
pueblo portorriqueño.
La labor de Pérez Bonalde en el instituto educativo de su padre, tuvo
para él tanto de enseñanza como de aprendizaje. Bien es cierto que el
enseñar es una forma, también, de aprender, y que la profesión de
transmitir conocimientos despierta inquietudes en quien lo hace, abre
iniciativas personales, disciplina la mente y el espíritu, recrea y amplía las
fecundas fuerzas de la vida intelectual.
El joven poeta, movido también por su constante afán de conocer, de
saber cosas, y por el impulso de la vocación que ya sentía bullir en su
interior, aprovecha esas especiales circunstancias y se da con apasionado
empeño al estudio profundo de las más diversas materias de la cultura
humana. Pero hay tres disciplinas que atraen poderosamente su atención y
a las que dedica tiempo fructífero: las artes en general, la literatura, las
lenguas antiguas y modernas.
Su estudio de los idiomas, en particular, por los que demuestra
inclinación marcada y para cuyo aprendizaje posee una rara facilidad, le
permitirá dominar en breve tiempo el inglés, el alemán, el francés, el
italiano y el portugués, entre las lenguas vivas. El griego y el latín, entre
las muertas, le van a ser, también, familiares.
Andando el tiempo agregará a esa lista el danés, el chino y numerosos
dialectos que aprende en sus viajes por el mundo.
Esa magnífica disposición de su intelecto, va a preparar uno de sus
méritos sobresalientes como escritor: el de traductor, en el que alcanzará
justa fama. Poe y Heine, Shakespeare y Guerra Junqueiro, D’Abreu y
Unhland, Herder y Lenau, Ferreira y Saint-Victor, son, entre otros, autores
extranjeros de los cuales va a verter algunas de sus obras al castellano.
Escritores y críticos de su tiempo, y posteriores a su época, celebrarán
entusiastamente sus traducciones.
VENEZUELA, EL NOMBRE ENTRAÑABLE

Venezuela, el nombre de la patria, va a convertirse en un recuerdo triste y


hermoso, al propio tiempo, para el poeta. El dolor del exilio va a
incorporarse insensiblemente a ese recuerdo entrañable. De los propios
labios del padre, en las noches de grato recogimiento en torno a la mesa
familiar, él, junto con los hermanos, recibe la lección plena de añoranza y
de melancolía que un profundo amor les dicta. Con los ojos nublados
muchas veces, pugnando porque los hijos no descubran su dolorosa
emoción, aparentando serenidad y dominio, el padre desgrana lentamente
su mejor enseñanza de ternura y patriotismo. El comprende que ésa es la
mejor manera de sembrar en el corazón de quienes lo escuchan, la fe y el
amor por la tierra que los vio nacer.
Día a día, a través de esas palabras llenas de melancolía y tristeza, va
madurando en el poeta su amor a la patria, esa cosa que no se explica pero
que se siente crecer por dentro como halo luminoso y puro. Sobre la
sangre se siente correr un pulso distinto que apresura los latidos del
corazón, cuando alguien menciona a Venezuela. A medida que pasen los
años se irá afirmando en el hombre, ya en plena y cabal revelación de sus
sentimientos, ese amor apasionado y recio. Y será en la lejanía de las
playas venezolanas, cuando más fuerte sentirá latir su fervor patriótico.
¿Cuál es la imagen de la patria que el poeta conserva? Sobre la
realidad de sus recuerdos, el padre, con sus pláticas cordiales, ha ido
completando animadamente aquella imagen que él recogió en su infancia.
Pero sobre la reconstrucción ideal que el amor dicta, no deja de pasar
también la sombra del luto y la tristeza. Porque hay dos Venezuelas que es
necesario contraponer y que el propio adolescente ha comenzado a vivir,
en cierta forma dramática: la Venezuela de las hazañas y las glorias que se
hereda de la gesta libertadora, con sus héroes brillantes y casi
sobrehumanos, digna, por lo tanto, de admiración y respeto profundo; y la
otra, la que han palpado las experiencias juveniles: aquel país de tanta
efervescencia política, donde la pugna de los intereses individuales y de
grupos es lo único que priva en la realidad. Esa Venezuela de sus primeros
años, en plena etapa de turbulencias, con el fantasma de las asonadas,
golpes de estado y revoluciones por delante. Aquella misma de donde su
familia ha tenido que emigrar, ante una situación económica insostenible.
Pero el joven poeta, con esa maravillosa intuición que alienta en todo
artista, completa la imagen cabal, por encima de esas diferencias
temporales y emocionales. Y entonces es un sólo rostro, iluminado por la
luz brillante de la infancia, el que llena su corazón de un ardoroso empeño
filial. Venezuela, la indivisible, la única, comienza a vivir su vida propia
en los recuerdos, en los sueños y en las esperanzas de Pérez Bonalde.
EL COMIENZO DEL DRAMA

Todos estos años que la familia pasa en Puerto Rico, coinciden con su
vigoroso despertar a la vida. Es la época en que en el espíritu de Pérez
Bonalde se plantean los problemas del mundo y del hombre, y en la cual se
afirman, emocionalmente, muchas de las ideas que después van a aparecer
en su poesía. Todavía, sin embargo, el poeta no siente el peso tremendo del
destierro. Es necesario volver al país de origen, para un nuevo
reconocimiento apasionado y certero.
El padre recibe buenas noticias de la patria. Da la impresión de que las
cosas de la vida pública retornan a la normalidad. Inclusive, las
perspectivas económicas parecen mejorar. Halagado por estas
informaciones, J. A. Pérez Bonalde, el padre, decide emprender el regreso.
Así el grupo familiar retorna a la patria. Todos creen llegado el momento
de asentarse definitivamente en suelo propio, sin pensar en un nuevo
exilio.
Aquí comienza otra gran experiencia para el joven Pérez Bonalde.
Ávido de emociones arriba al puerto de La Guaira. Y entre las calurosas
manifestaciones de los familiares y amigos que han bajado a recibir el
grupo de desterrados, aquel joven altivo y desenvuelto, arrogante y
vigoroso, ha dejado oír estas palabras:
—Me siento conmovido al pisar suelo venezolano. Suelo por el que he
suspirado tantas veces y al que quiero empezar a conocer de nuevo. ¡Les
digo que esta patria es la mejor pasión de mi vida!
Esto sucede en el año de 1868, durante el efímero gobierno de la
llamada revolución de «los azules». El espíritu fogoso de Pérez Bonalde,
una de las características de su temperamento, va a manifestarse
enseguida. Como al padre, lo llama poderosamente la política, la pugna de
ideas, el debate doctrinario, la defensa de los principios humanos y
sociales. Tiene apenas 22 años y ya se le ve interviniendo en actividades y
campañas públicas.
Cuando el líder militar zuliano, general Venancio Pulgar, se
insubordina y declara la independencia del Estado Zulia, se realiza una
gran manifestación popular de adhesión al entonces Encargado de la
Presidencia de la República, general José Ruperto Monagas, exigiendo el
castigo del insurrecto. En esa manifestación tomó parte activa Pérez
Bonalde, pronunciando por primera vez un elocuente discurso. Lo
acompañaron en ese acto el poeta Elías Calixto Pompa y el Licenciado
Miguel Carmona.
Pero su actividad en el campo político va a ser, en verdad, sumamente
breve. Sin embargo, dejará hondas huellas en su espíritu. Y servirá,
además, para crearle enemistades que jamás logrará borrar.
No estaba el país, entonces, apto para la controversia pública, fecunda,
de los partidos políticos. Y al idealista que en él se manifestaba, con sus
anhelos de paz y tranquilidad colectivas, de libertad y progreso, de
estabilidad política y de orden social verdadero, se oponía la realidad
turbulenta de la patria.
Era el poeta, en ese tiempo, de temperamento combativo y fogoso, de
gran voluntad en lo que hacía, tenaz y empeñoso. Defendía principios
nobles. Su cultura y su amplio conocimiento de los complejos problemas
sociales y políticos de la época, le dictaban su posición polémica. No creía
en la violencia como solución de los problemas venezolanos; la rechazaba,
en nombre de su pacifismo, como principio político y de gobierno. Era un
patriota integral, un espíritu resuelto y viril, que no encajaba en el medio
social y político de aquella Venezuela de los años del 68 al 70, del siglo
pasado. Predicaba la libertad de conciencia; combatía la dictadura;
concebía al liberalismo como una fuerza política fecunda. Sus ideas, por lo
tanto, chocaban con la realidad, en donde se manifestaban otras prácticas
menos doctrinarias, y al par menos humanas y socialmente útiles.
Era, como se ve, joven e iluso. Su prédica, cumplida a través de
variados trabajos periodísticos que por la época emprende, va a caer en el
vacío. Y no por falta de solidez, de seguridad en lo que hacía. Sino porque
los espíritus de los venezolanos no estaban dispuestos a oír esas voces de
concordia, esas invitaciones a la reconstrucción feliz de la patria. Es que
aquí, también, se manifiesta ese constante signo de incomprendido o de
inadaptado que lo acompaña durante toda su vida.
LA MUERTE DEL PADRE

A esa falta de apoyo moral para sus convicciones y actitudes políticas, se


añade bien pronto el primer golpe doloroso: la muerte del padre. Vuelto
del exilio J. A. Pérez Bonalde, el padre, se ha retirado casi completamente
de las lides políticas. Ahora le toca al hijo. Y una tarde caraqueña,
inesperadamente, una angina de pecho, violenta, le arranca del lado de los
suyos. El poeta, que siempre había guardado para con su padre una
afectuosa y entrañable admiración, siente, al igual que su madre, el
sensible vacío que en el grupo familiar deja la desaparición del jefe
respetado y amado. Ahora, prácticamente solo, le toca enfrentarse con
entereza a los embates de la vida, para ayudar al sostenimiento de la
familia. Su madre, herida hondamente por el dolor de la pérdida del
esposo, comienza a languidecer tristemente en el encierro casero, a que se
somete voluntariamente. Pero para el hijo está abierta la actividad del
periodismo político, en donde pone sus mejores empeños y talentos.
Corto va a ser su ejercicio político en el periodismo, sin embargo. Allí
estará, junto a otros, con el joven Nicanor Bolet Peraza, espíritu combativo
y valiente, excelente orador y periodista que no da tregua ni cuartel a sus
enemigos de ideas y principios. Pero la guerra civil pronto vuelve a
encenderse por todos los caminos de Venezuela. Guzmán Blanco comanda
las acciones de armas y triunfa en todas partes. El caudillo hace su entrada
triunfal a Caracas, entre los vítores y aclamaciones de sus partidarios. Este
hecho da comienzo a lo que la historia llamará el septenio guzmancista, o
el despotismo ilustrado de Guzmán Blanco. Estamos a comienzos de 1870.
Precisamente, el 27 de abril, un día después de haber iniciado el ataque
militar contra la plaza caraqueña, Guzmán Blanco había dominado
completamente la situación, al derrotar a las fuerzas del gobierno que se le
oponían en la capital.
En marzo de ese año, presintiendo Pérez Bonalde el triunfo de Guzmán
Blanco, contra quien se manifestó en todos los terrenos de la discusión
ideológica y a quien siempre consideró como su adversario o antagonista,
decide expatriarse voluntariamente. Días antes de tomar esa resolución, al
final de una corrida de toros celebrada en Caracas, fueron recitados unos
versos satíricos del poeta en los cuales ridiculizaba al futuro gobernante.
Este solo hecho, al triunfar Guzmán, hubiera bastado para labrar su
desgracia. Por esto y porque sabía que sus ideas y principios no podrían
manifestarse libremente en un régimen autocrático, como imaginaba muy
acertadamente sería el de Guzmán Blanco, toma la resolución dolorosa de
marchar al destierro. Tiene 24 años apenas y al abandonar de nuevo a la
patria, va solo.
Así comienza su largo peregrinaje de proscripto solitario. Antes de
partir, sobre el lecho de enferma de la madre, a quien no podrá volver a
ver otra vez en su vida, se echa a llorar como un niño.
Es entonces cuando se le ofrece la ciudad de Nueva York como refugio
a su primera salida de desterrado.
LA VIDA EN NUEVA YORK

En Nueva York fija su residencia, que va a durar algunos años. Y en los


cuales, también, va a realizar algunos de sus más importantes viajes
alrededor del mundo. Se convertirá, así, en un «viajero de todos los
mares».
La metrópoli norteamericana exige al poeta sacrificios de toda índole.
Inclusive la de someter su personalidad a oficios y profesiones nada
acordes con su sensibilidad. Como aquella actividad comercial, por
ejemplo, que le brinda la reputada firma «Lahman & Kemp», vendedora
de perfumes y de productos medicinales y de tocador. Pero de allí va a
derivar el sustento y un mediano pasar en el país extraño. En el desempeño
de su empleo como agente comisionista de esa firma viaja por gran parte
del territorio norteamericano. Conoce las más importantes ciudades. Y
aprende muchas cosas interesantes de la vida práctica, que van a sumarse a
su profunda cultura humanista. Aquel país, en pleno período de
crecimiento, con un inmenso territorio que conquistar para el esfuerzo
creador de una vasta población que afluye de todas partes del mundo y que
aumenta vigorosamente dentro de sus propias fronteras, es un espectáculo
grandioso que incluso llega a apasionarlo.
Cuando no viaja, se ocupa en la redacción de propagandas comerciales
de la casa para la cual trabaja, y en la elaboración del singular almanaque
«Bristol» que la misma firma, hace circular anualmente por todo el
mundo.
Años más tarde viajará como agente de esa misma casa de negocios
por más dilatados continentes: Europa, Asia y África, serán puntos de
referencia para aquella profesión. Y en sus correrías por la América
Hispana, llegará hasta el corazón del Amazonas en uno de los viajes que
realiza por el Brasil. Completará, así, un amplio recorrido por todo el
mundo. A ello lo empuja no sólo el cumplimiento del trabajo que
desempeña, sino su propia condición de peregrino infatigable, la necesidad
que siente de conocer otros pueblos, tierras y lugares. Su verso «Soy hoja
errante que seca el sol», es, en el fondo, su propia definición.
Pero las necesidades de la vida práctica que se ve obligado a enfrentar
en Nueva York no logran detener su vocación poética, que ya había
comenzado a manifestarse con gran pujanza. Ni su sensibilidad se apaga o
embota. Todo al contrario. Las horas libres, en el día y en la noche, las
dedica a leer y a escribir, con apasionado entusiasmo. Es una época de
gran actividad creadora. Es asiduo concurrente a la Biblioteca Pública de
la ciudad. Allí va a conocer, tiempo más tarde, a la que va a ser su esposa.
En las noches de ciertos días concurre a unas reuniones de
hispanoamericanos. Son las veladas que se celebran en el Salón «Theiss»,
un lugar situado en la Calle 14, donde tocan buena música y se bebe
cerveza. Y donde los amigos pueden conversar tranquilamente, discutir
problemas, personales y de sus países, y leer alguna cosa de interés
literario. Poco a poco este sitio llegó a convertirse en una especie de club
literario. El poeta venezolano acude allí, alguna vez, con un legajo de
manuscritos bajo el brazo. Y lee y recita con voz torrencial y elocuente.
Unas veces sus propias poesías de «Estrofas», su primer libro; otras, las
traducciones de los poemas del «Intermezzo Lírico», del poeta alemán
Heine, que por entonces comienza a verter al castellano.
Entre los asiduos asistentes a esa tertulia literaria, se cuentan José
Martí, el gran patriota y poeta cubano, Nicanor Bolet Peraza, el combativo
periodista y político venezolano, cuya amistad cultivara Pérez Bonalde
cuando estuviera en Caracas, Santiago Pérez Triana, colombiano, quien
después evocará, en amable crónica, aquellas reuniones neoyorquinas, y
Juan de Dios Uribe, otro contertulio de interesante charla. En 1875 se
agregará al grupo un nuevo venezolano: el poeta Jacinto Gutiérrez Coll,
para ese entonces Cónsul General de Venezuela en Nueva York. Servirá
para asegurar la amistad de Pérez Bonalde y el recién llegado, además de
la misma vocación lírica que los hermana, el hecho de la ruptura política
ocurrida entre Coll y Guzmán Blanco, quien en concepto del primero,
pretendía desconocer sus aptitudes y demostraba poco aprecio por los
servicios que él había prestado a su Gobierno.
ETAPA DE CREACION

La fiebre por crear se apodera de Pérez Bonalde a medida que avanzan los
años de su permanencia en Nueva York. Es su etapa más fecunda. Cuando
no escribe su propia poesía, se dedica con verdadero entusiasmo a traducir
aquellos poemas de autores extranjeros, en cuyas obras encuentra como un
eco de su sensibilidad y de sus preferencias líricas.
En ello siente gozo y deleite indecibles, tal como si creara
directamente. Poseía el raro don de poder traducir, sin traicionar las ideas
y sentimientos de los autores extranjeros. Y en esa labor pone un empeño
y un tesón verdaderamente admirables. Se dice que gastó ocho años justos
en componer y recomponer la traducción del «Intermezzo Lírico», de
Heine, antes de decidirse a publicarlo. La prisa no corría. Estaba seguro —
y así lo deja dicho en el prólogo de la primera edición del «Cancionero»
del mismo Heine— que una buena traducción, podía llegar a valer tanto
como la propia obra original. El tiempo, en lo que a él respecta, se ha
encargado de darle la razón.
Ésta es la época en que realiza, también, sus más importantes viajes
alrededor del mundo. A su conocimiento de América —el continente y las
Antillas—, agrega ahora la maravilla de extraños y distantes pueblos. Ya a
Europa y conoce sus principales países; viaja por el norte de África; llega
hasta el Asia. Conoce a China, a Rusia y a los países escandinavos. Del
regreso del viaje Rusia, el barco que lo trae naufraga en un «fiord»
noruego. Allí aprendió el idioma nativo durante el tiempo que tardó en
pasar otro buque con rumbo a Nueva York. Más tarde un amigo,
ponderando su don de lenguas, va a decir que realizó ese aprendizaje
«mientras se le secaba la ropa».
Hay noches en Nueva York, entre uno y otro de esos extensos viajes,
que invita a sus compañeros de tertulia y a sus amigos norteamericanos a
su modesto apartamento. Allí, algunas veces da pruebas de sus magníficas
disposiciones atléticas, midiéndose con notables esgrimistas de la ciudad,
pues su cuerpo vigoroso lo llamaba continuamente a la práctica deportiva
y el uso de las armas era, en este aspecto, una de sus actividades favoritas.
Otras veces lee sus nuevas poesías, entre otras aquellas extraordinarias
versiones de los poemas del «Cancionero», de Heine, que por entonces
atrae su apasionado culto por el ejercicio de las traducciones. Sin
embargo, lo que más entusiasma a sus amigos son las extraordinarias
aventuras que relata de sus lejanos viajes, muchas de ellas fruto exclusivo
de su imaginación tan viva, pero llenas todas de aquella gracia y encanto
singular que el poeta, como buen conversador, sabía imprimir a su charla.
Un rudo golpe, que empañará por algún tiempo su intensa actividad
creadora, alejándolo hasta del grupo de sus amigos, lo recibe con la noticia
de la muerte de la madre en Caracas. Fue una mañana de marzo, fría,
cruzada por espesa niebla —«que helaba los espacios y las almas», como
él mismo escribe—, cuando recibió la noticia dolorosa. Jamás podrá
borrar de su corazón esa profunda pena. Y ni aún en sus largas andanzas
alrededor del mundo, como en un intento de evasión, se escapará de su
mente el recuerdo de aquellas tristes circunstancias. Así de firmes y
hondas eran las raíces de su amor filial.
Estos años que pasa en Nueva York los recordará siempre, porque ellos
fueron los de una doble vida apresurada y vehemente. Así se lo impuso el
ritmo de la gran metrópoli norteamericana. El hombre práctico, que debía
atender al oficio del comercio, como agente de aquella fábrica de
perfumes, productos de tocador y medicinas, evidentemente respaldaba al
idealista que llevaba dentro, al hombre de los versos, al poeta. Aquella
persona que redactaba propagandas, componía un almanaque cada año y
visitaba los clientes de la casa para colocar sus productos, era el mismo
que en el retiro de su apartamento desahogaba los impulsos de su pecho
romántico en versos de sentida inspiración o dedicaba su tiempo a labrar
hasta el cansancio las versiones de la poesía de Heine y de los otros
autores extranjeros de su predilección. Son años de notable y fecunda
actividad. Y a su oficio comercial volverá una y otra vez, porque él le
permite completar su personalidad de artista. Aparte de que su mismo
trabajo va a abrirle las extraordinarias perspectivas de sus viajes al
exterior, que tanto aportaron a su poesía.
Por eso, el conocido vendedor de perfumes y jabones, que en el día se
paseaba con una abultada cartera de muestras y prospectos comerciales
era, también, el fino poeta que en el Salón «Theiss», aquella especie de
café literario y musical, iba a leer en las noches sus poesías y sus
traducciones. Era un pasar, de tal manera, del oficio o de la profesión de
donde devengaba el sustento, al ejercicio fecundo de la vocación integral
de su vida.
Entre las amistades que cultiva con más afecto están los esposos
norteamericanos Rosina y Caídos Brody. A ellos dedicará un hermoso
poema de su libro «Ritmos», en un noble gesto de gratitud y cariño, que
sirve para poner de relieve uno de los rasgos significativos de su carácter.
De 1870, fecha de su llegada a Estados Unidos, a 1876, comprende esta
etapa de agitada vida y de creación. Un año más tarde, en 1877, se
dedicará a publicar sus primeros volúmenes de versos. En esta
circunstancia influyen poderosamente las opiniones de sus amigos, en
particular la de José Martí. Martí, uno de los más puntuales en la
asistencia a las reuniones del Salón «Theiss», ha oído de los propios labios
del poeta la mayoría de sus más característicos poemas y traducciones. Es
quizás quien demuestra más viva comprensión por la obra de Pérez
Bonalde. Una noche, al terminar de recitar uno de aquellos hermosos
poemas, entre el general asentimiento de los demás amigos, Martí, sin
poder contenerse, ha exclamado:
—¡He aquí una lira que vibra!, ¡he aquí un poeta que se palpa el
corazón, que lucha con la mano vuelta al cielo, y pone a los aires vivos la
arrogante frente!
Y luego, dirigiéndose a Pérez Bonalde:
—Usted no debe esperar más tiempo para publicar su poesía.
Y el poeta, entre emocionado y halagado por aquellas sinceras
palabras, responde:
—¡Ante ustedes prometo que no pasará un año más sin entregar a la
imprenta mis primeros libros!
Así aparecen su traducción del «Intermezzo Lírico» de Heme, y su
primer libro original, «Estrofas». Sus dotes de traductor y de poeta, quiso
manifestarlas de una sola vez.
EL VIAJERO INFATIGABLE

Los años andariegos de Pérez Bonalde sirven para determinar una de las
características más destacadas de su personalidad: la del viajero
infatigable. Como quien cumple un destino que no puede evadirse, se le ve
recorrer los más distantes y extraños países del inundo. Primero es Puerto
Rico, después Norteamérica. Conoce las islas del Mar Caribe. Visita al
Brasil y se interna hasta el Amazonas. Viaja más tarde a Europa. Penetra
en el continente africano en una época calurosa y brillante: allí lo atrae la
caza, la aventura de la selva. Otro día pisa suelo en los pueblos del Asia,
para entonces un tanto alejados de la civilización occidental y un poco
misteriosos. Los países escandinavos ya habían pasado ante sus ojos. Y
recordaba aquella extraña aventura de su naufragio en las costas noruegas,
al regreso de su viaje a Rusia, en una noche de tormenta.
Su facilidad para el aprendizaje de las lenguas es un arma diestramente
manejada para penetrar en el conocimiento de los distintos pueblos que
visita. Es admirable su capacidad para hablar y escribir a la perfección un
idioma cualquiera a poco tiempo de proponérselo. Hay gentes dotadas de
una rara disposición para el aprendizaje de lenguas extrañas. Pérez
Bonalde fue uno de ellos. Y ese don especial le permitió no sólo
desempeñarse frente a las necesidades que el ejercicio de su profesión de
agente de comercio le imponía en el extranjero, sino, sobre todo, de
abrevar en las fuentes vivas de las culturas ajenas, con lo que adquiere un
vasto caudal de conocimientos que iba a poner al servicio de su lirismo.
Su espíritu crece en perspectiva cosmopolita. La propia sensibilidad,
abierta a las experiencias que la vida le procura le hace comprender las
variadas culturas con que enriquece su espíritu. Y no es sólo la poesía, la
literatura en general, lo que atrae su emoción de artista, también la música
y la pintura le ofrecen campo propicio para su pasión creadora. Pérez
Bonalde ha sido uno de los poetas más cultos de nuestra patria. Quizás el
más culto, después de Bello.
El signo viajero de Pérez Bonalde nace en sus propios años de niñez,
como hemos visto, se acentúa en su adolescencia, se afirma en su
madurez. El destierro político que lanza a su familia hacia las playas de
Puerto Rico es el comienzo del largo peregrinaje del poeta por tierras
extrañas. Después la vida le va a imponer esa condición de infatigable
viajero. Pero siempre, en todas partes, suspirará por el retorno a
Venezuela. Sus andanzas de tantos años, esa fiebre que lo lanza a recorrer
tierras y lugares lejanos, hay momentos que le pesan tanto como un fardo
insostenible. ¡Cuántas veces no ha soñado reconstruir su vida, deshecha
por la continua mudanza, en el acogedor sosiego de una casa caraqueña o
cerca de la luz brillante y el suave vaivén de las olas que bañan las costas
de su patria!
Ese anhelo permanente, esa esperanza jamás cumplida, es como una
brasa que muerde, profunda, las raíces de su espíritu. De esa circunstancia
arranca el dolor que preside su destino de venezolano errante y
desarraigado. Y de ahí mismo brota, también, la ráfaga quejumbrosa que
hallamos en su poesía, las imprecaciones rotundas de algunos de sus
versos, el acento doloroso que recogemos en muchos de sus poemas.
EL ÁVILA DESDE LEJOS

Ese pensar y sentir constan teniente a Venezuela en lo más profundo del


ser, es pasión que no borra, sino que aviva, el transcurso del tiempo.
Desterrado, vagando de un sitio a otro, empujado por la marea violenta de
su propia existencia, él, que fue en el más exacto sentido un solitario, halló
en las evocaciones del suelo querido, hermosamente conjugadas con las
tiernas memorias de la infancia, una especie de alivio a sus quebrantos y
dolores, que fueron muchos y muy hondos. En más de un pasaje de sus
poemas podemos encontrar las reminiscencias y el latido primordial de
ese sentimiento.
¿Y cómo cobra vida ese sentir profundo y permanente del poeta?
Primero es el mar, el mar que vieran sus ojos en los primeros años de la
existencia, junto a las playas de luz potente y brillante que fueron las
últimas imágenes del país que llevó prendidas en sus miradas, para
siempre, desde aquella partida dolorosa de la familia que señaló el
desarraigo del lar nativo. El mar y sus riberas, sí. El mar, tan parecido a su
propia vida, móvil y cambiante, agitado y profundo, resonante, poderoso y
frágil, a la vez, como el mismo leve peso de la espuma sobre las arenas. Y
sobre todo, en su violenta tempestad interna. El mar lo acompaña a todo lo
largo del dramático ejercicio de la existencia. Y cuando vaya a morir, será
frente al mar, oyendo el ronco fragor de las olas rompiéndose en sus
orillas.
Después del mar, es Caracas, su ciudad natal, el otro símbolo que le
recuerda la patria. La Caracas que asocia firmemente a la dulce evocación
de la infancia como si la memoria persistiera en desentrañar las emociones
puras de esos primeros tiempos de la vida, cuando el hombre no tenía
preocupaciones ni tristezas. Su celebrada «Vuelta a la Patria», uno de sus
poemas característicos, es plenamente autobiográfico. Su vida toda —
niñez juventud, alegría, felicidad, desventura, dolor, tragedia, soledad,
exilio— parece emerger desde el fondo de las dolientes palabras que
cantan y lloran a la patria y a la madre, —dos de los tres grandes amores
que llenan su existencia—, unidas, conjugadas, mejor, en una elegía
desgarrada y solemne.
En ese poema la patria está viva en cada palabra. Es la representación
cabal de los sentimientos y emociones que han acompañado su largo
peregrinar. Allí el Ávila, visto desde lejos constantemente, vuelve a tomar
cuerpo, objetividad, presencia viva. En una sucesión de colores brillantes y
formas armoniosas, el poeta reconstruye su viejo símbolo avileño. Y
Caracas con sus techos rojos, todavía pequeña y encerrada en sí misma,
con sus estrechas calles empedradas y el ritmo lento de una vida que
todavía no alcanzaba a desprenderse de una hermosa tradición colonial, es
uno de los motivos de su inspiración. Al evocarla se relacionan, con la más
alta emoción lírica, el pasado y el presente del poeta.
REGRESO A LA PATRIA

A mediados de 1876, Pérez Bonalde emprende el regreso a Venezuela. Las


circunstancias políticas se presentan favorables para su retorno. Guzmán
Blanco ha cumplido su largo mandato presidencial, y con el nuevo
Presidente, el general Francisco Linares Alcántara, se abren perspectivas
de concordia y unión nacional. El cambio de Gobierno, determina poco a
poco, al principio en forma tímida, luego más acentuadamente, hasta
llegar a la violencia, una reacción completa contra el régimen que acaba
de terminar. El personalismo de Guzmán Blanco y sus métodos y prácticas
de gobierno dan paso a otras formas y procedimientos políticos. La furia
popular, al derribar las estatuas del anterior gobernante que abundaban en
la mayoría de los sitios públicos caraqueños, intenta barrer con ese gesto
los últimos vestigios del septenio guzmancista. Parece buena hora para
que sus enemigos políticos, proscriptos y errantes, vuelvan otra vez al
regazo que les brinda la patria. Pérez Bonalde se encuentra entre ellos.
Durante la travesía del barco que lo trae a la patria evoca los tiernos
recuerdos de su infancia, sus dos exilios, las amargas despedidas que lo
han alejado del suelo natal, la familia que no ve desde hace tanto tiempo,
los amigos, la gente toda de su tierra, la luz brillante y cálida de Caracas.
Remonta esos recuerdos con emoción profunda. Y al compararlos con el
hondo vacío que en su corazón ha dejado la muerte de la madre, ocurrida
mientras duraba su ausencia de desterrado, un sordo sentimiento de
amargura y tristeza sube a sus labios inconsolables.
Es en ese estado de ánimo cuando empieza a escribir su imperecedero
poema «Vuelta a la Patria», que es un canto patético y desgarrado por la
patria que se vuelve a ver y por la memoria de la madre muerta.
Ese poema nace a la vida de las cuartillas en ese rapto de pasión, de
dolor y de ensueño que le presta la cercanía de la vuelta a su ciudad natal.
Pero hacía mucho tiempo que aquellas imágenes estaban presentes, con
nítida luz, en su memoria. Y los sentimientos que animan sus versos son
los mismos que han alimentado, día a día, su existencia peregrina. ¡Con
qué claridad reviven en su imaginación hechos, escenas y lugares que le
son tan queridos! El viejo pueblo de La Guaira, tan característico y
tradicional, su gente apresurada en los muelles, los pescadores en la playa
disponiendo sus redes para el trabajo, el paisaje casi cegador del puerto en
el mediodía, con su luz roja y blanca, y luego la ascensión hacia Caracas
por el camino montañoso y fatigante, bajo el lento paso de la niebla, y, ¡al
fin!, el Ávila, pleno de hermosura, de verdes sombras y cálidos efluvios…
El poeta entrecierra los ojos. ¡Qué emoción tan honda le penetra! Su
pluma corre, luego, sobre el blanco papel y la imaginación transforma en
realidad aquellos sueños, tal como si el poeta los viviera efectivamente.
Así de maravilloso es el poder de la creación poética…
Pérez Bonalde desembarca por Puerto Cabello. Allí lo espera un
nutrido grupo de familiares y amigos. Es un recibimiento sencillo, pero de
grata significación. Todos se esfuerzan por hacer agradables aquellas horas
al poeta.
Durante el almuerzo que le han preparado intentan poner aparte a los
niños que han ido a su recibimiento. El poeta se opone con las mejores
razones de su bondad. Y pide que los sienten a su lado. Quiere compartir
con ellos la breve dicha de aquel agasajo familiar. Al terminar de comer,
Pérez Bonalde exige un poco de atención. No había necesidad de hacerlo,
pues todos estaban pendientes de sus palabras:
—Quiero leerles —les dice— unos versos que escribí durante la
travesía.
Y sin esperar más nada, saca de sus bolsillos unos cuantos papeles y
comienza a recitar sus versos. Su voz va alzándose gradualmente,
dominando la escena por completo. Todos los circunstantes vibran con
emoción profunda al oír aquella grave voz, de perfecta dicción. Al cabo,
casi quebrándosele el acento, termina:
«Madre, voy a partir; mas parto en calma
Y sin decirte adiós, que eternamente
Me habrás de acompañar en esta vida;
Tú has muerto para el mundo indiferente,
Mas nunca morirás, madre del alma,
Para el hijo infeliz que no te olvida…».

Queda en suspenso unos instantes. Y al volver a la realidad sus ojos se


fijan brevemente en el grupo de los niños que lo acompañan, en cuyos
rostros conmovidos, las lágrimas comienzan a rodar por las mejillas
tibiamente. El poeta, conmovido a su vez, exclama:
—¡Ése es el mejor premio para mis versos! No me digan más nada…
Esas lágrimas infantiles me bastan.
CARACAS Y OTRA VEZ EL DESTIERRO

Al día siguiente todo el grupo emprende viaje hacia la capital.


Es una mañana pletórica de sol cuando llega a Caracas. Le nubla los
ojos, emocionado, la visión de aquellos techos rojos y el «vuelo de las
cándidas palomas» sobre las azules colinas avileñas. Y sin siquiera
sacudirse el polvo del viaje, corre, filial y desgarrado, a llorar sobre la
tumba de la madre muerta y a depositarle, como el símbolo de su tristeza,
aquella «flor amarilla» que recogiera a un lado del camino.
Mas, su segundo regreso es aún más corto que el primero. La violencia
política vuelve otra vez a imponer su sino de proscrito al poeta. El eclipse
de Guzmán Blanco fue sólo temporal. El presidente Alcántara muere el 30
de noviembre de ese año, de manera sorpresiva. Este hecho da base para el
anuncio de una nueva revolución. Los acontecimientos se precipitan y al
cambiar el panorama político la autocracia guzmancista renace con mayor
fuerza. Guzmán Blanco vuelve a asumir el mando de la república. Y al
retornar al poder, parece llenar con su sola figura todo el ámbito de la
patria. La historia está otra vez en sus manos. Y Pérez Bonalde debe
tomar, una vez más, el áspero camino del destierro. Vuelve a Nueva York.
Pero antes se detiene unos días en Puerto Rico, la isla que tanta gratitud ha
empeñado en su corazón y a la que quiere como una segunda patria. Allí
escribe su magnífico poema «Bendita Seas», canto de amor filial para la
isla borinqueña.
UN MATRIMONIO INFELIZ

En el año de 1879 Pérez Bonalde cometerá lo que se ha dado en llamar uno


de los más trágicos errores de su vida: su matrimonio con la
norteamericana Amanda Schoonmaker, a quien conoció durante sus
asiduas visitas a la Biblioteca Pública de Nueva York. Mujer de
sensibilidad, de educación y de aspiraciones totalmente opuestas a las del
poeta, poseedora de un espíritu eminentemente práctico, Amanda
Schoonmaker, nunca pudo comprender ni soportar al poeta, ya que
consideraba sus arranques geniales como extravagancias sin sentido. Sin
comprensión, sin cariño ni amor, este matrimonio estaba destinado al
fracaso. La tensión hogareña parecía a punto de romperse, cuando ocurrió
el nacimiento de la hija, Flor, en quien el poeta condensó toda su ansia de
amor, de fe en la vida, de esperanza y de felicidad. Era a comienzos de
1880.
En ese mismo año, animado por el nacimiento de la hija, publica su
segundo libro de poesía, «Ritmos».
Pero también por ese tiempo una noticia va a oscurecer un poco su
alegría reciente. Desde Puerto Rico le comunican que su buen amigo —
entrañable amigo de la adolescencia— Gautier Benítez, ha muerto. El
poeta siente en lo profundo esta muerte del amigo. Y escribe, entonces,
una hermosa elegía, poema que es un modelo de noble sentimiento de
amistad.
Pero el destino aún le reservaba otro golpe artero, quizás uno de los
más definitivos de su vida, y que va a derrumbar las fuerzas de su espíritu
por algún tiempo. A fines de 1883, casi sorpresivamente, muere Flor, su
hija, sumiéndolo en el más profundo desconsuelo. 37 años tenía Pérez
Bonalde cuando ocurre este trascendental acontecimiento de su vida.
Desde entonces, perdida la fe en todo lo que pudiera sostener su alma
duramente golpeada por la adversidad, no podrá reponerse un instante del
sentimiento de derrota que lo ha invadido. Los nueve años que le quedan
de vida lo serán de peregrinaje, de pobreza y soledad, en busca de alivio
para la tremenda herida de su corazón.
Ante la muerte de su hija pensó escribir un libro que dijera todo su
dolor, un libro definitivo, el libro mejor de su vida. En la Nochebuena de
1883, se sentó ante su viejo escritorio de pino y escribió una hermosa
página en prosa para aquel «recuerdo adorado» que estaba firme en su
espíritu de padre solitario y desgarrado. «Gloria in excelsis» es el título
que escoge para encabezar esa página. Ella debía ser el prólogo de aquel
libro definitivo que pensaba escribir…
Días después, bajo la misma impresión dolorosa crea en perfectas
silvas clásicas la segunda parte de su sentida elegía a la hija muerta.
Meses más tarde daba término a la primera parte del mismo poema, fruto
de la reflexión y de la serenidad, más espontánea y expresada en limpios
cuartetos, aunque todavía arrebatada por la violencia del golpe imprevisto
y trágico que recibiera.
Las veladas nocturnas del Salón «Theiss» se reanudan por esa época, a
instancias de sus mejores amigos que tratan de buscar que el poeta supere
la honda crisis espiritual por la que atraviesa. Ellos piensan que el
continuo ejercicio literario irá limando, poco a poco, las asperezas de esa
recia pena que lo embarga.
Allí está, ahora, un nuevo amigo: el joven César Zumeta. Pero ya Pérez
Bonalde, aunque presida el grupo con su siempre interesante charla, estará
como ausente y a ratos se le velarán los ojos con la nostalgia y la tristeza
más profunda.
LA POESIA ES SU REFUGIO

Pero no deja de crear, a pesar del hondo desgarramiento que lo conmueve.


Saca fuerzas de su propio dolor. La poesía en sí misma, va a ser un refugio
para su espíritu atormentado. Aún fresca la herida que le dejara la muerte
de la hija, comienza un intenso trabajo literario Termina y revisa
completamente una de sus obras fundamentales: la traducción del «El
Cancionero», de Heine, uno de sus autores preferidos. En esta traducción
pone tanto de sí, de su tormento, de su dolor, de su gran tristeza que aun
siendo fiel al ritmo, a los sentimientos, a las ideas y a las emociones del
poeta original, logra una recreación verdaderamente sorprendente. Los
críticos que han estudiado esta obra están de acuerdo en señalar sus
méritos excepcionales. Y el gran polígrafo español, Don Marcelino
Menéndez Pelayo, expresó en su oportunidad que era «el monumento más
insigne que hasta ahora han dedicado las letras castellanas al último gran
poeta que hemos alcanzado en nuestro siglo» (el s. XIX).
La primera edición de «El Cancionero» fue publicada a fines de 1885.
El poeta la dedicó, en demostración de gratitud, a Edward Kemp, factor
principal de la firma «Lahman & Kemp», quien generosamente costeó la
publicación. La obra venía precedida por una carta de Menéndez y Pelayo
y un prólogo del notable crítico Juan Fastenrath.
El año anterior el poeta había viajado a España, movido por la
necesidad de hallar consuelo a su desgracia y por el deseo de conocer
personalmente a muchos de los literatos más importantes por entonces en
ese país, en especial a Menéndez y Pelayo, joven de 32 años para la época,
pero ya de amplia fama en los países de lengua castellana por sus notables
conocimientos. Antes de partir, ha pedido a su amigo Juan Valera, el
importante escritor español a quien ha conocido meses antes, que lo
recomendara entre sus amistades madrileñas.
En Madrid, Pérez Bonalde pasa algún tiempo. Allí revisa
cuidadosamente la traducción de «El Cancionero». Repasa completamente
muchos de sus poemas. Recompone algunos. Interpreta de nuevo otros.
D. Marcelino Menéndez y Pelayo es testigo de este tremendo trabajo que
busca la perfección de la obra.
Durante su permanencia en la capital española es objeto de una
especial distinción: es elegido Miembro Correspondiente en América de la
Academia Española. Con tal carácter asiste a la sesión que esa institución
realiza el 12 de junio de 1884.
Vuelto a Nueva York, sólo la poesía va a constituir su preocupación
fundamental. Es como si se diera cuenta de que le quedan pocos años de
vida y que debe dar término a aquella magnífica y grandiosa tarea que se
ha impuesto, para legar una obra perdurable a la poesía de su patria y de
América.
A sus poemas «Vuelta a la Patria», escrito en el viaje de su segundo
regreso a Venezuela, en 1876, al «Poema del Niágara», escrito en 1880, y a
«Flor», que data de 1883, así como a su traducción de «El Cancionero»,
agrega su formidable versión de «El Cuervo», del poeta norteamericano
Edgar Alan Poe, otro espíritu como el suyo combatido por la tragedia y el
dolor. Estamos en las postrimerías de 1887. Había llegado al dominio total
de su lenguaje poético. Pero ya, desgraciadamente, le quedaban pocas
fuerzas para seguir sosteniendo el peso tremendo de su desgracia, que él
creía irreparable.
Enfermo y fatigado, tanto del cuerpo como del espíritu, tiene que ser
recluido en un sanatorio. Allí pasará un año. Al cabo de ese tiempo,
recobrada aparentemente la salud, siente la necesidad de venir a
Venezuela. Es como la llamada postrera de la tierra. Un presentimiento
mortal le hace comprender que le resta poco tiempo de vida. Y quiere
descansar, ahora sí definitivamente, en suelo propio.
EL ULTIMO REGRESO

Es a comienzos de 1890 cuando Pérez Bonalde regresa de nuevo a la


patria. Será ésta la última vez. No saldrá más de Venezuela porque la
muerte le cerrará las fronteras. Su enemigo, Guzmán Blanco, ya no está en
la escena pública venezolana. Pero la política continúa siendo un campo de
batalla donde parece no haber tregua.
El prestigio del poeta hace surgir a su alrededor, desde el mismo
momento de su llegada, un vivo sentimiento de simpatía. Cuando pisa
tierra venezolana, se le prepara un cordial recibimiento. Escritores de las
viejas y nuevas generaciones llegan a expresarle su admiración y respeto.
Flotan en el ambiente intelectual caraqueño propósitos y deseos por hacer
agradable la estancia del poeta en su país.
Pero ya Pérez Bonalde no puede retribuir los agasajos que se le
brindan, con el aliento del maestro que él pudo ser para los intelectuales
venezolanos de su tiempo. Ya los bríos creadores de sus mejores años, han
pasado. No quiere ni puede luchar más. Siente que las fuerzas le faltan
para comenzar la obra que pudo haber realizado entre los suyos. Ya no
ansia otra cosa que la soledad; la soledad con sus recuerdos; la resignación
es la única salida que queda ahora para su abatimiento profundo. Su alma
tan cansada sólo le dicta la necesidad de buscar el reposo que no ha podido
hallar en ninguna parte, en sus largas y continuas andanzas por el mundo.
Además, pronto se da cuenta de que aquellos que a él llegan
arrastrados por su gloria de poeta consagrado o por la fama de sus
aventuras y viajes, no logran comprenderle cabalmente. Es un extraño, un
exótico todavía en medio de ellos. Por eso sólo se contenta con brindarles
su amistad. Mu poesía es aún un raro don que sus compatriotas no llegan a
valorar como se merece.
Meses después de su llegada, el entonces Presidente Andueza Palacios
desea distinguirlo con un cargo diplomático. Su personalidad cosmopolita
y su amplia cultura parecen privar en esta decisión gubernamental, además
de la vieja amistad que conserva el poeta con un hijo del magistrado. Pero
ya no puede ser. Los días del poeta están contados. Los médicos le
aconsejan instalarse en el litoral guaireño, como un medio de atenuar los
graves males que le aquejan. Ya nada puede hacerse para detener el
dictamen inexorable del tiempo y de la enfermedad.
Va a instalarse en La Guaira, en la casa de una sobrina de nombre
Carolina Pérez Bonalde de Vidal Pulido. Allí va a sorprenderle la muerte,
víctima de una parálisis total, dos años después de haber retornado por
última vez a la patria.
LOS DÍAS POSTREROS

En sus últimos días Pérez Bonalde seguía aún pensando en la poesía. Era
su único refugio. En las mañanas brillantes del Litoral, o en las tardes de
tenue resplandor, repetía las mejores estrofas de sus poemas y
traducciones: «Vuelta a la Patria», «Flor», «El Poema del Niágara», los
versos del «Cancionero», de Heine, «El Cuervo», de Poe. Y todavía
intentaba escribir y traducir.
Entre sus proyectos de ese tiempo estaba el de verter al castellano el
poema «Las Campanas», del mismo Poe. Y muchos atestiguan haberlo
visto y oído, en las altas horas de las calurosas noches guaireñas, recorrer
los desiertos malecones, recitando con voz doliente y triste, los hondos
versos dictados por sus atormentados recuerdos de solitario.
Uno de sus últimos poemas —quizás el último— lo intituló «Hojas
Secas». Es como la despedida, como el adiós definitivo que el poeta daba
al mundo, a la vida. Allí, en rítmicos versos, Pérez Bonalde vuelca todo el
profundo dolor y desconsuelo que extrajo de la existencia. Y ya la muerte,
así, se le presenta como la paz ansiada por su alma:

Huyeron las brisas


del cielo de abril;
volaron los sueños
del pecho feliz.

Ya vuelven los soplos


del cierzo otoñal;
ya vuelven los fríos
del alma sin paz…

Al árbol sus hojas


el viento arrancó;
la duda sus dichas
robó al corazón.

Ya viene el invierno
callado y glacial,
ya viene la muerte,
ya viene la paz.

La necesidad del reposo que la vida jamás le proporcionó, y que a


última hora intentó encontrar en el suelo patrio, ya se manifestaba en las
tertulias vespertinas del Café del Hotel del Comercio, de Caracas, cuando,
en el grupo de sus amigos, repetía hasta la insistencia, aquella frase que le
dictaba su alma angustiada y trágica: «Quiero irme… quiero irme…
quiero irme…».
LA MUERTE DEL POETA

El 4 de octubre de 1892, moría, frente a las batientes olas del mar Caribe,
en el vecino pueblo de La Guaira, Juan Antonio Pérez Bonalde. Contaba
para la fecha 46 años de edad.
Murió Pérez Bonalde frente al mar que cantara tantas veces en sus
versos y que tanto se pareció a él en aquel desasosegado viajar por todas
partes.
Allí, en La Guaira, evocando los extraordinarios pasajes de su vida y
su largo peregrinaje aventurero, cesa de latir el corazón del poeta enlutado.
Muere en estado de suma pobreza, auxiliado sólo por las buenas
disposiciones de aquel familiar lejano que reside en La Guaira. La soledad
de los días que preceden a su muerte es sobre todo espiritual. Está roto su
corazón después de tanta fatiga dolorosa; destrozada su alma por las
injusticias y la incomprensión; vencidas las fuerzas pujantes que
alimentaron su vida en los años de su tránsito glorioso como gran poeta,
cuya fama corría por todas partes.
Su entierro fue un acto sencillo y sobrio. La tarde anterior había sido
brumosa y hosca. A lo lejos el mar golpeaba tercamente las playas
desiertas. De la montaña avileña bajaban, con tenue lentitud, semejando un
gran sudario, las frías nieblas que en octubre cubren los alzados montes y
caminos serpenteantes del puerto. Era una tarde fúnebre, grisácea y
cenicienta, que anunciaba la proximidad de la lluvia. En la noche comenzó
a caer el agua, tímida, silenciosa, persistente. A la mañana siguiente el
mar bramaba sorda y oscuramente y sobre las empedradas calles, sobre los
caminos de la tierra del Litoral, la lluvia resonaba, fuerte, como con voz
de soledad y llanto.
Fue entonces cuando de una humilde casa de La Guaira, salió una
oscura urna de pino hacia el viejo cementerio de Macuto. En ella
marchaba hacia su descanso definitivo el desgraciado cuerpo del poeta, en
hombros de rudos pescadores de La Guaira, los mismos, pobres pescadores
que recordara con emoción singular en su glorioso poema «Vuelta a la
Patria».
La singular procesión de pescadores que avanza, en medio de la lluvia
persistente, pone en el ambiente una nota de profunda y doliente tristeza.
La marcha del cortejo fúnebre tiene como único acompañamiento el sordo
repiqueteo del agua sobre la tierra y el cercano rumor de las olas que
vienen a quebrarse sobre las ásperas rocas de la orilla. Como si fuera ésa
la manera en que la naturaleza de su patria —el suelo tantas veces por él
cantado— ofrendara su homenaje de despedida al trágico poeta.
Juan Antonio Pérez Bonalde venía, así, a rendir en suelo patrio la
fatiga de sus 46 años de andanzas, de peregrinaje, de sus hondas tristezas
de exilado, de sus largas vigilias de aventurero inconsolable.
Todavía era un hombre fuerte y joven cuando le llegó la muerte.
Porque sus 46 años no habían podido doblegar la altivez y el vigor de
aquel cuerpo robusto de su mejor época varonil. Pero por dentro parecía
habérsele quebrado la fuerza que sostenía la vida. Los golpes —¡tan duros
y hondos!— que la desgracia continua le había asestado, redujeron, poco a
poco, aquel fuego poderoso que animaba su alma, y ya nada parecía
ayudarle a sobrellevar el peso clamoroso de sus recuerdos desgarrados. La
madre, muerta lejos de sus afectos de hijo, y su Flor, arrebatada en plena
edad de ensueños, cuando en su vida cifraba tantas esperanzas hermosas,
fueron los dos últimos y terribles acontecimientos de su dramática
existencia. Luego de eso: el abandono, el luto, la tristeza, el dolor, la
pobreza y la soledad.
Sobre la pobre tumba recién abierta manos amigas depositan el puñado
de tierra postrera. Humildes flores, flores venezolanas, al fin, rinden el
último homenaje al poeta desaparecido.
HONORES POSTUMOS

Cuando las urgentes horas de la muerte se acercan al corazón de Pérez


Bonalde, empiezan los clarines sonoros del triunfo de otra de las tantas
«revoluciones» que en el siglo pasado enlutaron a Venezuela.
Pérez Bonalde muere el 4 de octubre. Y dos días después las tropas del
General Joaquín Crespo, encabezando la revolución legalista, empiezan a
entrar en Caracas.
Once años más tarde, el 4 de octubre de 1903, los restos de Pérez
Bonalde son trasladados al Cementerio General del Sur, en Caracas. El
tiempo transcurrido parece haber despertado la conciencia de los
venezolanos en torno al valor extraordinario del poeta. Su obra ha sido
objeto de revisión cordial y entusiasta y ya no se discuten los méritos de
sus poemas, tan poco acordes con la sensibilidad venezolana de la época
en que fueron escritos. Es ya un hecho que se da por cierto de que el
venezolano encarnó una gran figura literaria, no sólo para Venezuela, sino
para la América entera. Las nuevas generaciones, adscritas a la
deslumbrante corriente, del modernismo, lo señalan como un precursor de
la escuela. Los •escritores y poetas jóvenes de entonces son los
abanderados en el rescate de Pérez Bonalde. En esa décima primera
conmemoración de su muerte, al trasladar sus restos de Macuto a Caracas,
un grupo de intelectuales rinde a su memoria el homenaje a que era
merecedor en vida y que jamás le llegó.
En él salón de la Cámara de Diputados, convertida al efecto en Capilla
Ardiente, Manuel Díaz Rodríguez, en su peculiar estilo de brillantes
imágenes tan del gusto modernista, pronuncia en la noche del 3 de octubre
un notable discurso, que es loa y elogio del poeta desaparecido.
Y al descender sus despojos mortales en la tierra caraqueña que le vio
nacer, Pedro Emilio Coll, gran figura literaria de la joven generación, dice,
también, emocionadas palabras sobre su tumba, destacando la
significación extraordinaria que asumía en su hora la obra cumplida por el
poeta: «Pérez Bonalde —decía Pedro Emilio Coll— es, en cierto sentido
un precursor de nuestra sensibilidad y de nuestra imaginación. En su
tiempo fue un raro, un ser anormal y extraño. Hoy sería un maestro, es
decir, el que mejor comprendería nuestros dolores y quimeras».
En la tumba del poeta fue erigido un sencillo monumento. Y sobre el
mármol piadoso que la admiración de los jóvenes le levantaba, fueron
inscritos dos versos solemnes del poeta que él mismo escribiera en la
muerte de su entrañable amigo portorriqueño, Gautier Benítez:

«Envidiad, ¡oh, mortales,


Al poeta infeliz, después de muerto!».

Cuarenta y tres años después, al cumplirse el centenario de la fecha de


su nacimiento, le fueron acordados a Pérez Bonalde los honores del
Panteón Nacional. Sus restos fueron conducidos allí, con toda solemnidad,
el catorce de febrero de 1946.

Ocumare del Tuy, abril de 1954.

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