La Literatura Concentracionaria Universa PDF
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La Literatura Concentracionaria Universa PDF
: GC 1206-2014
de Geografía e Historia ISSN: 1133-598X eISSN: 2341-1112
Periodicidad: anual
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Anuario de la Facultad Nº 19 • 2019. D.L.: GC 1206-2014
de Geografía e Historia ISSN: 1133-598X eISSN: 2341-1112
Periodicidad: anual
Resumen
Abstract
This paper examines the universal phenomenon of concentration camp literature. The article departs
from texts written by individuals who survived Nazi concentration camps, the Soviet Gulag, or
French internment camps, with the aim of reflecting upon the formal, thematic and pragmatic traits
that define this type of literature.
Copyright: © 2019 ULPGC. Este es un artículo de acceso abierto distribuido bajo los términos
de la licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar (by-nc-nd) Spain 3.0. 431
La literatura concentracionaria: universalidad, prepresentación y memoria
4 No obstante, hay autores que se han mostrado críticos con esta interpretación. Es el caso, por ejem-
plo, de Bernard Sicot, que, al llevar a cabo su estudio sobre la literatura testimonial de los españoles
internados en Francia después de la Guerra Civil, ha advertido de que «resulta abusivo hablar de
«campos» a propósito de la mayoría de los 'centres d’hébergement' en los que los refugiados (mujeres,
niños y hombres mayores de 50 años) vivían a menudo en pésimas condiciones pero generalmente con
un régimen de libertad que, por sí sólo, contradice el concepto de campo» (Sicot, 2010). También Clau-
dia Nickel, en su estudio sobre los campos franceses, señala el problema epistemológico que puede
plantear el hecho de referirse con la misma terminología a dos realidades complementarias y en cierto
modo similares, pero al mismo tiempo profundamente diferentes (Nickel, 2012: 40).
5 Pese a que «los campos de concentración en su estado primigenio debieron de aparecer en los gran-
des imperios (Egipto, Roma) como una forma eficaz de gestionar esclavos» (Naharro-Calderón, 2017:
80), hay cierta unanimidad en el ámbito historiográfico en situar los antecedentes históricos del fenó-
meno en la segunda mitad del siglo xix, en contextos como la Guerra de Secesión americana, la Guerra
de los Bóers en Sudáfrica o la Guerra de la Independencia cubana. Del carácter de medida militar que
tuvieron los primeros campos –que, en cierto modo, eran centros de internamiento de prisioneros en
un contexto bélico– se pasó, conforme el siglo iba avanzando, a un nuevo modelo concentracionario,
convertido a partir de las décadas de 1930 y 1940 en «sinónimo, símbolo [y] plasmación por excelencia
en sí mismo de violencia política, de imposición y de sufrimiento ajeno por causas políticas, sociales o
ideológicas» (Rodrigo, 2003: 27). La historiografía contemporánea sobre los campos de concentración,
deudora de los trabajos fundacionales de Kaminsky (1982) y Sofsky (2016), ha explicado este cambio
aludiendo a las traumáticas transformaciones que la I Guerra Mundial provocó en Europa, que conlle-
varon la conversión de los campos en lugares de internamiento masivo «no reglados por una legalidad
establecida sino por las funciones que de la reclusión pretendían obtenerse» (Rodrigo, 2003: 17). Tal
y como ha advertido Ciechanowski, la evolución de los campos implicó que pasaran de ser simples
espacios de privación de libertad con una finalidad meramente represiva –más o menos asimilables
a las cárceles– a lugares concebidos para la violencia, el maltrato, la deshumanización e incluso el
genocidio que ya no se establecían «como un fin en sí mismos, [sino que eran] el resultado de una bien
pensada y planificada –en la mayoría de los casos criminal en mayor o menor grado– política de un
país» (Ciechanowski, 2005: 77).
Más al norte, más el frío, pero los mismos problemas que en Vernet o en Djelfa: el peso
del pan, el trabajar lo menos posible, el comprar a los centinelas y a los encargados, los
mismos intereses del mando, idéntica miseria, piojos y hambre. Y no saber por qué se
está preso y, si se sabe, por una imbecilidad cualquiera o la honradez de asegurar que
no se está de acuerdo con el gobierno (1998: 345).6
hasta la liberación del campo. Pese a que el autor no fue testigo ni víctima, Maus
puede ser incluido dentro del corpus concentracionario, siempre y cuando sus
límites sean ampliados más allá del discurso meramente lingüístico y acojan a
narraciones gráficas, teniendo en cuenta su carácter de «postmemoria» y, con ello,
su deuda con la historia personal de un superviviente.13 Además, si se analiza la
obra se puede observar cómo en ella aparecen reflejadas prácticamente todas las
características temáticas y formales propias de las narraciones concentracionarias:
la dimensión cognitiva de la reconstrucción de la experiencia entre alambradas;
el valor liberador que para el autor y su padre tuvieron las conversaciones sobre
el Holocausto; la necesidad de recurrir a procedimientos metaficcionales y
ficcionales para representar una realidad imposible de aprehender por medios
convencionales –identificados, en el primer caso, con las continuas reflexiones y
dudas del autor que el cómic incluye sobre cómo mostrar la experiencia paterna
y, en el segundo, con la decisión de representar a los personajes como animales
siguiendo la lógica de la cadena alimenticia de la vida salvaje y mostrando la
absoluta despersonalización a la que sometía el campo: judíos como ratones, nazis
como gatos, kapos como cerdos… (Figura 1)–; la apelación al recuerdo para no
dejar caer en el olvido lo sucedido en el campo y para mantener viva la memoria
de quienes fallecieron allí, etc.
3. EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN
una narración «que exprese la conmoción (…) y haga partícipes [a los lectores] de
su emoción» (Dulong 2004: 104). En parecidos términos se han expresado Hogan
y Marín-Dòmine (2007: 14), para quienes «cualquier intento literario de hablar
desde y sobre el horror (…) llama al lector a la acción».
Si se tiene en cuenta que «testimoniar [lo vivido en los campos] implica la
imposibilidad misma de testimoniar» (Agamben, 2000: 14), debido a la excepcional
monstruosidad de la experiencia concentracionaria y a los consiguientes problemas
de representación que su inefabilidad supuso –gráficamente expresados por Primo
Levi al señalar que «el hambre de Auschwitz no es el de quien se ha saltado una
comida» (Levi, 2005: 158)–,15 casos como los de los autores anteriormente citados
pondrían de manifiesto que la ficcionalización, más que una postura estética, es
una necesidad para poder transmitir de la forma más fidedigna y precisa posible
una experiencia que parece imposible de ser reconstruida con palabras pero que,
al mismo tiempo, necesita ser contada. Por ende, escribir sobre las vivencias en
los campos «implica no solo ser capaz de acceder a la memoria sino también
verbalizarla gracias a un discurso que tiene que operar más allá de lo indecible»
(Naharro-Calderón, 2017: 130), algo que, en muchas ocasiones, conlleva superar
los límites del discurso testimonial basado en la racionalización aséptica de la
propia experiencia, pues «contar bien significa: de manera que sea escuchado» y el
relato de los campos no será escuchado «sin algo de artificio: ¡el artificio suficiente
para que se vuelva arte!» (Semprún, 2002: 140). Frente a la «irrepresentabilidad»
de la experiencia concentracionaria –basada en «su naturaleza tal que escapa a
la sujeción del lenguaje para describirlo o cualquier medio para representarlo»
(Baer, 2006: 92) y sintomáticamente expuesta por Semprún al señalar que su
vivencia en Buchenwald fue, más que «indecible, (…) invivible» (2002: 25)–,16
la recurrencia a estrategias de estetización y ficcionalización supone priorizar la
rememoración de las experiencias de sufrimiento personal al detalle, la exactitud
y el dato riguroso en la reconstrucción del campo. Así lo mostró, por ejemplo,
15 Análogas palabras a las de Levi utilizó Kertész: «Ya antes había experimentado –o así lo creía– el
hambre, (…) pero no conocía el hambre “a largo plazo” por decirlo de alguna manera (…): mis ojos no
veían otra cosa que comida, mis pensamientos, mis actos, todo mi ser se ocupaba exclusivamente de
eso, y si no me comía la madera, el hierro o los guijarros, era solo por la imposibilidad de masticarlos o
digerirlos» (Kertész, 2006: 165). Asimismo, la distancia entre la realidad y su representación textual fue
expuesta también por otros supervivientes como Jorge Semprún –«Humo: todo el mundo sabe lo que
es, cree saberlo. En todas las memorias de los hombres hay chimeneas que humean. (…) Pero de este
humo de aquí, no obstante, nada saben. Y nunca sabrán nada. (…) Nunca sabrán, no pueden imaginar-
lo, por muy buenas intenciones que tengan» (Semprún, 2002: 23)–, Eugene Kogon –«¡Qué fácilmente se
escribe ahora lo de tener que estar de pie y sin comer toda la tarde y toda la noche hasta el mediodía
siguiente, después de una jornada de trabajo agotadora, y el número de muertes que esto costaba cada
vez!» (Kogon, 2005: 123)– o Manuel Andújar –«El que lea estas líneas (…) debe tener en cuenta que lo
dicho es insignificante reflejo de lo que (…) sucedió» (Andújar, 1990: 14)–.
16 Una de las primeras vivencias de Elie Wiesel en Auschwitz expone la imposibilidad que los propios
supervivientes tenían de asimilar el horror del que estaban rodeados: «No lejos de nosotros, de un
foso, subían llamas, llamas gigantescas. Estaban quemando algo. Un camión se acercó al foso y descar-
gó su carga: eran niños. ¡Eran bebés! Sí, los vi, con mis propios ojos los vi. Niños entre las llamas (...)
No podía creerlo. ¿Cómo era posible? (…) No, todo eso no podía ser verdad. Una pesadilla… Pronto
despertaría sobresaltado, latiéndome el corazón y me encontraría en mi cuarto, con mis libros…»
(Wiesel, 2008: 43). Similares términos usó Ferrán de Pol al señalar que, en su ingreso en el campo, los
republicanos españoles estaban «atónitos», sin querer «creer lo que veían [sus] ojos» y con «miedo de
afrontar la realidad» (Ferrán del Pol, 2003: 50).
Hemos preferido la forma novelística porque [parecía] la más fiel a la verdad íntima de
los que vivimos aquella aventura. Después de todo cuanto se ha escrito de los campos,
con la fría elocuencia de las cifras y de las informaciones periodísticas, creemos que,
reflejando la vida de unos personajes, reales o no, sumergidos en dramático clima de
sus circunstancias, podremos dar una más justa y viviente impresión que limitándonos
a su exposición objetiva (Amat-Piniella, 2014: 9).
Los ojos ajenos de los turistas se pasean por el ambiente que fue testigo de nuestra
anónima cautividad (…) [pero] sus miradas (y de eso estoy completamente seguro)
nunca podrán penetrar en el abismo del mal con que fue castigada nuestra fe en la
dignidad humana (…).
Ningún panel [con informaciones dirigidas a los turistas] podrá jamás ilustrar
el estado de ánimo de un hombre que tiene la sensación de que el tazón de hierro
de su vecino contiene medio dedo de líquido amarillo más que el suyo. Está claro
17 Ninguna de las cuatro obras íntegramente centradas en la recreación de su experiencia como pri-
sionero en Buchenwald que el autor escribió –El largo viaje (Le grand voyage, 1963), Aquel domingo (Quel
beau dimanche!, 1980), La escritura o la vida (L’écriture ou la vie, 1994) y Viviré con su nombre, morirá con el
mío (Le mort qu’il faut, 2001)– «pueden tomarse como hechos históricos puros, ni tampoco como mera
ficción (…): son una mezcla de experiencias vestidas de literatura, un tapiz de ficción y recuerdos»
(Fox Maura, 2016: 87).
18 Un pasaje similar puede encontrarse en la obra del superviviente de los campos franceses Avel·lí
Artís Gener, que varias décadas después de su cautiverio regresó a Saint-Cyprien: «Los treinta y cinco
años transcurridos han dado otra faz a lo que fueron los campos de concentración. Aquí y allá (…) han
levantado grandes complejos urbanísticos, atractivos puertos deportivos, innumerables hoteles y han
asfaltado las carreteras. (…) En estos arenales han agonizado miles de seres, en una de las más fastuo-
sas orgías de miseria que el hombre ha inventado. Y han dejado unas huellas que nunca borrarán esas
máquinas limpiadoras de arena, porque son restos morales, no físicos» (Artís, 1975: 111).
que podría reproducirse la expresión de los ojos con esa mirada especial que crea el
hambre; pero jamás podría captarse el desconsuelo de la cavidad bucal, ni tampoco
los movimientos automáticos del esófago (Gracia, 2010: 25 y 34).
4. EL VALOR COGNITIVO
De cualquier manera que termine esta guerra, la guerra contra vosotros la hemos
ganado; ninguno de vosotros quedará para contarlo, pero incluso si alguno lograra
escapar el mundo no le creería. Tal vez haya sospechas, discusiones, investigaciones
de los historiadores, pero no podrá haber ninguna certidumbre, porque con vosotros
serán destruidas las pruebas. Aunque alguna prueba llegase a subsistir, y aunque
alguno de vosotros llegara a sobrevivir, la gente dirá que los hechos que contáis son
19 La perversión del lenguaje fue otro medio a través del que se intentó difuminar las huellas de los
campos de concentración. Victor Klemperer (2001) estudió cómo, durante sus años de dominio, el régi-
men nazi transformó la lengua germana hasta hacerla perder sus más elementales señas de identidad
para convertirla en LTI –Lengua Tertii Imperio–, la lengua del Tercer Reich. Difundida en todos los
ámbitos de la sociedad, la LTI –cuyo principal objetivo fue el de cohesionar al pueblo alemán mediante
apelaciones de carácter pasional y no intelectual– se caracterizó por la proliferación de siglas, el uso
constante de conceptos como «sangre», «raíces» o «tierra», la continua utilización del entrecomillado
con valor irónico –se hablaba así, por ejemplo, de la «ciencia» judía o la «estrategia» bolchevique– o la
excesiva penetración de la terminología religiosa en el lenguaje político. Para eliminar todo vestigio de
la existencia de los campos, la LTI creó un léxico compuesto por eufemismos, entre los que destacaban
«solución final» –«enlösung»– para aludir al exterminio sistemático de judíos, «estar de viaje» –«verreist
sein»– para denominar la estancia de los internados y justificar su ausencia en su vida cotidiana o
«gimnasio» –«turnhalle»– para referirse a la sala de torturas de los campos.
demasiado monstruosos para ser creídos: dirá que son exageraciones de la propaganda
aliada, y nos creerá a nosotros, que lo negaremos todo, no a vosotros (Levi, 2005: 475).
de género, hasta hacer de los cuerpos de los deportados meros objetos carentes de
cualquier otra dimensión que no fuera la física, tal y como expuso Hannah Arendt
al referirse a que en Auschwitz «no se moría en calidad de individuos, es decir,
de hombres y de mujeres, de niños o de adultos, de jóvenes, buenos o malos,
bellos o feos, sino que todos fueron reducidos al más pequeño denominador
común de la vida orgánica (…); murieron como bestias» (Arendt, 2006: 130). En
parecidos términos se expresó Agustí Bartra, para quien la faz de los internos de
los campos franceses había terminado por convertirse en «un mismo y distinto
rostro repetido infinitamente por la mecánica de la soledad, (…) un rostro, sólo un
inmenso rostro, siempre el mismo ahora» (Bartra, 1970: 19).
5. LA DUALIDAD DE LA MEMORIA
desean «vivir para contar» y así poder «contar al mundo qué fue de los miles de
víctimas asesinadas» (Rachjman, 2005: 127), convencidos de que «la historia de los
campos de destrucción debería ser entendida por todos como una siniestra señal
de peligro» (Levi, 2005: 27). Tal y como explicó Leibirich (2003: 123), «el hecho de
que hayamos tocado fondo con Auschwitz no implica que estemos vacunados
contra acontecimientos todavía peores», por lo que la literatura concentracionaria
puede ser leída como un mensaje a las nuevas generaciones en el que se incluyen
tanto la advertencia de lo que el hombre es capaz de hacer a sus semejantes como
la enseñanza de los errores del pasado que no han de ser cometidos en el futuro.
Además, los testimonios de los supervivientes cumplen la función de
«prestar voz y palabras a quienes no las tuvieron» (López de la Vieja, 2003: 35).
Esta dimensión memorística –similar, en cierto modo, a la que Pierre Nora
advirtió en los «lugares de la memoria» (1984-1993) en la medida que «hace
recordar»– se expresa frecuentemente en los textos concentracionarios, a los que
en muchas ocasiones subyace la intención de escribir con el fin de que «el otro [el
que no sobrevivió] cobr[e] vida» (Cohen, 2006: 17). Sin ánimo de exhaustividad,
ese deseo aparece explícitamente en testimonios como los Rachjman (2005: 157)
–que aseguró haber sobrevivido «para ser un testigo de la sangre inocente que
derramaron las manos de los asesinos»)–, Semprún (2003: 226) –que en Viviré con
su nombre, morirá con el mío transcribió un diálogo con un preso moribundo al
que le prometió «sobrevivir para poder acordarse [de él]»–; Levi (2005: 542) –que
expresó su intención de recordar a los muertos para poder hablar «por ellos, como
delegación»; Aub (2006: 422) –que en uno de sus relatos se lamentó de que «nadie,
absolutamente nadie» se acordara de los prisioneros de los campos franceses–; o
Wiesel, que expuso en La noche tanto su negativa como su incapacidad a dejarse
vencer por el olvido:
Jamás olvidaré esa noche, esa primera noche en el campo que hizo de mi vida una
sola larga noche bajo siete vueltas de llave. Jamás olvidaré esa humareda. Jamás
olvidaré las caritas de los chicos que vi convertirse en volutas bajo un humo azul.
Jamás olvidaré esas llamas que consumieron para siempre mi fe. Jamás olvidaré ese
silencio nocturno que me quitó para siempre las ganas de vivir. Jamás olvidaré esos
instantes que asesinaron a mi Dios, y a mi alma, y a mis sueños que adquirieron el
rostro del desierto. Jamás olvidaré, aunque me condenaran a vivir tanto como Dios.
Jamás (Wiesel, 2008: 44-45).
El hecho de que quienes sobrevivieron a los campos se fijen como propósito vital
dar cuenta de las atrocidades sufridas y, con ello, convertirse en representantes de
quienes fallecieron y no pueden tener ya voz explica el carácter de memoria activa
que tienen los textos concentracionarios. Se escribe para dar voz a quien ya no la
tiene ni jamás podrá tenerla y se hace con la intención de perdurar en el tiempo
y de penetrar en todas las estructuras posibles, para que el conocimiento de la
realidad concentracionaria pueda alcanzar a todos. Este imperativo memorístico
provoca que, como ha señalado Joan-Carles Mèlich, los textos concentracionarios
sean «relatos de ausencias», pues «sus protagonistas (…) no son los autores
sino las víctimas que surgen en el relato, y que no han sobrevivido para poder
contarlo» (Mèlich, 2001: 23). La importancia de los muertos resulta fundamental,
como evidencian las dedicatorias de muchos de los ejemplos del corpus, en las
que los autores recuerdan y honran a «las millones de personas que no podrán
regresar jamás para contar sus historias» (Wu, 2008: 5); «a todos aquellos que no
han vuelto» (Pahor, 2010: 21); «a los compañeros caídos» (Amat-Piniella, 2014:
9) o a «aquellos a los que no les alcanzó la vida para contar esto» (Solszhenitsyn,
1973: 9). Narrada en la novela testimonial de Levi La tregua (1963), la historia
de Hurbinek, un niño de tres años nacido en Auschwitz y que malvivía en un
barracón sin saber hablar, limitándose a emitir una serie de sonidos inconexos,
resulta de suma relevancia para entender la importancia que tiene en la literatura
concentracionaria la capacidad de «hacer presentes» a los ausentes y, en cierto
modo, puede ser interpretada como la de todos los presos incapaces de contar su
historia pero que «hablan» a través de la palabra del superviviente:
Hurbinek no era nadie, un hijo de la muerte, un hijo de Auschwitz. Parecía tener unos
tres años, nadie sabía nada de él, no sabía hablar y no tenía nombre: aquel curioso
nombre de Hurbinek se lo habíamos dado nosotros (…). Estaba paralítico de medio
cuerpo y tenía las piernas atrofiadas, delgadas como hilos; pero los ojos, perdidos en
la cara triangular y hundida, aseteaban atrozmente a los vivos, llenos de preguntas,
de afirmaciones, del deseo de desencadenarse, de romper la tumba de su mutismo. La
palabra que le faltaba y que nadie se había preocupado de enseñarle, la necesidad de
la palabra, apremiaba desde su mirada con una urgencia explosiva: era una mirada
salvaje y humana a la vez, una mirada madura que nos juzgaba y que ninguno de
nosotros se atrevía a afrontar, de tan cargada como estaba de fuerza y dolor (…).
Hurbinek, que tenía tres años y probablemente había nacido en Auschwitz, y nunca
había visto un árbol; Hurbinek, que había luchado como un hombre, hasta el último
suspiro, por conquistar su entrada en el mundo de los hombres, del cual un poder
bestial lo había exiliado; Hurbinek, el «sinnombre», cuyo minúsculo antebrazo había
sido firmado con el tatuaje de Auschwitz; Hurbinek murió en los primeros días
de marzo de 1945, libre pero no redimido. Nada queda de él: el testimonio de su
experiencia son estas palabras mías (Levi, 2005b: 264).
7. BIBLIOGRAFÍA