Los Misterios de El Escorial

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Los misterios de El Escorial

Con los antececentes del edificio, eran inevitables Los misterios del Escorial, título del
infumable folletín publicado en 1845 por Gabino Leonor, donde se encenagaba en las torvas
ficciones que nunca le han faltado al monasterio, al derivar su nombre de un escurridero de
escorias apodado La Boca del Infierno. De ahí surgió la leyenda sobre el famoso perro negro
que aullaba entre los andamios, con fuerte arrastrar de cadenas. Y en el que algunos quisieron
ver al Can Cerbero, el guardián del Averno. Corrió la especie de que sus gemidos valían por los
de los pobres, y sus cadenas por los impuestos para costear aquella fábrica que se levantaba a
toda furia.
Peor aún fue lo sucedido el 21 de julio de 1577, fecha atribulada por semejante acumulación de
sietes. A medianoche sobrevino una desapacible tempestad, resuelta en un avieso rayo que
pareció recorrer el monasterio en construcción. Los mayores destrozos los hizo en la torre de la
Botica, donde fundió sus campanas y quemó toda la madera como si fuese yesca. El fraile
relojero, que tenía su celda cerca del carillón, se vio acometido de una fuerte melancolía, se le
mudó la faz hasta dar en un color entreverado, y murió sin que nadie acertara a remediarlo.
Algunos achacaron el desastre a los gigantescos alambiques que operaban en aquella torre. Y
si los laboratorios imponían los suyo, tampoco se quedaba atrás la heterodoxa biblioteca
organizada por Benito Arias Montano, pasto para los círculos hermetistas que alentaron
doctrinas non sanctas agazapados en el mismo bastión de Trento. O lo que se traía entre
manos el inescrutable gremio de canteros, que se comunicaba entre sí con esa jerga para
iniciados llamada pantoja.
Todo edificio que se precie cuenta con alguna leyenda que reta las leyes de la gravedad. En El
Escorial ese alarde es la bóveda plana bajo el coro de la basílica. Se cuenta que el día de su
inauguración -en presencia del rey y cortesanos- un pilar la sustenta en su centro, tal como ha
pedido el monarca, receloso de que aquello se desplome. De pronto, Herrera se encarama a
los maderos que rodean el soporte. Llega hasta arriba de él. Saca un papel del regazo. Y, ante
el asombro de todos, lo desliza entre el tope del pilar y la bóveda, demostrando que ésta se
sujeta por sí sola.
Sin embargo, el edificio no necesita de tales prestidigitaciones ni leyendas para resultar
intrigante, o convertir a su arquitecto en el más admirado fuera de nuestro país durante mucho
tiempo. Claro que hay amores que matan, como el que profesó al monasterio Albert Speer, el
arquitecto de Hitler. O la revista Escorial, fundada en 1940 por un grupo de intelectuales
falangistas. De ese canon saldrá la más militante arquitectura franquista, que en sus delirios
verticales llegó a soñarse mitad monje, mitad soldado, hasta desembocar en el edificio
ministerial que los madrileños suelen llamar Monasterio del Aire.
Pero El Escorial también inspiró los Nuevos Ministerios promovidos por el socialista Indalecio
Prieto durante la Segunda República. No es casual: habían sido diseñados por Secundino
Zuazo, quien mejor intuyó la universalidad del vocabulario escurialense, al percibir sus vínculos
con los alcázares del desierto sirio, ya asimilados en España a través de la Alhambra. Un estilo,
por tanto, de raíz oriental que aspiraba a sintetizar el gran modelo, el templo de Salomón,
aunque este se fuera haciendo cada vez más grecolatino al internarse en la Europa
renacentista. En el caso del Escorial, ese clasicismo italianizante de paredes y basamentos se
hibridó con las techumbres flamencas y sus chapiteles de pizarra, como si Felipe II persiguiera
reforzar por vía artística la muy cuarteada unidad religiosa que dividía sus dominios
meridionales católicos y los septentrionales protestantes.
Un edificio de propósitos tan ambiciosos no estaba al alcance de cualquiera. Y tras la muerte
del primer arquitecto, Juan Bautista de Toledo, el rey encontró un cómplice perfecto en Juan de
Herrera, quien se planteó un clasicismo universal, un estilo de síntesis por la vía de la
desornamentación. En lugar de acatar los valores pictóricos, escultóricos, metafóricos o
antropomorfos de las artes constructivas, prefirió subrayar las relaciones geométricas
abstractas, poniendo en pie las proporciones de manera escenográfica.
Lo hizo con no poco pragmatismo. El Escorial requirió el concurso de la tecnología más
avanzada de la época, de los mejores constructores e ingenieros de España y media Europa.
Esa concurrencia de gentes tan diversas obligó a muchas homologaciones, elevando a la vara
castellana a unidad de medida de cuatro continentes. Y Herrera hubo de cuadrarla y cubicarla
con multitud de módulos anteriores, en un esfuerzo sólo equiparable al que un país como
Francia se atrevería a acometer dos siglos después, con su establecimiento del metro patrón.
Para aunar tales esfuerzos hubo que urdir un entramado burocrático que convirtió al edificio en
embrión de un Estado moderno, capaz de concertar la investigación científica con la formación
de futuros funcionarios y religiosos. Como alguien ha apuntado, un barrunto y mezcolanza de lo
que hoy representan la Casa Blanca, la Biblioteca del Congreso y el Instituto Tecnológico de
Massachusetts. No es extraño que aún sirviera como modelo para los Nuevos Ministerios
madrileños.
En pleno siglo XVI, levantar semejante mole en menos de 23 años implicaba una muestra de
poder impresionante. No se trataba sólo de un laboratorio químico, sino también de ideas. De
semejante entrechoque de culturas saldrá uno de los mayores logros de nuestra convivencia,
ese irrepetible destilado herreriano que es la Plaza Mayor española, como la que construyó en
Madrid su discípulo Francisco de Mora. A la que seguirán más tarde ejemplos tan insuperables
como la de Salamanca, ya con otras tendencias estilísticas. Y el modelo se exportará a todo el
mundo hispano a través de sus plazas de Armas, en las que puede reconocerse el mismo
programa universalista que alienta en ese vasto alambique de tendencias que es El Escorial.
No es un simple edificio, sino todo un mundo, con sus más de 4.000 estancias, 2.673 ventanas,
1.250 puertas, 15 claustros, 11 aljibes, 88 fuentes, 45.000 libros impresos, 5.000 códices, 1.600
cuadros, 540 frescos... El peculiar Xanadú del hombre más poderoso del mundo, aquel
espectro artrítico de Felipe II con el que trastea la Leyenda Negra. Encerrado en su particular
laberinto, sumido en la obsesión por El Bosco y pendiente de una dilatada colección de
reliquias, carretadas de huesos que anduvieron dando tumbos por media España hasta llegar
al monasterio, y con los que podían componerse 10 cuerpos enteros de santos, 144 cabezas,
306 brazos y piernas, hasta completar las 7.000 piezas. Y eso que no llegó a realizar su
proyecto de trasladar desde Compostela los restos del apóstol Santiago, que habría tenido
consecuencias imprevisibles.

El monasterio de El Escorial tiene su historia y su magia. Es un microcosmos, una Ciudad de


Dios, un centro de conocimiento, no sólo en sus libros sino en sus piedras, en su diseño, en su
arquitectura sagrada, en los secretos geométricos que encierra. Para empezar, todo él está
construido según coordenadas astrológicas muy precisas con una desviación de dieciséis
grados respecto a los puntos cardinales. Es un templo del sol. Muy posiblemente sus 35.000
metros cuadrados constituyan la más importante obra humana de carácter histórico-mágico de
la cristiandad que se encuentra a tan sólo medio centenar de kilómetros de Madrid, en la Sierra
del Guadarrama. Es una obra arquitectónica que algunos consideran la Octava Maravilla del
Mundo y otros la mismísima “Boca del Infierno” .

No es un simple edificio, sino todo un mundo, con más de 4.000 estancias, 2.673 ventanas,
1.250 puertas, 15 claustros, 11 aljibes, 88 fuentes, 45.000 libros impresos, 5.000 códices, 1.600
cuadros, 540 frescos... Y todo construido en menos de 22 años.

El día 23 de abril de 1.563, en conmemoración de la victoria de las tropas del rey Felipe II
frente a las del rey de Francia Enrique II, en la batalla de San Quintín, y tras escoger este lugar
la comisión enviada por el rey español, se procedió a poner la primera piedra del Real
Monasterio de San Lorenzo el Real, llamado así por ser el día 10 de agosto, su festividad, el
día de la victoria ocurrida en el año 1557. Para los astrónomos es un día especial pues se
produce un curioso fenómeno: el de las Perseidas o “lágrimas de San Lorenzo”, una lluvia de
meteoros en la constelación de Perseo como consecuencia del paso del cometa Swift Tuttle.

Juan Bautista de Toledo fue el encargado de poner en pie esta inmensa obra sobre una
superficie de más de 35.000 metros cuadrados, en donde se ordenaban, alrededor de distintos
patios interiores y con la iglesia como eje central, distintas dependencias: monasterio,
hospedería, estancias reales, huerta, jardines, claustros, biblioteca, etc. Al morir el arquitecto,
en 1567, se hizo cargo de la construcción Juan de Herrera, cosmógrafo y matemático, quien la
vio terminada en 1584. Desde entonces, el lenguaje arquitectónico aquí utilizado, que creó
escuela, se conoció por estilo herreriano. La dirección se entregó a los padres jerónimos.

Las obsesiones de Felipe II

En sus últimos años, el rey Felipe II estaba obsesionado por cuatro asuntos: El Bosco, las
reliquias, la alquimia y los perros negros.
1.- Los cuadros de El Bosco. En 1570 compró "El carro de heno" para colgar en El Escorial.
Perseguía por Europa todas las obras del Bosco que pudiera adquirir, ya que le gustaba mucho
el estilo del pintor flamenco. De esta manera consiguió para su monasterio la propiedad de “El
jardín de las delicias” y la “Mesa de los pecados capitales", la cual era una de las obras
preferidas del rey, que llegó a colgar en su dormitorio en 1574. Las obras estuvieron en El
Escorial hasta la Guerra Civil momento en el que fueron trasladadas al Museo del Prado.

¿Por qué esta devoción por un pintor extraño que hacía alarde de gustos aparentemente tan
contrarios a los de nuestro “rey prudente”? Dicen que El Bosco pertenecía a una sociedad
secreta, herética, llamada los Adamitas, una facción desgajada de los Taboritas.

De ellos se puede decir que fueron los primeros nudistas convencidos de la historia: rezaban
siempre desnudos mientras esperaban el Fin del Mundo. No admitían ninguna propiedad
privada, pero lo malo es que tampoco respetaban la de los demás. Algunos autores, como
Fraenger, han considerado que El Bosco pudo pintar El jardín de las delicias como ilustración
de los contenidos de esta secta hereje. La escena representaría el Paraíso sensual de los
Adamitas, libre de prejuicios y frustraciones y en íntimo contacto con la divinidad a través del
amor espiritual y físico. Los “Hermanos del Espíritu Libre”, también así llamados en el siglo XIII,
basaban su doctrina en la creencia de que tanto el bien como el mal dependían de manera
exclusiva de la voluntad divina y de que, por tanto, el hombre no puede merecer la vida eterna
por sus propios méritos. La humanidad, en consecuencia, estaba destinada a la salvación
eterna y la existencia del infierno era una fábula. Todo esto les llevó a la depravación y a su
disolución como secta.

2.- La acumulación de reliquias. En el monasterio se albergan más de 7000 reliquias. Incluso


se dice que en su colección existen nada menos que 7.422 reliquias de lo más variadas. Se
pueden encontrar desde la cabeza de san Hermenegildo a la grasa y algunos huesos de san
Lorenzo, así como despojos de vírgenes, santos y mártires distribuidos en relicarios ubicados
en altares, y a lo largo de todo El Escorial como instrumentos de protección. Con todos los
huesos se podían recomponer 10 cuerpos enteros de santos, 144 cabezas y 306 brazos y
piernas. La fe en las reliquias del monarca fue tanta que llegó a introducir el cuerpo del monje
incorrupto Diego de Alcalá en el lecho de su hijo, el príncipe Carlos, que salió de su agonía al
cabo de un mes, abriendo las puertas de la santidad al fraile franciscano fallecido un siglo
antes. Mención aparte merece la milagrosa hostia incorrupta de El Escorial, con tres agujeros
en su interior debidos a la bota de un soldado cuando la pisoteó en Gorcum (Holanda) en 1572,
manando sangre por ellos al instante. Hoy puede ser vista tan sólo dos días al año: cada 29 de
septiembre y 28 de octubre durante su solemne exposición en la basílica del monasterio. Felipe
II contaba, en su nutrida colección de reliquias, con su propia copia a escala de la Sábana
Santa de Turín, de 32 cm. fechada en 1590, una reproducción exacta que puede ser
contemplada aún en sus aposentos del monasterio de El Escorial.

3.- La alquimia. Se ha considerado que el interés de Felipe por la alquimia era meramente
material. No fue un adepto del arte sagrado, sino que pretendió utilizarlo para conseguir su
objetivo, que era la obtención del oro que precisaba y para alargar su vida todo lo que pudiese.
Mandó construir un laboratorio de “destilación” en El Escorial y se convirtió en el más
importante de Europa. El interés de Felipe II también iba encaminado a la preparación de
medicamentos químicos, faceta que posibilitó la entrada en España de nuevas corrientes como
las de Paracelso. En ese laboratorio algo trágico debió ocurrir en el mes de julio de 1577 que
se camufló como si se hubiera tratado del impacto de un rayo.

Los mayores destrozos de la explosión ocurrieron en la torre de la Botica, donde fundió sus
campanas y quemó toda la madera. El fraile relojero, que tenía su celda cerca del carillón, se
vio desde entonces acometido de una fuerte melancolía, dejó de comer y murió sin que nadie
acertara a remediarlo a las pocas semanas.

4- Los perros negros: Uno de los episodios más enigmáticos que tuvieron lugar mientras se
construía El Escorial ocurrió en el año 1577. Los monjes franciscanos aseguraban ver a un
perro negro que daba portentosos saltos a la luz de la luna. Y sus aullidos de ultratumba eran
claramente audibles.

También se oían en los subterráneos del monasterio, bajo los aposentos de Felipe II. El padre
Villacastín -y tres monjes más- comprobaron que se trataba en realidad de un perro negro al
que sujetaron con un collar y que pertenecía a un personaje de la Corte. El monarca entonces
toma una decisión drástica y casi inexplicable: lo manda ahorcar de una de las ventanas del
monasterio a la vista de todo el mundo, donde permaneció colgado hasta pudrirse.

Se rumoreó que el perro era Can Cerbero, el mitológico monstruo que protegía el acceso al
Averno. El escritor Ricardo Sepúlveda contaba en 1888 que el perro negro se dejó ver en los
momentos claves de la vida de Felipe II:

a) el día de la muerte del príncipe D. Carlos (1568)


b) el día de la muerte de la reina Isabel de Valois (1568)
c) el día de la muerte de Juan de Austria
d) el día del fallecimiento de Felipe II

Fray José de Sigüenza nos cuenta los últimos meses de existencia del monarca y su obsesión
por el perro negro. En un diálogo que mantiene con uno de sus asesores, mientras estaba en
La Fresneda (Teruel), pregunta:

- Y el perro negro ha vuelto a presentarse?


- Señor, desde que el padre Villacastín le dio caza y V.M. dispuso que le ahorcasen, no se le ha
vuelto a ver en el Monasterio
- Yo le veo y le oigo en todas las partes, sus ladridos me despiertan. Es preciso hacer conjuros
para que no vuelva, me causa miedo.

A medida que va avanzando en edad, la salud de Felipe II se iba deteriorando y los ataques de
gota se repetían con mayor frecuencia. Llegará un momento en que no pueda firmar debido a
la artrosis de su mano derecha. A finales del mes de junio de 1598 Felipe sufrió unas fiebres
tercianas que le postraron en la cama, sufriendo dolores tan intensos que no se le podía mover,
tocar, lavar o cambiar de ropa. A las cinco de la madrugada del domingo 13 de septiembre de
1598 fallecía Felipe II en el monasterio de El Escorial. Tenía 71 años y su agonía había durado
53 días.

Una Biblioteca y un bibliotecario extraño

Uno de los lugares más sorprendentes de la visita al Escorial es la Biblioteca, que se sitúa en el
segundo piso. Las estanterías de madera de estilo dórico se elevan sobre un zócalo de
mármol.

Sorprendentemente, los libros están dispuestos en las estanterías con los lomos hacia adentro,
permitiendo así que las hojas se aireen. Esa es al menos la versión oficial porque hay quien ha
dicho que es para preservar el contenido mágico de algunos de ellos de las miradas curiosas.
Además de su decoración, que parece una capilla sixtina a pequeña escala, la importancia del
lugar radica en sus fondos, que incluyen más de 40.000 impresos y unos 2.600 manuscritos de
los siglos V al XVIII. Se considera la biblioteca más importante en cuanto a libros de magia,
sólo comparable a la de La Sorbona o la del Vaticano. Encontramos también una serie de
vitrinas en el centro de la sala en las que se exhiben valiosos códices como un ejemplar
miniado de las Cantigas de Santa María de Alfonso X el Sabio, o como obras autógrafas de
Santa Teresa de Jesús.

El rey pretendía convertir este lugar en uno de los mayores centros de conocimiento de su
época, con una monumental biblioteca y puso a su cargo a uno de los mejores bibliotecarios: el
humanista Benito Arias Montano, quien -para quien no lo sepa- formó parte de una extraña
sociedad secreta cristiana llamada "La familia de la Caridad" (Familia Charitatis). Según tesis
de Rekers, durante su estancia en Amberes, por influjo de Plantino y de otros amigos, se hizo
de la secta religiosa de la Familia Charitatis, considerada como heterodoxa, y que basaba su
doctrina en la identificación personal con el ser divino. El problema de su pertenencia a esta
secta sigue abierto, si bien Montano, hasta el último de sus días, se consideró fiel devoto de la
Iglesia Católica.

En 1570, siendo decano de la Facultad de Teología de Lovaina, es llamado por el duque de


Alba a fin de establecer un catálogo oficial con el título Index Librorum Prohibitorum que sirvió
para la confiscación y destrucción de miles de obras en toda Europa. En 1576, Montano
regresa a España, y al año siguiente, por encargo de Felipe II, organiza la Real Biblioteca,
catalogando y dividiendo sus fondos. Arias Montano, en los últimos años de su vida, organizó
otros dos grupos secretos, uno de ellos en la ciudad de Sevilla. Murió en una propiedad
recientemente adquirida, Campo de Flores, el 6 de julio de 1598 a las tres y media de la
madrugada. Dos meses después moría Felipe II.

Otros datos a tener en cuenta

Mucho más habría que señalar sobre los "secretos" de El Escorial, como, por ejemplo, la
tradición que ubica en sus subterráneos una de las bocas del mismísimo infierno o el ladrillo de
oro que está colocado encima de la cúpula de la basílica como recuerdo de la conquista de
América o las bolas que rematan los pararrayos, las cuales están llenas de extrañas reliquias.

Tanto la basílica del Valle de los Caídos -cuya ubicación eligió Francisco Franco- como la cima
del monte sagrado de Abantos y la Capilla Mayor del monasterio de El Escorial forman una
línea recta, siendo sus extremos perfectamente equidistantes de la cima del citado monte
Abantos (con una pequeña diferencia de 70 metros). ¿Casualidad? En opinión de los
investigadores Silvia Nieto y José Hermida, Franco no eligió el emplazamiento al azar, ya que,
según sus palabras: "había descubierto una fuente de energía en el extremo opuesto a donde
se sitúan las fuerzas demoníacas. De esta fuerza obtuvo su poder y a ella se entregó después
de la muerte".

Por cierto, la Silla de Felipe II no fue un lugar donde el monarca contemplaba la construcción
de su monasterio sino algo muy diferente: un altar de sacrificios vettón, de origen celta, del
siglo IV a.C., según la tesis de la profesora Alicia Canto de la Universidad Autónoma de Madrid.

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