Orden Sagrado 2018

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EL SACRAMENTO DEL ORDEN

Muchos documentos y manuales de teología suelen mencionar la “crisis del


sacerdocio” desatada en la Iglesia en las últimas décadas. Se trata, según esos mismos
textos, de una crisis de identidad sacerdotal1. Los síntomas que la manifiestan son,
según el documento de la Comisión Teológica Internacional sobre el ministerio
sacerdotal del año 19702, los múltiples abandonos del ministerio sacerdotal, la
disminución del número de vocaciones, así como también ciertos conflictos habidos
entre presbíteros y obispos en aquellos años del inmediato post-concilio3.
Es difícil sistematizar todos los elementos que concurren en la producción de
esta crisis de identidad sacerdotal. A riesgo de resumir en demasía, puede decirse que
uno de esos factores ha sido la modificación de la imagen clásica del presbítero en la
Iglesia. El presbítero, que vivía hasta entonces su sacerdocio sobre todo en clave cultual
y de separación del mundo, sin cambiar esta concepción, debía, según la propuesta de
Presbiterorum Ordinis, también concebir su sacerdocio fundamentalmente en clave de
servicio y, consiguientemente, en medio de los fieles, pero sin perder de vista la
especificidad de su misión propia. Aunque, en realidad, nunca faltó en la doctrina de la
Iglesia la conjunción de ambos factores, un elemento distintivo del problema del que
venimos hablando ha sido el de pensar dialécticamente estos aspectos, sobre la base de
un desconocimiento, negación o tergiversación de lo que la Iglesia enseñó siempre. Así,
el cambio de perspectiva propiciado por las novedades culturales de la segunda mitad
del siglo XX se cristalizó en una verdadera crisis de identidad del sacerdocio ministerial
y se expresó en una pregunta dialéctica que podemos presentar de la siguiente manera:
Sacerdocio, ¿culto o ministerio?
1 Esta crisis sacerdotal es el reflejo de un conflicto más profundo en la Iglesia. Ella no puede no
sentir el influjo de los cambios que se operan actualmente en el mundo y que se conoce con el nombre de
«secularización». Tomar clara conciencia de la identidad sacerdotal se revela, pues, sumamente
importante para que la Iglesia pueda presentar a los hombres de este tiempo el mensaje de salvación. Hay,
en efecto, estrecha relación entre la concepción sobre el sacerdocio ministerial y la recta comprensión de
la naturaleza de la Iglesia, y viceversa.
2 Le ministère sacerdotal, Rapport de la Commission Internationale de Théologie, Roma, 10 de
octubre de 1970. Este documento ha sido elaborado, por una subcomisión integrada por distintos
miembros de la CTI, como instrumento de trabajo. Posteriormente, dentro del mismo año 1970, fue
sometido a análisis dando como resultado un conjunto de seis tesis asumidas por la CTI y que, publicadas
bajo el título “El sacerdocio Católico”, pueden leerse en el volumen de la Biblioteca de Autores
Cristianos del año 1998 titulado: Documentos 1969-1996. Comisión Teológica Internacional.
3 No se trataba de problemas más o menos domésticos, sino de grupos de acción que,
enfrentando a la jerarquía católica, pretendían imponer una nueva visión de las relaciones de la Iglesia
con el mundo. Así, en Francia, surge, en el año 1968, el movimiento sacerdotal denominado “Echanges
et dialogue” con el propósito de “desclericalizar” al sacerdote y “desacerdotalizar” al clero. Este
movimiento se funde, posteriormente, con otro llamado “Cristianos críticos”, cuyas propuestas de
“desclericalización” consistían en promover el celibato opcional, el trabajo profesional remunerado como
medio de independencia ante la jerarquía eclesiástica, y el compromiso político. Con el tiempo la
propuesta se transformó en un ideal de revolución política tendiente a democratizar la Iglesia,
encontrando eco en otros movimientos similares de Alemania, Holanda e Italia, con los cuales terminaron
fundiéndose para conformar el grupo contestatario “Sacerdotes solidarios” con idénticos fines. A esta
tendencia democratizadora de la Iglesia se sumaron, posteriormente, algunos laicos con la pretensión de
desempeñar funciones clericales por medio de las “comunidades cristianas de base”. El resultado fue una
fuerte crisis de identidad del sacerdocio ministerial con base en una falsa concepción sobre la Iglesia y la
Misa como sacrificio, y en una oposición, también falsa, entre Iglesia de la Palabra e Iglesia cultual. Para
más detalles puede leerse MIGUEL PONCE CUÉLLAR, Llamados a servir, Teología del sacerdocio
ministerial, Herder, 2001, p. 27-47.
2

A este factor puede sumársele el modo positivo de mirar al mundo que la Iglesia
adoptó a partir del Concilio Vaticano II. Para el presbítero, este cambio de perspectiva,
significó aprender a mirar los valores humanos de manera positiva, atender a las
situaciones y aspiraciones más profundas del hombre contemporáneo, pero todo sin
perder de vista que él no pertenece a este mundo. Lamentablemente, de hecho, esta
apertura al mundo significó, para muchos presbíteros, rever esencialmente su forma de
pensar, su lenguaje y su estilo de vida, con abandono de las enseñanzas perennes de
la Iglesia sobre el sacerdocio.
En fin, fue propio de esta idea de secularización plantear a la Iglesia y a la fe
católica un serio cuestionamiento sobre su razón de ser. Esto muestra de manera
práctica y concreta, como siempre también lo enseñó la Iglesia Católica, que la
concepción sobre el sacerdocio católico repercute necesariamente sobre la concepción
de la naturaleza de la Iglesia, y viceversa.
Según el documento de trabajo de la Comisión Teológica Internacional (CTI),
esta situación terminó creando en muchos presbíteros un sentimiento de frustración al
dedicarse solamente a tareas eclesiásticas, calibrando mal la importancia de la liturgia y
de su servicio pastoral-sobrenatural a los hombres de este mundo secularizado. Muchos
presbíteros, continúa el mismo documento, tienen la impresión de vivir en un medio
social que los toma cada vez menos en serio en lo que es más personal para ellos,
experimentando, en consecuencia, la necesidad de adaptarse al mundo para poder
desarrollar su ministerio en servicio de los hombres.
El mismo documento también describe las raíces teológicas de la crisis
sacerdotal, a saber, y en primer lugar, el resurgimiento de los problemas que, en su
momento, el protestantismo había suscitado y que, para algunos, Trento no había
sabido responder de manera satisfactoria. La crítica que Lutero había dirigido a la
doctrina católica sobre el sacerdocio ministerial puede resumirse en los siguientes
puntos:
1. El Nuevo Testamento solamente emplea el término “sacerdote” para Cristo y
los cristianos.
2. No hay más que un solo Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, Jesucristo,
cuyo sacerdocio es invisible e inmediato ante Dios.
3. Todos los cristianos son sacerdotes por igual y de igual manera que Cristo,
es decir, según un sacerdocio que se ejerce interiormente y sin sumisión a
ninguna otra autoridad jerárquica.
4. Para entrar en relación salvífica con Cristo no es necesario ningún sacerdocio
ministerial. Para ello basta el solo sacerdocio común de los fieles y la fe
(fiducial). Todos los cristianos, incluidos los presbíteros, tienen en la Iglesia,
en lo que hace al sacerdocio, los mismos derechos y poderes espirituales.
5. Por lo tanto, la distinción entre el sacerdote ordenado y el laico no es de
institución divina. Sólo una ambición de autoridad ajena al evangelio
explica la existencia de un sacerdocio ministerial distinto del sacerdocio
común de los fieles.
6. El orden, por consiguiente, no es un verdadero sacramento. El único
sacramento que confiere el sacerdocio es el bautismo.
3

7. En lugar de un ministerio sacerdotal hay en la Iglesia un ministerio


entendido al modo de servicio o diaconía que la comunidad eclesial delega
en algunos de sus miembros para su organización. No hay jerarquía
eclesiástica de institución divina.
La fuente de donde surge esta visión del sacerdocio en Lutero es su personal
concepción de la salvación. En efecto, como ya es sabido, según la teología luterana de
la salvación, el único Salvador es Jesucristo. El fiel accede a su salvación personal e
individualmente, con un acto de fe-confianza (no dogmática) en el que se juega
existencialmente su aceptación del Redentor. No hay, en esta relación, mediación
objetiva alguna, ni eclesial ni sacramental. Sólo la fe así entendida basta, de donde se
sigue que lo único que la Iglesia debe asegurar es la condición necesaria para que esta
conversión a Dios sea realmente posible, a saber: la predicación de la Palabra de Dios.
Todo lo demás es considerado exterior a la salvación y, por lo tanto, destinado a ser
suprimido: el culto, la disciplina eclesiástica, el ministerio sacerdotal, la jerarquía
eclesiástica, las obras meritorias, la Iglesia visible.
Aunque Lutero hable de Jesucristo como Redentor, en realidad la salvación se
verifica en la relación personal de cada individuo con el Padre y se actúa por medio de
la sola fe fiducial. Se ha nombrado a esta actitud, “existencial”, para distinguirla de una
postura que podría ser llamada “ontológica”. Esto significa que, en el fondo, Lutero no
asume debidamente el dogma cristológico de Calcedonia. Cristo, en definitiva,
permanece fuera de la relación de salvación del cristiano con Dios, quedando reducido
a ser una causa meritoria extrínseca de la redención individual del cristiano 4. El misterio
de Jesucristo, por consiguiente, pierde, en la cristología y soteriología luteranas, su
dimensión ontológica; la salvación no se da, realmente (ontológicamente) en Cristo,
sino (moralmente) gracias a él, y se juega, como dijimos, en una relación individual de
fe fiducial entre cada individuo y el Padre. Se comprende, así, que la nueva visión
sobre el sacerdocio propia de la Reforma dependa, y a su vez alimente, una nueva
comprensión de la Iglesia5.
Esta nueva teología ha influido decisivamente en la crisis del ministerio
sacerdotal actual porque es uno de los elementos fundamentales que, a partir del siglo
XVII, ha configurado la cultura moderna. En efecto, el desarrollo de las ciencias
históricas, con sus nuevos aportes acerca del cristianismo primitivo, y los “avances” en
los estudios bíblicos y patrísticos, han contribuido no poco en la re-proposición de la
problemática luterana según la cual el cristianismo primitivo, el que puede leerse en los
Evangelios y en los Hechos de los Apóstoles y en algunas cartas paulinas, está en
oposición a la forma que adquirió en la época patrística, dando lugar al catolicismo de
los siglos posteriores6.

4 Santo Tomás presenta el Sacerdocio de Cristo como un servicio de culto dado por él al Padre
(III, q. 20, prol.). Sólo en Jesucristo, cuyo sacerdocio es mediación entre Dios y los hombres, también
nosotros podemos rendir ese culto. Fuera de Cristo, por lo tanto, no es posible entablar ninguna relación
de salvación con el Padre; ni rendir ningún culto válido y agradable a Dios.
5 Para la eclesiología de la Reforma véase BOUYER, L., La Iglesia de Dios, Cuerpo de Cristo y
Templo del Espíritu, París, 1975.
6 En época de Lutero, la acusación dirigida por los reformadores a la Iglesia Católica de haber
abandonado la verdadera misión recibida de Jesucristo debió buscar cada vez más atrás en el tiempo el
momento de esa infidelidad, dada la refutación histórica que la misma Iglesia Católica hacía de tal
acusación protestante. Los nuevos estudios históricos de esos tiempos primitivos volvió a proponer la
antigua cuestión protestante y la Iglesia debió volver a responder lo que ya había mostrado en tiempos del
4

Esta supuesta ruptura entre el cristianismo primitivo y el catolicismo posterior,


en algunos autores como Alfred Loisy, se da incluso con anterioridad, es decir, entre
Jesús mismo y los Apóstoles, especialmente en San Pablo, teoría que fue divulgada, con
modificaciones, por Bultmann, y que puede leerse aún en varios exégetas protestantes
modernos, como Conzelmann, quien ve en San Lucas al autor de la nueva forma de
cristianismo llamada “catolicismo” o “catolicismo temprano”7. De aquí surge también
una visión del sacerdocio ministerial católico como no verdaderamente cristiano, sino
más bien, como una regresión al Antiguo Testamento y/o una transposición a nivel
religioso del esquema de autoridad y la ordenación jerárquica del Imperio
Constantiniano.
Pero no fue la sola teología reformada la que inspiró la cultura moderna.
También debe ser contado en ella, y no como algo de menor peso, el fenómeno de la
secularización. Por tal entendemos una comprensión básica y fundamental del mundo
como un todo cerrado sobre sí mismo, refractario a la trascendencia divina tal como la
afirma el dogma católico de la creación.
A decir verdad, la secularización difícilmente puede dar cabida en su seno a la
trascendencia de la Palabra divina, tal como la entiende el protestantismo. Sin embargo,
la cultura secularista supo tomar de la teología reformada su crítica a la fe católica sobre
el sacerdocio ministerial e instrumentalizarla en provecho de su propia ideología
inmanentista. En efecto, la jerarquía eclesiástica, desligada, según lo pretende la crítica
protestante, de su enraizamiento en la voluntad institucional de Jesucristo, debe ser
ahora justificada, según los cánones de la nueva cultura secularista, por razones
inmanentes. El ministerio sacerdotal resulta así explicado en su existencia y, al mismo
tiempo, desprovisto de finalidad. ¿Qué sentido tiene en un mundo secularizado un
sacerdocio ministerial nacido por razones propias en una época lejana donde, a
diferencia del momento actual, lo sacro y religioso eran elementos constitutivos de la
explicación del mundo? Cuando Dios ha sido desterrado del mundo, ¿qué sentido tiene
hablar de un ministro ordenado que guíe a los hombres a la unión redentora con
Jesucristo?
Es de este modo que el secularismo, impulsado desde dentro por filosofías de
cuño idealista o materialista8, más la teología reformada que está a la base de la cultura
moderna, obstaculizan la verdadera comprensión del ministerio sacerdotal propio de la
Iglesia católica.
Dos elementos fundamentales surgen de esta breve introducción respecto del
verdadero sentido del sacerdocio ministerial católico. En primer lugar, la necesidad de
establecer su derivación cristológica. En segundo término, el carácter sobrenatural,
escatológico y trascendente de su función. Estos dos elementos deben aparecer con
claridad en el desarrollo de un actual tratado sobre el sacramento del orden si quiere
brindar elementos válidos a la comprensión renovada y siempre católica del ministerio
sacerdotal.
Ahora bien, a la hora de encontrar un principio organizador de este tratado,
puede recordarse que el sacramento del orden es uno de los siete sacramentos de la
Nueva Ley, cuyo fin, a diferencia de los demás, no consiste directamente en santificar a

mismo Lutero y los demás mal llamados “reformadores”.


7 CONZELMANN, T. H., El Centro del Tiempo. Estudio de la teología de Lucas, Madrid, 1974.
8 No extraña que muchas de estas filosofías hayan surgido del seno del protestantismo.
5

los que lo reciben, sino a los fieles (LG 10). Pero tratándose de un sacramento, podemos
descubrir en él las notas esenciales que definen a todo sacramento, a saber: su
institución por parte de Cristo; su signo sacramental; su eficacia causal y su
administración por parte de la Iglesia. Esta definición nos brinda una estructura
adecuada para sistematizar el tratado del este sacramento según el siguiente esquema:
1. Origen del sacerdocio ministerial.
2. Naturaleza del sacramento del orden.
3. Efectos del sacramento del orden.
4. Ministro y sujeto del sacramento del orden.
6

ORIGEN DEL SACRAMENTO DEL ORDEN O SU INSTITUCIÓN POR CRISTO.


Al afrontar la cuestión de la institución u origen del sacramento del orden, nos
topamos con una primera dificultad, que es la de clarificar el sentido de los términos
empleados para referirnos a la realidad sobre cuyo origen nos preguntamos. Hablamos,
en efecto, de “sacramento del orden” para hacer referencia al “sacerdocio” llamado
“ministerial” a fin de distinguirlo del “sacerdocio común de los fieles”9. Los términos
que confluyen en la descripción del objeto de nuestro estudio son, pues: ministerio y
sacerdocio; orden y sacramento.
En lo que respecta al primer par de términos, constatamos esta particular
situación. Mientras que a nosotros nos resulta familiar y carente de dificultades hablar
de “ministerio sacerdotal”, identificando “ministerio” y “sacerdocio”, al menos para
los dos grados superiores que constituyen el sacramento del orden (CatIC 1554), para
los escritos del Nuevo Testamento esta identificación no existe en absoluto. En efecto,
el Nuevo Testamento no designa con el nombre de “sacerdote” a los “ministros”
elegidos por Jesucristo para anunciar su Palabra y presidir las iglesias. Al preguntarnos
por el origen del orden sacerdotal, la importancia de esta constatación resulta del todo
evidente. ¿El sacerdocio en la Iglesia, tal como nosotros lo conocemos, viene realmente
de Jesucristo? ¿No sería más acorde con el lenguaje del Nuevo Testamento hablar de
“ordenación al ministerio” o de “ministerios ordenados” en vez de hablar de
“ordenación sacerdotal” o de “sacerdocio” ministerial? En efecto, como corrobora
Albert Vanhoye10, para los cristianos del siglo I, la cuestión del sacerdocio no se
identificaba, al menos en el lenguaje, con la de los ministros en la Iglesia. Sólo la
evolución ulterior de la terminología cristiana terminó uniendo íntima y explícitamente
estas dos nociones, pero no ocurría así al principio. Se impone, por lo tanto, la tarea de
saber si Cristo verdaderamente instituyó este sacramento tal como lo conocemos ahora,
es decir, con su vinculación esencial con el sacerdocio jerárquico o si, simplemente,
eligió ministros que continuaran sacramentalmente su misión, sin pretender conferirles
la dignidad sacerdotal y, en consecuencia, si el sacramento del orden, por el que hoy el
ministro es consagrado sacerdote, tiene su origen inmediato en Jesucristo o en la Iglesia
o en los apóstoles11.
En cuanto a la designación del sacerdocio ministerial como “sacramento del
orden”, debe hacerse la siguiente puntualización. La idea de “orden” no aparece en
ningún pasaje del Nuevo Testamento, salvo la alusión de la Carta a los Hebreos al Sal
110, 4, donde se hace referencia al “sacerdote según el orden de Melquisedec” (Hb 5,
6; 7, 11). Como indica el Catecismo de la Iglesia Católica (1537), la palabra “Ordo”
proviene de la antigüedad romana y se empleaba para designar una corporación de
carácter civil o político que nucleaba a los más aptos para una función de gobierno. Así,
por ejemplo, se hablaba del “orden senatorial”. El desarrollo institucional de la Iglesia
permitió a Tertuliano emplear la expresión para caracterizar la posición del clero dentro
9 Es doctrina de la Iglesia Católica que ambos sacerdocios se distinguen esencialmente y no sólo
en grado. Cf. LG 10; CatIC 1547.
10 Cf. A. VANHOYE, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo según el Nuevo Testamento,
Salamanca 2002, p. 10.
11 No se trata, por lo tanto, solamente de saber si el sacramento del orden consagra sacerdotes o
instituye ministros, sino también si ese sacramento “del orden” que consagra sacerdotes, viene de
Jesucristo. No son, éstos, dos problemas separados, sino dos elementos de un mismo interrogante. Así,
pues, al responder a uno se debe responder al otro. En concreto veremos que Jesucristo instituyó el
sacramento del orden para que exista en el Iglesia por él mismo fundada un ministerio sacerdotal.
7

de ella. El canon romano presenta la huella de esta diferenciada estructura de la Iglesia


cuando dice, “nos et plebs tua sancta”, justo donde se expresa la participación de los
fieles en la ofrenda del sacrificio eucarístico.
Independientemente de que la realidad significada con este término haya sido
considerada como un sacramento por la Iglesia, el concepto de “orden” no tiene, de
suyo, ninguna significación sacramental. Cuando comenzó a aplicarse a los obispos,
presbíteros y diáconos, (ordo episcoporum, presbyterorum et diaconorum), más bien se
indicaba un estado en la Iglesia. Consecuencia de este nuevo modo de considerar a los
ministros de la Iglesia fue la pérdida de vista de su relación con la Iglesia local para
privilegiar la relación con sus pares dentro de cada orden.
Recién cuando, en el siglo XI, con Hugo de San Víctor (De sacramentis II, 2, 5)
se distingue entre ordo y dignitas, puede considerarse más claramente al orden como
sacramento. Ayuda en este sentido la clarificación del concepto mismo de sacramento
que estaba en vías de ser alcanzada. Pero cuando se acepta la sacramentalidad del orden,
al mismo tiempo se deja de hablar de “ordo episcoporum”. “Ordo” será, pues, el
sacramento que confiere el poder para celebrar la eucaristía. Ello significa que tanto la
posición del obispo como la del diácono se definen en relación al ordo esencial que
es entendido, claramente, como orden sacerdotal, que pertenece al presbítero.
Como también lo indica el Catecismo de la Iglesia Católica, el acto por el cual se
accede a este orden es llamado “ordenación”, y es para distinguirlas de ésta que se
comienza a hablar de “consagración de obispos” y de “bendición de abades”. Nada
impide, sin embargo, que la “ordenación” sea considerada también como una
“consagración” pues, “es un poner a parte y un investir por Cristo mismo para su
Iglesia” (CatIC 1538). Hoy se habla también de elección, designación e institución en
referencia a otros ministerios que, no siendo sacerdotales, no pueden decirse ordenados,
es decir, pertenecientes al sacramento del orden. Hay, pues, una distinción entre
“orden” y “ministerio”, pero también entre “orden” y “jurisdicción”. Es necesario
estar atentos a estas distinciones, sin transformarlas en oposiciones, para poder entender
la existencia de ministerios no ordenados como así también la sacramentalidad del
episcopado.
En efecto, durante mucho tiempo la sacramentalidad del episcopado fue objeto
de fuertes controversias. Ayudó, en este sentido, la distinción entre “ordo” y
“dignitas”, pero es justo decir que, precisamente por esta distinción, jamás se entendió
la “ordenación” como la colación de una “dignidad” o como una simple transmisión
de poderes jurídicos. El hecho de que siempre se haya conferido por medio de un rito y,
por lo tanto, como un verdadero sacramento, impidió esta mala comprensión del sentido
de la ordenación sacerdotal. La ordenación, dicho en otros términos, es un acto
sacramental que transmite una gracia para el ejercicio de un servicio/ministerio en la
Iglesia: continuar con la obra que los Apóstoles recibieron de Jesucristo. Puesta en esta
perspectiva “ministerial” las jerarquías del “orden” no indican títulos que conceden
derechos, sino “servicios” o tareas que ciertos hombres, llamados a edificar el Cuerpo
de Cristo, toman sobre sí.
Esta referencia a la edificación del Cuerpo de Cristo nos indica que llamar “del
orden” a este sacramento no pretende acentuar el aspecto corporativo que tienen los
miembros pertenecientes a cada uno de los “ordines”, sino su servicio a la Iglesia que
es servicio de salvación por la incorporación de los hombres al Cuerpo de Cristo. Se
8

recupera, así, la relación con la Iglesia local que tenían los ministerios en los primeros
tiempos. Ellos, en efecto, ejercían una auténtica diaconía en cada Iglesia local. En este
sentido, puede decirse que la calificación de orden es útil para vincular a este
sacramento con la estructura jerárquica de la Iglesia tal como la ha querido y
fundado Jesucristo. En efecto, esta estructuración jerárquica no es producto de una
evolución o desarrollo institucional de la Iglesia entendido en sentido sociológico, sino
el efecto de la voluntad institucional del Señor. El término “orden” dado a este
sacramento trasluce este querer divino.
Al “orden” así entendido también aluden algunas expresiones con las que
designamos el misterio de la Iglesia: pueblo, cuerpo, templo, casa. Estas imágenes
neotestamentarias de edificación presentan a la Iglesia como dotada de un armazón
estructural sobre el que se apoyan y en el que se traban las piedras vivas que son los
cristianos. En algunos textos ese armazón lo constituyen los apóstoles y profetas (Ef 2,
20-22); en otros, en cambio, es Cristo mismo (1 Co 3, 11). La Iglesia, por lo tanto, no
existe sin este armazón, sin este orden jerárquico, que no es otro que el ministerio
sacerdotal. El sacramento que lo confiere lo llamamos “del orden”, entonces, porque el
ministro así ordenado está al servicio del orden y armazón de la totalidad, es decir, de la
existencia de la Iglesia como realidad visible, único modo en que puede existir la
verdadera Iglesia querida por Jesucristo12.

Hecha esta aclaración sobre los términos involucrados en nuestra pregunta sobre
el origen del sacramento del orden, asentemos el siguiente principio metodológico. Para
comprender el sacerdocio que se transmite por el sacramento del orden es necesario
prestar atención a lo que sobre el sacerdocio se dice en los textos del Nuevo
Testamento. No basta, en las actuales circunstancias de la teología, dar por sentada la
sacramentalidad del orden sacerdotal y su institución por parte del Señor. La crítica de
los reformadores protestantes, aún vigente en la cultura moderna y contemporánea,

12 La idea de la Iglesia como “sacramento” universal de la salvación, aunque emplee el término


“sacramento” en un sentido distinto y más amplio del que técnicamente se usa para designar a los siete
ritos de la Nueva Ley, no puede garantizarse sin el “sacramento”, esta vez tomado en sentido estricto, del
orden. No basta para la constitución de la Iglesia el simple bautismo ni el solo sacerdocio común de
los fieles. La Iglesia es signo que hace presente eficazmente la acción salvífica de Jesucristo gracias a los
sacramentos, fundamentalmente la eucaristía y el orden sagrado. La trabazón de los miembros de este
Cuerpo con su Cabeza que es Cristo, es orgánica y jerárquica, y es provista por el sacramento del orden,
gracias al cual la misión de salvación que el Señor recibió del Padre se perpetúa en el tiempo. La
voluntad institucional de Cristo respecto de la Iglesia converge, por ende, con su voluntad
institucional respecto del sacramento del orden. Así, pues, una exacta eclesiología según la doctrina
católica supone necesariamente una comprensión católica del sacerdocio ministerial y viceversa. Algunos
autores, en base a LG 10, y con razón, acentúan la prioridad de la comunidad de los fieles en la Iglesia.
Todo lo que los ministros hacen en la Iglesia está a su servicio. Desde el punto de vista del fin, aquella
prioridad parece suficientemente asentada. Sin embargo, esos mismos autores, en razón de su
acentuación, omiten o dejan en penumbras otro aspecto importante de la relación entre el sacerdocio
ministerial y el de los fieles. Se da entre ambos una relación análoga a la que existe entre Cristo y los
hombres que vino a salvar. Siendo destinatarios de la acción salvífica, los hombres tienen prioridad. Sin
embargo, Cristo, en sí mismo, es mayor. Es más, lo es también en cuanto fin del designio de Dios Padre
que ha querido hacer del Señor el Primogénito de muchos hermanos (Rm 8, 28-30). La obra redentora de
Cristo y Cristo mismo gozan de prioridad absoluta en la Iglesia, pero es esa acción y persona la que el
ministro ordenado hace sacramentalmente presente. Así, el ministerio ordenado se revela con toda su
importancia y necesidad en la Iglesia. Él es esencial para que la Iglesia exista como comunidad de fieles
cristianos. En este sentido, el ministerio ordenado da armazón a la Iglesia.
9

alimentada por los estudios histórico-críticos de las Sagradas Escrituras y de la historia


de la Iglesia primitiva, recomiendan profundizar en lo que la Iglesia desde siempre
enseñó y que Trento sancionó en sus cánones, es decir, que el sacramento del orden es
un verdadero sacramento instituido por Cristo por medio del cual se confiere el
poder sacerdotal para celebrar la eucaristía. En este sentido, la Constitución
Dogmática Lumen Gentium y el Decreto Christus Dominus, entre otros documentos
conciliares y posconciliares, proponen algunos elementos de profundización teológica
de la realidad del sacerdocio ministerial en la Iglesia.
Ahora bien, si, siguiendo este principio metodológico, dirigimos la mirada al
Nuevo Testamento veremos, como se adelantó, que allí el único sacerdote de la nueva
alianza es Jesucristo. Esta afirmación, sin embargo, a pesar de su claridad y
contundencia, aparece recién en la Carta a los Hebreos y es ignorada en los demás
escritos neotestamentarios. En efecto, si de títulos se trata, en los evangelios sinópticos
se constata una aparente ausencia de la dimensión sacerdotal en Jesús, mientras que su
figura parece ser más afín a la profética.
Por otro lado, constatamos que si en el Nuevo Testamento se da a alguien el
apelativo de sacerdote más allá de Jesucristo, es a los fieles cristianos. Ellos, en efecto,
según el testimonio fundamental de la primera carta de San Pedro y el libro del
Apocalipsis, constituyen el pueblo sacerdotal de la nueva alianza. Contrastantemente,
en ningún lado del Nuevo Testamento se menciona a ningún ministro como sacerdote.
Se impone, en consecuencia, la tarea de analizar a fondo esta situación a fin de detectar
las razones que nos permitan discernir la vinculación tradicional entre ministerio y
sacerdocio que nosotros conocemos y afirmamos por fe. Para lograr este objetivo,
comenzaremos por el estudio del sacerdocio único de Jesucristo. Pasaremos, luego, al
análisis del sacerdocio de los fieles. Acto seguido, antes de responder a la cuestión del
origen del sacramento del orden, deberemos todavía prestar atención a los ministerios
del Nuevo Testamento y los factores que permiten caracterizarlos como sacerdocio
ordenado. El esquema que seguiremos, por lo tanto, en este apartado será el siguiente:
1 El sacerdocio de Jesucristo.
2 El sacerdocio de los fieles.
3 Los ministerios en el Nuevo Testamento.
4 ¿Ministros o sacerdotes?
5 El origen del sacramento del orden.

EL SACERDOCIO DE JESUCRISTO.
Como dijimos, en los evangelios no se da a Jesucristo el título de sacerdote. Al
contrario, allí, los sacerdotes, incluidos el Sumo Sacerdote, son mostrados
desfavorablemente. Se reconoce, ciertamente, a la institución veterotestamentaria del
sacerdocio su legitimidad; se confiesa también la autoridad y dignidad de los sacerdotes
(Mc 1, 44), pero, habiendo desempeñado un rol decisivo en la blasfema condenación del
Señor (Mt 16, 21), su imagen es muy negativa.
Sin embargo, a pesar del silencio de los evangelios, Jesucristo es presentado por
la Carta a los Hebreos como Sumo Sacerdote. Se le aplica el mismo título que a los
10

sacerdotes antiguos y, aunque se diga que su sacerdocio es único, no es posible


desconocer que la ruptura que esta unicidad supone, no excluye cierto nivel de
continuidad entre el sacerdocio antiguo y el nuevo, que el Catecismo de la Iglesia
Católica expresa con el término “prefiguración” (1541). Por consiguiente, para
entender el sacerdocio único de Jesucristo y el de los ministros del Nuevo Testamento,
como así también el de los fieles, es necesario determinar los rasgos esenciales de su
prefiguración veterotestamentaria. Podrá, así, calibrarse mejor su contraste y
continuidad con el de la Nueva Alianza.
Ahora bien, desde el punto de vista de la terminología, “sacerdote” traduce el
término griego “hiereus”, que a su vez traduce el hebreo “kohen”. Según el vocablo
griego, el sacerdote es el “hombre de lo sagrado”. En hebreo, en cambio, el sentido de
la palabra es más incierto. Para algunos, señala al “hombre que adora a Dios”; para
otros, el sacerdote es el “hombre que permanece de pie ante Dios”. En fin, una reciente
etimología señalaría al sacerdote como el “hombre de las bendiciones”. Estas
etimologías no son suficientes para brindar el sentido del sacerdocio en el Antiguo
Testamento ni en el Nuevo. Decir que el sacerdote es el hombre de lo sagrado o de las
bendiciones no explica por qué razón particular debe haber sacerdotes con estas
características precisas, es decir, por qué en Israel y en la Iglesia Católica deben haber
hombres dedicados a lo sagrado y a bendecir de parte de Dios a los demás hombres.
Este por qué no se alcanza si no se tiene en cuenta una situación decisiva, sin la cual no
se puede comprender absolutamente nada del sentido último del sacerdocio católico y,
también, del veterotestamentario, a saber: la voluntad divina de salvar al hombre del
estado de pecado en que lo dejó Adán. El sacerdocio, en efecto, no se entiende
solamente desde las exigencias de la virtud de religión o de la religiosidad natural del
hombre, válidas aun en el caso de que no hubiere existido el pecado original (razón
demasiado genérica), sino fundamentalmente desde el particular designio salvífico
divino, como instrumento y medio de salvación, que incluye la realidad del pecado
original (razón particular). La necesidad de vincular al hombre con lo sagrado y
alcanzarle las bendiciones divinas se entiende propiamente desde este inamisible punto
de vista, es decir, como mediación salvífica. “Mediación”, porque es propio del oficio
sacerdotal mediar entre Dios y los hombres (III q. 22, a. 1); “salvífica”, porque el oficio
sacerdotal de Jesucristo consiste en reconciliar con Dios a los hombres que se habían
enemistado con él por su pecado. Hay, por lo tanto, una vinculación esencial entre
sacerdocio y obra de salvación que la simple etimología de la palabra “sacerdote”
no deja entrever13.
Aquí hay un punto de cristología que es necesario desarrollar más largamente a fin de entender
cabalmente en qué consistió el sacerdocio de Jesucristo.
Desde San Ireneo, la patrística griega vio la encarnación como la asunción del ser humano por el
Hijo de Dios y como la divinización radical de la naturaleza humana. Es por todos conocidos la forma en
que se expresa esta idea fundamental: el Hijo de Dios se hizo hombre para que los hombres llegasen a
ser hijos de Dios. La liturgia habla, en este sentido, de admirable intercambio. Resuena en esta idea el
concepto paulino de “recapitulación” en Cristo de todas las cosas (Col 1, 15-20; Ef 1, 3-14). La clave de

13 El sacerdote, por lo tanto, debía ser una persona consagrada, es decir, tomada por Dios y
separada de los demás, no sólo por razón de la trascendencia divina, inaccesible al hombre desde sí
mismo, sino también por la situación de pecado que mantenía al hombre en la lejanía de Dios y en la
imposibilidad de levantarse por sí mismo para dirigirse hacia él. Pero además, por la misma razón, el
hombre debe recibir de Dios lo que pueda ofrecerle para volverlo grato a sus ojos, pues nada hay en el
hombre de bueno que, por sí mismo, sea suficiente para reconciliarlo con Dios. Todo el culto del Antiguo
Testamento, junto con el sacerdocio (sacerdote y víctima), debían ser provistos por Dios mismo.
11

la salvación está, por lo tanto, en la encarnación, pero no entendida aisladamente en el momento en


que comienza, esto es, en la anunciación a María, sino a lo largo de toda su realidad, es decir, en cuanto
cumplida en la obediencia de Cristo al Padre durante toda su vida hasta su desenlace culminante en su
muerte y glorificación.
La patrística latina mantuvo el valor salvífico de la encarnación y la divinización del hombre,
pero acentuando el aspecto expiatorio del sacrificio de la Cruz. En consonancia con ello, San Ambrosio
e Hilario de Poitiers introdujeron en la soteriología el concepto de “satisfacción”. De este modo, la
salvación, más que “recapitulación” o “divinización” de la naturaleza humana “asumida” por el Verbo,
comenzaba a ser vista como una “restitución” a Dios del honor que el hombre le había robado por su
pecado. Pero con San Agustín y San León Magno reaparece en el campo latino la línea teológica de la
patrística griega. Lo que más importa, por lo tanto, para la salvación del hombre, es el amor de Dios hacia
él y la “solidaridad” de Cristo con la humanidad que se verifica en la encarnación y, consecuentemente,
en la Cruz y su resurrección, como camino para la “divinización” del hombre. La palabra “asunción”
para describir la encarnación del Hijo de Dios, rinde cuenta de este doble movimiento, descendente y
ascendente, en que consiste la salvación del hombre.
San Anselmo de Canterbury reintroduce la idea de “satisfacción” con el contrapunto necesario
de la noción de “pena”. El hombre, para acceder a la salvación, debía restituir a Dios el honor que le
había negado con su pecado; debía, pues, “satisfacer”. Pero, si no lo hacía, Dios debía recuperar su honor
castigando, es decir, imponiendo al pecador una “pena”. Como el hombre pecador no podía por sí mismo
llevar a cabo esta satisfacción, Dios, en su amor misericordioso, decide la encarnación de su Hijo. La
encarnación, por lo tanto, no parece, ya, salvífica por sí misma, como lo afirmaba la patrística griega
retomada por San Agustín, ni como una realidad que incluye incoativamente la Cruz y la Resurrección,
sino como un medio necesario para el acto salvífico de satisfacción que Cristo debía ofrecer en la Cruz.
De este modo se obnubila un tanto la unidad de la obra salvífica de Jesucristo, que abarca desde la
encarnación hasta la resurrección; se pierde de vista el valor de la encarnación como divinización del
hombre y se aísla la muerte de Cristo de la totalidad de su misterio salvífico (encarnación-resurrección).
La redención queda reducida a la “satisfacción” cumplida en la Cruz como compensación proporcionada
por la ofensa hecha al honor divino.
Con Santo Tomás se alcanza un nuevo y más elevado punto de equilibrio. La redención abarca
nuevamente todo el misterio de la vida de Jesucristo, desde la encarnación hasta la resurrección, y tiene
como principio motor el amor de Dios a los hombres (1 Jn 4, 10. 19). Por lo tanto, partiendo de este
amor primero, desde la encarnación hasta la resurrección, el misterio de Cristo es salvífico en
razón de su “solidaridad” con la humanidad, haciéndose Cabeza de ella, y de su amor a los
hombres. El Hijo de Dios asumió nuestro ser humano, sometido a la ley de la tentación, del pecado y de
la muerte, para comunicarnos, por su muerte, la gloria de su resurrección.
Reaparece, así, la idea del admirable intercambio, pero la noción de “satisfacción” no
desaparece del todo del pensamiento del Aquinate, pues es un principio teológico válido, aunque queda
subordinada a la de “solidaridad” y, a través de ella, a la del “amor primero de Dios” por los hombres.
En efecto, aquella satisfacción no se entiende, ya, como una retribución vindicativa debida en justicia a
Dios, y mucho menos como un pago de rescate debido al demonio, sino como la efectiva oportunidad que
Dios da al hombre, por su amor más grande (III q. 46, a. 1, ad 3), de convertirse a él por el amor. En
esto consiste la verdadera satisfacción, aunque incluya, también, el aspecto de compensación por la
ofensa del pecado (Lc 15, 11-32). La satisfacción que Cristo ofrece al Padre consiste, por lo tanto y sobre
todo, en cambiar los corazones de los hombres por su gracia 14 y esto es posible por el gran amor de Dios
Padre y por la solidaridad de Cristo con los hombres que lo ha hecho su Cabeza. La eficacia redentora del
sacerdocio de Jesucristo se basa, pues, en su plenitud de gracia (Col 1, 19-20) 15, esto es, por la dignidad
de la Persona divina, por su condición de Cabeza de la humanidad y por la perfección de su amor a Dios y
a los hombres.

14 III q. 22, a. 3, c.: “Para la purificación perfecta de los pecados se requieren dos cosas, en
correspondencia con los dos elementos que se dan en el pecado, a saber: la mancha de la culpa y el
reato de la pena. La mancha de la culpa se borra por medio de la gracia, que hace volver a Dios el
corazón del hombre…”
15 Este texto es citado por Santo Tomás en III q. 22, a. 1, c. para fundamentar la tarea sacerdotal
de Cristo como una tarea de reconciliación (salvación) de los hombres con Dios.
12

La solidaridad de Cristo con la humanidad pecadora funda, por lo tanto, el valor salvífico de
toda su existencia, desde el momento de la encarnación hasta su eterna glorificación. Esta solidaridad, en
efecto, concretiza el amor de Cristo a los hombres no sólo en la entrega de su vida por ellos, sino también
en la elevación de ellos a participar de su resurrección. Tal amor, que es respuesta absoluta al amor de
Dios, constituye el aspecto principal del sacrificio de Cristo. En otras palabras, por esta solidaridad, Cristo
asume nuestro destino y nos da participación en el suyo, confiriendo valor salvífico a su misterio en
cada una de sus fases y en su totalidad. Dicho, todavía, en otros términos, las distintas etapas del misterio
de Jesucristo no poseen eficacia salvífica sino como partes de la totalidad de su misterio. Esta solidaridad,
por lo tanto, se resuelve en mediación y es, por ello mismo, sacerdotal. Por esta solidaridad, en efecto,
no sólo Cristo se apropia de la naturaleza humana en un movimiento descendente de humillación, sino
que también la eleva gracias a la unión hipostática, en un movimiento ascendente de glorificación. Si el
movimiento descendente implicado en la encarnación reclama la muerte; el movimiento ascendente lleva
a la resurrección de Cristo como Cabeza de la humanidad y, por lo tanto, de la humanidad a él unida.
En efecto, el Hijo de Dios se hizo hombre como nosotros en todo, excepto en el pecado (Hb 4,
15; Rm 8, 3; 2 Co 5, 21), es decir, asumió al hombre en la condición de pecado en que lo dejó Adán,
aunque sin asumir el pecado mismo. Pero esto implica, en concreto, asumir la existencia humana
internamente minada por la muerte y el sufrimiento; apropiarse de la libertad del hombre viador para
decidir el sentido definitivo de su propia existencia venciendo la tentación de vivir una libertad al margen
de la voluntad divina; asumir la temporalidad e historicidad concretas que condicionaron su existencia
humana optando entre un mesianismo nacional y la fidelidad a la misión que había recibido del Padre;
abrazar libremente la muerte, no sólo como consecuencia del pecado, sino también como consecuencia de
su opción por la fidelidad a la voluntad del Padre. Tales son las exigencias de la solidaridad descendente
de la encarnación. Pero siendo la encarnación de la Persona divina del Verbo, Jesucristo estuvo exento
de pecado (2 Co 5, 21). La unión hipostática conlleva, efectivamente, la radical divinización de la
humanidad en Cristo y, consecuentemente, su impecabilidad. Libre de todo pecado, por lo tanto, Cristo
aceptó su destino de muerte en pura obediencia filial, de manera que no podía ser rechazada por el Padre.
El mismo dinamismo descendente de la encarnación incluye, por tanto, como camino ascendente, la
resurrección como victoria final sobre la muerte, es decir, la aceptación por el Padre de la ofrenda del
Hijo de su propia vida para la salvación de los hombres.
Cristo no podía no resucitar, porque ello hubiera significado que la ley de la muerte que llevaba
en su humanidad habría sido más poderosa que la presencia de la Persona divina en ella; sin la
resurrección, la humanidad del Verbo hubiera sido destruida y, con ello, la misma encarnación. Pero, al
resucitar, Cristo recapitula toda la familia humana haciéndola partícipe de su gloria inmortal. Así, la
solidaridad implicada en la encarnación como movimiento descendente se revierte en un movimiento
ascendente hasta la gloria, no sólo para Cristo, sino también para nosotros, puesto que Cristo asumió
nuestra humanidad como Cabeza de ella. Sin esta solidaridad ascendente, Cristo hubiera quedado, en su
resurrección, desvinculado de los demás hombres y la humanidad pecadora no podría presentar ningún
título ante Dios por el cual ser salvada (Hch 4, 12). El valor salvífico de la encarnación incluye, por lo
tanto, este doble movimiento de solidaridad, es decir, comprende la mediación sacerdotal de la
humanidad de Cristo.
La encarnación, por lo tanto, entendida como solidaridad de Cristo con los hombres, contiene
todas las fases de la salvación, Cruz y resurrección, como una mediación descendente y ascendente. En
cuanto mediación, por lo tanto, el sacerdocio de Cristo coincide con el misterio de la encarnación en cada
una de sus fases y en su unidad. Por su apropiación personal de nuestra humanidad mortal, el Hijo de
Dios quedó destinado a la muerte; pero, por otra parte, la impecabilidad de Cristo, proveniente de la unión
hipostática, garantizaba su libre sumisión a la voluntad del Padre. Tanto la muerte como su aceptación en
obediencia filial, es decir, la muerte como hecho ineludible y como sacrificio, estaban, por consiguiente,
virtualmente incluidas en la encarnación. Por su misma constitución de Verbo encarnado, Cristo estaba
llamado a ofrecer libremente a Dios su propia vida en holocausto. En otras palabras, Cristo quedó
constituido sacerdote por la encarnación.
La encarnación, la muerte y la glorificación de Cristo se abrazan mutuamente en razón de esta
ley de la solidaridad que, por ser total, no sólo es descendente, sino también ascendente. Se trata de tres
fases inseparablemente unidas de un solo evento salvífico; son tres momentos fundamentales de un solo
sacrificio, incoado radicalmente en la encarnación, realizado en la Cruz, eternizado en la gloria de Cristo.
Por esto, el autor de la Carta a los Hebreos pudo presentar la acción salvífica de Cristo como una acción
13

sacerdotal, a saber: porque fue el ejercicio de una solidaridad ascendente y descendente, es decir, de una
mediación.
Más concretamente aún, siendo sacerdotal, esa acción salvífica es una acción de culto que,
además, por tener por sujeto a Cristo en cuanto Cabeza de la humanidad, adquiere carácter litúrgico, es
decir, de culto comunitario. El sacerdocio de Cristo, ejercido como acto de obediencia filial al Padre y de
amor a los hombres en el sacrificio de sí mismo desde la encarnación hasta su resurrección, se despliega,
de este modo, en el sacerdocio de los que son incorporados a su Cuerpo en la Iglesia. El sacerdocio de
los fieles, por lo tanto, no es simplemente un poder que poseen para presentarse ante Cristo, sino el hecho
de haber sido incorporados en su humanidad redentora 16.

Desde la perspectiva de las funciones sacerdotales, por su parte, la institución


sacerdotal tenía varias atribuciones y reducirlas todas a la cultual-sacrificial parece
artificial. Antes de la monarquía, por ejemplo, la función sacerdotal principal era la
oracular, es decir, manifestar la voluntad de Dios. Con el tiempo, esta función
evolucionó hacia una función magisterial. Así, el sacerdote era el que enseñaba la Ley.
A ello se le unió, naturalmente, una competencia jurídica. El sacerdote, por lo tanto,
debía tener una preparación adecuada. Si ésta faltaba, estaba previsto que un laico
cumpliera la tarea de enseñanza. Así, por este camino, las funciones sacerdotales fueron
reduciéndose al culto en el Templo, por más que la vinculación con el santuario no se
pueda rebajar a ser un simple producto de esta evolución. Al contrario, ella pertenece
desde el origen a la institución sacerdotal. Será mejor decir, por lo tanto, que el tiempo
solamente concentró las funciones sacerdotales en el culto y no que las produjo.
Por otra parte, la ofrenda de sacrificios, en la que se centraba la función cultual,
no era, al comienzo, una función exclusiva del sacerdote. Sólo con el tiempo una mayor
conciencia de la santidad divina y de la situación de pecado de la humanidad
concentró en el sacerdote el oficio del sacrificador17. De aquí también que el sacerdote
debiera reunir condiciones de pureza ritual especiales y que se sumara a sus tareas la del
control de la pureza ritual de los miembros del pueblo. Se comprende que, en este
contexto, cobrara relieve el sacrificio expiatorio. Y lo que con ello se significaba
negativamente, el sacerdote también lo realizaba positivamente bendiciendo. Así, por
medio de las bendiciones, el sacerdote ponía al pueblo en relación con Dios, alcanzando
el objetivo que tenía todo el culto de Israel.
16 Cf. ALFARO, J.: Las funciones salvíficas de Cristo como Revelador, Señor y Sacerdote, en
Mysterium Salutis III, pp. 547-551; 557-565.
17 Esto muestra de antemano que la obra salvífica debía consistir en un acto de culto por el cual
el hombre no sólo devolviera a Dios el reconocimiento y la adoración que Adán se había negado a
tributarle (redención como satisfacción), sino también como vuelta del hombre a Dios y reconocimiento
de su soberanía (redención como reconciliación). Para llevar a cabo esta obra fue necesario que se
produjera, en primer lugar, una primera concentración, a saber, en la persona del sacerdote. Lo que
anteriormente podían hacer otras personas, en adelante lo harían sólo los sacerdotes. Ellos debían cumplir
una función mediadora de representación de los hombres ante Dios y de Dios ante los hombres. Esta
primera concentración se verificó durante el Antiguo Testamento. La segunda concentración, también
comenzada en el tiempo del Antiguo Testamento, fue en la tarea principal del culto, esto es, el sacrificio.
El sacrificio, en efecto, es la forma más expresiva de la adoración y del reconocimiento de la soberanía
divina sobre el hombre. De este modo se traza una línea que culminará en la identificación entre sacerdote
y víctima en Jesucristo. En efecto, si el acto de culto que salva al hombre consiste principalmente en
reconciliarse con Dios, era necesario que el oferente se identificara con la ofrenda, pues es el hombre
mismo el que debe volver a Dios realmente y no sólo a través del gesto simbólico de ofrecer la sangre de
animales y de purificaciones rituales. Pero el hombre caído no podía por sí mismo superar la barrera de
este simbolismo. Era necesario que la figura diera paso a la realidad. Ello sólo pudo realizarse en
Jesucristo. A través de su encarnación, muerte y resurrección él fue sacerdote y víctima del único
sacrificio con verdadera eficacia redentora.
14

Es necesario detenerse un momento en este punto para desentrañar el sentido de


la institución sacerdotal veterotestamentaria y no definir el ser del sacerdote por lo que
hacía. En efecto, por muchas y variadas funciones que desempeñara, el sacerdote no era
considerado como un simple funcionario. Al contrario, son esas funciones, que
entendemos pertenecientes al orden de la salvación, las que exigen del sacerdote una
situación particular, una naturaleza sacerdotal que no puede ser reducida a una simple
condición moral. El sacerdote, en otras palabras, no es tal por ejercer funciones
sacerdotales, sino que ejerce tales funciones por ser sacerdote. Pero, ¿qué significa ser
sacerdote? Esa naturaleza se descubre a la luz de la idea de la santidad divina. El
israelita tenía clara conciencia de que no podía reconciliarse con el Dios trascendente
sin separarse del terreno de su profanidad y pecado. Para acceder a él, al contrario, era
necesaria una consagración que lo acercara al ámbito de esa santidad divina. Ahora
bien, en el Antiguo Testamento, tal consagración se lograba por medio de separaciones
rituales-legales. Así, el sacerdote se revela como un hombre consagrado, tomado de
entre los hombres y puesto a su servicio. La naturaleza y ser del sacerdocio consistía,
precisamente, en esta mediación, que el sacerdote ejercía en distintos niveles, el
oracular, el jurídico y el cultual, siempre con sentido salvífico.
Tal aparece la institución sacerdotal. Pero los sacerdotes no siempre cumplieron
bien su función. A fin de cuentas, ellos también eran hombres tomados de entre los
hombres, partícipes de sus mismas flaquezas y sometidos a la misma impotencia radical
para acceder a Dios18. El sacerdocio del Antiguo Testamento representaba, de este
modo, un ideal inalcanzable para el hombre. La santidad divina resultaba inaccesible si
el punto de partida se ubicaba en el hombre profano y pecador. Cierto, Dios tendió un
puente hacia los hombres, pues fue él quien eligió al pueblo de Israel, y fue él, también,
quien eligió a Aarón y le confirió la dignidad sacerdotal. Pero no por ello los elegidos
dejaron de ser hombres terrenos, cargados con la pesada herencia de Adán. La
superación de la antinomia entre lo santo de Dios y lo profano y pecador del hombre
requería de alguna manera un hombre verdaderamente santo, moral y
ontológicamente, que pudiera ejercer auténticamente la mediación sacerdotal. La
institución del sacerdocio veterotestamentario era, por lo tanto, legítima, pero por su
propia condición estaba llamada a ser superada por una nueva realidad que se ubicara,
sin embargo, en la misma línea que define la naturaleza del sacerdocio como mediación.
Esa realidad nueva debería ser sacerdotal, pero totalmente superadora del antiguo
sacerdocio. No extraña, por tanto, que los profetas, ante el mal desempeño de los
sacerdotes, pero sobre todo por su radical incapacidad para mediar eficazmente entre
Dios y los hombres, lejos de rechazar la institución sacerdotal, anunciaron su perfecta
realización, a la que apuntaba por naturaleza, en la figura escatológica de un mesías-
sacerdote. A modo de ejemplo puede citarse la profecía de Malaquías quien, lejos de
detenerse en la crítica a los sacerdotes (2, 1-9), proclama que el Señor entrará en su
santuario y que “purificará a los hijos de Leví y los acrisolará como el oro y la plata; y
serán para Yahvé los que presentan la oblación en justicia. Entonces será grata a
Yahvé la oblación de Judá y Jerusalén, como en los días de antaño, como en los años
antiguos (Ml 3, 3-4). Esta profecía recoge la indicación del libro de Samuel: “Yo me

18 A decir verdad, no fue el pecado cometido de hecho por los malos sacerdotes lo que tornaba
ineficaz para la salvación, en última instancia, su sacerdocio. Aun los buenos sacerdotes estaban
sometidos a la misma impotencia. Ella provenía de algo más profundo que los pecados personales; venía
del fondo del pecado original del cual el hombre no puede librarse por sí mismo.
15

suscitaré un sacerdote fiel, que obre según mi corazón y mis deseos, le edificaré una
casa permanente y caminará siempre en presencia de mi ungido” (1 S 2, 35)19.
Pero, ante esta profecía, resulta extraño que los cristianos, que creían que Jesús
había cumplido con todas las profecías, no lo consideraran explícitamente como
sacerdote. Y la extrañeza aumenta cuando se tiene en cuenta que, a pesar de la
reticencia de Jesús a ser proclamado rey, los cristianos no dudaron en ver en él la
realización de la profecía del mesías-rey. Cierto, los cristianos podían apoyar el título
real del Señor en el hecho de que el mismo Jesús se había proclamado rey ante Pilato
(Jn 19, 37), mientras que nunca se atribuyó el título de sacerdote, ni provenía de una
familia sacerdotal, sino de la familia de Judá (Mt 1, 3; Lc 3, 33). Además, tampoco dejó
el Señor de criticar el estéril “ritualismo” sacerdotal de su época. Se comprende,
entonces, que no les resultara fácil a los primeros cristianos presentar al Señor con una
figura cercana al sacerdocio. Su vida y sus actividades cuadraban más con la imagen del
profeta que con la del sacerdote20.
A pesar de todo esto, no faltan en los evangelios puntos de contacto entre la
figura y actividad de Jesús y el sacerdocio. El primer contacto se da, precisamente, a
través de la figura del mesías-rey. La profecía de Natán (2 S 7, 1-5. 13), que sustentaba
este mesianismo regio, vinculaba al futuro Hijo de David con el Santuario. A él tocaría
la tarea de construir la nueva Casa de Dios. Y los evangelios, que no ignoran esta
tradición mesiánica, presentan a Jesús en estrecha relación con una amenaza de
destrucción del Templo y con el anuncio de una nueva construcción (Mt 24, 1ss; Jn 2,
19). Hay, pues, cercanía entre la tradición del mesías-rey y el sacerdocio a través
de la tarea que debería emprender el rey mesías de construir el Templo, como lo
insinuaba el texto del libro de Samuel arriba citado. Jesús, que realizaba el mesianismo
real, ¿no debía ser también considerado sacerdote? La respuesta explícitamente
afirmativa la alcanzará recién el autor de la Carta a los Hebreos.
Otro contacto entre el misterio de Jesucristo y el sacerdocio lo encontramos en
los relatos de la última Cena. A. Vanhoye cuestiona que los gestos realizados por Jesús
en aquella ocasión hayan sido sacrificiales21. Nosotros, en cambio, por el tratado de la
eucaristía, sabemos que los términos empleados por Jesús para explicar sus gestos eran
netamente sacrificiales: su cuerpo es entregado; su sangre derramada; él entrega su vida
por muchos. Comoquiera que sea, aunque se pueda discutir el sentido sacrificial de
estos términos, incluso A. Vanhoye admite que la última Cena incluía una referencia
sacrificial a través de la mención de la sangre de la alianza. Esta mención impone una
aproximación a las palabras pronunciadas por Moisés durante el sacrificio del Sinaí (Cf.
Ex 24, 5-8). Hay, pues, en la última Cena, un contacto real aunque implícito entre
el misterio del Señor y el sacerdocio: Allí, Jesús realiza una acción sacerdotal como
la que Moisés hizo en el Sinaí.

19 Nótese la vinculación del sacerdocio mesiánico con la Casa de Dios que será retomada por la
Carta a los Hebreos.
20 Lo que en su vida no se mostró tan claramente, se manifestó realmente en su muerte. Sin
embargo, esto que para nosotros resulta evidente porque estamos acostumbrados a considerar la muerte de
Jesús como un sacrificio, no fue del todo claro para los primeros cristianos. En efecto, la muerte de Jesús
careció de los elementos formales propios de los sacrificios conocidos por los judíos: se realizó fuera del
Templo; fue una condenación y una maldición.
21 Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo…, p. 71.
16

Otro contacto más explícito entre el misterio de Jesús y el sacerdocio lo


encontramos al final del evangelio de San Lucas. Antes de subir a los cielos, Jesús
bendice a sus discípulos con las manos en alto (24, 50-52), gesto al que los asistentes
responden con una postración. Se trata de un gesto sacerdotal que tenía dos antecedentes
en el Antiguo Testamento (Lv 9, 22; Si 50, 20). Pero en esos textos veterotestamentarios
los personajes que “bendicen alzando las manos” eran sacerdotes. Es más, la postración
de los discípulos se corresponde con el gesto ritual que los fieles hacían cuando eran
bendecidos por el sacerdote. La bendición final de Jesús, por lo tanto, lo presenta al
modo de un sacerdote.
A. Vanhoye restringe a estos tres los puntos de contacto entre el misterio de
Jesús y el sacerdocio en los evangelios. Otros autores encuentran muchos más que,
aunque criticados por A. Vanhoye, son dignos de atención. Por ejemplo, A. Feuillet22
afirma el carácter sacerdotal de la oración de Jesús en Jn 17, encontrando en ella dos
indicios de este carácter. Ante todo, la referencia al Siervo de Yahvé de Is 53. Según
este autor, “cada vez que en el Nuevo Testamento se evoca el papel de Cristo a partir
de la ofrenda que el Siervo de Yahvé hace de sí mismo, Jesús se nos presenta en
palabras encubiertas como el sacerdote de la nueva alianza”23.
En segundo lugar, la estructura de la oración, que reproduce el ritual sacerdotal
de la expiación. Jesús, en efecto, comienza pidiendo por sí mismo y por sus apóstoles,
luego por todos los demás creyentes; lo mismo, el sumo sacerdote tenía que hacer
primero la expiación por él y por su casa y luego por toda la asamblea de Israel. En
efecto, el capítulo 17 del Evangelio de San Juan, justamente ha sido llamado “oración
sacerdotal”. Tres particularidades muestran lo atinado de este nombre:
En primer lugar, la consagración que Jesucristo hace de sí mismo es un acto
eminentemente sacerdotal. Es así que Jesús responde definitivamente al envío del Padre
(Jn 10, 36). Jn 3, 16 muestra cómo este envío de Jesús es para que ofrezca su vida por el
mundo. La consagración de Cristo es, pues, indisociable del misterio de su encarnación.
El Señor, por lo tanto, se consagra a sí mismo como víctima porque para eso fue
enviado por el Padre y asumió la naturaleza humana.
En segundo término, Jesús no sólo se consagra como víctima, sino que también
ora como sacerdote. También el Siervo Sufriente no sólo ofrecía su vida en rescate por
muchos, sino que también intercedía por los pecadores, uniendo en sí la mediación
sacrificial de los sacerdotes con la de la oración de los profetas.

22 A. FEUILLET, Le sacerdoce du Christ et de ses ministres, París 1972, p. 37.


23 Efectivamente, si en Is 53, el Servidor Sufriente une en su persona y en su acción la doble
tradición sacerdotal y profética, también las lleva a un nuevo nivel de profundidad. En efecto, Aarón y su
descendencia debían cargar con el peso de las faltas cometidas por el pueblo de Israel contra el santuario
(Nm 18, 1). Ezequiel, el profeta sacerdote, ya había cumplido en su persona esta función (Ez 4, 4-8). Pero
el Servidor de Yahvé carga las miserias morales de toda la humanidad y con eso les procura la salvación
(Is 53, 4-9). Además, los sacerdotes del Antiguo Testamento reconciliaban a los hombres con Dios por
medio de sacrificios expiatorios de animales, mientras que el Servidor de Yahvé entrega su propia vida
como sacrificio. En fin, en la Antigua Alianza a la mediación sacerdotal se unía una mediación de oración
ejercida por los profetas. El Siervo de Dios, en cambio, une en sí ambas mediaciones. Pero Jesucristo no
sólo cumple, sino que también sobrepasa las promesas del Siervo. En los sinópticos, por ejemplo, se
pueden leer los textos que hablan del rescate realizado por Cristo y los relatos de la Última Cena. En ellos
Jesucristo es presentado sobre la imagen del Servidor de Yahvé (Mc 10, 45; 1 Co 11, 22-23; Lc 22, 14-
20). También la primera carta de San Pedro presenta textos influenciados por los poemas del Siervo: 1 P
1, 18-19 (Is 53, 7); 2, 24-25 (Is 53, 5. 6. 12); 3, 18 (Is 53, 11).
17

En fin, Jn 17 es un tríptico que reproduce el esquema de la liturgia judía de la


expiación. En efecto, en la sección central, el Señor pide especialmente por los Doce y
no por todos. Luego intercederá por todos, en la sección tercera del capítulo, pero ahora
su oración tiene en consideración solamente a los Doce. Lo mismo sucedía en la liturgia
de la expiación. Allí el Sumo Sacerdote hacía primero la expiación por sí mismo, por su
casa, es decir, por el sacerdocio de Israel, y por el pueblo. La triple oración de Jesucristo
en Jn 17 lo manifiesta como el Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza.
Aunque se concediera a Vanhoye que estos indicios no pasan de ser alusiones
inciertas al misterio sacerdotal de Jesús, queda en pie la primera afirmación: en los
evangelios no encontramos afirmaciones explícitas sobre el sacerdocio del Señor. Con
todo, ello no significa que Jesucristo no sea sacerdote o que no se haya tenido por tal. Al
contrario, parece más verosímil la opinión según la cual Cristo, aunque no se haya
llamado nunca sacerdote, tenía conciencia de serlo por la tarea sacrificial, redentora y
reveladora que asumió como enviado de Dios. Más todavía, se puede decir que Jesús se
da perfectamente cuenta de que su misión sale de los límites del sacerdocio levítico y
por ello mismo no utilizó la terminología judía de su época, evitando así sugerir ideas
erróneas y manifestando que él inauguraba un nuevo sacerdocio24.
La afirmación explícita del sacerdocio de Cristo aparecerá recién en la Carta a
los Hebreos. Pero su novedad no será absoluta. En efecto, aunque no en los evangelios,
el terreno en el que esta afirmación se afianza ya había sido preparado por otros escritos
neotestamentarios gracias al empleo de términos cultuales para expresar el misterio de
Jesús. Tal es el caso de 1 Co 5, 7 en el que San Pablo asemeja la muerte de Jesús a un
sacrificio pascual: “Nuestro cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado”. También, la
imposibilidad para el cristiano de participar, a la vez, del banquete eucarístico y de los
banquetes idolátricos, supone una interpretación sacrificial de la muerte y resurrección
de Jesucristo (1 Co 10, 14-22).
En fin, el término propiciación, y sus derivados, es aplicado por distintos
escritos del Nuevo Testamento (Rm 3, 25; 1 Jn 2, 2; 4, 10) a Jesús, relacionando su
misterio con el mundo sacerdotal, pero sin llegar a decir que era sacerdote. En efecto,
decir que Cristo es una víctima inmolada o un instrumento de propiciación no equivale a
afirmar su sacerdocio. Más cerca de ello se encuentra Gal 2, 20 cuando dice que Cristo
“me amó y se entregó a sí mismo por mí”, sobre todo, en la versión de Ef 5, 2 que
entiende esa entrega en términos de “oblación y víctima de suave aroma”. Ciertamente,
ser víctima no es lo mismo que ser sacerdote, pero estos textos insisten en que Cristo se
ofreció a sí mismo como víctima y oblación. Es verdad que el Antiguo Testamento
conoce sacrificios que no son ofrecidos por sacerdotes, pero también dijimos que el
tiempo hizo que la función sacrificadora se concentrara en los sacerdotes. Como sea, la
alusión a que el Señor se ofrece a sí mismo lo muestra, además de como víctima, muy
cercano, si no a un ser sacerdotal, sí a la función del sacerdote.
A pesar de todo, es mérito del autor de la Carta a los Hebreos el haber afirmado
explícitamente que Jesucristo es sacerdote. Cristo también cumple en su vida con la
profecía sobre el mesías-sacerdote. La audacia del autor de la Carta a los Hebreos no
debe pasar desapercibida, así como tampoco su idoneidad teológica para afrontar la
cuestión. Para la madurez de fe que la Iglesia había alcanzado en el momento en que
nuestro autor componía su carta (63-67), negar que Cristo fuera sacerdote hubiera

24 C. ROMANIUK, Le Sacerdoce dans le Nouveau Testament, Lyon 1966, p. 24-25.


18

significado destruir la proclamación del cumplimiento cristiano de las Escrituras y


provocar una ruptura entre el Nuevo y Viejo Testamento. Pero, al mismo tiempo, y he
aquí la gran dificultad, afirmar el carácter sacerdotal del Señor significaba correr otro
gran riesgo: el de debilitar la fe cristiana favoreciendo la vuelta a una mentalidad
religiosa propia del Antiguo Testamento. Entre estas dos opciones nuestro autor asume
el reto de la afirmación explícita del sacerdocio de Jesús mostrando una elevación
teológica no común para evitar caer en los peligros mencionados.
¿Cuál es el contenido de la afirmación de la Carta a los Hebreos sobre Jesús,
Sumo Sacerdote? El tema del sacerdocio no es afrontado por este escrito desde su
comienzo, sino a partir del final del capítulo segundo. El autor, consciente de la
novedad que aportaba, experimentó la necesidad de introducir largamente a sus
interlocutores antes de hablar explícitamente del sacerdocio de Cristo. Pero cuando el
momento llega, la afirmación se hace sin retaceos: “Cristo no vino a socorrer a los
ángeles, sino a los descendientes de Abraham. En consecuencia, debió hacerse
semejante en todo a sus hermanos, para llegar a ser un Sumo Sacerdote
misericordioso y digno de fe en el servicio de Dios, a fin de expiar los pecados del
pueblo. Y por haber experimentado personalmente la prueba y el sufrimiento, él puede
ayudar a aquellos que están sometidos a la prueba” (2, 16-18).
“Llegar a ser Sumo Sacerdote” fue el objetivo de la encarnación y vida humana
del Hijo de Dios. Es decir, como ya dijimos y lo volveremos a ver, para Jesucristo ser
redentor y ser sacerdote es lo mismo, consistiendo la redención en la ofrenda de sí
mismo al Padre como víctima de expiación por los pecados de los hombres, a fin de
reconciliarlos con Dios. Y el Señor logró ser Sumo Sacerdote, ante todo, nos dice el
autor de la Carta a los Hebreos, gracias a su condición de Hijo. La filiación es la
primera característica que la Carta reconoce en Jesús (1, 5).
Ser sacerdote, en efecto, es ser mediador entre Dios y los hombres. Según Santo
Tomás esto implica dos cosas: primero, ubicarse en el medio de los términos entre los
que media y, por lo tanto, distinguirse de ambos (aunque sin separarse de ellos);
segundo, unir esos términos, lo cual exige tener acceso a lo propio de cada uno de ellos
para poder llevarlo y alcanzarlo al otro. En cuanto hombre, Jesucristo se distingue de
Dios; en cuanto hombre unido hipostáticamente a la Persona del Verbo, se eleva por
encima de todos los hombres. Como se ve, la mediación, y por lo tanto el sacerdocio,
siempre competen a Jesús en cuanto hombre25. Es la encarnación, pues, la que da al
Señor la posición media requerida a todo mediador. Si hubiera sido mero hombre no
hubiera podido alcanzar esta situación. Fue lo que sucedió a los sacerdotes del Antiguo
Testamento. Por mucho que se separaron de los hombres por medio de purificaciones
rituales, jamás pudieron superar las fronteras de su propia humanidad pecadora. Pero
siendo Hijo de Dios, el Verbo pudo asumir la naturaleza humana y elevarla por encima
de todos los hombres, constituyéndose en mediador entre ellos y Dios. Así, pudo el
Señor llevar a Dios lo que es propio de los hombres y dar a los hombres lo que
pertenecía a Dios, y ambas cosas las hizo en cuanto hombre, es decir, no sólo en la

25 III q. 26, a. 2, c.: “En el mediador podemos considerar dos cosas: por un lado, su cualidad
de medio; por otro, la misión de unir. Es propio de la naturaleza del medio distar de los dos extremos, a
los que el mediador une llevando a uno lo que pertenece al otro. Pero ninguno de estos requisitos puede
convenir a Cristo en cuanto Dios, sino sólo en cuanto hombre… en cuanto hombre, dista tanto de Dios
por la naturaleza, cuanto de los hombres por su dignidad en el campo de la gracia y de la gloria…”.
19

elevación a Dios de lo que es de los hombres, sino también en la transmisión a los


hombres de lo que es de Dios26.
La primera condición, por lo tanto, para ser auténtico y eficaz sacerdote es
pertenecer a la esfera de Dios, y esto es, precisamente, lo que testimonia el título
absoluto “Hijo”. Ya aquí despunta el carácter novedoso del sacerdocio del Señor, lo
que lo distingue del sacerdocio de Israel, pero manteniendo la esencia que lo define: la
mediación. Los sacerdotes antiguos pertenecían por completo al mundo de los hombres.
Su mediación, por lo tanto, no podía ser perfecta. Como dijimos, se separaban del
mundo profano y pecador por su consagración hecha a costa de purificaciones rituales,
pero en su realidad más íntima no dejaban de pertenecer al mundo de los hombres
pecadores.
De todos modos, como queda claro por lo ya dicho, la sola filiación no basta
para definir el sacerdocio de Cristo. Así lo exige la mediación que lo define. Aunque la
filiación le sea necesaria, no constituye por sí misma a Jesús en Sumo Sacerdote. Si así
fuera, hubiera sido sacerdote desde toda la eternidad, como Verbo del Padre, esto es,
como Dios, pero la Carta atribuye a Cristo la dignidad sacerdotal en cuanto resucitado.
Según esto, pues, tampoco es suficiente tener en cuenta la sola condición encarnada del
Hijo. Otra vez, esta condición es necesaria para el sacerdocio, pero tampoco lo
constituye de por sí, si se la considera aisladamente. Para que Cristo alcance esta
dignidad debe mediar una transformación de su humanidad, es decir, debe llegar a su
pleno cumplimiento el movimiento ascendente de la humanidad comenzado en la
encarnación entendida como asunción de la naturaleza humana.
Jesucristo, en otras palabras, es sacerdote en cuanto hombre, pero con una
humanidad nueva, la que pone a Cristo, también en cuanto hombre, por encima de los
demás hombres por una razón que no se reduce a la sola unión hipostática, esto es:
la que alcanza por su resurrección. Es esto lo que explica el siguiente texto que más
abajo analizaremos: El cual [Cristo], habiendo ofrecido en los días de su vida mortal
ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte,
fue escuchado por su actitud reverente, y aun siendo Hijo, con lo que padeció
experimentó la obediencia, y llegado a la perfección, se convirtió en causa de
salvación eterna para todos los que le obedecen, proclamado por Dios Sumo
Sacerdote a semejanza de Melquisedec (Hb 5, 7-10).
La solidaridad con los hombres es un requisito inaudito, contrario a las
condiciones exigidas para acceder al sacerdocio en el Antiguo Testamento. Para el
sacerdote antiguo, por el contrario, lo fundamental era garantizar su santidad, es decir,
su consagración y separación del mundo profano y pecador. En el régimen de la
Antigua Alianza era necesario encontrar medios que rescataran al sacerdote de su
pertenencia al mundo de los hombres pecadores. Pero nuestro autor pone como
condición para que Jesús llegue a ser sacerdote, todo lo contrario: la solidaridad del
Señor con sus hermanos que, además, debe llegar hasta el extremo de compartir las
pruebas, las tentaciones, el sufrimiento y la muerte.

26 Jesucristo no da a los hombres lo que es de Dios en cuanto Dios, sino en cuanto que por la
encarnación queda constituido en Cabeza de la humanidad. Su sacerdocio se funda, pues, en la
capitalidad de su gracia. III q. 26, a. 2, c.: “También en cuanto hombre le compete unir a los hombres con
Dios, transmitiéndoles sus preceptos y sus dones, y satisfaciendo y abogando por ellos ante Dios. Y por
eso es llamado con toda verdad mediador en cuanto hombre”. Cf. ad 1 et ad 2.
20

Esta contraposición entre el sacerdocio de Jesús y el antiguo, sin embargo, no


termina en el equívoco. Al contrario, se apoya en aquello común que justifica el empleo
del mismo término para hablar de sacerdocio tanto en el Antiguo como en el Nuevo
testamento, a saber: la mediación. Como dijimos, la mediación es la esencia del
sacerdocio. Era ella la que urgía en el Antiguo Testamento a separar al sacerdote de los
hombres para alcanzar la comunión con Dios. Sin esta separación el sacerdote no
llegaba a trascender el ámbito de su profanidad siendo, como lo era, un hombre tomado
de entre los hombres. Pero en el caso de Jesús la situación se invierte. Él es el Hijo. Lo
que debía garantizarse para lograr la mediación sacerdotal era su comunión total con los
hombres. Ello podía ser logrado sólo por la encarnación. Pero la misión de Jesús era
redentora, es decir, debía rescatar al hombre de su situación de pecado. Y como por el
pecado la humanidad había quedado sometida a la debilidad, el sufrimiento y la muerte,
rescatar a este hombre suponía alcanzarlo en esa circunstancia de impotencia para
reconciliarse con Dios. Por esto, el mismo texto de la Carta a los Hebreos arriba citado
añadía que la condición de asemejarse en todo a los hermanos era “para expiar sus
pecados” (Hb 2, 17).
Por consiguiente, para ser sacerdote, el Hijo debía ser misericordioso y mostrar
su misericordia asumiendo las flaquezas y sufrimientos de los hermanos que venía a
redimir, hasta la muerte. La Pasión fue el momento culminante de la solidaridad
descendente comenzada en la encarnación, en el que el Señor ejerció plenamente esta
misericordia, y es el punto en que ese descenso se convierte en ascenso, donde la
naturaleza humana queda plenamente asumida: “Cuando sea levantado sobre la tierra,
atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32). Pero por muy necesaria que sea, esta solidaridad
compasiva y misericordiosa (descendente) aún no era suficiente para hacer de Jesús el
Sumo Sacerdote de nuestra fe. Nuestro autor señala, todavía, una segunda condición
indispensable: la obediencia filial, sin la cual la muerte de Jesús hubiera sido estéril.
Dijimos antes que el ser Hijo no bastaba para alcanzar el sacerdocio, pero debemos
ahora agregar que tampoco hubiera bastado su solidaridad con los hombres si ella no
hubiera sido abrazada en cuanto Hijo, es decir, en obediencia filial: “Él dirigió durante
su vida terrena súplicas y plegarias, con fuertes gritos y lágrimas, a aquél que podía
salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su humilde sumisión. Y, aunque era Hijo de
Dios, aprendió por medio de sus propios sufrimientos qué significa obedecer. De este
modo, él alcanzó la perfección y llegó a ser causa de salvación eterna para todos lo
que le obedecen, porque Dios lo proclamó Sumo Sacerdote según el orden de
Melquisedec” (Hb 5, 7-10).
Gracias a esta obediencia Cristo “alcanzó la perfección”, afirma el texto citado,
es decir, la transformación de su humanidad en la que alcanza la plenitud de su
condición sacerdotal. Fue en ese momento donde despunta plenamente la mediación que
asumió en la encarnación. Ciertamente, por ser Hijo, Jesús pertenecía ya a la esfera de la
divinidad. Por su natural filiación divina Jesús ya era Santo. Pero esto no bastaba para
establecer la mediación esencial al sacerdocio. En efecto, la condición sacerdotal
corresponde a Jesús en cuanto hombre. Es en cuanto tal, por lo tanto, que debía
ubicarse entre ambos términos de la mediación: los hombres, por la encarnación hasta la
pasión y muerte del Hijo de Dios; Dios, por la glorificación de la humanidad
asumida en obediencia filial.
Es, por tanto, en cuanto resucitado que Jesús se constituyó definitivamente en
Sacerdote, al igual que su acción redentora fue definitivamente eficaz para nosotros por
21

su resurrección. Pero si bien la resurrección fue la respuesta de Dios a las súplicas de


Jesús, ella no anuló la muerte del Señor, sino que fue su consecuencia, porque el Hijo
la afrontó con espíritu de obediencia. Por este espíritu de obediencia filial, la muerte de
Jesús se transformó en inmolación y lo constituyó en víctima agradable al Padre,
gracias a lo cual, penetró en el Santuario. Así fue, finalmente, que Cristo fue
proclamado Sumo Sacerdote (Hb 5, 10).
Lo que Cristo obtuvo para sí por la obediencia hasta la muerte en Cruz fue su
perfección, es decir, la transformación de su humanidad en humanidad gloriosa. Pero
gracias a su solidaridad, esta transformación no lo afecta individualmente, sino que es
eficaz para todos nosotros. La solidaridad descendente se convierte, ahora, en
solidaridad ascendente. Con su resurrección, como dice Jn 2, 21-22, Cristo construye el
Nuevo Templo en el que los hombres pueden ser incorporados como piedras vivas (Cf.
1 P 2, 4-10)27.
Habiendo alcanzado esta perfección, dice el texto que estudiamos, llegó a ser
causa de salvación eterna para todos los que le obedecen. Es esta situación la que el
título de Sumo Sacerdote traduce. La proclamación de su sacerdocio manifiesta su
capacidad efectiva para salvar a los hombres: “Haciéndose semejante a los hombres
pecadores es como Cristo, paradójicamente, fue hecho perfecto. La clave de la
paradoja no se encuentra en la corteza exterior de los acontecimientos, sino en las
disposiciones interiores que animaron a Cristo: la docilidad total para con Dios y el
amor fraternal para con los hombres. Estas dos disposiciones fueron las que
condujeron a Cristo a tomar sobre sí, hasta el fondo, la condición humana miserable,
pero fueron las que introdujeron también en esa condición un dinamismo interno de
cambio radical. Así es como quedó transformada la condición del hombre, no ya por
una intervención exterior, de eficacia necesariamente superficial, sino por dentro.
Aceptado por amor, el movimiento descendente de asimilación humillante (Flp 2, 8) se
convirtió en movimiento ascendente de transformación glorificadora”28.
Este carácter sacerdotal de Cristo es el que el sacramento del orden
perpetúa en la Iglesia. Es el sacerdocio que él ejerce como Cabeza de la humanidad y
que, brotando de la unión hipostática, se realiza en el misterio de su muerte en Cruz y su
resurrección. Por lo tanto, si se quiere asimilar el ministerio apostólico a una cualidad y
función sacerdotal, no puede hacerse a partir de una categoría religiosa general de
sacrificio, ni desde la concepción sacerdotal del Antiguo Testamento, pues ambos
llegaron a su fin con Cristo. Hay que hacerlo, en cambio, desde la trayectoria vital y
existencial de Jesucristo, que es la que lo convirtió en sacerdote de un nuevo orden
(Melquisedec). A partir de Jesús, los sacerdotes son servidores (ministros) de una
alianza nueva (2 Co 3, 6).
Ahora bien, porque el sacrificio de Cristo tiene eficacia universal, su sacerdocio
también será único29. La condición sacerdotal de Jesús supone que la humanidad entera
ha sido transformada. No es necesario nada más para que el hombre sea redimido.

27 De este modo, el cumplimiento del mesianismo regio implica, para Jesús, también el
cumplimiento del mesianismo sacerdotal. Vimos antes que ambos mesianismos se vinculaban por su
referencia común al Templo o Casa de Dios.
28 A. VANHOYE, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo, p. 146. Puede agregarse, en base a lo
dicho más arriba, que estas disposiciones de Cristo, que podemos calificar de morales, son el resultado de
una condición ontológica fundamental, a saber: la de la unión hipostática. Ésta es la verdadera clave que
resuelve la paradoja de la que habla A. Vanhoye.
22

Jesús, pues, ha inaugurado un nuevo culto que permanecerá para siempre (Hb 7, 27-28;
9, 12-14. 28; 10, 10. 12-14). Pero esta misma aseveración trae aparejado el problema del
sacerdocio ministerial en la Iglesia. Si el sacerdocio de Cristo es único, ¿cómo puede
hablarse de ministros sacerdotes en la Iglesia? El problema es semejante al propuesto al
hablar del sacrificio único de Jesús en la Cruz. Si este sacrificio es único, ¿cómo puede
hablarse de sacrificio de la Iglesia?

EL SACERDOCIO DE LOS FIELES.


La noción del Cuerpo glorificado de Jesús como Nuevo Templo nos introduce
en la idea del sacerdocio de los fieles. Nos referimos al sacerdocio común de los fieles
laicos. Habitualmente, “laico” designa al miembro del Pueblo de Dios (“laico” viene
de “laos”, pueblo). Pero en la comunidad primitiva, la condición de miembro del
Pueblo de Dios se expresaba con otras palabras: “discípulo”, “hermano”, “santo”,
“fiel”, “cristiano”. Así, cuando San Agustín habla a sus fieles diciéndoles que para
ellos es “obispo” y que con ellos es “cristiano”, se incluye dentro del Pueblo de Dios
pero sin identificarse con el “laico”. Por ser obispo ha dejado de ser laico, pero no fiel.
De aquí que no pueda establecerse una identificación adecuada entre laico y fiel. Por lo
mismo, la distinción entre “ministro” y “laico” es adecuada, pero entre “ministro” y
“cristiano” o “fiel”, es inadecuada. Cuando hablamos del sacerdocio común de los
fieles laicos entendemos un sacerdocio distinto en esencia y en grado del sacerdocio
ministerial. Esto quiere decir, y se probará a continuación, que el sacerdocio de Cristo
se continúa en los ministros ordenados como actualización permanente del ministerio
sacerdotal de Jesucristo, pero también como participación en su Cuerpo Místico, esto es,
en el sacerdocio común de los fieles laicos.
Así, pues, los fieles laicos, al quedar incorporados, como piedras vivas, al
Templo que es Jesucristo, su situación vital y existencial se define en referencia a
este Templo y es calificada por la primera carta del apóstol San Pedro con el nombre de
sacerdocio (Cf. PO 2). He aquí el texto en su contexto más amplio:
“Depongan, pues, toda malicia y todo engaño, las hipocresías, las envidias y
toda suerte de detracciones y, como niños recién nacidos, sean ávidos de la leche

29 Encarnación, muerte y glorificación, dijimos, son tres momentos fundamentales de un solo


sacrificio, radicalmente incoado en la encarnación, realizado en la Cruz, eternizado en la gloria de Cristo
resucitado. La unidad interna de estos tres momentos permite comprender la razón de la irrepetibilidad
del sacrificio de Cristo, de la unicidad de su sacerdocio, esto es, del “una vez para siempre” de la Carta a
los Hebreos (Hb 7, 27-28; 9, 12-14. 28; 10, 10. 12-14). El misterio de la salvación no puede repetirse
porque lleva en sí mismo el sentido de lo definitivo, indestructible y supremo. La razón de la
irrepetibilidad del sacrificio de Cristo está, por consiguiente, en la irrepetibilidad de la misma
encarnación, como comunicación suma posible de Dios a la criatura racional y elevación suprema de ésta
a la participación y expresión de la vida divina. No es posible pensar una unión más alta de Dios con el
hombre que la unión hipostática, por la que Dios se apropia personalmente la naturaleza racional creada.
No es posible que el hombre sea elevado más allá de la asunción hipostática, en la cual se agota la
potencialidad de la criatura racional como imagen de Dios, es decir, como capacidad de expresar y
reflejar a Dios mismo; los actos humanos del Hijo de Dios realizan la adoración, reconocimiento y
revelación suprema de Dios, al mismo tiempo que su intervención salvífica suprema. El sacrificio y el
sacerdocio de Cristo no pueden repetirse, porque constituyen la suprema mediación posible entre Dios y
los hombres y permanecen eternamente; su interno valor, como adoración de Dios y salvación del
hombre, es tal que su repetición carecería de sentido; nada más puede haber que agregue algún valor de
adoración o de salvación que el misterio de Cristo ya no contenga.
23

espiritual, no adulterada, para crecer por ella en la salvación, puesto que han
experimentado qué dulce es el Señor30.
Al acercarse a él, la piedra viva, rechazada por los hombres pero elegida y
preciosa (honorificatum) a los ojos de Dios, también ustedes, a manera de piedras
vivas, son edificados como una casa espiritual, para ejercer un sacerdocio santo y
ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por Jesucristo31.
Por lo cual se halla esto en la Escritura: “He aquí que pongo en Sión una
piedra angular escogida y preciosa; y el que en ella cree nunca será confundido”.
Preciosa para ustedes los que creen, pero para los que no creen, “la piedra que
rechazaron los constructores, ésa misma ha venido a ser cabeza de ángulo y roca de
tropiezo y piedra de escándalo”; para aquellos que tropiezan por no creer a la
Palabra, a lo cual en realidad ustedes están destinados.
Ustedes, en cambio, son una “raza elegida, sacerdocio real, una nación santa,
un pueblo adquirido para anunciar las maravillas de aquél que los llamó de las
tinieblas a su admirable luz”; a los en un tiempo (llamados) no-pueblo, ahora (se les
llama) pueblo-de-Dios; a los (llamados) no-más-misericordia, ahora objeto-de-la-
misericordia” (1 P 2, 1-10).

30 Traducimos “dulce” y no “bueno”, como aparece en algunas traducciones castellanas,


porque el texto latino trae “dulcis” y es más conforme a las metáforas que soportan y desarrollan el
pensamiento del Apóstol. En efecto, el vocablo griego, “ὸ”, con que los Setenta califican a
Cristo, puede traducirse por “bueno”, pero hace un juego de palabras por su cercanía a “ὸ” y
“”, como lo ha subrayado la Tradición, que ha visto en la suavidad del alimento que es
Cristo una alusión al maná: “A tu pueblo lo alimentaste con manjar de ángeles; les suministraste, sin
cesar desde el cielo un pan ya preparado que podía brindar todas las delicias y satisfacer todos los
gustos (suavitas omnis saporis)” (Sb 16, 20). La traducción de la Vulgata recoge estas alusiones cuando
usa el término “dulcis” en vez de “bonus”.
31 El texto de la Vulgata no habla del ejercicio de un sacerdocio santo, como la traducción
citada en página, sino simplemente de un sacerdocio santo (sacerdotium sanctum). El término griego
empleado para hablar del sacerdocio hace referencia más a una clase sacerdotal que a una función. En
otras palabras, este sacerdocio santo es más recibido que ejercido. Así también lo sugiere el verbo en voz
pasiva empleado, “ser edificados”. En efecto, así podríamos traducir el texto directamente de la Vulgata:
“Acercándose a él, piedra viva, rechazada por los hombres, pero elegida y gloriosa para Dios, ustedes,
como piedras vivas, son edificados (hechos) una casa (templo) espiritual (domus spiritualis), sacerdocio
santo (sacerdotium sanctum), para ofrecer víctimas espirituales aceptables a Dios por Jesucristo”. La
frase “sacerdocio santo” se entiende en comparación con la metáfora que la acompaña, “casa
espiritual”. A diferencia del texto griego (“εἰςἰεράτευμα”), la Vulgata trae un nominativo
(“sacerdotium”) aplicado a “casa espiritual”, y no un acusativo con sentido final “in sacerdotium”, esto
es, “para ejercer un sacerdocio”. El texto latino resulta, así, más amplio que la traducción citada en
página, que habla solamente de ejercicio de un sacerdocio santo, dando más lugar al misterio sin
restringir su sentido al ejercicio de una actividad sacerdotal. En Cristo, los fieles constituyen un
sacerdocio santo, son un cuerpo sacerdotal. Es verdad que, según el mismo pasaje, la finalidad de tal
sacerdocio es el ofrecimiento de víctimas o sacrificios espirituales, pero ello no impide entender aquel
sacerdocio santo como la cualidad de los fieles unidos en la Iglesia a Cristo, su Cabeza, bajo la
dirección y orden del sacerdocio ministerial, en dependencia del cual los fieles pueden ofrecer víctimas
agradables al Padre por Jesucristo. Esta comprensión “más amplia” del texto, y en particular la
dependencia del sentido sacerdotal de los fieles respecto del sacerdocio ministerial, y no un ejercicio
autónomo e inmediato de un poder para ofrecer sacrificios espirituales, se sustentan mejor en esta versión
de la Vulgata y quedará corroborada por lo que veamos más adelante sobre el sentido del sacerdocio
ministerial católico.
24

El pensamiento del Apóstol discurre apoyándose en una gran cantidad de


sugerencias que sus lectores entenderían más fácilmente que nosotros 32. Parece ser que
la imagen de fondo que sostiene la presentación doctrinal de San Pedro a los cristianos
es la de la Antigua Alianza y la condición particular que por ella adquiere el pueblo
elegido. Sobre esta imagen, la carta declara la situación de los fieles cristianos como la
realización o “antitypo”33 de lo prefigurado y anunciado desde antiguo. Así, el paso de
las tinieblas a la luz admirable (v. 9) donde los cristianos pueden gustar de la leche
espiritual y pura (v. 2) que es la suavidad y dulzura de Jesucristo (v. 3), remite a la
salida de Egipto34. Y lo que parece ser conjetural desde el punto de vista de las
sugerencias de las imágenes y metáforas empleadas por San Pedro, ha sido explotado
largamente por distintas reflexiones patrísticas.
El simbolismo de la luz, por otro lado, unido a la mención de la leche y la
dulzura del Señor, también remite a la regeneración bautismal. Se habla a los cristianos
(según algunas interpretaciones se trataría de recién bautizados en el contexto de una
catequesis bautismal) recordándoles las exigencias y realidades que ha puesto en ellos el
bautismo. El neófito, que por el bautismo ha pasado de las tinieblas a la luz, recibe la
leche espiritual y pura, conforme al rito primitivo, que es un símbolo de Cristo mismo.
La idea transmitida es, pues, la siguiente: al bautismo, como nacimiento, sigue la
lactancia o alimento espiritual que no es otro que el mismo Cristo.
Se abre así una línea argumentativa que conduce a la noción de identificación
de Cristo con los cristianos que el resto del texto desarrollará haciendo uso de otras
metáforas. En efecto, las propiedades de esta leche, que describen al mismo Cristo, a
saber, “rationale, sine dolo” (v. 2), exhorta a los renacidos de las aguas bautismales a
deponer también “omnem malitiam et omnem dolum” (v. 1) y cualquier elemento
corruptor de la doctrina del Señor.
Lo así insinuado se expresa todavía más claramente con el recurso a la imagen
de la “piedra viva”. Esta imagen tiene como trasfondo veterotestamentario la mención
de la piedra de fundamento de Is 28, 16, la piedra de tropiezo y de escándalo de Is 8, 14
y la piedra rechazada del Sal 118, 22. San Pedro alude a esta piedra llamándola “piedra
de ángulo”, y no “piedra fundamental”, lo cual está en continuidad con el resto del
texto donde se habla de aquellos que con ella tropiezan (v. 8). Una piedra fundamental,
en efecto, con la cual también San Pablo compara a Cristo en otros lugares, al estar por
debajo del nivel del suelo, no se muestra gráficamente como siendo ocasión de
escándalo y tropiezo (Rm 9, 33).
Esta “piedra de ángulo”, por ser símbolo de Cristo, aparece revestida de sus
cualidades mesiánicas. Ella es “elegida” y “glorificada” por Dios o “preciosa” a sus
ojos. No pueden participar de los frutos de esta elección divina sino los que, por su fe,
32 En una lengua semítica, el sentido surge del interior de las palabras, de sus asonancias y sus
resonancias, mientras que en una lengua indoeuropea ese sentido viene en primer lugar de la disposición
de la frase, de su estructura gramatical. Es verdad que el texto de la carta que estudiamos está en griego,
pero su autor pensaba en hebreo. Los judeo-cristianos que recibieron la carta del San Pedro, también
tenían la misma disposición mental. Por esto es importante estar atento a las sugerencias que las
metáforas empleadas aportan para la comprensión global del texto. Véase más abajo la nota 37.
33 En las profecías se distingue su realización más próxima, llamada “typo” y otra(s) más
lejana(s) llamada(s) “antitypo”.
34 Aunque todos los pueblos infieles eran tierra de tinieblas (Is 9, 1; 60, 1), en especial lo era
Egipto, cuya etimología parece remitir a la noción de “tinieblas” y que fue castigado por la plaga de las
tinieblas (Ex 10, 21. 23; 14, 20).
25

ratifican dicha elección y glorificación, convirtiéndose también ellos en “raza elegida”


(v. 9) y “dignos de honor” (v. 7). Los infieles, en cambio, que la rechazan por su falta
de fe, serán ellos mismos rechazados (v. 8).
Se trata, además, de una piedra “viva”, a la cual hay que acceder para tener vida,
porque no hay salvación fuera de Jesucristo (Hch 4, 12). En efecto, mediante su acceso
a la “piedra viva”, los fieles se vuelven también ellos “piedras vivas” (v. 5). Es así que
se explicita aún más la idea de identificación entre Cristo y los cristianos. Si éstos son
piedras destinadas a la construcción del Templo, no lo son por ser sacados de canteras
profanas, sino porque se asimilan, y de algún modo se identifican, con Cristo (Cf. Is 51,
1). De este modo se llega a la afirmación que nos ocupa especialmente: los que se
acercan a Jesucristo, como piedras vivas construyen en él, una casa espiritual que es
sacerdocio santo35. Detrás de esta afirmación debe leerse permanentemente una noción
central, la de la asimilación/identificación (real y moral) de los cristianos a Cristo36.
Los neófitos, al recibir el bautismo, son como niños recién nacidos y, por lo
tanto, hijos. Tales hijos entran, como las piedras de un edificio, a conformar una casa
familiar. La familia que así ellos constituyen no es carnal, evidentemente, sino
espiritual. Esta nueva casa espiritual recuerda la casa de Aarón y la Casa de Dios, y es
su “antitypo”. Pero la casa de Aarón es distinta de la casa de Israel, constituida por el
elemento laico de la nación (Sal 135, 19-20). La casa de Aarón, por el contrario,
formada por el sacerdocio levítico, es una casa sacerdotal y es, según la profecía de 1 S
2, 35, “tipo” de la casa espiritual que los cristianos, como piedras vivas, construyen
acercándose y asimilándose a la piedra viva que es Cristo: “Yo me suscitaré un
sacerdote fiel, que obre según mi corazón y mis deseos, le edificaré una casa
permanente y caminará en presencia de mi ungido”.
La ilación del pensamiento, de estructura hebrea aunque se exprese en griego 37,
lleva espontáneamente a unir la idea de “casa espiritual” con la de una “casa
sacerdotal”. Los fieles, que acercándose y asimilándose a la piedra viva que es
Jesucristo constituyen una casa espiritual, son también, por ello mismo, sacerdotes, a
semejanza de los sacerdotes levitas que constituían la casa de Aarón. Los cristianos,
por lo tanto, no son ni casa ni sacerdocio sin acercarse y unirse a la piedra de
ángulo que es Cristo.
Ahora bien, dos veces emplea San Pedro el término traducido por “sacerdocio”
(v. 5 y 9), en griego, “ἰεράτευμα”. La inspiración veterotestamentaria proviene de Ex
19, 6: “Ustedes serán para mí un reino de sacerdotes y una nación que me está
consagrada”38.

35 La comparación con las piedras vivas depende del verbo “construir” y no del verbo
“acercarse”.
36 C. ROMANIUK, Le sacerdoce dans le Nouveau Testament, Le Puy – Lyon, 1966, p. 59-60: El
cristiano es sacerdote en el sentido de que, en el sacrificio de Cristo, él alcanza a Dios por la ofrenda de
sí mismo. Pero esto no implica la idea de una mediación del fiel: la mediación de Cristo no es
comunicable más que a aquellos a quienes Jesús eligió para ser ministros de su sacerdocio. Lo que es
comunicable al cristiano, es la condición misma de Jesús, que ha compartido toda la vida del hombre y
le ha mandado entrar en su misterio.
37 El pensamiento de San Pedro parece forjarse en un molde hebreo antes de expresarse en
griego. En efecto, los hijos, banim, son las piedras, abanim, con las que Cristo construye un edificio,
bana, su obra o su casa, binian.
38 El texto del libro del Éxodo habla de un reino de sacerdotes sin indicar explícitamente cuál
será el papel sacerdotal que desempeñará, aunque se lo presenta en relación con el cumplimiento de la
26

La versión de Ex 19, 6 que acabamos de citar en castellano habla de


“sacerdotes” siguiendo el texto hebreo. Pero la traducción de los LXX traduce el
vocablo hebreo por “ἰεράτευμα”. El texto de 1 P 2 arriba citado hace uso de la versión
griega del libro del Éxodo y por eso emplea “ἰεράτευμα”, traducido al castellano por
“sacerdocio”.
¿Cuál es el sentido de ἰεράτευμα-sacerdocio en el texto que venimos analizando?
Según los estudiosos del tema, “ἰεράτευμα” tiene un sentido personal, corporativo y
funcional, es decir, designa a un grupo de personas que ejercen una función sagrada:
es un cuerpo sacerdotal. Lo novedoso de la traducción de los LXX es el aspecto
corporativo. Designa, evidentemente, a personas, al igual que el término “sacerdotes”,
pero consideradas corporativamente y no distributivamente. Con ello, sin embargo, no
se fuerza el sentido del término “sacerdotes” de Ex 19, 6, pues recoge las alusiones
grupales enunciadas allí con los vocablos “reino” y “nación”. Quiere decir que el
“sacerdocio” del que aquí se habla, sin oponerse al sacerdocio oficial, se extiende a
toda la nación. Esta extensión del sacerdocio se corresponde con la espiritualización de
los sacrificios tematizada por los profetas (Is 1, 11-17; Os 6, 6) y lo salmos (Sal 51, 18-
19). Más allá de los sacerdotes que ofician en el Templo y ofrecen allí sacrificios
rituales, hay un sacerdocio del pueblo elegido ordenado al ofrecimiento de un culto
espiritual39.
Pero hay otra diferencia entre el texto del libro del Éxodo y el de 1 P. El primero
se expresa en futuro, se dirige a los israelitas en contraposición a las naciones paganas,
y su cumplimiento está condicionado por la observancia de la alianza (Ex 19, 5). En el
segundo texto, se habla de los cristianos que provienen del paganismo y que, habiendo
abrazado la fe, ya accedieron al bautismo. No se habla en futuro, sino en presente. El
sacerdocio del que se habla ya no es promesa, sino realidad, no es “tipo”, sino
“antitypo”. Desaparece, por lo tanto, la condición, no porque ésta no exista, sino
porque, a diferencia de lo que ha sucedido con Israel, se ha cumplido, a saber: la
adhesión y asimilación a Cristo por la fe y el bautismo (1 P 2, 4-5).
Esta diferencia es de suma importancia para nuestro tema. Muestra que el
sacerdocio de los fieles depende efectivamente de la mediación sacerdotal de Jesucristo.
Sólo acercándose a él, los fieles quedan incorporados (edificados) a la nueva casa
espiritual, como piedras vivas. Los cristianos, por lo tanto, no son ni ejercen su
sacerdocio de manera autónoma e inmediata ante Dios. El sacerdocio y su ejercicio
quedan reservados a Cristo. Los creyentes participan de su culto sacerdotal. El texto,
sin embargo, no dice cómo los fieles alcanzan esta participación en el culto sacerdotal
de Jesucristo. Nada impide pensarla, como la Iglesia de hecho lo ha sostenido, que lo
hagan por medio de los ministros ordenados que, actuando in persona Christi, hacen
de la Iglesia un reino sacerdotal, es decir, un reino en el cual su Rey es sacerdote y,
asimilándose al cual, sus súbditos también lo son.
Esta comprensión del texto es contrariada por Lutero quien lo entendió como
referido a los cristianos tomados distributivamente. A todos ellos, por igual, les

alianza. Además, tampoco excluye la posibilidad de una casta sacerdotal particular dentro del mismo
pueblo.
39 Is 61, 1-6 renueva la promesa de Ex 19 para aplicarla a los tiempos mesiánicos. Allí se
anuncia que, a diferencia de los extranjeros, que se ocuparán en trabajos profanos, el pueblo de Dios
estará encargado de un ministerio sacerdotal. Este ministerio no suprimirá el sacerdocio oficial, sino que
será una dignidad común a todo el pueblo.
27

compete la dignidad sacerdotal, de donde concluía, como contraria a la Sagrada


Escritura, la existencia en la Iglesia de ministros ordenados que detentaran, por un título
especial, el sacerdocio40. La perspectiva de nuestro texto, sin embargo, es contraria a la
exégesis del reformador alemán. Ante todo, porque la dignidad sacerdotal afecta a los
cristianos corporativamente, es decir, unidos, en la Iglesia, a Jesucristo. El sacerdocio
del que habla el Apóstol es el sacerdocio de la Iglesia. En ella los individuos cristianos
acceden a la cualidad sacerdotal. Ello, sin embargo, no quiere decir que el único modo
de ejercer este sacerdocio sea el comunitario. De hecho, la adhesión a Cristo a la que
exhorta San Pedro no se limita al culto comunitario, sino que se extiende a toda la
conducta del cristiano: “Así como el que los llamó es santo, así también ustedes sean
santos en toda su conducta” (1 P 1, 15). De todos modos, este sacerdocio así tomado
no puede ser ejercido al margen de la acción sacerdotal por excelencia: el santo
sacrificio del altar realizado por un sacerdote ordenado41.
Pero la perspectiva del texto también contraría la interpretación luterana en que
no excluye la existencia en la Iglesia de ministros ordenados que detenten por un
título especial el ministerio sacerdotal. La imagen de una casa implica implícitamente
una estructura que, por otro lado, algunos textos paulinos han explicitado (Cf. Ef 2, 19-
21; 4, 11-12. 14-16; Rm 12, 3-8). La Iglesia, pues, es la realización de la promesa de Ex
19, 6 porque Jesucristo ha sido constituido, como enseña la Carta a los Hebreos, Sumo
Sacerdote y, en ella, los ministros ordenados ejercen el sacerdocio de Cristo
presentando al Padre las ofrendas de los fieles como hostias vivas.
En efecto, la función que la cualidad sacerdotal conlleva es expresada por San
Pedro en términos de “ofrecer sacrificios espirituales”. La frase es demasiado genérica
como para permitir una interpretación precisa. Pero si se presta atención a los lugares
paralelos, se puede comprobar que esos sacrificios espirituales son oblaciones
impropiamente dichas.
Por un lado tenemos la ofrenda de los bienes del alma. En primer lugar, la
oración: “Ofrezcamos sin cesar, por medio de él, a Dios un sacrificio de alabanza, es
decir, el fruto de los labios que celebran su nombre” (Hb 13, 15). En segundo término,
la fe: “Y aun cuando mi sangre fuera derramada como libación sobre el sacrificio y la
ofrenda de vuestra fe, me alegraría y congratularía con ustedes” (Flp 2, 17).
Por otro lado, tenemos la oblación de los bienes del cuerpo: “Los exhorto, pues,
hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcan sus cuerpos como una víctima
viva, santa, agradable a Dios: tal será su culto espiritual” (Rm 12, 1).
En fin, tenemos también el sacrificio de los bienes temporales: “No se olviden
de hacer el bien y de ayudarse mutuamente; ésos son los sacrificios que agradan a
Dios” (Hb 13, 16). “Tengo cuanto necesito, y me sobra; nado en la abundancia

40 Por oposición, esta lectura protestante refuerza nuestra comprensión del sacerdocio de los
fieles. Ellos no son sacerdotes individualmente e independientemente de la mediación del sacerdocio
ministerial, sino en la Iglesia, Cuerpo de Cristo, y, por lo tanto, en dependencia del sacerdocio de
Jesucristo hecho visiblemente presente en el tiempo por los ministros ordenados.
41 Cf. A. TANQUEREY, Sinopsis de Teología Dogmática, t. III, Desclée, 1930: Todos los
sacerdotes y sólo ellos son, propiamente hablando, ministros secundarios del sacrificio de la Misa.
Cristo es, ciertamente, el ministro principal. Los fieles sólo mediatamente, pero no en sentido estricto,
ofrecen por medio de los sacerdotes”. Cf. C. ROMANIUK, o.c., p. 50: Los sacerdotes del Antiguo
Testamento y Cristo mismo ofrecen un sacrificio material. Los fieles ofrecen un sacrificio espiritual.
28

después de haber recibido de Epafrodito lo que ustedes me han enviado, suave aroma,
sacrificio que Dios acepta con agrado” (Flp 4, 18).
En conclusión, pertenece a la esencia del sacerdocio común de los fieles el
ofrecimiento gozoso de la propia vida a Dios como alabanza continua en el Espíritu
Santo.
Ahora bien, si la índole de todo sacerdocio se deriva de la naturaleza del
sacrificio que ofrece, es obvio concluir que la prerrogativa sacerdotal de los fieles es
puramente espiritual. Es más, si se tiene en cuenta que el término “ἰεράτευμα” reviste
sentido pasivo y que este sentido es corroborado por la idea de “ser edificados”,
presente en el mismo texto, resulta que los fieles gozan de un sacerdocio pasivo, es
decir, en cuanto asumidos al sacerdocio de Cristo concretamente por la acción
sacerdotal de los ministros ordenados que actúan in Persona Christi. Así, la expresión
“sacerdocio real” (1 Pe 2, 9) puede entenderse en el sentido de un reino perteneciente a
los sacerdotes en el que los mismos sacerdotes son los que gobiernan. Se trata, pues, de
una “teocracia” o una “hierocracia” en la que el que gobierna está consagrado y los
gobernados participan de la consagración del gobernante, que en última instancia es
Jesucristo mismo, constituyendo una nación santa42.
Es innegable, sin embargo, que esta pasividad no significa inercia o inactividad
de parte de los fieles. Por el contrario, los bautizados, unidos a Cristo Sumo Sacerdote y
a los ministros del culto legítimamente establecidos, ofrecen activamente los sacrificios
espirituales de los que hablan San Pedro y San Pablo. En la ofrenda de estos sacrificios
se revela, por lo tanto, una actividad sacrificial de los fieles que acompaña al sacrificio
verdadero y propio reservado al sacerdocio jerárquico. Incluso se podría decir que, al
menos indirecta e implícitamente, los sacrificios espirituales incluyen el sacrificio
eucarístico.

42 La terminología aquí empleada no es suficientemente precisa y debe ser tomada con gran
cautela. El conjunto del sacerdocio real no puede reducirse al concepto de teocracia. “Teocracia”, en
efecto, hace referencia a una forma de gobierno, mientras que el “sacerdocio real” o el “reino de
sacerdotes”, aunque indique un reino en el que los sacerdotes tienen función de gobierno, hace
referencia, más bien, a una cualidad inherente al pueblo judío, colectivamente considerado, y a cada uno
de los individuos que lo componen. Sin embargo, la comparación del “sacerdocio real” o del “reino de
sacerdotes” con una teocracia no va del todo descaminada, sobre todo cuando se tiene en cuenta el error
por exceso que comenten los protestantes al interpretar este texto. Para el pensamiento protestante, al
menos para algunos, el “reino de sacerdotes” indica a los fieles consagrados a Dios como los sacerdotes
ministeriales que están junto a Dios y tienen el mismo derecho al acceso inmediato y cerca de él. En el
régimen teocrático, en efecto, el rey no es un hombre, sino Dios. Así, por ser Dios el Rey, en el Estado
teocrático no puede haber una orden que no sea divina y, consiguientemente, la obediencia a esa ley se
asimila, también, a un acto de culto. En este sentido puede decirse que, en vez de ciudadanos, el Estado
teocrático se conforma con miembros consagrados a Dios. Que el Reino de Dios sea teocrático significa
que es un reino de sacerdotes, en el sentido de consagrados a Dios. Esta idea de teocracia explica, por lo
tanto, el paso de la expresión “reino sacerdotal”, de Ex 19, 6, a “sacerdocio real”, de 1 P 2, 9, como
fórmulas, en definitiva, equivalentes. Por su parte, el concepto de “hierocracia” parece encerrar,
etimológicamente hablando, un gobierno del pueblo por un sacerdocio hereditario. Ahora bien, en la
política de Israel la intervención sacerdotal era ocasional. Bajo este punto de vista, la hierocracia no tiene
la semejanza que tiene la teocracia respecto al sacerdocio real. Concuerda con ella sólo en parte porque el
régimen teocrático de Israel no se ejecutaba necesariamente por medio de una casta sacerdotal. En
conclusión, el sacerdocio real y universal de los hebreos no suprimirá nunca al sacerdocio institucional,
pero se concilia con él por el camino de una rigurosa subordinación. Cf. P. DABIN, El sacerdocio real de
los laicos y la acción católica, Buenos Aires, 1939, T. I, p. 38-39.
29

Algunos autores, sin embargo, debaten si esta interpretación eucarística de


aquellos sacrificios espirituales es la correcta o si debe proponerse, más bien, una
interpretación meramente existencial, es decir, referida sólo a los sufrimientos que el
cumplimiento de la voluntad de Dios y el ejercicio de la caridad implican. Al sentir de
A. Vanhoye, estas interpretaciones no son mutuamente excluyentes. La caridad brota de
la eucaristía y es inseparable de ella. Luego, los sacrificios espirituales, centrados
existencialmente en el ejercicio de la caridad, llevan al sacrificio eucarístico y provienen
de él. En efecto, es sabido que la eucaristía, constituyendo esencialmente el culto en
espíritu y verdad del que hablaba Jesucristo (Jn 4, 23), es llamada también sacrificio
espiritual (hostia rationalis) en oposición a la materialidad y formalismo de los
sacrificios del Antiguo Testamento. Por lo tanto, no se va más allá del pensamiento de
San Pedro si se afirma que los fieles regidos por sacerdotes se asocian a ellos para
ofrecer, además del sacrificio de la oración, de los sufrimientos personales y de la
limosna, el sacrificio incruento y espiritual que es la eucaristía. La posibilidad de
ofrecer sacrificios espirituales, por lo tanto, es expresión del sacerdocio de los fieles en
cuanto que ellos se unen a la acción sacerdotal de los ministros ordenados, que
hacen sacramentalmente presente el único sacerdocio de Jesucristo y gracias a los cuales
la Iglesia se ordena visible y jerárquicamente43.
Pero el sacerdocio común de los fieles laicos es activo también por otro título. 1
P 2, 9-10 se habla de “raza elegida, sacerdocio real, nación santa”. El pasaje depende
de Ex 23, 22 según la versión de los Setenta. A estas palabras se añaden otras inspiradas
en una cita de Is 43, 20-21: “pueblo adquirido para anunciar las maravillas de aquél
que los llamó de las tinieblas a su admirable luz”. Así, lo que el cuerpo sacerdotal debe
proclamar son las maravillas de la bondad de Dios con todos los hombres, en particular,
con los que antes no eran pueblo y ahora son pueblo de Dios. Aquí, por lo tanto, la
cualidad sacerdotal del pueblo cristiano se relaciona no sólo con el sacrificio espiritual,
sino con una verdadera misión de evangelización y de proclamación de las hazañas de
Dios con el nuevo pueblo que él se ha elegido.
En el fondo del texto de San Pedro se descubre el tema del nuevo Éxodo,
predicho por Is 43, 16ss, en el que se renuevan las maravillas de antaño mientras el
pueblo peregrinaba por el desierto hacia la tierra prometida. Este nuevo Éxodo también
implica una Nueva Alianza con un pueblo nuevo que ha de cumplir en el mundo una
misión ya figurada por la marcha de los israelitas hacia la tierra de promisión. El
sacerdocio de los fieles laicos no está en función solamente de la salvación personal de
los cristianos, sino también en relación con el testimonio entre los gentiles.

43 Los fieles cristianos pueden ejercer su sacerdocio común ofreciéndose a Dios como hostias
vivas (Rm 12, 1) y elevando al cielo sus sacrificios y oraciones. También pueden hacerlo intercediendo
unos por otros. Pero esos sacrificios, oraciones e intercesiones no llegan a Dios Padre si no son elevados a
él por manos de Cristo mismo, que se hace presente sacramentalmente en la Iglesia a través de sus
ministros ordenados. Se une, así, esta doctrina del sacerdocio común de los fieles con la de los frutos de
la eucaristía como sacrificio. En otras palabras, por debajo de los ministros ordenados, los fieles
interactúan espiritualmente entre ellos y se dirigen personalmente al Padre movidos por el Espíritu Santo,
pero esas acciones llegan al altar del cielo sólo por Jesucristo, porque él solo es el único mediador entre
Dios y los hombres. Pero esa única mediación es la que es perpetuada por el sacramento del orden
sagrado. Así, esas ofrendas llegan, de hecho, al cielo, por la mediación sacerdotal de los ministros
ordenados. Mediación que queda recogida en la enseñanza sobre los frutos del sacrificio eucarístico.
30

Por su parte, también el libro del Apocalipsis habla del sacerdocio de los fieles.
Su originalidad está, sobre todo, en unir este sacerdocio con la realeza de los
cristianos. Esta unión refleja el interés de San Juan en este libro por unir liturgia e
historia en una estrecha relación interna.
La primera vez que hace mención del sacerdocio de los fieles, también en clara
alusión a Ex 19, 6, es en 1, 6: “Cristo hizo de nosotros un linaje real, unos sacerdotes
para su Dios y Padre”. La frase es el culmen de una serie de acciones de Jesucristo que
merecen nuestra alabanza (v. 7). La gloria que los cristianos le tributan tiene, en el
hecho de haberlos hecho reino y sacerdotes, su motivo más elevado. El ritmo de la
perícopa lleva a pensar que la acción por la que Cristo hizo a los fieles sacerdotes, es la
acción por la cual, con su sangre, los purificó de sus pecados (v. 5). La referencia, pues,
a la muerte del Señor es clara. Por su muerte ha hecho de nosotros sacerdotes para Dios,
su Padre.
Como sacerdotes constituidos por la muerte redentora de Jesús, los cristianos
pueden presentarse libremente ante Dios, es decir, sin que exista ya el obstáculo del
pecado, para rendirle culto. En otros términos, los fieles son sacerdotes porque, gracias
a la muerte de Jesucristo, pueden relacionarse con Dios sin verse obstaculizados para
ello por el pecado, pues éste ha sido borrado por la sangre del Señor44.
El segundo texto en que aparece el tema del sacerdocio de los fieles es el de Ap
5, 10. Pertenece a otro contexto, pero ayuda a profundizar en el sentido del sacerdocio
de los cristianos. También aquí el apelativo va unido a la mención de la realeza de los
fieles con la diferencia de que ahora el reinado de los cristianos se ejerce activamente:
“reinarán sobre la tierra”. A través de este ejercicio regio se concretiza el dominio
de Jesucristo sobre la historia de los hombres. Pero esta realeza corresponde a los
cristianos porque Cristo los ha rescatado con su sangre poniéndolos en nuevas
relaciones con Dios. Y como la relación con Dios es el aspecto más específico del
sacerdocio, puede decirse que los fieles son reyes que reinan sobre la tierra porque han
sido hechos sacerdotes por Jesucristo. Como bien afirma A. Vanhoye, “Juan no acepta
la idea de una historia del mundo que se desarrolle independientemente de la relación
de los cristianos con Dios. Para él, el elemento determinante de la historia es
precisamente esta relación, que hace de todos los cristianos unos sacerdotes”45.
Los cristianos son reyes por ser sacerdotes, es decir, por haber sido
introducidos por Cristo a mantener nuevas relaciones con el Padre, y ejercen su
sacerdocio en su reinado. La visión del sacerdocio, por lo tanto, se ve ampliada por la
de la realeza. El ejercicio sacerdotal de los fieles está en relación con el movimiento
de la historia humana, pero sin que lleguen a confundirse ambas dimensiones de la
vida cristiana. El texto del Apocalipsis sugiere que lo que ocurre en el santuario
celestial repercute en la historia terrena. Los cristianos, en efecto, pueden reinar aquí

44 Aunque no pertenezca a la temática tratada por San Juan en este texto, el acceso libre de los
cristianos a Dios por la ausencia del pecado, no indica que dicho acceso sea inmediato, sino siempre a
través de la mediación sacerdotal de Jesucristo y, por ende, del ministerio ordenado que lo hace
sacramentalmente presente.
45 A. VANHOYE, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo, p. 305. En el mismo sentido dice J.
LÉCUYER, El sacerdocio en el misterio de Cristo, Salamanca 1959, p. 195: Los fieles ya glorificados o
todavía vivos en la tierra reinan en el sentido de que son ellos quienes, misteriosamente unidos a Cristo
glorificado, conducen la historia humana hacia su fin. Todos los acontecimientos tienen valor por su
relación con ellos y su intervención influye (Cf. 6, 10) eficazmente en el destino de los pueblos.
31

en la tierra porque con sus oraciones tienen acceso al santuario celeste. Pero no sólo con
las oraciones, sino también con sus sufrimientos y su paciencia en las tribulaciones y
persecuciones (Ap 2, 10; 12, 11).
Este sacerdocio que los fieles cristianos ejercen en la tierra tendrá, según el
mismo libro del Apocalipsis, una perfección superior en los mártires y fieles cristianos
que hayan alcanzado la muerte sin sucumbir al poder de seducción de la Bestia (Ap 20,
6). Es llamativo que San Juan, para expresar la felicidad de los mártires y de los santos,
recurra a la idea del sacerdocio. La estrecha relación que estos santos guardan con Dios
y con Cristo, y que justifica su intercesión y nuestras oraciones a ellos, es una relación
sacerdotal. De aquí podemos concluir que lo propio del sacerdocio de los fieles,
aunque se verifique en distintos niveles, es esta relación especial con Dios Padre en
Jesucristo, abierta por la misma pasión del Señor, que se configura a imagen y por
participación del sacerdocio de Cristo. En otros términos, es asociándose al acto
sacerdotal por excelencia del Señor que los fieles ejercen su sacerdocio.
Pero lo que se verifica en la participación en el sacrificio eucarístico y en toda la
conducta de los cristianos (1 Pe 1, 15), se actúa en dependencia del sacerdocio
ministerial. En efecto, cuando se trata de establecer de qué manera los fieles cristianos
ejercen el sacerdocio común en la ofrenda del sacrificio eucarístico, se presentan a la
consideración distintas posibilidades no todas realmente viables. La primera de ellas,
que es errónea, equipara, excesivamente, el sacerdocio ministerial con el de los fieles.
Tertuliano, una vez hecho montanista, fue uno de los primeros en caer en este error 46
pues, según el mismo Tertuliano, tal era la doctrina de los montanistas.
Por su parte, también los valdenses abrazaron esta opinión pensando que la
virtud, y no la ordenación sacramental, era la fuente de la dignidad sacerdotal. Así, todo
laico virtuoso administraría válidamente los sacramentos, mientras que un sacerdote
indigno debería ser considerado como destituido de todo poder. En contra de este error
puede leerse DH 793. También Lutero, como vimos, suscribió esta doctrina siendo
condenado por el Concilio de Trento en el año 1563, DH 1767.
Como reacción en contra de este error excesivo, algunos negaron, errando por
defecto, toda verdadera y propia participación activa de los fieles en el sacrificio de la
Misa, pero con ello se vaciaba el contenido de los documentos de la Tradición, la
Liturgia y del Magisterio de la Iglesia.
Entre estos dos extremos se extiende una gama indefinida de teorías y opiniones
que, aun siendo ortodoxas, no dejan de ser inciertas y dudosas. Algunos hablan de
sacerdocio de los fieles sin relación alguna al sacrificio de la Misa. Otros, hacen
referencia al sacrificio de la Misa, pero sin relacionarlo con ningún sacerdocio. En fin,
los hay quienes atribuyen a los fieles un sacerdocio común sin explicar si incluye alguna
mediación o no.
Siguiendo los documentos del Magisterio de la Iglesia, se debe decir que las dos
primeras opiniones se oponen decididamente a la enseñanza del Magisterio eclesiástico
que rechaza tanto toda confusión entre sacerdocio ministerial y común de los fieles
laicos como también toda separación y oposición entre ellos. Efectivamente, entre el
sacerdocio ministerial y el de los laicos no hay ninguna confusión ni separación porque,
permaneciendo en planos diversos, tanto los fieles laicos como los sacerdotes tienden a

46 De Baptismo c. 7.
32

Dios, cada uno con actividades propias y distintas, pero convergentes y relacionadas
(LG 10).
El principio de solución se lo encuentra en la encíclica Mediator Dei de Pío XII.
Allí, el Sumo Pontífice dice: “Es necesario prestar atención a que el sacrificio
eucarístico, por su propia naturaleza, es una inmolación incruenta, hecha a Dios
Padre, de la víctima divina, tal como místicamente lo muestran la separación de las
especies y su ofrecimiento”. En breves palabras, en el sacrificio eucarístico,
distinguimos la inmolación incruenta y sacramental y una oblación interna y externa.
La inmolación, que resulta de la consagración del pan y del vino, es obra
exclusiva del sacerdote ordenado, como instrumento de la omnipotencia divina. Éste es
el principio de distinción entre los dos sacerdocios, el ministerial y el de los fieles.
La oblación, que implica un acto interior de honra a Dios, es común a los fieles
y al sacerdote. Éste es el principio de no-separación entre el sacerdocio ministerial y el
de los laicos. En efecto, los sacerdotes y los laicos, como criaturas inteligentes, son
ordenados por el bautismo al culto cristiano. El carácter, también el bautismal, es una
participación en el sacerdocio de Cristo. Ahora bien, puesto que el carácter sacramental
es diverso en el bautizado y en el ordenado, también la oblación común asume matices
especiales en ambos. En virtud del carácter del orden, el sacerdote, en el mismo acto de
inmolación, ofrece ritualmente (materialmente) la víctima a Dios. Por el carácter del
bautismo, el fiel ofrece espiritualmente la misma víctima junto con el sacerdote.
No se puede decir que la oblación de los fieles, siendo espiritual, no sea
sacrificial porque su acto interior se une con la oblación actual interna de Cristo que
constituye el alma del sacrificio eucarístico. Esta alma se encarna y se hace visible en el
rito externo, que es el signo divinamente establecido para manifestar el acto interior. Por
otra parte, la oblación ritual hecha por el sacerdote pertenece también, de alguna
manera, a los fieles en razón del carácter y solidaridad del Cuerpo Místico. Pero, así
como todo el hombre ve a través del ojo, así también la Iglesia entera ofrece el sacrificio
por el miembro elegido que es el sacerdote.
Así, pues, en la inmolación mística y sacramental de la eucaristía se entronca la
oblación de los fieles de manera que la inmolación hecha sacramentalmente por el
sacerdote también es el signo visible de la ofrenda interior de la Cabeza y de sus
miembros, es decir, del Cuerpo entero. Se puede decir, por consiguiente, que a través
del rito externo de la Misa, realizado por el ministro ordenado, toda la Iglesia ofrece el
sacrificio de Cristo al Padre.
Los fieles, pues, concurren activamente en el ofrecimiento de la Misa que puede
ser definida, según esto, como el sacrificio del Cuerpo Místico. Pero esta concurrencia
no equipara el sacerdocio de los fieles al ministerial, sino que lo introduce en el ámbito
de la actividad cultual y religiosa que es una participación, aunque en grado menor, del
culto perfecto que Cristo, como Sumo Sacerdote, ha tributado de una vez para siempre a
Dios Padre. Los fieles, por lo tanto, por el carácter bautismal, se transforman en
“cultores Dei” a través del sacrificio eucarístico. En este sentido se puede decir que
todos los bautizados participan, dentro de los límites que comporta su condición de
miembros del Cuerpo Místico, del sacerdocio de Cristo (Cf. III q. 63, a. 3). Esta
doctrina fue expuesta también por el Concilio Vaticano II, en la Constitución Lumen
Gentium, 10: “Cristo, Señor, Pontífice tomado de entre los hombres, de su nuevo
pueblo hizo un reino y sacerdotes para Dios, su Padre. Los bautizados, en efecto, son
33

consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y
sacerdocio santo para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan
sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquél que los llamó de las tinieblas a su
admirable luz. Por ello, todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y
alabando juntos a Dios, ofrézcanse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios
y den testimonio por doquiera de Cristo, y a quienes lo pidan, den también razón de la
esperanza de la vida eterna que hay en ellos. El sacerdocio común de los fieles y el
sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no sólo en
grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del
único sacerdocio de Cristo. El sacerdocio ministerial, por la potestad sagrada de que
goza, forma y dirige al pueblo sacerdotal, confecciona el sacrificio eucarístico en la
persona de Cristo y lo ofrece en nombre de todo el pueblo de Dios. Los fieles, en
cambio, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la ofrenda de la eucaristía y lo
ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias,
mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad operante”.
Resumamos los principales puntos de la enseñanza neotestamentaria sobre el
sacerdocio de los fieles:
1. La pasión y la muerte de Cristo merecieron para todos los bautizados la
posibilidad de participar en el sacerdocio del Señor.
2. El sacerdocio de los fieles no excluye en nada la existencia de un sacerdocio
ministerial, al igual que en el Antiguo Testamento la elección de Israel no
impedía el llamado de una tribu a la dignidad sacerdotal.
3. Este sacerdocio se expresa en la predicación del poder de Dios y en el
sacrificio que el fiel hace de su vida ofreciéndola a Dios. Todos los
bautizados participan, por lo tanto, en el ministerio de la Palabra y en el
sacrificio que hace a Israel según el Espíritu, esto es, a la Iglesia de Cristo.
De esta manera, los datos neotestamentarios sobre el sacerdocio de los fieles
son un ejemplo de la espiritualización del templo, de la ofrenda y de todo el
culto que se cumple en la Nueva Alianza. Estas tendencias a espiritualizar el
culto del Antiguo Testamento se encuentran ya en ciertos salmos y en los
profetas (Sal 50, 13-14; 51, 18-19; Is 1, 11-17; Os 6, 6).
4. Quien quiera ser sacerdote, no lo puede ser más que a condición de
permanecer unido a Cristo, porque no es más que en él que se puede ofrecer
un sacrificio. El sacerdocio de los fieles pasa por el sacerdocio de Cristo que
es el nuevo templo, el nuevo altar, la nueva víctima y el nuevo sacerdote.
Los miembros del Cuerpo de Cristo participan de estas prerrogativas: ellos
son las piedras vivas sobre las cuales se levanta el templo cuya construcción
no acabará sino en el momento de la Parusía.
5. En el Nuevo Testamento, la idea de un llamado y de una vocación está
frecuentemente unida al tema del sacerdocio. El pueblo de Dios debe
responder al constante llamado del Señor para ser la sal de la tierra (Mt 5,
16)47.

47 Cf. C. ROMANIUK, o.c., p. 60-61.


34

LOS MINISTERIOS EN EL NUEVO TESTAMENTO


Ya hemos dicho, en varias oportunidades, que en el Nuevo Testamento, salvo la
mención de Jesucristo y de los fieles como sacerdotes, a ningún ministro se le da esta
calificación. Sin embargo, la progresiva organización de la Iglesia naciente permite
constatar la existencia de ministros a quienes hoy nosotros conferimos el título de
sacerdotes. Conviene, por lo tanto, ver cómo se estructura este ministerio para luego
considerar, no sólo por qué no fueron llamados sacerdotes en los escritos
neotestamentarios, sino también por qué la Iglesia así ahora los considera.
Ahora bien, en los escritos de la Nueva Alianza resalta, entre los múltiples
ministerios de la Iglesia naciente, el grupo de los “Doce”. Tal como aparece en los
evangelios, se trata de un grupo constituido por personas especialmente elegidas y
llamadas por Jesucristo (Mt 10, 1-4; Mc 3, 13-19; Lc 6, 12-16). La expresión “los hizo
Doce” de San Marcos (3, 14) sugiere su constitución al modo de una nueva creación 48.
Jesús, por lo tanto, no sólo hizo la elección, uno por uno, de los Doce, sino también la
constitución del grupo como tal, poniendo a Pedro a la cabeza. Además, dado que en
la Biblia la construcción del verbo “hacer” con un objeto directo (acusativo) de
personas se empleaba para hablar de la institución de sacerdotes (1 Re 13, 33; 2 Cr 13,
9; 1 S 12, 6; Hb 3, 2; Ap 5, 10), la frase de San Marcos indica la naturaleza religiosa del
grupo de los Doce.
A estos Doce, Jesús los eligió, los llamó para que estuvieran con él y los envió
asociándolos a la misión que él mismo había recibido del Padre: “Como el Padre me
envió, así yo los envío a ustedes” (Jn, 20, 21). Para ello los revistió de su poder, que los
Doce deberían prolongar y perpetuar en la Iglesia a través de su apostolado, es decir, a
través de su ministerio. En efecto, los Doce son enviados (apóstoles) por Jesucristo con
su poder (exousía) para el servicio (ministerio) de la Iglesia. La autoridad con que
Cristo revistió a los Doce es de orden diverso a la autoridad de los reyes y, por lo tanto,
no la deberán ejercer según los criterios del mundo (Mt 20, 25-28; Lc 22, 26), sino
como un verdadero servicio (diaconía), que no es otro que el de Cristo mismo (Jn 13,
14-15)49.
La oración sacerdotal de Jesús expresa esta misma colación del ministerio
apostólico que habrá de continuar el suyo propio. En el contexto, ya, de su última
Pascua (Jn 13, 1), el Señor anuncia a los Apóstoles, con claridad meridiana y sin recurrir
a un lenguaje parabólico (Jn 16, 29), que pronto dejará este mundo: “Dentro de poco ya
no me verán, y dentro de otro poco me volverán a ver, porque voy al Padre” (Jn 16,
16). “Salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre” (v. 28).

48 Según algunos autores, el verbo «hacer» () recuerda el empleado en Gn 1, 1 e Is 43,


1; 44, 2. Otros autores, sin embargo, sostienen que el verbo debe referirse a 1 S 12, 6 y traducirse por
«designar». Como sea, cuando tiene a Jesús por sujeto, siempre designa una acción especial y autorizada
suya.
49 El ministerio que los Doce reciben de Jesucristo es una diaconía, esto es, un servicio. Se trata
de la misma diaconía confiada por el Padre al Señor. Es, pues, una diaconía de salvación. Es este mismo
ministerio el que los Doce deben re-presentar sacramentalmente. Se entiende, así, que el orden sagrado
incluya, como un grado propio, la re-presentación sacramental de esta diaconía de Jesucristo, sin
perjuicio de que ella esté presente más completamente en los demás grados. El esquema descendente para
pensar la jerarquía de estos grados permite comprender cómo los grados superiores no añaden algo
distinto de esta diaconía para diferenciarse del grado inferior, sino que los dos grados inferiores lo poseen
porque pertenece a la plenitud del ministerio sacerdotal del obispo, de quien reciben su participación en el
sacerdocio de Cristo.
35

Luego, elevando los ojos al cielo, agrega: “Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu
Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti… para que a todos los que le diste, les dé la
vida eterna” (Jn 17, 1-2). He aquí el fin último de la misión del Hijo: comunicar la
vida eterna a los hombres, que no es otra cosa que conocer al Padre y a su Enviado (v.
3).
Acto seguido, Cristo confiesa haber glorificado a su Padre y manifestado su
Nombre a los hombres (Jn 17, 4-5). Ellos han guardado sus enseñanzas (v. 6) y
reconocieron la verdad de su misión (v. 7-8). Ahora, Cristo, que ya deja el mundo (v.
11), ora por los Doce, que permanecen en el mundo (v. 9-12), para que sean santificados
en la verdad (v. 17) y les confía su misión: “Como tú me enviaste al mundo, también yo
los envío al mundo” (v. 18). Más adelante, luego de la resurrección, Jesús les recordará
estas mismas palabras: “Como el Padre me envió, así yo los envío a ustedes” (Jn, 20,
21). Quiere decir que la obra de los Doce será continuación de la de Jesucristo, y
esta obra se perpetuará incluso más allá de los Doce: “No ruego por ellos solamente,
sino también por los que habrán de creer en mí por su palabra, para que todos sean
uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti; que ellos sean uno en nosotros a fin de que el
mundo crea que tú me enviaste” (Jn 17, 20-21). Es la misión/ministerio de Cristo, la
de comunicar la vida eterna a los hombres, la que debe ser perpetuada por los
Doce y sus sucesores hasta el fin de los tiempos. Hay, por lo tanto, unidad entre Jesús
y los que continuarán su misión en la tierra. Es decir, los Doce y sus sucesores
continuarán la actividad salvífica del Señor, de ahora en más, invisible, pero que seguirá
obrando por sus Apóstoles/ministros. Así, Jesús transmitirá, por medio de los Doce y
sus sucesores, a todas las generaciones, la misma verdad y la misma palabra que él les
había entregado y que ellos recibieron: “Todo lo que he oído de mi Padre se los he
dado a conocer” (Jn 15, 15). La verdad que los Apóstoles recibieron de Cristo en el
secreto, la deberán predicar públicamente (Mt 10, 27). Y como la instrucción recibida
no les será suficiente, intervendrá también el Espíritu Santo: “El Paráclito, el Espíritu
Santo que mi Padre enviará en mi nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará
todo lo que yo les he dicho” (Jn 14, 26). Se tratará siempre, por lo tanto, de la misma
enseñanza y obra salvífica de Jesucristo: “Tomará de lo mío y se lo anunciará a
ustedes” (Jn 16, 14).
Los Doce continuarán la obra de salvación del Señor, y el Espíritu Santo los
asistirá a fin de que puedan efectivamente cumplir su misión. Esta misión no conocerá
límites, ni en el espacio, porque se trata de instruir a todos los pueblos y de predicar el
Evangelio a todas las naciones (Mt 28, 19), ni en el tiempo, porque Cristo estará con sus
Apóstoles (y sus sucesores) hasta la consumación de los siglos (Mt 28, 20). Se trata de
la misma misión del Salvador perpetuada hasta el fin del mundo: “Quien a ustedes
escucha, a mí me escucha; quien a ustedes rechaza, a mí me rechaza; pero quien a mí
me rechaza, rechaza a aquél que me envió” (Lc 10, 16; Mt 10, 40; Jn 13, 20).
Jesucristo, por lo tanto, dona a su Iglesia, fundada sobre los Doce, una misión que es
continuación (sacramental) de la suya, con la misma autoridad y con un idéntico fin, que
es la gloria de Dios para la salvación de los hombres.
Los Doce son, por tanto, la autoridad suprema en la Iglesia que comienza a
reunirse en torno a ellos por su predicación 50. El ministerio que Jesús les confía
50 Autores como E. Schillebeeckx (El ministerio eclesial), pero no el único, consideran a los
Doce como un símbolo de la inminente comunidad escatológica destinados, por eso mismo, a una corta
vida. Al elegirlos, Jesucristo habría comenzado el grupo de la Iglesia, pero sin atribuirles ninguna misión
36

constituye el núcleo jerárquico de la Iglesia, no sólo frente a los demás discípulos, sino
también en el interior mismo del grupo. En efecto, la máxima autoridad corresponde, en
todo sentido, a Pedro, porque Jesucristo mismo le confirió el primado sobre los demás
Apóstoles y sobre todos los discípulos (Mt 16, 18-19). En consonancia con esto, los
Hechos de los Apóstoles nos muestran a Pedro en el ejercicio de esta autoridad
suprema, sea castigando (5, 1ss), sea gobernando (6, 1ss), sea tomando la palabra en
nombre de todos (1, 15; 2, 14; 3, 12ss), sea, en fin, decidiendo sobre las cuestiones
tratadas en el Concilio de Jerusalén (15, 7ss).
Pero junto a estos Doce, que reciben, por antonomasia, el nombre de
“Apóstoles”, pues fueron directamente elegidos, constituidos y enviados por Jesús para
continuar su misión redentora, hay otros que también reciben el nombre de “apóstoles”.
En la Iglesia naciente, el apostolado no se identifica totalmente con los Doce. San
Pablo, por ejemplo, nunca se contó a sí mismo entre los Doce y, sin embargo, reivindicó
para sí, como ninguno, el título de apóstol (Rm 1, 1; 1 Co 1, 1; 9, 1; 15, 7-11; Gal 1, 1).
Estos apóstoles aparecen en el Nuevo Testamento como otros enviados también en
misión. Los requisitos para pertenecer al grupo de los Doce y al de estos otros apóstoles
no son idénticos. La pertenencia a los Doce exigía haber sido testigo de las palabras y
los hechos del ministerio público de Jesús y de su resurrección, así como también haber
recibido de él la misión pospascual. En cambio, ser apóstol importaba sólo la visión del
resucitado y el envío a la misión51. Estos eran, por tanto, una segunda clase de apóstoles,
menos autorizados que los pertenecientes a la primera convocación realizada por el
mismo Señor antes de su resurrección52. El ministerio de estos apóstoles, por lo tanto,
carecía de validez fuera de la comunión con los Doce. Observamos, por consiguiente,
que pronto, lo que Jesús legó a los Doce, fue transmitido por ellos mismos a otros,
explicitándose, para el cumplimiento de la misión recibida, la estructura jerárquica
con que Jesucristo fundó a la Iglesia, aunque siempre en dependencia de su fuente
genuina: el grupo de los Doce elegidos y constituidos por el mismo Cristo. El mismo
San Pablo, que tanto defiende su condición de apóstol por haber recibido directamente
del Señor Resucitado, y de ningún otro, su misión, se subordina a la autoridad de los
que él llama “las columnas” para referirse a Pedro, Santiago y Juan, a fin de asegurarse
“no haber corrido en vano” (Gal 2, 2. 9).
Pero la lectura de los Hechos de los Apóstoles y de las cartas paulinas aporta
todavía nuevos interesantes datos sobre los ministerios en la comunidad cristiana
específica, es decir, sin constituirlos Apóstoles. Es verdad que, para algunos, el término “apóstol” es
pospascual y, tal vez, de origen paulino. Sin embargo, que Jesús no haya usado este título para designar a
los miembros del grupo de los Doce, cosa que todavía debe ser probada, lo cierto es que sí los constituyó,
y los envió, para una misión específica con poder para realizarla. El lugar de autoridad de estos Apóstoles
en la Iglesia se deja de ver bien en 1 Co 15, 3-8 donde San Pablo coloca en cabeza el testimonio de Cefas
sobre la resurrección de Jesús y, en relación con él, al resto de los Doce (v. 5). Este mismo texto muestra
la institucionalidad de los Doce que siguen recibiendo este mismo nombre a pesar de que, en ese
momento, ya eran once.
51 San Pablo la había recibido directamente de Jesucristo y esto lo ponía muy cercano al grupo
de los Doce, aunque nunca atribuyéndose una pertenencia a ese grupo.
52 JEREMÍAS, J., Teología del Nuevo Testamento I, 1980, p. 272: “En cuanto al problema de la
historicidad de la vocación y misión de los Doce por parte de Jesús, vemos que Welhausen, siguiendo las
sugerencias de Schleiermacher, formuló la tesis de que los Doce no pertenecen a la historia de Jesús; de
que se trataría, más bien, de los representantes de la comunidad más antigua; y de la que la
retroproyección de la misión de los Doce desde el Cristo resucitado sobre el Jesús histórico sería una
prolepsis. Welhausen encontró muchos seguidores. Las razones que da, son afirmaciones apodícticas de
carácter pasmosamente arbitrario”. Resaltado nuestro.
37

primitiva. Un elemento que surge a primera vista, y que no debe ser olvidado, es la
variedad y flexibilidad de formas de realización del ministerio eclesial en los
tiempos de fundación de la Iglesia. Esta polícroma estructuración se debió a la
diversidad de situaciones en que se iba afianzando la Iglesia primitiva. Como sea,
tampoco debe olvidarse que, por debajo de esas variedades de ministerios, se descubre
un substrato inmutable, con origen en la misma institución de Jesucristo. Esta
constatación obliga a distinguir firmemente entre la existencia de una constitución
jerárquica en la Iglesia primitiva y la concreción de sus estructuras y funciones
ministeriales. Este último aspecto, en el libro de los Hechos y en las cartas paulinas
refleja no sólo la situación de una Iglesia que se va afianzando a medida que se va
extendiendo, sino también el hecho, cada vez más cercano, de la desaparición de los
Apóstoles. En estas circunstancias, en efecto, se imponía, con necesidad
imperiosamente vital, estructurar y organizar la Iglesia, dando cabida en ella a nuevos
ministerios, pero siempre en relación a los Doce, es decir, explicitando
homogéneamente lo que el mismo Jesucristo había dado a la Iglesia en el grupo de
los Doce53.
Según esto, pues, San Lucas presenta, en los Hechos de los Apóstoles, dos tipos
de ministerios. En primer lugar, el ministerio general, misionero e itinerante, cumplido
en principio por los Doce, secundados por los Siete, llamados también apóstoles y
profetas. En segundo lugar, el ministerio local, de cada comunidad, asumido por un
grupo de presbíteros, escogidos e instituidos, al menos en algunos casos, por los
mismos Apóstoles (Hch 14, 23), que permanecen en relación con ellos (Hch 20, 17), y
cuya responsabilidad ante la comunidad se expresa por el título de episcopos (vigilante)
y por la imagen del pastor54.
San Pablo, por su parte, no duda en relacionar las comunidades por él fundadas
con su propia persona en cuanto que se confiesa apóstol de Jesucristo, así como
tampoco duda en relacionar las comunidades entre sí y con la Iglesia madre de
Jerusalén. No es tan clara, sin embargo, la configuración concreta de los ministerios y
sus funciones establecidos por el Apóstol de los gentiles. Los datos que él nos ha
transmitido no son suficientes, porque la Iglesia primitiva, encontrándose aún en una
etapa fundacional, no había adoptado todavía una forma definitiva. Además, la posición

53 Hans Küng, en su libro Estructuras de la Iglesia, propone una lectura del Nuevo Testamento
sobre la base de establecer un canon dentro del canon. Según este autor, los datos posteriores sólo
pueden ser comprendidos a la luz de los primitivos. El dato posterior de las Cartas Pastorales, por
ejemplo, debe ser comparado con el dato primitivo que es el canon regulador. De aquí concluye, respecto
del tema de la sucesión apostólica, que la imposición de manos solamente era un medio, entre otros, para
transmitir el orden episcopal. La Iglesia primitiva, más carismática, conocía otros modos de hacerlo. Pero
esta opinión desconoce un factor fundamental del corpus neotestamentario. Su redacción se escalona
durante un amplio período de tiempo. El discernimiento de la génesis del ministerio sacerdotal debe, por
lo tanto, evitar dos tentaciones: la que se centra en los textos más primitivos, supervalorando su
enseñanza como norma absoluta y rebajando el valor de los testimonios posteriores; la que asume el
principio de que es más inteligible lo más desarrollado que lo menos y procura establecer la norma de la
vida eclesial sólo a partir de los últimos documentos del Nuevo Testamento. Además, es necesario tener
en cuenta la diacronía y la sincronía del corpus. Todo él constituye un canon único en el que textos
posteriores han sido puesto junto a textos primitivos haciéndolos contemporáneos unos de otros. Así, una
afirmación históricamente situada puede tener un sentido más amplio por su presencia en la totalidad del
corpus. La lectura diacrónica debe estar al servicio de la lectura sincrónica, pues es el texto tal como lo
hemos recibido el que es normativo para la fe.
54 A esta altura de la organización de la Iglesia no se puede ver, aún, si el término “obispo”
designa un ministro o un ministerio.
38

privilegiada de los Apóstoles como testigos inmediatos de la vida, muerte y resurrección


de Jesús, polarizó tanto la atención de los cristianos, que desplazó las demás funciones
ministeriales a un puesto secundario55.
En efecto, la lectura de las cartas paulinas, excluidas por ahora las pastorales,
arroja como resultado los siguientes hechos: No utilizan el título de “presbíteros” para
designar ningún ministro concreto. El único ministro monárquico es el Apóstol Pablo.
Tampoco se encuentra suficientemente atestiguado el rito de la imposición de las manos
para la colación de ministerios, y la idea misma de sucesión está ausente. Se trata de
realidades que a esta altura, o no se han impuesto, o no tenemos noticias de ellas. Una
conclusión negativa, por consiguiente, no puede tomarse como definitiva. Finalmente,
no se halla la trilogía jerárquica de obispo, presbítero y diácono.
San Pablo era consciente de la originalidad que suponía la Iglesia frente al
judaísmo. Tal vez por esta razón no llamó “presbíteros” a los responsables de las
comunidades por él designados. A la cabeza de esas Iglesias, el primer garante de su
continuidad con Jesucristo y la Iglesia madre de Jerusalén era el mismo Apóstol (Gal 2,
2). Con esto, San Pablo evitaba que se identificaran las estructuras locales de la Iglesia
primitiva con las de la sinagoga y, al mismo tiempo, llamaba la atención sobre la
novedad del ministerio apostólico, que gobierna la Iglesia en el Espíritu Santo.
Las cartas pastorales, en cambio, presentan una consolidación en la
estructuración jerárquica de la Iglesia. La Epístola a Tito, por ejemplo, testimonia cómo
este discípulo de San Pablo estableció “presbíteros”, entendidos ahora como ministros,
siguiendo las instrucciones del Apóstol de los gentiles (1, 5). Lo mismo se constata en 1
Tm 5, 17: los que ejercen una función de responsabilidad en las Iglesias son llamados
“presbíteros”. El uso del término se extendió, así, entre los discípulos de Pablo por
Antioquía, Asia Menor y el Mediterráneo oriental, pues ya se había superado el peligro
de asimilación a la idea judaica de los presbíteros. Fue de ayuda en este sentido la unión
de este término al de “obispo”, del que llegó a ser inseparable. Gracias a él, la noción
de “presbítero” adquirió sentido netamente cristiano56. Las cartas pastorales, pues,
manifiestan una consolidación de la estructura jerárquica de la Iglesia, porque lo
que se apunta una sola vez en Flp 1, 1, las pastorales lo reiteran de manera continua (Cf.
1 Tm 3, 1; 5, 17).
La organización de la Iglesia en las cartas pastorales, por lo tanto, es mayor.
Según su testimonio, los discípulos de Pablo llegan a ser sus sucesores por medio de
una designación formal y tendrán, a su vez, sucesores legitimados por el rito de la
imposición de las manos. Así, Timoteo se convirtió en el sucesor en el ministerio de
San Pablo, pero sin detentar ya el título de apóstol. Timoteo, por su parte, es presentado
solamente como un evangelista (2 Tm 4, 5). Él, al igual que Tito, estableció presbíteros
55 Según H. Küng, la Iglesia de Corinto, fundada por el Apóstol Pablo, no conocía presbíteros ni
obispos, sino que se conducía a sí misma al ritmo de la aparición espontánea de distintos carismas en su
seno. De este modo aventura la tesis de que, en la Iglesia primitiva, había dos tipos de estructuras, la
“carismática”, específicamente paulina con su modelo en Corinto, y la “institucional”, propia de las
comunidades palestinas, en las que se habla de presbíteros y obispos y se daba también la imposición de
manos. Otra vez, la opinión de este teólogo es equivocada. Aun aceptando una importante evolución de
los ministerios, no se puede oponer una constitución carismática de las Iglesias paulinas a la constitución
episcopal-presbiteral de las Iglesias de Palestina. Para los cristianos de la Iglesia primitiva no hay
oposición entre la libertad del Espíritu en la entrega de sus dones (1 Co 12, 11) y la existencia de una
estructura jerárquica de la Iglesia (1 Co 12, 18).
56 Los presbíteros en la Iglesia Católica no son la réplica del grupo de los ancianos de Israel.
39

recurriendo al mismo gesto de la imposición de manos (1 Tm 5, 22; Tt 1, 5). La


responsabilidad de la sucesión recae sobre los mismos dirigentes de la comunidad.
No se sabe a ciencia cierta cómo se pasó de los obispos de Flp 1, 1 al obispo
único en 1 Tm 3, 2 o de Tt 1, 7. Lo cierto es que, a partir de este cambio, los presbíteros
ya no se mencionarán sin que uno de ellos goce de un ministerio particular definido
como vigilancia espiritual (obispo).
Así, pues, según el testimonio de los Hechos y de las cartas pastorales, todas las
Iglesias fundadas por San Pablo están dirigidas, bajo la autoridad suprema del Apóstol,
por ministros locales. Lo mismo se verifica en la Iglesia de Roma y en la que está bajo
la autoridad de Santiago. El testimonio, por lo tanto, es unánime: no hay comunidad
cristiana sin pastores que la gobiernen y presidan. Ellos están en lugar de los
Apóstoles y desempeñan, en virtud de una misión divina, significada y otorgada
eficazmente por el rito de la imposición de las manos, el ministerio mismo de
Jesucristo confiado en otro tiempo a los Doce. Los presbíteros tienen, pues, por ello, la
triple función de enseñar a los fieles, promover la comunión entre ellos y presidir las
oraciones y la fracción del pan (Hch 2, 42).
Puede observarse, por lo tanto, que, con el paso del tiempo, la estructura
jerárquica de la Iglesia se va afianzando y aclarando bajo el impulso y la organización
de los Apóstoles guiados por el Espíritu Santo que el Señor les había prometido y
donado. De la variedad de ministerios que aparecen al comienzo, la misión apostólica
que los Doce recibieron de Jesucristo se termina organizando básicamente en torno a
tres clases de ministros que son los diáconos, los presbíteros y los obispos.
En cuanto a los diáconos, aunque no hayan recibido este nombre desde el
comienzo, hay que decir que ellos han sido instituidos, los primeros, por los mismos
Apóstoles (Hch 6, 1-7). Elegidos en número de Siete, fueron ministros sagrados de un
rango inferior. Su potestad sacra deriva de la imposición de las manos de los Apóstoles
y la oración que realizaron sobre ellos. Sus funciones son la predicación (Hch 6, 10; 7,
2-53; 8, 5) y la administración del bautismo (Hch 8, 38). Estos diáconos llevaron a cabo
un segundo momento en la difusión de la Palabra. Lo hicieron fuera de Jerusalén,
mientras en la Ciudad Santa permanecieron los Apóstoles (Hch 8, 1), es decir, se
dispersaron por Judea y Samaría, en estrecha continuidad con la predicación apostólica
y, por lo tanto, en conformidad con el querer de Jesucristo. Prontamente, por lo tanto, la
misión y ministerio de los Doce, que es la misma misión y ministerio del Señor, se
prolonga en este nuevo ministerio, haciendo de los Siete, auxiliares y representantes de
los Apóstoles, razón por la cual pueden recibir también el nombre de obispos y
presbíteros, aunque no en el sentido técnico con que hoy nosotros los entendemos. A
esta altura temprana, puede decirse, obispo y presbítero, más que sustantivos que
designan un ministro específico, son adjetivos que cualifican el ejercicio del ministerio
apostólico realizado por los Siete.
El camino que lleva de estos Siete a los diáconos enumerados junto a los obispos
y presbíteros en las cartas pastorales de San Pablo no resulta suficientemente claro.
Aunque el vocablo “diaconía” expresa, en general, el servicio de la salvación llevado a
cabo por el mismo Jesucristo y, luego, por los Doce, con el tiempo el término
“diácono” pasó a designar un ministro específico junto y por debajo de los obispos y
presbíteros. Así lo atestigua prontamente la primera tradición apostólica como la Didajé,
San Clemente Romano y San Ignacio de Antioquía y, aún antes, el mismo San Pablo,
40

aunque, en este caso, la función del diácono no resulta todavía claramente delimitada,
así como tampoco su pertenencia a un orden sagrado, dado que se lo menciona junto a
presuntas diaconisas. En efecto, en 1 Tm 3, 8-13 se enumeran las cualidades que deben
reunir los diáconos y las “mujeres”57. En lo que se refiere a los diáconos se les pide
honestidad, integridad, sobriedad, generosidad y guardar el misterio de la fe con una
conciencia pura. No se les pide, como a los obispos (1 Tm 3, 2. 6), que sean aptos para
la enseñanza y que no sean neófitos para que el orgullo no los engañe. La ausencia de
estos requisitos episcopales indicaría que los diáconos, en esta etapa de la organización
de la Iglesia, no estaban destinados oficialmente a la enseñanza de la doctrina.
Los presbíteros, por su parte, son frecuentemente nombrados en los escritos de
los tiempos apostólicos. Los Hechos, en efecto, hablan de los “seniores” de la
comunidad de Jerusalén a quienes los discípulos enviaron, por medio de Pablo y
Bernabé, las limosnas recogidas en la Iglesia de Antioquía (11, 30). Estos presbíteros,
junto a los Apóstoles, tratan cuestiones concernientes a los ritos judíos, en particular,
sobre la obligación de la circuncisión para los cristianos provenientes de la gentilidad
(15, 2. 4. 6. 23. 41), y se reúnen con Santiago para recibir a Pablo y Bernabé (21, 18).
El término “presbítero” empleado en estos textos no designa de suyo a alguien
revestido de un poder sacro. Su significado general apunta en el sentido de una
precedencia de honor. Sin embargo, en las primeras comunidades cristianas, como los
textos citados lo atestiguan, se los ve cumpliendo funciones no sólo de precedencia
honorífica, sino sobre todo participando del poder sagrado de los Apóstoles para el
gobierno de la Iglesia. Así, por ejemplo, en St 5, 14-17, el Apóstol recomienda a los
enfermos llamar a los presbíteros de la Iglesia para que realicen sobre ellos un rito
sagrado, el sacramento de la unción de los enfermos, y obtener así el alivio de su
enfermedad e, incluso, el perdón de sus pecados. Lo mismo puede observarse en la
Iglesia de Éfeso, como lo muestran las palabras que les dirige San Pablo en Hch 20, 17-
35. En esa ocasión, San Pablo, que ve inminente su desaparición, los amonesta, como
rectores de la Iglesia, pastores de los fieles, intendentes de Dios, a tener cuidado del
rebaño ante los peligros que anuncia tendrán lugar. Llega, incluso, a llamarlos
“obispos”, indicando, de este modo, su función pastoral. La terminología aún no había
sido convenientemente depurada para designar ministros específicos, pero ayuda, por el
momento, a determinar la función asignada a los presbíteros. Ellos deberán ser los
guardianes de la tradición apostólica. Ligada a Cristo por la predicación de los Doce, la
Iglesia espera de sus presbíteros una predicación que, conforme a la de los Apóstoles, la
mantenga en la fidelidad de los orígenes.
En este mismo sentido, también en 1 Tm, los presbíteros aparecen dotados de
poder para gobernar y enseñar (5, 17). San Pablo recomienda a Timoteo no apresurarse
a imponer las manos (v. 22), pues ello lo haría responsable de los pecados cometidos
por los que así hubiere ordenado. De este modo, el Apóstol Pablo tiene especial cuidado
de prevenir las faltas de estos “ancianos” para evitar el efecto funesto de su mal
ejemplo. Este cuidado no se explicaría si esos ancianos no fueran superiores
eclesiásticos.

57 Mons. J. Straubinger (1 Tm 3, 11) considera que son las esposas de los diáconos. Otros,
incluso desde la antigüedad, ven en ellas verdaderas diaconisas, como Febe, mencionada en Rm 16, 1,
cuya función era prestar un servicio en el bautismo de las mujeres y en la asistencia a los pobres.
41

En cuanto a los obispos, ellos también son personas revestidas de una misión de
autoridad y de vigilancia. Se puede leer este uso del término en: Hch 20, 28; 1 Tm 3,
2ss; Ti 1, 7ss; 1 P 5, 2. Como en los casos anteriores, la designación de este ministerio
conoce una larga trayectoria hasta cristalizarse en la denominación de un ministro
específico, distinto de los presbíteros, a quien correspondería la presidencia de las
Iglesias fundadas por los Apóstoles una vez que ellos hayan desaparecido. Lo que San
Lucas apunta en los Hechos de los Apóstoles concuerda más con la nomenclatura
empleada en las Cartas Pastorales. Fuera de estos casos, en las demás cartas del Corpus
Paulinum, la mención de los presbíteros y de los obispos no permite una clara
identificación de los ministerios apostólicos.
Tenemos, pues, un ministerio apostólico, fundado por Cristo mismo y
transmitido por los Apóstoles a sus sucesores de diversas maneras y en distintos grados.
La terminología usada para designar estos distintos modos de participar del ministerio
apostólico es variada y confusa al comienzo, siendo difícil o casi imposible rastrear todo
su recorrido, pero lo cierto es que ha ido aclarándose con el tiempo hasta llegar, sobre
todo en las Cartas Pastorales, a la típica fórmula tripartita de obispos, presbíteros y
diáconos.

¿MINISTROS O SACERDOTES?
Ahora bien, como el ministerio neotestamentario que acabamos de describir es
una continuación sacramental del ministerio que el Señor desempeñó en la tierra, y
como en él, ese ministerio o misión era, según la conclusión a la que llega el autor de la
Carta a los Hebreos, sacerdotal, nos es lógico inferir que también debe serlo en los que
lo recibieron de Jesucristo, fundamentalmente en los Doce. Pero, como ya advertimos,
el Nuevo Testamento es reacio a la hora de calificar explícitamente como sacerdotal a
este ministerio. Por el contrario, para la fe de la Iglesia es habitual vincular el ministerio
ordenado con el sacerdocio. ¿Cómo se explica esta curiosa situación?
La respuesta a este interrogante debe ser doble. Por un lado, debe dar razón del
silencio de los libros neotestamentarios sobre la cualidad sacerdotal del ministro
ordenado. Por otro, debe justificar la calificación sacerdotal del ministerio ordenado que
nos es habitual.
Comenzando por el primer punto digamos que la aplicación por parte de los
escritos neotestamentarios de la palabra “sacerdote” (hiereus) a los ministros del
Nuevo Testamento se hubiera prestado a equívocos peligrosos. En primer lugar, porque
la variedad de ministerios atestiguados por aquellos escritos no recomienda calificarlos
a todos, de manera común, como sacerdotales. En efecto, no parece ser lo mismo, desde
el punto de vista de una posible calificación sacerdotal, el ministerio de los profetas, de
los doctores, de los evangelistas, de las diaconisas, de los diáconos, de los presbíteros y
de los obispos. Es posible que este ministerio, que sin duda alguna es sacerdotal en
Cristo y, como veremos en seguida, en los Doce, no lo sea en todos los que de alguna
manera participan de él. Tal parece ser el caso, por ejemplo, de los diáconos, a pesar de
ser un ministerio ordenado, y, seguramente, el de las antiguas órdenes menores y el de
los actuales lectorado y acolitado. Así, pues, si bien mostraremos que el ministerio de
los presbíteros y obispos es sacerdotal por ser la continuación, a través del sacramento
del orden, es decir, por medio de la imposición de las manos y la oración consagratoria,
del ministerio que los Doce recibieron de Jesucristo, no todo ministerio en la Iglesia
42

puede decirse que pertenezca al sacerdocio ordenado58. En efecto, uno es el ministerio


instituido por Cristo mismo y otro el instituido por la Iglesia 59. Se impone, pues, la
cuestión de saber qué es lo sacerdotal en el ministerio ordenado y qué falta al ministerio
no ordenado para ser sacerdotal.
En segundo lugar, la calificación de los ministros del Nuevo Testamento como
sacerdotes se hubiera prestado a equívocos peligrosos porque para la comprensión
corriente de los contemporáneos de Jesús, el término “sacerdote” designaba a los
sacerdotes del Antiguo Testamento y a los ministros de los cultos paganos. El
sacerdocio neotestamentario, por el contrario, es radicalmente nuevo y distinto del
sacerdocio antiguo y pagano. Se entiende, entonces, que un uso común del término
habría implicado el riesgo de desnaturalizar al sacerdocio nuevo asimilándolo al
antiguo.
Otra razón que explica la aparente disociación entre ministerio y sacerdocio en
el Nuevo Testamento es que, durante su vida pública, Jesucristo fue severamente crítico
de los sacerdotes de Israel, de manera que la idea de ministros sacerdotes se habría
presentado repulsiva a los seguidores de Jesús.
En fin, también parece haber tenido mucho peso en esta aparente disociación, el
hecho de que Jesús mismo jamás se haya dado a sí mismo el título de Sumo Sacerdote.
A cambio se designó como Servidor y Pastor que da la vida por sus ovejas. Su
sacerdocio era ejercido, fundamentalmente, como un ministerio, es decir, como una
diaconía. No era concebible, por consiguiente, que los Apóstoles y los ministros
ordenados del Nuevo Testamento se dieran otro título que el de su maestro, es decir,
servidores o ministros60. Siempre será importante rescatar este sentido original del
ministerio sacerdotal: se trata de un servicio, de un ministerio, de una diaconía de
salvación, la misma diaconía de Jesucristo.
El segundo punto, es decir, cómo llegamos a considerar el ministerio ordenado
como sacerdotal, no es tan fácil de abordar 61. Recordemos, en primer lugar, que la
calificación de Cristo como Sumo Sacerdote designa, fundamentalmente, la
pertenencia de su humanidad a la esfera de la santidad divina. Como dijimos, según
la Carta a los Hebreos, Jesucristo, fue proclamado Sumo Sacerdote luego de “haber
alcanzado la perfección” por su resurrección. Así entronizado en la nueva Tienda
construida no por manos humanas, sino por Dios (Hb 9, 11-14), Cristo, Sumo Sacerdote
alcanza una posición única (Hb 3, 1-6). Así sucedió también, aunque en figura, con
Moisés (Nm 12, 7). En efecto, ya en el Antiguo Testamento, la función fundamental del

58 Como se dijo más arriba, es importante no confundir la estructura fundamental del


ministerio en la Iglesia, como sucesión del ministerio apostólico querido por Cristo, con las formas
concretas de organización que pudieron adoptar ya las primeras comunidades cristianas. La tarea que se
impone establecer es si la forma concreta de obispos, presbíteros y diáconos es un modo más de
organización de la Iglesia o la estructura fundamental del ministerio legada por Cristo a los Doce.
59 Como veremos más adelante, despunta aquí la difícil cuestión de distinguir lo que es de
derecho divino y lo que es de derecho eclesiástico, sobre todo en su aplicación a la cuestión de la
sacramentalidad del episcopado.
60 Cf. COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL , Le ministère sacerdotal (1970), V, C, 1.
61 El principal peligro que aquí debe ser evitado es el de desvirtuar el sentido original y nuevo
del sacerdocio católico. La idea de “sacerdocio” a la cual se asocie la noción de ministerio no puede ser la
del sacerdocio antiguo o pagano, sino la del sacerdocio que ejerció Jesucristo. En él, sacerdocio y
ministerio coinciden. El ministerio sacerdotal, por lo tanto, no es el resultado de la suma de dos realidades
que hubieran existido anteriormente de manera separada.
43

sacerdote era la de ser el hombre del santuario, es decir, la de estar en una relación
privilegiada y única con Dios. Y era esta relación especial la fuente de las demás
funciones sacerdotales. Cuando Aarón y Miriam se quejaron de la exclusividad de la
autoridad de Moisés para transmitir la palabra divina, Yahvé respondió que esa
autoridad le correspondía a él más que a cualquier profeta a causa de la especial
familiaridad con que era tratado por Dios (Nm 12, 6-8). La función magisterial de
Moisés, pues, se fundamenta en la intimidad de su comunión con Dios y de ella deriva.
Esto vale mucho más para Jesús que, a diferencia de Moisés, no es solamente
digno de fe “en” toda la casa de Dios como “servidor”, sino “al frente” de su casa,
como “Hijo” (Hb 3, 5-6a). A pesar de la autoridad que se le había confiado en la casa
de Dios, Moisés continuaba formando parte de ella; no se distinguía radicalmente de
aquella casa. Pero el caso de Jesucristo es diferente. Su autoridad es una autoridad de
“constructor”; se da, por tanto, un cambio completo de nivel entre él y la Iglesia. Y el
Señor ha alcanzado esta posición privilegiada y única en su calidad de Hijo que,
obediente, asumió la humanidad y abrazó la muerte en Cruz para redención de todos los
hombres (Hb 5, 8-10). Fue gracias a su misterio pascual, por lo tanto, que Jesucristo
entró en la Casa de Dios, es decir, en el santuario celeste, convirtiéndose en Sumo
Sacerdote digno de fe (Hb 2, 17). Asemejándose a los hombres hasta someterse a la
muerte de Cruz, Jesús llevó en su humanidad, hasta el cielo, a todos los hombres y por
ello, los hombres unidos en la fe a Jesucristo, y por el bautismo, pueden ser llamados
sacerdotes de Dios.
La ofrenda sacrificial que Jesucristo hace de sí mismo en la Cruz por amor a
Dios y a los hombres constituye, por lo tanto, un momento culminante en la
consagración sacerdotal del Señor. Ella, como acabamos de ver, le abre el acceso al
santuario del cielo (Hb 9, 12). Pero el sacerdocio de Cristo no se acaba en haber
alcanzado esta posición privilegiada, sino que consistiendo en su rol de mediación
entre Dios y los hombres (Hb 8, 6), deberá ejercerse también a través de otras funciones,
esta vez de orden descendente, como son el perdón, la predicación y la bendición. El
sacerdocio del Señor, concentrado en su misterio pascual, queda constituido por la
totalidad de esta compleja realidad. El sacerdocio de Cristo, pues, resume y reúne
eficazmente las tres dimensiones básicas de su misión redentora: la profética, la real y la
cultual.
El ministro ordenado, enviado por Jesucristo para continuar la misión que
él mismo había recibido del Padre, participa de esta realidad total de manera
especial, es decir, no sólo como fiel, esto es, por su incorporación a la humanidad
nueva del Señor a través de la fe y el bautismo, sino re-presentando, gracias a la
eficacia del sacramento del orden, su realidad sacerdotal a favor de los hombres.
Quiere decir que el ministro ordenado es sacerdote, fundamentalmente, por haber sido
consagrado y elevado sacramentalmente a la esfera de la santidad de Dios para hacer
visiblemente presente a Jesús, Sumo Sacerdote y su gran “servicio” redentor 62.
62 La categoría de mediación supone que no hay un contacto inmediato entre Dios y los
hombres. Sin embargo, por paradójico que parezca, esta categoría es aplicada por el autor de la Carta a los
Hebreos a Jesucristo en su calidad de Sumo Sacerdote. En él, nos dice este autor, tenemos acceso directo
al Santuario. Por el contrario, según San Pablo (Gal 3, 19s), en el Antiguo Testamento la ineficacia de la
Ley se manifestaba en que necesitó de la mediación de los ángeles para llegar a nosotros; mediación que
marcaba la imposibilidad de acceder directamente a la santidad divina. Si la Carta a los Hebreos aplica a
Jesucristo el título de mediador, al igual que 1 Tm 2, 5, es porque en la Cruz, el Señor desgarró el ámbito
de la carne introduciéndonos en el del espíritu. Con él la sombra ha pasado y hemos alcanzado la realidad
44

Representación que supone, por la realidad misteriosa del carácter sacerdotal, una
asimilación a la ofrenda sacrificial que de sí mismo hizo Jesús en la Cruz. Por esto, el
sacerdote tiene el centro de su realidad sacramental en la celebración de la eucaristía.
Allí, actuando en la persona de Cristo, re-presenta sacramentalmente el sacrificio único
de la Cruz, no sólo haciendo presente la víctima divina, sino actuando como sacerdote
in persona Christi Capitis. Allí, re-presenta sacramentalmente, la acción sacerdotal de
Cristo por excelencia, la que lo constituyó en Sumo Sacerdote digno de fe. Allí, el
ministro ordenado toca el fundamento de su existencia sacerdotal.
Es gracias a esta elevación sacramental, entonces, que el sacerdote puede y
debe ejercer las funciones descendentes de la mediación sacerdotal: predicar,
regir, santificar. El sacerdocio de la nueva alianza comporta, en la amplitud de su
mediación, la función profética y real. Es necesario mantener unidas estas funciones
para tener una idea más exacta del sacerdocio de Cristo. Este sacerdocio del Señor es un
servicio o ministerio. Este servicio sacerdotal también puede ser presentado bajo la
imagen del pastor, de donde tenemos una clave para unir la figura del ministro como
pastor con su figura de sacerdote. El pastor, en efecto, reúne y guía a la comunidad
haciendo escuchar su voz a las ovejas (rey y profeta).
El sacerdocio, por lo tanto, no se reduce al plano cultual, -aunque en su
profundidad interior este plano es su fuente-, y es por ello que los ministros ordenados,
por ser sacerdotes, cumplen también la función de gobierno y de enseñanza que
configuraban la misión de Jesucristo. Estas funciones brotan de la re-presentación
sacramental de la acción por la que Cristo fue consagrado sacerdote, es decir, de la
eucaristía como sacrificio. En ella, toda la actividad sacerdotal de los ministros
ordenados encuentra también su cumbre63. El sacerdote, pues, al recibir de Jesucristo el
ministerio que él recibió del Padre, participa de su sacerdocio. Aunque el Nuevo
Testamento no vincule la terminología del sacerdocio con la del ministerio, debemos
decir que hay vinculación entre la realidad del ministerio y la del sacerdocio. A
confirmación de esto pueden presentarse algunos indicios que justifican la atribución de
esta cualidad sacerdotal al ministerio apostólico. En efecto, algunas de las expresiones
neotestamentarias para referirse a estos ministerios manifiestan una cierta concepción
sacerdotal de los mismos.
Pablo, por ejemplo, aproxima sugestivamente el ministerio del evangelio y el
servicio sacerdotal que se ejercía en el templo: “¿No sabéis que los ministros del culto

de la luz (Hb 10, 1). La mediación de Cristo, que es única, es por ello mismo inclusiva y, así, garantiza la
inmediatez de nuestra relación con el Padre. La mediación definitiva de Jesucristo supera el ámbito de lo
mediado y nos pone en contacto inmediato con el Padre.
63 La Comisión Teológica Internacional expresa la verdad resumida en este párrafo en dos tesis
de su documento del año 1970, El sacerdocio católico. Tesis III: Solamente Cristo realizó el sacrificio
perfecto en la ofrenda de sí mismo a la voluntad del Padre. Por tanto, el ministerio episcopal y
presbiteral es sacerdotal en cuanto hace presente el servicio de Cristo en la proclamación eficaz del
mensaje evangélico [Palabra], en la reunión y dirección de la comunidad cristiana [Gobierno], en la
remisión de los pecados y en la celebración eucarística en la que se actualiza, de manera singular, el
único sacrificio de Cristo [Culto]. Tesis IV: El cristiano llamado al ministerio sacerdotal no recibe por
la ordenación una función puramente exterior, sino más bien una participación original del sacerdocio
de Cristo, en virtud de la cual él representa a Cristo a la cabeza de la comunidad y como de cara a ella.
Así, pues, el ministerio es una manera específica de vivir el servicio cristiano dentro de la Iglesia. Esta
especificidad aparece más claramente en la función de presidir la eucaristía, presidencia necesaria
para la plena realidad del culto cristiano. La proclamación de la palabra y la carga pastoral se
orientan hacia la eucaristía, que consagra toda la existencia cristiana en el mundo.
45

viven del culto? ¿Que los que sirven al altar, del altar participan? Del mismo modo,
también el Señor ha ordenado que los que predican el evangelio vivan del evangelio”
(1 Co 9, 13-14). La comparación no pasa de ser un acercamiento sugestivo del
ministerio apostólico a la cualificación sacerdotal. Mayor peso tiene, en cambio, el texto
de Rm 15, 15-16. Allí, San Pablo emplea categorías cultuales que denuncian una
estrecha relación entre el ministerio del Apóstol y el culto sacrificial: “Sin embargo, les
he escrito en algunos pasajes con una cierta audacia, para recordarles lo que ya saben,
correspondiendo así a la gracia que Dios me ha dado: la de ser ministro de Jesucristo
entre los paganos, ejerciendo el oficio sagrado de anunciar la Buena Noticia de Dios, a
fin de que los paganos lleguen a ser una ofrenda agradable a Dios, santificada por el
Espíritu Santo”. El ministerio que ejerce el Apóstol resulta así relacionado con un
oficio sagrado, una oblación y una santificación. Pablo considera su actividad apostólica
como un ministerio litúrgico-sacrificial y, por ende, podemos decir nosotros, sacerdotal.
La ofrenda de los gentiles aquí mencionada es la que ellos mismos proporcionan para el
sacrificio (Cf. Rm 12, 1). Por ello debe concluirse que San Pablo se presenta como un
oficiante (liturgo) y no como un simple fiel. El ministerio apostólico de la predicación
del evangelio es entendido, por tanto, como una función sacerdotal que tiene por
finalidad constituir la Iglesia en pueblo sacerdotal como ofrenda agradable a Dios.
Vemos pues que el Nuevo Testamento, a la par que testimonia la organización
progresiva del ministerio jerárquico a medida que tiene que afrontar el problema de la
desaparición del grupo de los Doce, se muestra reticente en la denominación explícita
de los ministros como sacerdotes. No obstante ello, hemos constatado el acercamiento
del ministerio evangélico con el servicio sacerdotal. Es más, hemos visto también que
siendo el ministerio apostólico una continuación sacramental del ministerio de
Jesucristo, debía ser sacerdotal como el del Señor ciertamente lo era. Por esta razón, en
base a estos datos, los Padres de la Iglesia, desde temprano fomentaron el uso del
vocabulario sacerdotal para hablar del servicio ministerial. Obrando de esta manera, los
Padres han explotado las imágenes veterotestamentarias del sacerdocio para explicar la
realidad del sacerdocio de los ministros ordenados. La perspectiva en la que se ubican
les permite marcar al mismo tiempo la continuidad y la ruptura que hay entre el régimen
de las imágenes y el de la realidad que separa y vincula al Nuevo Testamento respecto
del Antiguo. No es posible, por lo tanto, como lo piensan algunos autores, explicar este
proceso de “sacerdotalización” del ministerio cristiano por la influencia del Antiguo
Testamento sobre la comunidad cristiana, y más tarde, después de Constantino, por el
traspaso de prerrogativas del sacerdocio pagano a los ministros cristianos.
Este proceso de comprensión sacerdotal del servicio ministerial en la Iglesia va
unido a la organización cada vez más madura de la jerarquía eclesiástica. Esta
estructura, que comienza a cristalizar en las cartas pastorales culmina en una forma
definida y estable a finales del siglo II. En este período son tres los documentos que
describen las estructuras ministeriales de la Iglesia naciente. La Didajé (ca. 90), que
sitúa en primer plano a los apóstoles y profetas, pero sin delinear claramente sus
funciones de gobierno. La Primera Carta de Clemente (ca. 96-98), que testimonia una
forma de gobierno colegial, cuyos miembros reciben el nombre de presbíteros u
obispos, sin mayores precisiones al respecto. Por último, las cartas de San Ignacio de
Antioquía († ca. 110-130), que hablan claramente sobre el episcopado monárquico, a
cuyo lado, y subordinado a él, se encuentra el colegio presbiteral.
46

En cuanto al modo de transmitir el ministerio, las noticias de la primera época


son escasas. Según la Tradición Apostólica, todas las ordenaciones debían ser
conferidas con la imposición de manos y una oración por medio de las cuales se
confería el don del Espíritu y la potestad para ejercer la función propia de cada
ordenación. Todas las ordenaciones debían ser conferidas por el obispo y, en caso de
una ordenación episcopal, los consagrantes debían ser tres, como lo indicaba uno de los
cánones del Concilio de Nicea.
La realidad del sacerdocio ministerial, por lo tanto, tiene su origen en la elección
hecha por Cristo de algunos discípulos para enviarlos como representantes suyos a
prolongar su misma misión. Por consiguiente, la estructuración del ministerio
apostólico que los escritos neotestamentarios nos presentan, debe ser considerada
también como la estructuración del sacerdocio jerárquico.

EL ORIGEN DEL SACRAMENTO DEL ORDEN.


Si volvemos, ahora, a la pregunta primera, esto es, si Cristo instituyó el
sacramento del orden por el cual se confiere la dignidad sacerdotal a los que son
ordenados, la respuesta ha de ser claramente afirmativa. Pero ello no quiere decir que el
Señor haya instituido este sacramento determinando de manera detallada todos sus
componentes, ni que lo haya hecho de una sola vez. Al contrario, el momento
institucional pudo haber sido múltiple y la pregunta por él no dice referencia, en primer
lugar, al problema del establecimiento del signo sacramental, sino, más
fundamentalmente, a la realidad del sacerdocio ministerial. Preguntarse, por lo tanto,
por el origen de este sacramento no nos obliga a buscar el momento en que estableció
los elementos del signo sacramental, sino cómo cobran realidad el o los primeros
sacerdotes.
Así considerado, y de acuerdo a lo que hemos venido diciendo sobre los
ministerios en el Nuevo Testamento, el primer momento de la institución de este
sacramento debe ser puesto en la elección de los Doce (Mc 3, 13-15) y su asimilación a
la misión que el mismo Jesús había recibido de su Padre64. Este hecho evidencia la
voluntad de Jesucristo de constituir un grupo de ministros sacerdotes, aunque la
terminología explícita al respecto todavía esté ausente. Ese envío con poder comenzó ya
durante la vida pública del Señor (Mc 6, 6b-13) y fue perfeccionado luego de su
resurrección (Jn 20, 21).
El Concilio de Trento, por su parte, entendió como momento institucional del
sacramento del orden, la Última Cena, más específicamente, en la orden dada por
Jesucristo a los Doce de repetir sus gestos y palabras sobre el pan y el vino en memoria
suya. Tal mandato ha sido, según la enseñanza conciliar, la consagración sacerdotal de
los Doce. Esta afirmación supone una comprensión del orden sagrado como el
sacramento que confiere la potestad para consagrar la eucaristía.
El Concilio Vaticano II rescata, en cambio, sin oponerse a la comprensión
tridentina, el componente misional de la institución de este sacramento. Remontándose

64 J. RATZINGER, Teoría de los principios teológicos, Barcelona, 1985, p. 293: “Para el estudio
del sacramento del orden, este arranque a partir de los Apóstoles, que desemboca en una construcción
episcopal del sacramento, tiene dos importantes consecuencias: la catolicidad y la apostolicidad figuran
ahora como características fundamentales del ministerio sacerdotal”.
47

hasta el misterio de la Trinidad (LG 2-4), el Concilio fundamenta el sacerdocio


ministerial en Jesucristo, quien, habiendo sido enviado por el Padre, hace partícipes de
su misión sacerdotal a quienes llama y envía: “Este santo Sínodo, siguiendo las huellas
del Concilio Vaticano I, enseña y declara con él que Jesucristo, Pastor eterno, edificó
la santa Iglesia enviando a sus Apóstoles lo mismo que él fue enviado por el Padre (Jn
20, 21), y quiso que los sucesores de aquéllos, los obispos, fuesen los pastores en su
Iglesia hasta la consumación de los siglos” (LG 18). Esta misma consideración
manifiesta la sacramentalidad del orden. El enviado no habla ni obra desde sí mismo,
sino desde el remitente que lo ha capacitado para actuar en su nombre y en re-
presentación suya: “En la persona de los obispos… el Señor Jesucristo, Pontífice
Supremo, está presente en medio de los fieles… Estos pastores, elegidos para
apacentar la grey del Señor, son los ministros de Cristo y los dispensadores de los
misterios de Dios (1 Co 4, 1)… Para realizar estos oficios tan excelsos, los Apóstoles
fueron enriquecidos por Cristo con una efusión especial del Espíritu Santo, que
descendió sobre ellos, y ellos, a su vez, por la imposición de las manos, transmitieron a
sus colaboradores este don espiritual que ha llegado hasta nosotros en la consagración
episcopal. Enseña, pues, este santo Sínodo que en la consagración episcopal se
confiere la plenitud del sacramento del orden, llamada en la práctica litúrgica de la
Iglesia y en la enseñanza de los Santos Padres, sumo sacerdocio, cumbre del ministerio
sagrado” (LG 21).
Pero el problema de la institución del sacramento del orden no se limita a la
cuestión del cuándo, sino que abraza también y sobre todo el qué. En efecto, ¿qué es lo
que el Señor instituyó? ¿Un ministerio general, al que la Iglesia se encargaría de dar
forma según las circunstancias de su historia, o un ministerio estructurado de manera
específica que la Iglesia no puede sino respetar? Y si este último fuera el caso, ¿cuál
sería esta estructura específica instituida por el Señor?
Para responder a estos interrogantes de manera adecuada es necesario recordar
algo que ya ha sido dicho. La misión o apostolado de los Doce tiene su modelo y fuente
en la misión del Hijo por el Padre. Así como el Hijo no sólo comunica, en sus propias
palabras, la Palabra del Padre, sino que es el Padre quien habla en él y por él, por lo que
él hace, dice y es, así también los Doce fueron enviados por el Señor para hacerlo
presente por sus palabras y obras: “El que los recibe a ustedes, me recibe a mí; y el que
me recibe a mí, recibe al que me envió” (Mt 10, 40; 28, 19-20; 16, 19; 18, 18; Jn 20,
22-23; 2 Co 5, 20). Sin ignorar las diferencias evidentes entre Cristo y los Doce, hay
que entender en sentido fuerte el paralelismo que el Señor estableció en estas palabras al
conferirles el apostolado que él había recibido del Padre. La redención es obra de
Jesucristo; es en su Cuerpo en el que hemos sido reconciliados (Col 1, 22). Por lo tanto,
no se nos transmitirá su salvación si, de alguna manera, la acción de Jesús no llega a
nosotros a través de la actividad apostólica. El ministerio de los Doce consiste,
precisamente, en esto, es decir, en re-presentar, en hacer presente, el misterio salvífico
de Cristo. No consiste en realizar la salvación.
De aquí se sigue que, así como los Doce recibieron el ministerio para re-
presentar a Cristo entre los hombres sin ser ellos mismos los redentores del género
humano, así también los Doce eligieron distintos colaboradores para su ministerio sin
que estos últimos deban ser considerados fundamentos de la Iglesia. Esta prerrogativa
corresponde en exclusividad a los Doce. Quiere esto decir que la continuidad entre el
apostolado y el episcopado supone un cambio de nivel, así como el paso del ministerio
48

de Jesús al de los Doce también lo supone. Hablamos, sin embargo, de cambio de nivel
y no de ruptura, pues la validez del ministerio en la Iglesia depende de su vinculación y
continuidad con el ministerio de Cristo a través de la sucesión apostólica:
“Fue cosa esencial para los Apóstoles haber sido los testigos de la
resurrección, y haber sido elegidos y enviados, ante todo, por el mismo Cristo, para
llevar este testimonio con autoridad y, sobre esta base, fundar la Iglesia. Pero,
precisamente, una vez que la Iglesia de Cristo estuvo fundada por los Apóstoles a
quienes él había enviado para esto, a nadie pertenece construir sobre otro fundamento
que el que ellos establecieron, y del cual se puede decir también que ellos mismos lo
constituyen… Los obispos, al contrario de los Apóstoles, no existen sino en un Iglesia
ya existente, que es la que precisamente los Apóstoles establecieron y tal como ellos la
instituyeron. Su función no consiste, pues, en establecer otra, o, menos todavía, en
modificar su establecimiento fundamental. Consiste, por el contrario, en conservarla,
“guardarla”, tal como la establecieron y, ciertamente, extenderla, pero siempre sobre
esta base, y jamás sobre otra”65.
La Iglesia no puede cambiar la estructura fundamental que los Doce le han
dado, estructura que ellos han fundado en el ejercicio del ministerio y potestad que
Cristo mismo les confirió. Esta estructura jerárquica, por lo tanto, aunque haya tardado
un tiempo en cristalizarse, puede y debe considerarse como proveniente de Cristo, ya
que los Apóstoles no inventaron la Iglesia, sino que fue instituida por Jesucristo según
el designio salvífico del Padre. Por consiguiente, lo que los Doce han hecho al designar
obispos, presbíteros y diáconos fue explicitar, guiados por el Espíritu Santo, el
ministerio que habían recibido de Jesús y que ellos no podían guardar para sí, pues el
Señor se los había confiado para asegurar su presencia permanente en la historia hasta la
Parusía.
El triple ministerio episcopal, presbiteral y diaconal, por tanto, pertenece a la
esencia de la Iglesia querida por Cristo, aunque no conste, ni deba constar
explícitamente en el Nuevo Testamento, un establecimiento explícito de él por parte del
Señor. El ministerio jerárquico, dicho en otras palabras, aunque también sea una
realidad jurídica, no es una mera organización jurídica que la Iglesia se ha dado a sí
misma en una coyuntura concreta de su historia, sino un elemento esencial de su
naturaleza y dimensión visible. El ministerio jerárquico y sacerdotal responde, pues,
a la voluntad institucional de la Iglesia por parte de Cristo. El episcopado, el
presbiterado y el diaconado son las formas concretas y estables del ministerio en el
Nuevo Testamento. Ellas no son ocasionales, sino que estaban implícitas en la
designación de los Doce por Cristo como su re-presentación sacramental permanente.
Esta verdad es de capital importancia en la Iglesia y por ello es conveniente
detenerse en ella para ponerla de relieve y comprenderla en toda su profundidad. En
efecto, “por falta de documentos suficientes, nosotros no vemos con claridad cómo se
pasó de la función propiamente apostólica a la episcopal tal como la conocemos desde
el siglo segundo. Se ha dicho que en el primer siglo vemos, sin duda alguna, a los
Apóstoles establecidos y estableciendo la Iglesia; que en el segundo descubrimos que
los obispos ocupan, sin vacilación y sin oposición alguna, el lugar que ellos dejaron
libre. Pero resulta que entre ambos hay como un túnel, donde nosotros no podemos

65 L. BOUYER, La Iglesia de Dios. Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu, Madrid, 1973, p. 390.
49

seguir el detalle delicado de una transmisión y, más generalmente, de una transición


que pudo presentarse históricamente bajo formas muy complejas”66.
A esta dificultad se aferraron las iglesias de la Reforma para encontrar una
justificación de su “ministerio”, entendiéndolo como ministerio de Cristo. En efecto, es
evidente que el ministerio reformado perdió la continuidad de la sucesión apostólica.
¿Cómo justificar que siga siendo ministerio de Cristo, sin lo cual carecería de validez?
Han encontrado la solución en una antigua teoría de Marsilio de Padua y de Guillermo
de Ockham según la cual la Iglesia toda, en bloque, habría sucedido a los Apóstoles, de
manera que a ella, en su conjunto, correspondería transmitir, en todas las épocas, y bajo
la forma más apropiada a las circunstancias, la “sucesión apostólica” a sus pastores. El
ministerio en la Iglesia de hoy, por consiguiente, no necesariamente debe estar
vinculado a los Doce a través de la sucesión apostólica para legitimar su origen en
Cristo. Según la teoría reformada, ese origen queda garantizado por la pertenencia a la
Iglesia. Pero, como dice L. Bouyer, “rechazar esta sucesión, no es solamente rechazar
un ministerio particular, el del episcopado tal cual aparece en el siglo segundo
plenamente constituido. Es, además, rechazar, toda posibilidad para la Iglesia de las
generaciones posapostólicas, de continuar existiendo la misma Iglesia que fue
establecida por Cristo sobre el fundamento de los Apóstoles, es decir, una Iglesia en la
que Cristo, en sus representantes, permanece actualmente siendo la Cabeza del Cuerpo
por medio de un ministerio en continuidad histórica con su propia actividad sobre la
tierra, antes y después de su resurrección. Si las cosas son así, no solamente a ningún
ministerio dentro de la Iglesia se le podría aplicar la promesa de Cristo: «El que os
escucha me escucha, el que os rechaza me rechaza, y el que me rechaza, rechaza a
Aquel que me envió», sino que la Iglesia habría perdido para siempre la relación
histórica con Cristo en su encarnación redentora, la cual, sola, permite atribuir a éste,
y a éste solamente, en un sentido realista, el título de Cabeza de la Iglesia”67.
Por consiguiente, reconocer la institución por parte de Cristo del ministerio
ordenado y, por lo tanto, del sacramento del orden, es esencial para la recta
comprensión de la Iglesia. Dicho en otras palabras: Cristo instituyó a la Iglesia como
esencialmente jerárquica al instituir a los Doce confiriéndoles el ministerio de
redención que él había recibido del Padre.
Si se ha entendido bien lo que hasta aquí se ha dicho, podemos resumir la
anterior exposición en la siguiente sentencia: Es de fe divina y católica que Jesucristo
instituyó directamente el sacramento del orden, en tres grados distintos,
episcopado, presbiterado y diaconado.

66 L. BOUYER, La Iglesia…, p. 391.


67 L. BOUYER, La Iglesia…, p. 394. Resaltados nuestros.
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EL SIGNO SACRAMENTAL
Hemos visto que el ministro ordenado hace sacramentalmente presente a Cristo
Sacerdote. Es éste un primer modo de hablar de la sacramentalidad del orden. Pero ello
es posible porque el orden es un sacramento, es decir, goza de una significación
sacramental, querida así por Jesucristo, y dotado de una eficacia instrumental. Es éste
segundo modo de hablar de la sacramentalidad del orden el que ahora vamos a estudiar
concentrándonos, por el momento, solamente en lo que los escolásticos llaman
sacramentum tantum, es decir, en el signo sacramental. Más adelante estudiaremos los
efectos de la eficacia sacramental: el carácter o res et sacramentum, y la gracia
sacramental o res tantum.
Ahora bien, como en todo signo sacramental, también para el sacramento del
orden distinguimos la materia y la forma constitutivas del sacramentum tantum.
Comencemos por la materia.

LA IMPOSICIÓN DE LAS MANOS.


Ya hemos visto que el Señor comenzó a instituir el sacerdocio eligiendo y
enviando a los Doce como portavoces de su propia misión. No hubo, para esta
designación, ningún signo específico. Al menos, si lo hubo, no nos ha sido transmitido.
Lo más probable, sin embargo, es que la designación de los Doce haya sido hecha sin
mediación de signo alguno pues, cuando los Doce tienen que agregar a San Matías a su
grupo por la deserción de Judas, no realizan ningún signo especial para ello. Solamente
se contentan con echar suertes sobre dos candidatos y una vez que la elección divina se
ha hecho manifiesta simplemente lo agregan al grupo de los Doce 68. Ante esta
constatación surge un problema teológico: ¿cómo es que el sacramento del orden se
confiere hoy día por medio del gesto de la imposición de las manos? ¿Ha sido este gesto
especialmente mandado por Jesucristo o ha sido inventado por los Apóstoles? ¿Puede
instituirse un sacramento sin determinar, aunque más no sea que genéricamente, el
signo?
Aunque el recurso a echar suertes por medio de los urim y tumim no permaneció,
el hecho de que los Apóstoles lo implementaran revela una nota interesante. Ante la
ausencia de un signo explícitamente determinado por el Señor para transmitir el
sacerdocio, los Apóstoles recurrieron a los usos conocidos por ellos, que eran los usos
veterotestamentarios. Sin embargo, muy pronto, con ocasión de la elección de los Siete,
los Apóstoles recurren a otro gesto, el de la imposición de las manos. También este
signo era de uso veterotestamentario, pero es posible suponer que su cambio no tenga
como motivación solamente razones prácticas, sino también, ya instruidos interiormente
por el Espíritu Santo, alguna comprensión más profunda de algún gesto realizado por el
mismo Señor durante su vida pública. De hecho, Jesús mismo usaba este gesto para
impartir bendiciones, según lo anotan algunos autores que ven en él un antecedente del
signo sacramental. Como sea, más allá de esta suposición posible, lo cierto es que en el
Antiguo Testamento la imposición de manos era ampliamente usada, preferentemente
para la colación de un cargo (Nm 27, 18), aunque no era éste su único sentido. De
manera general, por lo tanto, puede decirse que era un gesto de transmisión de poderes
68 Lo importante, más que el signo o modo de transmitir el ministerio recibido, es dejar a Dios
determinar quién pertenece al grupo de los Doce. Las suertes garantizan la exclusiva de la intervención
divina.
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espirituales y cargos (Nm 8, 10), así como también de males y pecados (Lv 16, 21), sin
olvidar bienes espirituales y bendiciones (Gn 48, 8-20).
Los escritos del Nuevo Testamento atestiguan profusamente el uso de este gesto
por Jesús mismo, por los Apóstoles y también los ministros. El Señor, por ejemplo,
bendecía y curaba por medio de la imposición de manos (Mt 19, 15; Mc 6, 5; 7, 32; Lc
4, 40; 13, 13). Y también los Apóstoles realizaron con el mismo signo curaciones
milagrosas (Hch 9, 12. 17; 28, 8), confirmaron a los bautizados (Hch 8, 16-19; 19, 5-6)
y confirieron cargos (Hch 6, 1-6). No sorprende, pues, que en las cartas pastorales se
mencione la investidura de Timoteo en el ministerio por medio de este signo (1 Tm 4,
14; 2 Tm 1, 6) y que Timoteo mismo haya recurrido a él para conferir el ministerio
presbiteral a otros (1 Tm 5, 22). El Nuevo Testamento, pues, guarda silencio sobre otros
modos de investidura para el ministerio, pero sí testimonia claramente el recurso a la
imposición de manos para este fin. Puede decirse, por tanto, que este gesto constituyó
un signo ritual ordinario empleado por la Iglesia apostólica para conferir el
sacramento del orden.
De este uso da testimonio claro la Traditio Apostolica de Hipólito Romano.
Según este documento, la administración del orden a los obispos, presbíteros y diáconos
se hace por medio de la imposición de las manos. La plegaria que acompaña a este gesto
explica la diversidad de gracia otorgada en cada caso. Lo llamativo de esta oración es
que no hace alusión directa al ministerio eucarístico del presbítero. Del obispo sólo se
dice que se le confiere la suprema función del sacerdocio, y del presbítero, que es
ordenado para colaborar con el obispo en el gobierno de la Iglesia.
Alrededor del siglo VIII, algunos sacramentarios romanos y el Ordo XXXIV, que
traen formulaciones que pueden retrotraerse a fines del siglo V, hacen mención,
también, para la ordenación del presbítero, del rito de la “vestición” con la casulla, a
propósito del cual se introduce una clara referencia eucarística que quedará incluso
plasmada en la oración consagratoria. De este modo, claramente a partir del siglo VIII,
pero con raíces en el V, los textos litúrgicos recogen una comprensión del
presbiterado a partir de la eucaristía. Esta comprensión quedó más claramente puesta
de manifiesto con la introducción del rito de consagración de las manos. Así aparece en
algunos sacramentarios galicanos del siglo VIII y IX. Este desarrollo litúrgico se
cristaliza en el siglo X en el rito de la traditio instrumentorum que aparece indicado por
primera vez en el Pontifical Romano Germánico.
No puede decirse, sin embargo, que estos nuevos ritos litúrgicos hayan
suplantado la imposición de las manos, aun cuando para la opinión común de los
teólogos, incluida también en el Magisterio ordinario de la Iglesia (DH 1326), la materia
del sacramento haya sido la entrega de los instrumentos. Se trata, pues, de ritos
ilustrativos que tomaron prevalencia frente a la imposición de las manos a causa de la
comprensión más centradamente eucarística del sacerdocio ministerial. Fue Pío XII
quien, en el siglo XX, en la Constitución Apostólica Sacramentum ordinis del año 1947
estipuló nuevamente como materia del sacramento del orden, para sus tres grados, la
imposición de manos.
Como se ve en el tratado de sacramentos en general, el caso del sacramento del
orden es un caso especial de institución sacramental por parte de Jesucristo. Nuestra fe
profesa que fue el mismo Señor quien instituyó los siete sacramentos, incluido, por lo
tanto, el sacramento del orden. Ello significa que el Señor determinó la substancia de
52

este sacramento que la Iglesia jamás puede cambiar. La definición de Trento sobre la
institución de los sacramentos, sin embargo, da libertad para suscribir la tesis de una
institución mediata o inmediata del signo sacramental.
El hecho histórico irrefutable es que ha habido un cambio en la enseñanza de la
Iglesia sobre la materia del sacramento del orden. ¿Cómo debe interpretarse este hecho?
La respuesta depende del valor dogmático que se dé a la enseñanza del Concilio de
Florencia. Si se considera que su afirmación es infalible, es necesario decir que en el
caso del sacramento del orden su institución por parte de Cristo ha sido genérica,
dejando a la Iglesia el poder de cambiar el signo sacramental concreto. De este modo, la
enseñanza infalible del Concilio de Florencia testimoniaría la verdad de un uso
histórico, concreto y vinculante de la Iglesia en la administración del sacramento del
orden. Distintas teorías se han elaborado para explicar el paso desde la imposición de
manos hasta la entrega de los instrumentos. Estas explicaciones son probables, pero no
es el único modo de afrontar la cuestión.
Puede decirse, también, que lo que ha cambiado no es la materia del sacramento,
sino la comprensión de los teólogos sobre la misma. Ello conlleva no considerar la
enseñanza del Concilio de Florencia como infalible, sino como la enseñanza a los
armenios de la doctrina más común de los teólogos latinos sobre los sacramentos, el
sacramento del orden incluido. Esto no es imposible en atención a las siguientes
razones:
En primer lugar, el tenor del decreto: El Romano Pontífice pone una clara
distinción entre las diversas partes del documento, es decir, entre las definiciones y las
tradiciones, los preceptos, la doctrina y los estatutos. Las definiciones se encuentran en
la primera parte del Decreto, es decir, el Símbolo, el Concilio de Calcedonia y el de
Constantinopla III. La instrucción sobre los sacramentos, transcripta casi literalmente de
un opúsculo de Santo Tomás, debe ser contada entre las doctrinas y no entre las
definiciones, tanto más cuanto que no es probable que el Papa haya querido elevar al
grado de verdad dogmática un entero opúsculo del Doctor Angélico.
Segundo, faltan las notas con las cuales se suele reconocer una definición ex
cathedra. El Santo Padre, aun cuando envíe su definición a una iglesia particular, debe,
de todos modos, aclarar a la Iglesia entera si la norma de fe que transmite es obligatoria
para todos los fieles. Pero el Decreto para los Armenios jamás fue enviado de este modo
a ninguna iglesia, salvo a la de Armenia.
Tercero, las circunstancias históricas: San Antonino, obispo de Florencia, que
conocía el Decreto para los Armenios y su valor, cuando trata en su Suma la cuestión de
la materia del orden, no apoya jamás en este Decreto su opinión. Es de pensar que lo
habría hecho si hubiera considerado infalible su autoridad. Es más, este Decreto fue
desconocido para los latinos hasta que, después de un siglo (a. 1553) comenzó a ser
tomado en consideración por los teólogos y padres del Concilio de Trento.
Cuarto, los efectos: Si en el Decreto hubiera una definición, su doctrina
sacramentaria habría obligado a toda la Iglesia, pero esto no sucedió así porque los
orientales no pensaron jamás que carecían del sacramento del orden a pesar de no
incluir en el rito de la ordenación la entrega de los instrumentos, y tampoco la
introdujeron después de la promulgación del decreto. Además, tampoco fueron jamás
amonestados por este motivo por la Sede Apostólica, al contrario, los Sumos Pontífices
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apoyaron la licitud y validez del rito oriental de la ordenación, aun cuando no incluía la
traditio instrumentorum.
Quinto, la libertad de los teólogos: Muchos rechazaron abiertamente las
doctrinas promulgadas por este Decreto sin que la Iglesia los haya ni siquiera
amonestado.
Sexto, el modo de obrar de la autoridad suprema de la Iglesia. Aunque el
Concilio de Trento no quiso dirimir la cuestión, insinúo la doctrina contraria al Decreto
para los Armenios cuando afirmó: “Siendo cosa clara por el testimonio de la Escritura,
por la tradición apostólica y el consentimiento unánime de los Padres, que por la
sagrada ordenación, que se realiza por palabras y signos externos, se confiere la
gracia; nadie debe dudar que el orden es verdadera y propiamente uno de los siete
sacramentos de la Santa Iglesia. Dice en efecto el Apóstol: te amonesto a que hagas
revivir la gracia de Dios que está en ti por la imposición de mis manos. Porque no nos
dio Dios espíritu de temor, sino de virtud, amor y sobriedad” (DH 1766). Más
claramente aún: “Los ministros propios de este sacramento [Unción de los enfermos]
son los presbíteros de la Iglesia, por cuyo nombre en este pasaje no han de entenderse
los más viejos en edad o los principales del pueblo, sino o los obispos o los sacerdotes
legítimamente ordenados por ellos, por medio de la imposición de las manos del
presbiterio” (DH 1697).
Séptimo, la Comisión instituida por la Sagrada Congregación de Propaganda
Fide en 1633-1640 abiertamente juzgó que la parte del Decreto para los Armenios
dedicada a los sacramentos no contiene una definición dogmática, sino una instrucción
práctica.
Octavo, León XIII, en la carta Apostolicæ curæ et caritatis, del 13 de septiembre
de 1896, afirmaba: “Todos saben que los sacramentos de la Nueva Ley, como signos
sensibles y eficaces de la gracia invisible, deben indicar la gracia que confieren y
conferir la gracia que indican. Y esta significación, aunque se debe poseer en el rito
esencial, esto es, en la materia y en la forma, sin embargo, corresponde principalmente
a la forma. La materia es la parte indeterminada que es determinada por la forma. Esto
aparece claramente en el Orden, cuya materia es la imposición de las manos que de
suyo no significa nada de definido y es común a algunas órdenes y a la confirmación.
Ahora bien, las palabras que hasta este último tiempo usan los anglicanos como
fórmula propia de la ordenación presbiteral, es decir, «recibe el Espíritu Santo», no
significan determinadamente el orden del sacerdocio o su gracia y su poder que es
principalmente el poder de consagrar y ofrecer el verdadero Cuerpo y la verdadera
Sangre del Señor en el sacrificio, que no es una desnuda conmemoración del sacrificio
de la Cruz. A esta fórmula se han agregado estas palabras: «para el oficio y la obra del
presbítero», pero esto más bien insinúa que los anglicanos mismos han visto que la
primera fórmula no era completa ni idónea” (DH 3315-3316).
Por estas razones no conviene considerar el Decreto para los Armenios como
infalible en lo que se refiere a la instrucción sobre los sacramentos. Sin embargo, no se
debe creer que sea erróneo. El Papa no quiso dirimir la cuestión debatida entre los
escolásticos, sino dar a los Armenios la doctrina sobre los sacramentos más común y
más seguida por los teólogos, y como entre éstos la opinión común era que la materia
del orden consistía en la entrega de los instrumentos, y entre todos los doctores el más
seguido era Santo Tomás, Eugenio IV tomó su opúsculo y lo adaptó a las necesidades
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de los Armenios dejando la doctrina en el estado y valor que le atribuía el mismo Santo
Tomás cuando decía: “Esta es la tercera opinión, que es la más común” (IV Sent. d. 24,
q. 1, a. 2, sol. 2. Cf. Suppl. q. 35, a. 2). Al máximo, se puede decir que Eugenio IV
aprobó la doctrina de Santo Tomás en modo global, lo cual no implica confirmarla en
cada una de sus opiniones.
En conclusión, puede decirse que el simbolismo de la imposición de las manos
orienta hacia la idea de transmisión de un oficio o ministerio y la comunicación del
Espíritu Santo en orden a desempeñarlo debidamente. El signo, pues, además de una
clara referencia a la transmisión de una potestad sagrada, implica una referencia
pneumatológica. La oración que acompaña a la imposición de manos ayuda a entender
el origen divino del don y del poder transmitido por este gesto. La ordenación, por lo
tanto, no es una delegación de la comunidad, sino un don dado de arriba. Es algo
más que un acto jurídico o la encomienda oficial de un servicio a la comunidad, sino
que la investidura para el ministerio se realiza por una acción que confiere un carisma
especial del Espíritu. No es posible, pues, oponer ministerio y carisma. El carisma, aquí,
consiste en el ministerio. Ambos provienen del Espíritu de Jesucristo. No proviene de la
Iglesia, aunque ella también posea el Espíritu.
Además, la intervención de varios obispos y del presbiterio en la imposición de
las manos en la ordenación episcopal y presbiteral, convierte a este gesto en signo de
agregación a un colegio.
Por último, del simbolismo de la imposición de las manos no está ausente la idea
de sucesión. La cadena ininterrumpida de imposiciones de manos ha sido interpretada
por la tradición como signo de la sucesión apostólica, asegurada por la ordenación, que
garantiza la raigambre apostólica del ministerio69.

LA PLEGARIA DE ORDENACIÓN.
Ya sabemos, por el tratado de los sacramentos en general, que el signo
sacramental queda constituido por la unión de la materia con la forma. Para todos los
sacramentos, esta forma consiste en una fórmula verbal. En el caso del sacramento del
orden no es otra que la plegaria de ordenación. Ella explicita el significado menos
determinado de la imposición de las manos para cada grado del sacramento del orden.
Durante la edad media el rito de ordenación fue configurado según el esquema
de la transmisión de un poder (potestas). Por ello mismo, la oración de ordenación tenía
forma indicativa: recibe la potestad… Ya Pío XII introdujo un cambio al respecto
volviendo a la formulación deprecatoria y pneumatológica de la Iglesia antigua. La
forma deprecatoria es característica de la oración de súplica, con lo cual queda mejor
señalado que el dispensador del poder sacerdotal es el Espíritu Santo. Por esto mismo,
aquella plegaria de ordenación tenía forma de prefacio con rasgos propios de una
epíclesis. Quiere decir que la renovación comenzada por Pío XII ya veía el ministerio
más que como potestas, como munus, es decir, ministerio y don.
69 J. RATZINGER, Teoría de los principios teológicos. Materiales para una teología fundamental,
Barcelona, 1985, p. 290: “…ni siquiera este gesto de oración sacramental lo tiene la Iglesia de su propia
cosecha: entra así en la forma apostólica, en la tradición que ha recibido de los Apóstoles, y también
esto es justamente lo que constituye el sacramento: que no se trata de algo de propia invención, sino de
algo recibido que, precisamente porque es recibido, es también lugar seguro del contacto con el poder
del Espíritu Santo que procede del Señor”.
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El ritual de Pablo VI cambió la plegaria para la ordenación del obispo, utilizada


desde el siglo VI, por la plegaria que ofrecía la Traditio Apostolica de Hipólito.
Respecto de la plegaria de ordenación presbiteral, Juan Pablo II promulgó una segunda
edición típica (1989) que enriquecía la primera posconciliar del año 1968. La primera
edición típica había introducido unas pocas variantes en el texto en uso hasta entonces,
pero la segunda presenta ya cambios más notables. Estudiar su historia es interesante
porque permite seguir de cerca la comprensión teológica del sacramento del orden a la
que se llegó en el Concilio Vaticano II.
El ritual del sacramento del orden fue el primero en ser reformado según las
nuevas directivas impartidas por el Concilio Vaticano II. Una primera modificación que
se observa en el ritual del año 1968 respecto del que se usaba hasta entonces es la
denominación común de “ordenación” para hablar de los tres grados del sacramento.
Se manifiesta, de este modo, la enseñanza del Concilio sobre la sacramentalidad del
episcopado (LG 21), aunque todavía se siga hablando de oración consagratoria. Ya
vimos, además, que el término “consagración” sigue siendo adecuado según la
enseñanza del Catecismo de la Iglesia Católica (1538). Es más, a tono con las
declaraciones conciliares, el nuevo ritual deja ver cómo el episcopado es el analogatum
princeps del sacerdocio ministerial. De él dependen los presbíteros como colaboradores
suyos, y los diáconos, como ministros. Se ha logrado poner de relieve estos aspectos
reemplazando la antigua plegaria de ordenación episcopal por la de la Tradición
Apostólica de Hipólito en la que se invoca para el obispo el espíritu de gobierno,
mientras que para los presbíteros y diáconos se invoca el espíritu de consejo y de
servicio, respectivamente.
El ritual de la ordenación presbiteral, sin embargo, no sufrió en la primera
edición típica reformas notables respecto del anterior ritual. En efecto, se quitó de la
plegaria de ordenación su forma introductoria de prefacio para asimilarla más a una
plegaria de invocación y se clarificó su unión con la imposición de manos suprimiendo
la invitación intermedia a las letanías. Hubo algunos cambios más en el ritual pero de
menor importancia. Pero la segunda edición típica presenta mayores novedades.
Ante todo, se cambia la enumeración de los grados del sacramento del orden.
Mientras anteriormente se comenzaba por los diáconos y se terminaba con los obispos
pasando por los presbíteros, ahora la enumeración comienza con los obispos y termina
con los diáconos. De este modo, se supera la imagen de una sucesión de los tres órdenes
como si se tratara de un escalafón. Una concepción de los ministerios en términos de
mayor o menor dignidad queda superada por esta nueva disposición y refleja, a la vez,
la sacramentalidad del episcopado como plenitud del orden sagrado. Así lo explica el
Decreto de presentación del nuevo ritual: “Se ha cambiado la disposición del libro: se
pone al principio la ordenación episcopal, que confiere la plenitud del orden sagrado,
para que así quede más claro que los presbíteros son colaboradores del Obispo y que
los diáconos se ordenan para su ministerio”. Se entiende, así, el sentido que tiene
concebir al obispo como el analogatum princeps del orden. En él se da la plenitud del
ministerio apostólico, que es participado directa y originariamente por los presbíteros y,
de manera subordinada, también por los diáconos.
La actual plegaria de ordenación presbiteral tiene una estructura ternaria. La
primera parte, como en toda invocación litúrgica, es una anamnesis articulada, a su vez,
de manera tripartita. La segunda parte la compone la epíclesis, de armazón binaria
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marcada por dos “te pedimos” (quæsumus). La última parte está compuesta de una
triple petición. La forma sacramental se lee en el segundo “te pedimos” de la epíclesis.
Respecto de la plegaria del ritual de 1968, la segunda edición típica incorporó
como novedad una tercera anamnesis. Ella se centra en la Nueva Alianza y califica a
Cristo como Apóstol y Pontífice, según la expresión de Hb 3, 1. Ello tal vez esté en
paralelo con la mención de Moisés (apóstol, enviado) y de Aarón (pontífice) en la
segunda anamnesis, pero lo más sugestivo es la unión en el sacerdocio de Cristo, de la
misión (Apóstol) y el culto (Pontífice). Por lo mismo, los ministros ordenados que
participan del sacerdocio de Cristo, no podrán separar en su ministerio, la
evangelización (misión) y la celebración litúrgica (culto). Ambos aspectos forman una
única misión, la misión que Cristo recibió del Padre y transmitió a los Doce.
En la primera parte de la epíclesis, a diferencia del texto de la primera edición
típica, el obispo suplica al Espíritu Santo le conceda ayudantes para su “sacerdocio
apostólico” y no a causa de su debilidad. Los presbíteros, según la perspectiva
conciliar, son un elemento normal, y no meramente circunstancial, de la estructura
ministerial y jerárquica de la Iglesia. El sacerdocio apostólico lo requiere. Así lo
instituyó Jesucristo, como vimos. Esta misma idea reaparecerá cuando veamos la
renovación del diaconado permanente.
La segunda parte de la epíclesis es esencial en la plegaria de ordenación.
Constituye, como dijimos, la forma del sacramento. En ella se invoca para el
presbítero el Espíritu Santo que Jesús mismo comunicó a los Apóstoles. De aquí la
supresión, en esta segunda edición, del canto del Veni creator durante la unción de las
manos, porque se trataba de una reiteración que ofuscaba el momento decisivo de la
segunda epíclesis en la plegaria de ordenación.
Lo que el Espíritu así invocado confiere es el segundo grado del ministerio
sacerdotal. Puesto que el presbítero es visto aquí desde el episcopado, se lo califica de
segundo grado. Pero esta calificación no debe entenderse en el sentido de un sacerdocio
secundario o simplemente de segundo orden. “Secundus”, aunque verdaderamente
pueda traducirse como “segundo”, quiere indicar la acción de “secundar” que le cabe
al presbítero. Su función es colaborar con el obispo de quien recibe el sacramento.
La última parte explica, a través de tres peticiones, cómo los presbíteros son
colaboradores del obispo, a saber, en la predicación, la dispensación de los sacramentos
y el gobierno de los fieles.
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LOS EFECTOS DEL SACRAMENTO DEL ORDEN


Suele tratarse, bajo este título, la naturaleza de la gracia sacramental y, si fuera el
caso, del carácter sacramental. Pero respecto del sacramento del orden esta presentación
no es tan lineal. Ante todo, porque la significación sacramental, aunque tenga en común
la imposición de manos, se diversifica por la plegaria de ordenación en tres significados
concretos distintos. Y como en teología sacramentaria la significación es eficaz, este
triple significado supone un triple efecto, el de los tres grados de ministerios
jerárquicos. Así, pues, al afrontar el análisis de la eficacia causal de este sacramento no
sólo debemos concentrarnos sobre los efectos clásicos de todo sacramento, sino también
sobre la constitución del ministro ordenado en tres grados diversos.
Pero esto trae aparejado una dificultad especial, esto es, la de la unidad de este
sacramento dado que en él hay lugar para tres significaciones diversas. ¿Cómo es
posible seguir hablando de un solo sacramento cuando hay en él una triple
significación? Es necesario, por lo tanto, antes de abordar la cuestión del carácter del
sacramento del orden y la gracia que confiere, estudiar cómo se relaciona la unidad del
sacramento con la diversidad de sus grados. Este estudio equivale, en definitiva, a una
investigación de la naturaleza del efecto de este sacramento que es el sacerdocio
ministerial. Comenzaremos por este punto.

LA NATURALEZA DEL SACERDOCIO MINISTERIAL.


Este tema ha sido ampliamente debatido en los años del posconcilio. Los
estudios desarrollados en este período fueron cuantiosos y de variada índole. Ellos
sometieron a análisis aspectos variados del sacerdocio ministerial:
a) El aspecto de misión y de consagración que él reviste, preguntándose
cuál de estos dos aspectos es el más definitorio.
b) Su vinculación con Cristo y con la Iglesia, indagando cuál de estas dos
dimensiones es la más esencial.
c) La relación entre los distintos grados del sacerdocio y su referencia a la
eucaristía.
Para poner un poco de orden en tanta cantidad de temas será útil prestar atención
a la doble dimensión del sacerdocio ministerial, esto es, su fundamentación cristológica
y eclesiológica. A partir de aquí podremos hacer luz en la naturaleza sacramental del
ministro ordenado y determinar más claramente las diversas relaciones que los tres
grados del orden guardan entre sí y con la eucaristía.

Diversas perspectivas posconciliares.


Ha habido un intento de reformulación del sacerdocio ministerial en base
exclusivamente eclesiológica, desconociendo la derivación cristológica directa del
ministerio ordenado. Esta postura, que se impuso ampliamente en el posconcilio,
pretendía oponerse a la posición contraria, que supuestamente acentuaba la dimensión
cristológica en detrimento de la eclesiológica.
Según la visión cristológica del sacerdocio ministerial, el presbítero (las
discusiones versaban preferentemente sobre su identidad sacerdotal) dependía
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directamente de Jesucristo. Así, la misión del sacerdote ordenado consistiría en hacer


presente a Cristo Cabeza de la Iglesia. En contraposición, la postura exclusivamente
eclesiológica consideraba a la Iglesia entera como el sujeto que había recibido de Cristo
la misión de propagar la obra de salvación. Los Doce, pues, no eran vistos como un
grupo particularmente elegido por Jesucristo para continuar su misión, sino como un
símbolo de la Iglesia. Su realidad y sus privilegios radican en su condición de símbolo y
no en ellos mismos. Lo que el Señor les confiere, por lo tanto, ellos lo poseen por ser
representación simbólica de la Iglesia. Así, pues, según esta opinión, el Espíritu Santo
actuaría en la Iglesia haciéndola suscitar diversos carismas, entre los cuales se hallaría el
de presidencia de la comunidad y de la eucaristía. El ministro ordenado pasaría, así, a
ser un delegado de la comunidad que, embebida del Espíritu, discerniría el carisma de
presidencia en alguno de sus miembros y le delegaría la conducción de la comunidad.
Aquí, como es evidente, la relación primordial del sacerdote ordenado es la que lo une a
la comunidad y no a Cristo, y su ministerio resultaría puramente funcional. Por lo
mismo, la ordenación no debe ser concebida como una consagración de lo alto
(carácter como participación especial en el sacerdocio de Cristo), sino una elección
desde abajo, y esta elección podría recaer sobre cualquier miembro de la comunidad,
incluso mujeres, y sin necesidad de que la función a desempeñar sea permanente 70. A
esta caducidad e igualdad que acompañan la función del sacerdocio ministerial, sigue de
cerca su secularidad. Como signo de ello se deja conscientemente de hablar de
sacerdocio para hablar solamente de ministerio71.

70 Se han ideado explicaciones ingeniosas para mostrar que la elección desde abajo que realiza
la comunidad, por estar movida por el Espíritu Santo, es, en definitiva, una elección desde arriba, con lo
cual se deja abierta la posibilidad de concebir al ministro ordenado como un consagrado. Pero esta
explicación, además de ser insuficiente, no resuelve el problema fundamental: el del origen del ministerio
ordenado en la actualidad. Además, la identificación sin más de toda acción de la Iglesia (desde abajo)
con la acción de Cristo o del Espíritu Santo (desde arriba), solamente tendría validez si la Iglesia y Cristo
se identificasen en todos los aspectos y fueran el mismo sujeto activo. Sin embargo, tal identificación, que
se pone de relieve en la figura de la Iglesia como Cuerpo de Cristo (1 Co 12, 12), tiene que ser
completada con la imagen de la Iglesia como Esposa del Señor y Pueblo de Dios, que, distinguiéndose de
Jesucristo, lo recibe todo de él. Es necesario mantener el dato magisterial anterior al Vaticano II, y jamás
desmentido por éste, a saber: el de la directa derivación cristológica del ministerio ordenado. Salvado
este aspecto se impone, luego, la tarea de complementar esta comprensión con el aporte del Vaticano II,
esto es, la fundamentación eclesiológica del sacerdocio ministerial.
71 Algunas teologías posconciliares, influidas de protestantismo, retomaron esta línea
prefiriendo hablar solamente de ministerios en la Iglesia. Cabe aclarar, sin embargo, que no siempre que
se hable de ministerios se está cediendo a la visión protestante del sacerdocio. Para evitar las confusiones
conviene estar atento a la perspectiva desde la que habla cada autor. El Papa Benedicto XVI, con ocasión
del año sacerdotal, también llamó la atención sobre la necesidad de no reducir la identidad sacerdotal a un
mero ministerio funcional, sino sustentarla sobre una relación de orden ontológico con Jesucristo. Cf.
Discurso a los participantes en un congreso organizado por la Congregación para el Clero del 12 de
marzo de 2010: “En un contexto de secularización generalizada, que excluye progresivamente a Dios del
ámbito público, y tiende a excluirlo también de la conciencia social compartida, con frecuencia el
sacerdote parece “extraño” al sentir común, precisamente por los aspectos más fundamentales de su
ministerio, como los de ser un hombre de lo sagrado, tomado del mundo para interceder en favor del
mundo, y constituido en esa misión por Dios y no por los hombres (cf. Hb 5, 1). Por este motivo es
importante superar peligrosos "reduccionismos" que, en los decenios pasados, utilizando categorías más
funcionales que ontológicas, han presentado al sacerdote casi como a un “agente social”, con el riesgo
de traicionar incluso el sacerdocio de Cristo”. Véase también la Catequesis del 24 de junio de 2009: “A
este respecto, hace algunos años subrayé que existen, “por una parte, una concepción social-funcional
que define la esencia del sacerdocio con el concepto de “servicio”: el servicio a la comunidad, en la
realización de una función... Por otra parte, está la concepción sacramental-ontológica, que
naturalmente no niega el carácter de servicio del sacerdocio, pero lo ve anclado en el ser del ministro y
59

La verdadera naturaleza del sacerdocio ministerial y, particularmente, la


auténtica identidad del presbítero, radica en la exacta calibración de las dos dimensiones
arriba mencionadas: la cristológica y la eclesiológica.

Hacia una nueva comprensión del sacerdocio ministerial.


Para determinar con mayor exactitud la naturaleza del sacerdocio ministerial es
indispensable no olvidar, como dato primero y fundamental, la derivación cristológica
del ministerio ordenado en la Iglesia. Ya hemos visto el texto evangélico que
fundamenta la afirmación de esta derivación: “Como el Padre me envió, también yo los
envío a ustedes” (Jn 20, 21).
Jesús establece un paralelismo entre su envío por parte del Padre y el envío que
él hace de sus discípulos. Dijimos que este paralelismo debía ser tomado en sentido
fuerte. Esto significa que el envío de los Apóstoles debe entenderse no sólo como una
prolongación del envío de Jesús, sino como la permanencia del envío de Jesús por
parte del Padre a través del envío de los Doce. Como hemos visto, leídas junto a Mt
10, 40 (y paralelos), estas palabras ponen al descubierto una estructura sacramental de
“re-presentación” de Jesucristo.
No puede oponerse ni sobreponerse a esta visión del ministerio una pretendida
derivación eclesiológica y pneumatológica del mismo. En efecto, el orden de la Trinidad
económica revela el sentido del ministerio sacerdotal72. Pero la misión-envío especial
que reciben los Doce viene del Padre al Hijo y de éste a los Doce. El factor que sostiene
la misión de los Doce en el tiempo es el Espíritu Santo, según aquellas palabras del
Señor: “Él les enseñará todo y les recordará todo lo que yo les he dicho” (Jn 14, 26).
El Espíritu Santo no construye al margen de Cristo porque es su mismo Espíritu. No se
hace presente sino en cuanto enviado por el mismo Jesucristo. Esto quiere decir que la
fundamentación eclesiológica del ministerio sacerdotal, que algunos autores pretenden
afirmar con independencia de su derivación cristológica, es falsa por unilateral. El
Espíritu no puede suscitar un carisma en la Iglesia sino como Espíritu de Jesucristo. En
otras palabras, el Espíritu no puede definir al ministerio sacerdotal como una
representación de la Iglesia si no confiere, antes, por el mismo sacramento del orden,
una re-presentación de Cristo. Separar de esta última representación la primera
significaría separar al Espíritu de Cristo y poner en manos exclusivas de aquél a la
Iglesia, como si ella estuviera bajo su gobierno luego de que Cristo dejara la vida
terrena para sentarse definitivamente a la derecha del Padre. Es importante, aquí, no
perder de vista la unidad de la acción trinitaria en toda obra común ad extra73.
considera que este ser está determinado por un don concedido por el Señor a través de la mediación de
la Iglesia, cuyo nombre es "sacramento"” (J. Ratzinger, Ministerio y vida del sacerdote, en Elementi di
Teologia fondamentale. Saggio su fede e ministero, Brescia 2005, p. 165). También la derivación
terminológica de la palabra “sacerdocio” hacia el sentido de “servicio, ministerio, encargo”, es signo de
esa diversa concepción. A la primera, es decir, a la ontológico-sacramental está vinculado el primado de
la Eucaristía, según el binomio “sacerdocio-sacrificio”, mientras que a la segunda correspondería el
primado de la Palabra y del servicio del anuncio.
72 Cf. Pastores dabo vobis, 12.
73 La transmisión del ministerio sacerdotal a través de la imposición de manos y la oración de
ordenación significa que la sucesión apostólica en la que subsiste el orden sagrado tiene carácter
sacramental. Esta forma sacramental, en efecto, garantiza la imposibilidad de imaginar una Iglesia de
Cristo desvinculada de su encarnación y su actuación a lo largo de la historia. La estructura de la Iglesia
se fundamenta en la Tradición. Expresión de ello es el gesto apostólico de la imposición de las manos que
60

Por lo tanto, puede decirse que la misión de Jesucristo en la historia de la


salvación y su presencia sacramental de Resucitado en la Iglesia sustenta la concepción
del ministerio como repræsentatio Christi; la misión del Espíritu y su acción
permanente en la Iglesia fundamenta una concepción del ministerio como repræsentatio
Ecclesiæ. De ambas representaciones, la primera fundamenta la segunda pues, como
dijimos, en la Iglesia, el Espíritu siempre es el Espíritu de Cristo. La sucesión
apostólica, por ende, une al sacerdote con Cristo y, por ello mismo, con la acción
objetiva del Espíritu en la Iglesia.
Para lograr esta representación de Cristo, el sacramento del orden opera una
transformación ontológica interior, que llamamos consagración, e implica la
transmisión de una potestad. El ministerio sacerdotal, en efecto, no se reduce a una
función; la Iglesia no se da a sí misma el sacerdocio, sino que lo recibe siempre de
Cristo, Sumo Sacerdote. Para el ministerio ordenado, pues, es esencial el carácter
entendido como participación (física, no meramente moral) en el sacerdocio de Cristo74.
Esta representación de Cristo decimos que es sacramental porque es efecto del
sacramento del orden y constituye al ministro ordenado como signo eficaz de la
presencia del Señor. En efecto, la representación de la que hablamos no se agota en sí
misma, como si se redujera a la pura significación, sino que abraza también la eficacia.
El ministro ordenado, pues, recibe la potestad sacerdotal no sólo para representar
(significación) a Cristo Cabeza en la Iglesia, sino también para actuar (eficacia) en
nombre del Señor (PO 2). La Tradición, el Magisterio conciliar y posconciliar y la
teología manifiestan esta convicción por medio de las expresiones signo, instrumento,
in persona Christi. El ministro ordenado, por consiguiente, no es un mero lugarteniente
de Cristo ausente, sino la visualización del Cristo siempre presente y garantía de su
presencia continua y eficaz en la Iglesia.

LAS FUNCIONES DEL MINISTERIO SACERDOTAL.


¿De qué manera concreta el sacerdote hace presente a Cristo Cabeza y Pastor
de las ovejas? La Iglesia ha hablado siempre de una triple función ministerial de los
sacerdotes: el ministerio de la palabra, de la conducción y de la celebración cultual. Las
tres configuran, colectivamente tomadas, al ministro ordenado como sacerdote. Pero,
podemos preguntarnos también, cuál de las tres califica más directamente al ministerio
como “sacerdotal”. Actualmente se habla del sacerdote como pastor. Pareciera que esta
función resumiera la esencia del sacerdocio ministerial. Pero también se ha asimilado el
sacerdocio a la tarea de santificación, especialmente por la administración de los
sacramentos con su centro en la eucaristía. En fin, no faltan quienes ven en el sacerdote
al hombre de la palabra, definiendo la naturaleza del sacerdocio por la función profética
y magisterial.

carece de valor fuera del colegio de los Doce.


74 M. PONCE CUÉLLAR, Llamados a servir. Teología del sacerdocio ministerial, Barcelona 2001,
p. 364: “Nunca hay que identificar simplemente la acción eclesial (desde abajo) con la acción de Cristo
(desde arriba) sin explicar a la vez la diferencia. Si esto se olvida, la Iglesia se empobrece con una visión
autista que se centra en sí misma y en sus carismas, pretendidamente frutos del Espíritu, y se olvida de lo
que realmente constituye su vida, que es Cristo, su Señor. Precisamente es tarea del ministerio ser signo
eficaz de esa vida, que es Cristo, quien la concede permanentemente a la Iglesia por la acción del
Espíritu”.
61

Relación entre las funciones del ministro sagrado y su índole sacerdotal.


El sacerdocio es ministerial en cuanto que su naturaleza, como vimos, consiste
en hacer presente a Cristo y su misión salvífica. Y este ministerio, en Cristo y los
Apóstoles y sus sucesores, es sacerdotal. Sin embargo, se puede tomar parte en dicho
ministerio sin ser sacerdote. De hecho existen en la Iglesia ministerios que no son
sacerdotales (diaconado, lectorado, acolitado). Luego, la definición de lo sacerdotal del
ministerio no parece coincidir con la definición del mismo ministerio. ¿Cómo entender,
entonces, la índole sacerdotal de las funciones ministeriales sagradas?
Como dijimos, en Cristo y los Apóstoles, el ministerio sagrado es sacerdotal, y
lo es por ser mediación. No entendamos, sin embargo, esta mediación como ejercida por
el ministro ordenado entre Cristo y los hombres, sino como la misma y única
mediación de Cristo. Por consiguiente, porque en él esta mediación fue sacerdotal,
también lo es en los ministros que lo representan sacramentalmente como Pastor y
Cabeza de la Iglesia. El ministro ordenado, por lo tanto, no se dice sacerdote sólo en
razón de alguna de sus funciones ministeriales (la sacerdotal o cultual), sino porque su
ministerio es esencialmente sacerdotal, abrazando las tres funciones. En él se incluyen,
junto a la función cultual o de santificación de los fieles, las otras dos funciones de
gobierno y enseñanza. También estas dos funciones son sacerdotales porque son
ejercicio del único ministerio sacerdotal de Cristo. Y como este ministerio sacerdotal
deriva del Señor y es sacramental, el sacerdote puede definirse como la re-
presentación sacramental de Cristo Sacerdote o Buen Pastor o Cabeza de la
Iglesia. Este modo de hablar no elimina del sacerdocio jerárquico lo sacrificial a favor
del gobierno, y viceversa75, sino que comprende al sacerdote ordenado en su relación
inmediata a la misión de Jesucristo. “El sacramento del orden no finaliza en la
dignidad del que lo recibe ni sólo en el cumplimiento de los actos de culto, sino que
está esencialmente ordenado al ministerio eclesial, que comprende los tria munera, es
decir, que la consagración se traduce esencialmente en misión” 76. La vida del sacerdote
no se agota en su relación “individual” con Cristo. Ella se despliega y realiza en el
ejercicio de las tres funciones ministeriales o de servicio. Hay, pues, un ministerio
ordenado que es sacerdotal con tres funciones.
El ministerio sacerdotal, por lo tanto, implica el ejercicio de la triple función de
predicar la palabra, guiar la comunidad y celebrar el culto. Sin embargo, como veremos
más adelante, la historia del sacramento del orden muestra cómo, por influencia de San
Jerónimo, la función sacerdotal se concentró en la celebración eucarística, hasta hacer
de ambas casi sinónimos. En efecto, ser sacerdote llegó a significar poder celebrar la
eucaristía. Es ésta una verdad irrecusable. Pero también es cierto que el sacerdocio
ministerial no se agota en ello. De hecho, el ministerio sacro puede ser participado por
los diáconos sin por ello participar del sacerdocio.
Como principio de solución de esta situación puede decirse que, de las tres
funciones sacerdotales, la cultual reviste carácter de principal, pero no por
75 La caracterización del sacerdote ordenado como Pastor no reduce su función y naturaleza al
solo gobierno de los fieles cristianos. La imagen de Pastor incluye, además del gobierno, la enseñanza
(las ovejas escuchan la voz del pastor) y la santificación (el pastor conduce a las ovejas a las fuentes de la
vida).
76 M. PONCE CUÉLLAR, Llamados a servir. Teología del sacerdocio ministerial, Barcelona 2001,
p. 476.
62

reducción a un mínimo esencial, sino por inclusión fontal. Es gracias al poder sobre
la eucaristía que el ministro es sacerdote. Efectivamente, como hemos tenido la
oportunidad de ver, el sacerdocio de Jesucristo se consuma en su sacrificio en Cruz y se
refiere permanentemente a él. Por esto también dijimos que la celebración eucarística es
central en la vida del sacerdote. Ella no es simplemente la más importante de las
actividades sacerdotales, sino aquella en la que se incluyen, como en su fuente, y a la
que tienden, como a su fin, todas las demás funciones del ministro ordenado. La
centralidad de la eucaristía, por lo tanto, no puede reducirse a la sola celebración del rito
de la Misa77.
La Cruz, y por ende la Santa Misa en la que aquélla se actualiza
sacramentalmente, es el culmen de la misión de Cristo. En la Cruz se resume la obra
redentora del Señor, se recoge y despliega la virtud salvadora contenida en la
encarnación. Ella constituye no solamente el culto máximo dado al Padre por Cristo,
sino también la máxima revelación de la Trinidad y el cumplimiento del oficio del Buen
Pastor por parte de Jesús. En la Cruz, efectivamente, Cristo no sólo reveló
perfectamente el misterio de la Santísima Trinidad, sino que abrió el acceso a ella
donando el Espíritu, y allí mismo fue el Buen Pastor que dio la vida por las ovejas.
Pero así como el sacerdocio de Cristo se define en relación a su Cruz como
culminación de la encarnación, así también el sacerdocio ministerial en la Iglesia se
define en relación a ella y su actualización sacramental en la eucaristía. En la Santa
Misa, por lo tanto, no solamente considerada en su rito, sino también, y sobre todo, en
su realidad profunda de representación sacramental del sacrificio de la Cruz, el
sacerdocio ministerial encuentra su centro vital y la razón de su existencia. El sacerdote
vive (existencial y moralmente) de ella siempre, incluso fuera de su celebración
sacramental. De lo contrario el sacerdocio se vería reducido a una sola función: la de
celebrar misa, entendiendo esta celebración sólo como la realización de un gesto ritual.
Por esta función el ministro ordenado es sacerdote, y por ella el sacerdocio ordenado
incluye las otras dos funciones.

Las funciones del ministerio ordenado.


Los documentos del Magisterio presentan tres funciones del ministro ordenado:
enseñar, santificar, gobernar. El orden en que aparecen es prácticamente el mismo y se
inspira en el mandato de Jesús a los Doce antes de ascender a los cielos: “Vayan, pues,
y hagan discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y
del Espíritu Santo y enseñándoles a guardar todo lo que yo les he mandado” (Mt 28,
19-20). Se trata, además, de los tres poderes de Cristo mismo: Maestro, Pastor y
Pontífice. Quiere decir, como ya lo venimos diciendo, que el ministerio de los
sacerdotes ordenados continúa y hace sacramentalmente presente el ministerio de Jesús
mismo, esto es, su enseñanza, su conducción y su obra de santificación. Las funciones
sacerdotales, por lo tanto, no son simples tareas que se encomiendan al sacerdote, sino
que son ministeriales y definitorias de la naturaleza del sacerdocio jerárquico. Por ser
sacramentales, el ministro ordenado que las ejerce re-presenta eficazmente a Cristo en

77 De manera semejante se dice que la eucaristía es necesaria para la salvación, no porque deba
ser recibida in re, sino porque los sacramentos, en general, son todos necesarios para la salvación, pues de
ellos se constituye la Iglesia fuera de la cual no hay salvación, y la eucaristía es el centro de todos los
sacramentos, sin la cual ellos no existirían, dado que es perfectiva omnium sacramentorum.
63

el ejercicio de esas mismas funciones, es decir, actualiza la misión redentora de


Jesucristo actuando como su instrumento, a tal punto que quien al sacerdote recibe, a
Cristo recibe, y quien al sacerdote rechaza, a Cristo rechaza y a Aquél que lo envió (Lc
10, 16; Mt 10, 40).

La función de enseñar.
La primera función confiada a los Apóstoles es la de enseñar el evangelio a toda
creatura (Mc 16, 15). Se trata de una función esencial del ministerio apostólico, así
como lo fue también de la misión de Jesucristo. De este modo lo entendieron los
mismos Apóstoles que describieron la misión que recibieron del Señor en términos de
proclamar, enseñar, ser testigo. En este sentido deben entenderse las palabras de San
Pablo: “Cristo no me ha enviado a bautizar, sino a anunciar el evangelio” (1 Co 1, 17).
Los ministros ordenados, por lo tanto, cuando predican, actúan como instrumentos de
Cristo. Su enseñanza no es palabra humana, sino evangelio de Jesucristo, con el poder
que esta Palabra tiene para suscitar la fe de los oyentes. Esta función es inherente al
ministerio conferido por el sacramento. Gracias a la sacramentalidad del orden, por lo
tanto, los ministros ordenados saben que poseen la luz y fuerza necesarias para difundir
la verdad revelada.
La función de enseñar es la primera porque el ministerio de los sacramentos y
del gobierno concierne solamente a los que han acogido en la fe la palabra de la
predicación. La expresión de LG 25, que coloca la función de predicar “entre los
principales deberes de los obispos”, no quita principalidad al ministerio profético de los
sacerdotes en general, ni oscurece la afirmación explícita de Trento de que “el deber
principal de los obispos es predicar”, sino que pretende salvaguardar la importancia de
la función eucarística.
Esta función consiste en un cierto “carisma de verdad”78 objetivo. Este carisma
es conferido como don del Espíritu a través de la consagración sacerdotal, es decir, no
se trata de sólo una missio canonica, sino también, y fundamentalmente, de una
participación ontológica, dada por el Espíritu Santo a través del sacramento, en la
misión evangelizadora de Jesucristo. Se trata, además, de un ministerio de carácter
colegial. Los ministros ordenados no hablan por su propia cuenta aislados de la
enseñanza de la Iglesia. El mensaje que hay que transmitir es uno y único y es el de
Jesucristo. No hay otra palabra salvífica que la suya.
A través de la predicación de los sucesores de los Apóstoles, y de los presbíteros
que lo secundan en su tarea, la verdad proclamada por Jesucristo continúa llegando a
todos los hombres. Por su sacramentalidad, la función de enseñanza que ejerce el
ministro ordenado transmite la misma enseñanza de Cristo en el doble sentido de ser el
mismo Cristo el que enseña y ser el mismo contenido de su predicación (Cf. Gal 1, 8).
Lo que el ministro ordenado enseña es, por consiguiente, un “depósito”, que debe
mantener en la fidelidad apostólica. En la predicación, él actúa como instrumento de
una enseñanza y de un maestro que lo trascienden y a los cuales él debe someter
obsequiosamente su propio intelecto. El ministro ordenado no predica sus ideas. Y si
bien debe actualizar el mensaje en referencia a las nuevas situaciones en que se
encuentran los destinatarios de su tarea evangelizadora, todo ello lo hace a la luz de

78 SAN IRENEO, Adv. Hær. IV, 26, 2 (PG 7, 1053c).


64

Cristo y de la Tradición, es decir, sin inventar nuevas doctrinas extraídas de su


genialidad e inteligencia, sino iluminando aquellas situaciones con la luz siempre nueva
de la fe. La enseñanza del ministro ordenado, por lo tanto, no se apoya en sus
conocimientos, sino en su cualidad de ministro de Cristo (Cf. PDV 26).
Por esto mismo, los cristianos deben acoger la enseñanza del obispo, y en
relación con él, la de los presbíteros, con religioso respeto. Este respeto, en efecto, no es
el que se tiene a alguien que se sabe autorizado por su especial sabiduría. Es un respeto
religioso porque se reconoce en el que enseña, el carisma de verdad conferido por el
Espíritu Santo. Este respeto es debido al ministro ordenado cuando habla en nombre de
Cristo.

La función de santificar.
La segunda función sacerdotal que mencionan los documentos del Magisterio es
la de santificar. Por esta función, según lo que llevamos dicho, se pone de manifiesto el
poder salvífico de la Palabra. Ella es un poder eficaz para la salvación. La Palabra, por
lo tanto, no es un simple medio de expresión de una doctrina o idea, por muy verdaderas
que sean. Se trata de una palabra de salvación por cuya eficacia los hombres son
redimidos y los sacramentos actúan. La forma sacramental, en efecto, constituida
siempre por palabras, determina la significación de los sacramentos y con ello da
eficacia sobrenatural al signo. En el tratado de los sacramentos en general se estudia
cómo esta significación es eficaz según el axioma: los sacramentos, significando,
causan.
Esta aclaración es pertinente para comprender cómo el mismo ministro que ha
recibido la función de la enseñanza es el que tiene también a su cargo la función de
santificación por medio de la celebración cultual de los sacramentos. Esto es importante
remarcarlo porque en los escritos del Nuevo Testamento no siempre se expresa
claramente a quiénes correspondía la presidencia del culto, además de los Apóstoles.
Los escritos neotestamentarios nos muestran cómo los Apóstoles administraban
los sacramentos: Pedro y Pablo confían a otros la tarea de bautizar (Hch 10, 48; 19, 5-6;
1 Co 1, 14-17); los Apóstoles reciben el mandato de repetir la eucaristía en memoria del
Señor (Lc 22, 14-19); sólo los Apóstoles u otros ministros ya reconocidos imponen las
manos (Hch 6, 6; 8, 17; 13, 3; 19, 6; 1 Tm 4, 14; 5, 22; 2 Tm 1, 6). Pero además de
ellos, y en su ausencia, esos escritos no dicen con suficiente claridad quiénes
administraban los sacramentos. Pero de aquí no se sigue que cualquiera no designado
por los mismos Apóstoles podía hacerlo. Ello, al contrario, hubiera significado una
ruptura entre la predicación de la Palabra y la celebración cultual. San Pablo, de hecho,
une en sus expresiones la predicación y el culto describiendo a una con los términos de
la otra. Así, comer y beber en la mesa del Señor es, también, proclamar su muerte hasta
que vuelva (1 Co 11, 26). Los sacramentos que en el culto se celebran y administran no
poseen una eficacia al margen de la Palabra. Por eso, la función de celebrar los
sacramentos parece implicada en la función de predicar. No se puede predicar una
palabra eficaz de salvación sin la celebración del sacramento en el que esa palabra se
hace concretamente eficaz. Así, por ejemplo, Felipe anuncia el evangelio y bautiza.
Desligar palabra y sacramento es ceder a la visión protestante de la acción salvífica de
Jesucristo.
65

Desde la función cultual, además, se comprende mejor el sentido de la función


de enseñanza. El culto, en efecto, consta de ritos que el celebrante no inventa. En su
celebración, el ministro ordenado debe ceñirse a un ritual objetivo donde el aporte
personal queda circunscrito al espacio que las mismas rúbricas le otorgan. La función de
enseñar goza de la misma objetividad, aunque ya no sea tan fácil verlo, dado que ella se
ejerce según las capacidades personales del ministro ordenado; capacidades que deben
ponerse al servicio del depósito de fe que debe ser enseñado.
Pero la Palabra dice todo lo que tiene que decir y, por ende, expresa toda su
eficacia, en la Cruz. Allí, el Hijo engendrado como Verbo por el Padre y hecho carne en
el seno de la Santísima Virgen, ofrece al Padre su Vida de manera absoluta y, por eso,
su muerte es, al mismo tiempo, la entrega del Espíritu. Allí, la humanidad, asociada al
Hijo por la encarnación, queda asumida de algún modo a la Vida Trinitaria. En otras
palabras, tiene acceso al santuario celeste. En Cristo, pues, Sumo Sacerdote, la
humanidad redimida se convierte en sacerdocio santo. Este misterio se hace presente en
sus diversos frutos en los distintos sacramentos, pero en la eucaristía se actualiza desde
su raíz y núcleo central. Por esto mismo, la función cultual del sacerdote tiene su
fuente y cima en la eucaristía. En ella no debemos ver solamente una celebración ritual,
como si la función cultual, con su centro en ella, se redujera a la práctica de un
ritualismo. En ella, por el contrario, debemos ver toda su densidad teológica y espiritual.
Ella es la representación sacramental del sacrificio de la Cruz, es decir, del punto
culminante de la obra redentora del Señor. De aquí brota y a aquí tiende toda actividad
de los ministros ordenados.
Esta última afirmación requiere una mayor aclaración habida cuenta de algunas
doctrinas actuales sobre la posibilidad de una eucaristía sin sacerdote ordenado. Se
alega, al respecto, que el ministerio no puede ponerse por encima de la celebración
eucarística. El ministerio, por lo tanto, debe organizarse de tal modo que quede
garantizada esa celebración. Los autores que sostienen esta idea gustan señalar que no
puede absolutizarse el ministerio de manera de hacer depender de su permanencia la
eucaristía. La celebración de la eucaristía debe ser, en consecuencia, “a-ministerial”.
Pero lo que hemos dicho arriba es totalmente opuesto a esto y se basa en una
concepción de la Iglesia, del sacerdocio y de la eucaristía absolutamente diversa 79: no
hay eucaristía sin sacerdote ordenado ni hay sacerdote ordenado sin eucaristía. Y
como la Iglesia vive de la eucaristía, tampoco habría Iglesia sin ministerio ordenado, y

79 J. RATZINGER, Teoría de los principios teológicos, Barcelona 1985, p. 347: “La tesis… del
“derecho de la comunidad a la eucaristía”, que se define también como “derecho de la comunidad a un
sacerdote”, incluye, junto con la reclamación jurídica, la tendencia al menos a modificar tanto el
concepto de la eucaristía como el del sacerdocio. Cuando se reclama la eucaristía como un derecho de
la comunidad, se deduce inmediatamente que, en principio, la misma comunidad se la puede conceder y
que, por consiguiente, no está necesitada de un sacerdocio que puede recibir en virtud de la
consagración en la successio apostolica, es decir, desde “lo católico”, desde la Iglesia universal y su
plenitud de poder sacramental”.
66

viceversa80. La comunidad no dispone sobre la eucaristía, sino que la recibe de Cristo


mismo a través de sus ministros ordenados (DH 802; 794).

La función de gobernar.
Esta función depende de la índole eclesial de la salvación. Ante la predicación
de la Palabra, los que la aceptan constituyen una comunidad de fe, que debe sostener su
comunión gracias a la conducción de sus pastores. De este ministerio habla San Pablo
cuando enumera entre los distintos carismas, el de dirección y de la presidencia (1 Co
12, 28).
Esta función no puede pensarse sobre el modelo de la conducción de las
comunidades humanas. Como éstas, aquella implica el ejercicio de la autoridad sobre
quienes puede ser ejercida, es decir, sobre los súbditos. Pero a diferencia del gobierno
humano, la conducción de la Iglesia implica en el ministro ordenado una transformación
ontológica, a saber, la que hace de él un sacerdote. En las comunidades humanas, en
cambio, o incluso cuando se concede jurisdicción a un laico dentro mismo de la Iglesia,
esa jurisdicción no otorga, a quien se le confiere autoridad de gobierno, ninguna
cualidad ontológica. En esos casos, la jurisdicción sólo añade al jefe el derecho y el
deber de gobernar. Pero la función de gobierno propia de los ministros ordenados es
sacramental, es decir, por medio del sacramento del orden, Dios confiere al ministro
ordenado un don estable que eleva sus facultades para que esté a la altura de la tarea de
regir al Pueblo de Dios. Se trata de una capacitación ontológica, y no meramente moral,
que consiste en un poder real de gobierno que brota del carácter sacerdotal impreso por
el sacramento. La autoridad que goza el ministro ordenado no es propia, esto es,
fundada sobre sus capacidades personales, sino de Cristo. De este modo, obedecer al
ministro ordenado, en cuanto que actúa como ministro del Señor, es obedecer a Cristo;
el ministro ordenado hace presente con su conducción el pastoreo de Jesucristo
mismo. De aquí se sigue el carácter de servicio que tiene este ministerio (Lc 22, 25-26).
Jesús, en efecto, se define como Buen Pastor porque da la vida por sus ovejas, y no hay
mayor servicio que el dar la vida.
El ministro ordenado, por lo tanto, queda capacitado por el sacramento
para hacer presente a Cristo que da la vida por sus ovejas a través de la función de
gobernar. Tarea sacramental, dijimos, que no puede reducirse a organizar las
actividades de una comunidad, sino que incluye la consolidación de la Iglesia como
testimonio de fe en el mundo, aunque más no sea en la pequeña escala de una parroquia
o comunidad eclesial, y, sobre todo, la conducción de las personas a la vida eterna. Por
esto mismo, el ejercicio de esta función regia se dirige también a las personas concretas.
Cristo, como Buen Pastor, guía a las ovejas que conoce por su nombre, esto es, teniendo
especial cuidado de cada una de ellas. El gobierno del sacerdote no puede evaporarse en
generalidades organizativas, sino que debe descender a la atención personalizada de los
80 J. RATZINGER, Teoría de los principios teológicos, Barcelona 1985, p. 357: “La comunidad no
se constituye a sí misma en una especie de “en frente” respecto del ministerio (para luego crear ella sus
propios ministerios o exigir que se le concedan). Más bien, la Ecclesia sólo es real, en todos sus niveles,
si se estructura sacramentalmente, esto es, si queda entretejida en la red de la sucesión apostólica. Por
consiguiente, el intento de establecer una contraposición entre una comunidad anterior al ministerio y el
ministerio y la eucaristía – como se presupone en el eslogan del derecho a la eucaristía – está indicando
que se parte de una falsa perspectiva: los creyentes sólo son comunidad cuando se encuentran en unión y
cohesión con el servicio de la sucesión…”.
67

fieles y a la conducción de la Iglesia para que cumpla en el mundo la misión que el


Señor le ha asignado. Con esto se ve nuevamente la estrecha unión que existe entre la
función de santificar y la de gobierno. Así como aquélla no es general ni anónima,
tampoco lo es ésta.
En el obispo, este poder de gobierno, según la enseñanza del Concilio Vaticano
II, es “propio, ordinario e inmediato” (LG 27). “Propio” indica que no es “vicario”,
es decir, se ejerce en nombre propio y no en el de otro. Pero esto no significa que no lo
ejerza en nombre de Cristo, pues el texto conciliar lo dice explícitamente. La expresión
sólo quiere subrayar que el obispo no actúa en nombre de alguna autoridad humana.
“Ordinario” significa que no puede ser concedido o retirado a voluntad de un superior.
“Inmediato”, en fin, porque este poder lo ejerce el obispo sobre los fieles sin
intermediario alguno.
El obispo, además, goza de este poder gracias a la consagración episcopal y, de
suyo, no tiene límite. En otras palabras, este poder capacita a cualquier obispo para el
gobierno de todos los cristianos, razón por la cual un obispo no necesita de una nueva
consagración cuando es cambiado de diócesis, incluso si esta diócesis es la de Roma.
Sin embargo, este poder no puede ejercerse en concreto más que según la estructura que
Cristo mismo confirió a la Iglesia. De derecho divino, por lo tanto, los fieles están
sujetos al Papa y al Colegio Episcopal que le está unido, pero no lo están a cada obispo
tomado individualmente, a no ser que un acto de la autoridad suprema así lo determine,
es decir, a no ser que la autoridad suprema conceda a un obispo determinado una
jurisdicción determinada.

Relación entre las funciones ministeriales.


El sacerdocio ministerial hace sacramentalmente presente a Cristo Cabeza de la
Iglesia en el cumplimiento de las tres funciones recién estudiadas. Cabe preguntarse, sin
embargo, si alguna de ellas es principal de manera que englobe a las restantes o, por el
contrario, si las tres funciones se unifican en una instancia superior. Las opiniones de
los teólogos están divididas y, aparentemente, sin poder alcanzar una solución
definitiva.
Tal vez la cuestión deba ser replanteada y haya que dejar de hablar, como lo
hicimos hasta ahora, por comodidad de lenguaje y porque comúnmente así se hace, de
tres funciones. Así como el ministerio es uno, tal vez convenga hablar de una función
sacerdotal, la de representar sacramentalmente a Jesucristo Cabeza de la Iglesia con la
meta de edificar su Cuerpo, desarrollada en tres distintos ámbitos: la palabra, el culto y
el gobierno.
Sin embargo, dicho esto, es necesario agregar que los tres ámbitos de ejercicio
del servicio sacerdotal también constituyen una unidad ordenada jerárquicamente entre
sí. En otras palabras, si bien tal vez ninguna función absorba a las demás, es posible que
la cultual, con su centro en la eucaristía, constituya la cúspide de tal ordenamiento
jerárquico, confiriendo, como vimos, su índole sacerdotal al servicio ministerial. En
efecto, la obra redentora de Jesús, que los ministros ordenados son llamados a hacer
presente por el sacramento del orden, tiene su culmen y su fuente en el misterio pascual.
El ministerio sacerdotal encuentra, por lo tanto, aquí, y en su actualización sacramental,
la fuente y cima de su servicio.
68

LA UNIDAD SACRAMENTAL Y LOS TRES GRADOS DEL SACRAMENTO DEL ORDEN.


La representación sacramental de Cristo Cabeza y Pastor de la Iglesia se realiza
en tres grados distintos: el episcopado, el presbiterado y el diaconado. Son tres grados
de un sacramento, el sacramento del orden, y no efectos distintos de tres sacramentos
diversos.

El episcopado como sacramento.


Ante todo es necesario establecer esta enseñanza auténtica del Concilio Vaticano
II: la plenitud del sacramento del orden es el episcopado (LG 21). Con esta afirmación
el Concilio pone de manifiesto un aspecto del sacramento del orden que había quedado
un tanto relegado en la teología escolástica pre y postridentina.

Antecedentes antiguos y medievales.


La autoridad influyente en el modo medieval de concebir el episcopado había
sido San Jerónimo (347 – 419). Su doctrina sobre el episcopado debe comprenderse a la
luz de la controversia en la que nace. Dos son las vertientes de las que se alimenta esta
polémica. En primer lugar, a mediados del siglo IV, el presbítero Aerio de Sebaste
sostuvo la igualdad entre obispos y presbíteros. En su contra, Epifanio de Salamina
defendió la primacía del episcopado argumentando en base al poder de ordenar de los
obispos. Era, ésta, una discusión doctrinal. Pero a ella se suma un segundo elemento. En
Roma, por esa misma época, algunos consideraban a los diáconos como de mayor
dignidad que los presbíteros, habida cuenta de las altas funciones que les tocaba
asumir81. Otros, por reacción, equipararon a los presbíteros con los obispos, alegando el
mismo origen sacramental. Como se ve, la problemática estribaba en distinguir
adecuadamente al presbítero tanto del diácono como del obispo. La opinión de San
Jerónimo se ubica en este contexto.
Ante todo, San Jerónimo distingue al presbítero del diácono por su poder de
confeccionar la eucaristía. Este principio, sin embargo, tornó difícil la distinción entre el
presbítero y el obispo. Ambos, en efecto, gozan de la potestad de consagrar la eucaristía.
Por esto mismo opinaba San Jerónimo que, en los comienzos de la Iglesia, no había
distinción entre obispos y presbíteros y, por consiguiente, tampoco existía la distinción
entre poder de orden y poder de jurisdicción. Por esto, ambos nombres, presbíteros y

81 De hecho, algunos Papas fueron elegidos de entre los diáconos de Roma, como fue el caso,
por ejemplo, de Calixto I (218-222), Esteban I (254-257), San León Magno (440-461) y San Gregorio
Magno (590-604), entre otros. Ellos, como otros obispos, recibieron el orden episcopal sin haber sido
ordenados previamente presbíteros. Cf. OTT, L., “El sacramento del Orden”, en Historia de los Dogmas,
T. IV, Cuaderno 5, p. 42-44. El caso más llamativo fue el del Papa Constantino (en realidad, antipapa)
que, tras la muerte del Papa Paulo I el año 767, fue elevado a la sede pontificia, siendo laico, después de
emplear la fuerza de las armas. Según informa el Liber Pontificalis, el día de la elección obtenida por
fuerza, fue hecho, un domingo, clérigo. Al día siguiente fue ordenado subdiácono y diácono. El siguiente
domingo fue consagrado obispo en San Pedro. Se omitieron las cuatro órdenes menores y el presbiterado
sin que se hiciera ningún reproche a Constantino. Sus ordenaciones sólo fueron consideradas
anticanónicas por no haberse ajustado a los intersticios. Por lo demás, según el mismo Liber Pontificalis,
ninguno de los Papas de los siglos VIII y IX fue diácono y también presbítero, sino que unos habían sido
sólo diáconos y otros sólo presbíteros.
69

obispos, se aplicaban sin mayores distinciones a idénticas personas. Sin embargo, a


causa de las prontas disensiones entre los cristianos (Cf. 1 Co 1, 12), una de entre estas
personas fue elegida para gobernar una Iglesia particular confiriéndosele un poder de
jurisdicción nuevo, pero no de orden (ya lo poseía por ser presbítero). De aquí concluía
San Jerónimo que la ordenación presbiteral era necesaria para ser obispo, pero que al
episcopado no se accedía por una nueva ordenación.
Esta visión del ministerio sacerdotal pasó, luego, influenciado por un tratado
seudojeronimiano del siglo V, a San Isidoro de Sevilla y, a partir de él, a la teología
medieval desde el siglo VII al XI. Por su parte, el afianzamiento del cristianismo en este
lapso de tiempo hizo que el esfuerzo pastoral se dirigiera a consolidar las comunidades
ya establecidas y a hacerlas prosperar mediante el servicio cultual. De este modo pasó a
primer plano el ministerio litúrgico, compensándose este estrechamiento de la visión de
la actividad sacerdotal con el enriquecimiento de la doctrina eucarística.
En este período sobresale especialmente Pedro Lombardo por su presentación
compendiada de los aportes anteriores y la transmisión de los mismos a las generaciones
sucesivas. Entre sus afirmaciones es de capital importancia para nuestro tema la
exclusión del episcopado del número de las órdenes por considerarlo únicamente como
dignidad y oficio (4 Sent. 24, 14). Por esto mismo, no tenía al episcopado como
sacramento82. La razón de ello es que el obispo no puede hacer nada de más importancia
que el simple presbítero, es decir, consagrar el Cuerpo de Cristo.
La mayoría de los teólogos de la escolástica aceptaron la doctrina de Pedro
Lombardo. También los canonistas de la época 83. De esta suerte, se introdujo en la
teología una forma de considerar al episcopado que no atiende a su importancia como
plenitud del sacerdocio de la que participan los restantes grados del orden. En esta
visión del ministerio sacerdotal, los teólogos y canonistas comprendían el sacerdocio en
torno a la potestad de orden, distinta de la potestad de jurisdicción, con su acto supremo
en la consagración de la eucaristía.
En Santo Tomás, esta comprensión se amplía por el aporte de la noción de
instrumento. El ministro ordenado es instrumento de Jesucristo. De aquí se sigue que el
sacerdote, para Santo Tomás el presbítero, no obra en su propio nombre, sino en el del
Señor, en razón de una capacidad o potencia instrumental recibida y permanente, esto

82 Las órdenes variaban en número y en contenido. En general prevaleció el número septenario,


pero no siempre se consideraron las mismas órdenes. En algunas listas figuraba como orden menor el
salmista mientras que en otras era sustituido por el lector. Entrada ya la edad media el número septenario
y la lista concreta resulta más estable, con la excepción del episcopado que, para algunos no era orden ni
sacramento, para otros era las dos cosas. Santo Tomás distingue las siguientes órdenes partiendo del
principio de su relación con la Eucaristía: sacerdocio, diaconado, subdiaconado, acolitado, ostiario,
lectorado y exorcistado (Cf. Suppl. q. 37, a. 2). Lo cierto es que, fuera del episcopado, las demás órdenes,
incluso las menores, eran tenidas por Pedro Lombardo como verdaderos sacramentos, es decir, como
signos sensibles y eficaces de la gracia.
83 Había unas pocas excepciones que consideraban al episcopado como un orden distinto al del
presbiterado. Aducían como fundamento la autoridad del Pseudo – Dionisio y de San Isidoro de Sevilla
que en sus catálogos de órdenes mencionaban explícitamente al obispo. Pero además de estos argumentos
de autoridad proponían algunos de razón. Por ejemplo, si el obispo puede ordenar presbíteros, guarda con
el Cuerpo de Cristo una relación más próxima que el simple ostiario y, sin embargo, este último es
contado entre las órdenes menores. Luego, con mayor razón, debe contarse entre las órdenes al
episcopado. Entre otros argumentos pueden enumerarse la aplicabilidad de la definición de sacramento de
la Nueva Alianza a la consagración episcopal; la inamisibilidad de la potestad episcopal de orden, a
diferencia de la potestad de jurisdicción.
70

es, el carácter, gracias al cual, el sacerdote actúa, en el ejercicio de su ministerio, in


persona Christi. Como este mismo poder o carácter se encuentra en el obispo, es decir,
como un poder para confeccionar la eucaristía, su potestad no es superior a la del
presbítero. Sin embargo, el obispo goza, además, de una potestas jurisdictionis. En este
plano el obispo es superior al sacerdote84.
Se ha objetado a este planteo que si el episcopado reside, en su distinción del
presbiterado, en esta potestad de jurisdicción, el Papa, que la concede, podría retirarla
totalmente y el obispo dejar de ser obispo, contra lo que la Tradición siempre ha
enseñado. Por esta razón, en la escolástica tardía, anterior a Trento, se percibe un
cambio de perspectiva en el enfoque del sacramento del orden.
Durando de San Porciano (1270? – 1334), por ejemplo, se opone a la opinión de
San Jerónimo y afirma la desigualdad de potestad de orden en el obispo y en el
presbítero. Aduce en favor de su teoría la autoridad del Pseudo-Dionisio, que atestigua
la diferencia entre obispo y presbítero ya para la época apostólica, y la de San Agustín,
que había tenido por herética la igualdad del presbítero con el obispo formulada por
Aerio de Sebaste. Esto no quiere decir que haya aceptado, sin más, la sacramentalidad
del orden episcopal. La mayoría de los teólogos, entre los que se contaban los más
prestigiosos, lo negaban basándose en que el obispo no tiene sobre el cuerpo
sacramental del Señor un poder mayor que el del simple sacerdote. Pero Durando no
estaba del todo de acuerdo con ello. Partiendo del principio de que el orden como
sacramento incluye una relación con la eucaristía, argumenta de la siguiente forma: si
este principio se entiende sólo de la consagración de la eucaristía, se sigue de ahí que
las órdenes menores no son sacramento, pues no tienen este tipo de relación. Pero, si se
entiende también en cuanto a la disposición para la consagración o para la recepción
de la eucaristía, la conclusión es que también el episcopado es sacramento, ya que la
potestad episcopal está destinada a ordenar a los ministros para la consagración de la
eucaristía, disponiendo así para su consagración. Dado que el consagrante tiene una
relación a la eucaristía más próxima y más caracterizada que el que recibe esa
eucaristía, se sigue que la potestad episcopal, que otorga el poder de consagrar, tiene
incluso una relación a la eucaristía más próxima y caracterizada que la potestad de las
órdenes menores, que disponen sólo para una digna recepción. Por consiguiente, es
tanto más sacramento. Sin embargo, como para Durando, la consagración episcopal
presupone necesariamente la ordenación presbiteral, el episcopado no puede ser un
sacramento autónomo, distinto del sacerdocio, sino un único y mismo sacramento. La
ordenación del sacerdote y la del obispo se relacionan entre sí como lo imperfecto y lo
perfecto. Es perfecto aquello que puede producir algo semejante a sí. Por eso es
imperfecto aquel sacerdocio que no posee potestad de ordenar a otro para el sacerdocio.
En cambio, es perfecto el episcopado porque tiene la potestad de consagrar a otro como
obispo o como sacerdote. Como sacerdocio más perfecto, el episcopado incluye y
presupone el sacerdocio simple (presbítero). Así, un sujeto que no fuera previamente
sacerdote, no podría ser consagrado válidamente como obispo.
La tendencia inaugurada por Durando fue seguida, con matices diversos, por
otros como Vittoria (1483-1546) y Pedro de Soto (1493-1563), para quienes la plenitud
del sacramento del orden corresponde al obispo por su misión, que incluye, y no agota,
la celebración de la eucaristía. Sin embargo, esta visión no prosperó demasiado, pues
pronto otras preocupaciones acapararon la atención de la Iglesia: la reforma protestante.
84 Cf. Suppl. q. 40, a. 5.
71

Su antecedente próximo fue Juan Wyclif († 1384), en Inglaterra, que rechazó el


papado y la preeminencia de los obispos sobre los simples presbíteros. Según él,
siguiendo de cerca las enseñanzas de San Jerónimo, en tiempos de los Apóstoles, no
había distinción entre obispos y presbíteros. Por eso en 1 Tm 3, 1-3, San Pablo habla
primero del obispo y luego de los diáconos, sin mencionar a los presbíteros. También en
Tt 1, 5-9, el Apóstol habla, en primer lugar, del establecimiento de presbíteros e,
inmediatamente después, se refiere a las propiedades del obispo, sin solución de
continuidad, porque se trata siempre de los mismos personajes. La distinción entre
presbíteros y obispos, por lo tanto, es una invención humana sancionada por el Decreto
de Graciano. Nada dice, sin embargo, Juan Wyclif sobre las otras autoridades patrísticas
que van en contra de su interpretación de los textos escriturísticos por él aducidos.
Como sea, Wyclif se abstiene de atacar la sacramentalidad del orden. Este paso lo dará
Martín Lutero en su escrito polémico De captivitate babylonica ecclesiæ (1520).
Para el reformador alemán, el sacramento del orden es desconocido para la
Iglesia de Cristo; se trata de un invento de la Iglesia papista. La autoridad del Pseudo-
Dionisio, sobre la cual se fundó la teología posterior, no vale nada para Lutero.
Tampoco puede aceptarse la clara afirmación escolástica del carácter sacerdotal
indeleble. Las palabras de Cristo en la última cena, “hagan esto en memoria mía” (Lc
22, 19), tampoco prueban la sacramentalidad del orden. Con estas palabras, Jesucristo
no ha ordenado sacerdotes a los Apóstoles, sino tan sólo les ha dado un encargo. El
sacerdocio ordenado es, solamente, una tiranía de los clérigos sobre los laicos.
No es verdad, por lo tanto, que Cristo haya conferido a algunos un poder
sacerdotal referido a la eucaristía, de la que, por otro lado, se negaba su índole
sacrificial. El ministro ordenado tiene como única función la predicación de la Palabra,
hasta tal punto que si deja de predicar, deja también de ser ministro. El sentido de la
ordenación, por consiguiente, no es el de constituir sacerdotes para el sacrificio, sino
ministros de la palabra y de los sacramentos.
Además, este ministerio no era conferido por medio de un rito sacramental, sino
por una designación de la comunidad, aunque para la colación de tal ministerio se
recurriera al signo de la imposición de manos. La razón eclesiológica que sustenta esta
comprensión del sacerdocio es clara de vislumbrar: la negación del carácter visible y
jerárquico de la Iglesia.

El Concilio de Trento.
Frente a estos errores, el Concilio de Trento (DH 1763-1778) enseñó la
sacramentalidad del orden y su referencia eucarística inamisible. Faltó, sin embargo, al
Tridentino, una teología del sacerdocio ministerial más desarrollada, que le permitiera
exponer una doctrina más acabada. Por esta razón continuó con la presentación del
ministerio ordenado en torno al presbítero, manteniendo, en consecuencia, la dificultad
de la explicación de sacramentalidad del episcopado.
Para el tratamiento de la cuestión del sacramento del orden, se entregaron a los
teólogos para su estudio 6 tesis o “artículos” entresacados de las obras de los
reformadores, a saber:
1. El orden no es sacramento, sino un cierto rito para seleccionar y constituir
ministros de la palabra y de los sacramentos. Que el orden sea sacramento es
72

una invención humana, excogitada por varones que nada entienden de


realidades eclesiásticas.
2. El orden no es un sacramento único y las órdenes inferiores y las intermedias
no proceden, a modo de grados escalonados, hacia el orden del sacerdocio.
3. No hay jerarquía eclesiástica, sino que todos los cristianos son igualmente
sacerdotes. Para la práctica o para el ejercicio del sacerdocio es necesaria la
llamada por parte de la superioridad secular y el asentimiento del pueblo.
Quien llega a ser sacerdote, puede volver a ser laico.
4. En la Nueva Alianza no hay sacerdocio visible y externo, ni potestad
espiritual para consagrar el cuerpo y la sangre del Señor, o para ofrecer el
sacrificio, o para liberar de los pecados ante Dios, sino sólo el cargo y el
ministerio de predicar el Evangelio. Los que no predican no son sacerdotes.
5. La unción no sólo no se requiere para la colación de las órdenes, sino que es
perniciosa y despreciable; igual también todas las demás ceremonias. Por la
ordenación no se otorga el Espíritu Santo. Por eso, los obispos, al conferir las
órdenes, profieren indebidamente la fórmula “¡Recibe el Espíritu Santo!”.
6. Los obispos no han sido instituidos en virtud de un derecho divino, ni su
orden está por encima de los presbíteros, ni tienen derecho de ordenar y, si lo
tienen, este derecho es para ellos algo común con los presbíteros. Las
ordenaciones conferidas por ellos son inválidas sin el consentimiento del
pueblo.
Cuando después de algunas vicisitudes políticas se retomó la discusión de estos
artículos, se introdujo una modificación en el sexto de ellos eliminándose la primera
afirmación, es decir, que “los obispos no han sido instituidos en virtud del derecho
divino”. Se pretendía, de este modo, evitar la discusión sobre el “ius divinum” de los
obispos, pues se sabía que las opiniones en el aula conciliar estarían muy divididas y se
correría el riesgo de atacar la autoridad pontificia. Sin embargo, la supresión no agradó
a algunos obispos, especialmente franceses y españoles. El resultado fue la introducción
de hecho de este tema en el aula conciliar.
Algunos padres opinaban que con una declaración afirmativa sobre la institución
divina de los obispos se haría frente a la doctrina reformada que negaba explícitamente
este punto. Pero esta declaración no prosperó porque no se llegó a un acuerdo
satisfactorio. Otros, en efecto, no pensaron que Lutero negaba la institución divina del
episcopado, sino solamente el rito empleado. Sin embargo, el problema que realmente
preocupaba a los padres no era tanto la supuesta negación luterana del origen divino de
la institución episcopal, sino la distinción entre potestad de orden y de jurisdicción y
el modo de conferir esta segunda potestad. Mientras todos estaban de acuerdo en que
la potestad de orden provenía inmediatamente de Cristo (iure divino) y se confería por
el sacramento, sólo para algunos también la potestad de jurisdicción tenía su origen
inmediato en Jesucristo; para otros, en cambio, provenía del Señor, pero no
inmediatamente, sino por mediación del Romano Pontífice.
Los primeros, capitaneados por el arzobispo de Granada, Pedro Guerrero,
proponían que, en el cuerpo doctrinal y en un canon correspondiente, el Concilio había
de decir que los obispos eran instituidos por derecho divino y que por el mismo derecho
tienen un orden superior a los presbíteros. Así como los Apóstoles recibieron
73

directamente de Cristo, y no de Pedro, la potestad apostólica, así también los sucesores


de los Apóstoles, es decir, los obispos, reciben del Señor directamente su doble
potestad, y no del sucesor de Pedro, esto es, del Papa. Para sustentar tal petitorio se
basaban en el hecho de que ya en un período anterior durante el mismo Concilio, bajo el
pontificado de Julio III, se había alcanzado esta verdad como una enseñanza segura. El
Concilio, por lo tanto, no podía, ahora, callarla siendo que los herejes la negaban
explícitamente.
Además, argumentaban a su favor diciendo que la institución por parte de Cristo
del oficio episcopal debía conllevar todo lo necesario para ejercerlo, incluida la
jurisdicción. De hecho, los Concilios y los Padres, al considerar a los obispos como
sucesores de los Apóstoles, hablan al respecto en términos absolutos, sin distinguir entre
la potestad de orden y la de jurisdicción. Por esto mismo, decían, en la Sagrada
Escritura no constan distintos caminos para conferir estas distintas potestades. En ella
sólo se lee que la única fuente de toda potestad es el Señor (Ef 4, 11; 1 Co 12, 28; Hch
20, 28).
Por otro lado, lo mismo que la potestad de orden, también la potestad de
jurisdicción es espiritual y está por encima de las fuerzas humanas, y el hombre que la
posee, incluido el Papa, es sólo un servidor (1 Co 4, 1). La potestad del Papa es sólo
ministerial (“nudus minister”). Cuando un obispo es elegido Papa, recibe la suprema
potestad jurisdiccional del mismo Cristo. Lo mismo sucede con los obispos, aunque su
jurisdicción es más limitada. La superioridad del Papa está en que, por su jurisdicción
suprema, él distribuye la “materia” de la jurisdicción episcopal, es decir, los fieles sobre
los cuales esa jurisdicción es ejercida.
A estas razones se sumaban otros motivos teológicos y políticos:
- El cuestionamiento de la “plenitudo potestatis” del Papa llevado a cabo por
los obispos franceses de tendencia galicana.
- La necesidad de resolver dificultades prácticas, como la residencia de los
obispos, recurriendo a la cláusula “iure divino”.
- La institución de los obispos de “iure divino” no disminuye la autoridad del
Papa, ya que la jurisdicción, aunque dada por el sacramento, permanece
sometida, en su ejercicio, a la autoridad pontificia.
A este grupo de obispos se oponía otro, liderados por el arzobispo de Rossano,
Juan Bautista Castagna, más tarde Urbano VII (1590), insistiendo en que si la potestad
de jurisdicción episcopal derivara inmediatamente de Cristo, quedaría sin explicación la
“plenitudo potestatis” del Papa. Además, semejante postura equivalía, en la práctica, a
negar la distinción entre potestad de orden y potestad de jurisdicción. Por esto, sostenían
que si bien Dios concedía inmediatamente, por el sacramento, la potestad de orden, los
obispos recibían del Romano Pontífice, no por vía sacramental, la potestad de
jurisdicción, que él posee en plenitud por haberla recibido inmediatamente de Cristo.
La discusión, para este grupo, debe centrarse en los obispos actuales y no en la
institución del episcopado como tal que, sin duda, viene de Cristo mismo. Pero en lo
que hace a los obispos actuales, la cuestión es altamente discutida desde antiguo, y una
doctrina no puede ser definida cuando no es segura, clara e incontrovertida. De hecho,
San Jerónimo declara que es la Iglesia la que instituye obispos, y del mismo pensar es la
mayoría de los padres conciliares. Si se condenara la proposición defendida por el
74

arzobispo de Rossano, se condenarían junto con los herejes, muchos doctores católicos.
Para evitar este problema lo más conveniente es dejar de lado la cuestión de la potestas
jurisdictionis y centrarse solamente en la potestas ordinis. Todos, en efecto, estarían de
acuerdo en afirmar que el orden de los obispos ha sido instituido por Cristo. Pero no
puede declararse que los obispos sean superiores a los presbíteros por derecho divino
sin más. Si así se hiciera, se introduciría nuevamente el problema, es decir, que esa
primacía no correspondería a los obispos en su potestad de jurisdicción “iure divino”,
sino por su potestas ordinis.
A estas razones se añadían algunas otras:
- El rechazo de que el Papa tenga en la colación de la potestad de jurisdicción
el papel de “nudus minister”, esto es, ser un simple “vicarius generalis
Christi”, mientras que los obispos serían “vicarii particulares”.
- El rechazo de las opiniones sobre el origen de la potestad de los obispos que
no sean conformes con el Primado del Papa, como el conciliarismo,
galicanismo, episcopalismo.
- El rechazo de retener como de “iure divino” la obligación de residencia de
los obispos en las propias diócesis.
Como los españoles querían una declaración explícita del origen divino de la
potestas jurisdictionis de los obispos y lo que los italianos proponían para hablar de
origen divino era concentrarse solamente sobre la potestas ordinis, cosa que los
españoles no aceptaban, el Concilio de Trento se abstuvo de definir nada sobre el poder
de jurisdicción, dejando de lado la cuestión del “ius divinum”. Fue así que empleó una
fórmula deliberadamente indeterminada. En lugar de afirmar o negar expresamente el
origen inmediatamente divino del episcopado, el Tridentino usó la expresión más vaga
“divina ordinatione institutam” para hablar de la jerarquía eclesiástica constituida de
obispos, presbíteros y ministros: “Si quis dixerit, in Ecclesia catholica non esse
hierarchiam, divina ordinatione institutam, quæ constat ex episcopis, presbyteris et
ministris, anathema sit” (DH 1776)85.
Esta solución diplomática se reveló, sin embargo, como un nuevo problema. En
efecto, ¿qué significa ordinatio divina? El hecho de su aprobación no puede desconocer
el desagrado que ella provocaba, principalmente, en los obispos españoles y franceses.
De hecho, ella contrariaba sus deseos. Por eso, su aceptación por este grupo minoritario,
pero influyente, fue condicionada a una clarificación posterior: al concluir la sesión, en
el juicio general sobre distintas doctrinas erróneas, debería mencionarse también tanto la
teoría que niega la institución de los obispos por Cristo, potestad de jurisdicción
incluida, cuanto la que impugna el primado del Papa.
La expresión “ordinatio divina”, sin embargo, no obedecía sólo a la oposición
entre españoles y franceses, por un lado, y los obispos italianos, que eran mayoría, por
el otro. La explicación de esta fórmula está vinculada también a una fuerte discusión
dentro del grupo de los canonistas italianos. Sin prestar atención a este debate, no se
puede calibrar exactamente el alcance de la fórmula “ordinatio divina”. En efecto,
habiendo quedado de lado la cuestión de la potestad de jurisdicción, aquellos canonistas
discutieron sobre qué realidad había recaído la voluntad institucional de Jesucristo, si

85 La expresión será cambiada por el Vaticano II por la más determinada “divinitus institutum”
(LG 28).
75

sobre el ordo episcoporum o si sobre el ordo episcopatus. Para unos, la multiplicidad de


obispos (ordo episcoporum) era querida directamente por el Señor. Para otros, el orden
episcopal (ordo episcopatus) había sido instituido por Cristo en Pedro, y que a través
del Papa venía luego la multiplicación de las personas investidas con esta potestad
según el juicio del Papa.
Por consiguiente, la expresión “ordinatione divina” se entendía, en lo que
respecta al poder episcopal (ordo episcopatus), en sentido estricto como “fundada por
Dios”. En cambio, por lo que se refiere a la pluralidad de obispos investidos del orden
episcopal (ordo episcoporum), su sentido es amplio, esto es, como “según el plan
divino”. De este modo quedaban satisfechos tanto los canonistas preocupados por hacer
depender todo del juicio del Papa, cuanto los que afirmaban que todo poseedor de un
poder legítimo es instituido por Dios.
Pero la interpretación de la fórmula “ordinatio divina” requiere, todavía, hacer
entrar en juego otro elemento. El canon 6, en su redacción final habla de obispos,
presbíteros y ministros. Según el curso que siguió la discusión de los padres en el aula
conciliar, “ministri” debe entenderse por “diáconos”. Así, pues, “ordinatio divina” no
puede interpretarse simplemente como la afirmación de la existencia en la Iglesia de una
diferencia fundada por Dios entre laicos y clérigos. La fórmula se discutió en referencia
solamente a los obispos. Luego se introdujo en el canon la mención de los presbíteros y
ministros.
Ya vimos que, por lo que hace al poder de orden de los obispos, la expresión
“ordinatio divina” debía entenderse como “instituido por Cristo”. La vaguedad de la
fórmula se debió, dijimos, a las discusiones sobre la distinción entre potestad de orden y
potestad de jurisdicción. Respecto de los presbíteros, aquella fórmula indica la misma
institución divina, en conformidad con la doctrina desarrollada en los capítulos de la
Sesión sobre el sacramento del orden. Pero en lo que toca a los diáconos, cuando se
habla de ordinatio divina, se hace referencia a cuanto los Apóstoles han dispuesto en el
Espíritu Santo sin querer afirmar explícitamente que el diaconado es de institución
divina.

El Concilio Vaticano II.


Desde el Concilio de Trento hasta el Concilio Vaticano II, la teología del
sacerdocio continuó, salvo pocas excepciones, por los mismos carriles. Pero llegados al
Vaticano II se asiste a un nuevo modo de enfocar el sacramento del orden. Se parte,
desde ese momento, del episcopado y no ya del presbiterado. Este cambio de
perspectiva permite insertar el sacerdocio ministerial en el contexto más amplio de la
misión de la Iglesia (LG 19). El resultado fue una clara afirmación de la
sacramentalidad del episcopado (LG 21), pero para ello fue necesario no definir ya el
sacerdocio en referencia a la eucaristía, sino en función de la re-presentación
sacramental de Cristo, Cabeza de la Iglesia.
Para alcanzar esta afirmación, el Concilio avanza progresivamente. En primer
lugar, establece que los obispos suceden a los Apóstoles en su ministerio, el ministerio
que éstos habían recibido de Cristo. Por esta razón, así como Cristo se hizo presente a
través de los Apóstoles, así también continúa haciéndose presente a través de las
funciones sacerdotales de los obispos. Se aplica a éstos las mismas palabras que el
76

Señor dirigió a aquéllos: “El que a ustedes oye, a mí me oye; el que a ustedes
desprecia, a mí me desprecia” (Lc 10, 16). Los obispos, por lo tanto, definen su
sacerdocio en referencia a Cristo y no ya de cara al presbítero. En segundo término, se
enseña también que el mandato recibido del Señor no es un mero derecho o deber de los
Apóstoles y sus sucesores, sino un don del Espíritu que garantiza la presencia de
Jesucristo en el ejercicio del ministerio apostólico. Pero el sacerdocio en la Iglesia no se
explica sólo por la misión. Requiere, también, del don del Espíritu. Razón por la cual el
Concilio afirma, en tercer lugar, que el ministerio sacerdotal de los obispos se transmite
por la imposición de las manos.
Todo esto confluye en la afirmación clara de la sacramentalidad del episcopado.
Sin embargo, la fórmula y el tono empleado para la doctrina propuesta parece excluir
su interpretación como una definición dogmática, permaneciendo clara la intención
de proponer una enseñanza conciliar auténtica. En efecto, en el texto elaborado por la
subcomisión preparatoria del mismo, la sacramentalidad del episcopado era presentada
“sollemniter”. Pero esta expresión fue retirada por la Comisión doctrinal para no dar la
impresión de que se pretendía hacer una definición dogmática.
En efecto, un grupo de obispos era contrario a que la doctrina de la
sacramentalidad episcopal fuera objeto de una definición o declaración solemne. Esta
opinión consideraba que la doctrina no era todavía suficientemente madura. La
dificultad no residía en la sacramentalidad considerada en sí, sino en las consecuencias
que de ella podían derivarse respecto de la colegialidad episcopal y los poderes
episcopales. Se retenía que la vinculación de estas posibles consecuencias con la
sacramentalidad del episcopado era infundada, opuesta a la tradición doctrinal de la
Iglesia y suponía reconocer al Colegio episcopal un poder de cogobernar la Iglesia
entera junto con el Papa, a la vez que una limitación del obispo local en su propia
diócesis. Se propuso, a cambio, reconocer a la consagración episcopal una aptitud
pasiva en el plano jurisdiccional que solamente pueda ser actuada por el Sumo
Pontífice.
Ante esta oposición, el obispo König, uno de los tres relatores de la mayoría,
aclaró lo siguiente: “Commissio doctrinalis autem censuit hic non agi de definitione
sollemni… doctrina authentice proponenda”. Se refería a la sacramentalidad del
episcopado. Reafirma, sin embargo, la sentencia de que la consagración episcopal
otorga los tres “munera” y no sólo el “munus docendi et regendi”.
Con estas intervenciones se inflamaron las discusiones en el momento de votar
el texto definitivo, lo cual llevó a Pablo VI a incluir una “Nota explicativa previa” sobre
la naturaleza jerárquica de la comunión con la Cabeza y con los miembros del Colegio
episcopal. Fue así que se llegó a la votación final del n. 21 sobre la sacramentalidad
episcopal.
En su doctrina del sacerdocio ministerial, centrada en la noción eclesiológica de
misión, también se une la idea cristológica de consagración (PO). La comprensión cabal
del sacerdocio ministerial debe saber conjugar, pues, las nociones de consagración
(aspecto óntico) y de misión (aspecto funcional).
En el entramado de estas dos dimensiones resalta la afirmación fundamental del
Concilio sobre la sacramentalidad del episcopado: la consagración episcopal confiere la
plenitud del sacramento del orden. La fórmula empleada fue especialmente elegida. El
texto definitivo sustituyó la expresión “grado supremo del sacramento del orden” por
77

“sacramento del orden en su plenitud”. La primera fórmula veía el episcopado como el


término al que preparan los grados inferiores, visión permeable a la teología de San
Jerónimo, de la que se seguía que nadie podría ser obispo sin haber sido ordenado antes
presbítero o sacerdote. La segunda fórmula, en cambio, permite comprender la posición
del Concilio: el episcopado es la fuente de la que participan los restantes grados del
sacramento. Así, pues, el obispo, más que recibir un complemento, de orden jurídico,
de su presbiterado, nombra y constituye a los presbíteros como sus colaboradores, de
manera que la función presbiteral no puede ya comprenderse sin la episcopal.
Por el sacramento del orden recibido en su plenitud, entonces, el obispo carga
con la totalidad del ministerio eclesial, incluido el oficio de santificar por la confección
del sacrificio eucarístico y la administración de los demás sacramentos. De este modo,
la plenitud del sacramento del orden no sólo implica el poder sobre el Corpus Christi
Mysticum (función de enseñar y regir), sino también sobre el Corpus Christi Verum
(función de santificar).
Este poder no puede ser ejercido por el obispo, sino en comunión jerárquica
con el Papa y los demás obispos. Esta comunión jerárquica manifiesta la aceptación de
la subordinación, querida por Cristo mismo, al sucesor de Pedro y la coordinación
entre los obispos unidos al Santo Padre. Por ello es necesario distinguir entre “función”
y “ejercicio” de la misma (Cf. II-II q. 39, a. 3). Por su consagración u ordenación, el
obispo recibe una participación ontológica en las funciones episcopales. Pero, para
ejercer estas funciones, le hace falta una determinación jurídica proveniente de la
autoridad pontificia. En otros términos, su ejercicio sólo puede hacerse según las leyes
de la Iglesia, es decir, en “comunión jerárquica”.
En conclusión, la doctrina del Concilio Vaticano II sobre el sacramento del
orden en lo que se refiere al episcopado puede resumirse en los siguientes puntos:
1. La precedencia teológica de la relación Cristo – Obispos. Ella permite hablar
de una re-presentación de Cristo por parte de los Obispos no limitada a la
actuación “in persona Christi” para la confección de la eucaristía y la
administración de los demás sacramentos. Esta re-presentación sacramental
abarca, también, las funciones de enseñar y gobernar.
2. La dimensión pneumatológica de la consagración episcopal. El don del
Espíritu Santo habilita para el ejercicio del ministerio apostólico, y este don
se transmite por la imposición de manos.
3. La plenitud del sacramento del orden en referencia al episcopado. Se
invierte, así, el orden con que se consideraba hasta ahora la relación entre los
distintos grados del sacramento del orden. El episcopado no es un
complemento que supone necesariamente los anteriores grados del
sacramento.
4. La colación sacramental de los tres “munera” episcopales. Se evita el
lenguaje tradicional que distingue entre “potestas ordinis” y “potestas
jurisdictionis”. Los tres “munera” (santificar, enseñar, regir) se transmiten
“vi sacramenti”, es decir, por la consagración episcopal, pero sin que ello
signifique poner en el mismo plano esta consagración con la comunión
jerárquica. Esto se aclara por la Nota explicativa previa (n. 2), que distingue
entre “ontologica participatio sacrorum munerum”, que se otorga “in
78

consecratione”, y la “canonica seu iuridica determinatio per auctoritatem


hierarchicam”, que se requiere para que la “potestas”, dada en la
consagración episcopal, pueda considerarse como “potestas ad actum
expedita”.
5. La afirmación de la índole sacramental del episcopado. Ella permite entender
la triple actuación ministerial como una actuación “in persona Christi”.
6. La potestad de los obispos sobre el sacramento del orden, pero sin querer
afirmar que sea prerrogativa exclusiva suya la ordenación de presbíteros y
diáconos. En cuanto a la ordenación de otros obispos, se dice que es
“competencia de los obispos”. Se eliminó la redacción que decía que es
“competencia sólo de los obispos”. La cuestión pasa, así, al ámbito del
debate teológico.

El presbiterado o sacerdocio de segundo orden.


El presbiterado, en cuanto que es un grado del sacerdocio ministerial, el
segundo, tiene en común con el episcopado la participación en la re-presentación
sacramental de Cristo, Cabeza de la Iglesia. Pero se diferencia de él en el grado. El
presbítero, en efecto, es ordenado como colaborador del obispo y no en la plenitud del
orden. Esto significa, ante todo, que el presbítero participa del mismo sacerdocio de
Cristo (PDV 12). Su sacerdocio no es distinto del que recibe el obispo, a no ser por su
diferencia de grado. Pero también significa que el sacerdocio que recibe el presbítero, lo
recibe ligado en cuanto a su ejercicio (LG 28). Hay analogía, por tanto, para el
presbítero con la distinción hecha más arriba entre la función recibida por el obispo por
la ordenación sacramental y el ejercicio de esa función dado por la autoridad pontificia.
Esta comprensión teológica del presbiterado deriva de la negativa conciliar a
seguir trabajando sobre la distinción entre orden y jurisdicción. Fue esto lo que permitió
la afirmación clara de la sacramentalidad episcopal. A cambio de esta distinción, se optó
por el lenguaje de los “tria munera”. Así, lejos de encerrar el poder de orden en lo
litúrgico y el de jurisdicción en el gobierno y enseñanza, se acentúa la unidad y unicidad
de la potestas sacra refiriéndola siempre a Cristo y su misión salvífica.
Luego del Concilio este tema se prestó a grandes discusiones. Según la opinión
de G. Philips, uno de los responsables de la redacción de la Lumen Gentium, la
consagración sacramental y la comunión jerárquica no se hallan en el mismo plano de
igualdad. El elemento decisivo para la integración al Colegio episcopal es la ordenación
sacramental (“constituitur vi sacramentalis ordinationis”, LG 22a); la comunión
jerárquica no es la causa de la integración al Colegio. Pero ello no significa que se
pueden separar las “potestates” de los “munera”, porque otorgar una función
(“munus”) no tiene sentido sin poder alguno (“potestas”). Por esto se rechazó la idea
de que la consagración episcopal otorgaba únicamente una potencialidad o capacitación
para recibir del Papa la jurisdicción. La comunión jerárquica se aplicaría al ejercicio del
poder de enseñar y regir, y no sólo a tal poder, que se transmite y brota de la
consagración episcopal. La opinión contraria es representada por G. Ghirlanda, con
apoyo, sobre todo, en la Nota explicativa previa en la que, deliberadamente, se sustituyó
el término “potestas” por el de “munus”. Por consiguiente, dice este autor, la
consagración episcopal otorga solamente los “munera”, pero no las “potestates”, con
79

excepción del poder de santificar. La consagración episcopal no otorgaría el poder de


enseñar y gobernar, que serían transmitidos por la comunión jerárquica, es decir, por el
Papa, puesto que la comunión con el resto de los obispos sería una consecuencia de la
unión con la Cabeza. Esta teoría niega el origen sacramental del poder de enseñar y
gobernar con lo que, aparentemente, el Vaticano II estaría en continuidad con Trento en
la distinción entre orden y jurisdicción, reservando sólo la primera para la consagración.
Así considerado, el presbiterado, como siempre fue tenido por la tradición
católica, es un verdadero y propio sacramento. Pero, a la luz de la nueva comprensión
del episcopado, el presbítero no debe ser pensado como una participación en el
sacerdocio episcopal. La superioridad del obispo sobre el presbítero no viene a avalar
esta visión. El presbítero, por lo tanto, se define desde Jesucristo. A su imagen anuncia
el evangelio, guía a los fieles y celebra para ellos el culto, es decir, es verdadero
sacerdote del Nuevo Testamento. Pero esta actividad ministerial el presbítero, también
por definición, la realiza en comunión con el obispo del que es cooperador (PDV 17).
La misión propia de Cristo compete, por el sacramento del orden, al obispo en plenitud
y al presbítero como colaborador, esto es, en segundo grado, donde “segundo” tiene
que entenderse en el sentido de “secundar”.

El diaconado o tercer grado del sacramento del orden.


Con el término “diácono” designamos, hoy, al sujeto que recibió el sacramento
del orden en tercer grado. Sin embargo, la palabra, de origen bíblico, presenta, en el
Nuevo Testamento, un uso más general. Puede decirse que el término designa, en
primer lugar, el sentido de la encarnación del Hijo de Dios, quien, siendo el Señor de
todos, se ha hecho nuestro diakonos (Jn 13, 13-16). Desde esta perspectiva cristológica,
la diaconía indica la participación en la diaconía de Cristo como un elemento esencial
del ser cristiano. En otros términos, ser cristiano significa, a ejemplo de Cristo, ponerse
al servicio de los demás, en lo que hace a su salvación, hasta la renuncia y entrega de sí
mismo. Esta diaconía no es otra cosa que el ejercicio de la virtud de la caridad a ejemplo
de la caridad de Cristo y puede revestir en el cristiano diversas formas según lo deja
entender Mt 25.
Pero también la diaconía es el espíritu y la actitud con que debe ejercerse la
autoridad en la Iglesia (Mc 10, 42-43). Así entendida, la diaconía es característica
esencial del ministerio de los Apóstoles (1 Ts 3, 2; 1 Co 3, 9; 2 Co 6, 1; Hch 6, 4).
Como sea, más allá de esta significación general, también es posible detectar en
los escritos neotestamentarios al menos dos pasajes donde “diácono” designa a un
sujeto concreto: Flp 1, 1 y 1 Tm 3, 8-12. Es verdad que la terminología empleada para
designar los distintos ministerios en el Nuevo Testamento no termina de fijarse hasta la
época patrística temprana. Como ya dijimos, en los escritos neotestamentarios asistimos
a una presentación de los ministerios en tren de formación. Sin embargo, no puede
negarse que estos “diáconos” eran ministros concretos con funciones más o menos
comunes en las distintas Iglesias.
Según Flp 1, 1, los diáconos colaboran con los obispos en funciones específicas
de gobierno y servicio de la Iglesia. Allí se los nombra sin preámbulos explicativos,
como si se tratara de una institución conocida. Puede decirse, por lo tanto, que el
diaconado forma parte, desde temprano, de la estructura fundamental de la Iglesia.
80

Esta idea aparece ya con más claridad en los siglos II-III, sobre todo en las
enseñanzas de San Ignacio de Antioquía. En sus escritos, los diáconos aparecen
ejerciendo sus funciones en la predicación, en la liturgia y en la caridad. La Traditio
Apostolica, por su parte, esclarece que los diáconos se desempeñaban activamente en el
gobierno de las comunidades. A ella se debe la frase, retomada por el Concilio Vaticano
II (LG 29), de que “el diácono no se ordena para el sacerdocio, sino para el ministerio
(episcopi)”86, marcando cierta distancia del diácono respecto de los obispos y
presbíteros en lo que hace a la confección de la eucaristía.
Pero a pesar de ello, siendo ordenado para el ministerio episcopi, el diácono
también participa en el oficio propio de los obispos. A ellos, en efecto, se les confía el
ministerio de la palabra; intervienen activamente en las funciones litúrgicas y tienen a
su cargo la caridad de las Iglesias. Pero otras circunstancias en la Iglesia llevaron a que
también el presbítero fuera cobrando importancia en la tarea de evangelización confiada
por Cristo a los Apóstoles y sus sucesores. Se hizo, así, necesario reajustar las
relaciones entre el obispo, el presbítero y el diácono, dando nacimiento a la controversia
de la que ya hemos hablado y que llevó a San Jerónimo a aportar su visión teológica
sobre el presbiterado, centrada en el poder para confeccionar la eucaristía.
Con el paso del tiempo, las funciones de los diáconos fueron concentrándose en
el servicio litúrgico. Ello implicó la separación, ausente en los comienzos del
diaconado, entre caridad y eucaristía. Con esto, el diaconado quedó relegado a ser
solamente un paso para acceder al presbiterado (DH 1772).
A pesar de estos vaivenes la figura del diaconado quedó siempre vinculada al
sacramento del orden. Así, el Concilio de Trento, aunque no trató expresamente sobre la
sacramentalidad del diaconado, considera a los diáconos como miembros de la jerarquía
eclesiástica. Para referirse a ellos emplea el término “ordo” y “ordinatio”, aunque ello
no es garantía absoluta de que de este modo se haga referencia a su sacramentalidad.
Esta sacramentalidad fue también implícitamente enseñada por Pío XII en
Sacramentum ordinis (DH 3859-3860) y corroborada por la doctrina del Vaticano II
(LG 28): el diaconado participa del único ministerio eclesiástico que es de
institución divina y que se desdobla en tres grados.
Para la comprensión teológica del diaconado es importante la expresión de LG
29: “Reciben la imposición de manos no en orden al sacerdocio, sino en orden al
ministerio”. La frase original, perteneciente a la Traditio Apostolica, calificaba el
ministerio como “del obispo” (episcopi). Quiere decir que Hipólito vinculaba el
diaconado al ministerio episcopal y no al sacerdocio. En la teología medieval, dada la
premisa de San Jerónimo que ya hemos visto, la sacramentalidad del diaconado pasaba
por su servicio al presbítero en la confección de la eucaristía. La perspectiva del
Vaticano II, sin embargo, sin desdecir esta visión medieval, la complementa con la
visión del sacerdocio que le es propia. El ministerio diaconal, en efecto, tiene su raíz en
la eucaristía y se despliega en la caridad a los hermanos.
El significado teológico del diaconado debe buscarse, pues, en este servicio
eucarístico que el diácono desempeña como entre el sacerdote ordenado (obispo o
presbítero) y los fieles. La función del sacerdote en el altar no es la de asistir y servir,
sino la de consagrar y presidir. Aquella asistencia litúrgica, en cambio, es propia del

86 El genitivo “episcopi” aparece en el texto de la Traditio Apostolica, pero no se lee en LG 29.


81

diácono y la realiza sacramentalmente con una sacramentalidad propia, que es


participación en tercer grado de la sacramentalidad plena del episcopado.
El diácono, por lo tanto, es ministro del obispo, y sirviéndolo en su función
ministerial, queda constituido en ministro del Pueblo de Dios. Servicio, además, que es
sacramental y da razón, por lo tanto, de la sacramentalidad del diaconado. En otras
palabras, al ponerlo al servicio del obispo, que es sacramental, el diaconado
también es sacramental y se ejerce en el servicio a la Iglesia. Su servicio y asistencia,
por ende, no es externo y circunstancial, como podría ser la de un laico, sino
constitutivo de su naturaleza sacramental de diácono.
El diácono queda, así, establecido como mediador entre el ministro ordenado y
la Iglesia, pero no como colaborador sino como siervo o diakonos. Esta función
ministerial del diácono implica las tres funciones episcopales a las que sirve, entre la
que se cuenta, con sentido fontal, como vimos, el servicio del altar. La diaconia
caritatis deriva de este servicio litúrgico. La permanencia del diácono debe recordar
continuamente que la caridad no debe desvincularse de la eucaristía y que ésta no
puede no concretizarse en la caridad efectiva. El significado teológico del diaconado
está en esta situación intermedia que hace de puente entre las ofrendas de los fieles y la
eucaristía y viceversa. Significado teológico que explica las funciones concretas del
diácono; funciones que derivan del ministerium episcopi.

EL CARÁCTER Y LA GRACIA SACRAMENTAL.


Una vez visto el efecto fundamental del sacramento del orden que es la
constitución del obispo como re-presentante sacramental de Cristo Cabeza a fin de
continuar la misma misión que Cristo recibió del Padre, nos toca ahora ver los dos
efectos clásicos de este sacramento: el carácter y la gracia.

El carácter del sacramento del orden.


La cuestión del carácter es fundamental y su comprensión está íntimamente
vinculada a la concepción del sacerdocio. El Concilio de Trento define su existencia
como una verdad de fe (DH 1609; 1774). Su doctrina en este punto no es nueva, sino
que se la encuentra, ya, en el Concilio de Florencia, en el Decreto para los Armenios
(DH 1313). Si Trento la retoma es para hacer frente a la negación luterana no sólo del
carácter sacerdotal, sino también del sacramento del orden. En el momento de esta
definición, sin embargo, el Concilio no pretendió brindar ninguna enseñanza sobre la
naturaleza del carácter sacerdotal. Tal tarea ha quedado en manos de la teología. Con la
afirmación de ese carácter, sin embargo, se nos dice que el sacramento del orden
produce en quien lo recibe un cambio real, ontológico diremos enseguida, independiente
de los movimientos del libre albedrío del ordenado sacerdote. Lo mismo sucede con el
sacramento del bautismo y de la confirmación. Quien haya recibido estos sacramentos
no es más como era antes. Al ser bautizado, confirmado u ordenado, el sujeto no es más
el mismo dentro del pueblo de Dios. Algo ha pasado en él que lo ha cambiado realmente
de manera permanente e irreversible. El carácter sacramental, también el sacerdotal, es,
pues, un sacramento interior (res et sacramentum), un signo sagrado, una marca o sello
que distingue a quien lo posee de los otros que no han recibido el respectivo
sacramento.
82

El carácter sacerdotal es, por tanto, una consagración ontológica, permanente e


irreversible. Cuando esta verdad es rechazada o minimizada, el sacerdocio corre el
riesgo de pasar a ser una realidad funcional ad tempus. En efecto, el carácter asegura la
realidad del sacerdocio ministerial. El sacerdote no es un miembro de la asamblea
cultual que recibe de ella misma una delegación temporal para presidir la eucaristía y
conferir los demás sacramentos. La distinción del sacerdote de entre los miembros del
pueblo de Dios es sacramental, esto es, por re-presentar sacramentalmente a Cristo
Sacerdote en la asamblea cultual. Esta marca o sello distintivo es interior y, por tanto,
invisible. El único modo de conocerla es por su procedencia de su causa visible que es
la recepción del sacramento. El carácter sacerdotal es la fijación y la actualidad
permanente, en el sacerdote, del rito de ordenación que ha pasado. La afirmación
de fe del Concilio de Trento asegura esta verdad. El fiel sabe que quien ha recibido este
signo visible (sacramentum tantum) ha quedado marcado para siempre (res et
sacramentum) con la realidad del sacerdocio ministerial. Sin ello el orden sacramental
perdería toda su certeza. Así, pues, del mismo modo que el pan, una vez consagrado, es
el Cuerpo de Cristo, y el bautizado es miembro del pueblo de Dios, el sacerdote, una
vez investido del poder sacerdotal por la ordenación, es el agente cierto de la acción
sacramental en la Iglesia.

Carácter y poder para realizar acciones sacramentales.


La definición del carácter como un poder es consecuencia lógica de haber
dilucidado en los sacramentos una causalidad eficiente. Si su causalidad fuera moral, el
ministro no necesitaría de una potencia activa para confeccionar los sacramentos. Sólo
se le exigiría cumplir el rito, para lo cual no le sería necesaria ninguna otra capacidad
distinta a la de cualquier otro hombre. En este caso, el carácter se reduciría a ser
solamente un signo que aseguraría a los creyentes que Dios interviene siempre para
producir el efecto una vez que la acción sacramental es ritualmente realizada por el
sujeto designado para tal fin87. El carácter sacerdotal es, pues, una participación
ontológica en el poder sacerdotal de Jesucristo. Se trata, en efecto, de un poder para

87 Dios es la causa principal de la gracia; la humanidad de Cristo es el instrumento unido


(instrumentum coniunctum) a la divinidad; los sacramentos son instrumentos separados (instrumenta
separata). Pero como los sacramentos no producen la gracia sino en cuanto que son acciones de
Jesucristo, es necesario que el ministro que los confeccione participe del poder sacerdotal del Señor. Sólo
así la acción del ministro es la acción del Señor. Si, en cambio, la causalidad de los sacramentos fuera
moral, no serían acciones instrumentales de Jesucristo. Se podría objetar, sin embargo, que aun
concediendo que la instrumentalidad del ministro sea necesaria, no tiene por qué ser habitual. Bastaría
que el Señor operara a través suyo en el momento en que el sacramento es confeccionado, es decir, per
modum actus, de manera semejante a como sucede con los dones de profecía y de milagros. En otras
palabras, no sería necesario un carácter que fuera un poder habitual para confeccionar el sacramento. La
objeción, con todo, no tiene en cuenta el modo ordinario de obrar de Dios. En efecto, cuando Dios obra
no se contenta con dar a las criaturas sus propias naturalezas, sino que también las dota de reales
capacidades causales. Además, los sacramentos son medios ordinarios de salvación y requieren, por
consiguiente, un poder habitual en el ministro que los administra. En fin, si este poder no fuera habitual,
no se tendría certeza de cuándo el sacramento es eficazmente administrado. La comparación con el don de
profecía y de hacer milagros no corresponde. Estos dones, de suyo invisibles, se hacen visibles en sus
efectos. Cuando se producen se tiene la certeza del don de donde brotan. Pero la gracia es invisible. Es
necesaria, por lo tanto, una certeza especial de la existencia de la causa para poder asegurar la existencia
del efecto. Tal certeza se vería disminuida notablemente si dicha capacidad instrumental no perteneciera
al ministro de manera habitual, sino per modum actus solamente.
83

confeccionar los sacramentos entendidos como acciones salvíficas operadas por el


Señor.
Pero el ejercicio del ministerio sacerdotal implica también un poder sobre el
cuerpo místico de la Iglesia. El carácter, por lo tanto, como poder ontológico para
confeccionar sacramentos se amplía en un poder moral que se ejerce sobre personas
libres. Este poder moral deriva del poder ontológico para confeccionar sacramentos
puesto que la finalidad de este último es producir la gracia y la gracia afecta
directamente las relaciones del hombre con Dios. El carácter sacerdotal, por lo tanto,
comporta el poder para transformar al hombre por la gracia, para transformar cosas,
como el pan en el Cuerpo del Señor, y, en consecuencia, para dirigir personas, esto es,
la autoridad.
La pertenencia de esta autoridad al carácter sacerdotal muestra que no se trata de
un mero poder jurídico. Ella supone la misteriosa conexión del sacerdote con Cristo,
que es una conexión real porque los sacramentos realizan lo que significan. Pero, a
diferencia del poder para confeccionar sacramentos, el poder sacramental que llamamos
autoridad no puede ejercerse fuera de la comunión eclesial. El mismo carácter
sacerdotal hace del ministro ordenado un sacerdote con poder de santificar por medio de
los sacramentos y un pastor para guiar, en re-presentación de Cristo Cabeza, a los fieles
hacia la vida eterna.
Esta unión, en el carácter sacerdotal, del poder santificador y el poder de pastor
no debe pensarse como la unión de realidades separadas porque el medio por el cual el
pastor conduce a los fieles a la vida eterna es, principalmente, la administración de los
sacramentos. Según la definición de pastor que dio Jesucristo como la de aquél que da la
vida, la acción salvífica por excelencia, la cruz del Señor y su actualización sacramental
en la eucaristía, es también la primera acción pastoral. No debe separarse
exageradamente, pues, la función santificadora del sacerdote de su función pastoral
aunque el poder de confeccionar sacramentos permanezca en el sacerdote separado de la
comunión eclesial y no suceda lo mismo con la autoridad pastoral.
Esta determinación del carácter como un poder-autoridad santificador y pastoral
permite discernir otra de sus notas fundamentales, a saber: el servicio. Hans Küng,
aseverando que el lenguaje del poder y de la autoridad no se aplica en el Nuevo
Testamento a ninguna de las formas de ministerio, concluye que el sacerdocio no puede
ser pensado jamás bajo esas categorías. La única noción válida para concebir el
ministerio sacerdotal es la diaconía, palabra que aparece, sí, frecuentemente en los
textos neotestamentarios. Esta conclusión es falsa por su extremismo. Es verdad que la
diaconía ocupa un primer lugar en los escritos del Nuevo Testamento, pero ello no
significa que la realidad de la autoridad y el poder, aunque no tanto su terminología,
esté ausente. De hecho, San Pablo recurre en más de una oportunidad a su autoridad de
Apóstol. Así también, la carga que el Apóstol de los gentiles pone sobre Timoteo y Tito
es, claramente, una función de autoridad. El dilema de H. Küng, por tanto, es un falso
dilema. En realidad el poder y autoridad del ministro es para el servicio, es una
diaconía, tal como el mismo Señor lo practicó y enseñó. Así lo enseña claramente San
Pablo cuando presenta la encarnación como una renuncia a las prerrogativas señoriales
del Hijo de Dios para asumir la condición de esclavo (Flp 2, 6-7). En el mismo sentido
apunta la recomendación del Señor a ocupar los últimos puestos (Mc 10, 42-45; Mt 20,
25-28) y la gran lección del lavatorio de los pies (Jn 13, 13-14).
84

Pero en estas mismas enseñanzas aparece también claro que el Señor se


proclama Maestro y Señor; que no excluye que en la comunidad algunos sean
“grandes”, esto es, jefes. Lo que él enseña, sin embargo, es un modo de ejercer la
autoridad opuesto al modo con que los jefes y grandes de este mundo la practican (Lc
22, 25). La verdad es que Dios es el único Maestro. Ante él todos los demás son
igualmente dependientes, y de aquí el llamado de Jesucristo a ser como niños. Esta
humildad es la que se espera encontrar en los que han sido revestidos de autoridad. Esta
autoridad, por lo tanto, no es otra que la de la Palabra de Dios. Los pastores visibles,
siendo los re-presentantes sacramentales de Cristo, son también los portadores de su
autoridad. Es por ellos, en efecto, que el evangelio es anunciado a los hombres, que su
contenido de verdad es definido, que sus exigencias son recordadas. En esto consiste el
ejercicio de la autoridad, que no es una autoridad propia, sino recibida del mismo Señor.
Al ejercer esta autoridad, por lo tanto, el ministro ordenado debe desaparecer
personalmente sin que ello implique desdibujar la misma autoridad. Esto, más que el
ocultamiento de la persona del ministro ante Cristo sería el ocultamiento de Cristo
mismo. Igual sucedería si el ministro se arrogase a sí mismo la autoridad recibida.
También aquí el ocultado sería el Señor.

La gracia sacramental del orden.


Todo sacramento produce la gracia sacramental que, como se vio en el tratado
de sacramentos en general, no es un hábito distinto al de la gracia santificante, es decir,
de la gracia que santifica a quien la recibe. Pero el sacramento del orden, por lo que se
dijo acerca del carácter, no parece orientarse a la santificación del sacerdote, sino al
servicio de los miembros del Pueblo de Dios. Por consiguiente, no parece que este
sacramento produjera una gracia sacramental, al menos, no en el sentido de una gracia
gratum faciens, sino, al máximo, como gracia gratis data. Esto no quiere decir que el
sacerdote se vea privado de la gracia santificante, sino que puede gozar de ella sólo a
título de su vocación cristiana y no de su vocación sacerdotal. De hecho, hemos visto, la
condición moral del ministro ordenado no afecta a la eficacia de su poder sacerdotal.
Pero esta objeción contraria a la afirmación de que el sacramento del orden
confiere la gracia santificante al sacerdote, si tuviera razón impediría considerar al
orden como un sacramento, pues todo verdadero sacramento produce la gracia (Cf. DH
1766; 1773). Además, en la liturgia de ordenación se pide la gracia para los que son
ordenados, súplica que se constata, además, por el gesto de la imposición de las manos,
que es un signo del don del Espíritu Santo. Por estas razones debe decirse que el
sacramento del orden confiere la gracia al sacerdote, como lo enseña el testimonio de 1
Tm 4, 14: “No descuides la gracia que hay en ti, que se te comunicó por intervención
profética mediante la imposición de las manos del colegio de presbíteros”. No basta
para asegurar la sacramentalidad del orden sagrado decir que confiere una gracia de tipo
carismática o gratis data. La función del carisma la cumple, en el sacramento del orden,
el carácter. Por lo tanto, si es sacramento, debe conferir la gracia sacramental que es
gracia santificante. Así debe entenderse la autoridad citada.
En efecto, este sacramento consagra a un cristiano para la realización de
acciones sacramentales. Quiere decir que la santidad que de este modo se le confiere
pertenece al orden objetivo de lo sagrado. Es una santidad que podríamos llamar, para
remarcar esta objetividad, “ontológica”. Pero el ministro es una persona que obra como
85

persona, aunque en la acción sacramental no actúe a nombre y título personal. La acción


sacramental, dicho de otro modo, es un acto humano que involucra la libre decisión de
su agente y, por lo tanto, susceptible de ser calificada moralmente como buena o mala.
Si el sacerdote obra con mala intención, la acción sacramental, en lo que tiene de
personal, será pecaminosa, permaneciendo santa en su objetividad sacramental. Pero
una acción ministerial objetivamente santa pide, de suyo, ser realizada en unión de
intención (subjetivamente) con la persona de la cual se es ministro. Por esto, la
sacralización (consagración objetiva) de la persona causada por el carácter del
sacramento del orden, aunque pueda hallarse en un sujeto moralmente indigno de ella,
pide, de suyo, su santificación. Si Cristo sacraliza o consagra, por las necesidades de su
re-presentación sacramental en la tierra, a una persona, al mismo tiempo también la
santifica, a menos que ella ponga voluntariamente un obstáculo a la gracia. Tal es la
situación normal querida por el Señor al instituir el sacramento del orden.

Relación entre el carácter y la gracia del orden.


En el bautismo, la gracia es primera, porque la intención principal de Cristo al
instituirlo y de la Iglesia al administrarlo es la santificación de quien lo recibe
convirtiéndolo en hijo de Dios. El carácter sacramental, en cambio, es segundo,
asegurando la pertenencia del bautizado a la Iglesia. Para el sacramento del orden, en
cambio, el carácter es primero. Por él, el ministro ordenado ejerce el poder de re-
presentación sacramental de Cristo. Cuando el Señor instituyó este sacramento y cuando
la Iglesia lo confiere, su intención es asegurar esta representación sacramental. La gracia
de santificación personal otorgada por el sacramento del orden, por lo tanto, es segunda.
Lo óptimo, como se dijo, es que las acciones sacramentales sean cumplidas santamente,
pero lo que es primordial es que ellas sean cumplidas.
Pero lo que es segundo según el bien común de la Iglesia terrestre, es primero
desde el punto de vista del destino personal del sacerdote. La Iglesia permanece santa y
lugar de santificación de sus hijos a pesar de que uno de sus miembros se separe de su
comunión por su pecado. En este caso, para el pecador, la pérdida de la comunión es su
propia perdición. Si se tratase de un sacerdote, el poder de re-presentar
sacramentalmente a Cristo no le serviría personalmente para su salvación.
Ahora bien, la vocación sacerdotal no es idéntica con la vocación cristiana. Pero
esto no significa que se sitúe fuera de ella. Lo que se quiere decir es que la vocación
sacerdotal no está implicada en la vocación cristiana; es una vocación a la que no están
llamados todos los que reciben la vocación cristiana. Sin embargo, para aquél que recibe
el sacramento del orden, su vocación particular se inscribe dentro de la vocación común
cristiana a la santidad. La vocación sacerdotal es una concretización y personalización
de la vocación del sacerdote como bautizado. En otros términos, decir que el sacerdocio
se define como un estado de servicio y que no fue instituido para la santificación
personal de quien ha sido por él revestido, no significa que la gracia del sacerdocio sea
inútil para la santificación del sacerdote, esto es, no se trata de un mero carisma, sino de
una verdadera gracia gratum faciens. En efecto, servir a Cristo y a la Iglesia en la tarea
de salvar almas es una gracia de santificación personal; un modo particular de participar
en la santidad de Cristo. Y, al revés, al sacerdote, que ha sido consagrado por el carácter
sacerdotal para el servicio de los hombres en lo que se refiere a Dios, le es imposible
vivir según la gracia sacramental del orden sin probar el sentimiento de responsabilidad
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por la salvación de las almas. La gracia del sacerdocio suscita en el alma del sacerdote
esta solicitud, conforme a la ordenación del carácter sacramental, que se traduce
siempre por la oración por la salvación de los hombres y, ordinariamente, por la acción
sacerdotal efectiva. La gracia sacramental del orden, por lo tanto, también es principio y
fuente de donde brota esta acción multiforme, haciéndola participar de la caridad
redentora del Señor.
Es verdad que este celo apostólico no es exclusivo del sacerdote, ya que todo
cristiano, por el bautismo y la confirmación, está unido a Jesucristo y es partícipe de sus
ansias por la salvación del mundo. Sin embargo, este celo caracteriza de manera
específica la gracia sacramental del orden. En efecto, esta gracia queda constituida por
el complejo gracia-carácter, y este carácter, que constituye al sacerdote en su función
sacerdotal dándole el poder de cumplirla, reclama la gracia que incluye este celo entre
todas sus riquezas. Inversamente, este celo, que se puede desarrollar normalmente en
alguien que no ha sido ordenado, encuentra en el carácter sacerdotal una particular
fuente y raíz, que no lo hace necesariamente más intenso que en cualquier cristiano, sino
más estable y habitual, esto es, un estado de vida. Un sacerdote mediocre, si no perdió la
gracia por el pecado, será mediocremente celoso de la salvación de las almas, pero no
será totalmente sin celo. Si perdió la gracia, en cambio, será por el despertar de este
celo, nacido de la conciencia de su sacerdocio, presente en él por el carácter sacerdotal,
que comenzará para él el proceso de su conversión a Dios.
La gracia sacramental del orden, en fin, incorpora a Cristo por un título más
perfecto. Cristo, en efecto, al conferir la gracia sacerdotal, ejercita, en cuanto Dios, una
causalidad eficiente principal y, como hombre, una causalidad instrumental. Pero causar
una vida sobrenatural más abundante equivale a obrar de modo tal que Cristo, con un
nuevo y más alto título, ejercite su función de Cabeza sobre sus sacerdotes y los
incorpore a sí mismo con un vínculo más estrecho. Además, infundiendo una nueva y
más copiosa gracia en sus sacerdotes, Jesucristo delinea en ellos su imagen con rasgos
cada vez más marcados y, así, resplandecen mejor en ellos los esplendores de su
naturaleza divina.
Pero la gracia sacramental también lleva a madurez viril el organismo
sobrenatural pues, de la simple condición de hijo y miembro, el alma del sacerdote es
elevada a la perfección de padre y cabeza. En otras palabras, la gracia sacerdotal
enriquece la gracia común embebiendo al sacerdote de los sentimientos y obras propias
de la paternidad espiritual. Este enriquecimiento no consiste solamente en una nueva
orientación de la gracia santificante, sino también en un cierto derecho a recibir los
auxilios necesarios para lograr el fin del sacerdocio.
También aumenta, amplía y acelera el flujo de bienes sobrenaturales. En efecto,
aumentan los bienes espirituales, pues de un organismo más perfecto emanan
espontáneamente actos más numerosos y meritorios con los que se enriquece el tesoro
común de la Iglesia. Aumenta, también, el número de miembros en cuanto que de las
virtudes actuales del nuevo organismo sobrenatural surge aquel celo por medio del cual
los sacerdotes quitan a las almas del mal, las confirman en el bien, las orientan hacia la
perfección y las impulsan al apostolado. Por su parte, la gracia sacerdotal también
acelera la circulación de la gracia en el Cuerpo Místico, en el sentido de que, como dice
San Ambrosio, “allí donde florece la gracia sacerdotal, allí está la Iglesia” (De Isaac
et anima 8, 64), es decir, allí la Iglesia vive con más abundancia de bienes.
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De lo dicho sobre la gracia sacerdotal se desprende que el sacerdocio del Nuevo


Testamento goza de una función instrumental, sacra y espiritual, ordenada a ofrecer el
sacrificio, a dispensar los sacramentos, a difundir y preservar la fe y a regir y gobernar a
los fieles. Estos fines del sacerdocio se convierten en otros tantos títulos que exigen del
sacerdote una vida interior y exterior santa. El poder sacerdotal debe ejercitarse como
causa instrumental, es decir, según la voluntad de la causa principal, Cristo, que obra
por el Santo Padre y los sucesores de los obispos (obediencia). Por ser sagrado, ese
poder sacerdotal requiere en el sacerdote, pureza de alma y de cuerpo (castidad). En fin,
siendo espiritual, el poder sacerdotal exige que el ministro de Cristo no se mezcle en los
negocios seculares y que se mantenga libre de la concupiscencia de los bienes terrenos
(pobreza). Además, estando ordenado a ofrecer el sacrificio a Dios, el sacerdote debe
ser rico en sentimientos religiosos concordes con los de Cristo a quien sirve (virtud de
religión). En fin, en la medida en que debe administrar los sacramentos, enseñar y
gobernar a los fieles, el ministro ordenado debe ser fiel en la administración, poseer la
ciencia necesaria y la prudencia requerida. Estas virtudes, obediencia, castidad, pobreza,
religión, fidelidad, ciencia y prudencia, constituyen el organismo sobrenatural que, para
crecer y alcanzar su perfección, necesita, a su vez, de la virtud de la caridad, pues ella lo
reduce a la unidad y lo orienta a su fin último. Tal es el contenido, junto al celo
apostólico, de la gracia sacramental del sacramento del orden.

EL MINISTRO DEL SACRAMENTO DEL ORDEN.


El triple grado del sacerdocio se propaga ordinariamente por el ministerio
episcopal (DH 1326). La Sagrada Escritura testimonia que solamente los Apóstoles
ordenaron a los diáconos (Hch 6, 6), a los presbíteros (Hch 14, 22; 13, 3; 1 Tm 5, 22; Tt
1, 5) y a los obispos (1 Tm 4, 14; 2 Tm 1, 6). La enseñanza de los Padres atestigua esta
afirmación bíblica y algunos hechos históricos la confirman. Así, por ejemplo, según
Eusebio en su “Historia Eclesiástica” (6, 43), Novaciano, que ambicionaba la dignidad
episcopal, buscó ilícitamente un obispo que le confiriera el orden. Esto muestra que, aun
entre los herejes y cismáticos, existía la convicción de que no se podía ser obispo sin ser
consagrado por otro obispo. Existe, sin embargo, un punto controvertido en esta
doctrina, fundado en tres importantes bulas pontificias del siglo XV 88. Se trata, en
concreto, de saber si un sacerdote, con la autorización de la Sede Apostólica, puede ser
ministro extraordinario del presbiterado o del diaconado.
a) Bula de Bonifacio IX.
El primero de febrero del año 1400, Bonifacio IX, con la Bula Sacræ religionis
concedió al Abad de los canónigos regulares de la orden de San Agustín, de la diócesis
de Londres, el siguiente privilegio: “Nos, bien dispuestos en esta circunstancia a las
súplicas del abad y de la comunidad, al mismo abad y a sus sucesores y a sus
canónigos, en virtud de la autoridad apostólica, según la disposición de las presentes,
concedemos que el mismo abad y sus sucesores para siempre, por todo el tiempo en que
son abades del mismo monasterio, tengan el poder de conferir de un modo libre y
lícito, a todos y a cada uno de los canónigos presentes y futuros, profesos del mismo
monasterio, todas las órdenes menores y el subdiaconado, el diaconado y el
presbiterado, en los tiempos establecidos por el derecho, y que los mencionados
88 Hay, incluso, algunos datos anteriores como el canon 13 del Concilio de Ancira del año 314;
lo que dice Casiano en Collationes 4, 1 y los casos de Germania en el siglo VIII.
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canónigos, de ese modo promovidos por los abades mencionados, puedan oficiar libre
y lícitamente en las órdenes así recibidas, sin que sean de ninguna manera
impedimento constituciones apostólicas cualesquiera, y otras contrarias promulgadas
por alguien en sentido contrario y confirmadas por cualquier autoridad” (DH 1145)
Inmediatamente, Robert Braybrook, obispo de Londres, se lamentó de que la
promulgación del indulto hería su derecho de patronato por lo que Bonifacio IX, con
una nueva Bula, Apostolicæ Sedis, del año 1403, revocó el privilegio con las siguientes
palabras: “Puesto que, como dice el contenido de la petición que nos dirigió
recientemente nuestro venerable hermano Roberto, obispo de Londres, el monasterio
arriba mencionado, en el cual el mismo obispo tiene el derecho de patronato, fue
fundado por algunos predecesores del mismo obispo..., y puesto que se reconoce que
tales cartas y concesiones se traducen en grave perjuicio del mismo obispo y de su
jurisdicción ordinaria y de la Iglesia de Londres, por parte del mismo obispo nos ha
sido humildemente dirigida la súplica de que nos dignáramos, en nuestra benevolencia
apostólica, a procurar que no haya perjuicio para él y para esta Iglesia en lo que
precede. Queriendo proveer... en orden a estas cosas, y cediendo a dichas súplicas, en
virtud de nuestra autoridad apostólica y por conocimiento cierto, con el presente
escrito revocamos, derogamos y anulamos aquella carta y aquellas concesiones, y
queremos no tengan fuerza ni valor alguno” (DH 1146).
Algunos estudiosos han considerado la primera Bula como una concesión papal
para que el abad pudiera ordenar a otros sacerdotes y diáconos. Otros, en cambio, han
entendido las palabras del documento en el sentido de que se permitía al abad y sus
sucesores conceder las cartas dimisorias correspondientes para la recepción de las
órdenes mayores, independientemente del obispo de Londres, es decir, del obispo
diocesano. Estos últimos fundan su interpretación en las siguientes razones:
 Circunstancias históricas. Según la antigua disciplina, los superiores
regulares debían enviar sus súbditos, para la ordenación, al obispo diocesano.
Desde el siglo XIII, los Frailes Menores y otros religiosos obtuvieron el
privilegio de presentar, para la ordenación, sus propios profesos a algún
obispo en comunión con la Sede Apostólica. En virtud de este privilegio,
justamente se consideró que los superiores religiosos conferían las órdenes
sagradas.
 Tenor de la bula. El tenor de la bula confirma la anterior conclusión puesto
que en ella nada hay que tenga sabor a novedad.
 Protesta del obispo de Londres. El obispo se lamentó de que el privilegio
concedido por Bonifacio IX hería gravemente su jurisdicción, fundada sobre
el título jurídico del “patronato”. De hecho, el derecho patronal del obispo
era violado con la concesión a los profesos regulares del privilegio de ser
ordenados por un obispo de otra diócesis. Este derecho patronal no podía ser
herido si el privilegio de ordenar a sus súbditos hubiera sido concedido al
abad del monasterio.
 Historia del monasterio de canónigos regulares. Consta que los abades no
han conferido, ni siquiera una vez, según la norma del privilegio,
directamente las sagradas órdenes.
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 Silencio de los teólogos después del 1400. Ningún contemporáneo de la Bula


de Bonifacio IX ha visto en el privilegio por él concedido algo particular, lo
cual indica que el Papa no habría otorgado la posibilidad de ordenar
sacerdotes y diáconos, sino solamente presentarlos al obispo para que sean
ordenados.

b) Bula de Martín V.
Martín V, el 16 de noviembre de 1427 mandó al Abad Cisterciense de Altzelle
de la diócesis de Meissen, la Bula Gerentes ad vos en el que se otorga un privilegio
análogo y, tal vez, más explícito que el concedido por Bonifacio IX: “[...] queriendo
honrar a vosotros y al monasterio mismo con un privilegio de gracia y de honor, a ti,
oh hijo nuestro abad, todas las veces que será oportuno desde ahora y para un
quinquenio, sin que puedan oponerse constituciones o edictos apostólicos u otros
contrarios, en virtud de la autoridad apostólica, a tenor del presente escrito,
concedemos el permiso y también el derecho de reconciliar cada iglesia que, en
conjunto o en parte, cae bajo el derecho de colación, de provisión, de presentación y de
todo otro derecho que es tuyo y de la comunidad de los tuyos, como también las partes
del mencionado monasterio que se encuentran en el territorio de las diócesis de
Meissen, y sus cementerios que han sido profanados por la sangre o el semen, e
igualmente de conferir todas las órdenes sagradas a todos los monjes del mismo
monasterio y a las personas que te están sometidas por ser abad, sin que sea
mínimamente requerida para esto la licencia del obispo diocesano del lugar (DH
1290).
El término “órdenes sagradas”, según la terminología del tiempo, en las actas
pontificales designa siempre el subdiaconado, el diaconado y el presbiterado. Para el
episcopado se reservaba la palabra “consagración”.

c) Bula de Inocencio VIII.


El 9 de abril de 1489, Inocencio VIII, con la Bula Exposcit tuæ devotionis,
dirigida a Jean de Cyrei, abad del monasterio de Cîteaux, le concedió el privilegio de
ordenar diáconos a sus súbditos: “[...] concedemos por las presentes como favor
especial, a ti y a tus sucesores y a los abades de los otros cuatro monasterios
mencionados, ahora y por el tiempo en que estén en el cargo, en virtud de la autoridad
apostólica y por segura convicción, que, de ahora en adelante y por siempre en el
futuro, libremente y lícitamente [...], a fin de que los monjes de la mencionada Orden
no estén obligados a correr de una parte a otra fuera del monasterio para poder recibir
las órdenes del subdiaconado y del diaconado, conferir según el ritual las demás
órdenes del subdiaconado y del diaconado a aquellos que hayáis encontrado aptos, tú y
tus sucesores, a todos los monjes de la Orden mencionada, y los cuatro abades
susodichos y sus sucesores a los religiosos de los monasterios mencionados (DH 1435).
Esta Bula despertó una larga controversia. Algunos aceptaron su autenticidad
mientras que otros la negaron. Estos últimos lo hicieron basándose en el hecho de
que su original no había podido ser encontrado ni en los Archivos Vaticanos ni en los
cistercienses. Esta fue la posición de la controversia hasta el año 1954. Pero ahora
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estas dificultades caen porque se encontró el original buscado y, así, no parece que se
pueda dudar sobre la realidad del privilegio concedido por el Papa.
Algunos autores han interpretado estos privilegios en el sentido de que el presbítero
posee en su carácter sacerdotal el poder remoto y atado de conferir el presbiterado y
el diaconado. Este poder puede hacerse próximo y actual por una intervención directa
del Santo Padre. Sin embargo, como opinan otros, estos casos han sido muy raros y
asilados en medio de una práctica tradicional de la Iglesia que reconocía el poder de
ordenar sacerdotes y diáconos solamente en los obispos. Si hay una verdad de fe
sólidamente testimoniada, por lo tanto, es que el obispo válidamente ordenado tiene
el poder sacramental de conferir las órdenes sagradas, entiéndase, los tres grados del
sacramento del orden. La cuestión no ha sido aún definida, de manera que la
conclusión que reconoce en los presbíteros el poder de ordenar otros presbíteros o
diáconos debe ser tomada como provisoria y sin la suficiente estabilidad como para
ser enseñada comúnmente.

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