Medina Jose Ramon - Juan Antonio Perez Bonalde
Medina Jose Ramon - Juan Antonio Perez Bonalde
Medina Jose Ramon - Juan Antonio Perez Bonalde
ePub r1.0
Titivillus 24.04.2020
JUAN ANTONIO PÉREZ
BONALDE
José Ramón Medina
UN POETA VENEZOLANO
Juan Antonio Pérez Bonalde es uno de los poetas cuyo nombre recuerda la
historia de la literatura venezolana con verdadera admiración. Fue un
extraordinario poeta. Él cruza como una sombra enlutada por nuestra
poesía, encarnando uno de los personajes más destacados para las letras
venezolanas y americanas, durante el siglo pasado.
Entre los azares de una vida duramente dramática, y aun ante los
obstáculos que la época misma le oponía, tuvo tiempo para realizar obra
perdurable. Porque la poesía fue para él la razón misma de su existencia. Y
al cabo de sus fecundos esfuerzos pudo legar a la posteridad una
producción poética digna por todos respectos de enorgullecer a nuestra
patria.
Por eso, Pérez Bonalde constituye un personaje ejemplar. Su genio, sus
excepcionales facultades, su cultura maravillosa, adquirida en contacto
directo con otras gentes y otros pueblos, y su apasionada vocación por la
lírica, lo señalaron para un alto destino en la historia de la poesía de
nuestro país y del continente.
En aquella Caracas tumultuosa de 1846, cuando afuera, en las calles
crece la marea de la vida pública, en una humilde casa, todavía cruzada
pollos aires de la tradición colonial, nació el poeta Juan Antonio Pérez
Bonalde, el día 30 de enero, casi en los inicios mismos del año. Su padre,
del mismo nombre, Juan Antonio Pérez Bonalde, era una figura de algún
prestigio en las filas del partido liberal venezolano, que había aparecido en
la escena política en 1840. Su nombre se ve con cierta frecuencia en
documentos públicos de importancia para la época. La política logró
apasionarlo grandemente. Era un buen padre de familia, un hombre
responsable de las obligaciones de su hogar, un esposo ejemplar. Su
madre, doña Gregoria Pereyra, pertenecía a esa clase de mujeres que hacen
un culto de la vida familiar. Siempre se le ve cuidar, amorosa, de los hijos.
Sus preocupaciones no son otras que aquellas que padecen los suyos. Ella
es el centro de la casa. Los hijos la respetan y aman. El padre, con recio
amor varonil, busca continuamente el calor de sus palabras y consejos.
Cuando nace Pérez Bonalde, Venezuela comienza a vivir la etapa
agitada de su republicanismo. Todavía retumban los ecos clamorosos de
las hazañas guerreras de los libertadores. El espíritu de la gente
venezolana —convulsionado el país durante casi treinta años— todavía no
se ha aquietado. Y a pesar del cansancio que el largo guerrear, como una
ola devastadora y violenta, ha dejado sobre el exhausto cuerpo de la patria,
todavía parece no haber llegado la hora de la reconstrucción. Ojos avizores
y mentes despiertas —de patriotas verdaderos— han empezado a dejar oír
palabras que obedecen a juiciosas recomendaciones. Pero nadie —o casi
nadie— quiere oír esas prédicas que claman por una efectiva
responsabilidad nacional. Otros intereses se oponen a la gran tarea que la
patria exige como algo inaplazable y urgente. Por eso, hay voces que
anuncian ya otro gran movimiento revolucionario, el cual ha de sufrir el
país, todavía no repuesto de las tremendas consecuencias que dejaron las
luchas por la independencia. Esa otra prueba bélica va a ser, precisamente,
la Guerra Federal, la guerra de los cinco años: cruenta, asoladora, más
dolorosa aún porque fue peleada entre hermanos.
Por esa época, Antonio Leocadio Guzmán predica su doctrina política
del liberalismo. Sus ideas, inflamadas por una ardiente pasión, parecen
encontrar eco favorable en el seno del pueblo venezolano. Sus palabras
crecen, se propagan, contagian a grandes sectores del país. Guzmán es un
líder popular de gran arraigo. La gente discute, se pelea en las calles y el
clamor sube, como una marea, hasta las páginas de los periódicos, donde
el tono violento y agresivo parece el único estilo apropiado. El gran tema
del día es la política. Pareciera que no hay otra preocupación para la gente
venezolana.
Ese ambiente pleno de amenazadores nubarrones rodea el despertar a
la vida del poeta venezolano. Y esas circunstancias van a quedar impresas
indeleblemente en su espíritu sensible. Su mismo destino parece señalarse
en la turbulencia política de aquellos años iniciales.
EL COMIENZO DE UN VASTO PEREGRINAJE
Todos estos años que la familia pasa en Puerto Rico, coinciden con su
vigoroso despertar a la vida. Es la época en que en el espíritu de Pérez
Bonalde se plantean los problemas del mundo y del hombre, y en la cual se
afirman, emocionalmente, muchas de las ideas que después van a aparecer
en su poesía. Todavía, sin embargo, el poeta no siente el peso tremendo del
destierro. Es necesario volver al país de origen, para un nuevo
reconocimiento apasionado y certero.
El padre recibe buenas noticias de la patria. Da la impresión de que las
cosas de la vida pública retornan a la normalidad. Inclusive, las
perspectivas económicas parecen mejorar. Halagado por estas
informaciones, J. A. Pérez Bonalde, el padre, decide emprender el regreso.
Así el grupo familiar retorna a la patria. Todos creen llegado el momento
de asentarse definitivamente en suelo propio, sin pensar en un nuevo
exilio.
Aquí comienza otra gran experiencia para el joven Pérez Bonalde.
Ávido de emociones arriba al puerto de La Guaira. Y entre las calurosas
manifestaciones de los familiares y amigos que han bajado a recibir el
grupo de desterrados, aquel joven altivo y desenvuelto, arrogante y
vigoroso, ha dejado oír estas palabras:
—Me siento conmovido al pisar suelo venezolano. Suelo por el que he
suspirado tantas veces y al que quiero empezar a conocer de nuevo. ¡Les
digo que esta patria es la mejor pasión de mi vida!
Esto sucede en el año de 1868, durante el efímero gobierno de la
llamada revolución de «los azules». El espíritu fogoso de Pérez Bonalde,
una de las características de su temperamento, va a manifestarse
enseguida. Como al padre, lo llama poderosamente la política, la pugna de
ideas, el debate doctrinario, la defensa de los principios humanos y
sociales. Tiene apenas 22 años y ya se le ve interviniendo en actividades y
campañas públicas.
Cuando el líder militar zuliano, general Venancio Pulgar, se
insubordina y declara la independencia del Estado Zulia, se realiza una
gran manifestación popular de adhesión al entonces Encargado de la
Presidencia de la República, general José Ruperto Monagas, exigiendo el
castigo del insurrecto. En esa manifestación tomó parte activa Pérez
Bonalde, pronunciando por primera vez un elocuente discurso. Lo
acompañaron en ese acto el poeta Elías Calixto Pompa y el Licenciado
Miguel Carmona.
Pero su actividad en el campo político va a ser, en verdad, sumamente
breve. Sin embargo, dejará hondas huellas en su espíritu. Y servirá,
además, para crearle enemistades que jamás logrará borrar.
No estaba el país, entonces, apto para la controversia pública, fecunda,
de los partidos políticos. Y al idealista que en él se manifestaba, con sus
anhelos de paz y tranquilidad colectivas, de libertad y progreso, de
estabilidad política y de orden social verdadero, se oponía la realidad
turbulenta de la patria.
Era el poeta, en ese tiempo, de temperamento combativo y fogoso, de
gran voluntad en lo que hacía, tenaz y empeñoso. Defendía principios
nobles. Su cultura y su amplio conocimiento de los complejos problemas
sociales y políticos de la época, le dictaban su posición polémica. No creía
en la violencia como solución de los problemas venezolanos; la rechazaba,
en nombre de su pacifismo, como principio político y de gobierno. Era un
patriota integral, un espíritu resuelto y viril, que no encajaba en el medio
social y político de aquella Venezuela de los años del 68 al 70, del siglo
pasado. Predicaba la libertad de conciencia; combatía la dictadura;
concebía al liberalismo como una fuerza política fecunda. Sus ideas, por lo
tanto, chocaban con la realidad, en donde se manifestaban otras prácticas
menos doctrinarias, y al par menos humanas y socialmente útiles.
Era, como se ve, joven e iluso. Su prédica, cumplida a través de
variados trabajos periodísticos que por la época emprende, va a caer en el
vacío. Y no por falta de solidez, de seguridad en lo que hacía. Sino porque
los espíritus de los venezolanos no estaban dispuestos a oír esas voces de
concordia, esas invitaciones a la reconstrucción feliz de la patria. Es que
aquí, también, se manifiesta ese constante signo de incomprendido o de
inadaptado que lo acompaña durante toda su vida.
LA MUERTE DEL PADRE
La fiebre por crear se apodera de Pérez Bonalde a medida que avanzan los
años de su permanencia en Nueva York. Es su etapa más fecunda. Cuando
no escribe su propia poesía, se dedica con verdadero entusiasmo a traducir
aquellos poemas de autores extranjeros, en cuyas obras encuentra como un
eco de su sensibilidad y de sus preferencias líricas.
En ello siente gozo y deleite indecibles, tal como si creara
directamente. Poseía el raro don de poder traducir, sin traicionar las ideas
y sentimientos de los autores extranjeros. Y en esa labor pone un empeño
y un tesón verdaderamente admirables. Se dice que gastó ocho años justos
en componer y recomponer la traducción del «Intermezzo Lírico», de
Heine, antes de decidirse a publicarlo. La prisa no corría. Estaba seguro —
y así lo deja dicho en el prólogo de la primera edición del «Cancionero»
del mismo Heine— que una buena traducción, podía llegar a valer tanto
como la propia obra original. El tiempo, en lo que a él respecta, se ha
encargado de darle la razón.
Ésta es la época en que realiza, también, sus más importantes viajes
alrededor del mundo. A su conocimiento de América —el continente y las
Antillas—, agrega ahora la maravilla de extraños y distantes pueblos. Ya a
Europa y conoce sus principales países; viaja por el norte de África; llega
hasta el Asia. Conoce a China, a Rusia y a los países escandinavos. Del
regreso del viaje Rusia, el barco que lo trae naufraga en un «fiord»
noruego. Allí aprendió el idioma nativo durante el tiempo que tardó en
pasar otro buque con rumbo a Nueva York. Más tarde un amigo,
ponderando su don de lenguas, va a decir que realizó ese aprendizaje
«mientras se le secaba la ropa».
Hay noches en Nueva York, entre uno y otro de esos extensos viajes,
que invita a sus compañeros de tertulia y a sus amigos norteamericanos a
su modesto apartamento. Allí, algunas veces da pruebas de sus magníficas
disposiciones atléticas, midiéndose con notables esgrimistas de la ciudad,
pues su cuerpo vigoroso lo llamaba continuamente a la práctica deportiva
y el uso de las armas era, en este aspecto, una de sus actividades favoritas.
Otras veces lee sus nuevas poesías, entre otras aquellas extraordinarias
versiones de los poemas del «Cancionero», de Heine, que por entonces
atrae su apasionado culto por el ejercicio de las traducciones. Sin
embargo, lo que más entusiasma a sus amigos son las extraordinarias
aventuras que relata de sus lejanos viajes, muchas de ellas fruto exclusivo
de su imaginación tan viva, pero llenas todas de aquella gracia y encanto
singular que el poeta, como buen conversador, sabía imprimir a su charla.
Un rudo golpe, que empañará por algún tiempo su intensa actividad
creadora, alejándolo hasta del grupo de sus amigos, lo recibe con la noticia
de la muerte de la madre en Caracas. Fue una mañana de marzo, fría,
cruzada por espesa niebla —«que helaba los espacios y las almas», como
él mismo escribe—, cuando recibió la noticia dolorosa. Jamás podrá
borrar de su corazón esa profunda pena. Y ni aún en sus largas andanzas
alrededor del mundo, como en un intento de evasión, se escapará de su
mente el recuerdo de aquellas tristes circunstancias. Así de firmes y
hondas eran las raíces de su amor filial.
Estos años que pasa en Nueva York los recordará siempre, porque ellos
fueron los de una doble vida apresurada y vehemente. Así se lo impuso el
ritmo de la gran metrópoli norteamericana. El hombre práctico, que debía
atender al oficio del comercio, como agente de aquella fábrica de
perfumes, productos de tocador y medicinas, evidentemente respaldaba al
idealista que llevaba dentro, al hombre de los versos, al poeta. Aquella
persona que redactaba propagandas, componía un almanaque cada año y
visitaba los clientes de la casa para colocar sus productos, era el mismo
que en el retiro de su apartamento desahogaba los impulsos de su pecho
romántico en versos de sentida inspiración o dedicaba su tiempo a labrar
hasta el cansancio las versiones de la poesía de Heine y de los otros
autores extranjeros de su predilección. Son años de notable y fecunda
actividad. Y a su oficio comercial volverá una y otra vez, porque él le
permite completar su personalidad de artista. Aparte de que su mismo
trabajo va a abrirle las extraordinarias perspectivas de sus viajes al
exterior, que tanto aportaron a su poesía.
Por eso, el conocido vendedor de perfumes y jabones, que en el día se
paseaba con una abultada cartera de muestras y prospectos comerciales
era, también, el fino poeta que en el Salón «Theiss», aquella especie de
café literario y musical, iba a leer en las noches sus poesías y sus
traducciones. Era un pasar, de tal manera, del oficio o de la profesión de
donde devengaba el sustento, al ejercicio fecundo de la vocación integral
de su vida.
Entre las amistades que cultiva con más afecto están los esposos
norteamericanos Rosina y Caídos Brody. A ellos dedicará un hermoso
poema de su libro «Ritmos», en un noble gesto de gratitud y cariño, que
sirve para poner de relieve uno de los rasgos significativos de su carácter.
De 1870, fecha de su llegada a Estados Unidos, a 1876, comprende esta
etapa de agitada vida y de creación. Un año más tarde, en 1877, se
dedicará a publicar sus primeros volúmenes de versos. En esta
circunstancia influyen poderosamente las opiniones de sus amigos, en
particular la de José Martí. Martí, uno de los más puntuales en la
asistencia a las reuniones del Salón «Theiss», ha oído de los propios labios
del poeta la mayoría de sus más característicos poemas y traducciones. Es
quizás quien demuestra más viva comprensión por la obra de Pérez
Bonalde. Una noche, al terminar de recitar uno de aquellos hermosos
poemas, entre el general asentimiento de los demás amigos, Martí, sin
poder contenerse, ha exclamado:
—¡He aquí una lira que vibra!, ¡he aquí un poeta que se palpa el
corazón, que lucha con la mano vuelta al cielo, y pone a los aires vivos la
arrogante frente!
Y luego, dirigiéndose a Pérez Bonalde:
—Usted no debe esperar más tiempo para publicar su poesía.
Y el poeta, entre emocionado y halagado por aquellas sinceras
palabras, responde:
—¡Ante ustedes prometo que no pasará un año más sin entregar a la
imprenta mis primeros libros!
Así aparecen su traducción del «Intermezzo Lírico» de Heme, y su
primer libro original, «Estrofas». Sus dotes de traductor y de poeta, quiso
manifestarlas de una sola vez.
EL VIAJERO INFATIGABLE
Los años andariegos de Pérez Bonalde sirven para determinar una de las
características más destacadas de su personalidad: la del viajero
infatigable. Como quien cumple un destino que no puede evadirse, se le ve
recorrer los más distantes y extraños países del inundo. Primero es Puerto
Rico, después Norteamérica. Conoce las islas del Mar Caribe. Visita al
Brasil y se interna hasta el Amazonas. Viaja más tarde a Europa. Penetra
en el continente africano en una época calurosa y brillante: allí lo atrae la
caza, la aventura de la selva. Otro día pisa suelo en los pueblos del Asia,
para entonces un tanto alejados de la civilización occidental y un poco
misteriosos. Los países escandinavos ya habían pasado ante sus ojos. Y
recordaba aquella extraña aventura de su naufragio en las costas noruegas,
al regreso de su viaje a Rusia, en una noche de tormenta.
Su facilidad para el aprendizaje de las lenguas es un arma diestramente
manejada para penetrar en el conocimiento de los distintos pueblos que
visita. Es admirable su capacidad para hablar y escribir a la perfección un
idioma cualquiera a poco tiempo de proponérselo. Hay gentes dotadas de
una rara disposición para el aprendizaje de lenguas extrañas. Pérez
Bonalde fue uno de ellos. Y ese don especial le permitió no sólo
desempeñarse frente a las necesidades que el ejercicio de su profesión de
agente de comercio le imponía en el extranjero, sino, sobre todo, de
abrevar en las fuentes vivas de las culturas ajenas, con lo que adquiere un
vasto caudal de conocimientos que iba a poner al servicio de su lirismo.
Su espíritu crece en perspectiva cosmopolita. La propia sensibilidad,
abierta a las experiencias que la vida le procura le hace comprender las
variadas culturas con que enriquece su espíritu. Y no es sólo la poesía, la
literatura en general, lo que atrae su emoción de artista, también la música
y la pintura le ofrecen campo propicio para su pasión creadora. Pérez
Bonalde ha sido uno de los poetas más cultos de nuestra patria. Quizás el
más culto, después de Bello.
El signo viajero de Pérez Bonalde nace en sus propios años de niñez,
como hemos visto, se acentúa en su adolescencia, se afirma en su
madurez. El destierro político que lanza a su familia hacia las playas de
Puerto Rico es el comienzo del largo peregrinaje del poeta por tierras
extrañas. Después la vida le va a imponer esa condición de infatigable
viajero. Pero siempre, en todas partes, suspirará por el retorno a
Venezuela. Sus andanzas de tantos años, esa fiebre que lo lanza a recorrer
tierras y lugares lejanos, hay momentos que le pesan tanto como un fardo
insostenible. ¡Cuántas veces no ha soñado reconstruir su vida, deshecha
por la continua mudanza, en el acogedor sosiego de una casa caraqueña o
cerca de la luz brillante y el suave vaivén de las olas que bañan las costas
de su patria!
Ese anhelo permanente, esa esperanza jamás cumplida, es como una
brasa que muerde, profunda, las raíces de su espíritu. De esa circunstancia
arranca el dolor que preside su destino de venezolano errante y
desarraigado. Y de ahí mismo brota, también, la ráfaga quejumbrosa que
hallamos en su poesía, las imprecaciones rotundas de algunos de sus
versos, el acento doloroso que recogemos en muchos de sus poemas.
EL ÁVILA DESDE LEJOS
En sus últimos días Pérez Bonalde seguía aún pensando en la poesía. Era
su único refugio. En las mañanas brillantes del Litoral, o en las tardes de
tenue resplandor, repetía las mejores estrofas de sus poemas y
traducciones: «Vuelta a la Patria», «Flor», «El Poema del Niágara», los
versos del «Cancionero», de Heine, «El Cuervo», de Poe. Y todavía
intentaba escribir y traducir.
Entre sus proyectos de ese tiempo estaba el de verter al castellano el
poema «Las Campanas», del mismo Poe. Y muchos atestiguan haberlo
visto y oído, en las altas horas de las calurosas noches guaireñas, recorrer
los desiertos malecones, recitando con voz doliente y triste, los hondos
versos dictados por sus atormentados recuerdos de solitario.
Uno de sus últimos poemas —quizás el último— lo intituló «Hojas
Secas». Es como la despedida, como el adiós definitivo que el poeta daba
al mundo, a la vida. Allí, en rítmicos versos, Pérez Bonalde vuelca todo el
profundo dolor y desconsuelo que extrajo de la existencia. Y ya la muerte,
así, se le presenta como la paz ansiada por su alma:
Ya viene el invierno
callado y glacial,
ya viene la muerte,
ya viene la paz.
El 4 de octubre de 1892, moría, frente a las batientes olas del mar Caribe,
en el vecino pueblo de La Guaira, Juan Antonio Pérez Bonalde. Contaba
para la fecha 46 años de edad.
Murió Pérez Bonalde frente al mar que cantara tantas veces en sus
versos y que tanto se pareció a él en aquel desasosegado viajar por todas
partes.
Allí, en La Guaira, evocando los extraordinarios pasajes de su vida y
su largo peregrinaje aventurero, cesa de latir el corazón del poeta enlutado.
Muere en estado de suma pobreza, auxiliado sólo por las buenas
disposiciones de aquel familiar lejano que reside en La Guaira. La soledad
de los días que preceden a su muerte es sobre todo espiritual. Está roto su
corazón después de tanta fatiga dolorosa; destrozada su alma por las
injusticias y la incomprensión; vencidas las fuerzas pujantes que
alimentaron su vida en los años de su tránsito glorioso como gran poeta,
cuya fama corría por todas partes.
Su entierro fue un acto sencillo y sobrio. La tarde anterior había sido
brumosa y hosca. A lo lejos el mar golpeaba tercamente las playas
desiertas. De la montaña avileña bajaban, con tenue lentitud, semejando un
gran sudario, las frías nieblas que en octubre cubren los alzados montes y
caminos serpenteantes del puerto. Era una tarde fúnebre, grisácea y
cenicienta, que anunciaba la proximidad de la lluvia. En la noche comenzó
a caer el agua, tímida, silenciosa, persistente. A la mañana siguiente el
mar bramaba sorda y oscuramente y sobre las empedradas calles, sobre los
caminos de la tierra del Litoral, la lluvia resonaba, fuerte, como con voz
de soledad y llanto.
Fue entonces cuando de una humilde casa de La Guaira, salió una
oscura urna de pino hacia el viejo cementerio de Macuto. En ella
marchaba hacia su descanso definitivo el desgraciado cuerpo del poeta, en
hombros de rudos pescadores de La Guaira, los mismos, pobres pescadores
que recordara con emoción singular en su glorioso poema «Vuelta a la
Patria».
La singular procesión de pescadores que avanza, en medio de la lluvia
persistente, pone en el ambiente una nota de profunda y doliente tristeza.
La marcha del cortejo fúnebre tiene como único acompañamiento el sordo
repiqueteo del agua sobre la tierra y el cercano rumor de las olas que
vienen a quebrarse sobre las ásperas rocas de la orilla. Como si fuera ésa
la manera en que la naturaleza de su patria —el suelo tantas veces por él
cantado— ofrendara su homenaje de despedida al trágico poeta.
Juan Antonio Pérez Bonalde venía, así, a rendir en suelo patrio la
fatiga de sus 46 años de andanzas, de peregrinaje, de sus hondas tristezas
de exilado, de sus largas vigilias de aventurero inconsolable.
Todavía era un hombre fuerte y joven cuando le llegó la muerte.
Porque sus 46 años no habían podido doblegar la altivez y el vigor de
aquel cuerpo robusto de su mejor época varonil. Pero por dentro parecía
habérsele quebrado la fuerza que sostenía la vida. Los golpes —¡tan duros
y hondos!— que la desgracia continua le había asestado, redujeron, poco a
poco, aquel fuego poderoso que animaba su alma, y ya nada parecía
ayudarle a sobrellevar el peso clamoroso de sus recuerdos desgarrados. La
madre, muerta lejos de sus afectos de hijo, y su Flor, arrebatada en plena
edad de ensueños, cuando en su vida cifraba tantas esperanzas hermosas,
fueron los dos últimos y terribles acontecimientos de su dramática
existencia. Luego de eso: el abandono, el luto, la tristeza, el dolor, la
pobreza y la soledad.
Sobre la pobre tumba recién abierta manos amigas depositan el puñado
de tierra postrera. Humildes flores, flores venezolanas, al fin, rinden el
último homenaje al poeta desaparecido.
HONORES POSTUMOS