Florescano - Formacion y Estructura Economida de La Hacienda en Nueva España PDF
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FORMACIÓN Y ESTRUCTURA
ECONÓMICA DE LA HACIENDA
EN NUEVA ESPAÑA
TRANSFORMACIÓN ECONÓMICA
Atlixco), en las tierras bajas de Veracruz, y pocos años más tarde se cultivó en
los valles templados de Michoacán, Nueva Galicia y Colima. Al margen de sol,
de agua y tierras extensas y llanas, la zafra exigió también de grandes inversiones
para convertir el jugo de la caña en cristales azucarados. Por lo tanto, desde un
principio, la explotación y procesamiento de la caña estuvo asociado a los seño-
res poderosos. Hernán Cortés fue uno de los primeros introductores de la caña
de azúcar en Cuemavaca y en las tierras bajas de Veracruz, y a su ejemplo otros
encomenderos y funcionarios ricos invirtieron elevadas sumas de dinero en la
adquisición de tierras, construcción de extensos sistemas de irrigación, importa-
ción de maquinaria para rudimentarios «trapiches» o los más complejos «inge-
nios», y edificación de la «casa de prensas», la de calderas, las «casas de purgar»
donde se refinaba el producto, además de las viviendas que albergaban a los ad-
ministradores y numerosos esclavos. Se estima que el coste de un ingenio azuca-
rero era de 50.000 pesos o más al finalizar el siglo xvi, y es por ello sorprendente
que por las mismas fechas ya hubiera docenas de ingenios funcionando. Esta pri-
mera agroindustria que floreció en Nueva España producía antes de concluir el
siglo XVI el volumen de azúcar más grande de todas las posesiones españolas de
América. La mayor parte de la producción quedaba en Nueva España, pues
como decía el padre Acosta, a fines del mismo siglo, que «es cosa loca lo que se
consume de azúcar y conserva en Indias». Otra parte, la que se elaboraba en la
costa de Veracruz, iba a España.
La penetración europea en las tierras templadas y calientes fue también esti-
mulada por la demanda de productos tropicales, como el tabaco, el cacao, el ín-
digo, el añil, el palo tinte y otras plantas, que desde la segunda mitad del siglo
XVI pasaron a explotarse a escala comercial. Sin embargo, el impacto más vio-
lento en el paisaje natural y cultural de Nueva España lo produjo la introducción
del ganado, que llegó a través de las Antillas, siguiendo el camino de los otros
conquistadores del suelo. Entre muchas de las sorpresas que aguardaban a los
colonizadores, ninguna tuvo un impacto similar como la que produjo la prodi-
giosa multiplicación de las vacas, caballos, ovejas, cabras, cerdos, muías y burros,
que en pocos años repoblaron Nueva España y cambiaron súbitamente la fauna
original y el uso del suelo. Durante las dos décadas que siguieron a la conquista,
el ganado europeo se esparció rápidamente por toda la cuenca de México y los
valles de Toluca, Puebla, Tlaxcala, Oaxaca y Michoacán. En estas áreas densa-
mente pobladas por agricultores indígenas tradicionales, los animales europeos
invadieron y destrozaron los cultivos abiertos de los indios, transformaron tierras
de cultivo en campos de pastoreo, dislocaron el sistema de asentamiento y reduje-
ron los recursos alimentarios indígenas. Es cierto que los indios pronto incorpora-
ron a los cerdos, ovejas, cabras y gallinas a sus modos de vida, pero resultaron
más perjudicados por los cambios que transformaron su relación con el medio.
En las tierras bajas de la zona tropical, donde las epidemias ya habían diez-
mado a la población india, la presencia de caballos, vacas y muías, tuvo conse-
cuencias menos adversas, ya que los animales encontraron, al lado de ciénagas
y ríos, hierbas y pastos nutritivos durante todo el año. Estas condiciones cam-
biaron las planicies costeras de Veracruz y del Pacífico en áreas de «ganado
mayor», llamadas «estancias» por los españoles, donde vacas, caballos y muías
pudieron reproducirse. No obstante, la expansión del «ganado mayor» (princi-
La difusión de la economía ganadera en México y América Central durante el
período colonial
FUENTE: Robert C. West y John P. Augelli, Middle America: its lands and peo-
pie, © 1966, p, 287; reimpreso con la autorización de Prentice-Hall, Inc., Englewood
Cliffs, N.J.
pálmente ovejas y cabras) fue más atractiva en las extensas praderas del norte,
abiertas por la colonización minera. Desde 1540, los rebaños siguieron la ruta
del norte de los buscadores de plata y, después de 1550, se desbordaron por las
llanuras semiáridas del norte del Bajío. Del valle de México, el ganado emigró al
valle de Toluca, instalándose en tierra chichimeca (San Juan del Río y Queré-
taro); se expansionó hacia el noroeste, en los territorios de San Miguel, Dolores,
San Luis de la Paz y Valles; y se multiplicó en las planicies del norte de Zacate-
cas, en Durango, Parral y Chihuahua. A finales del siglo xvi, en todos esos nue-
vos territorios, había ya cientos de miles de ovejas, cabras, caballos y vacas. Una
nueva y extentísima porción de tierra fue así incorporada a la economía colonial.
El ganado, la agricultura y, sobre todo, las minas de plata, atrajeron numerosas
oleadas de población blanca, india y negra a estos territorios, completando el
proceso de colonización y de integración de la economía.
La expansión y multiplicación del ganado permitió la introducción de las téc-
nicas españolas de pastoreo: la utilización común de los pastos, montes y baldíos
y la mesta o agrupación de ganaderos. Estos últimos fueron quienes establecie-
ron las reglas de pastoreo, tránsito y arcaje del ganado y las normas para solucio-
nar los conflictos entre los ganaderos. En Nueva España también se desarrolló
una nueva técnica de cría y selección de los animales: el «rodeo», sistema que
Minería y agricultura en el norte de Nueva España: siglos xvii y xviii
FUENTE: Robert C. West y John P. Augelli, Middle America: its lanas and peo-
pie, © 1966, p. 287; reimpreso con la autorización de Prentice-Hall, Inc., Englewood
Cliffs, N.J.
consistía en acorralar anualmente a las crías para marcar y seleccionar las que
debían ser destinadas a la venta y las que debían ser sacrificadas.
Estas nuevas actividades crearon el hombre a caballo, el vaquero, que junto
al minero y el misionero, fue una de las figuras centrales de la colonización del
norte. Al mismo tiempo, las carretas y carros tirados por bueyes, caballos o mu-
las revolucionaron el sistema de transportes, acortando distancias y facilitando el
traslado de mercancías y productos. Estos animales fueron la primera fuerza de
tracción no humana que se utilizó en México, y con ellos se comenzaron a mover
molinos para triturar minerales, trapiches e ingenios, para el prensado y procesa-
miento del azúcar. Las pieles de oveja y cabra dieron lugar a un activo comercio
de exportación, y proporcionaron artículos indispensables para la extracción y
transporte de los minerales. La lana de los borregos creó la manufactura de telas
y vestidos cuyo uso se generalizó entre la población blanca y entre indios y mes-
tizos. La carne de vaca, abundante y barata, hizo de los españoles y criollos del
96 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA
DISTRIBUCIÓN DE LA TIERRA
Si bien en los días que siguieron a la toma de la capital azteca Cortés se apo-
deró para sí y sus soldados de algunas de las mejores tierras (principalmente
aquellas que habían pertenecido al Estado o funcionarios militares y religiosos),
los españoles no se interesaron por la agricultura. Por entonces, la agrícultura in-
dígena era más que suficiente para satisfacer la demanda. En principio, sólo
Cortés y unos pocos más sembraron semillas traídas de Europa en estas tierras
fértiles. Ellos cosecharon irregularmente y con dificultad, y de manera frecuente
abandonaban los cultivos para dedicarse a otras actividades más lucrativas. Por
otra parte, estas explotaciones carecían de límites precisos, equipamiento y mano
de obra fija. Más tarde, con el mismo propósito de interesar a los conquistadores
en la agricultura y fijar los lindes de las propiedades, Cortés dispuso el reparto
de terrenos llamados «peonías», a todos los soldados de a pie que habían partici-
pado en la conquista, y «caballerías» a los que habían combatido a caballo éstas
eran cinco veces más grandes que las peonías), pero esta disposición tuvo escaso
éxito.
La primera distribución regular de tierras fue hecha por los oidores de la Se-
gunda Audiencia (1530-1535). Siguiendo la tradición de la Reconquista en Es-
paña, y con el propósito de estimular la «guarda y conservación de la tierra», se
autorizó a los cabildos de los nuevos pueblos y villas la concesión de mercedes
de tierras a todo aquel que deseara asentarse en ellas permanentemente. Así, los
cabildos, y más adelante los virreyes, repartieron títulos de vecinos a los nuevos
pobladores, con derecho a disponer de un solar donde poder construir una casa
junto a un huerto, a la vez que se les otorgaba merced de una o dos caballerías
para «romper y cultivar la tierra». Además, las nuevas poblaciones recibieron un
terreno amplio para ejidos y pastos. Este fue el modelo que se adoptó en la fun-
dación, en abril de 1531, de Puebla de los Ángeles, que fue el primer pueblo de
agricultores donde se aró y cultivó la tierra sin indios de encomienda. Posterior-
mente, trataron de extender dicho modelo en los nuevos pueblos fundados en el
norte, y desde 1573 se generalizó, a raíz de la promulgación de las Leyes Nuevas
de asentamiento. Por su parte, los vecinos debían comprometerse a residir en la
nueva villa, a no vender las caballerías por un plazo de diez años (más tarde re-
ducido a seis), ni enajenar la tierra a la Iglesia, monasterio o persona eclesiástica
alguna.
A partir de la segunda mitad del siglo xvi, el desinterés de los españoles por
la tierra y las actividades agrícolas cambió repentinamente, y empezaron, cada
vez más, a solicitar nuevas mercedes de tierras. Se generalizó la distribución de
caballerías de tierra cultivable, cuya superficie quedó fijada en poco menos de 43
hectáreas, y desde mediados hasta fines del siglo xvi hubo una ininterrumpida
concesión de este tipo de mercedes (véase figura 1). Los dos períodos de exten-
siva distribución de la tierra, 1553-1563 y 1585-1595, estuvieron estrechamente
relacionados con las grandes epidemias de 1545-1547 y 1576-1580, que diez-
maron a la población indígena. Los subsiguientes programas destinados a aco-
modar a la población india en tomo a las congregaciones dejó miles de hectáreas
98 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA
libres, que bien fueron retenidas por la corona o bien fueron distribuidas entre
los colonizadores españoles. De acuerdo a las estimaciones de Lesley Simpson,
entre 1540 y 1620, por medio del sistema de concesiones de mercedes, se repar-
tieron 12.742 caballerías de tierra cultivable a los españoles, y 1.000 a los indíge-
nas, que en total se aproximan a las 600.000 hectáreas. El fundo legal limitó la
extensión de cada uno de los nuevos pueblos de indios a un máximo de 101 hec-
táreas, tal y como especificó una orden virreinal de 1567. La tierra de estos pue-
blos debía distribuirse siguiendo unas directrices concretas: una parte debía re-
servarse al núcleo del pueblo, es decir, casas, huertos y solares individuales para
los habitantes de éstos; otra debía ser de tipo comunitaria, destinada a activida-
des agrícolas y ganaderas; las consistentes en áreas no cultivables, tales como la-
deras, bosques, pastos y las dedicadas a plantas y frutos silvestres; por último, la
parte más importante fue dividida en solares individuales para cada cabeza de
familia, como propiedad privada, pero con limitaciones, pues, al igual que en los
tiempos prehispánicos, los beneficiarios sólo poseían el usufructo de la tierra,
por lo tanto, ello no implicaba propiedad, tal y como era concebida en el dere-
cho romano.
Los cambios que se operaron en el uso de la tierra, como consecuencia de la
extensión de la ganadería, estimulada por la corona, virreyes y cabildos, fueron
imponentes y radicales. Aunque desde 1530 hay constancia de dotaciones de
«asientos», sitios, y más adelante, estancias de ganado mayor o de ganado me-
nor, no fue hasta 1567 que las ordenanzas al respecto fueron explícitamente pro-
mulgadas, determinando la extensión y características de cada estancia (véase fi-
guras 2, 3 y 4). Fran^ois Chevalier en su magistral análisis del largo proceso que
se inició con la multiplicación de las manadas, y que terminó en la formación de
la gran estancia ganadera, observa que ésta fue establecida en Nueva España en-
tre 1560 y 1600. Sin embargo, esta estancia no tuvo las características territoria-
les de la hacienda o latifundio posteriores. Según los cálculos de Simpson, alre-
dedor de 1620, las mercedes de estancia de ganado mayor (de 1 legua cuadrada,
equivalente a 17,49 km^) habían creado un nuevo espacio que abarcaba 2.576
leguas cuadradas; en tanto que las estancias de ganado menor (equivalente a
0,44 de legua cuadrada) para el pastoreo de ovejas y cabras sumaban 1.081 le-
guas cuadradas. Una gran parte de estas enormes extensiones de tierra no fue
cultivada o dedicada a la ganadería de una vez, pero ya la concesión en sí a pro-
pietarios privados reforzó y aceleró la gran transformación agrícola que se estaba
operando. El reparto de tierras a gran escala dio lugar a que cientos de nuevos
colonos se beneficiaran de ello, dando lugar a la aparición de un nuevo grupo de
propietarios agrícolas, que casi siempre fue antagónico al de los grandes enco-
menderos, quienes, por otra parte, también se beneficiaron de la distribución de
la tierra. A la vez, ambos grupos entraron en disputa, tanto por la obtención de
tierras como para conseguir trabajadores y mercados.
La decisión de la corona de llevar a cabo una masiva distribución de la tierra
entre muchos colonos institucionalizó el proceso original de ocupación desorde-
nada de la tierra, y dio estabilidad a los propietarios agrícolas, precisamente en
un momento que el descubrimiento de minas, la expansión colonizadora y la de-
cadencia de la agricultura aborigen requerían la creación de nuevos recursos ali-
mentarios. La demanda y oferta de mercedes de caballerías y estancias atrajeron
tanto a viejos como a nuevos colonos sin recurso alguno a los nuevos pueblos
agrícolas, que desde 1560 en adelante fueron estableciéndose en el Bajío y más
al norte, dedicados principalmente a abastecer a los centros mineros. Del mismo
modo, el alza de los precios de los productos alimentarios y la abundante dispo-
nibilidad de tierra, estimuló la formación de haciendas y ranchos mixtos, es de-
cir, agrícolas y ganaderos, que rodearon las ciudades y capitales administrativas
del centro y sur del virreinato. Bajo estos estímulos, las haciendas ganaderas em-
pezaron a incluir dentro de sus límites a las manadas errantes de caballos, ovejas,
cabras y vacas, que siguiendo la tradición medieval española se les permitía pas-
tar libremente en los yermos, e incluso introducirse en las tierras labrantías des-
pués de la cosecha, para alimentarse con los rastrojos. En Nueva España, esta
costumbre dio lugar al reconocimiento de los pastos, bosques y tierras cubiertas
con rastrojos como tierras de uso comunal. Ello tuvo como consecuencia prolon-
gadas querellas de los indios agricultores en contra de la invasión en sus campos
abiertos de manadas de ganado. Más tarde, los propios agricultores españoles
mantuvieron este mismo tipo de pleitos, que fueron mitigados en 1567 al fijarse
los límites de las haciendas ganaderas. Los virreyes Luis de Velasco (1550-1564)
y Martín Enríquez (1568-1580) promulgaron severos decretos para reducir los
perjuicios que causaba el ganado, particularmente en las áreas de población indí-
gena. En Toluca y Tepeapulco, donde la concentración de indígenas y ganado
estaba en oposición, se levantaron cercas para impedir la entrada del ganado en
las sementeras. También se fijaron fechas concretas para los períodos de trans-
humancia y los tiempos de pastar en los rastrojos. Se requirió a los propietarios
ganaderos a que emplearan a un número fijo de pastores a caballo, para que in-
terceptaran la invasión del ganado en los campos de cultivo. Durante estos años
se adoptó una política que reducía claramente las concesiones de estancias gana-
deras en las zonas de comunidades indígenas del sur y del norte, pero en cambio,
las prodigó libremente en las nuevas áreas colonizadas del norte y la costa. En el
norte, estas grandes extensiones sin cercas, estaban cubiertas de matorrales, y en
el sur eran sabanas y bosques. Tanto los corrales de los animales, como las cho-
zas donde habitaban los trabajadores estancieros (mulatos, negros o mestizos),
estaban lejos de los campos de pastoreo. En la mayoría de los casos, el ganado
pastaba en los campos yermos y en aquellos sobrantes que quedaban entre una y
otra estancia, ocupando algunas veces enormes espacios por el mero hecho de
que nadie los reclamaba.
En el siglo xvi, la ocupación de la tierra sin título legal fue la práctica más
común para extender la propiedad. Sin embargo, la ocupación ilegal empezó a
ser regulada por la corona entre 1591yl615,al dictar ésta nuevos procedimien-
tos para la adquisición de la tierra. En este sentido, la disposición más impor-
tante fue la ordenanza de 1591^ bajo la cual todas las tierras poseídas de forma
irregular, tales como las compradas ilegalmente a los indígenas, las «sobras»,
«demasías» y malos títulos, pudieron legalizarse mediante el procedimiento de la
composición, que consistía en pagar al fisco una cantidad de dinero. A lo largo
del siglo xvii, la mayoría de las grandes haciendas agrícolas, estancias ganaderas
y las grandes propiedades eclesiásticas fueron regularizadas a través del sistema
de la composición. Así, en poco menos de un siglo la corona española realizó un
vasto programa de redistribución del suelo, que sentó las bases del desarrollo
posterior de la agricultura y de la propiedad en la colonia.
MANO DE OBRA
bargo, este sistema aumentó la explotación de los indígenas ya que los pueblos y
familias campesinas tenían que producir para su propia subsistencia y reproduc-
ción, además del excedente que se transfería a los encomenderos, sin recibir por
ello ningún beneficio a cambio.
Esta situación empezó a cambiar cuando la corona valoró la diferencia entre
la renta en tributos que proporcionaba los indígenas, y la renta en moneda que
comenzaba a dar la explotación agrícola, ganadera y minera. Pero en la medida
en que estas actividades necesitaban una mano de obra fija y permanente que la
encomienda no podía proporcionar, los españoles introdujeron el esclavismo,
tanto para los indios como para los africanos. La explotación inicial de placeres
de oro, minas de plata e ingenios azucareros fomentó la formación de una signi-
ficativa población de esclavos en Nueva España, que hacia 1550 pasó a ser la
fuerza de trabajo permanente en esas actividades. En 1548, se prohibió la escla-
vitud de los indios, y muchos de los indios liberados se convirtieron en los prime-
ros «naborías», quienes vivieron y trabajaron permanentemente en las haciendas
y en las minas a cambio de un salario. No obstante, fueron los esclavos prove-
nientes de África los que se convirtieron en trabajadores permanentes, y espe-
cialmente, durante los años críticos entre 1570 y 1630, cuando la población
india se desplomó. Hacia 1570, se calcula que en Nueva España ya había alrede-
dor de 25.000 esclavos africanos, y que entre 1595 y 1640 debieron llegar unos
100.000 más.
Los esclavos africanos conformaron una parte importante de la fuerza de tra-
bajo permanente, pero el desarrollo de la agricultura, ganadería y minería hubiera
resultado imposible sin la disponibilidad de un número elevado de trabajadores
temporeros, que en este caso sólo podían ser indios. Para terminar con el mono-
polio de la mano de obra india, la corona, en 1549, decretó la abolición de los
servicios personales de las encomiendas. En 1550, se ordenó al virrey Velasco la
implantación de un sistema, mediante el cual los indios debían trabajar a jornal en
las explotaciones españolas, disponiendo a la vez, que si no lo hacían voluntaria-
mente las autoridades deberían forzarlos a hacerlo. Este sistema, conocido como
«repartimiento» o coatequitl, pasó a generalizarse desde 1568 a 1630.
Durante la mayor parte del año, las comunidades de indios fueron obligadas
a contribuir, entre un 2 y un 4 por 100 de su mano de obra activa, y en un 10
por 100 en las épocas de escarda y cosecha. Este porcentaje de trabajadores se
distribm'a en tumos semanales, así que cada trabajador cumplía con una media
de tres o cuatro semanas anuales, pero distribuidas en plazos cuatrimestrales.
Los indios debían ser bien tratados, y ellos sólo estaban obligados a cumplir con
el trabajo asignado en el momento de hacer el requerimiento. A cambio, ellos
debían ser compensados con un jornal diario, el cual varió entre 1575 y 1610, de
medio real a un real y medio (1 peso = 8 reales). Entre 1550 y 1560, también
fue decretado que, en lugar de pagar los tributos mediante productos diversifica-
dos, éstos deberían pagarse sólo a través de dos formas: pagos en dinero y pagos
en especie, los últimos preferentemente en productos agrícolas, como, por ejem-
plo, maíz y trigo. Teniendo en consideración que la única vía para que los indios
pudiesen obtener dinero era trabajando en las minas, haciendas y servicios públi-
cos, esta disposición fue otra de las maneras de forzar a los indios a trabajar en
las explotaciones españolas.
LA HACIENDA EN NUEVA ESPAÑA 103
deudas contraídas por los operarios para así poder abandonar la hacienda, la
manipulación de los libros de raya en favor del hacendado y los acuerdos de las
autoridades reales con los caciques indios para retener indebidamente a los tra-
bajadores. Teniendo en consideración todo lo dicho hasta aquí, lo que hoy se
sabe sobre los mecanismos usados para atraer y retener a los operarios de forma
permanente en las haciendas, indica la inexistencia de un mercado libre de tra-
bajo y el predominio, no de una remuneración salarial en dinero, sino de medios
de subsistencia (préstamos, raciones, vivienda y derecho de usufructo de las tie-
rras de la hacienda) a cambio de la fuerza de trabajo. Es importante también
observar que la fuerza laboral permanente de las haciendas no fue extraída
de los pueblos de indios, que conservaron sus propios medios de producción
y que practicaron una economía corporativa y de autosubsistencia, sino de
aquellos grupos racialmente mezclados que por su origen carecieron de derecho
a la tierra.
La presión que las haciendas del centro y sur ejercieron sobre las comunida-
des indígenas recayó sobre los trabajadores estacionales, y a medida en que se
extendían los mercados y aumentaba la necesidad de producir más se fueron
agravando los conflictos, lo que repercutió en un incremento de la demanda de
trabajo estacional no cualificado. En un principio, el pueblo de indios pudo elu-
dir esta presión, mientras la extensión de sus tierras productivas y el tamaño de
la población estuvieron equilibrados, pero cuando la tierra no fue suficiente para
mantener a los habitantes de la comunidad, los indios tuvieron que emigrar a las
haciendas, a las minas o a las ciudades. De ahí que una de las principales estrate-
gias de los hacendados para hacerse con trabajadores fue precisamente la de
apoderarse de las tierras de la comunidad. Otra, pero ya impuesta por la corona
desde la segunda mitad del siglo xvi, fue la de requerir a los indios el pago del
tributo en dinero, con lo cual éstos estuvieron forzados a emplearse, al menos
temporalmente, en las empresas españolas. En los siglos xvii y xviii, esta presión
se incrementó aún más debido a que las obvenciones religiosas tuvieron que ser
pagadas en dinero, además también porque los indios tenían que comprar bajo
coacción las mercancías que les imponía el alcalde mayor, a través del conocido
sistema de «repartimiento», que dio lugar a varias sublevaciones indígenas.
Aun cuando la continua extracción de trabajadores redujo progresivamente
la capacidad de autosuficiencia de las comunidades y les impuso una mayor de-
pendencia de los recursos exteriores, la mayoría de los pueblos del centro-sur
aceptaron pacíficamente esta relación que el sistema de dominación impuso so-
bre ellos. En aquellas zonas donde los trabajadores escaseaban más, ellos incluso
lo usaron en su propio beneficio, exigiendo a los propietarios a que les dieran ac-
ceso a los bosques, canteras y aguas, que la hacienda se había apropiado. Todo
ello a cambio de proporcionarles trabajadores en las temporadas de siembra, es-
carda y cosecha. En otros casos, los hacendados arrendaban una parte de sus tie-
rras a los pueblos de indios a cambio de trabajadores estacionales. Otras veces,
los hacendados establecieron un sistema de reclutamiento temporal de trabaja-
dores, usando para ello a un enganchador o contratista, que visitaba los pueblos,
y con la complicidad de los caciques y gobernadores indios reunía cuadrillas de
jornaleros para laborar en las haciendas.
Mediante estos procedimientos, el sistema de dominación impuso a las co-
LA HACIENDA EN NUEVA ESPAÑA 107
Éstos llevaban al mercado lo poco que habían podido salvar de las cosechas,
para obtener el dinero con que pagar los tributos, las deudas, o liquidar los cré-
ditos adquiridos para la siembra, viéndose por ello obligados a imponer el resto
del año una dieta rigurosa a sus familias. Por otra parte, los grandes hacendados
retenían sus cosechas en los graneros, y sólo las colocaban en el mercado en la
época en que los precios llegaban a su nivel más alto (de mayo a octubre),
cuando la escasez estacional coincidía con la crisis agrícola. Lo contrario de lo
que ocurría en los años de cosechas abundantes, en los que casi toda la pobla-
ción se convertía en consumidora neta, a excepción de los grandes propietarios,
cuyo volumen de producción y gran capacidad de almacenamiento les permitía,
en tanto que únicos suministradores, imponer la «ley de los precios». En las cri-
sis más severas del siglo xviii, los precios del maíz y del trigo aumentaron un
100, 200 e incluso en algunos momentos en un 300 por 100, en relación al pre-
cio más bajo del ciclo agrícola. En otras palabras, los grandes hacendados obte-
nían sus mayores beneficios precisamente en las épocas en que la mayor parte de
la población sufría los estragos de la carestía, el hambre y la desocupación. En
los casos de considerable disminución de las cosechas, eran el maíz y el trigo los
que iniciaban rápidamente el alza de los precios, seguidos después por los de la
carne, ya que las sequías y heladas destruían también los pastos y causaban gran
mortandad de ganado.
Los años de malas cosechas significaban una escasez general de productos
alimentarios básicos, una subida galopante de los precios y dilatación del mer-
cado de productos agrarios. En estos años, el volumen de las ventas de grano de
los mercados urbanos y mineros duplicaba o triplicaba al de épocas de buenas
cosechas. Aquellos que en épocas de abundancia nunca compraban, por ser pro-
ductores y autoconsumidores de sus propios frutos, en períodos de malas cose-
chas se convertían en puros consumidores de productos ajenos. Además, en años
de crisis agrícolas, todo el sistema de abastecimiento de alimentos funcionaba a
favor de los centros urbanos y mineros, dotados de pósitos, cuya función consis-
tía en acaparar grano con fondos municipales para mantener un suministro cons-
tante y barato, y de alhóndigas o mercados municipales, donde los agricultores
estaban obhgados a vender sus granos. El poder adquisitivo de estas institucio-
nes, la presión ejercida por las autoridades para asegurar que las cosechas fueran
llevadas y vendidas allí, los altos precios y la creciente y apremiante demanda de
alimentos, se conjugaban para esparcir toda la producción del campo en las prin-
cipales ciudades y centros mineros. De manera particular, los precios elevados
de los mercados urbanos hacían rentable el transporte de larga distancia de los
productos agrarios, cosa que en tiempos normales no lo era. Esta secuencia de
buenos y malos años, con su variedad de efectos sobre el volumen de la produc-
ción, oferta, demanda y fluctuación de los precios, se convirtió en un fenómeno
regular, en un ciclo agrícola periódico e inalterable, que afectó de lleno a la or-
ganización de la hacienda como unidad productiva, que emergió precisamente
para contrarrestar las consecuencias más catastróficas del ciclo agrícola. En el
corto plazo, la estrategia seguida por la hacienda consistió en sacar el máximo
beneficio de la tendencia estacional de la oferta, demanda y precios agrícolas,
mediante la construcción de enormes graneros, que permitían a los hacendados
almacenar la cosecha, en lugar de venderla durante los meses de precios bajos.
lio HISTORIA DE AMÉRICA LATINA
Sin embargo, para combatir los obstáculos que ocasionaba la variedad de las co-
sechas, la estrechez de los mercados y la oferta masiva y barata de los producto-
res indígenas y de los pequeños agricultores, la hacienda fue desarrollando una
estrategia cada vez más elaborada, que definió sus características específicas
como unidad de producción.
Al igual que toda empresa dedicada a la venta de sus productos, la hacienda
se organizó para obtener un excedente neto (producto bruto menos autocon-
sumo y menos la inversión destinada a la renovación de la capacidad produc-
tiva), que debería beneficiar a los propietarios. Para la obtención de este exce-
dente se requería incrementar el volumen de la producción comercial dentro de
la propia hacienda y ampliar la gama de artículos necesarios para la producción
y consumo doméstico, encaminado todo ello a evitar la compra de éstos en otros
lugares. Es decir, los hacendados necesitaban aumentar los beneficios en con-
cepto de ventas y reducir al mínimo la compra de insumos, para así poder man-
tener su rango y condición social y adquirir los artículos europeos que ellos no
producían.
Una manera de alcanzar estos objetivos era a través de la ampliación territo-
rial de la hacienda. Como ya se ha visto, las pérdidas o las ganancias de la ha-
cienda eran impredecibles y dependían de las oscilaciones climáticas y de los al-
tibajos de la oferta y la demanda. Por consiguiente, los propietarios buscaban
proveer sus haciendas con los recursos necesarios para contrarrestrar los efectos
que producían los factores desestabilizadores. En el acaparamiento de la mayor
variedad posible de tierras (regadío, estacionales y pastoreo) y de recursos natu-
rales (ríos, manantiales, bosques y canteras), los propietarios buscaban precisa-
mente una economía equilibrada, de la que carecía la estructura agraria de
Nueva España. Por una parte, la multiplicidad de recursos hizo disminuir la ad-
quisición de insumos del exterior y, por otra, dotó a la hacienda de mayores de-
fensas frente a las fluctuaciones del clima, pues con la disponibilidad de tenenos
más extensos y diversificados, los más fértiles y mejor irrigados podían ser desti-
nados a los cultivos comerciales, otros a cultivos de autoconsumo, dejando el
resto en barbecho. Todas las haciendas estudiadas de Nueva España muestran la
característica del policultivo: al lado de los cultivos comerciales (caña de azúcar,
maíz, trigo, maguey o ganaden'a), aquéllas produjeron una serie de cultivos des-
tinados al autoconsumo (maíz, frijol, chile) y también explotaron todos los otros
recursos de la hacienda, tales como los bosques, hornos de cal y canteras. La ad-
quisición de extensiones enormes de tierra sirvió a los hacendados para combatir
a sus competidores en el mercado. Así, cada parcela de tierra que perdía el pe-
queño agricultor o el ranchero y las que arrebataban a las comunidades, am-
pliaba los mercados de los grandes propietarios, a la vez que reducía la capaci-
dad productiva de las pequeñas haciendas. Las grandes extensiones de tierra
acaparadas por la hacienda y las numerosas hectáreas que ésta mantenía en bar-
becho, obedecían, por lo tanto, a una lógica económica. Como ya se ha visto, la
usurpación de las tierras de los indios vino a ser la mejor forma de crear manos
trabajadoras para la hacienda y el medio adecuado de multiphcar los consumido-
res de sus productos. Para los indios despojados de sus tierras no había otra al-
ternativa que la de alquilarse como peones en las haciendas, ir a las ciudades y
engrosar el número de consumidores urbanos, o bien huir y refugiarse en las zo-
LA HACIENDA EN NUEVA ESPAÑA 111
ñas aisladas del país. Pero en la selva, las montañas o el desierto, los cultivos de
los indios no competían con los de la hacienda.
Por otra parte, la división de los extensos territorios de la hacienda en distin-
tas áreas de cultivo: comercial, autoconsumo y barbecho, posibilitó a los propie-
tarios una serie de combinaciones, mediante las cuales podían hacer frente a los
problemas que la estructura agraria y comercial de la colonia planteaba. Así, du-
rante los siglos xvi y xvii, cuando los mercados eran pequeños, la demanda débil
y los precios bajos, la mayoría de los agricultores se concentró en el aprove-
chamiento máximo de los sectores reservados al autoconsumo y los dejados en
barbecho, reduciendo los dedicados a actividades comerciales. Los terrenos em-
pleados para el consumo doméstico excedían a los que se usaban para fines co-
merciales, para evitar precios bajos y la compra de insumos en el exterior. Tam-
bién, se explotaron al máximo las posibihdades de diversificación de los cultivos,
pues así, la suerte de la hacienda no dependía exclusivamente de un solo pro-
ducto, que en caso de clima desfavorable podía resultar ruinoso. En los años de
demanda escasa y precios bajos, a menudo los propietarios arrendaban una
buena parte de las tierras incultas de la hacienda, con el doble propósito de ase-
gurarse otros ingresos, y disponer de trabajadores que, a cambio de tierras arren-
dadas, trabajaban las de la hacienda sin recibir remuneración en dinero. Como lo
más importante era evitar los pagos en dinero fuera de la hacienda, los propieta-
rios limitaron los desembolsos en efectivo a lo estrictamente necesario: adelantos
en dinero para atraer mano de obra.
En períodos de expansión demográfica, crecimiento de los mercados, incre-
mento de la demanda y alza de los precios, se modificaban las combinaciones y
usos de los recursos de la hacienda. Tal y como demuestran los casos del Bajío
y la zona de Guadalajara, a fines del siglo xviii, los sectores destinados a culti-
vos comerciales y de autoconsumo se extendían en detrimento de los de barbe-
cho, y entonces se creaba la necesidad de arrendar o adquirir nuevas tierras. La
tierra aumentaba de valor, y, en consecuencia, la más fértil se destinaba a aque-
llos bienes más comercializables, mientras que para los productos de autocon-
sumo y para la ganadería se ponía en uso la menos fecunda. El empleo de tierras
marginales aumentaba y generalmente las ya cultivadas se ampliaban, pues había
que incrementar el volumen de los bienes destinados al mercado, como también
los de autoconsumo para poder abastecer a un mayor número de jornaleros que
se empleaban en la hacienda. Entonces, los propietarios elevaban el precio de los
arrendamientos, exigían mayores prestaciones de trabajo a los arrendatarios o
simplemente los desalojaban para explotar directamente la tierra y beneficiarse
del alza de los precios en los mercados urbanos. Durante estos períodos, la pre-
sión de los hacendados sobre las tierras de comunidad se agudizaba, y cuando no
podían apropiárselas, a menudo las tomaban en arriendo, tal y como ocurrió en
la zona de Guadalajara, donde una gran parte de éstas fueron arrendadas a los
hacendados y rancheros.
Por consiguiente, tanto en las épocas de disminución de la demanda y de los
precios, como en las de alza sensible de ambos, el propietario de la hacienda tra-
taba de reducir al máximo las erogaciones monetarias en concepto de insumos; y
por otra parte, aumentar los ingresos monetarios mediante las ventas directas en
el mercado. Esto quiere decir que los límites económicos de la hacienda los fija-
112 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA
ban, por un lado, los costos monetarios de los insumos, y por otro, los ingresos
en efectivo que obtenían a través de la comercialización de las cosechas en el
mercado. Si el propietario poseía territorios amplios y diversificados, éste podía
adquirir mano de obra sin tener por ello que desprenderse de grandes cantidades
de dinero y, mediante la combinación apropiada de ambos recursos, producir a
precios suficientemente bajos como para que éstos resultaran competitivos en el
mercado. Pero si por el contrario, las tierras del hacendado eran escasas o estéri-
les, o ambas cosas a la vez, entonces estaba obligado a buscar trabajadores y a
adquirir insumos a cambio de dinero, elevando con ello los costos de produc-
ción. Otra alternativa, a la que de manera frecuente recurrieron rancheros y pe-
queños propietarios, fue la de aumentar la explotación de la mano de obra fami-
liar. En el caso del propietario de grandes extensiones de tierras diversificadas,
éste trasladaba a los peones y jornaleros estacionales la carga de la producción
destinada al consumo interno y la dirigida a la comercialización; pero en cambio,
en el caso de los pequeños agricultores o rancheros, era la propia familia la que
asumía esta carga.
Los estudios sobre las haciendas coloniales muestran que todas ellas intenta-
ban ser autosuficientes en productos básicos, especialmente maíz, pues los ha-
cendados entregaban raciones de este producto a los jornaleros permanentes y a
los estacionales, en lugar de salarios. Una gran parte de las haciendas de tamaño
mediano, y casi todos los grandes latifundios, eran a la vez autosuficientes en
carne, productos lácteos, cueros y sebos, como también en animales de tracción,
carga y transporte. Las grandes propiedades territoriales y las pertenecientes a
las órdenes religiosas, además de ser autosuficientes en granos y productos gana-
deros, se autoabastecían de muchos otros artículos básicos, pues las haciendas
poseían talleres de carpintería y herrería, donde se fabricaban instrumentos agrí-
colas y carretas, fábricas de jabón, curtidurías y obrajes.
Las haciendas crearon, en beneficio propio, un complejo productivo comple-
mentario e intertelacionado. En este sentido, lo que una no producía en cantida-
des suficientes, era proporcionado por otras, y viceversa, sin necesidad de recu-
rrir, por lo tanto, al mercado abierto. Del mismo modo, para evitar el mercado,
los mineros del norte adquirieron extensas haciendas especializadas en cereales y
ganado para proveer alimentos a sus trabajadores; además de leña, carbón, ani-
males de carga y tracción, cueros, sebo y otros materiales que requería la extrac-
ción y refinado de metales. El dinero fue usado como medida de valor, pero sin
que éste cambiara efectivamente de manos. Esta práctica, que pasó a generali-
zarse en el siglo xvii, regulaba las relaciones entre los grandes hacendados y los
poderosos comerciantes de Ciudad de México, siendo estos últimos quienes aca-
paraban la mayor parte de la moneda circulante, controlaban el sistema de cré-
dito y disfrutaban del monopoho de las mercancías importadas de Europa. Así,
por ejemplo, los propietarios de los inmensos latifundios del norte, dueños de
enormes manadas de ovejas y cabras, mandaban ganado en pie, pieles y lana a
los obrajes de Querétaro, San Miguel y Ciudad de México, recibiendo a cambio
tejidos, ropa, zapatos, artículos de piel y otras mercancías. El saldo a favor de
uno u otro lo efectuaba el comerciante de la capital, quien actuaba para ambos
como casa de crédito y cámara de compensación. Dicho mecanismo funcionaba
así: el dueño del obraje abría una cuenta de crédito en una casa comercial de
LA HACIENDA EN NUEVA ESPAÑA 113
Ciudad de México en favor del ganadero, por el valor de pieles, leña o ganado
recibidos. A su vez, cuando el propietario ganadero recibía los tejidos y otros ar-
tículos remitidos por el obrajero, el primero expedía un crédito o «libranza» en
favor del último por el importe de las mercancías, que se liquidaba en las casas
comerciales de la capital, o bien se negociaba por otro crédito. Esta clase de ope-
raciones se hizo común entre los hacendados y entre éstos y los comerciantes,
pero los últimos, gracias a la experiencia adquirida y el control que tenían sobre
la moneda circulante, el crédito y los artículos de importación, terminaron por
monopolizar las transacciones con los productores. De este modo, la ausencia de
un intercambio comercial en efectivo convirtió a los productores en dependien-
tes de los comerciantes. Los que producían azúcar, algodón, cereales y otros bie-
nes agricolas en el interior del país mandaban grandes volúmenes de sus cose-
chas a los comerciantes de la capital, quienes a cambio les remitían artículos
manufacturados locales e importados. Estos últimos, entonces, hacían negocio
doble, y por lo tanto, sus ganancias eran considerables; ya que, por una parte,
revendían los productos agrícolas a precio de monopolio en los mercados con-
trolados de la capital y de los centros mineros, y por otra parte, sacaban sustan-
ciosos beneficios del intercambio de alimentos y materias primas por artículos
manufacturados y de importación. Sin embargo, también el productor a gran es-
cala de alimentos, cereales y productos agrícolas de primera necesidad, obtenía
ganancias considerables. Primero, porque a pesar del intercambio desigual con el
comerciante, este último era un comprador regular, que anualmente aseguraba la
salida de los excedentes y el pago inmediato de los mismos, o su equivalente en
mercancías o crédito. En segundo lugar, debido a que el comerciante surtía al
hacendado de ropa, tejidos, zapatos y artículos manufacturados, que éste reven-
día a sus trabajadores a precio más alto y a menudo a cuenta del salario. Y tam-
bién, porque a veces el propio hacendado abría una tienda en la región, y trataba
con los otros productores en los mismos términos que lo hacía el comerciante de
la capital: recibía productos agrícolas a cambio de bienes manufacturados. Final-
mente, el propietario de la hacienda no perdía porque el costo del intercambio
desigual recaía sobre la mano de obra y la comunidad indígena. En última ins-
tancia ganaba la metrópoli, donde finalmente iban a parar los excedentes del
conjunto social. Ganaban la ciudad y los intermediarios. Perdían los agricultores
y, sobre todo, los trabajadores y los pueblos de indios.
Los agricultores, además de vender grandes volúmenes de sus cosechas a los
comerciantes, disponían de mercados locales, que a lo largo del año les permitía
obtener ingresos monetarios. Muy pronto, los grandes terratenientes controlaron
el monopoho de la oferta, debido al acaparamiento que hicieron de las mejores
tierras cercanas a los mercados urbanos, el acceso que tenían al crédito, y tam-
bién gracias a los nexos familiares y económicos que éstos habían contraído con
los funcionarios encargados del abastecimiento alimentario de las ciudades. Du-
rante el siglos XVI, las principales ciudades de la región central, tales como Ciu-
dad de México y Puebla, eran abastecidas por los agricultores indígenas, pero ya
en los siglos xvii y xviii, éstas estaban dominadas por la producción de las ha-
ciendas que habían crecido en sus alrededores. De las 200.000 fanegas de maíz
(1 fanega = 55,5 litros) que consumía Ciudad de México anualmente a fines del
siglo xviii, provenían en su mayor parte de las haciendas de Chalco y del valle de
1 14 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA
mero específico de años. Unas cuantas familias reunían en sus manos las hacien-
das ganaderas más extensas y numerosas de los alrededores de la capital del vi-
rreinato, del Bajío y del norte, y por consiguiente controlaban el abasto de
carnes; y a la vez, éstas eran propietarias de los tres mataderos autorizados para
funcionar. En Guadalajara, a fines del siglo xviii, un solo ganadero, que al
mismo tiempo era regidor y alférez real de la ciudad, aportaba un 32 por 100 del
ganado legalmente introducido en la ciudad para la matanza; y cinco haciendas
contribuían con más del 70 por 100 del consumo de la carne. Aquí, el suministro
de ovejas estaba incluso más concentrado, pues sólo dos haciendas acarreaban
con más del 50 por 100 del total. En la segunda mitad del siglo xviii, los hacen-
dados del valle de México decidieron explotar las enormes potencialidades que
ofrecía el mercado de la capital, que por entonces aglutinaba a unos 100.000 ha-
bitantes, a través de la venta del pulque, que era la bebida popular entre los in-
dios y castas o grupos mezclados. Para aprovechar este mercado, transformaron
el uso de las tierras semiáridas del norte y noreste de la capital, dedicadas en un
principio al pastoreo y ocasionalmente al cultivo del maíz, en magueyales. Hacia
1760, las haciendas de los jesuítas concentradas en esa área producían el 20 por
100 del pulque que se vendía en la ciudad, y otro tanto más procedía de las pro-
piedades del poderoso hacendado, conde de Jala. Al finalizar el siglo, las de la
familia Jala se integraron con las del conde de Regla, y conjuntamente producían
más de la mitad del pulque que entraba en la capital del virreinato. El monopo-
lio de la producción se completó con el control del mercado urbano, pues las
mismas familias que ostentaban la propiedad de las haciendas habían acaparado
las principales tiendas de la ciudad autorizadas para vender pulque.
Sin embargo, a lo largo del siglo xviii, el monopolio de los grandes hacenda-
dos se fue desintegrando en la capital del virreinato, como también en otras ciu-
dades importantes de la colonia. Casi todos los centros urbanos presenciaron
cómo los comerciantes iban suplantando a los productores en el suministro de la
carne, cooercialización del maíz, trigo y harina, y también en la venta al por ma-
yor del azúcar, cacao, pieles y lana. Todos los casos estudiados muestran que los
grandes comerciantes desplazaron a los pequeños y medianos productores de la
comercialización y venta directa de sus productos. Este proceso se llevó a cabo,
por una parte, a través de los préstamos o «habilitaciones» que adelantaba el co-
merciante al productor, bajo condición de que la mayor parte de la cosecha de-
bía ser vendida al comerciante. Este último, gracias a la capacidad de liquidez de
que disponía, era el único que podía comprar en efectivo el total o la mayor
parte de la producción del hacendado. Cualquiera que sea el procedimiento
adoptado, de lo que no hay duda es del hecho de que a fines del siglo xviii las
principales transacciones comerciales estaban en manos de los comerciantes.
E L CRÉDITO
tierra misma que habían acumulado. En comparación con las cambiantes fortu-
nas originadas en la minería y en las arriesgadas aventuras comerciales, la gran
propiedad territorial fue, en efecto, el medio adecuado de conservar un patrimo-
nio y transmitirlo a las generaciones siguientes, como también la prueba evidente
de solvencia económica. Además, los nuevos funcionarios, mineros y comercian-
tes enriquecidos, no fueron los únicos que cooperaron en la consolidación de los
grandes patrimonios territoriales creados por los primeros hacendados, puesto
que la Iglesia y las órdenes religiosas convirtieron la propiedad rural y urbana en
la «caja de seguridad» de las innumerables donaciones que recibieron de los par-
ticulares. Una parte de los ingresos monetarios recibidos en concepto de censos,
donaciones piadosas, legados y capellanías, fue invertido por la Iglesia y las ór-
denes religiosas en fincas urbanas y rurales; otra parte considerable, fue desti-
nada a la concesión de préstamos a toda aquella persona que pudiera ofrecer,
como prenda o hipoteca, propiedades urbanas o rurales, que a fin de cuentas re-
sultaban ser la garantía más aceptada de la época. De esta manera, el dinero que
los hacendados, mineros, comerciantes, fabricantes de productos manufactura-
dos y funcionarios donaban a la Iglesia a modo de donaciones piadosas, retor-
naba a las familias más ricas bajo la forma de préstamos garantizados por sus
propiedades. Ello era debido, no sólo por el hecho de que las dichas familias
controlaban los patrimonios territoriales más extensos y valiosos, sino también
por pertenecer los miembros de éstas a los cuerpos de las órdenes religiosas que
decidían a quiénes debían ir dirigidos los préstamos. Los estudios recientes sobre
el monto de los préstamos cedidos por la Iglesia y las órdenes reUgiosas a parti-
culares, y sobre la forma en que se realizaban estos préstamos, muestran, sin lu-
gar a dudas, que las grandes familias de hacendados, mineros, comerciantes y
funcionarios fueron los principales beneficiarios de estos fondos, y que, a su vez,
este núcleo reducido de familias emparentadas era el que absorbía una gran
parte del capital disponible en Nueva España y el que participaba en las decisio-
nes de las instituciones religiosas.
El hecho de estar los comerciantes estrechamente ligados al sistema econó-
mico que volcaba hacia España la mayor parte del excedente que producía la
colonia, impidió a éstos fusionarse totalmente con los hacendados, mineros y
manufactureros locales, y formar conjuntamente una oligarquía colonial con in-
tereses comunes. Además, los privilegios que la corona otorgó a los comercian-
tes, los colocó en la cima del sistema económico colonial dominante, y la nueva
posición económica, política y social que alcanzaron a lo largo del siglo xviii ter-
minó por enfrentarlos a los otros miembros de la oligarquía. La concentración
del crédito y moneda circulante en manos de los comerciantes les otorgó un po-
der político superior a la de cualquier otro sector de la oligarquía, tanto porque
hizo depender de ellos a los funcionarios virreinales, provinciales y locales que
requerían fianzas en dinero para comprar los puestos públicos, como porque la
enorme riqueza de los comerciantes les permitía adquirir puestos en beneficio
propio y presidir las principales instituciones civiles. Además, esta misma ri-
queza acumulada empezó a financiar las actividades de los cabildos municipales,
de la hacienda virreinal y hasta las del propio rey de España.
Aunque el crédito y la disponibilidad de capital líquido preparó el terreno
para la fusión de los comerciantes con los mineros, el controj absoluto que los
LA HACIENDA EN NUEVA ESPAÑA 121
primeros tuvieron sobre estos recursos los convirtió a la postre en los principales
beneficiarios de la minería. A cambio de créditos y mercancías que suministra-
ban a los mineros, los comerciantes terminaron apropiándose de la mayor parte
de los excedentes generados por el sector minero. Crédito, más dinero, más mo-
nopolio del comercio exterior, fueron también los instrumentos claves para su-
bordinar a los productores agrícolas. Primero, los comerciantes impidieron a los
agricultores participar en el comercio de exportación; luego, los desplazaron del
mercado interno. A lo largo del siglo xviii y hasta la independencia de Nueva
España, los grandes hacendados dependieron económicamente de los créditos y
capitales acumulados por los comerciantes.