Historias de Fantasmas Lectura

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HISTORIAS DE FANTASMAS

Ya saben que hace algún tiempo, después de la última campaña, me hallaba en las posesiones del coronel de
P… La familia se componia del matrimonio, de dos hijas y de una francesa que desempeñaba el cargo de una
especie de gobernanta, no obstante estar las jóvenes fuera de la edad de ser gobernadas. La mayor, Augusta,
era tan alegre y tan viva que rayaba en el desenfreno. La hermana más joven que se llamaba Adelgunda,
ofrecía el ejemplo contrario. Imaginen la figura más bella y el semblante más hermoso. Aunque una palidez
mortal cubría sus mejillas, y su cuerpo se movía suavemente, despacio, con acompasado andar, y cuando una
palabra apenas musitada salía de sus labios entreabiertos y resonaba en el amplio salón, se sentía uno
estremecido por un miedo fantasmal.

Me resulto muy chocante que toda la familia, incluso la vieja francesa, parecían inquietarse en cuanto la joven
hablaba con alguien, y trataban de interrumpir la conversación, y, a veces, de manera muy forzada. Lo más
raro era que, en cuanto daban las ocho de la noche, la joven primero era advertida por la francesa y luego por
su madre, por su hermana y por su padre, para que se retirase a su habitación. La coronela, dándose cuenta
de mi asombro, se anticipó a mis preguntas, advirtiéndome que Adelgunda estaba delicada, y que sobre todo
al atardecer y a eso de las nueve se veía atacada de fiebre y que el medico había dictaminado que hacia esa
hora, indefectiblemente fuera a reposar. Yo sospeché que había otros motivos, aunque no tenía la menor
idea.

Adelgunda era la más alegre y la más juvenil criatura que darse pueda. Se celebraba su catorce cumpleaños, y
fueron invitadas una serie de compañeras suyas de juego, Óiganme -gritó Adelgunda, cuando acabó por
hacerse de noche en el boscaje- Óiganme, niñas, ahora voy a aparecer como la mujer vestida de blanco de la
que nos ha contado tantas cosas el viejo jardinero que murió. Pero, apenas hubo llegado Adelgunda al arco
medio caído se quedó petrificada y todos sus miembros paralizados. El reloj del palacio toco las nueve: ¿No
ven -exclamó Adelgunda con el tono apagado y cavernoso del mayor espanto-, no ven nada… la figura que
esta delante de mí? ¡Jesús! Extiende la mano hacia mí… no la ven? Pero en el mismo instante Adelgunda se
desplomo como muerta. Despertó al fin de su desmayo y refirió temblando que apenas entró bajo el arco, vio
en ella una figura aérea, envuelta como en niebla, que le alargaba la mano.

Baste saber que desde aquella desgraciada noche, apenas sonaban las nueve, Adelgunda volvía a afirmar que
la figura estaba delante de ella y permanecía algunos segundos, sin que nadie pudiese ver lo mas mínimo. La
pobre Adelgunda fue tenida por loca y la familia se avergonzó, por un extraño absurdo, del estado de la hija,
de la hermana. Finalmente, la coronela trabó conocimiento con un célebre médico, que estaba en el apogeo
de su fama, por curar a los locos de manera sumamente artera. Cuando la coronela le confesó lo que le
sucedía a la pobre Adelgunda, el médico se rió mucho y afirmó que no había nada más fácil que curar esta
clase de locura, que tenía su base en una imaginación sobreexcitada. La idea de la aparición del fantasma
estaba unida al toque de las nueve campanadas y se trataba de romper desde fuera esta unión. Esto era muy
fácil, engañando a la joven en el tiempo y dejando que transcurriesen las nueve, sin que ella se enterase. Si el
fantasma no aparecía, ella misma se daría cuenta de que era una alucinación, y posteriormente, mediante
medios físicos fortalecedores, se lograría curación completa.

Se llevó a efecto el desdichado consejo! Aquella noche se atrasaron una hora todos los relojes del palacio para
que Adelgunda, cuando se levanta al día siguiente se equivoca en una hora. El reloj de pared dio las ocho (y
eran las nueve) y pálida como la muerte, casi se desvaneció Adelgunda en su butaca. Se levantó, en entonces,
el tenor reflejado en su semblante, y mirando fijamente el espacio vacío de la habitación, murmuró
apagadamente con voz cavernosa: «¿Cómo? ¿Una hora antes? ¡Ah! ¿No lo ven? ¿No lo ven? ¡Está frente a mí,
justo frente a mil!» Todos se estremecieron de horror, pero como nadie viese nada, gritó la coronela:
«jAdelgunda! ¡Repórtate! No es nada, es un fantasma de tu mente, no vemos nada, absolutamente nada. Si
hubiera una figura ante ti, ¿acaso no la veríamos nosotros? ¡Oh, Dios…! Oh Dios mío- suspiró Adelgunda-, van
a volverme loca! ¡Miren, extiende hacia mí el brazo, se acerca… y me hace señas Y como inconsciente, con la
mirada fija e inmóvil, Adelgunda se volvió, cogió un plato pequeño que por casualidad estaba en la mesa, lo
levantó en el aire y lo dejo.. y el plato, como transportado por una mano invisible, circulo lentamente en torno
a los presentes y fue a depositarse de nuevo en la mesa.

Poco tiempo después la coronela murió, Augusta se sobrepuso a una enfermedad, pero hubiera sido mejor
que muriese antes de quedar en el estado actual. Ella, que era la juventud en persona, se sumió en un estado
de locura tal que me parece todavía horrible y espeluznante que aquellos que están dominados por una idea
fija. Se imaginó que ella era aquel fantasma incorpóreo e invisible de Adelgunda. y rehuía a todos los seres
humanos. El coronel, desesperado y furioso, se alistó en la nueva campaña de guerra. Murió en la batalla
victoriosa de W.. Es notable, muy notable, que desde aquella noche fatal, Adelgunda quedó libre del fantasma.
Se dedica por entero a cuidar a su hermana enferma, y la vieja francesa la ayuda en esta tarea.

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