Meccia Lifszyc Socialmente Natural PDF
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1. Lo social no es natural
Si por un momento nos ponemos a pensar cómo es un día cualquiera de nuestras vidas,
obtendríamos un listado de actividades habituales que parecen sucederse unas a otras; algunas
veces –aparentemente– no guardan relación entre sí: nos levantamos a la mañana, desayunamos,
nos vestimos; algunos se bañan a la mañana, otros a la noche, y otros ni siquiera se bañan. Luego
salimos de nuestras casas y nos dirigimos a nuestras ocupaciones, ir a la escuela, al trabajo, a
pasear, etcétera.
Algunas personas no salen de sus casas para trabajar; trabajan en sus casas, como en otros
tiempos, cuando el ámbito de trabajo coincidía con el del hogar; para otras, su ocupación es el
cuidado y mantenimiento del hogar (ocupación “ama de casa”).
Aquellos que realizan sus tareas fuera de casa, luego de permanecer un tiempo determinado fuera
de ella, regresan, comen y descansan. Al día siguiente se repiten, con mayores o menores
modificaciones, las mismas rutinas. Pero llega el fin de semana: los días destinados al descanso, a
la recreación; y la rutina, que de lunes a viernes se mantenía casi siempre igual, cambia. Pero los
fines de semana también poseen su ritmo, y a su modo, también su rutina.
Si comparáramos nuestro listado con el de otras personas, nos encontraríamos con un recuento de
actividades similares, seguramente con algunas variaciones, aunque más allá de ellas, casi todas
las personas entenderíamos lo que nosotros hacemos tanto como nosotros a ellas.
¿Alguna vez nos detuvimos a pensar y preguntamos por qué hacemos lo que hacemos?; ¿por qué
realizamos las actividades de esa manera y no de otra?; ¿por qué son casi siempre las mismas?:
¿es natural lo que hacemos y la forma en que lo hacemos? ¿Alguna vez nos detuvimos a pensar
por qué dividimos el día de acuerdo con el tipo de comidas: desayuno, almuerzo, merienda y cena?
¿Por qué nunca desayunamos a las 9 de la noche ni cenamos a las 8 de la mañana? ¿Por qué nos
cubrimos el cuerpo, nos vestimos para salir a la calle? ¿Por qué no saludamos al chofer cuando
subimos a un colectivo y sí al mozo de un restorán y a nuestro vecino? ¿Por qué para formar
pareja debemos estar enamorados?
¿Por qué nos llaman la atención las personas que tienen otros hábitos, que hacen cosas distintas a
las que nosotros hacemos? ¿Es natural que nos pongamos nerviosos cuando nos encontramos
con personas que por razones religiosas se oponen a operaciones quirúrgicas o a transfusiones de
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sangre y se deciden a esperar la muerte? ¿y nuestra reacción es lógica porque esas
intervenciones sobre el cuerpo que posponen la muerte son “naturales”? ¿Es natural que un
equipo médico decida por un paciente que no tiene capacidad de decidir que quede conectado por
años a unos aparatos modernos que le garantizan la vida? ¿Es natural esa vida? Seguramente
muchos responderemos que no, pero nuestra actitud ante la situación (probar con toda clase de
aparatos para que se “salve”) es natural porque preservar la vida es algo a lo que no tenemos que
renunciar, haciéndonos cargo de una admonición que pareciera provenir del origen de los tiempos.
¿Por qué sentimos compasión ante un niño que quedó “huérfano”? Porque es natural que sean
dos las personas que lo cuiden de manera de garantizarle una satisfactoria estructuración psíquica,
podríamos pensar. ¿Es realmente natural eso? Queremos decir: ¿siempre que los seres humanos
vieron a un niño cuyos progenitores morían lo llamaron “huérfano”, en el sentido que figura en el
diccionario y en nuestra mente? Pero: ¿qué ocurría antes, cuando el desarrollo de la medicina no
podía ni compararse con el actual y los padres (sobre todo las madres) morían cuando los niños
eran muy niños, o en sociedades que acostumbraban a que los niños sean criados por la
comunidad: acaso no llegaban a tener una personalidad definida, y satisfactoria? Además, en
aquellas sociedades: ¿estábamos efectivamente frente a un huérfano o existían otras palabras
para designar la situación de esos niños, asumiendo que existían otras palabras porque la
situación representaba algo distinto que lo que representa para nosotros? Y a propósito del
desarrollo psíquico: ¿hubo que esperar a que en el Occidente capitalista existiera la familia tal
como la conocemos ahora (o la conocimos hasta hace poco) para que los niños se desarrollen
satisfactoriamente? ¿Qué tiene ésto de natural?
¿Por qué sentimos que algo se remueve, se violenta dentro nuestro cuando una persona de
cualquier sexo se comporta, siente y piensa como –presuntamente- lo hacen (y deberían hacer) las
personas de otro sexo? ¿Es lógica nuestra inquietud porque está escrito en el orden natural que se
pueden deducir sentimientos y comportamientos de una persona a partir de su sexo anatómico,
como si entre nuestra anatomía y nuestros sentimientos pudiera efectucarse más allá de nosotros
una operación matemática? ¿Es natural inferir de la biología de un sexo, un género de
comportamientos sexuales, y una clase de personas con las que practicarlos y con las que no
practicarlos? ¿Y todo esto porque la biología de nuestro sexo es natural, es lo que está allí… y
nada más?
Pensemos por algunos minutos en algunas de las actividades más comunes y más simples que
realizamos todos los días; recordemos las frases o palabras que solemos usar como muletillas, las
utilizadas con mayor frecuencia en nuestras conversaciones y que varían según la edad de los
interlocutores, entre otros factores; reflexionemos si esas cosas que hacemos o decimos, las
hacemos y decimos porque son así, como si existiera una ajuste atemporal entre las palabras y las
cosas.
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Pero no hemos presentado estas situaciones por responder al estilo de un anecdotario. Detrás de
estos ejemplos existe una invitación que consiste en estampar dudas y más dudas sobre el punto
neurálgico de las obviedades no cuestionadas, en ese catálogo habitualmente impensado de cosas
hechas y por hacer, dichas y por decir, que es el mundo de nuestra vida cotidiana. Para ello, es
preciso adoptar una disposición básica a la hora de pensar cualquier sociedad: la de estar
dispuestos a dudar del carácter incontestable de las acciones y comportamientos de las personas.
Esta actitud cuestionadora es el primer paso para “desnaturalizar lo social”. Es disponerse a
descubrir qué ha hecho la sociedad de nuestra naturaleza humana. “Procrear” entonces, no será
sólo procrear, ni “amar” será sólo amar porque es así y ha sido así desde siempre, ni el “sexo” una
mera cuestión de la biología, ni la “muerte” algo que va de suyo que evitemos por cualquier medio;
y todo ello, porque respondamos a ciertos instintos y sentimientos naturales.
“Procrear”, “amar”, “sexo” y “muerte” (ejemplos que incluyen una larga lista de etcéteras) no
pertenecen a ningún indeleble orden natural que se expresa con posterioridad en el mundo de la
cultura; al contrario: es el mundo de la cultura el que desde siempre extiende sus brazos sobre el
mundo de la naturaleza humana hasta un punto que lo volvió –desde el principio- irreconocible. Por
eso, “procrear”, “amar” o “crianza” presuponen una forma presupuesta de amar, procrear y criar
para quienes están comprometidos en esas acciones dentro de una sociedad determinada, y esa
forma no es natural puesto que sólo ellos (en principio) pueden presuponerla: y es que realmente,
es a muchos de nosotros a quienes se nos ocurre que lo natural es que dos personas (una de
cada sexo que en algún momento debieron estar enamorados) sean los candidatos ideales para
criar un recién nacido. Pero –estemos seguros- estas ideas no se activarían en otras personas más
lejanas en el tiempo (o en este mismo momento… ¿quién puede saberlo?).
Este paquete de acciones y sentimientos reclaman de un plus para hacerse inteligibles y que
revela el dato básico de toda sociedad: el plus de la significación. A diferencia de los elementos y
sucesos que pueblan el mundo de la naturaleza, los objetos y los sucesos que forman parte del
mundo social están inmersos en un horizonte de significatividad siempre variable, pero que los
vuelven relevantes para los grupos humanos, históricamente situados.
Las cuestiones sobre las que podríamos preguntarnos pueden ser infinitas, y seguramente las
respuestas darán por sentado que las hacemos por costumbre. Pero suele sucedernos que, de
pensar que hacemos las cosas por costumbre estamos a un paso de pensar que las hacemos
porque es normal, y que, de pensar que las costumbres están relacionadas con la normalidad,
pensar que estamos a pocos pasos de lo natural, ese orden inmutable que parece imponerse a los
seres humanos a pesar de que existe porque nosotros pensamos que existe. En realidad, sin la
colaboración de nuestro pensamiento no existiría nada natural (ni anti-natural, como veremos).
Pensar de esta forma tiene una consecuencia que más arriba denominamos la “naturalización de lo
social”, esto es, una manera de pensar los sucesos sociales (y a nosotros dentro de ellos) en
términos sobre todo estáticos, como si estuvieran dados de una vez y para siempre. Pero debemos
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notar que la naturalización de lo social, no es una mera cuestión cognitiva, también trae consigo
una cuestión moral: ambos aspectos, en los hechos, aparecen indisociados. Reparemos en los
ejemplos que vinimos presentando y notemos que el pensamiento naturalizante tiene la triste (y a
menudo trágica) particularidad de producir los pensamientos contrarios, es decir, allí donde se
piense de algo que es “natural”, tendremos los parámetros para detectar aquello que es
“antinatural” o “anormal” como si el hecho de no estar encuadrados en nuestras costumbres fuera
pudiera ser un criterio para distinguir entre ambas condiciones.
En su obra “No es natural. Para una sociología de la vida cotidiana” (1982), Josep-Vicent Marques
(1943-) escribe que el programa de toda sociología consiste en desnaturalizar aquello que el
pensamiento de sentido común naturalizó, lo cual no representa solamente un programa
académico, sino un antídoto ante la forma que tantas veces tenemos de situarnos ante lo que no
es igual que nosotros: un antídoto contra el “socio-centrismo”, esto es, contra esa manía de colocar
a nuestra sociedad como el parámetro con el que han de medirse (por cercanía o por lejanía, pero
siempre por distancia y defecto) las otras sociedades y las otras personas.
Si la naturalización de lo social está en la base de un universo de sentido común de clasificaciones
y calificaciones negativas de todo lo que está alejado de nuestras costumbres, desnaturalizarlo,
implicaría, al contrario, darnos una cuota de relativismo cultural (que es también una cuota de
relativismo moral) necesaria para ver las diferentes manifestaciones de la vida en una sociedad o
entre sociedades sin apresurarnos a colaborar con las clasificaciones oficiales, que casi siempre
provienen de los sitios de poder, interesados en que las cosas se piensen así, naturalmente.
Cualquier lenguaje es más inocente que el lenguaje de la “naturalidad”. Como sugirió Josep-Vicent
Marques: “Algunas formas de vida distintas de las vigentes tienen gracia, indudablemente. Para
mejor y para peor, las cosas podrían ser de otra manera, y la vida cotidiana de cada uno y cada
una (…) sería bastante diferente. La persona lectora no obtendrá de este libro grandes recetas
para cambiar la vida ni –sin que vayamos a hilar demasiado fino sobre la cuestión– grandes
incitaciones a cambiarla, pero sí algunas consideraciones sobre el hecho de que las cosas no son
necesariamente, naturalmente, como son ahora y aquí. Saberlo le resultará útil para contestar a
algunos entusiastas del orden y el desorden establecidos, que a menudo dicen que ‘es bueno y es
natural esto y aquello’, y poder decirles educadamente ‘veamos si es bueno o no, porque natural
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En el juego de palabras del título de nuestro capítulo quisimos dar cuenta de ello: si algo aparece
como natural, he allí una intervención social que carga a la cosa de ese significado, de una manera
en que la cosa es “socialmente” natural; pero si todas las cosas tienen un significado y vimos que
ese significado se altera, entonces nuestro mundo (toda clase de mundo, en realidad) es
“naturalmente” social, es decir, variable sin fin, transformable en miles de aspectos, convencional
ad infinitum.
Sin dudas que tenemos un sustrato biológico, que existen “necesidades”, “sentimientos” y
“anhelos” que sólo podemos sentir los seres humanos, pero de nada nos sirve decir que son
naturales porque las formas y los objetos por los que sentimos, anhelamos y necesitamos son muy
variables y no pueden entenderse sin la sociedad en la que nos toque vivir: “Muy pocas cosas de
las que hacemos están programadas por la biología. Nos es preciso, evidentemente, comer, beber
y dormir; tenemos capacidad de sentir y dar placer; necesitamos afecto, valoración por parte de los
otros; podemos pensar y acumular conocimientos. Pero cómo se concrete todo eso depende de las
circunstancias sociales en las que somos educados, maleducados, hechos y deshechos.”
(Marques, 1982: 16-17)
Unas últimas palabras: obviamente que si “nosotros” (los contemporáneos) nos comparamos con
las sociedades pasadas (“ellos”, los precedesores) podemos convenir en que –por una compleja
serie de factores, que no podemos desarrollar aquí- nosotros hemos desnaturalizado muchas
situaciones que estaban naturalizadas y, en este sentido, hemos perdido lo que podríamos
denominar la “inocencia sociológica” acerca del por qué de las cosas; pero, si nos hacemos cargo
de nuestro programa anti-sociocéntrico, tendríamos que pensar que esto mismo también lo
hicieron nuestros predecesores respecto de otros predecesores más lejanos aún. No obstante,
para ahondar más en ese programa, tendríamos que pensar cuánta inocencia sociológica nos
queda aún a nosotros, los contemporáneos: ¿qué es natural, hoy, para nosotros?. Y pensarlo con
la consigna que presentamos: que la inocencia sociológica que nos lleva a naturalizar las cosas, en
realidad, esconde muchas veces dificultades para la convivencia entre los seres humanos: porque
es evidente que si lo natural permite pensar en lo antinatural estamos ante ese gran problema.
Como si fuera un proceso que consiste en avances y retrocesos, las sociedades desnaturalizan y
naturalizan, desmitifican y mitifican lo que, en realidad, es el producto de su mismo quehacer. He
aquí una gran misión para sociología, más aún, para la sociología que tiene por objeto la vida
cotidiana: hacer que perdamos el grado de inocencia sociológica que siempre nos queda.
BIBLIOGRAFIA
MARQUES, Josep-Vicent: No es natural. Para una sociología de la vida cotidiana, Barcelona,
Anagrama, 1982.