El CLUB DE LOS PERFECTOS

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Cuento» EL CLUB DE LOS

PERFECTOS
Hay gente que ya está cansada de que yo cuente cosas del barrio de
Florida. Pero no es culpa mía: en Florida pasa cada cosa que una no
puede menos que contarla.

Como la historia esa del Club de los Perfectos.

Porque resulta que los perfectos de Florida decidieron formar un club.

Alguno de ustedes preguntará quiénes eran los Perfectos. Bueno, los


Perfectos de Florida eran como los Perfectos de cualquier otro barrio, así
que cualquiera puede imaginárselos.

Por ejemplo, los Perfectos no son gordos pero tampoco son flacos.

No son demasiados altos, y mucho menos petisos.

Tienen todos los dientes parejos y jamás de los jamases se comen las
uñas.

Nunca tienen pie plano ni se hacen pis encima.

No son miedosos. Ni confianzudos.

No se ríen a carcajadas ni lloran a moco tendido.

Los Perfectos siempre están bien peinados, siempre piden “por favor” y
jamás hablan con la boca llena.
Hay que reconocer que los Perfectos de Florida no eran muchos que
digamos.

Es más, eran muy pocos. Tan pocos que había calles, como Agustín
Álvarez, donde no podía encontrarse un Perfecto ni con lupa. Pero –
pocos y todo–decidieron formar un club porque todo el mundo sabe que
a los Perfectos sólo les gusta charlar con Perfectos, comer con Perfectos
y casarse con Perfectos.

El Club de los Perfectos fue el tercer club de Florida. Los otros dos eran
el Deportivo Santa Rita y el Social Juan B. Justo.

El Deportivo Santa Rita era sobre todo un club de fútbol. Los sábados por
la tarde se llenaba de floridenses porque los sábados por la tarde se
jugaban partidos amistosos con el equipo de Cetrángolo.

El Social Juan B. Justo era el club de los bailes. Los sábados por la
noche los floridenses que querían ponerse de novio se reunían a bailar
con los Rockeros de Florida entre guirnaldas verdes, rojas y amarillas.
Pero el Club de los Perfectos era otra cosa.

Para empezar, no era ni un galpón ni una cancha. Era una casa en la


calle Warnes, con grandes ventanales y una verja alta de rejas negras.

Y en el jardín que daba al frente, nada de malvones, dalias y margaritas,


sólo palmeras esbeltas, rosales de rosas blancas y gomeros de hojas
lustrosas.

Los sábados por la noche, los Perfectos llegaban al club con sus ropas
planchadas y sus corbatas brillantes. Como eran perfectamente
puntuales llegaban todos juntos.

Se sentaban alrededor de la mesa con mantel almidonado y vajilla


deslumbrante. Comían tranquilos y educados. Masticaban bien.
Sonreían. Nunca parecían tener hambre. Ni apuro. Ni sueño. Ni rabia. Ni
ganas.
Ni celos. Ni frío.

Tan diferentes eran, que a los floridenses se les hizo costumbre eso de ir
a visitar el Club de los Perfectos.

Bueno, visitar es una manera de decir porque al club de los Perfectos


sólo entraban Perfectos, y los demás miraban de afuera.
Lo cierto es que, a eso de las siete de la tarde, en cuanto terminaba el
partido, los del Deportivo Santa Rita se venían en patota a la calle
Warnes y, a eso de las ocho, antes de ir para el baile del Social Juan B.
Justo, las parejas de novios pasaban por la calle Warnes para echarles
una ojeadita a los Perfectos.

Los floridenses se apretaban todos junto a la verja.

Eran un montón, pero ninguno era perfecto. Estaba doña Clementina,


llena de arrugas; el nieto de don Braulio, que era un poco bizco; el chico
del almacén, que era petiso; Antonia, llena de pecas… y chicos que
usaban aparatos en los dientes, chicos que a veces se comían las uñas,
chicos que a veces se hacían pis encima, chicos con mocos, muchachos
que clavaban los dientes en los sánguches de milanesa porque tenían
hambre y chicas un poco despeinadas porque había viento.

Los sábados por la noche, el Club de los Perfectos estaba siempre


rodeado de floridenses. Y fue por eso que, cuando pasó lo que tenía que
pasar, hubo muchos que pudieron contarlo.

Resulta que estaban ahí los Perfectos, tan perfectos como siempre
reunidos alrededor de la mesa, perfectamente bronceados porque era
verano y perfectamente frescos y perfumados, cuando pasó lo que tenía
que pasar.

Pasó una cucaracha.

Una cucaracha lisita, negra, brillante, en cierto modo una cucaracha


perfecta, que trepó lentamente por el mantel almidonado y empezó a
caminar perfectamente serena, por entre los platos.

El primero que la vio fue un Perfecto de saco blanco y corbata a rayas,


perfectamente rubio. La cucaracha se acercaba, pacíficamente, hacia su
plato.

El Perfecto rubio se puso de pie… demasiado bruscamente, porque volcó


la silla, empujó con el codo el plato decorado, que se estrelló contra el
piso, y derramó el vino tinto de su copa labrada sobre la Perfecta de
vestido blanco.

La cucaracha entre tanto, posiblemente sorda y seguramente valiente,


seguía recorriendo la mesa, desviándose sin sobresaltos cuando se le
interponía algún plato.

Los Perfectos en cambio sí que parecían sobresaltados. Había algunos


que se subían a las sillas y gritaban pidiendo ayuda, y otros que se
comían velozmente las uñas acurrucados en los rincones.

Había algunos que lloraban a moco tendido y otros que, de puro


nerviosos, se reían a carcajadas.

El mantel ya no parecía el mismo, lleno como estaba de platos rotos y


copas volcadas. Y serena, parsimoniosa, la manchita negra y lustrosa
proseguía su camino.

Los floridenses que estaban junto a la reja al principio no entendían. Se


agolpaban para ver mejor, los de la primera fila les pasaban noticias a los
de atrás. Aníbal, el relator de los partidos amistosos, se trepó a lo alto de
la verja y empezó a transmitir los acontecimientos:

–El Perfecto de la Camisa a Cuadros se cae de espaldas. Rueda. Quiere


ponerse de pie, trastabilla y cae sobre la Perfecta del Collar de Nácar. La
Perfecta del Collar de Nácar pierde la peluca. Se arroja al suelo y camina
en cuatro patas tratando de recuperarla. El Perfecto del Traje Azul
tropieza con ella, pierde el equilibrio y cae… Cae también su dentadura,
que golpea ruidosamente contra la pata de la mesa…

Arrugados, despeinados, manchados y llorosos, los Perfectos fueron


abandonando la casa de la calle Warnes. Los floridenses los miraban
salir y no podían casi reconocerlos. Algunos estaban pálidos. Otros
parecían viejos. Algunos, si se los miraba bien, eran francamente gordos.
Y todos, uno por uno, estaban muertos de miedo.

A los floridenses más burlones les daba un poco de risa.

Los floridenses más comprensivos les sonreían y les daban la


bienvenida: al fin de cuentas no era tan malo estar de este lado de la
reja.

De más está decir que ese mismo día se disolvió el Club de los
Perfectos.

Y cuentan en el barrio que los sábados por la tarde algunos de los que
fueron sus socios llegan cansados y hambrientos al Deportivo Santa Rita
y que otros van, un poco despeinados, al Social Juan B. Justo.

Cuentan también que en la casa de la calle Warnes ahora crecen


malvones.

Y parece que así es mucho mejor que antes.

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