Antologia Lineas de Vida 2014 de Norte A Sur PDF

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ANTOLOGÍA

LÍneas de vida

DE NORTE
A SUR


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Avda. L. B. O’Higgins 1626, Santiago de Chile
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1ª edición - 10.000 ejemplares
Octubre de 2014
Inscripción N°: 92.416
I.S.B.N.: 978.956.256.496-0

Impresor: Dimacofi Negocios Avanzados S. A.


Gamero 2085, Independencia
Fono: 225497633
Impreso en Chile - Printed in Chile
Presentación

El Primer Concurso Literario Nacional del Adulto Mayor


“Líneas de Vida”, efectuado por Editorial San Pablo y la
Pastoral Social de Caritas Chile, ha abierto las puertas a
las Personas Mayores para soñar, amar, vivir y enfrentar
su mundo interior con toda la pasión existencial de sus
años pretéritos.

Este proyecto ha traído a nuestro hoy, el respeto por aque-


llos que han acumulado, a través del tiempo, sus escritos
íntimos y los han entregado para su lectura, después de
estar atesorados por años de años.

Los ancianos, tan venerados en la antigua China, pueden


en nuestro País, volver su mirada luminosa hacia este
nuevo espacio que les permitirá seguir la huella de nues-
tros más destacados escritores nacionales. Potenciar y
dar un sentido social a la creación narrativa y poética, ha
sido uno de los importantes factores del buen éxito de los
que visibilizaron este primer paso creativo de los Adul-
tos Mayores premiándolos con la difusión de sus obras.
Importante tarea para los próximos concursantes...

Rosa Ricotti

Presidenta departamento regional metropolitano de profesores jubila-


dos. Coordinadora consejo asesor de mayores, SENAMA.
Presidenta del Jurado, 1er Concurso Literario Nacional del Adulto
Mayor “Líneas de Vida”.

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LÍNEAS DE VIDA

Compartimos con ustedes la alegría de esta publica-


ción que recoge relatos, historias y vivencias de perso-
nas mayores, de diversas partes del país, que acepta-
ron la invitación a participar de este Primer Concurso
Literario Nacional “Líneas de Vida”, visibilizando
de este modo la enorme riqueza que nuestros mayo-
res aportan constantemente al conjunto de nuestra
sociedad.

La promoción de la dignidad y derechos de las perso-


nas mayores, su participación ciudadana, protagonis-
mo, organización y capacidad de incidencia es una de
nuestras líneas de acción, que se orienta finalmente a
la contribución de un desarrollo humano integral, so-
lidario y sostenible, es decir a una sociedad inclusiva,
para todas las edades.

Como parte de esta tarea estamos acompañando a las


organizaciones para fortalecer una imagen social po-
sitiva de las personas mayores, que se aleje de este-
reotipos y prejuicios, y de cuenta de su realidad, como
personas activas, con potencialidades y saberes que
pueden aportar a sus entornos cercanos y al desarro-
llo y cultura de nuestro país. Los contenidos de esta
publicación son una muestra de la valiosa contribu-
ción de los mayores a nuestra cultura.

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Uno de los descubrimientos y aprendizajes de esta
experiencia se refiere la importancia de asumir los
temas de envejecimiento y vejez desde una perspec-
tiva intergeneracional, puesto que la convocatoria a
participar del concurso se realizó a través de redes
sociales, y los y las jóvenes sirvieron de puente para
su difusión entre los mayores, lo que permitió la par-
ticipación de personas de lugares remotos de Chile.

La gran participación en esta primera versión supe-


ró nuestras expectativas, confirmando una vez más el
gran interés que existe entre los mayores de ser toma-
dos en cuenta, compartir y aportar sus miradas para
una convivencia social más humana. Nuestros mayo-
res son memoria, son presente y son la base para mi-
rar y construir el futuro de todos y todas.

Agradecemos profundamente la participación de las


centenares de personas que quisieron compartir con
nosotros parte de su vida, que ha quedado plasmada
en estos textos llenos de humanidad.

Lorenzo Figueroa L.
Director

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Secundino
Julio Reinoso Zárate, 85 años.
Pedro Aguirre Cerda, Región Metropolitana.

El animal tensó los músculos poderosos y en dos im-


pulsos ganó el borde de la quebrada. Contra el telón
de un ocaso de tenues arreboles contrastó, por un ins-
tante, la renegrida silueta de jinete y bestia.

−¡Tatita Cuninooo!

La voz, de un pájaro de angustia, repechó la ladera.


El jinete la reconoció y desde su cabalgadura, algo so-
bresaltado, miró hacia el fondo, entre los cañaverales.

−¡Guainitaaaa!... –llamó a su vez. Clavó espuelas en


los ijares y la bestia saltó quebrada abajo, sentada con-
tra el barranco. Resbalando ancas y manos en el pe-
drerío suelto se iba al fondo de la quebrada, como un
derrumbe, aguijoneado por la espuela que le quema-
ba los flancos. Secundino, amonturado, con las pier-
nas estiradas y firmes en los estribos, había echado a
volar el alma adelante para alcanzar al muchacho. Un
nubarrón de polvo se iba diluyendo en el aire.

Parco, hermético, era un hombre sólido que había te-


nido un poncho de olvido sobre su pasado. Su sole-

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dad tenía tanta edad como los maitenes a cuyo am-
paro había instalado su rancho. La gente del fundo
sospechaba que debía haber llegado desde algún le-
jano lugar, porque sólo de repente, un día se lo en-
contraron como capataz; la vez que se los presentó el
patrón. No era querido ni odiado, pero sí, respetado.
Nada, en absoluto, crecía en el huerto de su cariño.
Cada vez que el menor sentimiento rondó su alma,
había cerrado la puerta con determinación. Bondado-
so era, sin amor e indiferente, sin rencor.

El pozo de ternura que Secundino abriera para el hijo


del patrón fue un oasis que todos admiraron, con di-
ferente actitud, en medio del paisaje reseco de su vida.
Sin embargo, esto último, fue un cariño que creció re-
verdeciente de ternura y lealtad refrescando el alma
de ambos. La excesiva estrictez con que el padre ma-
nejaba el fundo, peonada, casa y familia, abandonó el
florecimiento del cariño que el pequeño encontró en
el consentidor amparo del capataz. Pegado a sus per-
neras de cuero, aprendió a dar sus primeros pasos y
en el nido firme de sus brazos salió a recorrer el cam-
po. Más tarde, en su medio lengua, empezó a llamarle
“Taitita Cunino” y ya no se despegó de su lado.

Un día, a Secundino, se le quebró el silencio. Para él,


el amor, la amistad y la pena, eran para compartir-
los o echarlos a volar. Pero ahora, por única vez en
su existencia necesitaba de un oído para su dolor.
No era comprensión, consejo ni manifestaciones so-
lidarias lo que requerria; solo sentía la urgencia de
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deshacerse, de una vez, de su pasado y el inocente
cariño del niño le brindaba esa oportunidad, sin ne-
cesidad de sopesar valores ni responsabilidades. Lo
sentó en sus rodillas y le dejó caer apaciblemente su
historia, mientras aquél le acariciaba la barba y le cu-
rioseaba los ojos. Venía del Sur. Allá, le había floreci-
do un amor prohibido: Margarita, la hija del maestro.
Desde octavo básico se conocían y habían enraizado
una preciosa amistad que ignoraban, se llamaba amor.
Ello, les encantó las vidas y las almas. Se necesitaban
todo el tiempo que no pasaban juntos y buscaban la
forma de no separarse nunca. Algunas veces, no mu-
chas, hacían las tareas en algún banco del pueblo con
alegría y responsabilidad. Intercambiando miradas
de ternura. En una ocasión, casi al anochecer, contem-
plando el cielo, ella señaló tres estrellas de Andróme-
da. Él pudo distinguirlas.

−¿Cómo sabes eso?

La muchacha, sin responder, lo propuso:

−¿Pongámosle esos nombres a esas lamparitas?

−¡Pero sobra una! −le advirtió.

−¿Esa?... ¡Para cuando nos casemos, pues! –le rió en la


cara su atrevimiento.

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Por el camino de la ingenuidad, habían constelado su
amor.

En ocasiones se acariciaron. La sangre corría distinta,


placentera. En otras, se besaron. Una sensación des-
conocida les electrizó los nervios; hormigas infinitas
transitaban la piel irguiéndoles los vellos.

Cuando el amor ciega, pone dos vendas, una en los


ojos y otra en la razón.

Entonces, la entrega borra los límites. ¡Eso había su-


cedido!

Pasado un largo tiempo, la niña se ausentó por varios


días. Al encontrarse denuevo, ella apenada, le contó.
A causa de algunos malestares que sufriera, sus pa-
dres la habían llevado al médico. Entre todos la pre-
sionaron y se había visto obligada a confesar ciertas
cosas. Terminada su confidencia, se echó a llorar y
corrió hacia su casa. Quedó estatuado, demolido por
dentro, sin palabras.

Desde entonces, la muchacha no volvió y nunca más


supo de ella. Profesor y familia desaparecieron del
pueblo para siempre. Hizo algunas averiguaciones.
De ellas pudo deducir la posibilidad de una incierta
consecuencia inesperada de esa pasión ternura. Así,
Secundino se hizo residencia de una convicción: la
vida sólo le había concedido una orilla muy angos-

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ta de la felicidad. Ahora, asentado en su medio siglo,
empezaba a sentir que el amor por el pequeño y el
que aquel le regalaba, empezaban a reconciliarlo con
su pasado. ¡No estaba dispuesto a perderlo! Era el úl-
timo rincón de cariño que le quedaba. Desde sus rodi-
llas, resbaló el niño hasta el suelo.

−¡Como a un hijo, te quiero, guanina! –musitó para


finalizar su historia y se apretó a él.

Aquellos eran los recuerdos. Pero en el momento, la


urgencia de la situación le obligaba a un esfuerzo su-
premo.

La poderosa firmeza de sus sentimientos, le empujaba


con angustia el alma a rescatarlo del fondo de la que-
brada. Desmontó y lo recogió de entre los matorrales.

−¿Tay lastimao, hijito?...− se desoló. El pequeño se le


apegó al pecho y se abandonó a un reprimido llanto.

−¡Yo tuve la culpa, Taitita. Abrí las trancas y escapó


la yegua! –Sollozaba− ¡Ahí! −mostró− En ese tronco
tropezó y se desembarrancó. ¡Taitita Cunino, mi papá!
¡Tengo miedo!

El hombre callaba apretándole contra su vigoroso pecho.


También pensaba en el patrón. Un dineral en la crianza
y el adiestramiento. Sólo cada cual sabe cuánto, vale un
animal de esa estirpe para un hombre de campo.
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−¡Nunca me va a perdonar! ¡Cunino, nunca!

−Tranquilo, hijito. ¡Yo lo arreglo! ¡Tranquilo, nomás!

Ahora allí, con los saltados ojos enrojecidos; una de las


paletas a punto de abrir la piel lustrosa y las costillas
hundidas, la potranca era una intolerable masa de do-
lor.

El disparo seco, repentino, se fue saltando quebrada


arriba apagando su eco en la lejanía. El estetror de la
bestia sacudió la quietud de los arbustos.

Cuando llegaba a las casas, la madre salió al encuentro.

−Nada, patrona… No pasa nada!.. Sólo que se me que-


dó dormido… −dijo tranquilo y con simpleza, entre-
gando la carga en los brazos maternos.

El patrón volvía del establo, el seño enfurecido. El peón


se apeó del caballo y se le plantó adelante, girando con
calma su sombrero entre las manos. Sereno, informó:

−¡Se me desbarrancó la alazana, patrón!... Un descui-


do… ¡Tuve que liquidarla ahí mismo… no había otra!

De la palidez cadavérica, el amo pasó a al rojo apoplé-


jico de una ira enmudecida.

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−¡Qué va a hacer, patrón! −agregó, dispuesto a pagar
cualquiera consecuencia para proteger al niño.

−¡Ni un día más quiero verte por aquí. Si no, ¡te des-
cerrajo un tiro! ¡Ni un día más!

−¡A la orden, patrón! −Permaneció sólidamente plan-


tado en la tierra.

−¡No, papito!... ¡Tatita Cunico!...−Llegó corriendo y se


le amarró a las piernas. Desprendido con suave fir-
meza por su madre, corrió tras el padre que ya iba
entrando a la casa.

El hombre se alejó a paso lento. Cuando reunía sus


pertenencias al interior de la rancha, un galope apre-
surado la puerta. Enseguida, la voz:

−¡Secundinooo!

−¡mande no más! –Respondió de inmediato, saliendo.

Inclinando su montura encontró al patrón depositan-


do al niño en el suelo. Éste apenas le dejaron libres las
manos del padre, corrió a los brazos del capataz.

Bestia y jinete, recién llegados, dando vuelta en pol-


vorosa, se alejaron hacia las casas del fundo.

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La brisa le llevó al oído, estas palabras que había deja-
do el patrón, sueltas en el aire.

−¡Te quedas, Secundino! ¡El guaina no quiere que te


vayas!

El hombre se tragó la única lágrima, que en su vida,


tantos años tuviera retenida.

En el vano de la puerta, contemplando el paisaje que


apagaba la tarde, sostenía al muchachito dormido so-
bre su pecho. El último cariño, ¡por fin, se le quedaba!

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El Finao Cayetano
Gabriel Antonio Brañas Herrera, 67 años.
Casablanca, Región de Valparaíso.

Las campanas de la vieja Iglesia del pueblo de Casa-


blanca anunciaban las 12:00 hrs., de una fría noche del
viernes 13 de julio, allá por el año 38.

El Tiburcio, el Amadeo y Lucio, el que les cuenta esta


historia, nos disponíamos a retirarnos del restauran-
te “El Sin Nombre” que era de propiedad de doña
Marta Luffi, este quedaba en calle Portales esquina
Roble (Hoy “Dilana”). Montamos nuestros caballos y
emprendimos el regreso al fundo El Principal, donde
trabajábamos por más de 25 años.

Llegando a la curva, cerca del fundo El Refugio, hoy


Agroindustria Madera, el Tiburcio se detuvo y dijo −
Amigos, espérenme un momento, yo pasare a colo-
carle una velita al Finao Cayetano−.

Contaban los antiguos vecinos que este era un viejo


campesino que había vivido toda su vida por estos
fundos y que en una noche de lluvia torrencial, cuan-
do regresaba de haber vendido unos animales en Ca-
sablanca, lo esperaron escondidos en el tupido bos-
que de eucaliptos. Se comentaba por ahí que fueron
dos bandidos que entre medio de las ramas y la oscu-
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ra noche saltaron como dos aves de rapiña encima de
su presa golpeándolo hasta morir y dejándolo aban-
donado en el lugar donde lo encontraron campesinos
que transitaban por esos campos.

Se decía que entre sus manos tenía apretado un cruci-


fijo, Zoilo Riquelme, un viejo campesino que encontró
su cuerpo inerte, volvió a su rancho, saco unas velas
las coloco en el lugar... y desde esos años se había le-
vantado una pequeña gruta que siempre pasaba con
flores y velas encendidas.

Comentaban los campesinos que el “Finao Cayetano”


era muy milagroso, al acercarse a nosotros el Tiburcio
nos dijo −trataremos de no separarnos, miren que en
este trayecto han ocurrido muchas cosas extrañas, se-
gún me contaban mi viejo Q.E.P.D. Por eso, cada vez
que cabalgo por aquí le pido al Finao Cayetano que
me proteja. Ahí me acuerdo que le grité −¡Oiga com-
padre Tiburcio, no se ponga supersticioso! Si por estos
lados no andan ni pájaros... y me reí burlonamente.

Cuando dejé de reírme del Tiburcio, me di cuenta que


cabalgaba solo, mis amigos habían desaparecido.

Continúe mi viaje al fundo esperanzado que aparecie-


ran, pero de ellos no había ninguna seña.

Apuré mi manco y agarró trote, pero lo más extraño


era que seguía en el mismo lugar, como si el tiempo
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se hubiera detenido... no sé cuantas horas pasaron. Lo
único que divisaba en la oscuridad era la luz de la
vela en la gruta del Finao Cayetano que mi compadre
le había encendido con tanta fe.

Muy asustado, me bajé rápidamente del caballo y me


arrodillé pidiéndole perdón por haber hecho risa de
la fe de mi amigo Tiburcio. Mientras hacía esto, el cie-
lo aclaraba y oscurecía. Las nubes viajaban presurosas
en el firmamento. No tengo razón del tiempo que es-
tuve así.

Lo único que recuerdo es que al terminar mis oracio-


nes, estaba llegando a mi rancho un domingo 15 de
julio faltando minutos para las 12:00 hrs., de la noche.

Hoy tengo 77 años y muchas noches me pregunto


¿Dónde estuve esos dos días que me demoré en llegar
a mi rancho?, ya que normalmente de Casablanca al
fundo El Principal echábamos de 2 a 3 horas a caballo.

Con los años, aprendí a no reírme de las creencias de


los demás, y cada vez que cabalgo al pueblo... le pren-
do una vela al Finao Cayetano.

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¡Ni loco que estuviera!
(De la vida real)

Viola Jara Barrera, 83 años.


Los Ángeles, Región del Bío Bío.

La noche caía lentamente. Hacía frío, porque la lluvia


torrencial y el viento huracanado azotaban la cons-
trucción de madera y adobe, que constituían la casa
del fundo “El Olivo”, del que era dueño don Juan de
Dios y que había sido de su familia desde tiempos an-
cestrales.

¡Teresa! Gritó a su esposa don Juan de Dios, Juancho.


Que no se te apague el brasero, porque esta noche
hace frío como diablo. ¿Tan durmiendo los chicuelos?
¿Tarán tapaítos?

Teresa, la esposa de don Juan, era una mujer de me-


diana edad y estatura, la antítesis de su marido, maci-
zo, poco más alto que ella. No tendría más de cuaren-
ta años, pero la ruda vida del campo la hacía parecer
mayor, aunque el brillo de sus ojos y su sonrisa fácil
devolvía juventud a su fisonomía.

Sí, hombre, el brasero ta prendío, y los niños tan bien,


quéate tranquilo, ven, tomémosnos unos mates antes
de acostarlos. ¡Teresa! Sí no juera por vos...

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Sonrió la mujer, y de su rostro se borró un poco el
cansancio del trajín del día. Se sentaron ambos junto
a la pesada mesa de roble, que a tantas generaciones
había acogido en su regazo noble. Sirvió un mate a
su marido, mate perfumado con cedrón, menta, cas-
carita seca de naranja y unas gotitas del fuerte y rico
aguardiente, que el mismo Juan de Dios producía en
su viña regalona. ¡Ah, qué rico, con tanto frío!

Dio varias chupetadas al mate y dijo pensativo. “Y


don Lucas que tiene que venirse esta noche. No creo
que se venga, tendrá que esperar hasta mañana. Con
este tiempo, a ningún cristiano se le ocurriría, andan
por esos caminos, llenos de pantanos, ni menos de no-
che ¡Ni loco que estuviera!”.

¡Toma tu mate, Juancho, el otro me toca a mí!

Así, con el gemir del viento, el gotear incesante de la


lluvia y el mate compartido, pasó media hora.

Bueno... suspiró Juan de Dios, mañana será otro día,


vamos, mujer a descansar que bien merecío lo teni-
mos.

Se dirigieron al dormitorio que, como el resto de la


casa, era una pieza grande, con vigas al descubierto,
piso de tablones anchos y paredes de adobe, forrada
con papel grueso, pintado amarillo claro, todo escru-
pulosamente limpio. Un antiguo mueble ocupaba el
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lado opuesto a la cama, ancha con altos colchones de
lana de oveja, cubierta con una colcha blanca, con fle-
cos de hilo que casi llegaban al suelo; en el aire una
agradable fragancia a rosas y claveles que ella misma
cultivaba en su huerto−jardín, ayudada por Juanita,
que hacía largos años estaba con ellos, desde que su
madre muriera, siendo ella muy pequeña y su padre
partiera a vagabundear por el mundo, buscando me-
jores horizontes, o quizás, tratando de olvidar... sin
que su hija ocupara un lugar en sus planes. ¿Cuánto
hacía de eso? No lo recordaban, pero Juanita tenía casi
veinte años y ya era parte de la familia. La verdad es
que era una hija más y como tal la querían.

Se acostaron lenta y cansadamente. ¡Ah! Qué agrada-


ble descansar al fin de la jornada... Oye vieja ¿le dis-
te de comer al perro? Hay que cuidarlo porque nos
acompaña hartazo. Sí, viejo, quéate tranquilo duerme
más mejor, que mañana hay mucho trabajo.

Ella, se dio vuelta, suspiró y se preparó para dormir.


Juancho, a la luz de la lámpara, se dispuso a contar
por enésima vez las vigas del cuarto. A él costaba más
dormirse, pero cuando lo hacía ni un terremoto lo
despertaba. Bostezó, se dio vuelta y se tapó bien.

¿Por qué ladra “Curiche”? y con furia. Algún animal


que se metió al sembrao. ¡Caramba ¡tendré que levan-
tarme ¡Bah! dejó de ladrar, pero... ahora está gimiendo
¿qué le pasará? Perro cobarde ¿Qué lo habrá asustao?

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Se quedó escuchando, con pocas ganas de levantarse,
ya estaba calientito en la cama.

De pronto, escuchó el trote de un caballo. ¡Qué carajo!


... ¿será don Lucas? No, no creo, ni loco que estuviera,
con este tiempo. Sin embargo, un caballo se acerca, se
detiene. ¡Tiene que ser él!

Juan escucha como desensilla, se levanta, va a avivar el


fuego que todavía debe mantenerse encendido. No des-
pertará a Teresa que duerme plácidamente, él atenderá
a su amigo. Escucha sus pasos, mejor dicho el tintineo
de sus espuelas y el lanzar de la montura al caballete del
galpón. Escarba las brasas que brillan de nuevo, coloca
sobre ellas la tetera, trae pan, queso, charqui, ají y por
supuesto el mate y el aguardiente. Don Lucas debe venir
con los huesos helaos.

Pasan los minutos, demasiados, piensa él ¿por qué de-


mora tanto? Ya debería haber entrado al corredor. Escu-
cha de nuevo gemir a “Curiche” y se alarma. ¿Y si no fue-
ra don Lucas? ¿Si fuera un ladrón? Luego recapacita: un
ladrón no hace ruido, este “Curiche”, tan valiente a ve-
ces y ahora... ¡ni que hubiera visto un fantasma! ¡Buena
cosa don Lucas! tanto demorarse, tan helao vendrá que
no puede ni caminar, “mejor será que vaya a ayudarlo”
Toma la linterna, saca con esfuerzo la tranca de la puerta
y al abrir, encuentra a “Curiche”, su perro negro como la
noche, hecho un ovillo, con los pelos erizados y gimien-
do lastimeramente, que se apega a él con desesperación.

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Lo acaricia atónito y alumbra al galpón ¡nada! No se
ve nada. El portón está tan cerrado como lo dejara al
recogerse no hay huellas en el terreno blando por la
lluvia, donde el menor roce dejaría una marca.

Juan de Dios comienza a entender el terror de su perro


y a sentir miedo también él. ¿Qué es esto, por Dios? Si
él escuchó nítidamente el trote del caballo, el sacar la
montura, el tintineo de las espuelas, los pasos de una
persona y el tirar la montura al galpón...

Sacando fuerzas de flaqueza, da unos pasos tironean-


do a “Curiche” que se arrastra para no avanzar y trata
de no despegarse de las piernas de su amo. Alumbra
con la linterna hacia el galpón, pero no se ve signo al-
guno de presencia humana, sólo algunos ratones que
huyen despavoridos ante la inusitada intromisión
del amo en sus posesiones en que a esta hora viven
y conviven sin más problemas que cuidarse del gato
de la casa, que es su tradicional enemigo... pero flojo
de puro regalón, así que no hay peligro. Fuera de eso
todo es oscuridad y quietud. La lluvia y el viento no
han dejado de sentirse... ¡qué es esto, Dios mío!.. Lu-
chando contra el miedo y avanzando apenas, como si
los pies le pesaran una tonelada, dio la vuelta a la ca-
sona, arrastrando del collar al perro, que, con la cola
apegada al cuerpo tiritaba sin dejar de gemir, con el
terror impreso en la mirada.

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¡Nada, ni una huella, ni una señal, nada! A pesar del
frío, transpiraba y temblaba también. Trató de apurar
el paso, entró rápidamente en la casa y “Curiche” pe-
gado a él. Le dio lástima dejarlo afuera en su casucha
y lo dejó entrar; dentra amigo y de paso me acompa-
ñái, que harto necesito compañía. Tuvo el suficiente
autocontrol para enterrar en la ceniza las brasas, que
brillan de nuevo, retiró la tetera que hervía, levan-
tando el vapor, la tapa que producía un ruido acom-
pasado y alegre. Tapó, tembloroso todavía, el pan y
los agregados y se dirigió al cuarto, donde sus dos
hijos dormían plácidamente, ajenos a la dramática e
inexplicable aventura vivida por él y su perro, el que
no se había separado de su lado en ningún momento.
Acarició a sus hijos con suavidad, a pesar de la rudeza
de sus manos, los tapó bien y salió. Teresa también
dormía, al parecer, sin haber sentido nada. Se acercó a
la ventana, atisbando a la luz de la linterna. Todo era
silencio y quietud. La lluvia y el viento habían amai-
nado un tanto. Volvió a su cama, silenciosamente y se
tendió sin desvestirse, dejó que “Curiche” se echara
en el choapino, no le habló para no despertar a Teresa,
pero, lo acarició, gesto que el perro agradeció lamién-
dole la mano. ¡El perro el mejor amigo del hombre!
¡Qué cierto era eso!...

Ahora, trataría de dormir. Se dispuso a contar la vigas,


trajo a la memoria el recuerdo de situaciones felices como
el recuento de sus ovejas preñadas, la compra reciente
del estupendo jeep nuevo, los proyectos del ensanche
de... en fin. Pero, nada le resultó, el sueño se negaba a
28
venir. Envidió a Teresa que, a su lado, dormía con la paz
de la conciencia tranquila y también del cansancio del
día. El reloj parecía haberse detenido, cuando lo único
que él quería, era que pasara pronto la noche para tratar
de explicarse lo sucedido a la luz del día. Ensayó recor-
dar las oraciones de su niñez: “Padre nuestro, que estás...
Santa María madre de Dios, ruega... Se quedó un poco
traspuesto, pero despertó sobresaltado al creer oír un ga-
lope de caballo, se sentó en la cama, escuchando asusta-
do, pero sólo percibió el silencio. Había dejado de llover,
aunque el silbido del viento entre las hojas de los árboles
se oía lúgubre. Oscuridad total, como si fuera invierno,
pensó Juancho. ¡Qué noche, tan, tan larga! Volvió a la
cama y Teresa se dio vuelta despertando.

¿Qué pasa, no podís dormir?

No, no puedo.
¿Por qué? Quiso saber ella.

¡Qué sacaba con contarle! Sólo conseguiría asustarla y


ponerla nerviosa. Así que le contestó: “No sé, no tengo
sueño”.

¿Querís una agüita de naranjo con tilo? Todavía debe ha-


ber brasitas pa calentar el agua.

Buena idea, pero quédate aquí no más, yo lo haré. No,


no; sí, sí... total fueron los dos al comedor. Teresa buscó la
taza, el tarro de las hojitas y el azúcar, mientras él avivó
29
el fuego y calentó el agua en la vieja tetera azul con flores
blancas y amarillas.

Pronto estuvo todo listo y ambos tomaron una recon-


fortante taza de infusión que tranquilizó los nervios
del hombre. Importante fue también la compañía de
su mujer: ¡Teresa, si no fuera por ti!.. Volvió a sonreír
ella, como en la tarde, y dijo: ahora podrás dormir,
viejo, esta agüita es milagrosa.

Efectivamente, al poco rato sus párpados se pusieron


pesados y poco a poco el sueño lo fue invadiendo. Se
olvidó del miedo, aunque algo tenía que ver también
la presencia consciente de su esposa, que siempre lo
apoyaba completamente y su perro, fiel “Curiche”,
aunque cobardón también el mari...nero. Igual que
yo, se dijo, ante lo inexplicable y misterioso.

Se desvistió, ahora durmió bien el resto de la noche


y al despertar, se deslumbró ante la presencia del sol
primaveral. Miró la hora, casi las ocho, ¡cómo había
dormido! Teresa no estaba ya en la cama, la sintió en
el comedor entre un alegre ruido de vajilla que ella
ordenaba en la mesa, un rico olorcito a mate y pan ca-
liente que Juanita traía desde la cocina. Se escuchaban
alegres las risas cantarinas de sus hijos a quienes su
madre hacia callar: “callen, callen, que su padre dur-
mió muy mal anoche, déjenlo descansar”. ¡Teresa, si
no fuera por ti!...

30
Saltó de la cama, se levantó rápidamente vaciando el
agua de la jofaina al lavatorio que permanecía siem-
pre dispuesto, en el mueble en frente de la cama ma-
trimonial. Un espejo, sus útiles de afeitar y toalla lim-
písimos, completaban el rincón del aseo.

De pronto... ¡Qué carajo! El galope de un caballo, se


detiene, hombre a tierra, tintineo de espuelas, relin-
cho, ruido de montura, estribos...

Se asoma a la ventana, y ¡allí está su amigo Lucas,


desensillando! Sale a la carrera y antes de saludarlo
siquiera, le grita: “Don Lucas, usted no... se queda en
suspenso, no se burlará de él, de sus angustias ¿enten-
derá lo que pasó anoche?

¡Hola, don Juan de Dios! ¿Cómo la ha ido con este


temporal tan re jodía? ¡Puchas!

Yo pensaba venirme ayer pero... Juancho lo mira de


reojo, pero no se atreve a preguntar. Finamente le dice
vacilando: Seguro que... que no se... ¿no se pudo venir
ayer? Chis... con ese temporal y oscuridad, capacito
que me hubieran salío a penar las ánimas... ¡NI LOCO
QUE ESTUVIERA... puh!

31
Café para dos
Sergio Smoje Martínez, 77 años.
Río Bueno, Región de los Ríos.

El joven Nicolás Pistich guiaba cautelosamente su


vieja voiturette Chrysler, tratando de mantenerse so-
bre el centro del camino escarchado. A pesar de ello,
al afrontar una curva, el vehículo derrapó fuera de
control terminando por incrustarse, indemne, contra
un montón de nieve blanda acumulada en la orilla.

El piloto detuvo el motor del automóvil y miró ha-


cia la blanca inmensidad de la pampa. Estaba en un
camino secundario a unos 40 kilómetros de Punta
Arenas, con la temprana noche del invierno austral
ya insinuada en las sombras que comenzaban a oscu-
recer el cielo patagónico. Si bien era una situación que
podía complicarse por lo imprevisible del clima, Ni-
colás solamente la juzgaba como fastidiosa. De hecho
podía seguir en ruta pues, aunque carecía de cadenas
para la nieve, contaba con dos tramos de cuerda que
ya en otras ocasiones había utilizado para mejorar la
tracción de su máquina. Solo que, para adujarlas en-
tre los rayos de madera de las ruedas, había que le-
vantar el auto y tenderse sobre la nieve acumulada,
lo cual nada tenía de atractivo. Dudó un instante y
luego, abrochando cuidadosamente su chaquetón de
invierno, salió al exterior y rápidamente puso manos
33
a la obra. En la soledad de ese vasto territorio no era
prudente esperar auxilio fortuito de otro vehículo que
viajara por la misma vía.

A pesar de todo, contraviniendo la tendencia de las


probabilidades, sorpresivamente y también con rum-
bo a la ciudad, apareció un magnífico cupé Buick,
esparciendo nieve con estrépito de cadenas. Se detu-
vo delante del Chrysler y prontamente apareció su
conductor para ofrecer auxilio.

Nicolás salió de su incómoda posición bajo el auto y


observó al recién llegado. Era un conocido abogado de
la ciudad. Tal vez de unos sesenta años, vestido al uso
citadino con un elegante abrigo, camisa blanca, cor-
bata y finos zapatos. ¡Vaya!, pensó para sus adentros,
este caballero podría estar más necesitado de ayuda
que yo. Sin exteriorizar sus impresiones y apreciando
el gesto solidario, le respondió amablemente.

−Gracias, señor. Solo me sorprendió el brusco descen-


so de temperatura que se produjo después del medio-
día, congelando el agua −nieve del camino y deján-
dolo muy resbaladizo. Con este artificio de cuerdas
podré llegar sin novedad a Punta Arenas.

El hombre del Buick advirtió que su interlocutor solo


era un muchacho que apenas sobrepasaría los 18 años
e insistió con auténtica preocupación.

34
−¿Estás bien seguro de no necesitar ayuda?

Nicolás se sacó los guantes, los sacudió para librarlos


de los restos de nieve adheridos a las palmas y se los
volvió a poner.

−Mire usted contestó, yo soy mecánico y estoy acos-


tumbrado a estos caminos. Además mi auto −aunque
antiguo− es muy confiable. En serio, no se preocupe
por mí.

El hombre del abrigo se encogió de hombros.

–Bueno, concluyó, entonces sigo viaje. Y volvió hacia


el Buick.

Pero no iba solo. Le acompañaba su hija, adolescente


de prometedora belleza, amable, simpática y, cierta-
mente, muy consentida.

−¿Qué le pasaba al joven del cacharrito? pregunta ella


simulando un vago interés, aunque en realidad había
observado curiosamente al Chrysler y especialmente
a su piloto, a través del espejo retrovisor.

−Nada. No tiene avería alguna. El chico que lo condu-


ce le está poniendo unos cordeles a las ruedas porque
no tiene cadenas para la nieve. El muchacho es mecá-
nico y parece desenvolverse muy bien, de modo que
no hay cuidado.
35
−¡Papá! exclamó la joven, si afuera hace un frío tre-
mendo.

− Cierto, contestó este. Siquiera 15 grados bajo cero y


todavía bajando.

−No nos vayamos aún, rogó la chica. Tenemos un ter-


mo con café y podemos ofrecerle una taza a ese joven.

− Me ha parecido una persona muy competente y no


creo que necesite ayuda, comenzó a decir el padre, en
un intento por negarse a la petición. Dudó un instante
y luego agregó con tolerancia: −de acuerdo, dame ese
bendito termo, de lo contrario no me vas a dejar en
paz.

Dicho esto volvió al Chrysler. El muchacho estaba re-


cogiendo sus herramientas y ligeramente sorprendi-
do atinó a preguntar: −¿Sí?

−Traigo un termo con café caliente y mi hija ha pensa-


do que no te vendría mal una taza.

–Espere un minuto a que guarde mis herramientas.


Pero acompáñeme dentro del auto. Estaremos mejor y
tengo una petaca con whisky para agregarle una pun-
ta al café.

Cobijados en la cabina, ligeramente temperada por


el calor, que aún conservaba el gran seis cilindros del
36
Chrysler y charlando amigablemente, acabaron de be-
ber la potenciada infusión cuando ya la noche estaba
encima. Luego, cada uno en su vehículo, prosiguie-
ron viaje sin distanciarse demasiado. Ya en la ciudad
se apartaron con un breve toque de bocina, siguiendo
cada cual su propio rumbo.

Parecía haber sido uno de esos encuentros que sue-


len ocurrir en la soledad de los caminos patagónicos.
Trascendentes y fraternos durante unos minutos y
luego desvanecidos en el devenir de los tiempos y de
las eventualidades del quehacer cotidiano.

Pasaron los años. El Buick dejó de verse en las calles


de la ciudad y el Chrysler quedó acumulando polvo
en un rincón del Taller Mecánico Pistich. En el cambio
generacional Nicolás continuó con la empresa fami-
liar y la pequeña anécdota del camino a Mina Rica
pareció definitivamente olvidada.

Hasta que un domingo de primavera en que visitaba


el Cementerio de la ciudad, Nicolás advirtió casual-
mente un nombre conocido, grabado en la placa de
mármol de una sepultura. Se detuvo un instante y
mientras observaba la sobria construcción, fue inte-
rrumpido por una voz que se expresó con el fácil tu-
teo magallánico.

−¿Conociste a mi papá?

37
Nicolás se volvió hacia quien le hablaba, viendo a una
mujer alta, de rostro agraciado, relativamente joven.

−Más que conocerlo le debo un gran jarro de café que


me convidó una vez en la huella, hace de ello mucho
tiempo, respondió.

La mujer lo examinó cuidadosamente.

−¡Tú eres el muchacho que estaba detenido en el ca-


mino a Mina Rica! exclamó. Yo iba con mi papá en
el Buick. Él nunca olvidó el trago de whisky que le
ofreciste en esa ocasión. Le cayó como un regalo del
cielo porque nosotras, quiero decir mi mamá y yo, lo
vigilábamos constantemente. Y es que, por su salud,
le estaban prohibidas las bebidas alcohólicas. Hace
bastante tiempo de eso, agregó meditativamente.

−Recién había terminado la Segunda Guerra Mun-


dial, acotó Nicolás. Han pasado… 15 años. Hizo una
pausa y sin pensar lo propuso: hagamos una cosa, si
no tienes otro compromiso te invito a un café exprés
en el Café Roca. Así podríamos conversar un rato.

Parece ser que ninguno de los dos tenía otro compro-


miso y sí mucho que conversar. Lo cierto es que, cua-
renta años después, todavía concurren al Café Roca.
Algunas veces en un reluciente y ahora restaurado
Chrysler de 1930, otras en un imponente cupé Buick
de 1946. Y, cuando el frío del invierno se deja sentir
38
sobre sus ahora viejos huesos, Nicolás pide que a su
tasa le agreguen una ración generosa de su whisky
preferido. En memoria de mi suegro, dice en esas oca-
siones, con sutil picardía.

Ella sonríe y cierra los ojos. Evoca la imagen de un


muchacho vestido con un grueso chaquetón, al cual
atisbaba a través del espejo retrovisor del Buick. Pero
calla; no quiere confesar que en sus sueños de ado-
lescente estaba, persistentemente, la visión de dos an-
tiguos autos. Dos autos detenidos en la nieve y una
ocurrencia genial: ofrecer café a un muchacho... ino-
cente víctima de su intuición femenina.

39
Nunca es tarde
María Patricia Franco Müller, 78 años.
Maipú, Región Metropolitana.

El anciano entró en la habitación y cerró la puerta, sen-


tándose luego junto a su mujer.

−Mire Virginia, hay algo que quiero decirle, es solo un


detalle pero no había encontrado la ocasión propicia.

Usted bien sabe que no soy de quedarme callado y este


asunto viene de muy atrás.

Nosotros no tuvimos hijos, pero entre sobrinos y ahija-


dos se armó un buen contingente que no deja aún de dar
molestias y preocupaciones, aunque usted solo le haya
visto el lado bueno. Para mí el asunto ha sido una mo-
lestia, le diré, mire que programando regalos por esto y
lo otro, ayudar al pago de los estudios de unos buenos
para nada, lidiar con los problemas de conducta de una
niñita que salió lanzada, y de hacerse cargo de otro que
resultó malo de la cabeza. Ya ve lo que le pasa a usted
con los problemas ajenos, se los toma a la tremenda y la
han tenido en un ay.

Bueno, a lo que iba. ¿Se acuerda Virginia cuando se co-


menzó a preguntar por qué no podía tener descenden-

41
cia? Usted siempre tan ilusa, había imaginado que jun-
taríamos unos siete chiquillos por parte baja, como esos
demócratas cristianos tan pechoños como fue su padre.

Pasaba el tiempo y nada, hasta que armó toda esa bo-


lina que había que consultar a un profesional. Para
qué, dije yo, si el Señor no nos ha dado hijos, sus razo-
nes tendrá y no hay motivo para andarle buscándole
el cuesco a la breva. Pero tanto me porfió que fuimos
a la consulta de su tío médico, ese que era profesor en
la Católica.

A usted la revisó entera y hasta se metió conmigo, por


lo que me vi obligado a someterme a exámenes bo-
chornosos que ni le cuento. En fin, le seguí la corriente
para dejarla a usted tranquila.

Poco tiempo después, su tío me llamó a la consulta


y cuando le pregunté qué diablos le pasaba a usted,
me dijo que el problema lo tenía yo. Quedé de una
pieza. Explicó que mis espermatozoides como les di-
cen, no tenían suficiente viabilidad y era casi impo-
sible que usted quedara en estado. No lo pude creer
al comienzo. Para mí eso fue el acabo del mundo. Él,
que no era tonto, se dio cuenta de la situación y en-
contró remedio a un problema tan embarazoso, (por
decirlo de alguna manera). Nos pusimos de acuerdo.
Él la citaría para explicarle que su sistema reproduc-
tivo presentaba una malformación no operable, pero
completamente benigna, pero que nunca podría que-

42
dar esperando. Usted entiende pues Virginia, para un
hombre eso es un asunto de honor, en cambio en una
mujer no es para tanto. Además con eso se libró usted
de los peligros de los partos, de las indecibles moles-
tias que nos habrían traído guaguas gritonas que no
nos iban a dejar dormir y que nos amarrarían la vida
hasta ahogarnos con sus exigencias y… que la iban a
dejar a usted gorda como una vaca.

Al comienzo, usted lo tomó harto mal ¿recuerda? Se


sentía culpable de no poder darme hijos y tener una
familia grande como era su propósito al casarse. Has-
ta se fue quedando en los huesos por no comer y an-
dar gimoteando todo el día. Hasta yo me preocupé y
estuve a punto de contarle que la culpa no era suya,
aunque eso no iba a remediar la cosa y hasta hubiera
sido para peor.

Esa vez su cordura se impuso y salió de esa histeria


ridícula pues mujer, pero también ahí comenzó su ob-
sesión por los sobrinos que iban naciendo y los comen-
zó a guaguatear como si fueran suyos. Sus hermanas
felices, claro. Más adelante fueron los apadrinamien-
tos y todo el gastadero, pero usted jamás fue otra vez
la mujer con que me casé. Todo el día tristona, con la
autoestima por el suelo, sin interesarse en nada más
que en los dolores de cabeza que dan un montón de
parásitos. Esa no es vida para ningún hombre de bien.
Entonces, y para colmo, usted se enfermó de veras.

43
Bueno pues Virginia, usted ha sido una mujer correcta
a pesar de todo y por eso he querido contarle lo que
tenía atravesado desde hace tiempo.

Ahora ya lo sabe y me puedo quedar tranquilo.

Se sintió un golpecito en la puerta.

Con permiso don Ernesto, vienen de la funeraria a


sellar el ataúd.

44
¿Y cómo lo va a hacer
con el tratamiento?
Armando Mando Aravena Arellano, 67 años.
Providencia, Región Metropolitana.

−¿Don Jorge?

El hombre continuó con la vista y todos los sentidos


puestos en la enorme fotografía de la revista, que ex-
hibía con singular desparpajo las exuberantes formas
de la joven actriz de televisión. Sus ojos iban y venían
de la imagen al texto y de allí de nuevo al titular:

“VOLVÍ DEL INFIERNO”.

−¡Don Jorge!

Sólo en ese instante, se percataba que era a él a quien


hablaba la joven secretaria desde el mesón de la re-
cepción.

−¿Sí?

−¿Puede acercarse un momentito por favor?

Se aproximó sin estar seguro aún que era a él a quien


se requería.

45
−El doctor Cornejo dice si puede pasar a conversar
con él.

Antes que pudiera salir de su asombro y de la mu-


dez que la incertidumbre le causara, la joven se había
puesto de pie y caminaba por el pasillo obligándola a
seguirla.

−Asiento señor –dijo el médico luego de estremecerlo


con su rubicundo apretón de manos.

El hombre se sentó con indisimulable rigidez. Sólo


después de un instante comenzó a recorrer con la vis-
ta los diplomas y demás reconocimientos que copa-
ban casi por completo los muros de la consulta. Un in-
hibido estremecimiento sintió al descubrir la delicada
lencería femenina ordenada sobre una silla contigua.

−Su señora está muy nerviosa, por eso lo mandé a


llamar.

El hombre tan sólo sonrió tímidamente.

−Quiero que usted, como hombre entienda que lo


que ella tiene no es grave. O al menos hemos descar-
tado un cáncer que es lo que ella suponía –el locuaz
facultativo hablaba casi sin mirarlo, alternando su
discurso con la completación de la ficha de la mujer–
es tan sólo una fibroquistosis, bastante común hoy en
día producto de múltiples factores asociados al tipo
46
de vida actual. Puede ser la dieta, el stress, la vida
sedentaria y algunas otras cosas que enseguida le voy
a detallar.

El hombre clavado en su silla no articulaba palabra


alguna. La avasalladora verborrea del médico apenas
le permitía seguirlo con el pensamiento.

−Por favor –venga usted, quiero que vea esto.

El visitante se puso de pie como un autómata y se


instaló junto al médico.

−Hola –dijo cuando se encontró con la joven mujer


tendida sobre la camilla, que con sus brazos cruzados
trataba de cubrir su busto.

−Además que esta dama es sumamente tímida –dijo


el doctor retirando los brazos de la joven para dejar a
la vista su bello y agraciado busto.

El hombre comenzó a mirar subrepticiamente y a ner-


viosos intervalos lo que el médico le estaba mostrando.

−Mire, toque aquí. Ponga así su mano.

El aludido luchaba por dominar su rigidez. Estiró su


mano y la acercó nerviosa al sitio indicado. Antes cru-
zó una mirada con la mujer como pidiéndole permiso

47
para hacerlo. La suavidad del tejido de aquella piel
tan suave y sedosa lo hicieron estremecer.

−Aquí por ejemplo; ¿encuentra que esta zona está


más dura? Tóquela, recorra toda la mama y me dice.
Con suavidad eso si, pero toque y compare las dos
mamas y observe si existe alguna diferencia entre las
dos zonas. Hay lugares más duros ¿no es cierto?

El hombre pareció estar en otra dimensión. Sólo des-


pués de un instante asintió tan sólo con la cabeza.

−Eso es lo que pasa pues mi amigo −dijo el médico


volviendo a ocupar su lugar tras su escritorio.

−Vístase nomás señora.

−¿Y qué habría que hacer para eso doctor? −por pri-
mera el hombre hacia escuchar su voz.

−Eso es lo que me interesa conversar con ambos −dijo


cuando los tuvo en frente de su escritorio.

−La solución más adecuada, natural y recomendable


es que se pongan en campaña para tener un hijo.

Ninguno de los dos se atrevió a mirarse la cara. Tan


sólo permanecieron en silencio.

48
−Y si eso no está en sus planes, yo creo que ustedes
necesitan aumentar la cantidad y la calidad de sus
relaciones amorosas. Entiéndase, amorosa. Me estoy
refiriendo específicamente al masaje íntimo que usted
señor va a tener que realizar cada noche a su mujer.
Este es un problema típico de las parejas actuales que
hacen el amor a medias, apurado, discutiendo etc.
Háganlo relajados. Usted señora, también tiene que
acariciarlo a él. Dediquen más tiempo a la estimula-
ción. Se van a acordar de mí. Así que sigan mi consejo
y los estoy viendo en quince días más con los exáme-
nes que le indico en la receta.

El médico se puso de pie obligándolos a seguirlo has-


ta la puerta.

−Así que ya saben, en quince días más los espero por


aquí. Hasta luego.

Caminaron en silencio hasta la calle. Sólo cuando se


hubieron alejado lo suficiente del centro médico la
mujer se detuvo.

−Esto es lo más bochornoso que me ha ocurrido en


mi vida. Siento una vergüenza atroz. Jamás pensé que
esto iba a darse de esta manera. No quiero verle la
cara nunca más. ¿Cómo es posible?

La mujer le hablaba de espaldas para demostrarle su


verdadera desazón. Mientras el hombre seguía estu-
49
pefacto la escena sin saber que decir ni que hacer en
ese instante.

−Pero fue usted la que me pidió que la acompañara.

−Sí, si eso lo tengo muy claro, pero nunca pensé que


iba a suceder todo esto.

−Pero podría haberle dicho que había venido sola.

−No. En cuanto entré lo primero que hizo fue pregun-


tarme con quién había venido. Yo le dije a usted Rodrí-
guez que necesitaba que me acompañara porque todo
el mundo sabe que él es un fresco de mierda. Perdón,
Rodríguez, pero estoy tan confundida. Entonces yo le
dije ando con mi marido. Pero después de examinar-
me llamó a la secretaria para que lo hiciera pasar, pero
yo no le podía decir en ese momento que usted era el
junior de la empresa. Además, nunca pensé que lo iba
a hacer pasar para eso.

−Sí pues señorita María Teresa, cuando yo le pregunté


que porqué no iba a ver otro médico, usted misma me
contestó que él era el mejor especialista y que para lo
único que me quería era para que la esperara en la
sala de espera.

−Pero qué vergüenza Rodríguez, le juro que se me cae


la cara de vergüenza −dijo ella sin lograr evitar la alte-
ración que la situación le producía.
50
La mujer comenzó a caminar. Unos pasos más atrás se
instaló el hombre. Sólo al llegar a la esquina él se atre-
vió a preguntarle lo que todo ese rato había estado
pensando: ¿Y cómo lo va a hacer para el tratamiento,
señorita María Teresa?

51
Arrepentimiento tardío
William Huerta González, 82 años.
Viña del Mar, Región de Valparaíso.

En el corazón de cualquier joven se graban en su pe-


cho como con letras de fuego destructor, la incom-
prensión y el desamor cuando emergen fatídicamente
arrebatándole la alegría del vivir.

Una joven sentada en el fondo de su jardín con la tris-


teza dibujada en su rostro sin poder contenerse habla
consigo misma: …Cómo olvidarme si mi madre mu-
rió cuando yo nací, según me lo ha reprochado infini-
dad de veces mi padre, culpándome de la muerte de
mi propia madre a quien amo intensamente aunque,
nunca tuve el enorme privilegio de verla y ser acari-
ciada por ella, sintiendo en su ser como ella me brin-
daba su amor.

“Así mi niñez y juventud transcurrieron siempre con


mi padre ausente por su trabajo, siempre evitando
mi compañía o mi presencia. Sin haber recibido nun-
ca una muestra del amor de un padre hacia su única
hija”.

En su ausencia, siempre bajo la fría mirada de una


institutriz que me hacía sentir más sola y abandonada
por mi propio padre. Hasta que un día, con mucha
53
alegría vi llegar al jardinero que nos cuidaba el jardín,
con un niño casi de mi misma edad y sin saber cómo,
apenas nos vimos, ya estábamos jugando y riéndonos
y fue así como la monotonía de mi vida, se hizo mu-
cho más llevadera sin mi madre.

Ese fue el comienzo de una amistad, que con los años


fue creciendo entre David y yo. Una amistad sincera
y leal que pareció como si un nuevo sol iluminara mi
vida e hiciera que nuestros jóvenes corazones sin dar-
nos cuenta siquiera, latieran al compás del amor.

Sí, fue algo así, como si en el camino del fuego acari-


ciante del amor nos hubiese encontrado envolviéndo-
nos a los dos. Fue como si en el horizonte de nuestras
vidas, hubiese surgido el arcoíris de la felicidad y el
consuelo, lo que para nosotros indicaba que el amor
debía acrisolarse uniendo nuestras vidas, porque jun-
tos seriamos felices por toda el resto de la vida, qui-
zás trayéndole con ello conformidad a mi padre por
la partida de mi madre, ayudándole a dejar atrás su
amargura, dándole un poco de consuelo a su corazón
herido, como me lo decía constantemente.

No sé cómo mi padre no se dio cuenta que a través


de los años algo había crecido entre David y yo, pero
siempre esperanzados de que él, compartiría nuestra
felicidad, convinimos con David en ir hasta su oficina
a pedirle permiso para casarnos.
−Tú ¿A qué vienes? Mi secretaria me dijo que venías

54
sola y ¿Quién es esta persona que ha entrado a mi
oficina sin permiso?

Estas fueron las cortantes palabras de mi padre al


verme con David.

−Papá él es David, él es hijo de Don Francisco.

−¿Qué hacen aquí?

Creí morir. No podía creer que el que estaba sentado


en el escritorio era mi propio padre enardecido con
rostro de piedra y como un verdugo. Nunca podré
olvidar su rostro irradiando ira, desprecio, odio a su
propia hija.

Sí, ése fue el saludo que dijo mi padre al vernos entrar


a su oficina con David.

−Papá. Solo hemos venido a pedir tu permiso para


casarnos.

Yo sólo tenía 19 años de edad y David 21, pero nos


parecía que nos amábamos desde siempre. Sí, ese fue
nuestro sueño que mi papá rompió sin compasión.

−¿Tú llegas hasta mi oficina con semejante estupidez?

−Bueno, no era de esperarse menos de ti, que llevas

55
en tu conciencia, si es que la tienes y si no es así, ten
siempre presente que llevas en el flujo de tu sangre,
la muerte de tu propia madre, arrebatándome con tu
nacimiento el amor de mi vida.

−Cada vez que te veo, se me vuelve a abrir la herida


que tantos años he llevado enclavada en el corazón.

−Siquiera tuvieras un poquito de la nobleza de sen-


timientos de tu madre. En cambio, solo tienes en tu
cabeza y en tu corazón basura.

−Te voy a recordar una vez más, el amor verdadero de


tu madre, la nobleza de mujer que demostró cuando
estaba embarazada y esperaba una hija, una verdade-
ra hija y no a ti.

−Siempre llevo grabado en mi mente y en mi corazón


el día que fuimos al Doctor para que la examinara y
le advirtió:

−Señora Cristina, con mucho respeto a sus creencias,


al amor de una mujer que espera una hija, debo de-
cirle con mucha franqueza y tristeza compartida que
para usted es imposible dar a luz, ya que es seguro
que el precio que deba pagar por la hija que espera,
sea su propia vida.

−Recuérdalo siempre Martina que pese a que su vida


estaba envuelta, Cristina, no dudó ni un minuto en
56
contestarle: Doctor, si es mi vida el precio de la vida
de mi hija, con placer se la doy, si Dios lo quiere así.

−¿Cómo podría yo, su madre, ser la asesina de mi


propia hija. Arrebatándole su derecho a nacer?

−Amo intensamente a mi esposo, siento que se me


abre el corazón solo el pensar que la muerte nos pue-
da separar, pero sé que Daniel también me ama tanto
como yo a él y que me comprende en mis sentimien-
tos más íntimos y porque verdaderamente espero con
mucha fe, que la presencia de nuestra hija, forjada en
el nido del amor, podrá curar las heridas que le cau-
sen mi partida.

−Sí, Martina, tú eres la causante de mi desgracia, la


asesina de tu propia madre que cegada por el amor al
ser que tenía en sus entrañas, no te negó el derecho a
nacer y ahora tú ¿Tratas de hacer con tu padre lo mis-
mo que hiciste con tu madre?

−Y ahora tienes la desvergüenza de presentarte en mi


oficina, pidiendo permiso para casarse con el hijo de
mi jardinero. Claro, sólo demuestras lo poco que va-
les.

−Me dan asco los que solo tienen basura en el cora-


zón. Ahí está la puerta. Váyanse.

57
Minutos después, la secretaria encuentra a su jefe ful-
minado de un ataque al corazón con su rostro sobre una
carta manuscrita sin terminar:

−Martina: No te imaginas lo que me cuesta encontrar


las palabras apropiadas para dirigirme a ti como un
padre que nunca se demostró como tal para ti, porque
tan solo al verte, se me abría la herida que continúa
sangrando en mi pecho por tu madre, el amor de mi
vida y que cada día que pasa, me doy cuenta que mi
amor por Cristina no ha muerto ni nunca morirá pase
el tiempo que pase.

−Aunque tarde, me doy cuenta que desde el comien-


zo, debí tener en mi corazón y pensamiento los mismos
sentimientos que tuvo Cristina para ti, porque eso po-
dría haber hecho mi vida menos desgraciada, porque tú
serías el puente que siempre me mantendría junto a tu
madre haciéndome la vida más soportable. Martina, tu
mirada es la de Cristina. Tus ojos son sus ojos, en la ca-
lidez de tus palabras, cierro los ojos y estoy escuchando
a mi amada Cristina, tu rostro es el de Cristina cuando
la conocí y me enamoré y ahora quizás tarde, me doy
cuenta que mi corazón me engañó endureciéndose con
tan solo verte, en vez de abrirse ante mi hija, que es el
preciado tesoro sagrado que me dejó como su recuerdo.

−Perdón Martina, por fin he recobrado el juicio. Espero


no sea tarde para que el amor de Cristina, nos una en lo
que me queda de vida.

58
−Sí, Martina es tu mamá quien le ha hablado a mi co-
razón asegurándome que tu presencia aliviaría mi do-
lor por su alejamiento, haciéndome volver la cordura,
reconociendo lo equivocado que ha sido mi proceder
para contigo, el único recuerdo que me queda de mi
adorada Cristina, tal como ella me lo aseguró antes
de morir.

−Sí, Martina, en tu sonrisa, en tus ojos, en tu mirada


están los ojos de Cristina, tu voz es una dulce evoca-
ción de tu madre. Cuánto la quiero y la seguiré que-
riendo siempre, nunca me conformaré con haberla
perdido, mi vida trascurre con mi mirada siempre ha-
cia lo alto, buscándola desesperadamente para decirle
cuánto la quiero y que mi vida está vacía sin ella y que
la soledad que llevo adentro sin su presencia, me está
desgarrando el alma.

−Qué ciego he sido al no darme cuenta, que mi corazón


herido por la partida de Cristina, me engañaba, porque
teniéndote junto a mí, también tendría a tu madre, mi
inolvidable Cristina. Y así teniéndote junto a mí, tam-
bién estaría la alegría y la razón de mi vivir. Perdón
Martina es mi corazón que me ha hecho naufragar en
el mar del amor que un padre debe tener por su hija.
Este mismo corazón hecho trizas es que ahora arrepen-
tido quiere salirse de mi pecho y decirte….Perdón.

Al día siguiente:

59
el “matutino”:
un conocido magnate de las finanzas. cae fulminado
de un ataque al corazón con una carta inconclusa en
sus manos donde se habría leído solo “perdón” poco
antes se suicida su hija martina y el joven david, el hijo
de su jardinero.
un profundo misterio rodea sus muertes.

60
Las sorpresas de la vida
Irma Naranjo Garrido, 73 años.
Copiapó, Región de Atacama.

Infinidades de veces había querido buscarle conversa-


ción a un hombrecito que caminaba a diario, por las
calles copiapinas, acompañado siempre por tres pe-
rros. A veces, lo encontraba sentado en los peldaños
que dan acceso a la entrada de la Catedral, o bien, cerca
de un supermercado ubicado en calle Chacabuco con
Chañarcillo. Él me recordaba a un compañero de curso
que tuve cuando estudiaba en el Instituto Comercial de
Copiapó. Por allá, en la década del 60…

A pesar de mi personalidad, siempre me acobardaba


de preguntarle si él se llamaba… como la persona, que
yo creía, tampoco sabía en qué grado de discernimien-
to se encontraba. ¿Cómo iba a reaccionar, si yo le hacia
alguna pregunta? Que a lo mejor a él, no le iba a gus-
tar… y cuando llegaba a mi casa, me daba rabia, por no
haberme atrevido… Bueno, un día, de septiembre, salí
a realizar algunos trámites, siempre que voy al centro,
lo primero que hago, es entrar a la Catedral, y ese día,
al hacerlo me acordé de este señor, que siempre estaba
allí, pero… no, esta vez no estaba, y luego de ingresar y
hacer mis oraciones, salí para realizar mis diligencias,
cerca de las 13:30 hrs. Iba caminando por Chacabuco,
hacia unas ferias que hay antes de llegar a la calle Cha-
61
ñarcillo, cuando, ¡Oh, sorpresa! Allí estaba y me dije,
ahora sí. Pasé por el lado de él, estaba sentado al lado
de un kiosco de diarios y revistas, que hay allí, me puse
a leer los titulares de los diarios locales, lo miré con in-
sistencia, hasta que se dio cuenta que yo lo observaba.
Me miró, entre sorprendido y triste.

Entre sus manos tenía un pan, del cual sacaba trocitos y


masticaba, como si fuera lo más exquisito que saborea-
ba, le sonreí y le dije, ¡hola! Con mucho entusiasmo y
alegría. Me miro incrédulo como si se preguntara “¿es
a mí?”… y yo insisto y le digo: ¿Te llamas Pedro o Pa-
blo Vargas?

Y me contesta: −soy Pablo Vargas… vuelvo y pregun-


to, ¿estudiaste en el Comercial? Y su cara cambió, vis-
lumbré una alegría en su rostro, y me pregunta: −¿Y
usted quién es?

−Yo, me llamo Irma Naranjo, y estudié contigo, ¿Te


acuerdas de mí? Después de pensar un rato, dice:
−¡Ah!… una bien bonita, que el pelo le llegaba a la cin-
tura…

−¡Sí! −le digo−, pero dilo más fuerte para que lo escu-
chen todos. Esta talla mía le causó mucha risa… a tal
punto que la gente que a esa hora transitaba por ahí,
nos miraba con cara de sorpresa, o a lo mejor, algunos
más prejuiciosos, creerían que él me estaba molestan-
do, porque hay muchos individuos que miden a las

62
personas por las vestimentas y los valores materiales
que poseen, y no como lo que nos identifica como seres
con buenos sentimientos de amor, amistad.

Bueno, con Pablo, ese día conversamos muchísimo,


nos acordamos de compañeros que tuvimos cuando
estudiábamos y que hoy en día, están muy bien pues-
tos, con grandes cargos, y también como de los que,
por uno u otros problemas quedamos en el camino, o
como en el caso de Pablo, que el destino le tenía prepa-
rada otras cosas. Después de acordarnos de profesores
y compañeros que teníamos en el Instituto, me mira y
me dice: −¿Sabes? Yo perdí a mi familia, me sentí muy
solo y me envicié en el trago, tanto así que quedaba
botado en cualquier lugar… Pasaron doce años en es-
tas condiciones, y un día me encontraron en mi ran-
cho, allá en Cartavio, donde dormía. Todos los vecinos
creían que yo estaba muerto, estuve dos días botado,
ahí, sin haber probado bocado, ni agua.

Me contó que de ahí lo llevaron al “Hogar de Cristo”


donde al parecer lo mandaron hacer un tratamiento, y
desde entonces ya dejó de beber y almuerza allí todos
los días.

Dice que querían que él se quedara ahí, pero el solo iba
almorzar y aloja en su casa. Como se puso muy triste
al contar su vida y decirme que no tenía parientes acá,
sino unos primos que tenía en el Norte, con los cuales
nunca tuvo comunicación.

63
Con mucha delicadeza lo saco de estos recuerdos y le
digo: ¿Sabes Pablito? Cuando estábamos en el Institu-
to, sentía un poco de envidia hacia tu persona. Y me
pregunta: −¿Y por qué?…

¡Ah! Porque eras bueno para las Matemáticas y Cas-


tellano, y yo, lo único que deseaba era que esos ra-
mos no existieran, y que desaparecieran con profesor
y todo…

Nos reímos mucho de esos recuerdos, y luego me


dice: ¿Y, a ti, qué ramos te gustaban? A mí, Historia
y Geografía, también Dactilografía. Pablo cambia el
tema y me dice: −Mira, te voy a contar algo, si cuando
estuvimos estudiando una pitonisa me hubiese dicho
que yo iba a realizar un viaje a otro país, como Euro-
pa, yo habría dicho que me estaba tomando el pelo…
pero la vida a uno le depara muchas sorpresas…

¡Yaaaa! −le digo−, no me vayas a decir que fuiste a otro


país. “Sí, fui a Roma”, me contesta. ¿Queeeé? −digo
muy sorprendida−. “Sí”, afirma Pablo, “fui a Roma,
porque como yo almuerzo en el Hogar de Cristo, el
año 2005, hicieron un sorteo a nivel nacional, sacaron
dos personas de cada Hogar, y Diosito, fue muy lindo
conmigo, salí sorteado, no lo podía creer. Una empre-
sa nos vistió de pies a cabeza, ríe con ganas y dice:
“¡Iba re elegante! y nos dieron 50 Euros, para gastos,
pero allá, teníamos de todo, yo guardé esos pesitos y
me los traje para mis gastos”.

64
−Lo interrumpo y le pregunto: ¿Viste al Papa?

−Sí pues, estábamos cerquita de él, nos dio la bendi-


ción ¿Y sabes? Nos fuimos en el avión presidencial,
iba la presidenta Michel Bachelet y don Ricardo La-
gos. Fueron como 30 horas de vuelo. ¡Ah! Y también
fue la niña Quintanilla. “¿Cuál?” –pregunto− la María
José, la que canta mexicano, me responde. Me recuer-
do de ella, porque lloraba mucho, estaba muy emo-
cionada, por el solo hecho de estar allí.

Bueno, me sentí muy emocionada, pero a la vez con


una alegría, una satisfacción, indescriptible, sentía
henchido mi corazón. Y pienso, si esas personas que
miran tan despectivamente a estos seres, se acercaran
con un saludo, una conversación, se llevarían gran-
des sorpresas y sentirían esa felicidad que se siente
de saber que ante Dios, no importa el cómo vestimos,
todos los seres somos iguales.

65
Recuerdos
Matilde de las Mercedes Manríquez Viancos, 68 años.
Valparaíso, Región de Valparaíso.

En tiempo de invierno a mi edad se busca el sol, por


eso cuando todo está adelantado en el quehacer de la
casa, junto a mi esposo salgo al patio para disfrutar
de un lugar que en mi natal Chillán llamaríamos “pa-
ñecito”, donde tenemos sol y estamos protegidos del
viento porteño que salta de árbol en árbol, de muro en
muro, de cerro en cerro.

Nuestra conversación habitualmente trata de los cam-


bios que tienen las plantas de nuestro pequeño patio:
el parrón y el duraznero están dando sus primeros
brotes, el limonero y el naranjo muestran cada día
más coloridos sus frutos, las calas tienen tres flores
que pronto mostrarán toda la belleza y perfección de
sus líneas, la madreselva no tiene flores pero sus ra-
mas moradas siguen buscando espacio sin orden ni
dirección definida. Por su parte, la azalea se esmera en
mostrar la abundancia de sus flores como para com-
pensar años anteriores, ahora parece un cojín blanco.

Cuando la conversación va declinando nos quedamos


cada uno con nuestros pensamientos, planeando nue-
vos cambio en el jardín, alguna poda de última hora,
recordando…
67
Puerto Montt está en mis primeros recuerdos. A mi
padre le gustaba ir a un lugar de la playa donde se
podía degustar los mariscos frescos allí mismo. Lo re-
cuerdo con los brazos extendidos formando un círculo,
sujetando entre sus manos un picoroco lo más alejado
de su cuerpo para no mancharse y cuando extraía el
preciado manjar lechoso, yo aparecía por el hueco de
sus brazos, cara al cielo, boca abierta a la espera de ser
considerada con el primer bocado de esa delicia.

Los paseos allí eran habitualmente a la isla Tenglo.


Mientras los adultos preparaban curanto en hoyo, los
niños podíamos jugar libremente y observar la faena
de preparación. Luego después de haber dado cuenta
del curanto corría entre las manos un mate colectivo
preparado en un gran envase de alimento de niños
que traían para tal efecto.

Allí se inició también mi etapa escolar. Fui matricu-


lada en una escuela de religiosas. El primer día de
clases con mi uniforme nuevo impecable, los zapatos
brillantes, (regla que tendría que adoptar para siem-
pre), ingresé al primer patio que avanzaba por una
especie de túnel cuyo techo correspondía al piso de
un segundo piso. Había allí unas bancas donde se po-
día esperar el anuncio del inicio de clases. Me senté y
puse junto a mí el pesado pero flamante bolsón café
que contenía todo el material solicitado. Tenía una
manilla y cerraba con una chapa metálica y dos co-
rreas con sus correspondientes hebillas.

68
Rápidamente el lugar se fue llenando de niñas de to-
das las edades, las de mi edad estábamos solas mien-
tras que las mayores, ya amigas de años anteriores
conversaban animadamente de sus vacaciones. Cuan-
do sonó el llamado a formarse me integré al desplaza-
miento infantil y fui al lugar de formación que se nos
indicaba, atrás en la banca quedó mi flamante bolsón.
Esa fue la última vez que lo vi; con su manilla, chapa
metálica y dos correas con sus correspondientes he-
billas.

Vivíamos en la calle Rosselot. Mi casa estaba en una


edificación que sospecho era de dos pisos; mis recuer-
dos llegan solamente hasta la altura del primer piso.
En el extremo izquierdo estaba la puerta del frente de
nuestra casa. Por el costado hacia el fondo una gran
puerta daba a nuestra cocina con su “cocina económi-
ca” a leña, que calefaccionaba todos los espacios y en
cuyo costado había una especie de termo que mante-
nía agua caliente a toda hora.

A continuación, recuerdo el inicio de una grande y


ancha escalera que supongo correspondía a las casas
superiores.

Por el frente tenía sus paredes hechas de tablas pues-


tas en sentido horizontal de un color que alguna vez
fue celeste. Un espacio a lo largo que permitía despla-
zarse hacia la puerta del otro departamento y jugar al
luche. Luego venía una destartalada reja que sostenía

69
enredaderas y plantas que no morían por que nadie
les había dicho que tenían esa opción.

Después de la reja una vereda, la calle, una berma en


declive que terminaba en un alto cerco de pandere-
ta; del otro lado, la línea del tren y el mar. En todo
caso como es habitual la pandereta tenía convenien-
tes perforaciones que permitían ir a jugar a la arena
y al malecón cercano que, ya viejo y deteriorado era
recorrido por los arriesgados muchachos mientras las
niñas observábamos sus audaces saltos y maromas
maravilladas de tanta destreza.

En el verano de 2008, por gentileza de una de mis hi-


jas tuve la oportunidad de visitar Puerto Montt, no
teníamos mucho tiempo pero ella quería darme el
regalo de visitar la ciudad donde estuve de niña. La
escuela donde estudié ya no existe y al preguntar por
la calle Rosselot me informaron que había cambiado
de nombre y nos indicaron en qué dirección quedaba.

El lugar estaba prácticamente sin casas. Había sec-


tores en que ni siquiera había restos de murallas. Se
veía desolado. De todas maneras mi hija avanzó con
el vehículo adentrándose en la calle. De pronto vimos
una construcción y no pude evitar exclamar –Esa era
mi casa– ¿Cómo puedes estar segura? –preguntó mi
hija– No lo sé, contesté pero es esa. Descendí del auto
y avancé hacia la casa en cuestión. Tenía ahora una
nueva puerta en el centro del frente. Toqué con mis

70
nudillos. Un hombre de mediana edad abrió la puerta
y le expliqué la razón de mi presencia allí. Él se mos-
tró desconcertado, dijo que la casa era una herencia
que no sabía mucho de quienes habían vivido allí y
por su edad en aquel tiempo creo que ni siquiera ha-
bía nacido. En todo caso se mostró amable y nos ofre-
ció entrar.

Al cruzar el umbral nos encontramos en una habita-


ción pequeña habilitada como comedor. En su pared
del fondo y de la derecha tenía maderas nuevas que
denotaban recientes trabajos de carpintería. Había
además palos y algunas herramientas en el suelo. El
dueño explicó que convertirían el lugar en una hos-
tería y que esa sería la recepción. Nada se parecía a
lo que había sido mi casa. Le dimos las gracias y nos
volvimos hacia la puerta para salir. Al momento de
abandonar la habitación en un último intento pregun-
té– ¿Esta habitación era más grande hacia el fondo y
derecha, y se entraba por la puerta de la esquina de la
casa? –Sí, respondió el hombre– ¿Y en el costado dere-
cho hay una puerta que daba a una cocina y por fuera
una escala de madera hacia el segundo piso? – Sí se-
ñora. –Gracias dije con tono triunfante– ¡Ésta era mi
casa! Salí a la calle y sin mirar atrás me dirigí al auto.
Solo cuando estuve sentada la volví a mirar. Aun al
recordar siento la sensación que me invadió entonces.
Al verla sin su destartalada reja, ni sus enredaderas
ni sus plantas, sentí verdadero amor por ella, porque
debo haber vivido muchos otros momentos gratos allí
que no recuerdo. Pero sentí que ella me recordaba y
71
me reconoció a pesar de que yo también estaba total-
mente distinta y en su alerta silenciosa me grito ¡Estoy
aquí, yo soy la que buscas! Y su mensaje me llegó. Por
eso pude reconocerla a pesar de que había cambiado
y cuando la vi dije –¡Ésta era mi casa!– La que estaba
separada del mar solo por la línea del tren.

Chillán fue la ciudad que mi padre escogió para vi-


vir habiéndose jubilado y a pasar que nos radicamos
en Chillán Viejo me matricularon en un colegio de
religiosas en Chillán Nuevo para cursar el segundo
año de primaria. Al término del periodo escolar era
claro que era muy pequeña para viajar sola más aun
cuando la micro no me dejaba cerca de mi colegio de
manera que para tercero ingresé a la Escuela N° 5 de
Chillán Viejo. Estaba ubicada en el lugar en que se
encontraba la casa donde nació Bernardo O’Higgins.
Estaba a dos cuadras de mi casa. En el patio de entra-
da había una palmera. En el costado izquierdo estaba
el patio. Allí jugábamos una versión absolutamente
a la chilena del béisbol. Le llamábamos Tombo. Una
niña recibía la pelota, le pegaba de manera de tirarla
lejos y corría tratando de llegar a todas las “bases” sin
que la “quemaran”. Era entretenido, con mucho grito,
¡ánimo!, ¡corre corre!, ¡ay!, ¡no vale!, ¡ganamos!, etc.

Nuestro uniforme era: delantal blanco con tablas,


abrochado en la espalda y con un lazo en la cintu-
ra. Pero para el 20 de agosto la escuela nos entrega-
ba unos cuellos modelo bebé (de punta redondeada)
de color azul con dos huinchas blancas en el borde y
72
botamangas en el mismo estilo. Con ellas puestas nos
veíamos hermosas y ordenadas para participar en el
gran desfile.

En estos días he visto en las noticias que 20 de agos-


to será festivo comunal en Chillán. No recuerdo si en
aquel tiempo lo era, pero el desfile para nosotros era
tan importante como el 21 de mayo en Valparaíso.
Desde muy temprano comenzaban a llegar las ban-
das a instalarse en un espacio de calle sin pavimento
frente a la plaza. Venían delegaciones de las diferentes
instituciones: Círculo de Sub Oficial Mayor, Chincho-
rro, Asociación Bernardo O’Higgins, Colegios, Liceos,
Instituto Comercial, Escuelas, etc. las que se formaban
de Sur a Norte es decir en dirección de Concepción a
Chillán, (si es que es lo mismo).

Como yo vivía cerca, en la avenida O’Higgins, si ha-


bía sol, ya que la espera podía ser prolongada, nos
salíamos de la formación nos quitábamos el cuello y
puños y entrábamos a mi casa a tomar agua con ha-
rina tostada y jugar un rato. Al iniciarse el desfile nos
dábamos un retoque ordenábamos nuestro peinado,
volvíamos a lucir los cuellos azules y nos reintegrába-
mos a la formación, desfilábamos gallardas, orgullo-
sas de ser alumnas de la escuela N° 5.

En los cuatro años en que estudié allí representé en


los diferentes actos culturales a personajes como Ar-
turo Prat, Bernardo O’Higgins y otros héroes naciona-

73
les. Cuando había alguna efeméride o celebrábamos
el día del maestro, del bombero, de lo que fuera, la
profesora me decía –escribe una poesía para que la
recites en el acto. Y mi lápiz grafito se deslizaba por
la hoja de mi cuaderno con mucha facilidad. Para mí
no era problema hacer poesía y me gustaba. De hecho
más o menos a los 16 años conservaba un archivador
forrado en papel de regalo con dibujos de flores y so-
bre él un forro plástico transparente. Ahí conservaba
muchísimos poemas, cuentos y novelas cortas que
eran mi tesoro. Pero hace años atrás hubo en mi casa
una repentina campaña de “eliminar lo que no sirve”
y como mi archivador tenía más de 40 años sin uso,
antes que me diera cuenta se había ido en la basura.
Hasta hoy me da pena recordar esa pérdida.

Otra entretención para mí era la bicicleta. Nunca tuve


una de mujer, pero mi padre tenía una de paseo. En
ella aprendí a andar “por entremedio” que era pasan-
do mi pierna derecha entre los tubos que conforma-
ban el cuadro de la bici. Las condiciones para usarla
eran la mantención mecánica y de aseo. Siempre de-
bía estar reluciente y en buenas condiciones de uso.
Yo me esmeraba en cumplir con ese requisito. Fue
así como aprendí a reparar un pinchazo en la cáma-
ra, ajustar la altura del asiento, centrar la dirección
y ruedas, ajustar frenos y enganchar la cadena. Lo
del asiento me sirvió para dejarlo a mi altura, luego
buscaba una solera o un montículo de tierra y partía.
Andar en bicicleta hacia me mí una niña feliz.

74
Cada verano la rutina era: la “permanente”, pantalo-
nes Pecos Bill, alpargatas, suecos y al campo. Este había
sido la propiedad de mis abuelos paternos. Vivía allí la
única tía que había permanecido al lado de ellos hasta
su muerte.

Que cosas aprendí en el campo. Montar a caballo. A los


11 años monté a “Negro” en una trilla a yegua suelta.
Algo que se le permitía a la niñita de la ciudad sin poste-
rior responsabilidad para el niño del campo que pasaba
el caballo. Pegada a las faldas de mi tía, haciendo sonar
mis pequeños suecos la seguía durante todas sus activi-
dades diarias. Ella preparaba para el desayuno un caldo
de papas que servía en pequeñas fuentes enlozadas y a
las que se le agregaba harina tostada. Una delicia. Luego
café de trigo que yo ayudaba a preparar balanceando el
recipiente de latón donde el trigo se mantenía hasta que
se quemaba agregábamos azúcar y cáscara de naranja.
Tortilla de callana esa masa delgada cocida en el reci-
piente de greda puesto sobre la parrilla triangular que
se mantenía en medio del fuego que se encendía en la
cocina, sobre el que colgaban las cadenas con que se re-
gulaba la altura de las olletas de fierro en que se cocina-
ba la comida principal. Mientras preparaba el almuerzo
mi tía hacía una tortilla más gruesa y mientras se almor-
zaba la enterraba en el rescoldo. Era para la once. Así
aprendí a amasar. Supe lo que era el locro de trigo, los
catrutros, pelar mote, sacar papas con paleta de made-
ra, aliñar una ensalada de romaza con agras (jugo de
uva verde), sacar agua de pozo con garabato, (este es un
palo largo con gancho de alambre en un extremo).
75
Cuando pasé a 1° Humanidades ingresé a un colegio
de curas y religiosas en Chillán Nuevo. Ese colegio
estaba recién iniciándose en la enseñanza de Humani-
dades. Para tal efecto había construido salas en mate-
rial liviano a diferencia de las construcciones antiguas
que eran de material solido y de dos pisos. Al año si-
guiente los mismos alumnos formamos el 2° de Hu-
manidades. En ese cambio estuve siempre acompa-
ñada de una niña con la que estudié desde tercero de
preparatoria. Su padre la llevaba a veces al colegio en
su grande, hermosa y negra moto. Cuando eso ocu-
rría yo caminaba seis cuadras por la Avda. O’Higgins
hasta llegar a la intersección por donde aparecía mi
compañera y su padre. El buen señor detenía la moto
yo me subía en la parte trasera del inmenso asiento
y… viaje feliz.

Nuestro uniforme era de color gris con chaqueta en-


tallada y falda plisada de tablas encontradas lo que le
daba una gran amplitud. Eso permitía andar en bici-
cleta sin problemas de que algo “se viera” y allí estaba
yo con mi experiencia de años de pedaleo andando
en bicicleta alrededor de la plaza que había frente al
colegio pero con el detalle de que yo iba en el asien-
to, otra niña en la parrilla, otra en el fierro delantero,
otra en el manubrio, causando la desaprobación de
los adultos que circulaban por el sector y los vítores
de nuestros compañeros animando la continuación
de nuestra irresponsabilidad.

76
Al año siguiente me matricularon en el liceo fiscal.
Todo distinto. Uniforme azul marino con falda recta
y solo un tablón atrás. En cuanto a la infraestructu-
ra, un edificio muy grande de dos o tres pisos (no lo
recuerdo con claridad). Salas y pasillos amplios con
suficiente luz natural que entraba por los grandes
ventanales.

En el primer piso, en el ala más alejada del frontis es-


taba la sala de Economía Doméstica. En la primera
clase la profesora avisó –Hoy haremos pan amasado,
pasen a la sala–. Ingresamos a la primera parte y nos
encontramos en un gran comedor con todas las insta-
laciones necesarias para funcionar como tal. Se veía
polvoriento –sigamos a la cocina–, dijo la profesora.
Esta tenía una puerta que daba directo al patio, que
fue abierta de inmediato y estaba tan habilitada en
sus instalaciones como el comedor. Grandes lavapla-
tos, cocinas, estanterías, muebles de colgar y de base,
cajoneras, etc., pero igualmente se notaba que no ha-
bía sido usada desde el año anterior.

–Primero haremos aseo y orden, indicó la maestra y


todas comenzamos abrir llaves y puertas, prender lu-
ces, buscar traperos, al igual que el grupo que quedó
en el comedor.

De pronto el caos. Al abrir la puerta de un mueble un


horrible monstruo de entre cinco y diez centímetros
salió huyendo. Los gritos, las carreras, la uñas incrus-

77
tadas en la palma de las manos o el antebrazo de una
compañera pusieron en alerta a la maestra que rauda
tomó una escoba y trató de aplastar a la fugitiva lau-
cha sin conseguirlo. Los gritos y los dedos acusadores
de las más valientes, que no alcanzaron a salir al pa-
tio, avisaron a la profesora de otra situación. Efectiva-
mente en el lugar desde donde había salido, la laucha
había dejado su camada y a lo menos diez pequeñas
cositas rosadas se agitaban ante la imposibilidad de
correr dado su escasa edad. La escoba se dirigió ha-
cia el nuevo foco de peligro y ante su efectividad las
jóvenes gritaban ahora aterradas y asqueadas, pero
pidiendo piedad por esas pequeñas criaturas. La no-
ticia corrió como reguero de pólvora por todo el liceo.
Nuestra jornada era de mañana y tarde por lo que al
regresar de sus hogares y seguramente después de
haberlo conversado con sus padres, las líderes de los
estudiantes dieron a conocer la noticia. Dado los bo-
chornosos acontecimientos de la mañana en la sala de
Economía Doméstica y en señal de protesta el alumna-
do iría a huelga hasta que se certificara que dicha sala
había sido eficazmente desinfectada. La huelga se ini-
ciaría de inmediato por lo tanto el alumnado ingresó
al establecimiento nos formamos, pero permanecimos
en los pasillos o en el patio. Así eran nuestras huelgas
y protestas en ese tiempo. Así lo recuerdo.

Mi propio suspiro me trae a la realidad. Me levanto


de mi asiento, un sillón, parte del juego de terraza que
incluye mesa con cubierta de vidrio y un orificio en
medio donde en verano se instala un quitasol de la
78
misma tela que los cojines de los sillones (regalo que
nos llegó en la celebración de nuestras bodas de oro
que organizaron nuestros hijos). Ante la mirada inte-
rrogante de mi esposo digo –Voy a preparar la mesa
para almorzar. –Voy contigo, responde y juntos entra-
mos en la casa.

79
Ceniza de papel
Octavio Oyarce González, 73 años.
Talca, Región del Maule.

Pudo venir doce años atrás, incluso no haber vuelto,


pero vino ahora que no la esperaba. Ahora que solo
quedan mis anhelos y los avatares de una vida difí-
cil. Cómo ves, no soy el mismo, mis ojos han perdido
agudeza y mis oídos no perciben el lenguaje del mar.
Qué de prisa pasa el tiempo y cómo los recuerdos in-
gratos se niegan a desaparecer.

Y ahí estás, como si volvieras del supermercado o re-


gresaras del Mall atestada de regalos. Te comportas
como entonces, como si recién cumplieras los cua-
renta y no aceptaras el paso del tiempo, pero tu voz
pausada te delata. Es verdad que los años han sido
indulgentes contigo, conservas el garbo de tu juven-
tud. Ataviada de gemas vienes con un vestido azul
y en tu bolso de lana −qué ironía− has grabado mi
nombre para sorprenderme; pero la llama de tus ojos
no encandila y para mi eres ceniza de papel. De nada
sirve seducirme ahora que la soledad te acosa y decir
qué fui más que un pasajero en tu azarosa existencia.
Quedan tus insultos que dolían cuando venían de tus
labios. Y el día que te fuiste, como una diva o como
quién deja atrás el infierno de una humillación, había
ironía en tus gestos de grandeza. Te llevaste a Francis-
81
ca y para mí no hubo piedad, la niña observaba des-
de tus brazos y nada pude hacer por ella. La justicia,
cofrade de una trama que solo existía en tu cabeza, te
otorgó el derecho de custodia.

Ese día que duele recordar te observé por la ventana.


Había comenzado a llover y los nubarrones anuncia-
ban la tormenta. Unos chiquillos jugaban en los char-
cos de la calle y en el living, caían los primeros gote-
rones. Afuera te esperaba Esteban y tú, borracha de
aventuras besaste su boca con la pasión que besabas
la mía. Fue un momento de tensión, casi de locura,
ni siquiera me di cuenta cuando el Ford, enfiló por la
avenida y se perdió de mi vista. Me sentí pequeño,
suicida. En mis oídos resonaba la sinfonía del fraca-
so. Quise odiarte, mostrar indiferencia, pero solo pro-
nuncié tu nombre: Daniela… Daniela, como si llamar-
te purgara mi desesperación.

Y ahora vienes a decirme que Esteban fue un cretino,


que de princesa te transformó en esclava y de dama
en sirvienta. Que no tenía otra forma de expresar sus
sentimientos que no fueran sus puños; y te das cuen-
ta, aunque tarde, que yo no era como lo habías publi-
cado, que frente a mis errores estaba la cordura de mis
actos.

Te pregunto por Francisca y respondes que desea co-


nocerme.

82
−Es el motivo de mi visita −agregas.
−Y qué tiene que ver ella con nuestro fracaso.

Entonces te acercas y abres tu blusa. Reconozco tu


perfume seductor que descorre mil secretos del pasa-
do; y en tu pecho, donde tantas veces refugié mi ter-
nura, una corola roja es una herida que no cicatriza.

−Fue Esteban, Romualdo. Un sádico con piel de se-


ductor

−Te quejas.

Agregas que Francisca está en peligro y por primera


vez desde que llamaste a la puerta mi corazón se es-
tremece. Los efímeros recuerdos junto a ella me desar-
man. Necesito tu ayuda, gimes. Es un chantaje de Es-
teban para retenerme; y tus palabras como si tuvieran
la magia de los ilusionistas hacen olvidar mis prome-
sas. Finalmente te creo, como siempre te creí cada vez
que veía tu tristeza y juntos abordamos el bus hacia la
casa donde Francisca está cautiva.

Mientras avanzamos por la carretera principal, rozas


mi mano, y tus dedos fríos se enredan en los míos; y
ese acto tan tuyo, tan mínimo sana mis heridas y mis
tercos rencores. Pero al llegar al caserón te vuelves re-
ticente, no te atreves a entrar. Te veo pálida como si la
luz del día se apagara en tu piel, algo en tus ojos me
advierte que no todo lo que dices es verdad, pero he
83
vuelto a ser tu esclavo y me aventuro como un androi-
de en busca de mi hija.

La casa, un edificio de dos plantas de estrechas escale-


ras es refugio de murciélagos. La fetidez del sumidero
impregna las habitaciones y se hace necesario abrir
las ventanas para respirar. Nada indica que Esteban y
Francisca estén aquí y sin embargo, continúo buscán-
dola; no cabe dudas, Daniela ha vuelto a fastidiarme.

Cuando decido regresar desciendo de dos en dos las


gradas de la escala. Una fuerza compulsiva me empu-
ja hacia la calle que en ese momento se ve desierta, mi
sospecha se confirma, Daniela ha desaparecido.

Hay un cielo plomizo y pequeñas nubes se esconden


tras los edificios. Observo en todas direcciones y me
parece estar retenido en una ciudad fantasma. Un
tren arrastra su metal de Sur a Norte y se me ocurre
que ahí debe fugarse Daniela. El dolor de su huida
con Esteban revive intensamente. Pero estoy equivo-
cado, Daniela asoma al final de la vereda sorteando
los charcos que el sol de mediodía no logra evaporar.
Su estilo al caminar es inconfundible. Tendrá un buen
pretexto para justificar su ausencia y el revés que ha
sufrido la búsqueda de Francisca. Cuando llega a mi
lado en sus ojos serenos no hay atisbos de preocupa-
ción, más bien hay indiferencia. Toma mi brazo y me
lleva al paradero de buses. En el trayecto no dice una
sola palabra que justifique su conducta. A mis pre-

84
guntas toma una actitud evasiva, y como si no impor-
tara mi angustia, se dirige a mí en un tono que sabe a
reprimenda:

−Papá…, por favor… cuantas veces debo repetirte


¡soy Francisca!... Daniela no existe.

Muerdo mis labios, nada digo... ¿Qué podría decir?

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Vivir, sólo cuesta vida
Fernando Valdebenito Alfaro, 65 años.
Macul, Región Metropolitana.

(Miércoles 30 de abril. Santiago−Chile)


En esto, a las afuera del pórtico de la antigua iglesia
de san Diego, no sin vacilaciones, me debato en entrar
o no. Finalmente me decido y entro. Camino por un
estrecho pasillo, miro en derredor y me percato que
en este instante no hay prosélitos allí dentro, mejor
aún –pienso−. Busco la banca más cercana al altar y
me inclino en posición orante, idóneo para entablar
mí dialogo con Dios.

Me cuesta rememorar hace cuanto no visitaba una


iglesia. Probablemente el mismo tiempo desde que
apostaté en mi fe. Sin embargo, tu Señor, dando
muestra de tu infinita grandeza, soslayaste mi abjura-
ción, y me mandaste el más grande de los obsequios
que un viejo como yo, a mis 85 años puede recibir.
Tú mejor que nadie sabes que gran parte de mi vida
me comporté como el más cretino de los cretinos, por
tal razón sabiendo que nada merecía de ti, he venido
con toda humildad para agradecerte tu valía hacia mi
persona.

(Un día antes, en el asilo)

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Como solía ser costumbre, las enfermeras a las 7:00 a.m.,
en punto, pasaban habitación por habitación dándonos
los buenos días y asegurándose que todos tuviéramos
buen despertar. Una vez ya vestidos, nos reuníamos los
aproximadamente 30 viejos que allí vivíamos, en un lú-
gubre comedor para desayunar. Luego del desayuno,
quedábamos en libertad de acción. Por lo general, la
mayoría optábamos por salir al patio de los frutales, sen-
tándonos en las banquitas allí dispuestas. Mientras algu-
nos mataban el tiempo resolviendo crucigramas, otros
alimentaban palomas con retazos de algún pan por ahí
olvidado. Yo por mi parte, echaba a volar toda mi inven-
tiva, poniéndome a dibujar bocetos de grandes embar-
caciones. Aún quedaban en mí, vestigios de mi época de
marinero, en mis años de juventud.

Siendo un mocetón de no más de 20 primaveras, soña-


ba con desembarcar en los puertos más fascinantes del
mundo y con ello escuchar las más diversas lenguas, oler
los más variopintos aromas, degustar los sabores más
exóticos que existiesen, y por qué no decirlo conocer las
mujeres más bellas que de esas tierras pudieran brotar.

La vida en altamar para la mayoría de los chicos de mi


edad resultaba ser bastante ímproba, debíamos saber de-
sarrollar las más variadas tareas, desde reponedores de
bastimentos, hasta limpiadores de baños. Eran jornadas
muy arduas, prácticamente no había espacio para el des-
canso, provocándome en más de alguna ocasión sensa-
ciones extremas de inanición.

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Pero como todo en la vida tiene su recompensa, lue-
go de meses navegando, llegaba el momento más
esperado por todos, el desembarco. Bastaba con tan
solo poner un pie en tierra firme, para que a todos los
tripulantes, incluidos altos mandos, nos adviniera la
más inexorable de las concupiscencias.

Sentíamos que por el sólo hecho de ser afuerinos, te-


níamos pasaporte para cometer las vilezas que nues-
tras energías acumuladas desbordantes pedían de
algún modo saciar. Sin duda y bajo una mirada re-
trospectiva de los hechos, la percepción de realidad
que teníamos por entonces era completamente obnu-
bilada.

Fue en el puerto de Lisboa el inicio del fin. Aquella


aciaga noche nos preparábamos como de costumbre
con los muchachos para conocer de las bondades bo-
hemias de aquella lusa ciudad. Las drogas y el alcohol
constituían sin duda los mejores estimulantes para
aplacar nuestros sentidos y desinhibirnos en nuestro
actuar.

Vicisitudes del momento, me dejaron rezagado del


grupo. Completamente desorientado, empecé mí an-
dar solo a base de intuición, conjeturando en cuál de
los cientos de boliches que allí habían se encontra-
ban mis amigos. Tarea nada sencilla, considerando la
cantidad de personas que esa noche pululaban por el
centro.

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Entré al primer local que encontré. Aquel sórdido in-
terior me hizo especular que se trataba de un lupanar.
Rápidamente pensé que sería el lugar idóneo donde
encontrar a mis compañeros. Empero, luego de un
vistazo general constante que ninguna cara me era
familiar. Defraudado, emprendía mi retiro de aquel
sitio, cuando frente a mí se interpuso la más excelsa
de las mujeres que jamás nunca había visto. Una jo-
vencita de unos 20 años, con una figura simplemente
colosal. Por un instante me olvide de mis camaradas y
de todo lo que tuviera relación con mi vida. El tiempo
en ese momento se detuvo, solo coexistíamos en esa
atemporalidad ella y yo. Sabía que tenía que actuar
rápido, antes que otro lo hiciera en mi lugar. Saqué
esa intrepidez que llevaba dentro; a ser sincero cla-
ramente acrecentada por los efectos de las sustancias
previamente consumidas que ya hacían mella en mí.
En un español entrecortado me presente. Stanislav
Aliste, para servirle −le dije−. Ella sonriente respon-
dió: Andressa Oliveira− nunca más olvide su nombre.

La invite a tomar un trago. Me Guiño un ojo en señal


de aprobación. Nos sentamos al lado de un tocador
de discos, ella en actitud cual casquivana, y yo ufa-
nándome por estar compartiendo al lado de la más
hermosa. El flirteo mutuo era tan profundo y pasional
que poco o nada importaba la vacuidad de nuestra
conversación.

Las horas fueron pasando tan rápido como pasaban


las copas. Ambos completamente embriagados de al-
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cohol y deseo. Todo resultaba idílico, y hacía presagiar
que aquella noche acabaríamos consumando nuestro
affaire. Sin embargo, el destino me tenía preparada
una mala jugada. En una acción completamente ex-
temporánea, un tipo regordete se me acercó por de-
trás y me golpeó directamente en la cabeza. Yo caí
tumbado al piso, me puse en pie como pude, saqué el
cuchillo que siempre llevaba conmigo y estando aún
medio alelado producto del golpe, le proporcioné una
estocada letal al primer idiota que se cruzó frente a
mí. Finalmente volví a caer, esta vez no volví a levan-
tarme.

A la mañana siguiente desperté con la mitad de mi cabe-


za rota en un hospital. Dos policías me custodiaban y mi
Capitán de navío sentado a un costado de mi cama, me
informaba con cierta aversión que a partir de ese mismo
momento dejaba de ser parte de la tripulación, debido
a mi pendenciero actuar. Los supuestamente testigos de
los hechos armaron diversas argucias para inculparme.
Luego me enteré que la bella chica de aquella noche, for-
maba parte del estratagema y se había coaligado con mi
atacante y otros más, con el único fin de atracarme. In-
equívocamente, y para mi desgracia, aquellos debieron
pensar que yo era el capitán de la tripulación.

De regreso en Chile, mi vida empezó a tornarse cada vez


más infausta. Paradojalmente había perdido el timón,
me encontraba naufragando por aguas lo suficientemen-
te tormentosas para pensar que mi existir no tenía mayor
sentido.
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Estuve buen tiempo entregado al estricote, pensando
solo en beber y cometer algunos atracos menores de
poca monta, para poder subsistir. Fue en esas circuns-
tancias que conocí a una mujer algo mayor, a la cual
nunca amé, pero con quien tuve un hijo, al que poco
vi y nada entregué, más que su nombre, Stanislav.

El detrimento que trajo a mi vida esa fatídica noche


lisboeta nunca pudo ser superado. El paso del tiempo
fue adhiriendo en mi fisonomía rasgos cada vez más
semejantes a las de un huraño. Mi mirada cada día se
hacía más taciturna. De mi hijo y su madre nunca vol-
ví a saber. Perdí toda clase de contacto con ellos prác-
ticamente desde el día en que nació mi primogénito.
Bajo ese deambular llegué al asilo. Con 65 años a
cuestas, y sin más pretensiones que esperar mi hora.
De eso ya han pasado 20 monótonos años. Hasta que
ayer, martes 29 de abril, ocurrió el más grande de los
prodigios, por el cual te vengo hoy a dar gracias.

Ya he dicho que nos encontrábamos con los demás


viejos sentados en el patio de los frutales. Yo dibu-
jando mis embarcaciones como de costumbre. En eso,
una de las enfermeras se acercó a pedirnos que por
favor entráramos al comedor, ya que los jóvenes de la
jardinería habían llegado para podar los árboles del
patio. No sin chistar ingresamos. Me senté en un có-
modo sofá y me dispuse a leer unos de los tantos pol-
vorientos libros que habían en una a mal traer mesita
de centro. En un instante me percaté que mis lentes
de lectura los había olvidado en el patio. Me paré tan
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rápido pude y me devolví, obviamente tomando las
precauciones del caso, esto debido a que los jóvenes
se encontraban ya cortando las ramas de los arboles.
Una vez allí me fue difícil dar a primeras con mis len-
tes. Le pregunté a uno de los muchachos que trabaja-
ba si los había visto, pero no pareció darle importan-
cia. Seguí en mi empecinada búsqueda cuando en un
momento: −Disculpe caballero, ¿esto es suyo?− mos-
trándome mis anteojos−.

−¡Claro que sí! −le contesté− bajo una incipiente son-


risa de alivio.

−Tenga precaución donde deja sus pertenencias tatita,


estas cosas son muy delicadas−.

−¡A mis 85 años mijo con suerte me acuerdo de res-


pirar!, así que no me pidas tanto −le dije con cierto
donaire, lo que causó gracia en el chico−.

−¿¡85 años tiene usted ya!? –Preguntó, algo incrédulo−.

−Así es muchacho, no sé cómo tuve la suerte de llegar


a esta edad, pero aquí estoy, aún vivito. Dicen que la
maleza no muere nunca−.

−No diga eso papito, si usted se ve más bueno que


las palomas. De seguro que tiene hijos y hartos nietos
que lo vienen a ver−.

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−¡Te equivocas! Yo no tengo a nadie. Nunca me casé, ni
forme familia. Tuve un hijo, pero lo abandoné cuando
este apenas era un neonato, y nunca más supe de él−.

Él muchacho se quedó pensando un instante. Luego


de una lacónica reflexión, se decidió y señaló entre so-
llozos.

−Mire, nunca le cuento esto a nadie, pero usted me


proyecta confianza, así que le contaré. Mi papá era un
gallo alcohólico, que no hacía otra cosa más que gol-
pearnos e insultarnos tanto a mí como a mi mami. Él
murió hace unos años atrás, abandonado en la calle.
Me da pena recordar, pero sólo cosechó lo que sem-
bró. Menos mal que yo soy distinto, y junto a mi vieji-
ta pudimos salir adelante.

Nos encontrábamos en esa íntima y profunda con-


versación, cuando un grito de una de las enfermeras
interrumpió.− ¡Señor Aliste! ¡Señor aliste! vengase al
comedor, no este allá afuera que le puede caer una
rama encima−.

−Ya voy –grité – mientras le estiraba mi mano al mu-


chacho en señal de despedida.

−¿Su apellido es Aliste? Me preguntó el joven. Quien


sin esperar respuesta añadió− que coincidencia el mío
también, Stanislav Aliste para servirle, me dijo. Mien-
tras estrechaba mi mano extendida.
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Yo ahí, estupefacto, no podía dar crédito a lo que esta-
ba escuchando. ¿Podía ser posible que aquel mucha-
cho fuera mí…?

En un momento ambos nos miramos fijamente a los


ojos, aquel tris de tiempo, en el cual no mediamos
ni media palabra, significo un siglo en mi alma. Esta
vez ya no había duda. Aquel joven era mi nieto. Am-
bos nos fundimos en un abrazo eterno, mientras los
demás viejos miraban desde adentro sin entender
nada.

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Historia de un regalo
Marcela Arancibia Moreno, 81 años.
Ñuñoa, Región Metropolitana.

En Santiago, hace ya cierto tiempo, fui elegido por una


jovencita de 9 años, en su día de cumpleaños, para for-
mar parte de su vida.

No fue fácil para su padre pensar en comprarme, por-


que yo no era algo fácil de pagar. Llegué a la casa de la
que iba a ser mi dueña y pude ser parte de su familia.
Mi pequeña ama −mi nueva dueña− me compartía sus
penas, sus alegrías y también sus sueños.

Estuve presente cuando su mamá enfermó y ya esos


lindos momentos de intimidad con mi amita termina-
ron. Su tristeza me conmovía, pero siempre mi compa-
ñía la consolaba. Tres años después murió su papá y la
soledad en su vida se hizo más profunda.

Mi compañía, junto con su primer amor, fueron los que


iluminaron esos años donde la niebla fue parte de sus
días. Llegó el momento tan esperado en que su matri-
monio completó esa linda relación.

Así, mi nuevo hogar chiquito, fue un oasis de amor y


tranquilidad. Los años pasaron y la casa fue creciendo

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con la llegada de cuatro hijos, que siempre me miraron
con cariño y yo los dejaba jugar conmigo. Fueron uno
a uno aprendiendo lo que es la disciplina, el placer de
acariciarme y la compañía que podía ser para ellos.

Pero con los años, sólo el mayor de ellos me adoptó


como su leal amigo, y así fue como mi ama decidió que
yo viviera en casa de él. Y me convertí en una compa-
ñía muy importante para ese joven tímido, más bien
solitario, que llegó a amarme profundamente.

Cumpliendo las leyes de la vida, los años siguieron, y


mi nuevo amo partió con su señora y dos hijos a Fran-
cia, y yo volví con mi querida amita, que con cariño
me acariciaba y yo la acompañaba en muchas tardes
cuando la nostalgia hacía presa de ella.

También ella y su marido, con todos los hijos ya casa-


dos, iniciaron una nueva vida en Copiapó, con un nue-
vo trabajo en el lugar donde estaban dos de sus hijos,
la segunda y el menor.

Fue otra vida muy diferente, pero tenía la compañía de


la mayor de las nietas que llenaba parte de su vida con-
migo, ya que la abuela le había enseñado a cuidarme y
acariciarme. Fueron años muy felices.

En esos momentos, mi amo llegó de Europa y reclamó


mi presencia en Santiago. Mi nueva amiguita lloraba
pensando en esa separación tan dolorosa para ella.
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Al ver esa pena tan honda, sus otros abuelos llegaron
a un acuerdo con mi amo y pasé a pertenecer a mi
nueva dueña.

Acostumbrado a los cambios, mi destino tomó un


nuevo rumbo y partí con mi nueva familia a La Se-
rena, compartiendo con ellos su vida. Pero mi nue-
va amita empezó a trabajar y encontró al que sería
su compañero de vida y partió a vivir a Santiago, de-
jándome solo, pero muy a gusto con esta familia que
ya me había adoptado como propio, y donde el nieto
menor, a veces me aporreaba, pero yo lo amaba por-
que no me gustaba sentirme solitario.

Vinieron tiempos difíciles para la familia, la situación


económica era angustiante y tuvieron que tomar la
dolorosa decisión de deshacerse de mí.

Pero como un ángel salvador, el novio de una de las


nietecitas, decidió quedarse conmigo y así apoyar a
sus futuros suegros. Así fue como cambié de residen-
cia al irme al departamento de mi nuevo amo, donde
mi vida transcurrió en soledad y abandono. Ya nadie
me acariciaba.

Pero otra vez mi destino tuvo un vuelco, ya que mi


nuevo amo, ahora casado con una de las nietas, par-
tieron a España a obtener nuevos títulos en sus profe-
siones y yo volví a casa de mi anterior familia, la que
estaba llena de recuerdos y amores.

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Ahora espero nunca más alejarme y que me adopten
y me cuiden en mis días en que me sienta cansado
de tantos cambios, pero lleno de sensibilidad y con
la certeza de que puedo inspirar y hacer feliz a otros
miembros de esta familia.

Soy un piano de mucho abolengo y mis notas guar-


dan 70 años de recuerdos con sus penas, ilusiones y
alegrías que esta familia me ha confiado. En el trans-
curso de los años me he transformado en un eslabón
importante para ellos, lo que gracias al amor de un
padre, hizo posible durante tanto tiempo, compartir
la felicidad de muchos gracias a mi sonido y compa-
ñía, que entregué con mucho amor.

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−MENCIONES HONROSAS−
El mundo de Melita
Lautaro Ramos Fuentes, 72 años.
Valdivia, Región de Los Ríos.

El impermeable raído, descolorido, largo y atípico


que denuncia su origen americano o europeo deja
apenas entrever dos tobillos cuyos pies se introducen
en un calzado casi infantil que sostiene una figura pe-
queña, enjuta, asimétrica en su andar que evidencia
las huellas del tiempo en un cuerpo caminante, inse-
guro y frágil.

Un pañuelo floreado alrededor del cuello cubre una


piel que, a falta de recursos para una solución estéti-
ca lo utiliza para esconder la flacidez y el inexorable
paso de los años.

Dos pequeñas cuencas contienen unos pequeños ojos


que expresan con oportuna nitidez la ternura, tristeza
o alegría que surge del recuerdo o vivencia cotidiana.

De tez blanca, gruesas cejas disonantes con su peque-


ño y fino rostro cruzado por grandes líneas, que resal-
tan cuando sus delgados, y rojos labios dejan escapar,
cual susurro de brisa otoñal entre los tilos de la plaza
local, sus típicas ofertas:

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−¿Me compra un Kino caserito?

−¿Quiere probar suerte con la Lotería?

Un pesado bolso colgado de su hombro, proyección de


su cuerpo, contiene los boletos y dineros que recauda.
Mudo cómplice del tiempo y el desgaste, ayuda a mo-
delar su figura que pegada al pavimento une, con su
andar, algunas agencias de juegos de azar con sectores
ribereños y locales céntricos de la hermosa sureña y
fluvial ciudad que la vio nacer y desarrollarse.

Su ciudad posee una identidad y personalidad que le


imprimen su lluvia, su viento y su río. Paseos en suelos
verdes y plácidos, testigos permanentes de promesas
de amor, proyectos de vida y sueños de felicidad que
nacen y se enriquecen entre puente y puente. Hermo-
so escenario geográfico que se apropia de la imagen de
Melita portando su valiosa carga y sus ochenta años
de sacrificio.

Años del espíritu en calma, de la sabiduría, de la pru-


dencia.

Años del descanso merecido después de entregar su


aporte a la sociedad.

Años para viajar y disfrutar los nietos.

¡Nada más incongruente y lejano a Melita!


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La Plaza es un espacio siempre vivo y expresión social
de la comunidad.

¡Marchan los estudiantes por la calidad de la educa-


ción y el fin del lucro!

¡Reivindicación del pueblo y nación mapuche!

¡Marchan por la diversidad y los Derechos Humanos!

Un Café, ubicado en una de las esquinas de la Plaza y


cuyos ventanales son el mejor palco del estallido social
de turno permite a su familiar clientela ejercitar la dis-
cusión y sacar las conclusiones del conflicto.

Junto al privilegio de observar los acontecimientos


en la primera línea, el Café invita a disfrutar, junto
al penetrante olor del “cortadito”, a ejercer el dere-
cho, tan propio de nuestra idiosincrasia, de contribuir
con la “última copucha” o el “último pelambre” de la
estrecha sociedad local.

La estatura social de Melita sobrepasa con creces su


estatura física.

Factor de comunicación y conectividad entre los pe-


queños grupos informales que diariamente visitan el
Café, escucha y se relaciona sabia e inteligentemente
en la heterogénea diversidad de las mesas: Fanáticos,
chauvinistas criollos que logran siempre las mejores
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posiciones frente al televisor para descargar sus ten-
siones los noventa minutos de un partido.

Melita debe abordarlos con rapidez antes de finalizar


el encuentro.

Profesoras jubiladas añorando los años activos con


sus logros, aportes y frustraciones. Esperanzadas con
el pago de la añeja “deuda histórica” sueñan con oxi-
genar su menguado presupuesto y recuperar unos
milímetros de dignidad.

Junto con disputarse el diario local para informarse


de “los recientes muertitos”, son los que mejor se en-
tienden, aceptan, integran y escuchan a Melita.

Una viuda reciente, Dulcinea del Toboso del siglo XXI,


orgullosa de sus ancestros y pretérita opulencia, mo-
nopoliza las conversaciones y se convierte en el centro
de atención. Atmósfera mezclada de compasión, com-
prensión y paciencia.

Melita, discreta y cautelosa, aporta en medio de sus


ventas con más de algún punto de vista al tema y per-
sonaje de turno.

Día de protesta. Todo el escenario dispuesto. La calle


en manos de los manifestantes resguardados por un
contingente de carabineros, la Plaza ocupada por es-
tudiantes, gremialistas y jubilados junto a numerosos
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transeúntes espectadores y uno que otro músico o can-
tor popular. Ocasión en que el Café muestra su singu-
lar, tolerante y democrática atmósfera. Se rompe la di-
visión natural de los grupos. Magaly, Victoria y Carlos
interrumpen su tarea de atender las mesas y se con-
funden, entre los clientes, comentando o defendiendo
posiciones y puntos de vista sobre el problema.

Funcionarios de Correos acompañados de familiares


asoman y de desplazan lentamente al centro de la Pla-
za inmersos en letreros, pancartas y banderas multi-
colores que contienen sus peticiones. Como siempre
resalta el rojo que enciende la ira de Gerda, jubilada
y conservadora profesora que no puede evitar la ex-
clamación ya esperada entre las burlonas risas de sus
congéneres.

¡Otra vez las banderas rojas! ¡No las soporto!

Numerosos perros vagos, problemática nacional,


acompañan el movimiento con insistentes ladridos,
saltos y nerviosismo causado por los estridentes pitos
y bocinas que hieren hasta los oídos menos sensibles.

Algunos espectadores cercanos se repliegan temero-


sos, los dirigentes llaman a la solidaridad y los estu-
diantes se integran a la marcha. De pronto alguien
exclama:

−¡Melita está entre los perros!


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−¡Perdió el equilibrio!

−¡Cayó al pavimento!

La respuesta solidaria no se hace esperar. Unos ofre-


cen llevarla al consultorio, alguien le hace ingerir un
calmante con un sorbo de café, otros le ordenan y res-
guardan su bolso.

Viene la calma, Melita se recupera milagrosamente y


unos momentos después la Plaza retoma su vida nor-
mal.

El Café es parte importante del mundo de Melita. Re-


presenta, a la altura de su vida, el instrumento de su
sustento e instancia que la dignifica, la une con el pa-
sado y le da sentido a su vida.

−¡Un cortadito, por favor!

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El hijo del Bosque
Edmundo Dagoberto González Umaña, 65 años.
San José de la Mariquina, Región de los Ríos.

La historia de cada ser es como un libro abierto, escri-


to por el tiempo, en las páginas sencillas del lecciona-
rio de la vida…

El invierno se colaba furioso por las rendijas de la vie-


ja casita… había un griterío de mujeres y chiquillos…
porque la Juana parió un hijo, otro huacho que llega-
ba al mundo, como un invitado de piedra, la deshonra
familiar…, la primeriza había quedado tan mal, que
la abuela se preocupó de ella, haciéndole con sus hier-
bas milagrosas, el remedio, que después de un largo
sobreparto le devolvía la salud, sobreponiéndose a la
traumática experiencia, que se alargó por nueve me-
ses después de la forzada relación…

−¡Donde quedó el chiquillo!− gritó la abuela, que a


tientas en la oscuridad recorría la pequeña pieza. Era
un hermoso niño…, había llorado tanto que ya no le
quedaban lágrimas y sus ojitos brillaban como chis-
pas encendidas en la penumbra, que el chonchón y la
luna disipaban colándose por los huecos de la vieja
pared.

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Habían pasado muchas horas, el chiquillo estaba
“más pa’ la otra que pa’ esta”, la abuela lo recogió;
como lo había hecho con su madre abandonada en la
pesebrera del fundo, 16 años atrás; lo envolvió en una
improvisada mantilla y partió la misma noche por el
empinado sendero hacia la reducción Trompulo. Ha-
bía allí una joven mapuche recién parida, era la espe-
ranza de vida para el bebé, pues debía tomar calostro
cuanto antes, según decía ella : “pa’ que hiciera las
entrañas−”.

Se pegó como ternero huacho a la teta de la nodriza


y durante dos meses; mañana y tarde; la pobre vieja
llevaba el hueñi a la Cudeima, que en un rincón de
la ruca apotincada sobre el almud lo amamantaba si-
lenciosa; fue la primera mamá de este mamón que se
aferraba con dientes y muelas a la vida, pese a la ad-
versidad para doblarle la mano al destino….

Nunca pensé que viviría; comentaba la abuela…; el


flacuchento correteaba por el patio con otros niños,
gracias a su mamá postiza y al incondicional amor de
esta viejita que por vocación divina bajó del cielo para
criar y cuidar a estos niños que nadie esperaba…, co-
nocidos en el lugar como “los hijos del bosque” que
corrían libres como animalitos salvajes por los potre-
ros… en un brioso caballo de coligue, donde la vida
les enseñó a porrazo limpio que hay que pararse rá-
pido después de las caídas para que no te pasen por
encima otros caballos…

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El guachito tenía pelo ondulado; cobre, sol y oro del
Norte; ojos de mar y cielo, del Sur; su único vestido
era un camisón largo y raído de un tocuyo ordina-
rio confeccionado por la abuela, siempre descalzo,
los mocos largos…, hacían de este pequeño, un ágil
tarzán que se colgaba de las lianas, bañándose des-
nudo en el estero, en un entorno natural exuberante;
belleza, pureza y libertad…, arrayanes, chilcos, lau-
reles, ulmos, diucas, loicas y zorzales; un regalo de la
naturaleza, una fantástica sinfonía de música y colo-
res que se rendían a los pies de un inocente y frágil
franciscano… Cuando llovía se colocaba sobre su bur-
do camisón café, un forro nylon obtenido del interior
de un saco salitrero, con una caña de coligue y una
honda, recorría el estero de arriba abajo, para pescar y
cazar…, pasaba días enteros refugiado bajo las quilas
o el hueco del viejo coigüe, los frutos de los chilcos y
arrayanes eran su alimento. Al atardecer regresaba a
casa con cuatro o cinco pescados y algún descuidado
zorzal que cayó bajo el certero impacto de sus impro-
visados proyectiles.

Así pasaba su niñez, retraído y solitario, su perro y su


caballo de coligue eran su única compañía, en su in-
mensa inocencia corría todas las tardes a dejarlo a un
lejano potrero del fundo donde había mejor forraje…

El piso de la cocina a fogón era de tierra y cada noche


la lumbre de los leños iluminaba las siluetas que se
recortaban en las paredes negras, teñidas por el ho-
llín; papas asadas, café de raspadura de tortillas, en
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un delgado tarro de lata que te quemaba la jeta a cada
sorbo, tortillas, harina tostada, frutas y hongos silves-
tres, eran la sana alimentación de esta singular fami-
lia, cuyo jefe de hogar era una anciana analfabeta…

Un día los cabros más grandes preguntaron quien era


su padre, la abuela miró al techo que dejaba ver las
estrellas a través de su deteriorada cobertura…

“¡Aquí no hay ningún Huacho, dijo ofuscada,… Dios


es nuestro Padre…! gracias a él nunca nos ha faltado
nada…,” el silencio se hizo profundo y el guachito se
metió con su perro en la pajera para poder dormir,
le costó mucho, los ratones corrían por las vigas, él
absorto, pensaba en su padre y lo buscaba en el in-
tangible horizonte de la imaginación…, lo llamaba,
se preguntaba… ¿será mapuche, será huinca, será
gringo?... total daba igual, pero le pedía todos los días
que lo acompañara y en las noches heladas no pasara
frío…, durmiéndose plácidamente con la certeza de
que ese padre desconocido lo acunaba en sus brazos,
brindándole una sensación especial de paz y seguri-
dad que le cerraba los ojos.

Llegado el verano aparecían “lo nortinos” con los mo-


nos al hombro, cuchillo y echona a la cintura, bus-
cando “tareas”; que consistían en segar y engavillar
un área determinada de trigo listo para la cosecha;
trabajo por el cual recibían comida, chicha y algunos
pesos al término de la faena …Después de las “tareas”

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quedaban muchas espigas esparcidas en los rastrojos,
de madrugada; durante un mes; la encorvada viejita
y sus guachitos recogían las espigas juntando varios
sacos, que como podían llevaban hasta su choza para
después de apalearlos y aventarlos, recoger el oro de
la loma… “el cachilla” es el principal pal “kosque”,
decía: y un día encontraremos la espiga de oro…”y
con este cuento entusiasmaba a los niños para seguir
buscando la famosa espiga... Junto al trigo se guarda-
ban castañas, avellanas, piñones, “poñi”, para el in-
vierno y para suplir la alimentación del resto del año
había: dihueñes, gargales, changles, y mucha fruta,
que la generosa madre tierra regalaba; nunca sobraba,
pero nunca faltaba; la lluvia regaba, el sol hacia crecer,
todo llegaba gratis del cielo y de la tierra para los ricos
y los pobres… el agua es la mujer del sol, cuando se
unen generan la vida que da vida a la naturaleza…

El primer día de clases fue un suplicio…, ella; la abue-


la; que también era “curiosa” para la costura; le había
confeccionado un traje a la medida con una ropa de
baja regalada por un carabinero pariente, incluidos los
brillantes botones de cobre y otras chárratelas…, todo
verde, el pobre era el más ridículo de la escuela…, todos
los niños se reían en su cara, mofándose y gritándole
a coro: “paco soliao churrasca mohosa bolsillo pelao…,
huacho e mierda hediondo a meaos”; la tristeza borró la
alegría y la ilusión de su rostro y empezaba a morirse la
esperanza de su corazón, él quería ir a la escuela… pero
poco a poco se fue refugiando en el mar de la soledad y
el desierto del silencio…, no jugaba ni reía… solo servía
113
pa’ pasarle la pelota a los demás…, estaba “pa’ la patá
y el combo…”, por el solo hecho de haber nacido sin
padre…, conversaba largamente con su papá imagina-
rio, al que sin verlo, presentía que le daba las fuerzas
para seguir viviendo…, los cabros grandes lo hacían
pelear…, y como era debilucho le sacaban la cresta…,
le arrancaban los botones brillantes y las ginetas de su
ridículo traje…, gritándole y pegándole “adivina quién
es tu padre…, paco soliao..chu…..de... “.

Como perro que se humilla de otro perro, con la cola


metida entre las piernas regresaba a casa por las tardes,
donde la abuela lo retaba y le daba de llapa unos azotes
“porque no era capaz de defenderse como hombre…”.
La crueldad inconsciente se ensañaba, el peor estigma
era haber nacido sin padre, sin saber quién eres, de don-
de eres, porqué estás, para que vives…, solo papá Dios
lo sabía…

Era domingo, corría el año 60, jugaba al trompo en el


patio de la vieja casa…, de pronto un fuerte ruido segui-
do de un temblor de gran magnitud destruía completa-
mente la vivienda, corrió desesperado para el velorio…,
mientras corría la tierra se partía tras sus talones, los
animales bramaban y formaban un circulo para apoyar-
se entre sí, las aves sobrevolaban las copas de los árbo-
les; erráticas y confundidas; el guachito, corría y corría
hasta llegar al velorio donde debía estar la abuela…,
pero como ella era “curiosa” estaba donde otra vecina
“sacando un entierro”, nombre que le daba a los partos
clandestinos que atendía…
114
Era de noche, no tenía donde ir, se arrimó desapercibi-
do al fogón, donde había muchos vecinos que acompa-
ñaban a la viuda y comentaban lo del terremoto…, el
muchacho, vencido por el cansancio se quedó dormido
con sus pies descalzos hacia el fuego y un saco de papas
por cabecera…, alguien dijo: “este mocoso mañana pue-
de ser un hombre”, lo tomó en brazos, lo arropó con su
manta de castilla y le dijo: “duérmete hijo, que ya llegará
tu madre…” dos palabras mágicas que escuchó semidor-
mido; “hijo y madre”; la noche más bella de toda su vida,
por única vez lo tomaban en brazos y le decían HIJO,
que palabra más sublime y celestial, hijo… sentir siquie-
ra que una vez en la vida te apachurren y te digan hijo, es
sin dudas lo más grande y significativo para un ser hu-
mano…, sentir afecto y cariño es una sensación terrena
y divina increíble, que te tomen en cuenta, que no te di-
gan huacho, es lo más hermoso de la vida…., “¿sería éste
su padre?”..., si no lo era, no cabía duda que si venía de
parte de Dios… El profesor; el mejor del mundo; con los
niños grandes y algunos apoderados, levantaron con las
maderas de la casa vieja una mediagua, donde entraba el
catre y la payasa, llegó el invierno crudo y despiadado,
el agua corría bajo los tablones apegados al suelo, dos
años después se construía con maderas viejas una nueva
vivienda.

El profesor, su otro papá y su mejor amigo, fue clave,


para que fuera alumno destacado…, no obstante, seguía
vestido de riguroso paco y con la permanente burla de
muchos hijitos de su papá. Sus hermanos de teta; Prai-
huen y Abrapan; lo defendían de vez en cuando…
115
Llegaron por ese entonces al colegio unos “gringos”
en una misión de paz, para realizar en la zona un tra-
bajo social, solicitaron al profesor les pasara un alum-
no “líder” para que les acompañara a visitar las rucas
de las reducciones. El último, el que estaba tras los
arcos…, el que se sentía el más inútil de todos, hoy
recibía un gran espaldarazo de su profesor… señor
Lutz: “aquí tiene usted, a un líder, él conoce todos los
rincones de Huichahue”. Un nuevo estímulo que sig-
nificó mucho en su vida; le permitió salir poco a poco
de su prisión interior llena de inseguridad y miedos.
El guachito era en realidad, como “perro de indio”,
conocía a todo el mundo..., pero verlo al lado de los
norteamericanos, que le habían vestido con una co-
tona blanca que decía en su espalda “alianza para el
progreso”, era una ofensa para los envidiosos compa-
ñeros que si tenían “padre y madre y un perro que les
ladre”. Un grupo de ellos una tarde cerca de la ver-
tiente le dieron una golpiza, lo arrojaron de espaldas
a la cuneta, todo el curso pasó por sobre el…, había
tragado agua, barro y sangre, la cabeza rota…, Abra-
pan lo arrastró de las patas dejándolo bajo un árbol…,
“cagó luche” dijo, y se alejó corriendo…

El hijo del bosque no quería volver a clases, enfermó,


lo paso muy mal; en la escuela tomaron serias medidas
disciplinarias; ya no quería ser más humillado…, los
gringos le dieron remedios de botica, más las hierbas
milagrosas de la abuela y se recuperó rápidamente.

116
Un día el niño preguntó al jefe de la misión: que había
más allá del último arrayán…, este le contestó: ”hay
cielo y hay luz, hay liceos y universidades, ciudades
y civilización, otros países y otras culturas…, más allá
del último arrayán está tu destino…”, un día me gus-
taría ir más allá del arrayán… murmuró en voz alta el
líder…

Con los miembros de la Misión de Paz construyeron,


letrinas, rudimentarios invernaderos, huertos, almaci-
gueras, crianza de aves, cerdos y ovejas, formaron el
club de los huertos ecológicos familiares (CHEF), don-
de los visitantes lo dejaron; junto al profesor; como mo-
nitor del proyecto; lo integraban además otros alumnos
y un práctico agrícola de Temuco; entre todos dieron
vida a la tierra desocupada de los goces y las reducidas
superficies de los mapuches, donde desaparecieron las
malezas y aparecieron las hortalizas, todos los residuos
vegetales se transformaron en un rico abono orgánico,
se generaron pequeños créditos para herramientas, la
abuela que siempre había trabajado de sol a sol; a poto
parado; ahora lo hacía con más ahínco y tenía la rancha
llena de porotos, zapallos y cebollas. Productos que
acarreaba en sacos a Temuco en la góndola de don Sige.
En cada casa se engordaba un chancho y se producía
todo lo necesario para vivir, mejoró el nivel de vida de
la gente, se bajaba al pueblo dos veces al año solo para
comprar “las faltas”: sal, azúcar y yerba, lo demás lo
regalaba la tierra, a la que solo había que acariciar con
sencillas labores, básicos conocimientos, perseverancia
y paciencia.
117
Era Diciembre, habían pasado los años, en un senci-
llo acto bajo los frondosos cerezos, culminaba el año
escolar, era un gran paso para profesor y alumnos,
terminar la enseñanza primaria, todos llegaban hasta
aquí, integrándose a las labores cotidianas del campo,
jugaban a la pelota y se emborrachaban tomando chi-
cha…

De pronto por el polvoriento camino apareció un jeep,


era un antiguo conocido, miembro de la misión de
paz…, que en un improvisado discurso destacó las
cualidades de los niños y la calidez de la gente cam-
pesina… “vengo”−dijo: “a traer un regalo muy espe-
cial a un hijo del bosque, un pequeño líder, porque
se lo merece y demostró con esfuerzo y sacrificio, que
hay que correr cuando joven, para no trotar cuando
viejo, le hemos conseguido Beca para que por prime-
ra vez, uno de ustedes, pueda continuar estudiando,
y llegar…más allá del colina del último Arrayán…”.

Los aplausos pusieron fin a la recordada ceremonia…,


el eco de la campana se confundía con el canto de las
aves y el silbido del viento, que entonaban una me-
lodía especial, rindiendo honores a la humildad. El
horizonte encendió las antorchas del atardecer, a los
ojos de los niños bajaron las estrellas convertidas en
transparentes perlas de rocío que escapaban silencio-
sas… y el esplendor de un arco iris, como un abra-
zo de Dios, cerró la puerta luminosa de aquel día tan
especial.

118
Recordando
Carmen Salinero Carreño, 85 años.
Las Condes, Región Metropolitana.

En un lugar de la VI Región de Chile, bajo el cielo de


verano, se perfilan en el horizonte los destellos de lu-
ces y se diseñan torres y campaniles. Son las nubes que
juguetean, así le parece a la niña, que camina cogida de
las manos de mamá y papá. ¡A dónde van! El papá le
ha prometido una sorpresa y ella, arreglándose una de
las cintas que recoge su pelo trenzado, lo mira sonrien-
te confiada en que será un regalo más.

Después de atravesar el largo sendero trazado entre los


cuarteles de agua salada que los salineros, convierten
en sal para comercializarla. Llegan al borde de la lagu-
na, están en Cahuil, pueblo costero, a unos kilómetros
de Pichilemu, hoy famoso para practicar el surf.

Arriendan un bote y recorren su borde hasta el encuen-


tro con el mar. La niña se acomoda al lado del botero
y en silencio, observa como los remos se introducen en
el agua y hacen avanzar el “Barco”. Ella sueña que está
en un gran barco y que lo recorre subiendo y bajando
las escaleras para... De improviso, se afirma en el borde
del bote y adoptando una postura reflexiva se dice:
“Cuando sea grande, me casaré y seré feliz”.

119
−“¿Qué edad tienes?” le pregunta el botero y ella res-
ponde que tiene 11 años.

Vuelve a su postura inicial y se asombra de su afirma-


ción y se contesta: algunas veces, solo tienes que darle
tiempo al tiempo.

−¿Dale tiempo al tiempo? −Dale tiempo al tiempo, re-


pite una vez más.

Los papás la llaman y la sacan de su filosofar. Termina


el paseo y, nuevamente, tomada de las manos de ellos,
en esa ardorosa tarde inician el retorno al Balneario del
surf, en donde pasarán su última noche de vacaciones.

Esa noche, como tantas otras, se durmió al canto del


papá, quien tocaba su pelo suelto, acariciándolo. Para
él, era suave como el de un ángel.

Su vida transcurre como un juego, pasarán muchos


años para que encuentre respuesta a su anhelo.

−¡Cuando sea grande..! Que vas a buscar ¿Dónde?

Recuerda una frase que escuchó en clases: “¿Qué vas a


buscar? Si en la vida no esperas el gozo” El sentimien-
to y su ego tocan su temblor. Labra sus sueños; ahonda
en lontananzas para adelantar el tiempo. Sus deseos
de ser “mujer grande” quieren hacerse realidad.

120
El regreso a la ciudad, en la normalidad de la vida co-
tidiana, entre clases, juegos, transcurre su vida de hija
única. Algo sucede. Es sorprendida. Así, un día en que
sentada frente a la ventana abierta de su dormitorio y
mientras juega con sus trenzas, balanceando sus pies
al compás de la canción que tararea, los papás irrum-
pen y le dicen: “Tendrás un hermanito o hermanita”.
La sorpresa la llena de alegría y desde ese momento
se prepara para recibir el regalo a sus 14 años.

Pasan los meses y viene el gozo, la emoción. Vive en el


suspenso de si será hermanito o hermanita. Así, vive
los preparativos para recibir “el regalo”. Es una niña,
le dice, el papá.

Una tarde, al regreso del colegio, corre a la pieza y la


mamá la recibe con su hermanita en los brazos. −Yo,
también, seré su mamá−, afirma ante el gozo de sus
padres.

Termina su tiempo escolar, decide postergar su ingre-


so a la Universidad, para compartir con la hermana
que ya comienza a dar sus pasos y balbucea “nana”
así llama a su hermana: mamá. Van a la plaza, juegan
en el balancín, recogen piñones, arman montones que
les parece el castillo con sus torres de hojas secas y
escaleras de palitos que las lleva hasta cerca del cielo,
que las convierte en reina y princesa de cuentos. Se
ríen, se abrazan, dando vueltas y vueltas por la plaza;
sienten que el aire las trasporta al infinito. Vuelven a

121
casa cantando “... pin, pin serafín, vino la coneja”; la
canción que a ella le cantaba su papá cuando era chica
al igual que a su hermanita, que ya cumplirá dos años
en unos días más.

Entre su pasar como “mamá−hermana”, el sentimien-


to y su ego tocan su temblar. Labra sus sueños, ahon-
da en lontananza para adelantar el tiempo.

Su deseo de ser “mujer grande de verdad”. Es ya una


adolescente. Viene la contemplación, enciende su es-
píritu con el fuego del entusiasmo y la potencia del
amor. Agiganta el asombro exclamativo ante el amor
que aparece bordeando los 15 años. Es el encuentro
con el joven de 17 en el verano de ese año venturoso.
Está feliz. De esta manera va cambiando de esta etapa
y de un salto a la edad de amar, y la libertad de deci-
dir.

Pasarán los años y hoy vuelve a exclamar: −Sí, hoy


trascurridos 60 años después, repite la frase “Cuando
sea grande”. Sí, hoy, soy feliz... con el mozo de enton-
ces de 17 años.

122
La historia de mi vida
María Irene Carrasco Inostroza, 78 años.
San Felipe, Región de Valparaíso.

Soy una muchacha provinciana nacida en Chillán con


dos hermanas más. Mi mamá tenía 19 años de edad
cuando murió para el terremoto de Chillán en 1939, y
mi padre quedó solo con nosotras a los 22 años. En ese
entonces, la mayor tenía 4 años, yo 2 años y la menor
de 7 meses; mi padre no supo cuidar a sus hijos, e in-
cluso mi hermana menor murió.

Es así como mi abuela paterna se hizo cargo de noso-


tras, hasta que mi padre se volvió a casar, que no fue
mucho tiempo después. Nos fuimos a vivir con mi ma-
drastra y mi hermana mayor no se acostumbró con ella,
y finalmente se fue a vivir con su madrina. Me quedé
sola en la casa con mis nuevos hermanos que iban na-
ciendo, y así pasó el tiempo, criando y estudiando.

Cuando cumplí 14 años, tuve que salir a trabajar, por-


que la familia crecía muy rápido y la plata no alcanza-
ba con lo que ganaba mi papá. Mi primer trabajo fue
en una compañía de alcoholes, que estaba cerca de mi
casa, en ese lugar trabajé hasta que cumplí 18 años. Ya
era una mujercita y empecé a tener amigos. Mi papá
me castigó muy duro, porque una vez llegué tarde a
casa, tenía que venir directo del trabajo a la casa.
123
El castigo me hizo daño, me dejó herida el alma, mi pa-
dre nunca me pegó por nada; pasado un tiempo pedí
en mi trabajo las vacaciones y con esa plata me vine a
la Capital.

Mi hermana mayor vivía en Santiago, yo creía que con


eso tenía una casa donde llegar, y me vine, llegué con
muchas ilusiones a la casa de ella. No me quiso recibir
en su casa. Pregunté y busqué a la señora de Chillán,
llegué a su casa y ella me recibió, me quedaba poco
dinero. Salí a buscar trabajo al otro día y es así como
comencé a trabajar en Santiago, estuve en varios em-
pleos.

Hasta que me encontré con un amigo de Chillán, nació


un romance y mi querida hija, entonces fue cuando abrí
los ojos y descubrí la maldad, el engaño, la mentira, el
sufrimiento, crecía mi hija, pero no su mente (sufría de
deficiencia mental), cuando los médicos me aclararon
el problema, comencé a trabajar más duro y estudié en
el Duoc el curso de técnico en enfermería, para poder
cuidar a mi niña y tener una vida mejor, sin depender
de nadie. A esas alturas ya era toda una santiaguina,
me había acostumbrado a vivir en la Capital.

Cada día, mi hija crecía más y más y se me hacía difícil


cuidarla, por los turnos, tuve que pedir ayuda a una
hermana casada, que me la cuidara; el problema era
que tenía puros hijos hombres y mi hermana salía mu-
cho, a la niña la cuidaban sus primos.

124
Tuve que cambiar de trabajo para cuidarla, busqué
un trabajo “puertas adentro” y así estábamos siempre
juntas.

Cuando mi hija cumplió 20 años, conocí a un hombre,


que me pidió que nos casáramos, tuve que internar a
mi hija en el Pequeño Cottolengo, en Santiago. Luego
me case, y seguí con mi carrera de enfermería. Todos
los sábados en la tarde, eran para mi hija, la visitaba
en el Pequeño Cottolengo y llorábamos juntas, a ella
le costó mucho acostumbrarse y yo sin ella. Para mí
fue más fácil trabajar y así poder pagar el Cottolengo,
remedios, médico, ropa, etcétera., y así pasó el tiem-
po, años y años; mi marido no podía engendrar hijos.
Mi niña falleció a la edad de 52 años (en el Cottolengo,
que ya era su casa), estaba muy enferma y su cuerpo
no resistió más. Me costó mucho acostumbrarme sin
ella, soñaba mucho con ella siempre en el Cottolengo,
ella quería que yo fuera a visitar a las otras niñas que
quedaban allí, para mí era volver atrás, era empezar
de nuevo y quedaba muy mal.

Me entregué de lleno a mi trabajo, me dediqué a cui-


dar adultos mayores enfermos terminales, así no te-
nía tiempo para pensar, solamente daba amor y es así
como seguí por años, hasta que me jubilé.

Juntamos plata con mi esposo y nos compramos una


casa en Panquehue, nos vinimos en el año 2002, mi es-
poso tenía sus familiares acá. Comenzamos una nue-

125
va vida, haciendo trabajo voluntario con los adultos
mayores abandonados (que hay muchos). Formé un
club de adulto mayor, tengo 20 socios activos y 15 pa-
sivos, soy la presidenta, también presto servicios en la
parroquia San Maximiano, de Panquehue.

126
Añorando el pasado
con nostalgia
Laurentina del Carmen Dibarrart Vivallos, 76 años.
Talcahuano, Región del Bío Bío.

Mi vida estuvo llena de sueños y fantasías, 7 años te-


nía cuando a mi escuelita rural de Cabrero me lleva-
ron a estudiar. Mi primer libro fue el “Ojo” difícil para
mí, solo llegaba al o−jo−oj−j−o, entenderlo mucho me
costó.

La profesora nos tiraba las orejas y nos pegaba con el


puntero, a los cursos superiores los ponían de rodillas
y en cada mano tenían que sostener medio ladrillo.
Sufrimos mucho los niños, por suerte todo lo que me
enseñaban lo aprendía. Como esta poesía que mucho
me gustaba “Aquella casita que se ve ahí blanquear,
es mi escuelita hermosa donde yo aprendí a estudiar,
que gusto tantas niñitas con quien reír y jugar, y una
linda profesora como una verdadera mamá”.

Me agradaba leer cuentos que me transportaban a un


mundo de hermosas fantasías, el “peneca” también
leía con monitos de colores. El “Okey” más “la peque-
ña madrecita” para las mayores.

Qué alegría cuando tocaban la campana para salir a


recreo, nuestros juegos eran el columpio, el avión, la
127
payaya con cuescos de nísperos se jugaba, el paquito
librador, saltábamos al cordel, arroz con leche, el tu-
gar tugar salir a buscar, sin olvidar la pollita ciega y
el run−run, confeccionado con hilo y un gran botón,
mucha emoción daba sentirlo zumbar.

En nuestro hogar se reunía la familia, mis hermanos


mayores preparaban un escenario con telón y empe-
zaba la función. Mi abuela y mamá tocaban guitarra
y cantaban tonadas, mi abuela le cantaba a mi abue-
lo “el negro del alma”, mamá “mantelito blanco”, un
tío con voz potente cantaba rancheras acompañado de
su gran acordeón con incrustaciones de nácar. Uno de
mis hermanos con armónica grande que aún conserva
entonaba hermosas melodías, bailábamos al compás
de una orquesta, corridos, vals, cuecas y huarachas.
Sus instrumentos se componían de tarros, tapas de
ollas, cornetas, sonajera y panderos hechos con tapas
de botellas. Mis hermanas actuaban “el zapaterito”
y “el bosque de la china”. Una hermana y yo recitá-
bamos y danzábamos con falditas de papel crepé. Lo
que más nos agradaba era alegrar a los papás y fami-
lia para recibir sus aplausos y regalos que nos hacían,
muñecas de loza y juguetes de carey. Mis hermanos
recibían pelotas de goma, emboque, trompo, un caba-
llo de palo con cabeza de yeso, trencito de lata y libro
de cuentos, a pesar de los lindos regalos preferíamos
los confeccionados por mamá, pelotas de calcetines y
nuestras muñecas de trapo que nos regalaba con amor.
Jugábamos y las rompíamos sin ningún temor, mis
hermanos jugaban a las bolitas, elevaban cambuchas,
128
corrían con el zuncho, hacían ancos y zancos, echaban
carreras y fabrican ondas para cazar. A nosotras las
niñas nos gustaba comunicarnos por woki toki, con
tarros o cajas de cartón y un cáñamo largo.

Pasaron algunos años y ya más grandes nos man-


daban de vacaciones con los tíos al campo, a Liucu-
ra Bajo, fueron días inolvidables. Todos los años nos
juntábamos los primos de diferentes partes, en las no-
ches los adultos hacían fogatas, jugábamos a la “tár-
tara musa” al “machiri pique”, al “azúcar candia”, al
“paquito librador”, y contaban historias de terror. El
día 2 de Febrero, día de la challa, los tíos eran los ini-
ciadores de tirarnos baldes con agua. Corríamos por
los hermosos jardines, y todos andábamos descalzos,
se armaban un desorden que nadie lo paraba. Cuan-
do íbamos al río, nos entreteníamos ayudando a lavar
lana de oveja, para hacer camas. La tía hilaba para for-
mar los ovillos y tejer chalecos y frazadas, nadábamos
felices por fuera y debajo del agua, pero para ir al río
era un drama, si no nos servíamos todo el almuerzo,
nos castigaban dejándonos en casa, teníamos que dor-
mir dos horas la siesta y bien vigiladas. Jugábamos a
las escondidas y subíamos a los árboles para que no
nos encontraran.

Cuando íbamos con los tíos invitados a la trilla a “ye-


gua suelta”, todos íbamos a caballo, bailábamos al
compás de una vitrola, era entretenido y divertido.
Nos servían mistela, navegado, pajaritos, roscas, alfa-
jores y los asados bien regados. Los tíos en la bodega
129
tenían varios lagares, una inmensa olleta de fierro don-
de se guardaba el trigo, y en las tinajas el vinagre. La
piedra para moler el trigo cocido servía para muchas
cosas, se preparaban los catutos aplastados, los servía-
mos con miel y mantequilla o con pebre cuchareado.
También en las cazuelas de ave sigue siendo agradable.
Aun existen estas reliquias de más de 200 años en el
pueblo de Liucura Bajo con historias de antaño, donde
nacieron mis abuelos hace mas de 150 años.

Cuando con los papás salíamos de paseo, era un lar-


go caminar lleno de emociones, papá con su escopeta
labrada de dos cañones, pantalones de golf, polaina,
sombrero, cantimplora y el morral para traer lo que
se cazaba. Era infaltable en sus bolsillos su cachimba
y tabaco, también llevaba dos cañas de pescar, cami-
nando, jugando y recogiendo flores se nos pasaba el
tiempo muy rápido. Nos agradaba tirarnos al pasto
y sentir el aroma al poleo. Llegábamos al rio y nos
tirábamos al agua, jugábamos y nadábamos mientras
papá y mi hermano mayor tiraban la lienza y pesca-
ban. Luego nos servíamos las cosas ricas que mamá
preparaba con mucho amor. Regresábamos a casa
agotados, mi hermano menor terminaba en los bra-
zos de papá, llegando a casa nos dábamos un rápido
baño, cenábamos, nos cepillábamos los dientes con
“pasta colino” y luego a dormir, y algunos a soñar de
todo lo bello que pudimos disfrutar.

En la sala de baño teníamos un peinador, con espejo


ovalado y cubierta de mármol, sobre ella el juego lava-
130
torio, peinetera, jabonera. En el suelo un recipiente para
recibir el agua, más una escupidera y una bacinica, todo
era enlosado de color verde con suaves flores amarillas.
Retirado de la casa estaba el pozo negro, y cerca de la
casa el pozo del agua. En el salón los muebles del living
de coligue y rejilla de paja tejida, muy hermosa. En las
esquinas había esquineros altos con maseteros y lindas
plantas, aún conservo la aspirista, se usaba el escupidero
en el living. En ese tiempo 10 años tenía, tejía, bordaba,
hacía flores con papel crepé y papel con esperma, tam-
bién juguetes de género. Mi orgullo era una gran jirafa
confeccionada de género por mí que adornaba el salón.

Un día de invierno, con lluvia, relámpagos y truenos,


los mayores corrían a guardar las herramientas metáli-
cas por temor a los rayos, cerraban bien las puertas y
ventanas de la casa. El temporal fue tan fuerte que sacó
latas, corrió tejas, y cayeron árboles, fue espantoso tan-
to ruido desagradable. Se desbordó un canal cerca de
nuestra casa, nos inundamos, se cortó la luz y nos alum-
brábamos con candelabros, chonchones a parafina, ve-
las puestas en palmatorias. Nuestros catres de bron-
ce y fierro de una plaza, eran altos, el de los papás de
plaza y media, el mismo material pero con un hermoso
cóndor al centro del respaldo, más una perilla redonda
a cada lado, todo de bronce, pero a pesar de ser altos
igual llegó el agua. Los carabineros nos llevaron a caba-
llo donde nuestros abuelos, ellos tenían cocinería y casa
de pensión. Mi abuelo era talabartero, trabajaba en los
aperos del huaso, monturas, estribos, pencas, polainas,
cinturones y riendas.
131
El año 1939, un 24 de enero, un terremoto hubo en
Chillán, afectando las tierras donde vivía, grado 8.3
fue lo que se sintió a las 23:32 hrs. Mi abuela nos con-
tó que la tierra se abrió y un hombre atrapado hasta
la cintura quedó. Estaba vivo, pedía ayuda pero nadie
se preocupaba, seguía temblando con fuerza y todos
arrancaban. Las casas de adobe se fueron abajo. Gri-
tos despavoridos esa noche se escucharon. Posterior-
mente un fatal día 21 de Mayo de 1960 en Concepción
un gran terremoto remeció la tierra, repitiéndose el
domingo 22 a las 15:11 hrs., llegando a 9.5 grados lo
que provocó un gran maremoto en Valdivia. Estába-
mos en familia, en casa unidos como siempre, en una
muerte de un cerdo, para festejar la fiesta de las glorias
navales. Fue tanto el susto que justo en el momento
en que mataron al animal, rápidamente empezaron a
rasparlo con conchas de cholgas, le iban tirando agua
caliente para pelarlo con mayor facilidad, pero no se
habían dado cuenta que el cerdo aún estaba vivo, to-
dos fuimos testigos, cada vez que temblaba, al chan-
cho lo dejaban de lado para afirmarse de algún árbol.
Mamá arrodillada oraba rogando a Dios que todo ce-
sara. Mi hermanito menor lloraba de susto abrazado
de mamá y decía “mamita rece por mí, rece por mí”,
mamá se paró y lo abrazó rogando al padre Dios que
nos protegiera, a sus 7 hijos, madre, hermana, yernos
y nietos que estábamos con ella. Nos consolábamos
unos a otros. Y… como si eso fuese poco a las 6 de la
tarde hubo otro terremoto.

132
Cuando jovencita usaba tacos Luis XV, mi peluque-
ra me hacía moño nido, me ponía vestidos ajustados
con cinturón ancho y bien apretado, me pintaba las
uñas con esmalte rojo y los labios del mismo color.
Usaba polvos para la cara, mi perfume preferido era
el “dana tabu” con su palito adentro, jabón “camay” o
“flores de pravia” más el talco para el cuerpo.

Cuando nos daban permiso para salir íbamos con una


tía al malón, mis bailes preferidos era el twist y el rock
and roll, me ponía vestidos godet plato con enagua
recogida, con encaje y bien almidonadas. Usaba ba-
lerinas y calcetines para bailar mejor el rock and roll.
Con los años salieron los cancanes que mucho me
gustaban, mi medio de transporte era la bicicleta y
mis cancanes lucían, era tanta la trapería pero feliz-
mente nada se me veía.

En el trabajo me regalaron dos frazadas de lana que


aún conservo. Hace 54 años que las tengo conmigo.
Cumplí 76 años y 51 vividos con mi amado marido,
somos reliquias del pasado y aún enamorados.

133
Lebu
Dora Ceruti Danus, 76 años.
Ñuñoa, Región Metropolitana

Como productora y asistente técnica de Humberto


Duvauchelle tuve el privilegio de acompañarlo a Lebu
a fines de 1995. El Alcalde nos había contratado el mo-
nólogo “Neruda” y luego de muchos años en el exilio
el gran actor volvía a reencontrarse con los mineros
del carbón de Curanilahue, Lota y Coronel. La lectura
dramatizada tuvo lugar en un derruido galpón de ca-
laminas con techo de zinc a través del cual se colaban
los tenues rayos de sol, el humo de las cocinas a leña,
el vapor de las barcazas pesqueras, algunas ráfagas
de viento y el cortante frío sureño. Apoyado por la luz
macilenta de dos o tres ampolletas de escaso voltaje y
del regular sonido de una radio casette aportada por
un poblador, el actor dio inicio a la magistral obra y
repito “magistral” pues nunca como aquel día su voz,
sus gestos faciales, su cuerpo, sus manos un tanto
crispadas, su estado anímico y emocional casi transfi-
gurado logró remecer hasta los huesos a esos maltra-
tados esclavos del carbón. Con sus cascos y linternas,
caras agrietadas y negras de hollín, gruesos surcos y
arrugas producto del duro trabajo en los piques sub-
terráneos semejaban un conjunto de ánimas silentes y
atribuladas. La actitud general era de profundo respe-
to y solo el ruido de las olas encabritadas del Pacífico,
135
el crujido de las maderas del piso y lo agitado de sus
respiraciones denotaban su presencia. En los momen-
tos en que se oía en un lamento… −”Ay mamá cómo
pude vivir sin recordarte cada minuto mío. No es po-
sible. Yo llevo tu Manverde en mi sangre, el apellido
del pan que se reparte, de aquellas dulces manos que
cortaron del saco de la harina los calzoncillos de mi
infancia, de la que cocinó, planchó, lavó, sembró, cal-
mó la fiebre, y cuando todo estuvo hecho, y ya podía
yo sostenerme con los pies seguros, se fue, cumplida,
oscura, al pequeño ataúd donde por vez primera es-
tuvo ociosa bajo la dura lluvia de Temuco”− ...el sollo-
zo de un viejo minero cortó el aire mientras el resto de
los espectadores trataba de mitigar sus sentimientos,
pero fueron muchas lágrimas las que observé correr
por la faz de aquellos parcos hombres como asimismo
Duvauchelle, no fue capaz de ocultar la emoción que
lo embargaba y por primera vez en mucho tiempo vi
humedecerse sus ojos en plena actuación. Al concluir
la función el aplauso fue atronador, y al unísono for-
mando un estrecho y apretadísimo cuerpo vibrante de
entusiasmo y calor se alzaron de sus asientos y de pie
le exigieron la repetición de “Explico algunas cosas”
de “España en el corazón” y mientras terminaban de
escucharse parte de los emotivos versos…−Pregun-
taréis: Y donde están las lilas? Yo vivía en un barrio
de Madrid. Mi casa era llamada la casa de las flores.
¿Raúl, te acuerdas? ¿Te acuerdas, Rafael? ¿Federico, te
acuerdas debajo de la tierra? Y una mañana todo es-
taba ardiendo y desde entonces sangre, bandidos con
frailes negros bendiciendo venían por el cielo a ma-
136
tar niños. Generales traidores: mirad mi casa muerta,
mirad España rota, pero de cada niño muerto sale un
fusil con ojos. Preguntaréis por qué su poesía no nos
habla del sueño, de las hojas, de los grandes volcanes
de su país natal? Venid a ver la sangre por las calles,
venid a ver la sangre por las calles, venid a ver la san-
gre por las calles”−...un hombre del carbón de edad
indefinida pidió autorización al maestro, como le lla-
mó, para leer un poema escrito por él hacía un tiempo
en las entrañas mismas de la tierra y el viejo, como
apodan a los mineros, sacó un arrugado papel de su
bolsillo y en un comienzo de manera entrecortada y
luego con voz firme, dio lectura al relato poético más
impactante que he escuchado sobre la vida, miserias,
trabajo y explotación en las minas de carbón. Un im-
pactante silencio se adueñó del lugar, solo lágrimas
escapaban de algunos, y de pronto un ¡bravo! y otro
¡bravo! irrumpieron y el eco salió a través de las cala-
minas y de las planchas de zinc inundando la olvi-
dada caleta de poesía, música, amor y paz espiritual.

−”La mamadre”. Pablo Neruda.

−”Explico algunas cosas de España en el corazón”.


Pablo Neruda.

137
Chile a lo largo
Miguel Reyes Suárez, 76 años.
Ñuñoa, Región Metropolitana.

Intento hacer un romance


con los nombres de mi Tierra
que es una faja de huaso
o espada que al cinto cuelga
de este feraz continente
que se llama Sudamérica.

Empezaré por Arica


ya que del Norte es la puerta
hasta llegar a Calama
subiendo y bajando cuestas;
pero antes compro en Iquique
algunos frascos de esencia
para el placer del olfato
o responder gentilezas.

Dormiré en Antofagasta
−de la Región es la perla−
y en Atacama de largo
pasaré si no es la meta;
A Copiapó, sin embargo,
veré antes de que oscurezca.
139
Caminando sin parar,
me detendré en La Serena
y hacia la Zona Central
avanzaré con presteza.

(Que Isla de Pascua me excuse,


iré hasta allá en cuanto pueda)
Un baño corto en Los Vilos
cual si fuera una receta;
no viajaré a San Felipe
porque lo hice en otra fecha.

Tiltil, Quillota y Polpaico


−atrás se quedó Calera−
historia, fruta y cemento
entre valles y alamedas.

Y por si el sol abrasara


al ir por la carretera
bajo Algarrobos y Quiscos
me refresco en Cartagena.

Valparaíso, más tarde


recorreré sus arenas;
Viña del Mar, por la noche
apostaré en la ruleta.

140
Voy ahora a Melipilla,
pues en Pomaire la greda
me hace olvidar de Santiago
que a mis espaldas observa.

Después de aspirar nuevo aire


me voy a la Región Sexta:
Chimbarongo y Pelequén
me ven pasar con maleta
en veloz ferrocarril
sin humos en la cabeza.

Le hago un saludo a Rancagua


y a San Fernando una venia.
Curicó, Cauquenes, Talca,
el orden se desordena,
mas lo retomo en Linares
que es donde un área comienza
fecunda en “reyes” y “parras”
y en producción de poemas.

Y cuando llego a Chillán,


me detengo por la feria:
mucho vino y longanizas,
se impone una buena siesta.

Rucapequén, Santa Clara,


Concepción a la derecha,

141
a saltos paso por Laja,
Los Ángeles me aletea.
Lebu y Angol, un buen viaje
les oigo que me desean,
Temuco, Pucón, Los Lagos,
lejana la Cordillera.

Valdivia, Osorno, Paillaco


a la vuelta de la rueda;
así llego a Puerto Montt
donde el suelo se dispersa.

Pero miro a Chiloé


que no está lejos ni cerca:
la chicha en Chonchi y Achao
me tiene casi en las cuerdas,
y si no es por el curanto,
ahí mismo me doy la vuelta.

Pero siguiendo la ruta


que al partir me propusiera,
quiero pasar por Quellón,
para bailar una cueca
y como el tiempo me alcanza,
Aysén me está haciendo señas.

Coyhaique por no ser menos


me habla del lago Carrera,

142
y con ánimo curioso,
sin hacer cosas a medias
para mirar el estrecho
me alojaré en Punta Arenas.

Y se quedará esperando,
porque plata no me resta,
vestida como una novia
nuestra Antártica Chilena.

143
La flor
Patricio Valeriano Quiroz Córdova, 64 años.
Casablanca, Región de Valparaíso.

Esa rosa que me diste aquella tarde,


esa rosa que tal vez haz olvidado,
es la rosa que yo tomo en los momentos
en aquellos que estoy más desolado.

Es entonces cuando vienen a mi mente


los recuerdos más bellos del pasado.

Como añoro las canciones de aquel Favio,


o las tardes de colegio al esperarte,
me dan ganas de salir a toda prisa
e ir de nuevo corriendo a encontrarte,
y al ver que no te tengo
y que es tarde para eso…
tomo la rosa
y la guardo ¡con un beso!

145
ODA A PABLO NERUDA
Edita del Carmen Martínez Vargas, 69 años.
Viña del Mar, Región de Valparaíso.

Hay que brindar con vino,


la pluma se viste de oro,
nace en 1904, en Parral,
Neftalí Ricardo Reyes Basoalto.

“Entusiasmo y perseverancia”
escrito a los trece años,
¡qué maravilla!
¿Habrá vislumbrado
los cielos literarios
del habla castellana?
Y al año siguiente,
“Mis ojos”,
poema de Neftalí Ricardo Reyes,
aún no es Neruda.
Y pronto escribe
muchas, muchas poesías
en la revista “Corre Vuela”.

Sí, corre y vuela


por los caminos de las letras.
En 1920, feliz año,
147
comienzan los honores
en esta larga y angosta faja de tierra,
festeja, sí, festeja,
gana el premio
Fiesta de la Primavera de Temuco,
Temuco, bello Temuco,
de sol y lluvia.

A los diecinueve años,


entre universitarios y espinos
su espíritu literario se agiganta y escribe
“Crepusculario”, en 1923
¡oh, la poesía
que brota de su alma juvenil!
Han pasado diez años y publica
“Residencia en la tierra”.

Un día de 1927
viaja a tierras salvajes,
se le designa cónsul en Birmania,
viaja por todo el Oriente
y pronto llega el día de partir
y aparece ella entre la multitud.

El poeta impecable frente a la barca,


ella se le acerca,
le dice palabras suaves al oído,
ella le besa la cara,

148
luego lentamente
sus dedos recorren su cuerpo,
sus lágrimas cubren sus mejillas,
ella toca su rodilla,
sus piernas, sus pies,
sus zapatos,
¡oh, las lágrimas!
llegaron a sus zapatos recién pintados,
la mujer levanta la cara,
la cara blanca,
pena, risa,
pero
el destino es otro
y él debe partir,
¡qué pena!

Ha llegado carta
desde una isla itálica,
el cartero toca la puerta,
se oyen pasos
y aparece él,
conversan y conversan,
su estadía ha sido
venturosa y tranquila
como embajador,
¡qué embajador!

149
¡Y qué importan las ventanas rotas
y los caminos polvorientos
si escribe feliz!

La diplomacia lo llevó
por caminos insospechados,
terror y compañía,
en 1935, conoce a Federico García Lorca,
los une el gusto
por la poesía, el amor, las mujeres,
lo negro, lo rojo.

En “Romance de la guerra civil española”


apunta el vate con su pluma:
“los relojes que se pararon
y el coñac de las botellas que se tomaron
por las calles empinadas
subían las capas siniestras...”,
compartieron los versos,
los buenos versos,
entre amigos,
compartieron los males de este mundo
compartieron los ideales,
los cristales rotos
en aquellas tardes
entre las bromas y la conversación.

150
En la mesa aparecen amigos
como Alberti y Guillén
compartiendo los males de este mundo.

Y allí, de frente, la
Guerra Civil Española
caló hondo en él,
en él caló hondo
hasta el fondo de su alma.

La casa muerta,
muerta la gente,
muerta la patria,
unos contra otros,
el gran Pablo escribía y escribía.

En 1937, pública “España en el corazón”,


le ardía el alma,
le ardían los dedos
al ver tanta sangre derramada
por las calles,
por la cama,
por las tardes,
por aquí, por allá,
cielo negro,
muy negro,
su pluma se vuelve hosca,
triste y avasalladora.

151
Pasan los días
y un viento suave alumbra España.

Retoma en 1939 su pluma


con “Las furias y las penas”.

El olor al vino se deja sentir,


todo lo inunda,
incluso sus versos,
¡qué extraño!
¡qué maravilla!
Es Alberto Rojas Jiménez
“que viene volando”,
escribe Neruda
y queda la maravillosa sensación
del perfume del vino
y en ese aquel venir volando.
Llegan también ellos,
“Los descubridores de Chile”,
obra escrita con la muerte a cuestas.

Sobre los caballos recorrieron


sinuosos caminos polvorientos
de muerte y desasosiego,
y escribe Neruda,
a pesar de todo,
sobre toquis, caciques y libertadores,
“Caupolicán”, y luego

152
“Bernardo O`Higgins”
y cabalgando llegó“Manuel Rodríguez”.

El tiempo histórico pasa


y emerge “Balmaceda”,
al que “le ladran en el parlamento”,
aquello aniquila al escritor,
lo inquieta y le rompe el corazón,
mas aún
cuando se oye un disparo
aquel día negro para Chile,
la vida de mucho se esfumó,
para los gobernados
y los traicionados.

Hoy como ayer las palabras


Del Nobel literato
se dejan oír:
“...es el chileno interrumpido
por la cesantía o la muerte”,
le escribe así a Emilio Recabarren.

Han pasado los años,


las injusticias,
los fantasmas.
Los sufrimientos
se hacen presente
en versos con sentido político,

153
y ¡que importa!
si su pluma no tiene límites.

Es el gran poeta de las cosas bellas,


del amor,
de la política
o la paz.

Pasan los días,


un llanto se deja oír en la oscuridad,
se anuncia la buena nueva,
ha nacido la hija de Jorge Amado,
Paloma Amado,
niña ahijada
del escritor.

Con él compartieron
sueños, ilusiones
y el olor del vino.
¿Quizás algo pasó?,
¿quizás algo pasará?,
largas tertulias,
largas conversaciones,
¿por qué tanto amor por la niña?
¿y el niño aquél?
¿qué?,
¿amor?,
¿pasión?

154
¿quizás odio
para alguien lejano?
Pasan los días y escribe
“Galope muerto”,
dedicado al molino, a las piedras muertas.
En 1943, edita en México un poema épico:
“Canto General”,
¡oh, la conquista!,
¡oh, los conquistadores!
opresores, traidores, dictadores.

Su pluma se vuelve fuerte, firme,


mezcla de personajes simples,
mujeres tiernas, luchadoras y
hombres sencillos, trabajadores.
Escribía en el prefacio Neruda:
“estoy convencido de que para el poeta
es una obligación honrosa
defender al pueblo, al pobre
y al explotado”.

Luego incluye “Alturas de Machu Picchu”,


¡Qué alturas!,
verdes, sinuosas,
de conquistadores y conquistados,
de oprimidos,
de vencedores, de vencidos.

155
¡Oh, el año 1945!,
marca su destino,
toma el seudónimo de Neruda,
en honor
al poeta sueco Jan Neruda.
Ambas plumas se unieron
en versos y piedra,
hoy un monolito los recuerda
entre botellas, caracolas
y viento,
el viento del viejo Valparaíso.

En ese dichoso año


recibe en Chile
el Premio Nacional de Literatura,
y luego el exilio,
pero fue recibido en tierras lejanas
como huésped de honor,
ironía,
ironía de la vida.
¿Y los poemas políticos?
Tras la cortina de hierro
escribe “Las uvas y el viento”
¡oh, las uvas!,
tan redondas, tan jugosas, tan dulces,
sí, fueron para él muy dulces.
Se hizo acreedor del premio
Stalin de la Paz, en 1953.

156
Cambia, todo cambia.
En 1966 se hallaba en Nueva York,
su voz sensual, monótona,
se hace sentir en el Poetry Center,
gustó,¡claro que gustó!,
conquistó al público
con los poemas de Whitman
y los propios.

El corazón se agranda,
el amor que tenemos hacia él
lo inunda todo,
amó todo,
“no concebía la existencia
sin un estado de amor permanente”.

¡Cómo no amarlo!
¡Oh, sus mujeres!,
ella, quizás la última,
contaba un hombre de Isla Negra,
era muy joven,
bella, grácil,
se contentaba
con mirarla
entre botellas y caracolas.
La otra,
no tan joven,
no tan bella,

157
le escuchaba atentamente,
no opinaba, sólo escuchaba
sobre brazos y besos,
los de hoy, de ayer,
¡oh, los besos!,
él dirigía sus pasos a la puerta,
le besaba las mejillas
y se iba.

Ella lo despedía
con dulzura, sin palabras.
¡Adiós!,
quizás algún día volveré
para conversar
de sol, de sangre,
de ellos, de ellas,
de inquietudes, de anhelos.
No era bella, no la amaba,
pero...¿serás Albertina?
La primera,
su añorada esposa
María Antonieta
de demostraciones sutiles,
hermosas.
Y luego aparece
Delia del Carril,
hermosa, misteriosa,
nacida entre copas y tango,

158
fue su segunda esposa,
inquieta,
de lluvia, de cobre,
pero todo pasa,
unos cabellos sueltos, cautivantes,
le hacen sombra,
y aparece
Matilde Urrutia.
Diego Rivera la pinta,
bosquejo y realidad
se hacen presente.

La amó, la idolatró,
la comprendió, lo comprendió,
lo perdonó, la amó,
entre vasijas, pipas,
sábanas blancas, casas, escaleras,
bandejas de plata, salmones,
muñecas rusas,
armarios que son pasadizos,
ventanas que son amor,
¡oh, Matilde!,
tú, la que un día
te sentaste en un escritorio
de gruesos tablones
y sellaste
la Fundación Pablo Neruda
entre vasos portugueses o mexicanos,

159
brújula árabe,
figuras pascuenses,
piedra de Laja,
pinturas de Toral, Siqueiros,
Carreño o Antúnez.
Mezcla graciosa de americanos
que con pincel sellaron
una amistad.

Pablo Neruda
era amistoso,
en su mesa se sentaron
poetas, pintores, revolucionarios,
exiliados, políticos, embajadores,
albañiles, carteros y pordioseros,
a todos les brindó
su amistad.

¡Oh, los regalos!,


que guardó, que atesoró
en sus casas
de “La Chascona”,
“La Sebastiana”,
“Isla Negra”.
Publicó en 1954
“Las Odas elementales”,
escribió con igual pluma
“Al reloj”, con su tic−tac,

160
“Al tren”, con su vaivén,
“Al vino”,
¡oh, al vino!,
el que embriaga las penas,
las penas del alma;
se llenó de lágrimas
con las queridas “Cebollas”
y la “Sal”,
aquella que cubre
“Tomates” y “Alcachofas”,
escribió a las “Gaviotas” y el “Colibrí”,
su pluma se paseó gentil
por la “Bicicleta”
que da vueltas y vueltas,
por los “Calcetines de lana”,
por el “Cine del pueblo”
y por tantas otras cosas,
sí, por las cosas simples.

En los años 1957 y 1958 nació “Estravagario”,


un libro de poemas ocasionales,
como las odas,
pero ¡qué importa!
si en él todo es poesía.
En 1959, publicó
“Cien sonetos de amor”,
se extasiaba escribiendo sobre el amor,
¡oh, los besos!,

161
llenos de amor,
de tierra, de arena,
en otros pueblos,
en otras tierras.

Y cómo no olvidar
“20 poemas de amor
y una canción desesperada”,
una de sus primeras publicaciones,
que data de 1924,
los escribió en tiernas noches de verano,
¡oh, el verano!,
cálido, lleno de amor y pasión,
de tranquila belleza femenina.
Un corazón apasionado
sólo podría escribir
versos tan bellos
dedicados al amor,
a los ojos,
a tantos y tantos cuerpos bellos
que vieron sus ojos,
todo visto
con los ojos del alma.

Tú escribiste con sello divino


porque alguien
siempre te inspiró
¡Oh, cuerpos de bellas mujeres!,

162
bellas notas de pasión,
con aquella fuerza
escribiste bellos versos.

Chile se viste de gala,


nuevamente la pluma se viste de oro,
se alzan las copas,
llegó el día,
smoking negro,
el hombre hecho poesía
recibe el Premio Nobel en 1971.

Neruda, poeta totalitario,


todo lo abarca con su poesía,
naturaleza, realidad,
amor,
¡oh, el amor en exceso!,
tocó las estrellas
con sus versos espontáneos,
juguetones,
escondidos,
polémicos o
versátiles.
¡Qué importa!,
si todo en él es poesía.
Neruda aún vive
hoy, en pleno siglo XXI
y los editores se pelean sus publicaciones.

163
Antes de adentrarse
en el cielo cubierto de hojas australes,
el vate
escribía el “Libro de las preguntas”,
cúspide del asombro,
jabón, pez y tina,
gloria materialista
entre tiempo y espacio.

Han pasado los días,


él duerme,
pero no duerme,
se ha despertado y
hoy se leen sus versos
en los cinco continentes.

Un día de primavera,
la triste primavera
de septiembre de 1973,
su alma se elevó a las alturas,
la tristeza también lo invadió
y quedó un reloj roto,
mudo testigo de horas de amor y poesía,
de sosiego y bayoneta.
¡Adiós, gran poeta!

164
−EPÍLOGO−
Jorge Díaz Mujica

Pastoral Social Caritas


Conferencia Episcopal de Chile.

Por mucho tiempo, culturalmente, hemos tenido una


mirada negativa de la ancianidad, equiparándola a
una pesada carga de inutilidad; ello se refleja en acti-
tudes irrespetuosas y comentarios intolerantes frente
a las opiniones, y forma de ser de los adultos mayo-
res; miradas y actitudes que son reforzadas con un
lenguaje que agudiza ambos aspectos; términos como
“viejo”, “teclita”, “jubilado” están asociados a asilos
de ancianos y a esperar la muerte.

Contrario a lo que tradicionalmente nos hemos creí-


do, son personas que crean, aman, sueñan futuro. Un
segmento activo, en condiciones de seguir aportando
lo nuevo a la sociedad y también su pasado, con ex-
periencia, conciencia crítica y comprometidos con la
realidad.

En este contexto, Caritas Chile, a través del “1er Con-


curso Literario Nacional para el Adulto Mayor: Lí-
neas de Vida”, intenta revalorar, dignificar y visibi-
lizar esta etapa, que no es ni mejor ni peor que otra;
sino, distinta.

167
Esta “Antología: De Norte a Sur”, es el fruto del con-
curso en que participaron adultos y adultas mayores
de distintas comunas; personas que compartieron, ge-
nerosamente, el rescate de narraciones y poesías per-
didas en el baúl de sus recuerdos y de sus corazones.
Con ello, nos han demostrado, una vez más, que son
un segmento activo, protagonistas de su presente y
que se hace cargo de los espacios que el cuerpo social
permite ocupar.

A través de sus relatos, aprenderemos a proyectarnos,


conocerles, sufrir y alegrarnos con esta parte de la
población –cada día más numerosa- y en la que, por
regla general, todos nos encontraremos en un futuro
cada día más cercano.

Mario Noguer F.

Encargado Nacional
Programa Adulto Mayor
Pastoral Social Caritas Chile.

Escribir en la medida que se avanza en edad es una


forma de trascender, hacia nuestros hijos, nietos y las
demás generaciones, dejar por escrito las experiencias
de vida, sean tristes o alegres nos permite mantenernos
activos, atentos a entender la sociedad actual pero mi-
rándola con la experiencia del pasado, al escribir se está
transmitiendo lo más profundo de los sentimientos, lo
que vivió y lo que aprendió en el camino de la vida.
168
Este concurso literario “Líneas de Vida” se transfor-
mó en la oportunidad o la excusa perfecta para plas-
mar sobre un papel lo que sienten los mayores, cuen-
tos o poesías han sido la expresión de las historias y la
memoria que llegaron de diferentes rincones del País,
esperamos continuaren la búsqueda de un espacio
para los mayores y en conjunto unir esfuerzos en la
búsqueda una sociedad más justa, fraterna y solidaria
con todas las generaciones en nuestro Chile que enve-
jece a pasos acelerados.

Feliza Marro

Coordinadora
1er Concurso Literario Nacional del Adulto Mayor
“Líneas de Vida”
Miembro del Equipo Editorial SAN PABLO Chile.

Me da la sensación de estar frente a una obra única, que


conjuga a la perfección una sola historia, una que reúne
la experiencia y el “no” al olvido. Una llena de sentimien-
tos, añoranzas, anécdotas y mucha picardía.

“Líneas de Vida”, desde su génesis me ha sorprendido


no por tratarse de un concurso nacional de literatura
para el adulto mayor, sino por lo que provoca a quienes,
finalmente, se encuentran frente a cada uno de los escri-
tos, lectores dispuestos a escuchar las más fantásticas his-

169
torias, con la emoción de un niño sentado en las rodillas
de su abuelo. Un concurso que va más allá de la edad, y
que toca el alma de las memorias, nos permite leerlas, y
reconocer el valor que éstas adquieren para la construc-
ción de nuestra identidad como sociedad.

Espero que esta iniciativa despierte en muchos el deseo


de continuar escribiendo, o de animarse incluso a apren-
der a escribir. Porque, ya es tiempo de que Chile se asom-
bre ante las letras, aún cuando estas vengan desde lejos,
dañadas, o con faltas de ortografías. Ya no importan los
puntos y las comas, el miedo a escribir parte por ignorar
la riqueza de la experiencia, y su valor para la conserva-
ción de la memoria histórica.

En este texto, presentamos una serie de historias y poe-


mas que nos dan a entender que no debemos tener temor.

Expresiones que se atreven y nos muestran por escrito lo


que ha tocado el corazón de nuestros autores, más allá de
la vida a la cual se han enfrentado.

Me siento agradecida de todos quienes formamos parte


de este proceso, equipo Editorial SAN PABLO, Caritas
Chile, miembros del jurado, y los más de 340 participan-
tes que nos confiaron sus obras desde los más diversos
rincones del País. A todos ellos y ellas, muchas gracias
por hacernos el honor de presentar en estas páginas
obras que nos dan muestra de vitalidad.

170
Éste es el mensaje que trasciende, y que cada escrito
nos invita a descubrir a las próximas generaciones: la
esencia del crecer, las Líneas de Vida.

171
−PALABRAS DEL JURADO−
Mirta Bravo

“Creo que este concurso ha sido muy valioso tanto


para los participantes como para el jurado. Mediante
los excelentes trabajos realizados, nos dimos cuenta
que el adulto mayor, aún tiene mucho que aportar a
la sociedad en que vive. Como dijo el salmista: Aún
en la vejez dará fruto, estará lozano y frondoso (Sal
92, 15).

Periodista y escritora
Presidenta de la agrupación de periodistas jubilados.

Rosa Ricotti Romo

“Felicitaciones cordiales a los gestores de “Líneas de


Vida”, por tan loable iniciativa de convocar a perso-
nas mayores, para dar a conocer su mundo interior,
caminos de vida, plenos de amor y de recuerdos. Va-
liosa experiencia que refleja el pensamiento del papa
Francisco, al señalar: “la importante tarea de los an-
cianos es ser memoria de las familias y de los pue-
blos” agradecida por las dinámicas reuniones, vivi-
das junto a ustedes”.

Presidenta Departamento Regional


Metropolitano de profesores jubilados.
Coordinadora consejo asesor de mayores.
175
SENAMA Integrante mesa coordinadora
por los derechos de las personas mayores.
Presidenta del jurado primer Concurso Literario Nacional
del Adulto Mayor “Líneas de Vida”.

Juan Faunes

“Como jurado, ha sido una experiencia enriquecedo-


ra que ha permitido en lo personal valorar la calidad
de vuestros sentimientos confiándonos sus capacida-
des literarias. Seguir este camino llenará nuestro espí-
ritu de felicidad. Felicitaciones a todos ustedes”.

Presidente del centro cultural y taller literario


“Los Copihues”
Director agrupación “Quijotes de la lectura”.

Guillermo Torres Gaona

“Quedé gratamente impresionado de la calidad de


los trabajos de los participantes, en especial de la na-
rrativa, lo que no significa desvalorizar las obras poé-
ticas. Hay en ellos expresión de vitalidad, de trayec-
torias intensas de vida, de capacidad para emocionar
y de narrar -con creatividad e ingenio- historias per-
sonales, pero que se insertan en contextos muy bien
perfilados”.
176
Ex presidente nacional del Colegio de Periodistas de Chile e
integrante del Tribunal Nacional de Ética de ese colegio.

Patricia Alanis Clavière

“El concurso abre una oportunidad para visibilizar a


las personas mayores de Chile. En este sentido, de la
lectura de las obras, es posible comprender y valorar
la urgente necesidad de abrir espacios, en que los ma-
yores puedan expresar y significar la experiencia de
“Ser Mayor” en el Chile de hoy.

En general llaman la atención con sus relatos, crudos


y descarnados, los que exhiben su talento que con-
mueve con su capacidad de afrontar situaciones que
les son propias en ámbitos como el amor, la amistad y
el desempeño de sus roles como abuelos. Además dan
cuenta del maltrato que llevan a cuestas, de lo invisi-
bles que se sienten en la sociedad actual, del dolor de
la pérdida de sus pares, de lo que les provoca la muer-
te: en síntesis del dolor de ser mayor. Así también, nos
logran cautivar conmoviéndonos hacia la esperanza
de una vejez más digna y con derechos, que todos y
cada uno de los chilenos estamos llamados a recono-
cer y promover”.

Directora de U3E, Centro de Estudios Universitarios


para la Tercera Edad de la Universidad Mayor.

177
Manuel Pereira López

“Este concurso literario tiene el mérito de haber llega-


do en su convocatoria a todo Chile. Lo cual se ha ma-
nifestado en muchos adultos mayores participantes a
lo largo de todo el País. Lo cual es un reconocimiento
a la vejez activa y comprometida con la comunidad”.

Director fundador de SENAMA.


Vice presidente ejecutivo del Instituto del Envejecimiento.

Prof. Ricardo Rojas Valdés

“Muchas gracias por permitirme participar en este


Concurso, que ha permitido compartir tan significa-
tivas huellas de vida de chilenas y chilenos de edad
madura de nuestra tierra larga y angosta”.

Facultad de Ciencias Religiosas y Filosóficas


Universidad Católica del Maule.

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Juan Alberto González M.

“Junto con saludar, les felicitamos por esta iniciativa


de muy buenos resultados dados la gran cantidad de
trabajos, y el origen desde donde los enviaron. Sig-
nifica que hay muchos adultos mayores que quieren
contar y comunicarse, no importa dónde vivan. Una
buena forma de decirles “me importan”, “me intere-
san”, y eso es algo que no escuchan a diario. Ojalá se
repita”.

Subgerente Programa Pensionados


Gerencia Beneficios Sociales Caja Los Andes.

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