Brayan David Rodríguez Medina

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Brayan David Rodríguez Medina

Comentario.

Para empezar con esta modesta reflexión crítica es importante, como no podía
ser de otra manera, empezar por la pregunta del ser, pregunta anterior a todas
las preguntas, y que hace posible que hoy nos situemos frente a la cuestión del
derecho, su problema esencial, su papel como fuerza dentro de nuestro mundo
social, mundo que para nosotros nos es representado, de forma espectacular y
anodina, con la voz de los símbolos como patria, país, nación, y, por qué no,
cultura, si consideramos el papel de la cultura no solo como el terreno de los
símbolos, costumbres y lo demás, sino como símbolo aparte, símbolo del
símbolo, que también personifica un algo.

¿Qué es el derecho? No es una pregunta que deba ser respondida con una
suficiencia invicta, a la ligera, y no debe plantearse sin ponernos primeros ante
la cuestión del ser en sí mismo. ¿Por qué hay el derecho y no más bien nada?
Recordemos que para Hegel la pregunta por la esencia del derecho se
encuentra arraigada en la profundidad del concepto de espíritu, como individuo
y como historia de del espíritu, haciendo una fuerte oposición al
contractualismo naturalista que sirvió como fundamento de las revoluciones
burguesas dieciochescas, encontrando en un relato fabuloso el génesis remoto
de su necesidad y devenir en la historia. Empezar con estas menciones de
soslayo es importante, porque vemos que la cuestión sobre el ser del derecho
perdura aun en disputas públicas, en las que el derecho se ha visto
vehementemente condenado como gran responsable de injusticias sociales, y
cuando no, minado, ridiculizado y utilizado como una bíblica respuesta a los
problemas que sirven como sustento de los reproches que se le hacen a su
papel.

El derecho es un sistema, pero no un sistema cualquiera, es un sistema


espiritual. Es una sistematización que se muestra en escena de otro modo, por
eso, aun ante los más diversos sistemas de poder político, como por arte de
magia, aparece, es la sistematización espiritual de una idea, que constela de
manera inevitable los límites de la consciencia: la idea del bien, que se
presenta en la intuición del mundo y que permite darle un movimiento. En esta
sistematización sus detractores ven, y con razón, en el derecho otro actor
social, sin embargo, el derecho, como espíritu sistematizado, no puede ser
entendido como espíritu del sistema. El derecho es anterior a sí mismo, y por
esta razón no puede ser pensado ni como actor legitimador de los poderes
capitalistas en su curiosa simbiosis con las condiciones de tecnificación del
utilitarismo moderno, ni aun puede ser pensado como el héroe legítimo de las
gestas transformadoras del mundo. Estas confusiones las vemos hoy cada vez
de manera más nítida en el lenguaje sensacionalista de las disputas de lo
público. Todo esto no puede sino hacernos reflexionar en el evidente olvido de
la pregunta por el derecho. Lo que conocemos, también, sensacionalmente,
como populismo punitivo, es apenas una expresión nimia del olvido de aquella
gran pregunta que conmovió a Europa de manera secundaria en los siglos de
otro tiempo. El olvido de su pregunta también significa que estamos ante un
brumoso olvido de la idea del bien, y de su pensamiento. Como sistema, y solo
entendido así, se ve al derecho como una suerte de máquina que esta presta
para dar siempre la mejor salida política y que sabe vender bien lo que por
momentos puede ser una demanda afrentosa de consumo político para
siempre moldear una respuesta productiva. Los enunciados tales como “el
derecho es transformador” o “el derecho es injusto” se mueven dentro de un
mismo oscuro círculo de fanatismo en un sentido kantiano. El derecho no
puede entenderse sin el atributo de su espiritualidad, de sus procesos
espirituales, separados estos de sus procesos meramente sistémicos. En este
sentido hablamos de un superávit de propuestas políticas para un déficit de
eficacia, aunque cabe también preguntarnos sobre el sentido de la eficacia
jurídica dentro de un sistema social. Un profuso insumo de artículos normativos
no puede, ni mucho menos, significar tan solo una irrealidad, un altivo
distanciamiento, más bien una mera expresión de lo real, una simbiosis
material. Hoy escuchamos que bajo este fanatismo moral estamos cada vez
más dentro de la posibilidad de una traición al derecho, aun con su
sobreabundancia normativa; un proyecto de memorables injurias de las que el
derecho es presa, y una violación paulatina de la justicia en un mundo que
cada día tiene más miedo de sí mismo y que se hunde, por momentos, en las
tinieblas.
Es el mundo del nihilismo jurídico y sin embargo de su obscena
sobreabundancia. En los noticieros no os es extraño ver proyectos que parecen
poner una devoción salmista en el sistema jurídica, y que, sirven como
alicientes de violaciones de bienes jurídicos inherentes al hombre y su ser
social. Un ejemplo lato: la búsqueda de una pena más severa para violadores.
Es una fe fanática, ciega en cierto sentido en el derecho, y un grave
desprestigio, otro más que se suma al inventario de sus calumnias.

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