Semillas de Nueva Creación. Pistas Bíblicas para Una Vida Ecológicamente Justa
Semillas de Nueva Creación. Pistas Bíblicas para Una Vida Ecológicamente Justa
Semillas de Nueva Creación. Pistas Bíblicas para Una Vida Ecológicamente Justa
«Salgo a caminar por la cintura cósmica del Sur... Piso en la región más vegetal del
viento y de la luz… Sol de Alto Perú, rostro Bolivia estaño y soledad, un verde Brasil,
besa mi Chile cobre y mineral...». Los versos de César Isella y Armando Tejada Gómez
han sonado con vigorosa pasión en la voz de Mercedes Sosa y en millones de voces
latinoamericanas por décadas. Sol, verde, riqueza natural, diversidad: así es nuestra
tierra. O así ansiamos celebrarla. ¡Cómo quisiéramos cantar con el poeta de antaño: «Los
cielos cuentan la gloria de Dios»! Aún hoy, cuando el sol se oculta tras velos de
contaminación, cuando nuestros verdes desaparecen bajo capas de hormigón, cuando
las riquezas naturales son extraídas sin preocupación alguna por su renovación ni por el
impacto de esa explotación sobre quienes habitan en sus cercanías, y cuando cientos de
especies vegetales y animales se encuentran al borde de la extinción. Aún hoy
quisiéramos cantar —«todas las voces todas»— las maravillas de la creación. Como ansía
hacerlo nuestro Creador —el Dios supremamente creativo y sustentador de toda vida—,
quisiéramos mirar a nuestro alrededor y declarar en efusivo canto: «¡Esto es bueno!».
De esto nos hicimos aún más concientes quienes asistimos a la Cuarta Consulta Global
Trienal de la Red Miqueas con el tema «Mayordomía de la creación y cambio climático»,
en Limuru, Kenya, del 13 al 18 de julio de 2009. El pedido concreto que me hicieron los
organizadores fue presentar reflexiones relativas al tema con raíces profundas en el texto
bíblico que sirvieran de complemento al aporte de los expertos ecólogos, biólogos,
científicos y consultores y que dieran sustento para la acción comprometida y el papel
educativo de las personas, ONGs e iglesias participantes.
Fueron sagaces los amigos de la Red Miqueas y su anterior presidente, Steve Bradbury,
al invitarme a trabajar de la mano con mi amigo Zac Niringiye, obispo asistente de la
iglesia anglicana en Kampala, Uganda. Con Zac compartimos estudios de maestría hace
un par de décadas en Wheaton Graduate School —ricos años de ministerio en el mundo
estudiantil mediante la Comunidad Internacional de Estudiantes Evangélicos— y una
profunda amistad nutrida por una pasión compartida por ver evidencias del reino de
Dios y su justicia aquí y ahora. ¡No podía negarme a tal oportunidad! Las charlas que
componen este libro nacen de nuestro estudio personal de la enseñanza bíblica relativa a
la creación, y también de esa pasión común, de esa amistad y de varias horas de diálogo
transcontinental. A la serie de exposiciones bíblicas las acompaña un artículo de mi
padre, C. René Padilla, presentado en la misma Consulta. Allí explora sin tapujos la
lamentable relación entre globalización, degradación ambiental, injusticia y pobreza, e
invita a la confesión. ¡Gracias a Dios porque nos llama a servir, no como estrellas
individuales sino en equipo, como miembros de un cuerpo, con diversos dones,
perspectivas y voces!
Inicia otro día. Otro día de incertidumbre. Temes por tu vida y la de tus seres queridos.
Nunca sabes si te atacarán bandidos en el camino o si las pandillas amenazantes
tomarán el barrio. Las noticias diarias reflejan violencia y muerte. Todos batallan por
lograr mayor seguridad. Así es la vida estos días. Y por ello los habitantes almacenan
provisiones, construyen murallas y les alertan a los hijos que no confíen en nadie.
¿Resulta conocida esta escena? Pues ésta es la historia registrada en Génesis 6: «Al ver
el Señor que la maldad del ser humano en la tierra era muy grande, y que todos sus
pensamientos tendían siempre hacia el mal... » (Gn 6.5).
La violencia reinaba dentro y fuera del corazón humano. La gente, la tierra y hasta los
animales y las plantas sufrían. Pero el narrador afirma que Dios no estaba lejos ni de
vacaciones. Dios vio todo esto. Dios tampoco era indiferente. Su naturaleza de amor y
justicia no le permitía permanecer indiferente y alejado de este cuadro. Dios « ...se
arrepintió de haber hecho al ser humano en la tierra, y le dolió en el corazón» (Gn 6.6).
Dios entró en duelo. El corazón le pesaba de tanto dolor. El daño que estaban
provocando las personas a quienes había colocado en su tierra para que la cuidaran no
expresaba en lo más mínimo el plan de Dios al crear el mundo. En el principio, Dios
había hecho los cielos y la tierra. Dios había visto y celebrado que era bueno. En el
principio, Dios había colmado la tierra con criaturas vivientes, y había celebrado su
diversidad. En el principio, Dios había moldeado de la tierra terrícolas, hombres y
mujeres que gozarían de la intimidad con Dios, del uno con el otro y con el resto de la
creación. Y Dios había dicho «Esto es muy bueno!».
Pero los seres humanos habían arruinado los regalos generosos de Dios. Habían
decidido andar por su propio camino y ya no con Dios en el Jardín. Cuando pusimos
en tela de juicio la bondad de nuestro creador, se destruyó la armonía con Dios.
Cuando escogimos decidir por cuenta propia qué estaba bien y qué estaba mal, la
sospecha, la vergüenza, el dolor, la muerte y la violencia cavaron profundas trincheras
entre los seres humanos. Se hicieron trizas las relaciones humanas. Ya no éramos
capaces de acompañarnos mutuamente. Cuando escogimos creer las mentiras de una
criatura en lugar de ejercer el cuidado responsable del resto de la creación como
mayordomos de la propiedad de Dios, nuestro trabajo se volvió pesado y agobiante. Se
dañó la relación entre la tierra de Dios y el pueblo de Dios. Todos estos vínculos rotos
desfiguraron la imagen de Dios en el ser humano. Cuando quisimos tomar y acumular
egoístamente lo que Dios nos brindaba en forma gratuita, ¡lo perdimos todo!
Al Dios de la vida, de la plenitud y de la abundancia le resultó demasiado doloroso
sobrellevar tanta pérdida, tanto desperdicio, tal devastación. El Dios trino, esa
comunidad amorosa de Padre, Hijo y Espíritu, no podía tolerar la ruptura de la
comunidad. «Entonces dijo: “Voy a borrar de la tierra al ser humano que he creado. Y
haré lo mismo con los animales, los reptiles y las aves del cielo. ¡Me arrepiento de
haberlos creado!”» (Gn 6.7).
Quizá la única salida era comenzar de nuevo, desde cero. Quizá sencillamente Dios
debía descartar todo el asunto como un experimento fallido. La historia podría haber
terminado en Génesis 6.
Lamec eligió el nombre para su hijo. Lo llamó Noé, afirmando: «Este niño nos dará
descanso en nuestra tarea y penosos trabajos, en esta tierra que maldijo el Señor» (Gn
5.29).
Varias veces repite el narrador: «Y Noé hizo todo según lo que Dios le había
mandado». Se destacaba por su fidelidad. El escritor de Hebreos le atribuye a esa fe su
amor por la justicia y su obediencia a Dios (Heb 11.7). Su existencia era una vida en
conexión con Dios y con sus buenos propósitos. Ése es el punto de inflexión de la
historia. Es como si Dios —aun en su justificada ira y decepción— hubiera estado
esperando una excusa para abrazar de nuevo a sus hijos descarriados, para cubrir su
desnudez. Y Noé, imperfecto como tú y yo, pero dispuesto a encarrilar su vida en
obediencia con los propósitos del Dios que da vida, fue la excusa perfecta. Tal como en
el principio, en la época de Noé la creación de un mundo nuevo fue puramente una
iniciativa del Dios soberano y amoroso. Dios simultáneamente declara sentencia y
salvación, destrucción y redención: «He decidido acabar con toda la gente, pues por
causa de ella la tierra está llena de violencia. Así que voy a destruir a la gente junto con
la tierra. Constrúyete un arca de madera resinosa... Pero contigo estableceré mi pacto, y
entrarán en el arca tú y tus hijos, tu esposa y tus nueras. Haz que entre en el arca una
pareja de todos los seres vivientes, es decir, un macho y una hembra de cada especie,
para que sobrevivan contigo...» (Gn 6.13-21).
Las clases por fin terminaron cuando Dios le dijo a Noé que saliera del arca, con
palabras que nos remiten a la historia de la creación, reiterando la intención de Dios
para la humanidad y para todo el orden creado: «Sal del arca junto con tus hijos, tu
esposa y tus nueras. Saca también a todos los seres vivientes que están contigo: las
aves, el ganado y todos los animales que se arrastran por el suelo. ¡Qué sean fecundos!
¡Qué se multipliquen y llenen la tierra!» (Gn 8.16-17)
El pueblo de Dios es responsable por todas las formas de vida en la tierra de Dios.
Responsable, sí, pero descansadamente responsable. Porque los vínculos establecidos
entre los nuevos habitantes de la tierra —tanto humanos como no humanos— forman
parte de una red que incluye otra relación esencial: la relación entre Dios y el orden
creado. Si esa relación no es restaurada, vanos serán los esfuerzos de la humanidad por
cuidar de manera responsable del resto de la creación. A pesar de que este vínculo
también ha sido roto por la violencia y la irresponsabilidad humana, Dios, en su
misericordia, abre la puerta para su renovación. En lo que constituye «la primer
referencia explícita a la concertación de un pacto en el texto bíblico» (Wright:435), ¡el
creador, espontáneamente y por cuenta propia promete humillarse y establecer un
acuerdo vinculante con sus criaturas! Otra vez Dios ofrece comunión con Dios mismo
como un obsequio a ser recibido. «Pero contigo estableceré mi pacto...» (Gn 6.18).
Una vez que Dios da la luz verde para que los habitantes del arca salgan a la tierra
seca, «Dios les habló otra vez a Noé y a sus hijos, y les dijo: “Yo establezco mi pacto con
ustedes, con sus descendientes, y con todos los seres vivientes que están con ustedes, es
decir, con todos los seres vivientes de la tierra que salieron del arca: la aves y los
animales domésticos y salvajes. Éste es mi pacto con ustedes: Nunca más serán
exterminados los seres humanos por un diluvio; nunca más habrá un diluvio que
destruya la tierra”» (Gn 9.8-11).
Luego Dios pinta en el cielo un precioso arco multicolor como señal del pacto entre
Dios y la tierra. Aunque Dios le habla directamente a Noé, quien en su papel sacerdotal
ha construido un altar y ha ofrecido animales en holocausto como agradecimiento a
Dios en nombre de los demás seres humanos y de todos los animales a quienes
aprendió a cuidar, Dios establece el pacto con todos los seres vivos: «Cada vez que
aparezca el arco iris entre las nubes, yo lo veré y me acordaré del pacto que establecí
para siempre con todos los seres vivientes que hay sobre la tierra» (Gn 9.16).
Dios promete ver y recordar. A Noé y a sus descendientes se los llama a que vean y
recuerden. Al pueblo de Dios –en efecto, a la misma tierra de Dios—se le llama a ver y
recordar.
Como familia nos mudamos a Costa Rica hace seis meses. Era el pico de la temporada
de los arco iris. Dos, y a veces tres, arcos multicolores abrazaban el cielo en una
exposición cotidiana de belleza y de la promesa. Somos bien afortunados de estar
alquilando una casa rodeada de árboles y con vistas espectaculares de las montañas
aledañas. Los pájaros nos despiertan con su canto y los atardeceres iluminan el cielo
con tonos violáceos y rosados: declaraciones atrevidas de la gloria de Dios en lo
pequeño y en lo majestuoso. Cuando tomo en cuenta estas cosas, mi corazón canta con
el salmista: «Los cielos cuentan la gloria de Dios, el firmamento proclama la obra de
sus manos» (Sal 19.1).
Nosotros también podemos vivir nuestro propósito creacional, articulado por Dios a
Adán y Eva, y reiterado a Noé, por más sombrío que parezca el panorama. Ésta es una
dimensión intrínseca de nuestra misión mientras vivamos en la tierra de Dios. En
palabras de Wright, «cuidar la creación es de hecho la primera declaración positiva que
se hace acerca de la especie humana; es nuestra misión fundamental en el planeta»
(Wright:436). Los asuntos ecológicos y económicos siempre han sido y siguen siendo
partes integrantes de la misión reconciliadora de Dios y, por lo tanto, del pueblo de
Dios.
Por la gracia de Dios todos seremos reciclados para parecernos a la única imagen fiel y
verdadera de Dios, Jesucristo. Entonces, ya liberados del poder destructor del pecado
humano, nosotros y toda la creación de la cual formamos parte celebraremos
nuevamente porque Dios, nuestro creador, morará plenamente entre nosotros (Ap
21.3).
Bibliografía
Norman Wirzba, «Care for the Plot of God’s Earth given to us» in Rutba, House, ed.
School(s) for Conversion: 12 Marks of a New Monasticism, Cascade Books, Wipf & Stock
Publishers, Eugene, 2005.
Zac Niringiye
Titular en el periódico de Uganda del viernes 10 de julio de 2009: «Más de dos millones
de personas en el norte, este y oeste del Nilo están en riesgo de sufrir o morir de
hambre», anunció la Cruz Roja de Uganda.
«Ayer la agencia afirmó que Kitgum, Katakwi, Bukedea, Kumi, Soroti, Amuria,
Koboko, Adjumani, Nebbi, Arua y zonas de Kibale son las áreas [distritos de la zona
norte y este de Uganda] más golpeadas» (The New Vision,1 Kampala, sábado 11 de julio
de 2009).
El relato de The New Vision continúa: «Ayer Michael Nataka, secretario general de la
Cruz Roja de Uganda, atribuía el hambre a una sequía prolongada, a las plantaciones
fuera de época, a los efectos colaterales de las inundaciones de 2007 que destruyeron
Uganda del Este y a los cambios en los patrones del clima. La siguiente afirmación fue
después de una visita de evaluación a las zonas afectadas. “En algunas zonas donde los
campesinos sembraron tempranamente, los cultivos anduvieron bien. Pero en el mismo
pueblo se pueden encontrar cultivos que se están marchitando porque la gente sembró
tarde”, afirmó Nataka. “La región nunca se recuperó después de las inundaciones, las
cuales afectaron el ciclo de acopio de las semillas. También existe una falta de
información adecuada acerca del clima. La gente se confía de estaciones que han
cambiado desde entonces”».
Hambre de esta magnitud en un país con buena provisión de agua, con abundantes
precipitaciones y tierras arables es una contradicción en sí misma. Nos preguntamos:
¿qué anduvo mal? La respuesta es corta y sencilla: las alteraciones en los patrones
climáticos. En breve: ¡dos millones de personas en Uganda se enfrentan al hambre
como resultado del cambio climático!
Sin embargo, estos temas y estas preguntas son cuestiones divinas, no sólo porque Dios
se preocupa por la humanidad sino también —y principalmente— porque «del Señor
es la tierra y todo cuanto hay en ella, el mundo y cuantos la habitan; porque él la
afirmó sobre los mares, la estableció sobre los ríos» (Sal 24.1-2).
Entonces, cuando nos preguntamos qué anduvo mal, estamos indagando sobre qué
anduvo mal con la propiedad de Dios, sobre la cual él reclama el derecho absoluto. La
narración bíblica comienza con Dios: «Dios, en el principio...» (Gn 1.1). Dios es el único
actor en la escena de la creación. En ese momento él está solo; todo lo demás fue creado
y formado de la nada porque «la tierra era un caos total, las tinieblas cubrían el
abismo» (Gn 1.2). Dios hizo que existiera eso que no era por su mandato: «Que exista...
y llegó a existir» (Gn 1.3); y una y otra vez: «Que exista...» o «Que haya...», «Y así
sucedió» (Gn 1.6-7; 1.9-10; 1.11-12; 1.14-15).
Dios estaba complacido con la calidad de su obra: cada vez «Dios consideró que esto
era bueno» (Gn 1.10, 12, 18, 21, 25). Pero, ¿cómo puede ser que éste no sea el cuadro
que vemos nosotros? ¿Qué anduvo mal? Ciertamente no es con la misma satisfacción
que Dios mira hoy «la tierra y todo cuanto hay en ella». Las alteraciones en los
patrones climáticos y las consecuentes catástrofes en la naturaleza y la vida sólo
pueden traerle tristeza a Dios.
Hay otras preguntas importantes que acompañan la pregunta sobre qué anduvo mal:
¿dónde está Dios? ¿Dios es simplemente un espectador mientras su creación sufre estas
alteraciones y catástrofes? ¿Hay otro relato —aparte de aquél de la devastación—
desde la creación? ¿Hay esperanza? ¿Hay otra historia, la historia de Dios sobre la
redención y la restauración de su creación? ¿Y dónde entramos nosotros en ambas
narraciones, tanto la de la devastación como la de la restauración? ¿Que papel jugamos
nosotros en la restauración del cuadro pintado en el relato de Génesis 1 y 2? Éstas son
las preguntas fundamentales de nuestra ponencia sobre el tema del cambio climático.
El punto de partida bíblico para abordar estas preguntas debe ser la historia misma de
la creación. Sólo podemos dimensionar la gravedad de lo que anduvo mal si
entendemos «lo que era» antes de que anduviera mal. Sin embargo, al volver a ese
relato, nos enfrentamos con el desafío de entender su mensaje. El lenguaje de la
narración de Génesis es extraño para las mentes de quienes vivimos en el siglo 21, en la
selva de cemento de las ciudades modernas. Es peor para las mentes occidentales que,
por más de tres siglos de civilización occidental, hemos estado programados a
desconfiar de la historia. Sin embargo, la historia es el lenguaje más poderoso para
explicar un misterio.
Yo me crié en la zona rural de Uganda y todavía recuerdo estar sentado con mi padre
junto al fogón y pedirle que me explicara los misterios de la vida. Siempre me
contestaba con una historia. De la misma manera, hoy nos volvemos a esa historia que
Moisés le contó a Israel, buscando explicarle al pueblo de Dios el misterio de Dios, de
la naturaleza y de la vida.
La creación: comunidad en Dios y con él
La primera realidad que nos golpea al leer la historia de Génesis, es simplemente esto:
que el cosmos entero le debe su existencia a Dios. De esta manera comienza la historia.
«Dios, en el principio, creó los cielos y la tierra» (Gn 1.1). El principio de todo es Dios
mismo. Dios no sólo está en el principio, él es el principio. El principio mismo se
origina en él. Dios es tanto el origen como el originador de todo. Es Dios quien
establece qué es y qué será, convierte la nada en algo, el desorden en orden y la da
forma a algo sin forma.
Esta verdad es una marca. Es el primer fundamento para el compromiso cristiano con
cuestiones relacionadas con el cambio climático. Es la primera premisa sobre la cual
basamos la acción cristiana para la conservación de la naturaleza y el ambiente.
Diferencia a quienes se aferran a una fe en Dios de quienes, de la misma manera, son
apasionados por el cuidado de la naturaleza y el ambiente pero no creen que fue hecho.
Tristemente, y hablando en términos generales, los cristianos y la iglesia cristiana —
especialmente el ala evangélica— se han demorado en formar parte del movimiento
por el cuidado del ambiente. Esto debería avergonzarnos. Sin embargo, dejando a un
lado la vergüenza, me pregunto si no debemos indagar acerca de las bases mismas que
han nutrido nuestra fe. Por un lado, podemos creer tanto en el creador que damos por
sentada su creación, lo cual es absurdo. Un punto ciego del cristianismo evangélico es
haber descuidado la centralidad y el significado de los relatos de la creación de Génesis
para entender a Dios, su reino y sus propósitos hoy. Por otro lado, como los israelitas
de antaño, hemos reducido a Dios simplemente a una deidad étnica o provincial, cuyas
preocupaciones son sólo «evangélicas» y nada más. Sencillamente hemos reducido el
evangelio a la salvación de la humanidad y hemos dejado a un lado el hecho de que él,
que salva la humanidad, es quien creó los cielos y la tierra y también tiene un
propósito para ellos.
Debemos prestar atención al llamado del profeta Isaías, para pensar en Dios y ser
confrontados por él, quien «reina sobre la bóveda de la tierra, cuyos habitantes son
como langostas. Él extiende los cielos como un toldo, y los despliega como carpa para
ser habitada» (Is 40.22). Al levantar nuestros ojos para contemplar la maravilla y la
majestuosidad —y aún la devastación— de la naturaleza, debemos inclinarnos ante «el
que ordena la multitud de estrellas una por una, y llama a cada una por su nombre. ¡Es
tan grande su poder, y tan poderosa su fuerza, que no falta ninguna de ellas!» (Is
40.26).
En tercer lugar, Dios se siente satisfecho con la calidad de su obra, ya que cada vez vio
«consideró que esto era bueno» (Gn 1.10, 12, 18, 21, 25). El proceso y el producto le
dieron gloria al creador, alegría y satisfacción en sí mismo. Sin lugar a dudas, el clímax
de la gloria está en la creación del ser humano, hecho a imagen de Dios, reflejando la
gloria de Dios de manera que ningún otro ser lo había hecho antes. No es ninguna
sorpresa que, con la creación del ser humano, «Dios miró todo lo que había hecho, y
consideró que era muy bueno» (Gn 1.31). Había una armonía total, y eso era
satisfactorio a sus ojos. Misión cumplida: ¡logró su satisfacción y gloria! Totalmente
satisfecho, Dios —que no necesita descanso ya que no se cansa como el ser humano—
«descansó de toda su obra creadora» (Gn 2.3).
Debemos notar que Dios no se siente satisfecho a la distancia. Él está presente con lo
que creó. No es simplemente que él está presente durante la creación sino más bien que
la creación está presente en él. Ésta es la esencia del jardín del Edén: un cuadro que
muestra la intención de Dios para la vida, de armonía total de la creación en Dios, la
comunidad en Dios. El jardín no es todo el cuadro sino una representación donde se
expone la esencia del todo. Es un cuadro de la tierra, donde la vida y la comunidad
prosperan como lo ordenó Dios; una representación de la armonía, el crecimiento y la
reproducción (Gn 2.4-14). En el jardín vemos el papel de quien es el portador de la
imagen de Dios.
Notemos también que, mientras las demás criaturas fueron creadas «según su especie»
(Gn 1.21, 24, 25), el ser humano es hecho «a nuestra imagen y semejanza» (Gn 1.26). El
ser humano es elegido entre toda la creación como único en cuanto a la relación con
Dios: «Y Dios creó al ser humano a su imagen; lo creó a imagen de Dios. Hombre y
mujer los creó» (Gn 1.27). El ser humano tenía algo del ser divino. En la narración de
Génesis 2 queda reflejada la singularidad de la creación del ser humano. Atkinson ha
notado que, en el acto de la creación del ser humano, hasta a Dios se le da un nombre
más profundo e íntimo: en el capítulo 1 es Dios; en el versículo 2.4b es «Dios el Señor»,
donde «Señor» representa el nombre del Dios del pacto: Yaveh. Nuestro foco ya no es
la perspectiva cósmica de quien hizo las estrellas. Es la intimidad de la comunión con
quien llama al ser humano por su nombre.2
Y como continúa el relato, Dios «sopló en su nariz hálito de vida» (Gn 2.7). Esto no es
simplemente una relación de entidades separadas sino más bien una relación de tipo
genético. En lenguaje común podríamos decir que el ser humano lleva un poco de los
«genes del Dios-comunidad». El ser humano, a diferencia de otros seres, disfrutó de
una relación en la cual había comunicación. El «ser humano» se comunica con el «ser
Dios» debido a un «ser» compartido en comunidad. La comunidad es la realidad social
—la entidad— creada por la comunión. Y como el ser divino es en comunidad, sólo «en
comunidad» el ser-humano puede parecerse a Dios. El ser humano no es completo
hasta que haya «otro». El hecho de que Dios reconoce que «no es bueno que el hombre
esté solo» (Gn 12.18) implica el estado incompleto del ser humano en ese momento de
la obra de la creación. Con razón, sólo cuando hay hombre y mujer, se celebra el hecho
de «ser»: «[El hombre] exclamó: “Ésta sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Se
llamará ‘mujer’ porque del hombre fue sacada”» (Gn 2.23).
La identidad del ser humano se da en comunidad. John Mbiti, uno de los teólogos
pioneros de África, expresó muy bien esta verdad. Al reflexionar sobre la importancia
del tema de la comunidad para definir la identidad humana en las sociedades africanas
originarias, Mbite afirma que, para los africanos, la identidad humana se sintetiza en el
axioma: «Yo soy porque somos; y ya que somos, por lo tanto yo soy».3 El ser-humano es
en comunidad de la misma manera que el ser-Dios es en comunidad.
2 David Atkinson, The Message of Genesis 1-11, Inter-Varsity Press, Leicester, 1990, p. 54.
3 John Mbiti, African Traditional Religions and Philosophy, Heineman, Londres, 1969, pp. 108-109.
otra manera. Es el cuadro del jardín que plantó Dios, después de lo cual «Dios el Señor
tomó al hombre y lo puso en el jardín del Edén para que lo cultivara y lo cuidara» (Gn
2.15). La obra creadora de Dios debía continuar en sociedad con el ser humano, ahora
como co-obrero, explotando todo su potencial y cuidando de él. Dios se dirige al ser
humano en forma personal y dice «sean fructíferos...», lo cual da por sentado la
posibilidad de reaccionar o responder. Una respuesta trae aparejada una elección. Una
elección es posible donde hay libertad. La elección es el ejercicio de la responsabilidad
de la libertad. «Dios el Señor hizo que creciera toda clase de árboles hermosos, los
cuales daban frutos buenos y apetecibles», pero también le pone límites al ser humano:
«Dios el Señor... le dio este mandato: “Puedes comer de todos los árboles del jardín,
pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no deberás comer. El día que de él
comas, ciertamente morirás”» (Gn 2.15-17).
La analogía de la relación de los padres con sus hijos podría derramar más luz sobre la
naturaleza de la relación entre Dios-comunidad y el ser humano. En primer lugar, la
semejanza se da a nivel biológico: los hijos llevan algunos genes de sus padres. Esto es
un hecho, de la misma manera se da en el ser humano la semejanza a Dios. Pero si los
hijos, una vez adultos, adoptan los valores y la manera de ser de sus padres, ya es
cuestión de su elección. Si los hijos eligen valores que se contraponen a los modos y las
costumbres de sus padres, no dejarán de ser sus hijos, pero se resentirá la relación.
El jardín del Edén es el lugar donde el ser humano debe ejercer esta responsabilidad.
Es la arena donde se experimenta la comunión entre Dios, su creación y la humanidad.
En ese jardín, «Dios el Señor formó... toda ave del cielo y todo animal del campo, y se
los llevó al hombre para ver qué nombre les pondría. El hombre les puso nombre a
todos los seres vivos, y con ese nombre se les conoce» (Gn 2. 19). La acción de «poner
nombre» es el ejercicio de co-crear; también establece una relación de dominio o
posesión. El jardín era el lugar donde el ser humano debía ejercer la mayordomía. Así,
la tierra es el lugar no sólo donde prospera la relación del ser humano con Dios;
también es el lugar donde prospera la relación con el resto de la creación. El jardín del
Edén es el cuadro donde queda plasmada la idea de Dios con respecto a la comunidad:
el ser humano en unión con Dios; la comunión de la creación en Dios; la armonía, la
comunión y la celebración de la creación en comunidad; y el ser humano cumpliendo
su raison d´etre: un mayordomo, trabajando por el jardín y cuidando de él.
La devastación que sufren los campesinos de Uganda como resultado del impacto del
cambio climático no se da únicamente en África. Uno puede escribir acerca de los ríos
de Asia que crecen y producen inundaciones, devastando así poblados y comunidades
enteras; o de los huracanes en América, cuya venganza actual no tiene paralelo en la
historia; o los glaciares que se derriten en el Ártico y en la Antártida. Uno podría
esperar que con esto toda la raza humana se despertaría y así se daría cuenta del hecho
de que vivimos en un único jardín y gracias a él, y que el mandato de «cultivarlo y
cuidarlo» es para toda la humanidad. No es que algunos lo trabajan, explotan todo su
potencial y maximizan el consumo, mientras que otros lo cuidan, preservando los
mamíferos, las aves, los reptiles, los peces y los anfibios, como también sus hábitats: las
aguas, la fauna y la flora. La historia del jardín del Edén nos recuerda a todos que el
jardín actual no es lo que debería ser.
Pero el cuadro que se pinta del jardín del Edén también nos deja con la expectativa y la
esperanza de algo parecido. ¿No es ésta la visión del reinado mesiánico que proclamó
el profeta Isaías?: «El Espíritu del Señor reposará sobre él: espíritu de sabiduría y de
entendimiento, espíritu de consejo y de poder, espíritu de conocimiento y de temor del
Señor. Él se deleitará en el temor del Señor» (Is 11.2). Bajo su reinado justo, «El lobo
vivirá con el cordero, el leopardo se echará con el cabrito y juntos andarán el ternero y
el cachorro de león, y un niño pequeño los guiará. La vaca pastará con la osa, sus crías
se echarán juntas, y el león comerá paja como el buey. Jugará el niño de pecho junto a
la cueva de la cobra, y el recién destetado meterá la mano en el nido de la víbora. No
harán ningún daño ni estrago en todo mi monte santo, porque rebosará la tierra con el
conocimiento del Señor como rebosa el mar con las aguas (Is 11.6-9).
El profeta es claro en cuanto a que únicamente Dios hará de esto una realidad, a través
de él sobre quien reposa su Espíritu. Éste es un recordatorio importante para nosotros:
que ningún esfuerzo humano solo podrá restaurar el universo. Es el correctivo
necesario de cualquier esperanza utópica basada en la visión del progreso humano.
También debería servir como correctivo de las perspectivas teológicas del mandato de
mayordomía, que parecen sugerir que la restauración depende de la iniciativa humana.
Es fundamental entender el mandato de la mayordomía en el contexto de Dios-
creación-comunidad. La iniciativa humana —hoy, a igual que en ese momento— debe
ser una acción en respuesta obediente a Dios.
3
Zac Niringiye
Comparemos el cuadro del jardín del Edén y el jardín actual, la Tierra. En aquel
momento Dios lo miró y consideró que era muy bueno: los sistemas de luces y
los ecosistemas; las aguas de la tierra y sus habitantes; la vegetación con su
diversidad y dispersión; los reinos animal y vegetal; y la humanidad. Todos en
armonía. La creación-comunidad en Dios. Todo era del agrado de Dios.
¿Qué ve Dios hoy? Si lo que ve Dios es lo mismo que vemos nosotros (¡y
seguramente él debe ver más!) es un jardín hecho un desastre, dañado y
alterado. En lugar de armonía y comunión, hay enajenamiento, hostilidad y
rivalidad; en lugar de crecimiento sano y reproducción, hay degradación de la
vegetación, los bosques y los sistemas de agua; en lugar de dignidad humana
caracterizada por la productividad y el cuidado de la creación (trabajo),
comunión y obediencia (adoración al creador), hay pobreza, conflictos y
guerras. Se parece más al caos, el vacío, la oscuridad y las cosas sin forma del
principio. Sólo que ahora no podemos decir que «el Espíritu de Dios va y viene
sobre la superficie de las aguas»; más bien parece que es el espíritu de las
tinieblas y la desesperación que va y viene sobre los cielos del globo,
amenazado por la extinción que resulta del cambio climático. Es verdad que la
humanidad se ha multiplicado y ha llenado la tierra; lo que Dios ve es un
consumo irresponsable, irracional y desenfrenado, que conduce al agotamiento
y la destrucción de los ecosistemas. ¿No escucharon que el progreso en el jardín
actual se mide en una escala de índices de consumo?
¿Qué anduvo mal? ¿Cómo fue que un jardín tan hermoso en donde reinaba la
armonía —verdaderamente un paraíso— se convirtiera en el jardín que
conocemos hoy?
Uno no puede comparar y contrastar los dos jardines —el Edén de aquel tiempo
y la Tierra de hoy— y no quedar asombrado y perplejo. Lo más llamativo es
que muchos en nuestro mundo actual viven como si todo estuviera bien y
consideran que las cosas siempre fueron así. La preocupación de quienes les
golpeó la crisis financiera actual —la minoría de la humanidad— es restablecer
sus fortunas y volver a los elevados índices de consumo de los años pasados.
Mientras tanto, la mayoría de la raza humana, que chapaleó como pudo en la
pobreza durante los años previos a la crisis crediticia, teme que los días post-
crisis serán peores para ellos.
Debe ser esta sensación de perplejidad y asombro la que tuvo Moisés cuando
desempeñó su trabajo como pastor del rebaño de Jetro en Madián. Ya habían
pasado cuarenta años desde que había huido de Egipto temiendo por su vida.
Pero el recuerdo de sus primeros cuarenta años debe haberlo hecho sentir que
fue ayer. Se había criado en la casa del rey de Egipto, el faraón, mientras sus
hermanos de sangre, los israelitas, se lamentaban y sufrían como esclavos bajo
la mano dura de los egipcios. Ocasionalmente debe haberse escapado de las
comodidades del palacio para visitar a sus hermanos hebreos en los campos de
trabajo. Debe haberles preguntado a los ancianos cómo fue que el pueblo de
Dios llegó a estar esclavo. Ellos le deben haber contado la historia de cómo sus
antecesores migraron a Egipto buscando comida y luego «tuvieron muchos
hijos, y a tal grado se multiplicaron que fueron haciéndose más y más
poderosos. El país se fue llenando de ellos» (Éx 1.7).
Y ahora, en las planicies y montañas del desierto de Sinaí, pasa sus días como
«un extranjero en tierra extraña» (Éx 2.22). Me pregunto si, al recordar su vida
en el palacio del faraón y la miseria de los hebreos, sus hermanos de sangre, no
estaba sorprendido y a la vez extrañado por cómo el Dios de sus antepasados
podía permitir que le sucediera esto a su pueblo. ¿Por qué Yaveh no había
cumplido su promesa? Y entonces, justamente envuelto en estos pensamientos,
al pastorear en el monte Horeb, tiene un encuentro con Dios. Moisés debe haber
pensado que era un sueño cuando Dios le anuncia su intención de usarlo como
instrumento para sacar a Israel de la esclavitud en Egipto. ¿Qué anduvo mal?
¿Cómo podía ser esto? Habían pasado cuatrocientos años de esclavitud y
cautiverio para el pueblo hebreo. ¿Dónde estaba este «Dios de Abraham, de
Isaac y de Jacob» (Éx 3.6)? Muchas generaciones habían llegado y pasado, y la
era patriarcal había quedado tan distante en el tiempo que el conocimiento y la
adoración del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob seguramente habían
perdido significado. Así que le pregunta más a Dios: «Supongamos que me
presento ante los israelitas y le digo: “El Dios de sus antepasados me ha
enviado a ustedes”. ¿Qué les respondo si me preguntan: “¿Y cómo se llama?”»
(Éx 3.14). Moisés le estaba preguntado a Dios: ¿Quién eres? ¿Dónde estás?
¿Dónde has estado?
«YO SOY EL QUE SOY —respondió Dios a Moisés—. Y esto es lo que tienes
que decirles a los israelitas: “YO SOY me ha enviada a ustedes”. Además, Dios
le dijo a Moisés: Diles esto a los israelitas: “El SEÑOR, el Dios de sus
antepasados, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, me ha enviado a ustedes.
Éste es mi nombre eterno; éste es mi nombre por todas las generaciones”» (Éx
3.14-15).
La narración de Génesis es la respuesta de Dios a Moisés. Dios fue enfático con
Moisés. Yaveh, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, es el Creador del
universo. Y entonces, Dios le mostró el cuadro del jardín: la armonía, la belleza,
la plenitud y la gloria: una representación de lo que era antes de que anduviera
mal. Y luego, la explicación: el sufrimiento del pueblo hebreo como esclavos en
Egipto tenía sus raíces en lo que anduvo drásticamente mal en el jardín del
Edén.
El ser humano eligió la segunda opción: traspasó los límites de la libertad para
su propia gloria. El perjuicio fue inmediato, como Dios lo había advertido (Gn
2.17). Era muerte en todo el derredor. A pesar de que «se les abrieron los ojos»
(Gn 3.7) y tenían «conocimiento del bien y del mal» (Gn 3.22), también
«tomaron conciencia de su desnudez» (Gn 3.7). La inocencia del ser humano
murió. En lugar de la gloria prometida, fue la vergüenza; y Dios, quien hasta
aquí había sido su morada segura, ya no es segura, porque «cuando el día
comenzó a refrescar, oyeron el hombre y la mujer que Dios andaba recorriendo
el jardín; entonces corrieron a esconderse entre los árboles para que Dios no los
viera» (Gn 3.8). La respuesta del ser humano al llamado de Dios, «¿dónde
estás?”, revela la extensión del perjuicio. Adán contestó: «Escuché que andabas
por el jardín, y tuve miedo porque estoy desnudo. Por eso me escondí» (Gn
3.10) La relación se rompe. Dios se ha convertido en un extraño cuya presencia
infunde temor. El jardín ya no es el lugar donde celebrar la creación-
comunidad; se convierte en un lugar donde esconderse del creador.
La narración del jardín del Edén termina con Dios expulsando al ser humano
del jardín del Edén, con guardas ubicados en la entrada del jardín para evitar
que vuelva a entrar y para «custodiar el camino que lleva al árbol de la vida».
Aunque el juicio en sí mismo es duro y riguroso, es justamente lo que da
esperanza. En primer lugar, el jardín no fue destruido; todavía está allí. En
segundo lugar, Dios no quería que el ser humano viviera para siempre en
estado de rebelión: «no vaya a ser que [el ser humano] extienda su mano y
también tome del fruto del árbol de la vida, y lo coma y viva para siempre» (Gn
3.22). La rebelión del ser humano, la muerte, el daño, la perversión y la fractura
que produjo como consecuencias en la creación-comunidad de Dios no fue la
última palabra.
Continuando con la metáfora del jardín, el cuadro hoy es más complicado. Hay
dos movimientos en acción dentro de la creación-comunidad: uno, como
resultante de la expulsión del jardín del Edén, la vida en el frío y la oscuridad
de la perversión humana; y el otro, que resulta de la acción de Dios en Cristo,
que garantiza el acceso al árbol de la vida: un reflejo de la vida como era en el
jardín del Edén. Y así como en el jardín del Edén el ser humano tenía la libertad
de elegir, de la misma manera es hoy. El ser humano tiene la libertad de elegir a
qué movimiento se unirá: al movimiento de perversión y muerte o al
movimiento del evangelio y la vida eterna.
Hoy es como era entonces. Ahora que hay acceso al árbol de la vida, la
decepción y el engaño del jardín del Edén prohíben el reingreso a la experiencia
de la creación-comunidad como era la intención de Dios. El apóstol Pablo
expuso esto en Romanos 1.18-32. En primer lugar, continúa el mismo juicio
«contra toda impiedad e injusticia de los seres humanos» (Ro 1.18). En segundo
lugar, la «impiedad e injusticia» se manifiesta en la idolatría y la codicia. Pablo
escribe acerca de la idolatría: «A pesar de haber conocido a Dios, no lo
glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se extraviaron en sus
inútiles razonamientos, y se les oscureció su insensato corazón. Aunque
afirmaban ser sabios, se volvieron necios y cambiaron la gloria del Dios
inmortal por imágenes que eran réplicas del hombre mortal, de las aves, de los
cuadrúpedos y de los reptiles» (Ro 1.21-23).
Todos los días pasé por ese lugar camino al colegio en el centro de Buenos Aires, sin
sospechar los horrores que se escondían más allá de los prolijos parques, detrás de las
paredes blancas del imponente edificio. Durante la dictadura militar (1976-1983), casi
5000 personas fueron detenidas ilegalmente y torturadas en la Escuela Superior de
Mecánica de la Armada. Después fueron fusiladas, cremadas, arrojadas vivas desde
aviones al Río de la Plata o enterradas en fosas comunes. Un lugar de muerte. Una tierra
arruinada por la codicia y la violencia humanas.
Similar era para los antiguos israelitas el lugar que sus ancestros habían llamado el valle
de Acor, el valle de la desgracia. Fue allí donde el pecado de Acán, su codicia y engaño,
había amenazado destruir la relación de Dios con su pueblo. Allí Acán y toda su familia
habían sido apedreados a muerte junto con la plata que había robado del Señor (Jos
7.24-26). Un lugar de muerte. Una tierra arruinada por la codicia y la violencia
humanas.
La muerte tiene muchas caras para los sufridos exiliados que recientemente han
regresado a su tierra después de años de cautividad en Babilonia. Se han derrumbado
sus altas expectativas. La tierra demora en dar fruto. Los gobernantes se hacen los
sordos. Los auto-establecidos líderes religiosos sólo se sirven a sí mismos. La opresión
es más mordaz cuando es ejercida por compatriotas. Se tienden mesas para ídolos
paganos mientras los pobres sufren hambre. Las prácticas paganas ahuyentan cualquier
pensamiento sobre el Dios de sus ancestros. Su propia tierra se ve afectada: ahora es un
valle de Acor, un lugar de muerte.
Desde la desolación de este valle de muerte, algunos claman a Dios como registra Isaías
64: «¡Ojalá rasgaras los cielos, y descendieras!» (v. 1).
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La gente señala el impacto devastador de su rebelión sobre la misma tierra que habita:
«Nuestro santo y glorioso templo... ha sido devorado por el fuego. Ha quedado en
ruinas todo lo que más queríamos» (v. 11).
Por último, la gente afirma su dependencia e invoca la gracia de Dios: «A pesar de todo,
Señor, tú eres nuestro Padre; nosotros somos el barro, y tú el alfarero. Todos somos obra
de tu mano. No te enojes demasiado, Señor; no te acuerdes siempre de nuestras
iniquidades. ¡Considera, por favor, que todos somos tu pueblo! (vv. 8-9).
Todos somos obra de tu mano: mujeres y hombres, ancianos y jóvenes, la tierra, el cielo,
el mar y todos los seres vivos. Todos somos obra de tu mano y de ti dependemos. A
todos nos duele y gemimos de dolor cuando nos separamos de ti y los unos de los otros.
¡Por favor, míranos con misericordia!
La respuesta de Dios mediante las palabras del profeta registradas en Isaías 65 no tarda
en llegar: Dios ve y, como en los tiempos de Noé, se aflige por el estado de las cosas.
Dios extiende su mano a todas las personas —incluyendo a quienes se rebelan— todo el
día (vv. 1-2) a causa de las pocas personas fieles que buscan a Dios (vv. 8-10). Gracias a
la intervención misericordiosa de Dios, hay esperanza para los asediados israelitas. Dios
promete restauración y renovación de la misma «tierra de la desgracia»: «Para mi
pueblo que me busca, Sarón será redil de ovejas; el valle de Acor, corral de vacas» (v.
10).
¡La tierra de muerte ahora es capaz de ofrecer descanso y sostener la vida de los
animales y de las personas! Las relaciones destrozadas por el pecado ahora son
remendadas por la mano re-creativa de Dios: «Cualquiera que en el país invoque una
bendición, lo hará por el Dios de la verdad; y cualquiera que jure en esta tierra, lo hará
por el Dios de la verdad. Las angustias del pasado han quedado en el olvido, las he
borrado de mi vista» (v. 16).
Dios, el pueblo de Dios y la tierra de Dios nuevamente están entretejidos con relaciones
justas que transforman radicalmente el panorama social, económico y ecológico. Pero
esto no es simplemente un remiendo, un ensamblaje de las piezas que hay a mano. La
visión del profeta (Is 65.17-25) continúa con una descripción sorprendente de re-
creación absoluta, una transformación que no deja nada sin afectar. El Dios que en un
principio creó el cielo y la tierra, afirma: «Presten atención, que estoy por crear un cielo
nuevo y una tierra nueva. No volverán a mencionarse las cosas pasadas, ni se traerán a la
memoria (v. 17).
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Nunca más
«Nunca más habrá en ella niños que vivan pocos días...»: nunca más mortalidad infantil
debido a enfermedades fácilmente prevenibles y aguas contaminadas.
«...ni ancianos que no completen sus años»: nunca más la muerte prematura ni el
abandono y el desamparo de los ancianos a una vida sin dignidad, como piezas
obsoletas de la maquinaria productiva.
«Ya no construirán casas para que otros las habiten...»: nunca más la expropiación
abusiva, ni familias enteras asentadas precariamente hoy y desalojadas mañana, ni
gente sin techo deambulando por las calles.
«...ni plantarán viñas para que otros coman... mis escogidos disfrutarán de las obras de
sus manos»: nunca más trabajará la gente para alimentar a otros mientras ellos padecen
hambre ni se fatigarán para que hijos de ajenos vivan como reyes. Nunca más será
administrada la tierra por industrias agrícolas que convierten el suelo en un objeto de
consumo y a las granjas locales en antigüedades.
«No trabajarán en vano, ni tendrán hijos para la desgracia...»: nunca más se verá la
gente forzada a trabajar por una limosna, ni en esclavitud, ni criarán a sus hijos sin
esperanza alguna para el futuro.
«El lobo y el cordero pacerán juntos; el león comerá paja como el buey... En todo mi
monte santo no habrá quien haga daño ni destruya»: nunca más la intervención
humana exterminará especies completas en detrimento de la biodiversidad que sostiene
la vida del ecosistema entero.
Un cielo nuevo y una tierra nueva: aquí y ahora, para ser vistos y saboreados, para ser
1 www.nuncamas.org/investig/articulo/nuncamas/nmas0001.htm.
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oídos y gozados por toda la gente. Ésta es la visión esperanzadora que el profeta le
ofrece al pueblo de Israel a su retorno del exilio. Y siglos más tarde, esta misma
esperanza anima a otro pueblo asediado que sufre bajo la sombra opresora de la
hegemonía romana. El apóstol Juan avizora —en medio y más allá de la garra del
imperio que lo tiene prisionero— la vida en un cielo nuevo y una tierra nueva, en una
ciudad nueva y hermosa en la cual no hay lágrimas ni muerte, ni lamento, ni llanto, ni
dolor (Ap 21.1-5). ¡Y es por esto que Dios invita a toda su creación a unírsele en regocijo!
Es obvio, entonces, que el record de los logros humanos no nos conduce más que a ese
callejón sin salida. La pobreza y la injusticia, la degradación ecológica y la extinción
gradual de muchas formas de vida denuncian que el mito del progreso humano no es
más que eso: una ilusión positivista y arrogante sin fundamento alguno en la realidad.
Debemos preguntarnos, entonces: ¿existen motivos para creer en la posibilidad de un
cielo nuevo y una tierra nueva dentro de la historia, sobre este planeta que sirve de
hogar para la humanidad? ¿Dónde está la clave —nos atrevemos a preguntar— para la
plenitud abundante que describen Isaías y Juan?
A los sufridos israelitas Dios les promete: «Antes que me llamen, yo les responderé;
todavía estarán hablando cuando ya los habré escuchado» (Is 65.24).
Dios está cerca y dispuesto a escuchar, a fundir las oraciones de sus criaturas con los
buenos propósitos de Dios. Y la marca más impactante de la nueva ciudad que avizora
Juan es que constituye el lugar de morada de Dios. Dios habita entre su pueblo: «¡Aquí,
entre los seres humanos, está la morada de Dios! Él acampará en medio de ellos, y ellos
serán su pueblo; Dios mismo estará con ellos y será su Dios» (Ap 21.3).
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«Al Señor tu Dios le pertenecen los cielos y lo más alto de los cielos, la tierra y todo lo
que hay en ella», enseña Moisés, según el autor de Deuteronomio (10.14).
«Del Señor es la tierra y todo cuanto hay en ella, el mundo y cuantos lo habitan» (Sal
24.1).
Con magnífico detalle, el Salmo 104 describe la acción del Espíritu de Dios, como
sustentador de la vida de todos los seres vivos: «Si escondes tu rostro, se aterran; si les
quitas el aliento, mueren y vuelven al polvo. Pero si envías tu Espíritu, son creados y así
renuevas la faz de la tierra (29-30).
Nos habíamos preguntado si el cielo nuevo y la tierra nuevas eran posibles, aquí y
ahora. ¿No son sólo promesas para un futuro lejano una vez que este mundo cese de
existir?
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¿Hay esperanza de un cielo nuevo y una tierra nueva aquí y ahora cuando hemos
estado tan empeñados en la destrucción?
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Bibliografía
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Wilson, E.O., The Creation, W. W. Norton and Company, New York – London, 2006.
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Primera escena. La ciudad está sitiada. Ningún cese a la vista. Con el acceso a sus
campos bloqueado, las provisiones se están agotando; así también se va agotando la
esperanza de la gente atrapada dentro de los muros. Ya están gastadas las huecas
promesas de liberación pronunciadas por los falsos profetas. El fin se acerca. Así que
Jeremías, siguiendo las instrucciones de Dios, procede a hacer lo que cualquiera en
su sano juicio haría antes de que todo se esfumara en llamas y las tropas invasoras
ocuparan la ciudad: ¡compra una parcela de tierra! Sí, eso es lo que hace: separa el
dinero, firma la escritura, consigue testigos y cierra el trato. ¿Era tonto?
¿Imprudente? ¿Ingenuamente esperanzado? Jeremías, sin gran alarde, procede a
guardar la escritura en una vasija de barro y, mientras las tropas enemigas derriban
las murallas, públicamente —y sin existir ningún motivo obvio para tener
esperanza— declara: «De nuevo volverán a comprarse casas, campos y viñedos en
esta tierra» (Jer 32).
Segunda escena. Reciben una carta de su casa. Habían sido arrancados de sus
familias, sus casas y su tierra, secuestrados por las tropas de Nabucodonosor. Eran
«dones nadie» en la tierra extranjera de Babilonia, forzados a trabajar para gente
extraña cuyo idioma no comprendían y cuyas costumbres con frecuencia ofendían
su sensibilidad judía. Soñaban con el día en que volverían a casa, a sus parientes y a
su lugar. Imaginen lo atónitos que quedarían al recibir las palabras de Jeremías
(capítulo 29)
«Así dice el Señor Todopoderoso, el Dios de Israel, a todos los que he deportado de
Jerusalén a Babilonia». ¿Dios nos deportó? ¡Esto es obra de Dios! Es increíble.
Estamos acá porque Nabucodonosor es poderoso. Dios no tiene nada que ver con
esto: ¡hace mucho que él se olvidó de nosotros!
Pero la carta continúa: «Construyan casas y habítenlas». Bueno, pero nuestras carpas
están buenas, muchas gracias. ¡No pretendemos quedarnos tanto tiempo! ¡Estamos
contando los meses para volver a casa!
La carta todavía no acaba: «Cásense, y tengan hijos e hijas». Parece que sí estaremos
aquí por un buen tiempo…
«Y casen a sus hijos e hijas, para que a su vez ellos les den nietos». ¡Pero eso significa
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«Multiplíquense allá, y no disminuyan». Está bien; por lo menos eso quiere decir que
Dios quiere que seamos fuertes, como nuestros antepasados en Egipto. De esa
manera nos haremos poderosos y ¡los dejaremos a los babilonios en el polvo, donde
se merecen estar después de tanta opresión!
Pero la palabra de Dios se vuelve aún más desafiante a sus ideas preconcebidas:
«Además, busquen el bienestar de la ciudad adonde los he deportado, y pidan al
Señor por ella...». ¡El bienestar de Babilonia! ¿El bienestar de nuestros enemigos, la
gente que nos está esclavizando? ¿La salud de esta tierra donde nunca escogimos
vivir? ¡Pedir al Señor, orar! ¡Por supuesto! ¡Obviamente pediremos: salir de este
lugar! Es bueno saber que Dios está cerca y escucha nuestras oraciones. ¡Pero
seguramente Dios no puede esperar que roguemos por esta gente!
La frase de cierre los deja sin boquiabiertos: «Porque el bienestar de ustedes depende
del bienestar de la ciudad».
Tanto Jeremías como los israelitas exiliados estaban aprendiendo, como lo había
hecho el Noé de antaño, el ABC de la creación-comunidad. El Dios-comunidad los
había diseñado para vivir en relación con Dios, con su pueblo y con su tierra. Y ellos
necesitaban aprender a valorar esas conexiones vivificantes. Cuando cualquiera de
estas relaciones se rompía, las tres se hacían trizas. En su autosuficiencia e idolatría,
se habían alejado de Dios. Eso, a su vez, los había hecho incapaces de velar
apropiadamente los unos por los otros. Los poderosos entre ellos habían usado la
tierra como propiedad privada para ser explotada en beneficio propio, sin ninguna
consideración por la salud de la tierra ni por la condición de quienes quedaban
privados de ella. Se habían vuelto incapaces de cuidar la tierra de Dios. Dios los
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reuniría otra vez como pueblo en la tierra que les estaba confiando, sólo una vez que
ellos hubieran aprendido nuevamente dónde encajaban en la creación-comunidad.
Ahora, entre las múltiples conversiones necesarias, una de ellas requiere mayor
explicación. ¡Imaginen la reacción de los vecinos de Jeremías cuando compra tierra
en una ciudad que se desmorona! Pongámonos en el lugar de los exiliados israelitas.
Todos se habían acostumbrado a creer que lo que era, era lo que debía ser. Están
atados por la tiranía de un «presentismo» sin esperanza y se han convertido en
conspiradores resignados con la destrucción. Me atrevo a afirmar que el pueblo de
Dios muchas veces vive sujeto a la misma opresión. Los problemas son tan enormes
que perdemos toda esperanza y nos rendimos en desesperación. Pero todo realismo
político y económico que despoja a la gente de la libertad para imaginar otros
escenarios niega el poder de la resurrección de Cristo: simplemente reafirma el status
quo y excluye a mujeres y hombres de la responsabilidad necesaria para un cambio.
Como cristianos, no podemos permitir que nuestra esperanza sea coartada por tal
pesimismo. La historia de la permanente y amorosa participación de Dios con su
creación es fundamento suficiente para la esperanza. Con optimismo sobrio y
atemperado, y por la gracia de Dios, podemos participar en relaciones restauradas
unos con otros y luchar en contra de todo lo que obstaculice esas relaciones, ya sean
oportunidades desiguales, prejuicios raciales, prácticas empresariales injustas,
etnocentrismo, abuso de la creación. La esencia de cualquier esperanza de un mundo
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mejor son las relaciones leales, veraces y de cuidado mutuo. Y éstos son obsequios
de gracia que nos concede el Dios que es comunidad.
Como pueblo de Dios, como los israelitas de antaño, cuando estamos tentados a
permitir que nuestras expectativas del mundo venidero nos hagan indiferentes al
mundo actual, cuando vemos nuestro lugar presente como tan temporario que no
debemos preocuparnos por su bienestar, el Dios-comunidad nos llama a construir
casas y a vivir en ellas. Estamos llamados a un compromiso enraizado. No estamos
simplemente de paso. Por el contrario, estamos llamados a proclamar con voz
enérgica y con un estilo de vida coherente que toda la tierra le pertenece a Dios.
Mi corazón: hogar de Cristo es un libro de Ediciones Certeza Unida que ha sido muy
vendido en diversos idiomas durante décadas. Guiados en un paseo simbólico por
cada habitación de su casa, se los anima a los lectores a presentar y someter cada
rincón de su vida individual a la autoridad de Cristo. El discipulado personal es una
dimensión fundamental de la vida cristiana. Jesús envió a sus seguidores a hacer
discípulos donde fuera que la vida los llevara. Pero no se detuvo allí. «Todo el
poder», dijo, «me es dado en el cielo y en la tierra». A Cristo no sólo le pertenecen
nuestras vidas personales ni tiene autoridad sólo sobre ellas. A Cristo le pertenece
toda la tierra y todo lo que hay en ella. La tierra de Dios es el hogar de Cristo.
Ninguna tierra es mi tierra; ninguna tierra es tu tierra. En todo caso, ninguna tierra le
pertenece a ninguna nación-estado: esas construcciones modernas que la sociedad
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Además, los israelitas exiliados debían aprender que Dios era soberano sobre ellos
no sólo en la tierra de Judá. Como dueño de hasta el último rincón de la tierra, Dios
no está confinado a límites establecidos por los seres humanos: Dios los puede llevar
a otro lugar y reclutarlos para cumplir los buenos propósitos de Dios en esa tierra
extraña y entre aquella «otra» gente, porque esa tierra y aquella gente también le
pertenecen a Dios.
Entonces, ¿qué significa para el pueblo de Dios actual construir casas y habitarlas, y
así proclamar que la tierra es propiedad de Dios? ¿Estamos dispuestos a encarar las
preguntas difíciles con respecto a millones de personas que hoy se ven privadas de
tierra sobre la cual construir casas y vivir: refugiados, inmigrantes, la gente pobre
del campo y de la ciudad? ¿Para quién construimos casas en la economía global
actual? ¿Dónde las construimos? ¿Con qué las construimos? ¿Quién vive en ellas? ¿A
quién le hacemos lugar en nuestras casas, nuestros santuarios íntimos? ¿Podemos
concebir nuevas maneras de ser dueños? Todas éstas son preguntas económicas que
no podemos evitar si deseamos vivir como creación-comunidad que proclama
abiertamente que el mundo entero le pertenece a Dios.
Cuando los israelitas fueron arrastrados al exilio por los babilonios, alejados a la
fuerza de su gente y su lugar, corrían el riesgo de perder un aspecto esencial de su
identidad: su relación con la tierra. Así que pronto se los exhorta a plantar huertos y
comer de su fruto. No sólo porque necesitan sustento. También necesitan afianzar
relaciones restauradas con la tierra de Dios. Creados a imagen del Dios-comunidad,
solamente podemos vivir plenamente nuestra humanidad cuando nos relacionamos
de una manera saludable con nuestro creador, con otros seres humanos y también
con la tierra. Estas tres relaciones están fuertemente ligadas. que Christopher Wright
afirma en su maravilloso libro La misión de Dios que nuestra relación con la tierra es
una medida de la calidad de las otras dos relaciones fundamentales (Wright: 76-79).
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Entonces, ¿qué significará hoy para el pueblo de Dios plantar huertos, comer de su
fruto y, de esta manera, restaurar nuestra relación quebrantada con la tierra de Dios?
¿Cómo nos comprometemos con este aspecto ecológico de la vida en nuestro
planeta? ¿Cómo dejamos de «asesinar la creación», como dice Wendell Berry?
Reforma agrarias, agricultura, seguridad alimentaria, conservación del agua son
todas partes significativas del cuadro. También lo son todos los esfuerzos por
enseñar a los niños de la ciudad que los huevos no crecen en cajas de cartón, ni la
leche en plástico ni las verduras en bandejas. Planten huertos. Y preguntemos:
¿Quién come de su fruto? ¿Quiénes son los más afectados por el monopolio
agroindustrial de la generación de semillas? ¿Qué alternativas estamos fomentando?
Estas preguntas son fundamentales para la restauración de la creación-comunidad.
«Cásense y tengan hijos e hijas»: la familia y la iglesia como suelo fértil para
relaciones convertidas
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Las familias y las comunidades locales de fe son lugares ideales donde las nuevas
generaciones pueden aprender a distinguir entre necesidades y deseos, entre
suficiente y demasiado, antes de que se contagien con la enfermedad del
consumismo que lentamente nos está matando a todos.
El último mandato a los israelitas tenía que ver no sólo con sus familias, sus parcelas
de tierra y sus casas, sino también con el bienestar de toda la ciudad y la tierra con
las cuales estaban entrelazados. La ley de Dios, las normas establecidas para la vida
de su pueblo, fijaba garantías para el bienestar de todas aquellas personas unidas ya
sea por el comercio o la guerra, por migraciones o matrimonio, y para la tierra que
habitaban y que los sostenía. Las condiciones prescritas procuraban asegurar la
subsistencia y la restauración de los más débiles –viudas, huérfanos, extranjeros y
aun criminales. En el año de jubileo, quienes habían sido hechos esclavos debían ser
liberados, y las tierras perdidas debían ser devueltas a su dueño original. De la
misma manera, el séptimo año era sabático, un año de descanso durante el cual los
israelitas no debían sembrar ni cosechar sino permitir que la tierra se recupere. Éstas
eran medidas socio-económicas y ecológicas diseñadas por Dios para garantizar
1 Sider, Ronald, «Voice of The Day» en Sojourners, septiembre 25, 2006.
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relaciones buenas y justas, no sólo entre las personas sino también entre el pueblo de
Dios y la tierra de Dios.
«Así dice el Señor: Cuando a Babilonia se le hayan cumplido los setenta años...»: ¿No
es llamativo? Dios no cuenta los años de los exiliados, sino los años en los cuales la
tierra de Babilonia, el pueblo de Babilonia, contará con la presencia del pueblo de
Dios entre ellos.
«...yo los visitaré; y haré honor a mi promesa a favor de ustedes, y los haré volver a
este lugar»: aquí aparecen la gracia y el amor sobreabundantes de Dios.
«Porque yo sé muy bien los planes que tengo para ustedes —afirma el Señor—,
planes de bienestar...»: ¡planes de bienestar e integridad donde todo se había roto, de
comunidad donde ésta se había desgarrado!
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Señor— y los haré volver del cautiverio. Yo los reuniré de todas las naciones y de
todos los lugares adonde los haya dispersado, y los haré volver al lugar del cual los
deporté, afirma el Señor». Otra vez el tema del exilio, el destierro del jardín, esa
consecuencia natural de la rebeldía humana. ¡Pero Dios anhela traer al pueblo de
Dios de retorno a su hogar!
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Amén.
Bibliografía
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RPDB – July 17
Stiglitz, Joseph E., Making Globalization Work, W.W. Norton & Co., Nueva York, 2006.
Suri, Sanjay, «Free trade enslaving poor countries» en World Prout Assembly:
www.worldproutassembly.org/archives/2007/03/free_trade
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C. René Padilla
Es el caso del «complejo sojero» que incluye al departamento de Anta (al sur de
la provincia de Salta, Argentina), que forma parte del Chaco salteño y ha sido
objeto de un cuidadoso estudio por parte de Chris van Dam (2002). Este
departamento, el segundo más pobre del país (28-29) y ubicado en «el polo de
calor de América del Sur» (39), se constituyó —a partir de los primeros años de
la década de 1990— en una suerte de paradigma de la agricultura a gran escala,
fuertemente dependiente de capitales transnacionales, que hoy caracteriza a
extensos sectores de las zonas rurales en América Latina.
Por otro lado, sin embargo, hay que tomar muy en serio las consecuencias
negativas que tiene esta modernización agrícola tanto en el campo ecológico
como en el social. En efecto, en el campo ecológico la siembra directa requiere la
A esta abusiva expulsión del campo que sufren los campesinos por razones
financieras se añade la dramática reducción de mano de obra que acompaña a
la modernización tecnológica y a la siembra directa,3 lo cual resulta en un
mayor empobrecimiento de los habitantes locales en general, especialmente en
los centros urbanos. Lo que antes hacían los jornaleros, ahora lo hacen las
máquinas. Los pocos obreros especializados requeridos, primordialmente para
la siembra, la fumigación y la trilla, casi siempre vienen de afuera y su
capacitación técnica corre por cuenta de las empresas de agroquímicos y
semillas, o de las cerealeras presentes en la zona: Monsanto, Cargill, Dekalb,
Continental, Pioneer, Zeneca. Sin tierra y sin trabajo, los campesinos en general
se ven forzados a vivir de «changas» o a emigrar a zonas rurales marginales o a
los centros urbanos. Los pocos que logran sobrevivir lo consiguen a costa de
muchos sacrificios, dedicando sus minifundios a la producción agrícola y
ganadera de subsistencia, destinada al consumo propio y al consumo interno,
local o regional.
3En el modelo de producción sojera que está en boga basta una sola persona
para cada 500 hectáreas. Esto redunda en la pérdida de cuatro de cada cinco
puestos de trabajo en el campo.
local. Es posible mediante el control de miles y miles de hectáreas del territorio
nacional dedicadas a un monocultivo que beneficia a los inversores, pero arroja
un saldo ecológico y social completamente negativo para toda la región.
Perpetúa tanto la degradación ambiental como la injusticia en la distribución de
la tierra y el consecuente empobrecimiento de las mayorías.
Cabe anotar que lo que sucede con el boom sojero en el Chaco salteño también
sucede en dondequiera que se dedica la tierra a la agricultura comercial y la
agroindustria, con el proceso productivo bajo el control de grandes intereses
económicos. Desaparece el cuidado de los recursos naturales —incluyendo la
tierra— y la biodiversidad, y desaparece a la vez el sentido de solidaridad
humana. Lo único que interesa es la maximización de la ganancia a corto plazo.
Lo que sucede en la vida real, como hemos visto en el caso del boom sojero en el
Chaco salteño, demuestra que este fundamentalismo del mercado favorece a los
que tienen de su lado el poder del dinero y reduce a la pobreza a los que no lo
tienen. La «economía enclave» no incluye en su agenda el bien común, no se
conduce de acuerdo con principios éticos que tienen que ver con las relaciones
de los seres humanos entre sí o con el ecosistema. Es la economía en la cual,
como afirma George Soros (1999:77), «la gestión del dinero requiere una
dedicación inquebrantable a la causa de ganar dinero, y todas las demás
consideraciones deben subordinarse a ella».
El cuadro se complica si se toma en cuenta que, por detrás del conflicto, hay
actores invisibles. Por un lado, las compañías exportadoras de granos, como
Cargill,4 Monsanto,5 Syngenta, Bayer, YPF Fertilizantes y Nidera, que son las
que tienen que pagar las retenciones para luego descontarlas del precio que
pagan a los grandes productores. Por otro lado, los medios periodísticos,
especialmente La Nación y Clarín, socios sojeros en Expoagro.6 ¿Cabe
sorprenderse de que la cobertura que estos medios han hecho del «paro
agropecuario», lejos de reflejar la realidad con responsabilidad ética periodística
—como corresponde—, se reduzca a una construcción informativa que favorece
sin reparos a los empresarios del agro y proyecta una imagen totalmente
negativa de las medidas gubernamentales relativas a las retenciones? 7
El presente conflicto de los empresarios del agro con el Gobierno plantea con
mucha fuerza el interrogante sobre el papel del Estado en las relaciones
económicas. Quienes pretenden que éstas sean regidas por el mercado no
toman en cuenta lo que George Soros, un millonario exitoso, reconoce: que «el
valor dominante en el sistema capitalista global es la búsqueda de dinero» (145)
y que, en una democracia, los políticos no existen para ponerse al servicio de los
grandes intereses económicos sino, por el contrario, «deben ser receptivos a las
demandas populares» (270), es decir, a las demandas de las grandes mayorías.
Si el gobierno, cualquiera que sea, no cumple ese papel, los peces grandes se
devoran a los chicos y las demandas populares son desoídas permanentemente.
La premisa fundamental de esta oración es que el Dios de Israel —el Padre del
Señor Jesucristo, para los cristianos— ama la justicia y exige que las relaciones
humanas sean regidas por la justicia. No es de sorprenderse, por lo tanto, que
en los escritos bíblicos la justicia ocupe un lugar preponderante. Tanto es así
que las principales palabras griegas para justicia (mishpat y sedeqah) en el
Antiguo Testamento y griegas (dikaiosune y krisis) en el Nuevo Testamento
aparecen más de 1.000 veces. Se da por sentado que la justicia es inherente tanto
al carácter como a la acción de Dios. Consecuentemente, dondequiera que el
fuerte abusa de su poder —sea éste político o económico, cultural o religioso,
social o racial— no sólo comete una injusticia contra el débil sino que viola la
voluntad de Dios para la vida humana. En cualquier situación de injusticia,
Dios se pone del lado de las víctimas y en contra de sus opresores, del lado de
los explotados y en contra de sus explotadores. Porque Dios es justo y ama la
justicia, él «es refugio de los oprimidos; es su baluarte en momentos de
angustia» y «no se olvidará para siempre del necesitado, ni para siempre se
perderá la esperanza del pobre» (Sal 9.9,18). «El Señor hace justicia y defiende a
todos los oprimidos» (Sal 103.6). Por otro lado, porque él es justo y ama la
justicia, «él aborrece a los aman la violencia» y «hará llover sobre los malvados
ardientes brasas y candente azufre; ¡un viento abrasador será su suerte!» (Sal
11.5-6).
La justicia de Dios tiene que ver con la corrección de toda forma de abuso de
poder, toda distribución económica injusta, toda violación de derechos
humanos presente en la sociedad. La justicia que Dios desea no es sólo la de los
tribunales. Además de ésta, él desea la justicia que busca la corrección de la
injusticia, la que quiere enderezar lo que está torcido. Es justicia correctiva,
reparadora, vindicativa y, en este sentido, parcial. Como tal, provee la base para
la redistribución del poder socioeconómico y político en aras de shalom —
abundancia de vida para todo ser humano—. Da por sentado que todo
miembro de la comunidad —y, por extensión, todo grupo humano y toda
nación en el mundo— tiene el mismo valor que los demás. Consecuentemente,
debe tener igual acceso al poder en sus relaciones con los demás y a los recursos
de la creación de Dios. La justicia tiene una estrecha relación con la misericordia
—la solidaridad mutua— y con la humildad ante Dios, como se ve en Miqueas
6.8, síntesis de la ética del Antiguo Testamento: «¡Ya se te ha declarado lo que es
bueno! Ya se te ha dicho lo que de ti espera el Señor: practicar la justicia, amar
la misericordia y humillarte ante tu Dios».
Sobre esta base bíblica, Dios dispone que en el pueblo de Israel los gobernantes
ejerzan el poder para «hacer justicia a los pobres». En otras palabras, quiere que
lo usen para evitar que los fuertes se aprovechen de los débiles, para asegurar
que haya equidad en la distribución del poder y que todos por igual tengan
acceso a los bienes de la creación de Dios. Y lo que Dios dispone para el pueblo
de Israel como «luz de las naciones» es a la vez lo que él quiere para todas las
naciones de la tierra.
8Alfredo Zaiat, «El test de las retenciones», Página 12, 8 de mayo de 2008. La
aprobación de la medida del Gobierno argentino con respecto a las retenciones
no niega la urgente necesidad de políticas gubernamentales claras en cuanto al
Bibliografía
uso del dinero de las retenciones, de una reforma agraria a fondo y de un plan
de desarrollo económico que beneficie a todos a mediano y a largo plazo.
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2. En el principio, Dios estableció relaciones justas entre todo lo creado. Tanto las mujeres
como los hombres, como portadores de la imagen de Dios, somos llamados a servir y amar
al resto de la creación y somos responsables de rendir cuentas a Dios como mayordomos.
Nuestro cuidado de la creación es un acto de adoración y obediencia a nuestro creador
(Génesis 1.26-30 y 2.15).
4. Sin embargo, Dios permanece fiel (Romanos 8.21). En la encarnación, vida, muerte y
resurrección de Jesucristo, Dios reconcilió todas las cosas consigo mismo (Colosenses 1.19-
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Es posible que con el paso del tiempo la Declaración sobre mayordomía de la creación y cambio
climático, que sintetiza los hallazgos de la Cuarta Consulta Global Trienal de la Red Miqueas
realizada en Kenia del 13 al 18 de julio de 2009, llegue a ser considerada como el documento más
significativo que ha surgido de círculos evangélicos sobre un tema que hasta el momento no había
recibido la atención que merece por parte de un pueblo que confiesa al trino Dios como el Dios de
la creación. Redactado por una comisión internacional que logró organizar la diversa participación
de los grupos de discusión formados por quiénes asistieron a la Consulta, este documento es un
excelente resumen de las preocupaciones ecológicas de una red comprometida plenamente con la
misión integral de Dios, concebida como la proclamación y la demostración del evangelio. La
esperanza es que esta Declaración no sólo se constituya en una agenda para los miembros de la Red
Miqueas sino que, además, incentive a los cristianos y cristianas, en todo lugar, a tomar en serio la
crisis ambiental global producida por «la ignorancia, el descuido, la arrogancia y la codicia»; a
superar la tradicional dicotomía entre la evangelización y la responsabilidad socio-ecológica, y a
comprometerse activamente en la práctica y la promoción del cuidado de la creación de Dios.
Establecida en 1999, la Red Miqueas ha crecido hasta llegar a ser un movimiento mundial de más
de 500 agencias cristianas de servicio, desarrollo y justicia, iglesias e individuos. Cuenta
actualmente con 300 miembros activos y 230 asociados en más de ochenta países. Su objetivo
central es incentivar la práctica de aquello que, según el texto del cual la Red deriva su nombre,
Dios requiere: «Practicar la justicia, amar la misericordia, y humillarte ante tu Dios» (Miqueas 6:8).
C. René Padilla.
20 y Filipenses 2.6-8). Escuchamos el gemido de la creación como con dolores de parto.
Ésta es la promesa que Dios actuará y que él ya está trabajando para renovar todas las
cosas (Romanos 8.22 y Apocalipsis 21.5). Ésta es la esperanza que nos sostiene.
5. Confesamos que hemos pecado. No hemos cuidado de la Tierra con el amor sacrificial y
abnegado de Dios. En vez de esto, hemos explotado, consumido y abusado de ella para
nuestro propio beneficio. Con demasiada frecuencia hemos cedido ante la idolatría de la
codicia (Colosenses 3.5 y Mateo 6.24). Hemos abrazado falsas dicotomías de la teología y
la práctica, separando lo espiritual y lo material, lo eterno y lo temporal, lo celestial y lo
terrenal. En todas estas cosas, no hemos actuado de manera justa con nuestros semejantes
y con la creación, y no hemos honrado a Dios.
8. Nos comprometemos ante Dios, y llamamos a toda la familia de la fe, para dar
testimonio del propósito redentor de Dios para toda su creación. Buscaremos formas
apropiadas de restaurar y construir relaciones justas entre los seres humanos y con el resto
de la creación. Nos esforzaremos por vivir responsablemente, rechazando el consumismo
y la explotación que resulta de él (Mateo 6:24). Enseñaremos y modelaremos la
mayordomía de la creación como parte de la misión integral. Intercederemos ante Dios por
los que más sufren los efectos de la degradación ambiental y el cambio climático, y
actuaremos con justicia y misericordia entre ellos, con ellos y por ellos (Miqueas 6:8).
9. Unimos nuestra voz a la del resto de la sociedad para demandar a los líderes locales,
nacionales y globales que cumplan la responsabilidad que tienen de enfrentar la crisis del
cambio climático y la degradación ambiental, mediante los mecanismos y las convenciones
acordados a nivel intergubernamental, y de asegurar los recursos necesarios para
garantizar un desarrollo sustentable. Sus reuniones como parte del proceso del Convenio
Básico de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático deben producir acuerdos justos,
comprehensivos y adecuados. Los líderes deben apoyar los esfuerzos de las comunidades
locales para adaptarse al cambio climático, y deben actuar para proteger la vida y el
sustento de las personas más vulnerables al impacto de la degradación ambiental y el
cambio climático. Reconocemos que, entre ellos, los más afectados son las mujeres y las
niñas. Hacemos un llamado a los líderes a invertir en el desarrollo de nuevas tecnologías y
fuentes de energía, limpias y sustentables, y a proveer apoyo adecuado para que los
grupos pobres, vulnerables y marginados hagan un uso efectivo de ellas.
10. Ya no hay más tiempo para postergaciones o indiferencia. Trabajaremos con pasión,
persistencia, oración y creatividad para proteger la integridad de toda la creación y legar
un ambiente y un clima seguros para nuestros hijos y los hijos de sus hijos.