La Arquitectura en La Era Posmoderna
La Arquitectura en La Era Posmoderna
La Arquitectura en La Era Posmoderna
Marina Waisman
En este nuevo tipo de sociedad las clases sociales, tal como se concebían en la sociedad industrial
moderna, habrían perdido vigencia como actores históricos. Los conflictos ya no se producen
entre las clases sino entre las personas y el aparato, las grandes organizaciones, en las que el
poder no depende de una clase social sino de un estamento de tecnócratas y burócratas.
Habermas habla de la separación entre los sistemas y el “mundo de la vida” 2 Por estas razones, la
noción de explotación ha sido desplazada por la alienación, que es el resultado de la forzada
integración de los individuos en el proceso de trabajo y de consumo, integración lograda por
medio de la manipulación cultural y el control del aparato 3.
Pero también en el interior mismo de las culturas dominantes comenzó en las décadas pasadas a
emerger una serie de subculturas sumergidas, provocando movimientos contestatarios, que
caracterizaron fuertemente la década del 60. El movimiento feminista, los diversos grupos étnicos,
la rebelión juvenil contra el establishment, las revueltas universitarias, los grupos marginados y
1
Tomado de Cuadernos Escala: Posmodernismo
2
Jürgen Habermas, El discurso filosófico de la Modernidad, Ed. Taurus, Madrid, 1989 pp. 414 sqq.
3
Ver a este respecto Alain Touraine, la sociedad post-industrial, Ed. Ariel, Barcelona, 1969.
vergonzantes hasta ese momento, como los homosexuales, reivindicaron en cada caso su derecho
a unos valores propios ignorados o negados hasta el momento. De tal modo que a lo largo de esa
década se hace presente en el horizonte cultural un riquísimo conjunto de sistemas culturales –o
subculturales- algunos más consistente que otros, pero que demostraron en su conjunto la falacia
del predominio absoluto de la fórmula cultural del Occidente moderno y desarrollado. De tal
modo había nacido lo que dio en llamarse cultura posmoderna.
Este cambio en el carácter y significado del período histórico estuvo fuertemente influido –y
causado- por el descrédito de alguno de los valores fundamentales que habían informado a la
cultura moderna. La fe en la racionalidad del desarrollo basado en el progreso de la ciencia y de la
técnica había llegado a una profunda crisis, en parte como consecuencia de los desastres
ecológicos causados por el desarrollo. Asimismo, se veía que, lejos de producir el bienestar general
de la humanidad, este “progreso” estaba ahondando cada vez más el abismo que separa a las
sociedades ricas de las pobres, y aún dentro de las primeras, a las gentes ricas y las pobres. La
crisis alcanzó, así, el valor universal de las propuestas modernistas, a la autoridad moral de la
racionalidad científica, a la bondad intrínseca del progreso tecnológico, y con ellos al fundamento
racional de un modelo estético –y arquitectónico-. Las bases mismas de la ideología modernista
quedaron minadas.
La cultura moderna y la sociedad moderna habían nacido con las revoluciones políticas,
industriales, económicas de los siglos XVIII y XIX. El ideal de la racionalidad como base de una
funcionalidad y una productividad representaban el progreso de la humanidad, concebida en
términos universales. Esa humanidad se desarrollaría bajo la guía del mundo occidental, creador
de los nuevos instrumentos de producción y de pensamiento; el conjunto de la sociedad quedaba
articulado en clases definidas por su lugar en la producción y en el goce de los bienes. La cultura
artística que acompañaba a estos ideales proponía, en armonía con ellos, el ordenamiento
racional de las formas, la abstracción que permite la universalización de las propuestas, la
apropiación de métodos de la tecnología contemporánea.
Pero además, esta cultura artística se proponía poner el arte a tono con el desarrollo social, y de
ahí que se rebelara contra las convenciones y las normas artísticas perpetuadas por las formas
sociales establecidas y que a su vez actúan perpetuándolas. Era una cultura afirmativa, positiva,
pero que afirmaba a partir de una crítica profunda a lo existente. Claro está que no fue una cultura
monolítica, como no lo era la sociedad misma. En su seno se produjeron rebeliones que llegaron a
una mayor profundidad que la de la mera crítica a formas y métodos artísticos, alcanzando la
existencia misma del arte (Dada) o de sus procesos creativos (Surrealismo). El alcance de estas
rebeliones fue tal, que en años sucesivos hará imposible, para la cultura artística posmoderna
alcanzar un nivel semejante en sus protestas: éstas nunca llegaron al grado de radicalidad de las
del Modernismo. (Piénsese, por ejemplo, en la distancia que separa a la posición Dada del arte
Pop).
4
Kenneth Frampton, Hacia un regionalismo crítico. Seis puntos para una arquitectura de resistencia: La
Posmodernidad, Hal Foster Ed., Kairós, Barcelona 1985, pp 37 sqq.
5
Frederic Jameson, en “Posmodernismo y sociedad de consumo”, en La Posmodernidad, op. Cit., señala esta
desaparición de límites entre diversas manifestaciones de la cultura posmoderna, incluyentes en la teoría,
tomando como ejemplo la obra de Michel Foucault: “¿Hay que llamar a la obra de Michel Foucault filosofía,
historia, teoría social o ciencia política? Es algo que no se puede determinar, y que sugeriría que ese
‘discurso teórico’, ha de incluirse también entre las manifestaciones del posmodernismo.
De todos modos, aquella posición que consistió en borrar los límites entre arquitecturas “nobles” y
las que no lo son logró dos conquistas importantes, que no cederían terreno en el futuro próximo;
el reconocimiento de los valores de la arquitectura vernácula, y los de la arquitectura popular
urbana, y su equiparación, en el campo de la investigación y a menudo en el de la proyectación, a
la arquitectura profesional.
La arquitectura vernácula había logrado se consagración por medio de una exposición en el Museo
de Arte Moderno de Nueva York, hasta hace poco la obligada plataforma de lanzamiento de
cualquier nueva idea o tendencia. “Arquitectura sin arquitectos”, se tituló una bella exposición
organizadas por Bernard Rudofsky, que despertó una ola de interés y respeto –a veces excesivo-
por la arquitectura vernácula, oponiendo la sabiduría espontánea del “primitivo” al sofisticado
saber del diseñador profesional.
Si nos dirigimos a un campo más general, más allá del territorio específico de la tarea
arquitectónica, sin duda habrá que convenir que la explosión urbana, el cambio de escala
producido en la población mundial y en especial en los habitantes de las ciudades, ha obligado a
arquitectos y críticos a prestar atención a problemas que escapaban al cuidadoso diseño de
objetos arquitectónicos. Ya en la década del 60 decía Aldo van Eyck que “somos incapaces de
resolver los problemas del 60 gran número”. Nótese que el “el gran número” no era ya la “masa”
de que había hablado décadas antes Ortega y Gasset, una denominación peyorativa, sino una
verificación objetiva del cambio producido en el horizonte social. Ya los arquitectos del
Movimiento Moderno habían incorporado a su temática la cuestión de la vivienda social. Ahora
pasaba a primer plano el conjunto de las cuestiones concernientes al entorno construido, ese
enorme contexto en el que se desarrolla, mal que bien, la vida de las sociedades, y en el cual la
intervención de los arquitectos representa un porcentaje mínimo. Se vuelve imposible, en tal
circunstancia, delimitar un universo de objetos que defina el territorio específico de la
arquitectura6.
Quedaron así borrados explícitamente los límites entre cultura de élite y cultura popular, entre
arte “culto” y arte comercial. Un primer paso había sido dado en la década del 50 por artistas
ingleses capitaneados por el crítico Reyner Banham, con su “descubrimiento” del pop; la
valorización del diseño comercial más popular constituyó el primer embate contra las barreras
erigidas por el “buen gusto”. La loca Inglaterra de los años 60 fue el escenario que posibilitó las
desprejuiciadas historietas utopistas de Archigram, introduciendo el humor y la ironía en un
campo en el que siempre habían marcado el tono de seriedad y aún la solemnidad, el compromiso
y la severidad moral. El edificio de la cultura moderna era así socavado por el enemigo más
insidioso, el enemigo que no presenta batalla frontal: la burla.
6
Por esta razón, entre otras, cuando a comienzos de la década del 70 intenté construir una estructura de
análisis para el conjunto de la historia de la arquitectura, utilicé como instrumento la tipología, que hizo
posible el tratamiento de cualquier elemento del entorno, en La estructura histórica del entorno, Nueva
Visión, Buenos Aires, 1972.
El paso siguiente consistió en elevar el status del arte comercial integrándolo al establishment: el
periodista Tom Wolfe “descubrió” los letreros de las Vegas, afirmó su valor y convirtió a esa ciudad
en una especie de Marca a la que peregrinaron diseñadores del mundo entero. Se trataba no sólo
de valorizar el gusto popular sino efímero, lo no construido, la ciudad de neón frente a la ciudad
de hormigón o ladrillo. Robert Venturi, que había contribuido sustancialmente a demoler el
edificio del purismo moderno con su Complejidad y Contradicción7, realizó enseguida un erudito
análisis histórico de las Vegas, integrándola así definitivamente al mundo de los objetos
historiográficos, con lo que asestaba un golpe de fondo a la autoridad moral y estética de la
Modernidad. 8
En un intento de recuperar la perdida relación entre arquitecto y público, el gusto del ciudadano
común, considerado hasta entonces como “mal gusto”, quedó consagrado como gusto digno de
consideración. A ese respecto, no debe olvidarse que la década del 60 es también la década de la
participación, del reconocimiento de los derechos y de las capacidades del usuario para decidir las
condiciones y el aspecto de su propio hábitat. Quizás el usuario haya sido considerado, dentro del
territorio de la arquitectura, como una categoría marginada –marginada de las decisiones,
asumidas íntegramente por empresarios, políticos, arquitectos. Esta década del 60, a la que me
gusta calificar como la década libertaria, por la explosión de las múltiples rebeliones ya
comentadas, y a la que asimismo he definido como la verdadera vanguardia por su capacidad de
destrucción de los valores establecidos, señalaría, así, los comienzos de la Posmodernidad
arquitectónica, la transición de lo Moderno a lo Posmoderno.
En esa década, en efecto, se hizo estallar la cultura de la Modernidad, tanto en los aspectos
sociales como en los artísticos. Pero los momentos de extrema ansia de libertad, de pura rebelión,
están destinados a dejar paso a momentos de repudio a esa libertad. Y así ocurrió que a esta
década revolucionaria y destructora siguió la que usualmente denominamos como posmodernista:
un período reaccionario y timorato, que intentará recoger los fragmentos dispersados por el
estallido libertario para construir algo, pero sin el coraje de la invención o de la aventura,
refugiándose más bien en la autoridad. Es interesante recordar que en varios de los países
centrales la política giró por esta época hacia el conservadurismo, cosa que también ocurrió en el
pensamiento, de tal modo que el repliegue de la arquitectura hacia terrenos aparentemente más
seguros no fue sino una manifestación más de una tendencia general de la cultura de los países
centrales, una reacción frente al surgimiento de las fuerzas que amenazaban el statu quo. 9
Paradójicamente, el derrumbe de los mitos modernos del progreso y la superioridad del modelo
modernista no implicó su desaparición de la escena arquitectónica sino, por el contrario, su
entronización como la cultura arquitectónica oficial. Así, un movimiento que había nacido como
crítica profunda al sistema social, al sistema estético, al sistema urbano, como una rebelión contra
7
Robert Venturi, Complejidad y Contradicción, editada por primera vez por el Museo de Arte Moderno de
Nueva York en 1966.
8
Robert Venturi, Denise Scott-Brown, Steven Izenour, Learning from Las Vegas, MIT, 1972.
9
Marina Waisman, “El ocaso de las Vanguardias”, en Summarios N. 70, p. 9. En este artículo se desarrolla
ampliamente el contraste entre las décadas del 60 y del 70.
normas y convenciones, ingresa ahora a las instituciones y las apuntala –universidades,
administraciones públicas, vida cotidiana, medios de comunicación, etc.-. Fredric Jameson10 señala
que a partir de la década del 60 el Modernismo es la cultura dominante, pero está ya muerto. Esta
condición unida a la de la cultura general que he descrito más arriba, inducen a este crítico a
establecer una periodización en la que esa década representa el paso de la cultura moderna a la
posmoderna. Un modo de periodizar, éste, que parece más seriamente fundamentado que la
boutade de Charles Jencks, quién fijó la muerte del Movimiento Moderno en la fecha exacta de la
demolición del edificio Pruitt-Igoe, tomándola como símbolo del fracaso del Movimiento
Moderno.
Para el caso de la arquitectura, conviene distinguir, pues, entre las dos décadas -60 y 70- en el
sentido antes indicado: la una como transición –destrucción de la cultura antigua y formación de
bases para la nueva- y la otra como plena eclosión de las nuevas formas culturales. Las críticas de
Jane Jacobs, que marcan el cambio de dirección en las concepciones urbanísticas, las teorías de
Venturi y de Aldo Rossi, que cambian las direcciones del gusto y del significado de la historia,
aparecen a principios de la década del 60. Y es hacia mediados de la década siguiente, en 1976,
cuando ya los cambios se han hecho evidentes, y la revista inglesa Architectural Design los recoge
en un número de significativo título: “Volte-Face”.
10
Fredric Jameson, op. Cit., p. 185.