(Alfonseca Mario) Crónicas Del Rompecabezas Mágico 3
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Cisne de Plata
Manuel Alfonseca
Manuel Alfonseca
La Odisea del Cisne de Plata
Manuel Alfonseca
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Manuel Alfonseca
INDICE
1. La tempestad.................................................. 5
2. Itin.......................................................... 12
3. Peligro en el Gran Bosque..................................... 20
4. El relato de Astor............................................ 27
5. El archipiélago de la Cruz.................................... 34
6. Una tierra inhóspita.......................................... 42
7. Acorralados................................................... 50
8. Una luz en las tinieblas...................................... 56
9. La isla perdida............................................... 63
10.El despertar de un héroe...................................... 70
11.La doma de Rayo............................................... 78
12.La última lucha............................................... 84
La Odisea del Cisne de Plata
1. LA TEMPESTAD
Las negras nubes, amontonándose desde el horizonte del oeste, presagiaban
tormenta. El viento, que una hora atrás no había pasado de ligera brisa, refrescaba por
momentos. La superficie del mar, antes plana y tranquila como ancha llanura de hierbas
en día soleado, se veía ahora alterada por mil ondulaciones que la asemejaban a abrupto
paisaje montañoso.
Zarandeado por los elementos, un navío solitario luchaba por enderezar su
camino hacia el sur. Era un velero pequeño, de aspecto elegante, ancha cubierta y
resplandeciente blancura plateada. Su proa terminaba en alto mascarón esculpido por
hábiles orfebres con la apariencia del cuello y la cabeza de un apuesto cisne. Para quien
pudiera contemplar la nave desde cierta distancia, el parecido con la reina de las aves
nadadoras se hacía aun más profundo, pues el castillo de popa simulaba la cola y el
velamen, desplegándose en ambas direcciones alrededor de un palo único central,
recordaba un par de alas elevadas.
En la proa de la embarcación, cuatro hombres contemplaban el mar con rostro
preocupado. El primero de ellos, cuyo porte dominante le habría hecho destacar en
cualquier compañía y aquí le señalaba inequívocamente como jefe de la expedición, era
alto y delgado, vestido con riqueza pero sin ostentación. Una espada pendía en la vaina
colgada a su cintura y una ancha capa le cubría los hombros. Los labios apretados
proporcionaban una expresión obstinada a sus facciones. No parecía hombre que
abandonara fácilmente una empresa, si encontraba dificultades para llevarla a buen fin.
A su lado, el segundo de los navegantes contrastaba vivamente, tanto en su
aspecto físico como en su atavío. Más bien bajo y algo rechoncho, se mantenía
maravillosamente erguido a pesar de los vaivenes que los crecientes embates de las olas
provocaban en el velero. Su cabeza estaba cubierta por un sombrero de ala muy ancha,
cuya sombra le habría ocultado parcialmente la cara si el sol hubiese brillado en el cielo,
pero el astro del día se hallaba oculto, desde el amanecer, detrás de una espesa capa de
nubes.
El tercer hombre era tan alto como el primero y de complexión mucho más
robusta. Sus pómulos elevados y cejas muy pobladas le daban un aspecto bastante
distinto al de sus compañeros, como si perteneciera a una raza diferente. Pero el más
extraordinario de todos era el cuarto. Por su estatura parecía un niño no mayor de seis o
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Manuel Alfonseca
siete años, pero una barba larga y un rostro surcado de arrugas rectificaban esta primera
impresión. Llevaba la cabeza cubierta por un curioso sombrero de cuatro puntas. Aparte
de esto, el resto de su indumentaria no difería de la de sus camaradas más que en
tamaño.
-Parece que se avecina una tormenta -dijo el primer hombre, dirigiéndose al
segundo-. ¿Qué debemos hacer, señor Kárbol?
-Voy a dar orden de recoger trapo, alteza -respondió éste-. No es bueno
enfrentarse a la tempestad con todas las velas desplegadas.
-Pero eso nos retrasará considerablemente y es necesario hallar tierra cuanto
antes, pues la provisión de agua y alimentos se agota.
-No os preocupéis, alteza. El impulso del viento y de las olas sobre el casco
serán suficientes para llevarnos muy lejos. En cuanto a la falta de agua, pronto no la
sentiremos. Estoy seguro de que las nubes la descargarán en tales cantidades que
nuestros barriles se llenarán hasta rebosar.
Dichas estas palabras, Kárbol se alejó para transmitir las órdenes a sus hombres.
Los otros tres quedaron silenciosos contemplando el aspecto del cielo, cada vez más
amenazador. El más pequeño fue el primero en hablar:
-Creo que éste va a ser nuestro mayor peligro desde que salimos de Itin. ¿No te
parece, Elvor?
-Así lo creo, Osiva -respondió el hombre alto y delgado-, aunque el camino,
hasta este momento, no ha transcurrido precisamente sobre un lecho de rosas. -
Volviéndose hacia el tercero, añadió-: ¿Qué piensas de esto, Mu-Bar? ¿Habías sufrido
alguna vez un tiempo semejante?
-Las tormentas no son raras en la estepa -respondió el antiguo nómada-, pero
allí, al menos, tenemos la seguridad de que no se hundirá el suelo bajo nuestros pies.
-Ése es, en efecto, el riesgo que corremos -dijo Elvor-. ¿Resistirá el Cisne de
Plata el embate de los elementos?
En ese instante regresó Kárbol. A diestra y siniestra corrían los marineros,
recogiendo velas y disponiendo la nave para enfrentarse a la tempestad. Reinaba una
actividad frenética, pero tanto los hombres como el capitán parecían tranquilos.
-¿Todo listo, señor Kárbol? -preguntó el príncipe de Tiva.
-Todo listo, alteza -respondió el capitán-. No debéis preocuparos. Ya veréis
cómo este cascarón saldrá bien librado de la prueba que le aguarda.
La Odisea del Cisne de Plata
Apenas había terminado de hablar, las nubes se abrieron y cayó sobre el barco
una lluvia torrencial. Al mismo tiempo, el viento arreció en ráfagas irregulares y
abofeteó sus semblantes, empujando al navío con violencia en todas direcciones. El
rostro de Mu-Bar palideció.
-Si no te molesta -dijo, dirigiéndose a Elvor-, quisiera retirarme.
-El pobre no puede resistir el movimiento del barco -comentó Osiva mientras la
figura del nómada se alejaba en dirección a la escotilla central, que daba acceso al
interior de la nave.
-Yo no me siento muy seguro de mi propio estómago -repuso Elvor, sujetándose
fuertemente a las jarcias-. A pesar de todo, intentaré permanecer aquí todo el tiempo
posible. Tengo curiosidad por presenciar la lucha del Cisne de Plata con las olas.
El capitán del barco, que se había alejado de nuevo cuando descargó la tormenta,
se aproximó a ellos y dijo:
-Creo que deberíais bajar al camarote, alteza. Este lugar puede ser peligroso.
-Mi puesto está entre mis hombres -respondió Elvor-. Me quedaré aquí.
-Permitidme que insista. No podréis ayudarnos en nada y, en cambio, vuestra
presencia supondrá un nuevo motivo de preocupación para nosotros.
-No discutáis más. Mi decisión está tomada.
-Al menos, convenced a Osiva para que descienda. Siendo tan pequeño, correrá
mayor peligro de verse arrastrado por las olas.
-Señor Kárbol, soy tan fuerte como vos -exclamó el enano-. ¿Queréis que os lo
demuestre?
-No es éste el momento de luchar -intervino Elvor-. Osiva, baja a hacerle
compañía a Mu-Bar.
Rezongando, el enano obedeció y quedó pronto oculto tras la cortina de agua
que caía de las nubes con violencia creciente. Kárbol le acompañó para asegurarse de
que llegaba a salvo a la escotilla y Elvor se quedó solo junto al castillo de proa.
Anochecía.
De pronto, un relámpago hendió los cielos. Su luz efímera iluminó por un
instante la negrura del mar. A menos de mil pasos de distancia, Elvor vio alzarse una ola
enorme cuya cresta, orlada de espumas blancas, alcanzaba una altura mayor que la del
mástil del navío. Sus pies quedaron clavados en la cubierta y sus manos se aferraron aun
más fuerte, casi por instinto, al inseguro asidero, mientras sus ojos seguían fijos en la
inmensa mole de agua, tratando en vano de atravesar las tinieblas para percibir su
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avance. Trató de gritar, pero no pudo, y pronto se convenció de la inutilidad de sus
esfuerzos, pues el rugido del huracán desencadenado habría ahogado sus voces, aun
cuando el agarrotamiento de su garganta no le hubiese impedido emitirlas.
Un segundo relámpago le permitió ver la ola gigante, casi encima del barco, que
ahora le pareció más alta de lo que antes había calculado. Por primera vez en su vida
sintió miedo. Estaba seguro de que el fin estaba próximo, de que el Cisne de Plata no
sería capaz de resistir el acoso de los elementos. ¿Por qué había emprendido este
absurdo viaje? Sólo conseguiría arrastrar consigo a la muerte a sus amigos, a muchos
hombres que mil veces se habían comportado como fieles servidores, como alegres
camaradas. ¿Qué derecho tenía a disponer de las vidas de los demás?
La cubierta del barco abandonó la relativa horizontalidad de que hasta entonces
había gozado y se inclinó mucho más de lo que Elvor habría juzgado posible. ¡La ola
caía sobre ellos! Estaban ascendiendo su ladera.
-¡Kial, ayúdanos! -exclamó Elvor-. Si salimos de ésta, prometo renunciar por
completo a mis locas ambiciones y devolver a mis compañeros a la seguridad de la
patria. Prometo olvidar para siempre las piezas del rompecabezas, que he buscado
incansablemente a lo largo y ancho del mundo conocido y en las regiones inexploradas
del continente y el océano que le rodea. Prometo regresar a Tiva lo antes posible,
abandonando esta empresa que ya dura casi un año. ¡Escúchame, Kial!
En ese instante, el Cisne de Plata se enderezó y atravesó la cresta de la ola. Una
tromba de agua espumosa barrió la cubierta. Elvor se aferró desesperadamente a una de
las gruesas maromas que unían el mástil con el castillo de proa. Se sintió zarandeado,
succionado, empujado en todas direcciones. Su cuerpo golpeó violentamente contra las
amuras. Apretó con fuerza los labios, contuvo la respiración.
La jarcia a la que se hallaba sujeto resistió. El agua que había invadido el barco
volvió a unirse con el mar inmenso. El Cisne de Plata rebasó la cumbre de la montaña
de agua y comenzó un descenso vertiginoso por la pendiente opuesta, pero Elvor estaba
aturdido y ya no era consciente del peligro. Con un esfuerzo intentó ponerse en pie, pero
las piernas no le sostenían. Cuando la cubierta del navío recuperó la ansiada posición
horizontal, no se dio cuenta de ello hasta pasado un buen rato.
Alguien se acercó al príncipe de Tiva y se arrodilló junto a su cuerpo postrado.
Una voz asustada habló:
-Alteza, ¿estáis bien?
"¿Dónde estoy? ¿Qué me ha sucedido?" pensó Elvor, que nada oía ni sentía.
La Odisea del Cisne de Plata
El hombre que se inclinaba a su lado luchó por soltar las manos del príncipe
caído, convulsas alrededor de su asidero. Después de conseguirlo, se lo echó al hombro
y partió a través de la cubierta, adaptando su postura casi automáticamente a los
bamboleos desenfrenados que aún sacudían la nave. Cuando llegaba a la escotilla,
asomó por ésta un rostro diminuto y barbudo.
-¡Señor Kárbol! ¿Qué le sucede al príncipe?
-Ayudadme a llevarlo a su camarote, ya que sois tan fuerte, señor enano -
respondió el capitán del Cisne de Plata.
Poco después, Elvor descansaba en su propia hamaca y recuperaba gradualmente
la consciencia. Kárbol había regresado a la cubierta, donde su presencia era necesaria,
pero Osiva y Mu-Bar se quedaron acompañando al príncipe de Tiva, aunque poco podía
ayudarle el segundo: su estado físico era casi tan deplorable como el del jefe de la
expedición.
Transcurrieron lentamente las horas. La tormenta continuaba implacable. Las
cuadernas crujían, amenazando cuartearse. Una vez se oyó un gran estrépito y la nave
tembló de popa a proa. Los tres pasajeros, en su forzada inmovilidad, temieron que el
naufragio fuera inminente, pero nada sucedió.
Al amanecer, Kárbol entró en el camarote. Elvor, ya recuperado, se incorporó en
la hamaca.
-¿Cómo van las cosas ahí arriba?
-No muy bien, alteza. El mástil se ha roto y con él hemos perdido la mayor parte
del velamen. El timón no funciona. Estamos a la deriva y a merced de las olas.
Afortunadamente, la tormenta comienza a amainar, pero si no encontramos pronto
tierra, la situación puede hacerse insostenible.
-¿Tenéis idea de nuestra posición?
-El cielo continúa encapotado y me es imposible calcularla. Hay que esperar que
mejore el tiempo y que el sol logre perforar la cubierta de nubes. Hasta entonces, nada
podemos hacer.
-¿Hemos tenido alguna baja?
-Ninguna. La suerte no nos ha abandonado totalmente, pero los hombres están
agotados.
-Alguien debería vigilar por si pasamos cerca de alguna isla. ¿Quién está en la
cofa?
-La cofa cayó al mar junto con el mástil, alteza.
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Manuel Alfonseca
-¡Es cierto! Lo había olvidado. ¿Dónde podríamos apostar un vigía?
-El lugar más elevado de la nave es el castillo de proa.
-Mu-Bar tiene vista de lince y está relativamente descansado. ¿Crees que podrás
prestar ese servicio?
-Haré lo que esté en mi mano -respondió el nómada, disponiéndose a subir a la
cubierta.
Las esperanzas del capitán no se cumplieron. El cielo permaneció encapotado y
lluvioso durante todo aquel día y el siguiente. El navío desarbolado continuaba su
marcha por el desierto marino en dirección desconocida. Aunque no les faltaba el agua
dulce, los alimentos comenzaban a escasear a bordo. Fue necesario racionarlos.
El viento se detuvo totalmente en la mañana del tercer día después de la
tempestad. Se abrieron grandes claros en el cielo y la nave quedó prácticamente inmóvil
en medio de una calma chicha.
-¿Por qué no tratamos de pescar algo? -sugirió Osiva.
-Es una buena idea -repuso Elvor, que se hallaba a su lado sobre la cubierta-.
¿No os parece, señor Kárbol, que sería conveniente dedicar algunos hombres a obtener
algo de alimento fresco?
-Voy a dar las órdenes oportunas -respondió el capitán-. Pero, en cuanto
conozcamos nuestra posición, será preciso utilizar los remos. Es el único medio de
avance que nos queda.
La pesca no fue muy abundante, pero tampoco totalmente infructuosa. Al menos
introdujo algo de variedad en la dieta y disminuyó los efectos desmoralizadores del
racionamiento.
A mediodía el cielo estaba totalmente limpio de nubes, por lo que Kárbol no
tuvo dificultades para determinar la posición aproximada de la nave. Después de hacer
algunos cálculos, se acercó al príncipe de Tiva y a sus amigos para comunicarles los
resultados de su análisis.
-Nos hemos desviado considerablemente de la ruta, alteza -dijo al llegar junto a
ellos-. Desde la última vez que pude tomar nuestra posición hemos recorrido unas
quinientas millas hacia el sureste. Estamos casi en el meridiano de Itin.
-¿Sabéis en qué dirección se encuentra la tierra más próxima?
-No, señor. Carecemos de mapas de estas latitudes.
-¿Vais a dar orden de utilizar los remos?
-Sólo espero vuestras instrucciones respecto a la dirección a seguir.
La Odisea del Cisne de Plata
-El norte -afirmó Elvor-. Regresamos a casa.
La sorpresa y el alivio se reflejaron en el rostro de Kárbol, que marchó muy
contento a dirigir la maniobra. Osiva y Mu-Bar contemplaron al príncipe de Tiva, no
menos asombrados que el capitán del Cisne de Plata.
-He de haceros una confesión -dijo Elvor-. La noche de la tormenta hice una
promesa: si lográbamos salvar la vida, renunciaría a mis ambiciones y emprendería el
regreso a Tiva. Ha llegado el momento de cumplirla.
-Te felicito -dijo Osiva-. La búsqueda de la pieza del rompecabezas se había
convertido para ti en una obsesión. Hace tiempo que comprendí que tu empresa no
tendría éxito. Este océano es inmenso.
-Opino igual que Osiva -terció Mu-Bar.
-¿Por qué nunca me habíais hablado de esta manera?
-Estabas tan ilusionado con la aventura, que no nos atrevimos.
-Os ruego que, a partir de ahora, me hagáis siempre partícipe de vuestras
opiniones y consejos. Jamás dejaré de prestarles oído.
Estaba claro que la arrogancia del príncipe de Tiva había cedido
considerablemente ante las penalidades que había sufrido desde la salida de Itin, un año
atrás. Aunque sin duda experimentaría retrocesos y recaídas, al menos era ya consciente
de su grave defecto y había dado los primeros pasos en el camino de la regeneración.
Los remeros no tuvieron que afanarse durante mucho tiempo. Al alba del día
siguiente, el Cisne de Plata tropezó con una corriente marina bastante rápida, cuyo curso
no se apartaba demasiado del que deseaban seguir. Dejándose llevar por ella, el navío
pudo alcanzar una velocidad tres veces mayor que la impartida, con gran esfuerzo, por
los remos.
Tres días más tarde, Mu-Bar, que rara vez abandonaba su puesto de vigilancia
junto al castillo de proa, avistó tierra por el este. Al acercarse vieron una playa baja y
arenosa que formaba una ancha bahía donde no sería difícil encontrar un puerto
favorable. La playa, bastante extensa, terminaba en una enmarañada masa de verdura.
Aquel lugar era muy fértil.
-No parece muy acogedor -comentó Elvor.
-Pero hay árboles y no faltarán alimentos -respondió Kárbol-. Esta tierra puede
proporcionarnos todo lo que necesitamos para reparar el barco y emprender el regreso
con las mayores garantías de éxito.
-Esperemos que así sea -murmuró Osiva.
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2. ITIN
¿Qué concatenación de circunstancias había llevado al príncipe Elvor y a sus
amigos, después de casi un año de viaje, hasta esta isla perdida del hemisferio sur, a
miles de millas de distancia de su país natal? ¿Qué relación podía tener esta travesía con
la búsqueda de las piezas del rompecabezas mágico, los trozos en que se dividió,
muchos siglos atrás, cierto objeto que el Señor de la Luz entregó a la custodia de Tivo I
el Grande, fundador del reino de Tiva y antepasado de Elvor, y que aquel antiguo rey no
supo conservar?
Como se recordará, las siete piezas del rompecabezas fueron perdiéndose una a
una a lo largo de los primeros quinientos años de la historia de Tiva. La primera
desapareció misteriosamente. La segunda cayó en poder de los nómadas cuando el
ejército de Tivo III fue totalmente aniquilado por las hordas de la estepa. La tercera se
perdió en el Gran Bosque, cuatro años más tarde, con ocasión de una expedición de caza
en la que participó el príncipe Illin de Itin, de la que nunca regresó. La cuarta se hundió
en el mar en la famosa batalla naval de las Bocas del Itin, cuando Lupro I perdió el
trono y la vida al enfrentarse en fratricida lucha con su hermano, el príncipe Elavor
(luego Elavor II). La quinta pieza del rompecabezas fue robada por los nómadas durante
el tristemente célebre saqueo de Tiva, la capital del reino, en el año 274. La sexta (la
Bola de Duva) se perdió casi un siglo más tarde, cuando el primer rey de este nombre
intentó utilizarla como rescate de la princesa Laurin de Tacta, de la que estaba
enamorado. La expedición que organizó para entregarla a su futuro suegro terminó
trágicamente en el desierto.
La séptima y última pieza desapareció en el año 499, cuando la secta secreta
fundada por Ralier, supuesto descendiente de Lupro I, planeó y ejecutó el asesinato de
tres reyes y fue finalmente desarticulada por el enérgico Tivo X, que no pudo impedir el
robo del último de los objetos mágicos encomendados al cuidado de la dinastía reinante
en el país de Tiva.
Estas dos últimas piezas habían sido ya recuperadas. En efecto, en el año 716 de
la fundación del reino, durante el acertado gobierno del regente Taria, el legítimo
heredero del trono (que después recibiría el sobrenombre de Tivo "el Arriesgado"),
emprendió una osada empresa: necesitaba hallar una de las piezas del rompecabezas
mágico, único remedio que devolvería la salud a su prometida Aguamarina, hija de
La Odisea del Cisne de Plata
Elvar VIII, príncipe de Itin. En este viaje participaron también Elavel, hermana menor
de Aguamarina, y Larsín, anciano maestro de Tivo. Ayudados por Kial, los aventureros
lograron conquistar la "Bola de Duva", que por aquel entonces se guardaba en el lejano
país de Klír. Aunque la pieza mágica cayó a un abismo sin fondo en el curso de una
escaramuza, sus poderes pasaron al futuro rey de Tiva, que así llegó a ser la primera de
las piezas vivas del rompecabezas mágico.
Cincuenta años después, Elvor, nieto de Tivo "el Arriesgado", quiso obtener para
sí la misma gloria que su abuelo. Para lograrlo emprendió una nueva aventura, a la que
arrastró a Nozal, mercader de joyas de Klír, y a un muchacho de catorce años llamado
Pta, primo de éste. En el transcurso de su expedición se unieron al grupo el nómada Mu-
Bar y el enano Osiva. Finalmente, la pieza fue descubierta en poder de Ralier (alias
Galar el Terrible), que aún vivía gracias a su influjo mágico. Los aventureros
persiguieron a Ralier hasta el mismo corazón de sus dominios, un castillo en la isla
boscosa que se halla en el centro del Lago Negro. Allí coincidieron con Tivo "el
Arriesgado", que venía a liberar a la princesa Ialin de Tacta, raptada por Ralier. En la
lucha subsiguiente, Pta se vio obligado a destruir la pieza para salvar a sus amigos, lo
que puso punto final a los poderes del viejo de la selva y convirtió al muchacho en la
segunda pieza viviente del rompecabezas mágico. Tivo y Pta unieron sus destinos y
marcharon con rumbo desconocido. Elvor, decepcionado por su fracaso y acompañado
por Osiva y Mu-Bar, regresó a Tiva, pero su mente bullía ya con nuevos proyectos, pues
aún no había renunciado a apoderarse de uno de los objetos mágicos.
Creía tener una nueva pista. En efecto, de acuerdo con la versión de Ralier,
Lupro I no pereció ahogado en la batalla naval, sino que escapó con su barco. Después
de un largo viaje llegó a una tierra lejana situada muy al sur del continente, donde
siempre hace calor, los inviernos son secos y los veranos muy lluviosos. Allí se
estableció y allí vivieron sus descendientes, que conservaron fielmente el legado de la
pieza del rompecabezas que Lupro había llevado consigo. Si Ralier no había mentido,
allí estaría todavía y allí esperaba encontrarla Elvor.
Pero ¿por qué daba crédito el príncipe de Tiva a las palabras de un hombre
considerado por todos como impostor? Para responder a esta pregunta es preciso
recordar a grandes rasgos el desarrollo de la historia del principado de Itin.
Durante los primeros ciento cincuenta años del reino de Tiva, Itin fue un país
independiente, cuyas relaciones con aquél no siempre fueron amistosas. Ya Tivo I el
Grande, fundador y primer rey de Tiva, se vio envuelto en una guerra contra Itin, que le
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Manuel Alfonseca
costó la vida. La muerte del rey en tan trágicas circunstancias estuvo a punto de
provocar el desmembramiento del reino, que sólo tenía un cuarto de siglo de existencia
y aún no había alcanzado un alto grado de cohesión, pero Itin continuó la guerra hasta
ganarla e impidió la desintegración de Tiva, imponiendo como sucesor de Tivo el
Grande a un primo de éste, Ekle I, hombre débil y complaciente a quien el príncipe de
Itin podía manejar a su antojo.
Itin estaba muy lejos de Tiva y las comunicaciones no eran rápidas. Tan pronto
como el ejército del principado se retiró, dejando solo a Ekle entre sus súbditos, el rey
fue asesinado y el país se precipitó en una sangrienta guerra civil que duró ocho años.
Cinco facciones diferentes se disputaban la sucesión al trono. Por fin, en el año 37, la
hija mayor de Tivo el Grande cumplió los veintiún años y contrajo matrimonio con un
noble llamado Varga, que fue aceptado por todos como rey legítimo de Tiva.
La reacción de Itin no se hizo esperar. Varga no se dejaba gobernar por los
embajadores del principado y el distanciamiento entre los dos estados fue haciéndose
cada vez mayor, culminando en el año 44 en una segunda guerra. Pero esta vez ninguno
de los contendientes logró ventaja clara, de modo que, tras un año de hostilidades, se
firmó la paz, que se mantuvo por espacio de casi un siglo.
Las relaciones entre Itin y Tiva fueron haciéndose cada vez más estrechas. Una
serie de acertados matrimonios entre las dos casas reinantes fortaleció la paz. Elavor I
(reinó 82-99) casó con Eleana, hermana de Illin de Itin (una pieza del rompecabezas fue
entregada a éste a guisa de rescate). Treinta y siete años después, Tivo IV (reinó 108-
148) contrajo matrimonio con Ladia, hija de Illin y hermana del hijo y sucesor de éste,
Illanor I (reinó 111-147). El largo reinado de estos dos monarcas se caracterizó por la
gran amistad y el espíritu de colaboración que dominó las relaciones entre ambos.
Illanor prestó auxilio a Tivo durante la peligrosa incursión de los nómadas de la estepa
por el reino del norte, en el año 125.
Con el fin del "largo reinado" acabó también la "paz de los cien años". Illanor
murió sin descendencia y el principado de Itin pasó al segundo de sus sobrinos (Elavor)
hijo de Tivo IV y de Ladia, pero Lupro I, hermano mayor de Elavor y rey de Tiva, trató
de expulsarle para reunir en sí mismo todos los poderes. El resultado fue la guerra, que
tuvo consecuencias imprevisibles para ambas partes. Lupro pereció con toda su armada
o se vio obligado a huir, mientras Elavor pasaba a ser rey de Tiva y su hermano menor,
Elvar, ocupaba el principado de Itin, en calidad de príncipe vasallo. Los dos estados no
volvieron a separarse.
La Odisea del Cisne de Plata
A partir de este momento, Itin desempeñó un papel secundario en el entorno
político de Tiva. Aunque el principado gozaba de cierta autonomía, no se le permitió
mantener un ejército propio. En realidad, no lo necesitaba. Su único enemigo, el reino
de Tiva, había dejado de serlo. Su frontera occidental estaba protegida por el Gran
Bosque y por los inaccesibles montes Latios, por lo que el peor peligro que podían
esperar por ese lado era el ataque de algunas fieras salvajes.
La falta de empresas bélicas impulsó a los habitantes de Itin a dirigir sus
esfuerzos en otras direcciones. Los príncipes de la casa reinante fueron famosos en el
arte de la caza, arriesgándose a veces a penetrar en el Gran Bosque para atacar, en su
propio terreno, a las bestias gigantescas que allí vivían. Más de uno pereció en el
intento. En cuanto a la técnica de la construcción naval, que había sido inaugurada por
Elavor, conoció grandes avances en los siglos sucesivos. El principado de Itin, cuya
expansión terrestre había quedado cortada en todas direcciones por fronteras naturales o
humanas inexpugnables, trató de abrirse camino a través de un medio nuevo: el mar.
La conquista de las aguas no fue rápida ni fácil. En el siglo VIII de la fundación
de Tiva, los marineros de Itin dominaban el comercio fluvial en el interior del país, pero
aún no habían logrado establecer contacto comercial con otros reinos extranjeros del
continente. Tampoco se habían atrevido a abandonar la protección de las aguas costeras
para lanzarse a los peligros del mar abierto.
En el año 722 ascendió al trono Elavel I, la primera mujer en ocupar el cargo
supremo del principado desde su fundación. Bajo su mandato, las artes navales
recibieron gran apoyo por parte del gobierno. Antes de suceder a su padre, Elavel había
llevado a cabo un largo viaje a través del continente (participó en la recuperación de la
primera pieza del rompecabezas), conocía países lejanos y veía con simpatía los
esfuerzos realizados para llegar hasta ellos. Durante su largo reinado (722-779) se
lograron importantes avances en las técnicas de navegación. Se inventaron instrumentos
que hicieron posible calcular la dirección de la marcha y la situación alcanzada por los
barcos en alta mar, lo que permitió a los navíos de Itin alejarse de la costa y explorar
nuevas tierras. Aun así, la circunvalación del continente se hizo esperar. En el año 771,
seis años después del comienzo de esta historia, un navío de Itin llegaba hasta el país de
Tacta, donde el rey Nozal I otorgó concesiones comerciales a los representantes del
principado.
Por entonces hacía ya once años que los veleros de Itin habían descubierto la
presencia, al sur del continente, de un grupo de cinco islas pequeñas, pobladas por
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Manuel Alfonseca
salvajes, a las que dieron el nombre de "Islas de la Cruz", por la forma del archipiélago.
Después de fundar un establecimiento permanente en la más importante de las islas, las
naves regresaron a Itin, donde dieron cuenta de su hallazgo, que causó sensación: era la
primera vez que se demostraba la existencia de tierra firme al otro lado del mar.
Pero esto no era todo: los navegantes habían encontrado en estas islas un clima
muy distinto al del continente. Siempre hacía calor, los inviernos eran secos y los
veranos muy lluviosos. Elvor estaba al corriente de esto, pues le habían interesado
profundamente los relatos de los viajeros. Por ello, cuando oyó a Tivo contar la historia
de Ralier y de su supuesta impostura, no pudo dejar de notar que las características
climáticas del país donde el viejo de la selva fijaba su procedencia coincidían
extrañamente con las que reinaban en las tierras recién descubiertas. "Esto no puede ser
casualidad", se dijo. "Tal vez Ralier no fuera un impostor, después de todo". Y, poco a
poco, durante las largas jornadas del regreso a Tiva, fue formándose en su mente la
decisión de seguir esta nueva pista.
Estaba tan obsesionado por el deseo de apoderarse de una pieza del
rompecabezas, que ni siquiera se le ocurrió la idea de que la empresa que ahora se
disponía a acometer pudiera tener resultados imprevisibles para él mismo, para su
familia y para toda su patria. En efecto: si lo que había dicho Ralier era cierto, tal vez
existieran aún descendientes legítimos de Lupro I, que tendrían más derecho que su
propio padre a ocupar el trono de Tiva y a conservar la pieza del rompecabezas que
poseían. Su acción al reanudar la búsqueda podía remover viejas heridas y agravios
olvidados y precipitar al país entero en una guerra civil. Pero Elvor no pensó en todo
esto.
Sólo comunicó sus intenciones a los dos amigos que le habían acompañado: el
nómada Mu-Bar y el enano Osiva, que no se atrevieron a contradecirle. Para el rey, su
padre, el viaje a Itin que ahora emprendía su hijo menor era, a la vez, un enigma y un
alivio. Un enigma, porque no conocía sus proyectos e intenciones. Un alivio, porque le
alejaba del norte del reino, a donde juzgaba le sería necesario dirigirse para buscar las
piezas perdidas. Creyó que su designio, al marchar hacia la capital del principado, no
era otro que buscar la ayuda y el consejo de la princesa Elavel, su tía-abuela, y esperaba
de la sensatez de ésta que tratara de convencer a su sobrino de la inutilidad de sus
propósitos, impidiéndole correr nuevos riesgos en busca de aventuras que el rey juzgaba
inútiles y condenadas al fracaso.
La Odisea del Cisne de Plata
Cuando Elvor llegó a Itin, tan sólo había transcurrido un mes desde su regreso de
la aventura del Lago Negro. Sin embargo, las noticias vuelan, y el relato de sus
andanzas se había extendido ya a lo largo y a lo ancho de todo el reino. Aunque no
había logrado su propósito de convertirse en una de las piezas del rompecabezas, Elvor
no podía quejarse de que su aventura no le hubiera proporcionado fama y gloria. Es
cierto que Pta era el verdadero héroe de los relatos y que su propio papel había sido
relativamente secundario. Esto no dejaba de molestarle un poco, pero en el fondo de su
corazón reconocía que Pta había sido más digno que él del premio que obtuviera, y
luchó consigo mismo para arrancar de su alma todo indicio de envidia o de celos.
Las esperanzas de Sadamer III, rey de Tiva, de que Elavel lograra disuadirle de
llevar a cabo sus propósitos, resultaron vanas. La dama no creía que el joven tuviera
posibilidades reales de encontrar lo que buscaba, pero no juzgó prudente oponerse a sus
intenciones. Si el príncipe deseaba fletar un barco y atravesar el mar para extender las
exploraciones que ella misma había patrocinado desde el principado, ¿por qué
impedírselo? Ya era tiempo de establecer nuevo contacto con los colonos que habían
permanecido en las islas de la Cruz desde cinco años atrás.
Por otra parte, Elavel recordaba muy bien las aventuras que ella misma
emprendió en su juventud, y estaba por ello predispuesta en favor del príncipe. Se llegó,
en consecuencia, a un acuerdo satisfactorio para todas las partes, con la posible
excepción del rey. Pero Sadamer estaba lejos, y aunque recibió información detallada de
los pasos que estaba dando su hijo, no quiso imponerle su autoridad prohibiendo
abiertamente el viaje.
Un año entero exigieron los preparativos de la nueva aventura de Elvor. Fue
necesario construir un barco y dotarlo de los medios más modernos y de pertrechos
suficientes para permanecer en alta mar durante largo tiempo, pues Elvor no se
contentaba con repetir el viaje de sus antecesores y llegar a las Islas de la Cruz. Si no
encontraba en éstas lo que buscaba, estaba decidido a continuar la exploración
indefinidamente.
No fue fácil reunir una tripulación que combinara la destreza en el oficio con la
disposición a seguirle ciegamente a donde quisiera llevarlos, pero Elvor tuvo la suerte
de conquistar la amistad y la adhesión de Kárbol, el más famoso de los navegantes de
Itin, descubridor del archipiélago de la Cruz. Con su ayuda, todas las dificultades fueron
venciéndose poco a poco. Por otra parte, su experiencia en las cosas del mar y su
conocimiento de la primera parte del camino a seguir le hacían insustituible.
17
Manuel Alfonseca
Llegó, al fin, el momento tan esperado por el príncipe de Tiva. Todo estaba
dispuesto para la partida, que tendría lugar en la madrugada del día siguiente. Era la
última noche que pasarían en tierra hasta su llegada a las islas, prevista para muchas
semanas más tarde.
Elavel preparó una fiesta en despedida a los aventureros. Terminado el banquete,
todos se arrellanaron cómodamente en divanes y sobre gruesas alfombras, y dio
comienzo la segunda parte del festejo: hermosas bailarinas, atrevidos faquires, cantores
y poetas, divirtieron a los asistentes. Por último, muy avanzada la noche, un juglar
ocupó el centro del salón y, fijando los ojos en el príncipe de Tiva, dijo así:
-Voy a cantar para todos vosotros, y especialmente para Elvor, el relato de la
conquista de la segunda pieza del rompecabezas mágico.
Después de lo cuál, y acompañándose con la cítara, entonó con voz agradable la
siguiente trova:
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Manuel Alfonseca
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Manuel Alfonseca
un ancho río que unía allí sus aguas dulces con las salobres del mar. Sin embargo, el
dominio de la hojarasca sólo era vencido a duras penas por la corriente líquida, pues los
árboles llegaban hasta las orillas y prolongaban sus ramas, tratando inútilmente de
establecer contacto con sus hermanos de la margen opuesta. Parecía como si los
pobladores vegetales de la selva odiaran la luz y tratasen por todos los medios de
impedir que los rayos del sol alcanzaran el suelo a través de la bóveda formada por las
copas entrelazadas de innumerables gigantes.
Por orden del capitán Kárbol, que Elvor ratificó, el Cisne de Plata cambió la
dirección de su marcha para introducirse en la boca del río. Kárbol contaba con reponer
allí la provisión de agua dulce, muy mermada desde la partida de Itin. El tiempo,
inicialmente nublado, había mejorado de día en día, alejándose así la posibilidad de
llenar los barriles con agua de lluvia. Aunque a nadie le satisfacía la perspectiva de
penetrar en el Gran Bosque, la necesidad era imperiosa. Ninguno de los navegantes
protestó.
La marea estaba subiendo. Las aguas del mar penetraban profundamente en el
curso del río, lo que les obligaría a remontarlo para encontrar agua potable. Apoyándose
en la fuerza del flujo, el Cisne de Plata se introdujo entre las dos murallas verdes que, a
partir de ahora, flanquearían su curso. Esta peregrinación fluvial se prolongó por
espacio de unas dos horas. Transcurrido este tiempo, el capitán juzgó suficiente la
distancia recorrida y ordenó echar el ancla en el centro del río para aguardar, con el
reflujo, la inversión del movimiento de las aguas y el momento adecuado para renovar
su provisión líquida.
Transcurrió una hora. Apoyado en la amura de babor, el príncipe Elvor
contemplaba la selva tenebrosa. Osiva y Mu-Bar le hacían compañía. En cuanto al
poeta, temeroso ante la proximidad del Gran Bosque, se había retirado bajo cubierta
dispuesto a no dejarse ver hasta que el barco regresara al mar abierto.
Hasta ese momento, nada había turbado la tranquilidad de los viajeros. Sólo les
rodeaba un silencio acechante.
De pronto, un grito desesperado taladró la oscuridad. La atención de todos se fijó
en la orilla izquierda, de donde parecía proceder. Elvor se irguió y, señalando hacia
tierra, exclamó:
-¡Es la voz de un ser humano! ¡Alguien está en peligro!
Ninguno de los presentes respondió a sus palabras.
La Odisea del Cisne de Plata
-Hay que salir en su auxilio -añadió el príncipe de Tiva-. ¿Quién se ofrece a
acompañarme?
-¡Yo! -exclamaron, a un tiempo, Osiva y Mu-Bar.
-Partiremos ahora mismo -dijo Elvor, dirigiéndose a Kárbol.
-No me parece prudente -repuso éste-. Corréis el riesgo de perderos y no
encontrar el camino de regreso.
-Es preciso arriesgarse. Alguien nos necesita.
-Permitidme, al menos, que os acompañe con algunos marineros- insistió el
capitán.
-Vuestra presencia en el barco es necesaria, señor Kárbol. Cumplid los planes
previstos. Si dentro de veinticuatro horas no estamos de vuelta, os dirigiréis a las islas
de la Cruz para comprobar la situación de la colonia. Después regresaréis a Itin para
comunicar el fracaso de mi expedición.
Dicho esto, Elvor ordenó bajar un bote hasta las turbias aguas del río. Instantes
después, la tripulación vio desaparecer a su jefe, junto con sus dos amigos, en lo más
espeso del bosque.
Comenzó el reflujo. Tras esperar que las aguas se dulcificaran, Kárbol dio orden
de realizar la tarea que les había llevado río arriba hasta aquel lugar. Transcurrió una
hora más antes de que todos los barriles estuvieran llenos hasta rebosar y la nave lista
para reemprender viaje, pero era preciso aguardar el regreso de los exploradores.
Entre tanto, éstos se habían introducido profundamente en el bosque. Osiva, que
se orientaba mejor en lugares oscuros, hacía las veces de guía, llevando a sus amigos en
la dirección de donde juzgaba procedió el grito que les puso a todos en camino, pero el
silencio reinaba ahora sobre la selva y no iba a ser fácil descubrir el origen de un ruido
que ya no existía.
Por fin, un nuevo rumor atrajo la atención de los dos hombres y el enano. Algo
grande se movía entre los árboles, rompiendo y desgarrando las ramas a su paso.
Preparando las armas, se detuvieron y permanecieron atentos al peligro que se
aproximaba.
A través de una muralla de maleza apareció, de improviso, la figura de un
hombre de rostro espantado y pies rápidos y fugitivos, que parecía haber llegado casi
hasta el límite de sus fuerzas. Al ver a los tres amigos, el recién llegado mostró en sus
facciones la sucesión de la alarma, el asombro y la esperanza. En pocos saltos llegó a
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Manuel Alfonseca
donde estaban y, dejándose caer al suelo como hombre agotado e inerme, exclamó
entrecortadamente:
-¡Cuidado!...¡Ahí viene!
Dicho lo cual, las tinieblas se apoderaron de su alma y quedó tendido como
muerto.
La atención de los viajeros no pudo permanecer mucho tiempo fija en el hombre
caído, pues no habían cesado los rumores roncos que indicaban que un nuevo visitante
estaba a punto de irrumpir en el lugar donde se encontraban. No habían podido latir sus
corazones más de una docena de veces, cuando la pantalla de maleza, que interrumpía
sus miradas a corta distancia, se abrió por segunda vez, dando ahora paso a un ser de
apariencia mucho más terrible que aquel cuya forma postrada yacía a sus pies. Parecía
un gato gigantesco, más grande que un hombre, cuya piel rayada se fundía con la
alternancia de sombras y luces arrojada por las copas de los árboles, haciéndole casi
invisible. De sus mandíbulas abiertas destacaban cuatro enormes colmillos capaces de
destrozar, de un solo golpe, el cuerpo de su presa. Un gruñido ominoso surgió de la
garganta de la fiera, al distinguir a sus nuevos enemigos, mientras la cola, larga y
flexible, se agitaba como un látigo.
Rápido como el pensamiento, Elvor echó atrás el brazo y arrojó la larga y pesada
lanza hacia la bestia amenazadora. Sólo un hombre extraordinariamente fuerte habría
podido hacerlo. El arma voló hacia su objetivo como el halcón hacia la presa, y se clavó
profundamente en la garganta del enorme felino.
De un solo golpe de su inmensa zarpa, la fiera quebró el astil de la lanza y saltó
como una furia vengadora contra el autor de la terrible herida, pero Mu-Bar, armado
sólo con una gruesa estaca, la alcanzó en pleno vuelo con un golpe fortísimo que le
hundió el cráneo y la precipitó a tierra, inofensiva y moribunda.
Una vez comprobada la muerte de su terrible enemigo, Mu-Bar y Elvor
dedicaron su atención al hombre desmayado, mientras Osiva vigilaba en previsión de
nuevos ataques.
Todos sus esfuerzos para despertar al caído fueron vanos. No queriendo perder
más tiempo, los dos hombres transportaron su cuerpo en unas improvisadas angarillas,
confiando al enano la misión de guiarles de nuevo a la orilla del río.
No fue cosa fácil. La imposibilidad de fijar la posición del sol, la negrura del
laberinto de la selva, la dureza del suelo, donde no se había impreso ni una sola de sus
huellas en el camino por el que ahora trataban de retroceder, les desorientaban. Mal
La Odisea del Cisne de Plata
hubiera podido Elvor cumplir la promesa de regresar al barco antes de transcurridas
veinticuatro horas, de no ser por un estrépito lejano que atrajo su atención y movió sus
pasos en la dirección adecuada. Poco después herían sus ojos los reflejos de los rayos
solares sobre las tersas aguas del río y allí, a poco más de doscientos pasos corriente
arriba, vieron las formas deslumbradoras del Cisne de Plata, que aguardaba su regreso.
No se habían engañado al suponer que el ruido que les guió hasta la orilla
proviniese del barco. En efecto, preocupado Kárbol por la tardanza de los exploradores,
y temiendo que se hubieran perdido en lo profundo del bosque, ordenó que un marinero
subiese a la cofa provisto de dos grandes tapaderas metálicas, para golpearlas
fuertemente desde arriba y producir así una señal acústica que les indicara la posición de
la nave. La idea, como hemos visto, produjo los resultados apetecidos.
Subidos todos a bordo, fue necesario atender al fugitivo que habían hallado en la
selva y cuyo grito de horror provocó la expedición de socorro que ahora terminaba con
éxito. Aunque la marea descendente era propicia para regresar al mar, Elvor se opuso a
abandonar el lugar hasta que el desgraciado recobrara el sentido y pudiera relatarles su
historia. Temía que otros hombres se encontraran en peligro en el Gran Bosque y no
quería partir sin hacer todo lo posible por ayudarles.
Declinaba el día cuando el desconocido abrió, por fin, los ojos y miró a su
alrededor como si no pudiera comprender lo que veía. Los rostros de varios hombres se
inclinaban sobre él, prontos a responder a su más pequeña indicación, deseosos de
obtener toda la información que quisiera proporcionarles, pero durante algunos instantes
se sintió incapaz de abrir los labios, y las primeras palabras que pronunció fueron
muestra evidente del desconcierto que le embargaba.
-¿Dónde estoy? ¿Quiénes sois?
-Te encuentras en el Cisne de Plata, la nave exploradora de Elvor, príncipe de
Tiva.
-¡Señor Kárbol! -exclamó, de pronto, el hombre postrado, abriendo mucho los
ojos como si no pudiera dar crédito a lo que veía.
-¿Me conoces? ¿Dónde nos hemos visto? -preguntó, sorprendido, el capitán.
-¿No me reconocéis, señor? ¿Tanto he cambiado? -gimió, lloroso, el
desconocido.
Kárbol examinó atentamente las facciones de su interlocutor, cuya parte inferior
estaba cubierta por una poblada y enmarañada barba, y cuyas mejillas se veían surcadas
25
Manuel Alfonseca
por numerosas arrugas. Poco a poco, una luz de inteligencia iluminó su rostro, que al
mismo tiempo expresaba el asombro más intenso.
-¡Astor! -exclamó, al fin-. ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué has abandonado la
colonia?
-Antes de que nuestro huésped agote sus fuerzas -interrumpió Elvor-, es
necesario aclarar un asunto más urgente. ¿Estabas solo en el Gran Bosque, o alguno de
tus compañeros se encuentra todavía allí, aguardando socorro?
-Estaba solo cuando me hallasteis, señor, pero no siempre lo he estado. Sin
embargo, no será necesario que expongáis a vuestros hombres en una nueva expedición.
Todos mis compañeros se encuentran ya fuera del alcance del auxilio humano.
Dicho esto, cerró los ojos y fue evidente para los que le contemplaban que
necesitaba urgentemente el descanso. Nadie se atrevió a turbarlo.
-Disponed el regreso al mar durante la bajamar nocturna -ordenó Elvor al
capitán del Cisne de Plata-. Después quiero hablaros. Tenéis que explicarme todo lo que
sepáis de este hombre y por qué no os resulta desconocido.
-Es muy poco lo que puedo deciros -respondió Kárbol-. Astor era uno de los
colonos que se establecieron en las islas de la Cruz. No me explico su presencia en el
Gran Bosque. Temo que haya sucedido algún percance grave en la colonia.
-Estoy impaciente porque ese hombre despierte y nos cuente su historia -
exclamó el príncipe-. Mientras tanto, me retiraré a descansar. Avisadme inmediatamente
si ocurre alguna novedad.
-Así lo haré, alteza.
La noche transcurrió sin incidentes. Casi amanecía, cuando las condiciones
fueron al fin propicias para emprender el regreso al mar. Con las primeras luces del
alba, el Cisne de Plata atravesó majestuosamente el estuario del río y se despidió para
siempre del Gran Bosque.
-¿Qué rumbo debemos seguir, capitán? -preguntó a Kárbol el timonel.
-¡Hacia el suroeste! ¡Rumbo al Archipiélago de la Cruz!
La Odisea del Cisne de Plata
4. EL RELATO DE ASTOR
Avanzaba ya la tarde del día en que el Cisne de Plata abandonó la tierra firme,
cuando el llamado Astor despertó por fin, ingirió algún alimento y se declaró dispuesto
a relatar su historia. Kárbol y Elvor fueron llamados y acudieron al lugar donde se había
preparado una hamaca, bajo cubierta, para el hombre rescatado de la selva. También
asistió el poeta, por deseo del príncipe, así como todo aquél que, libre de servicio,
sintiera movida su curiosidad por la extraña situación del desgraciado, al que muchos
conocían, pues habían sido compañeros suyos en la expedición que implantó la primera
colonia del reino en tierras ajenas al Continente.
Tan pronto como su auditorio estuvo reunido a su alrededor, Astor comenzó a
hablar y dijo así:
-Han transcurrido seis años desde que las naves de Itin emprendieron rumbo a la
patria, dejando en las playas de la mayor de las islas de la Cruz una pequeña misión
formada por medio centenar de hombres que debían mantener enhiesto el pabellón de
Tiva en aquellas tierras lejanas. Tengo el dolor de comunicaros que, si la misión no
había fracasado cuando me alejé de ella, estaba sometida a un peligro inmenso. ¡Quién
sabe si aún resistirá!
"Ningún peligro más grave que la lucha contra la naturaleza turbó la tranquilidad
de la colonia durante los cinco primeros años de nuestra estancia en el archipiélago. La
mano férrea de Mártel, bajo cuyo mando nos habíais dejado, señor Kárbol, dirigió
juiciosamente el pequeño grupo por caminos seguros. Pero hace poco menos de un año,
todo cambió. Mártel cayó presa de una extraña enfermedad que le incapacitó para el
cumplimiento de sus deberes, y se vio obligado a delegar casi todas sus funciones
administrativas y de gobierno. Tres hombres fuimos elegidos para sustituirle: Kíril,
Bólder y yo.
"Transcurrieron dos meses. La situación empeoraba sensiblemente. Mártel
languidecía, perdiendo las pocas fuerzas que le quedaban, y pasaba largos períodos
sumido en la inconsciencia. Entonces, Bólder comenzó a mostrar su verdadero rostro.
Mientras Mártel conservó cierto control de las riendas de la colonia, se había
comportado siempre correctamente, salvo que a veces parecía demasiado obsequioso
hacia nuestro jefe, pero ahora que la vida de éste estaba en peligro, demostró a las claras
su ambición de convertirse en su único sucesor y de acumular para sí todos los poderes.
27
Manuel Alfonseca
Para conseguirlo comenzó a intrigar, agrupando a su alrededor una camarilla de
hombres dispuestos a apoyarle a cambio de favores. Kíril y yo vimos con preocupación
el rumbo que iban tomando las cosas, pero no nos atrevimos a intervenir por miedo a
provocar un enfrentamiento. En cuanto a Mártel, durante sus breves momentos de
lucidez, procuramos ocultarle lo que estaba sucediendo en la colonia.
"Por fin, los acontecimientos se precipitaron. La enfermedad de Mártel se
agudizó. Su cuerpo fue presa de violentos dolores y cayó en una postración absoluta en
la que no veía ni oía, ni era capaz de ingerir alimento alguno. Su muerte parecía
inminente.
"Kíril y yo le acompañábamos durante los que amenazaban ser sus últimos
momentos, cuando la puerta de la estancia se abrió de pronto y Bólder penetró en ella,
seguido por tres de sus partidarios.
"-¡Ah, estáis aquí! -exclamó-. ¿Ha muerto ya? -añadió señalando el lecho que
ocupaba Mártel.
"-Aún no -repuse-, pero no debe faltar mucho.
"-En ese caso -dijo, haciendo a sus secuaces una seña significativa-, ha llegado
para vosotros el momento de la elección. ¿Estáis dispuestos a entregarme vuestros
poderes y obedecerme sin condiciones, como nuevo jefe de la colonia?
"-¿Cuál es la alternativa? -preguntó Kíril.
"-Si no quisierais aceptar lo que os propongo (pero espero que seréis razonables
y no me crearéis problemas), os dejaré abandonar la isla en un plazo prudente: dos o tres
días como máximo. Podéis marcharos en uno de los botes. Ya véis que soy benévolo.
¿Qué decidís?
"Me quedé atónito. No podía creer que Bólder se atreviera a dar semejante paso
antes de que Mártel muriera. La verdad es que nunca se me pasó por la imaginación la
idea de que las cosas pudieran llegar a tal extremo. En cuanto a Kíril, mantuvo una
sangre fría envidiable.
"-Te aconsejo que salgas de aquí -dijo-. Te conviene descansar. Astor y yo
olvidaremos lo que has dicho. En momentos tan difíciles, cualquiera puede perder la
cabeza.
"Bólder enrojeció de ira.
"-¿Os atrevéis a tomar a broma mis amenazas? -exclamó-. Os demostraré que
hablo en serio. ¡Lleváoslos! -ordenó, dirigiéndose a sus acompañantes.
La Odisea del Cisne de Plata
"Pero no habían dado éstos más de dos pasos hacia nosotros, cuando les vimos
palidecer y retroceder hacia su jefe como si hubieran visto un fantasma. Volvimos las
miradas hacia el lecho de Mártel y vimos algo asombroso: el enfermo, cuyo rostro
cadavérico denotaba su extrema debilidad, se había puesto en pie y avanzaba hacia los
cuatro conspiradores. Éstos continuaron retrocediendo hasta que la pared opuesta y la
puerta cerrada les impidieron continuar. Entonces habló Mártel, con voz ronca y apenas
audible, pero con tono perentorio. Haciendo caso omiso de Bólder, se dirigió a los
hombres de éste y, señalando a su jefe, dijo así:
"-Llevadle a un bote y expulsadle de la isla con alimentos para tres días.
Después, volved a vuestros deberes.
"Los rebeldes no pudieron resistir la autoridad que emanaba de aquel
moribundo. Abandonado por sus hombres, Bólder se vio obligado a obedecer, pero
Mártel no soportó mucho tiempo el esfuerzo al que había sometido sus decaídas fuerzas.
Apenas habían salido los cuatro hombres de la habitación, nuestro jefe se desplomó al
suelo y quedó exánime para siempre.
"Afortunadamente para la colonia, la orden de expulsión de Bólder se cumplió
antes de que llegara a conocerse la noticia de la muerte de Mártel. Gracias a ello, sus
partidarios se quedaron sin nadie que les dirigiera y no se atrevieron a oponerse cuando
Kíril y yo asumimos formalmente el gobierno de la comunidad.
"Durante algunos meses no ocurrió nada digno de mención. La vida en la
colonia se había normalizado y no se preveían nuevos brotes de violencia. Kíril y yo nos
entendíamos perfectamente y carecíamos de ambiciones personales, por lo que nuestro
gobierno compartido no introdujo entre nosotros envidias ni disensiones. Por desgracia,
este remanso de paz no estaba destinado a perdurar.
"Hace dos o tres semanas (no sé exactamente cuántos días, pues los sucesos se
precipitaron con tal rapidez que he perdido la noción del tiempo) uno de nuestros
vigilantes avistó una flotilla de barcos de poco calado que se aproximaba hacia nuestra
isla. La noticia se extendió velozmente por la colonia. Algunos se alegraron, pensando
que se trataba de una nueva expedición procedente de la patria. Otros señalaron que las
naves llegaban desde oriente, por lo que era dudoso que su origen tuviera relación con el
reino de Tiva.
"Nadie tuvo la menor sospecha de la verdad.
"Fue pronto evidente que la flotilla no se aproximaba en derechura hacia la bahía
próxima a nuestro establecimiento, donde teníamos los botes, pues enfiló hacia las
29
Manuel Alfonseca
regiones más meridionales de la isla. Tres horas después del primer avistamiento, las
naves recién llegadas desaparecían tras un promontorio y se acercaban a tierra en un
punto situado fuera del alcance de nuestros vigías.
"La decisión que entonces hubimos de tomar no exigió grandes deliberaciones.
Había que saber cuanto antes si las intenciones de los visitantes eran pacíficas u
hostiles, para disponer la defensa de la colonia en caso necesario. Por ello, enviamos
tres exploradores, con instrucciones de localizar el punto donde la flota hubiese
desembarcado, comprobar el grado y cualidad de su armamento y descubrir su
identidad, si era posible hacerlo sin exponerse demasiado.
"Durante un día aguardamos con impaciencia el regreso de los hombres a
quienes habíamos encomendado el cumplimiento de tan delicada misión. ¡Imaginad
nuestra alarma cuando, veinticuatro horas después de su partida, vimos volver solo a
uno de ellos! Las noticias que tenía que comunicarnos eran terribles.
"Cuando los exploradores se acercaban al campamento levantado ante el lugar
donde los recién llegados habían desembarcado, cayeron en una trampa. Un grupo de
salvajes les rodeó y, sin darles tiempo a defenderse, les amenazó con sus armas,
obligándoles a deponer toda actitud agresiva. Inmediatamente fueron trasladados a
presencia de su jefe, en quien reconocieron, con asombro, a nuestro antiguo compañero
Bólder.
"Después de su expulsión de la colonia, Bólder había logrado llegar sano y salvo
a una de las islas habitadas del archipiélago. Allí, con su habilidad característica,
consiguió en breve plazo alcanzar la posición de yerno y hombre de confianza del jefe
de una tribu salvaje. A partir de ese momento, no cejó en utilizar su influencia para
convencer a los indígenas de que nuestra colonia era muy rica y valía la pena
conquistarla. Al fin consiguió infundirles tal entusiasmo por la idea que, abandonando
sus actividades, dedicaron todos sus esfuerzos a la preparación de una flotilla de barcos,
suficientes para transportar a unos doscientos hombres de la tribu, que serían dirigidos
por Bólder en persona.
"La travesía se llevó a cabo sin incidentes. Bólder no quiso tomar tierra en
nuestro desembarcadero, pues confiaba en los efectos de la sorpresa y deseaba
parlamentar con nosotros, con la esperanza de obtener sin lucha lo que buscaba.
Previendo que enviaríamos exploradores a investigar la identidad de los recién llegados,
preparó la trampa donde cayeron nuestros hombres, a quienes pensaba utilizar como
mensajeros y rehenes.
La Odisea del Cisne de Plata
"Uno de los exploradores, que había pertenecido al grupo de los partidarios de
Bólder antes de la expulsión de éste, se pasó inmediatamente a su bando. Al segundo le
envió de regreso a la colonia para transmitirnos su ultimátum. En cuanto al último,
había quedado bajo la vigilancia de los salvajes, pues Bólder deseaba utilizarle para
hacernos objeto de un miserable chantaje.
"Sus condiciones eran inaceptables. Nos conminaba a entregarle el mando de la
colonia, cuyo control quedaría asegurado mediante la instauración de una fuerza policial
compuesta por sus nuevos súbditos, a los que añadiría algunos hombres escogidos entre
los miembros de su camarilla. Para los restantes ciudadanos del establecimiento, su
ascenso al poder equivaldría a la pérdida de la libertad y el paso a una situación de
sometimiento absoluto.
"No nos concedía más que una semana para discutir sus propuestas.
Transcurrido ese plazo, debíamos enviarle un mensajero para comunicarle nuestra
decisión. Si rechazábamos su ultimátum, o si no recibía noticias nuestras en el tiempo
estipulado, nos declararía una lucha sin cuartel, cuyo comienzo sería señalado por la
tortura y muerte del prisionero, y que sólo alcanzaría su fin con la rendición
incondicional de una de las partes.
"La situación era desesperada. Mientras Bólder disponía de más de doscientos
hombres, nosotros apenas éramos cincuenta. Si se llegaban a desencadenar las
hostilidades, no cabía la menor duda de que llevaríamos las de perder. Para empeorar las
cosas, a la mañana siguiente descubrimos que cinco de los nuestros, partidarios de
Bólder, habían aprovechado las tinieblas de la noche para abandonar la colonia. Su
intención de unirse al enemigo era demasiado evidente para ser dudosa. Su fuga hacía
inclinarse definitivamente la balanza, pues ahora habríamos de enfrentarnos con fuerzas
cinco veces superiores a las nuestras.
"Esa mañana, Kíril y yo mantuvimos una reunión con todos aquéllos en quienes
podíamos confiar incondicionalmente. Aunque se barajaron diversas posibilidades, no
pudimos dar con una solución totalmente aceptable. Por último, se tomó la decisión de
demorar todo el tiempo posible el cumplimiento de las amenazas de nuestro enemigo y
tratar de obtener aplazamientos fingiendo estar dispuestos a aceptar la mayor parte de
sus condiciones. Entretanto, enviaríamos tres hombres hacia el continente para pedir
ayuda a la madre patria. Yo ostentaría personalmente el mando de la expedición.
"La partida del pequeño grupo se llevó a cabo esa misma noche. Sabíamos que
algunas de las naves de Bólder patrullaban la costa para impedirnos escapar. Fue, por
31
Manuel Alfonseca
tanto, necesario aguardar que las tinieblas nocturnas nos ofrecieran la oportunidad de
pasar inadvertidos.
"A media noche emprendimos viaje. El cielo estaba cubierto, lo que nos ayudó a
franquear el cerco, sin afectar desfavorablemente nuestra capacidad de orientarnos,
gracias a las agujas magnéticas de las que íbamos provistos. Al amanecer nos
encontrábamos en mar abierto, y las islas de la Cruz habían desaparecido bajo el
horizonte.
"Habríamos recorrido más de la mitad de la distancia que nos separaba del
continente, cuando se desencadenó una tempestad, violenta aunque de breve duración.
Pero nuestro barquichuelo no estaba preparado para soportar semejantes embates. Aún
no se habían apaciguado los elementos, cuando descubrimos que el bote hacía agua y
que el naufragio era inminente. Fue una suerte que volviera la calma, y aun así nuestra
salvación habría sido difícil de no ser por el descubrimiento de que la tierra firme se
encontraba a pocas horas de distancia.
"Cuando distábamos de la costa poco más de mil pasos, la nave se fue a pique.
El mar estaba aún revuelto, y nadar en esas aguas era una empresa agotadora y
peligrosa. Tres hombres intentamos alcanzar la orilla, pero sólo dos lo conseguimos.
"Después de procurar, en vano, localizar a nuestro compañero, dirigimos la
mirada al contorno para tratar de orientarnos. Descubrimos que el Gran Bosque nos
rodeaba por todas partes, excepto donde el mar nos cortaba el paso. Estábamos en una
pequeña rada, flanqueada por dos promontorios. Un estrecho banco de arena nos había
facilitado la salida de las embravecidas olas, pero la marcha a lo largo de la orilla sería
difícil, por no decir imposible, pues la costa se elevaba rápidamente y se hacía muy
quebrada. Decidimos, por tanto, arriesgarnos a penetrar en la selva oscura.
"No sabría decir cuántos días duró nuestro sufrimiento. Para mi compañero, al
menos, terminó pronto, pues una fiera se apoderó de él mientras yo dormía. El ataque
debió de ser repentino y por sorpresa, pues no pudo lanzar ni un gemido. El ruido de la
lucha me despertó, pero ya era demasiado tarde para prestarle ayuda. Cuando conseguí
ahuyentar al carnívoro y corrí a su lado para auxiliarle, había muerto.
"Después de enterrarle, proseguí la marcha solo. No puedo recordar sin horror lo
que hube de padecer durante aquellos días terribles. La mayor parte del tiempo me
limité a vagar por la selva sin saber quién era, ni a dónde iba. Por fin, otra fiera (tal vez
la misma) descubrió mis huellas y partió en mi persecución. Al percibir su presencia
lancé un grito de terror, arrojé la mochila donde transportaba lo poco que habíamos
La Odisea del Cisne de Plata
logrado salvar del naufragio, y huí. La bestia se entretuvo con los despojos de mi pobre
equipaje. Gracias a ello pude llegar hasta vosotros antes de que me alcanzara. Si
hubieseis demorado un minuto más, habría sido demasiado tarde."
Aquí terminó el relato de Astor, que todos los presentes habían seguido sin
pestañear. Durante un buen rato, nadie rompió el silencio. Estaban impresionados por
las noticias que el náufrago acababa de comunicarles.
De pronto, la voz del vigía apostado en la cofa, hendió los aires y sacó a todos de
su ensimismamiento.
-¡Tierra! ¡Las islas de la Cruz a la vista!
Al oírlo, Kárbol y Elvor se pusieron en pie de un salto. El primero se dirigió sin
perder tiempo a la cubierta, mientras el príncipe, inclinándose junto a Astor,
murmuraba:
-No temas. Llegaremos a tiempo de salvar la colonia o, al menos, de hacer
justicia.
Astor no respondió. El esfuerzo realizado durante su relato le había dejado
postrado.
Un gran grito del vigía atrajo de nuevo la atención de todos:
-¡Se aproximan varias naves por estribor! ¡Cuidado! ¡Nos atacan!
33
Manuel Alfonseca
5. EL ARCHIPIÉLAGO DE LA CRUZ
Apenas se había apagado el eco de las palabras del vigía, cuando ya Elvor
trepaba hacia la cubierta, subiendo de dos en dos los peldaños de la escala que conducía
hacia la escotilla. La escena que pudo ver atrajo poderosamente su atención. Al fondo, a
unas dos horas de navegación, se distinguían indicios de la presencia de una costa
cercana. Más cerca, a un tiro de flecha, tres o cuatro navecillas, del tamaño de barcos de
pesca, se aproximaban rápidamente hacia el Cisne de Plata. En la proa de la más
adelantada se erguía la figura de un hombre de aspecto imponente que, armado con un
arco, lanzaba hacia ellos ardientes proyectiles que, tras clavarse en el casco,
amenazaban inflamar las maderas de éste.
Kárbol, entretanto, no estaba ocioso. Después de asignar a varios hombres la
misión de impedir, armados con cubos de agua, que las llamas se extendiesen hasta el
navío, dispuso la preparación de un arma extraña, que Elvor no había visto hasta
entonces, y que tenía la forma de un tubo vertical bastante ancho, sujeto a una base
metálica por medio de un eje que le permitía girar en una sola dirección. Dos de los
marineros procedieron a llenar el tubo con unos polvos grises, sobre los que colocaron
una bola de hierro de gran tamaño.
-¿Qué es esto? -preguntó el príncipe al capitán.
-Un aparato inventado en Tiva hace poco tiempo. En el último momento decidí
incluirlo entre los materiales de la expedición, pues supuse que podría sernos útil.
-¿Cuál es su misión?
-Es un arma defensiva y ofensiva muy potente. Cuando se prende fuego a los
polvos de que está lleno el tubo, la bola de hierro es lanzada por los aires con gran
fuerza, destrozando todo lo que encuentra a su paso.
-¿Pensáis, pues, hundir de esa manera alguna de las naves que nos atacan?
-Así es, alteza -respondió Kárbol-. Ahora veréis cómo funciona.
Mientras tenían lugar estas explicaciones, los marineros encargados de la
preparación del arma habían dado fin a su trabajo. Entonces, uno de ellos, experto en su
manejo, ajustó con gran cuidado la inclinación del tubo, sujetándolo luego en la
posición deseada por medio de un soporte especial. Cuando todo estuvo dispuesto, se
volvió hacia Kárbol aguardando órdenes.
La Odisea del Cisne de Plata
-¿Queréis ser el primero en dispararlo, alteza? -preguntó el capitán, mientras
ofrecía a Elvor una antorcha encendida.
-¿Qué he de hacer? -respondió el príncipe, tomándola en sus manos.
-Sólo habéis de aplicar la llama al trozo de mecha que asoma por ese orificio
situado en la base del tubo.
Elvor hizo lo que Kárbol le indicaba. Inmediatamente, una llama viva prendió en
la mecha y se extendió, chisporroteando, a lo largo de ésta, hasta desaparecer en el
interior del orificio. Unos instantes después, tenía lugar una potente explosión que
ensordeció a los presentes. Elvor no fue testigo de la salida de la bola de hierro, tan
rápidamente fue ésta proyectada por los aires, pero sí pudo ver sus efectos. A dos varas
de la primera embarcación surgió de pronto un chorro inmenso, provocado por el
impacto de un cuerpo pesado contra la superficie del mar. La distancia era demasiado
grande para que la nave enemiga sufriera daño alguno, pero el agua inundó su cubierta,
empapando a los ocupantes y provocando la extinción del fuego que hasta ese momento
habían utilizado para encender los proyectiles que arrojaban contra el Cisne de Plata.
El arquero situado en la proa de la embarcación se vio obligado a abandonar su
propósito de incendiar el barco. Aun estaba demasiado lejos para alcanzar con sus
flechas a alguno de los tripulantes, por lo que se limitó a amenazar con el puño a sus
enemigos, mientras urgía a los remeros a aumentar la velocidad de su avance.
Pero los oponentes no habían permanecido ociosos. Inmediatamente después del
impacto, los cañoneros comenzaron a preparar de nuevo el arma con tanta rapidez que,
antes de que Elvor se hubiese percatado plenamente de los efectos del primer disparo, la
máquina estaba ya dispuesta para el segundo.
-Esta vez no fallaremos -exclamó Kárbol, mientras uno de sus hombres ajustaba
cuidadosamente la inclinación del arma.
-Todo listo, señor -anunció el marinero.
-¡Fuego, entonces! -ordenó el capitán.
De nuevo se produjo una violenta explosión. El proyectil surcó los aires y se
dirigió hacia su objetivo, como atraído por un potente imán. Alcanzada en el centro, la
nave se partió en dos y arrojó al mar a sus tripulantes, que se debatieron inermes entre
las olas. En cuanto a las restantes embarcaciones enemigas, no aguardaron para prestar
auxilio a sus compañeros. Dando media vuelta, se alejaron hacia la costa con todas las
fuerzas de sus remeros.
-Recoged a los náufragos y poned rumbo a la isla -ordenó Kárbol.
35
Manuel Alfonseca
Poco después, los ocho hombres que componían la tripulación de la nave
hundida habían sido izados a bordo y su jefe, el arquero, comparecía ante sus captores
sin perder un ápice de su orgullo. Era un joven fuerte y altivo, de rostro agradable y raza
claramente distinta a la de las gentes de Tiva.
-¿Por qué nos habéis atacado sin provocación por nuestra parte? -interrogó
Kárbol al prisionero, sin que éste se dignara contestar. El mismo resultado obtuvo
cuando repitió la pregunta por segunda vez. En cuanto al salvaje, no movía ni un
músculo.
-Tal vez no entiende nuestro idioma -sugirió Elvor.
Pero Kárbol había captado una chispa de inteligencia en los ojos de aquel
hombre y tenía grandes dudas de que la suposición del príncipe fuera acertada.
Entretanto, el Cisne de Plata se había ido aproximando paulatinamente a la
orilla. Ante ellos se abría la pequeña ensenada que servía de puerto a la colonia,
señalada por media docena de embarcaciones de poco calado que descansaban sobre las
arenas de la playa. Más lejos, a pocos cientos de pasos de distancia, distinguieron las
construcciones que Astor y sus compañeros habían utilizado como vivienda desde la
fundación del primer puesto avanzado del reino de Tiva. Ninguno de sus moradores
estaba a la vista.
-Esto no me gusta -comentó Kárbol, después de hacer encerrar al prisionero y
dar orden de echar el ancla-. No es lógico que no salga nadie a contemplar nuestra
llegada. Temo que haya ocurrido una catástrofe.
-Es preciso descubrir lo que ocurre -dijo Elvor-. Voy a desembarcar con dos o
tres hombres. Vos tomaréis el mando de la nave.
Kárbol asintió en silencio. No le gustaba quedarse a bordo, apartado del peligro,
pero comprendía que era necesario obedecer las instrucciones del príncipe. En cuanto a
éste, eligió a los hombres que habían de acompañarle y dio orden de arrojar un bote al
agua. Naturalmente, Osiva y Mu-Bar formarían parte del grupo, así como dos de los
marineros de más confianza. Elvor había pensado llevarse también al poeta, pero la cara
de susto del pobre hombre le movió a piedad y le dejó permanecer en el Cisne de Plata.
Apenas había transcurrido media hora desde que la nave quedó anclada en la
ensenada, cuando los cinco hombres pusieron pie en la orilla y se dirigieron
cautelosamente hacia el grupo de chozas. Un silencio absoluto les acogió. Mientras Mu-
Bar vigilaba, los otros cuatro abrieron una tras otra todas las puertas y escudriñaron el
La Odisea del Cisne de Plata
interior de las cabañas. El resultado no les causó sorpresa: la colonia estaba totalmente
desierta.
-Sin embargo, no se advierten señales de lucha -comentó Osiva-. El lugar parece
haber sido abandonado voluntariamente.
-Tal vez los defensores se rindieron cuando se agotó el plazo del ultimátum -
sugirió el príncipe.
-Pero, en tal caso, los salvajes habrían ocupado el pueblo -replicó el enano-. ¿Por
qué no hay nadie aquí?
-Lo ignoro -dijo Elvor-. Creo que conviene continuar la exploración para
descubrirlo.
Mirando cautelosamente a derecha e izquierda, los cinco hombres atravesaron el
poblado y salieron de nuevo a terreno descubierto. Ante ellos, la isla se alzaba hacia el
interior en cortos repliegues salpicados de árboles aislados, que más lejos cerraban filas
hasta convertirse en un bosquecillo abierto. No se veía un sólo ser viviente.
Al llegar a la cima de la primera colina, Elvor se volvió hacia la ensenada y dijo:
-No me gusta perder de vista la nave. Este terreno es ideal para una emboscada.
Si nos atacan, Kárbol no podrá prestarnos ayuda.
-Pero tampoco podemos permanecer aquí, sin investigar lo que ha ocurrido con
la colonia -replicó Osiva-, a menos que prefieras regresar más tarde con fuerzas más
poderosas.
-No es ése mi deseo. Sigamos.
No habían dado más de tres pasos al frente, cuando una flecha atravesó el brazo
de uno de los marineros, que lanzó un grito de dolor. Sin perder un instante, Elvor
ordenó a sus compañeros que corrieran hacia un grupo de rocas que, a pocos pasos de
distancia, les ofrecía alguna protección contra los proyectiles enemigos.
Apenas habían transpuesto la distancia que les separaba de su precario refugio,
una lluvia de flechas rebotó entre las rocas sin causarles daño. Los proyectiles procedían
de unos matorrales espesos situados en la vertiente opuesta a la que ellos ocupaban.
Ninguno de los atacantes se dejó ver.
-Tenías razón, Osiva -exclamó Elvor-. Vamos a tener que llevar a cabo una
expedición de castigo en toda regla.
Para regresar a la nave, los exploradores tendrían que atravesar una zona de
terreno descubierto de unos cinco pasos de ancho, que les separaba de la cumbre de la
colina. La distancia era corta, pero el peligro considerable, pues estarían a merced de los
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Manuel Alfonseca
disparos del enemigo. Como no podían quedarse donde estaban, el príncipe de Tiva dio
orden de intentar la retirada. Los primeros en abandonar la protección de las rocas
fueron los dos marineros, uno de ellos herido, quienes lograron su objetivo gracias a la
sorpresa y a la rapidez de sus movimientos. Sin aguardar a sus compañeros, se
apresuraron a regresar al Cisne de Plata con un mensaje de Elvor para el capitán de la
nave. Obedeciendo las instrucciones del jefe de la expedición, Kárbol envió un grupo
numeroso, de unos quince hombres, para prestar ayuda a Elvor y a sus dos amigos.
Algunos de los recién llegados venían provistos de armas portátiles parecidas a
los cañones de la nave, que lanzaban bolitas de hierro y podían causar heridas serias si
alcanzaban a un ser viviente. Apenas sobrepasaron la cumbre de la colina, todos
dispararon sus armas, produciendo gran estruendo y provocando la confusión en las
filas de los salvajes. Ante semejante alarde de fuerza, el enemigo abandonó el campo en
vergonzosa retirada, llevándose consigo a sus heridos.
Tras enviar un mensajero al barco para comunicar a Kárbol el éxito de la
primera escaramuza, Elvor tomó el mando de los refuerzos y continuó la exploración de
la isla. Su avance se llevó a cabo con absoluta tranquilidad. Aparentemente, los hombres
de Bólder habían aprendido la lección y procuraban apartarse de su camino.
Media hora más tarde, el grupo explorador se aproximaba a un alto cerro, la
cumbre más elevada de la isla, que ocupaba aproximadamente el centro de la tierra
firme. El suelo, que hasta entonces había estado cubierto de espeso matorral, quedaba de
pronto desnudo en una extensión de algunas decenas de pasos, formando una estrecha
cinta que rodeaba la montaña. Cuando los marinos de Itin pisaron el terreno descubierto,
un grito de júbilo hendió los aires desde las pendientes rocosas. Poco después, varios
hombres descendieron por la ladera, corriendo al encuentro de Elvor y sus compañeros.
Se trataba, como era de esperar, de los miembros de la colonia abandonada, que
se habían visto obligados a retirarse a un lugar más seguro donde poder defenderse con
éxito de los ataques de Bólder y sus salvajes. Kíril mismo relató a los recién llegados la
historia de los sucesos de aquellos días terribles.
La víspera del día en que tocaba a su fin el plazo concedido por Bólder, Kíril
dispuso el traslado desde el asentamiento hasta el monte situado en el centro de la isla,
que les ofrecía una posición casi inexpugnable, debido a lo abrupto de sus laderas y a la
escasez de caminos practicables para llegar a la cima. Tan pronto como los
colonizadores se pusieron en camino hacia su nuevo reducto, su jefe tomó consigo un
grupo de hombres aguerridos y les condujo victoriosamente en un atrevido golpe de
La Odisea del Cisne de Plata
mano. Aprovechando las tinieblas de la noche y el descuido del enemigo, que no
esperaba semejante respuesta desesperada, atacó el campamento de Bólder y arrebató de
sus manos al prisionero, retirándose sin sufrir una sola baja.
A la mañana siguiente, cuando los salvajes quisieron tomar represalias,
descubrieron que la presa se había puesto fuera de su alcance. El monte en que se
habían refugiado estaba bien provisto de agua, y los sitiados llevaron consigo víveres en
cantidad suficiente para resistir durante muchas semanas. Un par de asaltos infructuosos
bastaron para convencerles de que no les sería posible tomar por asalto las defensas de
la colonia.
Desde aquel día, la situación se había estabilizado. Bólder se limitaba a
vigilarles para que no pudieran abandonar el monte o repetir su ataque por sorpresa,
convencido de que el paso del tiempo favorecía sus propósitos. Ignoraba que los
sitiados habían logrado romper su cerco para pedir ayuda al continente. Tampoco podía
saber que el último de los mensajeros había tenido la suerte de dar con la expedición
organizada por el príncipe de Tiva, ni que ésta estaba ya a punto de llegar a la isla.
Como los colonos se encontraban en excelentes condiciones físicas, Elvor
decidió dejarles donde estaban, regresando con sus hombres al Cisne de Plata y
llevando consigo un solo guía. Estaba dispuesto a emprender una acción que diera a los
salvajes una lección definitiva.
Apenas subió a bordo de la nave, llamó al capitán Kárbol y le dio orden de levar
anclas. El Cisne de Plata abandonó la pequeña ensenada y bordeó majestuosamente la
costa, rumbo al campamento de Bólder.
Pronto apareció ante sus ojos una agrupación desordenada de chozas
apresuradamente construidas, que servían de alojamiento a los salvajes, no muy lejos de
donde sus canoas estaban varadas en la orilla.
En cuanto el campamento estuvo a tiro, el cañón comenzó a disparar contra las
chozas, causando grandes destrozos en las precarias construcciones. A la primera
explosión, todos los salvajes abandonaron apresuradamente el lugar, pero no por eso se
detuvo el ataque, que continuó inexorable hasta que no quedó en pie una sola cabaña.
Cuando Elvor vio que el campamento enemigo había quedado totalmente
destruido, hizo llamar al prisionero que dirigió el asalto contra el Cisne de Plata, a quien
mostró los efectos del poder de los hombres de Tiva.
-Me habéis atacado sin provocación -le dijo-. También habéis invadido esta isla,
sobre la que no teníais ningún derecho. Pero aunque nuestra fuerza es muy superior a la
39
Manuel Alfonseca
vuestra, no quiero destruiros, pues no sois totalmente culpables: os dejasteis engañar por
las mentiras de Bólder. Por esta razón nos hemos abstenido de matar a uno solo de
vosotros. Ahora quiero proponeros un pacto. Si nos entregáis a Bólder, regresáis a
vuestra isla y prometéis no volver a atacarnos, olvidaremos lo que aquí ha sucedido en
las últimas semanas. Vete ahora y comunica a tus compañeros mi proposición.
-¿Qué harás con mis camaradas, los que me acompañaban en la canoa que
hundisteis? -preguntó el salvaje, hablando por primera vez.
-Irán contigo. No necesitamos rehenes.
El rostro del prisionero asumió una profunda expresión meditativa. Durante
varios minutos guardó silencio, mientras Elvor le observaba con curiosidad. Parecía
estar sufriendo una violenta lucha interior.
-Voy a dar orden de que preparen un bote para trasladaros a la orilla -dijo al fin,
interrumpiendo los pensamientos del salvaje.
-¡Aguarda! -exclamó éste-. He tomado una decisión. Acepto tu oferta.
-¿Tienes autoridad para hablar en nombre de tus compañeros? -interrogó Elvor.
-Mi padre es jefe de la tribu. Los demás harán lo que yo diga.
-¿Nos entregaréis a Bólder?
-Estará en tus manos esta noche.
Elvor y el prisionero sellaron el pacto con un fuerte apretón de manos. Poco
después, los ocho hombres remaban hacia los restos del campamento de los salvajes.
-Ya me pareció que este mozo nos entendía, cuando se negó a responder a
nuestras preguntas -dijo Kárbol mientras les veía alejarse-. ¿Confiáis en su palabra?
-No creo que nos engañe -respondió Elvor-. No veo qué podría ganar con ello.
El sol descendió lentamente hacia el horizonte. El campamento estaba desierto,
pues los salvajes permanecían ocultos en el bosque. La tripulación del Cisne de Plata se
mantenía previsoramente alerta.
Poco después del ocaso se aproximaron a la orilla cinco hombres, arrastrando a
un sexto que forcejeaba. Entraron en el bote, soltaron amarras y remaron hacia el barco.
El propio jefe de los salvajes subió a bordo y avanzó hacia Elvor. Sus hombres
aguardaron en el bote, con el prisionero.
-He cumplido mi promesa. Cumple ahora la tuya.
-Regresad a vuestra isla cuanto antes -respondió Elvor-. Podéis tomar los
alimentos que necesitéis para el viaje, pero no debéis acercaros a la colonia.
-Así lo haremos -respondió el salvaje, disponiéndose a abandonar la nave.
La Odisea del Cisne de Plata
-¡Aguarda un momento! -exclamó el príncipe-. Deseo preguntarte algo.
Elvor no había olvidado el verdadero motivo de su viaje. Por primera vez tenía
ocasión de pedir información a los naturales de las nuevas tierras, que quizá podrían
ayudarle a encontrar la pista de la pieza del rompecabezas mágico que buscaba, pero sus
esperanzas no estaban destinadas a cumplirse, al menos por el momento. El jefe de los
salvajes no tenía noticia de que en el archipiélago de la Cruz viviera nadie aparte de las
gentes de su raza y de los miembros de la colonia de Tiva. Prometió indagar entre sus
hombres, pero sin muchas esperanzas de descubrir algo positivo. Dos días después,
cuando emprendieron el regreso a su isla, Elvor no había conseguido obtener noticia
alguna.
El Cisne de Plata permaneció allí durante varias semanas, hasta asegurarse de
que las condiciones en la colonia volvían a la normalidad. Bólder fue aherrojado en la
sentina de la nave y no se le permitía ver a nadie. Era intención de Elvor llevarle
consigo durante toda la expedición y someterle a juicio después del regreso a Itin. En
cuanto a sus partidarios, los que abandonaron la colonia para pasarse a las filas del
enemigo, se les perdonó con la condición de que, en adelante, se comportaran bien. Kíril
fue confirmado como nuevo jefe del asentamiento, y Astor pasaría a ser su
lugarteniente. Su salud estaba quebrantada después de las penalidades que había sufrido,
y le sería necesario un largo descanso antes de poder ocuparse de los asuntos
relacionados con el gobierno de la colonia.
Por fin, un mes después de su llegada a las islas de la Cruz, el Cisne de Plata
levaba anclas y emprendía la segunda parte de su viaje, rumbo a lo desconocido.
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Manuel Alfonseca
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Manuel Alfonseca
Pasaron varios días. El Cisne de Plata avanzaba sin tregua hacia el sur-suroeste y
la nube gigante crecía ya a simple vista. De noche, el resplandor rojizo se hacía más y
más brillante, hasta el extremo de que la mitad del cielo parecía iluminado por un
potente incendio.
Una mañana, dos horas después de la salida del sol, el vigía avistó tierra. Era
muy baja, pero muy extensa: se perdía de vista en ambas direcciones y la nube, que ya
era inmensa, parecía cubrirla totalmente con su sombra. El suelo negruzco y arenoso y
la ausencia absoluta de vegetación le daban un aspecto muy poco acogedor.
Durante todo el día bordearon la costa tratando de encontrar un puerto natural
que protegiera a la nave de los embates del mar, pero no vieron más que playas bajas y
cascotes calcinados. Ni un solo riachuelo que refrescara las ardientes rocas e
interrumpiera la línea de la orilla, ni una rada que rompiera la monotonía de la línea
recta. Aquella tierra inhóspita parecía no tener fin. Kárbol empezaba a albergar
sospechas de haber descubierto un nuevo continente.
Oscurecía cuando la dirección de la costa cambió ligeramente, tomando un
rumbo oeste-noroeste. El lugar donde se encontraban era, pues, el centro de una bahía
amplísima, que apenas ofrecería protección contra la furia de los elementos, si se
desataba. Pero el jefe de la expedición no pudo resistir por más tiempo la incertidumbre
y decidió echar el ancla allí mismo y comenzar a la mañana siguiente la exploración de
los nuevos territorios.
Apenas salió el sol, Elvor ordenó disponer el bote y eligió los compañeros que
habrían de acompañarle: Osiva, Mu-Bar y el Poeta. Fue inútil que el pobre bardo rogara
y suplicara: esta vez la decisión era firme.
-A la tercera va la vencida -exclamó el príncipe, cortando en seco sus protestas-.
En dos ocasiones he cedido ya a tus deseos y te he permitido permanecer a bordo, pero
ya basta. De seguir así, habría sido mejor que te hubieses quedado en Itin -lo cuál era,
precisamente, lo que el Poeta habría deseado.
Antes de poner pie en el bote, Elvor dio las últimas instrucciones al capitán de la
nave. Kárbol debía mantener el Cisne de plata en aquel mismo lugar hasta el regreso de
los expedicionarios, a menos que transcurrieran noventa días sin noticia alguna, en cuyo
caso emprendería inmediatamente viaje a Itin.
La playa ennegrecida se elevaba en gentil pendiente hacia el interior del
territorio. No habían recorrido doscientos pasos, cuando la luz del sol se extinguió por
completo y se encontraron en medio de una oscuridad semejante a la de un día de
La Odisea del Cisne de Plata
tormenta. El tránsito fue tan brusco que, todos al mismo tiempo, elevaron los ojos al
cielo. Acababan de penetrar bajo el dosel de la inmensa nube que les había atraído hasta
aquí y que ya no dejaría de cubrirles en mucho tiempo.
-No hay ni una planta, ni un animal a la vista -exclamó Osiva-. Esta tierra está
muerta.
-Hemos hecho bien en proveernos de grandes cantidades de víveres y de agua -
dijo Elvor-. Aquí va a ser difícil encontrarlos.
-A menos que esa nube descargue de cuando en cuando su contenido -repuso el
enano.
-A mí me recuerda más el humo de un gran incendio que los vapores de un día
tormentoso -intervino el Poeta.
Elvor se detuvo en seco y exclamó:
-¡Tienes razón! Eso explicaría su aspecto y la pesadez de la atmósfera. ¿Alguno
de vosotros ha notado dificultades al respirar?
Todos sus compañeros asintieron. El aire parecía cargado de olores pungentes
que irritaban la garganta y provocaban la tos de los expedicionarios. El Poeta miró
esperanzado a Elvor, pensando que este contratiempo inesperado le impulsaría a
abandonar la exploración, pero el príncipe continuó la marcha sin añadir una sola
palabra.
Esa noche, mientras buscaban un lugar apropiado para acampar, dieron con una
charca de aguas negrísimas que despedían un olor nauseabundo.
-No bebería eso aunque tuviera que morir de sed -exclamó Elvor.
-No salvarías la vida aunque la bebieras -dijo Osiva-. Es probable que sea
venenosa.
-¡Compañeros! ¡Ved lo que ha descubierto Mu-Bar!
El nómada se había alejado algunos pasos y ahora su voz grave y potente atrajo
la atención de todos. Le encontraron con la rodilla apoyada en tierra, estudiando una
desigualdad del terreno que había despertado su curiosidad.
-¿Qué sucede? ¿Qué hay ahí? -preguntó Elvor.
-¿Qué os parece que es esto? -Mu-Bar señalaba una hondonada circular de tres
pasos de diámetro y menos de un palmo de profundidad, rodeada en toda su
circunferencia por una pequeña elevación del terreno.
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Manuel Alfonseca
-¡Habla por fin! ¿De qué se trata? -Elvor mostraba otra vez su temperamento
impaciente, negándose a descubrir por sí mismo lo que Mu-Bar trataba de mostrarle,
pero fue Osiva el primero en captar la intención del nómada.
-¡Es una huella! -exclamó.
-¡Imposible! ¡Es demasiado grande!
-Mirad con atención -dijo Mu-Bar, señalando mientras hablaba. La marca
circular estaba bordeada por cinco hoyos menores, situados junto al borde más cercano
a la charca de aguas hediondas. Al lado de dos de éstos había otros aun más pequeños,
de forma triangular, en cada uno de los cuales cabía ampliamente la mano de uno de los
expedicionarios.
-Ésas son las marcas de los cinco dedos -explicó Osiva-, y aquéllas corresponden
a las garras.
-Pero ¿qué animal tan enorme ha podido dejar una huella de este tamaño? -la
incredulidad de Elvor era manifiesta.
-Mu-Bar no lo sabe -dijo el nómada-. Pero esto no tiene otra explicación.
-Tiene razón -intervino Osiva-. Coinciden demasiados detalles para que pueda
ser el resultado de un fenómeno natural. Parece imposible, pero esta tierra quemada
debe ser capaz de mantener a una bestia gigantesca.
-Busquemos otras huellas -propuso el príncipe.
Aunque el suelo, pedregoso y seco, no se prestaba mucho para ello, aún hallaron
tres pisadas más, todas idénticas a la primera y situadas, como ésta, frente a la charca,
aunque con orientaciones diferentes.
-No cabe la menor duda -dijo Osiva, resumiendo la opinión de todos-. Existe
aquí un ser monstruoso que se acerca de cuando en cuando a este lugar, probablemente
para beber.
-Calculemos su corpulencia, puesto que conocemos el tamaño de sus huellas -
propuso el príncipe.
-Sería preciso conocer también la longitud de su pisada y la distancia que separa
las patas anteriores de las traseras -dijo el enano-. No sabemos nada de eso, pues cada
una de las marcas que hemos encontrado ha debido producirse en visitas diferentes. La
humedad de la charca reblandece la tierra a su alrededor y la convierte en un molde
natural, pero a diez pasos de la orilla el suelo es durísimo y ningún animal, por grande y
pesado que sea, dejaría huellas de su paso.
La Odisea del Cisne de Plata
-¿No sería conveniente que nos marchásemos de aquí? -preguntó ansioso el
poeta.
Elvor no pudo contener la risa al darse cuenta de su palidez extrema y de las
miradas de terror que dirigía en todas direcciones.
-Nada de eso -dijo, con intención de burlarse de él-. Éste es un lugar excelente
para pasar la noche.
Quizá Osiva y Mu-Bar se hubiesen opuesto al deseo del príncipe, de no ser por
una interrupción inesperada que puso punto final a la discusión. La tierra comenzó a
temblar y se oyeron ruidos roncos, como tambores lejanos que se aproximaran.
-Algo muy grande viene hacia aquí -dijo Osiva-. ¡Vámonos cuanto antes!
Era un consejo demasiado sensato para no ser escuchado, y marcharon en el acto
en dirección opuesta a aquélla de donde parecían llegar los sonidos. La oscuridad era
intensa, pues ni una sola luminaria celeste lograba atravesar la enorme nube. Ni siquiera
el nómada, con sus ojos de lince, podía distinguir gran cosa en el paisaje que les
rodeaba.
Un instante creyeron ver, contra la línea del horizonte, una mole inmensa que se
movía, como una colina que hubiese liberado sus raíces del interior de la tierra para
desplazarse por la superficie, pero ninguno de ellos estaba seguro de no haberse
engañado como consecuencia de algún efecto óptico.
El campamento quedó establecido junto a una roca situada a cosa de una hora de
marcha de la charca, que al menos les defendía por un lado contra ataques imprevistos.
Elvor no se fiaba del Poeta y decidió compartir con él la primera guardia. Durante casi
una hora oyeron el rumor sordo que les había alejado de la charca. Después se hizo el
silencio y ningún nuevo sonido vino a turbar su descanso nocturno.
Amaneció un día tan triste y oscuro como el anterior. Después de un somero
desayuno, volvieron junto a la charca que habían abandonado precipitadamente la noche
anterior, pero no encontraron nuevas huellas. Quizá la bestia había pasado de largo sin
detenerse o no había tenido necesidad de posar los pies en la zona reblandecida,
próxima a la orilla.
No encontrando allí nada que satisficiera su curiosidad, decidieron continuar
avanzando hacia el sur a través de la tierra ennegrecida. El Poeta habría deseado saber
en qué dirección marchó la bestia para alejarse lo más posible del peligro pero, dada su
ignorancia absoluta, toda discusión era inútil. Se entregó, pues, a la suerte y al destino,
pero sus ojos, huidizos y preocupados, proclamaban claramente el temor que le
47
Manuel Alfonseca
inundaba. Sentía profunda envidia al contemplar a sus compañeros, que avanzaban
cautelosos pero sin vacilar. Elvor abría la marcha, Mu-Bar la cerraba. Ambos vigilaban
el horizonte para evitar sorpresas desagradables mientras Osiva, cuya menor estatura le
proporcionaba un campo visual más restringido, concentraba su atención en los lugares
próximos que pudieran servir de escondite a un enemigo decidido a atacarles.
Comparándose con ellos, el Poeta se sentía inútil y despreciable, una carga que sólo
serviría de estorbo si llegaba el momento de defenderse. Intentó convencerse a sí mismo
de que sería capaz de portarse valientemente ante el peligro; pero su imaginación se
desbocaba, sentía que las piernas no le respondían y todos sus buenos deseos se diluían
como la sal en el agua.
Tres jornadas más tarde apareció ante su vista la primera desigualdad importante
de aquel terreno maldito. Era una montaña solitaria que se alzaba en medio del desierto
desolado, entre rocas puntiagudas y quebradas profundas que interrumpían el paso de
los viajeros. De la cumbre de la montaña surgía un chorro de humo cuya negrura
destacaba sobre la negrura del paisaje. El aire, tan inmóvil como el agua de una ciénaga,
lo dejaba ascender sin desviarlo, semejante a una columna de azabache que se
ensanchaba poco a poco hacia las alturas hasta fundirse con la nube, cuya sombra no
cesaba ni un momento de cubrir la tierra.
-Parece la boca del infierno -murmuró Elvor.
-¿Tenemos que ir a la montaña? -preguntó temeroso el Poeta.
-Está en nuestro camino -respondió el príncipe-. Ya que hemos llegado hasta
aquí, vamos a explorarla. Además, quiero escalar la cima para ver si desde ella se divisa
el fin de este desierto.
Avanzaron con redobladas precauciones, dando grandes rodeos para cruzar las
grietas que rasgaban la superficie, señal de las fuerzas titánicas que habían modelado
aquel paisaje violento y descarnado. A cien pasos de la montaña se detuvieron. La
ladera avanzaba hacia ellos en dos grandes contrafuertes entre los que penetraba
profundamente una garganta que conducía, casi en línea recta, hacia la boca enorme de
una caverna oscura y misteriosa. Un doble hilillo de humo salía de la gruta y se elevaba
lentamente hacia el cielo.
-Puede ser la guarida de un animal salvaje -previno Osiva.
-¡Mirad! -exclamó Mu-Bar-. ¡El suelo está cubierto de huesos!
En efecto. Toda la extensión que les separaba de la entrada de la caverna estaba
salpicada de los restos de horribles festines: osamentas completas de animales grandes,
La Odisea del Cisne de Plata
blanqueadas por el tiempo, junto a los huesos aislados de seres más pequeños, algunos
unidos aún a tiras de carne putrefacta y reseca. El Poeta palideció y tuvo que apoyarse
en una roca para no caer desmayado ante el pavoroso espectáculo.
-El habitante de esa gruta debe de ser gigantesco -dijo Osiva-. ¡Fijaos en el
tamaño de algunas de sus víctimas!
-¡Pero esta tierra es un desierto! -exclamó Elvor-. ¿Dónde ha podido encontrar
sus presas?
-¡Cuidado! -avisó la voz de Mu-Bar- ¡Parece que se dispone a salir!
Los dos chorritos de humo que surgían intermitentemente de la boca de la
caverna habían engrosado y se habían fundido hasta convertirse en una masa negra y
maloliente que, atravesando la distancia que les separaba, amenazaba rodear a los
viajeros, asfixiándolos y privándoles del uso de la vista. Elvor y Mu-Bar, seguidos por
Osiva, arrastraron al Poeta tras uno de los contrafuertes. El enano se izó hasta lo alto del
bastión de roca e informó a sus compañeros de lo que estaba ocurriendo en la entrada de
la gruta.
-¡Ya no sale humo! Veo dos grandes llamaradas que recorren el paso de un
extremo a otro. ¡Si nos hubiésemos quedado donde estábamos nos habríamos
achicharrado!
-¿Hay señales del habitante de la caverna? -preguntó Elvor.
-No lo distingo muy bien porque el fuego me lo impide, pero me parece ver una
masa oscura que está a punto de salir al exterior.
Hubo una breve pausa y, de pronto, Osiva exclamó con voz quebrada y
temerosa:
-¡Que Kial nos ayude! ¿Qué horrible monstruo es éste?
49
Manuel Alfonseca
7. ACORRALADOS
Dejando al Poeta, que apenas podía mantenerse en pie, Elvor y Mu-Bar
ascendieron a lo alto del contrafuerte rocoso para ver con sus propios ojos la escena que
había asustado a su compañero. Cuando alcanzaron el puesto de atalaya del enano,
ninguno de los dos pudo contener una exclamación de asombro y de horror.
En el estrecho camino que conducía a la entrada de la cueva estaba una bestia
enorme. Su cuerpo grisáceo, mayor que el de diez elefantes y recubierto de placas óseas
que se asemejaban a la armadura de un caballero andante, se sostenía sobre cuatro patas
gigantescas, parecidas a las de un pájaro titánico, cuyos dedos, largos y escamosos,
terminaban en agudísimas garras. La cola, que serpenteaba hacia la gruta y se hundía en
ella, ocultando a las miradas de los exploradores la última parte de su desmesurada
longitud, ondeaba como un látigo. De entre sus hombros surgían tres largos cuellos,
terminados en otras tantas cabezas, adornadas con grandes cuernos y coronadas por
crestas carmesíes. Las tres bocas, armadas de varias hileras de dientes colosales, estaban
abiertas. De lo profundo de las tres gargantas emanaban oscuros chorros de humo denso
y pungente, que alternaban con cegadoras nubes de chispas y alguna que otra llamarada
rojiza y amenazadora.
El monstruo se había detenido y sus tres pares de ojos escudriñaban los
alrededores de su cubil, tratando de descubrir a los extraños cuyas voces y cuya
presencia habían turbado su descanso. Reinaba un silencio absoluto.
-Es un dragón -susurró Elvor junto al oído de Osiva. El murmullo apenas fue
audible para el enano, pero los tres cuellos giraron simultánea e inmediatamente en su
dirección. Ante el temor de ser descubiertos, Osiva, Mu-Bar y el príncipe se dejaron
caer al otro lado del contrafuerte. Apenas habían desaparecido sus cabezas bajo el nivel
de las rocas más altas, una lluvia de fuego barrió la superficie del montículo y abrasó el
aire, convirtiendo aquel lugar en un infierno ennegrecido.
-¡Hay que encontrar refugio! -exclamó Elvor, deteniéndose junto al cuerpo
postrado del Poeta-. ¡Aquí estamos desguarnecidos!
Mu-Bar se echó al hombro a su compañero, que no había podido resistir la
tensión provocada por el miedo, y señaló una abertura pequeña y tenebrosa que hendía
la ladera de la montaña a cincuenta pasos de donde se encontraban.
-¡Vamos hacia allá! -gritó, echando a correr sin aguardar a sus amigos.
La Odisea del Cisne de Plata
Al otro lado del contrafuerte se oyó un rugido que hizo temblar la tierra. Las
cuatro zarpas del monstruo se pusieron en movimiento impartiendo a la enorme mole
una velocidad increíble. El rumor de sus pasos que se aproximaban parecía el retumbar
de mil tambores.
Un instante antes de que el dragón diera vuelta al saliente rocoso y pudiera
verles, los tres fugitivos se arrojaron al interior de la oscura galería. Ocultos en las
tinieblas fueron testigos de la furia de la bestia que, al no encontrar ante sus ojos rastro
alguno de las presas que buscaba con tanto empeño, desfogó su ira azotando con la cola
poderosa la ladera y provocando un desprendimiento que cegó la entrada de la pequeña
cueva y dejó a nuestros amigos sepultados en el corazón de la montaña.
La rabia del dragón era espantosa. Los golpes se sucedían y amenazaban
precipitar el hundimiento del techo de la galería. Por suerte para los viajeros, uno de
ellos, el enano Osiva, se encontraba a sus anchas en las tinieblas. Tomando de la mano a
sus compañeros, les impulsó a seguirle con estas palabras:
-¡Venid! ¡Es preciso hallar otra salida!
Elvor y Mu-Bar, este último cargado aún con el cuerpo exánime del Poeta, le
siguieron dejándose guiar como dos ciegos. Los ojos de Osiva tenían una habilidad
especial para captar el más pequeño destello de luz y su avance era bastante rápido. En
varias ocasiones la galería se curvó, obligándoles a cambiar de dirección. Ni el nómada
ni el príncipe de Tiva habrían podido orientarse en la oscuridad absoluta de la caverna.
De pronto, Osiva se detuvo. Hizo una seña a sus compañeros para que no se
movieran y murmuró:
-La galería se curva de nuevo a tres pasos de donde estamos. Al otro lado parece
haber un espacio abierto relativamente iluminado. Tal vez sea la salida.
-¿Cómo lo sabes? -preguntó Elvor.
-No puedo explicártelo, pero estoy seguro.
-Avancemos con precaución.
Todo lo que había predicho el enano era cierto. La galería desembocaba en una
enorme gruta cruzada por mil hilillos de vapor que extendían en todas direcciones un
hedor insoportable. Al otro lado del espacio descubierto se abría una entrada enorme por
la que penetraba la escasa luz del día de aquel cielo eternamente nublado.
-¡Estamos en la guarida del dragón! -exclamó Elvor.
-La fiera no está dentro. Tal vez podamos aprovechar su ausencia para salir de
aquí -sugirió Osiva.
51
Manuel Alfonseca
-Vamos, pues -dijo Mu-Bar.
En ese instante, la gran puerta quedó bloqueada por una mole inmensa. El
recinto se llenó de humo y la respiración de los exploradores se hizo dificultosa.
-Es el dragón, que vuelve -dijo Osiva-. Regresemos a la galería.
Precipitadamente, se apresuraron a desandar el camino andado y no se
detuvieron hasta que varios giros del túnel les separaron de la morada de la bestia.
-Aquí no podrá alcanzarnos -dijo Osiva, jadeante.
-Sí, pero tampoco podemos salir. Estamos acorralados -repuso Elvor.
-Pero estamos a salvo, por el momento. Ya se nos ocurrirá algo para librarnos
del dragón.
Mu-Bar dejó en el suelo al Poeta, apoyándole en el muro, y trató de reanimarle.
Un pañuelo empapado en agua devolvió rápidamente la lucidez a su compañero
desmayado.
-¿Qué ha sucedido? ¿Dónde está la horrible bestia? -fueron sus primeras
palabras al recobrar el conocimiento.
-No temas -le tranquilizó Elvor-. Aquí estamos fuera de su alcance.
-Es mejor que guardemos silencio -dijo Osiva-. Si descubre nuestro escondite
puede inundar de llamas la galería.
-¿No sería mejor tratar de abrir de nuevo el orificio por donde entramos? -sugirió
Elvor.
-Podemos intentarlo -respondió el enano-. Pero no tengo muchas esperanzas. El
desprendimiento que lo taponó fue muy violento. Además, nos veríamos obligados a
trabajar a oscuras.
-Es mejor evitar la inactividad -dijo Mu-Bar.
Pero todos sus esfuerzos resultaron vanos. Las rocas que obstruían la salida
estaban tan inextricablemente imbricadas que no pudieron desalojar ni siquiera una de
ellas, mucho menos abrir un camino para escapar hasta el exterior de la montaña.
A pesar de la oposición de sus amigos, Mu-Bar se negó varias veces a abandonar
el intento, pero al fin, agotado, se dejó caer al suelo y resopló violentamente.
-¿Qué hacemos ahora? -preguntó.
-Tengo una idea -dijo Osiva-. Hace varios días el monstruo se acercó a la charca
de aguas pestilentes durante el crepúsculo. Tal vez tenga por costumbre salir de noche a
realizar sus correrías. Si aguardamos algunas horas, quizá podamos abandonar la gruta
por la salida principal.
La Odisea del Cisne de Plata
-Entretanto sería aconsejable no perderle de vista -dijo Elvor-. Voy a ver lo que
hace.
-Te acompaño -propuso Mu-Bar.
-Es mejor que te quedes aquí. No es bueno que nos arriesguemos todos a la vez.
Tanteando las paredes para evitar encontronazos inesperados, Elvor se dirigió
lentamente hacia el cubil del dragón. Había rechazado también la ayuda de Osiva, pero
el enano le aseguró que no corría peligro de perderse, ya que la galería, aunque sinuosa,
no tenía ninguna bifurcación.
Por fin llegó a la parte semiiluminada que comunicaba con la gruta. Aquí se vio
forzado a multiplicar las precauciones para no exponerse a que el dragón le descubriera.
Podía oír la respiración entrecortada de la fiera y su nariz se arrugó al sentir el hedor
que despedía, lo que le convenció de que el inquilino de la montaña no había
abandonado su guarida.
En la boca del pasadizo se detuvo, asombrado. El dragón yacía en medio de la
gruta, las cuatro extremidades extendidas en ángulo recto a la gigantesca masa de su
cuerpo, dos de sus cabezas descansando en el suelo con los ojos cerrados, como
entregadas al sueño. La tercera estaba enhiesta y lanzaba un leve hilillo de humo por los
orificios del terrible morro, mientras los ojos abiertos estaban fijos en la entrada de la
caverna, vigilando.
Elvor se dio cuenta con emoción de que una de las cabezas que dormían estaba
muy próxima a la desembocadura de la galería. El cuello serpentino pasaba aún más
cerca y sólo tendría que dar tres pasos para llegar hasta él.
La tentación de realizar una hazaña heroica se apoderó del príncipe de Tiva. No
tuvo en cuenta el peligro al que se expondría, ni siquiera se le ocurrió la posibilidad de
fracasar en la empresa que ya había decidido acometer. Desenvainando la espada
afiladísima, atravesó en dos saltos el terreno descubierto y descargó un potente
mandoble sobre el cuello del dragón.
Antes de tener tiempo para percibir el resultado de su ataque, Elvor sintió un
golpe tremendo en la espalda y se vio lanzado por los aires a través de la caverna. Su
cuerpo chocó violentamente con la pared rocosa y cayó al suelo aturdido.
Con un esfuerzo increíble de voluntad, Elvor consiguió dominar los sentidos que
amenazaban abandonarle y recuperó la consciencia a tiempo de ver una de las terribles
bocas que, abierta y erizada de mortíferos dientes, descendía hacia él con la intención
evidente de partirle en dos. A su lado, en la pared de la caverna, se abría la entrada de
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Manuel Alfonseca
una galería. Sin vacilar un instante se arrojó a ella y corrió por su interior, en medio de
la oscuridad creciente, hasta que por fin se desplomó al suelo, sin fuerzas para seguir
adelante.
Una llamarada vivísima iluminó el túnel donde yacía el príncipe de Tiva.
Comprendiendo que el dragón utilizaba contra él su arma más terrible, Elvor se hizo un
ovillo para proteger el rostro y las manos del tormento del fuego que le alcanzaba.
Afortunadamente el animal parecía tener dificultades y el soplo ardiente sólo le
envolvió durante un breve instante. Después de revolcarse varias veces para apagar las
llamas que habían prendido en sus ropas, Elvor hizo un esfuerzo supremo y se alejó
tambaleándose más allá de la zona de peligro. Desfallecido, se dejó caer al suelo y
perdió el conocimiento.
Cuando despertó no supo si había permanecido insensible varias horas o tan sólo
un minuto. Se encontraba en medio de una oscuridad y un silencio totales y le extrañó la
ausencia de sus compañeros, que supuso habrían salido a su encuentro cuando las
llamaradas y los rugidos del dragón les indicaran que algo grave sucedía. Confiaba
suficientemente en la habilidad de Osiva para no creer posible que el enano hubiese sido
incapaz de hallarle, por muy profundas que fueran las tinieblas que le rodeaban.
Se tanteó todo el cuerpo e intentó ponerse en pie. Estaba muy magullado y tenía
algunas quemaduras bastante dolorosas, pero no parecía haberse roto ningún hueso y, en
conjunto, había escapado satisfactoriamente de la aventura. Más de lo que merecía su
imprudencia, se dijo al recordar con calma lo ocurrido.
Dio algunos pasos tentativos y comprobó que podía andar sin dificultad. Avanzó
con cuidado, pues había perdido el sentido de la orientación y no sabía si se acercaba al
cubil del dragón o se alejaba del mismo. Al cabo de cierto tiempo supuso que se trataba
de lo segundo, pues la distancia recorrida era ya grande, más de lo que recordaba haber
atravesado en su loca carrera, al huir de la furia de la bestia herida.
Durante largo rato continuó avanzando por la galería. "En cualquier momento -
pensaba- debo llegar al final y encontrar a mis compañeros". Pero el tiempo pasaba y no
había señales de ellos. El túnel parecía interminable. Algo extraño estaba sucediendo.
Por último comprendió su situación. La pared de la caverna podía estar
perforada por varios orificios independientes. Al recobrarse del aturdimiento provocado
por el golpe que recibió, se había introducido en el primero que encontró a su alcance,
creyendo que era el mismo que utilizó para llegar hasta allí. Era evidente que se había
equivocado. Ahora tendría que desandar el camino recorrido y volver a atravesar el
La Odisea del Cisne de Plata
lugar de peligro. ¡Quién sabe si conseguiría hallar el túnel donde se escondían sus
amigos!
Se disponía a emprender el regreso, cuando se detuvo y parpadeó varias veces
con incredulidad. Acababa de ver brillar una luz en las profundidades de la galería, en
dirección opuesta a la que pensaba seguir.
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Manuel Alfonseca
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Manuel Alfonseca
El cubil del dragón estaba oscuro y vacío. La gran entrada, abierta como
siempre, apenas dejaba pasar algunos débiles rayos de luz. Elvor comprendió que la
penumbra del crepúsculo reinaba en el exterior.
-¡Vamos! -dijo, adelantándose a Yin La y abandonando la protección de la
galería.
Dio tres pasos hacia adelante y se volvió para estudiar la muralla de roca que
tenía a su espalda. Lo que vio le causó una intensa desazón y le hizo concebir grandes
dudas de poder reunirse con sus compañeros. La pared estaba perforada por
innumerables túneles, tanto a la altura del suelo como a diversos niveles intermedios,
hasta perderse en la negrura que le rodeaba. ¿De cuál de estos pasadizos salió él cuando
lanzó su loco ataque contra el dragón? Lo ignoraba por completo.
De pronto su pie golpeó contra algo duro y movedizo. Se inclinó y tocó el objeto
con la mano. Era una espada, la que él mismo había desenvainado y que perdió cuando
el dragón le derribó, pero el tacto del metal era extraño y sus ojos no percibían el menor
brillo. Comprendió que el arma estaba cubierta de sangre seca y que su golpe no había
sido inútil. Al menos, la bestia estaba herida.
Limpió cuidadosamente el acero y lo envainó. Yin La no le había seguido y se
alegró de ello. Así no perderían la entrada de aquel túnel, aunque tal vez la muchacha
sabría distinguirla entre las demás. ¡Quién sabe cuánto tiempo llevaba allí! Era extraño
que no quisiera hablar de ello.
Bruscamente se volvió con la espada en guardia. De la boca de una galería
próxima acababa de destacarse una sombra oscura.
-¡Elvor! -oyó que una voz susurraba-. ¿Eres tú?
-¡Osiva! -exclamó con alivio al reconocer al enano-. ¿Dónde están los demás?
-Al final de este pasadizo, donde nos dejaste para vigilar al dragón. ¿Qué
sucedió? Te creíamos muerto.
-Ya te contaré. Ve a buscarles inmediatamente.
Mientras Osiva marchaba a ejecutar sus órdenes, Elvor miró hacia donde había
dejado a Yin La y observó que la joven le amenazaba de nuevo con el arco.
-¿Qué ocurre? -cuchicheó.
-¿Con quién estabas hablando? -le interrogó, con voz tensa, Yin La.
Elvor hizo un gesto de sorpresa y respondió justificándose.
-Era uno de mis amigos, de los que te hablé. Le he enviado a buscar a los otros.
La Odisea del Cisne de Plata
Pero la muchacha no aflojó la presión de los dedos sobre el arco y Elvor tuvo
que permanecer inmóvil, aguardando.
Algunos minutos más tarde regresó Osiva, seguido de cerca por Mu-Bar y el
Poeta, este último dirigiendo miradas temerosas en derredor. Al ver la situación en que
se encontraba su jefe, el nómada y el enano se detuvieron asombrados. Anticipándose a
sus posibles reacciones, Elvor les dijo:
-No hagáis nada. Yin La no confía en nosotros, pero acabará convenciéndose de
que no queremos hacerle ningún daño.
Fuerte sorpresa causó a los recién llegados la presencia de una mujer de cuya
existencia no tenían la menor idea, pero no tuvieron tiempo de expresarla, pues en ese
instante los acontecimientos se precipitaron. La mole del dragón bloqueó los escasos
rayos de luz que aún penetraban en el interior de la gruta mientras, con un rugido
ensordecedor, la bestia se lanzaba sobre ellos.
Elvor no vaciló. A pesar de la amenaza del arco, saltó hacia la boca del túnel
donde estaba Yin La, gritando a sus amigos que le siguieran. Esta vez el Poeta no fue un
estorbo. El miedo le dio alas en los pies y corrió más que nadie. Desconcertada, Yin La
no supo qué hacer y dejó caer el arco junto a su costado. Al pasar a su lado, Elvor se lo
arrebató de un golpe y, cogiéndola de un brazo, se la llevó consigo a la fuerza. Al
hacerlo le salvó la vida, pues estaba tan aturdida que, incapaz de moverse por sí misma,
habría sido fácil presa para el dragón.
Éste trató de nuevo de utilizar el fuego para abrasar a sus víctimas que huían
pero, ya sea que el ataque de Elvor le hubiera debilitado, ya sea por cualquier otra
razón, sus esfuerzos resultaron inútiles. En cuanto a los cinco fugitivos, no detuvieron la
carrera hasta llegar al lugar donde seguía encendida la hoguera de Yin La.
Allí descansaron unos momentos y luego se relataron mutuamente sus aventuras.
Así supo Elvor que, poco después de su marcha, y preocupado por los rugidos que
procedían de la caverna, Osiva se había acercado a investigar. Lo que vio le dejó muy
pocas esperanzas de que su amigo continuase con vida. Era evidente que había tenido
lugar una lucha terrible. Una de las cabezas del dragón yacía en tierra, cortada
limpiamente por el acero del príncipe, mientras el muñón del cuello sangraba con
profusión. La bestia estaba rabiosa y se agitaba con violencia, presa de horribles
dolores. Osiva creyó que se desangraría y que ellos quedarían libres del peligro, pero no
fue así. Utilizando el fuego que surgía de las dos bocas que le quedaban, el dragón
cauterizó la tremenda herida y procedió después, con toda calma, a devorar la cabeza
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Manuel Alfonseca
desgajada. La ausencia de Elvor convenció a Osiva de que el príncipe había sufrido el
mismo destino. Cuando vio su espada a pocos pasos de la boca de la galería no necesitó
más pruebas y marchó apesadumbrado a comunicar a sus compañeros el triste final de la
aventura.
Sólo les restaba aguardar a que el dragón saliera de su cubil para intentar la
huida y regresar al Cisne de Plata. Cuando supuso que el crepúsculo se aproximaba,
Osiva volvió a su puesto de vigilancia y fue testigo de la marcha de la bestia, que no
parecía excesivamente afectada por la pérdida de una cabeza. Pero, cuando se disponía a
avisar a sus compañeros, vio aparecer una forma humana en la entrada de un pasadizo
próximo y reconoció a Elvor con alegría.
Cuando Osiva terminó su relato, el príncipe trató por segunda vez de obtener
información de Yin La, que de nuevo se negó a satisfacer su curiosidad. La joven estaba
hosca y beligerante como consecuencia del ataque de que se sentía víctima, pero la
paciencia de Elvor se había agotado y ya no estaba dispuesto a tolerar por más tiempo
sus amenazas. Había encargado a Mu-Bar que la vigilara y no la permitiese escapar,
pues desconfiaba de lo que pudiera intentar contra ellos. Ahora le habló, pues necesitaba
su ayuda para orientarse.
-Este pasadizo donde nos hallamos, ¿tiene alguna otra salida?
Yin La estaba a punto de ignorarle y de continuar hundida en su mutismo, pero
de pronto pareció pensarlo mejor y tomar la decisión de resignarse a su destino, y
respondió con estas palabras:
-Hay un camino que lleva a una red de galerías, algunas de las cuales van a parar
a la caverna del dragón. Otras se hunden en las profundidades de la montaña.
-¿Ninguno conduce directamente al exterior?
-Ninguno.
La respuesta fue tajante y terminó con sus esperanzas de una rápida escapatoria.
En cuanto al dragón, ahora estaba sobre aviso y su deseo de venganza le convertiría en
un enemigo peligrosísimo, pero Elvor no pensaba ceder a la desesperación, y ya su
mente ideaba nuevos planes para escapar de la situación comprometida en que se
encontraban.
-¿Es posible llegar desde aquí a alguna de las galerías que desembocan en los
niveles más altos de la caverna? Recuerdo que las paredes estaban perforadas por
numerosos orificios a distintas alturas.
La Odisea del Cisne de Plata
-En efecto -Yin La parecía sorprendida por la pregunta del príncipe-. Pero ¿para
qué quieres llegar hasta allí? No estarás fuera del alcance del dragón y no veo qué
puedes ganar con ello.
-Condúceme a ese punto y lo sabrás.
Era ahora Elvor quien se reservaba información, pero Yin La no pudo echárselo
en cara, pues ella era culpable del mismo delito. Al otro lado del ensanchamiento donde
estaba la hoguera, el pasadizo se bifurcaba en varias galerías que se desviaban en
distintas direcciones. La joven tomó una antorcha, entró en una de ellas y les guió hasta
un lugar donde el túnel se convertía en una empinada escalera con peldaños perfectos
tallados en la roca.
-Ya me parecía que este laberinto era obra de manos humanas -exclamó Elvor al
verlo-. A menos que se tratara de congéneres tuyos, Osiva.
-No me extrañaría -repuso el enano-, pero si eso es cierto, hace mucho tiempo
que desaparecieron de aquí, pues no se observan señales de su presencia.
-Seguramente explotaron estas minas hasta que se agotó el mineral o el dragón
les expulsó de ellas.
-Es posible.
En lo alto de la escalera dieron con una nueva red de pasadizos. Yin La mostró
otra vez su perfecto conocimiento del lugar, llevándoles por caminos intrincados sin
vacilar un instante. De pronto se detuvo, apoyó la antorcha en la pared y se volvió hacia
sus acompañantes.
-Estamos muy cerca -dijo en voz baja-. La caverna está al otro lado de esa
desviación.
-Quedaos aquí -susurró Elvor. Pegándose a la pared, avanzó lentamente hasta el
lugar señalado. Pronto pudo ver la guarida del dragón, desde una abertura situada muy
cerca del techo de la misma.
La fiera estaba dentro. Una de sus cabezas vigilaba atentamente la boca de una
galería, que Elvor supuso era la misma que les había servido para huir. La otra se movía
continuamente, escudriñando incansable en todas direcciones. El dragón era lo bastante
inteligente como para comprender que sus enemigos podían aparecer de nuevo en un
orificio diferente de aquél por el que habían escapado a su venganza.
Tomando el arco que había arrebatado a Yin La, el príncipe colocó una aguda
flecha en posición de disparo, plantó firmemente los pies y se dispuso a lanzarla con
todas sus fuerzas. Sin causar el menor sonido, en medio de un silencio absoluto que no
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Manuel Alfonseca
traicionaba su presencia, el dardo partió hacia su objetivo, el único punto vulnerable del
dragón. Volando recto y fatal como un enviado del destino, penetró en uno de los ojos
de la cabeza inmóvil y, atravesando la órbita, se hincó profundamente en el cerebro.
Dejando caer el arco a sus pies, Elvor empuñó la espada. La tercera cabeza del
dragón, terrible como una furia vengadora, le había localizado y se alzaba rapidísima
hacia él. La boca enorme se abrió y, en el fondo de la garganta, más allá de los dientes
colosales, Elvor distinguió las primeras llamaradas de la explosión de fuego con que la
bestia se disponía a abrasarle. Era demasiado tarde para escapar a tiempo.
Echando atrás el brazo poderoso, Elvor arrojó la espada hacia el monstruo que se
aproximaba. El arma penetró entre las horribles fauces y desapareció envuelta en humo.
Por un momento, la inercia del ataque llevó la cabeza del dragón hasta el mismo nivel
de la galería, mas de pronto todo su cuerpo se contrajo horriblemente y el cuello se agitó
como una serpiente enloquecida: el acero se había clavado en sus entrañas.
Elvor sintió que su alma se llenaba de una intensa paz mientras contemplaba los
espasmos de agonía de su enemigo. Heridas mortalmente las dos cabezas que le
quedaban, el dragón ya no podía resistir mucho tiempo. Pero el final fue más rápido de
lo que el príncipe esperaba. Perdido el control del fuego interno, las dos gargantas se
inflamaron en una llama vivísima que las incineró en pocos momentos, y la gran masa
de la bestia se desplomó sin vida en el centro de la caverna.
La Odisea del Cisne de Plata
9. LA ISLA PERDIDA
-¡Es increíble! ¡Le has vencido!
Elvor se volvió y encontró a su lado a Yin La, que se había aproximado durante
la lucha y miraba con ojos desorbitados el cadáver del dragón.
-¿Qué haces aquí? ¡Has corrido un grave riesgo al acercarte!
-No mayor que el que has corrido tú.
-Ahora eres libre de hacer lo que gustes -dijo el príncipe, devolviéndole el arco-.
Tan sólo te ruego que nos conduzcas de nuevo a la caverna.
-¿Os marcháis? -Elvor notó un leve tono de ansiedad en la voz de la muchacha.
-Si lo deseas, podemos acompañarte hasta tu casa. No puedo creer que vivas en
esta montaña maldita.
-Tienes razón -respondió Yin La-. Pero ignoro qué dirección debo seguir para
regresar a mi pueblo.
-No has querido contarnos tu historia -dijo Elvor-. Si quieres confiárnosla,
estamos dispuestos a oírte.
-Algún día lo sabréis todo, pero aún no. Por favor, no insistas. Sólo te ruego que
no me dejéis sola en este horrible lugar. Ya no puedo resistir más tiempo aquí.
-¿Cómo puedes dudarlo, Yin La? Si deseas acompañarnos, no tienes más que
decirlo. Y si en el transcurso de nuestras exploraciones encontramos tu tierra, podrás
regresar con los tuyos.
En ese momento llegaron junto a ellos Mu-Bar, Osiva y el Poeta, quienes
felicitaron calurosamente al príncipe por su hazaña. Todos estaban asombrados y
alegres, pues la muerte del dragón sobrepasaba en mucho sus esperanzas más
optimistas.
Regresaron a la caverna y se detuvieron a contemplar los restos de su terrible
enemigo. El Poeta miraba temeroso en todas direcciones, como si no pareciera muy
convencido de su muerte, pero Elvor le dio una palmada en la espalda y le dijo riendo:
-No te preocupes. Si viene otro dragón, yo te defenderé -lo que pareció calmarle
un poco.
La noche estaba muy avanzada y decidieron aguardar el alba en una de las
galerías que desembocaban en la gruta, pero no les fue fácil conciliar el sueño. La lucha
con el dragón y la tensión a la que se habían visto sometidos había sido muy grande.
Curiosamente, apenas se envolvió entre las mantas, el Poeta se quedó dormido y les
63
Manuel Alfonseca
costó bastante trabajo despertarle cuando, a la mañana siguiente, se preparaban para
emprender la marcha.
Después de un frugal desayuno discutieron lo que debían hacer. Elvor deseaba
continuar la exploración de aquellas tierras, pero no se atrevía a exponer a Yin La a los
peligros que pudieran aguardarles. Sin embargo, la joven se negó a servir de estorbo a
sus planes y amenazó con marcharse sola si no continuaban adelante como lo habrían
hecho si ella no hubiese estado presente. Al fin Elvor se dejó convencer y el pequeño
grupo de viajeros, ahora aumentado con un nuevo miembro, abandonó la cueva y salió
al aire libre por primera vez tras casi un día entero de encierro.
Pero antes de continuar la interrumpida marcha hacia el sur, Elvor resolvió
escalar la montaña para obtener una perspectiva más amplia del paisaje que habrían de
atravesar. Insistió en subir solo y los esfuerzos de Osiva y Mu-Bar sólo sirvieron para
empecinarle en la decisión que había tomado. Sus amigos debían aguardarle al pie de la
ladera y vigilar atentamente en previsión de nuevos peligros.
El ascenso fue duro y difícil, pero mereció la pena realizarlo. Pasaba mediodía
cuando el príncipe puso pie en la cumbre y contempló, el primero entre todos los
hombres de Tiva, un espectáculo asombroso. Aquella montaña era un volcán en plena
actividad. La cima era una circunferencia casi perfecta, de bordes cortados a pico, en
cuyo interior hervía una caldera de lavas ardientes. Una nube de humo denso surgía de
las profundidades de la chimenea y se elevaba hasta el cielo, cubriendo la tierra de
vapores negros y malolientes.
Tras buscar un lugar adecuado para servirle de atalaya, Elvor dirigió la mirada
hacia el horizonte del sur. Una expresión de asombro y desengaño cubrió su rostro. La
desolación que habían atravesado para llegar hasta allí continuaba ininterrumpidamente
hasta donde alcanzaba su vista. Ni una mancha de verdura, ni un oasis alteraba la
constante monotonía de aquel desierto calcinado. Si no tenía la más mínima posibilidad
de encontrar seres vivientes, mucho menos podría dar con noticias sobre el paradero de
la pieza del rompecabezas que buscaba. Miró hacia oriente y hacia poniente, pero en
todas partes halló huellas de la presencia del dragón o de los efectos de las erupciones
volcánicas. Era inútil continuar el viaje en estas condiciones: se imponía el regreso al
Cisne de Plata.
Se volvió y miró hacia el norte. A lo lejos, en el límite de su percepción,
distinguió una cinta brillante que no podía ser otra cosa que el mar. Con el ánimo lleno
de desaliento emprendió el descenso. No podía demorarse más en la cima, pues se
La Odisea del Cisne de Plata
exponía a quedar atrapado por el ocaso en plena ladera de la montaña, y bajar es
siempre mucho más lento y peligroso que subir.
La oscuridad de la noche invadía ya aquella tierra sin sol cuando Elvor llegó al
campamento donde le esperaban, impacientes, sus amigos. Fue necesario, por tanto,
pernoctar otra vez junto a la montaña, pero más de uno de los exploradores se alegró del
súbito cambio de planes. El Cisne de Plata y los peligros del mar parecían infinitamente
más atractivos que aquel paisaje deprimente.
Esa noche, mientras preparaban la cena alrededor de una hoguera, Yin La se
avino por fin a contarles su historia. No era muy larga. Hija del jefe de una tribu
semisalvaje, nunca se había alejado de su pueblo, que estaba situado en las orillas de un
río caudaloso, no muy lejos de su desembocadura. Cierto día, acompañada de algunas
amigas, buscaba flores silvestres a poca distancia de la casa de su padre, cuando de las
malezas surgieron varios hombres de aspecto facineroso que se apoderaron de ella. Sus
compañeras huyeron dando agudos gritos y los extranjeros, temiendo que la población
entera les cayera encima, se apresuraron a regresar a la orilla. Allí les aguardaba una
flotilla de juncos, con la que evidentemente acababan de remontar la corriente del río
para llegar hasta allí. Yin La comprendió que eran piratas.
Sus raptores no le causaron ningún daño, pues se proponían obtener rescate a
cambio de su persona. Tan pronto se hallaron todos a bordo de los barquichuelos,
levaron anclas y se dejaron llevar por la corriente hasta el mar abierto. Era obvio que
deseaban poner cierta distancia entre las naves y el pueblo de su víctima, para evitar que
el padre de ésta intentara rescatarla por la fuerza. Yin La supo que los piratas habían
enviado un mensajero al pueblo para exponer sus condiciones al jefe de la tribu, pero no
llegaron a conocer su respuesta, pues esa noche estalló una violenta tempestad y los
barcos, juguete de los elementos, se dispersaron.
La tormenta duró varios días, al cabo de los cuales la nave donde iba la joven
estaba completamente desarbolada y apenas podía mantenerse a flote. Al apaciguarse la
furia del viento y de las olas, se encontraron desorientados y en medio de un aislamiento
absoluto. Ninguno de los otros juncos piratas estaba a la vista y sólo hacia el norte pudo
el vigía distinguir señales de una tierra lejana. Como la nave no estaba en condiciones
de efectuar un largo viaje, se dirigieron hacia esas costas, para ellos desconocidas, a las
que llegaron tras una lenta y peligrosa travesía.
Los piratas esperaban servirse de los productos de la tierra para reparar la nave y
regresar a su lugar de origen, pero pronto hubieron de reconocer que la cosa iba a
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Manuel Alfonseca
resultar difícil: aquel lugar estaba totalmente desolado, desprovisto de vegetación y
cubierto de rocas calcinadas. En todas direcciones, hasta donde alcanzaba la vista, se
veía el mismo panorama. ¿Tendrían que arriesgarse a cruzar de nuevo el océano sobre
su deteriorado cascarón?
El destino les ahorró ese peligro, reservándoles otro aun peor. Esa noche
refrescó el tiempo y las olas lanzaron toda su fuerza sobre la pequeña rada donde habían
fondeado. A la mañana siguiente no quedaba rastro de la nave. Se había ido a pique con
todo su contenido.
Después de la catástrofe, no tuvieron más remedio que emprender la marcha
para intentar llegar a algún sitio mejor provisto donde hallar los medios necesarios para
construir otro barquichuelo. Yin La tuvo que acompañarles, aunque nadie se atrevió a
maltratarla, pues el jefe de los piratas era un hombre enérgico que aún no había
renunciado a la posibilidad de reunirse con sus compañeros y obtener un buen rescate a
cambio de la muchacha.
Durante varios días marcharon hacia el norte, pues habían avistado una columna
de humo que procedía de esa dirección y cuyo origen deseaban explorar. Por fin
llegaron a la montaña a cuyo pie se encontraban ahora Elvor y sus amigos. Cuando se
dieron cuenta de que aquel territorio era tan inhóspito como el que acababan de cruzar,
los hombres comenzaron a pelearse entre ellos. La situación se puso tan difícil que el
jefe de los piratas tuvo que matar a uno antes de conseguir imponer un poco de orden.
Como casi anochecía, decidieron buscar algún refugio y no tardaron en hallar la entrada
de la gruta. Una breve exploración les convenció de que estaba vacía y resolvieron pasar
la noche en ella.
Cuando penetraron en la caverna había oscurecido por completo y en el interior
reinaban las tinieblas. Dejando para el día siguiente la exploración del lugar, los piratas
se dejaron caer al suelo y pronto quedaron profundamente dormidos, pero Yin La se
abstuvo de imitarles. Tras asegurarse de que nadie la observaba, se puso en pie y se
alejó lentamente en dirección a la salida. Había decidido escapar de sus raptores esa
misma noche.
De pronto, cuando se encontraba a pocos pasos de su objetivo, una mole
inmensa obstruyó la boca de la caverna y percibió un olor nauseabundo. Alguna bestia
gigantesca se disponía a atacar a los intrusos que, aprovechando su ausencia, habían
invadido su guarida.
La Odisea del Cisne de Plata
Yin La no vaciló: acababa de darse cuenta de que junto a ella se abría la boca de
un pasadizo. Penetró en él y aguardó acontecimientos, que no tardaron en precipitarse.
Moviéndose en la oscuridad como si estuviera a plena luz del día, el dragón cayó sobre
los desgraciados piratas, que despertaron de sus sueños para encontrarse en medio de
una horrible pesadilla. La joven tuvo que taparse los oídos para no oír los gritos de
terror y agonía. En pocos momentos no quedaba un solo superviviente. Estaba sola y a
merced de un monstruo sanguinario.
Como nada podía ser peor que el destino que la aguardaba en la caverna, y a
pesar de la oscuridad, decidió explorar el pasadizo en que se había refugiado. Descubrió
que conducía a una intrincada red de túneles en la que no tardó en perderse, pero tuvo la
suerte de topar con un almacén subterráneo, perteneciente, sin duda, a los antiguos
pobladores de la montaña, los autores del laberinto de túneles, que habían almacenado
allí gran cantidad de madera, así como yescas y otros materiales que le permitieron
encender una fogata e iluminar el espacio que le rodeaba.
A la luz de una antorcha, examinó con mayor cuidado el contenido del almacén.
Descubrió unos extraños recipientes cuya utilidad no conocía y abrió uno de ellos,
encontrándolo lleno de una sustancia de olor agradable. Después de algunas
vacilaciones se atrevió a probarla y no le disgustó el sabor. Como tenía hambre, se
arriesgó a comerla, pues la única alternativa era la muerte por inanición, pero no le
produjo ningún efecto nocivo y se convenció de que tenía en su poder alimentos
suficientes para muchos meses.
Dedicó los días siguientes a la exploración de las minas y pronto pudo orientarse
en su interior. También vigilaba los movimientos del dragón, pero no se atrevió a
prescindir de la protección de las galerías, a pesar de que la bestia abandonaba
frecuentemente su guarida. La memoria de lo que había hecho con los piratas estaba
demasiado fresca en su mente. Lo que sí hizo fue proveerse de armas, construyendo un
arco y algunas docenas de flechas con las ramas que le parecieron más adecuadas para
el propósito. No sabía para qué podían servirle, pues no pensaba enfrentarse al dragón
con ellas, pero se sentía más segura.
Todo esto había sucedido unos dos meses antes de la llegada de Elvor y sus
compañeros. Cuando vio entrar a un extraño en su refugio, Yin La se asustó, temiendo
caer en manos de nuevos enemigos. Prefería mil veces continuar sola en aquella gruta.
Pero pronto se convenció de que los recién llegados eran muy distintos a los piratas. Por
primera vez pudo confiar en alguien, fuera de los miembros de su propia tribu.
67
Manuel Alfonseca
Elvor se alegró de conocer la historia de la joven, que además le había
proporcionado información valiosa. En efecto: el hecho de que los piratas hubiesen
llegado al mismo punto que ellos desde el sur le confirmaba que aquel territorio, aunque
muy extenso, era probablemente una isla. Además, sabía ahora que el desierto la cubría
de parte a parte, haciendo inútil prolongar las pesquisas en dirección meridional.
Varios días más tarde, los cinco viajeros llegaban al Cisne de Plata sin haber
sufrido nuevos percances en el camino de regreso. El señor Kárbol no tenía noticias que
comunicarles. La espera había sido tediosa, pero tranquila, turbada tan sólo por la
preocupación por los ausentes.
Elvor dio orden inmediata de levar anclas y bordear la isla por el oeste. Como en
este lugar no tenía perspectivas de encontrar lo que buscaba, había decidido continuar
las exploraciones hacia el sur, más aun desde que sabía que Yin La procedía de allí y
que, por consiguiente, existían tierras habitadas en esa dirección. Es cierto que la joven
no sabía nada de la posible existencia de una pieza del rompecabezas, pero el príncipe
no había perdido por ello todas las esperanzas.
La isla que tenían ante sus ojos resultó ser enorme. Tardaron varias semanas en
bordearla y nunca dejó de presentar el mismo aspecto gris, inhóspito y yermo. Por fin
cambió la dirección de la costa y el horizonte meridional quedó de nuevo ocupado por
un océano interminable. Los víveres y el agua empezaban a escasear y era necesario
encontrar cuanto antes alguna tierra menos maltratada.
La suerte les fue favorable. Tras pocos días de navegación se hallaron en medio
de las islas de un archipiélago que se extendían casi en línea recta hacia el sur. Se
trataba de tierras fértiles, donde abundaban árboles de especies desconocidas, aunque
Yin La les aseguró que podían comer sus frutos sin temor. El agua no faltaba y pudieron
reponer las provisiones de todo tipo. Pero aquellas tierras ubérrimas estaban
deshabitadas. Tampoco allí podría Elvor cumplir el objeto de su viaje.
Cuando la última de las islas del archipiélago quedó atrás, Kárbol advirtió a su
jefe que la tripulación de la nave comenzaba a dar señales de descontento. El viaje, que
para los marineros no parecía tener sentido, comenzaba a prolongarse demasiado.
Habían descubierto bastantes territorios para dar trabajo a los cartógrafos de Itin durante
largo tiempo. Pero eso no era todo.
-Los hombres están asustados -dijo Kárbol cierto día-. Temen que nos estemos
acercando al fin del mundo y que el océano pueda precipitarse en el abismo y
arrastrarnos con él en su caída.
La Odisea del Cisne de Plata
-¡Tonterías! -exclamó Elvor-. Todo el mundo sabe que la Tierra es redonda.
-Las personas cultas sí lo saben, pero muchos de nuestros marineros no han leído
un libro en su vida y no conocen las obras de los geógrafos antiguos.
La situación comenzaba a ser delicada. A los primeros síntomas de disensiones a
bordo se unió el empeoramiento del tiempo, que amenazaba tormenta. Esa noche, los
elementos desataron sus furias contra el Cisne de Plata. Ya hemos relatado en otro lugar
los sucesos que esto provocó y la decisión que Elvor se vio obligado a tomar.
Abandonaba la empresa y daba orden de regresar a Itin inmediatamente. El optimismo
cundió en seguida entre la tripulación, que se aplicó con el máximo esfuerzo a salvar la
nave y llevarla hasta la costa de aquella isla perdida donde el destino quiso conducirles.
Varios días después de que el Cisne de Plata fondeara en la isla, Elvor invitó a
sus amigos a explorar el nuevo territorio. Hasta entonces habían estado ocupados con
los preparativos para el viaje de regreso y las reparaciones de los daños causados por la
tormenta, pero ahora las cosas estaban encarriladas y los marineros podían continuar sus
trabajos sin más supervisión que la del capitán de la nave.
Osiva y Mu-Bar se sentían cansados y declinaron acompañarle, pero Yin La y el
Poeta no les imitaron. Los tres se alejaron lentamente de la orilla y del improvisado
campamento y se introdujeron entre la imponente masa de verdura que terminaba en la
playa.
Elvor deseaba hablar a solas con Yin La para explicarle los motivos de su
decisión, que le impediría devolver a la joven a su patria. Aprovechando que el Poeta
parecía más atento al estudio de las plantas y los animales que a la conversación de sus
dos compañeros de paseo, el príncipe abordó el tema. La muchacha se apresuró a
asegurarle que no le guardaba rencor, pues ni siquiera podía indicar la dirección a seguir
para regresar a su pueblo y Elvor había hecho ya suficiente con librarla del dragón y
aceptar su compañía, salvándola así de quedar abandonada para siempre en la isla de la
desolación.
Hacía cosa de una hora desde que los tres amigos comenzaron la exploración de
la isla perdida y se disponían a regresar hacia el campamento, cuando una flor
especialmente atractiva llamó la atención del Poeta, que no dudó en abrirse paso entre la
maleza para verla más de cerca. Aproximándose al matorral en que crecía, separó con
las manos algunos ramajes y lanzó un grito, mezcla de sorpresa y de terror. Detrás de la
pantalla de verdura estaba escondido un hombre de aspecto brutal, armado hasta los
dientes.
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Manuel Alfonseca
La joven obedeció instintivamente la orden y, tratando de ocultarse entre las
sombras, se alejó en dirección al bosque. Elvor se revolvió con intención de sentarse y
distraer la atención del hombre que ahora se había puesto en pie y se aproximaba hacia
donde él estaba. El Poeta seguía durmiendo plácidamente.
Cuando el pirata llegó hasta él, notó inmediatamente la ausencia de la muchacha.
Sin darle tiempo a lanzar un grito de aviso, Elvor, que aún tenía las manos y piernas
atadas, pero que había conseguido incorporarse, se arrojó de cabeza con todas sus
fuerzas contra el vientre de su enemigo. El golpe proyectó a éste a varios pasos de
distancia, dejándole aturdido y sin aliento.
El príncipe intentó soltar sus ligaduras antes de que el bandido pudiera
recobrarse del golpe recibido, pero Yin La no había conseguido aflojar los nudos
suficientemente y, mientras se debatía y trataba de escapar, un aullido de ira sembró la
alarma en el campamento, que pronto se convirtió en un avispero. Un puntapié bien
dirigido interrumpió los esfuerzos de Elvor y le envió rodando sobre la hojarasca que
cubría el suelo del bosque. Varios hombres cayeron sobre él y se aseguraron de que
volvía a quedar bien atado, además de aprovechar la oportunidad para molerle a palos.
Cuando se disiparon las nieblas que cubrían su vista y pudo mirar a su alrededor,
observó que faltaban varios de los piratas que, evidentemente, habían partido en
persecución de su compañera. Durante algún tiempo mantuvo la esperanza de que Yin
La habría podido escapar de sus enemigos y despistarlos en la semioscuridad del
bosque. El Poeta se había despertado y se quejaba continuamente de su situación,
preguntando al príncipe por la causa del revuelo de cuyos últimos instantes había sido
testigo, pero Elvor no le respondió palabra alguna: se sentía quebrantado por los golpes
y preocupado por la fuga de la joven.
De pronto, oyó regresar a sus perseguidores. Antes de verlos con sus propios
ojos, sus voces alegres le indicaron que su misión había finalizado con éxito y no
necesitó ver a Yin La, medio arrastrada por los bárbaros, para comprender que todos sus
esfuerzos de aquella noche habían sido en vano y que los tres se encontraban de nuevo
en poder de sus captores.
Éstos se apresuraron ahora a levantar el campamento y a reanudar la marcha
interrumpida la noche anterior, pero antes de emprender la segunda etapa del viaje, el
hombre a quien Elvor había derribado, que era nada menos que el jefe de los piratas, se
aproximó a ellos, se plantó ante el príncipe de Tiva y dijo:
-Pagarás lo que has hecho. Esta noche serás pasto de los peces.
La Odisea del Cisne de Plata
Después de los esfuerzos del día anterior, de los que no habían podido
recobrarse durante la larga noche pasada en vela tratando de escapar, los tres cautivos se
encontraban casi al límite de sus fuerzas. Para empeorar la situación, tenían el estómago
vacío y sufrían una sed terrible, pues nadie les había proporcionado agua ni alimento.
Afortunadamente, la marcha no fue larga. Dos horas después de la partida, el bosque
empezó a clarear y pronto pudieron ver el mar a través de los árboles. Habían
atravesado la isla Perdida y se hallaban en la costa occidental donde, en el centro de una
estrecha rada, estaba fondeado un barco más pequeño y peor construido que el Cisne de
Plata, al que fueron conducidos los prisioneros.
La tripulación de la nave estaba compuesta en total por un par de decenas de
facinerosos, número que incluía a los captores de los tres amigos. Apenas subidos a
bordo, el capitán pirata dio orden de izar el ancla y emprender viaje, cortando en seco
las bromas de mal gusto con que los hombres que habían quedado en función de
vigilancia acogieron a los recién llegados. Los prisioneros fueron confinados en la
sentina, atados de pies y manos, y sólo se dieron cuenta de que la nave se ponía en
marcha por el movimiento de ésta. La tierra firme se alejó lentamente y desapareció
bajo el horizonte, destruyendo las esperanzas de los cautivos de ser rescatados a tiempo.
Lentamente pasaron las horas sin que nadie se ocupara de ellos, salvo una vez, a
primera hora de la tarde, cuando se les proporcionó una comida ligera pero suficiente. A
la caída de la noche, el capitán ordenó que desataran las piernas de los prisioneros y los
condujeran a cubierta. Las estrellas más brillantes eran ya visibles en los cielos y el
lucero de la tarde mostraba su fulgor cerca del horizonte occidental. No había a la vista
señal alguna de tierra firme.
Todos los miembros de la tripulación estaban presentes, amontonados detrás de
su jefe. Una plancha de madera estaba apoyada en la borda de babor, prolongándose
más allá de ésta por espacio de algunos pasos. Elvor creyó adivinar el fin para el que la
habían puesto allí y una sonrisa triste se extendió por su rostro. No había olvidado las
amenazas del capitán pirata.
-¡Nadie puede atacarme impunemente! -exclamó éste con fuerte voz-. La
venganza de Mi Jar es terrible y segura. No permanecerás un momento más a bordo de
mi barco pero, para que veas que soy justo y misericordioso, voy a concederte una
oportunidad de salvación. ¡Desatadle! Saltarás por la borda con las manos libres.
Yin La dio un grito horrorizado. El Poeta sintió que las piernas le temblaban y
cayó al suelo exánime. Elvor dirigió una mirada de despedida a la muchacha y sin
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Manuel Alfonseca
aguardar a que le empujaran, subió de un salto a la plancha. Caminó hasta el extremo, se
volvió y habló con voz potente:
-¡Poeta! ¡Sálvala! ¡Te lo ordeno!
Sin dirigir una mirada a sus verdugos, levantó los brazos sobre la cabeza y se
precipitó de un salto a las tenebrosas aguas del mar.
Yin La y el Poeta corrieron a la baranda de babor, pero las olas y la oscuridad de
la noche habían ocultado a su compañero y, a pesar de todos sus esfuerzos, no lograron
divisarle.
A partir de este momento, los piratas concedieron a los dos cautivos gran
libertad de acción, dentro de los estrechos límites de la nave. No volvieron a atarles, ni a
confinarlos en la sentina. Al parecer estaban convencidos de que les sería imposible
escapar y creían que la lección recibida con el duro castigo impuesto a Elvor les
mantendría quietos aun cuando se les presentara una ocasión favorable. En esto se
equivocaban. En efecto, Yin La estaba rabiosa y, en cuanto al Poeta, el encargo póstumo
del príncipe le conmovió profundamente y deseaba hacerse digno de la misión que se le
había encomendado.
Durante diez días no se les presentó oportunidad de huir. El barco pirata
navegaba hacia el sur con la ayuda de vientos favorables, sin que el vigía avistara tierra
en ninguna dirección. Pero, al amanecer la undécima mañana después de la partida,
vieron ante sus ojos una tierra extensa, un verdadero continente que les cerraba el paso
en todas direcciones. El final del viaje estaba próximo y era preciso hacer planes de
fuga.
Esa noche fondearon en una bahía, a cosa de mil pasos de la orilla. Los piratas
habían decidido celebrar su regreso con una alegre fiesta, pues reconocían la tierra a la
que al fin volvían, después de que la tempestad dispersara las naves y arrojara su barco
contra las costas de la isla Perdida. Mientras Yin La era testigo del fin de sus raptores y
vivía precariamente en la guarida del dragón, este grupo había trabajado duramente para
sobrevivir, reparar la nave y regresar al continente, donde tenían su guarida principal,
ocultaban sus tesoros y realizaban la mayor parte de sus fechorías.
Los dos prisioneros juzgaron que las condiciones no eran propicias para intentar
la huida aquella misma noche. Los piratas habían preparado un festín en el que Yin La y
el Poeta no deseaban mezclarse, pero que les impediría cruzar la cubierta y abandonar el
barco sin ser vistos por alguno de los veinte pares de ojos que sin duda permanecerían
abiertos toda la noche. Consiguientemente descendieron a la sentina, donde les habían
La Odisea del Cisne de Plata
asignado dos camastros, y trataron de conciliar el sueño a pesar de las ruidosas
celebraciones de sus enemigos.
Iba ya muy avanzada la noche cuando un rumor extraño despertó al Poeta y
atrajo su atención hacia los sucesos que tenían lugar sobre su cabeza. Deseoso de
averiguar lo que ocurría, se levantó y trepó sigilosamente a cubierta, ya que no quería
exponerse a que alguien le descubriera y le arrastrara entre los piratas, excitados
después de varias horas de diversión, que sin duda aprovecharían para hacerle blanco de
sus groseras bromas.
No tenía por qué temer, pues la atención de los veinte hombres que tripulaban la
nave estaba fija en un espectáculo que no debía de ser muy raro entre hombres de su
calaña, pero que tenía para ellos un interés absorbente: el combate por la supremacía.
Al parecer, el ascenso de Mi Jar al rango de jefe de este grupo era bastante
reciente. El antiguo capitán de la nave había llegado malherido a la isla Perdida y un
cuchillo hábilmente utilizado se encargó de quitarle de en medio definitivamente.
Durante varios meses habían aceptado el gobierno del asesino, pero el éxito del viaje y
la proximidad de su guarida habían despertado en algún corazón la envidia y el deseo de
llegar a casa como jefe y salvador de una expedición perdida. La fiesta que estaban
celebrando no había contribuido a serenar los ánimos y ahora Mi Jar y otro de los
bandidos se enfrentaban en duelo a muerte bajo la mirada atenta de sus compañeros.
El Poeta comprendió inmediatamente la oportunidad que esto les brindaba.
Descendió presuroso a la sentina y sacudió con energía a Yin La, poniéndole la mano en
la boca para contener posibles exclamaciones de la joven, sorprendida por un despertar
tan prematuro. En cuanto las nieblas del sueño desaparecieron de su cerebro, le explicó
lo que había descubierto y añadió:
-¡Es preciso partir ahora mismo! Nunca tendremos una ocasión como ésta.
Yin La se levantó y le contempló asombrada mientras ascendía de nuevo a la
cubierta. Le sorprendía el cambio que se había efectuado en el temperamento de este
hombre desde la desaparición del príncipe de Tiva. En este momento llevaba claramente
la iniciativa, mientras ella se limitaba a obedecer sus indicaciones.
Eligiendo con cuidado el camino, se dirigió a la borda de babor, la más alejada
del sitio donde tenía lugar el combate por la jefatura. Allí estaba también uno de los
botes salvavidas, que el Poeta pensaba utilizar para llegar a la orilla.
Fue un trabajo difícil arrastrar el bote hasta la borda y arrojarlo al agua. Uno solo
no lo habría conseguido, pero los esfuerzos combinados de los dos lograron empujarlo
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Manuel Alfonseca
poco a poco. El ruido que hizo al caer les pareció ensordecedor y estaban seguros de
que alguien vendría a investigar, pero el momento del impacto coincidió con un torrente
de exclamaciones de los piratas, que debía hacer eco a un ataque especialmente violento
de alguno de los combatientes, con el resultado de que el intento de fuga pasó
desapercibido.
Ahora era preciso descender hasta el bote sin disponer de cuerdas ni de escalas.
El mar estaba en calma, pero el leve oleaje iba alejando la frágil navecilla del barco
pirata. No quedaba más remedio que arrojarse tras ella y alcanzarla a nado, y esto fue lo
que hicieron los dos amigos sin perder un instante.
Cuando Yin La salió a la superficie vio muy cerca la cabeza del Poeta, que se
debatía inútilmente tratando de mantenerse a flote. Comprendiendo que su compañero
estaba en dificultades, le ayudó a llegar hasta el bote y a izarse al interior del mismo.
-¿Qué te ha sucedido? -susurró-. ¿Has tenido algún calambre?
-No. Es que no sé nadar -explicó el Poeta, con sencillez.
-Pero ¿cómo te has atrevido a arrojarte al agua en esas condiciones y sin
avisarme?
-Pensé que, si te lo decía, no querrías abandonarme y tendríamos que quedarnos
los dos en el barco pirata. Pero no es éste momento de hablar de ello. ¡Vámonos de
aquí!
Había un remo en el bote que, naturalmente, el Poeta no sabía utilizar. Por
suerte, Yin La tenía cierta experiencia con ese tipo de embarcaciones, pues su pueblo
estaba situado a orillas de un ancho río, y pudo dirigir el botecillo hacia la costa cercana.
Habrían recorrido aproximadamente la mitad de la distancia que les separaba de ella y
comenzaban a felicitarse por el éxito de su fuga, cuando oyeron un griterío a bordo del
barco y se asustaron, creyendo que su huida había sido descubierta.
Lo que había ocurrido era más sencillo: Mi Jar acababa de propinar el golpe de
gracia a su contrincante y se había asegurado, por el momento, la continuidad de su
puesto de mando. Pero los piratas no tardaron en darse cuenta de que algo raro sucedía.
Uno de ellos descubrió la ausencia del bote salvavidas y dio la alarma, otro bajó a la
sentina y volvió con la noticia de que los prisioneros habían desaparecido, y finalmente
un tercero descubrió la sombra de la pequeña nave, muy cerca ya de la costa.
Inmediatamente Mi Jar dio orden de botar la otra embarcación y tomó personalmente el
mando de la expedición, compuesta por diez hombres dispuestos a todo.
La Odisea del Cisne de Plata
Lanzando aullidos de furia, los perseguidores comenzaron rápidamente a ganar
terreno a los fugitivos. El remo de Yin La no podía compararse con los cuatro que
manejaban los bandidos. El bote pirata parecía volar sobre la superficie acercándose a
ellos. ¿Iban a ser capturados de nuevo, en el último momento? El Poeta no quería pensar
en ello y decidió defenderse con las uñas y los dientes si fuera necesario, antes de
permitir que su compañera cayera por tercera vez en manos de sus enemigos.
La tierra firme estaba muy próxima. Con un último y desesperado impulso, Yin
La lanzó el bote hacia la playa y los dos saltaron sobre la arena iluminada por la luna,
con una ventaja de apenas cien pasos respecto a los hombres que les seguían. Mi Jar se
puso en pie y comenzó a disparar flechas contra los fugitivos, pero los movimientos de
su embarcación, junto con la semioscuridad reinante y la distancia que les separaba, le
impidió afinar la puntería. Yin La y el Poeta alcanzaron a salvo la linde de un bosque
cercano.
Comenzó entonces una carrera a vida o muerte entre las sombras de los árboles.
Yin La no conocía el territorio donde habían desembarcado, estaba tan desorientada
como el Poeta. Además, no tenían tiempo para recobrar el aliento, mucho menos para
detenerse a deliberar sobre el camino a seguir. Oían tras ellos los pasos e imprecaciones
de los piratas, que no estaban dispuestos a dejarlos escapar. La tensión y angustia de
aquellos momentos fue horrible, tanto para el hombre como para la joven.
El alba les encontró sobre la cima de una pequeña colina, a varios miles de pasos
de la costa, rodeados por sus perseguidores, que habían conseguido acorralarles. No
tenían armas y estaban desesperados, pero el Poeta continuaba decidido a no entregarse
sin lucha.
De pronto, Yin La alzó los ojos hacia el cielo. Acababa de distinguir algo
extraño que se acercaba rápidamente desde el horizonte del norte.
-¡Mira, Poeta! -exclamó, llamando la atención de su compañero-. ¿Qué es
aquello que viene hacia nosotros?
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Manuel Alfonseca
hombros se desplegaron en dos enormes alas de murciélago y el animal emprendió
lentamente el vuelo, sin esfuerzo aparente.
-¡Un caballo volador! -murmuró Elvor, procurando que su voz no delatara su
presencia-. Si lograra domarlo podría sacarme de aquí y llevarme hasta donde yo
quisiera.
Pero antes de poder utilizar a la bestia como medio de transporte era preciso
capturarla. Elvor se retiró hasta el interior del bosque para disminuir el peligro de ser
descubierto y pensar con tranquilidad un plan que había de ser perfecto, pues sólo
tendría una única oportunidad. Si su primer intento fracasaba, el caballo volador
emprendería sin duda la huida hacia otra isla y el príncipe se quedaría solo y más lejos
que nunca de regresar junto a sus amigos.
Dos horas después, a pesar de todos sus esfuerzos, no se le había ocurrido nada
practicable. Por fin se vio obligado a reconocer que ignoraba por completo las
costumbres del animal, por lo que decidió aproximarse cautelosamente hacia la pradera
para espiar su conducta. Bien oculto entre las malezas observó al caballo, que
corveteaba alegremente de un lugar a otro sin presentir que alguien estaba tramando
terminar con su libertad.
Cuando el sol desapareció bajo el horizonte, Elvor temió que la bestia
emprendiera el vuelo y se alejara de la isla para siempre, pero tuvo la alegría de verla
buscar acomodo en un herbazal, no muy lejos de las lindes del bosque, donde se echó en
tierra y se dispuso a pasar la noche. El príncipe pudo entonces abandonar su larga espera
y se internó entre los árboles para buscar alimento, pues no había probado bocado desde
la mañana.
El segundo día transcurrió igual que el anterior. Durante las horas de luz, Elvor
vigiló al caballo alado, tratando de hallar una pauta en sus movimientos que le facilitara
la adopción de un plan de captura. Al caer la noche, el animal se dirigió de nuevo al
mismo sitio que la tarde anterior. Al observarlo, los primeros indicios de una idea
surgieron en la mente del príncipe de Tiva.
Retirándose al interior del bosque antes de que la luz desapareciera por
completo, buscó y eligió las fibras más resistentes entre las lianas y plantas trepadoras
que cubrían los árboles y dedicó la mayor parte de la noche a tejer una cuerda fuerte con
la que construyó un lazo corredizo. Después se tendió en un rincón resguardado y trató
de conciliar el sueño.
La Odisea del Cisne de Plata
El esfuerzo le había agotado y durmió hasta muy avanzada la mañana. Cuando
despertó, buscó ante todo a su presa y la descubrió al otro lado de la pradera, pastando
tranquilamente. Elvor decidió arriesgar el todo por el todo y abandonó la protección de
las malezas para dirigirse subrepticiamente hacia el herbazal.
Mientras avanzaba, procurando ocultarse tras las matas de la atención del
caballo alado, observaba a éste con ansiedad, pero su empresa se vio coronada por el
éxito. Después de elegir cuidadosamente el lugar apropiado, colocó el lazo y lo cubrió
con hierbas arrancadas en el mismo lugar. Luego emprendió el regreso hacia el
escondite donde había decidido aguardar la llegada de la noche, procurando no soltar la
cuerda que con tanto trabajo había fabricado.
El día avanzó lentamente. Oculto entre unos arbustos, el príncipe esperaba
impaciente. Había tenido la previsión de dejar allí algunos alimentos, frutos y bayas
recogidos en el bosque, con los que pudo saciar su hambre.
Cuando el sol llegó al final de su recorrido diario, Elvor se dispuso a actuar. Ató
el extremo de la cuerda a un tronco caído de aspecto fuerte y sostuvo cuidadosamente el
cabo que conducía hacia la trampa. El caballo alado se aproximaba al lugar de su
reposo, más nervioso e intranquilo que de costumbre. Parecía sospechar algo, o quizá su
fino olfato le avisaba de una presencia desconocida.
Antes de penetrar en el herbazal, la bestia dio varias vueltas, girando nerviosa en
todas direcciones, pero sus agudos sentidos no le permitieron descubrir al hombre que
acechaba entre los arbustos, por lo que al fin se decidió a poner pie en el punto donde
Elvor había dispuesto la trampa.
En el momento preciso, el príncipe dio un fuerte tirón a la cuerda, arrojándose
con todo su peso en sentido contrario al lugar donde se encontraba su presa. El lazo
corredizo resbaló y se apretó en torno a una de sus patas traseras. Al sentir la presión
inesperada, el animal dio un salto y trató de escapar a la carrera, pero la cuerda era
fuerte y el tronco al que estaba atada no se movió un ápice. El impulso de su carrera,
cortado en seco, le hizo perder el equilibrio y cayó al suelo debatiéndose.
Elvor se apresuró a correr hasta el caballo alado, pues temía que se fracturara
alguna pata en sus esfuerzos espasmódicos por liberarse. Llevaba en las manos varios
trozos de cuerda que había fabricado aquella misma tarde, con los que sujetó más
firmemente al animal, inmovilizándole por completo. Luego se inclinó y le acarició
cariñosamente la cabeza. El caballo se estremeció ante el contacto, pero no intentó
escapar. Se había convencido de la inutilidad de sus tentativas.
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-Te llamaré Rayo -exclamó Elvor, en voz alta.
A la mañana siguiente comenzó la doma de su nuevo corcel. El príncipe de Tiva
tenía experiencia en estos menesteres, pues a menudo había participado en el
amansamiento de los caballos salvajes que abundaban en las praderas de su país de
origen. Descubrió, sin embargo, que aquí tenía un animal muy peculiar, al que era mejor
tratar con mucho amor y delicadeza si quería obtener algo de él. El proceso duró una
semana y sólo al cabo de ese tiempo comenzó Elvor a percibir síntomas de que su
prisionero toleraba su presencia.
Tan pronto tuvo en su poder al caballo alado, decidió intentar el rescate de sus
amigos, raptados por los piratas. Cada día que pasaba aumentaba su nerviosismo, pues
permitía a los bandidos incrementar la distancia que les separaba y reducía sus
posibilidades de volver a dar con su paradero. Por esta razón no quiso aguardar más, y
cierto anochecer fijó para el día siguiente la partida de la isla, aun cuando su corcel
distaba mucho de estar perfectamente domado.
Aquella mañana memorable, Elvor se dispuso a soltar las cuerdas que hasta ese
momento habían mantenido sujeto a su cautivo. Tomó un cuchillo fabricado
trabajosamente con una piedra rota y, tras izarse sobre las espaldas de su montura, cortó
los lazos que la sujetaban.
Al sentirse libre, el caballo desplegó las alas y se lanzó a los aires por primera
vez en muchos días. El príncipe ignoraba cuál sería su reacción ante el hecho de volar,
por primera vez en su vida, con un jinete sobre el lomo. Por un instante le pareció que el
animal trataba de desembarazarse de él, precipitándole desde la altura sobre el suelo de
la isla, pero el caballo pareció recordar que el hombre que llevaba a las espaldas le había
tratado bien y descendió de nuevo a tierra sin causarle ningún daño.
La situación no era menos nueva para Elvor que para el corcel. Durante algunas
horas intentó comunicarle su deseo de que alzase de nuevo el vuelo y emprendiera viaje
hacia el sur, pero le costó trabajo conseguir que el animal comprendiese sus propósitos.
Sin embargo, poco a poco jinete y montura se adaptaron el uno al otro, y hacia mediodía
la pareja abandonó la isla y cruzó los cielos en persecución de la nave pirata.
La velocidad que podía desplegar el caballo alado era realmente asombrosa, al
menos diez veces mayor que la de un barco muy velero. Y así fue como, al amanecer
del día siguiente, después de un viaje agotador, Elvor vio aparecer ante sus ojos las
costas de un continente desconocido.
La Odisea del Cisne de Plata
La altura en que volaba Rayo le permitió distinguir con claridad todos los
accidentes naturales de la orilla. Pronto localizó una ancha bahía en cuyo centro estaba
fondeada una embarcación que no le costó trabajo reconocer: era el barco pirata que
estaba persiguiendo. Sin vacilar un momento, dirigió su montura alada hacia la nave y
la obligó a descender.
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verlo, Elvor, Yin La y el Poeta lanzaron gritos de alegría, pues el recién llegado tenía las
formas elegantes e inconfundibles de un cisne.
Antes de que los bandidos pudieran reponerse de la sorpresa, un cañonazo de
advertencia sembró el pánico entre ellos. Cuando el Cisne de Plata los abordó, no
ofrecieron resistencia. Poco después, Elvor y sus compañeros subían a la cubierta de su
nave y eran recibidos entre vítores por el capitán Kárbol y la tripulación en pleno.
Osiva y Mu-Bar abrazaron al príncipe de Tiva y le relataron en pocas palabras lo
que había sucedido. Preocupados por la tardanza de sus amigos, salieron en su busca,
dieron con las huellas de los piratas que les habían capturado y siguieron el rastro hasta
la rada donde había estado fondeada su embarcación, aunque llegaron demasiado tarde.
Sin embargo, pudieron darse cuenta del rumbo de la nave y regresaron a toda prisa para
informar a Kárbol de lo ocurrido.
El capitán del Cisne de Plata ordenó entonces acelerar al máximo los trabajos de
reparación del barco, lo que tuvo como resultado poner a éste en condiciones de hacerse
a la mar tres días después de la partida de los piratas. Afortunadamente, el velero de Itin
era bastante más rápido que el pequeño junco de los raptores, por lo que su oportuna
llegada al continente había tenido lugar tan sólo quince horas después de la de aquéllos
a quienes perseguían.
Aquella noche hubo festejo a bordo de la nave. Los piratas estaban a buen
recaudo en el junco, al igual que Bólder, a quien habían trasladado al otro barco, y Mi
Jar, a quien fueron a recoger en la colina. Elvor, Yin La y el Poeta tuvieron que contar
varias veces sus respectivas aventuras antes de que todo el mundo quedara satisfecho.
A la mañana siguiente, después de aprovisionarse de agua y alimentos en tierra
firme, los expedicionarios se prepararon para partir, pero antes, Elvor quiso hablar con
Yin La sobre un asunto que le tenía muy preocupado.
-Ésta es tu tierra, Yin La -le dijo-. ¿Quieres que busquemos tu pueblo para
devolverte con los tuyos?
-No, Elvor -respondió la muchacha-. He decidido marcharme con vosotros. Por
fin he encontrado el hombre de mi vida. -Y miró con ojos amorosos al Poeta, que estaba
apoyado en el castillo de proa, contemplando el lugar donde se había convertido en un
héroe.
Poco más queda relatar de esta aventura. El príncipe de Tiva había prometido
abandonar la búsqueda de la pieza del rompecabezas y regresar a Itin cuanto antes, y así
se hizo. El viaje fue largo, pero no ofreció incidentes desagradables. Hicieron una sola
La Odisea del Cisne de Plata
parada en la isla Perdida para repostar y continuaron después la marcha, siempre hacia
el norte.
Una noche, un mes después de la partida del continente del sur, Elvor despertó
en su cabina con la sensación de que alguien le llamaba. Miró a su alrededor y, aunque
estaba oscuro, se dio cuenta de que no había nadie a su lado. Pensó que lo había
imaginado y ya se disponía a dormirse de nuevo cuando una voz resonó claramente a su
alrededor. El sonido parecía llenar todo el camarote y, sin embargo, ni por un momento
dudó que él era el único en percibirlo. Aunque fuera la primera vez que la oía, supo
inmediatamente que aquélla era la voz de Kial.
-¡Elvor, príncipe de Tiva! Háblame de tu misión.
Elvor cayó de rodillas e inclinó la cabeza.
-He fracasado, Señor. No he conseguido hallar la pieza del rompecabezas y, en
mi locura, he puesto en peligro las vidas de los que me acompañan.
-Y sin embargo -retumbó la voz de Kial- has sabido salvarles, a costa de
renunciar a tu sueño. ¿Llamas a eso fracaso?
-Tienes razón, Señor. En las últimas semanas he comprendido muchas cosas.
-Precisamente por eso, en contra de lo que crees, tu misión ha tenido éxito. Tú
eres ahora la tercera pieza del rompecabezas mágico.
Elvor levantó la cabeza con expresión de sorpresa.
-Pero ¿cómo es posible? ¡Si ni siquiera he logrado encontrarla!
-Ya deberías haberte dado cuenta, hijo mío, de que la única manera de hacerse
dueño de una de estas piezas consiste en estar dispuesto a renunciar a ella.
-Entonces, ¿era cierto lo que afirmaba Ralier? ¿No se perdió la que Lupro I
poseía cuando se hundió con su ejército en la batalla de las bocas del Itin? ¿Acaso la
hemos hallado sin saberlo?
-No -respondió la voz-. Está en el fondo del mar, donde nadie podrá encontrarla,
pero ya no importa, pues su poder ha pasado a ti. Haz buen uso de él.
-Supongo -dijo Elvor- que tendré que partir en busca de Tivo y de Pta. Las
piezas del rompecabezas debemos unirnos, ¿no es cierto?
-No es necesario. Falta mucho tiempo para mi regreso. Aun deben descubrirse
otras cuatro.
-¿Qué he de hacer, entonces?
-Sigue tu camino. Acepta la aventura que la vida te envíe. Trata de mantenerte
siempre fiel a mí.
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-Lo intentaré, Señor -dijo Elvor.
A su alrededor se hizo el silencio. La voz de Kial se había retirado. Tal vez no
volvería a oírla en toda su vida, pero sabía que Él estaba presente en todo momento
dentro de su corazón.
Se puso en pie. Despuntaba el alba. En la cofa, un grito del vigía hendió los
aires. Los primeros resplandores del nuevo día acababan de rasgar los velos de la noche.
A su luz trémula, el horizonte del norte presentó por fin un aspecto distinto y
esperanzador.
-¡Tierra! ¡Las bocas del Itin a la vista!
El viaje del Cisne de Plata llegaba a su término.