Poemas de Una Psicotica Ida Gramcko PDF

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La Palabra, el Anhelo y La Flor de la Conciencia

Algunos no ven la Palabra, aunque la miren,


otros aunque la oyen, no la escuchan.
Pero a algunos se les da
como una amante y refinada esposa
se entrega a su hombre.

Rig Veda. X, 71.4

Si bien en todo poeta la palabra es esencial, en la polifacética Ida


Gramcko (1924-1994) se entroniza como un evento salvador. La
palabra en ella es el espacio donde confluye su poderoso y a la vez
delicado mundo íntimo con la vida, en términos de pálpito universal.
Ida con su inmenso pulso creador intenta, a través de la articulación
de la palabra, transformar lo efímero en eterno y trascendente, y una
vez que ha intentado asir lo perdurable, verifica la reaparición de la
amenaza permanente de la pérdida, y el anhelo que regresa por lo
que permanece. Afirmaba: "Existir, no vivir. Nos ha costado tanto
no ser vida". Pareciera que en ella el existir cabalga incesante sobre
la vida y es la palabra un instrumento mágico que permite el
advenimiento del Existir. El ser poético de Ida es existir, por eso en
ella vida, existencia y poesía son indivisibles. El recuerdo infantil
de una pequeña de tres años dictándole a la madre un poema, nos
prefigura su devenir poético. En su jardín (que será siempre metáfora
en ella) es testigo del florecer de un lirio, ella corre, se golpea y dice
que tiene algo en la cabeza – “tengo una cosa aquí”, señala- y
necesita decir “eso”. El caso de tal precocidad es asombroso, no sólo
por la profundidad poética en la imagen percibida, sino por la
prodigiosa utilización del lenguaje para transmitirla:
en esas matas de verdosas hojas
como un alma blanca surge un lirio encantador

(Anécdota citada por Gabriela Kizer en la biografía de Ida Gramcko.


El Nacional, 2010)

Además de una deliciosa anécdota infantil que asoma en el episodio


del lirio, ya se anuncia en Ida una definitiva visión poética: un golpe,
algo que desde dentro pugna por salir junto a la urgencia por
atraparlo. Parece entonces que se hubiera golpeado con el propio
emerger del lirio. Recordemos a Chantal Maillard, al referirse a la
mirada de la infancia: “¿Qué fue de aquella inocencia en la que la
percepción, lo percibido y quien percibe era uno y lo mismo? (...).El
largo camino que desemboca en la intuición mística ¿no será acaso
el de un retorno a cierto estado de la infancia?”. Ida- niña es el lirio
que emerge, su alma emerge con el lirio o emerge en el lirio. Esa es
la vía mística por la cual la poeta transitará durante su existencia.

Ida insiste en sumergirse en un universo vital, desbordante, insólito,


barroco, casi delirante de palabras, que intentan dar forma a lo que
en inicio es inefable. Ese ardor constreñido en la potencia oscura de
su espíritu la impulsa hacia la luz, intenta un camino de iluminación
desde la sombra, pescando de dónde viene la luz., y la luz en Ida es
la palabra.

Todo ello nos sirve de preámbulo para aproximarnos a un libro


único: Poemas de una Psicótica (1964). El dar cuenta de
experiencias límites de sufrimiento psíquico ha sido tema recurrente
en los poetas. Sin embargo, en el caso de Ida Gramcko, quien es una
persistente buscadora de la trascendencia- de lo “inmenso que cabe
en el ala de los pájaros”- su experiencia psicótica se convierte
también en un camino para llegar a la expansión de la consciencia e
iluminación mística. Mas sin embargo, su misticismo es
paradójicamente oscuro e inquietante, emparentado en sus raíces con
el de Santa Teresa de Ávila, y con influencias diversas de William
Blake, el Conde de Lautréamont y Rainer María Rilke, entre otros.
Para Ida la vivencia poética no es un fenómeno intelectivo, aunque
se valga de la utilización desmesurada del lenguaje, rebosante de
imágenes, metáforas y numerosos recursos técnicos, su poesía no es
medio de expresión sino un instrumento de interpretación del mundo
en su totalidad: interno y externo.

La experiencia psicótica de Ida, transcrita en clave, nos coloca como


espectadores de un proceso creador avasallante, por ello lo
importante no es quedarnos en la patología, sino agudizar los
sentidos, dejarnos inundar de sus palabras y acceder a ese
universo en expansión, que constituye el mundo de la poeta. Ida
Gramcko, en su intento de simbolizar la experiencia, consigue
legarnos una de las más bellas y originales piezas poéticas. En ella
nos describe un sufrido y portentoso tránsito interior desde sus
profundos abismos hasta hallar en el Casi Silencios el espacio de
una conciencia extensa y anhelante. En el prefacio del libro nos
anuncia su estructura, Diablos, el Ángel y el Espectro pertenecen a
la psicosis padecida, y Plegaria, Casi Silencios y lo Máximo
Murmura los considera los poemas de su curación. En ese
conmovedor preámbulo anuncia cómo la palabra se constituye en
sanadora. El tránsito del libro es una experiencia dolorosa y
abarcante donde Ida al final halla ese lugar donde:
Las aguas se hacen claras.
Al fondo, lentamente, las piedrecillas
hallan al fin sitio. I encima de las aguas,
flota una flor entreabierta: la conciencia.
La psicoanalista junguiana Marie Louise von Franz propone que
luego de experiencias psicóticas, advienen en la psique individual
imágenes equivalentes a los mitos de creación colectivos, lo cual
permitirá la re-creación del mundo interno que se desmoronó tras el
episodio. En el caso particular de Ida, la psicosis es transmutada por
una psique que siempre ha estado atenta al proceso interno creador,
un alma que ha crecido y ha sido cincelada con la palabra. Ella ha
estado alerta a sus oscuridades, las reconoce, “los diablos están ahí,
no se los invita”, y ante esta presencia oscura exclama: has de
recibirlo y acaso darle de tu pan porque ya se ha adueñado de ti
misma y tú sientes por él algo más crudo que el silencio: el miedo.
A través de su correspondencia personal, describe su enfermedad
lacónicamente como un no pisar tierra firme, estar abrumada de
percepciones y por una pérdida del significado que le impedía
utilizar la palabra. La enfermedad le compromete seriamente su
capacidad creadora y su escritura, hasta que pasados unos años la
retoma a través de este singular libro, donde al igual que en el jardín
de la infancia, emerge la poesía- como un alma- que siempre la
habitó:

“Me alegra saber que, aún durante el sufrimiento de mi enfermedad,


yo continué siendo poeta.”
Retomar a Ida Gramcko en estos tiempos de estrechez es intentar con
ella vislumbrar la vasta multiplicidad de la existencia y sumergirnos
en un siempre renovado mundo donde la Palabra se nos entrega
como una amante y refinada esposa.

Ana María Hurtado


A mamá, con mi cariño
Los poemas comprendidos en DIABLOS, EL ÁNGEL y EL ESPECTRO,
pertenecen a la psicosis que padecí. PLEGARIA, CASI SILENCIOS y LO
MÁXIMO MURMURA son los poemas de mi curación. Lo fugitivo,
porque se agota, se repite. Sólo lo verdadero permanece. Me alegra saber
que, aún durante el sufrimiento De mi enfermedad, yo continué siendo
poeta.

Caracas, Diciembre 1964


DIABLOS
El diablo espatarrado apareció. Con tal naturalidad que parecía
haber estado siempre. Una greña encarnada le colgaba de la pierna
izquierda. De resto, no podía vérsele el color. Era de humo. Quizás
siempre estuvo allí, sólo que otras apariencias le velaban los
miembros humeantes. Se acercaba. El terror es como el amor: se
anuncia por un vértigo. Sólo que el amor –caída clara- asusta como
el acantilado o el océano. I el terror sólo cae. Sin abismos redondos.
El diablo de pizarra se acercaba. De cerca podían vérsele los
omoplatos espectrales cubiertos de pelillos grisáceos y luego ,en un
relámpago helado ,los metálicos cuernos.

Resonó contra el muro su aletazo de zinc. I, al acercárseme, se rio.


Vi su quebrada dentadura de ónix. Entonces se tendió por los
suelos. Corrían por el piso sus cabellos de brumas infernales a los
que se adherían ratones y telarañas viejas.

Se pueden abrir las puertas a los hombres. A las mujeres tibias,


cargadas de criaturas. A los niños con globos. Perolos diablos
aparecen. Estás ensimismado en la rama del boj, en el remiendo de
percal, en los huevos que blanquean, como una tiza, la trama
amarillenta de los cestos, y algo te hace volver y es el diablo
nervudo, espatarrado, que ha entrado sin que abrieras la puerta. I
entonces has de recibirlo y acaso darle de tu pan porque ya se ha
adueñado de ti misma y tú sientes por él algo más crudo que el
silencio: el miedo.

Los cuernos color de marrano los frotó en la lana tejida durante


muchos años para protegernos del odio y la intemperie. I se pulió
las uñas de un alambre diabólico con el mismo cuchillo con que
mandabas la manzana que te sirvió para ahuyentar la fiebre. Crujía
todo. Especialmente cuando se movía, desparramando un polvo
maloliente. Pero ya era algo tuyo, inexorablemente tuyo. I te iba
poseyendo, mirándote con sus ojos colgantes y plomizos y de
prontote asió por la cintura y tú querías huir pero le pertenecías por
entero, porque somos también de lo que huye, de lo que impreca y
hiere. De pronto, te soltó. I tú estabas, a la orilla del mar, bajo un
cielo con gruesos nubarrones, cubierta de ceniza, temblorosa de
pánico y no reconocías ni la forma delgada de tu mano con que
solías alisar lo absurdo. Te investía la diabólica niebla.

Bejucos pantanosos, mogotes verdinegros, gramíneas enlutadas…


Todo ello parecía el cuerpo mientras el cabello le caía hacia atrás,
ondulado, verdoso, pestilente, como de coles rancias. Tenía la mano
vegetal y las diez uñas le colgaban de los dedos fibrosos como diez
sucios jades. Las vigilaba como joyas. Andaba a tientas con sus
manos verdes como si fueran de berilo. Se observaba los dedos
herbosos con regocijo íntimo pues la alegría no cabe en los
demonios. Tienen sexo excesivo. Todo es afán de posesión y
orgasmo. El sexo de este diablo colgaba como planta de parásita. Se
reía con su risilla ajena de todo cierto goce, agitando uno de los
índices verdes donde relumbraba una esmeralda. Pero su risa
fustigaba. Pues la verdadera alegría es para los que dicen: yo dejo
esto, lo abandono, pues será más hermosos sin mí. O para los que
expresan: hoy he mirado el sol pero no tengo nada.
Tenía las orejas cual orugas enormes. I el frío perfil se le movía,
saltarín, lo mismo que una rana. Apareció después del gris y acaso
lo tupió con su grotesca enredadera. No era, pues, la primera vez
que un ser así entraba en la cálida vivienda. Por una sola vez no
aparece la angustia. Sólopor una vez aparece el amor. O la amistad,
con las manos tendidas. O la ternura, que no sabe muy bien a lo que
aspira: si a la eternidad o a la dádiva. Una sola oportunidad tiene lo
dulce para no ser perecedero: ser interior, doloroso, recóndito,
solitario. Lo diabólico abunda, se extiende, se propaga. El gran
cuerpo de musgo cochambroso se tendía como una enorme yedra
machada de pantano y alimañas. Sin embargo, no tenía nada que
ver con la inmensidad. Lo inmenso cabe en el ala de los pájaros. I
esta yedra parecía querer tupirlo todo. Se podía comprender
entonces que en el amor no cabe la abundancia. Cabe sólo la
plenitud. La entrega de la amante a su amante es una luna llena. El
roce de las manos de los que se aman es como un capullo
entreabierto. No hay mayor redondez, ni la del mundo, que pueda
compararse a la de una caricia.

Esta vez, el diablo desechó los manjares. Cogió la uva verde, la


masticó con un sonido avaro y se quedó mirando los restos de la
rosa. Esta no llegaba hasta él. Sólo quizás el tallo por la corola
encendida le impedía tocarla. Una rosa, cuando abre, es como un
ser que dice: fluyo para que aquel ojo elegido pueda mirarme y
admirarme. Cuando se admira, es como si temblaran las estrellas
por dentro. Mas los diablos no saben admirar. Admirar es cubrir
con la delgada túnica lo que está desnudo y decir: sólo existen los
senos cubiertos por el sueño. Pero este diablo tenía sexo. I
murmuraba frases incoherentes, como hablando de un seno que
siempre permaneció sin veladuras y del que manaba un jugo agrio.
Porque no hablo de un seno del que brotó la leche como el día del
nudo blanquecino del alba. Ni siquiera del seno que se deja oprimir
por la mano que ama. Sino del seno siempre sin velo, surcado por
las venas verdosas, expuesto entre las copas del ajenjo y el vaho
torrencial de la hojarasca.

Gamelote imantado la cabeza del diablo. Zarzas magnéticas sus


brazos. Helecho amarillento su sexo. Me retuvo en la cama. Parecía
querer cubrirlo todo. Hasta el hombro pequeño de pureza que me
quedó para eludirlo y del que aún pendía una tara diabólica. El
diablo tenía antenas en lugar de los cuernos. Sólo una lagartija
reluciente-porque apenas podía ver lo verde-me devolvió la vida.
Me levanté del lecho. Pero ya no seré capaz de ver el pasto sin
acordarme de lo sucedido. Ni siquiera otra vez seré yo misma para
rememorar que la ternura, el amor, la amistad, verdes plenos,
fueron mi primavera. He convivido con un verde diablo.

Hay el rojo del arcoíris, el de los astros, el de las guindas, también


el de los labios. Las manzanas se encienden en el cesto, en el árbol,
igual que un círculo de llamas. Hay el rojo del pez, del cardenal y
del geranio. Son los rojos que asombran pero que nunca atemorizan.
El rojo del rubí, del fósforo encendido, el rojo del amor que ya no
trae el sueño sino el hambre. Todo eso es la rojez para el hombre. I
el hombre puede ser siendo rojo contando con el azul del cielo, la
escarcha de palomas y el día soledoso y diminuto del canario.
Porque el rojo nunca se mantiene en nosotros. El fuego lento que
consume a un cuerpo es casi como un humo de amapolas. Se
metamorfosea en gestos y palabras. La voz y lo ademán conducen
lo encendido hacia un color de pata de paloma. Lo que se dice es
arrebol. Lo que se actúa, como soltar la rama cargada de begonias.
Cuando anhelas un cuerpo, el tuyo se estremece y no es amanecer
sólo un ocaso sencillo. Si se miran los ojos que se aman, es como ver
un vidrio rosa o sentirse invadido por una pulpa de granada. Mas
¿cómo lo encarnado puede también poblarnos e invadirnos? Es
cuando ya no tenemos ni un recodo sonrosado en la carne, algo que
atenúe la calentura, los deseos o la rabia. O cuando todo está ceroso,
amarillento, deslucido, como una esperma en busca de las ascuas.

La silueta se dibujó primero en el umbral. Pensé que se trataba de


un incendio. I busqué, me pregunté a mí misma, semejante a los
muros de cal, fríos y pálidos. La diabólica encía carcajeó. I entonces
fue que vi los pesados carbunclos asidos a los cuernos y las manos
ardientes, extendidas, punzantes como absurdas guanasnas. El
mentón, como teja increíble, le sobresalía del rostro rojo. Como una
fresa enorme, rugosa, tenía la piel que extendió por mis suelos con
ruido muy áspero. Era un pesado cuerpo de ladrillo diabólico.
Porque era un diablo. Tampoco esta vez le abrí la puerta. Tenía
miedo de todo llamamiento desde que estuve con el verde diablo.
Pero éste recalcaba su presunta hermosura. Extendía en el piso sus
cabellos como chorreantes llamaradas. De su boca salía una oscura
saliva vinosa. Sus s dedos se agitaban cual cerrados y satánicos
rábanos. Nunca puede saberse cómo un diablo penetra en la casa.
Cometes un error y ya tienes el nudo en la garganta. El nudo, que
es el miedo, como un ovillo rojo que de pronto te atenaza en el
cuello. I si sollozas, es inútil. Los sollozos se pierden como el odio.
Una cosa he sabido desde hace mucho tiempo: que no hay un
paliativo en el sollozo, que nadie florece tras las lágrimas.

El diablo frotaba contra el muro el muslo guarnecido de cayenas


extrañas. De pronto, se sentó. Yo miraba su espalda, de un mareante
escarlata profuso. Exhalaba un calor de fogata. Yo conocía las piras.
Si ves, de lejos, en un bosque, una hoguera prendida, por un ser que
te ignora, dices que es el amor y que la rojiza humareda es un nuevo
rubor que alivia tu cansancio. Pero tiene que ser un desconocido
quien la encienda y que el humo rosáceo que te traspase la piel. Eso
es todo. Pero lo llameante del diablo no daba ya lugar para ningún
recuerdo. Yo los atesoraba, como a corolas malvas, con manchas de
aposentos austeros, con señales de pálidos semblantes, y me los
consumió. Me quemaba dentro de una fiebre demoníaca. Sentía sus
cabellos rozándome en el pecho como bugambillas satánicas. Quise
huir… Pero me quedaba sólo un hombro y el diablo me arrebató la
huida y se bebió después mi sangre.

Aún desangrada, reviví. I levanté mi cuerpo, lleno de llagas


refulgentes lo mismo que de antiguos granates. Tenía un coágulo en
el pecho y me ardía como brasa. Quizás sobreviví porque otro
diablo me aguardaba igual que si estuviera estructurado en mis
rotas y azules arterias. Ignoro cómo pude hacinarme con tantos
demonios. Aún no sé cómo pude resistir la convivencia con
criaturas que ignoran que la tórtola en el musgo es como una mano
amorosa colocada sobre la cabeza. Pero ¿he dicho criaturas? Ni
siquiera son bestias. Son simplemente angustia. Este era azulenco,
y quizás, algo bello. No lo podía ver bien. La sanguaza corría por
mis párpados. Estaba situado en el alféizar y distinguía sus cabellos
rizados, apelmazados, como viejas hortensias. Era delgado, con sus
agudos codos de cobalto. Podía ver sus uñas. I llamaban con tal
inquietud que se tropezaban con el muro, como destartaladas
turquesas.

Cerré los ojos. Sabía que clavaba en mis llagas los cambiantes
zafiros de sus ojos y yo me debatía y no encontraba razones para
sus zarpas rechinantes, fúlgidas y celestes. Porque el cielo es lo que
se puede ver con alegría, lo que hace que el cuello se levante y
aspire. El cielo nos permite la frente liberada y gallarda. Durante el
día, lo vemos como a un regazo limpio donde cabe la libertad y
también el amparo. I durante la noche, aunque pareciera negarnos
el paso y el umbral, ha renacido en sombras, porque eso es nada
más para que el cuerpo brille y tiemble. El cielo diurno nunca está
perdido. Es un camino claro que se halla en todas partes. Rodea por
todos los recodos como un pecho cerúleo que nunca nos negó
protección. Una puede albergarse en el dolor, reprimirse en la
dádiva, incluso hacer el puño, pero hay algo que se ensancha y se
libra cuando se dice: cielo.

Este demonio parecía pegajoso. Se adhería a la ventana. Pero yo


defendí mis petunias. Una vez me caí en un macizo y el pelo se
quedó lleno de flores minúsculas y azules y desde entonces supe
que hasta los campos acarician. Lo que ocurre es que nadie lo
piensa. Si ves un ramillete de miosotis, alzado en el sembrado, hay
tal estallido de pulcritud hasta en lo diminuto que debieras renegar
de la angustia, pero el demonio estaba allí. Hacía olas. Yo sólo negué
el mar cuando un día pensé que me podía cubrir toda y envolverme
en sudario de espuma. Ahora no niego el mar. La calma existe como
el riesgo. ¡Ah, pero el mar no es como el cielo! En el cielo no puedes
hundirte. Es lo que está por encima de todas tus caídas. I este diablo
parecía un oleaje. Pensé súbitamente que debía ser el ángel de la
rebelión. Relampagueaba con tal destello azul de fósforo. I me
levanté con toda mi abertura. Yo soy lo que soy. Admito hasta mis
greñas de avellana. I cuando amo, aunque halle un gran obstáculo
a mi lado, me veo nítida y acepto. Este diablo estaba así por no
aceptar. Rozaba contra el muro su oscura ala ultramarina. Yo seguía
pensando que el amor no estaba hecho de rebeldía sino de sumisión.
Incluso si uno ama y es rechazado por lo que ama, ni blasfema ni
ruge ni protesta. Queda siempre el amor, como un milagro, aunque
lo amado ya no esté. ¿I qué es estar para el amor? Sólo una carne o
una anécdota. Los cuernos relumbraban con un brillo de alcohol. Yo
lo evadía. Cuando se ama, ya no se reconocen los rebeldes. I pensé
que tan sólo por un resto de paz, por un dejo de antigua sumisión,
conservaba destellos celestiales y hermosos. Pero Luzbel no era para
mí. Me repugnaba su acuoso lastre angélico. Sólo que Luzbel podía
más que yo y se lanzó sobre mi cuerpo como un perico gigantesco
y azul y yo caía, y recuerdo su plumaje azuloso puesto sobre mis
miembros.

Era de noche y yo esperaba el cielo como ese otro azul nocturno


que iba a librarme de la terrible posesión luzbélica. De noche
siempre me sentía mejor. Quizás porque lo mismo que mis manos,
como límpidas manos fraternales, se ponían a temblar las estrellas.
Mas, de pronto la tiniebla invadió. Siempre he odiado lo oscuro
porque me designa un sol inválido. Yo quería los rayos solares como
quien pide brazos que protegen. Pero la oscuridad me invadía. Era
como el luto repentino de toda flor y todo fruto muerto. La angustia
retornaba. Yo ya no le temía. Era tan natural como el aire o el pan, I
en un sentido, lo mismo que el amor que, al cabo de unos días de su
imposibilidad, una ha sentido tanto que ya sólo lo sufre y no le teme.

Hacía horas que la angustia no tomaba figura. Era sólo mi llanto,


inútil como todo lo que corre del ojo irracional hacia fuera. Como la
vista ebria que nubla los paisajes y los mira lo mismo que
polícromos monstruos. El llanto nunca fue redentor. Eso yo también
lo sabía. Pero lo dejaba correr, no fluir, que el que fluye es como un
río que espera barcos, paseantes, flores que se reflejen… Estas
lágrimas eran tan sólo mías, mas la absoluta posesión oprime, sin
que por ello nazca ni siquiera el orgullo, la individualidad o el
silencio. Todo era intemperie cavernosa, húmeda por mi llanto. I de
pronto surgió el diablo negro. Golpeaban contra el muro sus
cuernos de azabache. Contra el muro hacía resonar su trasero de
ébano. Su tronco de acerina relumbraba en la sombra y extendió
sus dos manos hirsutas como gruesas tarántulas. Atravesé la alcoba,
quería irme… Abrí también la puerta. Pero era un diablo astuto. Me
envolvió las espaldas con un pesado lamparón de brea. Yo me
debatía y sentía que el fango de sus brazos ondulaba, tranquilo,
frente a mí. Sus ojos de lechuza me observaban sin vida, pero
seguros de su presa. Entonces fue que pude mirar el gato negro,
enmarañado de su vientre. Las alas de zamuro, abiertas como sucias
amenazas. Los cuernos le brillaban como brilla el petróleo. Sus cejas
eran hechas de moscas. Una mano, de asquerosos carbón, se
acercaba a mi hombro. I entonces le vi el sexo, colgante y aleteante
como un viejo murciélago. Yo no sé si grité y maldecí. No se me
ocurrió una oración. Cuando el terror te envuelve, hay esa luz
contra el vampiro, pero es como si nunca hubieras visto el sol. Se
me acercó aún más. Tenía el pecho recubierto de hormigas. I cuando
me estrechó, su brazo en torno a mi cintura fue flexible cual pata de
pantera. Los grumos de pocilga saltaban sobreel piso. Yo le escupíel
rostro tenebroso. Se rió y sus dientes renegridos y fofos se movieron
cual bamboleantes trozos de pantano. Toda su cabeza luctuosa
componía un horrible aguafuerte. Estaba a punto dehundir el aludo
ratón en mi carne, pero en ese instante aparecieron las estrellas.
Entonces, yo recordé la luz. I mis manos temblaron lo mismo que
los astros. El diablo, como foca de lodo, se perdió en lo sombrío.
Pero aún quedan sus huellas, indelebles, como podridas
golondrinas echadas en el piso. I a pesar de que oro, no he podido
limpiar todo su estiércol.

La rama de araguaney entró por la ventana. Fue como si el


amanecer me entregara un tesoro. I rocé lentamente, después de
tanto horror, la súbita y serena riqueza. I comencé a pensar que todo
había concluido. No se nos da un filón tan generoso, ytan puro y tan
ajeno a la codicia, si ya no estamos libres del espantoso buitre negro.
I la flor aleteaba como un gesto solar que limpiaba el oscuro calofrío.
La rama de araguaney era como un brazo extendido que se volvía
luz a fuerza de ser dádiva y ofrenda. Pero, de pronto, todo se volvió
amarillo. Amarillo estridente. I pareció escurrirse mi mano entre la
rama porque el demonio gualda estaba allí. Tenía senos. Uno como
un jobo y el otro como un mango cubierto de lunares. Yo ya no tenía
fuerzas. I ni siquiera hui. Los ojos se acostumbraban a mirar los
estragos. Las manos se habitúan a ser asidas por pezuñas. O debe
ser que se pierde el coraje, la rabia de ser dulces, cuando los
espantos son el huésped.

Dejó ver su dentadura de topacio. No sé si se reía. Ni siquiera me


lo pregunté. Quizás porque, en verdad, sólo sonríen los humildes,
los amigos, los enamorados, los maestros… Tenía el ombligo como
una luna cruel y fulgurante. Más abajo, el sexo le colgaba como un
mudo canario grotesco. Desparramaba un lujo de palacio maligno.
Quiso cubrirme con su rayo hediondo. Yo, nada podía hacer frente
al heno diabólico. Es triste hallarse solos ante la dorada inmundicia
lo mismo que ante los luminosos sentimientos. Porque tenía el
pecho de oro resquebrajado, los hombros como una cornucopia
recargada de adornos infrahumanos y los pezones le brillaban como
trozos de cochano siniestro. Sentí náuseas. Como enorme banano
podrido, también cubierto por nocturnas pecas, su gigante perfil
me olfateó. I dejó que cayera en mis hombros –yo, que había
contado con mis hombros- la dalia enmarañada y amarilla de su
torvo cabello. No protesté. Acaso porque el odio más denso se nos
calla. Cuando se odia, nada se dice pero se degüella. Pero el cuchillo
se encontró muy lejos de mí. Una rosa amarilla podía aún salvarme.
Pero hacía tiempo que no florecían en mi huerto. Mi huerto estaba
cabizbajo bajo l polícromo aletazo de tan asiduos y ávidos
demonios. Aunque a veces aún yo podía sonreír y la sonrisa
aparecía en mi mejilla como una hoja amarillenta. Pero esta vez yo
estaba rígida. Posaba en mí los fríos girasoles de sus ojos. I su abrazo
de azufre me estrechó… Pero la rama, cargada con su don
resplandeciente, giraba bajo el peso de mariposas amarillas. Era
como si el sol, y lo que estaba más allá del sol, la mazorca del pelo
de los ángeles, el trigo del cabello de los ángeles, surgiera y
envolviera. El diablo gualda desapareció. Pero aún permanece en
mis índices una línea brillante como anillo de cobre que me produce
repulsión. La froto con los pétalos de alguna flor de araguaney. Mas
sigue cintilando, como si yo estuviera desposada con un demonio
rubio.

Cuando se recogen objetos frente al ser que se ama, es como si


recogiéramos espigas. Todo parece erguido y luminoso. O como si
amontonáramos la paja cuando el amor no puede recibir expansión
y se resguarda solo, hacinado y muy dentro. Siempre el labio que le
habla al oído alerta que venera, se vuelve luego denso, duro y frutal
como el durazno. I cuando no rozas la mano que tú amas, y percibes
resplandor en el rostro y algo de oscuridad henchida, es que muchas
astillas se te queman. Las astillas bien pueden ser los ojos.

Cuando el fuego amoroso se propaga, el crocante espesor de los


ojos fulge y desaparece. Mas no importa estar ciego cuando se ama.
Sólo importaría perder la voz. Porque el amante debe encontrar la
oscuridad. O, sobre todo, la penumbra. Aquello que nos dice que
hubo sol mas que no puede seguir habiendo sol porque lo puro y
fiel perecería. El atardecer, para los que aman. Algo que brilló, que
fulge levemente todavía pero que también, por excesivamente
grande para el hombre, se apaga lentamente y oscurece.
Yo quería lo oscurecido y buscaba en una semisombra la grandeza
pasada. Algo como el maderamen de una barca que sintió lo solar.
Algo como la palidez del rostro que fulgura, enamorado. Había
olvidado los demonios. Pues la rosa amarilla había vuelto a florecer
en mi huerto. I, de pronto, lo vi. Balanceaba sobre el diván las
piernas semejantes a cuero. No le temí esta vez. Pensé que mi amor
era tan grande que resistiría la absurda cornamenta leñosa, aunque
el amor no fuera más que una certidumbre fugitiva. Además, me
había acostumbrado a ver lo oscuro como quien mira tierra en la
que surgirá maíz nuevo. Pero el diablo no hacía ruidos como todos.
Permanecía callado y cuando me llamó, su voz tuvounsentido
recóndito. Pensé que era imposible. Porque sólo los hombres que
descienden de undesconocido paraíso, protegen y guarecen. Sólo
quien tuvo nido, puede hacer su cobijo moruno y hablar en lo
atezado caliente.

Veía sus patas pardas. Su tronco como el de un árbol carcomido.


Era un diablejo bajo, yodado y gordezuelo. Su relumbre cobriza se
regaba como aceite dorado. I no extendió hacía mí los dos brazos
marrones y fuertes. Quizás porque yo estaba cargada de madera de
amor, madera singular para lallama, comenzó a seducirme. Vi a su
rostro cetrino y macilento. Era un rostro pajizo, leonado. Pero ni un
índice de herrumbre levantó para hacerme una señal. Comenzó a
hojear libracos. I me parecía descubrir que se veían hermosas sus
manos de diabólica corteza. Asimismo su cuello en el que
relumbraban los destellos satánicos como una fina arena. I los ojillos
negros acechaban como restos de búho. Pero me seducía. Talvez yo
estaba demasiado cansada de demonios y , apta para el amor, no
podía dejar de amar alguno. Sin embargo, ya no me llamó más.
Entonces yo comencé a decir todo aquello que cruzaba mi mente y
llegué a confesarle mi angustia. Pero no respondía. Estaba tan
tranquilo como si hubiera sido el responsable de haber traído a mi
vivienda los otros seis demonios. Parecía un soporte mohoso, pero
me seducía. I comencé a llorar entonces. Estuvo observando mi
llanto como quienmira un río sin ansias de enjugarlo. Desde mis
ojos húmedos contemplaba su pecho como quien mira un barro
para reposar y proseguir. Pero no me hacía caso. I entonces
transcurrió aquella noche y otra noche y muchas noches más. Me
atraía su ceño, erguido como una seca rama. Sus uñas como de
alpiste demoníaco.

Un día le llevé un manojo de lirios. Oí otra vez su voz, que pareció


recóndita, y que ahora resultaba egoísta. Contemplando las níveas
corolas, exclamó: son sexo. Yo le creí, pero volví a llorar entre las
flores blancas.

Los otros diablos estuvieron acaso un instante, cuando más una


hora. Este se quedó siete meses. Puesto que él mismo los había
traído, permaneció en la casa como si fuera suya y él de hierro. Siete
meses en que ante cada capullo, cada fruta, cada piedrecilla
colocada con gracia ante sus patas, él murmura: sexo.

Es increíble pero, en un comienzo, yo quise ponerme de rodillas


ante el pajizo diablo Y se lo confesé, como quien espera que le
arrójenla alfombra o un césped para amarlo. Pero sólo me manifestó
que las rodillas se encontraban muy cercanas al sexo.
Desde que dijo sexo ante cada corola de acacia, tendida ante
suspatas, como un pequeño fuego virginal, y también ante el higo
que se entreabría, henchido, dejando ver sus tintes de obsidiana,
sólo pensé en la piel. Me crecía. Era una vestimenta que yo no
conocía pues, para amar de veras, la piel es como el muro que nos
turba, impidiendo que lo más verdadero, lo más reservado, lo más
hondo y secreto del amor se extienda como aroma o como hálito. El
amor es más olor que pétalos. I si uno mueve las hojillas es para ver
si envuelve más y entonces existe plenitud pero rellena y húmeda
de piel. I el auténtico amor queda flotando en torno como el aire.

Sexo dijo cuando le llevé la cinta y alguna copa llena de agua. Sexo
dijo cuando le llevé una gota de lluvia transparente. Sexo dijo
cuando le ofrecí medallas y retablos. Entonces, yo se lo creí.Pero un
día resplandeció ante nuestros ojos una franja de cielo. – Eso,
¿también es sexo? – pregunté. – Disimulado –respondió-. –
Además, es un sexo muy viejo, porque eso que han llamado las
nubes, son nada más que hebras de canas-. Me estremecí, pero seguí
creyéndole. I una vez que cayó una llovizna, delgada ya como mi
antiguo amor, me comentó: - Es el semen del cielo_. Permanecí
callada. I la piel me creció como una enredadera enlodada y me
seguía creciendo como un monte reseco mientras lo veía en su
asiento, ya seguro y contento de mi carne. A veces se tendía en el
diván. Con un tono de níspero, veía su semblante blanduzco y se
desperezaba como un fauno.
Si alguna vez he amado a alguien, éste me puede maldecir. Lo que
llevé por dentro –llamárase ansiedad, calor, ternura- sea para toda
blasfemia. No merezco que el guijarro se humille ante mis pies.
Porque el diablo avanzó con sus piernas peludas y morenas hacia
mí y entonces fue que vi su semblante de bóñiga. Debí haberlo visto
antes. Avanzaba hacia mí, como un mono. Tenía una inmensa
panza. Las dos alas de avispa batieron lentamente en mis hombros.
Le corría de los labios una miel pestilente. Ahora se reía. Los dientes
cual pequeños fragmentos de esperma y las pestañas y las cejas
como pelos de gordas y lustrosas cucarachas. Entonces fue que volví
en mí. Yo imaginé, yo fantasié que iba a clavarme entre los muslos
el reverenciado, exaltado y rayado ciempiés de su sexo cuando me
defendí como una poseída agresiva. I concebí que ya él estaba a
punto de echarme en el diván, que había conocido mis sollozos,
para hundirme bajo su obesa hombría de requemado infierno,
cuando intervino el Ángel.
EL ANGEL
Un ángel nunca tuvo aureola. Eso es tan irreal como pensar que,
cuando se ama, el amor quema sin humedecer. Porque elamor es
agua y fuego. Arde la hoguera adentro y de los ojos mana un tibio
manantial. Una aureola, además, es mucho más palpable que un
redondel de luz. Tanto así que si el Ángel poseyó alguna vez un
círculo de oro en torno a su cabeza, se la dio a u niño para que
jugara. I ahora el niño lanza ante los hombres un gran aro
resplandeciente.

Una aureola es muy simple. Puede aparecer, como rosquilla, ante


las hogazas de pan. Pero si la muerdes, desde luego, el cuerpo ya no
quiere pernoctar. Pero si la muerdes, desde luego, el cuerpo ya no
quiere pernoctar y los ojos permanecen insomnes, mirando las
libélulas.

Un ángel no tiene rizos rubios ni espada fulgurante. El que estuvo


a mi lado tenía los cabellos igual que un aletazo de penumbra y, si
llegaba el día de luchar, utilizaría los puños pálidos. Pelearía con
sus manos cuyas muñecas ambarinas estaban levemente recorridas,
lo mismo que por briznas enlutadas de noche, por un oscuro y
suave vello.

Un ángel tampoco tiene túnica azulenca. Eso sería suponer que


pertenece a un reino vagoroso donde abundan las ninfas, las
sirenas, las hadas. O el castillo del mito. Pero un ángel está sobre la
tierra. Lo único que lo aparta de las otras criaturas es que pisa con
una soltura singular y desciende con brío sereno los peldaños.
Acaso porque siempre le ha tocado bajar a la conciencia. I la
conciencia es una escala retorcida, llena de agujeros y cubierta de
yedra.
Un ángel no se calza con sandalias doradas. Ni lleva el pie
desnudo, sonrosado como el arrebol. Un ángel es humano.

Yo pensaba encontrarme con un ser intrincado y centelleante.


Porque yo amaba el artilugio. Soñaba con los gnomos, de enorme
gorro pardo, ocultos en la yerba como hongos, o en las estalactitas
que formaban, sobre las cavernas selváticas, los cuerpecillos
cristalinos y agudos de los duendes. Pero hoy todo eso terminó.
Porque cuando se sufre, puede que el sufrimiento raye un día en el
caos, pero llega una noche en que se topa con la realidad. I desde
ese momento sólo la realidad puede ser magia. Un alarido, una
sonrisa, se descubren como seguros sortilegios. Porque cuando se
grita, también se transforma el horizonte. Se convierte en garganta
o en eco. El único prodigio es la mano que abarca otra mano. No
hay que añadir embrujos. Es suficiente contemplar un semblante
deseado, para que un doloroso milagro se produzca: saber que no
es bastante el deseo. Basta el amor para el hechizo. I aún en el dolor,
o sobre todo en el dolor, nace lo insólito. Lo que está desgarrado
concibe reciedumbre como un soberbio y nuevo encantamiento. Si
quieres percibir lo inaudito, golpea la cabeza contra el muro. La
cabeza golpeada se erguirá y te parecerá legendaria. Tan esencial
será su fuerza.

Este Ángel no era pues, ni un tritón ni un endriago. No poseía nada


de monstruo escamoso y reluciente. Porque un ángel es lo mismo
que un hombre. No es de tul sino de carne y hueso. Sólo que habla
un lenguaje lejano como el de una criatura que ha platicado con la
lluvia. Peor no se escuchaban campanas cuando hablaba. Ni trinos.
Ni melodía. Ni truenos. No era tampoco como oír el mar que bate
contra las duras peñas. Era, más bien, como escuchar un agua que
pide copa que llenar. Yo le ofrecí mi oído, vaso de vidrio roto, y
escuchaba quizás sin entender, pero me iba sumergiendo igual que
en un arroyo donde se reflejan, luminosos, los álamos.

Contemplaba su frente de piel, pensativa y muy blanca, y me


asqueaba pensar en el azúcar. Pues la total dulzura nunca cabe en
los ángeles. Han conocido el viento. I desde entonces poseen entre
los labios y los dientes hermosos que sonríen, la ironía como un
grano de sal. Aún mirando su frente, pensé en la harina y el granizo.
Pero no era de pan ni de hielo. Sus sienes eran lácteas. I llegué a
imaginar que, en una noche clara, habían sido ordeñadas de la más
limpia estrella.

El Ángel se volvió. Su espalda no tenía nada semejante a las aves.


Era como la de un hombre. Pensé que iba a dejarme…Me dolíanlos
hombros que habían creído ser mi única defensa ante el demonio.
Mis hombros heridos e irredentos. Quise huir… Pero el Ángel hizo
entonces un gesto. Me quedé quieta. I el Ángel extendió sus manos
finas, surcadas por venillas de cielo, y me entregó sus alas.

Puse las alas sobre el lecho. No eran de seda ni de pluma. Eran


duras y blancas. Una tenía una mancha bermellón, la otra, un
arañazo. Me alegré de que no fueran alas de cisne ni de garza. Las
aves impolutas tienen una blancura indiferente, la nieve de lo puro
y lo absoluto, como intocada e infrahumana. Estas alas parecían
tocadas por la lluvia y el sol y daba la impresión de que habían sido
almidonadas en un sencillo huerto. Se veían fuertes sobre el lecho,
como velas de barco. Intenté colocarlas en mis hombros. M e las até
con un cordel. Me caí, di bandazos… Pero me contentaron mis
tropiezos. Llena doblegarse ante lo oculto, aunque lo oculto tenga
piel o lino. Porque un ángel, aunque hable con nosotros y veamos
agitarse sus índices hialinos, es siempre un ser ajeno. Alguien que
necesariamente ha de escapar si lo llama una racha. I alguien que
rechaza toda jaula: sea de lumbre o de canto. Alguien que escamotea
los más claros barrotes, los de las pupilas que remiran, los de la sien
que rememora… Ni la más amorosa prisión, podría contener su
largo y terrenal perfil de cuarzo.

Me incorporé poco segura. Pero me sentía satisfecha. Después de


ver demonios, es fecundo humillarse ante la dádiva de un ángel.
Postrarse ante lo alado es como una añoranza del impulso. Igual
que una nostalgia de sofocados ímpetos pretéritos.

Un canario de tejado se puso a cantar cerca de mí. Luego, levantó


el vuelo. Intenté una vez más. I resbalé, golpeándome los hombros.
Me arranqué, lentamente las alas. Cayeron en el piso lo mismo que
mandiles o manteles. I lloré por mi incapacidad para volar. Un ala
sostuve bajo el párpado como enorme pañuelo. I , repentinamente,
pensé en unas palabras que había dicho el Ángel: -Donde se vuela
es hacia dentro. El corazón se me apretó, oprimido por brusca
madurez, como un fruto asombrado. I recogí los símbolos. Porque
símbolos eran las dos alas, pétalos de alguna corola pesada y
gigantesca, caídos en el suelo. No sabía qué hacer. Sólo hice un
cometa. Las até a un cordel blanco y salí a la llanura. El viento las
elevó de pronto. Los niños me rodearon. I a todas sus preguntas,
respondía: - Son las alas de un ángel. –Los niños se reían, batían
palmas. El cometa volaba muy cercano del cielo. Cuando estaba
muy alto, lo abandoné quizás entre las nubes y volví hacia mi lecho.
Mas, de pronto, me alcé. Revoloteaba algo en lo más hondo de mi
ser. Yo lo sentía níveo y cálido, igual que una pechuga de paloma.
Sí, lo mismo que vedada gaviota, que comenzaba a conocer el sol, la
lluvia, el viento, una profunda soledad intacta se agitaba muy
dentro. Pero súbitamente quiso dispararse hacia fuera, como si
fuera cobijo. Yo no conocía los albergues, aunque tuviera lecho. Pero
siempre he aspirado al refugio. Mas no tenía dónde dirigirme. Yo
quería algo oscuro, con chispazos. Una vivienda ya penumbrosa
por la noche donde fulgían candelas. I recordé unos ojos, como
pozos cruzados por destellos acuáticos. Eran ojos angélicos. Cual
agua transparente, reflejando la roca. Pero, sobre todo, como
amparo. Ojos como la monda del mamey, cubierta de luciérnagas.
Pero, sobre todo, acogedores. Cual nidos recubiertos por un brillo
de escarcha. I entonces me sentí acompañada, como por un
desposeído que no negaba la morada aunque fuera invisible para
él. I me tendí en el lecho.

Pero el Ángelno ha vuelto. Se alejó con su pisada firme. Yo lo llamé


con todo mi fervor. Pero un Ángel es libre. No posee guaridas. Va
de la ventisca hacia el céfiro.
Yo debo comprender que, además de criatura salvadora, es sobre
todo un ser errante. Vuela hacia todo quejido de brisa que teme
perecer sobre las negras copas de los compactos árboles. Allí deja
un hogar y se aleja. Debe dejar una pared muy blanca. I la brisa se
queda guarecida.

Un ángel le da asilo al ventarrón. Para la tempestad, alza cabañas.


Yo debí tener viento en mi pecho y un día se me enredaron, como
sueltas madejas, todas las hondas ráfagas. Por eso el Ángel vino y
me donó una rienda. Mas yo lo necesito permanente. Hay un galope
permanente que denigra de su presencia demasiado ágil. Cuando
respiro, es confuso mi aliento. Esta respiración necesita su muro
donde tropezar y expandirse. No es lo mismo extenderse en la
intemperie que ante una piedra iluminada. Si tuviera un pedrusco,
volaría hacia dentro, porque para agitarse en lo interior se requiere
que algo nos rodee, con su cerco amoroso y estable.

Han pasado dos días. Pero el Ángel no ha vuelto. I yo me extiendo


como el vendaval, desordenando el día que ahora me resulta
inverosímil porque es nítido y diáfano. Y a todo adentro es
sobresalto oscuro. Ni el recuerdo del Ángel me alivia. Necesito
vivienda y sólo él, con su frente de cal, podría levantarme la casa.
Pero no vuelve. I me agito, posesa de una convulsión creciente. I en
el último ademán convulso, pienso que ya sólo es posible que me
cubra una lápida.

Mas de pronto lo anuncia un cocuyo. I digo que lo anuncia porque


es la única luz que, en medio al fuego diurno, puedo recibir y
contemplar.
I está allí percibiendo mis desatados soplos. Yo he hablado de sus
ojos de un radiante castaño. Pero no he dicho aún que los ojos de un
Ángel son siempre inquisitivos. Atraviesan como filos oscuros que
rasgan sin herir. Como aguijones relucientes que extraen todo ritmo
interior, sin que haya ya sangre o llaga. Extrajo lentamente el
huracán. Mis movimientos íntimos pendieron totalmente de los dos
luminosos puñales atezados.

Contempló el salto interno. Observó bien los brincos turbulentos


que daba mi hondo aire. Creí que ante la gruesa tolvanera iba a
darme un comienzo de muralla. Pero sólo con la mano extendida,
esa mano ambarina en la que quizá los largos vuelos marcaban un
sereno quebranto, me dio un poco de cierzo. Mas cuando un Ángel
quiere abrigarnos con el frío, sonríe como abriéndonos la puerta que
lleva hacia el sosiego y el descanso. Nada puedo decir de susonrisa,
Es algo así como si amaneciera entre los labios. Entonces, yo sostuve
mi frío y también sonreí. I me pareció que en mis mejillas, surcadas
por el gesto de gozo, continuaba su alegre madrugada.

De nuevo sola. I con el temor batiendo dentro de lo mismo que un


pájaro agorero. Volví a temblar por los demonios. Creía que el
demonio – araguato, que el demonio- perico, que el demonio-
pollito o que el demonio-cuervo iban a aparecerse. Cerré la puerta
sin saber por qué. Pues los diablos no hacen caso de llaves. Lo
lucefrino, lo angustioso, es aquello que irrumpe. Pensé en el Ángel.
También surge de pronto, pero, desde el silencio, se escuchan sus
pisadas viriles y, cuando te vuelves y lo miras, ya te encuentras
abierta. I si no te abres porque te recoge su luz, él penetrará en tu
agitación como la quilla en la marea. Entonces, ya posees un peso
velando tu temblor. La carga esplendorosa que hace de nuevo
renacer tus hombros como un borde de espuma.

Mas ¿para qué decir? Los hombres parecían ensombrecidos igual


que bajo el ala de un cóndor. I la pesantez de esta sombra agota
oscuramente las espaldas. Bajo la alforja angélica, puedesmás que
nunca moverte. I si de pronto el fardo luminoso te hace detener en
el camino, alzas la voz y arreas. Porque es como si tú misma lo
esperaras, tú misma en la otra orilla, tú misma que estás lejos.

Quería mi cansancio que renueva. Mi fatiga de canastos radiantes.


MI movedizo y limpio agotamiento. Mas me hallaba liviana, capaz
de ser asida por la garra infernal, que posee los bultos nocturnos de
la orgía, pero jamás la cesta poblada de destellos de la fuerza. Los
ojos, además, se extraviaban. Se habían vuelto tenues y no
reconocían los objetos. Las manos no encontraban asidero y se
tornaban blandas asiendo cada cosa como si cada cosa no naciera de
la fe sino de vértigo. Era la víspera diabólica. Esperaba la aparición
sulfúrea, enemiga del claro surgimiento. Los diablos aparecen como
multicolores pesadillas, encadenadas a la fiebre, al aturdimiento, a
la embriaguez. En cambio, un Ángel aparece porque desconoce los
cerrojos. Siempre he dicho que un Ángel es una criatura libérrima.

Era pues, la antesala del diablo. I yo me dije: ¡sea! Que si la soledad


no halla retiro, que si la angustia no halla pecho, aceptemos el
demoníaco esperpento. Eso es renegar de la carne, que volvía a ser
pura sobre el lecho. ¡Ah, pero el cuerpo nada teme! Se enferma o es
violado. Es algo lujuriante y putrefacto. I se entrega mansamente a
la muerte, sin ninguna pregunta, como si se entregara a la codicia.
Sólo interroga lo que no es la piel. Aquello que no puede medirse y
que despierta, sobrio, cuando el placer se aleja. Tu sueño. Tu
conciencia. Tu mente. Con ello se traspasan los límites carnales. Si
admites que lo que haces tiene un imperativo de infinito, crees
poseer el universo. I entonces, hasta el sollozo es júbilo porque es
transformación. I la desaparición es una forma de proseguir
viviendo, porque ha ocurrido la metamorfosis de las manos
delgadas, de las mejillas pálidas, de los senos estrechos, y todo ello
comienza a gravitar en un goce que ya no es tu caricia sino como la
alegría desconocida de lo inmenso.

Pero eso yo lo deseché. Porque solía andar sobre la tierra cual sobre
la promesa de una plena y sonriente infinitud. Un paso, un ademán,
hasta un beso, eran sólo esperanza de espacio. Una mirada, como
un preparativo de meteoros. Una sonrisa, cercanía de sol. I había
algo en mí que no cabía en ningún sitio. El cálculo precario del
mundo cotidiano se burlaba de aquel enorme hallazgo sin cifras ni
linderos. I me angustié… I, por mi angustia, quise de nuevo el
caracol y el hongo. La naranja, la menta, la cereza. Una mejilla
donde colocar mi boca que era boca y no proceso sideral. Una cálida
mano que palpar, sin concebir su mancha de holgura planetaria o
su pátina amplia de un futuro y radiante paraíso. Desde entonces,
sólo lo inmediato, lo visible, lo cercano poseo. I lo poseo sólo un
instante, porque cuando se aparta vuelvo a estar solitaria. No se
rescata nada con recuerdos. I si siento un perfume, es como si
sintiera respirar el vacío. No es que me sumerja entre unos brazos
como en el agua esquiva el enajenado sediento del desierto. Acaricio
con la misma soltura, como si de otros mundos resbalaran mis
dedos. Pero ya no poseo lo imposible. I por eso no es mío el Ángel
cuando está lejano. Iracunda, exhausta de los bríos astrales, me
levanto negando los encuentros etéreos. Me rebelo ante aquello que
no puede mirarse. Hay cierta hostilidad en lo solar. No quiero el
Ángel que imagino sino el que siento cerca.

Lo que inventamos es, a menudo, un rango cósmico, y por lo tanto,


muy consolador. No me quiero débil. I no es que me haya vuelto
toda carne. Esque requiero compañía y, cuando no la hallo, es como
si la piedra se volviera a la pluma. Este Ángel, ¿tendrá su plumaje
escondido?¿Ah qué rabia me dan los armiños! ¡Cómo me reconcilio
con los troncos! Yo quiero un Ángel duro. No quiero un Ángel leve.

Ahora pienso distinto. Lo que sentí fue ira. I maldije lo alado, o la


conciencia de lo alado, como si fuera cruel o inexistente. Acaso no
sea real percibir la debilidad en la distancia. Acaso sea todo lo
contrario. Lalejanía delo que amamos permite un lazo denso, sin
cintajos carnales, con su misma ternura que ha huido para ser más
total y menos apegada a la frase y al gesto. ¿Hasta qué punto los
sentidos impiden el encuentro absoluto? ¿Hasta qué punto lo que
no se escucha, la mirada, la palabra del Ángel, puede albergar
clarines de infinitud en su silencio? Debe ser que me he quedado
sola desde que me visitaron los demonios y ansío la voz que baja de
los labios del Ángel. Lo cierto es que no puedo desasirme de la
doliente fijación corpórea. Quizás me quedé inmóvil bajo el
demoníaco aletazo y aspiro el ademán raudo del Ángel como a un
arco que va a conducirme, flecha temerosa y rezagada, a un nuevo
y combativo movimiento.

Mas no puedo resistir lo inaudito, sentir regazo en lo que vuela.


Tal vez si el Ángel se retira es para descubrir la grandeza cabal de
nuestro de nuestro fiel fervor, y ver en qué medida, precisamente
por ser grande, se vuelve lúcido y sereno. Pero la grandiosidad me
elimina si no halla cauce donde guarecerse, en vez de permitirme
avizorar esa fuga consciente del amor que se escapa para
comprobar si sentimos, sin cobardía alguna, que la soledad es
apariencia.

No resisto la prueba ¡Que me rodéenlos demonios, que me claven


sus uñas codiciosas, que me ensarten en los senos los cuernos,
porque aún no he podido remontarme ni entender que el amor es lo
que nunca tiene superficie porque siempre se eleva! Digo que no
resisto. Aún me encuentro aferrada a cálida raigambre. La cercanía
del Ángel, blanca y sujeta al suelo, como raíz enorme sujeta por la
nieve. I no era jamás superficial sino igual a un piadoso inframundo
que se había tornado asequible. Yo lo contemplaba, agradecida,
quizás porque mi amor es todavía la contemplación y no la
resistencia. Acaso porque el hombro sigue herido y desconoce aún
el ala. Estoy muda para el canto aéreo. Quizás algunos puedan
crecer, alzarse y expandirse, sintiendo que los dedos que aman
están en el cristal salpicado de sol y que los párpados que aman
pueden hallarse entre las nueces. Mis pasivas espaldas, azotadas
por viento impenetrable, reclaman sólo el roce transparente. El
índice del Ángel, como nacido en agua en donde se reflejan pálidos
estallidos de azahar. Mi grito, que se exhaló ante los demonios,
exige el diálogo sonoro de otra voz. Porque tengo tan sólo mi
estatura, expectante de lar. Por mi frente ya no cruzan las nubes. En
mis ojos ya no arden los astros. I no ha vuelto a ser mío el tamaño
del cielo. Todo lo que necesito es el umbral. Ni siquiera he pedido
una lámpara. Que mi pupila no se encienda. No ansío el seno
ardiente sino tan sólo el pecho protegido. Mi piel, afortunadamente
irradiaorfandad pero no quema. Frente al Ángel yo siempre he
agitado una figura, incapaz de aleteos, ávida del abrigo, pero nunca
prendida de deseo. No habré sido presencia porque mantengo el
hombro desgarrado, pero jamás he sido ni siquiera celaje de bestia.

Vino un instante pero se marchó. Escuché su mirada desenvuelta


y me volví esperando el limpio asilo. Le veía los gestos que ya no
parecían sino desplazamientos de marfil. Pero no me construían el
techo. Yo padecía. Cuando el cráneo se encuentra desatado, se nos
puede conceder el resguardo que custodie y cobije la cabeza. Mi
semblante no podía volverse hacia arriba. Allí todo parecía un
delirio.
Tal vez el Ángel se sentía cansado. Debajo de sus ojos, cortezas
aleteantes y amigables, corría tenuemente una ojera de cielo. Quizás
venía de una tempestad donde había creado el equilibrio. Siempre
levantaba la armonía, como a una serena libertad, en los oscuros y
feroces vientos.

Peor yo no podía comprender que un Ángelpudiera estar


exhausto. Un Ángel sólo era el orden claro para el caos y por eso
debían serle habituales las tormentas. Mas no hubo quietud para mi
remolino delirante. Sentía dentro del pecho la borrasca y sólo la
acallaba porque un Ángel coloca en los labios, aunque no nos
levante un muro blanco, un lacre arrebolado de espera, de confianza
o respeto. I entonces aguardé… Su mano se contraía, se apuñaba,
igual que un escarchado recoveco. De sus ojos ahora descendía el
verano, tostado por el sol. I encima de sus ojos se levantaba un
cobertizo pálido: los párpados, la frente parecía un presagio de
paredes calinas, la iniciación de un recatado y límpido aposento.
Mas no fui la habitante. Seguía sin sitio donde reposar.

El Ángel habló entonces y su mano que, en lugar de un redil,


apresaba un misterio, dejó fluir su burbuja y vi los cinco hilos de
agua llenos de guijas albas y de manchas de invierno. Lo que
guardaba entre sus dedos, como en nudos cerosos de nardo, no
llegaría hasta mi ser. I desde luego, no era una techumbre cubierta
de neblina o de palomas. Mas ya no me importaban sus secretos.
Quería ver hacia lo alto y hallar allí la cerrazón hermosa o la paz de
lo hermético. Solamente –pensé- quiero la tapa de mis cofrecillos
cerebrales, de mis cajas craneanas en las que ahora toda la humana
joya: la dulzura, la gracia y el amor, por no estar protegida,
enmohece. Pero el Ángel, sin comprender mi angustia, se sentó. No
es extraño que un Ángel se siente. Un Ángel es lo mismo que un
hombre. Sólo que, aun sentado, se mueve tocado por el ábrego.
Ahora me miraba y parecía imposible encontrar la energía universal
en unos ojos que son como el hollejo de la almendra. Seguía
mirándome y yo podía asegurar que lo oscuro también tiene voz
porque los ojos se afincaban en mí, quemados y cercanos, igual que
una penumbra melodiosa. Pero de pronto se agitó aún más. Parecía
sacudido por algo tempestuoso. Era mi angustia que lo recorría y a
la que ansiaba darle fin. Su mano se movía en el aire como un
albatros conmovido. En sus ojos volaba una bandada de gorriones
trémulos. Pero estaba sereno, pese a la sacudida. Todo lo
vertiginoso, lo veloz, lo que impide el descanso, hallaba en él
pulpilla, mansedumbre, defensa. Mi angustia, reflejada en sus
pupilas… ¡Ah, pero al fondo de sus ojos, en un salto castaño, cálido,
penumbroso, sin miedo a la ventisca, corría un hondo ciervo!

Veo agitarse sus cabellos igual que un aletazo de halcón joven. I


me pregunto aún cómo es posible que en unos ojos de canela pueda
vivir tan infinita luz. Su piel, pálida como siempre, tiene ahora el
color del piñón cuando está desprendido de sus cáscaras. No, yo no
ansío morderla. Hasta ahora sólo quise mirar: la piel, a veces
pespunteada de venillas, como la flor de lila blanca brotandoentre
sus hojas azulencas; los ojos en donde, puestas sobre un alto fuego,
irradian las castañas; la mano de albayalde nerviosos; la boca, como
la huella tenue de alguna estrella roja; el perfil alargado de estuco;
el cuello, su espiga de cebada.

Dejadme, pues, mirarlo aunque no niego ahora que me gustaría


sentir, en torno de mi torso, la fría estalagmita de su brazo. Pero eso
no es posible. Un Ángel es de todos y no mío. Lo único pertinaz es
lo que siento. Eso nadie podrá arrebatármelo. I entonces, como sería
anti-angélico que su brazo calcáreo rodeara mi cintura, me miro las
rodillas y comprendo para qué fueron hechas. Para que yo me
postre. Para que todo el cuerpo se me vuelva solemne, poniéndose
de hinojos. No se puede pensar en escorzos, en cabriolas, cuando la
carne se halla arrodillada. I me doblego dulcemente, igual que si
buscara de nuevo mi pureza, mi fe, mi devoción, ante los largos
pies, delgados y calzados de mi Ángel. I permitidme que lo llame
mío. ¿No es mío todo aquello que siento? ¿No es mía su mirada
rocosa, aunque la pose en muchos ojos, como dejando en ellos
semillas de maduro palo santo? Como yo no lo ha amado ninguna
de las lívidas criaturas que salieron, veloces, a su encuentro,
pidiendo el Ángel de la Guarda. I ese amor se apodera del rostro
blanco como levadura, de los ojos que son como el lucero
iluminando una avellana. Me lo hurto. I aunque él se ría cuando se
lo diga, poseeré algo más: su sonrisa, cuyo luminoso despertar ni el
mismo podrá algún día negarme. Pues, ¿a quién se le roba una
aurora, si sólo la posee en los ojos?

El Ángel habla.Oigo su voz y me la llevo toda. Muy dentro, al


fondo de mi corazón, golpeará su aleluya melodiosa, fina y bronca
a la vez plenando los silencios entrañables. El Ángel sigue
hablando. I yo me voy de bruces…He caído. Difícil hacer nuestra –
tan sereno- y alegre es su sonido- la voz, siempre con susurro de
viento, aunque parezca familiar, de un Ángel.

¡Oh alígero de voz vigorosa! ¡Oh mi amado huidizo apto para


frenar las tempestades! ¡Ah, cuando yo era niña, tenía un ángel a mi
lado, pero estaba en un cromo y llevaba una clámide azulosa y
extendía sobre un rostro infantil las espumosas y emplumadas alas!
Después me olvidé de él. Hasta que vino el verdadero y con aquel
volátil melifluo lo comparo. El ángel verdadero me sigue hablando
de niñez. Yo quisiera que hablara de dolor. Como una ligadura
interior, salida de lo erguido amoroso, la pena me atenaza la
garganta. Pero el Ángel no parece creer en mi dolor. Tiene infinitas
alegrías y por eso convoca de repente a los niños. I conversa sobre
ellos largamente, como si lamentara que yo nunca tuviera vientre
grávido. ¡Ah pero si el Ángel tiene un ala maternal de cigüeña,
oculta por la ropa, pero me deja entrever algo de pluma blanca, ya
no cumpliré mi postración, me levantaré y tocaré su hombro, y
después de un tirón en su hombro, para echarla en la tierra, se la
arranco! Yo no quise sus alas de papel o de hilo. Se extendieron en
mis manos sedientas como el lienzo de un recto velamen.

A pesar de aquel brío en los ojos, que los volvía inquietos y parecía
dividirlos en alillas castañas, cual si fueran dos frutos de pino, el
Ángel se encontraba extenuado. I yo fui irreverente. No pude
comprender aquella sombre levemente azul, aquel humo celeste,
resto de una victoria con alguna quemante caldereta, que envolvía
su semblante. Debí haberle sonreído aunque tratar de sonreír a
veces cuesta más que clavarse un cuchillo, risueño de metal en los
costados. O debí haberle dicho que ya en mi corazón el viento
cardinal no se agolpaba. Había sido tan puro conmigo… Me
arrebató con tal ímpetu dulce del ataque sarmentoso del diablo.
Pero no pude hacerlo. ¿Por qué la soledad se convierte de prontoen
egoísmo? ¿Por qué el dolor desconoce lo que es la gratitud? Aunque
el sufrimiento sea tan profundo que nos recorra todos como
segunda sangre, uno puede recordar el buen don y extender esa
mano donde fue recibido, para dar lentamente las gracias. Estar
agradecidos, sin embargo, no se muestra en el gesto ni en la voz,
sino tan sólo en la actitud. Es sonreír sintiendo la hecatombe,
levantar una rosa de mejilla sonriente en la catástrofe. Debí haberle
sugerido:- duerma… Por otra parte, debe ser un consuelo mirar
cómo desciende, sobre los ojos como venadillos, esa hoja otoñal,
rugosa, amarillenta, del párpado de un ángel. Pero no he sido
generosa mientras él agitaba el índice ambarino y juvenil en donde
hasta la uña parecía destello de una dádiva.

Pero una cosa me pregunto al entender que lo doliente me impide


agradecer: ¿por qué sufro? ¿No se alejaron los demonios? ¿No vela
por mis hombros heridos la mirada de un Ángel, henchida de
bellotas cubiertas de relente? I, ya de pronto, lo descubro todo. I
percibo la segura condena. ¡Sí, maldíganme, cielos estrellas, clavad
en mí las cinco aristas, y tú, edén, niégame el eterno y azulenco
verdor, porque yo amo a un Ángel!
Sin embargo, no se tiene la culpa de amar. El amor no es consciente.
Es un gorjeo, un alarido, un trueno, un silencioso sol, una miseria
plena y un milagro. Es un advenimiento, no una búsqueda. Por
encima de todas las pesquisas, de todos los que indagan, pensativos,
ante una prieta sombra misteriosa, aflora sin reservas, seguro de su
luz que no pregunta, como un amanecer espontáneo. Y ya no tengo
miedo. Los ojos se extasiaron ante unas manos volanderas que
levantaban, a cada gesto limpio, y ante todo mi viento, serenos
balanceos de arrozales. Pero el amor, precisamente porque
resplandece, porque, lo mismo que el amanecer, revela los perfiles
de los árboles, es sobre todo entrega. I por eso cuando el Ángel me
muestre su rostro recorrido por la pátina índiga, humareda que
sube a su barbilla cuando triunfa en ardientes espacios, le voy a
sonreír y a decir que el dolor ya no salta en mi pecho. ¡Ah, cómo el
pecho que ama se ofrece como un ámbito rendido, olvidado de la
íntima dolencia que puede oscuramente ensimismarlo! Por lo
menos una ofrenda de paz, aunque no sea cierta, una estrella en mis
ojos, aunque se haya forjado en el sollozo, tengo totalmente que
darle.
EL ESPECTRO
“Sólo aquel que es capaz de perder su vida,
es capaz de ganarla”

Karl Gustav Jung

Entonces todo debía terminar o buscar una nueva dimensión.


Aunque el Ángel estuviese cercano, no podía ser mío, y si lo dije
alguna vez fue por la razón de mis ojos absortos en su cara, que
aunque se elevaba a mi lado, me concedía la total ausencia. De
pronto adivinaba que si yo viviera en las estrellas todo sería
luminoso, con algo de temblor todavía pero poseído de luz. El
Ángel conocía su cielo. Nunca me habló de él pero yo presentía en
su voz una belleza sobrenatural, terriblemente clara. Sin embargo,
no le pedí nunca ni una pincelada de añil. Él estaba en el mundo y
yo debía vivir como una criatura no arrebatada por el viento. Pero
decidí la escapatoria después de haber visto una vez más sus ojos
de penumbra donde brillaba un polvo de lucero. Esta polvareda de
astros, cruzando por las balsas oscuras de los ojos, yo quería
poseerla en un rapto supremo.

No sé cómo pero lo decidí. Cual pequeños laberintos de musgo,


me saltaron las venas. Corrieron por mis brazos los coágulos cual
grumos irisados de resina. Toda yo parecía salpicada por un
puñado de grosellas. I todo daba vueltas ante mí. El mundo se
agitaba cual un trompo veloz y abigarrado. Hizo un áspero ruido
mi cabeza al caer. Me quedé quieta, sin huracán que me empujara.
No hubo agonía ni estremecimiento. Las ráfagas habían entrado por
mi boca, mas ya no penetraban pues yo permanecía sin aspiración
y sin aliento. Todo fue tan sencillo cual si hubieran mordido una
miga de la que manara un zumo carmesí. Se acabó la conciencia.
Luego, muy lentamente, algo se desprendió de mi cuerpo caído,
como un humo blancuzco. Era yo misma, pero diáfana y tenue. De
pronto penetré a un rescoldo. La llamarada era rojiza pero la ceniza
tenía a veces un tono de paloma torcaz, gris y azulado. Pensé que
era un fragmento celestial. Yo merecía el cielo. Había trabajado,
luchado, amado y no tenía la culpa de haberme enamorado de un
ángel. Entonces, ví mis venas. Dentro de mi halo vítreo, había sólo
raicillas verdosas en donde se posaba, con su penacho grana, un
líquido y fluyente cardenal. En mi pecho ya el trigo no era sacudido
por ventisca. I de pronto miré hacia la tierra. Porque yo estaba lejos,
encima, como una nubecilla pronta a caer en lluvia. En la tierra, vi
tendido mi cuerpo. Vi criaturas queridas. I luego vi la frente de
sílice, las manos ambarinas, las manos como lirios no resueltos del
todo a ser flor sino espuma moviente de cascada. Vi al Ángel y vi
sus ojos húmedos. Parecían de barro vidriado. Él miraba mi brazo,
ya de color de hueso. Mi pecho, aún tibio, como una losa
amarillenta. Mi cabello, desparramado sobre el almohadón, como
gigante ala de torda. Mi mano, un enorme jazmín sobre el pecho,
dejando manchados de sanguaza, pero todavía fragantes, los
pétalos. Mi frente, abriendo al fin sus sienes como alas demudadas
de una pajarita de papel. I mis ojos abiertos, leñosos, madera de
ataúd.
No querían que cubriesen mi rostro con la sábana. Si había que
cubrirlo, que buscaran por torreones y copas de altos árboles, los
restos del cometa, que sólo un ala fuerte, marinera de cielo,
envolviera mi sufrido semblante. El Ángel parecía entenderme y
dejó la cara al descubierto. ¡Cómo me alegraron sus ojosen los que
se agitaban las raíces más claras del helecho humedecidas por una
llovizna deslumbrante! Pensaba en mí. Pensaba en todo lo que fue
mi ser, mármol pulverizado. Le dolía muy hondo mi muerte
mientras yo le decía desde arriba – no sé si podría oírme- que yo le
seguiría aladamente, que yo podía volar, que estaría con él en su
terrenal intimidad, entre los libros, las estampas y el azul objeto. No,
yo no tenía alas. Pero sentía una ligereza inconcebible.

Los ojos del ángel se agitaban cual mariposas pardas. I cuando el


llanto los humedecía, parecían de caoba cubierta de cocuyos. En él,
hasta el dolor era como sombra de árbol guarnecida de brillo de
hojas y luciérnagas.

I volvió a su tarea. Entonces, raudamente, descendí. I penetré con


él en el recinto. No me veía. Me extendí ante sus ojos como un velo
de novia. Me vio y se estremeció. Sus nudillos de antiguo
pergamino golpeaban su alta frente. –No te esquiles las sienes –le
decía, con una nueva voz, metálica, tranquila, vibrante, como del
que ha vivido en las estrellas. No sé si me escuchaba pero estaba
expectante. De pronto, se me puso contrito. Me dio pena, pero como
había sido un gran ángel burlón ante la mía, agregué: -Yo fui tu falla
única, tu única derrota, tu única deserción, tu única pérdida. Me
buscó en derredor. Quizás quería golpearme. Pero yo había
desaparecido. Luego, se sentó lentamente. Entonces yo volví y,
echándome a sus ´pies, murmuré: -Nadie sobrevive cuando ama y
no es amado. Ahora te puedo amar de otra manera. Desde los
firmamentos donde no hay inquietud. Ya no ansío los abrazos
porque soy solamente la vaporosa trascendencia. Si acaso me
besaras, sería como besar un destello lunar. Pero seguía serio y
pensativo. -¿Por qué no sonríes? –pregunté-. Tu boca fina ha sido
dibujada por un pincel hundido en aguas donde se reflejan,
cargadas de capullos, las rosadas adelfas. Sus ojosse contraían en
oscuras escamas, estróbilos bañados por el sol. Su mano se alzaba
hasta su frente y yo me decía interiormente: -aquí debe haber mucho
verdor pues en esos dos puntos: las sienes y los dedos, florecen el
naranjo, el limonero. I luego dije al Ángel: -nadie tiene la culpa de
lo que sucedió. Al amor le tememos mucho más que a la muerte. I
de este amor hacia lo alado y lo aleteante no podía salvarme. Quizás
porque me amabas como un ángel… Pero eso ya no importa. He
buscado flotar en los aires, hacer libre y volante mi amor, y ahora
creo obtenerlo. No pudiste elevar mis sacudidas. Pero es que hay
sacudidas incurables. A muchos de los seres que viven no se les
puede moderar estertor, loco dinamismo y espasmo. Entonces ¿qué
hubieras preferido? ¿Qué te quisiera sin infinitud? ¿Qué cambiara
mis sueños por el sexo? Me alegro enormemente de ser una
traslúcida criatura. Entonces, como no me miraba y alejaba sus
sienes -¡ah, cómo es arduo perder finas y pequeñas estepas
recubiertas de nieve!- quise hacerlo reír y le expresé: -ahora viene a
tu encuentro una fea criatura. I debe valer más hallarse ante los pies
a la hermosa, la amorosa fantasma, que platicar con la doncella
fea.Tus ojos, cafetales soleados, florecen en tus sienes. Tu cabello,
color de té seco, siempre deja caer en la frente una mecha castaña.
Eres un Ángel vivo. Yo fui tu enamorada cabizbaja y trigueña.
Ahora, grácil, leve y alada, penetro en tu recinto y desordeno tus
papeles. Ahora estás buscando algunas páginas. Mas ¿qué pliego
más liso que tus sienes? Cerca de ellas, además, lo mejor de la tierra
está escrito con plumas pardas de pestañas: la belleza, la bondad, la
plenitud y la serenidad, y la luz, el don definitivo de la luz en los
ojos de lúcida poza que se vuelca.

Has encontrado lo perdido y te sientas, aparentando afán, para


leer. Quieres hacerme comprender que no me has visto, frente a ti,
con los ojos posados en tu cara como gusanillos de luz. Mas los
tuyos no quieren verme. Pero, de pronto, vuelves el cuello de papiro
y miras. Tus ojos, llenos de chispas de oro, parecieran dos grandes
venturinas. I por eso, quizás, no querían perder mi vidrio
volandero. La gema avellanada, cubierta de puntitos de sol, y lo
cristalino se comprenden. Sí, yo estoy ante ti, como aquello que se
oculta en la sábila, agolpado y transparente. Mi cabeza se esparce,
en hebras vagorosas, como un nimbo. Aunque tú te reías del nácar
–preferías las nubes o la espuma- mis pies ya son así, brillantes y
sedosos y fríos, pero ya los escondo bajo la larga falda de neblina
para que no los veas.

¿No me miras más ¿ ¿Por qué te vuelves? Ángel mío, hasta mi


puño es un trozo pequeño de cristal, que con cualquier sacudida de
tu mano, se volvería añicos… ¿Recogerías del suelo los caídos
pulgares cristalinos? Sólo una cosa puedo asegurarte: si quisiera
besarte, abrazarte, te cruzaría el semblante, la cintura, como un
sutilísimo cendal al que no podrías apresar porque es veloz y
escurridizo, saltarín y ligero. ¿No sientes en los labios una súbita
brisa? Sólo así son mis besos, una brisa inalcanzable para ti.

¿Me rehúyes? Toma, entonces, mi mano de cristal y rómpela en


diez diáfanos fragmentos. Medita, sin embargo, en que todas las
mujeres que te aman no te aman como yo. Yo te amo desde el aire
estrellado. Todas las que te aman tienen ropas y joyas y abanicos.
Mas yo soy singular. Soy algo cabrilleante que cintila, algo que tiene
peces y rocíos, una delgada nube, un agua cariciosa que te envuelve.

I descendí de nuevo. Quería ver a mi Ángel. Cuando un espectro


gime, es porque todo lo vivido lo apresa con su inmensa nostalgia.
I lo hallé con su mano de recio maná sosteniendo un dibujo. Yo
estaba sola. Buscaba los recodos apacibles, los recovecos tibios y allí
muy suavemente me tendía, como sintiendo asilos y lloraba. Mi
llanto era transparente como lo son algunas savias.

El Ángel me miró y se quedó quieto lo mismo que si no


comprendiera que yo acudía a él como una enorme lágrima.
Entonces, los Ángeles ¿no sosiegan el lloro? De pronto, se volvió. I
vi, desordenado, como siempre, su cabello de brillo coriáceo. Su
cuello se elevaba como un cirio. I su frente era creta limpia y
suavizada. Entonces vi sus ojos y me sobrecogí. Eran, como siempre,
castaños, pero duros y brillaban de un modo singular, como si un
agua oscura lanzara rocas pardas a mi encuentro. Era una mirada
de roble, pero a la vez amenazante. Entonces oí hablar a un gran
ángel gruñón. Me regañó con furia. ¡Ah su boca amorosa y
protectora de donde resbalaban las palabras como pétalos de alguna
flor de almendro, ligeramente sonrosada! ¡Cómo lo amaba y cómo
lo desconocía! Me reclamó mi sitio solitario. Me señaló mi espectro
escandaloso. Pero -¿cómo?-indagué-. Aún necesito amparo. Busco
pechos y conchas y paz y palomares. En ellos recuerdo tu ternura,
tu celo, tu cuidado. –Pero me seguía reprochando. Era aún muy
hermosa su voz como un maravilloso chapoteo, pero era también
inclemente y yo me sentía náufraga. Entonces pensé si un ángel de
tiniebla batallaba con otro, de luz, dentro de él. Porque éste no era
mi Ángel. No tenía un susurro de compañía en la voz. Atravesé las
puertas. No quería los aires sino la sola nada. Me habían empujado
a un orbe escuálido. I en el vacío todo está raramente tranquilo
porque se encuentra muerto. Pero entonces quise ser, otra vez, el
fantasma. –Ángel, devuélveme el espectro aunque oculte su cara de
greda sollozante. I si vuelven a caer gotas de mis ojos, enséñame a
ponerme reseca, y que toda mi queja lluviosa se haga silente erosión
de mi garganta. No me deseo húmeda. Explícame qué haré para ser
árida.

No, tú no eres la tiniebla porque tus grandes, tus abiertos ojos son
una sombra clara y constelada. Antes de yo marcharme, me pediste
la mano. ¿I no recuerdas que en tu mano te dejé una de mis mejillas
igual a un ala de chicharra?

Yo no quiero ofender. Debo ser lo que soy: un resto vago que


ignora aún la discreción. Bien que yo protestara cuando tenía puños
y cabeza y que todo ello lo golpeara contra enrejadas y ásperas
paredes. Pero ya no. ¿Qué puede concebir un fantasma sino
palabras de humo? Contemplo al Ángel triste. Oigo al Ángel
colérico. I recuerdo que lo rebatí. ¡Pero, Dios mío, todo lo que yo
digo es polvo y no ceniza con futuro! ¿Cómo ha podido la criatura
cósmica, con su mirada sobrenatural, prestarle la más mínima
atención a un halo parlanchín que ha salido del hueso? Dejadme mi
humildad de sudario, Arrojadme sobre nieves marmóreas para que
así recobre mi mortaja, recubriendo la huella de mi boca, como
venda de piedra. Que no puedo tener orgullo de mi voz porque es
aún aire donde aletean mariposas negras. I si aún quiero ser en el
vocablo, pese a mordazas pétreas, colocad un hambriento gusano
sobre el lastre de mis lívidos labios y así no habrá más fango
discursivo ni escoria vanidosa ni mendrugo rebelde. No quiero
zaherir. I, además, no tengo derecho a discutir pues no soy todavía
ni siquiera una pulpa incolora de espectro. A caso me ha quedado
la copiosa costumbre de vivir y por eso me siento cual tiniebla
sonora. Campanillas le quedan hasta al más lacerado e inerte. I sin
embargo, de la vida sólo me ha quedado el dolor, o lo que es lo
mismo, el amor. El sufrimiento es lo que más nos hunde, porque
aun estando vivos, nos separa del mundo, nos hace recogidos, nos
carga de ánimos de plomo, y entonces es como si uno percibiera un
interior enterramiento. Yo no puedo decirle al dolor: entra o acude,
como un curioso que lo ignora, porque de todo lo que existe es
tierra, no fue nunca un hervor desconocido o algún oscuro y
grávido misterio. Fue mi joroba. Lo es aún, sobre la forma que se
esfuma, como una giba de éter. Pero no la rechazo. Podría herir a
un Ángel si rechazo esta gruesa corcova cristalina hecha de lágrimas
vertidas, pues el llanto jamás entró en recogimiento. Para aprender
a ser fantasma, y sobre todo un halo puro, digo ante el lloro máximo
y deforme: no eres lo que me agobia; eres tan sólo lo que me
conceden. Mas ¿para qué decir? ¿No habré agredido con mis frases?
No he querido ultrajar…Ángel, por favor, abre la puerta y que yo
pueda irme envuelta en mis cabellos que ahora son largas larvas.
Pero no. No abras, ni siquiera, la puerta. Ya es excesiva dádiva haber
charlado, con mi acento de bruma, ante ti. Habría que remediar este
milagro. Ahora abro la puerta con mi mano de mica. I te prometo
sufrir más. Es poco, pero acaso es lo único que yo pueda ofrecerte.

Yo conocí dolores y miserias cuando era una mujer. Ahora soy de


nebulosa, no puedo comprender que mi rostro de bruma sea
golpeado por un duro llanto. El llanto, además, sube al pecho de
nicho igual que si subiera de los pies, paso a paso, punzada a
punzada. No se lo deseo ni al más cruel. Es igual que un ovillo
escalofriante que está dentro del seno fantasmal y no se libra nunca
aunque por mis mejillas ya muertas corran fijas hilachas de lloro.
Pareciera que es lo único firme que vuelve a ser en mi fantasma.

¿Adónde voy con esto? Tengo aún mi fragmento celestial pero es


fino y elástico y yo quisiera un rincón pétreo para llorar y gritar
como una fiera herida, y esperar, a sabiendas, de que después del
fluido, surgirá el nuevo nudo y se desatarán todas las resistentes
lágrimas. No sé ni lo que son. No se vuelcan. Me vuelcan. Azotan
las mejillas. Son como granito inmortal en la espectral garganta.
Llorar no es lo mismo que fluir: es, sobre todo, despeñarse. ¡Oh, mi
alado, que tu alegre sonrisa luminosa perdone a mi figura, que fue
henchida y sedosa esperanza, ya no sólo mi espectro sino el agua
cargada de columnas que fluye de mis ojos y me convierte en
íngrima cariátide! ¿Ah, por Dios, sostenedme y echadme sobre un
lecho muy férreo, cubierta por pesados arrecifes y con un hormigón
por almohada! Nada puedo decirte de lo que ahora siento. Se me
cerró la boca como cueva. Vuélvete, márchate, sonríe… Olvida mi
dureza impregnada. Pero si existe el sitio que yo espero, ese sitio en
el que el lloro o la quemante lava, desciende en alarido de volcanes,
hazme entrar y no pronuncies ni una sola palabra. Que tu voz
generosa será solamente para mí una alegría ajena, apetecida, y
dejará mis ojos convertidos en macizos chubascos. Que no escuches
mi llanto, fuerte y gris como acero.

Ahora miro pequeños aludes en tus sienes y me maltrato el rostro


con las sólidas manos cristalinas. Pero es inútil. El agua de mis ojos
está llena de llorantes guijarros y un invencible, un recio arroyo
desciende lentamente, cargado de balaustres, por mis párpados. I
ahora que tus ojos, como madera fina surcada por relámpagos, se
posan en los míos, quisiera estarme quieta. Peor yo estoy atada a un
amoroso y doloroso dolmen. Dentro de mi pecho se prepara un
sollozante acantilado.

Esta medusa, hundida en el sollozo, de mi espectro, no ansía ser


primera ni última. Pues no sabe de cifras sino de inmensas y
lloradas aguas. Sólo quiere ser única. I no es por pretensión. Más
que una pena, más que una iracundia, más aún que un encuentro,
¿no te produje asombro, maduro y sabio Ángel? Cuando se topan
ánimas sencillas, húmedas de pesar, impregnadas de angustia,
sabes cómo volverlas al apacible arroyo de su calma. I cuando
observas dejos de cuerpo elementales, perdidos en el miedo o la
congoja, conoces lo que harás para dejarlos en la fuente inicial de su
descanso. Pero cuando te cerca mi delgada medusa que ya no tiene
vida, ¿cómo no puedes extender las manos, donde irrumpen los
brezos albarizos, para entregarme un pálido sosiego? He
comprendido, al fin. Olvidas los caminos del reposo, no cuentan
para ti, Ángel que tienes ojos pardos y tiernos como el lomo del
jilguero, todos los procedimientos que podrían llevarme a la
sonrisa, cuando te cerca mi fantasma. I por eso es que me encuentro
insólita. I por eso también me descubro nueva y prodigiosa para ti.
No entiendes, a menudo, cómo sufro. Ignoras, con frecuencia, la
peculiaridad con que te amo.

Amor… Una palabra que era dulce, una palabra que era hermosa,
una palabra que era plena, y ahora… ¡amor, amor, una palabra que
contiene espanto! Tranquilízame, Ángel, cuyos cabellos son como el
ala de la codorniz, puesto que aún no puedes intuir ni adivinarme.
Si alguna vez te pido que acudas a mi ámbito, secreto todavía para
ti, no es porque yo me sienta la primera de todas tus criaturas y
ansío que ese pobre prestigio se haga prédica. Soy acaso la última,
¿comprendes? Porque como ninguna, ante el amanecer de tu frente,
me contraigo y arrastro. Pero también por eso soy una aparición
espectral inaudita. Porque yo siento, adentro, de un modo singular.
No como si sintiera, mas como si el sentimiento me apedreara.
Siento, cuando estás lejos, como si el sentimiento me halara los
cabellos ni siquiera con manos iracundas sino con fauces de
dragones o con dientes de hambrientos dinosaurios. Siento dentro
del pecho un dolor semejante a una torre, un grito mudo que no
puede abrirse pues el espacio inmenso, ¡todo el espacio inmenso! Le
resulta escaso. Siento que lo pequeño es un invento. Que mis dedos,
mis ojos, mis uñas, mi bica y hasta mi corazón, donde el duelo no
cabe, son como la carga triste, innecesaria, sobrante, de una fábula.
Siento como si las montañas decidieran hacer un nudo en mi
garganta. Siento también que el lloro es un reguero inútil y
engañoso. ¡Ah, porque todo un infierno, todo un infierno horrible
por su aparente transparencia, debía brotar con cada lágrima!

Ahora no siento que vendrás. I lo que se siente es lo verdadero.


Sólo siento el anhelo cósmico y gigantesco de que vengas. Tus ojos
amorosos, donde corren rebaños de martas, parecen proteger y
abrigar. Tú ansías, además, lo que yo soy que es lo desconocido. Eso
balbucean o sugieren tus labios, como un fluido manando de alguna
fina baya sonrosada. Entonces, tú, ¿vendrás? Porque si eso no
ocurre, ¿qué le queda a mi espectro? Lo que no hice jamás porque
me resultaba insufrible.Todavía tenía límites. O rebeldía. O
esperanza. Pero ante todo el bulto doliente que desbordan mis
espaldas, ¿cabe aún un mayúsculo dolor? ¡Anímate, absoluta
sufridora! Ve y contempla tu cuerpo caído. Toca tu podredumbre
en donde ya está nevando tu osamenta. I mide lo que cubre tus
huesos donde aún están hebras de carne. Mas yo no sé medir ni
contar. Aún me queda albedrío de cielo para que yo no pueda
calcular mis gusanos.

Ángel, si te tuve una vez a mi lado, si todavía me esperas,


comprendo que eso sólo puede ser una incidencia para ti. No niego
la ternura que me diste, la comprensión que me ofrendaste ni tu
ímpetu donado. Todo lo contrario. Tan sólo te podría decir que yo
soy incidencia no porque lo quisiste sino porque mi vida fantasmal,
toda pincelada de córnea, no supo recibir lo que entregabas. Si sólo
una mirada tuya es una quemadura luminosa, feliz, providencial,
yo debí valorarte.

Yo no soy más que una niebla, surcada por las sombras, ante ti.
Porque sufrir no es privilegio. I sollozar, ser sollozo, solamente en
mí es nuevo. Sobre todo gritar, gritar, sin grito oído, se vuelve
lentamente intolerable. ¡Si a lo menos gritara, gimiera, me quejara y
bramara con mi espectral garganta! Eso sería más claro, en su
infierno sonoro, para un Ángel.

Entiendo en mi silencio aterrador. No te soy suficiente. Tengo


quizás aún un girón de transparencia que te resulta demasiado
suave.

Además, yo me extiendo en la tierra, golpeándome en el cuello, lo


mismo que regato irascible. I tú, aunque estés aquí, tienes siempre
tu altura. Te ha de aburrir mi angustia líquida. No, no es cierto que
los ángeles se aburran. Pero sí que se vuelven exhaustos.

Nunca te he podido alcanzar. Porque yo estoy caída. I, por lo tanto,


es natural que renuncie a todo llamado y a la fuente fértil y musical
de tu palabra. No, ya no espero que me llames, Ángel mío, ni que
me des las aguas en ascenso. No soy digna de ningún llamamiento,
de ninguna cascada de mi Ángel. Soy una sangre que no sube. Una
costra grisácea. Delgado, incoloro, inepto es mi fantasma. ¿Cómo
pude esperar que tú cumplieras lo ofrecido y que en la noche,
abierta como un clamor buscando tu vocablo, me llamaras? ¿Acaso
no bastaba con que me lo ofrecieras? ¿De qué fiebre estoy hecha
para rogarte más? ¿Cómo llegué a creer que el Ángel puro, me
favoreciera con su voz? ¿Quién soy yo? Tan sólo una espiral
sobrecogida.

Ángel, no cumplas nunca. Ofréceme algo precisamente para no


cumplirlo. Castígame. Fui demasiado vanidosa cuando supuse que
lo harías. Sacúdeme, desgárrame. ¿Cómo pude pensar en una noche
que tu rayo de sol era aún mío si soy tan sólo una presencia opaca?
Yo oscurezco tu luz, Ángel mío. I desde hoy –te lo juro- sé que no
merezco ni un solo día radiante.

Un día te exigí la alegría. Otro día te supliqué una hora solar: Otro,
en que yo estaba de rodillas, viéndote y adorándote, me puse a
hablar de impulsos para que me los dieras. No sé por qué lo hice.
Ignoro cómo me atreví. Quizás la sed pueda más que el respeto.
Quizás la vena rota pueda más que el amor. Yo necesito de ti, para
sentir el ímpetu, el júbilo, la inmensa luminaria. ¡Ah, pero no es
posible que un fantasma precario como yo, molesto como yo, pueda
aspirar a tanta dádiva!

MI pobre ser gaseoso quisiera agradecerte lo que has depositado


entre mis lumínicas manos. ¿Qué puedo hacer ¿Decirte que me debo
morir otra vez, sintiendo, padeciendo la carroña para que al fin un
acto mío, un sacrificio mío, sirva de acción de gracias?
¡Oh ayudadme, cuidadme, protegedme! Pero ¿quién es esta cosa
sin encarnadura, vaga, sufriente, frágil, que todavía puede
ambicionar la protección, la ayuda o el cuidado?

¡Cállate, ávido fantasma! Que tan sólo te otorguen la intemperie,


la indiferencia, la total lejanía, porque no eres más que una llaga
neblinosa contemplando la frente, la mirística, de donde brotan
lentamente, las semillas de los ojos del Ángel, como nueces
moscadas!

Mi Ángel conmigo ha sido espléndido. No merezco ni siquiera su


tesoro de olvido, ya que todo el que olvida es porque siente la
nostalgia. Ángel mío, jamás me brindes nada: Ni siquiera un hilillo
de voz, aunque de ello se cuelgue mi vida. Soy un espectro absurdo
o una densidad tan posesa de amor y de orfandad que puede
resultar escalofriante. Sí, sentí y siento un soberano amor. Pero ya
no lo llamo soberano. Porque ya no poseo sino dolor, sólo soledad
y sólo lágrima. Mi amor, tan confundido con la pena, ¿cómo pude
enseñártelo?

Entonces, que yo muera una vez más. Un día me dijiste que sabrías
enseñarme a morir. Dame esa última ofrenda. Que ya me
descompongo como si fuera un agua dura. I sobre los fragmentos
de acalefo, que semejan mis lastres fantasmales, yo quisiera… ¡No
lo digas, por Dios! Pues sí. Voy a decirlo. Ángel mío, ten para mí
este último derroche. Yo quisiera que se posaran un instante en mí
tus ojos resplandecientes y castaños. Perdóname. Pasa, pasa sin
verme. Comprendo que, aún en plena muerte, te he pedido un
exceso risible. Comprendo que tus ojos son lo imposible para mí.
Cierra entonces los ojos. Sin embargo, ¿los tienes abiertos y me
prometes, como si la primavera resurgiera, que sí me llamarás, y
que tú siempre serás mi Ángel! Ahora, ¿qué hago de mí? Ya no
puedo pedirte perdón. Me resulta verbal. Acaso sólo podría pedirte
que me maldijeras. ¿No? ¿Por qué no? Déjame, entonces,
humillarme.

Entonces, has venido a buscarme. Tienes la frente como una lisa


lana de cordero y los ojos pardos y amarillentos, se alzan ante mí
como dos sámaras. Yo no esperaba tu presencia. Contaba para
siempre con tu huida, o lo que es lo mismo, tu amenaza. Expresas:-
Nada de lo que he dicho lo retiro –y me río por dentro sabiendo que
lo has retirado. Entonces, con el llanto todavía surtiéndome los ojos,
quiero cantar para los cielos y mi boca, ya una línea gaseosa, se
entreabre lentamente comoun alma. Está bien. Nada, nada retiras.
Pero ¿por qué viniste hacia mi encuentro? Sí, yo estaba llamándote
pero quizás no oíste o eso no es bastante para acudir al que nos
llama. Tú viniste no más porque deseas que mi espectro se cubra de
vitalidad y de carne. Desde el instante en que irrumpiste, reconocí
ese privilegio. Tu cariño, después de la iracundia, fue para mí la
dádiva de un rango. A las otras criaturas a quienes les has dado
bondad y claridad, las proteges un rato y luego te remontas,
alejándote. Ahora sé que de mí no te alejas. I siento que te soy
necesaria. Quizás porque miraste mi corola que se volvió voluta y
ansías de nuevo hacerme sencilla, viviente y aromada.
Percibo tu presencia que me orienta. Tu mano que señala los
rumbos, desde su pálido y a veces contraído alabastro. Sé que
maduras el maíz, que haces relumbrar el topacio, pero que, por
encima de todo, vigilas mi cosecha de trigo, ya brumoso quizás, y
en cada raro grano. I comprendo que aquello que dijiste fue porque,
en lugar de espigas, te dieron un fantasma. ¡Ah, cómo me olvidé de
tu deseo de que yo fuera vida soleada y alegría! ¿Cómo el amor más
hondo puede hacerse vidrioso y fantasmal? Te lo recuerdo: sólo
porque te amaba, y no podía tenerte, mi encarnadura se hizo aire.
Mas tú también me amas. Lo descubro. De una manera densamente
pura, pero hoy lo reconozco y mi estela orgullosa se ti I tus ojos me
observan, conteniendo un futuro con muy vívidasalas. ¿Podré
algún día ascender? ¿Qué me dicen tus ojos, como dos luminosas
crisálidas? ¿Eres el Ángel de la Anunciación? I pido interiormente:
anúnciale a mi cuerpo neblinoso, a mi delgada mano adamantina,
que de nuevo habrá una humanidad para mí. ¿O te he ofendido
demasiado? Tu sonrisa se abre como un destello de perdón. I como
me he vuelto porque ya te retiras, toda tu sonrisa generosa corre
dentro de mÍ como un lucero prometedor del alba.

He amado a muchos. Ahora me retornas, mi persistente alado,


podría decirte que del amor total, hacia todos los seres, he
practicado sus misterios. Podría a la vez decirte que nuestro ser
entero y delicado se despliega cuando, entre oración, júbilo y canto,
corren criaturas defendiendo banderas o templos. I que también
entonces existe intimidad. Es como si el hombre se desdoblara todo
sin perderse a sí mismo, o que el yo decidiera vivir en una
trascendencia. Así es tu amor, sólo de humanidad o de universo.
Pero ¿podrías negar que es tuyo? ¿Quién, sino tú, lo sabe? Tu
persona, poblada de luz, no puede substituirse por ninguna aunque
posea infinitud. Eres tú quien la siente. Eres tu propia fe. Así lo sentí
yo, dentro de una plegaria o un himno que aceptaba mi lúcida
reserva.

Entra, Ángel, con tus ojos donde flotan planarias, y niégame hasta
el borde calizo de tus manos. Pero escucha, mientras siento a tu lado
la dulzura impasible de los mártires o la aspereza trémula del héroe.

Yo he amado a uno. ¿Anatema, flaqueza? Pero es curioso. No


puedo acaparar ni su perfil ni su sonrisa. Nadie posee totalmente.
Hay sólo de un profundo y lejano acaecer que se decide apenas a
aflorar en caricias. Pero hay también una verdad frente a esa
impotencia: que uno ha elegido un solo rostro entre los miles que
rodean y sin saber por qué. ¿No sería también para salir en busca
del secreto? Porque a una fuente, desconocida aún, nos lleva esta
elección natural que escogió sin recurso de conciencia. En el amor
no hay cálculo. Es iluminación. I así uno es envuelto por cántico o
discurso como por unos ojos donde asoman, cargados aún de
sombra acogedora, los pardos capullos del enebro.

Escúchame. Yo te escogí sin decisión alguna, involuntaria y


asombrada, y esta elección te resulta pequeña. Sin embargo, yo no
pedí esta pequeñez. Se me depositó, sin que yo la esperase, en el
pecho. Nunca fue reflexión sino dádiva y yo nunca dudé de la
misteriosa dimensión que existe en toda ofrenda.
¡Qué grande soy, desde esto que tú llamas el mínimo tamaño, qué
grande soy, caída bajo el ala de alondra de tus ojos, qué misteriosa
soy, cuán sideral, qué dulce y verdadera! Me lo reprochas. Yo no
podría decidir ahora convertirte en un aire estrellado, pues temo
hallar tu risa en las constelaciones y las últimas nubes. I no quiero
después que me reclames que por un Ángel hombre yo he
sustituido el cielo. Pero escucha… Hay maneras intactas y puras de
recibir alcances de infinito. Sentirse poseído por la hazaña o por el
aleluya. O amar un solo rostro. Eso también es don. No es algo que
se juzgue sino que, de pronto, deslumbra y aparece. ¿I qué voz
insensible puede negar que hay un advenimiento de plenitud y
paraíso en las visiones y el deslumbramiento? Al mismo tiempo, el
misticismo irradia en los ojos que miran, suspenso y pertinaz, un
rostro angélico.

Estás en todas partes y por los siglos de los siglos, y en cada fruto
de algarrobo vuelven a entreabrirse tus ojos y en cada agua de
abedul miro irradiar tus sienes. I ya todo eres tú. Esto también es
senda para encontrar lo inmenso. ¿Qué el amor nos ensancha, nos
explaya y derrama? ¡Quién lo duda! En el mijo se formaron tus
manos. Protestas por tus manos. En el erizo calcinado he visto un
sesgo de tus dedos. Te indignas. ¿Piensas, acaso, que unos índices
finos cual aliarias han de llevarme a la limitación? Es un prejuicio,
mi Ángel. No hay medidas ni límites. Sólo hay vías. Una mano
palpando una mejilla, si está llena de amor, sólo permite al cosmos
ser más dulce y más claro, y que todo lo arcano, de pronto, adquiera
un matiz tierno. El amor entre dos es así: una expansión más densa
que el viento y el oleaje, una red más oscura para alzar cabrilleos
inauditos, un extraño y sutil desplazamiento.

Déjame agitarme en torno del camino de tu rostro, alrededor de las


perdices sufrientes de tus ojos, sin saber cómo pude todavía elegir
en la zona sin tiempo. Quizás porque mi amor halló unos ojos
sobrehumanos y pensó que había un solo sendero para adorar a un
ángel y que ese sendero era la muerte. La carne se corrompe. Los
huesos se deshacen. Deben estar corriendo cenizas por mis
párpados. Debe haber un gusano posado en mi mejilla que fue
limpia. I solamente sobrevive el amoroso y el amante espectro. I te
ama a ti, sin que tú lo consueles porque no lo comprendes.

¡Anímate, mi alado! Por la segunda vez, atrévete. Llámame


bagatela o menudencia. Yo, cargada de montañas, de catedrales y
de espacios de ti, me detendré para escucharte, porque amo tu voz,
tu sola voz, y seguiré como una rara enana, en Parente pequeñez,
creciendo.
PLEGARIA

No te puedo nombrar. No tienes nombre. Eres lo que se siente.


Nunca lo que se explica. ¡Oh mi Absoluto Amado, a quien descubro
ahora sin que ninguna forma lo limite! Perdóname la antigua
reflexión.

No eres lo que se piensa. Eres lo que se ama. No eres conocimiento


sino sólo estupor. No eres el perfil sino el asombro. No eres la piedra
sino lo inaudito. No eres la razón sino el amor.

De la mano del Ángel yo he ascendido a tu hallazgo que nunca es


un concreto tesoro sino continuamente un descubrimiento
inenarrable. El Ángel, a mi lado, sintió también intensa, más intensa
que nunca, más intensa que con algo o con alguien, esa visión de
inmensidad. Como con nadie, no porque cada caso es singular, sino
porque aquel acto fue más hondo que todos los suyos, como si
recibiéramos de pronto un advenimiento de infinito.

I es inútil pensar en encarnarte. Eres lo que nunca se puede


encarnar ni nombrar porque sólo nos juntas las manos y nos haces
doblar las rodillas.

Déjame sentirte, ¡oh infinitud, oh zona inmensa, dimensión


sobrehumana, oh mi Dios, siempre con la piel deslumbrada tanto
que el cuerpo se me vuelva luz! Déjame estupefacta, arrebatada, y
déjame que vibre para siempre con la palpitación mía e íntima.
Quisiera ser aquélla que permanece, atónita, ante ti. La que no sabe
de tu nombre, la que no sabe de tu forma, una ignorante
estremecida. I que así sea.
CASI SILENCIOS
La piedra cae al fondo. Así caen todas
las piedrecillas. Un día, algo que remueve
las aguas las hace correr, precipitarse,
abriendo heridas en la fina arena. El
agua toda es llanto. Pero un rayo de
sol aparece. Las aguas se hacen claras.
Al fondo, lentamente, las piedrecillas
hallan al fin sitio. I encima de las aguas,
flota una flor entreabierta: la
conciencia.

A veces, una sombra quiere cubrir el


sol. Las piedrecillas se destacan
demasiado en el agua sombría. Como
se destaca el dolor: deformado, sin
persuasión, sin entereza. I la flor es
apenas una ligera balsa transparente.
¿Por qué ha dudado el día? Mas siempre
se le espera. I como una mano amiga,
el rayo de sol vuelve a atravesar el
agua, y las piedrecillas, encandiladas, se
sitúan y la flor prevalece.

Pero, a veces, a la flor, ligeramente


oscurecida, hay que recogerla. E indicarle
el recuerdo de aquella claridad.
Entonces, recogida, salvada, y después
del amparo, retomará lo que nunca ha
perdido mas que creyó perder por un
breve segundo sombrío. La eternidad que
se comparte nunca duda. Aunque la
hora sea hermosa, lo que nos traiciona
-si aún no somos estables- es el
tiempo.

Pero la flor no ha sido recogida: I ha


temblado, sintiendo su indefensa plenitud.
Mas sigue en su fluidez con gran
esfuerzo. Avanza, pese a su brote
cabizbajo que ansía levantarse para siempre.
Pues cree en lo perdurable que
se dio entre la luz y su acogida
exacta y entreabierta.
Sí, el temor a lo eterno es lo que nos
vuelve más mortales. Lo más profundo
se discute, se riñe, porque se da una sola
vez: para la flor, en la revelación que
hizo crecer su pálido capullo y en lo que
ahora mutuamente se verifica entre la claridad y su pétalo.
Pero en la flor hay una gota. Es un
rocío que no le viene de ninguna parte
pues mana de sí misma. I quisiera que
fuera enjugado. La tierra, recorrida por
nieves y lluvias, no entiende ni de
sangre ni de llanto, las dos humedades
que padecen. A veces –es una ironía
temporal de la flor—
a veces, ahora, cual si
nunca lo hubiera poseído, anhela el
colmo tierno. Pero la corola impregnada
sonríe. Sonríe, aún en el lloro. La tierra
no comprende el júbilo. Sólo lo
comprende quien se alza hasta la
suprema elevación. La sonrisa ilumina,
el llanto nubla: la sonrisa también
es conciencia.

Si para esa claridad personal y total


que me alumbra, la mayor alegría es que
la flor prosiga sin temor, rindiendo a
Su sosiego la corriente, la flor se exige
paz, la flor se pide calma, la flor, a veces
empujada por el espanto, se resiste
a ser presa.
Y continúa entreabriendo su precisa
dulzura. Entonces hay como una
confianza –que será
suya siempre- que la impulsa a
desafiar el resto de la sombra y el todavía
oscuro torbellino.
I ya no es indecisa. Segura de lo
Profundo y Perdurable –poco lo es,
¡pero lo es tanto!- reposa sobre un agua
que no asusta ni pesa.

Esto es como una dádiva: Si me han dado


la luz, la confianza de la flor que se
afianza es la respuesta. La mayor
claridad: el rayo, aceptará el don que
se entreabre, pero que será capaz de
otorgarle su justa y más radiante
recompensa.

Si yo recibo plenamente, puedo dar con


la misma plenitud. Recibir de este modo
--escuchar—es como iniciación de un
diálogo. Entre quien recibe y quien
da se produce como una respiración. Algo
se levanta, se otorga, y algo,
quietamente, lo acoge, agradecido. I el
agradecimiento, si se hace resplandor,
ya es ofrenda.

La flor pidió un día de sol para quien


la hizo flotar ya sin deriva. Y el día
de sol cumplió sus oros cotidianos. Un
día de sol no es más que un gozo de
lo temporal. Pero cuando se tiene
este resplandor interior compartido, se
le desea a lo que se une en lo más hondo,
este descanso de la sensación. Para
luego volver a la serenidad, que no es
reposo sino el hallazgo de lo imperecedero.

Porque a la flor si no le dieran luz con la


mayor ternura –ternura que sólo se
otorga hacia una sola florescencia
como el cielo que es totalmente azul
cuando lo recibe el amanecer despojado
de ámbitos nublados u oscuros—
volvería al caos del agua tenebrosa y
revuelta.
La flor se cura del remolino con este
generoso resplandor, que sólo en este
vínculo, se entrega suavemente
más de manera máxima.
Y su calma encendida contempla ya la
firme corola. Sí, se puede ser firme
aunque nuestra presencia –he ahí la
picardía de lo profundo—tenga la
dureza, lo curtido muy frágil. Además,
lo curtido no es la madurez: la madurez,
para la flor, es halo.
A la flor, le ensombrecería el
desconocimiento de su inaudita paz. Paz
no es inercia. Es espíritu en alas. No
podría arrepentirse de ser única.
Único no es color llamativo ni
desliza miento ligero. Único no es el tallo
de la flor, tallo flexible y placentero
del cuerpo, sino su anhelo como de
paraíso, que asciende a lo más alto.

La flor se estremece, se balancea cuando


duda. Y quisiera aquietarse reconociendo
que le ha otorgado al rayo la compañía
esencial. ¿Es que acaso es muy arduo
reconocer que lo esencial es lo que
más queda? Sí, una maravilla semejante
es muy difícil de sobrellevar, no porque
sea potencialmente bella sino porque
a lo humano, siendo tan especial, parece
ajena. Pero he aquí los hombros
luminosos y blancos del rayo y de la flor.
conocen que la permanencia de lo más
puro sigue y sobrevive. Y entre ambos
han vivido y viven y vivirán esa pureza.
Eso es lo dulcemente empedernido, o lo
Infinito afín tan tiernamente terco.
Lo abundante es aquello que nos llena
en la piel como una hospitalaria
exaltación. Pero la intimidad es casi
solitaria. Cuando la flor, quieta y
sencillamente se desliza sobre el agua
que ayer también ha sido iluminada,
aspira a ser tomada por el aroma
extenso, viviente, cotidiano, del amor
natural. Pero sabe también –eso lo
conoció desde la sombra—que lo
profundo no es olor, delicioso olor del
puro cuerpo, sino aquello que aúna
dos almas libres del enlace mortal. Eso
que no es fragancia –bendigamos
también la fragancia—sino como un aire
que aclara, un luminoso y especial
aliento.

Perfume o solaz de la flor. Pero cuando


seaspira el olor jugoso del pistilo,
permanece en el cáliz una continua sed
de ascenso, como si no lo conociera.
Porque lo que se abre como un párpado:
esta flor, despertar o conciencia, es como una acogida del logro más total
que no se da en aroma por más dulce y
dichosos que sea. Lo más profundo
--no dado en aspiración sino en
ascensión— es como una calma para
quien , inclinado sobre la fragancia,
festivamente huele. Es como si lo más
cercano a la Luz fuera un alivio. Sí,
para toda la vida sensorial la eternidad
que se comparte es como un raro y
único consuelo.

Cuando la flor, ya clara, se alegra del instinto como de un rezumante


perfume,
mantiene en sí aquel rayo que se
ha tornado hálito porque lo que nos
ilumina nos da vuelo. I entonces nos
está permitido amar todo lo que es ave
en el ala. Sin olvidar que sólo aquella
compartida e incomparable claridad es lo
que nos eleva.

Estamos consolados del encanto fragante,


del vaho del regocijo, de la emanación
del goce cotidiano. Algo, como un
hálito, desde el encuentro nos supera:
Lo más afín al colmo, que también
puede llamarse cielo. Rayo y flor
encontraron un bálsamo sin humana
embriaguez: Infinito o incienso.
Hay una flor única que da el soplo sin
interrupciones de lo eterno. No, no es
egoísmo. Es que lo más hondo no puede
repetirse sino dentro de su propio
ámbito inicial. Lo más hondo está aislado
porque su transparencia primordial es
lo más próximo al Amor absoluto
y éste no puede ser otro o diferente
en su grandeza. No, el encuentro entre la
flor y el rayo no es mezquino porque
no permita semejanzas. Es la
comunicación solitaria. A afinidad
señera.

Así lo aceptaron corola y claridad. I, de


pronto, la claridad pareciera contrariar
la insuperable unión. Pero en el fondo
sabe de su fidelidad a lo más duradero.
Como sabe la flor que ella le brinda el
don más puro, aunque a veces vacila
y el agua inunde sus alzados pétalos. En
lo puro, en lo intacto, en lo que
no posee similitud, no cabe la inseguridad.
El rayo, hecho de luz, hiende la duda
aunque sea sólo penumbrosa. Y le dice
--¡cómo escalda la voz del rayo
amigo!—que no es su única flor hasta
que ella se quede convencida de que lo es
tras la doliente prueba.

¿Que lo más alto no penetra en las


flores porque éstas se cierran? Sí.
Podrían abrirse para recibir, cada una
en su medida, esa hermosura. De todos
modos, para un rayo tan claro lo que
puede colmarlo en lo más hondo es
una flor que se ha extendido en lo
supremo.

Si cada u otra flor se abrieran en


un acogimiento, ¿podría el rayo, ante
ellas, sentir la misma intensidad?
Entonces, se perdería lo puro, lo
invariable, lo rayano al amor absoluto. Lo
infinito noes multiplicidad. Lo
inmenso no es copioso. Lo divinal nunca
es despliegue. La infinitud es algo
estricto en su embeleso.

¿Cómo no pensar que lo absoluto


compartido es lo mejor de nuestra
propia vida? Lo viviente de todos los días
--sea labor, sea cariño, sea sensualidad, sea piedad—son goces o
alegrías mas sólo lo divino es apogeo.

Rayo, venía todavía para la flor que


sabe lo divino que posee más que aún se
estremece cuando se empoza el agua.
La flor tiene que levantarse por sí
misma. Eso expresa la luminosidad que
comparte con ella lo más intenso y
esencial. Aún más: la claridad conjugada
a la flor, si ésta siente un momentáneo
sumergirse, la rechaza. Porque lo que
florece –conciencia ya corola—se
manifiesta, se promulga y no es algo
inmerso, así como la luz no es
subterránea.

Rayo, sé que tu aparente hostilidad sólo


es solicitud. Mas le duele a la flor
hasta el punto de que un relente propio
la vuelve a humedecer y la empaña.
Pero la sequedad del resplandor –sí,
el resplandor es seco cuando la corola lo
requiere—le señala su cogollo ya
abierto y enhiesto y excepcionalmente
elevado.
I ya la flor se encuentra erguida
totalmente, aún entre sus
temores fluviales. porque sabemos que
esta unión que se nos dio tan
espontáneamente es, comparada con la placidez y docilidad de lo viviente,
como
el ahínco de lo eterno, la tenacidad de
lo más Profundo y Perdurable.

I cuando todo pasa –es el tiempo el que


pasa, es la fe en lo profundo lo que
dura –embarga una alegría tan
grande, tan cercana a las alturas, que
pareciera digna de perdón. No, pero no
pecamos por la profundidad. Eso
tenemos que aprenderlo.

Lo que se encuentra una sola vez en el


mundo es como antagónico al mundo.
Compartir lo más hondo contradice todo
lo viviente conocido. Pero acepta tan
luminosa oposición, aunque el resto
solamente te resulte aromada
humanidad. Sí, es muy difícil aceptarlo.
También el tiempo es timidez.
Entonces, aceptarlo es como conformarse
--¡qué maravilloso conformarse!—a
ser sutil y sobrehumano ya que lo
imposible posible desconcierta.

Nadie nota en nuestro ser lo más


profundo compartido. Ni hay que decirlo.
Es la llama interior que ilumina y no
la brasa sensorial que quema. De la
brasa brota el colorcillo rojizo y brillante.
Más fíjate en el humo de la llama.
Es azuloso, casi gris. Nadie se vuelve
a contemplarlo. Pero asciende
hacia el cielo.

La flor se ha hundido algo. Tiene


temor a hundirse. Mas no pide clemencia.
Lástima es para el que nada tiene y
la flor se conoce poseedora de una
afinidad sin igual. Sólo pide que la alcen
una vez más hacia lo que contiene:
extrema elevación que sólo está
embargada ahora de una tensa tristeza
y no una tregua. No hay pausas, no
hay intervalos para lo supremo.
Continuidad en la confianza,
ahora renacida después del develo
doloroso. Saber que estaré siempre con
lo que más hondo llega. Iluminándonos.
Es como tener
--tanto en un caso
como en el otro—
el alba más profunda cerca.
Porque se amanece en lo interior.
Y ahora despertar, despertar,
y saber sonreír, lo contrario al dolor
y al desvelo.

Sí, se da por generosidad.


Pero si quien recibe es afín
a nuestra mayor profundidad,
quiere también donar
y ser recíproco en la ofrenda.

El don debiera ser igual para todos.


Y, sin embargo, se define, se sabe,
se hace claro, es esencialmente
don y devoción cuando quien lo recibe
tiene las manos como limpios y alados
espacios donde se depositan esas únicas
dádivas como estrellas.
Creer que lo más profundo
puede repetirse,
sería vagancia, nunca libertad.

Pertenecer a lo más hondo


--que es como el aire de la altura—
no significa dependencia sino superación
de aquello que también
ha de cumplir su alegre cometido:
el asequible bosque y el fruto inmediato.

Cuando nos reunimos en la pulpa,


es como si lo individual desapareciera.
Mas cuando la comunicación se da sólo
a través de las almas,
permanece lo propio
elevado en el máximo amor.
Sí. lo instintivo, su fragante embriaguez,
nos esfuma. Pero lo más profundo,
lo que es único, nos ilumina todos.
En el placer se nos desborda.
Es como una deliciosa fluidez
donde naufraga lo más hondo.
La plenitud, en cambio, conserva
nuestra serena y emocionada intimidad.
En la plenitud se resplandece.
No es lo mismo la deleitosa zambullida
en lo terrenal que percibir lo azul
o lo infinito en la comunicación
sólo de espíritu.
NO, no es lo mismo percibir en el cuerpo
la frescura del mar
que contemplar el alto cielo.

Es dulce lo que se cuela del fruto que,


cada día, podemos apresar en suave
mordedura. pero lo más dulce
está encerrado en lo profundo.
La miel reside en la colmena.

Devenir:
sollozamos, reímos.
Hora, forzosamente levamos la barca
o aspiramos la rosa.
Andamos a la zaga del tiempo.
Pero cuando encontramos el astro
más radioso
--etéreo ante el aroma,
prístino ante la espuma—
entonces comprendemos la predestinación.
No, no puede ser igual
amar en contacto
que en altura.
No es lo mismo
apoyarse en la borda de la barca
que ver izar la vela.

De lo más luminosos
puede partir lo caritativo y sonrosado.
Pero si comparamos
enamorado ardor con amorosa luz,
hay como una timidez en la sangre
que fluye alegre, apasionada.
En el amanecer más límpido,
se desliza el arrebol
como hermosa y ufana vergüenza.

Afecto humano, frondosidad del día,


verdor de los instantes, verano de la piel,
palpable primavera,
otoño con todo su color cotidiano,
junto a esta blancura, esta pureza,
que no posee climas
y es la más plena y poderosa luz.
Sí, única lozanía
es la unión de lo eterno.
Hijos, enamorada fluidez…
Sí, son los gajos del racimo
y los sorbos del néctar.
Mas por otro camino aquéllo
que emociona en lo más hondo
y que extrañamente nos sobresalta
por su sosiego superior
y nos sacudecon serenidad
como una brisa inmensa.

Lo palpable es hermoso
y es lo que podemos poseer.
¡Ah, pero cuando poseemos aquéllo
que parece imposible retener,
no elevamos la mano, pues el tesoro,
el hecho luminoso, está en espíritu
y no en gesto!

Y sin embargo, nuestros rostros


inclinados ante lo Incomparable
se sienten protegidos como por algo
que no tiene piel. Es como
el ademán de la luz.
Porque lo celestial es lo más cálido.
Nuestras cabezas perciben
una cercanía sin tacto,
una proximidad que nunca enciende
porque nos ilumina.
Es como la caricia de lo eterno.

Cuando se recibe en el alma,


que es como una mano leve ante la llama,
como una estrella, la más profunda
irradiación, nada nos emociona
en lo terrenal ni nos hiere.
Todo parece conmovido pero
sólo por una resplandeciente
inmutabilidad. ¡Qué difícil
es comprender entonces que hemos
nacido hasta para el dolor!

La savia fortalece la fruición


y la elasticidad de mi cuerpo.
Mas como yo he probado el agua pura
--no con el labio, con el alma—
aquélla que fluye para siempre
entre las piedras suaves de las nubes,
un agua en que aparecen los luceros,
siento que la sed más verdadera
no se apaga con sangre de instintiva
y fogosa humedad.
Sólo con la fuente divina,
que tomo en compañía del único
y extraordinario anhelo afín,
mal llamado sed porque es eso:
el más íntimo anhelo.
Es un agua tan dulce y profunda
que conmueve hasta iluminar tanto
los ojos que parece una lágrima
y es sólo en las pupilas la alegría
cristalina y suprema.

En el movimiento de las aguas salinas,


al trasfondo del ser,
en el movimiento irracional,
corales de sangre que empujan
al delicioso vértigo.
Pero ahora todo es como una mina,
todo lo sensorial es como un goce oscuro
ante la cristalización del compartido
amor inmenso.
Diamante,
diálogo de lo divino,
que tacha todos los otros vínculos,
que hasta hora se creían preciosos,
con su radiante,
único y perpetuo destello.
Júbilo no es euforia.
El cuerpo, esfumado en el deleite,
se solaza.
Pero el alma, íntegra,
sin borrar su tesoro individual,
disfruta el alborozo sereno.
Después de esta mutua felicidad
que no se arremolina, que sosiega,
que es plenitud y no placer,
resulta secundario todo humano
deleite y exceso.

Sazón lograda con los días.


Envero de lo afectuoso y de lo apasionado.
Pero la madurez verdadera es la de lo
divino sin dudas,
compartido en lo hondo.
¡Qué pequeños parecen los frutos
sazonados en el tiempo ante la luminosa
ternura de la íntima aurora
que es como la perfecta plenitud,
alcanzada por merecimientos,
en la serenidad de nuestro cielo claro!

No es lo mismo el tronco,
el cotidiano impulso,
ni el afán impetuoso,
tallo elástico,
que ese rayo solar que se eleva e ilumina,
porque éste es esencia y no presencia,
no es terrenal sino supremo,
es cálido pero alado,
único en su amor mas no palpable.

La esencia no es la pérdida de tierna


presencia.
La esencia es la presencia
de lo intemporal,
de lo divino y sobrehumano.

No es igual lo divino a lo hermoso.


No es lo mismo el afecto
que la ternura intemporal.
No es lo mismo la seda amistosa
o flexible que el cielo,
inmensa caricia sin contacto.

Primavera, atracción, amistad.


Verano, pasión y compañía realizados.
Otoño, compañerismo donde aún quedan
unas hojas de fuego,
los apasionados recuerdos.
Invierno, fraternidad,
suma de lo vivido en el tiempo,
y tiempo de lo amistoso.
¡Ah, pero nada,
nada como este amor sin climas,
sin estaciones, sin capullos, sin frutas,
sin fragancias, sin copos y sin hojas,
pura eternidad que alza en lo intemporal,
como una estrella única,
no sometida al cotidiano riego
ni a la ráfaga ardiente,
su flor resplandeciente e intacta!

Pueden unirse sentimientos cual se unen


dos corolas en la umbela.
Así como se unen sensaciones
como raíces ceñidas a la tierra que,
impetuosamente, se entrelazan.
Pero cuando la nube más blanca se une
al resplandor alto del sol,
la unión es sólo una.
Las dos alas de una única gaviota.
Un vínculo así, tan esencial,
no puede darse en nadie más
en lo humano con semejante intensidad.
No es lo mismo la umbela que reúne
dos flores que la unión irisada, máxima,
de este mutuo y radiante vilano
que se eleva.

¿Acaso la claridad puede reñir


un día con el sol?
¿Acaso el alba puede ser
paradoja de la luz?
¿Acaso la blancura puede
contradecir un día el ampo?
¿Acaso la profundidad puede
distanciarse un día del más exacto
y esencial amor?
¿Acaso lo divino compartido puede negar
algo que uno de los dos que lo comparte,
afirma y siente?
No. Que se tranquilice mi temor.
Sonrío. La sonrisa, seguridad,
sosiego alegre, verdadero.
En esta afinidad máxima y mutua
no puede haber disparidad.
Estrella y resplandor,
transparencia y cristal no se hallan
nunca en desacuerdo.
No puede repetirse en ningún caso
semejante dulzura.
Sería como pensar que el sol pudiera
continuarse en una hoguera.
Y ante este sol, que ilumina sin encender
la piel, ¡qué melancolía tiene
el crepúsculo que es como un colorido
sexual apagándose ante el primer
rayo del alba!

Lo que da este mutuo sentir


sin semejanza, es el gesto extendido
en don total.
NO importa que esté rodeado de silencio.
La mayor y mejor expresión
no es decir : yo te doy,
sino la dádiva.

¿Cómo no hemos de sentirnos deudores


no habiendo cumplido,
conlo que más amamos,
una alegre promesa,
si con lo que más se ama
siempre se está en deuda?
Si entre el rayo y la flor todo fue luz,
¿cómo este rayo puede permitir
que la flor se debata en lo sombrío?
Certeramente, el rayo ha de comprender
que la flor llegará a la liberación
por un senderoclaro,
por una vía luminosa.
¿Cómo ,entonces, pudo imponer la lejanía
si ésta es toavía sombra
para el pétalo?
Para que la flor alcance total serenidad,
el rayo no puede elegir sino lo acogedor,
lo generoso.
Sería paradójico en él
que escogiera lo oscuro y tormentoso.
Pero ya ha comprendido.
De la sombra puede nacer la luz.
Así el día de la noche.
Mas cuando ya todo es luz,
¿cómo regresar a oscuridades?
La vida eterna compartida
es perpetuo destello.

Que se le permita a la flor,


cuando la cercanía no se produce,
un dulce desquite,
una tierna reparación que la llene
de calma y de contento.
Eso ¿no sería lo justo cuando
la distancia todavía produce
temor y sufrimiento?

¿Qué por qué es necesario


que la luz se de en clara presencia
si su amor, el más hondo,
es la esencia?
Hasta que no llegue lo eterno
lo que nos acerca a esas alturas
es el vínculo, no cotidiano,
sino permanente.
Y la permanencia dentro de esta vida,
no tiene por qué ser ausencia.

El cambio para que lo sea,


tiene que cambiar siempre.
He ahí la permanencia.
Mármol del amor más profundo
y más firme en su clara y consciente
entereza. Mármol del que emanan
irradiaciones luminosas.
¿Cómo puede lo frágil, la duda, quebrar
tu segura estabilidad salpicada
de estrellas?
Debería rechazarme a mí misma
por dudar. Pues si he llevado
a incertidumbre lo más recio y divino
en mi espíritu, llevo a incertidumbre
mi más sincero ser, que es el que se da
en esta amorosa y única firmeza.
¡Ah, pero estoy a salvo!
Creo una vez más, ya no vacilo.
Ya lo divino inmóvil
me levanta y me alegra.

Sí, se entrelazan las ramas


de los árboles.
Elasticidades corporales.
Mas hoy el resplandor se vincula
al cristal más claro y puro.
Mi alma recibe la otra alma y ésta me
recibe y no hay nada igual.
Máxima irisación, ¡cómo lo corporal
gozoso y animado nos parece ahora
raíz contenta mas superflua!

Sí. La voz del instinto es como el rumor


del zumo por el fruto que atrae y apetece.
La voz de la amistad es como el sonido
de la lluvia que, con sus palmadas
hermosas y joviales, refresca.
Pero la voz de lo divino no es campana.
Lo divino es lo más diáfano y dulce
del hondo amanecer.
Y esa alba interior, esa alborada,
es como un aleluya.
Es escarcha –blancura—sobre algo duro
y transparente.
Sí. Lo único, lo que no puede darse
sino de este solo modo, a través
de este vínculo sin continuidad
más que en sí mismo, es cristalino
o el más límpido y pleno silencio.

Sí, todo fue una confusión. Y ahora,


comprendida la mazorca fecunda
y la espiga amigable. Y este sol
sólo donado así –trigo supremo,
sobrehumana gavilla—
don divino, oro sin herrumbre,
intemporal, del cielo.

Sí, yo toco y esparzo mariposas


cuando sobre el lecho disfruto
de la humana embriaguez.
Mas cuando vuelvo los ojos hacia
el cielo –alturas que no son revuelos
sino estabilidad de lo elevado—
comprendo una vez más que nada hay
igual a esta compartida ascensión interior.
No, no tiene color, no dura un día
cromático. Es un impulso etéreo,
no un zigzag de gozoso arco iris.
Yo diría que es ala sobrehumana.

Sí, he mordido la fruta deleitosa.


Pero cuando contemplo la estrella
--este vínculo sin comparación con
las ramas que se unen de los árboles—
dejo la fruta en el cesto del tiempo
y siento madurar lo más profundo
como la luz del cielo que, con sol o lucero,
no se apaga. Cielo, cesto supremo,
total regazo puro. A ti sólo se acerca,
en ti sólo se deposita esta afinidad
que yo he llamado astro.

No es lo mismo un padecimiento
del que emana un revuelo coloreado
que aquel dolor del que emanó
tan única, luminosa y compartida pureza.
De lo más tormentoso,
de lo más mortecino,
salió la exacta luz.
Sería como decir que no es lo mismo
la ostra, abatida por sollozos salinos,
que la crisálida.
El insecto polícromo abandonó
el tortuoso gusanillo,
pero la perla despertó entre
los remolinos como un amanecer
sin peligro de noche,
como el amor mutuo más diáfano.

Rocas terribles, sinuosidades negras,


enfermas protuberancias
donde al grito de espanto respondía,
no mantenido, sino obsesivo eco.
¡Ah, qué dulzura ahora cuando tomando
el caracol, lo más íntimo,
escucho allí la compartida infinitud
como el único canto delo inmenso!

Es como la rotación de la tierra.


No la percibimos, pero está.
Lo inconsciente.
Pero ¿es que esta quietud del mundo
es apariencia?
No. Es como si quisieran señalarnos
que en la quietud radica la consciencia.
La consciencia mantiene en sí lo más
profundo.
Lo más profundo no se mueve.

Cuando la rotación se siente,


toda nuestra vida da vueltas.
Y si se apodera de nosotros,
perdemos nuestra individualidad,
nuestro mundo conocido.
Somos un convulsivo movimiento.
Sólo la luz –el rayo amigo—
me permitió volver a la quietud,
o encontrar la quietud,
y desde esta quietud he encontrado
aquéllo que traspasa los cambios,
lo luminoso intemporal,
el único y perdurable encuentro.

Para que la luz te ilumine,


no necesitas movimiento.
Para que el agua te humedezca y envuelva,
es preciso que agites el cuerpo.
Zambullida y jadeo entre los remolinos
que no se adentran sino que calan
nuestras carnes.
Inmóviles, bajo el más claro resplandor,
lo más cálido y hondo se sigue
guareciendo entre nosotros.
Y allí queda sin ninguna penumbra.
Es la estabilidad de lo supremo,
la divina morada.

Yo acepto cambios,
pero no en lo sublime compartido.
Desde que se recibió el amor más
profundo, lo que se mueve parece
ser lo mismo que se muere.

No, no estamos sometidos a la luz.


La luz convence, no somete.
No, no somos esclavos de la ternura
superior. La máxima ternura
libera nuestro ser de lo fugaz
y de lo accidental.
No podemos crear, cuando poseemos
lo imposible, desde una irrupción súbita.
La luz es fiel, no inconsecuente.
No, no es abandonarse al azar.
Después de conocer lo más profundo,
el único desamparo de la luz pareciera
ser nuestro cuerpo.

No, ya no puede haber nada fortuito.


NO hay nada ocasional.
Estamos en lo cierto y, por lo tanto,
en lo que no padece ni muere.

La muerte es lo único
que no es incurable.

Para lo más hondo, yo no creo


en instantes. Lo supremo jamás
es actual.
El amor sin mortal asidero,
no se somete al tiempo.

Porque lo que está sometido


al devenir y no al alcance
de lo más luminoso y más puro,
aunque sea emotivo, es ligero.
El amor divino no puede depender
de lo imprevisto. Ya lo inesperado
está concluido. Sólo hay la lealtad
de la luz. y si aún nos asombra,
no es porque acaree lo misterioso
sino porque ilumina hasta el extremo.

Lo que no conocemos no es misterio.


Son aspectos insignificantes
del mundo material.
Conocemos lo eterno, lo inmenso,
lo máximo, --es suyo, es mío
y sólo es así—
y ante tamaña luz,
¿caben hallazgos,
descubrimientos o sorpresas?

La entrega verdadera no es la que


se otorga al devenirirracional,
sino la que se sabe postrada
ante la alborada de lo inmenso.

Un afecto puede ser hermoso pero,


ante el sentimiento único e inmutable,
nos resulta pequeño.
Como la yerba ante el astro.
Como el guijarro ante la nube.
Como fronda salpicada de frutos ante
el cielo en que alumbra una sola flor
áurea y suprema.
LO MÁXIMO MURMURA
Si lo que se percibe
es total, luminoso, como un todo,
se siente solitario, sin dualidad, sin duda, sin declive,
se sabe que ya nunca podría ser de otro modo
o con otra presencia que cambie o que derribe
su luz. Sería como cambiar el agua más pura por el lodo.

Si esto es así, como yo siento, puedo


sonreír y sentir que la alegría
nace en mi ser, total. Porque el enredo
brota tan sólo de mi duda umbría.
Puede que el sufrimiento conque agredo
mi paz, vuelva a turbarme, pero el día
sería cruzado por la fe y el credo
de lo afín cual por tierna melodía.
I ya no habría miedo.
Sólo confiado esfuerzo es lo que habría.

Si siento lo divino tan seguro


que ya no dudo de su inmenso grado
¿debo pensar que un bajo día oscuro
vacilaré de su astro? Lo confiado
no admite oscuridad en su maduro
resplandor. Sí. Yo sé que he madurado.
Único es. Azul. Máximo. Puro.
¡Oh qué hondo corazón iluminado!
¡Qué claridad en esta fe! No hay muro
que pueda alzarse ante su amor dorado.
Yo sé. Yo siento: Casi lo aseguro
que no osaré decir : he vacilado.
I mientras no vacile ni inseguro
se encuentre mi sentir, hasta mi lado
vendrá quien con la luz en que fulguro
comparte lo divino y lo sagrado.

¿No crece en el verdor floral aliento?


¿No se realiza en el azul la ola?
I el ser afín, tan lúcido y atento
que afirma que yo soy la caracola
donde oye cielo o voz de firmamento,
nube esencial que nunca se arrebola,
¿me debe permitir padecimiento?
Si en mí se eleva y nunca se enarbola
lo que es divino y fiel deslumbramiento,
flor única y no sólita amapola,
a causa del supremo sentimiento
¿todo mi amparo y mi alegría asola?
Sí. sabe que a pesar de mi tormento
no se mustia la máxima corola.
Confortable saber que este portento,
lo imposible alcanzado, no se viola
y persiste en el negro sufrimiento,
y luego, mientras mi ánimo tremola,
sonreir sin ningún remordimiento
como si lo total que se acrisola
por mí, no mereciera acercamiento
porque ni aún el pánico lo inmola.
Que me hablen del profundo sentimiento.
Amor eterno no es verbal cabriola.
Amor eterno es acto y no es acento.
Aún en la pena lo “único” me aureola
y este hecho es ya mi gran merecimiento.
Creo en lo mutuo. Nunca se desola.
I por mi intemporal conocimiento
¿me dejarán por muchas horas sola?

Sólo en este fervor, en este modo


la dádiva resulta inagotable.
I cuando no se puede darlo todo:
presencia necesaria, voz amable,
se esquiva la otra luz por un período.
¿Por qué esta travesura inexplicable?
¿Para sentir sin duelo ni incomodo
que no se cumple? El fondo, irreprochable,
dice, no envuelto en el olvido beodo:
si alguna causa impide el don estable
¿no es lo mismo que herir? ¡Qué limpio lodo!
¡Qué anhelo de entregar tan impecable!
I añade: si así hiero y así podo
por conmoverme, por sentirme loable
deuda inmensa de estímulo y apodo,
torpe emoción, dulcísimo culpable.

Si he sido sobriamente sufridora


mas firme de que, aun cuando me agite
por el dolor, confío en lo que mora
eterno en ambos, y hago que medite
mi conciencia en la ciénaga invasora
y llego, sin que nada me limite,
a que ella, a lo más hondo que atesora,
le sea fiel y en ello deposite
una seguridad ya sin demora
¿No es justo –así digámoslo—un desquite
para quien supo proteger la aurora?
Si he sido fiel al colmo compartido
de lo divino, si desamparada
el amparo esencial he mantenido,
esta máxima y diáfana morada;
si en el dolor, de su inmutable nido,
--colmena de una miel honda y dorada
donde brilla, lejana del sentido,
luz de esencial y única alborada—
no dudé y su fervor he sostenido
pese a estar triste, pese a estar turbada
por el miedo a la duda, y si he sentido
lo total, padeciendo mas callada,
si me alcé sobre el grito y su estallido
como entera confianza delicada,
si no he visto y en lo único he creído
y soy la fe más bienaventurada,
¿puedo esperar lo que yo anhelo? Pido
sabiendo que mi voz será escuchada
como se escucha un manantial sin ruido.
En esta unión altísima y sagrada
se oye la claridad y no el sonido,
se escucha el resplandor de la cascada.

Todo tiene una hora


menos esta dulzura. Miel suprema, fiel, quieta,
miel hecha de estrellas, que se dora
con esa lumbre de los cielos neta.
Joya pensante más deslumbradora
ante la cual todo es desliz y treta.
¿I no es cierto que ahora
que tendré en mi dolor la voz discreta
me dirán la razón de la demora
y después clara, diáfana y completa
el alma afín con quien la mía mora
en lo “único”, profundo y sin inquieta
vacilación, vendrá hasta donde añora
mi ser lo presencial? Mi ser sujeta
su dolor. I mi ánimo no llora.
Sonrío, aunque la angustia me acometa.
Sonrío, pues no en piel se me atesora.
Sonrío porque soy senda secreta
conocida tan sólo por quien ora
en su divina gracia recoleta.
Sonrisa aunque yo sufra. Es una aurora
que borra la encendida y gris faceta
para dejar sólo el fulgor, la flora
de luz. Mas tiembla. Dolorosa veta
de ansiedad en la lumbre salvadora.
Tierna expresión. ¡Que el llanto se someta!
Sonrisa dominante, alumbradora
doma con su esplendor la oscura grieta,
y hace que el alma afín cumpla, deudora,
lo que pido sin lloro, y me prometa.
Recojo con rigor la última fluidez triste y sonora.
Es una sola…Apenas…Una lágrima escueta.

Yo estoy segura y pienso dulcemente


que quien no me precisa en cercanía,
el solo ser suspenso ante mi frente
--frente es meditación sin fantasía,
conciencia luminosa y transparente—
sabe que me retiene en lejanía
porque esta esencia pura que se siente
no crece con la noche y con el día.
Desde que se inició profundamente
es lo eterno y su máxima alegría.
Por eso aunque yo sufra y me atormente
hago que el alma pálida sonría.
Por eso aunque mi ánimo sufriente
sufra un atisbo oscuro de agonía,
amonesto el dolor y reluciente
allí, en el fondo de mi duda umbría,
aparece lo único esplendente
como la sola estrella que extasía
aunque no lo digamos, que desmiente
a menudo la voz la limpia ría
que en ella busca cauce o recipiente.
No hay distancia para esta pleitesía
mutua. Yo estoy cercana, permanente
como una tierna y única porfía
de quien claro y conmigo solamente
comparte la divina demasía.
I así lo siento yo también presente
aunque pida directa compañía
y quiero ver a quien colmadamente
me da y recibe, pensativa y pía,
de mí, la luz total y trascendente,
el hondo e invariable mediodía.

Desde que se produjo el gran encuentro


--el único profundo y perdurable—
todo ha sido alegría y luz adentro,
y ello lo solo eterno e inmutable.
Lega el dolor pero no toca el centro
seguro de esta gracia imponderable.
¿Por qué el dolor aún si toda entro
clara en el colmo afín, firme y estable?
Tras mi última aflicción en paz me adentro.
Lo que he pedido será realizable.
lo que ha dado la siega,
haz de luz que brotó de la simiente
reveladora, o “única” fanega,
divina espiga máxima y ferviente,
tesoro que a lo más total nos llega,
gavilla sin igual, oro inocente,
la sola alhaja fiel que no se ciega
en su profunda claridad consciente,
en lo alto de su germen nos despliega
su tiernísimo trigo trascendente.
Sin principio ni fin. Alfa y Omega.
Compartida en su extremo transparente
e inmutable, me alivia y me sosiega
aunque quien la comparte sea ausente.
Lloro en la falta pero nome riega
el llanto más allá de lo aparente.
dentro lo más feliz no se doblega.
Lo instintivo reclama lo presente.
Afecto pide pulpa solariega
para encontrar su almácigo creciente.
Al tiempo sólo lo esencial se niega
pues nada hay cotidiano que lo aumente.
Nada a su intensidad lo humano agrega.
Lo que crece no es lo resplandeciente.
Pues lo que nos deslumbra es la talega
del alto amor sin día que lo avente,
fiel a su plenitud como una vega
del inmóvil destello floreciente.
Así este logro que jamás reniega
de su colmo inicial, perpetua fuente,
donde una balsa sin edadnavega
sin temor al vaivén y a la corriente,
prosigue sin temor y no se anega
jamás en algún tránsito fluyente.
La esencia una vez más se nos entrega
aunque sea ya nuestra eternamente.

Si mi presencia terrenal muriera


no es que no produjera un dolor hondo,
es que al dar esta “única” y entera
proximidad azul, divino fondo
que hace toda presencia pasajera,
todo confín elástico y orondo
ante su estricta claridad señera,
no podría perdérseme. Pues rondo
como celeste brisa duradera.
No siendo temporal sino que ahondo
en la luz, en lo eterno y su lumbrera,
en la perfecta intimidad que escondo,
sólo podría doler mi faz viajera
con un sabio dolor, no sabihondo.
Sin quejido ni pena lastimera
conservarían este cielo mondo
de corteza instintiva y compañera,
que mientras lograría en el redondo
goce mortal o cotidiana esfera,
bondad. Hasta que un día sin trasfondo
la comunicación toda volviera,
lo sobrehumano donde correspondo.

El fuego natural que nos inflama


o instinto, así la fresca y compañera
voz familiar que no se desparrama
cuando sólo en el tiempo se reitera,
tan leves son en compañía y llama
ante la sola claridad cimera.
Como en el mar una pequeña escama
o en espacio infinito volandera
brisa. Máxima luz que ante la rama
cotidiana en lo eterno reverbera.
Porque el día declama
ante la esencia o melodía austera.
Ante lo puro lo que es hora brama
o ante el balido de esencial cordera.
La máxima morada que nos llama
desde su intacta plenitud primera
es silencio que nunca se recama
con diaria voz y chispa pasajera
porque ésto , si no hay tiempo, se derrama,
y aquello, cielo inmóvil, persevera.
¡Bienaventurados aquéllos que no
han visto y han creído!

Nuevo Testamento

Si como único arroyo la presencia


afín hoy se me niega y la criatura
no está, ¿puedo negar la permanencia
de la unión esencial, máxima y pura?
Es veraz su absoluta iridiscencia
porque en lo temporal no es que perdura.
Divina luz no es cotidiana fluencia.
No se cultiva nunca. Está madura
desde su primeriza omnipotencia.
Inmóvil en su diáfana dulzura
nunca se da en la hora, en la elocuencia
mortal. Pues su gorjeo sin mesura
es como una infinita confidencia.
Silencio casi en su total ternura.
Suavidad en su ideéntica cadencia.
Lo máximo es lo más íntimo. Murmura.
Así en medio del bosque y su turgencia
se escucha el agua clara en la espesura;
que todo ante la única inocencia
de lo divino, es como rama oscura.
Rumor de luz exacta en la conciencia
pese a no ver su fuente o su figura.
Lo humano es lo que tiene la apetencia
del vocablo, del cuerpo y la envoltura
por crecer en su móvil existencia.
Sacro mutismo, la quietud segura
de lo divino es honda en su evidencia
sin clamar cada día por su altura
porque ésta se la siente sin ausencia
y es cielo que, sin piel, se nos procura.
No veo hoy yo la fuente as su esencia
se escucha en lo más alto y en su hondura.
Dentro se oye inmutable transparencia.
I esta unión, sin el ámbito, fulgura.

Se tiende sobre el césped de lo externo


la corteza variable y aburrida.
I sólo plena ya un sosiego interno:
el júbilo total , la eterna vida
Si se ha encontrado al Sol, su rayo tierno,
color o superficie se invalida.
I queda sólo para el día eterno
este mutuo encontrarse que se anida
en mí, como ala estable que discierno.
Su luz, pura, sin otra y sin huida.

Si sólo aquí hay radiante transparencia,


estable resplandor, el don divino
de que alma no sea alma sino Esencia,
(Sol), me doy sólo a su astro cristalino.

Pues todo lo demás es apariencia


y a esto le entrego pues ya no es camino
mas fin sin fin, mi exacta preferencia
o privilegio porque lo defino
más alto siempre que la siembra humana,
ajeno a la anecdótica cabriola,
distinto a la mejilla y la manzana,
otro ante hiedra, espiga y avellana,
por encima del ímpetu y la ola,
sola cima celeste y soberana.

Inútil ya la mies o mejorana,


innecesarios trigo y amapola,
pasajera y falaz esta genciana
pues sólo aroma expande su corola.

I yo tengo aire azul, no filigrana


de olor. Poseo una flor sola
de luz inmensa, exacta y sobrehumana.
Sólo lo Eterno aspiro y me acrisola.
Aspiro lo infinito que me tiene
totalmente absorbida en su dulzura
tan distinto al almíbar cotidiano
porque es intenso y nada lo detiene
cual se detiene lo que el cuerpo apura
y vuelve a repetir porque fue vano.

No se repite nunca una ventura


igual. Es ella toda en quien la inspira.
Flor de luz que fue dada y que perdura.
Único día que no se retira.

Mi preferencia por su honda altura.


El otro rango por el oro que me mira
sin ojos, en lo interno en que fulgura
vuelto Sol, mas sin pálpitos; no gira.

Está inmóvil en su ámbito esplendente,


ámbito que no es porque lo es todo,
todo quiere decir lo verdadero
no aquello ni esto. Sólo lo eminente,
lo que no es recoveco ni recodo
mas Sol cerrado e imperecedero.
Grávida de galaxias, doblegada
por un celeste cúmulo cordero,
por una etérea prole iluminada
de astros ovejas sin vellón ligero
que abrigan sólo por su ilimitada
ternura sin rescoldo placentero,
me detuve en la única morada
nula de superficie y de asidero
mortal, por el espíritu encalada,
blanca de amor, cubierta por madero
de sangre ya en su pérdida atezada,
que sólo podía ser mi derrotero.
Y allí observé manar, emocionada,
aquel rebaño ilímite y austero
incapaz de una sola pincelada
animal, aquel ímpetu cimero
de la extraña y anómala manada
planetaria, en traslúcido reguero,
y tender en la cálida hondonada
una tibieza no de instinto fiero,
alígero calor, seda sagrada,
no lana sino aliento de lucero.
Henchida hasta los límites, colmada
por celestial almácigo jilguero,
por miríada inmóvil y estrellada,
por aves de adorable ventisquero,
pletórica de espacios o cargada
por un peso dulcísimo y certero,
pues lo que pesa hondo y nos horada
no es grito mas gorjeo verdadero,
fui a detenerme ante una tierna entrada
que era mi nido único o mi alero.
Y allí yo vi brotar, en derramada
fluidez, todo aquel auge prisionero.
Una constelación, regia bandada
interior, sin impulso volandero,
una constelación firme y alada
que no dice: pasó mas persevero,
de un polo al otro, como una enramada
repleta de luciérnagas, vivero
de hoja sutil, serena y argentada,
de un polo al otro, sobre el mundo huero,
tendió su vía láctea con su arcada
sobre el nidal afín, el llegadero
que se abría a su copa constelada
y esperaba tan dulce desafuero.
Y dentro de esa fronda inusitada
el trino de la Esencia sin lindero,
como una quieta y límpida cascada
se escucha denso e imperecedero.
Por meteoros estáticos poblada,
por aerolitos sin mortal rasero,
a cuestas el cardumen, la azulada
giba de nebulosas, el venero
de pececillos sin sensual redada,
de escamas de infinito tesonero,
vi ascender ante mí la única oleada
apta para tan nítido hervidero,
lo único azul sin torva marejada,
sin altibajos, sin caudal viajero,
y allí vertí, en su plenitud plateada,
allí, en la ola y límpido velero,
toda la grey de luz en su arracada
colosal, en su piélago primero.
Inagotable entrega inmaculada.
Acogida inmortal, despeñadero
apacible y veraz, sin desbandada,
donde late lo afín y reverbero.
Para nadie esta perla desatada,
su perpetua blancura que reitero,
este copo sin tregua, sin jornada,
esta radiante, raro semillero
de asteroides que riegan su alumbrada
intimidad en lógico aguacero,
para nadie esta prédica dorada,
su dádiva de sol, su único esmero,
su extremo estricto, claridad cerrada,
su cielo exacto, bálsamo altanero,
porque la infinitud es recatada
y cual tesoro tierno mas severo
lo sobrehumano vive su extremada
irisación en ígneo apartadero,
para nadie esta fuerza delicada,
este máximo, manso miradero,
sólo para este mar de cuya rada
no anhelo el maderamen pasajero,
mas lo blanco y azul, esa elevada
profundidad que aislo y que venero.
Y como nadie nunca, como nada,
éste mi estío no perecedero,
ésta mi eterna espiga que anonada
pues de los parcos límites libero,
mi reciedumbre trémula y templada
que exige y cuida como un tierno acero,
lo divino, dulzura desusada,
éste mi acopio indigno y entero
para quien me recibe, transformada
su vida en el fulgor, a quien confiero
la inmensa y luminosa granizada
y de quien pruebas lúcidas espero,
sí, mi añil catarata sosegada,
esta pléyade astral sin lo postrero,
única para la íntima ensenada
tendida ante su hervor solo y señero,
porque yo penetré con la alborada
del Sol en ese unívoco sendero.

Suavidad densa, dulce, desmedida


en un liso hontanar riego y afianzo
para quien tiene le ánima ceñida
por pliegues de fatiga. ¡Cómo alcanzo,
para darla, esta luz ya trascendida
en celestial pradera de mastranzo,
de musgo azul donde la frente herida
halla también divino su descanso!
Escuchar…Agua de lo astral ungida.
La melodía maternal que avanzo
se oye cual una inmensidad mullida.
De áureo vellón mi plácido remanso.
Todo agobio, toda ola suspendida
con manantiales místicos amanso,
y queda ya allí el alma sumergida
oyendo un cristal tibio. No abalanzo
ninguna dolorosa sacudida.
Dejo manar la miel con que esperanzo.
Miel de oro, por galaxias guarnecida.
Cauce de sienes tensas que abonanzo.
En el fondo solar, la faz hundida
obtiene un mar maravilloso y manso.
Terminado de transcribir por Ana María Hurtado, en Caracas, el 14 de noviembre
de 2015, día de San José Pignatelli, SJ. día del nacimiento de los pintores Claude
Monet y de Sonia Delaunay, y de los músicos Aaron Copland y Narciso Yépez, del
escritor Adriano González león y del bailarín Antonio Gades. Día de la muerte del
emperador Justiniano, de los filósofos Leibniz, Hegel, de la feminista Flora Tristán,
del escritor Leon Tolstoi, del músico Manuel de Falla y del crítico Emir Rodríguez
Monegal…

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