Horizonte Moderno Estetica
Horizonte Moderno Estetica
Horizonte Moderno Estetica
época y, sin embargo, no es del todo errado. El mundo moderno aparece dominado por la
nihilidad, por la oscuridad, por la desconfianza en la existencia de un fundamento o, al menos, en
la posibilidad de que la razón humana pueda encontrarlo, es decir, por el temor a la falta de
significado. No es ya un mundo inteligible y luminoso, sino un mundo oscuro y complejo, cuyo
sentido se nos escapa o, más aún, se niega que pueda tener alguno. Sería, tal vez, más exacto no
supeditar la modernidad in toto a tal horizonte, y considerar la renuncia a todo fundamento y la
afirmación de la nada como único sustento una posición extrema, acaso la que parece haber
alcanzado mayor difusión, pero ni la única posible, ni el desenlace necesario de la modernidad. Si
la sensación de malestar y de extravío de nuestra época es real, es también verdad que continúa
vigente el deseo de encontrar un fundamento que sostenga el horizonte de la cultura moderna, si
bien tal fundamento se presenta siempre problemático y cambiante. En opinión de Charles Taylor,
uno de los problemas más graves de la cultura actual es precisamente la ausencia de un
fundamento compartido que dé razón de una pluralidad de bienes, generados en buena medida
por la modernidad, hoy en día universalmente
aceptados.
Es necesario, además, considerar que los diversos ámbitos que constituyen la experiencia de una
época tienen una cierta independencia, pero también una cierta «solidaridad» entre sí. Es posible,
por lo tanto, que en tal experiencia puedan encontrarse en oposición diversos contenidos; el
hebreo y el hereje vivieron durante el Medievo en un mundo cristiano, en el interior del cual eran
heterodoxos. Hoy, en nuestro mundo secularizado, son los cristianos los verdaderos heterodoxos,
quienes mantienen posiciones contrastantes con el sentir general, con el horizonte cultural de
nuestra época; quienes continúan defendiendo el valor de la vida y del ser, la inteligibilidad de lo
real, su fundamento en un primer principio e, incluso, la belleza de la vida y de lo creado, que
tantos pretenden negar.
No es fácil determinar el camino, las decisiones humanas y las vicisitudes históricas que han
conducido a tal horizonte, moldeado lentamente y derivado, en último término, del precedente
horizonte medieval y cristiano. De manera sintética, se puede considerar que las principales
novedades introducidas por la génesis de la modernidad son dos: el gran poder reconocido al
sujeto y la riqueza y profundidad que, al mismo tiempo, se atribuyen a la naturaleza. La dificultad
surge cuando el reconocimiento de tales valores no está suficientemente anclado en un
fundamento, pues tal insuficiencia obliga a proseguir en su búsqueda. Si se renuncia a Dios, a un
primer principio, el motivo último de la dignidad del sujeto o de la perfección de la naturaleza
deviene problemático; siempre se presentará la posibilidad de aducir nuevos motivos, de
continuar buscando otros más convincentes, o de ceder a la tentación de suspender la pregunta
para siempre y renunciar a todo fundamento. «Abandonado Dios –escribe Guardini–, el hombre se
ha hecho incomprensible para sí mismo. Sus innumerables intentos de interpretarse a sí mismo
juegan continuamente entre estos dos polos: ponerse como absoluto o renunciar a sí mismo;
pretender la más alta reivindicación de dignidad y responsabilidad, o exponerse a un ultraje, cuya
profundidad es mayor en cuanto ni siquiera se percibe».
Estos dos aspectos, el protagonismo del sujeto y el poder de la naturaleza, así como la progresiva
separación entre ellos y el abandono del fundamento en el que precedentemente estaban
anclados, se hacen cada vez más evidentes en el arte y en la reflexión filosófica a partir del siglo
XIV. El nuevo lenguaje creado por Cimabue y por Giotto concede al sujeto, a través de la atención
prestada a la anatomía de la figura humana y a la expresión de sus sentimientos, una relevancia
anteriormente desconocida. Y algo similar sucede en la representación de la naturaleza, cada vez
más presente con toda su variedad y riqueza de detalles particulares, de formas y colores
resplandecientes. Esta tendencia será continuada y acrecentada en el arte del renacimiento de los
siglos XV y XVI. El hombre, sus virtudes y sus obras, en particular las de la Antigüedad clásica, no
sólo se transforman
en el tema preferido de las artes visivas de este período, sino también en el punto de referencia
del que surge toda visión artística. Se propone, en efecto, un nuevo modo de mirar la realidad, la
perspectiva italiana, que la presenta no como se considera que es, sino como la percibe el artista;
el espacio adquiere de este modo importancia. Imitar la naturaleza será a partir de ahora dejar
que las cosas se expresen por sí mismas. El artista debe aprender a separarse de la naturaleza, a
mirar
y observar el mundo con perspectiva, viéndose a sí mismo en oposición al objeto.
Y a la liberación del objeto le sigue la liberación del sujeto. La preocupación del arte no estriba en
ser la voz de lo trascendente y divino, sino del hombre, reconocido de modo cada vez más
decidido como el centro y la obra maestra de la creación; una manifestación de todo esto será el
gran desarrollo que adquiere el retrato a partir de este momento. La mirada y la sensibilidad del
artista adquieren mayor relevancia; el artista no es ya el artesano que realiza un encargo, sino que
se transforma en un hombre culto y educado, tocado por la gracia divina y capaz de desvelar la
verdad escondida a la mirada del hombre común. El arte renacentista con las obras maestras de
sus grandes artistas, Leonardo (1452-1519), Miguel Ángel (1475-1564), Durero (1471-1528), Rafael
(1483-1520), Holbein (1497-1543)... adquiere un gran prestigio y prepara el advenimiento del arte
moderno.
Además de los grandes cambios sociales de estos siglos, la reforma protestante y la respuesta
católica a través del Concilio de Trento (1548-1564), y la vida de los grandes santos incidirán en la
configuración del nuevo horizonte moderno y en las manifestaciones artísticas de los siglos XV y
XVI. En la formación del estilo barroco, que sucede al arte renacentista y que perdurará hasta el
inicio del siglo XVIII, no resulta difícil advertir una fuerte conexión con las vicisitudes doctrinales de
la época. En este período la Iglesia católica retomará, en parte, la labor inspiradora que había
desempeñado en los siglos precedentes, confiando al arte la tarea de proclamar la belleza de las
verdades de fe negadas por los protestantes.
Bajo esta luz puede ser vista buena parte de la producción artística de los grandes arquitectos
barrocos, C. Maderno (1556-1629), Borromini (1599-1667), Bernini (1598-1680)... y de sus
pintores, Caravaggio (1609-1629), Rubens (1577-1640), Velázquez (1599-1660), Rembrandt (1609-
1669), Murillo (1618-1682), A. Pozzo (1642-1709)... que, de todos modos, no se limitaron a realizar
obras de contenido religioso. En el siglo XVI las grandes ciudades sufrieron notables
transformaciones de tipo urbanístico y se enriquecieron con la construcción de nuevos palacios. El
estilo pictórico, sobre todo a causa de la orientación clasicista de A. Carracci (1560-1610) y del
realismo de Caravaggio, cambia notablemente, introduciendo la búsqueda de efectos ilusorios y
grandilocuentes, conjuntamente con la expresión de la realidad natural y cotidiana.
Del manierismo, epígono del arte renacentista a finales del siglo XV, se pasa, por lo tanto, a un
estilo artístico que aprecia el movimiento, el dinamismo, la libertad y la improvisación, la riqueza
de la vida y de la naturaleza. Un arte que sabe jugar con el espacio, dilatándolo y contrayéndolo,
produciendo en el espectador, también a través de ilusiones ópticas, la sensación de poder
asomarse más allá del cielo para contemplar el espectáculo de la gloria; un arte que, sin embargo,
no renuncia a testimoniar la caducidad de la existencia terrena, haciendo de la naturaleza muerta
uno de sus géneros preferidos; un arte que, casi inconscientemente, testifica la afirmación de la
vida cotidiana, tomando como tema de sus composiciones escenas del trabajo y de la vida familiar,
y transformando en protagonistas de sus obras a personas sin ninguna relevancia social o, más
aún, pobres y marginadas. El nuevo significado que adquieren el trabajo, el matrimonio y la familia
y, en general, la vida común, se refleja también en la aparición de la novela como género literario
en el siglo XVI. El final del barroco quedará marcado por la llegada, en el siglo XVIII, del estilo
rococó, en el que prevalecen la intuición y la fantasía, la alegría de vivir y la fuerza del sentimiento.
La belleza física adquiere una dimensión casi moral, en cuanto se le atribuye el poder de despertar
nuestros sentimientos más elevados. Como reacción al estilo rococó surgirá a fines del siglo XVIII
un retorno a las formas clásicas, a un arte más comprometido y sometido a la ideología política
dominante y al control de las Academias y de los Salones de exposición.
La experiencia de una época, está siempre constituida por diversos niveles: los contenidos, la
situación y el horizonte mismo. Entre los contenidos no existe sólo la filosofía. Ella es una de las
manifestaciones de la cultura del momento, acaso la que mejor muestra los elementos
constitutivos implícitos en el sentir de una época; entre los diversos contenidos el influjo es, sin
embargo, recíproco.
Si pensamos en el desarrollo de la filosofía a partir del siglo XVI, vemos cómo se configuró la
modernidad. La centralidad del hombre en el cosmos estaba ya presente en los escritos de los
filósofos renacentistas florentinos, como Ficino (1433-1499) o Pico de la Mirándola (1463-1494),
que exaltaban el ingenio y la libertad humana, en correspondencia con el modo en el que siempre
había sido pensado su creador. La concepción de Dios como libertad máxima llevó a la
consecuencia de considerar inadecuada la visión de la verdad, del bien y de la belleza como
propiedades fijas de la realidad, asentadas de modo definitivo en la creación, en la naturaleza de
las cosas y del mundo. Si Dios es espíritu y libertad, amor desinteresado, el hombre, que es su
imagen, deberá ser pensado como el reflejo creado del espíritu absoluto; de la analogía del ser se
pasó a la analogía de la libertad. De este modo, la sensibilidad moderna sintió con gran fuerza la
exigencia de dejar la vida del hombre en sus propias manos; será la voluntad, cada vez más, el
principio rector de la vida de los hombres, y no la verdad y el bien presentes en la naturaleza. El
hombre adquiere así los privilegios que anteriormente pertenecían a Dios. Si antes el hombre
racional y virtuoso era aquél que lograba captar correctamente la realidad, percibir la verdad, el
bien y la belleza presentes en las cosas y orientar consecuentemente su vida, en la modernidad
será el buen funcionamiento de la razón, esto es libre de todo prejuicio, quien establezca qué es
verdadero, bueno y bello; la nueva perfección estará de ahora en adelante en el sujeto, que
deberá establecer la verdad, el bien y la belleza sin la
interferencia de ninguna autoridad externa.
En la nueva visión de la naturaleza teorizada por el pensamiento filosófico de estos siglos fue
determinante la revolución científica emprendida a fines del renacimiento; de la física concebida
según la perspectiva filosófica de Aristóteles, en la que dominaban la dimensión cualitativa y el
finalismo, se pasó a un nuevo modelo de ciencia de carácter matemático, cuantitativo y
mecanicista. Los descubrimientos de Copérnico (1473-1543) fueron continuados por Galileo (1564-
1642) y por Newton (1642-1728). La imagen del universo que se impone es la mecanicista, es decir
la visión de una naturaleza autónoma e inocente, que nada tiene que ver con la finalidad, con el
bien y la belleza; un cosmos que invita al estudio científico más que a la contemplación y al
asombro. El mundo se vuelve desencantado.
En el largo proceso de formación de este nuevo horizonte, otras instancias significativas que
pueden ser recordadas son el pensamiento de Descartes (1596-1650), el de Hobbes (1588-1679) y
el de Locke (1632-1704). Dios deja de ser necesario, o solamente lo es como presupuesto, como
una suposición, no como una necesidad vital. En reacción al racionalismo y al deísmo
excesivamente racionales de Locke, se insistirá en el valor del individuo y de sus sentimientos, que,
sin embargo, como ya había sucedido con la razón, quedan desvinculados de las cosas; el valor ya
no está en las cosas, sino en el sujeto. El deísmo de Shaftesbury (1671-1713) y de Hutcheson
(1694-1747) confía en el sentimiento como lugar de la percepción del bien y de la belleza,
desarrollando la posibilidad de un específico sentido moral y de un específico sentido de lo bello,
afincados en la naturaleza humana. Del deísmo, antropocéntrico y disociado en realidad de toda
dimensión sobrenatural, el Iluminismo tomará algunos elementos, suprimiendo definitivamente la
referencia a Dios y buscando construir una religión racional. Rousseau (1712-1778), por otra parte,
superará la posición de Hutcheson, proponiendo una interioridad más profunda y una autonomía
más radical: es en nuestra propia naturaleza, dentro de nosotros mismos, a través de la voz del
sentimiento, como descubrimos el bien y como podemos llegar a ser felices y verdaderamente
libres. Si para los iluministas la naturaleza es neutra y el conocimiento basta para garantizar el
progreso y la bondad moral, Rousseau desconfía del positivismo y de la razón, considerando en
cambio necesario reforzar la voluntad, liberarla de todo prejuicio para hacerla verdaderamente
buena, es decir, libre.
En este contexto filosófico, la cuestión de la belleza adquirió rasgos particulares que marcaron el
nacimiento, a finales del siglo XVIII, de la estética como disciplina filosófica autónoma. Antes que
entre los filósofos, la cuestión de la belleza fue tema de reflexión de los teóricos del arte, en
particular franceses y británicos, que entre los años 1680-1710 dieron origen a un intenso debate
–la Querelle– acerca del arte antiguo y moderno. En el posterior desarrollo del pensamiento sobre
la belleza, tanto en ámbito francés como anglosajón, las cuestiones que interesaban
primordialmente reflejan el profundo cambio introducido con respecto al pensamiento clásico y
medieval. La dimensión metafísica y religiosa de la belleza ha quedado, en gran medida, olvidada;
lo que ahora apremia es determinar el cometido del sujeto, de la razón, de la sensibilidad y de la
imaginación, en la percepción de lo bello; la posibilidad, como se ha aludido anteriormente, de un
específico sentido estético o, más bien, de una facultad específica capaz de captar la belleza; la
especificidad del placer estético, la peculiar naturaleza del genio... Existe, por lo tanto, una ruptura
entre el pensamiento clásico y el moderno respecto a lo bello. Se produce un nuevo comienzo de
la estética que surge, precisamente, de la investigación del método cognoscitivo. El objeto de la
estética ya no es la belleza, sino su percepción.
Si bien son sobre todo los filósofos franceses y anglosajones quienes proponen de un modo nuevo
el problema estético, el nacimiento de la estética como disciplina autónoma se registrará en el
ámbito alemán a través de Kant, deudor del pensamiento estético del siglo XVII y de Baumgarten
(1714-1762), quien en el año 1750 publicó una obra, cuyo título era precisamente Aesthetica, con
la intención de dotar a este particular tipo de conocimiento del rigor de la ciencia. En efecto, Kant
responde en su planteamiento estético tanto a la solución pensada por los filósofos ingleses, de
orientación preponderantemente empirista, como a la propuesta racionalista de los filósofos
franceses. Según los primeros, la belleza pertenecería al terreno subjetivo, siendo su valor emotivo
o sentimental; su ámbito sería autónomo, no subordinado a nada, en contraposición al terreno
propio del conocimiento intelectual, limitado y determinado. El problema que se plantea es el del
valor del juicio estético, pues parece claro que no toda opinión sobre la belleza tiene el mismo
valor. ¿Cómo se puede garantizar, entonces, un criterio que permita distinguir lo bello de lo feo?
Por una parte, la belleza parece corresponder a la subjetividad, sin embargo, por otra, existe una
cierta exigencia de universalidad y no resulta claro de qué manera la intervención de la razón
puede garantizarla, como pretendían algunos filósofos franceses. ¿Existe alguna facultad peculiar
que nos permita juzgar acerca de lo bello, o tal juicio no es otra cosa que una combinación de las
diversas facultades? Baumgarten intentó dar una respuesta. Pretendió elaborar la ciencia del
conocimiento
sensible; hacer que éste, permaneciendo oscuro y confuso, en cuanto dependiente de una
facultad cognoscitiva inferior a la razón, sea a la vez independiente de ésta. Lo que es bello
aparece con claridad, pero resulta difícil dar razón de ello, determinar el porqué. Baumgarten
quiso, por lo tanto, aclarar la lógica interna del conocimiento sensible, lograr de tal manera
explicar el conocimiento de
las realidades concretas, que se pudiera agregar a la claridad con la que se percibe lo bello la
distinción propia que corresponde al conocimiento. Se puede advertir que en esta perspectiva la
perfección del conocimiento no procede de la adecuación del intelecto a la realidad, sino más bien
de su coherencia interna, de su funcionamiento lógico.
Este será el punto de partida de Kant, aunque en su respuesta seguirá otros rumbos, los
propios de su filosofía crítica. La respuesta concreta de Kant a la pregunta de Baumgarten
es que existe una facultad propia de lo bello, la facultad del juicio que, sin embargo, no
queda ligada, como en Baumgarten, a la teoría del conocimiento sensible, sino que es
introducida en su propia teoría cognoscitiva, en su filosofía crítica.
KANT INTRODUCCIÓN