Etica Mod 1

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El concepto de ethos

¿Qué es la ética? Para aproximarnos a una primera respuesta, debemos tener presente que la ética está inscripta en
el ámbito de la filosofía práctica. El hecho de destacar su pertenencia disciplinar al campo de la filosofía constituye
un punto central porque nos permite anticipar algunos aspectos clave de su significado.

Como parte de la filosofía práctica, el modo más corriente de definir la ética consiste en afirmar que se trata de una
reflexión o una indagación del ethos. Muchas expresiones emparentadas con estas acciones (reflexionar o indagar)
suelen acompañar otras definiciones de la ética. Así, por ejemplo, Maliandi (2009) entiende a la ética como una
tematización del ethos. En cualquier caso, se pone de relieve que esta disciplina de la filosofía práctica designa un
esfuerzo por comprender y esclarecer el hecho moral. Si quisiéramos ahondar más en el contenido de ese esfuerzo,
deberíamos decir que la pretensión fundamental de la ética es dilucidar el entramado de normas, valores, principios
y creencias morales que rigen o regulan nuestra conducta y las relaciones que entablamos con los demás. De este
modo, la ética está estrechamente relacionada con la determinación de un espacio de examen respecto a la vida
humana: no se hace ética si se inhibe la capacidad de interrogar el sentido de nuestra existencia, porque su punto de
partida es la experiencia del ser humano como sujeto reflexivo y capaz de crear un saber de la praxis y para la praxis.

Ahora, nos adentraremos en su objeto, es decir, en el significado del término ethos. Cuando inspeccionamos la
etimología de este vocablo, nos encontramos con dos acepciones que, aunque están mutuamente relacionadas, no
son idénticas y, por eso, conviene distinguirlas. Respecto de este tema, podemos tomar la aclaración que nos
brindan García Marzá y González Esteban:

La palabra utilizada por Aristóteles es ethos que, según Aranguren (1979:21 y ss.), posee dos sentidos
fundamentales. Por un parte, su sentido más antiguo corresponde a ‘residencia’, ‘morada’, ‘lugar donde se habita’.
Ética se referiría así al suelo firme, al fundamento de la práctica, a la raíz de donde brotan todos los actos humanos.
Es el desde donde de la acción. Pero, por otra parte, también significa “modo de ser” o “carácter”, en una acepción
ya mucho más cercana a nosotros. Desde aquí, la ética se ocuparía de la configuración de la propia forma o modo de
vida. Ethos como contraposición a pathos, es decir, hábito o costumbre frente a lo inmodificable por la voluntad del
ser humano. (2014, p. 9).

Más adelante, nosotros nos adentraremos en uno de estos significados, el de carácter, pero, por lo pronto, es
importante puntualizar que la cuestión de forjar un buen carácter hace referencia a un aspecto central de la ética,
en tanto nos permite transformarnos como personas al obrar bien.

En general, en el campo de la filosofía podemos encontrar una serie de indagaciones que coinciden en un aspecto
básico: la expresión ethos indica el conjunto de convicciones, actitudes, valores, formas de conducta y creencias
morales que permea nuestro comportamiento y nuestro discurrir cotidiano, tanto individual como grupal. Como
puede observarse, cubre un espectro muy amplio de nuestra experiencia y aquello que construye nuestra identidad.

Un aspecto clave que debemos tener en cuenta es que el ethos remite a un fenómeno cultural que responde a
diversas relaciones interpersonales con otros integrantes de una comunidad, pueblo, Estado, etcétera. De este
modo, aunque su expresión puede variar de un lugar a otro, no puede darse el caso de su ausencia en ninguna
cultura. Se trata de algo que todos poseemos.

La realidad que configura el ethos nos rodea plenamente, debido a que está presente en nuestro obrar diario: puede
expresarse, incluso, lo transmitimos en nuestras preguntas sobre lo correcto o lo legítimo, sobre aquello que está
bien o mal o sobre lo justo o injusto. De cada una de estas manifestaciones del ethos surgen temas, controversias y
exploraciones que pretenden servir de guía u orientación para llevar adelante proyectos de vida más plenos y
satisfactorios. Como es una dimensión constitutiva de la naturaleza humana, estamos inmersos en el ethos de
manera relevante y concreta, debido a que el hecho moral atraviesa nuestras acciones, preferencias y decisiones.
Por lo tanto, el ethos constituye una realidad irreductible a otras e ineludible para la comprensión de la realidad.

La ética nos sitúa en el ámbito de la reflexión filosófica de esta gran cantidad de cuestiones que alberga el ethos
como indagación o justificación no de una moral determinada, sino del hecho moral en sí. El esfuerzo por esclarecer
el ethos procura dar cuenta de esa fuente clave de inspiración y elemento indispensable de comprensión de la
actuación humana, que es el fenómeno de la moralidad. Construir una fundamentación argumentada es una tarea
central del quehacer ético y la variedad de manifestaciones del ethos en el tiempo y el espacio equivale a un
complejo intento por ofrecer un saber que les permite a las personas crecer en el conocimiento de sí mismas.

Entonces, podemos repasar un punto abordado anteriormente, cuando afirmamos que, aunque cada cultura posee
sus propios valores, costumbres y creencias morales, semejante tarea de la ética no se circunscribe a una forma
determinada de ethos, sino al escenario moral en su especificidad, es decir, a un aspecto fundamental de nuestra
existencia.

Un punto clave en el que se sustenta todo examen ético es el de la distinción entre los vocablos moral y ética. Las
consideraciones anteriores, relacionadas con las expresiones del ethos y la tarea encomendada a la ética, nos
permiten contemplar un panorama de significados que se desarrollan en planos diferentes. Como afirma Cortina
(2000),

… el tránsito de la moral a la ética implica un cambio de nivel reflexivo, el paso de una reflexión que dirige la acción
de modo inmediato a una reflexión filosófica, que sólo de forma mediata puede orientar el obrar; puede y debe
hacerlo. (p. 30).

Ciertamente, es posible desentrañar una expresión negativa de aquello que es la ética: el ético no es un consejero
moral que se empeña tenazmente en defender sus convicciones morales ni alguien que aboga por el cumplimiento
de aspiraciones o normas morales concretas. En otras palabras, no es un moralista. La misión encomendada a la
ética se desenvuelve en otro plano, uno que requiere algún tipo de distanciamiento respecto del mundo moral y
todo aquello que tiene incidencia en la vida cotidiana, para instalar la pregunta acerca de por qué hay moral.

Cuando se afirma que la ética versa sobre el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto y los valores y las creencias
morales observamos, así, el intento de la ética de suministrar reflexivamente razón del fenómeno de la moralidad.
Observamos, a su vez, que este interés no puede eludir que está implicado en el mismo objeto de su tematización.
“Esta circunstancia explica por qué la ética es peculiarmente difícil: no porque su objeto de estudio sea extraño o
insólito, sino más bien por lo contrario: porque no se puede salir de él, porque es demasiado cercano” (Maliandi,
2009, p. 18).

El examen de las condiciones de la moralidad deviene imposible sin la actitud reflexiva que definíamos al comienzo
como pilar elemental de la ética. Debemos ser capaces de reconocer el origen primario de este intento de
esclarecimiento y fundamentación de la moral, que se plasman en interrogantes como por qué debemos llevar a
cabo tal acción o por qué debemos obedecer tales normas. En este punto, podemos adelantar que, aunque las
normas no agotan el ámbito de la moralidad, dan lugar a un problema fundamental de la llamada ética normativa.
La cuestión nuclear que esta ética plantea es la de la fundamentación de las normas. Es decir, mientras la norma dice
qué se debe hacer, la filosofía práctica (la ética) pregunta por qué se lo debe hacer (Maliandi, 2009). Es conveniente
aclarar que la importancia de fundamentar la norma no estriba en formular un repertorio fijo de convicciones
morales, sino en hacer ejercicio de nuestra capacidad para brindar razones de los móviles morales de nuestra acción
o conducta.

Ya indicamos que la ética se ocupa del fenómeno moral en su especificidad y que este no puede ser rápidamente
enmarcado en un conjunto determinado de cuestiones. Sin embargo, a grandes rasgos, podemos diferenciar dos
espacios de la moralidad: la moral como estructura y la moral como contenido.

García Marzá y González Esteban (2014) afirman que la moral como estructura lleva implícita la necesidad de ajustar
nuestra conducta a determinadas situaciones. La naturaleza humana, desde este punto de vista, se cimenta en tener
que proporcionar razones de la acción. Con la expresión moral como contenido, se hace referencia al hecho de que
esta necesidad se da en el marco de un sistema de preferencias o conjuntos de normas propias de cada sociedad.
Así, por ejemplo, la obediencia a una norma condiciona la manera en la que nuestro comportamiento se alinea con
una situación particular y descuidar la obediencia a determinadas normas puede conducir a las personas al fracaso
en el desarrollo de una acción o al sufrimiento de castigos o sanciones diversas.

Hay determinadas características centrales que pueden identificarse en el lenguaje moral, más allá de la diversidad
de ethos que podemos reconocer en las diferentes culturas. De este modo, a pesar de la complejidad y la amplitud
del fenómeno de la moralidad, podemos distinguir las siguientes asunciones que respaldan una forma de percepción
común del mundo moral:

• Responsabilidad moral o autoobligación: el sujeto sigue normas que acepta en su conciencia y que surgen de su
voluntad libre y autónoma.

• Universalidad: los juicios morales se presentan como extensibles a todos los seres humanos.

• Incondicionalidad: su carácter categórico y, por tanto, su validez no dependen de circunstancias concretas y


particulares, ni tampoco de situaciones históricas o sociales concretas. (García Marzá, y González Esteban, 2014, p.
11).

Como último punto, nos detendremos en una contraposición esencial. Lo moral, en su especificidad, remite a
pretensiones de universalidad y necesidad que están inscriptas en la naturaleza humana como fines racionales de la
existencia y el obrar de las personas. Por eso, la expresión amoral refleja un concepto vacío. Cuando se intenta
esclarecer la moralidad, todavía la cuestión de lo llamado inmoral puede aparecer como un esfuerzo conceptual
vano. Como afirma Ortega y Gasset (1955), la interrogación que cobra relevancia para dirimir el significado
fundamental de la moral es qué queremos decir cuando afirmamos que alguien está desmoralizado:

Me irrita este vocablo “moral”. Me irrita porque en su uso y abuso tradicionales se entiende por moral no sé qué
añadido de ornamento puesto a la vida y ser de un hombre o de un pueblo. Por eso yo prefiero que el lector lo
entienda por lo que significa, no en la contraposición moral-inmoral, sino en el sentido que adquiere cuando de
alguien se dice que está desmoralizado. Entonces se advierte que la moral no es una performance suplementaria y
lujosa que el hombre añade a su ser para obtener un premio, sino que es el ser mismo del hombre cuando está en su
propio quicio y vital eficacia. Un hombre desmoralizado es simplemente un hombre que no está en posesión de sí
mismo, que está fuera de su radical autenticidad y por ello no vive su vida, y por ello no crea, ni fecunda, ni hinche su
destino. (Ortega y Gasset, 1955, p. 72).

Lectura 2 Niveles de reflexión ética

Como está relacionada con nuestra capacidad para interrogarnos sobre el sentido de nuestra existencia y conducta,
un aspecto esencial de la ética es la reflexión. Cuando indagamos en este punto, frecuentemente nos encontramos
con que podemos identificar diferentes niveles de reflexión en este campo de estudio.

De manera sucinta, podríamos afirmar que en el recorrido que hacemos por las formas de interrogación más
importantes de la ética, nos topamos con cuatro grandes niveles (Maliandi, 2009). A continuación, los
desarrollaremos.

Reflexión moral

En sentido amplio, el ethos comprende creencias morales, actitudes, costumbres, valores, normas y principios. Es un
dato incontrovertible que estos elementos impregnan nuestra vida cotidiana y nuestro accionar diario, aunque no
siempre son objeto de discernimiento, crítica o examen. Entonces, es apropiado decir que este nivel no hace
referencia a la moral cuestionada, sino a la normatividad pura o facticidad normativa. Tiene pleno sentido afirmar la
existencia de este fenómeno moral básico frente al que, ya en un primer peldaño de reflexión, nos interrogamos
sobre qué debemos hacer. De modo inmediato, muchas veces de forma automática, acatamos o cumplimos
determinadas normas, consejos morales, sermones, exhortaciones, etcétera. Estas formas de actuación constituyen
ejemplos de este nivel del que participamos todos los seres humanos en mayor o menor medida. En estos casos,
sobresale como pauta que rige el comportamiento una definición específica de aquello que debe hacerse y la
conformidad de la persona con el conocimiento que procura esta definición.

La reflexión moral es practicada especialmente por el predicador moral, el “moralista”. Aunque la prédica, como tal,
no sea esencialmente reflexiva, el moralista necesita de la reflexión para reforzar su poder persuasivo. No tenemos
que pensar necesariamente al moralista como un predicador profesional, o como alguien dedicado
permanentemente a “moralizar”. Todo ser humano puede ser moralista, al menos por momentos, cada vez que dice
a otros lo que deben o lo que no deben hacer. (Maliandi, 2009, p. 53).
A partir de lo expuesto anteriormente, una pregunta constitutiva de este nivel de reflexión es qué se debe hacer.
Efectivamente, en muchas de nuestras actuaciones nos acompañan dudas o incertidumbres que posibilitan el
surgimiento de este interrogante clave, que es acompañado por la necesidad de una guía o una dirección de la
acción. Por eso, un rasgo clave de su práctica (pensemos, por ejemplo, en el predicador) es dirigir la acción.

Todos estamos implicados en este nivel, es decir, preguntamos en reiteradas ocasiones qué debemos hacer,
reclamamos respuestas frente a determinadas situaciones o emitimos juicios o consejos sobre cómo deberían
comportarse los demás.

Un aspecto central es que esta reflexión se caracteriza por ser espontánea, porque nace de nosotros mismos en
innumerables ocasiones, por ejemplo: ante la perplejidad de un acontecimiento frente al cual no sabemos con
certeza qué decisión tomar, en la actitud de pedir consejo porque no divisamos el mejor curso de acción para
atravesar un hecho que vivimos, en momentos de enjuiciamiento de la conducta sobre el valor moral de actos
ajenos, etcétera. Como surge de forma espontánea, es una reflexión asistemática y acrítica, que está centrada
exclusivamente en el imperio de la norma para determinar o prescribir el modo de actuar.

Claramente, en función de estos aspectos, la reflexión moral hace referencia a un saber prefilosófico.

Ética normativa

Nos encontramos en presencia de un saber filosófico. En este nivel, se destaca un aspecto crucial que es la
interrogación o la búsqueda de respuestas: nos preguntamos por qué debemos hacer aquello que prescribe o
recomienda la norma. Así, el ámbito de la ética normativa es el de la indagación sobre los fundamentos de las
creencias morales, las costumbres y los valores y, por lo tanto, el de la reflexión propiamente filosófica.

Desde el momento en el que este nivel se centra en el por qué, se reconoce un esfuerzo sistemático y metódico por
brindar razones (fundamentos o justificaciones) de la moral. Por lo tanto, no supone un discurrir espontáneo basado
en la conformidad con aquello que debemos hacer como en el caso anterior, sino un ejercicio de determinado
distanciamiento respecto del fenómeno moral básico (la normatividad pura) para acometer la tarea de brindar
argumentos que pueden ser universalmente válidos. Por eso, desde este plano de deliberación, la ética normativa
intenta esclarecer la validez de la norma o los principios morales y lo normativo es, así, cuestionado.

Este nivel no se circunscribe a situaciones particulares porque no se empeña tenazmente en reclamar una respuesta
específica frente a una situación concreta. Las respuestas que se buscan están inmersas en una pretensión de
universalidad o esclarecimiento del sentido último de las normas morales. El análisis crítico de las normas o los
juicios morales está íntimamente vinculado con la búsqueda de fundamento o justificación.

Muchos defensores del medio ambiente, de los derechos de las minorías, la paz, el desarme nuclear, el aborto, la
eutanasia, etc., parecen no reparar en que la justificación de las causas que defienden se basa en principios muy
generales y a veces muy abstractas, como la libertad, el derecho a la no discriminación, etc., que necesitan ser muy
matizados antes de materializarse en preceptos y normas concretos”. (Guisán, 1995, p. 35).

Las consideraciones críticas sobre el fenómeno moral pueden surgir por diferentes motivos, pero en todas ellas se
reconoce la presencia de un intento claro y generalizado de fundamentar la moral.

Hay determinadas cuestiones centrales que pueden identificarse en este nivel. Entre ellas, se pueden distinguir las
siguientes:

• Definir y justificar lo que significa bueno en general o, por decirlo de otra forma, del punto de vista moral.

• Abordar el problema clave de la libertad y, con él, la estructura de los actos morales.

• Elaborar una teoría de la obligatoriedad moral, es decir, determinar la naturaleza y los fundamentos de la
conducta moral debida (papel del conocimiento moral, de los sentimientos…).
• Establecer las bases para una posible aplicación de los principios morales tanto al terreno individual (una teoría
de la virtud), como al colectivo, al derecho, la política y la economía (una teoría de los derechos humanos, una teoría
de la democracia, una ética económica y empresarial, una ética de las profesiones, etc.). (García Marzá, y González
Esteban, 2014, p. 13).

Podemos argumentar por qué este nivel, a diferencia del anterior, no está centrado en aquello que se debe hacer.
Cortina (2000), al hacer referencia a la tarea de la ética como profesión, pone de relieve algunos aspectos clave para
distinguir este nivel del anterior:

Y, ciertamente, no debemos propiciar que se nos confunda con el moralista, porque no es tarea de la ética indicar a
los hombres de modo inmediato qué deben hacer. Pero tampoco podemos permitir que se nos identifique con el
historiador […], con el narrador descomprometido del pensamiento ajeno, con el aséptico analista del lenguaje o con
el científico. Aun cuando la ética no pueda en modo alguno prescindir de la moral, la historia, el análisis lingüístico o
los resultados de las ciencias, tiene su propio quehacer y sólo como filosofía puede llevarlo a cabo: sólo como
filosofía moral. (P. 29).

Metaética

Este nivel se caracteriza por el acento en la dimensión semiótica o lingüística del ethos, es decir, por el análisis del
significado y el uso de las expresiones morales. Así, la ética es el objeto de estudio de la metaética (García Marzá, y
González Esteban, 2014) o, para ser más precisos, la naturaleza lingüística del ethos define este nivel de reflexión.

Cuando se examina el significado de las expresiones éticas o los términos morales, tales como bueno, malo,
prohibido, permitido, honestidad, injusto, libertad, responsabilidad, etcétera, se incursiona en un metalenguaje
respecto del lenguaje normativo. Todas y cada una de estas expresiones, al igual que muchas otras que empleamos
en nuestra vida cotidiana, reflejan un aspecto central del ethos que es analizado por la metaética.

Al ocuparse del significado del discurso moral, las justificaciones o las fundamentaciones de los juicios morales, la
metaética exhibe determinada pretensión de neutralidad, es decir, de análisis objetivo y distante del dictum moral.
Esto se debe a que esta indagación aparta a este nivel del contenido de la moral y, por eso, en esta dimensión la
reflexión no se caracteriza por ser normativa: “lo que sí corresponde a la metaética es examinar la validez de los
argumentos que se utilizan para aquella fundamentación que lleva a cabo la ética normativa” (Maliandi, 2009, p. 59).
Analizar y establecer el significado de los términos que empleamos para expresar nuestro pensamiento moral hace
referencia, por lo tanto, a una tarea distinta a la de la ética normativa.

Ética descriptiva

Dentro de los niveles de reflexión también nos encontramos con uno cuyo rasgo característico es la descripción del
fenómeno moral o la facticidad normativa. La descripción hace referencia a una operación epistémica diferente a la
explicación o la fundamentación. En este punto, prima la observación de la realidad empírica de las costumbres, las
creencias morales, las actitudes, etcétera, para expresar cómo es o cómo se manifiesta esa realidad. Esta tarea no es
filosófica, sino científica. Se supone que quien describe el fenómeno moral no impregna su observación con
posiciones acerca de si algo está bien o mal, es decir, no emplea un lenguaje valorativo, sino que se limita a la
descripción.

En virtud de estos rasgos, se afirma que este nivel es exógeno por excelencia, es decir, su ejercicio proviene de
afuera del ethos (Maliandi, 2009).

Este nivel puede desarrollarse desde diferentes disciplinas científicas: antropología, historia, psicología, sociología,
etcétera. Se trata, fundamentalmente, de un tipo de investigación desde el cual los fenómenos morales se ponen a
distancia del observador y se registran como hechos empíricos. Por lo tanto, y al igual que el nivel anterior, este
tiene pretensión de neutralidad.
En cuanto ciencia o teoría ética, la ética descriptiva subraya la manifestación histórica de los fenómenos morales,
sus variantes evolutivas e involutivas, las explicaciones que se ofrecen, las necesidades sociales a que responden, las
elaboraciones justificativas que se presentan, la coherencia o no entre los elementos teóricos que se ofrecen y las
costumbres que se mantienen. Ocupa un lugar importante en la ética descriptiva comparar los fenómenos morales
en las diversas culturas y sociedades, tanto en sentido diacrónico como sincrónico, es decir, a lo largo de las distintas
etapas históricas y según los diversos contextos socioculturales en el mismo momento histórico. (Pérez Delgado,
2000, p. 80.)

Lectura 3 El justo medio

La Ética nicomáquea es considerada la exposición más fundamental del pensamiento ético de Aristóteles. Obras
como la Ética eudemia y la Gran ética también condensan la actividad intelectual de este filósofo dentro del campo
de la ética, aunque como escritos son menos representativos en comparación con las líneas expuestas en la Ética
nicomáquea.

En la filosofía aristotélica, una pieza clave para comprender la naturaleza humana es el examen de las acciones de
los hombres. Esto implica introducirnos plenamente en el campo de la ética, es decir, en la posibilidad de una ciencia
práctica. Pero, ¿qué entiende Aristóteles por ciencia práctica? Es importante retomar la clasificación general de las
ciencias que propone su sistema de conocimiento, en la que la distinción establecida entre ciencias teoréticas y
ciencias prácticas ocupa un lugar central. Para esclarecer el significado de ambas ciencias, es preciso observar que
cada una de ellas está orientada por fines o intereses diferentes: la ciencia teorética se ocupa de la verdad o el saber
mismo (en el que se incluye a la filosofía), mientras que la ciencia práctica se ocupa de la acción. Esta última recibe
el nombre de ciencia porque alude a un saber hacer, es decir, a un ámbito de la vida en el que rige una determinada
racionalidad o inteligencia, aunque sea distinta a la que caracteriza al estudio teorético o meditativo.

En tanto actividad centrada en las acciones y los motivos de los actos (aquello que impulsa las elecciones de los
hombres), el saber práctico está estrechamente ligado al agente moral. Como el objeto la praxis es la forma de
obrar de tal agente, una parte fundamental de la teoría ética aristotélica es el concepto de elección deliberada.
Llevar a cabo tal elección no consiste simplemente en tomar un curso de acción u otro. Una deliberación, para ser
considerada buena, debe proceder de una capacidad de elegir eminentemente recta y orientada, de acuerdo con lo
conveniente y la realización del bien.

Explorar los motivos de la acción implica conocer aquello que la hace inteligible. Para comprender qué es el bien en
el pensamiento aristotélico, debemos dilucidar el sustento teleológico de su ética, es decir, el significado
fundamental del fin (télos). Tomamos decisiones o elegimos determinados caminos para transitar en nuestras vidas
a partir de determinados fines. Aristóteles emplea el término bien y lo identifica con la finalidad que persigue toda
acción: “el bien es aquello hacia lo que todas las cosas tienden” (Aristóteles, 1988, p. 129).

Si existe, pues, algún tipo de fin de nuestros actos que queramos por él mismo y los demás por él, y no elegimos
todo por otra cosa… es evidente que ese fin será lo bueno y lo mejor. Y así, ¿no tendrá su conocimiento gran
influencia sobre nuestra vida, y, como arqueros que tienen un blanco, no alcanzaremos mejor el nuestro? (Guariglia,
y Vidiella, 2011, p. 164).

Es claro que no existe un solo tipo de bien: podemos considerar la salud, la inteligencia, la ambición, el dinero, un
puesto de trabajo, etcétera, como bienes de diferente clase. Aristóteles considera que todas estas cosas que
valoramos como bienes pueden existir como medios para alcanzar otros objetivos y, por lo tanto, no como fines en sí
mismos:

Supongamos que alguien desea el dinero para comprarse una casa o un coche. Pues bien, la casa y el coche tampoco
son fines en sí mismos, ya que la gente los quiere para poder vivir resguardados bajo un techo y para desplazarse,
respectivamente. Y la gente quiere resguardarse bajo un techo y quiere trasladarse rápidamente para…Y así tenemos
una sucesión de fines y medios. Pero esta sucesión no puede extenderse hasta el infinito, entre otras cosas porque
entonces el concepto mismo de fin no tendría sentido. ¿Cuál es el fin último? ( Ruiz Trujillo, 2015, p. 105).
Este interrogante sobre el fin último, que nos conduce, a la vez, a la reflexión sobre la existencia de un bien último o
supremo capaz de orientar nuestra conducta, constituye el gran hilo conductor de la indagación ética de Aristóteles,
que está inmersa en problemáticas relacionadas con los motivos que guían nuestras acciones. Este planteamiento
teleológico se aparta de la idea platónica de un bien en sí o un bien trascendente, ajeno a las experiencias
particulares. El fin supremo se realiza a través de la acción particular. Pero es importante tener presente que, para
su investigación, Aristóteles busca respuestas a interrogantes tanto de carácter universal (¿qué significa vivir de la
mejor manera?), porque procura establecer principios prácticos universales, como de carácter particular (¿qué
decidir en esta situación?), que se instalan frente a hechos o acontecimientos puntuales o singulares de la vida y son
parte esencial de aquella reflexión universalista.

Ambas instancias, lo universal y lo particular, ofrecen una orientación para el problema moral más crucial: el de la
elección o decisión moral. En efecto, la decisión es el resultado de una relación o mediación entre la universalidad
de los principios prácticos que orientan en general las acciones, y la particularidad y la diversidad irreductible de las
situaciones en las que se debe actuar y responder correctamente. (Varela, 2014, p. 24).

Aristoteles considera que el fin último, es decir, aquel en el que convergen todas las acciones de los hombres, es el
bien supremo. Ese fin último de nuestras acciones es identificado, por el pensamiento aristotélico, con la felicidad: el
concepto de eudaimonia.

Para comprender esta expresión, debemos apartarnos de las acepciones corrientes que suelen acompañar el
entendimiento actual de aquello que significa la felicidad. En este contexto, el eudemonismo hace referencia a un
sentido de plenitud o excelencia que reside, de manera indisociable, en la vinculación entre felicidad y moralidad.

Ahora nos detendremos en otro concepto nuclear de la concepción ética aristotélica: el de virtud. Para
aproximarnos a su sentido, debemos tener presente la distinción que hace Aristóteles de las facultades del alma
(Aristóteles, 1978). Estas son:

• Vegetativa.

• Sensitiva.

• Racional.

Las virtudes que hacen referencia a bienes o fines de las acciones humanas se clasifican en éticas (responsables de
encauzar o dominar los impulsos característicos de nuestra naturaleza sensitiva-animal) y dianoéticas o intelectivas,
es decir, aquellas relacionadas con el intelecto o la parte racional del alma.

Algunas preguntas, tales como qué hace que una persona actúe y elija bien o qué hace a una persona virtuosa, nos
conducen a la experiencia o la observación del accionar diario de los hombres. El examen del obrar humano
enfocado en esta dimensión cotidiana y práctica es central para determinar en qué consisten las virtudes éticas.

Como veremos en el Módulo 4 del Programa, la ética de las virtudes, en especial la aristotélica, goza hoy en día de
un gran vigor y una recuperación de sentido en el análisis del civismo y la convivencia pacífica y solidaria, entre otras,
debido a que el ejercicio de las virtudes está estrechamente unido a qué significa ser un buen ciudadano (Camps,
2005).

Para definir la virtud, Aristóteles recurre a la idea de hábito, disposición o modos del carácter. Las virtudes éticas
requieren ejercitarse mediante la práctica, es decir, para cultivarse deben ser objeto de entrenamiento o
aprendizaje: debemos aprender a comportarnos virtuosamente y esto exige experiencia y tiempo. Un elemento
central es la repetición de ese obrar recto hasta transformarlo en hábito:

No somos justos por naturaleza, sino que alcanzamos la virtud de la justicia (en este caso, una virtud moral) cuando
actuamos de manera justa una y otra vez, hasta que esa forma de actuar se convierte en un hábito, es decir, en una
“disposición habitual de nuestra voluntad”, que llega a integrarse prácticamente como una segunda naturaleza en
nuestra manera de ser. (Ruiz Trujillo, 2015, p. 112).
Si de forma habitual nos comportamos virtuosamente, entonces, la rectitud de nuestro obrar no está sujeto a un
momento específico. La continuidad de esa actuación en el tiempo construye una disposición o una forma corriente
de actuar frente a determinadas situaciones. Los buenos hábitos reciben el nombre de virtudes y los malos hábitos el
de vicios. La virtud consiste en escoger el justo medio entre dos extremos, que son el exceso y el defecto y se
consideran vicios. Este justo medio nos revela que los buenos hábitos están ordenados o regulados por la recta razón
que encauza los deseos o los impulsos bajo su dominio y procura encontrar el equilibrio o la mesura. Así, por
ejemplo, la posición intermedia entre la cobardía (defecto) y la temeridad (exceso) es la valentía (término medio).
Cultivar la virtud pone siempre en primer plano la voluntad de las personas, ya que se requiere un agente moral, que
esté implicado en la deliberación y la elección de ese punto medio y sea capaz de reforzar su perseverancia frente a
los diferentes impulsos a los que puede verse sometido a lo largo de su vida.

La virtud es el modo de ser por el cual el hombre se hace bueno y realiza bien sus funciones como ser humano. Son
las virtudes morales las encargadas de provocar la acción, mejorando el hacer y, por tanto, el ser. (Garcés Giraldo, y
Giraldo Zuluaga, 2014, p. 70).

Tampoco se trata de meras disposiciones de ánimo que pueden orientar la acción hoy y mañana no. El proceso de
decidir el punto medio es un auténtico compromiso con nuestro bienestar moral, que consiste en guiar nuestras
acciones para acercarnos a la felicidad. Lo bueno para el hombre, es decir, lo virtuoso, precisa de una atención
cuidadosa. El camino que debemos transitar para lograr este fin último pone de manifiesto el núcleo más íntimo de
su concepción ética: alcanzar la felicidad es igual que hacer el bien.

Lectura 4  La formación del carácter

Si algo caracteriza al pensamiento ético de la antigüedad, en especial el de Aristóteles, es la creencia de que la ética
consiste en la formación del carácter. Entendida como formación, esta visión le otorga un lugar central a la
educación moral de las personas como instancia esencial para el desarrollo de hábitos virtuosos fundamentales para
convertirnos en buenos ciudadanos. Educar en principios, normas de convivencia y formas de vida, conducta e
interacción con los demás, respetuosas e íntegras, hace referencia a un aspecto básico para la adquisición de las
virtudes o las actitudes capaces de transformarnos en hombres y mujeres de bien. La importancia de tener en
cuenta conjuntamente la capacidad de cada persona de superarse a sí misma y que, a través de esta superación, se
potencie el bienestar de los demás y la comunidad que integramos reside en el significado amplio asociado con la
formación del carácter y los procesos de aprendizaje que transitamos a lo largo de la vida.

Los griegos parten de una definición de carácter que, en lugar de hacer hincapié en la presencia de una característica
más en la vida, implica una serie de principios prácticos (educativos) que deben fomentar la adquisición de virtudes.
Estos se comparten en contextos y etapas definidas de la vida, pero su misión principal es aspirar a la excelencia del
carácter.

Desde esta perspectiva, la ética es fundamentalmente un saber práctico, cuyo método es esencialmente dialéctico.
En este sentido, a lo largo de nuestros procesos de aprendizaje, inferimos la verdad o educamos el carácter a partir
del reconocimiento y la confrontación con otros puntos de vista (García Marzá, y González Esteban, 2014, p. 61).

En lugar de considerar a la educación moral como mero vehículo de transmisión de normas, deberes o preceptos, el
pensamiento antiguo, que tan recobrado interés muestra en nuestros días, la percibe como una actividad clave para
generar disposiciones o actitudes destinadas a convertirnos en personas justas, magnánimas y valientes. La
realización del objetivo de esta educación está supeditada a una ejercitación constante: la formación del carácter y
el conocimiento de aquello que es bueno para la persona y la sociedad constituyen dimensiones interdependientes
que deben cultivarse a lo largo de toda la vida.

La forja del carácter guarda relación con el medio y el largo plazo, necesita entrenamiento, como cuando los
deportistas se preparan todos los días para ser excelentes en su profesión, o como los que practican la danza y la
música entrenan todos los días. No se puede generar un buen carácter si no es en el medio y largo plazo.
Desgraciadamente, es la nuestra una época de cortoplacismo, y no hay tiempo de forjarse un carácter, que precisa
del largo plazo. Es necesario el entrenamiento diario para tener un buen carácter, o lo que es lo mismo, para estar
altos de moral. (Cortina, 2007, p. 28).
La percepción que tenemos de los demás y los juicios nos formamos de ellos dependen, en cierta forma, de la
comprensión de la ética como el desarrollo de una sensibilidad rectora capaz de expandir nuestro crecimiento
personal de forma íntegra y duradera. Desde este punto de vista, la educación moral orienta la conducta individual y
social, empodera nuestras capacidades, interviene en la manera en la que decidimos y la opinión que tenemos de
nosotros mismos y los demás. Para la filosofía antigua, a medida que la persona desarrolla su carácter también
adquiere los recursos éticos necesarios para apropiarse de sí misma, es decir, para cultivar su autovaloración y
sostenerla en medio de contratiempos o situaciones adversas de la vida. De este modo, las personas reaccionan de
diferentes maneras a los acontecimientos diarios en función de las virtudes que ejercitan y potencian su valía.

Una derivación importante de la formación del carácter tiene que ver con la centralidad de los motivos éticos que
sirven de sustento a la conciencia de uno mismo. Esto se debe a que tales motivos exigen una tarea clave de
introspección para responder a la cuestión: “¿qué es aquello que quiero verdaderamente para mí?” (García Marzá, y
González Esteban, 2014, p. 36). De este interrogante emerge a la superficie de nuestras acciones cotidianas una
visión de nosotros mismos que, lejos de experimentarse como un comportamiento egoísta, constituye un proceso de
autoconocimiento esencial para alcanzar el bienestar moral, que compartimos con otras personas solo si somos
capaces de poseerlo y asumir el costo de resolver por mí mismo aquello que es bueno para nuestra vida.

[La ética] No es solo un conocimiento de lo que se debe hacer, de lo que está permitido o prohibido, sino también un
conocimiento de lo que es bueno sentir. También la ética es una inteligencia emocional. Llevar una vida correcta,
conducirse bien en la vida, saber discernir, significan no solo tener un intelecto bien amueblado, sino sentir las
emociones adecuadas en cada caso. Entre otras cosas, porque, si el sentimiento falta, la norma o el deber se
muestran como algo externo a la persona, vinculado a una obligación, pero no como algo interiorizado e
íntimamente aceptado como bueno y justo. (Camps, 2011, p. 16).

Esto nos recuerda la importancia de la máxima socrática “Conócete a ti mismo”. Este autoconocimiento se nos
presenta como un elemento indispensable no solo para conocer qué es bueno hacer, sino también, como nos dice
Camps (2011) en la cita anterior, para aprehender la propia conducta como algo conscientemente aceptado y con
capacidad para potenciar el crecimiento y la superación personal. En conjunto, este sentido de propiedad sobre las
propias acciones requiere un esfuerzo deliberado de autoconocimiento emocional sin el cual no es posible
interiorizar qué es lo correcto o qué es lo apropiado en cada momento de la vida. De este modo, para determinar
cómo comportarse, las personas necesitan desarrollar competencias relacionadas con la acción, el sentimiento y la
razón. En otras palabras, precisan forjar el carácter como una manera de ser o un modo de constituir su identidad a
partir de esa compleja interacción entre rasgos emocionales, cognitivos y procedimentales.

Forjar un carácter justo y generoso adquiere, en la filosofía aristotélica, un papel central en la conformación, la guía y
la evaluación de la conducta moral. Emociones, conductas y creencias hacen referencia a los componentes de esa
naturaleza moral que, con entrenamiento y esmero, las personas conforman a lo largo de su vida. Así, el carácter es
algo educable. Por ejemplo, al aprender que es bueno sentir generosidad y no envidia, podemos interiorizar un
conjunto de creencias, valores y pautas sobre cómo comportarnos o cómo interactuar con los demás. La adquisición
de este hábito virtuoso, como muchos otros, demanda un esfuerzo de autoconocimiento traducible en acciones que
nos conducen sabiamente por la vida. Recordemos que, para Aristóteles, el bien último es ser felices y a esto
hacemos referencia cuando reflexionamos sobre qué implica la formación del carácter. La felicidad y la vida buena
aparecen estrechamente unidas en la comprensión de la conducta moral. Ambas conforman los cimientos de la ética
griega, que estaba profundamente interesada en despejar una cuestión central que se resume en la pregunta sobre
qué debemos hacer para vivir bien.

Al evaluar y dar significado a la felicidad en relación con el desarrollo de hábitos virtuosos, querer ser feliz se
transforma en aprender a serlo. Un aspecto central de este aprendizaje es que requiere la presencia de otros, es
decir, de interacciones con los demás o diferentes escenarios sociales. Este componente social es imprescindible
para la formación del carácter, ya que compartimos con otros nuestra percepción del mundo, nuestras ideas y
creencias, nuestras emociones y miedos, y todo este repertorio de interacción es esencial para la adquisición de las
virtudes.
La condición social (“política” dice el filósofo) del ser humano hace que la felicidad individual no pueda obtenerse al
margen de la felicidad colectiva o que no pueda perseguirse la una sin la otra, razón por la que hará falta adecuar los
deseos y las preferencias privadas a ciertas necesidades y aspiraciones públicas. Por eso hay que aprender a ser feliz
y modelar el carácter de acuerdo con ese aprendizaje. (Camps, 2011, p. 43).

De este modo, para nuestro yo moral, es clave que participemos en distintos escenarios sociales y, así, aprendamos
cómo regular nuestras conductas, en función de pequeños o grandes ajustes que realizamos a nuestro repertorio de
preferencias al compartir con los demás. No hay otro modo de determinar, por ejemplo, la bondad de nuestros actos
si no es en espacios sociales compartidos, en los que intercambiamos con los demás y nos ponemos al corriente de
las necesidades o las carencias de los otros.

Esta educación no puede desenvolverse sin implicar a las personas con las que interactuamos, los grupos a los que
pertenecemos, la ciudad de la que formamos parte, etcétera. La finalidad de este aprendizaje, por lo tanto, abarca
tanto el bienestar individual como el colectivo.

Como afirma Camps (2011), para evaluar la relación entre las virtudes y el carácter como modo de ser, es preciso
tomar en cuenta que la filosofía aristotélica reconoce tres componentes centrales en el alma:

• pasiones;

• facultades;

• modos de ser.

Las pasiones varían y nos afectan de forma positiva o negativa y no deliberadamente. El miedo, el amor, los celos, la
tristeza y la sorpresa son ejemplos de pasiones que tienen un efecto inmediato sobre la persona que las experimenta
y pueden aproximarnos a aquello que las provoca o bien, en el caso de las pasiones desagradables, hacer que
escapemos o nos alejemos. Las facultades hacen referencia a aquellos aspectos de nuestra personalidad que activan
en nosotros la capacidad de amar, entristecernos, sentir ira o enojo, alegrarnos, etcétera. Por último, los modos de
ser intervienen activamente en la forma en la que modulamos las pasiones y se reflejan en nuestros
comportamientos. En este sentido, la habilidad para modular las pasiones resulta clave en la determinación de
nuestros actos. Para Aristóteles (1988), las virtudes aluden a modos de ser que son fundamentales para la vida
buena. Esta modulación no resulta de un proceso meramente adaptativo: es preciso educar las pasiones para
responder o actuar correctamente. Se trata de algo consciente y deliberado.

Recordemos que la virtud, en términos aristotélicos, se sitúa siempre en el término medio, por eso, es importante la
moderación frente a los extremos:

Se convierte en un buen ciudadano el que es capaz de adquirir y desarrollar las virtudes del coraje y del
autodominio, consistentes en saber escoger siempre el término medio entre el exceso y el defecto. Por ejemplo, la
virtud del coraje o la valentía era concebida como el término medio entre la temeridad y la cobardía. (Cortina, 2005,
p. 16).

Figura 2: La virtud como modo de ser

Fuente: elaboración propia.


Lectura complementaria

III. Niveles de reflexión ética

III.l. Concepto de "reflexión" y sentido de sus "niveles"

La reflexión, como vimos, es una intentio obliqua, un acto por el que el sujeto se convierte en objeto de sí mismo:
como en un espejo, se refleja (y tal es el sentido etimológico del término). Es una autoobservación de la que tiene
que surgir alguna forma de autoconocimiento. Puede entenderse entonces como una operación que la conciencia
humana lleva a cabo en el marco de su propio carácter de "autoconciencia" o "apercepción". La posibilidad de esa
"toma de distancia" con respecto a lo propio constituye de por sí un problema. Algunos pensadores han tratado de
explicarla desde la antropología filosófica. Helmuth Plessner, particularmente, la vincula con lo que llama la
"posicionalidad excéntrica" propia del hombre. Sostiene que, a diferencia del animal (que tiene una posición
"frontal" respecto de la esfera en que vive, es decir, de su "mundo circundante": Umwelt, y se constituye en
"centro"), el hombre se halla siempre en una posición "excéntrica" con relación a su esfera, que es la del "mundo"
(Welt). Pero, además, el animal no tiene "vivencia" del centro que constituye, o sea, carece de vivencia de sí mismo,
mientras que en el hombre el centro se desplaza, toma distancia y provoca una especie de duplicación subjetiva:
por ejemplo, el hombre siente que "es" cuerpo, pero también que "tiene" cuerpo. De ese modo puede saber sobre
sí, contemplarse a sí mismo, escindiéndose en el contemplador y lo contemplado. Tal escisión representa a la vez
una "ruptura", una hendidura entre el yo y sus vivencias, en virtud de la cual el hombre queda en dos lados a un
mismo tiempo, pero también en ningún lado, fuera del tiempo y del espacio. Al encontrarse simultáneamente en sus
"estados" y "frente a sí mismo", como objeto, su acción vuelve también constantemente sobre sí: el hombre hace a
sí mismo. Tiene que vivir "conduciendo su vida", ya que, de modo permanente e ineludible, se encuentra con esa
vida. Se puede poner en duda, sin embargo, que siempre, absolutamente siempre (o, al menos, en todos sus estados
conscientes) el hombre esté en actitud "reflexiva". O quizá haya que distinguir también aquí un sentido estricto y un
sentido lato. Este último abarcaría ese permanente "encontrarse" del hombre con su propia vida, así como la
conciencia de conducir esa vida. Podría entenderse "reflexión", en sentido lato, no obstante, como toda forma de
"meditación" (aunque el objeto de una meditación determinada no fuera algo del propio sujeto meditante). En
sentido estricto, en cambio, reservaríamos la palabra "reflexión" para los casos en que es "clara y distinta" la actitud
en que el pensamiento, mediante un giro de ciento ochenta grados, por así decir, se vuelve sobre sí mismo. Una cosa
es mostrar cómo la reflexión (en sentido estricto) es "posible". Otra, muy distinta, sostener que ella es "inevitable".
Creo que hay que admitir también la existencia de estados prerreflexivos de la conciencia humana, estados en que la
atención está totalmente volcada hacia "afuera", hacia lo otro de sí, y en que, sin que se haya perdido la
"posicionalidad excéntrica", se adopta una —al menos provisoria— posición "frontal". Pero lo que posibilita la
reflexión no es sólo la "posicionalidad excéntrica". Esto constituye sin duda un factor fundamental y necesario, pero
no suficiente. No basta comprender que uno no es el "centro" del mundo, sino una "perspectiva" sobre él, junto a
otras innumerables perspectivas. Para que la reflexión en sentido estricto y, sobre todo, la reflexión deliberada, se
haga posible, tiene que haberse producido la contraposición con otras perspectivas, el intercambio comunicativo con
ellas. Es decir, tiene que haber diálogo, y especialmente tiene que haber diálogo argumentativo, tiene que haber
"discurso". La cuestión que nos interesa ahora es la de los "niveles" de reflexión. De nuevo nos valemos de una
imagen metafórica, y podemos pensar entonces lo "prerreflexivo" como un plano, o estrato, o nivel, por "encima"
del cual se establecen distintos planos, estratos o niveles "reflexivos". El primero de éstos corresponde a la reflexión
espontánea, natural, cotidiana. De ese nivel resulta fácil distinguir el nivel propio de la reflexión voluntaria e
intelectualmente deliberada, sistemática, ordenada, atenta incluso a pautas metodológicas. Ahí estamos ya en la
razón reflexiva o, si se prefiere, en la reflexión raciocinante. En ambos niveles estamos, sin embargo, volviendo la
atención sobre nosotros mismos, sobre algo que nos es propio, sea como individuos o como especie. Y eso lo
expresamos lingüísticamente. Otro nivel de reflexión posible, entonces, es el de la atención vuelta precisamente
hacia esa expresión lingüística, y que tiene que expresarse en un "metalenguaje". Y aun podemos imaginar un cuarto
nivel, en el que la reflexión, paradójicamente, toma ya tanta distancia que parece "enderezar" la intentio, o sea, deja
de ser, precisamente, una reflexión. Veamos cómo funciona esto en el caso del ethos.

111.2. Ethos prerreflexivo y ethos reflexivo

Las diferencias de nivel de reflexión no deben interpretarse como diferencias axiológicas: no se trata de que unos
niveles sean "mejores" que otros. Las diferencias aluden a las maneras de operación reflexiva, a lo que se busca con
ellas y, particularmente ahora en el caso de lo ético, al grado de normatividad presente en la reflexión. Recordemos
que el ethos es un conglomerado de creencias, actitudes, costumbres, códigos de normas, etc. Quizá en un sentido
lato todo ello pueda concebirse como "reflexivo", pero en sentido estricto es preferible distinguir lo "reflexivo"
como una sección especial del ethos. Hablaremos, entonces, de ethos "prerreflexivo" y de ethos "reflexivo". En el
primero nos encontramos con la normatividad pura, no cuestionada aún, la conducta ajustada a determinadas
normas, simplemente, y las maneras de juzgar tal conducta, especialmente cuando ésta se aparta de aquellas
normas. Incluso pueden incluirse aquí ciertos aspectos de la prédica moral. Sin embargo, todo esto, en tal estado de
"pureza" (en el sentido de ausencia de toda reflexión), sólo puede corresponder a un sector diminuto en el complejo
conglomerado del ethos, porque en todos esos elementos siempre pueden surgir dudas o la necesidad de reforzar
los propios juicios morales. Particularmente la prédica no puede permanecer siempre sin reflexión. Ocurre así que,
casi insensiblemente, se pasa de ese nivel "prerreflexivo" a un primer nivel de reflexión. Se trata aquí de una
reflexión elemental, espontánea, que surge a consecuencia de discrepancias morales. Es el tipo de reflexión que va
adosado a la toma de conciencia de que el otro no juzga exactamente como yo. En el ethos hay certezas, pero
también hay dudas. La actitud de "pedir consejo", por ejemplo porque, aunque se conocen las normas, no se sabe
cómo aplicarlas a tal situación concreta —o porque no se sabe cuál norma habría que aplicar ahí—, y, sobre todo, la
actitud de brindar ese consejo solicitado son actitudes que van acompañadas necesariamente de un tipo de reflexión
que podemos llamar "reflexión moral". Un segundo nivel está constituido por las reflexiones que es necesario
desarrollar cuando no nos conformamos ya con saber, o con decir, qué se debe hacer, sino que nos planteamos la
pregunta "por qué", y tratamos de responderla. Ahí se toma conciencia de que la reflexión no sólo es ineludible, sino
también de que hay que desarrollarla racional y sistemáticamente. Ese desarrollo equivale da a una tematización. O
sea, entramos ya en la ética. La búsqueda de fundamento de las normas y la crítica de aquellas normas que no nos
parecen suficientemente fundamentadas, o de propuesta de fundamentación que nos parecen deficientes o
incorrectas, son las tareas más características de este segundo nivel que constituye la ética normativa. Todo está
aquí, aun, impregnado de normatividad ( en sentido lato: normas y valores). Se sigue utilizando un lenguaje
expresamente valorativo. Pero se apela la razón, a los argumentos a favor o en contra de determinadas normas.
Consciente o inconscientemente, en este nivel se hace filosofía práctica, ética. Hay, entonces, normatividad, pero a
diferencia de lo que ocurría Lo pre reflexivo o en la reflexión moral, lo normativo es cuestionado; No hay normas ni
valoraciones sacrosantas. Un tercer nivel es el de la metaética, o sea, tipo de reflexión que analiza el significado y el
uso de los términos Morales. La metaética constituye un metalenguaje con respecto al lenguaje normativo. En
principio, pues, pretende ser ya una reflexión no normativa sino neutral. Sabemos que esta pretensión quizás no
puede justificarse, Pero al menos es una pretensión real, y es obvio, en todo caso, que no puede haber ahí el mismo
grado de normatividad que se da en los niveles anteriores. Finalmente, existe un cuarto nivel de reflexión ética,
consistente en observar el fenómeno moral desde una posición lo más apartada de él que sea posible. Se intenta,
simplemente, describir la factividad normativa. No se toma posición respecto de si está bien o mal, ni si se debe o no
se debe hacer. Sólo se dice cómo es; se investiga qué se cree que se debe hacer, se comprueba como se comportan
los seres humanos. No es una labor filosófica, si no científica: parte de la labor de la antropología o de la psicología o
de la sociología etcétera. A este nivel de reflexión ( qué, desde luego, también reclama para sí la neutralidad
valorativa) lo llamamos ética descriptiva. Aquí no sólo ha disminuido al lado de normatividad sino que, por la
distancia que se abre entre el observador y lo observado, también parece desvanecerse, desdibujarse el carácter
reflexivo.

Vamos a ver con más detalle estos 4 niveles, qué quedaron representados, Por lo pronto la siguiente esquema:

Visión Panorámica de los cuatro niveles de reflexión ética

El esquema de la circunferencia concéntrica señala en el círculo central cuatro aspectos generales constitutivos del
ethos:

1 el ethos prerreflexivo, o sea, el conjunto, no tematizado, mi cuestionado, de creencias Morales, actitudes Morales,
códigos de normas, costumbres, etc.

2 las tareas de fundamentación y de crítica de Normas, tarea que también forma parte del complejo fenómeno del
ethos. Ellas requieren ser una reflexión más fina y sistemática que la mera reflexión moral.
3 la semiosis del ethos, es decir, lenguaje específico en el que se expresa lo normativo y lo valorativo. La reflexión
sobre la semiosis no puede ser ya expresada en el mismo lenguaje, sino que tiene que serlo desde un
"metalenguaje". La "facticidad" normativa como tal, es decir, la realidad empírica de las creencias, las actitudes, las
costumbres, los códigos, etc.; los aspectos objetivos de ese fenómeno, incluyendo los actos de reflexión sobre el
mismo. La "reflexión" sobre este aspecto no tiene carácter filosófico, sino científico (como en la investigación que
puede hacer un antropólogo acerca de las costumbres de una determinada etnia).

En la primera corona que sigue al círculo central están ubicados los cuatros niveles de reflexión respectivos. En cada
uno de ellos el principal objeto de reflexión es el indicado en el sector adyacente del círculo central. La segunda
corona permite separar las dos formas de reflexión "normativa" de las dos formas "neutrales". Habría que aclarar, en
el primer caso, expresamente normativa, y, en el segundo, pretendidamente neutral. La última y más amplia corona,
finalmente, permite distinguir las dos formas de reflexión filosófica (ética normativa y metaética) de las dos no
filosóficas (la reflexión moral, que es prefilosófica, y la ética descriptiva, que es, más que reflexión, una modalidad de
observación científica). Es necesario aclarar, de todos modos, que el gráfico sólo proporciona una primera
aproximación, una visión panorámica de los niveles de reflexión. No hay que pensar esas divisiones como los
"compartimientos estancos" de los buques, que no se conectan entre sí (para que el buque siga flotando aunque
alguno de ellos se haya anegado). En el esquema, por el contrario, las secciones están intercomunicadas: los niveles
con frecuencia se entremezclan, y sus límites son más bien difusos. No es imposible, por ejemplo, que una reflexión
de ética normativa se refiera a aspectos semióticos, o que una de metaética aluda a algo fáctico, o que una de ética
descriptiva haga "excursiones" por el campo de la fundamentación, etc. El gráfico registra, por así decir, lo que
constituye las incumbencias prima facie de cada nivel de reflexión. La distinción de niveles ha sido destacada, en el
siglo XX, particularmente por la ética analítica anglosajona, aunque hay que señalar también que, en la gran mayoría
de los casos, ésta ha carecido de visión clara para la diferencia entre la mera "reflexión moral" y la "ética normativa"-
Curiosamente, esa diferencia había sido descubierta ya en la Antigüedad. Epicteto, por ejemplo, distinguía
explícitamente, aunque no les diera esos nombres, los niveles que hoy llamaríamos "moral", "ético-normativo" y
"metaético". Vale la pena reproducir el fragmento de su Enquiridión donde registra esa distinción:

El primero y más necesario lugar de la filosofía es el de la práctica de los principios, como el "no mentir". El segundo,
el de las demostraciones, como por qué no hay que mentir. El tercero, el de confirmar estas mismas cosas y
declararlas con precisión, como ¿por qué es esto una demostración? ¿Qué es, en efecto, demostración?, ¿qué
consecuencia?, ¿qué contradicción?, ¿qué lo verdadero?, ¿qué una falsedad? Por lo tanto, el tercer lugar es
necesario para el segundo, y el segundo para el primero; pero el necesarísimo y en el que hay que descansarse es el
primero.

Desde luego, esto no es exactamente lo mismo que se distingue en el pensamiento contemporáneo. Habría que
señalar, por ejemplo, que Epicteto (fiel así a la tradición helenístico-romana) consideraba "filosófica" la que vengo
llamando "reflexión moral" (la "práctica de los principios"). En lugar de "metaética", por otro lado, veía el tercer nivel
como una especie de lógica general; y, finalmente, no advertía el nivel de la "ética descriptiva". Pero es sumamente
notable el hecho de que haya deslindado esos tres niveles que sin duda se aproximan mucho al sentido de los tres
primeros del esquema aquí presentado. Los analíticos contemporáneos suelen hablar también de tres niveles, pero
incluyendo entre ellos al de la ética descriptiva y excluyendo, en cambio, el de la mera reflexión moral. Lo grave de
esto es que entonces le adjudican a la metaética la función fundamentadora de normas y, en correspondencia con
ello, le sustraen a la ética normativa todo carácter filosófico. La confusión procede del hecho de que la metaética es
la instancia desde la cual puede fundamentarse la ética normativa, es decir que la metaética tiene que decidir sobre
la validez de los criterios de fundamentación de normas. Los cuatro niveles pueden, en general, distinguirse muy
fácilmente por el tipo de pregunta que cada uno trata de responder:

1. (Reflexión moral): preguntas del tipo: "¿Debo hacer X?". 2. (Ética normativa): preguntas del tipo: "¿Por qué debo
hacer X?". 3. (Metaética): preguntas del tipo: "¿Está bien planteada la pregunta anterior?" (y "¿Por qué sí o por qué
no?"), o bien: "¿Qué carácter tiene una expresión lingüística como «debo hacer X»?", "¿Es cognoscitiva o no
cognoscitiva?", "¿Qué función cumple", etcétera. 4. (Ética descriptiva): preguntas del tipo: "¿Cree A que debe hacer
X?" (donde "A" puede ser un agente individual, un pueblo, una cultura, un grupo religioso, una época, etcétera).

Podríamos decir, siempre en sentido muy general, que las preguntas del primer tipo solicitan un consejo; las del tipo
2 piden justificación, o sea, fundamentos normativos; las del tipo 3 demandan aclaraciones sobre significados y usos
de los términos normativos, y las del tipo 4 reclaman concretas informaciones descriptivas. Otra distinción que
podemos hacer es la que resulta de comparar los cuatro niveles con lo que ocurre respecto de una obra de teatro o
de cine:

Nivel 1 (Reflexión moral): (comparable a) las indicaciones que da el director a los actores. Nivel 2 (Ética normativa):
(comparable a) la fundamentación y/o las consideraciones críticas de tales indicaciones; incluso las discusiones que
los actores pueden tener con el director en tal respecto. Nivel 3 (Metaética): (comparable a) el análisis técnico de las
expresiones teatrales (o cinematográficas). Nivel 4 (Ética descriptiva): (comparable a) lo que ve el espectador y
describe el crítico de teatro (o de cine).

Como creo que la discriminación clara de estos cuatro niveles se ha convertido en una conditio sine qua non para la
adecuada "tematización" del ethos, insistiré aún un poco más en el asunto, mediante algunas acotaciones sobre
cada uno de ellos y confrontaciones de cada uno con los demás.

III.4. La reflexión moral

Ya indiqué cómo desde el "ethos prerreflexivo" se pasa casi insensiblemente a este primer nivel de reflexión. El
pasaje puede hacerse de diversas maneras: en la prédica, en la exhortación, en el consejo, en el enjuiciamiento de
una acción, en el esfuerzo por alcanzar la formulación precisa de una norma situacional, etc. Aunque no toda
influencia del lenguaje (hablado o escrito) sobre la acción puede ser encuadrada en el ámbito del ethos o fenómeno
moral, lo cierto es que la reflexión moral se traduce siempre en algún tipo de semejante influencia. Dice J. Hospers
que "se puede conseguir que la gente actúe de cierta manera a través de consejos morales, exhortaciones,
persuasión, sermones, propaganda, hipnosis o psicoterapia". Y aclara a continuación que nada de eso concierne a la
ética: ésta tiene, según Hospers, la función de hallar la verdad acerca de esas cuestiones, y no la de impulsar la
ejecución de determinadas acciones. Esto parecería un esbozo de distinción entre la reflexión moral y la reflexión
propia de la "ética normativa", pero en realidad no lo es. La reflexión moral influye sobre la acción y justamente por
eso concierne a la ética; y ésta, por su parte, como veremos después, ejerce una peculiar influencia indirecta sobre la
acción. La reflexión moral es practicada especialmente por el predicador de moral, el "moralista". Aunque la prédica,
como tal, no sea esencialmente reflexiva, el moralista necesita de la reflexión para reforzar su poder persuasivo. No
tenemos que pensar necesariamente al moralista como un predicador profesional, o como alguien dedicado
permanentemente a "moralizar". Todo ser humano puede ser moralista, al menos por momentos, cada vez que dice
a otros lo que deben o lo que no deben hacer. Para ello suele ser imprescindible algún grado de reflexión. Es obvio
que, en nuestro tiempo, la imagen del "moralista" está desacreditada, pues suele vinculársela o bien a la ingenuidad
o bien a la hipocresía. El "moralismo", la "moralina", etc., son efectivamente deformaciones del ethos que evocan
cierto rigor moral artificial, propio, por ejemplo, de la época victoriana, y referido particularmente a la regulación de
las relaciones sexuales. Pero no toda "reflexión moral" se desenvuelve en el marco de la "moralina". La reflexión
normativa (en sentido lato, es decir, tanto normativa como valorativa) es parte constitutiva del ethos, y representa a
menudo el punto de arranque de las reflexiones de ética normativa, en virtud de que, como ya se vio, esas partes no
son "compartimientos estancos". También el rechazo de la "moralina", el rechazo de la hipocresía, requieren
reflexión moral. Hay un "arte de vivir", que se alimenta de reflexiones morales y que no es desfiguración del ethos.
En otras épocas, como se vio en el ejemplo de Epicteto, o como ocurre más tarde en "moralistas" al modo de
Charron, La Bruyére, La Rochefoucauld y tantos otros, había alcanzado incluso categoría de pensar filosófico. En
nuestro tiempo, la reflexión moral, adecuadamente "ilustrada" por la ética normativa y por la información científica
sobre determinadas estructuras situacionales, forma parte de la llamada "ética aplicada", a la que nos referiremos
después.

III.5. La ética normativa

En este nivel de reflexión la atención está dirigida, deliberada y conscientemente, a la cuestión de la validez de los
principios morales. Aquí está presenta la razón, y es ella la que tematiza el ethos, en todos los sentidos que hemos
atribuido a la palabra "tematización". La ética normativa es la búsqueda de los fundamentos de las normas y de las
valoraciones. Esta búsqueda va asociada indisolublemente a la crítica, es decir, al permanente cuestionamiento de
cada fundamentación. Fundamentación y crítica son tareas opuestas (ya que aquélla apunta a sostener, consolidar, y
ésta, por el contrario, a conmover, a demoler) pero, a la vez, complementarias (porque la consolidación- será tanto
más firme cuanto más embates pueda resistir). Tanto la fundamentación como la crítica son tareas filosóficas. El
desarrollo de tales tareas, y del correspondiente nivel de reflexión, es índice de que la reflexión moral, la mera
reflexión moral, por sí sola, resulta insuficiente. Esto es lo que Kant ha visto muy bien, y que testimonia en el
siguiente fragmento:

¡Qué magnífica es la inocencia! Pero ¡qué desgracia que no se pueda conservar bien y se deje fácilmente seducir! Por
eso la sabiduría misma —que consiste más en el hacer y el omitir que en el saber— necesita de la ciencia, no para
aprender de ella, sino para procurar a su precepto acceso y duración.4

Esa "ciencia" que menciona Kant es, precisamente, la ética normativa. Hay sin duda un "saber" moral prefilosófico;
ese saber se vincula a la "facultad práctica de juzgar", y permite decir qué es bueno y qué es malo, y qué se debe
hacer y qué no se debe hacer. Es un saber natural del hombre, un saber espontáneo, que está ya en el ethos
prerreflexivo y que se complementa, en todo caso, con la "reflexión moral". Es, pues, un saber que no necesita de la
filosofía, ni de todo el esfuerzo y la erudición que ésta implica. Es decir, no necesitaría de ella si no fuera por su
"debilidad"; si no fuera porque resulta fácilmente "seducible" por la "inclinación", como dice Kant (o por las
"racionalizaciones", como diría hoy un psicoanalista). Aquel saber "natural", "espontáneo", "prístino", o como se lo
quiera llamar, presente en todos los hombres, es siempre lo básico, es absolutamente necesario, pero resulta difuso,
y sucumbe con frecuencia a lo que Kant llama una "dialéctica natural", por la cual se tiende a cuestionar el carácter
riguroso del deber y a acomodarlo a nuestros deseos o intereses. En otros términos: la ética normativa (filosófica) se
hace necesaria porque el hombre, junto a su saber moral, tiene también la tendencia a engañarse a sí mismo. La
reflexión ético-normativa, sistemática, operando con argumentos racionales, impide, o al menos dificulta,
obstaculiza ese engaño. Además, como ya vimos, la ética es precisamente un esfuerzo "reconstructivo" de ese saber.
Es el procedimiento que permite hacerlo explícito, claro, libre de ambigüedades que pueden desfigurarlo. El
pensamiento positivista, en sus diversas variantes, ha cuestionado siempre el derecho de la ética normativa a
erigirse en saber riguroso. El gran prejuicio positivista consiste en suponer que sólo las "ciencias positivas" revisten
ese carácter, y que todo lo "normativo" es una cuestión subjetiva, algo así como una "cuestión de gustos" (y de
gustibus non est disputandum). Ahí, en ese prejuicio, reside la razón de por qué la filosofía analítica —que mantiene
siempre algún lastre de positivismo— suele ignorar la diferencia entre la mera "reflexión moral" y la "ética
normativa". Pese a la conciencia que la filosofía analítica tiene de la importancia de distinguir los niveles reflexivos,
incurre con frecuencia en la misma falacia. Pero la ética normativa no es cuestión de gustos. Ella es también
"ciencia", en el sentido amplio de ese vocablo; es decir, ella puede conducir, si opera sistemáticamente y con
metodología adecuada, a conocimiento auténtico. Lo que el positivismo niega es la "posibilidad" de la ética
normativa o, más exactamente, su "legitimidad". Para tal negación suele apoyarse (y en esto el positivismo viene a
coincidir con el relativismo) en el hecho de que existe una gran variedad de códigos normativos. De esa variedad se
infiere, precipitadamente, que las normas no son ; fundamentables y, por lo tanto, que es "imposible" una disciplina
ocupada precisamente en fundamentar las normas. Se piensa entonces ! que todo intento de hallar semejantes
fundamentos es arbitrario. En la historia de la filosofía se han dado, en efecto, teorías arbitrarias, j absolutistas; pero
también es arbitrario meter todo, sin la menor discriminación crítica, en una misma bolsa. La ética normativa
genuina, sin embargo, no elabora teorías dogmáticas o absolutistas, sino que opera con criterios críticos. Dispone,
desde luego, de respuestas racionales para explicar el hecho de la pluralidad de códigos normativos (por ejemplo, la
distinción entre normas "básicas" y normas "derivadas", o argumentos con los que puede demostrar que la
"tolerancia" no •0 la actitud coherente con el relativismo sino, precisamente, un critelo normativo objetivo y, por
ende, fundamentable, etc.). Pero no pódenos entrar ahora en eso. El mayor prejuicio positivista, además, no reside
en la fundamentación, sino en la recalcitrante identificación de lo "objetivo" con lo "descriptivo", y la consecuente
remisión de lo "normativo" a "cuestión de gustos". Lo que ahí no se advierte —y que ha sido puesto de relieve a
fines del siglo XX por la ética del discurso- es que lo "descriptivo" tiene que ser en cada caso demostrado por medio
de argumentos, y los actos de argumentación ya suponen necesariamente, como condición de posibilidad,
afirmaciones normativas, afirmaciones que tienen que ver con ese "saber" originario que es constitutivo del ethos y
que la ética normativa se ocupa en "reconstruir". No sé si tendrá, en definitiva, algún asidero el viejo tópico de que
de gustibus non est dispuntadum; pero puedo afirmar que de moribus est di,s~ puntadum, y esto quiere decir,
precisamente, que la ética normativa es "posible". Más adelante veremos cuáles son los problemas básicos, y
clásicos, de la ética normativa, y cuáles son los tipos de soluciones que se han propuesto para ellos. Por ahora nos
detendremos un instante en la confrontación del nivel de reflexión ético-normativa con el de la reflexión moral. Esta
confrontación puede hacerse, sin ulteriores explicaciones, mediante el esquema de la página 49.
CONFRONTACIÓN DE REFLEXIÓN MORAL Y ÉTICA NORMATIVA

REFLEXIÓN MORAL

Presupone principios y procura aplicarlos a las situaciones.

Pregunta qué se debe hacer.

Juzga sobre el carácter (o valor) moral de actos particulares.

Es un "saber" prefilosófico.

Reclama respuestas situacionales

Es un "saber" imprescindible para el recto obrar.

Es espontánea, asistemática.

Es acrítica.

Es un saber prístino, apoyado en el "prerreílexivo".

ÉTICA NORMATIVA

A partir de las situaciones, busca los principios.

Pregunta por qué se debe hacer lo que recomienda la norma o la reflexión moral.

Indaga el fundamento de los juicios morales.

Es un "saber" filosófico.

. Reclama respuestas (universalmente) válidas.

No es imprescindible para el recto obrar.

Es reflexión sistemática.

Tiene que ser crítica.

Es "reconstructiva".

COINCIDENCIAS

Son reflexiones normativas.

Se expresan en lenguaje normativo.

Son endógenas con respecto al ethos.

III.6. La metaética

Podernos ilustrar el sentido de la metaética con un ejemplo muy concreto y muy próximo: casi todo lo que hemos
venido haciendo hasta ahora en estas páginas, y particularmente estas referencias a los niveles de reflexión, y las
comparaciones entre ellos, se inscribe en el nivel reflexivo de la metaética. No hay que confundir la metaética con la
ética analítica, aun cuando la ética analítica haya restringido sus reflexiones casi exclusivamente al nivel metaético.
Lo que califica a la ética "analítica" como tal es su metodología (y su orientación consistente quizá en exagerar esa
metodología y en atenerse sólo a ella), mientras que el término "metaética" -acuñado, es cierto, en el seno de la
filosofía analítica— designa un nivel de reflexión en el que pueden utilizarse también métodos no analíticos y en el
cual trabajó de hecho la filosofía práctica (además de hacerlo en el nivel normativo) desde la Antigüedad, aunque no
fuera consciente de ello y aunque no existiera esa designación. Incluso hablar, como lo estamos haciendo ahora,
acerca de la metaética, es también una forma de hacer metaética. Ésta se expresa en todo "metalenguaje" cuyo
referente es algún aspecto lingüístico de] ethos, y uno se mantiene asimismo en el nivel metaético cuando señala
que el ethos comprende, junto a su dimensión fáctica (la "facticidad normativa"), una dimensión semiótica o
lingüística. Podemos decir que hay en el ethos, o sea, en el fenómeno moral, siempre un factum y un dictum, o,
como lo expresa Abraham Edel, hay una moralidad "operante" y una moralidad "verbal".

La metaética implica, por parte de quien la practica, un peculiar esfuerzo de distanciación con respecto a la
facticidad normativa en la que necesariamente está inmerso. Esto significa un cambio importante en relación con los
otros niveles de reflexión que hemos venido considerando. Quizá sea imposible despojarse totalmente de la
normatividad (y seguramente es imposible despojarse de los supuestos normativos), pero, en la misma medida en
que la tematización toma distancia de lo tematizado, está presente en ella la pretensión de neutralidad (normativa y
valorativa). El pensar metaético, según Frankena,

... no consiste en investigaciones y teorías empíricas o históricas, ni implica el establecer o defender cualesquier
juicios normativos o de valor. No trata de responder a preguntas particulares o generales acerca de qué sea justo,
bueno u obligatorio. Sino que trata de contestar a preguntas lógicas, epistemológicas o semánticas por el estilo de
las siguientes: ¿Cuál es el sentido o el empleo de las expresiones "(moralmente) justo", o "bueno"? ¿Cómo pueden
establecerse o justificarse juicios éticos y de valor? ¿Son éstos siquiera susceptibles de justificación? ¿Cuál es la
naturaleza de la moralidad, la distinción entre lo moral y lo amoral y el significado de "libre" o "responsable"?6

Frankena es un pensador analítico y, como tal, cuando distingue los niveles, los reduce a tres (no separa la reflexión
moral de la ética normativa). Pero, a diferencia de otros analíticos, no comparte la idea de que sólo la metaética
merezca la calificación de "filosófica". Sostiene, por el contrario, que la "ética" o "filosofía moral" abarca tanto la
metaética como la ética normativa, si bien esta última sólo cuando "se refiera a cuestiones generales acerca de lo
que es bueno o justo, y no, en cambio, cuando trata de resolver problemas particulares".7 Frankena está, pues, muy
cerca del reconocimiento de que la ética normativa y la reflexión moral son dos niveles distintos: él llama "ética
normativa" a ambos, pero distinguiendo ahí la referencia a cuestiones generales de la referencia a cuestiones
particulares. Richard Brandt admite que la ética normativa no sólo se propone la formulación de principios éticos
válidos (sean abstractos o concretos), "sino también una defensa o justificación de la aceptación de dichos
principios".8 No comete, pues, ese otro error frecuente que consiste en adjudicar a la metaética la función de
fundamentar las normas morales. Lo que sí corresponde a la metaética es examinar la validez de los argumentos que
se utilizan para aquella fündamentación que lleva a cabo la ética normativa. Las tareas propias de la metaética, en
definitiva, serían, para Brandt:

1. Establecer el método correcto para fundamentar los enunciados éticos normativos (yo agregaría que también
establecer el método correcto para sí misma, según el problema concreto que ella plantee).

2. Establecer el significado de los términos y enunciados éticos (decidir, por ejemplo, si tales enunciados son
descripciones de algo, o predicciones, o explicaciones, o mandatos, o recomendaciones, o meras exclamaciones, o si
acaso, como sostiene NowellSmith, son "multifuncionales", etcétera).

Con esas dos tareas está estrechamente relacionada la cuestión de la validez de las proposiciones normativas, y es
ésta la razón de que la reflexión ético-normativa y la reflexión metaética a menudo se encuentren entre sí. Tales
"encuentros" o confluencias, sin embargo, posibilitados —de nuevo— porque no se trata de "compartimientos
estancos", no deben hacer olvidar que constituyen dos niveles distintos de reflexión. La metaética, en síntesis, es el
esfuerzo racional por aclarar todo lo que "dice" la reflexión moral y todo lo que "dice" la reflexión ético-normativa.
Por eso convendrá, ahora, confrontarla esquemáticamente con esos otros dos niveles (véanse cuadros de p. 77).

III.7. La ética descriptiva

La "ética descriptiva" (a la que se puede llamar también "metamoral") es el nivel de reflexión "exógena" por
excelencia. Esto quiere decir que la intentio reflexiva proviene de afuera del ethos, a diferencia de lo que ocurre en
la reflexión moral y la ético-normativa, donde la intentio proviene del ethos mismo. En la ética descriptiva, dijimos, la
reflexividad, en sentido estricto, se desvanece. Sólo se mantiene en el sentido de que el observador es un ser
humano y, por tanto, está imbuido de ethos; pero ese acto de observación no es un acto "ético", no es un elemento
de ethos como tal; el ethos es objeto, pero no sujeto de la observación; su función es pasiva, no activa. En la
reflexión moral y en la ético-normativa nos comportamos como pertenecientes al ethos. Nuestro reflexionar es allí,
por así decir, parte del acontecer del ethos. Ocurre algo semejante a lo que hacemos Con Un espejo: la imagen
reflejada es la imagen del que esIdo la Imagen. En la ética descriptiva, en cambio, no nos vemtrar. Aunque eso que
vemos sea algo de lo cual, de alguna manera, participamos, no participamos en ello mediante ese acto de
observación. Es más bien como si contempláramos una fotografía o viéramos una película de cine. En este nivel nos
colocamos fuera del edificio del ethos, aun cuando efectuemos un sondeo de su interior. Simplemente observamos,
y describimos lo que vemos. A esto podemos llamarlo, respectivamente "ethoscopía" y "ettiografía". Es una tarea
científica, no filosófica. Requiere metodologías e instrumental científicos, al menos si ha de hacerse
sistemáticamente. De manera asistemática podemos movernos en este nivel, por ejemplo, cuando tratamos
simplemente de averiguar cómo opina alguien acerca de algún asunto moral, pero sin plantearnos la cuestión de si
compartimos o no esa opinión. Estando el ethos compuesto (entre otras cosas) de creencias, la ética descriptiva
verifica cuáles y cómo son tales creencias, pero no las enjuicia, ni expone creencias del observador. Las
observaciones de la ética descriptiva intentan extraer información de la facticidad normativa. En realidad, éste no es
el único "nivel" desde el que se estudia específicamente esa facticidad en cuanto tal. La "óptica" de observación
puede ser psicológica, sociológica o antropológica; pero la facticidad es la misma: es precisamente el fenómeno del
ethos, en toda su complejidad. Los datos recogidos en cada caso por medio de procedimientos ethoscópicos
particulares son elaborados luego por cada ciencia según sus propósitos, pero de hecho pueden también servir a la
ética normativa. Lo importante es que se tenga clara conciencia de en qué nivel se está. Con este recaudo, la ética
normativa puede utilizar provechosamente la información de la ética descriptiva. Estamos, entonces, ante algo más
que estudios (comparativos o no comparativos) sobre costumbres, códigos normativos, creencias, etc., sino también
ante la descripción (etnografía) de la "facticidad normativa", de su estructura, de su funcionamiento, de sus causas
(u "orígenes") en cuanto fenómeno general, y también de las causas de su individuación o desmembramiento en
diversidad de códigos morales. La metodología ethoscópica y ethográfica, lo repito, es científica y no filosófica; pero
estamos ante un caso paradigmático del aporte que la ciencia puede hacer a la reflexión filosófica. El cuidado de ésta
—insisto— consiste en no confundir los niveles y, fundamentalmente, como ya lo vio Kant, no confundir la
causalidad con la racionalidad. En todo caso, conviene tener siempre en cuenta que toda observación —y, por tanto,
también la ethoscopía— se hace forzosamente desde un determinado punto de vista. Este puede ser el del
observador; pero puede ser asimismo (y especialmente en el caso de las ciencias sociales) el de lo observado. En la
antropología cultural, por ejemplo, se pueden estudiar los pensamientos y la conducta de los participantes en una
cultura determinada desde la perspectiva de tales participantes o desde la de los observadores. Para la primera de
estas estrategias se utiliza el término técnico "emic"; para la segunda, "etic". Las descripciones de tipo "emic" se
adecúan a la visión del mundo imperante en la cultura estudiada, mientras que en las de tipo "etic" se emplean las
categorías del lenguaje de la ciencia antropológica. La reflexión del nivel ético-descriptivo es habitual dentro de la
antropología, la sociología y la psicología, pero en ocasiones se ha pretendido convertirla en una ciencia especial, la
"ciencia de las costumbres". Lucien Lévy-Bruhl incluso intentó, a comienzos del siglo XX, reemplazar con una ciencia
semejante a todo otro tipo de ética.10 A partir de una ciencia puramente descriptiva de la moral entendida como
fenómeno social —una especie de "física moral"—, quería LévyBruhl, paradójicamente, mejorar la sociedad,
aplicando a la praxis social los conocimientos científicos adquiridos. Entendía tal aplicación como un "arte social
racional". Aquí nos encontramos, ahora, con un caso paradigmático contrario al que habíamos señalado. Aquí se
incurre precisamente en una confusión de niveles y en una confusión de causalidad con racionalidad. No sólo se pasa
por alto la "inderivabilidad" de que había hablado Hume, sino que se pierde la perspectiva de la reflexión endógena.
Se confunde la vigencia con la validez. Es interesante como ejemplo de lo que es necesario evitar. La conversión de la
ética filosófica en científica es un extremo tan arbitrario como el de la ética filosófica apartada totalmente de la
información científica, por el prejuicio de que esa información pudiera contaminarla o degradarla También el nivel
de reflexión de la "ética descriptiva" puede ser confrontado con los otros:

CONFRONTACIÓN DE REFLEXIÓN MORAL Y ÉTICA DESCRIPTIVA

REFLEXIÓN MORAL

Es netamente endógena (se hace desde la facticidad normativa).

Se basa en la creencia moral.

Trata de dirigir la acción.


Pregunta qué se debe hacer.

La practica toda persona.

Máxima normatividad

ÉTICA DESCRIPTIVA

Es netamente exógena (examina la facticidad normativa desde afuera).

Describe la creencia moral sin participar en ella.

Observa cómo se dirige la acción.

Pregunta qué se cree que se debe hacer.

La practica el investigador en ciencias sociales.

Máxima neutralidad.

COINCIDENCIAS

No son filosóficas; pero pueden servir a la ética filosófica.

CONFRONTACIÓN DE ÉTICA NORMATIVA Y ÉTICA DESCRIPTIVA

ÉTICA NORMATIVA

Se interesa por la validez de normas y valoraciones.

Critica la moral positiva.

Es filosófica.

Se expresa en "proposiciones morales internas".

ÉTICA DESCRIPTIVA

Se interesa por la vigencia de normas y valoraciones.

Analiza la moral positiva como objeto de estudio.

Es científica.

Se expresa en "proposiciones morales externas".

COINCIDENCIAS

Tematizan la "facticidad normativa".

CONFRONTACIÓN DE METAETICA Y ÉTICA DESCRIPTIVA

METAETICA

Se interesa por la semiosis del ethos (el dictum normativo).


Es filosófica.

Se expresa en un "metalenguaje"

ETICA DESCRIPTIVA

Se interesa por la facticidad normativa.

Es científica.

Se expresa en un "lenguaje-objeto".

COINCIDENCIAS

Tienen pretensión de "neutralidad".

Son exógenas.

III.8. Sentido de la "ética aplicada"

En toda esta exposición y confrontación de niveles reflexivos del ethos no nos hemos referido todavía a un concepto
de tanta importancia en nuestro tiempo como lo es el de "ética aplicada". Conviene, ,pues, que ahora nos
detengamos al menos un instante en él. El problema de la "aplicación" y de la "aplicabilidad" de las normas a las
situaciones concretas es un viejo problema de la ética normativa, y volveremos a mencionarlo en el capítulo V,
cuando hagamos un rápido recuento de los principales problemas éticos. Pero desde ahora debemos tener en
cuenta que la aplicación, como tal, es algo que sucede de hecho continuamente en el ethos, independientemente de
su tematización expresa. La aplicación es parte esencial de la facticidad normativa (sin aplicación, no habría tal
facticidad). La "reflexión moral" es ya una reflexión "aplicadera" de normas. El "problema" de la "ética aplicada", en
realidad, sólo se le plantea a la ética normativa. Cuando hablamos de "ética aplicada", en sentido amplio y general,
no nos referimos a la aplicación de hecho, sino a la legitimación de la aplicación. La ética normativa no se ocupa de
aplicar las normas, sino de determinar cómo y cuándo esa aplicación es "válida". Recordemos que la ética normativa
no nos dice "qué" debemos hacer sino "por qué" debemos hacerlo. ¿Qué quiere decir, entonces, "ética aplicada"?
Creo que no puede entenderse de otro modo que como la tarea que realiza la reflexión moral cuando ha sido
adecuadamente ilustrada por la ética normativa. En la "ética aplicada" nos encontramos con la confluencia de ambos
niveles de reflexión: por ser "ética", participa de la ética normativa; por ser "aplicada", participa de la reflexión
moral. También podemos pensar que la aplicación tiene aquí dos pasos. "Aplicar", del latín applico (arrimar una cosa
a otra, apoyar algo en algún lugar: por ejemplo, apoyar una escalera en una muralla), es un verbo que alude a un
contacto. En este caso, quizá, es lícito interpretar que se refiere, en primer lugar, al contacto (posibilitado, una vez
más, porque no se trata de "compartimientos estancos") entre el nivel ético-normativo y el nivel moral. Ése sería el
primer paso de la "aplicación": la sugerencia que la ética normativa puede hacer a la reflexión moral. Allí hay un
"apoyo"; pero es un apoyo que aquélla ofrece a ésta: es la reflexión moral la que se apoya en la ética El segundo
paso tiene que darlo la reflexión moral: es la aplicación de la norma a la situación concreta. La ética sólo opera, por
así decir, indirectamente, a través de la reflexión moral. La "ética aplicada" podrá entenderse entonces como una
forma de mediación entre la razón y la acción (lo cual tiene que ver, a su vez, con la antigua cuestión de la phrónesis,
en la que no vamos a entrar aquí). Es muy importante entender esta relación necesariamente indirecta o mediata
que tiene la ética normativa con las situaciones concretas, y no pensar que en la llamada "ética aplicada" se rompe
esa mediatez. La ética se aplica a la moral, y ésta se aplica a la situación. Por ser filosófica, la ética, como dice Nicolai
Hartmann, "no enseña juicios hechos, sino que enseña a juzgar". Por eso hablaba el mismo Hartmann de una
"normatividad indirecta" de la ética. La ética no elabora códigos de normas, ni indica cuál norma hay que aplicar en
tal situación. Ahora podemos dar una respuesta a una pregunta que habíamos planteado al comienzo: ¿es la ética
mera filosofía de (o sobre) la praxis, o es "práctica" ella misma? O también: ¿cuál es el grado de normatividad de la
"ética normativa"? Parece claro, en principio (habría que discutir ciertos aspectos), que la "ética descriptiva" no es
normativa; pero ¿es realmente normativa la "ética normativa"? La respuesta correcta es: la ética normativa es
indirectamente normativa. Sólo la moral lo es directamente. La ética es "práctica" no porque indique lo que hay que
hacer hic et nunc, sino porque hace "madurar" la capacidad práctica del hombre, ayudándolo a cobrar conciencia de
su responsabilidad:

Su meta no es la tutela ni la fijación del hombre en un esquema, sino la elevación del hombre a la condición de un
ser emancipado de toda tutela y plenamente responsable. El hombre se vuelve verdaderamente hombre cuando
alcanza esta emancipación; pero únicamente la reflexión ética puede emanciparlo.

Hoy podemos expresar esto mismo de una manera más sobria recordando el ya mencionado carácter
"reconstructivo" de la ética: ella es "práctica" porque (y en la medida en que) "reconstruye" el saber práctico
originario, lo explícita, lo hace más claro y evita así que se lo confunda o desfigure. Hartmann se apoya, para elucidar
su propia teoría de la "normatividad indirecta", en el concepto socrático de "mayéutica", tal como éste aparece en el
"interrogatorio del esclavo" expuesto por Platón en el Menón: lo "enseñable" y lo que es "innato en la naturaleza
humana" no se excluyen entre sí: aprender una ley matemática equivale a volver consciente un saber que se poseía
sin advertirlo. La "anamnesis" platónica es, según Hartmann, el primer atisbo filosófico de lo a priori que, en lo que
atañe a la ética, indica que la "virtud" es enseñable en el mismo sentido que la geometría. El conocimiento ético es
también a priori: no crea ni inventa un deber-ser sino que conduce a la conciencia moral a los principios que ésta ya
posee, aunque de manera difusa. Ayuda a que esa conciencia "dé a luz" su propio saber moral. En tal sentido, la ética
resulta una "mayéutica de la conciencia moral". También Hospers reconoce que "las proposiciones éticas son
prácticas de un modo indirecto, precisamente porque son proposiciones sobre la actuación práctica".Y D.D. Raphael,
otro filósofo analíico, corrobora que "indirectamente la filosofía moral sí tiene un efecto práctico", si bien advierte
que con esto no hay que alentar la falsa esperanza de que la ética muestre qué se debe creer o qué se debe hacer. La
ética no nos puede dar una decisión si nos encontramos ante un dilema sobre cuál es la acción más justa entre varias
posibles:

Lo que puede hacer es suprimir algunas confusiones, disipar ciertas oscuridades, de modo que las opciones surjan
con mayor claridad. Pero, entonces, la elección verdadera entre ellas será algo que debamos hacer por nosotros
mismos.

El carácter normativo "indirecto" de la ética, pues, se advierte desde perspectivas muy distintas, y por ello mismo
resulta tanto más significativo. Si volvemos ahora a la cuestión de la "ética aplicada", podemos entender, entonces,
que sería erróneo interpretar a ésta como una ética que se sale de sus límites y pretende algo así como una
normatividad directa. Hay que pensar, por el contrario, que también en este caso sólo cumple una función
esclarecedora, sin erigirse en instancia de toma de decisión. Esa normatividad indirecta de la ética normativa es
incluso un carácter distintivo del nivel de reflexión que ella representa: es lo que la distingue, por un lado, de la
reflexión moral, que es directamente normativa, y, por otro, de la metaética y la ética descriptiva que, al menos en
su pretensión, no son normativas (ni directa ni indirectamente). No hay que confundir, sin embargo, la normatividad
indirecta de la ética normativa con el carácter de "prescriptividad indirecta" que asigna Habermas a la ética
discursiva.19 Habermas se refiere a que esa ética puede orientar la conducta "sólo por el camino indirecto de una
teoría crítica de la sociedad". Adela Cortina comenta, al respecto, que "cualquier fundamentación filosófica de lo
moral termina prescribiendo mediatamente la acción",20 pero no en el sentido de que lo haga por medio de otro
tipo de teoría, sino porque la ética normativa no elabora normas materiales: se limita a indicar condiciones para la
legitimación de tales normas. Más claramente que en Habermas, la normatividad indirecta de la ética se ve en la
versión apeliana de la ética discursiva. Apel ha explicado repetidas veces que las normas concretas, referidas a
situaciones, no se infieren directamente de la norma básica, ni se fundamentan directamente en ésta, sino que sólo
lo hacen a través de la "mediación" (Vermittlung) que proporcionan los "discursos prácticos". La ética discursiva de
Apel es expresamente una "ética de dos niveles". Ella, en su carácter de ética normativa, proporciona una
fundamentación, consistente en la explicitación de la "norma básica", o "metanorma", la cual exige —nada más y
nada menos— que los conflictos y las diferencias de opiniones, en asuntos prácticos, se resuelvan por medio de
"argumentos", es decir, "discursivamente". Lo exigido es, en otros términos, la búsqueda de formación de
"consenso" (no sólo del consenso de los "participantes" en el discurso, sino de todos los afectados por la cuestión
discutida). Esa exigencia está necesariamente presupuesta "ya siempre" en todo acto de argumentación, cualquiera
sea el tema sobre el cual se argumenta. Esa "norma básica" no prescribe ninguna acción determinada: sólo indica
cómo se legitiman las normas situacionales (que sí prescriben acciones). Es decir, en los "discursos prácticos" se
considera si una norma determinada, concreta, situacional, es capaz de alcanzar el consenso de todos los afectados
por la acción que ella prescribe. La ética de Apel es de "dos niveles" porque comprende, por un lado, el "nivel" de las
condiciones normativas de la fundamentación de normas y, por otro, el "nivel" de las normas mismas, a las que se
trata de fundamentar. Este rodeo nos permite ahora acercarnos a lo que constituye el problema de la actualmente
llamada "ética aplicada". El viejo y tradicional problema de la "aplicabilidad" de las normas o de los principios
morales aludía a la dificultad de adaptar normas de contenido general a situaciones particulares, siempre únicas e
irrepetibles. Tal problema, como veremos, subsiste y también debe ser considerado. Pero la problemática de la
"aplicación" es más amplia: abarca también la cuestión de cómo aplicar una ética convenientemente
"fundamentada" (como la de Apel) a la concreta realidad histórica actual, es decir, a un contexto en el que no se
puede contar con que los demás respeten la "norma básica". No es posible algo así como un "nuevo comienzo m-
oralmente racional" en el sentido de que en adelante todos los conflictos de intereses se regulen efectivamente por
medio de "discursosprácticos". La "norma básica", por sí sola, resulta —como ocurría con el imperativo categórico de
Kant— insuficiente frente a la realidad histórica. Las condiciones de aplicación ("indirecta") no están dadas, por
ejemplo, en los acuerdos entre "sistemas de autoafirmación" como los Estados políticos. Apel ve muy bien este
problema, y por eso le dedica lo que llama "parte B" de la ética. Procura ahí adaptar la lógica del desarrollo
ontogenético de la conciencia moral (fundada por Jean Piaget y Kohlberg) a la "cuasifilogenética dimensión de la
evolución cultural humana": se plantea la exigencia de una transición de la "moral convencional" (en la que bastaba
la "prudencia") a la "posconvencional". En esta última —que tiene ya su paradigma en el principio kantiano de
universalizabilidad— hay que combinar la legitimación de las normas (sobre la base de un patrón abstracto, como la
"norma básica") con un examen crítico de las condiciones sociales de aplicación. Las normas situacionales pueden
ser eventualmente cambiadas, sin que esto invalide el respectivo principio de legitimación. La ética discursiva tiene
que devenir entonces una macroética universalista de la responsabilidad. En otros términos, la "aplicación"
presupone "fundamentación". Pero ésta, a su vez, comprende por lo menos dos aspectos:

1. Establecimiento de un principio formal procedimental para la legitimación (con validez universal) de cualquier
norma.

2. Fundamentación de: — las condiciones normativas de la coexistencia entre personas individuales y entre grupos
socioculturales, — las normas de las actividades colectivas vinculadas a la política, la ciencia y la técnica.

Parte A de la ética

Parte B de la ética

En la parte A, según Apel, se opera por medio de "reflexión pragmático-trascendental", reconstruyendo los
presupuestos normativos de toda argumentación. En la parte B se da por supuesta aquella reconstrucción; pero,
además, es necesario producir las condiciones sociales de los "discursos prácticos", o sea, colaborar
responsablemente en la realización, "a largo plazo", de una "comunidad ideal de comunicación". El planteamiento
apeliano no es, desde luego, el único posible; pero ofrece al menos un criterio para la consideración del difícil y
urgente tema de la "ética aplicada". Al margen de ese planteamiento específico, lo cierto es que la urgencia del tema
se deriva ante todo de la situación actual del mundo, caracterizada, por un lado, por una crisis generalizada y sin
precedentes, y que afecta en particular a lo social, lo económico y lo político, y, por otro lado, por los extraordinarios
avances tecnológicos alcanzados, en la medida en que éstos comprometen decisivamente el futuro de la humanidad.
Las posibilidades abiertas especialmente por la informática y la ingeniería genética son en buena parte incalculables;
pero ya el área de lo "calculable" tiene demasiada incidencia sobre la totalidad del género humano para que quede
librada al criterio de los expertos o a intereses económicos. Aquí se plantea la interrel ación entre los modos
"aléticos" y los modos "deónticos": ¿Hasta qué punto lo "posible" es "permisible"? La acción humana vinculada con
la tecnología tiene así una resonancia cada vez mayor en el seno del ethos. Lo insólito o inédito de la situación hace
que no sólo no existan normas "consuetudinarias", sino tampoco paradigmas normativos en los cuales orientarse. La
"ética aplicada" tiene en todo esto una inmensa y ardua tarea por delante. No puede trabajar ahora meramente con
los recursos de la reflexión ético-normativa; pero tampoco puede hacerlo, claro está, meramente con los de la
ciencia. Los problemas de "bioética", por ejemplo, y particularmente aquellos problemas de bioética vinculados a los
desarrollos de la tecnología proveniente de la bioquímica, requieren inevitablemente el diálogo interdisciplinario. El
carácter dialógico de la razón reclama una perentoria toma de conciencia. Esto se hace evidente sobre todo en los
puntos de intersección de la tecnología con la crisis generalizada: por ejemplo, en los problemas ecológicos y en las
campañas y controversias que ellos suscitan. La ética normativa tiene sin duda algo que decir en todo eso, a
condición, por cierto, de que no pretenda sobrepasar sus propios límites y de que tenga presente el carácter
indirecto de su normatividad. Podría decirse que precisamente la conciencia de ese carácter indirecto constituye una
condición para el cumplimiento de la normatividad directa en la "ética aplicada". La relación de la ética aplicada con
la normatividad puede representarse, a mi juicio, en el esquema siguiente, en el que la reflexión propia de la ética
normativa y los aportes provenientes de la información científica (por lo general, de disciplinas diversas) convergen
en la configuración de un tipo específico de "reflexión moral". Esa convergencia representa un primer paso —
necesario pero insuficiente— de la "ética aplicada". La relación directa con la praxis se hace, en un segundo paso,
desde la "reflexión moral" convenientemente ilustrada por la ética normativa y la ciencia. Actualmente no hay un
consenso claro acerca de lo que, en definitiva, hay que entender por "ética aplicada". Pero, si se acepta el esquema
que propongo, podrá decirse que ella es "indirectamente" normativa en su primer paso, y "directamente" normativa
en el segundo.

Nivel de reflexión ético-normativa (eventualmente metaética)

Información científica

1° paso de aplicación

ETICA APLICADA

Nivel de reflexión moral

2" paso de aplicación

Situación práctica

Para aclararlo mejor: supongamos que en la situación S alguien duda ante la alternativa de acciones posibles A y Aj.
Para la toma de decisión se requiere reflexión moral. Pero esta reflexión puede a su vez dejarse librada al mero
"sentido común", o a la "prudencia", o a las intuiciones, o a los prejuicios del agente, o bien puede hacerse en el
marco de la "ética aplicada". En este último caso, será necesario un rodeo por el nivel de la ética normativa, es decir,
por un tipo de reflexión que puede aclarar qué principios están enjuego en A y/o en A], y será necesario asimismo
recabar los datos más precisos posibles acerca de S. El saber ético-normativo tiene que confluir con el saber
científico, pero tal confluencia no determina directamente la opción por A o por Aj, sino que proporciona elementos
a la reflexión moral. La confluencia ético-científica se "aplica" a la reflexión moral, y ésta, a su vez, se "aplica" a S. La
reflexión moral cumple así, en la ética aplicada, una función mediadora entre la ética normativa y la situación
concreta. La función asignada a la ciencia, sin embargo, no debería llevar al malentendido de que ella, en cuanto tal,
queda libre de connotaciones morales. El problema de la neutralidad valorativa de la ciencia ha sido uno de los más
debatidos a lo largo del siglo XX, y resultaría paradójico que precisamente la ética aplicada viniera a reforzar esa
pretensión de neutralidad. El hecho de que la ciencia coadyuve, mediante su información, en el "primer paso" del
procedimiento de aplicación, no significa que no pueda ser precisamente ella misma también objeto de la reflexión
moral. Todo saber científico está ligado a compromisos sociales y tiene repercusiones prácticas que lo insertan entre
los elementos del ethos. El científico, qua científico, asume —lo quiera o nouna enorme responsabilidad, y la
mayoría de sus actos requieren una previa reflexión moral. La ética aplicada, en tal sentido, puede contribuir a que
tal reflexión disponga de mayor número de recursos y se efectúe con mayor sistematicidad y precisión. Las
relaciones entre la ética y la ciencia constituyen uno de los principales problemas de la ética aplicada. Ahí la ciencia
aparece, podría decirse, por lo menos en tres roles diversos: 1) como proporcionadora de información para la
reflexión moral (primer paso de aplicación); 2) como campo en el que hay que tomar decisiones de significación
moral (segundo paso de aplicación), y 3) como objeto del enjuiciamiento moral, en el caso de conductas científicas
moralmente "aprobables" o "impugnables". La ética aplicada resulta, entonces, un testimonio de la normatividad de
la "ética normativa". Aun cuando indirecta, esa normatividad significa que la ética no se reduce a una reflexión
teórica, sino que su sentido reside en sus proyecciones prácticas, y en la orientación que ella puede brindar a la
praxis. Decía Risieri Frondizi:
La ética no tiene tan sólo un interés académico, sino que pretende guiar la vida humana por la senda que
corresponde y, si en un momento crucial no es capaz de indicarnos cuál es el camino correcto, pierde su significación
básica.

Así se marca lo que podría denominarse la relación entre la ética pura y la ética aplicada. La primera —que abarcaría
tanto la ética normativa como la metaética— sería el conjunto de reflexiones filosóficas sobre los múltiples
problemas del ethos. La segunda se organizaría, en sentido estricto, más bien como ética aplicante, ya que
consistiría, en definitiva, en un sistema de indicaciones acerca de cómo aplicar a situaciones concretas los principios
(y normas en general) que se fundamentan en la ética normativa y cuya semiosis se estudia en la metaética. El
requerimiento entre la ética pura y la aplicada es mutuo: la primera necesita de la segunda para cumplir con lo que
Frondizi llama su "significación básica"; pero la segunda necesita de la primera para operar de modo no arbitrario:
sin respuestas a los problemas teóricos de la fundamentación y la aplicabilidad, sus eventuales aciertos serían
realmente azarosos. Es cierto que la base teórica no es garantía suficiente; pero ella ofrece siempre, al menos, un
marco de razonabilidad. En terminología kantiana, podría decirse que la fundamentación sin aplicación es vacía; pero
la aplicación sin fundamentación es ciega. El hecho de que la aplicación tenga que recurrir a la fundamentación no
implica que se necesite conocimientos de ética filosófica para obrar con corrección moral. Justamente en ese
aspecto la ética aplicada se distingue de la moral prerreflexiva, e incluso de la mera reflexión moral que hemos
descripto como el primer nivel de reflexión sobre el ethos. La ética aplicada debe ser vista como una actividad
interdisciplinaria en la que se procura resolver racionalmente problemas morales en el campo profesional, que se
plantean sobre todo en conexión con las nuevas tecnologías o con los nuevos descubrimientos científicos, o con
ciertas formas inéditas de interrelación social, problemas difíciles, arduos, imposibles de resolver de modo
espontáneo o basándose sólo en normas tradicionales. "Etica aplicada" es denominación común para interdisciplinas
diversas, como la bioética, la ética empresarial, la ética del medio ambiente, la ética jurídica, la ética política, etc.
Asimismo, si bien la moralidad espontánea y cotidiana puede subsistir, al menos dentro de determinados límites, sin
ética filosófica, lo cierto es que muy probablemente obtendrá de ésta una mayor orientación. El pensamiento clásico
ha considerado que la ética filosófica debería prestar también ese servicio. Aristóteles sostuvo expresamente que el
propósito de la ética no es "saber qué es el bien", sino "hacernos buenos", y Kant afirmó que el "saber moral racional
común", que comparten todos los seres racionales, necesita de la "ciencia" (es decir, en este caso, del saber
filosófico) para fortalecer su propio principio y evitar así la "seducción" que sobre él ejercen las inclinaciones, las
cuales, para justificarse, pueden dar apariencia racional a lo que no lo es. Adela Cortina apunta que, si bien no
conviene —en razón de las variaciones de connotación que padecen los términos importantes— esbozar
definiciones que fijen significados, también es necesario aclarar en qué sentido usamos esos términos, como
condición para entendernos. Con esa reserva, sostiene que

...la ética es un tipo de saber de los que pretenden orientar la acción humana en un sentido racional; es decir,
pretende que obremos racionalmente. A diferencia de los saberes preferentemente teóricos, contemplativos, a los
que no importa en principio orientar la acción, la ética es esencialmente un saber para actuar de un modo racional.

Más adelante agrega la autora, refiriéndose expresamente a la ética aplicada, que ésta tiene por objeto, en principio,
como su nombre indica,

...aplicar los resultados obtenidos en la parte de fundamentación a los distintos ámbitos de la vida social: a la
política, la economía, la empresa, la medicina, la ecología, etc. Porque si al fundamentar hemos descubierto unos
principios éticos, la tarea siguiente consistirá en averiguar cómo pueden orientar esos principios los distintos tipos de
actividad.

Esperanza Guisan, por su parte, ve también la ética, en general, como "parte de la realidad social existente", y
sostiene que, tras la ética normativa y la metaética, viene el planteamiento de normas aplicables a la vida cotidiana,
al conjunto de las cuales considera como lo propio de la ética aplicada o ética práctica. Ésta incluye, según ella,
temas como la bioética, los derechos de los animales, el pacifismo, la ética del medio ambiente, la ética de los
negocios, la ética de los asuntos públicos, las relaciones entre países ricos y países pobres, el paternalismo, la
desobediencia civil, la violencia, etc. De modo que la ética aplicada

...no constituye un apartado estanco al margen de las demás diversificaciones del quehacer ético, sino que es un
eslabón más que une la vida cotidiana con las preocupaciones de una razón práctica que, por su propia definición,
trata de unir la vida activa de la participación cívica y ciudadana, así como la vida del ocio y el negocio, con la vida
propia de la especulación filosófica, para hacer ambos momentos vitales más ricos y más hondamente satisfactorios.

Aunque subsisten grandes discrepancias acerca de lo que debe entenderse por "ética aplicada" —por ejemplo, en la
cuestión de si la "aplicación" se refiere a las normas, a los principios o a las teorías— parece existir, entre los
eticistas, un consenso bastante generalizado en el sentido de que hay relaciones estrechas entre la ética filosófica (o,
si se prefiere, "pura") y la aplicada, admitiéndose que, como venimos señalando, ambas se requieren mutuamente.
Pero también se puede verificar sobrado acuerdo en que la ética aplicada necesita, además, el concurso de la
información científica, es decir, que ostenta un paradigmático carácter interdisciplinario. Volveremos sobre este
importante tema en V.4.

III.9. "Ética" y "moral"

En la base de todo estudio de la ética se requiere, para evitar confusiones y malentendidos, una clara distinción
entre los significados de los términos "ética" y "moral". Por eso hemos dedicado este extenso capítulo a los "niveles
de reflexión", procurando exponer los criterios convencionales que cuentan con mayor acuerdo entre los eticistas
actuales. Aun así, resulta insuficiente, porque siguen siendo también muchos los eticistas que emplean esos
vocablos, con frecuencia, en un sentido distinto. No se trata meramente de ciertas acepciones que suele conferirles
el habla cotidiana, como también, en ocasiones, la jerga periodística, política, etc. (por ejemplo, cuando se asigna
carácter privado a la "moral" y carácter público a la "ética"), sino de otro criterio, proveniente de la distinción
hegeliana entre "moralidad" (Moralitát) y "eticidad" (Sittlichkeit) y que se vincula, como lo adelantamos al final de
II.2, a la dicotomía deontoaxiológica. Kant había distinguido entre "moralidad" y "legalidad", entendiendo la primera
de estas expresiones como lo que caracteriza a las acciones realizadas "por deber" (es decir, "por respeto a la ley"),
mientras que la segunda aludía a la mera "conformidad con la ley", propia de acciones neutras desde el punto de
vista moral. Hegel centraba ahí su principal crítica a la ética kantiana, ya que consideraba la "moralidad" kantiana
abstracta y desvinculada de los factores históricos, e introducía, en cambio, la mencionada distinción entre
"moralidad" y "eticidad", aludiendo con esta última a las formas concretas de ethos, en las que también están ya
integradas la legalidad y la moralidad. Pero pronto, más que en Hegel mismo, en pensadores poshegelianos,
comenzó a usarse "moral" como sinónimo de "moralidad" (o, al menos, como reflexión sobre ésta), y "ética" como
sinónimo de "eticidad" (o, al menos, como reflexión sobre ésta). En ese nuevo uso terminológico, "moral" remite
entonces a los fundamentos universales en el sentido kantiano, mientras que "ética" alude al ethos concreto, es
decir, a la facticidad de las costumbres de una comunidad determinada. Lo cual representa, casi, una inversión de las
significaciones con que venimos distinguiendo aquí ambos vocablos y que es la convención más frecuentemente
adoptada. Enfatizo el "casi", sin embargo, porque no se trata de una inversión lisa y llana, sino que en este uso se
vincula "moral" especialmente con los deberes —lo deontológico— y "ética", en cambio, con los "valores" —lo
axiológico— perseguidos como ideales de vida en una comunidad concreta, histórica. La dicotomía deontoaxiológica
determina, como se vio, tipos distintos de teorías éticas. Éstas varían según otorguen prioridad a uno o al otro
aspecto. Son dos maneras de concebir, en general, los fenómenos morales. Con la mencionada terminología de raíz
hegeliana se entiende entonces que en ocasiones se hable de un conflicto entre "ética" y "moral", lo cual, cuando se
opera con la terminología habitual, resultaría paradójico o daría lugar a malentendidos. Con razón dice Julio De Zan:

La disputa de la ética y la moral es un problema central y constante en la filosofía práctica, con el que tiene que
enfrentarse todo programa de renovación de la ética como disciplina filosófica.

Pero justamente en esa frase se usa el término "ética" la primera vez en el sentido hegeliano, y la segunda, en el
habitual. Para evitar confusiones originadas en la ambigüedad del término, convendría tomar recaudos aclaratorios.
De todos modos, lo que De Zan acertadamente señala es la importancia que en la actualidad reviste la
confrontación, y, a la vez, la posibilidad de una recuperación de la "moralidad" kantiana y de la "eticidad" hegeliana.
También Paul Ricoeur recurre explícitamente a la distinción entre lo valioso y lo normativo (es decir, lo que aquí
hemos venido denominando "dicotomía deontoaxiológica") para diferenciar la ética —refiriéndola a lo "bueno"— de
la moral —entendida en relación con lo "obligatorio"— y para defender la "primacía" de aquélla sobre ésta, aunque
reconociendo la necesidad de que la "aspiración ética" pase por el "tamiz de la norma". Con este criterio, sin
embargo, no alude tanto a la confrontación del punto de vista hegeliano con el kantiano, sino más bien a la de este
último con el aristotélico:
De modo convencional, reservaré el término de ética para la aspiración de una vida cumplida bajo el signo de las
acciones estimadas buenas, y el de moral para el campo de lo obligatorio, marcado por las normas, las obligaciones,
las prohibiciones, caracterizadas a la vez por una exigencia de universalidad y por un efecto de coerción. En la
distinción entre aspiración a la vida buena y obediencia a las normas se reconocerá fácilmente la oposición de dos
herencias, la aristotélica, en la que la ética se caracteriza por su perspectiva teleológica [...], y la kantiana, donde la
moral se define por el carácter de obligación de la norma, esto es, por un punto de vista deontológico.29

En síntesis, podría decirse que este uso técnico de los vocablos "ética" y "moral" constituye un criterio terminológico
paralelo al habitual (que es también el que hemos adoptado en la presente obra). Reviste, en todo caso, una especial
importancia, no sólo por el mencionado hecho de su vinculación a la dicotomía deontoaxiológica, sino también
porque refleja una serie de confrontaciones de teorías éticas actuales, como ocurre por ejemplo con actitudes
derivadas de la distinción weberiana entre "ética de la convicción" y "ética de la responsabilidad", o con el extenso
debate entre "comunitaristas" y "liberales", o con los enfrentamientos de la "ética del discurso" con el
"neoaristotelismo", el "neopragmatismo" y el "posmodernismo", o con las distintas maneras de concebir una posible
"ética global" (Joñas, Küng, Apel, Bock y otros), etc. El inconveniente principal, acaso, reside en que los mismos
autores que se valen de esas acepciones para "ética" y "moral" no pueden prescindir, al menos en ocasiones, del uso
de "ética" en el sentido de la disciplina que estudia lo moral, y entonces surgen ambigüedades. Si "ética" se entiende
exclusivamente como el lado axiológico del ethos, no se puede luego emplear (a menos que se introduzcan
aclaraciones precisas en cada ocasión) expresiones como "ética normativa", ni cabe hacer la distinción entre ésta y la
"metaética". Si "moral" se refiere exclusivamente al lado deontológico, a su vez, pierde sentido la denominación de
"juicios morales" para juicios del tipo "X es bueno". Todo esto representa un problema ético (entendiendo ahora
"ético" como referido a la disciplina filosófica que tematiza el ethos) que puede, sin embargo, subsanarse en la
medida en que se lo tenga expresamente en cuenta y en que se aclare el sentido en que se usan esos términos clave.
En la presente obra hemos preferido atenernos a las acepciones ya analizadas desde el comienzo, por considerar que
ellas despejan las posibilidades de equívocos propias del otro criterio, y porque las razones de este último quedan,
en lo esencial, cubiertas con el recurso terminológico a la "dicotomía deontoaxiológica" y el análisis de la misma.
Como se puede ver en V.2.1, el enfrentamiento de teorías éticas que enfatizan uno u otro lado del ethos se puede
estudiar en conexión con el problema de la fundamentación, para el que las propuestas positivas se encuadran
dentro del esquema deontologismo-consecuencialismo, y las negativas (que niegan la posibilidad de
fundamentación) se escinden en formas de escepticismo o relativismo. Para la presente edición incluimos un
tratamiento más detallado del central problema de la fundamentación en el capítulo VI.

CONFRONTACIÓN DE REFLEXIÓN MORAL Y METAÉTICA

REFLEXIÓN MORAL

Es netamente normativa.

Es prefilosófica.

Es endógena (desde el ethos).

Examina las propias creencias morales.

METAÉTICA

Tiene pretensión de neutralidad.

Es filosófica.

Es exógena (desde lo extraético).

Examina la semiosis del lenguaje moral.


CONFRONTACIÓN DE ÉTICA NORMATIVA Y METAÉTICA

ÉTICA NORMATIVA

Es endógena y normativa.

intenta fundamentar normas Analiza los criterios de fundamentación y/o valoraciones. de normas y/o valoraciones.

Usa los términos éticos (es lenguaje-objeto).

Establece criterios para juzgar la moralidad de los actos.

METAÉTICA

Es exógena y "neutral".

Menciona los términos éticos (es metalenguaje).

Establece criterios para juzgar la validez de enunciados morales y ético-normativos.

COINCIDENCIAS

Son filosóficas

TEMA 5 Felicidad y virtud en Aristóteles

Introducción

5.1. La acción voluntaria

5.2. La felicidad como bien supremo

5.3. Felicidad y virtud

5.4. Ética y forma de vida

Introducción

Aristóteles califica al hombre como un animal político. Este adjetivo no es algo casual, contingente, sino que
determina lo que el hombre es por naturaleza, su esencia. Al adjudicarle este predicado, Aristóteles «establece el
espacio de juego dentro del cual el hombre se desarrolla y puede ser responsable» (Höffe, 1979: 16). Aunque hoy en
día pueda entenderse este calificativo como social, es conveniente no perder de vista el marco comunitario al que
remite. La polis representa el punto de vista de:

[...] un estado o república pequeños, cuyos ciudadanos se conocen unos a otros personalmente, y que pueden ser
convocados por un único heraldo y persuadidos por un único orador cuando están reunidos en una asamblea
ciudadana. Es una sociedad pequeña e íntima: es una iglesia tanto como un estado: no hace distinción entre el
ámbito del estado y el de la sociedad; es, en una palabra, un sistema integrado de ética social que realiza por
completo la capacidad de sus miembros y por tanto exige su completa adhesión (definición de E. Barker, citada por
Montoya, 1989: 37).

Esta relación concreta entre ética y política es el contexto donde debe enclavarse la preocupación por la felicidad
que define la ética aristotélica. Y es también el factor más importante para poder ver en Aristóteles un autor
contemporáneo. En la actualidad, una teoría moral ajena a toda normatividad ideal constituye la base para una
crítica al proyecto de la modernidad, una buena plataforma para «recordarle sus incumplimientos, sus traiciones o,
sencillamente, sus indeseables resultados» (Thiebaut, 1988: 18).
La exposición del tema tiene su núcleo estructural en la Ética a Nicómaco, por dos razones básicas: en primer lugar,
porque está reconocida como la exposición más madura y completa del pensamiento de Aristóteles y, en segundo
lugar, pensando en una lectura directa de los textos por parte del alumnado.

5.1. La acción voluntaria

La teoría aristotélica de la acción es un buen punto de partida para entender la relación entre felicidad y virtud. Por
acción (praxis) podemos entender «aquella actividad que pone de manifiesto el carácter (ethos) de la persona, es
decir, su postura consciente y voluntaria frente a la realidad» (Montoya y Conill, 1985: 135). Sócrates había reducido
la virtud al conocimiento, negando que el hombre pueda querer y hacer voluntariamente el mal. Platón continúa en
esta dirección al reconocer una distinción tajante entre la parte racional y la parte irracional del alma, siendo la
virtud el dominio de la segunda sobre la primera (Reale, 1985: 109). Aristóteles tratará de superar esta visión
intelectualista del hecho moral, enfrentándose al problema de explicar la conducta racional y, por tanto, la
posibilidad de que las personas hagan «conscientemente y sin que sean forzadas por ello, lo que piensan que no
deberían hacer» (Montoya, 1983: 240). Nos dice Aristóteles:

Siendo, pues, objeto de la voluntad el fin, de la deliberación (bouleusis) y la elección (proairesis) los medios para el
fin, las acciones relativas a estos serán conformes a la elección y voluntarias. Y a ellos se refiere también el ejercicio
de las virtudes. Por tanto, está en nuestro poder la virtud y también el vicio… Y si está en nuestro poder hacer lo
bueno y lo malo, e igualmente el no hacerlo, y en esto consistía el ser buenos o malos, estará en nuestro poder el ser
virtuosos o viciosos (Ética a Nicómaco, iii, 5: 1113a).

A diferencia de las acciones involuntarias, realizadas bajo coacción o ignorancia de las circunstancias, las acciones
voluntarias podrían esquematizarse en los siguientes pasos, según Ross (1981: 285):

Deseo: Yo deseo A

Deliberación: B es el medio para llegar a A C es el medio para llegar a B… N

Percepción: N es alguna cosa que puede hacer aquí y ahora

Elección (decisión): elijo N

Acto: hago N

Según el texto de Aristóteles, la virtud tiene que ver con la decisión y esta, como vemos en el esquema, presupone la
deliberación. Pero, ¿cómo procede la deliberación? Podemos distinguir dos respuestas complementarias: el análisis
resolutivo y el análisis interpretativo.

El análisis resolutivo concibe la deliberación como una situación en la que el objetivo está especificado y se trata de
hallar los medios adecuados para realizarlo. El análisis interpretativo (teoría del silogismo práctico) consiste en ver la
decisión como la concreción de una regla general que consideramos válida y aplicable en este caso (Montoya y
Conill, 1985: 139).

En ambos casos, sin embargo, se depende de un fin elegido por la voluntad. La deliberación se reduce a un cálculo
que pone en la balanza los placeres y las penas (Moureau, 1972: 193), pero el fin tiene que estar dado de antemano.
El principio correcto de la acción, la premisa mayor del silogismo, debe ser la noción de bien específicamente
humano o alguno de sus elementos. En los primeros párrafos de la Ética a Nicómaco, establece Aristóteles el
siguiente razonamiento, punto de partida de su reflexión moral: el bien es aquello a lo que todas las cosas tienden.
Si cada uno de nuestros actos, artes o ciencias tiene un fin específico, particular, es porque existen fines o bienes
más amplios que incluyen a los primeros. De esta forma, se establece una jerarquía hasta llegar a un fin que ya no es
medio de otra cosa, sino que es buscado por sí mismo. Sin ese fin, único y absoluto, la facultad de desear sería vacía
y vana. Aristóteles, como los demás filósofos griegos, parte del hecho indiscutible de la unidad de los fines humanos
(Aubenque, 1978: 228). Del conocimiento de este bien supremo, de influencia lógicamente decisiva sobre nuestra
vida, se ocupa la ética entendida como «cierta disciplina política».

5.2. La felicidad como bien supremo


El razonamiento de Aristóteles nos muestra que debe existir un bien supremo si nuestras acciones tienen que tener
algún sentido, pero no nos dice cuál es. A continuación, Aristóteles asegura que «casi todo el mundo está de acuerdo
en cuanto a su nombre, pues tanto la multitud como los refinados dicen que es la felicidad y admiten que vivir bien y
obrar bien es lo mismo que ser feliz. Pero acerca de qué es la felicidad ya no lo explican del mismo modo el vulgo y
los sabios» (Ética a Nicómaco, i, 1: 1095a).

El término eudaimonía, traducido usualmente por ‘felicidad’, no está exento de ambigüedades. Aristóteles mismo lo
recoge de la tradición, donde hacía referencia a estar ‘vigilado por un buen daimón’, esto es, tener una buena
fortuna. Sin embargo, en los tiempos de Aristóteles, se había perdido ya la importancia de este aspecto exterior y
hacía más bien referencia a dos dimensiones: a) subjetivamente, estar contento o llevar una vida agradable y b)
objetivamente, llevar una vida digna o noble.

Lo importante, y de difícil comprensión para nosotros, es que las dos dimensiones son complementarias. Con lo cual,
eudaimonía se convierte a la vez en un término descriptivo y normativo. De forma que la intención de la ética
aristotélica sería mediar entre ambas dimensiones, es decir, dotar de contenido normativo el concepto de felicidad:
«la tarea fundamental de la ética es esbozar un modo de vida del cual podamos razonablemente esperar (dados
ciertos presupuestos acerca de la naturaleza humana) que nos conduzca a la dicha» (Montoya y Conill, 1985: 106).

Para llevar a cabo esta tarea Aristóteles parte de las diferentes opiniones que existen al respecto de qué sea la
felicidad. Opiniones que si bien son divergentes, no hay una diversidad tal que no permita ninguna reflexión. La idea
de Aristóteles es partir de estas opiniones para ir buscando interpretaciones racionales. Veamos brevemente las
diferentes posturas.

Para Aristóteles existen cuatro formas principales de géneros de vida y a cada una de ellas corresponde una
determinada concepción de lo que es la felicidad (Ética a Nicómaco, i, 1: 1095b). La mayoría cree que es el placer,
pero frente a ello presenta dos argumentos concluyentes. Buscar el placer como bien supremo es rebajarse al nivel
animal, buscar la vida propia de los animales. Automáticamente, tendríamos que hablar de verdadero placer o placer
racional. En segundo lugar, el placer es, a diferencia del dinero, deseable por sí mismo, pero no puede ser la felicidad
porque acompaña a todas nuestras acciones, forma parte de la actividad humana y no es, por tanto, ningún fin
independiente.

Con respecto a la riqueza o a la vida de los negocios, está claro que constituye un medio y nunca un fin. Diferente es
el caso de los honores, objeto de la vida política, al que se dirigen muchas personas cultas y refinadas. Pero, aunque
el honor es deseable por sí mismo, su reconocimiento depende de otros: depende más de quien lo da que de quien
lo recibe. Nos queda la vida teorética, contemplativa, que Aristóteles deja para más adelante.

Platón intentó dar una solución diferente al proponer la idea del bien como fuente de toda bondad (Ross, 1981:
273), pero Aristóteles, anteponiendo la verdad a la amistad, presenta frente a Platón, tres argumentos interesantes:
no existe una noción universal del bien, sino que el bien tiene un uso analógico; no existe ninguna forma separada
de la sustancia; y, por último, si existiera sería inútil pues el hombre no podría alcanzarla. El bien es algo realizable y
realizable por el ser humano (Ética a Nicómaco, i, 6: 1096b).

De este cotejo de opiniones podemos extraer las características básicas de la felicidad. En primer lugar, es algo que
es buscado por sí mismo, pues «llamamos más perfecto al que se persigue por sí mismo que al que se busca por otra
cosa» (Ética a Nicómaco, i, 7: 1097b). Y, en segundo lugar, es autosuficiente, pues por sí misma hace deseable la
vida. La felicidad es, pues, algo perfecto y suficiente.

Pero es necesario aún especificar con más claridad de qué estamos hablando. Para ello, Aristóteles recurre a la
función específica del hombre, entendiendo por ello ‘el cumplimiento más perfecto de la naturaleza’. Esta
afirmación forma parte de la metafísica aristotélica y, en concreto, de su teoría de la potencia y el acto, explicitación
de esa tensión, de ese dirigirse a que caracteriza la antropología aristotélica (Cubells, 1979: 353). La argumentación
aristotélica sería: si las actividades de los hombres tienen siempre una función, también debe tenerla el hombre. Si la
racionalidad es específicamente humana, la actividad propia humana consistirá en el ejercicio de sus facultades
racionales. Aristóteles retoma así la afirmación de Platón de que el «hombre es el espíritu» (Gauthier, 1973: 50). La
felicidad es para Aristóteles, en consecuencia:
Decimos que la función del hombres es cierta vida, y esta una actividad del alma y acciones razonables, y la del
hombre bueno esas mismas cosas según la virtud adecuada; y, si esto es así, el bien supremo es una actividad del
alma conforme a la virtud (Ética a Nicómaco, i, 7: 1098a).

En definitiva: «Nuestro razonamiento está de acuerdo con los que dicen que la felicidad consiste en la virtud o en
una cierta virtud, pues pertenece a esta la actividad conforme a ella» (Ética a Nicómaco, i, 8: 1098b).

5.3. Felicidad y virtud

Aristóteles se ocupa desde el libro ii hasta el libro vi de la Ética a Nicómaco del análisis de la naturaleza de las
virtudes. Al comienzo del libro ii distingue dos tipos de virtudes, refiriéndose a las dos partes en que se divide el
alma: una racional y otra irracional, constituida por el apetito y el deseo, pero capaz de obedecer los consejos de la
razón (Moureau, 1972: 204). Según Aristóteles:

[...] existen dos clases de virtud, la dianoética y la ética, la dianoética debe su origen y su incremento principalmente
a la enseñanza [...]; la ética, sin embargo, procede de la costumbre, por lo que hasta su nombre se forma mediante
una pequeña modificación de «costumbre» (ethos). (Ética a Nicómaco, ii, 1).

Como su nombre indica, el origen de las virtudes éticas radica en la costumbre.

Esto significa que nosotros nacemos con la capacidad para ser virtuosos, pero esta capacidad debe desarrollarse en
la práctica. El saber no es el factor principal en su formación, sino que es a fuerza de realizar acciones conforme a la
virtud como se llega a ser virtuoso. De ahí que puedan ser consideradas hábitos (héksis). Sabemos de qué género
son, falta ahora saber en qué consisten:

Virtud es un hábito selectivo que consiste en un término medio relativo a nosotros, determinado por la razón (logos)
y por aquella por la cual decidirá el hombre prudente (Ética a Nicómaco, ii, 6: 1107a).

Con respecto al elemento del término medio, tenemos que indicar que la definición de Aristóteles expresa el ideal
de perfección griego: perfecto es aquello a lo que no se puede agregar ni quitar nada. Se trata de la justa proporción,
la vía media entre el defecto y el exceso. Estamos lejos, con ello, de una fácil solución, pues lo que indica Aristóteles
es la superación de los extremos: la afirmación de lo racional frente a lo irracional (Reale, 1985: 104).

Sin entrar en el análisis fenomenológico que hace Aristóteles de las diferentes virtudes, nos interesa centrarnos en el
elemento razón de esta definición. Entramos, así, en la descripción de las virtudes de la razón que Aristóteles
propone en el libro vi. Allí distingue cinco tipos de conocimiento, cinco tipos de estados del alma gracias a los cuales
alcanzamos la verdad. Su estatus es el de disposiciones para alcanzar la verdad; son actividades y, por tanto,
virtudes, pero intelectuales. Tenemos así: el arte (téchne), la ciencia (epistéme), la prudencia (phrónesis), la
sabiduría (sophía) y la intelección (nous) (Montoya y Conill, 1985: 29). Mientras que la sabiduría es la más elevada
respecto al conocimiento teórico, la prudencia lo es respecto a la acción y a los objetos de la deliberación. Su función
es saber dirigir correctamente la vida del ser humano, es decir, «es disposición racional verdadera y práctica
respecto de lo que es bueno y malo para el hombre» (Ética a Nicómaco, vi, 5: 1140b).

La sabiduría práctica o prudencia es la que nos enseña a deliberar correctamente acerca de los verdaderos fines del
ser humano, en el sentido en que señala los medios idóneos para alcanzar los fines verdaderos (Reale, 1985: 104).
Es, por tanto, una mezcla de virtud dianoética y ética: nos desvela el verdadero bien del ser humano, pero solo en
cuanto es a la vez una virtud ética, relacionada con el placer y el dolor. Tiene que tener el gusto por el bien, esto es,
tiene que tener claro cuál es la verdadera felicidad. Como dice Moureau, Aristóteles no reconoce la autonomía del
juicio práctico, pues los fines no son objeto de conocimiento ni de deliberación. Los fines se quieren o no se quieren
(1972: 206). Pero la finalidad no es la virtud, ya que esta es una disposición. Si así fuera, dice Aristóteles, «podría
darse también en quién se pasara la vida durmiendo» (Ética a Nicómaco, x, 6: 1176b). No es la virtud, sino el ejercicio
de la virtud, la actividad razonable. Pero hay diferentes grados en esta actividad. La más alta función del hombre es
la vida teorética, la búsqueda de la verdad. Si la virtud más alta del alma racional, humana, es la sabiduría, el
ejercicio de esa virtud, la vida contemplativa, constituye la verdadera felicidad. Varias razones pueden
complementar esta afirmación: se refiere a objetos eternos e inmutables, podemos llevarla a cabo continuamente,
aporta el mayor placer y no depende de nada ni de nadie. La virtud no es el fin, sino el camino que nos conduce a
esta vida.
Ahora bien, Aristóteles reconoce que esta vida es propia de dioses y, por tanto, condición casi sobrehumana. La vida
feliz es un ideal pocas veces alcanzado. Sin embargo, el ser humano tiene que alcanzar la felicidad teniendo en
cuenta las virtudes morales. Se alcanza así lo que podemos denominar la felicidad humana referida a la vida práctica,
cuya virtud principal es la política. Esta conclusión podría parecer decepcionante si no fuera porque detrás existe
todo un esfuerzo intelectual centrado en explicar cuál puede ser el papel de la razón en la conducta humana, cuál
puede ser, en definitiva, la relación entre teoría y praxis. Aunque, como veremos a continuación, siempre dentro del
marco de la polis.

5.4. Ética y forma de vida

Como hemos visto, el bien se define desde el principio en función de la meta, el propósito o el fin al que se dirigen
nuestras acciones. Estamos, por tanto, ante una ética teleológica. Para Aristóteles, la ética consiste en hacer ciertas
acciones no porque nos parezcan correctas en sí mismas, sino porque nos conducen a un determinado fin. Afirmar
que algo es bueno es afirmar que ese algo es objeto de una aspiración o de un esfuerzo (MacIntyre, 1994: 69).

Para Aristóteles, la ciencia suprema es, sin ninguna duda, la política, de la que forma parte la ética (Ética a
Nicómaco, i, 1: 1094b). Por ello, habla siempre del «estudio del carácter» o «de nuestras discusiones sobre el
carácter» o de ciencia de la ética (Ross, 1981: 268). La ética se ocupa del bien supremo en el caso del hombre
individual, mientras que la política se refiere a la virtud del Estado, que evidentemente depende de la virtud de los
ciudadanos. Ambas disciplinas parecen confundirse. Pero, no es así. El objeto de la ética consiste en la
determinación del bien supremo, como fin al que tienden todas nuestras acciones, mientras que la política va
dirigida al bien común. Obviamente, esta última es más importante que la primera. Aristóteles da dos razones para
esta supremacía. La primera afirma lo siguiente:

Aunque el bien del individuo y la ciudad sean el mismo, es evidente que será mucho más grande y más perfecto
alcanzar y preservar el de la ciudad; porque, ciertamente, ya es apetecible procurarlo para uno solo, pero es más
hermoso y divino para un pueblo y para ciudades (Ética a Nicómaco, i, 1: 1094b).

El segundo argumento está mucho más cercano a nosotros, pues indica la condición de posibilidad que constituye el
bien común con respecto al bien individual. La felicidad es imposible alcanzarla si no tenemos unas condiciones
sociales apropiadas. Estas condiciones no son otras que las leyes. La ética nos enseña cuál es el bien supremo y, con
ello, la forma y el estilo de vida necesarios para alcanzar la felicidad. La política, la forma particular de constitución y
el conjunto necesario de instituciones para hacer posible esa forma de vida. La ética conserva, frente a la política, su
propia especificidad, aunque comparte el objeto de reflexión (Moureau, 1972: 219). La justicia será «el gozne en el
que encaja tanto el aspecto de perfección individual como el de utilidad social de la vida moral» (Montoya y Conill,
1985: 148). Veamos brevemente cuál es el método de esta disciplina ética.

Debemos hacer hincapié, en primer lugar, en que la ética es una ciencia práctica o saber práctico y que se ocupa, por
tanto, de cosas que pueden ser de otra manera.

Además, a diferencia del saber teórico, aquí el saber no se busca por sí mismo, sino en vistas de la praxis. En
definitiva, no podemos hablar aquí de necesidad y universalidad, solo posibles en las cosas que no pueden ser de
otra forma. Aquí el método no puede ser el demostrativo como en las matemáticas.

Por eso, nos dice Aristóteles que en la ética nos tenemos que conformar con «mostrar la verdad de un modo tosco»,
pues «no se ha de buscar el rigor por igual en todos los razonamientos» y es «propio del hombre instruido buscar la
exactitud en cada género de conocimientos en la medida en que la admite la naturaleza del asunto». Cualquier
razonamiento deductivo parte de los primeros principios o axiomas y extrae consecuencias, mientras que el
razonamiento ético parte de la experiencia para intentar llegar a principios. No se puede partir de principios a priori.
Esto se ve claramente cuando Aristóteles exige que el teórico moral «haya sido bien conducido por las costumbres»
(Ética a Nicómaco, i, 4: 1095b).

De esto se sigue que el método en materias morales no es rigurosamente científico, sería más bien dialéctico:
consistiría en inferir la verdad del cotejo de opiniones, depurándolas, superando las contradicciones. Tal dialéctica es
necesariamente empírica: no hay que rechazar el mundo sensible sino partir de él (Moureau, 1972: 196).
Pieper destaca la dimensión analógica del método empleado por Aristóteles para la búsqueda del justo medio, pero
coincide en que aquí no cuentan determinaciones abstractas y aprióricas. El valor moral de la phrónesis consiste,
como hemos visto, en permitir una valoración correcta de las situaciones, por ejemplo, qué es una acción valiente en
una situación dada (Pieper, 1991: 172). El método se utiliza siempre que se trata de relacionar normas y valores
objetivamente correctos con una situación singular y concreta, a fin de establecer qué actuación sería moralmente
correcta, para lo cual se apoya en la comparabilidad de situaciones análogas.

Todo ello nos indica que el concepto de saber moral que maneja Aristóteles tiene que ver con aquello que debe ser
conocido de modo inmediato en la situación particular (Tugendhat, 1988: 46). La importancia del phronimos como
punto de referencia (Montoya, 1983: 252) y la insistencia en la necesidad de una correcta educación y, en
consecuencia, del conocimiento de las buenas costumbres, nos muestra que la ética aristotélica presupone una
forma de vida y que solo como miembros suyos podremos saber lo que es adecuado a cada situación. La diferencia
con la situación actual es clara si recordamos el papel de la prudencia o sabiduría práctica:

La creencia en un orden del mundo, y la de que el orden de la ciudad refleja fundamentalmente ese orden cósmico,
justifica el que nuestro deseo deba limitarse a aquellas excelencias humanas que sean compatibles con ese orden y
que, por tanto, incorporen en sí mismas aquellas limitaciones del egoísmo que para nosotros resultan difíciles de
justificar. Pero justamente esa (desde nuestro punto de vista) falta de racionalidad permite a Aristóteles concebir a
la ética como tarea positiva de armonización de las posibilidades humanas, y no –como es el sino de nuestro
pensamiento ético– como una tarea negativa de justificar las limitaciones de nuestra libertad (Montoya y Conill,
1985: 143).

Precisamente el no disponer de ninguna forma de vida de la que podamos decir que es válida para todos es lo que
ha llevado a la radicalización en la fundamentación y, por tanto, a la abstracción del hecho moral de cualquier forma
de vida que caracterizará a la ética de la modernidad.

Esto no significa que, para aquellos que defiendan una posición universalista, la ética aristotélica no tenga valor
alguno, como muestra la recuperación de su pensamiento que está realizando en nuestros días la filosofía moral
contemporánea, por ejemplo en la obra de Nussbaum (1995 y 1996) o Camps (1993 y 1995). Al contrario, la cuestión
de la aplicación de los principios éticos fundamentados requiere una vuelta a Aristóteles, una nueva consideración
de la phrónesis, si no se quiere caer en un formalismo inútil y sin sentido.

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