Pequeña. Genevieve Brisac PDF

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GENEVIÈVE BRISAC

EDITORIAL ANDRES BELLO

Edición original en Santiago de Chile, 2000.

1
Pequeña
© Geneviève Brisac (Traducción de Carolina Díaz)
© Editions de l’Olivier, 1994.
© Editorial Andrés Bello, 1998.
Santiago de Chile, 2000
ISBN 84-89691-61-4
2
A mi madre

Para mis hijas, Nadia y Alice

3
Capítulo 1

No volveré a tener hambre, me dije. Eran las siete de la tarde y tenía


hambre.

En la mesa rodante de la cocina, apoyada contra la pared,


resplandecía la tarta de nueces. La cocina estaba en penumbra, brillaba el
chocolate helado. Una rueda negra trufada de medias nueces perfectas,
blancas, sin ninguna mancha de chocolate. Le dije adiós para siempre.

Tenía trece años, y había terminado de crecer. Se come para crecer.


Yo no volvería a crecer, me había dicho. Sólo comería lo necesario. Lo que
se necesita para durar. Todo se volvía un inmenso campo de exploración, el
descubrimiento de un territorio salvaje y secreto.

Yo no tenía ningún secreto.

Deseos sí, una voluntad de niña de hierro. Tenía un plan. En primer


término, vaciar mis bolsillos. Los adorados bolsillos de mi abrigo, llenos de
migas. Cuidar la capucha de cuello de piel que me da aspecto de esquimal y,
desde ahora, ir con la cabeza cubierta y los bolsillos vacíos.

Hasta ese sábado decisivo, guardaba tesoros en los grandes bolsillos


de mi abrigo. Trozos de queso aplastados envueltos en papel de aluminio,
barras de chocolate de cuatro cuadrados, que mezclan muy bien con el
queso, tortillas bretonas para el recreo, y finalmente, cincuenta centavos
para comprarme a la salida un galletón con pasas. Mi plan: supresión del
galletón con pasas, acumulación de monedas de cincuenta centavos. Dos
pájaros de un tiro. Podría hacer más regalos, sería rica muy pronto. De
repente me sentía fuerte, llena de futuro.

Tuve hambre desde el domingo en la mañana. Me vestí y bajé a


comprar croissants para el desayuno; hice ejercicios musculares en los
peldaños de la escalera. Los olores de la panadería me exaltaron.

Subí las escaleras tensando los tendones de los muslos. Era


primavera. La angustiosa gracia de la primavera. Mientras preparaba la
bandeja, un croissant para cada uno, cero croissant para mí, sentí un hilillo
de felicidad a la altura del pecho.

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Sentada en una silla, Nouk, sentada en el borde mismo de la silla para
impedir que se le aplaste la carne de las nalgas, lee La leyenda de los siglos
a sus hermanas menores.

Es El Cantar de Roldán1:

“Luchan, terrible combate, cuerpo a cuerpo. Hace ya tiempo que sus


caballos están muertos…”

Es muy hermoso.

Roldán no tiene un solo gramo de grasa en los muslos. Tienen corazas


atornilladas muy limpias, y ninguna migaja los molesta por dentro.

Cora y el bebé escuchan mientras desmigajan sus croissants


siguiendo técnicas particulares. Nouk salmodia. No hay que alzar la voz en
mitad de un verso. Un ritmo oscuro y parejo que llene toda la habitación.

Nouk soy yo.

Mis hermanos son muy bonitos. Cora tiene ojos inmensos como el
mar Negro, Tchernoïe Morie, y un aire trágico. El bebé es rubio y cremoso.
Yo soy la esclava de los dos, su otra madre y su jefe.

Dejo combatir a Roldán y Olivier. Es perfectamente posible leer


manteniendo el tono y pensar frente a otra cosa. De pronto tengo siete años
y la profesora cuenta una historia, los hunos invaden la Galia, están ahí muy
cerca de Lutecia y una mujer se pone de pie. No tiene un solo gramo de
grasa en las caderas, está totalmente recta y tiene un brazo alzado, como la
Estatua de la Libertad. La profesora dice con voz suave y graciosa: saben
cómo se llamaba esta mujer. Un nombre muy gracioso. Se llamaba
Geneviève2.

Y yo me pongo de pie, sola, en una isla desierta, roja, conmovida por


este destino. Me llamo Geneviève. Ese es mi verdadero nombre. Sin
embargo, nadie me dice así. Es un nombre demasiado pesado.

Mi plan funciona de maravillas. Ya no como. Con talento, con


discreción.

1
Poema épico francés del siglo XI
2
Santa francesa (423 – 502) de destacada participación en la resistencia de parís contra los hunos. Patrona
de Francia, se la invoca para ayudar en las grandes calamidades.
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Camino al colegio, soñamos en voz alta. Mi amiga del alma se llama
Joëlle, tiene miles de pecas y me fascina su minúscula nariz respingada.
Tiene perfil de cerdito, dice mi madre, que siempre ha detestado a mis
amigas. Mi madre cree que Joeëlle es tonta. Tiene razón. Pero no entiende
que me da igual. Lo que me importa es la enorme boca rosada de Joëlle, sus
ojos redondos y su manera de escucharme.

Lo que más me gusta es su casa, que huele a coliflor a toda hora, a


coliflor y a telas, un olor a fundas, a cubrecamas, a lana y a sábanas. Como
un nido. En el gran nido de Joëlle hay una vida tibia, desconocida,
tranquilizadora sin embargo. Este año instalaron en el suelo una alfombra de
pelo largo. Me parece el colmo del lujo y del mal gusto. Del abandono. Casi
como no vestirse los domingos antes de comer. En mi casa, la habitación de
los niños tiene suelo de linóleo azul turquesa, ya muy rayado. Es otro tipo de
modernidad, del cual alguna vez estuve orgullosa.

A Joëlle le va mal en el colegio; le da igual. A sus padres también les


tiene sin cuidado, creo. Va a fiestas sorpresa y escucha discos de 45
revoluciones. Ya se ha puesto medias y barniz de uñas. Tiene un hermano de
diecisiete años, a quien nunca dirijo la palabra. Joëlle es un poco como el
diablo. Un diablo rosado, con ojos redondos y dientes separados de
felicidad. Cuando estamos juntas, hablamos de nuestro futuro. Hago
juramentos que ella no entiende. Me cuenta lo que dicen las otras niñas de la
clase. No sé cómo sabe tantas cosas de las cuales yo nunca me entero.
Joëlle dice que les doy miedo.

Me encuentran orgullosa y temen las frases malintencionadas que por


lo visto salen de mi boca.

Un día juro a Joëlle que jamás me psicoanalizaré. Queda estupefacta.


Sus padres, de todos modos, dicen que son cosas de locos para sacar
dinero a otros locos y que no entienden cómo podría servirte ir a contar tu
vida a un chiflado que ni siquiera te escucha. Sus padres también dicen que
todas las casas de campo que se han construido los diez últimos años cerca
de Savigny -allí viven- se edificaron, piedra por piedra, con el dinero de los
bobos que se tienden en los divanes.

No le explico a Joëlle mis razones. No me voy a psicoanalizar, porque


le tengo miedo a lo que hay dentro de mi cabeza, igual que mis compañeras
de curso. Y también porque no me da la gana. Según mi tío abuelo
comunista, es mi capital más valioso. Por lo demás, Joëlle y yo no nos

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entendernos en nada y esto, sin duda, es la base misma de nuestro profundo
cariño.

Tampoco le cuento a Joëlle que decidí dejar de comer. Odiaría que me


imitara. Tengo la impresión de que cualquier persona a quien confiara mi
secreto trataría de copiarme y el mundo dejaría de girar. 0, en un primer
momento, mi proyecto quedaría anulado. Y es interesante porque soy la
única en el mundo que ha tenido la idea.

El martes, después de clases, voy a la piscina.

La monitora dice que podría ser campeona de crawl de espaldas; si


quisiera. Me gusta la competencia. La línea de salida, el instante cuando uno
se lanza al sonar el disparo, el movimiento de volteo, el giro al final de la
piscina, el agua que se te mete en los ojos, las boyas azules que marcan los
pasillos de las nadadoras, la gorra aerodinámica de plástico que te pones en
la cabeza. Me gustaría ser campeona de natación. O campeona de lo que
sea. Mi mayor orgullo es resistir más que todas las otras debajo del agua.
Quiere decir que tengo pulmones inmensos. Y eso resulta tranquilizador.

Al volver de la piscina, paso junto a un vendedor de crepes. Tomo uno


de almendras. Está muy caliente, compacto, y las almendras molidas crujen
entre los dientes. A veces pienso en ese crepe apenas llego a la piscina.
Pienso en él con cada brazada, con cada taza que bebo. Este martes del
cambio de vida renuncio al crepe de almendras. Nunca volveré a probar uno.

En el andén del metro, pienso en ese nunca. El tren llega, las puertas
se abren y se cierran. Detrás del vidrio sucio, un hombre y una mujer se
besan. Tengo la sensación de que he hecho un descubrimiento. La
convicción aguda y brutal de que los hijos se hacen por la boca.

El tren se marcha. No tendré hijos.

Hace tiempo que pienso en ello; una certeza que adquirí en los baños
ingleses, hace unos dos años. La casa era triste y sus habitantes,
incomprensibles. Pasé allí el mes de julio, para sumergirme en su lengua.
Todo el tiempo tenía miedo. Miedo de la hija mayor que me llevaba al camino
donde se encontraba con chicos que la besaban y le tocaban los pechos.
Eran muy grandes, sus pechos, colgados de su torso magro. Lo que más me
asustaba era su risa. Una risa de lobo, pensaba. Yo soy como una pequeña
cabra, trivial y estúpida. Temía que me tocaran y, aún más, ser tonta.

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Me quedaba días enteros con la otra hija de la familia, una pequeña
mongólica, y después me encerraba en mi cuarto y escribía discretos
llamados de auxilio a mis padres, temiendo que mis huéspedes leyeran las
cartas y se vengaran de mi tristeza. Pero entonces tenía otra noción del
modo como nacen los niños. Por abajo, como se caga. Sentada en ese
excusado inglés, mientras contemplando la puerta de vidrio grueso, el
picaporte torcido y las capas de pintura descascarada, estreñida por el
exilio, tuve la convicción íntima, profunda y luminosa de que si era incapaz
de librarme de un simple mojón, era natural que fuera completamente inepta
para dar a luz un bebé.

Pero no había que decirlo a nadie. Es incómodo y peligroso confesar a


la gente que tú eres diferente. Tratan de demostrarte lo contrario, atraes su
atención y se vuelven malvados.

A los diez años, yo era un niñita rolliza y le tenía miedo al agua. Estaba
segura de que, necesariamente, mi peso me arrastraría al fondo de la
piscina. La monitora a quien lo confesé -en esa época todavía confiaba en la
comprensión del prójimo- me empujó con su vara para demostrarme mi
error. Caí al agua. Al olor tibio del cloro, al rumor agudo e intenso de la
piscina, sucedieron el sofoco y el silencio. El agua, viscosa y mortal, me
invadió. Me hundí como una piedra, como una esponja atiborrada de agua,
lastrada de resignación. No hice ni un solo movimiento. Por supuesto, subí a
la superficie después de haber tocado el fondo. Quedé convencida de que
tenía razón. La monitora de la vara metálica también.

En este pobre pasado pensaba en el andén del metro. En ese ahogo,


en ese estreñimiento, en la victoria que representaba mi gran futuro de
campeona nadadora de espalda. Campeona como Kiki Caron, con espaldas
de armario y un gorrito azul pegado a la cabeza.

¿Pero era éste un destino digno de mis padres? Por cierto que no.
Camino al colegio, Joëlle y yo hablábamos de eso. Era yo la que hablaba.
"Tú sabes, mi padre y mi madre reúnen entre ellos dos todos los talentos. Mi
padre es ingeniero. Adoro esa palabra. Es como señor, como genio. Es
experto en matemáticas y en geografía. El es la ciencia, la lógica y de él
recibí el don de los números. Mi madre habla a las piedras de los caminos,
pon e nombres a las ranas, sabe leer las líneas de la mano y conoce todas
las gárgolas de Notre-Dame por su nombre de pila. Es filósofa y dibuja en el
anotador que está junto al teléfono. Escribe programas de radio, se sabe la
mitología de memoria y de ella recibí el don de las palabras".
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Esto impresionaba a JoëIle. También, sin duda, la exasperaba. Me
decía: "Solo son dos hadas en tu cuna". O: "¿Y qué queda para tus
hermanas?"

Decía: "Qué pretenciosos son en tu familia". Decía: "Serías menos


orgullosa si fueras a catecismo. El cura dice que todos somos falibles,
débiles, es lo mismo, miserables ovejas que el Pastor salva". A veces Joëlle
parece una oveja. Cuando no parece un cerdo.

No me gustaba la idea de la oveja, me recordaba una frase penosa,


una frase que estaba en el aire. Los judíos se dejaron matar como ovejas. ¿Y
qué hacía entonces el Pastor?

]oëlle decía: "¿Y lo modesta te viene de tu padre o de tu madre?"

Yo decía a ]oëlle: "El valor es más importante que tu modestia.


Modestia es la palabra amable para decir pereza". Y se creaba cierta tensión
entre nosotras.

Con una herencia genética tan pesada, era imposible ser únicamente
campeona de natación.

Incluso de espalda, especialidad que siempre me ha parecido algo


sofisticada. En esa época, poco después de cambiar de vida y de renunciar a
los pasteles de chocolate, al queso y a los crepes-de-mantequilla-con-
azúcar-y-almendras, ingresé en mi temporada de accidentes.

Ser campeona de accidentes me pareció, durante un breve lapso, una


cosa bastante válida. Pero debo reconocer que, aparentemente, no tenía
ninguna gracia. Durante seis meses, fui como un boxeador que sale del
ringo Todo empezó, una vez más, en la piscina.

Un puño me golpeó en medio del ojo. Después, alguien se zambulló


justo cuando yo pasaba, ciega como estaba por el agua que mi pataleo y el
movimiento de mis brazos levantaba, y me aturdió.

Al tercer accidente, mis padres, esas hadas inclinadas sobre mi


glorioso futuro, decidieron interrumpir temporalmente mi carrera de
nadadora. En las semanas que siguieron me abrí el cráneo con un radiador,
luego una mano caritativa me golpeó con fuerza la cabeza contra la reja del
jardín público. Regresé a casa de prisa y me planté ante el espejo del baño.
Vi cómo me estaba hinchando. Como si eso nunca fuera a detenerse. Mi
nariz desapareció, solo quedaron los dos hoyuelos para señalar su
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existencia. Empecé a gritar sola ante esa imagen irreconocible, sola en la
casa. El tiempo se distendió. Qué se puede hacer cuando una se vuelve loca,
me pregunté, llena de pánico.

Era una nueva certidumbre, superior a ésa de no poder tener hijos que
se hadan por la boca: estaba a punto de volverme loca y, lo peor, pensaba
con espanto, no era tanto el miedo a estar loca como efectivamente estar
loca y, por tanto, no darme cuenta de que lo estaba; una inquietud bastante
legítima, porque estaba enloqueciendo sin darme cuenta. Pero,
naturalmente, esto no ocurría ante el espejo del baño ni tampoco se
relacionaba con mi nariz rota y mis ojos tumefactos.

Yo era una loca lógica como mi padre y poética como mi madre. Los
dones de las hadas se pueden utilizar de muchas maneras.

Está decidido: no puedo ser campeona de natación. En cambio,


estudio latín, matemáticas e historia. Estoy enamorada de la profe de latín.
Le copio la voz dulce y el paso contoneado. Me gustaría tener su pelo blanco
y, como no puedo, imito el movimiento horizontal de su brazo cuando
camina, un movimiento de parabrisas bajo la lluvia, que me parece ideal.
Todas las tardes hago todas las tareas de toda la semana. Me paso horas
confeccionando listas de vocabulario, me embriago de álgebra, de fechas.
Antes de la cena, cada día, calculo mi promedio por materia. Ya no veo a
Joëlle. Me aburre. Todo el mundo me aburre. Hablar es una pérdida de
tiempo.

Mis promedios aumentan y mi peso baja. Todo está muy bien. Todo
está muy, muy bien.

Me paso la vida delante de mi escritorio, que está en un rincón de la


habitación de mis padres. A veces me vuelvo y miro su cama, el cubrecamas
rojo desgastado me emociona. Antes de irme a acostar les escribo mensajes
que deslizo debajo de la almohada. Nunca los voy a abandonar. Los amo.
Mis padres los encontrarán mientras duermo. Estarán felices con su hija
mayor tan cariñosa. Tan perfecta.

Deslizo mensajes debajo de sus almohadas. Nunca me contestan.

Cada vez que escribo: "Siempre estaré con ustedes", pienso: "Algún
día tendré que irme". ¿Y adónde iré? Tengo miedo de que un día se mueran.
Las notas son todo lo que he encontrado para evitar este desgarrarse lento,
esta amenazante fisura del mundo. Son rezos. Y mentiras.

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Y Cora, el bebé y yo les preparamos regalos. Significan horas de
trabajo, meses de ahorro. Vamos a Parthénon, una tienda de objetos. Hay
lechuzas de greda, ceniceros de cerámica, jarrones, elefantes negros. A
mamá le gustan los búhos y las lechuzas, porque su madre es griega y la
lechuza es el pájaro de Atenas. Los elefantes le gustan, por su trompa. Le
regalamos miles: como echar tierra en un agujero sin fondo. Para papá
compramos pipas en un almacén muy oscuro donde reina un severo olor a
cuero y madera. Es el único regalo que le gusta. Las pipas. Siempre está
contento de tener una más, incluso si no se distingue muy bien de las
demás.

A pesar de los mensajes y los regalos, me parece que mis padres


nunca están satisfechos.

Tienen, sin duda, inquietudes o penas que se nos escapan. Es difícil


llamar su atención.

Y no sabernos casi nada de ellos, porque aprendimos a no hacer


preguntas.

Un día subimos al Citroen azul. Vamos a Malesherbes, a ver a la madre


de mamá, que está muy enferma.

Muere algunos días más tarde.

Esto deja a mamá en un estado de inmenso cansancio y, a su vez, se


marcha a reposar a una especie de jardín tristísimo, lleno de escritores
enfermos. Subimos de nuevo al Citroen azul que al arrancar se infla sobre
sus neumáticos. La vamos a visitar. Caminamos sin hacer ruido por las
alamedas, la grava rechina y los escritores enfermos parecen fantasmas;
mamá también.

Estamos al otro lado de la Estigia, comenté a papá, o a Cora, o a nadie,


porque nadie escucha este tipo de cosas.

Mamá regresa con nosotros, no se muere. Sólo se corta el pelo. Tenía


una melena demasiado pesada para su cansancio. No se vuelve a poner el
abrigo de astracán ni el de oveja. No es época para pieles. Se pon e un
chaquetón. Me gustaría arrastrarla a las tiendas para que elija cosas bonitas.
Le escojo suéteres y faldas de cachemira que no le gustan.

En todo caso, papá no la mira. El también está triste; su propia madre


se está muriendo lentamente desde hace demasiado tiempo.
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Un día nos dicen que ya no la volveremos a ver. No preguntamos
nada, ni cuándo murió, ni dónde. Hay una especie de nube que impide decir
las cosas. Tampoco vamos al entierro, pero estamos obligados a recordarla
constantemente debido a los numerosos vestigios de su difícil existencia:
barandillas de acero en los muros de las casas donde íbamos todos juntos,
campanillas para llamar, y su olor a persona enferma que no notábamos
cuando estaba allí, pero que flota y no se disipa con el tiempo.

Me extraña que haya muerto. Estaba tan enferma, y desde hace tanto
tiempo, que creía que era inmortal.

Comentábamos: la abuela está paralizada. Creíamos que una astilla de


hielo le había tocado el corazón, como al pequeño Hans en La reina de las
nieves. Después, la astilla soltaba su veneno Y su cuerpo se petrificaba poco
a poco. Un día, cuando la abuela tenía treinta años, le habían dolido las
piernas, tuvo un vértigo. Veinte años después no podía hacer nada por su
cuenta. Además de las piernas, el hielo le había llegado a los brazos, no
conseguíamos descifrar las palabras que trataba de escribir, la mitad de su
cara estaba lisa e inútil, y su lengua, dentro de la boca, se volvía cada día
más pesada e imprecisa.

Le gustaba pasear en auto con mi abuelo al volante. Le gustaba


conversarle mientras miraba el paisaje, pero mientras él se estaba quedando
cada vez más sordo, la voz de ella se volvía más y más inaudible y la lengua
se le atascaba en la boca. Además, estaba el ruido del motor. Ella se
exasperaba con esas conversaciones absurdas. Tenía la impresión de que
no querían entenderla.

Entonces, él tuvo una idea: compró una radio para el auto. Y volvieron
a tener la sensación de que se comunicaban.

El marido de mi abuela compró para ella una casa de campo donde


vamos todos los sábados después de comer y volvernos los domingos,
como todo el mundo. Tiene un pórtico donde ensayamos números de
equilibristas, y hay bicicletas. No me gusta llevar amigas, porque hacen
comentarios molestos acerca de las mejillas, los ojos y la dicción de mi
abuela. También temo las dos comidas, la del sábado por la noche y la del
domingo a mediodía, que invaden el día con su terrible ritual.

Pasamos dos horas con mi abuela todos los domingos por la mañana.
Ella está en su cama, apoyada en varios almohadones enormes. Delante de
ella, y sentadas alrededor de una mesa redonda, Cora, el bebé y yo pintamos
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países, pequeños cuadros de yeso, muñecas a las que dibujamos vestidos
acanastados de duquesa o vestidos modernos. Tenernos vocación de
modistas de alta costura. Nos concentramos bajo su mirada como si
estuviéramos bajo una lámpara: muy silenciosas. Nunca se nos ocurriría
faltar a la cita una mañana de sol.

También hacernos vitrales con papeles transparentes de colores y a


veces algunos juegos. Mi juego favorito es el Diamino, por los diablos que
pueden reemplazar todas las letras. Siempre contemplo su carita delgada, la
perilla. Nosotras comprendemos todo lo que dice la abuela y, como no nos
damos cuenta de que su estado empeora, la acompañamos sin hacernos
preguntas. Creo que pensarnos simplemente que está vieja. Permanece
inmóvil en su cama o en su sillón y pide cosas que los adultos le traen con
un fastidio algo pavoroso. Es como un gran animal enfermo que miramos
con un temor y un afecto sin nombre.

La enterraron. Hacernos exactamente como si nada hubiera sucedido.


Pero esta casa de campo -lo único inteligente que he hecho en la vida, dice
mi abuelo- no se sostiene sin ella.

A mí me parece una trampa.

Trato de no asistir a los almuerzos del domingo. Paseo en bicicleta


durante dos horas y tengo la sensación de que así ejerzo una libertad
indefinible, de que gano algo con ello. No sé qué, pero estoy convencida de
que algún día lo sabré.

Pedaleo con fuerza, subo cuestas muy largas, no miro nada, trato de
que algo salga de mi cuerpo, la grasa, el exceso de carne y algo más,
pesado, asfixiante. Me mido varias veces al día el contorno de los muslos
con una cinta amarilla y hago trampa en un sentido o en otro para
convencerme de que perdí otro centímetro o, al revés, para mortificarme por
no haber perdido ninguno. Aprieto los muslos para comprobar que quedan
separados. También me mido los brazos. Me peso en cada báscula varias
veces seguidas, buscando a menudo un apoyo para seguir haciendo trampa.

Eliminé las pastas, todas las formas de patatas, el arroz, el azúcar, el


pan, la mermelada, los pasteles por supuesto, el camembert y los helados.
Tengo tablas de calorías y un libro de dietética en mi cuarto.

Me alegra la idea de que mi estómago se está reduciendo. Los


alimentos me invaden la vida, el cuerpo me copa el espacio mental. A pesar

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de las pruebas, de las pesas y de las medidas, me encuentro enorme. Las
voces a mí alrededor se alejan, ya no oigo. Las cosas a mi alrededor pierden
color.

Escribo pequeñas historias sobre cartulinas. La historia de un cerdo


goloso que muere por una indigestión de jamón. El cerdo goloso quiso
degustarse y no pudo detenerse. Historia de un cerdo narciso muerto por
una introspección de jamón, escribo. Me gustaría hacer una ilustración, pero
no es posible dibujar eso.

La profesora de historia se llama Madame Néré. Es muy morena,


española y cuadrada. Puede hablar horas y horas de los cátaros. Me
convierto en cátara. Leo la Hoguera de Montségur3, sueño con castillos muy
oscuros, de gruesos muros y habitaciones vacías. Me agrada todo lo que
está vacío. Madame Néré es protestante. Hago disertaciones sobre la gracia
eficaz, escojo a los calvinistas, porque son más flacos -me parece- que los
luteranos, a quienes imagino barrigones.

Leo libros de religión y libros de ciencia ficción.

Un día el encanto se rompe, brutalmente.

Estoy adelante y recito. Me sé de memoria los embriagadores textos


del libro de historia. Me lleno de cosas que aprendo de memoria. Esto forma
parte de la perfección, como pedalear hasta extenuarse.

Madame Néré abre la boca y dice: "¡Te estás convirtiendo en un


verdadero ectoplasma!"

Todo el mundo ríe. Es una palabra terrible. Ignoro su significado, pero


me humilla. Estoy desnuda en la tarima. Acaban de revelar algo de mí. Una
palabra, que me salpica, ha hecho trizas algo sagrado y secreto.

Ya no estoy unida al mundo de los adultos.

3
Libro de Zoe Oldembourg, que narra el ataque y asesinato de los cátaros “los hombres buenos” por orden
del rey de Francia, Felipe II, y el papa Inocencio III.
14
Capítulo 2

Poco a poco las cosas se vuelven visibles. Poco a poco, los gestos
secretos, repetidos bastante a menudo, durante bastante tiempo, caen en las
redes de la atención de quienes nos rodean. Siempre. No sé porqué. No sé
cuándo, ni como, me vieron mis padres.

Me parece, al contrario que mi adorada profesora de historia, que no


me dijeron nada.

No dijeron cómo has adelgazado, hija. Ni ¿qué te ocurre? Quizás


usaron otras palabras que no recuerdo. Se escribe con lo que se olvida. Soy
el camino de esos años a tientas, son mis pequeños años negros, casi no
recuerdo los hecho, quizás los invento. Recuerdo todos los detalles, los
objetos, los gestos y mi enfermedad como si fuera hoy. Mientras escribo
estas líneas, casi treinta años después, tengo miedo y lo hago
parsimoniosamente, con exceso de prudencia. Lo hago porque creo que es
necesario.

No puedo evocar esos años sin miedo ni sin vergüenza sin que mi
corazón lata, estúpidamente, demasiado rápido.

No dijeron nada. Me imagino que fueron a hablar con un médico.


Nuestra hija se calla, evita la mesa familiar, casi no come, adelgaza mucho.
No creo que hayan hablado sobre mis senos, que no crecían, ni de las
reglas, que no venían a pesar de que mi madre me las había prometido hacía
mucho tiempo. Me había hablado de ellas con dificultad, no creo que le fuera
fácil. Se trataba del algodón que hay que ponerse entre las piernas. He visto
esa sangre en el borde de los excusados de los baños, y no me gusta el olor,
habría podido decir en un mundo donde se pudiera decir lo que yo pensaba.
Ese mundo no existirá jamás, me temo, jamás, a pesar de las insinuaciones y
las salidas temerarias, a causa de los retrocesos a menudo anticipados.

El médico es un hombre experimentado, un gran profesor que ha visto


a millones de adolescentes torturar a sus padres. Dice que esta jovencita
necesita cuidados especiales, ocuparse de ella, tranquilizarla. Quizás se
interna en terreno personal, aunque no lo creo. Receta tónicos, comprimidos
que dan hambre.

Con toda la maña que me doy para luchar en contra, nunca me verán
tragar algo semejante.

El hambre.
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Convivo con el hambre, lo someto, lo domino, lo domestico, lo
adormezco Primero es cruel, pero se calma solo, basta esperar. Sé que un
caramelo lo engaña. Me gusta sentirlo durante todo el día, justo debajo del
plexo, una corriente de aire que me une con el aire del cielo. Considero que
el hambre me da una energía inmensa, una ligereza de sarcasmo. Mis pies
cargan menos peso y, aunque la inspectora general me ha dicho que yo era
larga como un día sin pan y que ahora tiempo me encuentra agresiva y mala
-cuando tengo la impresión de que no digo casi nada a nadie y de que
circulo como una bailarina-, estoy orgullosa de mi empresa.
Aligero el mundo.

Romper el círculo de lo pesado, de la avidez, de los desechos, del


exceso. Si nada como, nada me comerá.

Me salto las comidas, huyo de las cadenas alimenticias, de todas las


cadenas. Me embriago de hambre, me exalto con teorías inmensas y
aprovecho de ellas los fragmentos que me sirven.

Y apenas llegan las vacaciones, me llevan -de pronto sagrada hija


única- al sur. Un viaje, dicen mis padres. Museos, hoteles y después estadía
en casa de unos amigos en los Alpes Haute-Provence. Me gusta el sol, los
roqueríos. Me gusta Uzés, una región escueta, y me gustan los corderos.
Creo que mis padres pelean, oigo de lejos el sonido de su pena. No me
interesa. Me preocupo de broncearme el brazo por la ventanilla, pienso en no
comer, ya que nada me dicen acerca de eso.

Paisajes, castillos, piedras antiguas, no veo gran cosa.

Comentan que estamos a punto de llegar a las montañas. Que debería


gustarme. Es una majada, se accede a pie por un camino de piedras. Se
necesitan 20 minutos de marcha sin equivocarse. Arriba no hay electricidad,
no hay agua corriente. Voy a dormir bajo una tienda y todos, salvo mi padre,
irán desnudos durante el día.

Estacionamos el Citroën en la plaza del pueblo y caminamos.

El amigo de mi madre y de mi padre ha venido a buscarnos. Mamá


parece contenta.

También hay una niña de mi edad, rubia, delgada, con senos grandes y
con grandes zapatos para caminar.

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Hay demasiado olor de árboles, de flores; la cabeza me da vueltas.
Todo, aquí, tiene una intensidad excesiva.

De pronto vemos las piedras de la majada, los dos lienzos de muros


en terraza. El día se acaba. Todos beben vino rojo.

Sé que hay que sonreír, reírse bastante y estar contenta. Soy un


trocito de madera a quien enseñaran a vivir. Le temo a todo, a los
escorpiones, al vino, a la niña rubia. Me gustan las alfombras de Túnez que
hay en el suelo.

Me pregunto qué hace allí mi padre; esto no encaja con él.

Hace mucho calor. Agazapada debajo de un árbol, cercada de ciruelas


reventadas por la caída, ciruelas amarillas, mermelada de ciruelas, leo
cuentos de robots domésticos insurrectos, de encantadoras bestias de
pelaje azul, de conflictos conyugales en cápsulas espaciales.

Por la noche, el amigo de mi madre enciende una barbacoa. Intento


tragar la carne, la mastico incansablemente hasta que se convierte en una
bola blanca que me llena extrañamente la boca, plof en una mejilla, plof en la
otra. Es imposible tragar un pedazo de carne demasiado masticado: como
saltar de un trampolín de cinco metros de altura después de mirar mucho
tiempo hacia abajo. Escupo discretamente la bola fibrosa en la hierba. Nadie
me ve. Pero sí al cabo de tres días: se ve y, sobre todo, se huele. Tendré que
pasar por la mesa cuando no haya nadie para recoger mis guarradas.

Lo complicado de mi enorme deseo de simplificarme la vida, del gran


deseo de pureza que me invade, es que engendra un universo, mi universo
paralelo, donde todo es difícil, donde nada se puede dar por descontado.

Después de la comida jugamos, ellas hablan, los mosquitos rodean la


gran lámpara de petróleo.

Dibujo. Dibujar me tranquiliza tanto como los cuentos de robots.

Dibujo dinosaurios saliendo de sus grutas, siempre el mismo dibujo.


Un día, el amigo de mi madre se asoma por encima de mi hombro. Me
pregunta si sé lo que significan los dinosaurios, las cavernas. Se ríe. Salta
tanto a la vista, es tan gracioso, esta niñita inquieta que dibuja sexos,
glandes, vergas, testículos y cavernas de tan burdo simbolismo.

Dejo definitivamente de dibujar.

17
Vivo pensando que me pueden desenmascarar.

Todo el día temo que esos cuerpos desnudos me toquen, me da miedo


mirarlos, incluso a los ojos, a la altura de la frente.

En una de las terrazas hay una piscina de plástico, llena de agua algo
estancada y tibia donde zozobran avispas y juegan los niños. Desde allí se
ve la costa, espléndida, las rocas pardas y rojas. Un poco más allá se ve
Italia. El hermano de la niña rubia propone un juego de Yo mando. Nos
sentamos en círculo, en el agua, yo ordeno manos a la cabeza, ordeno
manos al hombro, ordeno manos a la cabeza, manos a las rodillas. La niña
rubia queda eliminada. Vuelve a dar órdenes. Manos a la nuca, manos a los
hombros, yo mando manos juntas, yo mando manos al tuitui. No conozco
esa palabra, pero entiendo muy bien lo que él quiere decir. Perdí, porque no
puedo hacerlo y, además, soy la única que no lo encuentra gracioso. Me
ahogo en una taza de té y no tengo ningún sentido del humor. Por la noche,
en mi pequeña carpa, me asustan los ruidos y temo que entre un hombre.

Durante el día ya no leo, no me resulta. Me tiendo en la hierba, algo


alejada de la majada, y persigo grillos y saltamontes. Los atrapo, los
amenazo un poco y los suelto para que conozcan la felicidad de existir.

18
Capítulo 3

La mujer del amigo de mi madre me besó al despedirse. Ese beso seco


y franco me enterneció. Pieno de nuevo en su frente inmensa, en sus piernas
de niño africano, la confundo con Atonin Artaud4, de quien me regaló un
libro muy bello, lleno de gritos de dolor. En el libro hay una fotografía. El
recuerdo del rostro de Artaud junto con la expresión de esa mujer
configuran una especie de pregunta.

Durante el tiempo que pasamos en la majada, tengo la impresión de


que vivió aparte, en su negra cocina, pelando berenjenas y calabacines,
rebanando las judías tiernas que crecen en una terraza, más arriba. Me di
cuenta de que le gustaban Kant5, el pueblo argelino, Gaston Bachelard6 y su
marido. Me pareció que había, en su minúsculo cuerpo de mujer flaca, una
pasión que la pintaba de negro, una piedra enorme de pena. Fui todos los
días a recoger, voluptuosamente, judías para ella. Me encanta comprobar,
que cualquiera sea el tamaño de la ensaladera, siempre queda la misma
cantidad. Me digo que allí está la fuente de la leyenda de las judías mágicas.
No hay que trepar, el tesoro es ilimitado y como las judías se ven apenas, a
eso se agrega un juego que se parece al de los siete errores, de France-Soir,
que hago religiosamente todos los días.

La mujer del amigo de mi madre no come casi nada, solamente bebe y


trabaja. Me siento a su lado y leo cosas extrañas, como Angelus Silesius7.
Me detengo en una frase: "La rosa no tiene porqué, florece porque florece".

La frase me da vueltas en la cabeza como un cartel luminoso. Estoy


convencida de que, de tanto dar vueltas, va a cambiar de naturaleza y algo
va a ocurrir. Pero solo sucede que nos marchamos.

En el coche hago esfuerzos considerables para broncear


equitativamente mis dos brazos. Puedo rodear mi bíceps anudando el pulgar
con el dedo mayor. Repito el gesto cien veces al día, como una verificación
de mí misma. Mis padres van sentados adelante, como si estuvieran muy
lejos, en otro mundo. La llegada a la puerta de Orléans siempre me produce
una sensación extraña, confluyen los recuerdos de otros, incontables,
regresos a París. Las hojas de los árboles me parecen enormes, escucho el

4
Famoso poeta francés (1896-1948).
5
Filósofo alemán (1724-1804)
6
Filósofo y crítico francés (1884-1962)
7
Poeta alemán (1624-1677)
19
ruido de los pasos de la gente y después hay ese olor tibio y polvoriento que
me tranquiliza. Me siento feliz, estoy en casa.

Cuando era niña, volvíamos siempre de madrugada, temprano, y había


que volver a acostar a los niños por dos o tres horas. Cerraban las
persianas, nos tendíamos en calzones debajo de las sábanas y no podíamos
dormir: estábamos demasiado despiertas, demasiado ocupadas en respirar
el olor normal de la habitación, reforzado por el olor a encierro que todo lo
había invadido.

Escuchábamos los automóviles por la ventana entreabierta. Rayas de


luz, haces de polvo luminoso, descendían desde cada ranura de las
persianas, lo que creaba un tiempo detenido, un entre-dos-mundos gris claro
y amarillo pálido, una tibieza. Ese fragmento de paraíso se me incorpora para
siempre cada vez que paso por la puerta de Orléans, sólo por ella.

Hemos llegado.

Tengo, desde hace un año, un cuarto para mí. Lo he decorado con


amor. Estoy particularmente orgullosa de los dos escalones de madera que
separan el fondo, donde duermo, del otro sector, donde trabajo. Estoy
orgullosa también de las telas, como el yute de las cortinas, un tejido de lana
amarillo y ocre.

He puesto todo lo que me parece hermoso en esta habitación. Pero es


como si no fuera para mí. Y suelo pasar sentada en los dos escalones,
directamente sobre el suelo, con un cojín de fieltro burdeos detrás.
Cora y yo también concebimos las obras de arte de las paredes de nuestros
cuartos. Casi todos son cuadros abstractos, hechos de trozos de vidrio
quebrados, despedazados Dios sabe dónde, pegados unos con otros de
modo que dejen pasar el día y evoquen pájaros, catedrales y bisontes. Son
mis vitrales. Me gusta que haya minúsculos reflejos en las cosas de la
habitación. Me parece que tiene un sentido.

Como un tanque, se reinicia la vida normal. Cora y el bebé regresan


esta noche, dice mi madre. Te gustará volver a verlas, te han extrañado
mucho. Es el tipo de frases que abre inmediatamente una pequeña herida.
Entiendo: estoy segura de que no tienes ganas de verlas, aunque deberías
tener, y, para ayudarte, vamos a inventarte un sufrimiento: te extrañaron,
sufrieron por tu ausencia y considero, paradójicamente, con tristeza, que no
me extrañaron nada.

20
Mi madre tiene que hacerme otras recomendaciones:

-Preocupas a tus hermanas, Nouk. Cora está melancólica y el bebé se


encierra en sus ensueños. Tratemos de comenzar este nuevo año con buen
pie.

No escucho. Tengo ante mis ojos una fotografía de Cora con aire
melancólico, piernitas flacas, hombros encorvados, saltando una cerca en el
Pre Catelan. Y otra del bebé rubio y redondo, de panza protuberante, en un
balancín, en su ensueño.

-Son así -digo- siempre han sido así. Todo tiene que seguir igual.

Me gustan y temo los ritos de la vuelta a clases.

Sobre todo los teme mamá, pero acomete cada etapa obligatoria como
recorrido de combatiente, una seguidilla de pruebas necesarias, agotadoras,
angustiantes y tranquilizadoras a un tiempo. Hay que hacer las compras.
Primero la ropa, un nuevo conjunto para cada una, que se compone de una
falda, un suéter o un vestido. Hubo un año de faldas casulla, las recuerdo, y
uno de faldas-pantalón, de tweed de color malva o verde. En ese conjunto
básico se afirmaba mi orgullo de uniforme. Este año es diferente, ahora me
importa la ropa.

Después viene el dentista, que vive lejos y parece un ogro. Dicen que
se ha casado sucesivamente con tres hermanas que murieron una tras otra.
La última todavía aguanta. Y por fin está monsieur Lepétre, en la calle del
Odeón, Paris VI, que todos los años nos hace plantillas ortopédicas, porque
parece que las tres tenemos pie plano; ganas de pie plano, pensaba cuando
arrastraba los pies hasta su consulta. Tarda horas, dibuja nuestros arcos
plantarios en unos cartones y nos hace cosquillas con talante sombrío. La
curva no es fantástica, a pesar de los esfuerzos que hacemos para torcer los
pies sin que nadie lo advierta. Después de diez años de zapatos marrón y
botitas con cordones, después tanta porfía, de clases de danza clásica, de
trenzados, de torturas en la barra, en posición señoritas, de travesías
naúfragas por la sala de danza, después de tanta humillación hay algo de
fatalidad en esto de no tener en los pies lo que hace falta. Años más tarde
formulo la hipotesis de que trataban de extirparnos algo esencial. Estoy
convencida -¿de dónde me vendrá esta idea abracadabrante'- de que las
niñas judías tienen pie plano, que allí está nuestra marca de fábrica invisible,
niñas judías que no lo son, hijas de padres que no piensan en ello ni un
segundo, pero que lo son suficientemente como para hacer el esfuerzo
21
enorme de las plantillas, de los zapatos feos y pesados y caros que siempre
hay que estar rehaciendo.

Pienso en los pies extremadamente planos de mi bisabuela Sophie


Ellissen, en sus pies planos, en su alta figura negra, su bastón, sus ochenta
austeros años. Sobrevivió a su hija enferma, que era mi abuela. En sus
últimos años parecía haber suplantado a su hija, como si fuera para siempre
la más joven. Esta inversión de roles me parecía un poco anormal y cruel y
no tengo ningún recuerdo del momento en que ella, a su vez, se extinguió.
Seguramente hubo un rabino y un gran entierro al que no fuimos. En mi
memoria, mi bisabuela es una especie de esfinge, muy versada en asuntos
de nutrición. Sólo comía zanahorias ralladas, lo que me parece buena táctica
para llegar a viejo.

Provistas de plantillas nuevas aún transparentes, lo que las distingue


de las anteriores, ennegrecidas por la transpiración, nos dedicamos a los
útiles escolares, la compra de los libros nuevos y la venta de los viejos
donde Joseph Gibert. Todos los niños, creo, gozan con la acumulación de
detalles que son las listas que entregan los colegios y que en los días
posteriores al inicio de clases son complementadas por las exigencias
particulares de cada profesor. Las gomas todavía están blancas, los lápices
vírgenes, los cuadernos nuevos, la estilográfica y la tinta, y especialmente
los libros, forman como un nido, un tesoro de avaro, una reserva intacta de
avellanas, el triunfo provisional de la eternidad y del alba.

Conseguí una falda muy estrecha de tela de lana, muy corta, beige,
con bolsillos planos donde meto los dedos, rojos e hinchados. Haga frío o
calor, siempre tengo las manos heladas. También recibí un par de medias
blancas y un suéter de shetland anaranjado, corto y ceñido. Necesito ropa
que se me pegue al cuerpo como el hombre invisible al que solo se reconoce
por sus vendas. Tengo un sostén que se arruga sobre mis senos
inexistentes; me molesta.

Este año voy sola donde Gibert, con un gran saco pesado de libros
viejos colgando del brazo; el sol de septiembre me acaricia la cara y los
árboles empiezan a enrojecer. Cuento el dinero que me dieron y compro un
anotador para ordenar mis gastos en útiles escolares. Hago columnas a
lápiz, muy rectas. Cuando hayas gastado todo, te daré más, me dijo mi
padre. Sentada en un banco de hierro, escribo en la columna de la izquierda:
goma para grafito, goma para tinta, lápices de colores, estilográfica,
sacapuntas, lápices negros (una caja), estuche, regla, transportador-extraño
22
objeto que siempre creí que era femenino, al revés de la ecuedra, objeto
masculino de nombre femenino. Escribo: compás. Escribo: fichas de
cartulina, tres cuadernos Clairefontaine, un cuaderno de borrador y dos
cuadernos de trabajo prácticos, un archivador, cinta dhesiva y goma de
pegar y un montón de cotras cosas en las que pienso con amor. Es como
una historia. Insensiblemente, y para llenar la segunda columna, me divierto
rellenando los precios y sumándolos después, tal como sumaba todos los
días el año pasado mi promedio de notas, sin fijarme en la gente que pasa y
me mira con expresión extraña. De repente es como si me hubiera gastado el
dinero y pudiera volver a pedirle a mi padre. Descubro, con voluptuosidad,
los errores. Me levanto y me mezclo con el gentío compacto de los
asaltantes de Gibert, lleno de papelería mi canasto, intercambio mis libros y
algunos codazos agresivos con la masa cálida de cuerpos sudados.
Inventé un juego que se parece a mis pequeñas trampas con la cinta de
medir o la pesa: compro algo que no es lo que escribí en la lista y, dentro de
lo posible, más barato. El juego consiste en tener todo lo que necesito y que
eso se parezca lo menos posible a mi lista, que mostraré esta noche, con
orgullo, como prueba de mi rigor económico. Y que será, al mismo tiempo y
ante mis propios ojos, la prueba de mi bajeza de falsaria y de mi inventiva.
Esta empresa, más bien complicada, me abre una puerta, es algo que se
parece a la libertad. Exactamente como adelgazar en secreto, como haber
renunciado a la vida de los demás, a sus alimentos, como no volver a utilizar
un ascensor.

Me siento criminal y ligera. Y encaminada a la riqueza, además. Hasta


entonces, no mentía. Y no por opción ni por honestidad congénita: Creía que
no se podía. A veces me tenté para protegerme de un castigo o de una
reprimenda. Pero sabía que, a semejanza de mi abuela paterna, que nos
observaba desde su tumbona con prismáticos para saber qué hacíamos en
la playa, era muy probable que alguien me estuviera viendo en todo
momento. Un ojo encima, Un ojo dentro de mi cabeza. Sabía perfectamente
que las paredes tenían ojos y oídos. Por eso nunca hacía cosas prohibidas;
y cuando te acostumbras a no hacerlas, ya ni piensas en ellas. No existen.

Ese día de septiembre, un día antes de entrar a clases, orgullosa de mi


shetland anaranjado, de mi nueva identidad de ladrona y muy cargada de
libros y cuadernos, subía por el boulevard San Michel, en París. Eran las seis
de la tarde. Y escuché detrás de mi la voz de una mujer. Viste sus piernas,
decía, viste sus piernas, pobrecita mía, parecen los barrotes de la jaula de un

23
canario, se diría que viene saliendo de Dachau. O de Auswitch8, como
sándwich. Me asustó que tuviera derecho a hablar de mis piernas con
medias blancas impecables. Fue como un trueno, una de esas frases que
uno no debería escuchar, porque resuenan después en la cabeza durante
toda la vida.

Me gustaría escribir que me volví valientemente y que le dije, como un


miembro de la resistencia, señora, no hay que hablar de la gente a sus
espaldas. Y no había canarios en Auschwitz. AUSCHWITZ.

Pero por mucho que disponga, como la mayoría, de un depósito de


valor muy poco explotado, suelo ser de una cobardía excepcional, y
simplemente empecé a correr, llorando, con las bolsas de la librería
golpeándome las patas de canario y las puntas de los libros taladrándome
los huesos. Y no me llevé las manos rojas a las orejas porque iba muy
cargada.

En casa, con las bolsas tiradas en el suelo, seguí sollozando. El


corazón aún me latía muy fuerte, sin que supiera muy bien por qué.

Fui a buscar un libro de fotografías que está escondido detrás de la


biblioteca. Está firmado por un tal Jean Françoise Steiner9. Se llama
Treblinka. Lo miro y no lo puedo soportar: por eso lo escondí. Ahora tengo
que contemplar estas imágenes hasta que me abran algo en la cabeza; un
indicio. O una pista falsa. Miro fijamente los ojos de la gente de las
fotografías hasta que me saltan lágrimas. Y después creo estar haciendo una
cosa horrible. Vuelvo a esconder el libro. No se habla de eso en mi casa. Es
indecente y peligroso; curiosidad malsana, porque supera la razón.

La razón se encarna en mi hermoso anotador con espiral. Me felicitan


por mi contabilidad perfecta. Otra vez tengo cincuenta francos para volver a
empezar mañana. Mi padre ha dicho “mi niña grande”, dulcemente y me doy
cuenta, triste, de que ese mundo nuevo donde el ojo no nos sigue por todas
partes está hueco como un huevo vacío.

También me dicen, seriamente, que han pedido una cita con el médico.
Iré con mi madre. Es la visita ritual, la visita de rutina, pero de todos modos
tengo miedo.

8
Campos de concentración nazis donde se recluía y asesinaba a los judíos.
9
Escritor judío francés que cuenta la historia de los prisioneros judíos en el campo de concentración de
Treblinka.
24
El médico es un señor tierno y elegante.

Vive cerca de Duroc, en un edificio tierno y elegante, una sólo se topa


con ciegos en la acera, en pequeños grupos de dos o tres –a veces con un
perro-, que se sujetan amablemente, el rostro impenetrable.

El médico me mide. Me comprimo. Me pesa y yo me hago lo más


pesada posible. Me toma la presión; ahí no puedo hacer nada. Tiene cara de
funeral. Me evacuan a la sala de espera llena de juguetes estropeados y de
periódicos rotos. Me quedo jugando a los cubos mientras él y mi madre se
entrevistan. Tardan mucho, aparecen, mi madre sale y yo entro. Todo este
tejemaneje es ridículo; como si estuviera amenazada, casi presa, acusada
por lo menos.

Me dice que me han dejado en paz durante todo el verano y que no


supe usar bien esa paz provisoria. Me dice que soy inquietante, que podría
ser tan bonita si no estuviera así, esquelética. Dice que vamos a hacer un
trato entre los dos. Repite una letanía que conozco de memoria acerca de la
necesidad que tiene el organismo de lípidos, proteínas, féculas, vitaminas,
glúcidos y minerales.

Dice que estoy en peligro. Y mi corazón late.

Profiere amenazas. A los treinta, se me van a caer los dientes y mis


huesos se van a pulverizar. Me habla seriamente, de adulto a adulto, no debo
dejarme llevar por una moda ridícula, por las revistas, por Twiggy10, esa
modelo. El encanto femenino está en las formas. Vamos a hacer un trato.
Sus palabras resbalan por mi cuerpo, trato de cerrarme por entero para
impedir que unas pequeñas imágenes de muerte se deslicen por los
intersticios de mi ser, sus palabras resbalan en mí, caigo en un miedo
animal, me siento acorralada. Y perturbada por una ligera impresión de
desprecio, cómo pueden acusarme de copiar los consejos de una revista, me
toman bastante en serio, como si hiciera un régimen para estar flaca. Hago
un régimen para adelgazar, tengo la boca llena de caries y mis dientes se
van a caer, estoy segura. El malentendido es total.

¿Son las malas palabras, es el tono inadecuado o soy una pequeña


cabra imposible de salvar?

El trato es simple. El doctor deja entender que no soy la primera en


hacerlo, ha habido muchas, sobre todo en estos tiempos, algunas han
10
Famosa modelo, actriz y cantante inglesa de la década del 60, destacada por su extrema delgadez.
25
jugado el juego y se ha ganado la partida. ¿Quién la ganó? A algunas les ha
faltado voluntad. Si Ud. sigue adelgazando no podré hacer nada, dice el
médico con frialdad y me tiende calurosamente la mano.

Nos veremos dos veces al mes, para pesarla. No debe perder un solo
kilo. Sus padres, por su lado, vigilarán su alimentación.

No digo nada. No sonrío. Pienso no me atrapará usted tan fácilmente.


Pienso no ganará usted la partida, usted es el enemigo. Estoy
extremadamente sola.

No saben hasta qué punto me siento fuerte, resuelta y en buenas


condiciones; simplemente mi camino no es otro y ellos no entienden nada.

Lo único que me preocupa es la punta de mi lengua, que se mete en el


agujero de un diente. Temo que les ocurra algo a mis dientes. El dentista,
cuando sacó sus enormes tenazas de mi boca, coment´ço que seguramente
los dientes me rechinaban por la noche.

La vida se vuelve muy difícil para todos. La casa se llena de gritos y de


silencio.

Cada comida degenera en una crisis abierta. Mi padre me sirve


después que yo me niego a servirme. No pruebo nada. Las albóndigas de
carne y los tallarines se enfrían, las despachurro un poco. Siempre hay un
par de ojos clavados en mi plato. No puedo tragar, el contacto con una
rodaja de tomate me horroriza; no puedo doblar una hoja de lechuga para
que entre en mi boca, sobre las patatas cae una prohibición intransgredible,
el arroz me asfixia, las judías verdes se me atraviesan en la garganta,
estrangulada por las lágrimas que he tragado. Cora y el bebé, petrificados,
bajan los ojos, el trueno y el relámpago. Mi boca empequeñece cada día que
pasa y mis dientes se aprietan más y más.

Tratan de meterme cosas en la boca, creo que tratan, forzosamente,


porque la situación lo exige, y yo escupo.

Sollozo, me torturan. Mis padres me torturan. Me dicen hasta qué


punto me estoy haciendo daño. Entristeces a tu madre, ella llora. Desesperas
a tu padre, está furioso. Me doy cuenta. Ya no podemos hablarnos. No hablo.
Hablo todavía con mis hermanas.

Deja a tus hermanas fuera de todo esto. De todos modos les hablo.
Deberían estar de mi lado.
26
Los días en que este enfrentamiento físico se vuelve muy agotador,
me hago la traviesa, obro con astucia.

Me sirvo un poco de carne, que mastico durante horas, y después


deposito las bolas blancas en la servilleta.

Tiro el arroz debajo de la mesa, lejos de mi lugar, para ganar tiempo.

Un día descubro que puedo vomitar la comida más líquida, el puré, la


carne molida, algunos postres, la crema de chocolate.

Descubro este truco diabólico un día de violencia. Los tres corrimos


un trozo de costilla alrededor de la mesa del comedor. Hubo un silencio.
Voló una bofetada. No podría decir si mi madre me golpeó o si yo alcé la
mano. Me parece que todo el mundo puso algo de su parte. Nunca me habían
pegado, aullé. Las bofetadas no son como las palmadas en las nalgas, las
lágrimas brotan sin que uno quiera. Quizá mis padres se digan que debieron
hacerlo antes.

Las bofetadas son odio, pensé. Y desde entonces habitan en mí el


odio y la astucia. Vomito. Como muy poco, el mínimo, justo lo que hace falta
para evitar otros enfrentamientos físicos. Vomito y progreso, vomito cada
vez mejor. Muy pronto no necesito meterme un dedo en la garganta. Me
basta un simple movimiento abdominal: empujo el plexo y me siento aseada,
limpia y de nuevo dueña de mi destino. Tengo un solo problema: como
disimular mis maniobras y eliminar ese olor tan identificable. Me paso el día
abriendo el tragaluz y las ventanas de los baños por donde paso. Después
me enjuago la boca y me lavo las manos. Me mojo también los ojos,
enrojecidos por el esfuerzo. Estoy convencida de que nadie puede notar
nada y la vida resulta más fácil para todo el mundo. A los quince días, voy
sola al médico. Hago eslálom entre los ciegos, hago muecas a sus perros.
Me subo a la pesa. La aguja oscila alrededor del 36. No seguiré asumiendo la
responsabilidad de controlarla por mucho tiempo más, dice el médico, en
tono glacial. Me siento débil. Le digo que voy a esforzarme.

Llega el otoño, tengo frío todo el tiempo. Voy al colegio con las manos
heladas, la nariz roja y los pies congelados. Como si hiciéramos un trabajo
de hormigas, ya no me aprendo los teoremas, ese fárrago me parece
absurdo y sin objeto. Me dedico a interrogar majaderamente a los profesores
de Biología, al profesor de Matemáticas; que me expliquen dónde quieren
llegar, qué relación quieren establecer entre esa mortal seguidilla de
ecuaciones, integrales, logaritmos y los problemas reales de la vida real. A
27
veces tengo intuiciones que me parecen magníficas. Visiones sobre el
microcosmos y el macrocosmos. ¿Un átomo no estará hecho exactamente a
imagen del mundo? Esto pregunté, suplicante y radiante, a la hermosa
profesora de química. Me invita a la modestia, me recuerda que no sé nada y
me aconseja, al igual que sus colegas, que abandone mis ensueños y
escuche las clases. No puedo escuchar las clases, tengo la cabeza
demasiado o aprendí en exceso el año pasado, así que callo, me quedo
leyendo al fondo de la sala o hago como que leo. Mis ojos están puestos en
las líneas del texto impreso, pero floto. Nunca he tenido tan malas notas
desde el antiguo y memorable día en que reprobé un examen de latín para
hacerme popular. De hecho, fue un fracaso lamentable. Recuerdo
perfectamente ese día negro. Lloré y ninguna de las niñas avispadas de
quienes esperaba comprensión me dedicó una sola sonrisa de simpatía.
Tampoco me invitaron a la fiesta de Rita Donsimoni, a pesar del disco
exclusivo de Johnny Halliday que pedí que me regalaran para la velada. Fue
una maniobra demasiado complicada, nadie se dio cuenta y seguí siendo la
chica excesivamente seria y demasiado adelantada a la que nunca invitaban.

Al fondo de la sala, como semillas de girasol. Es mi único alimento,


además de caramelos de leche y avellanas. Tengo algunos problemas con
las cáscaras. Y también con los caramelos, son tan grandes que me llenan la
boca. No los masco, espero que se diluyan; una especie de bostezo
azucarado de tapón. Sentada al fondo de la sala, frotando mis pies
congelados y luchando contra un nuevo mal, los calambres, que me atacan a
cada momento, soy invisible y leo a Gastón Bachelard, relatos de medicina
antigua, de los tiempos en que se creía que el cuerpo era presa de humores
espesos o líquidos, negros o amarillos. Leo Le Nouvel Esprit Scientifique,
porque adoro el pensamiento antiguo, totalmente no científico, un universo
de buenas materias y malos sortilegios, de lavativas y polvos de salamandra.
Por otra parte, sospecho que Gastón Bachelard –cuya cara miro muy a
menudo en la contratapa del libro, con su barba tranquilizadora y sus ojos
dulces- es como yo.

Eso me da una idea para luchar contra el positivismo, la balanza del


doctor. Antes de ir a verlo, preparo unas botellas de agua, las ordeno
furtivamente en la cocina, rezando para que nadie entre. Lleno tres o cuatro.
Tres o cuatro litros es igual a tres o cuatro kilos. Bebo. Me duele, pero es
necesario. Tengo la impresión de que voy a explotar, pero me siento muy
ducha, muy astuta. En el bulevar ya no hago muecas a los perros de los
ciegos, lo único que trato de hacer es poner un pie delante del otro. Arrastro

28
mis pies planos, uso excepcionalmente el ascensor, lucho contra unas
terribles ganas de hacer pipí que, como se sabe, pueden volverse dramáticas
en un ascensor. Ya está, estoy en la balanza y la aguja marca 36.

No parece reparar en mi aspecto de niño de Biafra, ni en mi palidez


mortal. Sólo dice “hasta dentro de quince días”. Salgo arrastrándome, entro
a una cafetería, me precipito al baño y, finalmente, exploto. Tengo miedo de
morirme –me duele tanto–, de transformarme en un surtidor, en un géiser de
agua y de bilis. Me desmayo un poco, me sucede a menudo, pero gozo con
ese resbalón furtivo al otro lado del espejo. Nadie me detiene cuando
desemboco en la gran sala de la cafetería, los ojos hundidos, el aire perdido
y ciertamente culpable. Siempre me sorprende que no me arresten.

Desde hoy tengo una doble vida. La vida oficial, en la que


aparentemente acato lo que esperan de mí. Y luego mi otra vida, la
verdadera, con Gastón Bachelard y las 11semillas de girasol, con Más allá del
bien y del mal de Nietszche12, que descubrí por casualidad y que leo como
libro de magia, mientras chupo los enormes caramelos que compro con el
dinero que sustraigo de mi presupuesto.

Siempre estoy sola, sentada en los escalones de mi cuarto, y trato de


simplificar mi existencia, de hacer sólo los gestos necesarios además de
algunos movimientos de gimnasia para endurecerme aún más el vientre y
los muslos.

Mi madre filma una película para la televisión. El actor principal es


rubio y atractivo. Me impresionan el pelo negro y corto y la nariz delgada de
su mujer. Un día vamos a su casa, sin mi padre, a escuchar a los Beatles.

Probablemente sea una cosa alegre. Todo esto me da un miedo


espantoso. Confusión, pensé, asuntos del diablo. Quiero orden e
inmovilidad. Cuelgo de un hilo, camino de la perfección.

Me parece que a mi alrededor hay mucho ruido, mucha gente, mucho


movimiento. Todo me atemoriza, camino por mi hilo, el menor golpe me
puede tirar. Me sobresalto cuando me hablan. Me cubro la cabeza con una

11
Fallido estado africano que proclamó su independencia de Nigeria en 1967 y debió rendirse en 1970. En la
zona ha habido constantemente hambrunas.
12
Filósofo alemán (1844-1900)
29
especie de kipá13 negro de terciopelo. En el metro leo en voz alta el
Heautontimoroumenos, convencida de que eso tiene un sentido.

Todo va a seguir así, eternamente. También sé que no puede


continuar, pero no veo nada adelante, no veo nada, no tengo ninguna
esperanza. Un pequeño infierno ha reemplazado la vida de antes,
insensiblemente, no veo la diferencia, sólo veo mi hilo. Mis esfuerzos para
respirar mejor, mis movimientos, rarifican el aire, me ahogo sin pausa, me
diluyo en la tela, me creo muy astuta, sufro, pero no lo sé.

Capítulo 4

Estamos en un acantilado, los pájaros de mar nos circundan. La arena


está desierta, allá lejos, allá abajo. Es un día hermoso y frío, es el día de
Todos los Santos. Por el descampado, casi amarillo, pasan adolescentes en
filas de dos en dos. Miran hacia abajo, tienen la nuca afeitada. Son de un
recinto penal, dice la amiga de Cora, que nos ha invitado. ¿Nos invitó a las
dos o yo me incluí, me impuse? ¿Entonces, hay cárceles para niños, se
están fugando? Me parece que los empujan con unos palos. Me parece que
una nube de desesperación los rodea. Me parece que los conozco.

Los cormoranes y las gaviotas chillan cuando nos acercamos. Son


miles, que se reúnen en ceremonias secretas. Cora y su amiga recogen
brezos, escalan las rocas que bajan hacia la cala y gritan de felicidad cuando
ven un alga. Me siento tan débil, ya no sé cómo se admira un gijarro, un
trozo de vidrio pulido por el mar, cómo se hace para esperar el hallazgo de
una amatista. Hace tiempo, en otra parte, en los acantilados del Cabo de la
Cabra, había amatistas pálidas, a veces con puntas de un violeta intenso,
con las cuales una suponía hacer fortuna. La gruta Verde sólo aparecía
cuando la marea estaba muy baja. Le temo al viento que me acuchilla y a
esta casa de costumbres desconocidas donde me siento bajo vigilancia.
Tengo miedo de que adviertan mi extraño comportamiento, de que me hagan
preguntas, de que me oigan vomitar.

13
Gorra ritual judía.
30
Y luego hay otro día. Siempre azul y limpio. Estoy en el acantilado,
sola. Y los presidiarios pasan como todos los días. La madre de nuestra
amiga se sienta en un trozo de roca, a mi lado.

Me pregunta qué me parecen unas costillas para la cena. Le digo que


no me gusta la carne. Pienso en los animales cuando me los como. Aquí no
se pueden evitar los corderos, prisioneros en esta isla donde comen hierbas
y después serán comidos. Esta frase me parece muy bella, la marca, el
sobrio testimonio de mi sentido trágico, de mi extremosa sensibilidad. Ella
alcanza a decir que también hay tomates.

El frío especial de los tomates.

Dice que cuando era más joven “fui anoréxica y me curé”.

No hago preguntas. No conozco esa palabra, pero le agradezco que la


haya pronunciado. Todavía hoy siento un agradecimiento especial por esta
escena del acantilado. Es uno de los momentos más valiosos de mi vida.

Cuando volvemos, la casa está a obscuras, casi ha caído la noche.


Creo que la ayudo a preparar las costillas. No le importa si no me las como.

Regresamos a París unos días después. Esto ha sido un pequeño


paréntesis, que olvido. Me sumerjo brutalmente en el surco de malas
costumbres que se ahonda cada día más.

Lo olvido por completo. No lo olvido en absoluto, porque, diez años


más tarde, recordaría estas palabras: “Me curé”. La convertiré en mi tabla de
salvación.

31
Capítulo 5

Este es un relato. Ha pasado un cuarto de siglo. El lapso me parece


inmenso. Lo reviso, es así, siempre creo que exagero, pero lo peor es
comprobar, volviéndose y mirando de soslayo, que la exageración es la
verdad.

Este es un relato, el relato discontinuo de lo que llamo la época en que


enloquecí. No quiero mirar esa época desde mi presunta altura actual, no
estoy muy segura de que resulte interesante. Querría que sea gracioso. Que
al menos divierta a la gente. No estoy segura de ser muy graciosa.

Una de las posibilidades es olvidar esta historia. Tengo un montón de


libros que escribir, olvidé cuáles, pero tengo libretas tapizadas de notas,
llenas de personajes verdaderamente trágicos o divertidos, barcos llenos de
locos que entre ellos se martirizan con ternura y que tienen la inmensa
ventaja de que apenas los conozco. Eso no puede dañar a nadie.

También puedo no escribir nada de nada. La lectura otorga placeres


igualmente grandes, sobre todo cuando se lee pensando en lo que se podría
escribir; cuando se lee soñadoramente. Pero advierto que estoy obligada a
continuar el relato de Nouk, de Cora y el bebé, tal como se está obligada a
terminar el aseo de la casa cuando ya se ha empezado. Escribir un libro es
como hacer el aseo, primero lo que realmente nos gusta, apilar en orden,
objetos en su lugar, decoración, decoración recuperada, cama y vajilla, y
después el resto, las cosas aburridas, donde hay que decidir, quizás
eliminar, como la parte superior de los armarios; todo eso puede esperar.
Llego a una zona donde no me gusta ir. Habría preferido quedarme un poco
más en la isla, porque era un bonito paréntesis, dulce, luminoso. Me repugna
volver a zambullirme en lo que me parece una cloaca.

Me enseñaron que lo primero que cabe esperar de quien escribe una


historia es honestidad. Honradez artesanal.

Nouk vuelve a casa.

Ahora come pastillas. Compra bolsitas de 150 gramos y las deja en el


escalón donde vive.

Se preocupa mucho del bebé. Según ella, lo persiguen. Tiene que


defenderlo. El bebé es rubio y hermoso, pero al doctor, que interfiere
francamente en todo, le parece demasiado gordo. El bebé no debe seguir
comiendo azúcar, ni féculas, debe bajar de peso, y Nouk debe engordar y
32
Cora tiene que arreglárselas como pueda, lo que no es fácil en una casa
donde aparentemente cada uno está conminado a hacer lo contrario de lo
que hace. Alimentar clandestinamente al bebé se convierte en la obsesión
número dos de Nouk. Se trata de colocar cerca de su hermanito maltratado
la mayor cantidad de chocolates, de bombones Suchard, de galletones de
chocolate, de todas las golosinas posibles. Es una guerrilla. Y el bebé parece
contento con este apoyo y estas conmovedoras atenciones. Nouk lo
considera un prisionero a quien aligera sus desgracias. Le lleva también
lecturas prohibidas, diaruchos sin ciudadanía en la casa. Defiende el
derecho de los niños a ser niños, a leer bobadas, más aún si se lo impiden. A
veces cree ser el amigo malo de Pinocho, que el bebé es esa marioneta que
tanto desea ser un niño de verdad y que se deja arrastrar a la Isla de los
Placeres.

El gran problema de Nouk es el dinero. No tiene suficiente dinero para


las pastillas, los bombones, las revistas ilustradas, para los bollos, los
caramelos, las revistas ilustradas, para los bollos, los caramelos, las revistas
gigantes tipo Picsou o Akim, y tanta cosa cuyo nombre he olvidado y que
resulta increíblemente numerosa cuando empiezo a explorar el filón.

Podría meter mano en los bolsillos de sus padres, pero no se atreve.


No puede. Creo que lo piensa, pero no puede llevar esto a la práctica.

Descubre una librería de saldos, muy cerca de su casa. Lleva allí libros
de arte, pesados volúmenes que saca discretamente de la biblioteca de sus
padres. Pide precios irrisorios por gruesos libros de pintura. No vende los
que más le gustan, la obra de Jeronimus Bosch, los cuadros de Giotto y de
Fra Angelico.

Me pregunto quién es el tipo que compra por veinte francos libos


bastante más valiosos a una niña de catorce años.

Nouk tiene ahora una vida llena de ocupaciones secretas. Caminar por
París a merced de los cafés, alimentar a ultranza a su hermano. Comer
pastillas y vomitar las comidas que le imponen. Vender libros de arte para
comprar horrorosos folletos de nombre absurdo.

Cada cierto tiempo sobrevienen crisis brutales. Una de sus tretas


queda al descubierto. Llora, está asustada. Se encarama en el dintel de la
ventana y dice: voy a saltar. Pasa de verdad una pierna y se tambalea, siente
que tendrá que hacerlo y estrellarse mucho más abajo. No salta, espera y
luego recoge la pierna; agotador.
33
Se halla presa de sus obsesiones, como se dice. Traer cada vez más
pasteles, bombones, encontrar nuevas cosas exquisitas. Tienes que dejar
tranquila a tu hermana, le dicen, le estás haciendo daño. ¿De dónde sale
todo el daño de que la acusan? Sabe que sólo puede descansar pagando un
precio: que el bebé esté atiborrado y que ella, Nouk, sienta en el vientre los
calambres vertiginosos del hambre.

La tienda del liquidador de libros se llama Kalevala14.

Adoro ese nombre, adoro las historias extraordinariamente rubias y


violentas que oculta. Las he leído veinte veces y guardo un recuerdo vago de
mujeres atadas por la cabellera inmensa, de mujeres arrastradas por el pelo,
de hombres y mujeres que los celos despedazan en un paisaje de rocas, de
glaciares, de oleaje tempestuoso; todos llevan coronas de reyes, de reinas,
de dioses y se gritan, se odian y se aman. Los hombres tienen lanzas en la
mano, mazas cubiertas de púas, músculos enormes, y las mujeres, escotes
de donde brotan senos enormes. Hasta los nombres tienen sonoridades
feroces.

En las puertas de la verdad, sueño que deslizo la mano y que se


cierran.

Golpeo la puerta de Kalevala. Voy a vender libros robados. Obtengo


muy poco dinero. El saldista acepta todo lo que le llevo, pero las reservas
menguan y acometo los libros de la primera fila, los muy visibles y cuya
ausencia se distingue como un diente menos. Los libros que desaparecen de
la biblioteca reaparecen en el escaparate de Kalevala. Mi madre pasa delante
de la tienda, no se le escapa la coincidencia. Me ha cogido. Sin embargo, no
ocurre nada, no me dicen nada. Yo no digo nada, no me dicen nada. Dejo de
vender libros. El saldista ya no quiere más. Intento, obstinadamente,
venderlos más lejos, en otros locales.

Tampoco funciona. Leo el anillo de oro de los nibelungos y busco en


él la clave. ¿Cómo vivir en un mundo así, cómo escapar de éste?

Trato de huir de la muerte, de los sentimientos, de los celos de los


dioses, de los sentimientos que preparan para los que aman, para los que
viven.

Armo mi pequeña mezcla.

14
Es el nombre de un poema épico finlandés compilado por Elías Lonnrot.
34
Nouk, robot esquelético y malvado, poseído por el diablo, sigue su
órbita. En ese lapso, Francia se moderniza. Digamos, en todo caso, que la
casa se moderniza. Una alfombra reemplaza al linóleo, el nuevo refrigerador
y la trituradora instalada en la cocina lo atestiguan. La trituradora fascina a
Nouk. Según sus inventores, debería sustituir a los basureros, enmascarar la
loca inflación de desechos que acompaña al progreso. La trituradora, según
Nouk, es como la absolución de los católicos (aunque de ésta nada sabe).
Allí se tiran los pedazos de pan apolillado que sobran de las comidas, las
cáscaras de queso, los huesos de pollo, los despojos de las chuletas con
jirones de carne colgando. Se aprieta un botón y con un estrépito
regocijante, la trituradora ejerce su oficio. Todo desaparece. Otro nuevo
accesorio: el aspirador de mesa, que se come las migas del mantel. Ahora
se puede comer sin dejar rastro. El refrigerador también participa de la
nueva visión del mundo. Es más bien un armario, un armario lleno de
cajones de plástico opaco. Al abrirlo, nada sobresale. No hay olores. Los
huevos, la mantequilla, las ciruelas, los tomates, las alcachofas, los petits-
suisses y los pepinos, los calabacines y la crema fresca, los yogures y los
bifes parecen pasteurizados, parecen tan incorruptibles como la loza o la
porcelana. En todos los alimentos ya aparece la fecha de caducidad.

La madre de Nouk cambió de costumbres. Ahora hace encargos,


puntea catálogos, llama por teléfono a Inno, un refrigerador central que
alimenta a miles de enormes refrigeradores locales. Desembarcan el pedido
en casa, ordenado en cajas cuadradas; botellas de desinfectante y pasteles,
barras de chocolate y detergente, bandejas de fruta, verduras, productos
lácteos etiquetados, fechados, cubiertos de números que los definen en
julios, en calorías, en vitaminas, en sales minerales.

Nouk especula. Se siente invadida por la avalancha. Imagina un


mundo donde se come una sola cosa, un solo plato de un solo color.
Observa a la gente que come mientras piensa en la mezcla repugnante de
alimentos que, tras haber estado tan apretados en sus envoltorios, se
desenfrenan y multiplican los olores.

Últimamente, ahora que la Navidad está cerca, Nouk se alimenta de


ositos rojos de caramelo, que vomita como de costumbre. Un río azucarado,
como una cinta que saliera de su cuerpo. Es ilógico y Nouk lo sabe. Cree que
ha separado los alimentos en dos grupos, los que le imponen y que vomita
para proteger su integridad, y los buenos, que no pesan en su estómago
encogido. Pero los que no pesan, igual pesan. Y este sistema perfecto
también se desajusta.
35
Nouk vomita todo, los ríos se mezclan. Ayunar se vuelve una
esclavitud. El cuerpo puro de Nouk está magullado por el frío, sus brazos se
estiran y los dientes le duelen, los pies se le llenan de sabañones, la boca se
le agrieta y se le quiebran las uñas, los huesos de sus nalgas sobresalen y le
hacen daño al sentarse. Es un espíritu ambulante, es una boca inmensa, sólo
es una boca.

Nouk camina horas por París, avanza por calles oscuras con los
brazos cruzados contra el torso, atenta a que no la sigan, se precipita en
todas las panaderías, compra galletones de chocolate recién salidos del
horno, tartas de manzana que la escaldan, baguetes enteras, tartas con
crema, éclairs. Cuando está a punto de ahogarse, se detiene, entra a un café,
baja temblando la fétida escalera que conduce a los baños, evita mirar las
terribles inscripciones que cubren las paredes, coloca sus pies sobre las
posaderas de loza de los cagaderos turcos y expulsa con alegría, con
vergüenza, la pasta caliente, mezclada, de los pasteles. Se ensucia a menudo
la ropa, se siente mancillada.

Los días son muy breves. Tiene que seguir consiguiendo dinero,
luchar durante las comidas oficiales, escapar de las fibras maléficas de los
platos que su madre prepara con amor, tiene que deslizarse en secreto cerca
del bebé, meterle en la boca los tesoros anunciados, inmovilizarle,
envolverle las piernas con lana suave, crearle un paraíso.

Los paraísos inventados por Nouk se pudren por dentro.

La televisión ha entrado en la casa.

Mi madre trabaja en la televisión. Es guionista de ORTF15. Estamos


orgullosos. Todas las tardes nos sentamos en círculo para ver un capítulo de
su teleserie. Cuando éramos muy pequeñas, sabíamos que ella era la autora
de una radionovela famosa que daban en RTL16 justo después de comer. En
la nueva vida, la que me da miedo, la gente ya no come en casa a mediodía y
la teleserie es en la tarde, justo antes de la cena.

No tenemos recuerdos de la radionovela, sólo recordamos los


orgullosos que estábamos. Y conservamos en el oído la cortina musical de
Végételine, que hace patatas fritas ligeras y tiene un olor especial. Para
Nouk, la teleserie de mamá es una variante en torno al olor a Végétaline.

15
Oficina de Radio Teledifusión Francesa.
16
Es una corporación europea que incluye diversos medios de comunicación, especialmente radios.
36
La televisión tardó en entrar en casa, es el diablo. Los niños pasarán
toda la vida pegados a ella. La tele es como la isla del Placer de Pinocho, una
fuente inextinguible de granadina y caramelos, el fin de los libros, del
esfuerzo, de la imaginación, del estudio. La televisión es el triunfo de la
tontería, en blanco y negro y pronto en colores. Es Estados Unidos que nos
va a tragar, una manipulación azucarada y solapada, un embudo, el embudo
del consumo.

Por lo tanto los niños miran únicamente la teleserie de su madre, de


ocho menos veinte, a ocho de la noche.

Nouk aprovecha para maniobrar cerca del bebé mientras todos los
ojos están clavados en la pantalla. Actúa como un asaltante, que también
podría ser Robin de los Bosques luchando contra la injusticia de quienes
quieren privar de dulzura a su hermanito. Es un hada madrina con los
bolsillos de la bata repletos de galletas, de trozos de chocolate ocultos en
sus mangas de maga. También es una bruja, porque oye la vocecita agria de
su cabeza murmurar que está haciendo daño, que la envidia y el miedo
disfrazados de compasión le guían la mano hacia la muda boca del bebé.

¿Sufre este niñito desgarrado entre dos voluntades contrarias?


¿Cómo podría resistir la aparente dulzura de su hermana mayor, su discurso
silencioso, esta lucha de influencias en que se juegan lealtades y traiciones
infantiles? Me doy cuenta de que Nouk, para soportar algo misterioso, la
ahoga bajo su égida17, la atiborra de tortas bretonas. Me doy cuenta de que
Nouk ha resbalado, ya no sabe qué es el amor, qué es el odio, confunde
todo, sus categorías personales ahora ya no son los sentimientos, no más
gritos, no más lágrimas, no más pena. Existe el movimiento, las caminatas
que hace, los alimentos que traga y que hace tragar a su hermano, y esa
inmovilidad. Está la boca que traga y la que vomita hasta la bilis. Cora,
rehén, guarda silencio. A veces acompaña en sus periplos a su desorientada
hermana mayor. Caminan con caramelos en los bolsillos. Sus orejas se
llenan de veneno, el veneno vertido por la boca amarga de Nouk, la misma
que antaño vertía frases de cuentos, la historia de Vassilissa Prekrasnaïa, “la
muy bella”, los Cisnes salvajes y las Bestias encantadas.

Cora se aferra, sin duda, a ramas desconocidas de mi misma, a


briznas de lógica, de razón y de amor filial. En el torrente que arrasa con
todo, ella resiste. No sé cómo hace.

17
Originalmente corresponde al nombre de la coraza de Zeus, por extensión, se usa como sinónimo de
protección.
37
En la pantalla de la televisión, una joven de mejillas perfectas,
inventada por mi madre, se inicia en las cosas de la vida, dice las palabras
de la superficie asoleada del mundo.

La sombra de los muertos hace su trabajo sucio en nuestro salón


vuelto a pintar. Nouk y el bebé son los dos polos entre los cuales enloquece
la aguja imantada de nuestra existencia.

Al mismo tiempo, por ahí, una mujer pregunta si el Diablo existe. El


sabio le responde que existe. Y que todo lo enreda.

38
Capítulo 6

Nouk está en el baño. Se enjuaga la boca, masca pasta dental, se lava


las manos y moja sus ojos enrojecidos. Se dedica a su ajetreo de después
de cenar, con el corazón palpitante y a puerta cerrada. Ahora le sucede que,
debido a la lentitud de la comida, al silencio, y a los minúsculos movimientos
de gente alrededor de los platos los alimentos se resisten a la purga.

Las patatas rellenas; cálidas, quemantes, tranquilizadoras, la hacen


olvidar todo algunos instantes. Y luego se convierten en veneno y plomo en
el estómago. Nouk cree que el veneno llegará a sus venas y conquistará su
cuerpo si no corre a su querido recipiente. Pero las patatas rellenas son un
alimento que no obedece a las contracciones. El pánico se apodera de ella
entonces y cree que se va a morir de pronto; me matará un trozo de patata,
con la cabeza en el excusado, las venas en el cuello dilatadas. Me
estrangulo, toso. Odio la tos, ese signo precusor de la muerte. Nouk se
dirige, lo más calmadamente que puede, al baño a beber agua. El agua la
salva siempre. Bebe en el grifo con el cuerpo torcido para ahogar en una
marea purificadora a los alimentos reacios. El Ganges18 atraviesa a Nouk,
que por fin vomita, lavada. Nouk está en el baño, se lava una y otra vez, bebe
y enjuaga el interior de su cuerpo. Está, estará limpia muy pronto. Cree
percibir su cuerpo, lo de adentro y lo de afuera separados por un delgado
tabique; friega con brutalidad ese objeto insostenible.

Golpean, se asusta. Quita el pestillo con la mayor sangre fría posible,


como una criminal cogida in fraganti que se seca en la espalda las manos
llenas de sangre, como un vampiro atrapado por la luz del día.

¿A qué policía temo? A mis pies yace la balanza. Mi padre me ordena


que me suba, tiemblo y me niego. Lloro. Digo que no tienen derecho a
pesarme por sorpresa, invoco el derecho elemental de las personas a no ser
pesadas por sorpresa, es una trampa innoble, una trampa y estoy dentro.
Creo que entonces me suben a la balanza como a una condenada y todavía
resisto, me debato. El mundo se desmorona, el frágil edificio que yo creía
tan sólido sólo es la cabaña de paja del cerdito.

La balanza indica 29. Veintinueve es el fin del mundo. Me advirtieron


que no cayera más abajo. Estoy más abajo que la tierra, tengo vergüenza y
tengo miedo. Me dicen palabras terribles. Que traiciono todas las confianzas

18
Río sagrado de la India. En la religión hindú, se cree que el Ganges es una diosa que baja del cielo y que al
sumergirse en sus aguas se purifica el alma y el espíritu.
39
y que no respeté el trato. Me dejaron tranquila durante meses, contando con
mi inteligencia y apostando a la confianza, base de las relaciones humanas.
Traicioné, engañé, les hice creer mentiras, creyeron en mi buena voluntad.

Pero se acabó.

Me dejan sola y lloro sentada en el suelo, junto a la balanza. Los


brazos me cuelgan, la cabeza me arde, los ojos me arden, ya no sé nada.

Mañana irás al médico con tu madre.

No hago más que repetir que no tienen derecho a pesarme por


sorpresa. No tenían derecho.

He perdido la partida. Me van a detener. Vamos al médico como si


fuéramos donde el juez. Él está melancólico y de su boca también salen
frases que me acusan. Una palabra que resuena, confianza, no podemos
tenerte confianza.

Has perdido nuestra confianza, definitivamente.

Son las palabras del abandono. Los hilos que me unen a los demás,
marioneta entre marionetas, se cortan, mi corazón se quiebra y se seca.
Tienen que creerme, aunque mienta, aunque haga trampa, sobre todo si
miento.

A partir de ahora, me callo.

Donde el médico, me callo.

En el largo pasillo de la casa donde a veces nos cruzamos, me callo.


Es un silencio intolerable. Para Nouk es un silencio normal, me doy cuenta
años después. No tengo nada que decir y mis palabras nada valen.

El médico me envía donde otro médico, muy lejos. Creo discernir en


las comisuras de su boca arrugada un poco de solicitud, fugaz. Hablan entre
ellos, esto es un pretorio19, es un juicio, espero, sé que algo va a ocurrir.

Un día de verano me detienen.

No recojo mis cosas, nada hay que llevar, es inútil. Relleno mis
bolsillos de caramelos de avellana. Una ambulancia aullante cruza París,
avanzamos hacia el oeste. Una ambulancia, sus aullidos de bestia.

19
Se refiere al lugar donde los pretores romanos ejercían su autoridad judicial.
40
La verdad es que mi padre, mi madre y yo nos subimos al Citroën azul
y crema que se alza sobre sus patas y nadie dice una palabra.

Es verde y suave, hay miles de rosales en flor que huelen a manzana,


jardines y un lago a lo lejos. El cielo está salpicado de pequeñas nubes
redondas sobre fondo azul como en los dibujos de los niños.

Hemos llegado. Hay una reja de acero a la entrada de un parque como


en la casa donde murió la madre de mi madre.

Rápidamente, mi padre y mi madre, se van, les han dicho que actúen


así. Sin histeria, sin gritos. Me dicen que todo estará bien. Son valientes,
hacen lo que los especialistas les han recomendado, porque la situación de
esta niñita extremista es más grave de lo que creen. Mueren muchas de
estas adolescentes que tienen crisis un poco exageradas. En Estados
Unidos mueren muchas. Y en Alemania también.

¿Por qué estoy tan profundamente convencida de que esas niñas que
se dejan morir tienen una razón común y secreta, desean saber dónde está
la vida y dónde está la muerte, debido a algo que tenían que haberles dicho y
que no supieron decirles, algo que les da miedo?

¿El peso desplazado de una falta?

Vi al pasar el vestíbulo de la clínica donde estoy. Enseguida me


subieron a la habitación. Enseguida me quitaron la ropa y me pusieron
pijama.

¿A dónde se llevan mi ropa? Tengo miedo. Recuerdo perfectamente la


cama, en el centro de la habitación. La ventana está a la izquierda, se abre
con una llave especial. El baño también está cerrado con llave. Aquí conocen
los trucos de las chicas anoréxicas, sus lamentables astucias, siempre creen
que son sus inventoras y son eternamente las mismas. El truco del agua y
los vómitos, los caramelos suaves, los melindres; la enfermera ha visto
muchos más. Esto la cansa y punto.

Nouk está en la cama, entontecida; la enfermera le explica claramente


las cosas. La ventana cerrada: nada de intentos de suicidio, eso la cansa y,
para ir al baño, se ruega llamar. Pero no mucho. Y que no intente embaucarla
ni amansarla.

Reciben una formación especial, les enseñan a desconfiar. “Todas


ustedes son iguales, zalameras y solapadas”, explica la enfermera. “Tienen
41
cara de gato mojado, son unas briznas, más de una vez nos han engañado,
no hay que ceder en nada con ustedes, ni siquiera escucharlas. Los médicos
nos hacen clases. Es una enfermedad mental de la que nada se sabe,
solamente se sabe lo que funciona, no escucharlas y hacer que sientan, por
fin, quién es el más fuerte. La vamos a someter igual que a las demás, mi
niña. Las anoréxicas son malas, no saben qué inventar para torturar a su
familia, para hacerse las interesantes. Ponen su inteligencia al servicio de su
perversidad. Y todo porque son hijas de ricos, demasiado mimadas, no
conocieron la guerra, nunca han hecho nada con sus propias manos”.

La enfermera habla sola y de pronto se acuerda de Nouk, que la mira


con sus nuevos ojos fijos.

No trates de complicarnos la vida, es todo lo que tengo que decirte.

Nouk entiende que, sencillamente, debe salir de allí lo antes posible.


Eso sí que lo entiende.

Hay un examen. El médico es inmenso y su frente es inolvidablemente


opaca. No tiene olor. Pronuncia palabra simples. Dice:

Pesas veintisiete kilos. Saldrás de aquí cuando hayas ganado peso


suficiente y consideremos que es bastante.

Nouk trata de hacerle entender que está dispuesta a todo, a comer


todo el día si hace falta. Cree que siempre podrá volver a ser ella misma
después, cuando recobre la libertad. Dice que debe darle cifras más
precisas, fechas. Pero se equivoca, no ha entendido el método de los
médicos. No hay nada que se deba hacer. Nadie le habla. Tiene que meterse
bien en la cabeza que está loca. Nadie habla a las locas de catorce años.

Espera que vengan. A las seis y media de la tarde pasaron con una
mesa rodante, no vio ningún rostro, solo una bandeja. Una bandeja de
alimentos cruzó la puerta blanca, unas manos la depositaron. Es la bandeja
de la Bella y la Bestia, no hay velas ni música y tampoco hay amor. En el
plato blanco con la sopa anaranjada que tambalea en el centro, una sopa
transparente, un revoltijo de verduras desconocidas en el mundo corriente,
un yogur y una manzana.

Nouk traga todo, embute pedazos de pan en el yogur y vacía el sobre


de azúcar Vita Nova en el embase de cartón que termina reventando, lame la
sopa, se zampa la ensalada, probablemente un especie de colinabo cultivado
especialmente para los hospitales y las cárceles, primos degenerados del
42
salsifí. Insulta la comida, llama, llama, la bandeja está vacía, aseada, hay que
pedir otra, no perder un minuto.

La enfermera entra, un rostro impenetrable, muy protegida por su


coraza mental anti anoréxicas peligrosas.

-Me lo comí todo- -dice Nouk, llena de esperanza.

Quizás le devolverán la ropa, quizás llegarán sus padres, tal vez la


pesadilla se va a interrumpir.

Es amable, sumisa, dócil, buena. Saben perfectamente que siempre ha


sido buena alumna, una niña que gusta de hacer bien las cosas.

Hora de levantarse: las seis y media. Desayuno: a las siete de la


mañana, dice la mujer. Y la puerta blanca se cierra.

La puerta se cerró, la noche ya cae, deben ser las diez y media, es


verano. Estoy sola en una caja blanca, tengo mucho miedo, especialmente
del tiempo que no pasa. Como atravesar todas estas horas, no tengo reloj y
la ventana no se abre.

Nouk espera al médico. Hace rato que ya no quedan doctores en la


clínica, están en su casa. La petición hace reír a la enfermera. Esto no es un
hotel, por favor, a dormir ahora.

La enfermera da a Nouk una pastilla para dormir. Nouk la escupe, se


asusta, nunca ha tomado algo parecido y, además, cómo puede saber que es
para que duerma.

En la habitación no hay absolutamente nada. Se llevaron a los únicos


amigos de Nouk, los caramelos de avellana, no hay radio y no hay libros, no
hay lápices, no hay papel, no hay ropa, no hay fotografías, no hay osos de
peluche, nada. Esta noche sí que es noche, eternamente.

Nouk se arrepiente de haber escupido la pastilla. De pronto siente que


la lengua se le hincha en le aboca, que sus brazos se agitan y le pica toda la
piel. Camina por la habitación oscura, no se atreve a gritar; cuando se
recuesta le duelen los huesos, siente todas las puntas de su cuerpo como
espinas, trata de cantar algo, pero no le queda voz. Le gustaría tomar agua.
El baño está cerrado. Sólo es un breve insomnio de hospital, pero ella no lo
sabe. Finalmente llama, está segura de que la van a matar, la enfermera de
noche tarda mucho en llegar y enciende la luz de golpe. Está furiosa.

43
Nouk se encoge en la cama, mira a la mujer que grita. No entiende
nada de lo que dice esa boca pálida, mira los dientes de la mujer que grita,
unos dientes pequeños que suben y bajan mientras habla.

La mujer sale y vuelve con un vaso de agua y un comprimido rosado.


Se va. Dice: “No vuelvas a llamar a las cuatro de la mañana para nada; aún
me queda paciencia, pero no todas son como yo. Ten cuidado”.

Está oscuro, el comprimido rosado actúa. Nouk desaparece de la


circulación.

Amanece despejado. Pego, con fuerza, la frente contra el vidrio. Eso


me transporta a muchos años antes, cuando pasaba días enteros con la
frente apoyada en la ventana de mi cuarto. Una sinusitis, había dicho el
médico. Esa enfermedad me alegró bastante, estaba harta de no
enfermarme, me sentía orgullosa por tener la frente tan pesada, una piedra
en la cabeza. Adoraba las inhalaciones, la toalla mojada en el cráneo y los
vapores de eucalipto. Me gustaba que me obligaran a no hacer nada, el
algodón del día, la nueva medida del tiempo. Me hacía descubrir el suelo azul
de la habitación, el ruido exacto del agua que corría en la bañera, el grano
minucioso de la madera de mi mesa. Por primera vez me sentía dulce y lenta.
Naturalmente, lo fastidioso era que me dolía.

Son las siete, un montón de pájaros canta, no sé el nombre de ningún


pájaro, aparte de los cuervos y las gaviotas. Los pájaros festejan la luz de la
mañana, el sol y las manchas rojas y rosadas de las flores del parque. Me
apoyo contra el vidrio, la enfermera entra. Dice: “Desayuno”. Y sale.

Hay té, dos tostadas, un cuadradito de mantequilla envuelto en papel


dorado, un frasquito de miel para enanos y un pocillo de caldo. Concluyo
que quieren retenerme mil años. ¿Cómo podré engordar con semejante
régimen? Quiero croissants con mantequilla y bollos, chocolate vienés, siete
frascos de mermelada, pero recuerdo que esto no es un hotel y que más vale
que calle tan inteligentes comentarios. El caldo es una revelación. Es blanco,
cosa normal para un caldo, dulce y salado a la vez. Durante toda mi vida
insistiré en recuperar ese gusto sin nombre. Lamo el suave caldo, pido más,
pero la respuesta es no. Aquí no hay caprichos, no hay nada que pedir,
tengo cara de que me cuesta entenderlo.

Ahora vivo para el caldo de las siete de la mañana.

44
Hay una chica de catorce años, esperando. Qué remedio, no tiene
derecho a nada. Nouk siempre, teme que la castiguen, pero jamás habría
imaginado un castigo tan cruel. Tiene tanto miedo que se siente quebrada.
Permanentemente tendrá miedo de un castigo imprevisible, que cae del
cielo, sabiendo muy bien por qué, sin saber cómo. En la habitación blanca
hay únicamente una cama, una repisa vacía y dos puertas cerradas. No hay
libros, no hay radio, no hay papel, no hay lápices, no hay ropa. Nouk sola y
su cabeza vacía y su boca. Nouk intenta dormir, se enrolla como una pelota
en la cama, las pesadillas la invaden. Lo único que sucede: caldo por la
mañana, dos comidas engullidas, a mediodía y a las seis y media, y
pesadillas.

Sueña con sus encías, allí, justo adelante, en la boca. La encía es


blanca y muy larga, aparece una fisura larga que se hunde a simple vista y el
diente, sin más apoyo, cae. Tras él se sueltan todos los otros dientes que
trata febrilmente de reponer, pero no conoce los huecos, es un puzle
imposible. Nouk se avergüenza de estar desdentada, sinceramente, se
avergüenza mucho, como en los sueños donde una está desnuda en medio
de una plaza, sin salida de emergencia, sin puerta falsa, sin nada. El sueño
se vuelve recurrente.

Nouk prefiere quedarse con los ojos abiertos, contemplando el techo


pintado. Tumbada en la cama, golpea las piernas y pedalea durante horas y
después no hace nada. Advierte que no tiene vida anterior, que no piensa en
nada. Le duele pensar.

Se vuelve totalmente flácida, salvo de noche, cuando se revuelve con


otros sueños terribles que la dejan sin aire. De noche, en sus sueños, corre
para escapar de toda clase de nazis.

Pasa una semana y el médico la pesa.

Nouk se ha quedado sin voz. Cuando no se habla por mucho tiempo,


se tiene miedo de lo que va a salir. De los sonidos. Que salgan al revés o que
no salga ninguno.

La balanza marca 32, lo cual les da la razón. Nouk preferiría que


supieran lo equivocados que están, pero se da cuenta que no vale la pena y
sigue manteniendo la prudencia. Dos semanas después le entregan una
radio y autorizan a pedir libros según el catálogo de la biblioteca.

45
Nouk marca todos los libros de la sección “Humor”. Lee cosas
horrorosas, como Jacques Perret20 y La buena mantequilla. Libros grasos,
que espera la hagan engordar. Lee lo que sea, lee los libros cuatro veces
seguidas, porque sólo se puede pedir tres libros por semana. Nouk pide
libros de geografía y los aprende de memoria. La radio pasa mil veces por
día la misma canción: Como los chicos, tengo el pelo largo, como los chicos,
llevo cazadora.

Le dan ganas de vomitar.

Deja encendida la radio.

Al cabo de un mes, tiene mejillas de hámster. Afortunadamente no hay


espejo en la habitación. El médico se acerca a felicitarla. Por su hipocresía,
su cobardía y sus nuevas mentiras silenciosas de prisionera. Le dan permiso
para guardar papel y un bolígrafo amarillo. Todos los días escribe cartas de
amor a sus padres. No le contestan. No pueden contestarle, porque no les
hacen llegar sus cartas.

En la calle debe de hacer mucho calor, es pleno verano. Me imagino el


ruido de las olas, los gritos de los bebés en la playa, las salpicaduras, el
color de los quitasoles, las letras que uno dibuja en la arena jugando al
ahorcado.

En el jardín infantil nos daban cajas de arena blanca para aprender las
letras dibujándolas allí con el dedo.

Nouk escribe poemas a lo tonto. No creo que se compadezca de su


suerte. Le da mucho miedo ponerse a llorar. Y además quiere salir. No
piensa acerca de lo que le ocurre. Ocurre y punto.

Un día le dan permiso para salir al jardín, un parque magnífico. Pasea


sola por las alamedas. Se siente como una recién nacida, llena de alegría
ante las flores, reconoce que antes no las miraba de verdad, tiene el corazón
henchido de gozo porque respira el aire estival, acaricia las briznas de
hierba, tuerce el cuello para admirar los árboles inmensos que seguramente
son pinos, robles, alerces, cedros del Líbano. Dice que nunca olvidará la
belleza y el olor de las cosas. Se siente llena de agradecimiento. Una chica
joven pasa a lo lejos. Sola también. Nouk se le acerca, llena de nuevo amor.
Se sientan en un banco. La chica es melancólica, tiene las mejillas pálidas y

20
Ensayista francés (1906-1992).
46
los ojos hundidos, escucha a Nouk, son iguales, dos prisioneras que
pasean. Hace dos mil años que no he tenido amigas.

Conversan. Del médico, de las enfermeras, del caldo, de los pasillos y


de los crímenes que tienen en la conciencia.

Nouk vuelve a su habitación loca de alegría.

Son las seis y media, entra la bandeja de la cena y el médico de la


frente opaca viene detrás. Mira a Nouk con furia. No se sienta. Dice: le has
hecho mucho daño a esa chica. Las enfermas no están autorizadas a
conversar. Has destruido todo nuestro trabajo. LE HAS HECHO MUCHO
DAÑO. Y sale. Y Nouk se desploma, llora, no hace más que llorar, no sabe a
qué parte de si misma aferrarse. Se repite todas las palabras que dijo en el
parque, todos los gestos, todas las sonrisas, y el amor. No puede haberle
hecho daño o bien es tan mala y está tan loca que no puede darse cuenta de
nada. Ella es el veneno. Veneno que no sabe que lo es.

Le suprimieron los paseos. Nouk siente a sus espaldas las ácidas


palabras de las enfermeras.

No vuelve a decir una palabra, salvo, a veces, para preguntar por la


hora o el día.

Las semanas siguen pasando. Un día la autorizan a pintar.

No le extraña que le hagan llegar –de quién sabe dónde– una caja de
madera, tubos de colores, trementina, un trapo, dos telas pequeñas,
cuchillos.

Nouk pinta desde la época de la mesa redonda de la habitación de su


abuela. Ella y Cora fueron durante bastante tiempo a un taller donde
aprendían a dibujar árboles pensando en su crecimiento, acompañando ese
crecimiento como si hubiera que reconstruirlo mediante ágiles y cómplices
gestos de los brazos, verdaderos molinetes. Lo bueno de pintar, incluso si
se pinta mal, es que los cielos, las colinas y los árboles se miran después de
forma totalmente distinta, repitiendo los gestos pensando en los colores.
Nouk ha pintado muchos cielos de otoño con marrones, verdes y grises.

Después había dejado de pintar, casi totalmente. Lo que le resultaba


sobre la tela estaba muy lejos de lo que esperaba, de lo que creía hacer.
Había otra razón también. Menos noble. Le parecía que Cora pintaba mucho
más bello, más aéreo. Cora tenía más talento. Punto.
47
Pero en la habitación no hay nadie que diga quién pinta mejor y pintar
se vuelve algo auténtico. Nouk pinta. No sabe qué pintar, no hay árboles, ni
cielos, ni montañas que pintar en degradé. Dibuja un rostro con rojo y
rosado, con sombras beiges y dos intensos agujeros negros. Fijos. Son los
ojos. Nouk hace su autorretrato, un montón de pelo marrón alrededor de una
cara inmóvil. Se dedica a él días enteros. No vuelve a preguntar por la hora.

La nueva cara de Nouk tiene buen color, es una máscara en la que


sólo los ojos muestran profunda incomprensión. Todavía existe el cuadro, lo
único que me recuerda esa época.

Tenía nueve años. Madame Phély, la institutriz que nos impresionaba


porque decían que había sido preceptora del rey Hassan II, le había
preguntado a mi madre si yo podía posar para ella. Yo estaba orgullosa.
Acudía a las sesiones con una sensación de gloria, estaba convencida de
que ese retrato saldría una verdad espléndida. Iba a suceder algo.

Un día, Madame Phély terminó el cuadro y me lo mostró.

Había una cabeza minúscula y, debajo, un vestido gris. Era un cuadro


muerto y triste y saqué de él una conclusión desesperante que ya no
recuerdo, Pensé que Madame Phély no me necesitaba ni necesitaba todas
mis tardes de jueves para hacer esa cosa decorativa y tonta. Quizás concluí
que no era bueno ser un mal pintor que molesta a los niños.

Nouk engorda mucho, está un poco inflada. Ahora evita medir el


contorno de sus muslos con las manos, que ya no se juntan. El médico está
muy contento con los resultados. Dice: saldrás pronto y recibirás visitas a
partir de este domingo.

Una visita. El corazón le salta.

La visita llega. Es un hombre rubio, muy atractivo, un actor que trabaja


en la película de su madre. Nouk se enamora. La llevan a París. Necesita otra
ropa para salir, no esos vestidos ceñidos, tan estrechos para el nuevo
cuerpo que le han fabricado aquí.

Las rejas se abren solas para dejar pasar el auto de la reina. El


príncipe encantado me lleva a la calle Tronchet, me compra vestidos, es
amable. Me dice que voy a tomar un tren que me llevará al Midi, para
descansar. Dice ese pantalón te queda bien. Si me ama, debería quedarse
conmigo y llevarme. Creo que me ama.

48
Nouk toma sola el tren en su nuevo traje beige de chaqueta y pantalón.
La esperan en el andén.

49
Capítulo 7

Vamos, Geneviève, dice el hombre que espera en el andén. Hace calor


y transpiro. No transpiraba desde hacía mucho tiempo; es desagradable.
Tendrá que pasar rápido. Nouk está tan mal recuperada que sólo piensa en
cómo quitarse de encima toda esa horrible grasa que la obligaron a aceptar,
el disfraz de supervivencia. El hombre tiene un acepto áspero, asoleado, me
da un nuevo nombre. Me gusta mucho ser esta Geneviève, soy el patito feo.
Lo convierto en mi madre, me cobijo bajo su ala. Siento enseguida que me
quiere, lo veo en sus ojos, en los acentos de mi nombre.

Van en automóvil hacia una casa. La casa se reconoce desde lejos,


dice el hombre; por la torre. Esta orgulloso de la torre y yo también. La Torre,
en guardia, pensé. Cuídate.

De esta temporada, de ese tamiz hacia la libertad, de esa acogida, no


tengo nada que decir, no me acuerdo. Creo que la sensación de estar en
libertad provisional, la intensa alegría del aire, de estar afuera, invade y borra
todo. Recuerdo el aire tibio en mis mejillas gordas. Y una tumbona donde me
tiendo todos los días. Hay ciertas consignas, no debo moverme mucho para
que la grasa se afirme, no se disuelva demasiado rápido, se arraigue en mis
huesos.

Como la historia de la tumbona no se sostiene, esto de obligar a una


niña de catorce años a quedarse acostada todo el día, mis recientes padres
cisnes infringen las órdenes. No son gente común, tienen el descaro, el
valor, de recibir a una adolescente resuelta quizás a sembrar el desorden en
su nido. Una niña que viene saliendo de la clínica psiquiátrica. Y además
siguen sus propios dictados. No la pesan, como deberían, cada dos días. La
dejan correr.

Me dijeron dos cosas que recuerdo.

La primera: al revés de lo que creo, la belleza no es muy importante.

Que me equivocaba si pensaba tanto en ello, en ser bella o fea. Me


dijeron que era bastante bella y que no debía atormentarme con ese falso
problema. No les creí una sola palabra, pero algunas frases se imprimen
para siempre y ésa es una; como si me dijeran que me cansara menos.

Que me cansara menos.

50
Otro día, el hombre entró en la habitación que me habían dado. El sol
quemaba. Me pasó un libro minúsculo, delgadísimo; me dijo que tenía que
leerlo, que era importante. Dijo: Se llama Un día en la vida de Iván
Denisovitch21. Léelo.

Nouk no tiene muchas ganas de leer el libro. Todavía teme a la tristeza.


Tal como en la clínica, preferiría seguir leyendo libros que nada hacen, que
hablan de nada, que anestesian un poco, los dichosos libros de la sección
“Humor” del catálogo plastificado de la clínica. Vacila, porque es un libro
ruso que le recuerda los libros rusos que leyó por amor a Irina Georgevina
–madame Comeau es su verdadero nombre–, la profesora de ruso del
colegio. Por amor a la manera como decía çadiste, pajalesta, siéntese, por
favor. Porque la habían bautizado “serás Genia”. Por sus gafas cuadradas y
meriendas rusas de Pascua, su exclusivo estilo de Rusa blanca bolchevique
y anticomunista, por su pasión. Por ella, Nouk leyó de un tirón El Don
apacible y Las banderas en las torres, un montón de frescos soviéticos y
bucólicos. Por ella, aprendió kilómetros de poemas de Lermontov. Nouk
teme que Un día en la vida Iván Desinovitch sabotee este frágil edificio. Esta
Rusia inventada.

Finalmente, lo lee.

El trabajo, el frío, el miedo, la sopa caliente.

Relee incansablemente la última página:

“Esa jornada le ofreció un montón de oportunidades: no lo llevaron al


calabozo; no enviaron su brigada a la Ciudad del Socialismo; durante la
comida, consiguió una kacha; el cabo amortizó eficazmente los porcentajes;
trabajó alegremente, compró buen tabaco y, en vez de enfermarse, expulsó
el mal. Un día a salvo. Sin una sola nube. Casi la felicidad”.

Algunas veces los libros te ayudan más que cualquier otra cosa.

Nouk cree que todo volverá a ser como antes. Es el final del verano. El
regreso. Recuerda su casa y a Cora y al bebé. Le dicen que no piense más
en ello. No han previsto que las cosas sean así.

No desean su presencia en el hogar que tanto perturbó. Por otra parte,


tenía la intención de continuar haciéndolo, es verdad. Cuando se lo dicen,

21
Novela autobiográfica de Alexander Solszhenitzyn, escritor ruso (1918-2008) Premio Nobel de Literatura
1970.
51
siente que va a caer en el vacío. Todo está organizado. Vivirá aparte. Tendrá
una habitación para ella sola. Una bonita buhardilla. Le compran un
cubrecama de pana color mostaza, a franjas. Se encariña mucho con esa
cubrecama.

La casa está cerca de los ciegos. Al fondo de un patio pavimentado,


casi está el campo. Siente agradecimiento por el hombre y la mujer que la
han adoptado provisoriamente. Se mantienen a una suave distancia,
escuchan música y la tratan con delicadeza. Por la mañana, antes de salir a
trabajar, la mujer prepara la cena en una olla a presión. Nadie le hace
preguntas. En las paredes hay objetos muy bellos.

Nouk amarra los libros escolares con un elástico y parte al colegio con
una nueva sensación de ligereza. Dedica todo su tiempo a caminar.

La verdad es que no recuerdo nada. Ese año es un misterio. Todo


parece normal, vivo con dos personas que me prodigan un afecto discreto y
cálido, trabajo. Vivo, no hablo, pero vivo. Me alimento como puedo; una
especie de concha, de neblina, me separa del mundo. Han quebrado la nuca
demasiado rígida de Nouk, pero ella no lo sabe; atraviesa los días, todo le
resbala, o mejor, es ella la que resbala, podría decirse que está en otra parte.
Se ha retirado muy lejos.

Nouk va donde otro médico una vez por semana.

Se sienta frente a él. Debe hablar durante media hora. Esto no la


molesta particularmente.

Acude. Se sienta, advierte que no le gusta ese hombre porque es


gordo. Un hombre gordo qué podrá entender de una chica delgada o
enamorada de la idea de delgadez. Sonríe demasiado y a ella eso no le gusta.
También se ríe. Nouk tiene la impresión de que habla a su lado. Ella asiente a
todo, durante media hora cuenta cualquier cosa y parece que eso le
acomoda, porque luce dichoso. Pero a ella no le gusta que no se dé cuenta
de las bromas que le gasta. No es muy tranquilizador. Debería advertir
cuándo inventa sueños falsos, debería decirle que miente, porque miente
todo el tiempo. Por otro lado, quizás no se equivoca en eso. Nouk cree, más
bien, que a nadie le importa nada y a ella tampoco. No vivimos en lo
auténtico. Todo el mundo aparenta y la vida corre por las plumas de los
patos que esperan, para llorar, que sus plumas se ajen.

Entonces encuentra una meta en la vida.

52
Roba un libro todos los días. Los colecciona. Uno por día, ni más ni
menos. Varían las técnicas y los lugares del robo. No tiene idea de qué la
empuja a actuar así. Apenas sabe que lo hace bien, que calma algo. Su
método preferido es hacer desaparecer el libro entre los faldones de una
camisa de cuello tieso. Desaparece. Reaparece afuera. Es una especie de
pesca. También es un gesto muy grave y la idea de que la cojan le da un
miedo horrible. No tendría nada que aducir en su defensa. Como de
costumbre, no le quedaría otro remedio que ponerse de parte de sus
acusadores, completamente. Esto es una prueba más del demonio que la
habita.

Por la tarde, bajo la luz mostaza y suave de su habitación


abuhardillada, copia párrafos de libros y luego los ordena uno junto al otro.
Coloca la nueva adquisición en su lugar.

Observa a la gente en las calles. Desde que adquirió, no sé cómo, una


extraña invisibilidad, lo hace cada vez mejor. Cuando uno se acostumbra a
observar a la gente en la calle, a mirarla de verdad, eso se convierte en una
especie de droga.

Ve perros fajados como bebés. Un hombre mira el borde gastado de


su chaqueta verde de tweed. Lleva una bolsa deforme colgando del brazo y
mira a través de las ventanas de los cafés. Nouk cree que hay un gato
muerto en la bolsa. Cerca de un automóvil, oculta por la carrocería, ve a una
mujer que golpea a un niño. Ve unos ojos fijos detrás de los cristales de la
ventana. Ve, junto a un buzón amarillo, a una anciana con los tobillos tan
débiles que los ha envuelto en trapos y que masculla mientras introduce
algo por la ranura: “No es nada, no es para nadie, devuelvo los impuestos,
porque la gente se marchó hace diez años”.

Nouk observa. Mujeres de rostro furioso con trajes rosados. Chicos y chicas
de su edad. Un día ve a un hombre que se moja los pies desnudos en una acequia y
nadie le sonríe.

Puede incluso ver a una niña arrodillada atando los cordones de un anciano.

Ve mujeres muy hermosas que no presumen de nada, porque nadie las mira.

Todo esto es muy bonito, pero el médico está furioso. Mientras Nouk divaga,
creyéndose libre, creyéndose tranquila sin saber qué cree que está viva y sólo es
un pobre fantasmita, él certifica que ha adelgazado mucho.

¿Es necesario agregar que, definitivamente, no se puede confiar en ella?

53
Capítulo 8

Nouk se preocupa de guardar las apariencias. Se mantiene a duras


penas en un peso que sin duda disgusta al médico, pero que no justifica que
la vuelvan a encerrar. Ha dejado las provocaciones a la hora de la comida.
Come prudentemente la mitad de lo que le ofrecen. Y toma una infinidad de
precauciones antes de encerrarse en el baño. Donde sea que vaya, sólo le
importa dónde está el excusado y que esté lejos de la habitación principal
para que no la oigan. Coma lo que coma, se pregunta si será fácil sacarse
eso de encima. Vive como todo el mundo, exteriormente. En verdad está
presa en una malla de extrañas obligaciones. Si engorda, sufre, tiene
miedo, cree que se va a hundir. Cuando adelgaza, tiembla. Sabe lo que la
espera. Todo el día, todos los días de su vida, sólo piensa en eso. Nouk
camina sobre un hilo. Se pasa la vida mirándose los pies.

Se queda horas y horas contemplando un yogur de durazno,


preguntándose si debe comérselo o no. Al mismo tiempo, trata de simplificar
los alimentos. Le parece menos peligroso comer, por ejemplo, un durazno
solo o un yogur natural.

Se oculta detrás de su pelo, una larga melena.

Un día, en la avenida, se cruza con gente que grita bajo la lluvia; un


montón de paraguas negros que chillan. Ho, Ho, Ho Chi Minh, el FNL22
vencerá. No sabe de qué hablan. Los sigue para ver adónde van. Se da
cuenta de que se refieren a la guerra de Vietnam y empieza a leer cosas en
los diarios para saber más.

Nouk es como un barco atrapado en una calma absoluta, a la espera


de un soplo de viento que lo ayude a partir de nuevo.

Así que, durante semanas, se dedica a buscar el rastro de esos


jóvenes que gritan bajo la lluvia fría.

En la pared de un pasillo de la Sorbona hay un tablero de cartón con


una flecha: “Comité Vietnam, segundo piso, escalera del fondo”. Me
pregunto de dónde saca valor esta niña para empujar la puerta de madera y
entrar, sin conocer a nadie, en ese semillero de conspiradores. Hay una
docena de jóvenes sentados. Fuman y condenan al imperialismo

22
Sigla del Frente Nacional de Liberación de Vietnam
54
norteamericano. Nouk se queda allí fascinada, prohibida. Cree que fue un
error ponerse el pantalón azul petróleo de terciopelo: resalta demasiado. Se
sitúa en un rincón. Nadie se da cuenta. Escucha atentamente, como quien
asiste a una clase de lenguas extranjeras. Al principio no se entiende una
sola palabra, pero una sabe que eso va a mejorar.

Y es verdad. Poco a poco empieza a entender lo que dicen. Le parece


bien. Entonces hace lo mismo que en clase de física, cuando se le ocurría
una idea sobre los electrones y el funcionamiento del mundo. Levanta la
mano. Farfulla, porque recuerda un artículo que leyó, sugiere que quizás los
norteamericanos no tienen toda la culpa. En ninguna guerra la culpa está
exclusivamente a un solo lado. Adquiere confianza, se pregunta en voz alta
si no ayudarían mejor a los vietnamitas siendo objetivos, quizás no son
absolutamente irreprochables.

Todo el mundo se parte de risa hasta que alguien se enfurece. El


parqué bajo sus zapatos Clarks se convierte en un pantano que la engulle,
Nouk se siente ridícula. Se marcha.

Es el comienzo de un largo aprendizaje. Ver de otra manera algo que


ya conoce: su arrogancia burguesa, su manera de pensar falsa, que sólo el
marxismo, quizás, podría lavar.

Nouk deja de escribir poemas y empieza a robar folletos anaranjados y


blancos de las Editions Sociales, que no lee. No sabe muy bien qué está
haciendo, es el signo de los tiempos. Practica para no decir FLN en vez de
FNL.

Nouk regresa a la pequeña sala de la Sorbona.

Regresa a la casa de sus padres. Roba libros de la “Petite Bibliothèque


Maspéro”.

Un día, al salir de una tienda, siente una mano en un hombor.


Finalmente la han cogido. La llevan al subterráneo, la asustan. No lo vuelve a
hacer. Por lo demás, como todo el mundo en París, rápidamente tiene cosas
que hacer. Es la época de las manifestaciones, Francia no se aburre. A Nouk
le ordenaron desviarse de su recorrido para evitar los desfiles, para que no
la golpeen. Busca los golpes y los evita, lo que da extraños resultados: grita
junto a desconocidos cosas que le gustan y luego se sale de las filas por
alguna tontería que la hace advertir bruscamente que ellos estaban en
confianza y ella era una intrusa.

55
De todos modos, debe regresar cuando cae la noche, una niña de
dieciséis años no sueña ene medio de bombas lacrimógenas.

Lo bueno es que olvida ir a hablar donde el médico.

Los padres de Nouk están un poco asustados con la revolución y los


golpes de porra. Sobre todo, temen que Nouk se acueste con un chico. Están
equivocados. Nouk está lejos de considerar tales extremos. Está en las
nubes, se siente enamorada, pero nadie puede saberlo.

Ese verano, Nouk es anarquista. Sumerge sus jeans en lejía y su pelo


en agua oxigenada. Los jeans quedan tiesos y cubiertos de aureolas
deslavadas. El pelo tiene ahora el atractivo aspecto de la paja de un
camastro. Nouk exagera. Llora con la cabeza entre los brazos, arrodillada a
los pies de la cama mientras escucha a Nina Simone cantar Ne me quitte
pas. Se acuna con frases de Bakumin y de Lautréamont, llenas de matices.
Levantaos anheladas tempestades.

Cuenta a quien quiera oírla que se presentó descalza al bachillerato.


Hasta el otoño anduvo siempre sin zapatos.

Está a punto de cumplir diecisiete años.

Le gustaría ser como todo el mundo, así que incluso intenta ir a bailar.
Nights in White Satin. Se queda pegada a la pared de la discoteca, puso
algodón en su sostén, ojalá que nadie la toque. Nadie se arriesgaría. Nouk
tiene una idea alocada y salvaje de violencias sexuales en los dancings del
balneario. Strangers in the night23es hora de volver a casa. Nouk ha hecho
sus deberes, cumplido su programa. Dos horas de vagabundeo; se reanima,
la noche está tranquila, el viento hace volar sus greñas, rueda un poco por la
noche, respira el aire de la libertad, pero no demasiado, porque tiene que
volver a tiempo.

Es lo más importante de su vida: volver a la hora exacta.

Un día de otoño va al cine a ver El submarino amarillo24.

Se queda a la función siguiente.

23
Famosa canción compuesta en 1966 por Singleton y Kaempfert y que popularizó Frank Sinatra.
24
Película animada producida en 1968 sobre la base de un tema de John Lennon y Paul Mc Cartney. En el
film, aparecen los integrantes de The Beatles convertidos en caricaturas.
56
En la escalera, siente la presencia inquietante y amenazadora de su
padre. Farfulla, se explica. Se quedó, nada más. No le cree. No le cree,
porque temía que le pudiera pasar algo.

Le dice que no pueden confiar en ella.

Lo sabe. Sabe perfectamente que hace tiempo que lo demuestra.

Ahora es aún más importante llegar siempre a la hora a todas partes.


Nouk, desde entonces, a modo de conciencia, tiene un reloj en el estómago.

57
Capítulo 9

Es una reunión en un apartamento.

Nouk acude al comité de acción del colegio.

Ya ha dejado de hacer demasiados comentarios incongruentes. Toma


notas. En clase, toma notas; en las reuniones, toma notas. Subrayar los
libros con regla, hacer resúmenes, tomar notas. Le viene bien. Es su vida.

Se fija en un chico que toma notas junto a ella. Tiene una letra
preciosa, apretada. Es serio. Nunca habla.

Ella le envía un dibujo, le pasa papelitos llenos de ocurrencias.

Él le responde.

Es el primer amor de Nouk.

Hacen tiernos comentarios sobre Lenin y la revolución. Se fascinan


discutiendo sobre la extinción del Estado burgués.

Van a más reuniones. Mezclan Trotski25, me quieres y el imperialismo


es un tigre de papel. Se escriben innumerables cartas donde comentan el
programa de sus cursos, la correspondencia de William Shakespeare con su
mamá, las próximas vacaciones, cuánto te echo de menos preciosa, la
liberación del proletariado. Es una esperanza de curación para Nouk, no
puede creer que alguien la ame. Pero al mismo tiempo está dispuesta a
casarse, no, no a casarse, digamos a dejarse adoptar, a viviré para siempre
contigo, me curaré, tendremos hijos. Lo único que quiere es ser normal,
hablan de superestructuras, de pureza y de laberintos. Sólo quiere vivir con
los padres de él y esperarlo por la tarde. Confía en que, si se aman, ya no
tendrá ganas de vomitar.

Le oculta que ve en él una medicina.

No funciona este amor. Nouk está enterrada en su madriguera.

Él le escribe cosas que ella lee frívolamente y que son serias.

Él le hace dibujos.

25
Político ruso fundamental en la revolución bolchevique de 1917. Ocupó altos cargos en el gobierno
soviético, pero Stalin lo exilió. Murió asesinado en México en 1940.
58
Quién se niega: Tú.

¿Quién se niega a qué? Tú, a todo.

A quién: A todo el mundo (a mí).

Cuando: todo el tiempo, en todas partes.

Cómo: camuflando lo que eres detrás de lo que no eres.

En qué: subjetivando tu subjetividad.

¿Por qué? Porque eres lo que eres.

¿En vista de qué? De ti.

¿Hacia dónde? Hacia la tierra.

No entiende nada de lo que habla este chico con quien todo indica que
pasará el resto de su vida.

Cree que el amor es eso, escribirse cartas de caligramas, de ternura y


de preguntas, y luego vivir juntos y hablar de revolución. Ella adivina que a
él le gustaría hacer el amor con ella, lo intuye vagamente, y eso que él insiste
majaderamente y con la delicadeza de un chico al mismo tiempo.

Ella sabe que si cede, él la abandonará.

Se equivoca en la razón de esta fatalidad, pero lo sabe.

Después de muchas otras cartas, es lo que ocurre, punto por punto.

Nouk se vuelve silenciosa, muy a su pesar, antes del amor, durante y


después. Él le reprocha que sólo deja un poco de ironía detrás de ella.

Le advierte que no pasará toda su vida detrás de ella.

Se lo advirtió. Un día desaparece.

Le da muchísima pena. Pero, en el fondo, le parece que él tiene razón.


Ella no tiene talento para el amor.

Para tratar de sufrir menos, Nouk se sienta en el suelo, aprende de


memoria a Mallarmé26 y come cerezas, porque es verano. Kilos de cerezas,
centenares de versos. No llora demasiado, aprieta los dientes y escupe los
26
Stephane Mallarmé, famoso poeta francés del siglo XIX (1842-1898)
59
huesos. Es una pena de amor trivial como una gripe, los síntomas de la
enfermedad son conocidos. Aprieta los dientes y tiene ante sus ojos la
mejilla de él, el músculo que tironeaba su mandíbula, ese tic.

Recuerda que en casa de su madre, allá en Normandía, comían


ruibarbo con queso blanco. Piensa en el mono que le tiraba el pelo, y en los
paseos que hacían, a él le gustaban los bosques. Piensa en el día cuando la
llevó a dormir a casa de sus padres y entró en su habitación, de noche, con
valentía y orgullo. Nouk tenía tanto miedo que él tuvo que marcharse.

Organizó un montoncito deshonesto de recuerdos. Si se cuenta una


historia, no hay que contarla a medias. Pero no hay derecho a tocar los
primeros amores. Una novela, escribiré una novela, así podré hacer reír o
hacer llorar con las imágenes que he olvidado. Esto es apenas el relato de
Nouk. Nouk desconcertada, devastada sin saberlo, muy decidida a no volver
a amar a nadie, recuperada de su miedo a los hombres, como una paranoica
a quien la realidad da forzosamente la razón.

Desde ese momento Nouk evita los bajos de la rue de Seine donde iba,
puntualmente, a las siete y diez de la mañana, a despertar a su enamorado
para verlo antes de clases, porque era el único momento que escapaba de
los relojes. Se deslizaba en la cama, trataba de olvidar el terrible olor a
calcetines de las pequeñas habitaciones masculinas. Él se alegraba porque
ella fuera a verlo. Eso es lo difícil de olvidar. Nouk omite confesar que ella,
sobre todas las cosas, se alegraba por ser una niña normal. No hablemos
más de esto.

60
Capítulo 10

En ese momento empecé a visitar con regularidad a mi abuelo. Tendría


que verificar las fechas, me parece que fue por única película que le
recomendé que viera, sin creer, no obstante, que le fuera a gustar. La
salamandra, de Alain Tanner.

Empecé a visitarlo regularmente todas las semanas a la hora de


comer.

Tuvimos que domesticarnos. Durante los primeros años no


hablábamos mucho, manteníamos una charla propia de un anciano y su
nieta, intercambiábamos noticias, hablábamos de la actualidad, algo que
siempre se ha hecho en la familia.

Durante veinte años nunca hablamos de lo que él llamaba, hablando


muy rápido, “tu enfermedad”. Y cambiaba inmediatamente de tema.

Cada vez me gustaba más ir a verlo. Por una especie de tranquilidad,


una dulzura que no encontraba en otra parte.

Nouk come rábanos, su abuelo también; les pone mucha sal y traga un
pedazo de pan entre bocado y bocado. Dice que le gustó la guerra, la del
14.27 Era atroz. Hacía frío y todo estaba lleno de barro, los obuses llovían en
las trincheras; pero fue lo más interesante que vivió en su vida.

¿Por qué te gustó?

Le cuesta aceptarlo.

En la guerra, no tienes más preocupaciones. Todo está organizado,


decidido. Sólo hay que hacer lo que hay que hacer, es descansado. Todo el
resto de mi vida viví desde la inquietud, la angustia. En realidad, fue un buen
estropicio.

El abuelo de Nouk tiene una manera muy personal de relatar sus


fracasos, con una especie de sofrenado humor judío. Dice que ahora tiene
mucho tiempo para pensar en todo eso. Dice que es un hombre temeroso,
sin ningún talento particular, torpe y tímido, muy malo para los negocios y
que sin embargo era un buen oficial. Después fue un mal arquitecto, un
marido insuficiente y ni siquiera pudo participar en la Resistencia. Nouk
bebe sus palabras. No le cree, pero adora su manera de contar. Todas las
27
Se refiere a la Primera Guerra Mundial (1914-1918)
61
semanas, entra en su escritorio a las doce cuarenta y cinco y él le dice
buenos días mi niña grande, sin alzar la cabeza. Lo rodean papeles, carpetas
de cartón donde anota cosas. Lee anotando ciertos detalles, porque olvido
todo, nunca he tenido memoria. Ella espera que termine.

Nouk se acostumbra a llevarle libros.

Le gustan los libros de historia, también los de religión.

–A veces me pregunto –le dice a Nouk– si no son todos ustedes un


sueño mío. Dice que la vida pasa en un abrir y cerrar de ojos o que le teme
morir, lo que sorprende a Nouk, que creía que los viejos pensaban que morir
era algo normal.

No. Se piensa mucho en la muerte. Y da miedo.

Habla con frecuencia de Paul, su hermano menor. Cuando éramos


niños, me parecía que lo mimaban demasiado. Era muy buen chico, él. Un
hombre valiente. Nouk prefiere la cobardía autoproclamada de su abuelo.

Le cuenta su infancia. Nunca tuve memoria ni imaginación; los


trabajos de redacción eran una tortura, no tenía nada que decir, nada que
escribir. Nouk considera que esa manera de hablar siempre de nada es un
estilo de escritor, pero no dice nada. Cuenta acerca de la época cuando era
estudiante, del hotel Lousiane, en la rue de Seine, de las comidas en casa de
su tío Marc y su tía Lili. “Iba a su casa y me quedaba callado, no tenía nada
que decir. Así que un día no abrieron la boca durante toda la cena. Hubo un
silencio penoso y me preocupé. “Lo que dices no es tan importante”, me
comentó Marc. “Nadie te escucha, o muy poco, como todo el mundo. Pero si
todos se callan, ya ves lo que sucede”.

A Nouk le gusta mucho esta lección de modestia.

El abuelo de Nouk cuenta su vida por episodios, le muestra cómo se


puede molestar cuando no se quiere molestar. “Por ejemplo, en las fiestas,
en los cumpleaños, en los funerales, iba de grupo en grupo, interrumpiendo
las conversaciones con mi silencio y después no decía nada, porque nada
tenía que decir”.

A veces van a un restaurante, a la Coupole o a un chino. Se sientan


uno junto al otro, tal como se estilaba antiguamente.

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Nouk no sabe cuánto aprende junto a su abuelo con el correr de las
semanas, de los años, pero eso se insinúa suave, muy lentamente, en ella.
Sin darse cuenta, lo observa, advierte cómo se fija en todo lo que hace,
cómo lo hace lenta y cuidadosamente; le parece muy bella esta manera de
hacer las cosas. Observa que tiene mucho cuidado con lo que come. Le
explica que tiene costumbres muy fijas. Pongo todos los días el despertador
a las siete y media. Después me doy vueltas en la cama hasta las ocho. Esa
media hora es mi momento preferido. Más tarde el día pasa volando. Tengo
tantas cosas que hacer.

Nouk vuelve a aprender las simples reglas de la vida cotidiana.

Un día, mucho después, el abuelo tuvo un accidente. Lo habían


operado, había tenido enfermedades, cataratas, pero este accidente era más
grave, se cayó y se golpeó la cabeza.

Nouk lo llama. Él la regaña. Sabes perfectamente que no puedo hablar


por teléfono, escucho muy mal. Y me siento muy débil para vernos.

Nouk espera que mejore. Por fin puede volver a visitarlo.

Esa noche, cuando va, lo encuentra triste. Se queja de sus piernas, ya


no le obedecen, y de su cabeza, no consigue sumar; esto lo obsesiona. La
hace esperar, discute con la mujer de la limpieza por un asunto de cuentas
que no consigue verificar. “No la soporto más”, dice, no tiene tacto. Dice que
la vida no vale la pena si ya no se puede considerar las sutilezas.

Nouk se va llorando. No sabe qué hacer. Vuelve con una calculadora


muy sencilla; para las sumas.

Pasan los meses, Nouk se acostumbra a encontrar respuestas y


sosiegos para los sufrimientos de Max; a buscarlos, en todo caso.

Tiene la sensación de que sirve para algo; en realidad es así sólo


porque lo ama. Compra unas bolas triturables para luchar contra los
calambres de las manos.

No creo que las haya usado mucho.

También empiezan a hablar de amor, del amor y sus malentendidos


entre los hombres y las mujeres.

Es el tema de conversación que prefiere Max y, poco a poco, se


convierte en el tema favorito de Nouk.
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Nouk le lleva libros, pero cada vez le cuesta más leer. Le lleva casetes
para escuchar Enfance, de Nathalie Sarraute28. Se refiere a lo que ha
escuchado diciendo “leí que…”. Es igual.

Nouk va a merendar con sus dos hijas. Llevan pastelillos y turrón.

Cada vez que va a comer, lleva flores. Él la regaña, dice que son caras,
que es una tontería.

Así que termina por no volver a llevar.

La semana siguiente, descubre un ramo de rosas de tela en la mesa


redonda del comedor.

–Es su culpa –dice Carmen, la mujer de la limpieza–. Nos acostumbró


a ver flores, así que he tenido que comprar. Son flores artificiales, estamos
constantemente florecidos.

Nouk, desde entonces, lleva flores de verdad.

Estas rosas, lirios y fresias que manifiestan su agradecimiento.

28
Escritora francesa de origen ruso (1900 – 1999), su novela Infancia, fue publicada en 1983.
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