Orden Sagrado 2018
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Orden Sagrado 2018
A este factor puede sumársele el modo positivo de mirar al mundo que la Iglesia
adoptó a partir del Concilio Vaticano II. Para el presbítero, este cambio de perspectiva,
significó aprender a mirar los valores humanos de manera positiva, atender a las
situaciones y aspiraciones más profundas del hombre contemporáneo, pero todo sin
perder de vista que él no pertenece a este mundo. Lamentablemente, de hecho, esta
apertura al mundo significó, para muchos presbíteros, rever esencialmente su forma de
pensar, su lenguaje y su estilo de vida, con abandono de las enseñanzas perennes de
la Iglesia sobre el sacerdocio.
En fin, fue propio de esta idea de secularización plantear a la Iglesia y a la fe
católica un serio cuestionamiento sobre su razón de ser. Esto muestra de manera
práctica y concreta, como siempre también lo enseñó la Iglesia Católica, que la
concepción sobre el sacerdocio católico repercute necesariamente sobre la concepción
de la naturaleza de la Iglesia, y viceversa.
Según el documento de trabajo de la Comisión Teológica Internacional (CTI),
esta situación terminó creando en muchos presbíteros un sentimiento de frustración al
dedicarse solamente a tareas eclesiásticas, calibrando mal la importancia de la liturgia y
de su servicio pastoral-sobrenatural a los hombres de este mundo secularizado. Muchos
presbíteros, continúa el mismo documento, tienen la impresión de vivir en un medio
social que los toma cada vez menos en serio en lo que es más personal para ellos,
experimentando, en consecuencia, la necesidad de adaptarse al mundo para poder
desarrollar su ministerio en servicio de los hombres.
El mismo documento también describe las raíces teológicas de la crisis
sacerdotal, a saber, y en primer lugar, el resurgimiento de los problemas que, en su
momento, el protestantismo había suscitado y que, para algunos, Trento no había
sabido responder de manera satisfactoria. La crítica que Lutero había dirigido a la
doctrina católica sobre el sacerdocio ministerial puede resumirse en los siguientes
puntos:
1. El Nuevo Testamento solamente emplea el término “sacerdote” para Cristo y
los cristianos.
2. No hay más que un solo Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, Jesucristo,
cuyo sacerdocio es invisible e inmediato ante Dios.
3. Todos los cristianos son sacerdotes por igual y de igual manera que Cristo,
es decir, según un sacerdocio que se ejerce interiormente y sin sumisión a
ninguna otra autoridad jerárquica.
4. Para entrar en relación salvífica con Cristo no es necesario ningún sacerdocio
ministerial. Para ello basta el solo sacerdocio común de los fieles y la fe
(fiducial). Todos los cristianos, incluidos los presbíteros, tienen en la Iglesia,
en lo que hace al sacerdocio, los mismos derechos y poderes espirituales.
5. Por lo tanto, la distinción entre el sacerdote ordenado y el laico no es de
institución divina. Sólo una ambición de autoridad ajena al evangelio
explica la existencia de un sacerdocio ministerial distinto del sacerdocio
común de los fieles.
6. El orden, por consiguiente, no es un verdadero sacramento. El único
sacramento que confiere el sacerdocio es el bautismo.
3
4 Santo Tomás presenta el Sacerdocio de Cristo como un servicio de culto dado por él al Padre
(III, q. 20, prol.). Sólo en Jesucristo, cuyo sacerdocio es mediación entre Dios y los hombres, también
nosotros podemos rendir ese culto. Fuera de Cristo, por lo tanto, no es posible entablar ninguna relación
de salvación con el Padre; ni rendir ningún culto válido y agradable a Dios.
5 Para la eclesiología de la Reforma véase BOUYER, L., La Iglesia de Dios, Cuerpo de Cristo y
Templo del Espíritu, París, 1975.
6 En época de Lutero, la acusación dirigida por los reformadores a la Iglesia Católica de haber
abandonado la verdadera misión recibida de Jesucristo debió buscar cada vez más atrás en el tiempo el
momento de esa infidelidad, dada la refutación histórica que la misma Iglesia Católica hacía de tal
acusación protestante. Los nuevos estudios históricos de esos tiempos primitivos volvió a proponer la
antigua cuestión protestante y la Iglesia debió volver a responder lo que ya había mostrado en tiempos del
4
los que lo reciben, sino a los fieles (LG 10). Pero tratándose de un sacramento, podemos
descubrir en él las notas esenciales que definen a todo sacramento, a saber: su
institución por parte de Cristo; su signo sacramental; su eficacia causal y su
administración por parte de la Iglesia. Esta definición nos brinda una estructura
adecuada para sistematizar el tratado del este sacramento según el siguiente esquema:
1. Origen del sacerdocio ministerial.
2. Naturaleza del sacramento del orden.
3. Efectos del sacramento del orden.
4. Ministro y sujeto del sacramento del orden.
6
recupera, así, la relación con la Iglesia local que tenían los ministerios en los primeros
tiempos. Ellos, en efecto, ejercían una auténtica diaconía en cada Iglesia local. En este
sentido, puede decirse que la calificación de orden es útil para vincular a este
sacramento con la estructura jerárquica de la Iglesia tal como la ha querido y
fundado Jesucristo. En efecto, esta estructuración jerárquica no es producto de una
evolución o desarrollo institucional de la Iglesia entendido en sentido sociológico, sino
el efecto de la voluntad institucional del Señor. El término “orden” dado a este
sacramento trasluce este querer divino.
Al “orden” así entendido también aluden algunas expresiones con las que
designamos el misterio de la Iglesia: pueblo, cuerpo, templo, casa. Estas imágenes
neotestamentarias de edificación presentan a la Iglesia como dotada de un armazón
estructural sobre el que se apoyan y en el que se traban las piedras vivas que son los
cristianos. En algunos textos ese armazón lo constituyen los apóstoles y profetas (Ef 2,
20-22); en otros, en cambio, es Cristo mismo (1 Co 3, 11). La Iglesia, por lo tanto, no
existe sin este armazón, sin este orden jerárquico, que no es otro que el ministerio
sacerdotal. El sacramento que lo confiere lo llamamos “del orden”, entonces, porque el
ministro así ordenado está al servicio del orden y armazón de la totalidad, es decir, de la
existencia de la Iglesia como realidad visible, único modo en que puede existir la
verdadera Iglesia querida por Jesucristo12.
Hecha esta aclaración sobre los términos involucrados en nuestra pregunta sobre
el origen del sacramento del orden, asentemos el siguiente principio metodológico. Para
comprender el sacerdocio que se transmite por el sacramento del orden es necesario
prestar atención a lo que sobre el sacerdocio se dice en los textos del Nuevo
Testamento. No basta, en las actuales circunstancias de la teología, dar por sentada la
sacramentalidad del orden sacerdotal y su institución por parte del Señor. La crítica de
los reformadores protestantes, aún vigente en la cultura moderna y contemporánea,
EL SACERDOCIO DE JESUCRISTO.
Como dijimos, en los evangelios no se da a Jesucristo el título de sacerdote. Al
contrario, allí, los sacerdotes, incluidos el Sumo Sacerdote, son mostrados
desfavorablemente. Se reconoce, ciertamente, a la institución veterotestamentaria del
sacerdocio su legitimidad; se confiesa también la autoridad y dignidad de los sacerdotes
(Mc 1, 44), pero, habiendo desempeñado un rol decisivo en la blasfema condenación del
Señor (Mt 16, 21), su imagen es muy negativa.
Sin embargo, a pesar del silencio de los evangelios, Jesucristo es presentado por
la Carta a los Hebreos como Sumo Sacerdote. Se le aplica el mismo título que a los
10
13 El sacerdote, por lo tanto, debía ser una persona consagrada, es decir, tomada por Dios y
separada de los demás, no sólo por razón de la trascendencia divina, inaccesible al hombre desde sí
mismo, sino también por la situación de pecado que mantenía al hombre en la lejanía de Dios y en la
imposibilidad de levantarse por sí mismo para dirigirse hacia él. Pero además, por la misma razón, el
hombre debe recibir de Dios lo que pueda ofrecerle para volverlo grato a sus ojos, pues nada hay en el
hombre de bueno que, por sí mismo, sea suficiente para reconciliarlo con Dios. Todo el culto del Antiguo
Testamento, junto con el sacerdocio (sacerdote y víctima), debían ser provistos por Dios mismo.
11
14 III q. 22, a. 3, c.: “Para la purificación perfecta de los pecados se requieren dos cosas, en
correspondencia con los dos elementos que se dan en el pecado, a saber: la mancha de la culpa y el
reato de la pena. La mancha de la culpa se borra por medio de la gracia, que hace volver a Dios el
corazón del hombre…”
15 Este texto es citado por Santo Tomás en III q. 22, a. 1, c. para fundamentar la tarea sacerdotal
de Cristo como una tarea de reconciliación (salvación) de los hombres con Dios.
12
La solidaridad de Cristo con la humanidad pecadora funda, por lo tanto, el valor salvífico de
toda su existencia, desde el momento de la encarnación hasta su eterna glorificación. Esta solidaridad, en
efecto, concretiza el amor de Cristo a los hombres no sólo en la entrega de su vida por ellos, sino también
en la elevación de ellos a participar de su resurrección. Tal amor, que es respuesta absoluta al amor de
Dios, constituye el aspecto principal del sacrificio de Cristo. En otras palabras, por esta solidaridad, Cristo
asume nuestro destino y nos da participación en el suyo, confiriendo valor salvífico a su misterio en
cada una de sus fases y en su totalidad. Dicho, todavía, en otros términos, las distintas etapas del misterio
de Jesucristo no poseen eficacia salvífica sino como partes de la totalidad de su misterio. Esta solidaridad,
por lo tanto, se resuelve en mediación y es, por ello mismo, sacerdotal. Por esta solidaridad, en efecto,
no sólo Cristo se apropia de la naturaleza humana en un movimiento descendente de humillación, sino
que también la eleva gracias a la unión hipostática, en un movimiento ascendente de glorificación. Si el
movimiento descendente implicado en la encarnación reclama la muerte; el movimiento ascendente lleva
a la resurrección de Cristo como Cabeza de la humanidad y, por lo tanto, de la humanidad a él unida.
En efecto, el Hijo de Dios se hizo hombre como nosotros en todo, excepto en el pecado (Hb 4,
15; Rm 8, 3; 2 Co 5, 21), es decir, asumió al hombre en la condición de pecado en que lo dejó Adán,
aunque sin asumir el pecado mismo. Pero esto implica, en concreto, asumir la existencia humana
internamente minada por la muerte y el sufrimiento; apropiarse de la libertad del hombre viador para
decidir el sentido definitivo de su propia existencia venciendo la tentación de vivir una libertad al margen
de la voluntad divina; asumir la temporalidad e historicidad concretas que condicionaron su existencia
humana optando entre un mesianismo nacional y la fidelidad a la misión que había recibido del Padre;
abrazar libremente la muerte, no sólo como consecuencia del pecado, sino también como consecuencia de
su opción por la fidelidad a la voluntad del Padre. Tales son las exigencias de la solidaridad descendente
de la encarnación. Pero siendo la encarnación de la Persona divina del Verbo, Jesucristo estuvo exento
de pecado (2 Co 5, 21). La unión hipostática conlleva, efectivamente, la radical divinización de la
humanidad en Cristo y, consecuentemente, su impecabilidad. Libre de todo pecado, por lo tanto, Cristo
aceptó su destino de muerte en pura obediencia filial, de manera que no podía ser rechazada por el Padre.
El mismo dinamismo descendente de la encarnación incluye, por tanto, como camino ascendente, la
resurrección como victoria final sobre la muerte, es decir, la aceptación por el Padre de la ofrenda del
Hijo de su propia vida para la salvación de los hombres.
Cristo no podía no resucitar, porque ello hubiera significado que la ley de la muerte que llevaba
en su humanidad habría sido más poderosa que la presencia de la Persona divina en ella; sin la
resurrección, la humanidad del Verbo hubiera sido destruida y, con ello, la misma encarnación. Pero, al
resucitar, Cristo recapitula toda la familia humana haciéndola partícipe de su gloria inmortal. Así, la
solidaridad implicada en la encarnación como movimiento descendente se revierte en un movimiento
ascendente hasta la gloria, no sólo para Cristo, sino también para nosotros, puesto que Cristo asumió
nuestra humanidad como Cabeza de ella. Sin esta solidaridad ascendente, Cristo hubiera quedado, en su
resurrección, desvinculado de los demás hombres y la humanidad pecadora no podría presentar ningún
título ante Dios por el cual ser salvada (Hch 4, 12). El valor salvífico de la encarnación incluye, por lo
tanto, este doble movimiento de solidaridad, es decir, comprende la mediación sacerdotal de la
humanidad de Cristo.
La encarnación, por lo tanto, entendida como solidaridad de Cristo con los hombres, contiene
todas las fases de la salvación, Cruz y resurrección, como una mediación descendente y ascendente. En
cuanto mediación, por lo tanto, el sacerdocio de Cristo coincide con el misterio de la encarnación en cada
una de sus fases y en su unidad. Por su apropiación personal de nuestra humanidad mortal, el Hijo de
Dios quedó destinado a la muerte; pero, por otra parte, la impecabilidad de Cristo, proveniente de la unión
hipostática, garantizaba su libre sumisión a la voluntad del Padre. Tanto la muerte como su aceptación en
obediencia filial, es decir, la muerte como hecho ineludible y como sacrificio, estaban, por consiguiente,
virtualmente incluidas en la encarnación. Por su misma constitución de Verbo encarnado, Cristo estaba
llamado a ofrecer libremente a Dios su propia vida en holocausto. En otras palabras, Cristo quedó
constituido sacerdote por la encarnación.
La encarnación, la muerte y la glorificación de Cristo se abrazan mutuamente en razón de esta
ley de la solidaridad que, por ser total, no sólo es descendente, sino también ascendente. Se trata de tres
fases inseparablemente unidas de un solo evento salvífico; son tres momentos fundamentales de un solo
sacrificio, incoado radicalmente en la encarnación, realizado en la Cruz, eternizado en la gloria de Cristo.
Por esto, el autor de la Carta a los Hebreos pudo presentar la acción salvífica de Cristo como una acción
13
sacerdotal, a saber: porque fue el ejercicio de una solidaridad ascendente y descendente, es decir, de una
mediación.
Más concretamente aún, siendo sacerdotal, esa acción salvífica es una acción de culto que,
además, por tener por sujeto a Cristo en cuanto Cabeza de la humanidad, adquiere carácter litúrgico, es
decir, de culto comunitario. El sacerdocio de Cristo, ejercido como acto de obediencia filial al Padre y de
amor a los hombres en el sacrificio de sí mismo desde la encarnación hasta su resurrección, se despliega,
de este modo, en el sacerdocio de los que son incorporados a su Cuerpo en la Iglesia. El sacerdocio de
los fieles, por lo tanto, no es simplemente un poder que poseen para presentarse ante Cristo, sino el hecho
de haber sido incorporados en su humanidad redentora 16.
18 A decir verdad, no fue el pecado cometido de hecho por los malos sacerdotes lo que tornaba
ineficaz para la salvación, en última instancia, su sacerdocio. Aun los buenos sacerdotes estaban
sometidos a la misma impotencia. Ella provenía de algo más profundo que los pecados personales; venía
del fondo del pecado original del cual el hombre no puede librarse por sí mismo.
15
suscitaré un sacerdote fiel, que obre según mi corazón y mis deseos, le edificaré una
casa permanente y caminará siempre en presencia de mi ungido” (1 S 2, 35)19.
Pero, ante esta profecía, resulta extraño que los cristianos, que creían que Jesús
había cumplido con todas las profecías, no lo consideraran explícitamente como
sacerdote. Y la extrañeza aumenta cuando se tiene en cuenta que, a pesar de la
reticencia de Jesús a ser proclamado rey, los cristianos no dudaron en ver en él la
realización de la profecía del mesías-rey. Cierto, los cristianos podían apoyar el título
real del Señor en el hecho de que el mismo Jesús se había proclamado rey ante Pilato
(Jn 19, 37), mientras que nunca se atribuyó el título de sacerdote, ni provenía de una
familia sacerdotal, sino de la familia de Judá (Mt 1, 3; Lc 3, 33). Además, tampoco dejó
el Señor de criticar el estéril “ritualismo” sacerdotal de su época. Se comprende,
entonces, que no les resultara fácil a los primeros cristianos presentar al Señor con una
figura cercana al sacerdocio. Su vida y sus actividades cuadraban más con la imagen del
profeta que con la del sacerdote20.
A pesar de todo esto, no faltan en los evangelios puntos de contacto entre la
figura y actividad de Jesús y el sacerdocio. El primer contacto se da, precisamente, a
través de la figura del mesías-rey. La profecía de Natán (2 S 7, 1-5. 13), que sustentaba
este mesianismo regio, vinculaba al futuro Hijo de David con el Santuario. A él tocaría
la tarea de construir la nueva Casa de Dios. Y los evangelios, que no ignoran esta
tradición mesiánica, presentan a Jesús en estrecha relación con una amenaza de
destrucción del Templo y con el anuncio de una nueva construcción (Mt 24, 1ss; Jn 2,
19). Hay, pues, cercanía entre la tradición del mesías-rey y el sacerdocio a través
de la tarea que debería emprender el rey mesías de construir el Templo, como lo
insinuaba el texto del libro de Samuel arriba citado. Jesús, que realizaba el mesianismo
real, ¿no debía ser también considerado sacerdote? La respuesta explícitamente
afirmativa la alcanzará recién el autor de la Carta a los Hebreos.
Otro contacto entre el misterio de Jesucristo y el sacerdocio lo encontramos en
los relatos de la última Cena. A. Vanhoye cuestiona que los gestos realizados por Jesús
en aquella ocasión hayan sido sacrificiales21. Nosotros, en cambio, por el tratado de la
eucaristía, sabemos que los términos empleados por Jesús para explicar sus gestos eran
netamente sacrificiales: su cuerpo es entregado; su sangre derramada; él entrega su vida
por muchos. Comoquiera que sea, aunque se pueda discutir el sentido sacrificial de
estos términos, incluso A. Vanhoye admite que la última Cena incluía una referencia
sacrificial a través de la mención de la sangre de la alianza. Esta mención impone una
aproximación a las palabras pronunciadas por Moisés durante el sacrificio del Sinaí (Cf.
Ex 24, 5-8). Hay, pues, en la última Cena, un contacto real aunque implícito entre
el misterio del Señor y el sacerdocio: Allí, Jesús realiza una acción sacerdotal como
la que Moisés hizo en el Sinaí.
19 Nótese la vinculación del sacerdocio mesiánico con la Casa de Dios que será retomada por la
Carta a los Hebreos.
20 Lo que en su vida no se mostró tan claramente, se manifestó realmente en su muerte. Sin
embargo, esto que para nosotros resulta evidente porque estamos acostumbrados a considerar la muerte de
Jesús como un sacrificio, no fue del todo claro para los primeros cristianos. En efecto, la muerte de Jesús
careció de los elementos formales propios de los sacrificios conocidos por los judíos: se realizó fuera del
Templo; fue una condenación y una maldición.
21 Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo…, p. 71.
16
25 III q. 26, a. 2, c.: “En el mediador podemos considerar dos cosas: por un lado, su cualidad
de medio; por otro, la misión de unir. Es propio de la naturaleza del medio distar de los dos extremos, a
los que el mediador une llevando a uno lo que pertenece al otro. Pero ninguno de estos requisitos puede
convenir a Cristo en cuanto Dios, sino sólo en cuanto hombre… en cuanto hombre, dista tanto de Dios
por la naturaleza, cuanto de los hombres por su dignidad en el campo de la gracia y de la gloria…”.
19
26 Jesucristo no da a los hombres lo que es de Dios en cuanto Dios, sino en cuanto que por la
encarnación queda constituido en Cabeza de la humanidad. Su sacerdocio se funda, pues, en la
capitalidad de su gracia. III q. 26, a. 2, c.: “También en cuanto hombre le compete unir a los hombres con
Dios, transmitiéndoles sus preceptos y sus dones, y satisfaciendo y abogando por ellos ante Dios. Y por
eso es llamado con toda verdad mediador en cuanto hombre”. Cf. ad 1 et ad 2.
20
27 De este modo, el cumplimiento del mesianismo regio implica, para Jesús, también el
cumplimiento del mesianismo sacerdotal. Vimos antes que ambos mesianismos se vinculaban por su
referencia común al Templo o Casa de Dios.
28 A. VANHOYE, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo, p. 146. Puede agregarse, en base a lo
dicho más arriba, que estas disposiciones de Cristo, que podemos calificar de morales, son el resultado de
una condición ontológica fundamental, a saber: la de la unión hipostática. Ésta es la verdadera clave que
resuelve la paradoja de la que habla A. Vanhoye.
22
Jesús, pues, ha inaugurado un nuevo culto que permanecerá para siempre (Hb 7, 27-28;
9, 12-14. 28; 10, 10. 12-14). Pero esta misma aseveración trae aparejado el problema del
sacerdocio ministerial en la Iglesia. Si el sacerdocio de Cristo es único, ¿cómo puede
hablarse de ministros sacerdotes en la Iglesia? El problema es semejante al propuesto al
hablar del sacrificio único de Jesús en la Cruz. Si este sacrificio es único, ¿cómo puede
hablarse de sacrificio de la Iglesia?
espiritual, no adulterada, para crecer por ella en la salvación, puesto que han
experimentado qué dulce es el Señor30.
Al acercarse a él, la piedra viva, rechazada por los hombres pero elegida y
preciosa (honorificatum) a los ojos de Dios, también ustedes, a manera de piedras
vivas, son edificados como una casa espiritual, para ejercer un sacerdocio santo y
ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por Jesucristo31.
Por lo cual se halla esto en la Escritura: “He aquí que pongo en Sión una
piedra angular escogida y preciosa; y el que en ella cree nunca será confundido”.
Preciosa para ustedes los que creen, pero para los que no creen, “la piedra que
rechazaron los constructores, ésa misma ha venido a ser cabeza de ángulo y roca de
tropiezo y piedra de escándalo”; para aquellos que tropiezan por no creer a la
Palabra, a lo cual en realidad ustedes están destinados.
Ustedes, en cambio, son una “raza elegida, sacerdocio real, una nación santa,
un pueblo adquirido para anunciar las maravillas de aquél que los llamó de las
tinieblas a su admirable luz”; a los en un tiempo (llamados) no-pueblo, ahora (se les
llama) pueblo-de-Dios; a los (llamados) no-más-misericordia, ahora objeto-de-la-
misericordia” (1 P 2, 1-10).
35 La comparación con las piedras vivas depende del verbo “construir” y no del verbo
“acercarse”.
36 C. ROMANIUK, Le sacerdoce dans le Nouveau Testament, Le Puy – Lyon, 1966, p. 59-60: El
cristiano es sacerdote en el sentido de que, en el sacrificio de Cristo, él alcanza a Dios por la ofrenda de
sí mismo. Pero esto no implica la idea de una mediación del fiel: la mediación de Cristo no es
comunicable más que a aquellos a quienes Jesús eligió para ser ministros de su sacerdocio. Lo que es
comunicable al cristiano, es la condición misma de Jesús, que ha compartido toda la vida del hombre y
le ha mandado entrar en su misterio.
37 El pensamiento de San Pedro parece forjarse en un molde hebreo antes de expresarse en
griego. En efecto, los hijos, banim, son las piedras, abanim, con las que Cristo construye un edificio,
bana, su obra o su casa, binian.
38 El texto del libro del Éxodo habla de un reino de sacerdotes sin indicar explícitamente cuál
será el papel sacerdotal que desempeñará, aunque se lo presenta en relación con el cumplimiento de la
26
alianza. Además, tampoco excluye la posibilidad de una casta sacerdotal particular dentro del mismo
pueblo.
39 Is 61, 1-6 renueva la promesa de Ex 19 para aplicarla a los tiempos mesiánicos. Allí se
anuncia que, a diferencia de los extranjeros, que se ocuparán en trabajos profanos, el pueblo de Dios
estará encargado de un ministerio sacerdotal. Este ministerio no suprimirá el sacerdocio oficial, sino que
será una dignidad común a todo el pueblo.
27
40 Por oposición, esta lectura protestante refuerza nuestra comprensión del sacerdocio de los
fieles. Ellos no son sacerdotes individualmente e independientemente de la mediación del sacerdocio
ministerial, sino en la Iglesia, Cuerpo de Cristo, y, por lo tanto, en dependencia del sacerdocio de
Jesucristo hecho visiblemente presente en el tiempo por los ministros ordenados.
41 Cf. A. TANQUEREY, Sinopsis de Teología Dogmática, t. III, Desclée, 1930: Todos los
sacerdotes y sólo ellos son, propiamente hablando, ministros secundarios del sacrificio de la Misa.
Cristo es, ciertamente, el ministro principal. Los fieles sólo mediatamente, pero no en sentido estricto,
ofrecen por medio de los sacerdotes”. Cf. C. ROMANIUK, o.c., p. 50: Los sacerdotes del Antiguo
Testamento y Cristo mismo ofrecen un sacrificio material. Los fieles ofrecen un sacrificio espiritual.
28
después de haber recibido de Epafrodito lo que ustedes me han enviado, suave aroma,
sacrificio que Dios acepta con agrado” (Flp 4, 18).
En conclusión, pertenece a la esencia del sacerdocio común de los fieles el
ofrecimiento gozoso de la propia vida a Dios como alabanza continua en el Espíritu
Santo.
Ahora bien, si la índole de todo sacerdocio se deriva de la naturaleza del
sacrificio que ofrece, es obvio concluir que la prerrogativa sacerdotal de los fieles es
puramente espiritual. Es más, si se tiene en cuenta que el término “ἰεράτευμα” reviste
sentido pasivo y que este sentido es corroborado por la idea de “ser edificados”,
presente en el mismo texto, resulta que los fieles gozan de un sacerdocio pasivo, es
decir, en cuanto asumidos al sacerdocio de Cristo concretamente por la acción
sacerdotal de los ministros ordenados que actúan in Persona Christi. Así, la expresión
“sacerdocio real” (1 Pe 2, 9) puede entenderse en el sentido de un reino perteneciente a
los sacerdotes en el que los mismos sacerdotes son los que gobiernan. Se trata, pues, de
una “teocracia” o una “hierocracia” en la que el que gobierna está consagrado y los
gobernados participan de la consagración del gobernante, que en última instancia es
Jesucristo mismo, constituyendo una nación santa42.
Es innegable, sin embargo, que esta pasividad no significa inercia o inactividad
de parte de los fieles. Por el contrario, los bautizados, unidos a Cristo Sumo Sacerdote y
a los ministros del culto legítimamente establecidos, ofrecen activamente los sacrificios
espirituales de los que hablan San Pedro y San Pablo. En la ofrenda de estos sacrificios
se revela, por lo tanto, una actividad sacrificial de los fieles que acompaña al sacrificio
verdadero y propio reservado al sacerdocio jerárquico. Incluso se podría decir que, al
menos indirecta e implícitamente, los sacrificios espirituales incluyen el sacrificio
eucarístico.
42 La terminología aquí empleada no es suficientemente precisa y debe ser tomada con gran
cautela. El conjunto del sacerdocio real no puede reducirse al concepto de teocracia. “Teocracia”, en
efecto, hace referencia a una forma de gobierno, mientras que el “sacerdocio real” o el “reino de
sacerdotes”, aunque indique un reino en el que los sacerdotes tienen función de gobierno, hace
referencia, más bien, a una cualidad inherente al pueblo judío, colectivamente considerado, y a cada uno
de los individuos que lo componen. Sin embargo, la comparación del “sacerdocio real” o del “reino de
sacerdotes” con una teocracia no va del todo descaminada, sobre todo cuando se tiene en cuenta el error
por exceso que comenten los protestantes al interpretar este texto. Para el pensamiento protestante, al
menos para algunos, el “reino de sacerdotes” indica a los fieles consagrados a Dios como los sacerdotes
ministeriales que están junto a Dios y tienen el mismo derecho al acceso inmediato y cerca de él. En el
régimen teocrático, en efecto, el rey no es un hombre, sino Dios. Así, por ser Dios el Rey, en el Estado
teocrático no puede haber una orden que no sea divina y, consiguientemente, la obediencia a esa ley se
asimila, también, a un acto de culto. En este sentido puede decirse que, en vez de ciudadanos, el Estado
teocrático se conforma con miembros consagrados a Dios. Que el Reino de Dios sea teocrático significa
que es un reino de sacerdotes, en el sentido de consagrados a Dios. Esta idea de teocracia explica, por lo
tanto, el paso de la expresión “reino sacerdotal”, de Ex 19, 6, a “sacerdocio real”, de 1 P 2, 9, como
fórmulas, en definitiva, equivalentes. Por su parte, el concepto de “hierocracia” parece encerrar,
etimológicamente hablando, un gobierno del pueblo por un sacerdocio hereditario. Ahora bien, en la
política de Israel la intervención sacerdotal era ocasional. Bajo este punto de vista, la hierocracia no tiene
la semejanza que tiene la teocracia respecto al sacerdocio real. Concuerda con ella sólo en parte porque el
régimen teocrático de Israel no se ejecutaba necesariamente por medio de una casta sacerdotal. En
conclusión, el sacerdocio real y universal de los hebreos no suprimirá nunca al sacerdocio institucional,
pero se concilia con él por el camino de una rigurosa subordinación. Cf. P. DABIN, El sacerdocio real de
los laicos y la acción católica, Buenos Aires, 1939, T. I, p. 38-39.
29
43 Los fieles cristianos pueden ejercer su sacerdocio común ofreciéndose a Dios como hostias
vivas (Rm 12, 1) y elevando al cielo sus sacrificios y oraciones. También pueden hacerlo intercediendo
unos por otros. Pero esos sacrificios, oraciones e intercesiones no llegan a Dios Padre si no son elevados a
él por manos de Cristo mismo, que se hace presente sacramentalmente en la Iglesia a través de sus
ministros ordenados. Se une, así, esta doctrina del sacerdocio común de los fieles con la de los frutos de
la eucaristía como sacrificio. En otras palabras, por debajo de los ministros ordenados, los fieles
interactúan espiritualmente entre ellos y se dirigen personalmente al Padre movidos por el Espíritu Santo,
pero esas acciones llegan al altar del cielo sólo por Jesucristo, porque él solo es el único mediador entre
Dios y los hombres. Pero esa única mediación es la que es perpetuada por el sacramento del orden
sagrado. Así, esas ofrendas llegan, de hecho, al cielo, por la mediación sacerdotal de los ministros
ordenados. Mediación que queda recogida en la enseñanza sobre los frutos del sacrificio eucarístico.
30
Por su parte, también el libro del Apocalipsis habla del sacerdocio de los fieles.
Su originalidad está, sobre todo, en unir este sacerdocio con la realeza de los
cristianos. Esta unión refleja el interés de San Juan en este libro por unir liturgia e
historia en una estrecha relación interna.
La primera vez que hace mención del sacerdocio de los fieles, también en clara
alusión a Ex 19, 6, es en 1, 6: “Cristo hizo de nosotros un linaje real, unos sacerdotes
para su Dios y Padre”. La frase es el culmen de una serie de acciones de Jesucristo que
merecen nuestra alabanza (v. 7). La gloria que los cristianos le tributan tiene, en el
hecho de haberlos hecho reino y sacerdotes, su motivo más elevado. El ritmo de la
perícopa lleva a pensar que la acción por la que Cristo hizo a los fieles sacerdotes, es la
acción por la cual, con su sangre, los purificó de sus pecados (v. 5). La referencia, pues,
a la muerte del Señor es clara. Por su muerte ha hecho de nosotros sacerdotes para Dios,
su Padre.
Como sacerdotes constituidos por la muerte redentora de Jesús, los cristianos
pueden presentarse libremente ante Dios, es decir, sin que exista ya el obstáculo del
pecado, para rendirle culto. En otros términos, los fieles son sacerdotes porque, gracias
a la muerte de Jesucristo, pueden relacionarse con Dios sin verse obstaculizados para
ello por el pecado, pues éste ha sido borrado por la sangre del Señor44.
El segundo texto en que aparece el tema del sacerdocio de los fieles es el de Ap
5, 10. Pertenece a otro contexto, pero ayuda a profundizar en el sentido del sacerdocio
de los cristianos. También aquí el apelativo va unido a la mención de la realeza de los
fieles con la diferencia de que ahora el reinado de los cristianos se ejerce activamente:
“reinarán sobre la tierra”. A través de este ejercicio regio se concretiza el dominio
de Jesucristo sobre la historia de los hombres. Pero esta realeza corresponde a los
cristianos porque Cristo los ha rescatado con su sangre poniéndolos en nuevas
relaciones con Dios. Y como la relación con Dios es el aspecto más específico del
sacerdocio, puede decirse que los fieles son reyes que reinan sobre la tierra porque han
sido hechos sacerdotes por Jesucristo. Como bien afirma A. Vanhoye, “Juan no acepta
la idea de una historia del mundo que se desarrolle independientemente de la relación
de los cristianos con Dios. Para él, el elemento determinante de la historia es
precisamente esta relación, que hace de todos los cristianos unos sacerdotes”45.
Los cristianos son reyes por ser sacerdotes, es decir, por haber sido
introducidos por Cristo a mantener nuevas relaciones con el Padre, y ejercen su
sacerdocio en su reinado. La visión del sacerdocio, por lo tanto, se ve ampliada por la
de la realeza. El ejercicio sacerdotal de los fieles está en relación con el movimiento
de la historia humana, pero sin que lleguen a confundirse ambas dimensiones de la
vida cristiana. El texto del Apocalipsis sugiere que lo que ocurre en el santuario
celestial repercute en la historia terrena. Los cristianos, en efecto, pueden reinar aquí
44 Aunque no pertenezca a la temática tratada por San Juan en este texto, el acceso libre de los
cristianos a Dios por la ausencia del pecado, no indica que dicho acceso sea inmediato, sino siempre a
través de la mediación sacerdotal de Jesucristo y, por ende, del ministerio ordenado que lo hace
sacramentalmente presente.
45 A. VANHOYE, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo, p. 305. En el mismo sentido dice J.
LÉCUYER, El sacerdocio en el misterio de Cristo, Salamanca 1959, p. 195: Los fieles ya glorificados o
todavía vivos en la tierra reinan en el sentido de que son ellos quienes, misteriosamente unidos a Cristo
glorificado, conducen la historia humana hacia su fin. Todos los acontecimientos tienen valor por su
relación con ellos y su intervención influye (Cf. 6, 10) eficazmente en el destino de los pueblos.
31
en la tierra porque con sus oraciones tienen acceso al santuario celeste. Pero no sólo con
las oraciones, sino también con sus sufrimientos y su paciencia en las tribulaciones y
persecuciones (Ap 2, 10; 12, 11).
Este sacerdocio que los fieles cristianos ejercen en la tierra tendrá, según el
mismo libro del Apocalipsis, una perfección superior en los mártires y fieles cristianos
que hayan alcanzado la muerte sin sucumbir al poder de seducción de la Bestia (Ap 20,
6). Es llamativo que San Juan, para expresar la felicidad de los mártires y de los santos,
recurra a la idea del sacerdocio. La estrecha relación que estos santos guardan con Dios
y con Cristo, y que justifica su intercesión y nuestras oraciones a ellos, es una relación
sacerdotal. De aquí podemos concluir que lo propio del sacerdocio de los fieles,
aunque se verifique en distintos niveles, es esta relación especial con Dios Padre en
Jesucristo, abierta por la misma pasión del Señor, que se configura a imagen y por
participación del sacerdocio de Cristo. En otros términos, es asociándose al acto
sacerdotal por excelencia del Señor que los fieles ejercen su sacerdocio.
Pero lo que se verifica en la participación en el sacrificio eucarístico y en toda la
conducta de los cristianos (1 Pe 1, 15), se actúa en dependencia del sacerdocio
ministerial. En efecto, cuando se trata de establecer de qué manera los fieles cristianos
ejercen el sacerdocio común en la ofrenda del sacrificio eucarístico, se presentan a la
consideración distintas posibilidades no todas realmente viables. La primera de ellas,
que es errónea, equipara, excesivamente, el sacerdocio ministerial con el de los fieles.
Tertuliano, una vez hecho montanista, fue uno de los primeros en caer en este error 46
pues, según el mismo Tertuliano, tal era la doctrina de los montanistas.
Por su parte, también los valdenses abrazaron esta opinión pensando que la
virtud, y no la ordenación sacramental, era la fuente de la dignidad sacerdotal. Así, todo
laico virtuoso administraría válidamente los sacramentos, mientras que un sacerdote
indigno debería ser considerado como destituido de todo poder. En contra de este error
puede leerse DH 793. También Lutero, como vimos, suscribió esta doctrina siendo
condenado por el Concilio de Trento en el año 1563, DH 1767.
Como reacción en contra de este error excesivo, algunos negaron, errando por
defecto, toda verdadera y propia participación activa de los fieles en el sacrificio de la
Misa, pero con ello se vaciaba el contenido de los documentos de la Tradición, la
Liturgia y del Magisterio de la Iglesia.
Entre estos dos extremos se extiende una gama indefinida de teorías y opiniones
que, aun siendo ortodoxas, no dejan de ser inciertas y dudosas. Algunos hablan de
sacerdocio de los fieles sin relación alguna al sacrificio de la Misa. Otros, hacen
referencia al sacrificio de la Misa, pero sin relacionarlo con ningún sacerdocio. En fin,
los hay quienes atribuyen a los fieles un sacerdocio común sin explicar si incluye alguna
mediación o no.
Siguiendo los documentos del Magisterio de la Iglesia, se debe decir que las dos
primeras opiniones se oponen decididamente a la enseñanza del Magisterio eclesiástico
que rechaza tanto toda confusión entre sacerdocio ministerial y común de los fieles
laicos como también toda separación y oposición entre ellos. Efectivamente, entre el
sacerdocio ministerial y el de los laicos no hay ninguna confusión ni separación porque,
permaneciendo en planos diversos, tanto los fieles laicos como los sacerdotes tienden a
46 De Baptismo c. 7.
32
Dios, cada uno con actividades propias y distintas, pero convergentes y relacionadas
(LG 10).
El principio de solución se lo encuentra en la encíclica Mediator Dei de Pío XII.
Allí, el Sumo Pontífice dice: “Es necesario prestar atención a que el sacrificio
eucarístico, por su propia naturaleza, es una inmolación incruenta, hecha a Dios
Padre, de la víctima divina, tal como místicamente lo muestran la separación de las
especies y su ofrecimiento”. En breves palabras, en el sacrificio eucarístico,
distinguimos la inmolación incruenta y sacramental y una oblación interna y externa.
La inmolación, que resulta de la consagración del pan y del vino, es obra
exclusiva del sacerdote ordenado, como instrumento de la omnipotencia divina. Éste es
el principio de distinción entre los dos sacerdocios, el ministerial y el de los fieles.
La oblación, que implica un acto interior de honra a Dios, es común a los fieles
y al sacerdote. Éste es el principio de no-separación entre el sacerdocio ministerial y el
de los laicos. En efecto, los sacerdotes y los laicos, como criaturas inteligentes, son
ordenados por el bautismo al culto cristiano. El carácter, también el bautismal, es una
participación en el sacerdocio de Cristo. Ahora bien, puesto que el carácter sacramental
es diverso en el bautizado y en el ordenado, también la oblación común asume matices
especiales en ambos. En virtud del carácter del orden, el sacerdote, en el mismo acto de
inmolación, ofrece ritualmente (materialmente) la víctima a Dios. Por el carácter del
bautismo, el fiel ofrece espiritualmente la misma víctima junto con el sacerdote.
No se puede decir que la oblación de los fieles, siendo espiritual, no sea
sacrificial porque su acto interior se une con la oblación actual interna de Cristo que
constituye el alma del sacrificio eucarístico. Esta alma se encarna y se hace visible en el
rito externo, que es el signo divinamente establecido para manifestar el acto interior. Por
otra parte, la oblación ritual hecha por el sacerdote pertenece también, de alguna
manera, a los fieles en razón del carácter y solidaridad del Cuerpo Místico. Pero, así
como todo el hombre ve a través del ojo, así también la Iglesia entera ofrece el sacrificio
por el miembro elegido que es el sacerdote.
Así, pues, en la inmolación mística y sacramental de la eucaristía se entronca la
oblación de los fieles de manera que la inmolación hecha sacramentalmente por el
sacerdote también es el signo visible de la ofrenda interior de la Cabeza y de sus
miembros, es decir, del Cuerpo entero. Se puede decir, por consiguiente, que a través
del rito externo de la Misa, realizado por el ministro ordenado, toda la Iglesia ofrece el
sacrificio de Cristo al Padre.
Los fieles, pues, concurren activamente en el ofrecimiento de la Misa que puede
ser definida, según esto, como el sacrificio del Cuerpo Místico. Pero esta concurrencia
no equipara el sacerdocio de los fieles al ministerial, sino que lo introduce en el ámbito
de la actividad cultual y religiosa que es una participación, aunque en grado menor, del
culto perfecto que Cristo, como Sumo Sacerdote, ha tributado de una vez para siempre a
Dios Padre. Los fieles, por lo tanto, por el carácter bautismal, se transforman en
“cultores Dei” a través del sacrificio eucarístico. En este sentido se puede decir que
todos los bautizados participan, dentro de los límites que comporta su condición de
miembros del Cuerpo Místico, del sacerdocio de Cristo (Cf. III q. 63, a. 3). Esta
doctrina fue expuesta también por el Concilio Vaticano II, en la Constitución Lumen
Gentium, 10: “Cristo, Señor, Pontífice tomado de entre los hombres, de su nuevo
pueblo hizo un reino y sacerdotes para Dios, su Padre. Los bautizados, en efecto, son
33
consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y
sacerdocio santo para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan
sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquél que los llamó de las tinieblas a su
admirable luz. Por ello, todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y
alabando juntos a Dios, ofrézcanse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios
y den testimonio por doquiera de Cristo, y a quienes lo pidan, den también razón de la
esperanza de la vida eterna que hay en ellos. El sacerdocio común de los fieles y el
sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no sólo en
grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del
único sacerdocio de Cristo. El sacerdocio ministerial, por la potestad sagrada de que
goza, forma y dirige al pueblo sacerdotal, confecciona el sacrificio eucarístico en la
persona de Cristo y lo ofrece en nombre de todo el pueblo de Dios. Los fieles, en
cambio, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la ofrenda de la eucaristía y lo
ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias,
mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad operante”.
Resumamos los principales puntos de la enseñanza neotestamentaria sobre el
sacerdocio de los fieles:
1. La pasión y la muerte de Cristo merecieron para todos los bautizados la
posibilidad de participar en el sacerdocio del Señor.
2. El sacerdocio de los fieles no excluye en nada la existencia de un sacerdocio
ministerial, al igual que en el Antiguo Testamento la elección de Israel no
impedía el llamado de una tribu a la dignidad sacerdotal.
3. Este sacerdocio se expresa en la predicación del poder de Dios y en el
sacrificio que el fiel hace de su vida ofreciéndola a Dios. Todos los
bautizados participan, por lo tanto, en el ministerio de la Palabra y en el
sacrificio que hace a Israel según el Espíritu, esto es, a la Iglesia de Cristo.
De esta manera, los datos neotestamentarios sobre el sacerdocio de los fieles
son un ejemplo de la espiritualización del templo, de la ofrenda y de todo el
culto que se cumple en la Nueva Alianza. Estas tendencias a espiritualizar el
culto del Antiguo Testamento se encuentran ya en ciertos salmos y en los
profetas (Sal 50, 13-14; 51, 18-19; Is 1, 11-17; Os 6, 6).
4. Quien quiera ser sacerdote, no lo puede ser más que a condición de
permanecer unido a Cristo, porque no es más que en él que se puede ofrecer
un sacrificio. El sacerdocio de los fieles pasa por el sacerdocio de Cristo que
es el nuevo templo, el nuevo altar, la nueva víctima y el nuevo sacerdote.
Los miembros del Cuerpo de Cristo participan de estas prerrogativas: ellos
son las piedras vivas sobre las cuales se levanta el templo cuya construcción
no acabará sino en el momento de la Parusía.
5. En el Nuevo Testamento, la idea de un llamado y de una vocación está
frecuentemente unida al tema del sacerdocio. El pueblo de Dios debe
responder al constante llamado del Señor para ser la sal de la tierra (Mt 5,
16)47.
Luego, elevando los ojos al cielo, agrega: “Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu
Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti… para que a todos los que le diste, les dé la
vida eterna” (Jn 17, 1-2). He aquí el fin último de la misión del Hijo: comunicar la
vida eterna a los hombres, que no es otra cosa que conocer al Padre y a su Enviado (v.
3).
Acto seguido, Cristo confiesa haber glorificado a su Padre y manifestado su
Nombre a los hombres (Jn 17, 4-5). Ellos han guardado sus enseñanzas (v. 6) y
reconocieron la verdad de su misión (v. 7-8). Ahora, Cristo, que ya deja el mundo (v.
11), ora por los Doce, que permanecen en el mundo (v. 9-12), para que sean santificados
en la verdad (v. 17) y les confía su misión: “Como tú me enviaste al mundo, también yo
los envío al mundo” (v. 18). Más adelante, luego de la resurrección, Jesús les recordará
estas mismas palabras: “Como el Padre me envió, así yo los envío a ustedes” (Jn, 20,
21). Quiere decir que la obra de los Doce será continuación de la de Jesucristo, y
esta obra se perpetuará incluso más allá de los Doce: “No ruego por ellos solamente,
sino también por los que habrán de creer en mí por su palabra, para que todos sean
uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti; que ellos sean uno en nosotros a fin de que el
mundo crea que tú me enviaste” (Jn 17, 20-21). Es la misión/ministerio de Cristo, la
de comunicar la vida eterna a los hombres, la que debe ser perpetuada por los
Doce y sus sucesores hasta el fin de los tiempos. Hay, por lo tanto, unidad entre Jesús
y los que continuarán su misión en la tierra. Es decir, los Doce y sus sucesores
continuarán la actividad salvífica del Señor, de ahora en más, invisible, pero que seguirá
obrando por sus Apóstoles/ministros. Así, Jesús transmitirá, por medio de los Doce y
sus sucesores, a todas las generaciones, la misma verdad y la misma palabra que él les
había entregado y que ellos recibieron: “Todo lo que he oído de mi Padre se los he
dado a conocer” (Jn 15, 15). La verdad que los Apóstoles recibieron de Cristo en el
secreto, la deberán predicar públicamente (Mt 10, 27). Y como la instrucción recibida
no les será suficiente, intervendrá también el Espíritu Santo: “El Paráclito, el Espíritu
Santo que mi Padre enviará en mi nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará
todo lo que yo les he dicho” (Jn 14, 26). Se tratará siempre, por lo tanto, de la misma
enseñanza y obra salvífica de Jesucristo: “Tomará de lo mío y se lo anunciará a
ustedes” (Jn 16, 14).
Los Doce continuarán la obra de salvación del Señor, y el Espíritu Santo los
asistirá a fin de que puedan efectivamente cumplir su misión. Esta misión no conocerá
límites, ni en el espacio, porque se trata de instruir a todos los pueblos y de predicar el
Evangelio a todas las naciones (Mt 28, 19), ni en el tiempo, porque Cristo estará con sus
Apóstoles (y sus sucesores) hasta la consumación de los siglos (Mt 28, 20). Se trata de
la misma misión del Salvador perpetuada hasta el fin del mundo: “Quien a ustedes
escucha, a mí me escucha; quien a ustedes rechaza, a mí me rechaza; pero quien a mí
me rechaza, rechaza a aquél que me envió” (Lc 10, 16; Mt 10, 40; Jn 13, 20).
Jesucristo, por lo tanto, dona a su Iglesia, fundada sobre los Doce, una misión que es
continuación (sacramental) de la suya, con la misma autoridad y con un idéntico fin, que
es la gloria de Dios para la salvación de los hombres.
Los Doce son, por tanto, la autoridad suprema en la Iglesia que comienza a
reunirse en torno a ellos por su predicación 50. El ministerio que Jesús les confía
50 Autores como E. Schillebeeckx (El ministerio eclesial), pero no el único, consideran a los
Doce como un símbolo de la inminente comunidad escatológica destinados, por eso mismo, a una corta
vida. Al elegirlos, Jesucristo habría comenzado el grupo de la Iglesia, pero sin atribuirles ninguna misión
36
constituye el núcleo jerárquico de la Iglesia, no sólo frente a los demás discípulos, sino
también en el interior mismo del grupo. En efecto, la máxima autoridad corresponde, en
todo sentido, a Pedro, porque Jesucristo mismo le confirió el primado sobre los demás
Apóstoles y sobre todos los discípulos (Mt 16, 18-19). En consonancia con esto, los
Hechos de los Apóstoles nos muestran a Pedro en el ejercicio de esta autoridad
suprema, sea castigando (5, 1ss), sea gobernando (6, 1ss), sea tomando la palabra en
nombre de todos (1, 15; 2, 14; 3, 12ss), sea, en fin, decidiendo sobre las cuestiones
tratadas en el Concilio de Jerusalén (15, 7ss).
Pero junto a estos Doce, que reciben, por antonomasia, el nombre de
“Apóstoles”, pues fueron directamente elegidos, constituidos y enviados por Jesús para
continuar su misión redentora, hay otros que también reciben el nombre de “apóstoles”.
En la Iglesia naciente, el apostolado no se identifica totalmente con los Doce. San
Pablo, por ejemplo, nunca se contó a sí mismo entre los Doce y, sin embargo, reivindicó
para sí, como ninguno, el título de apóstol (Rm 1, 1; 1 Co 1, 1; 9, 1; 15, 7-11; Gal 1, 1).
Estos apóstoles aparecen en el Nuevo Testamento como otros enviados también en
misión. Los requisitos para pertenecer al grupo de los Doce y al de estos otros apóstoles
no son idénticos. La pertenencia a los Doce exigía haber sido testigo de las palabras y
los hechos del ministerio público de Jesús y de su resurrección, así como también haber
recibido de él la misión pospascual. En cambio, ser apóstol importaba sólo la visión del
resucitado y el envío a la misión51. Estos eran, por tanto, una segunda clase de apóstoles,
menos autorizados que los pertenecientes a la primera convocación realizada por el
mismo Señor antes de su resurrección52. El ministerio de estos apóstoles, por lo tanto,
carecía de validez fuera de la comunión con los Doce. Observamos, por consiguiente,
que pronto, lo que Jesús legó a los Doce, fue transmitido por ellos mismos a otros,
explicitándose, para el cumplimiento de la misión recibida, la estructura jerárquica
con que Jesucristo fundó a la Iglesia, aunque siempre en dependencia de su fuente
genuina: el grupo de los Doce elegidos y constituidos por el mismo Cristo. El mismo
San Pablo, que tanto defiende su condición de apóstol por haber recibido directamente
del Señor Resucitado, y de ningún otro, su misión, se subordina a la autoridad de los
que él llama “las columnas” para referirse a Pedro, Santiago y Juan, a fin de asegurarse
“no haber corrido en vano” (Gal 2, 2. 9).
Pero la lectura de los Hechos de los Apóstoles y de las cartas paulinas aporta
todavía nuevos interesantes datos sobre los ministerios en la comunidad cristiana
específica, es decir, sin constituirlos Apóstoles. Es verdad que, para algunos, el término “apóstol” es
pospascual y, tal vez, de origen paulino. Sin embargo, que Jesús no haya usado este título para designar a
los miembros del grupo de los Doce, cosa que todavía debe ser probada, lo cierto es que sí los constituyó,
y los envió, para una misión específica con poder para realizarla. El lugar de autoridad de estos Apóstoles
en la Iglesia se deja de ver bien en 1 Co 15, 3-8 donde San Pablo coloca en cabeza el testimonio de Cefas
sobre la resurrección de Jesús y, en relación con él, al resto de los Doce (v. 5). Este mismo texto muestra
la institucionalidad de los Doce que siguen recibiendo este mismo nombre a pesar de que, en ese
momento, ya eran once.
51 San Pablo la había recibido directamente de Jesucristo y esto lo ponía muy cercano al grupo
de los Doce, aunque nunca atribuyéndose una pertenencia a ese grupo.
52 JEREMÍAS, J., Teología del Nuevo Testamento I, 1980, p. 272: “En cuanto al problema de la
historicidad de la vocación y misión de los Doce por parte de Jesús, vemos que Welhausen, siguiendo las
sugerencias de Schleiermacher, formuló la tesis de que los Doce no pertenecen a la historia de Jesús; de
que se trataría, más bien, de los representantes de la comunidad más antigua; y de la que la
retroproyección de la misión de los Doce desde el Cristo resucitado sobre el Jesús histórico sería una
prolepsis. Welhausen encontró muchos seguidores. Las razones que da, son afirmaciones apodícticas de
carácter pasmosamente arbitrario”. Resaltado nuestro.
37
primitiva. Un elemento que surge a primera vista, y que no debe ser olvidado, es la
variedad y flexibilidad de formas de realización del ministerio eclesial en los
tiempos de fundación de la Iglesia. Esta polícroma estructuración se debió a la
diversidad de situaciones en que se iba afianzando la Iglesia primitiva. Como sea,
tampoco debe olvidarse que, por debajo de esas variedades de ministerios, se descubre
un substrato inmutable, con origen en la misma institución de Jesucristo. Esta
constatación obliga a distinguir firmemente entre la existencia de una constitución
jerárquica en la Iglesia primitiva y la concreción de sus estructuras y funciones
ministeriales. Este último aspecto, en el libro de los Hechos y en las cartas paulinas
refleja no sólo la situación de una Iglesia que se va afianzando a medida que se va
extendiendo, sino también el hecho, cada vez más cercano, de la desaparición de los
Apóstoles. En estas circunstancias, en efecto, se imponía, con necesidad
imperiosamente vital, estructurar y organizar la Iglesia, dando cabida en ella a nuevos
ministerios, pero siempre en relación a los Doce, es decir, explicitando
homogéneamente lo que el mismo Jesucristo había dado a la Iglesia en el grupo de
los Doce53.
Según esto, pues, San Lucas presenta, en los Hechos de los Apóstoles, dos tipos
de ministerios. En primer lugar, el ministerio general, misionero e itinerante, cumplido
en principio por los Doce, secundados por los Siete, llamados también apóstoles y
profetas. En segundo lugar, el ministerio local, de cada comunidad, asumido por un
grupo de presbíteros, escogidos e instituidos, al menos en algunos casos, por los
mismos Apóstoles (Hch 14, 23), que permanecen en relación con ellos (Hch 20, 17), y
cuya responsabilidad ante la comunidad se expresa por el título de episcopos (vigilante)
y por la imagen del pastor54.
San Pablo, por su parte, no duda en relacionar las comunidades por él fundadas
con su propia persona en cuanto que se confiesa apóstol de Jesucristo, así como
tampoco duda en relacionar las comunidades entre sí y con la Iglesia madre de
Jerusalén. No es tan clara, sin embargo, la configuración concreta de los ministerios y
sus funciones establecidos por el Apóstol de los gentiles. Los datos que él nos ha
transmitido no son suficientes, porque la Iglesia primitiva, encontrándose aún en una
etapa fundacional, no había adoptado todavía una forma definitiva. Además, la posición
53 Hans Küng, en su libro Estructuras de la Iglesia, propone una lectura del Nuevo Testamento
sobre la base de establecer un canon dentro del canon. Según este autor, los datos posteriores sólo
pueden ser comprendidos a la luz de los primitivos. El dato posterior de las Cartas Pastorales, por
ejemplo, debe ser comparado con el dato primitivo que es el canon regulador. De aquí concluye, respecto
del tema de la sucesión apostólica, que la imposición de manos solamente era un medio, entre otros, para
transmitir el orden episcopal. La Iglesia primitiva, más carismática, conocía otros modos de hacerlo. Pero
esta opinión desconoce un factor fundamental del corpus neotestamentario. Su redacción se escalona
durante un amplio período de tiempo. El discernimiento de la génesis del ministerio sacerdotal debe, por
lo tanto, evitar dos tentaciones: la que se centra en los textos más primitivos, supervalorando su
enseñanza como norma absoluta y rebajando el valor de los testimonios posteriores; la que asume el
principio de que es más inteligible lo más desarrollado que lo menos y procura establecer la norma de la
vida eclesial sólo a partir de los últimos documentos del Nuevo Testamento. Además, es necesario tener
en cuenta la diacronía y la sincronía del corpus. Todo él constituye un canon único en el que textos
posteriores han sido puesto junto a textos primitivos haciéndolos contemporáneos unos de otros. Así, una
afirmación históricamente situada puede tener un sentido más amplio por su presencia en la totalidad del
corpus. La lectura diacrónica debe estar al servicio de la lectura sincrónica, pues es el texto tal como lo
hemos recibido el que es normativo para la fe.
54 A esta altura de la organización de la Iglesia no se puede ver, aún, si el término “obispo”
designa un ministro o un ministerio.
38
aunque, en este caso, la función del diácono no resulta todavía claramente delimitada,
así como tampoco su pertenencia a un orden sagrado, dado que se lo menciona junto a
presuntas diaconisas. En efecto, en 1 Tm 3, 8-13 se enumeran las cualidades que deben
reunir los diáconos y las “mujeres”57. En lo que se refiere a los diáconos se les pide
honestidad, integridad, sobriedad, generosidad y guardar el misterio de la fe con una
conciencia pura. No se les pide, como a los obispos (1 Tm 3, 2. 6), que sean aptos para
la enseñanza y que no sean neófitos para que el orgullo no los engañe. La ausencia de
estos requisitos episcopales indicaría que los diáconos, en esta etapa de la organización
de la Iglesia, no estaban destinados oficialmente a la enseñanza de la doctrina.
Los presbíteros, por su parte, son frecuentemente nombrados en los escritos de
los tiempos apostólicos. Los Hechos, en efecto, hablan de los “seniores” de la
comunidad de Jerusalén a quienes los discípulos enviaron, por medio de Pablo y
Bernabé, las limosnas recogidas en la Iglesia de Antioquía (11, 30). Estos presbíteros,
junto a los Apóstoles, tratan cuestiones concernientes a los ritos judíos, en particular,
sobre la obligación de la circuncisión para los cristianos provenientes de la gentilidad
(15, 2. 4. 6. 23. 41), y se reúnen con Santiago para recibir a Pablo y Bernabé (21, 18).
El término “presbítero” empleado en estos textos no designa de suyo a alguien
revestido de un poder sacro. Su significado general apunta en el sentido de una
precedencia de honor. Sin embargo, en las primeras comunidades cristianas, como los
textos citados lo atestiguan, se los ve cumpliendo funciones no sólo de precedencia
honorífica, sino sobre todo participando del poder sagrado de los Apóstoles para el
gobierno de la Iglesia. Así, por ejemplo, en St 5, 14-17, el Apóstol recomienda a los
enfermos llamar a los presbíteros de la Iglesia para que realicen sobre ellos un rito
sagrado, el sacramento de la unción de los enfermos, y obtener así el alivio de su
enfermedad e, incluso, el perdón de sus pecados. Lo mismo puede observarse en la
Iglesia de Éfeso, como lo muestran las palabras que les dirige San Pablo en Hch 20, 17-
35. En esa ocasión, San Pablo, que ve inminente su desaparición, los amonesta, como
rectores de la Iglesia, pastores de los fieles, intendentes de Dios, a tener cuidado del
rebaño ante los peligros que anuncia tendrán lugar. Llega, incluso, a llamarlos
“obispos”, indicando, de este modo, su función pastoral. La terminología aún no había
sido convenientemente depurada para designar ministros específicos, pero ayuda, por el
momento, a determinar la función asignada a los presbíteros. Ellos deberán ser los
guardianes de la tradición apostólica. Ligada a Cristo por la predicación de los Doce, la
Iglesia espera de sus presbíteros una predicación que, conforme a la de los Apóstoles, la
mantenga en la fidelidad de los orígenes.
En este mismo sentido, también en 1 Tm, los presbíteros aparecen dotados de
poder para gobernar y enseñar (5, 17). San Pablo recomienda a Timoteo no apresurarse
a imponer las manos (v. 22), pues ello lo haría responsable de los pecados cometidos
por los que así hubiere ordenado. De este modo, el Apóstol Pablo tiene especial cuidado
de prevenir las faltas de estos “ancianos” para evitar el efecto funesto de su mal
ejemplo. Este cuidado no se explicaría si esos ancianos no fueran superiores
eclesiásticos.
57 Mons. J. Straubinger (1 Tm 3, 11) considera que son las esposas de los diáconos. Otros,
incluso desde la antigüedad, ven en ellas verdaderas diaconisas, como Febe, mencionada en Rm 16, 1,
cuya función era prestar un servicio en el bautismo de las mujeres y en la asistencia a los pobres.
41
En cuanto a los obispos, ellos también son personas revestidas de una misión de
autoridad y de vigilancia. Se puede leer este uso del término en: Hch 20, 28; 1 Tm 3,
2ss; Ti 1, 7ss; 1 P 5, 2. Como en los casos anteriores, la designación de este ministerio
conoce una larga trayectoria hasta cristalizarse en la denominación de un ministro
específico, distinto de los presbíteros, a quien correspondería la presidencia de las
Iglesias fundadas por los Apóstoles una vez que ellos hayan desaparecido. Lo que San
Lucas apunta en los Hechos de los Apóstoles concuerda más con la nomenclatura
empleada en las Cartas Pastorales. Fuera de estos casos, en las demás cartas del Corpus
Paulinum, la mención de los presbíteros y de los obispos no permite una clara
identificación de los ministerios apostólicos.
Tenemos, pues, un ministerio apostólico, fundado por Cristo mismo y
transmitido por los Apóstoles a sus sucesores de diversas maneras y en distintos grados.
La terminología usada para designar estos distintos modos de participar del ministerio
apostólico es variada y confusa al comienzo, siendo difícil o casi imposible rastrear todo
su recorrido, pero lo cierto es que ha ido aclarándose con el tiempo hasta llegar, sobre
todo en las Cartas Pastorales, a la típica fórmula tripartita de obispos, presbíteros y
diáconos.
¿MINISTROS O SACERDOTES?
Ahora bien, como el ministerio neotestamentario que acabamos de describir es
una continuación sacramental del ministerio que el Señor desempeñó en la tierra, y
como en él, ese ministerio o misión era, según la conclusión a la que llega el autor de la
Carta a los Hebreos, sacerdotal, nos es lógico inferir que también debe serlo en los que
lo recibieron de Jesucristo, fundamentalmente en los Doce. Pero, como ya advertimos,
el Nuevo Testamento es reacio a la hora de calificar explícitamente como sacerdotal a
este ministerio. Por el contrario, para la fe de la Iglesia es habitual vincular el ministerio
ordenado con el sacerdocio. ¿Cómo se explica esta curiosa situación?
La respuesta a este interrogante debe ser doble. Por un lado, debe dar razón del
silencio de los libros neotestamentarios sobre la cualidad sacerdotal del ministro
ordenado. Por otro, debe justificar la calificación sacerdotal del ministerio ordenado que
nos es habitual.
Comenzando por el primer punto digamos que la aplicación por parte de los
escritos neotestamentarios de la palabra “sacerdote” (hiereus) a los ministros del
Nuevo Testamento se hubiera prestado a equívocos peligrosos. En primer lugar, porque
la variedad de ministerios atestiguados por aquellos escritos no recomienda calificarlos
a todos, de manera común, como sacerdotales. En efecto, no parece ser lo mismo, desde
el punto de vista de una posible calificación sacerdotal, el ministerio de los profetas, de
los doctores, de los evangelistas, de las diaconisas, de los diáconos, de los presbíteros y
de los obispos. Es posible que este ministerio, que sin duda alguna es sacerdotal en
Cristo y, como veremos en seguida, en los Doce, no lo sea en todos los que de alguna
manera participan de él. Tal parece ser el caso, por ejemplo, de los diáconos, a pesar de
ser un ministerio ordenado, y, seguramente, el de las antiguas órdenes menores y el de
los actuales lectorado y acolitado. Así, pues, si bien mostraremos que el ministerio de
los presbíteros y obispos es sacerdotal por ser la continuación, a través del sacramento
del orden, es decir, por medio de la imposición de las manos y la oración consagratoria,
del ministerio que los Doce recibieron de Jesucristo, no todo ministerio en la Iglesia
42
sacerdote era la de ser el hombre del santuario, es decir, la de estar en una relación
privilegiada y única con Dios. Y era esta relación especial la fuente de las demás
funciones sacerdotales. Cuando Aarón y Miriam se quejaron de la exclusividad de la
autoridad de Moisés para transmitir la palabra divina, Yahvé respondió que esa
autoridad le correspondía a él más que a cualquier profeta a causa de la especial
familiaridad con que era tratado por Dios (Nm 12, 6-8). La función magisterial de
Moisés, pues, se fundamenta en la intimidad de su comunión con Dios y de ella deriva.
Esto vale mucho más para Jesús que, a diferencia de Moisés, no es solamente
digno de fe “en” toda la casa de Dios como “servidor”, sino “al frente” de su casa,
como “Hijo” (Hb 3, 5-6a). A pesar de la autoridad que se le había confiado en la casa
de Dios, Moisés continuaba formando parte de ella; no se distinguía radicalmente de
aquella casa. Pero el caso de Jesucristo es diferente. Su autoridad es una autoridad de
“constructor”; se da, por tanto, un cambio completo de nivel entre él y la Iglesia. Y el
Señor ha alcanzado esta posición privilegiada y única en su calidad de Hijo que,
obediente, asumió la humanidad y abrazó la muerte en Cruz para redención de todos los
hombres (Hb 5, 8-10). Fue gracias a su misterio pascual, por lo tanto, que Jesucristo
entró en la Casa de Dios, es decir, en el santuario celeste, convirtiéndose en Sumo
Sacerdote digno de fe (Hb 2, 17). Asemejándose a los hombres hasta someterse a la
muerte de Cruz, Jesús llevó en su humanidad, hasta el cielo, a todos los hombres y por
ello, los hombres unidos en la fe a Jesucristo, y por el bautismo, pueden ser llamados
sacerdotes de Dios.
La ofrenda sacrificial que Jesucristo hace de sí mismo en la Cruz por amor a
Dios y a los hombres constituye, por lo tanto, un momento culminante en la
consagración sacerdotal del Señor. Ella, como acabamos de ver, le abre el acceso al
santuario del cielo (Hb 9, 12). Pero el sacerdocio de Cristo no se acaba en haber
alcanzado esta posición privilegiada, sino que consistiendo en su rol de mediación
entre Dios y los hombres (Hb 8, 6), deberá ejercerse también a través de otras funciones,
esta vez de orden descendente, como son el perdón, la predicación y la bendición. El
sacerdocio del Señor, concentrado en su misterio pascual, queda constituido por la
totalidad de esta compleja realidad. El sacerdocio de Cristo, pues, resume y reúne
eficazmente las tres dimensiones básicas de su misión redentora: la profética, la real y la
cultual.
El ministro ordenado, enviado por Jesucristo para continuar la misión que
él mismo había recibido del Padre, participa de esta realidad total de manera
especial, es decir, no sólo como fiel, esto es, por su incorporación a la humanidad
nueva del Señor a través de la fe y el bautismo, sino re-presentando, gracias a la
eficacia del sacramento del orden, su realidad sacerdotal a favor de los hombres.
Quiere decir que el ministro ordenado es sacerdote, fundamentalmente, por haber sido
consagrado y elevado sacramentalmente a la esfera de la santidad de Dios para hacer
visiblemente presente a Jesús, Sumo Sacerdote y su gran “servicio” redentor 62.
62 La categoría de mediación supone que no hay un contacto inmediato entre Dios y los
hombres. Sin embargo, por paradójico que parezca, esta categoría es aplicada por el autor de la Carta a los
Hebreos a Jesucristo en su calidad de Sumo Sacerdote. En él, nos dice este autor, tenemos acceso directo
al Santuario. Por el contrario, según San Pablo (Gal 3, 19s), en el Antiguo Testamento la ineficacia de la
Ley se manifestaba en que necesitó de la mediación de los ángeles para llegar a nosotros; mediación que
marcaba la imposibilidad de acceder directamente a la santidad divina. Si la Carta a los Hebreos aplica a
Jesucristo el título de mediador, al igual que 1 Tm 2, 5, es porque en la Cruz, el Señor desgarró el ámbito
de la carne introduciéndonos en el del espíritu. Con él la sombra ha pasado y hemos alcanzado la realidad
44
Representación que supone, por la realidad misteriosa del carácter sacerdotal, una
asimilación a la ofrenda sacrificial que de sí mismo hizo Jesús en la Cruz. Por esto, el
sacerdote tiene el centro de su realidad sacramental en la celebración de la eucaristía.
Allí, actuando en la persona de Cristo, re-presenta sacramentalmente el sacrificio único
de la Cruz, no sólo haciendo presente la víctima divina, sino actuando como sacerdote
in persona Christi Capitis. Allí, re-presenta sacramentalmente, la acción sacerdotal de
Cristo por excelencia, la que lo constituyó en Sumo Sacerdote digno de fe. Allí, el
ministro ordenado toca el fundamento de su existencia sacerdotal.
Es gracias a esta elevación sacramental, entonces, que el sacerdote puede y
debe ejercer las funciones descendentes de la mediación sacerdotal: predicar,
regir, santificar. El sacerdocio de la nueva alianza comporta, en la amplitud de su
mediación, la función profética y real. Es necesario mantener unidas estas funciones
para tener una idea más exacta del sacerdocio de Cristo. Este sacerdocio del Señor es un
servicio o ministerio. Este servicio sacerdotal también puede ser presentado bajo la
imagen del pastor, de donde tenemos una clave para unir la figura del ministro como
pastor con su figura de sacerdote. El pastor, en efecto, reúne y guía a la comunidad
haciendo escuchar su voz a las ovejas (rey y profeta).
El sacerdocio, por lo tanto, no se reduce al plano cultual, -aunque en su
profundidad interior este plano es su fuente-, y es por ello que los ministros ordenados,
por ser sacerdotes, cumplen también la función de gobierno y de enseñanza que
configuraban la misión de Jesucristo. Estas funciones brotan de la re-presentación
sacramental de la acción por la que Cristo fue consagrado sacerdote, es decir, de la
eucaristía como sacrificio. En ella, toda la actividad sacerdotal de los ministros
ordenados encuentra también su cumbre63. El sacerdote, pues, al recibir de Jesucristo el
ministerio que él recibió del Padre, participa de su sacerdocio. Aunque el Nuevo
Testamento no vincule la terminología del sacerdocio con la del ministerio, debemos
decir que hay vinculación entre la realidad del ministerio y la del sacerdocio. A
confirmación de esto pueden presentarse algunos indicios que justifican la atribución de
esta cualidad sacerdotal al ministerio apostólico. En efecto, algunas de las expresiones
neotestamentarias para referirse a estos ministerios manifiestan una cierta concepción
sacerdotal de los mismos.
Pablo, por ejemplo, aproxima sugestivamente el ministerio del evangelio y el
servicio sacerdotal que se ejercía en el templo: “¿No sabéis que los ministros del culto
de la luz (Hb 10, 1). La mediación de Cristo, que es única, es por ello mismo inclusiva y, así, garantiza la
inmediatez de nuestra relación con el Padre. La mediación definitiva de Jesucristo supera el ámbito de lo
mediado y nos pone en contacto inmediato con el Padre.
63 La Comisión Teológica Internacional expresa la verdad resumida en este párrafo en dos tesis
de su documento del año 1970, El sacerdocio católico. Tesis III: Solamente Cristo realizó el sacrificio
perfecto en la ofrenda de sí mismo a la voluntad del Padre. Por tanto, el ministerio episcopal y
presbiteral es sacerdotal en cuanto hace presente el servicio de Cristo en la proclamación eficaz del
mensaje evangélico [Palabra], en la reunión y dirección de la comunidad cristiana [Gobierno], en la
remisión de los pecados y en la celebración eucarística en la que se actualiza, de manera singular, el
único sacrificio de Cristo [Culto]. Tesis IV: El cristiano llamado al ministerio sacerdotal no recibe por
la ordenación una función puramente exterior, sino más bien una participación original del sacerdocio
de Cristo, en virtud de la cual él representa a Cristo a la cabeza de la comunidad y como de cara a ella.
Así, pues, el ministerio es una manera específica de vivir el servicio cristiano dentro de la Iglesia. Esta
especificidad aparece más claramente en la función de presidir la eucaristía, presidencia necesaria
para la plena realidad del culto cristiano. La proclamación de la palabra y la carga pastoral se
orientan hacia la eucaristía, que consagra toda la existencia cristiana en el mundo.
45
viven del culto? ¿Que los que sirven al altar, del altar participan? Del mismo modo,
también el Señor ha ordenado que los que predican el evangelio vivan del evangelio”
(1 Co 9, 13-14). La comparación no pasa de ser un acercamiento sugestivo del
ministerio apostólico a la cualificación sacerdotal. Mayor peso tiene, en cambio, el texto
de Rm 15, 15-16. Allí, San Pablo emplea categorías cultuales que denuncian una
estrecha relación entre el ministerio del Apóstol y el culto sacrificial: “Sin embargo, les
he escrito en algunos pasajes con una cierta audacia, para recordarles lo que ya saben,
correspondiendo así a la gracia que Dios me ha dado: la de ser ministro de Jesucristo
entre los paganos, ejerciendo el oficio sagrado de anunciar la Buena Noticia de Dios, a
fin de que los paganos lleguen a ser una ofrenda agradable a Dios, santificada por el
Espíritu Santo”. El ministerio que ejerce el Apóstol resulta así relacionado con un
oficio sagrado, una oblación y una santificación. Pablo considera su actividad apostólica
como un ministerio litúrgico-sacrificial y, por ende, podemos decir nosotros, sacerdotal.
La ofrenda de los gentiles aquí mencionada es la que ellos mismos proporcionan para el
sacrificio (Cf. Rm 12, 1). Por ello debe concluirse que San Pablo se presenta como un
oficiante (liturgo) y no como un simple fiel. El ministerio apostólico de la predicación
del evangelio es entendido, por tanto, como una función sacerdotal que tiene por
finalidad constituir la Iglesia en pueblo sacerdotal como ofrenda agradable a Dios.
Vemos pues que el Nuevo Testamento, a la par que testimonia la organización
progresiva del ministerio jerárquico a medida que tiene que afrontar el problema de la
desaparición del grupo de los Doce, se muestra reticente en la denominación explícita
de los ministros como sacerdotes. No obstante ello, hemos constatado el acercamiento
del ministerio evangélico con el servicio sacerdotal. Es más, hemos visto también que
siendo el ministerio apostólico una continuación sacramental del ministerio de
Jesucristo, debía ser sacerdotal como el del Señor ciertamente lo era. Por esta razón, en
base a estos datos, los Padres de la Iglesia, desde temprano fomentaron el uso del
vocabulario sacerdotal para hablar del servicio ministerial. Obrando de esta manera, los
Padres han explotado las imágenes veterotestamentarias del sacerdocio para explicar la
realidad del sacerdocio de los ministros ordenados. La perspectiva en la que se ubican
les permite marcar al mismo tiempo la continuidad y la ruptura que hay entre el régimen
de las imágenes y el de la realidad que separa y vincula al Nuevo Testamento respecto
del Antiguo. No es posible, por lo tanto, como lo piensan algunos autores, explicar este
proceso de “sacerdotalización” del ministerio cristiano por la influencia del Antiguo
Testamento sobre la comunidad cristiana, y más tarde, después de Constantino, por el
traspaso de prerrogativas del sacerdocio pagano a los ministros cristianos.
Este proceso de comprensión sacerdotal del servicio ministerial en la Iglesia va
unido a la organización cada vez más madura de la jerarquía eclesiástica. Esta
estructura, que comienza a cristalizar en las cartas pastorales culmina en una forma
definida y estable a finales del siglo II. En este período son tres los documentos que
describen las estructuras ministeriales de la Iglesia naciente. La Didajé (ca. 90), que
sitúa en primer plano a los apóstoles y profetas, pero sin delinear claramente sus
funciones de gobierno. La Primera Carta de Clemente (ca. 96-98), que testimonia una
forma de gobierno colegial, cuyos miembros reciben el nombre de presbíteros u
obispos, sin mayores precisiones al respecto. Por último, las cartas de San Ignacio de
Antioquía († ca. 110-130), que hablan claramente sobre el episcopado monárquico, a
cuyo lado, y subordinado a él, se encuentra el colegio presbiteral.
46
64 J. RATZINGER, Teoría de los principios teológicos, Barcelona, 1985, p. 293: “Para el estudio
del sacramento del orden, este arranque a partir de los Apóstoles, que desemboca en una construcción
episcopal del sacramento, tiene dos importantes consecuencias: la catolicidad y la apostolicidad figuran
ahora como características fundamentales del ministerio sacerdotal”.
47
de Jesús al de los Doce también lo supone. Hablamos, sin embargo, de cambio de nivel
y no de ruptura, pues la validez del ministerio en la Iglesia depende de su vinculación y
continuidad con el ministerio de Cristo a través de la sucesión apostólica:
“Fue cosa esencial para los Apóstoles haber sido los testigos de la
resurrección, y haber sido elegidos y enviados, ante todo, por el mismo Cristo, para
llevar este testimonio con autoridad y, sobre esta base, fundar la Iglesia. Pero,
precisamente, una vez que la Iglesia de Cristo estuvo fundada por los Apóstoles a
quienes él había enviado para esto, a nadie pertenece construir sobre otro fundamento
que el que ellos establecieron, y del cual se puede decir también que ellos mismos lo
constituyen… Los obispos, al contrario de los Apóstoles, no existen sino en un Iglesia
ya existente, que es la que precisamente los Apóstoles establecieron y tal como ellos la
instituyeron. Su función no consiste, pues, en establecer otra, o, menos todavía, en
modificar su establecimiento fundamental. Consiste, por el contrario, en conservarla,
“guardarla”, tal como la establecieron y, ciertamente, extenderla, pero siempre sobre
esta base, y jamás sobre otra”65.
La Iglesia no puede cambiar la estructura fundamental que los Doce le han
dado, estructura que ellos han fundado en el ejercicio del ministerio y potestad que
Cristo mismo les confirió. Esta estructura jerárquica, por lo tanto, aunque haya tardado
un tiempo en cristalizarse, puede y debe considerarse como proveniente de Cristo, ya
que los Apóstoles no inventaron la Iglesia, sino que fue instituida por Jesucristo según
el designio salvífico del Padre. Por consiguiente, lo que los Doce han hecho al designar
obispos, presbíteros y diáconos fue explicitar, guiados por el Espíritu Santo, el
ministerio que habían recibido de Jesús y que ellos no podían guardar para sí, pues el
Señor se los había confiado para asegurar su presencia permanente en la historia hasta la
Parusía.
El triple ministerio episcopal, presbiteral y diaconal, por tanto, pertenece a la
esencia de la Iglesia querida por Cristo, aunque no conste, ni deba constar
explícitamente en el Nuevo Testamento, un establecimiento explícito de él por parte del
Señor. El ministerio jerárquico, dicho en otras palabras, aunque también sea una
realidad jurídica, no es una mera organización jurídica que la Iglesia se ha dado a sí
misma en una coyuntura concreta de su historia, sino un elemento esencial de su
naturaleza y dimensión visible. El ministerio jerárquico y sacerdotal responde, pues,
a la voluntad institucional de la Iglesia por parte de Cristo. El episcopado, el
presbiterado y el diaconado son las formas concretas y estables del ministerio en el
Nuevo Testamento. Ellas no son ocasionales, sino que estaban implícitas en la
designación de los Doce por Cristo como su re-presentación sacramental permanente.
Esta verdad es de capital importancia en la Iglesia y por ello es conveniente
detenerse en ella para ponerla de relieve y comprenderla en toda su profundidad. En
efecto, “por falta de documentos suficientes, nosotros no vemos con claridad cómo se
pasó de la función propiamente apostólica a la episcopal tal como la conocemos desde
el siglo segundo. Se ha dicho que en el primer siglo vemos, sin duda alguna, a los
Apóstoles establecidos y estableciendo la Iglesia; que en el segundo descubrimos que
los obispos ocupan, sin vacilación y sin oposición alguna, el lugar que ellos dejaron
libre. Pero resulta que entre ambos hay como un túnel, donde nosotros no podemos
65 L. BOUYER, La Iglesia de Dios. Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu, Madrid, 1973, p. 390.
49
EL SIGNO SACRAMENTAL
Hemos visto que el ministro ordenado hace sacramentalmente presente a Cristo
Sacerdote. Es éste un primer modo de hablar de la sacramentalidad del orden. Pero ello
es posible porque el orden es un sacramento, es decir, goza de una significación
sacramental, querida así por Jesucristo, y dotado de una eficacia instrumental. Es éste
segundo modo de hablar de la sacramentalidad del orden el que ahora vamos a estudiar
concentrándonos, por el momento, solamente en lo que los escolásticos llaman
sacramentum tantum, es decir, en el signo sacramental. Más adelante estudiaremos los
efectos de la eficacia sacramental: el carácter o res et sacramentum, y la gracia
sacramental o res tantum.
Ahora bien, como en todo signo sacramental, también para el sacramento del
orden distinguimos la materia y la forma constitutivas del sacramentum tantum.
Comencemos por la materia.
espirituales y cargos (Nm 8, 10), así como también de males y pecados (Lv 16, 21), sin
olvidar bienes espirituales y bendiciones (Gn 48, 8-20).
Los escritos del Nuevo Testamento atestiguan profusamente el uso de este gesto
por Jesús mismo, por los Apóstoles y también los ministros. El Señor, por ejemplo,
bendecía y curaba por medio de la imposición de manos (Mt 19, 15; Mc 6, 5; 7, 32; Lc
4, 40; 13, 13). Y también los Apóstoles realizaron con el mismo signo curaciones
milagrosas (Hch 9, 12. 17; 28, 8), confirmaron a los bautizados (Hch 8, 16-19; 19, 5-6)
y confirieron cargos (Hch 6, 1-6). No sorprende, pues, que en las cartas pastorales se
mencione la investidura de Timoteo en el ministerio por medio de este signo (1 Tm 4,
14; 2 Tm 1, 6) y que Timoteo mismo haya recurrido a él para conferir el ministerio
presbiteral a otros (1 Tm 5, 22). El Nuevo Testamento, pues, guarda silencio sobre otros
modos de investidura para el ministerio, pero sí testimonia claramente el recurso a la
imposición de manos para este fin. Puede decirse, por tanto, que este gesto constituyó
un signo ritual ordinario empleado por la Iglesia apostólica para conferir el
sacramento del orden.
De este uso da testimonio claro la Traditio Apostolica de Hipólito Romano.
Según este documento, la administración del orden a los obispos, presbíteros y diáconos
se hace por medio de la imposición de las manos. La plegaria que acompaña a este gesto
explica la diversidad de gracia otorgada en cada caso. Lo llamativo de esta oración es
que no hace alusión directa al ministerio eucarístico del presbítero. Del obispo sólo se
dice que se le confiere la suprema función del sacerdocio, y del presbítero, que es
ordenado para colaborar con el obispo en el gobierno de la Iglesia.
Alrededor del siglo VIII, algunos sacramentarios romanos y el Ordo XXXIV, que
traen formulaciones que pueden retrotraerse a fines del siglo V, hacen mención,
también, para la ordenación del presbítero, del rito de la “vestición” con la casulla, a
propósito del cual se introduce una clara referencia eucarística que quedará incluso
plasmada en la oración consagratoria. De este modo, claramente a partir del siglo VIII,
pero con raíces en el V, los textos litúrgicos recogen una comprensión del
presbiterado a partir de la eucaristía. Esta comprensión quedó más claramente puesta
de manifiesto con la introducción del rito de consagración de las manos. Así aparece en
algunos sacramentarios galicanos del siglo VIII y IX. Este desarrollo litúrgico se
cristaliza en el siglo X en el rito de la traditio instrumentorum que aparece indicado por
primera vez en el Pontifical Romano Germánico.
No puede decirse, sin embargo, que estos nuevos ritos litúrgicos hayan
suplantado la imposición de las manos, aun cuando para la opinión común de los
teólogos, incluida también en el Magisterio ordinario de la Iglesia (DH 1326), la materia
del sacramento haya sido la entrega de los instrumentos. Se trata, pues, de ritos
ilustrativos que tomaron prevalencia frente a la imposición de las manos a causa de la
comprensión más centradamente eucarística del sacerdocio ministerial. Fue Pío XII
quien, en el siglo XX, en la Constitución Apostólica Sacramentum ordinis del año 1947
estipuló nuevamente como materia del sacramento del orden, para sus tres grados, la
imposición de manos.
Como se ve en el tratado de sacramentos en general, el caso del sacramento del
orden es un caso especial de institución sacramental por parte de Jesucristo. Nuestra fe
profesa que fue el mismo Señor quien instituyó los siete sacramentos, incluido, por lo
tanto, el sacramento del orden. Ello significa que el Señor determinó la substancia de
52
este sacramento que la Iglesia jamás puede cambiar. La definición de Trento sobre la
institución de los sacramentos, sin embargo, da libertad para suscribir la tesis de una
institución mediata o inmediata del signo sacramental.
El hecho histórico irrefutable es que ha habido un cambio en la enseñanza de la
Iglesia sobre la materia del sacramento del orden. ¿Cómo debe interpretarse este hecho?
La respuesta depende del valor dogmático que se dé a la enseñanza del Concilio de
Florencia. Si se considera que su afirmación es infalible, es necesario decir que en el
caso del sacramento del orden su institución por parte de Cristo ha sido genérica,
dejando a la Iglesia el poder de cambiar el signo sacramental concreto. De este modo, la
enseñanza infalible del Concilio de Florencia testimoniaría la verdad de un uso
histórico, concreto y vinculante de la Iglesia en la administración del sacramento del
orden. Distintas teorías se han elaborado para explicar el paso desde la imposición de
manos hasta la entrega de los instrumentos. Estas explicaciones son probables, pero no
es el único modo de afrontar la cuestión.
Puede decirse, también, que lo que ha cambiado no es la materia del sacramento,
sino la comprensión de los teólogos sobre la misma. Ello conlleva no considerar la
enseñanza del Concilio de Florencia como infalible, sino como la enseñanza a los
armenios de la doctrina más común de los teólogos latinos sobre los sacramentos, el
sacramento del orden incluido. Esto no es imposible en atención a las siguientes
razones:
En primer lugar, el tenor del decreto: El Romano Pontífice pone una clara
distinción entre las diversas partes del documento, es decir, entre las definiciones y las
tradiciones, los preceptos, la doctrina y los estatutos. Las definiciones se encuentran en
la primera parte del Decreto, es decir, el Símbolo, el Concilio de Calcedonia y el de
Constantinopla III. La instrucción sobre los sacramentos, transcripta casi literalmente de
un opúsculo de Santo Tomás, debe ser contada entre las doctrinas y no entre las
definiciones, tanto más cuanto que no es probable que el Papa haya querido elevar al
grado de verdad dogmática un entero opúsculo del Doctor Angélico.
Segundo, faltan las notas con las cuales se suele reconocer una definición ex
cathedra. El Santo Padre, aun cuando envíe su definición a una iglesia particular, debe,
de todos modos, aclarar a la Iglesia entera si la norma de fe que transmite es obligatoria
para todos los fieles. Pero el Decreto para los Armenios jamás fue enviado de este modo
a ninguna iglesia, salvo a la de Armenia.
Tercero, las circunstancias históricas: San Antonino, obispo de Florencia, que
conocía el Decreto para los Armenios y su valor, cuando trata en su Suma la cuestión de
la materia del orden, no apoya jamás en este Decreto su opinión. Es de pensar que lo
habría hecho si hubiera considerado infalible su autoridad. Es más, este Decreto fue
desconocido para los latinos hasta que, después de un siglo (a. 1553) comenzó a ser
tomado en consideración por los teólogos y padres del Concilio de Trento.
Cuarto, los efectos: Si en el Decreto hubiera una definición, su doctrina
sacramentaria habría obligado a toda la Iglesia, pero esto no sucedió así porque los
orientales no pensaron jamás que carecían del sacramento del orden a pesar de no
incluir en el rito de la ordenación la entrega de los instrumentos, y tampoco la
introdujeron después de la promulgación del decreto. Además, tampoco fueron jamás
amonestados por este motivo por la Sede Apostólica, al contrario, los Sumos Pontífices
53
apoyaron la licitud y validez del rito oriental de la ordenación, aun cuando no incluía la
traditio instrumentorum.
Quinto, la libertad de los teólogos: Muchos rechazaron abiertamente las
doctrinas promulgadas por este Decreto sin que la Iglesia los haya ni siquiera
amonestado.
Sexto, el modo de obrar de la autoridad suprema de la Iglesia. Aunque el
Concilio de Trento no quiso dirimir la cuestión, insinúo la doctrina contraria al Decreto
para los Armenios cuando afirmó: “Siendo cosa clara por el testimonio de la Escritura,
por la tradición apostólica y el consentimiento unánime de los Padres, que por la
sagrada ordenación, que se realiza por palabras y signos externos, se confiere la
gracia; nadie debe dudar que el orden es verdadera y propiamente uno de los siete
sacramentos de la Santa Iglesia. Dice en efecto el Apóstol: te amonesto a que hagas
revivir la gracia de Dios que está en ti por la imposición de mis manos. Porque no nos
dio Dios espíritu de temor, sino de virtud, amor y sobriedad” (DH 1766). Más
claramente aún: “Los ministros propios de este sacramento [Unción de los enfermos]
son los presbíteros de la Iglesia, por cuyo nombre en este pasaje no han de entenderse
los más viejos en edad o los principales del pueblo, sino o los obispos o los sacerdotes
legítimamente ordenados por ellos, por medio de la imposición de las manos del
presbiterio” (DH 1697).
Séptimo, la Comisión instituida por la Sagrada Congregación de Propaganda
Fide en 1633-1640 abiertamente juzgó que la parte del Decreto para los Armenios
dedicada a los sacramentos no contiene una definición dogmática, sino una instrucción
práctica.
Octavo, León XIII, en la carta Apostolicæ curæ et caritatis, del 13 de septiembre
de 1896, afirmaba: “Todos saben que los sacramentos de la Nueva Ley, como signos
sensibles y eficaces de la gracia invisible, deben indicar la gracia que confieren y
conferir la gracia que indican. Y esta significación, aunque se debe poseer en el rito
esencial, esto es, en la materia y en la forma, sin embargo, corresponde principalmente
a la forma. La materia es la parte indeterminada que es determinada por la forma. Esto
aparece claramente en el Orden, cuya materia es la imposición de las manos que de
suyo no significa nada de definido y es común a algunas órdenes y a la confirmación.
Ahora bien, las palabras que hasta este último tiempo usan los anglicanos como
fórmula propia de la ordenación presbiteral, es decir, «recibe el Espíritu Santo», no
significan determinadamente el orden del sacerdocio o su gracia y su poder que es
principalmente el poder de consagrar y ofrecer el verdadero Cuerpo y la verdadera
Sangre del Señor en el sacrificio, que no es una desnuda conmemoración del sacrificio
de la Cruz. A esta fórmula se han agregado estas palabras: «para el oficio y la obra del
presbítero», pero esto más bien insinúa que los anglicanos mismos han visto que la
primera fórmula no era completa ni idónea” (DH 3315-3316).
Por estas razones no conviene considerar el Decreto para los Armenios como
infalible en lo que se refiere a la instrucción sobre los sacramentos. Sin embargo, no se
debe creer que sea erróneo. El Papa no quiso dirimir la cuestión debatida entre los
escolásticos, sino dar a los Armenios la doctrina sobre los sacramentos más común y
más seguida por los teólogos, y como entre éstos la opinión común era que la materia
del orden consistía en la entrega de los instrumentos, y entre todos los doctores el más
seguido era Santo Tomás, Eugenio IV tomó su opúsculo y lo adaptó a las necesidades
54
de los Armenios dejando la doctrina en el estado y valor que le atribuía el mismo Santo
Tomás cuando decía: “Esta es la tercera opinión, que es la más común” (IV Sent. d. 24,
q. 1, a. 2, sol. 2. Cf. Suppl. q. 35, a. 2). Al máximo, se puede decir que Eugenio IV
aprobó la doctrina de Santo Tomás en modo global, lo cual no implica confirmarla en
cada una de sus opiniones.
En conclusión, puede decirse que el simbolismo de la imposición de las manos
orienta hacia la idea de transmisión de un oficio o ministerio y la comunicación del
Espíritu Santo en orden a desempeñarlo debidamente. El signo, pues, además de una
clara referencia a la transmisión de una potestad sagrada, implica una referencia
pneumatológica. La oración que acompaña a la imposición de manos ayuda a entender
el origen divino del don y del poder transmitido por este gesto. La ordenación, por lo
tanto, no es una delegación de la comunidad, sino un don dado de arriba. Es algo
más que un acto jurídico o la encomienda oficial de un servicio a la comunidad, sino
que la investidura para el ministerio se realiza por una acción que confiere un carisma
especial del Espíritu. No es posible, pues, oponer ministerio y carisma. El carisma, aquí,
consiste en el ministerio. Ambos provienen del Espíritu de Jesucristo. No proviene de la
Iglesia, aunque ella también posea el Espíritu.
Además, la intervención de varios obispos y del presbiterio en la imposición de
las manos en la ordenación episcopal y presbiteral, convierte a este gesto en signo de
agregación a un colegio.
Por último, del simbolismo de la imposición de las manos no está ausente la idea
de sucesión. La cadena ininterrumpida de imposiciones de manos ha sido interpretada
por la tradición como signo de la sucesión apostólica, asegurada por la ordenación, que
garantiza la raigambre apostólica del ministerio69.
LA PLEGARIA DE ORDENACIÓN.
Ya sabemos, por el tratado de los sacramentos en general, que el signo
sacramental queda constituido por la unión de la materia con la forma. Para todos los
sacramentos, esta forma consiste en una fórmula verbal. En el caso del sacramento del
orden no es otra que la plegaria de ordenación. Ella explicita el significado menos
determinado de la imposición de las manos para cada grado del sacramento del orden.
Durante la edad media el rito de ordenación fue configurado según el esquema
de la transmisión de un poder (potestas). Por ello mismo, la oración de ordenación tenía
forma indicativa: recibe la potestad… Ya Pío XII introdujo un cambio al respecto
volviendo a la formulación deprecatoria y pneumatológica de la Iglesia antigua. La
forma deprecatoria es característica de la oración de súplica, con lo cual queda mejor
señalado que el dispensador del poder sacerdotal es el Espíritu Santo. Por esto mismo,
aquella plegaria de ordenación tenía forma de prefacio con rasgos propios de una
epíclesis. Quiere decir que la renovación comenzada por Pío XII ya veía el ministerio
más que como potestas, como munus, es decir, ministerio y don.
69 J. RATZINGER, Teoría de los principios teológicos. Materiales para una teología fundamental,
Barcelona, 1985, p. 290: “…ni siquiera este gesto de oración sacramental lo tiene la Iglesia de su propia
cosecha: entra así en la forma apostólica, en la tradición que ha recibido de los Apóstoles, y también
esto es justamente lo que constituye el sacramento: que no se trata de algo de propia invención, sino de
algo recibido que, precisamente porque es recibido, es también lugar seguro del contacto con el poder
del Espíritu Santo que procede del Señor”.
55
marcada por dos “te pedimos” (quæsumus). La última parte está compuesta de una
triple petición. La forma sacramental se lee en el segundo “te pedimos” de la epíclesis.
Respecto de la plegaria del ritual de 1968, la segunda edición típica incorporó
como novedad una tercera anamnesis. Ella se centra en la Nueva Alianza y califica a
Cristo como Apóstol y Pontífice, según la expresión de Hb 3, 1. Ello tal vez esté en
paralelo con la mención de Moisés (apóstol, enviado) y de Aarón (pontífice) en la
segunda anamnesis, pero lo más sugestivo es la unión en el sacerdocio de Cristo, de la
misión (Apóstol) y el culto (Pontífice). Por lo mismo, los ministros ordenados que
participan del sacerdocio de Cristo, no podrán separar en su ministerio, la
evangelización (misión) y la celebración litúrgica (culto). Ambos aspectos forman una
única misión, la misión que Cristo recibió del Padre y transmitió a los Doce.
En la primera parte de la epíclesis, a diferencia del texto de la primera edición
típica, el obispo suplica al Espíritu Santo le conceda ayudantes para su “sacerdocio
apostólico” y no a causa de su debilidad. Los presbíteros, según la perspectiva
conciliar, son un elemento normal, y no meramente circunstancial, de la estructura
ministerial y jerárquica de la Iglesia. El sacerdocio apostólico lo requiere. Así lo
instituyó Jesucristo, como vimos. Esta misma idea reaparecerá cuando veamos la
renovación del diaconado permanente.
La segunda parte de la epíclesis es esencial en la plegaria de ordenación.
Constituye, como dijimos, la forma del sacramento. En ella se invoca para el
presbítero el Espíritu Santo que Jesús mismo comunicó a los Apóstoles. De aquí la
supresión, en esta segunda edición, del canto del Veni creator durante la unción de las
manos, porque se trataba de una reiteración que ofuscaba el momento decisivo de la
segunda epíclesis en la plegaria de ordenación.
Lo que el Espíritu así invocado confiere es el segundo grado del ministerio
sacerdotal. Puesto que el presbítero es visto aquí desde el episcopado, se lo califica de
segundo grado. Pero esta calificación no debe entenderse en el sentido de un sacerdocio
secundario o simplemente de segundo orden. “Secundus”, aunque verdaderamente
pueda traducirse como “segundo”, quiere indicar la acción de “secundar” que le cabe
al presbítero. Su función es colaborar con el obispo de quien recibe el sacramento.
La última parte explica, a través de tres peticiones, cómo los presbíteros son
colaboradores del obispo, a saber, en la predicación, la dispensación de los sacramentos
y el gobierno de los fieles.
57
70 Se han ideado explicaciones ingeniosas para mostrar que la elección desde abajo que realiza
la comunidad, por estar movida por el Espíritu Santo, es, en definitiva, una elección desde arriba, con lo
cual se deja abierta la posibilidad de concebir al ministro ordenado como un consagrado. Pero esta
explicación, además de ser insuficiente, no resuelve el problema fundamental: el del origen del ministerio
ordenado en la actualidad. Además, la identificación sin más de toda acción de la Iglesia (desde abajo)
con la acción de Cristo o del Espíritu Santo (desde arriba), solamente tendría validez si la Iglesia y Cristo
se identificasen en todos los aspectos y fueran el mismo sujeto activo. Sin embargo, tal identificación, que
se pone de relieve en la figura de la Iglesia como Cuerpo de Cristo (1 Co 12, 12), tiene que ser
completada con la imagen de la Iglesia como Esposa del Señor y Pueblo de Dios, que, distinguiéndose de
Jesucristo, lo recibe todo de él. Es necesario mantener el dato magisterial anterior al Vaticano II, y jamás
desmentido por éste, a saber: el de la directa derivación cristológica del ministerio ordenado. Salvado
este aspecto se impone, luego, la tarea de complementar esta comprensión con el aporte del Vaticano II,
esto es, la fundamentación eclesiológica del sacerdocio ministerial.
71 Algunas teologías posconciliares, influidas de protestantismo, retomaron esta línea
prefiriendo hablar solamente de ministerios en la Iglesia. Cabe aclarar, sin embargo, que no siempre que
se hable de ministerios se está cediendo a la visión protestante del sacerdocio. Para evitar las confusiones
conviene estar atento a la perspectiva desde la que habla cada autor. El Papa Benedicto XVI, con ocasión
del año sacerdotal, también llamó la atención sobre la necesidad de no reducir la identidad sacerdotal a un
mero ministerio funcional, sino sustentarla sobre una relación de orden ontológico con Jesucristo. Cf.
Discurso a los participantes en un congreso organizado por la Congregación para el Clero del 12 de
marzo de 2010: “En un contexto de secularización generalizada, que excluye progresivamente a Dios del
ámbito público, y tiende a excluirlo también de la conciencia social compartida, con frecuencia el
sacerdote parece “extraño” al sentir común, precisamente por los aspectos más fundamentales de su
ministerio, como los de ser un hombre de lo sagrado, tomado del mundo para interceder en favor del
mundo, y constituido en esa misión por Dios y no por los hombres (cf. Hb 5, 1). Por este motivo es
importante superar peligrosos "reduccionismos" que, en los decenios pasados, utilizando categorías más
funcionales que ontológicas, han presentado al sacerdote casi como a un “agente social”, con el riesgo
de traicionar incluso el sacerdocio de Cristo”. Véase también la Catequesis del 24 de junio de 2009: “A
este respecto, hace algunos años subrayé que existen, “por una parte, una concepción social-funcional
que define la esencia del sacerdocio con el concepto de “servicio”: el servicio a la comunidad, en la
realización de una función... Por otra parte, está la concepción sacramental-ontológica, que
naturalmente no niega el carácter de servicio del sacerdocio, pero lo ve anclado en el ser del ministro y
59
reducción a un mínimo esencial, sino por inclusión fontal. Es gracias al poder sobre
la eucaristía que el ministro es sacerdote. Efectivamente, como hemos tenido la
oportunidad de ver, el sacerdocio de Jesucristo se consuma en su sacrificio en Cruz y se
refiere permanentemente a él. Por esto también dijimos que la celebración eucarística es
central en la vida del sacerdote. Ella no es simplemente la más importante de las
actividades sacerdotales, sino aquella en la que se incluyen, como en su fuente, y a la
que tienden, como a su fin, todas las demás funciones del ministro ordenado. La
centralidad de la eucaristía, por lo tanto, no puede reducirse a la sola celebración del rito
de la Misa77.
La Cruz, y por ende la Santa Misa en la que aquélla se actualiza
sacramentalmente, es el culmen de la misión de Cristo. En la Cruz se resume la obra
redentora del Señor, se recoge y despliega la virtud salvadora contenida en la
encarnación. Ella constituye no solamente el culto máximo dado al Padre por Cristo,
sino también la máxima revelación de la Trinidad y el cumplimiento del oficio del Buen
Pastor por parte de Jesús. En la Cruz, efectivamente, Cristo no sólo reveló
perfectamente el misterio de la Santísima Trinidad, sino que abrió el acceso a ella
donando el Espíritu, y allí mismo fue el Buen Pastor que dio la vida por las ovejas.
Pero así como el sacerdocio de Cristo se define en relación a su Cruz como
culminación de la encarnación, así también el sacerdocio ministerial en la Iglesia se
define en relación a ella y su actualización sacramental en la eucaristía. En la Santa
Misa, por lo tanto, no solamente considerada en su rito, sino también, y sobre todo, en
su realidad profunda de representación sacramental del sacrificio de la Cruz, el
sacerdocio ministerial encuentra su centro vital y la razón de su existencia. El sacerdote
vive (existencial y moralmente) de ella siempre, incluso fuera de su celebración
sacramental. De lo contrario el sacerdocio se vería reducido a una sola función: la de
celebrar misa, entendiendo esta celebración sólo como la realización de un gesto ritual.
Por esta función el ministro ordenado es sacerdote, y por ella el sacerdocio ordenado
incluye las otras dos funciones.
77 De manera semejante se dice que la eucaristía es necesaria para la salvación, no porque deba
ser recibida in re, sino porque los sacramentos, en general, son todos necesarios para la salvación, pues de
ellos se constituye la Iglesia fuera de la cual no hay salvación, y la eucaristía es el centro de todos los
sacramentos, sin la cual ellos no existirían, dado que es perfectiva omnium sacramentorum.
63
La función de enseñar.
La primera función confiada a los Apóstoles es la de enseñar el evangelio a toda
creatura (Mc 16, 15). Se trata de una función esencial del ministerio apostólico, así
como lo fue también de la misión de Jesucristo. De este modo lo entendieron los
mismos Apóstoles que describieron la misión que recibieron del Señor en términos de
proclamar, enseñar, ser testigo. En este sentido deben entenderse las palabras de San
Pablo: “Cristo no me ha enviado a bautizar, sino a anunciar el evangelio” (1 Co 1, 17).
Los ministros ordenados, por lo tanto, cuando predican, actúan como instrumentos de
Cristo. Su enseñanza no es palabra humana, sino evangelio de Jesucristo, con el poder
que esta Palabra tiene para suscitar la fe de los oyentes. Esta función es inherente al
ministerio conferido por el sacramento. Gracias a la sacramentalidad del orden, por lo
tanto, los ministros ordenados saben que poseen la luz y fuerza necesarias para difundir
la verdad revelada.
La función de enseñar es la primera porque el ministerio de los sacramentos y
del gobierno concierne solamente a los que han acogido en la fe la palabra de la
predicación. La expresión de LG 25, que coloca la función de predicar “entre los
principales deberes de los obispos”, no quita principalidad al ministerio profético de los
sacerdotes en general, ni oscurece la afirmación explícita de Trento de que “el deber
principal de los obispos es predicar”, sino que pretende salvaguardar la importancia de
la función eucarística.
Esta función consiste en un cierto “carisma de verdad”78 objetivo. Este carisma
es conferido como don del Espíritu a través de la consagración sacerdotal, es decir, no
se trata de sólo una missio canonica, sino también, y fundamentalmente, de una
participación ontológica, dada por el Espíritu Santo a través del sacramento, en la
misión evangelizadora de Jesucristo. Se trata, además, de un ministerio de carácter
colegial. Los ministros ordenados no hablan por su propia cuenta aislados de la
enseñanza de la Iglesia. El mensaje que hay que transmitir es uno y único y es el de
Jesucristo. No hay otra palabra salvífica que la suya.
A través de la predicación de los sucesores de los Apóstoles, y de los presbíteros
que lo secundan en su tarea, la verdad proclamada por Jesucristo continúa llegando a
todos los hombres. Por su sacramentalidad, la función de enseñanza que ejerce el
ministro ordenado transmite la misma enseñanza de Cristo en el doble sentido de ser el
mismo Cristo el que enseña y ser el mismo contenido de su predicación (Cf. Gal 1, 8).
Lo que el ministro ordenado enseña es, por consiguiente, un “depósito”, que debe
mantener en la fidelidad apostólica. En la predicación, él actúa como instrumento de
una enseñanza y de un maestro que lo trascienden y a los cuales él debe someter
obsequiosamente su propio intelecto. El ministro ordenado no predica sus ideas. Y si
bien debe actualizar el mensaje en referencia a las nuevas situaciones en que se
encuentran los destinatarios de su tarea evangelizadora, todo ello lo hace a la luz de
La función de santificar.
La segunda función sacerdotal que mencionan los documentos del Magisterio es
la de santificar. Por esta función, según lo que llevamos dicho, se pone de manifiesto el
poder salvífico de la Palabra. Ella es un poder eficaz para la salvación. La Palabra, por
lo tanto, no es un simple medio de expresión de una doctrina o idea, por muy verdaderas
que sean. Se trata de una palabra de salvación por cuya eficacia los hombres son
redimidos y los sacramentos actúan. La forma sacramental, en efecto, constituida
siempre por palabras, determina la significación de los sacramentos y con ello da
eficacia sobrenatural al signo. En el tratado de los sacramentos en general se estudia
cómo esta significación es eficaz según el axioma: los sacramentos, significando,
causan.
Esta aclaración es pertinente para comprender cómo el mismo ministro que ha
recibido la función de la enseñanza es el que tiene también a su cargo la función de
santificación por medio de la celebración cultual de los sacramentos. Esto es importante
remarcarlo porque en los escritos del Nuevo Testamento no siempre se expresa
claramente a quiénes correspondía la presidencia del culto, además de los Apóstoles.
Los escritos neotestamentarios nos muestran cómo los Apóstoles administraban
los sacramentos: Pedro y Pablo confían a otros la tarea de bautizar (Hch 10, 48; 19, 5-6;
1 Co 1, 14-17); los Apóstoles reciben el mandato de repetir la eucaristía en memoria del
Señor (Lc 22, 14-19); sólo los Apóstoles u otros ministros ya reconocidos imponen las
manos (Hch 6, 6; 8, 17; 13, 3; 19, 6; 1 Tm 4, 14; 5, 22; 2 Tm 1, 6). Pero además de
ellos, y en su ausencia, esos escritos no dicen con suficiente claridad quiénes
administraban los sacramentos. Pero de aquí no se sigue que cualquiera no designado
por los mismos Apóstoles podía hacerlo. Ello, al contrario, hubiera significado una
ruptura entre la predicación de la Palabra y la celebración cultual. San Pablo, de hecho,
une en sus expresiones la predicación y el culto describiendo a una con los términos de
la otra. Así, comer y beber en la mesa del Señor es, también, proclamar su muerte hasta
que vuelva (1 Co 11, 26). Los sacramentos que en el culto se celebran y administran no
poseen una eficacia al margen de la Palabra. Por eso, la función de celebrar los
sacramentos parece implicada en la función de predicar. No se puede predicar una
palabra eficaz de salvación sin la celebración del sacramento en el que esa palabra se
hace concretamente eficaz. Así, por ejemplo, Felipe anuncia el evangelio y bautiza.
Desligar palabra y sacramento es ceder a la visión protestante de la acción salvífica de
Jesucristo.
65
79 J. RATZINGER, Teoría de los principios teológicos, Barcelona 1985, p. 347: “La tesis… del
“derecho de la comunidad a la eucaristía”, que se define también como “derecho de la comunidad a un
sacerdote”, incluye, junto con la reclamación jurídica, la tendencia al menos a modificar tanto el
concepto de la eucaristía como el del sacerdocio. Cuando se reclama la eucaristía como un derecho de
la comunidad, se deduce inmediatamente que, en principio, la misma comunidad se la puede conceder y
que, por consiguiente, no está necesitada de un sacerdocio que puede recibir en virtud de la
consagración en la successio apostolica, es decir, desde “lo católico”, desde la Iglesia universal y su
plenitud de poder sacramental”.
66
La función de gobernar.
Esta función depende de la índole eclesial de la salvación. Ante la predicación
de la Palabra, los que la aceptan constituyen una comunidad de fe, que debe sostener su
comunión gracias a la conducción de sus pastores. De este ministerio habla San Pablo
cuando enumera entre los distintos carismas, el de dirección y de la presidencia (1 Co
12, 28).
Esta función no puede pensarse sobre el modelo de la conducción de las
comunidades humanas. Como éstas, aquella implica el ejercicio de la autoridad sobre
quienes puede ser ejercida, es decir, sobre los súbditos. Pero a diferencia del gobierno
humano, la conducción de la Iglesia implica en el ministro ordenado una transformación
ontológica, a saber, la que hace de él un sacerdote. En las comunidades humanas, en
cambio, o incluso cuando se concede jurisdicción a un laico dentro mismo de la Iglesia,
esa jurisdicción no otorga, a quien se le confiere autoridad de gobierno, ninguna
cualidad ontológica. En esos casos, la jurisdicción sólo añade al jefe el derecho y el
deber de gobernar. Pero la función de gobierno propia de los ministros ordenados es
sacramental, es decir, por medio del sacramento del orden, Dios confiere al ministro
ordenado un don estable que eleva sus facultades para que esté a la altura de la tarea de
regir al Pueblo de Dios. Se trata de una capacitación ontológica, y no meramente moral,
que consiste en un poder real de gobierno que brota del carácter sacerdotal impreso por
el sacramento. La autoridad que goza el ministro ordenado no es propia, esto es,
fundada sobre sus capacidades personales, sino de Cristo. De este modo, obedecer al
ministro ordenado, en cuanto que actúa como ministro del Señor, es obedecer a Cristo;
el ministro ordenado hace presente con su conducción el pastoreo de Jesucristo
mismo. De aquí se sigue el carácter de servicio que tiene este ministerio (Lc 22, 25-26).
Jesús, en efecto, se define como Buen Pastor porque da la vida por sus ovejas, y no hay
mayor servicio que el dar la vida.
El ministro ordenado, por lo tanto, queda capacitado por el sacramento
para hacer presente a Cristo que da la vida por sus ovejas a través de la función de
gobernar. Tarea sacramental, dijimos, que no puede reducirse a organizar las
actividades de una comunidad, sino que incluye la consolidación de la Iglesia como
testimonio de fe en el mundo, aunque más no sea en la pequeña escala de una parroquia
o comunidad eclesial, y, sobre todo, la conducción de las personas a la vida eterna. Por
esto mismo, el ejercicio de esta función regia se dirige también a las personas concretas.
Cristo, como Buen Pastor, guía a las ovejas que conoce por su nombre, esto es, teniendo
especial cuidado de cada una de ellas. El gobierno del sacerdote no puede evaporarse en
generalidades organizativas, sino que debe descender a la atención personalizada de los
80 J. RATZINGER, Teoría de los principios teológicos, Barcelona 1985, p. 357: “La comunidad no
se constituye a sí misma en una especie de “en frente” respecto del ministerio (para luego crear ella sus
propios ministerios o exigir que se le concedan). Más bien, la Ecclesia sólo es real, en todos sus niveles,
si se estructura sacramentalmente, esto es, si queda entretejida en la red de la sucesión apostólica. Por
consiguiente, el intento de establecer una contraposición entre una comunidad anterior al ministerio y el
ministerio y la eucaristía – como se presupone en el eslogan del derecho a la eucaristía – está indicando
que se parte de una falsa perspectiva: los creyentes sólo son comunidad cuando se encuentran en unión y
cohesión con el servicio de la sucesión…”.
67
81 De hecho, algunos Papas fueron elegidos de entre los diáconos de Roma, como fue el caso,
por ejemplo, de Calixto I (218-222), Esteban I (254-257), San León Magno (440-461) y San Gregorio
Magno (590-604), entre otros. Ellos, como otros obispos, recibieron el orden episcopal sin haber sido
ordenados previamente presbíteros. Cf. OTT, L., “El sacramento del Orden”, en Historia de los Dogmas,
T. IV, Cuaderno 5, p. 42-44. El caso más llamativo fue el del Papa Constantino (en realidad, antipapa)
que, tras la muerte del Papa Paulo I el año 767, fue elevado a la sede pontificia, siendo laico, después de
emplear la fuerza de las armas. Según informa el Liber Pontificalis, el día de la elección obtenida por
fuerza, fue hecho, un domingo, clérigo. Al día siguiente fue ordenado subdiácono y diácono. El siguiente
domingo fue consagrado obispo en San Pedro. Se omitieron las cuatro órdenes menores y el presbiterado
sin que se hiciera ningún reproche a Constantino. Sus ordenaciones sólo fueron consideradas
anticanónicas por no haberse ajustado a los intersticios. Por lo demás, según el mismo Liber Pontificalis,
ninguno de los Papas de los siglos VIII y IX fue diácono y también presbítero, sino que unos habían sido
sólo diáconos y otros sólo presbíteros.
69
El Concilio de Trento.
Frente a estos errores, el Concilio de Trento (DH 1763-1778) enseñó la
sacramentalidad del orden y su referencia eucarística inamisible. Faltó, sin embargo, al
Tridentino, una teología del sacerdocio ministerial más desarrollada, que le permitiera
exponer una doctrina más acabada. Por esta razón continuó con la presentación del
ministerio ordenado en torno al presbítero, manteniendo, en consecuencia, la dificultad
de la explicación de sacramentalidad del episcopado.
Para el tratamiento de la cuestión del sacramento del orden, se entregaron a los
teólogos para su estudio 6 tesis o “artículos” entresacados de las obras de los
reformadores, a saber:
1. El orden no es sacramento, sino un cierto rito para seleccionar y constituir
ministros de la palabra y de los sacramentos. Que el orden sea sacramento es
72
arzobispo de Rossano, se condenarían junto con los herejes, muchos doctores católicos.
Para evitar este problema lo más conveniente es dejar de lado la cuestión de la potestas
jurisdictionis y centrarse solamente en la potestas ordinis. Todos, en efecto, estarían de
acuerdo en afirmar que el orden de los obispos ha sido instituido por Cristo. Pero no
puede declararse que los obispos sean superiores a los presbíteros por derecho divino
sin más. Si así se hiciera, se introduciría nuevamente el problema, es decir, que esa
primacía no correspondería a los obispos en su potestad de jurisdicción “iure divino”,
sino por su potestas ordinis.
A estas razones se añadían algunas otras:
- El rechazo de que el Papa tenga en la colación de la potestad de jurisdicción
el papel de “nudus minister”, esto es, ser un simple “vicarius generalis
Christi”, mientras que los obispos serían “vicarii particulares”.
- El rechazo de las opiniones sobre el origen de la potestad de los obispos que
no sean conformes con el Primado del Papa, como el conciliarismo,
galicanismo, episcopalismo.
- El rechazo de retener como de “iure divino” la obligación de residencia de
los obispos en las propias diócesis.
Como los españoles querían una declaración explícita del origen divino de la
potestas jurisdictionis de los obispos y lo que los italianos proponían para hablar de
origen divino era concentrarse solamente sobre la potestas ordinis, cosa que los
españoles no aceptaban, el Concilio de Trento se abstuvo de definir nada sobre el poder
de jurisdicción, dejando de lado la cuestión del “ius divinum”. Fue así que empleó una
fórmula deliberadamente indeterminada. En lugar de afirmar o negar expresamente el
origen inmediatamente divino del episcopado, el Tridentino usó la expresión más vaga
“divina ordinatione institutam” para hablar de la jerarquía eclesiástica constituida de
obispos, presbíteros y ministros: “Si quis dixerit, in Ecclesia catholica non esse
hierarchiam, divina ordinatione institutam, quæ constat ex episcopis, presbyteris et
ministris, anathema sit” (DH 1776)85.
Esta solución diplomática se reveló, sin embargo, como un nuevo problema. En
efecto, ¿qué significa ordinatio divina? El hecho de su aprobación no puede desconocer
el desagrado que ella provocaba, principalmente, en los obispos españoles y franceses.
De hecho, ella contrariaba sus deseos. Por eso, su aceptación por este grupo minoritario,
pero influyente, fue condicionada a una clarificación posterior: al concluir la sesión, en
el juicio general sobre distintas doctrinas erróneas, debería mencionarse también tanto la
teoría que niega la institución de los obispos por Cristo, potestad de jurisdicción
incluida, cuanto la que impugna el primado del Papa.
La expresión “ordinatio divina”, sin embargo, no obedecía sólo a la oposición
entre españoles y franceses, por un lado, y los obispos italianos, que eran mayoría, por
el otro. La explicación de esta fórmula está vinculada también a una fuerte discusión
dentro del grupo de los canonistas italianos. Sin prestar atención a este debate, no se
puede calibrar exactamente el alcance de la fórmula “ordinatio divina”. En efecto,
habiendo quedado de lado la cuestión de la potestad de jurisdicción, aquellos canonistas
discutieron sobre qué realidad había recaído la voluntad institucional de Jesucristo, si
85 La expresión será cambiada por el Vaticano II por la más determinada “divinitus institutum”
(LG 28).
75
Señor dirigió a aquéllos: “El que a ustedes oye, a mí me oye; el que a ustedes
desprecia, a mí me desprecia” (Lc 10, 16). Los obispos, por lo tanto, definen su
sacerdocio en referencia a Cristo y no ya de cara al presbítero. En segundo término, se
enseña también que el mandato recibido del Señor no es un mero derecho o deber de los
Apóstoles y sus sucesores, sino un don del Espíritu que garantiza la presencia de
Jesucristo en el ejercicio del ministerio apostólico. Pero el sacerdocio en la Iglesia no se
explica sólo por la misión. Requiere, también, del don del Espíritu. Razón por la cual el
Concilio afirma, en tercer lugar, que el ministerio sacerdotal de los obispos se transmite
por la imposición de las manos.
Todo esto confluye en la afirmación clara de la sacramentalidad del episcopado.
Sin embargo, la fórmula y el tono empleado para la doctrina propuesta parece excluir
su interpretación como una definición dogmática, permaneciendo clara la intención
de proponer una enseñanza conciliar auténtica. En efecto, en el texto elaborado por la
subcomisión preparatoria del mismo, la sacramentalidad del episcopado era presentada
“sollemniter”. Pero esta expresión fue retirada por la Comisión doctrinal para no dar la
impresión de que se pretendía hacer una definición dogmática.
En efecto, un grupo de obispos era contrario a que la doctrina de la
sacramentalidad episcopal fuera objeto de una definición o declaración solemne. Esta
opinión consideraba que la doctrina no era todavía suficientemente madura. La
dificultad no residía en la sacramentalidad considerada en sí, sino en las consecuencias
que de ella podían derivarse respecto de la colegialidad episcopal y los poderes
episcopales. Se retenía que la vinculación de estas posibles consecuencias con la
sacramentalidad del episcopado era infundada, opuesta a la tradición doctrinal de la
Iglesia y suponía reconocer al Colegio episcopal un poder de cogobernar la Iglesia
entera junto con el Papa, a la vez que una limitación del obispo local en su propia
diócesis. Se propuso, a cambio, reconocer a la consagración episcopal una aptitud
pasiva en el plano jurisdiccional que solamente pueda ser actuada por el Sumo
Pontífice.
Ante esta oposición, el obispo König, uno de los tres relatores de la mayoría,
aclaró lo siguiente: “Commissio doctrinalis autem censuit hic non agi de definitione
sollemni… doctrina authentice proponenda”. Se refería a la sacramentalidad del
episcopado. Reafirma, sin embargo, la sentencia de que la consagración episcopal
otorga los tres “munera” y no sólo el “munus docendi et regendi”.
Con estas intervenciones se inflamaron las discusiones en el momento de votar
el texto definitivo, lo cual llevó a Pablo VI a incluir una “Nota explicativa previa” sobre
la naturaleza jerárquica de la comunión con la Cabeza y con los miembros del Colegio
episcopal. Fue así que se llegó a la votación final del n. 21 sobre la sacramentalidad
episcopal.
En su doctrina del sacerdocio ministerial, centrada en la noción eclesiológica de
misión, también se une la idea cristológica de consagración (PO). La comprensión cabal
del sacerdocio ministerial debe saber conjugar, pues, las nociones de consagración
(aspecto óntico) y de misión (aspecto funcional).
En el entramado de estas dos dimensiones resalta la afirmación fundamental del
Concilio sobre la sacramentalidad del episcopado: la consagración episcopal confiere la
plenitud del sacramento del orden. La fórmula empleada fue especialmente elegida. El
texto definitivo sustituyó la expresión “grado supremo del sacramento del orden” por
77
Esta idea aparece ya con más claridad en los siglos II-III, sobre todo en las
enseñanzas de San Ignacio de Antioquía. En sus escritos, los diáconos aparecen
ejerciendo sus funciones en la predicación, en la liturgia y en la caridad. La Traditio
Apostolica, por su parte, esclarece que los diáconos se desempeñaban activamente en el
gobierno de las comunidades. A ella se debe la frase, retomada por el Concilio Vaticano
II (LG 29), de que “el diácono no se ordena para el sacerdocio, sino para el ministerio
(episcopi)”86, marcando cierta distancia del diácono respecto de los obispos y
presbíteros en lo que hace a la confección de la eucaristía.
Pero a pesar de ello, siendo ordenado para el ministerio episcopi, el diácono
también participa en el oficio propio de los obispos. A ellos, en efecto, se les confía el
ministerio de la palabra; intervienen activamente en las funciones litúrgicas y tienen a
su cargo la caridad de las Iglesias. Pero otras circunstancias en la Iglesia llevaron a que
también el presbítero fuera cobrando importancia en la tarea de evangelización confiada
por Cristo a los Apóstoles y sus sucesores. Se hizo, así, necesario reajustar las
relaciones entre el obispo, el presbítero y el diácono, dando nacimiento a la controversia
de la que ya hemos hablado y que llevó a San Jerónimo a aportar su visión teológica
sobre el presbiterado, centrada en el poder para confeccionar la eucaristía.
Con el paso del tiempo, las funciones de los diáconos fueron concentrándose en
el servicio litúrgico. Ello implicó la separación, ausente en los comienzos del
diaconado, entre caridad y eucaristía. Con esto, el diaconado quedó relegado a ser
solamente un paso para acceder al presbiterado (DH 1772).
A pesar de estos vaivenes la figura del diaconado quedó siempre vinculada al
sacramento del orden. Así, el Concilio de Trento, aunque no trató expresamente sobre la
sacramentalidad del diaconado, considera a los diáconos como miembros de la jerarquía
eclesiástica. Para referirse a ellos emplea el término “ordo” y “ordinatio”, aunque ello
no es garantía absoluta de que de este modo se haga referencia a su sacramentalidad.
Esta sacramentalidad fue también implícitamente enseñada por Pío XII en
Sacramentum ordinis (DH 3859-3860) y corroborada por la doctrina del Vaticano II
(LG 28): el diaconado participa del único ministerio eclesiástico que es de
institución divina y que se desdobla en tres grados.
Para la comprensión teológica del diaconado es importante la expresión de LG
29: “Reciben la imposición de manos no en orden al sacerdocio, sino en orden al
ministerio”. La frase original, perteneciente a la Traditio Apostolica, calificaba el
ministerio como “del obispo” (episcopi). Quiere decir que Hipólito vinculaba el
diaconado al ministerio episcopal y no al sacerdocio. En la teología medieval, dada la
premisa de San Jerónimo que ya hemos visto, la sacramentalidad del diaconado pasaba
por su servicio al presbítero en la confección de la eucaristía. La perspectiva del
Vaticano II, sin embargo, sin desdecir esta visión medieval, la complementa con la
visión del sacerdocio que le es propia. El ministerio diaconal, en efecto, tiene su raíz en
la eucaristía y se despliega en la caridad a los hermanos.
El significado teológico del diaconado debe buscarse, pues, en este servicio
eucarístico que el diácono desempeña como entre el sacerdote ordenado (obispo o
presbítero) y los fieles. La función del sacerdote en el altar no es la de asistir y servir,
sino la de consagrar y presidir. Aquella asistencia litúrgica, en cambio, es propia del
por la salvación de las almas. La gracia del sacerdocio suscita en el alma del sacerdote
esta solicitud, conforme a la ordenación del carácter sacramental, que se traduce
siempre por la oración por la salvación de los hombres y, ordinariamente, por la acción
sacerdotal efectiva. La gracia sacramental del orden, por lo tanto, también es principio y
fuente de donde brota esta acción multiforme, haciéndola participar de la caridad
redentora del Señor.
Es verdad que este celo apostólico no es exclusivo del sacerdote, ya que todo
cristiano, por el bautismo y la confirmación, está unido a Jesucristo y es partícipe de sus
ansias por la salvación del mundo. Sin embargo, este celo caracteriza de manera
específica la gracia sacramental del orden. En efecto, esta gracia queda constituida por
el complejo gracia-carácter, y este carácter, que constituye al sacerdote en su función
sacerdotal dándole el poder de cumplirla, reclama la gracia que incluye este celo entre
todas sus riquezas. Inversamente, este celo, que se puede desarrollar normalmente en
alguien que no ha sido ordenado, encuentra en el carácter sacerdotal una particular
fuente y raíz, que no lo hace necesariamente más intenso que en cualquier cristiano, sino
más estable y habitual, esto es, un estado de vida. Un sacerdote mediocre, si no perdió la
gracia por el pecado, será mediocremente celoso de la salvación de las almas, pero no
será totalmente sin celo. Si perdió la gracia, en cambio, será por el despertar de este
celo, nacido de la conciencia de su sacerdocio, presente en él por el carácter sacerdotal,
que comenzará para él el proceso de su conversión a Dios.
La gracia sacramental del orden, en fin, incorpora a Cristo por un título más
perfecto. Cristo, en efecto, al conferir la gracia sacerdotal, ejercita, en cuanto Dios, una
causalidad eficiente principal y, como hombre, una causalidad instrumental. Pero causar
una vida sobrenatural más abundante equivale a obrar de modo tal que Cristo, con un
nuevo y más alto título, ejercite su función de Cabeza sobre sus sacerdotes y los
incorpore a sí mismo con un vínculo más estrecho. Además, infundiendo una nueva y
más copiosa gracia en sus sacerdotes, Jesucristo delinea en ellos su imagen con rasgos
cada vez más marcados y, así, resplandecen mejor en ellos los esplendores de su
naturaleza divina.
Pero la gracia sacramental también lleva a madurez viril el organismo
sobrenatural pues, de la simple condición de hijo y miembro, el alma del sacerdote es
elevada a la perfección de padre y cabeza. En otras palabras, la gracia sacerdotal
enriquece la gracia común embebiendo al sacerdote de los sentimientos y obras propias
de la paternidad espiritual. Este enriquecimiento no consiste solamente en una nueva
orientación de la gracia santificante, sino también en un cierto derecho a recibir los
auxilios necesarios para lograr el fin del sacerdocio.
También aumenta, amplía y acelera el flujo de bienes sobrenaturales. En efecto,
aumentan los bienes espirituales, pues de un organismo más perfecto emanan
espontáneamente actos más numerosos y meritorios con los que se enriquece el tesoro
común de la Iglesia. Aumenta, también, el número de miembros en cuanto que de las
virtudes actuales del nuevo organismo sobrenatural surge aquel celo por medio del cual
los sacerdotes quitan a las almas del mal, las confirman en el bien, las orientan hacia la
perfección y las impulsan al apostolado. Por su parte, la gracia sacerdotal también
acelera la circulación de la gracia en el Cuerpo Místico, en el sentido de que, como dice
San Ambrosio, “allí donde florece la gracia sacerdotal, allí está la Iglesia” (De Isaac
et anima 8, 64), es decir, allí la Iglesia vive con más abundancia de bienes.
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canónigos, de ese modo promovidos por los abades mencionados, puedan oficiar libre
y lícitamente en las órdenes así recibidas, sin que sean de ninguna manera
impedimento constituciones apostólicas cualesquiera, y otras contrarias promulgadas
por alguien en sentido contrario y confirmadas por cualquier autoridad” (DH 1145)
Inmediatamente, Robert Braybrook, obispo de Londres, se lamentó de que la
promulgación del indulto hería su derecho de patronato por lo que Bonifacio IX, con
una nueva Bula, Apostolicæ Sedis, del año 1403, revocó el privilegio con las siguientes
palabras: “Puesto que, como dice el contenido de la petición que nos dirigió
recientemente nuestro venerable hermano Roberto, obispo de Londres, el monasterio
arriba mencionado, en el cual el mismo obispo tiene el derecho de patronato, fue
fundado por algunos predecesores del mismo obispo..., y puesto que se reconoce que
tales cartas y concesiones se traducen en grave perjuicio del mismo obispo y de su
jurisdicción ordinaria y de la Iglesia de Londres, por parte del mismo obispo nos ha
sido humildemente dirigida la súplica de que nos dignáramos, en nuestra benevolencia
apostólica, a procurar que no haya perjuicio para él y para esta Iglesia en lo que
precede. Queriendo proveer... en orden a estas cosas, y cediendo a dichas súplicas, en
virtud de nuestra autoridad apostólica y por conocimiento cierto, con el presente
escrito revocamos, derogamos y anulamos aquella carta y aquellas concesiones, y
queremos no tengan fuerza ni valor alguno” (DH 1146).
Algunos estudiosos han considerado la primera Bula como una concesión papal
para que el abad pudiera ordenar a otros sacerdotes y diáconos. Otros, en cambio, han
entendido las palabras del documento en el sentido de que se permitía al abad y sus
sucesores conceder las cartas dimisorias correspondientes para la recepción de las
órdenes mayores, independientemente del obispo de Londres, es decir, del obispo
diocesano. Estos últimos fundan su interpretación en las siguientes razones:
Circunstancias históricas. Según la antigua disciplina, los superiores
regulares debían enviar sus súbditos, para la ordenación, al obispo diocesano.
Desde el siglo XIII, los Frailes Menores y otros religiosos obtuvieron el
privilegio de presentar, para la ordenación, sus propios profesos a algún
obispo en comunión con la Sede Apostólica. En virtud de este privilegio,
justamente se consideró que los superiores religiosos conferían las órdenes
sagradas.
Tenor de la bula. El tenor de la bula confirma la anterior conclusión puesto
que en ella nada hay que tenga sabor a novedad.
Protesta del obispo de Londres. El obispo se lamentó de que el privilegio
concedido por Bonifacio IX hería gravemente su jurisdicción, fundada sobre
el título jurídico del “patronato”. De hecho, el derecho patronal del obispo
era violado con la concesión a los profesos regulares del privilegio de ser
ordenados por un obispo de otra diócesis. Este derecho patronal no podía ser
herido si el privilegio de ordenar a sus súbditos hubiera sido concedido al
abad del monasterio.
Historia del monasterio de canónigos regulares. Consta que los abades no
han conferido, ni siquiera una vez, según la norma del privilegio,
directamente las sagradas órdenes.
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b) Bula de Martín V.
Martín V, el 16 de noviembre de 1427 mandó al Abad Cisterciense de Altzelle
de la diócesis de Meissen, la Bula Gerentes ad vos en el que se otorga un privilegio
análogo y, tal vez, más explícito que el concedido por Bonifacio IX: “[...] queriendo
honrar a vosotros y al monasterio mismo con un privilegio de gracia y de honor, a ti,
oh hijo nuestro abad, todas las veces que será oportuno desde ahora y para un
quinquenio, sin que puedan oponerse constituciones o edictos apostólicos u otros
contrarios, en virtud de la autoridad apostólica, a tenor del presente escrito,
concedemos el permiso y también el derecho de reconciliar cada iglesia que, en
conjunto o en parte, cae bajo el derecho de colación, de provisión, de presentación y de
todo otro derecho que es tuyo y de la comunidad de los tuyos, como también las partes
del mencionado monasterio que se encuentran en el territorio de las diócesis de
Meissen, y sus cementerios que han sido profanados por la sangre o el semen, e
igualmente de conferir todas las órdenes sagradas a todos los monjes del mismo
monasterio y a las personas que te están sometidas por ser abad, sin que sea
mínimamente requerida para esto la licencia del obispo diocesano del lugar (DH
1290).
El término “órdenes sagradas”, según la terminología del tiempo, en las actas
pontificales designa siempre el subdiaconado, el diaconado y el presbiterado. Para el
episcopado se reservaba la palabra “consagración”.
estas dificultades caen porque se encontró el original buscado y, así, no parece que se
pueda dudar sobre la realidad del privilegio concedido por el Papa.
Algunos autores han interpretado estos privilegios en el sentido de que el presbítero
posee en su carácter sacerdotal el poder remoto y atado de conferir el presbiterado y
el diaconado. Este poder puede hacerse próximo y actual por una intervención directa
del Santo Padre. Sin embargo, como opinan otros, estos casos han sido muy raros y
asilados en medio de una práctica tradicional de la Iglesia que reconocía el poder de
ordenar sacerdotes y diáconos solamente en los obispos. Si hay una verdad de fe
sólidamente testimoniada, por lo tanto, es que el obispo válidamente ordenado tiene
el poder sacramental de conferir las órdenes sagradas, entiéndase, los tres grados del
sacramento del orden. La cuestión no ha sido aún definida, de manera que la
conclusión que reconoce en los presbíteros el poder de ordenar otros presbíteros o
diáconos debe ser tomada como provisoria y sin la suficiente estabilidad como para
ser enseñada comúnmente.