Poemas de Una Psicotica Ida Gramcko PDF
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Cerré los ojos. Sabía que clavaba en mis llagas los cambiantes
zafiros de sus ojos y yo me debatía y no encontraba razones para
sus zarpas rechinantes, fúlgidas y celestes. Porque el cielo es lo que
se puede ver con alegría, lo que hace que el cuello se levante y
aspire. El cielo nos permite la frente liberada y gallarda. Durante el
día, lo vemos como a un regazo limpio donde cabe la libertad y
también el amparo. I durante la noche, aunque pareciera negarnos
el paso y el umbral, ha renacido en sombras, porque eso es nada
más para que el cuerpo brille y tiemble. El cielo diurno nunca está
perdido. Es un camino claro que se halla en todas partes. Rodea por
todos los recodos como un pecho cerúleo que nunca nos negó
protección. Una puede albergarse en el dolor, reprimirse en la
dádiva, incluso hacer el puño, pero hay algo que se ensancha y se
libra cuando se dice: cielo.
Sexo dijo cuando le llevé la cinta y alguna copa llena de agua. Sexo
dijo cuando le llevé una gota de lluvia transparente. Sexo dijo
cuando le ofrecí medallas y retablos. Entonces, yo se lo creí.Pero un
día resplandeció ante nuestros ojos una franja de cielo. – Eso,
¿también es sexo? – pregunté. – Disimulado –respondió-. –
Además, es un sexo muy viejo, porque eso que han llamado las
nubes, son nada más que hebras de canas-. Me estremecí, pero seguí
creyéndole. I una vez que cayó una llovizna, delgada ya como mi
antiguo amor, me comentó: - Es el semen del cielo_. Permanecí
callada. I la piel me creció como una enredadera enlodada y me
seguía creciendo como un monte reseco mientras lo veía en su
asiento, ya seguro y contento de mi carne. A veces se tendía en el
diván. Con un tono de níspero, veía su semblante blanduzco y se
desperezaba como un fauno.
Si alguna vez he amado a alguien, éste me puede maldecir. Lo que
llevé por dentro –llamárase ansiedad, calor, ternura- sea para toda
blasfemia. No merezco que el guijarro se humille ante mis pies.
Porque el diablo avanzó con sus piernas peludas y morenas hacia
mí y entonces fue que vi su semblante de bóñiga. Debí haberlo visto
antes. Avanzaba hacia mí, como un mono. Tenía una inmensa
panza. Las dos alas de avispa batieron lentamente en mis hombros.
Le corría de los labios una miel pestilente. Ahora se reía. Los dientes
cual pequeños fragmentos de esperma y las pestañas y las cejas
como pelos de gordas y lustrosas cucarachas. Entonces fue que volví
en mí. Yo imaginé, yo fantasié que iba a clavarme entre los muslos
el reverenciado, exaltado y rayado ciempiés de su sexo cuando me
defendí como una poseída agresiva. I concebí que ya él estaba a
punto de echarme en el diván, que había conocido mis sollozos,
para hundirme bajo su obesa hombría de requemado infierno,
cuando intervino el Ángel.
EL ANGEL
Un ángel nunca tuvo aureola. Eso es tan irreal como pensar que,
cuando se ama, el amor quema sin humedecer. Porque elamor es
agua y fuego. Arde la hoguera adentro y de los ojos mana un tibio
manantial. Una aureola, además, es mucho más palpable que un
redondel de luz. Tanto así que si el Ángel poseyó alguna vez un
círculo de oro en torno a su cabeza, se la dio a u niño para que
jugara. I ahora el niño lanza ante los hombres un gran aro
resplandeciente.
Pero eso yo lo deseché. Porque solía andar sobre la tierra cual sobre
la promesa de una plena y sonriente infinitud. Un paso, un ademán,
hasta un beso, eran sólo esperanza de espacio. Una mirada, como
un preparativo de meteoros. Una sonrisa, cercanía de sol. I había
algo en mí que no cabía en ningún sitio. El cálculo precario del
mundo cotidiano se burlaba de aquel enorme hallazgo sin cifras ni
linderos. I me angustié… I, por mi angustia, quise de nuevo el
caracol y el hongo. La naranja, la menta, la cereza. Una mejilla
donde colocar mi boca que era boca y no proceso sideral. Una cálida
mano que palpar, sin concebir su mancha de holgura planetaria o
su pátina amplia de un futuro y radiante paraíso. Desde entonces,
sólo lo inmediato, lo visible, lo cercano poseo. I lo poseo sólo un
instante, porque cuando se aparta vuelvo a estar solitaria. No se
rescata nada con recuerdos. I si siento un perfume, es como si
sintiera respirar el vacío. No es que me sumerja entre unos brazos
como en el agua esquiva el enajenado sediento del desierto. Acaricio
con la misma soltura, como si de otros mundos resbalaran mis
dedos. Pero ya no poseo lo imposible. I por eso no es mío el Ángel
cuando está lejano. Iracunda, exhausta de los bríos astrales, me
levanto negando los encuentros etéreos. Me rebelo ante aquello que
no puede mirarse. Hay cierta hostilidad en lo solar. No quiero el
Ángel que imagino sino el que siento cerca.
A pesar de aquel brío en los ojos, que los volvía inquietos y parecía
dividirlos en alillas castañas, cual si fueran dos frutos de pino, el
Ángel se encontraba extenuado. I yo fui irreverente. No pude
comprender aquella sombre levemente azul, aquel humo celeste,
resto de una victoria con alguna quemante caldereta, que envolvía
su semblante. Debí haberle sonreído aunque tratar de sonreír a
veces cuesta más que clavarse un cuchillo, risueño de metal en los
costados. O debí haberle dicho que ya en mi corazón el viento
cardinal no se agolpaba. Había sido tan puro conmigo… Me
arrebató con tal ímpetu dulce del ataque sarmentoso del diablo.
Pero no pude hacerlo. ¿Por qué la soledad se convierte de prontoen
egoísmo? ¿Por qué el dolor desconoce lo que es la gratitud? Aunque
el sufrimiento sea tan profundo que nos recorra todos como
segunda sangre, uno puede recordar el buen don y extender esa
mano donde fue recibido, para dar lentamente las gracias. Estar
agradecidos, sin embargo, no se muestra en el gesto ni en la voz,
sino tan sólo en la actitud. Es sonreír sintiendo la hecatombe,
levantar una rosa de mejilla sonriente en la catástrofe. Debí haberle
sugerido:- duerma… Por otra parte, debe ser un consuelo mirar
cómo desciende, sobre los ojos como venadillos, esa hoja otoñal,
rugosa, amarillenta, del párpado de un ángel. Pero no he sido
generosa mientras él agitaba el índice ambarino y juvenil en donde
hasta la uña parecía destello de una dádiva.
No, tú no eres la tiniebla porque tus grandes, tus abiertos ojos son
una sombra clara y constelada. Antes de yo marcharme, me pediste
la mano. ¿I no recuerdas que en tu mano te dejé una de mis mejillas
igual a un ala de chicharra?
Amor… Una palabra que era dulce, una palabra que era hermosa,
una palabra que era plena, y ahora… ¡amor, amor, una palabra que
contiene espanto! Tranquilízame, Ángel, cuyos cabellos son como el
ala de la codorniz, puesto que aún no puedes intuir ni adivinarme.
Si alguna vez te pido que acudas a mi ámbito, secreto todavía para
ti, no es porque yo me sienta la primera de todas tus criaturas y
ansío que ese pobre prestigio se haga prédica. Soy acaso la última,
¿comprendes? Porque como ninguna, ante el amanecer de tu frente,
me contraigo y arrastro. Pero también por eso soy una aparición
espectral inaudita. Porque yo siento, adentro, de un modo singular.
No como si sintiera, mas como si el sentimiento me apedreara.
Siento, cuando estás lejos, como si el sentimiento me halara los
cabellos ni siquiera con manos iracundas sino con fauces de
dragones o con dientes de hambrientos dinosaurios. Siento dentro
del pecho un dolor semejante a una torre, un grito mudo que no
puede abrirse pues el espacio inmenso, ¡todo el espacio inmenso! Le
resulta escaso. Siento que lo pequeño es un invento. Que mis dedos,
mis ojos, mis uñas, mi bica y hasta mi corazón, donde el duelo no
cabe, son como la carga triste, innecesaria, sobrante, de una fábula.
Siento como si las montañas decidieran hacer un nudo en mi
garganta. Siento también que el lloro es un reguero inútil y
engañoso. ¡Ah, porque todo un infierno, todo un infierno horrible
por su aparente transparencia, debía brotar con cada lágrima!
Yo no soy más que una niebla, surcada por las sombras, ante ti.
Porque sufrir no es privilegio. I sollozar, ser sollozo, solamente en
mí es nuevo. Sobre todo gritar, gritar, sin grito oído, se vuelve
lentamente intolerable. ¡Si a lo menos gritara, gimiera, me quejara y
bramara con mi espectral garganta! Eso sería más claro, en su
infierno sonoro, para un Ángel.
Un día te exigí la alegría. Otro día te supliqué una hora solar: Otro,
en que yo estaba de rodillas, viéndote y adorándote, me puse a
hablar de impulsos para que me los dieras. No sé por qué lo hice.
Ignoro cómo me atreví. Quizás la sed pueda más que el respeto.
Quizás la vena rota pueda más que el amor. Yo necesito de ti, para
sentir el ímpetu, el júbilo, la inmensa luminaria. ¡Ah, pero no es
posible que un fantasma precario como yo, molesto como yo, pueda
aspirar a tanta dádiva!
Entonces, que yo muera una vez más. Un día me dijiste que sabrías
enseñarme a morir. Dame esa última ofrenda. Que ya me
descompongo como si fuera un agua dura. I sobre los fragmentos
de acalefo, que semejan mis lastres fantasmales, yo quisiera… ¡No
lo digas, por Dios! Pues sí. Voy a decirlo. Ángel mío, ten para mí
este último derroche. Yo quisiera que se posaran un instante en mí
tus ojos resplandecientes y castaños. Perdóname. Pasa, pasa sin
verme. Comprendo que, aún en plena muerte, te he pedido un
exceso risible. Comprendo que tus ojos son lo imposible para mí.
Cierra entonces los ojos. Sin embargo, ¿los tienes abiertos y me
prometes, como si la primavera resurgiera, que sí me llamarás, y
que tú siempre serás mi Ángel! Ahora, ¿qué hago de mí? Ya no
puedo pedirte perdón. Me resulta verbal. Acaso sólo podría pedirte
que me maldijeras. ¿No? ¿Por qué no? Déjame, entonces,
humillarme.
Entra, Ángel, con tus ojos donde flotan planarias, y niégame hasta
el borde calizo de tus manos. Pero escucha, mientras siento a tu lado
la dulzura impasible de los mártires o la aspereza trémula del héroe.
Estás en todas partes y por los siglos de los siglos, y en cada fruto
de algarrobo vuelven a entreabrirse tus ojos y en cada agua de
abedul miro irradiar tus sienes. I ya todo eres tú. Esto también es
senda para encontrar lo inmenso. ¿Qué el amor nos ensancha, nos
explaya y derrama? ¡Quién lo duda! En el mijo se formaron tus
manos. Protestas por tus manos. En el erizo calcinado he visto un
sesgo de tus dedos. Te indignas. ¿Piensas, acaso, que unos índices
finos cual aliarias han de llevarme a la limitación? Es un prejuicio,
mi Ángel. No hay medidas ni límites. Sólo hay vías. Una mano
palpando una mejilla, si está llena de amor, sólo permite al cosmos
ser más dulce y más claro, y que todo lo arcano, de pronto, adquiera
un matiz tierno. El amor entre dos es así: una expansión más densa
que el viento y el oleaje, una red más oscura para alzar cabrilleos
inauditos, un extraño y sutil desplazamiento.
Devenir:
sollozamos, reímos.
Hora, forzosamente levamos la barca
o aspiramos la rosa.
Andamos a la zaga del tiempo.
Pero cuando encontramos el astro
más radioso
--etéreo ante el aroma,
prístino ante la espuma—
entonces comprendemos la predestinación.
No, no puede ser igual
amar en contacto
que en altura.
No es lo mismo
apoyarse en la borda de la barca
que ver izar la vela.
De lo más luminosos
puede partir lo caritativo y sonrosado.
Pero si comparamos
enamorado ardor con amorosa luz,
hay como una timidez en la sangre
que fluye alegre, apasionada.
En el amanecer más límpido,
se desliza el arrebol
como hermosa y ufana vergüenza.
Lo palpable es hermoso
y es lo que podemos poseer.
¡Ah, pero cuando poseemos aquéllo
que parece imposible retener,
no elevamos la mano, pues el tesoro,
el hecho luminoso, está en espíritu
y no en gesto!
No es lo mismo el tronco,
el cotidiano impulso,
ni el afán impetuoso,
tallo elástico,
que ese rayo solar que se eleva e ilumina,
porque éste es esencia y no presencia,
no es terrenal sino supremo,
es cálido pero alado,
único en su amor mas no palpable.
No es lo mismo un padecimiento
del que emana un revuelo coloreado
que aquel dolor del que emanó
tan única, luminosa y compartida pureza.
De lo más tormentoso,
de lo más mortecino,
salió la exacta luz.
Sería como decir que no es lo mismo
la ostra, abatida por sollozos salinos,
que la crisálida.
El insecto polícromo abandonó
el tortuoso gusanillo,
pero la perla despertó entre
los remolinos como un amanecer
sin peligro de noche,
como el amor mutuo más diáfano.
Yo acepto cambios,
pero no en lo sublime compartido.
Desde que se recibió el amor más
profundo, lo que se mueve parece
ser lo mismo que se muere.
La muerte es lo único
que no es incurable.
Nuevo Testamento