La Literatura Concentracionaria Universa PDF

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Anuario de la Facultad Nº 19 • 2019. D.L.

: GC 1206-2014
de Geografía e Historia ISSN: 1133-598X eISSN: 2341-1112
Periodicidad: anual

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Vegueta. Anuario de la Facultad de Geografía e Historia
19, 2019, 431-455
eISSN: 2341-1112

La literatura concentracionaria: universalidad,


representación y memoria

The Literature of Concentration Camps: Universality,


Representation and Memory

Javier Sánchez Zapatero


Universidad de Salamanca
http://orcid.org/0000-0003-1288-4651
[email protected]

Recibido: 14-05-2018; Revisado: 01-11-2018; Aceptado: 28-11-2018

Resumen

El artículo supone una aproximación al fenómeno universal de la literatura concentracionaria. A


partir del análisis de textos escritos por supervivientes de los campos nazis, el Gulag o los campos
de internamiento franceses, se intentan esbozar las principales características temáticas, formales y
pragmáticas de este tipo de escritura.

Palabras clave: Literatura comparada, Campos de concentración, Memoria, Testimonio,


Representación.

Abstract

This paper examines the universal phenomenon of concentration camp literature. The article departs
from texts written by individuals who survived Nazi concentration camps, the Soviet Gulag, or
French internment camps, with the aim of reflecting upon the formal, thematic and pragmatic traits
that define this type of literature.

Keywords: Comparative Literature, Concentration Camps, Memory, Testimony, Representation.

1. LOS LÍMITES DEL CORPUS

Abordar el estudio de la representación literaria de la experiencia de los


supervivientes de los campos de concentración implica fijar, como punto de partida
y premisa fundamental, los límites del corpus de estudio. El establecimiento de
las dimensiones y características de las fuentes primarias está intrínsecamente
relacionado con la candente cuestión sobre la singularidad de la Shoah y el debate
sobre la conveniencia de analizar sus características en un marco epistemológico
contrastivo. Grosso modo, las posturas sobre la consideración del Holocausto
oscilan entre, por un lado, la insistencia en considerarlo un acto único e irrepetible
imposible de ser comparado con otros sin caer en la banalización por suponer
«la aniquilación total de la persona, de un pueblo, de las ideas, de la razón»

Copyright: © 2019 ULPGC. Este es un artículo de acceso abierto distribuido bajo los términos
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La literatura concentracionaria: universalidad, prepresentación y memoria

(Mantegazza, 2006: 16) y, por otro, su interpretación como instrumento al servicio


de una memoria ejemplar y universalizadora y, en consecuencia, como «modelo,
paradigma o marco interpretativo» (Baer, 2006: 79) susceptible de ser relacionado
con otras realidades históricas.
Es evidente que la barbarie suprema que implicó la aniquilación premeditada
y minuciosamente calculada de los campos de exterminio, en los que el ser humano
era cosificado hasta el punto de utilizar toda su fuerza bruta a partir del mínimo
gasto y de aprovechar con usos industriales sus despojos, es excepcional y única.
Ahora bien, admitiendo que no todos los sistemas concentracionarios1 son iguales,
y que esa sistematicidad del horror es incomparable a la violencia sufrida en otros
espacios de reclusión, es posible plantear analogías entre ellos, y, en el caso que
nos ocupa, metodologías transversales, propias de la Literatura Comparada, para
analizar un tipo de escritura marcada por la misma universalidad del fenómeno
del que parte. Para ello, es necesario partir de, al menos, dos premisas. En
primer lugar, se ha de tener en cuenta que cualquier acercamiento al fenómeno
concentracionario ha de intentar «explorar la imbricación de lo particular y lo
universal en lo que se refiere a los campos»2 (Hogan y Marín-Dòmine, 2007: 7),
evitando que la mirada global implique la pérdida de singularidad de cada
una de las realidades históricas. Y, en segundo, se ha de asumir que todos los
campos, independientemente de su origen, su contexto y sus características
concretas, se basan en el «desprecio por la humanidad de sus moradores», que
provoca la aparición, en diversas escalas,3 de «la concentración, el apartamiento,
la desaparición de los derechos más fundamentales, las condiciones deterioradas
de supervivencia que van desde el exterminio programado hasta la probabilidad
aleatoria» (Naharro-Calderón, 2017: 87-88). Conviene recordar, en ese sentido,
que a pesar de la tendencia a identificar los campos con su más icónica y
dramática representación –Auschwitz y, por extensión, los centros de exterminio
nazis; el Holocausto y la persecución de los judíos– el corpus concentracionario
acoge también textos testimoniales que evocan el paso por el Gulag soviético, el
Laogai chino, los centros de internamiento franceses, los campos franquistas o los
sistemas de reclusión forzosa instalados por diversas dictaduras latinoamericanas.
1 El término «concentracionario» es un galicismo, derivado del original «concentrationnaire». A partir
de la obra del superviviente de Buchenwald, David Rousset El universo concentracionario (L’universe
concentrationnaire, 1945) –uno de los primeros testimonios sobre los campos nazis–, su uso se ha popu-
larizado, especialmente en el discurso teórico y crítico sobre los campos de concentración.
2 Aquí y en el resto de casos, la traducción es mía.
3 Partiendo de la premisa de que la deshumanización es inherente a todos los sistemas concentracio-
narios, el propio Naharro-Calderón ha distinguido entre los campos «de la muerte» –en los que la
aniquilación de los internos respondía a un plan premeditado y sistemático, como en los casos nazis
de Auschwitz-Birkenau o Treblinka–; los esclavistas o de «exterminio relativo» –en los que la muerte
de los prisioneros solía ser la lógica consecuencia de un perverso sistema de trabajos forzados, como
Buchenwald, Dachau, Mauthausen o gran parte de los modelos del Gulag soviético–; los de «represión
arbitraria» o «mortalidad relativa» –entre los que se sitúan los centros de internamiento franceses de
Le Vernet o Djelfa, o el de Albatera, perteneciente al universo concentracionario franquista–; y los de
«deshumanización relativa» –ejemplificados en los campos de refugiados franceses en los que fueron
encerrados los republicanos españoles tras su éxodo masivo de 1939– (Naharro-Calderón, 2017: 87-
88). Por su parte, Ciechanowski (2005: 81) ha clasificado los campos en dos grandes grupos, oscilantes
entre los de exterminio inmediato –en los que las ejecuciones estaban sistematizadas y planificadas, y
que tendrían su más paradigmático ejemplo en el caso de la Shoah– y aquellos en los que la muerte se
producía como consecuencia de inhóspitas condiciones de vida, en las que se combinaban la violenta
hostilidad con la que eran tratados los prisioneros con el frío, el hambre, la falta de salubridad y las
duras circunstancias que tenían que soportar.

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Javier Sánchez Zapatero

Semejante concepción unitaria, sustentada en la idea de que «aunque no sean


expresamente de exterminio, todos los campos contienen las semillas maléficas
del exterminio» (Leiberich, 2003: 117),4 provoca que todas las víctimas sufran
análogos procesos de despersonalización conducentes a la muerte. En palabras de
Todorov, «el mismo tipo de conducta puede verse en Buchenwald o en Volgda,
o en los campos chinos o en los cubanos» (2003: 113), mientras que, según Martin
Amis, «dadas las circunstancias, todos los campos eran de exterminio: los que
no morían inmediatamente en Auschwitz, que era campo de trabajo y campo de
exterminio, solían durar tres meses; parece que la media en los campos de trabajo
del archipiélago Gulag era de dos años» (2006: 27).
La equiparación de los fenómenos concentracionarios también se basa en el
hecho de que aquellos que deciden escribir sobre lo vivido acostumbran a utilizar,
casi de forma sistemática, análogos procedimientos y recursos expresivos.
De ahí que autores como Ciechanowski hayan abogado por «regresar a una
denominación homogénea de los fenómenos parecidos» (Ciechanowski, 2005: 77)
para plantear metodologías de estudio sobre las realidades concentracionarias.
Dado que la experiencia de los campos ha sido repetida en numerosos lugares,
periodos y contextos a partir de sus primeras manifestaciones históricas a finales
de siglo XIX5 y, por consiguiente, la procedencia, la época y la cultura de quienes
la han sufrido y han decidido escribir sobre ella han sido diversas, el corpus que
se ha ido conformando se define por «no restringirse a un fenómeno nacional»
ni, por tanto, «pertenecer exclusivamente a una literatura nacional, un concepto
(…) demasiado restrictivo para captar y comprender la complejidad de esta

4 No obstante, hay autores que se han mostrado críticos con esta interpretación. Es el caso, por ejem-
plo, de Bernard Sicot, que, al llevar a cabo su estudio sobre la literatura testimonial de los españoles
internados en Francia después de la Guerra Civil, ha advertido de que «resulta abusivo hablar de
«campos» a propósito de la mayoría de los 'centres d’hébergement' en los que los refugiados (mujeres,
niños y hombres mayores de 50 años) vivían a menudo en pésimas condiciones pero generalmente con
un régimen de libertad que, por sí sólo, contradice el concepto de campo» (Sicot, 2010). También Clau-
dia Nickel, en su estudio sobre los campos franceses, señala el problema epistemológico que puede
plantear el hecho de referirse con la misma terminología a dos realidades complementarias y en cierto
modo similares, pero al mismo tiempo profundamente diferentes (Nickel, 2012: 40).
5 Pese a que «los campos de concentración en su estado primigenio debieron de aparecer en los gran-
des imperios (Egipto, Roma) como una forma eficaz de gestionar esclavos» (Naharro-Calderón, 2017:
80), hay cierta unanimidad en el ámbito historiográfico en situar los antecedentes históricos del fenó-
meno en la segunda mitad del siglo xix, en contextos como la Guerra de Secesión americana, la Guerra
de los Bóers en Sudáfrica o la Guerra de la Independencia cubana. Del carácter de medida militar que
tuvieron los primeros campos –que, en cierto modo, eran centros de internamiento de prisioneros en
un contexto bélico– se pasó, conforme el siglo iba avanzando, a un nuevo modelo concentracionario,
convertido a partir de las décadas de 1930 y 1940 en «sinónimo, símbolo [y] plasmación por excelencia
en sí mismo de violencia política, de imposición y de sufrimiento ajeno por causas políticas, sociales o
ideológicas» (Rodrigo, 2003: 27). La historiografía contemporánea sobre los campos de concentración,
deudora de los trabajos fundacionales de Kaminsky (1982) y Sofsky (2016), ha explicado este cambio
aludiendo a las traumáticas transformaciones que la I Guerra Mundial provocó en Europa, que conlle-
varon la conversión de los campos en lugares de internamiento masivo «no reglados por una legalidad
establecida sino por las funciones que de la reclusión pretendían obtenerse» (Rodrigo, 2003: 17). Tal
y como ha advertido Ciechanowski, la evolución de los campos implicó que pasaran de ser simples
espacios de privación de libertad con una finalidad meramente represiva –más o menos asimilables
a las cárceles– a lugares concebidos para la violencia, el maltrato, la deshumanización e incluso el
genocidio que ya no se establecían «como un fin en sí mismos, [sino que eran] el resultado de una bien
pensada y planificada –en la mayoría de los casos criminal en mayor o menor grado– política de un
país» (Ciechanowski, 2005: 77).

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La literatura concentracionaria: universalidad, prepresentación y memoria

literatura» (Nickel, 2010: 68). De este modo, debido a su carácter intercultural


y plurilingüe, se convierte en un objeto de análisis especialmente fértil para el
comparatismo literario, dada su intención de «ocuparse del estudio de conjuntos
supranacionales» (Guillén, 2005: 27). No en vano, sin ánimo de exhaustividad,
entre los supervivientes que escribieron sobre su paso por los campos hay
alemanes, franceses, italianos, españoles, rumanos, húngaros, polacos, rusos,
japoneses, etc. de distintas generaciones, tradiciones culturales y usos lingüísticos.
Uno de los textos que de forma más paradigmática evidencia esta
universalidad es Prisionera de Stalin y Hitler (Als Gefangene bei Stalin und Hitler,
1948), el libro testimonial que la alemana Margarete Buber-Neumann escribió
sobre su experiencia en el Gulag soviético y, años después y en virtud del
intercambio de prisioneros decretado en una de las condiciones del Pacto
Ribbentrop-Molotov de 1939, en un campo de concentración nazi. En la obra se
muestran, en primer lugar, las concomitancias entre los campos en los que fue
internada, marcadas por su deseo de despersonalizar al enemigo, y, en segundo,
la equiparación de las estrategias textuales y narrativas con las que la autora se
enfrentó a su representación. También Arthur Koestler, que estuvo internado en
el campo francés de Vernet y en el nazi de Dachau en la década de 1940, mostró
las similitudes –y también las diferencias– entre ambos espacios, caracterizados
por la desconsideración hacia quien se consideraba enemigo o diferente: «En el
campo de Vernet los golpes eran cotidianos; en Dachau se golpeaba a uno hasta
que muriera. En el campo de Vernet se moría la gente por falta de atención
médica; en Dachau se mataba a la gente adrede» (Koestler, 1941: 19). Esta misma
identificación subyace a la reacción que la lectura de Un día en la vida de Iván
Denísovich (Один день Ивана Денисовича, 1962) produjo en Max Aub. Al conocer
las penosas experiencias de los campos siberianos, base histórica de la novela, el
autor español relacionó de forma inmediata lo vivido por Alexandr Solszhenitsyn
con su peripecia personal en diversos espacios concentracionarios franceses a
comienzos de la década de 1940:

Más al norte, más el frío, pero los mismos problemas que en Vernet o en Djelfa: el peso
del pan, el trabajar lo menos posible, el comprar a los centinelas y a los encargados, los
mismos intereses del mando, idéntica miseria, piojos y hambre. Y no saber por qué se
está preso y, si se sabe, por una imbecilidad cualquiera o la honradez de asegurar que
no se está de acuerdo con el gobierno (1998: 345).6

Tal y como manifiestan las reflexiones de estos autores, y como se irá


desgranando en las siguientes páginas, los textos concentracionarios coinciden,
más allá de en su carácter autobiográfico y en la condición de supervivientes de
sus autores, en la utilización de los mismos esquemas argumentales –basados,
grosso modo, en la adecuación a un esquema narrativo que va desgranando
el progresivo proceso de deshumanización sufrido en los campos, como si se
tratara de una inversión del clásico modelo del bildungsroman–;7 la recurrencia
6 Análogas palabras vertió Jorge Semprún al referirse a los cuentos que sobre su experiencia en el
Gulag escribió Gustaw Herling, recopilados en Un mundo aparte (Inny Swiat, 2012): «Me gustaba escu-
char sus relatos, la historia y las historias de la larga aventura –tan distinta, a veces incluso opuesta,
pero esencialmente similar– de sus vidas (…), la larga aventura de unas vidas rotas y forjadas en la
experiencia directa del totalitarismo ruso» (Semprún, 2012: 9)
7 A pesar de que se acostumbra a identificar a la literatura concentracionaria de forma exclusiva con
el género narrativo, pues a él se adscriben la mayoría de los ejemplos, hay que tener en cuenta que
autores como Paul Celan o Max Aub también escribieron textos poéticos a partir de su experiencia en
los campos.
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Javier Sánchez Zapatero

a los mismos tópicos temáticos –la muerte, la denuncia de las condiciones


de vida, la capacidad del hombre de ejercer violencia sobre sus semejantes, la
necesidad de supervivencia, etc.–; la reflexión sobre cómo representar lo vivido
–que acostumbra a desembocar en dos posibilidades expresivas, oscilantes
entre la sobriedad y el artificio estetizante, así como en la reflexión sobre la
imposibilidad de transmitir con palabras el extraordinario horror sufrido–; el uso
de recursos expresivos –metáforas animalizadoras para mostrar la degradación
sufrida, símiles para intentar transmitir la realidad del campo, etc.–; la voluntad
performativa de convertirse en memoria activa que no permita dejar caer en el
olvido lo que supusieron los campos para evitar con ello su repetición en el futuro
–ejemplificada tanto en las continuas apelaciones al lector para mantener vivo el
recuerdo de lo experimentado como en el carácter imperativo con el que muchos
supervivientes concibieron la escritura–, etc.8 Asimismo, también se ha de tener
en cuenta que, como ha advertido Cate-Arries, «la mayor parte de la literatura
que se ha escrito sobre los campos recrea de una manera similar el lugar de estos
por medio del tropos del vacío, como una nada innombrable cuyos habitantes,
deshumanizados y desmoralizados, se ven permanente amenazados por las
fuerzas brutas tanto de la naturaleza como del hombre» (Cate-Arries, 2012: 31).
Ahora bien, pese a esas similitudes, hay que advertir que la literatura
concentracionaria presenta un carácter heterogéneo que se manifiesta en la propia
diversidad de los textos. Trascendiendo las distintas, aunque profundamente
vinculadas, realidades a las que hacen referencia, y la variedad lingüística, los
testimonios de los supervivientes presentan diferencias a nivel morfológico –hay
crónicas, diarios, memorias, confesiones, autoficciones, ficciones «basadas en
hechos reales» e incluyo ensayos–, ontológico –en algunos casos, se trata obras
autónomas, mientras que en otros la vivencia del campo se inserta dentro de una
narración que abarca más acontecimientos–, formales –algunos autores narran
los hechos en orden lineal, otros los agrupan en función de criterios temáticos,
según su valor traumático o dependiendo de la intensidad con la que se hagan
presentes su mente–, de extensión, etc. Además, hay diferencias también en las
fechas en las que fueron compuestos –y editados–, algo que, lejos de ser baladí,
permite «pensar históricamente la participación de los textos en las circunstancias
políticas y sociales en las que surgieron y la influencia de estos contextos en la
propia construcción de los relatos» (Simón, 2012: 27): no es lo mismo, por ejemplo,
que un texto sobre los campos nazis se publicase a finales de la década de 1940 o
durante la de 1950, cuando prácticamente no había noticias ni referencias sobre
el fenómeno concentracionario, a que aparezca en el siglo xxi, cuando toda la
iconografía del Holocausto ha sido ya fijada en la memoria colectiva a través
de medios de comunicación de masas, y de forma especial de producciones
cinematográficas. En ese sentido, y como ha explicado Cuesta basándose en
las teorías de Jean Norton-Cru, conviene distinguir y resaltar la importancia de
aquellos testimonios escritos inmediatamente después de la salida de los campos,
pues «emana[n] directamente de la experiencia personal e intransferible de los
acontecimientos vividos: (…) el primer relato se produce (…) antes de toda
formulación, cuando aflora la vivencia personal (…) con los estados emocionales
aún vivos, (…) [sin] contagio de otras memorias individuales, o de la colectiva u
oficial» (Cuesta, 2008: 119).
8 Las características temáticas, formales y pragmáticas de la literatura concentracionaria fueron es-
tudiadas en un trabajo anterior (Sánchez Zapatero, 2010), en cuya metodología y principales ideas,
pertinentemente complementadas, revisadas y actualizadas, se basan las siguientes páginas.

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La literatura concentracionaria: universalidad, prepresentación y memoria

2. LA IMPORTANCIA DEL TESTIMONIO

Establecida la universalidad del fenómeno de los campos, y por extensión la


del corpus, convendría precisar que el sintagma «literatura concentracionaria»
se utiliza habitualmente en el discurso académico para clasificar a textos unidos,
más allá de por criterios temáticos o argumentales vinculados con la experiencia
de reclusión entre alambradas, por la condición de «sujetos históricos» de sus
autores, que, en consecuencia, relatan acontecimientos y vivencias experimentados
por sí mismos.9 La relevancia que adquiere el hecho de que hayan sido testigos
–y víctimas– de aquello que narran ha sido expuesta por Giorgio Agamben (2000),
para quien los significados de las dos palabras latinas que existen para referirse
a la figura del testigo exponen a la perfección lo que supone haber presenciado
la experiencia concentracionaria. Por un lado, «testes» es aquel que se sitúa como
tercero en un litigio, tal y como sucede con los supervivientes, que aportan su
voz para que se haga justicia –si no con los culpables, sí al menos con las víctimas
y con su recuerdo, evitando que caigan en el olvido–; por otro, «superstes»
se refiere a quien ha atravesado una determinada situación y se encuentra no
solo posibilitado, sino también legitimado, para hablar de ello, otorgando a su
testimonio un valor diferenciador frente al de quienes escriben sobre los campos
a partir del estudio o la documentación. Por eso en este corpus no se incluyen
obras como Las benévolas (Les Bienveillantes, 2006), de Jonathan Littell, o El niño con
el pijama de rayas (The Boy in the Striped Pyjamas, 2006), de John Boyne, ficciones
escritas por autores contemporáneos cuyo conocimiento de los campos no
procede de la propia experiencia sino de la documentación histórica, el análisis
de estudios y la lectura de textos memorialísicos de supervivientes, puesto que,
como ha asegurado Reyes Mate, es necesario «construir una teoría de la verdad
[sobre lo sucedido en los campos] que pivote sobre el testimonio» (Mate, 2008:
19).10 La capacidad de transmitir que se estuvo «allí» cobra gran relevancia,
provocando con ello que el criterio de autoridad legitime el testimonio de los
autores y lo convierta en fuente primaria de lo acontecido en los campos. De
esta forma, «el testimonio recae indivisiblemente sobre el hecho narrado y sobre
la presencia del narrador» (Cuesta, 2008: 129), cuya vinculación se intensifica a
través de recursos formales propios de la literatura autobiográfica como el uso
de la primera persona del singular –que, en la medida que los supervivientes
asumen hablar «en representación» de quienes fallecieron en los campos, muchas
veces se formula en plural–;11 el relato retrospectivo en pasado; el continuo uso
9 Dentro de la uniformidad que implica el hecho de ser testigos, hay que tener en cuenta que los
supervivientes no solo parten de experiencias históricas diferentes, sino que también las perciben y
representan desde su propia singularidad. Semejante diversidad provoca que sea posible aplicar crite-
rios de tipo cultural, político, ideológico, cronológico o de género a la hora de afrontar el estudio de la
nómina de autores concentracionarios y que, por citar algunos ejemplos, se haya de tener en cuenta si
la razón del internamiento responde a su compromiso político o a que su mera existencia representaba
algún tipo de alteridad –como sucede con los judíos, afectados por la denominada «culpa por haber
nacido» (Camon, 1996: 50)–; si el autor es hombre o mujer –puesto que en el imaginario colectivo pa-
rece haberse incardinado la imagen masculina de la víctima concentracionaria, cuando el fenómeno
también afectó a miles de mujeres–, etc.
10 Para profundizar en la cuestión de la representación de los campos y la necesidad de abordar desde
un prisma diferente los testimonios de los supervivientes de otras representaciones artísticas o histo-
riográficas, consúltense los trabajos de Baer (2006), Cohen (2006), Parrau (1995), Sánchez Zapatero
(2010) y Young (1988).
11 Piénsese, en ese sentido, en el título del libro que Tadeusz Boroski escribió sobre su paso por el

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de verbos sensoriales; la inclusión de referencias a personajes reales con los que


se interactuó, a acontecimientos históricos que se presenció o a lugares concretos
por los que se pasó, etc.
La necesaria condición de testigos provoca que entre los textos del corpus
concentracionario aparezcan entremezcladas obras de autores vinculados con la
creación literaria o las esferas intelectuales con otros totalmente alejados de esos
ámbitos que solo se decidieron a escribir tras pasar una experiencia traumática
y terrible como la de los campos. Así lo expresó, por ejemplo, Primo Levi, quien
afirmó que «si no hubiera vivido la temporada en Auschwitz, es probable
que nunca hubiera escrito nada» (Levi, 2005: 244). Lejos de ser anecdótico, el
carácter fortuito y ocasional de muchos de los autores que dejaron testimonio
de su vivencia explica, por un lado, por qué en este tipo de textos el contenido
acostumbra a tener más importancia que la forma –algo que desafía su propio
estatuto literario, puesto que privilegia la función informativa por encima de la
poética (Jakobson, 1985)– y, por otro, cómo las razones que acostumbran a llevar
a los supervivientes a la escritura, trascendiendo lo meramente estético, se sitúan
a medio camino entre la liberación catártica del trauma sufrido,12 la necesidad de
comunicar a la sociedad lo sucedido en los campos y el deseo de mantener vivo el
recuerdo de quienes no pudieron sobrevivir.
A esta última motivación –obsesiva para muchos, como se detallará más
adelante– se enfrenta el hecho de que, por lógicas razones biológicas, cada vez
quedan menos supervivientes de los sistemas concentracionarios que poblaron
el mundo a mediados del siglo xx. Como formuló Semprún poco antes de su
fallecimiento, su progresiva desaparición plantea el problema de que «si no hay
memoria de verdad, viva y verídica, ¿quién contará a las nuevas generaciones, a la
de nuestros nietos, aquella historia?, ¿quién transmitirá esa memoria?» (Semprún,
2005: 36). Ante esta situación, y ante el deseo de impedir que la muerte de los
supervivientes implique el olvido de los campos, durante los últimos años se han
publicado numerosos testimonios inscritos en la denominada «postmemoria»
(Hirsch, 2015), que abarca los relatos de quienes rememoran unas vivencias
traumáticas que les fueron transmitidas por sus mayores pero que ellos jamás
llegaron a experimentar. Por la enorme repercusión adquirida –y porque, en
cierto modo, fue la obra a partir de la que se creó el concepto–, uno de los hitos
más relevantes en este ámbito ha sido Maus (1980-1991), el cómic en el que Art
Spiegelman narró la peripecia de su padre, superviviente de Auschwitz, a través
de una estructura paralela en dos dimensiones temporales: el presente, en que el
dibujante, convertido en personaje, entrevistaba a su progenitor interrogándole
sobre sus experiencias y mostraba sus dudas sobre cómo poder transmitir a través
de las viñetas toda la violencia y el dolor que hubo de sufrir; y el pasado, en el que
se relataba la historia personal del padre, en el contexto de la persecución a la que
los nazis sometieron a los judíos, desde los prolegómenos de la II Guerra Mundial
campo de concentración, Nuestro hogar es Auschwitz (U nas w Auschwitzu, 1946) o en las palabras del
superviviente del Laogai Harry Wu cuando admitía no ser «un héroe», pues su pasado no era «dis-
tinto al de otras miles de personas que no han tenido ocasión de contar sus historias» (Wu, 2008: 5).
12 La necesidad de contar –y de ser escuchado– como forma de asimilar e intentar superar todo el
horror vivido fue puesta de manifiesto por supervivientes como Primo Levi –quien confesó escribir
«porque sentía la necesidad de hacerlo» (Camon, 1996: 86), Jorge Semprún –quien afirmó que tras salir
de Buchenwald ansiaba «un oído incansable y mortal para las voces de la muerte» (Semprún, 2002:
173)– o Robert Antelme –que mostró su «deseo frenético de contar [su experiencia en los campos] con
pelos y señales» (Antelme, 2001: 9).

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La literatura concentracionaria: universalidad, prepresentación y memoria

hasta la liberación del campo. Pese a que el autor no fue testigo ni víctima, Maus
puede ser incluido dentro del corpus concentracionario, siempre y cuando sus
límites sean ampliados más allá del discurso meramente lingüístico y acojan a
narraciones gráficas, teniendo en cuenta su carácter de «postmemoria» y, con ello,
su deuda con la historia personal de un superviviente.13 Además, si se analiza la
obra se puede observar cómo en ella aparecen reflejadas prácticamente todas las
características temáticas y formales propias de las narraciones concentracionarias:
la dimensión cognitiva de la reconstrucción de la experiencia entre alambradas;
el valor liberador que para el autor y su padre tuvieron las conversaciones sobre
el Holocausto; la necesidad de recurrir a procedimientos metaficcionales y
ficcionales para representar una realidad imposible de aprehender por medios
convencionales –identificados, en el primer caso, con las continuas reflexiones y
dudas del autor que el cómic incluye sobre cómo mostrar la experiencia paterna
y, en el segundo, con la decisión de representar a los personajes como animales
siguiendo la lógica de la cadena alimenticia de la vida salvaje y mostrando la
absoluta despersonalización a la que sometía el campo: judíos como ratones, nazis
como gatos, kapos como cerdos… (Figura 1)–; la apelación al recuerdo para no
dejar caer en el olvido lo sucedido en el campo y para mantener viva la memoria
de quienes fallecieron allí, etc.

3. EL PROBLEMA DE LA REPRESENTACIÓN

Ahora bien, ni la condición de superviviente de los autores ni la


consiguiente relación de correspondencia entre el recuerdo de los hechos
vividos y su relato implican que los ejemplos del corpus presenten siempre las
características formales típicas de la autobiografía –resumidas, grosso modo, en
«el principio de identidad y el principio de veracidad: el primero establece que
autor, narrador y protagonista son la misma persona (…) [y el segundo] alude a
la referencialidad externa: lo que se cuenta en el texto se hace como expediente
de realidad, de algo acaecido» (Alberca, 2007: 67-69)–. Así lo demuestran, entre
otros, casos como los de Jorge Semprún, Imre Kertész, Tadeusz Borowski,
Joaquin Amat-Piniella, Varlam Shalámov o Max Aub, que dejaron testimonio
de su experiencia en los campos a través de prismas propios de la literatura de
ficción marcados por la recurrencia al artificio estético, la deformación de algunos
de los acontecimientos vividos, la narración como experiencias autobiográficas
de vivencias de otros compañeros, la disgregación de la peripecia personal en
las acciones de otros personajes, la ausencia de correspondencia entre narrador
y autor, etc. La utilización de semejantes recursos trasciende la idea de las
corrientes deconstruccionistas de que «toda narración de un yo es una forma de
ficcionalización, inherente al estatuto retórico de la identidad y en concomitancia
con una interpretación del sujeto como esfera del discurso» (Pozuelo, 2006:
24), puesto que implica la ubicación de los textos en un territorio de recepción
«distante de las obligaciones de la autobiografía y equidistantemente separado
de la libertad para imaginar que consagra el estatuto novelesco» (Alberca, 2007:
65). A este espacio ambivalente, al que Manuel Alberca (2007) se ha referido como
13 Así sucede también con otras obras similares, como el cómic El arte de volar (2009), de Antonio Alta-
rriba y Kim, en el que, al narrar la biografía del padre del primero, se incluye un desgraciado periplo
por un campo de internamiento francés.

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Javier Sánchez Zapatero

«pacto ambiguo» y Karlheinz Stierle (1987) como «lectura cuasipragmática»,


aluden los paratextos de las obras de los autores mencionados, puesto que, si por
un lado se incluyen en colecciones de ficción o se presentan explícitamente como
«cuentos» o «novelas», por otro aluden en las notas informativas que aparecen en
sus cubiertas a la relación biográfica de los autores con los acontecimientos que
narran (Figura 2).

Figura 1. Ilustración de Maus, tomada de Spiegelman, A. (2002): Maus,


Planeta Agostini, Barcelona.

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La literatura concentracionaria: universalidad, prepresentación y memoria

Figura 2. Captura de pantalla de la información editorial de una de las obras


concentracionarias de Jorge Semprún, en la que se puede observar la aparente paradoja
de que la obra se presenta como «novela literaria» a pesar de que en su sinopsis se dice
que relata un «episodio de la vida de Jorge Semprún». Tomado de la web de la editorial
Tusquets <www.planetadelibros.com>

Lejos de resultar contradictoria, la inclusión de ejemplos como estos en el
corpus concentracionario viene a demostrar que «el imperativo de la transmisión
de la verdad» (Parrau, 1995: 98) y, por tanto, el cumplimiento del criterio de
sinceridad por el que un autor quiere transmitir fidedignamente lo vivido,
aunque para ello tenga que sacrificar la asepsia y la objetividad rigurosa, resulta
fundamental en la literatura concentracionaria.14 Los textos de quienes lograron
escapar con vida de los campos adquieren un valor cognitivo por el que no solo
se transmite a los lectores una experiencia histórica, sino también los efectos
traumáticos que causó en quienes la sufrieron. De este modo, la intencionalidad
de ceñirse a lo sucedido se complementa con una subjetividad que, además de
poner de manifiesto que todo relato autobiográfico está focalizado desde un
punto de vista y una perspectiva singulares, se explicita «en las reacciones de los
testigos que restituyen la atmósfera del conocimiento: la emoción, la angustia, la
desesperanza, que se revelan como contenido decisivo del testimonio» (Cuesta,
2008: 118). Los testimonios «ofrecen [la] experiencia vivida», con lo que la
historia que los autores relatan es «su historia, sin pretensiones de objetividad»
(Mèlich, 2001: 33), tal y como evidenció Solszhenitsyn al señalar que, aunque
en Archipiélago Gulag (Архипелаг ГУЛАГ, 1973) había «fallos de la memoria
humana, todo ocurrió tal como se describe» (Solszhenitsyn, 1974: 6). No en vano,
según Dulong, lo que se espera de aquellos que, como los supervivientes de los
campos, tienen que relatar una experiencia personal e histórica caracterizada por
su condición traumática no es tanto un relato riguroso y preciso, sino más bien,
14 Según López de la Vieja (2003: 25), en este contexto «a pesar de que lo literario no sea 'verdadero'
en el sentido habitual del término, responde a una intención veraz y, en cierto modo, verdadera y
válida».

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Javier Sánchez Zapatero

una narración «que exprese la conmoción (…) y haga partícipes [a los lectores] de
su emoción» (Dulong 2004: 104). En parecidos términos se han expresado Hogan
y Marín-Dòmine (2007: 14), para quienes «cualquier intento literario de hablar
desde y sobre el horror (…) llama al lector a la acción».
Si se tiene en cuenta que «testimoniar [lo vivido en los campos] implica la
imposibilidad misma de testimoniar» (Agamben, 2000: 14), debido a la excepcional
monstruosidad de la experiencia concentracionaria y a los consiguientes problemas
de representación que su inefabilidad supuso –gráficamente expresados por Primo
Levi al señalar que «el hambre de Auschwitz no es el de quien se ha saltado una
comida» (Levi, 2005: 158)–,15 casos como los de los autores anteriormente citados
pondrían de manifiesto que la ficcionalización, más que una postura estética, es
una necesidad para poder transmitir de la forma más fidedigna y precisa posible
una experiencia que parece imposible de ser reconstruida con palabras pero que,
al mismo tiempo, necesita ser contada. Por ende, escribir sobre las vivencias en
los campos «implica no solo ser capaz de acceder a la memoria sino también
verbalizarla gracias a un discurso que tiene que operar más allá de lo indecible»
(Naharro-Calderón, 2017: 130), algo que, en muchas ocasiones, conlleva superar
los límites del discurso testimonial basado en la racionalización aséptica de la
propia experiencia, pues «contar bien significa: de manera que sea escuchado» y el
relato de los campos no será escuchado «sin algo de artificio: ¡el artificio suficiente
para que se vuelva arte!» (Semprún, 2002: 140). Frente a la «irrepresentabilidad»
de la experiencia concentracionaria –basada en «su naturaleza tal que escapa a
la sujeción del lenguaje para describirlo o cualquier medio para representarlo»
(Baer, 2006: 92) y sintomáticamente expuesta por Semprún al señalar que su
vivencia en Buchenwald fue, más que «indecible, (…) invivible» (2002: 25)–,16
la recurrencia a estrategias de estetización y ficcionalización supone priorizar la
rememoración de las experiencias de sufrimiento personal al detalle, la exactitud
y el dato riguroso en la reconstrucción del campo. Así lo mostró, por ejemplo,
15 Análogas palabras a las de Levi utilizó Kertész: «Ya antes había experimentado –o así lo creía– el
hambre, (…) pero no conocía el hambre “a largo plazo” por decirlo de alguna manera (…): mis ojos no
veían otra cosa que comida, mis pensamientos, mis actos, todo mi ser se ocupaba exclusivamente de
eso, y si no me comía la madera, el hierro o los guijarros, era solo por la imposibilidad de masticarlos o
digerirlos» (Kertész, 2006: 165). Asimismo, la distancia entre la realidad y su representación textual fue
expuesta también por otros supervivientes como Jorge Semprún –«Humo: todo el mundo sabe lo que
es, cree saberlo. En todas las memorias de los hombres hay chimeneas que humean. (…) Pero de este
humo de aquí, no obstante, nada saben. Y nunca sabrán nada. (…) Nunca sabrán, no pueden imaginar-
lo, por muy buenas intenciones que tengan» (Semprún, 2002: 23)–, Eugene Kogon –«¡Qué fácilmente se
escribe ahora lo de tener que estar de pie y sin comer toda la tarde y toda la noche hasta el mediodía
siguiente, después de una jornada de trabajo agotadora, y el número de muertes que esto costaba cada
vez!» (Kogon, 2005: 123)– o Manuel Andújar –«El que lea estas líneas (…) debe tener en cuenta que lo
dicho es insignificante reflejo de lo que (…) sucedió» (Andújar, 1990: 14)–.
16 Una de las primeras vivencias de Elie Wiesel en Auschwitz expone la imposibilidad que los propios
supervivientes tenían de asimilar el horror del que estaban rodeados: «No lejos de nosotros, de un
foso, subían llamas, llamas gigantescas. Estaban quemando algo. Un camión se acercó al foso y descar-
gó su carga: eran niños. ¡Eran bebés! Sí, los vi, con mis propios ojos los vi. Niños entre las llamas (...)
No podía creerlo. ¿Cómo era posible? (…) No, todo eso no podía ser verdad. Una pesadilla… Pronto
despertaría sobresaltado, latiéndome el corazón y me encontraría en mi cuarto, con mis libros…»
(Wiesel, 2008: 43). Similares términos usó Ferrán de Pol al señalar que, en su ingreso en el campo, los
republicanos españoles estaban «atónitos», sin querer «creer lo que veían [sus] ojos» y con «miedo de
afrontar la realidad» (Ferrán del Pol, 2003: 50).

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La literatura concentracionaria: universalidad, prepresentación y memoria

Joaquim Amat-Piniella en el prólogo de K.L. Reich (1963), la obra que escribió


tomando como base su experiencia personal en Mauthausen:

Hemos preferido la forma novelística porque [parecía] la más fiel a la verdad íntima de
los que vivimos aquella aventura. Después de todo cuanto se ha escrito de los campos,
con la fría elocuencia de las cifras y de las informaciones periodísticas, creemos que,
reflejando la vida de unos personajes, reales o no, sumergidos en dramático clima de
sus circunstancias, podremos dar una más justa y viviente impresión que limitándonos
a su exposición objetiva (Amat-Piniella, 2014: 9).

Lo que muestran, en definitiva, estos autores es «la seguridad en la


insuficiencia del testimonio para dar cuenta de los campos: (…) creen en la
utilidad del artificio para narrar con veracidad su significado sin limitarse al valor
documental de los libros, indispensable sin duda, pero insuficiente por sí solo
para transmitir en profundidad una experiencia de aquella naturaleza» (Gracia,
2010: 103). Más allá del sintomático caso de Semprún17 –para quien «cabría pasarse
horas testimoniando acerca del horror cotidiano sin llegar a rozar lo esencial de la
experiencia» (Semprún, 2002: 103)–, la diferencia entre el conocimiento de lo que
fueron los campos y la asimilación de lo que tuvieron que pasar quienes estuvieron
en ellos internados –es decir, entre la «verdad objetiva» y la «verdad esencial»– fue
expuesta de forma paradigmática en Necrópolis (Nekropola, 1997), un texto escrito
por el autor esloveno Boris Pahor en 1966 –aunque no publicado por primera vez
hasta tres décadas después–. Superviviente del campo de concentración nazi de
Natzweiler-Struthof, Pahor escribió su testimonio cuando regresó al lugar de su
tormento décadas después junto a un grupo de turistas.18 El contraste entre el
presente y el pasado –o, lo que es lo mismo, entre la visión de los barracones y
los alambres, convertidos con el paso del tiempo en piezas de museo destinadas
a no olvidar la barbarie, y sus recuerdos– convenció al autor de la imposibilidad
de explicar con palabras el horror al que fue sometido, marcado por la violencia,
el hambre, la humillación, la convivencia diaria con la muerte y, en general, la
deshumanización que rodeó el periplo de los internos en los campos:

Los ojos ajenos de los turistas se pasean por el ambiente que fue testigo de nuestra
anónima cautividad (…) [pero] sus miradas (y de eso estoy completamente seguro)
nunca podrán penetrar en el abismo del mal con que fue castigada nuestra fe en la
dignidad humana (…).
Ningún panel [con informaciones dirigidas a los turistas] podrá jamás ilustrar
el estado de ánimo de un hombre que tiene la sensación de que el tazón de hierro
de su vecino contiene medio dedo de líquido amarillo más que el suyo. Está claro
17 Ninguna de las cuatro obras íntegramente centradas en la recreación de su experiencia como pri-
sionero en Buchenwald que el autor escribió –El largo viaje (Le grand voyage, 1963), Aquel domingo (Quel
beau dimanche!, 1980), La escritura o la vida (L’écriture ou la vie, 1994) y Viviré con su nombre, morirá con el
mío (Le mort qu’il faut, 2001)– «pueden tomarse como hechos históricos puros, ni tampoco como mera
ficción (…): son una mezcla de experiencias vestidas de literatura, un tapiz de ficción y recuerdos»
(Fox Maura, 2016: 87).
18 Un pasaje similar puede encontrarse en la obra del superviviente de los campos franceses Avel·lí
Artís Gener, que varias décadas después de su cautiverio regresó a Saint-Cyprien: «Los treinta y cinco
años transcurridos han dado otra faz a lo que fueron los campos de concentración. Aquí y allá (…) han
levantado grandes complejos urbanísticos, atractivos puertos deportivos, innumerables hoteles y han
asfaltado las carreteras. (…) En estos arenales han agonizado miles de seres, en una de las más fastuo-
sas orgías de miseria que el hombre ha inventado. Y han dejado unas huellas que nunca borrarán esas
máquinas limpiadoras de arena, porque son restos morales, no físicos» (Artís, 1975: 111).

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Javier Sánchez Zapatero

que podría reproducirse la expresión de los ojos con esa mirada especial que crea el
hambre; pero jamás podría captarse el desconsuelo de la cavidad bucal, ni tampoco
los movimientos automáticos del esófago (Gracia, 2010: 25 y 34).

4. EL VALOR COGNITIVO

Como ya ha sido apuntado, la literatura concentracionaria adquiere un


valor cognitivo, puesto que los testimonios de los supervivientes pueden ser
leídos e interpretados como un documento a partir del que, dada su condición
de expediente vivencial de la realidad –o de reconstrucción estética de una
experiencia personal–, saber lo que sucedió en los campos. No en vano, Primo
Levi llegó a asegurar que «la fuente esencial para la reconstrucción de la verdad
en los campos estaba constituida por los supervivientes» (Levi, 2005: 477). Se
ha de recordar, en ese sentido, que en todos los sistemas concentracionarios se
repiten los mismos mecanismos de ocultamiento y deformación, evidenciados,
en el primer caso, en las palabras con las que Rudolf Höss aseguró que «todos
los S.S. que participaban en la acción de exterminio [nazi] habían recibido las
más severas órdenes de callar» (2009: 240) o en la matanza indiscriminada de
pájaros en las islas Solovki para que los presos del Gulag no pudieran utilizarlos
como mensajeros para dar cuenta de su situación, y, en el segundo, en el intento
de presentar los campos como simples espacios de represión o internamiento,
análogos a las cárceles, ocultando su naturaleza deshumanizadora.19 El fenómeno
de los campos, por tanto, habría de ser analizado poniéndolo en relación con la
«memoria impedida» y la «memoria manipulada», conceptos con los que Paul
Ricoeur (2004) se refirió a los acontecimientos históricos y simbólicos que son
modelados por los regímenes totalitarios para manejar a su antojo, y atendiendo
a sus fines políticos o ideológicos particulares, el discurso público. El deseo de
arrogarse el control del relato sobre la realidad concentracionaria fue mostrado
por Primo Levi al evocar cómo uno de los SS que custodiaban Auschwitz advertía
a los internos de que «la historia del campo» sería escrita por ellos:

De cualquier manera que termine esta guerra, la guerra contra vosotros la hemos
ganado; ninguno de vosotros quedará para contarlo, pero incluso si alguno lograra
escapar el mundo no le creería. Tal vez haya sospechas, discusiones, investigaciones
de los historiadores, pero no podrá haber ninguna certidumbre, porque con vosotros
serán destruidas las pruebas. Aunque alguna prueba llegase a subsistir, y aunque
alguno de vosotros llegara a sobrevivir, la gente dirá que los hechos que contáis son

19 La perversión del lenguaje fue otro medio a través del que se intentó difuminar las huellas de los
campos de concentración. Victor Klemperer (2001) estudió cómo, durante sus años de dominio, el régi-
men nazi transformó la lengua germana hasta hacerla perder sus más elementales señas de identidad
para convertirla en LTI –Lengua Tertii Imperio–, la lengua del Tercer Reich. Difundida en todos los
ámbitos de la sociedad, la LTI –cuyo principal objetivo fue el de cohesionar al pueblo alemán mediante
apelaciones de carácter pasional y no intelectual– se caracterizó por la proliferación de siglas, el uso
constante de conceptos como «sangre», «raíces» o «tierra», la continua utilización del entrecomillado
con valor irónico –se hablaba así, por ejemplo, de la «ciencia» judía o la «estrategia» bolchevique– o la
excesiva penetración de la terminología religiosa en el lenguaje político. Para eliminar todo vestigio de
la existencia de los campos, la LTI creó un léxico compuesto por eufemismos, entre los que destacaban
«solución final» –«enlösung»– para aludir al exterminio sistemático de judíos, «estar de viaje» –«verreist
sein»– para denominar la estancia de los internados y justificar su ausencia en su vida cotidiana o
«gimnasio» –«turnhalle»– para referirse a la sala de torturas de los campos.

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La literatura concentracionaria: universalidad, prepresentación y memoria

demasiado monstruosos para ser creídos: dirá que son exageraciones de la propaganda
aliada, y nos creerá a nosotros, que lo negaremos todo, no a vosotros (Levi, 2005: 475).

Ante esta situación, la literatura concentracionaria adquiere un valor de


resistencia, casi de contradiscurso, pues permite contrarrestar esa intención
silenciadora o deformadora al dar a conocer cómo se vivía en los campos y, con
ello, «llenar un vacío del conocimiento, [ya que] incorpora el punto de vista de los
derrotados» (López de la Vieja, 2003: 17), identificados este caso con las víctimas
que sufrieron la violencia y la humillación. Por consiguiente, la escritura de los
supervivientes se dota de una dimensión performativa que le hace ir más allá
del mero acto lingüístico, cognitivo e incluso estético: narrar lo sucedido en los
campos se convierte así en un acto destinado a contradecir, disentir y mostrar
un acontecimiento del pasado desde una óptica diferente, haciendo presente
lo que se quiere hacer ausente o humanizando a quienes se demonizaba como
«enemigos» en el relato oficial.20 Solszhenitsyn expresó este valor pragmático
al señalar en la nota introductoria de Archipiélago Gulag que se sintió obligado
a escribir para contrarrestar el hecho de que «los que no desean recordar han
tenido y tendrán tiempo suficiente para destruir hasta el último documento [de
los campos]» (Solszhenitsyn, 1974: 8).
En su narración, casi todos los testimonios inciden en el carácter distintivo de
la vida entre alambradas frente a la desarrollada de forma convencional en otros
ámbitos de la sociedad. Según Wieviorka (2016: 76), «todos los que han entrado
en un campo de concentración, en fechas diferentes y en circunstancias distintas,
han tenido la sensación inmediata de penetrar en un universo ajeno a todo lo que
habían conocido, incluido el universo carcelario». En parecidos términos se han
expresado Nickel (2010: 67), para quien «la limitación del espacio de un campo
configura una nueva forma de sociedad, en la que el espacio, el tiempo y las
estructuras sociales, así como su percepción, se manifiestan de otra manera que
en el mundo exterior» o Cate-Arries (2012: 31), quien sostiene que «las imágenes
de muerte y disolución, insinuaciones de negación y vacío, son las figuras
predominantes» en el nuevo espacio físico y social que suponen los campos.
Este carácter diferencial, y al mismo tiempo único, fue percibido por los propios
supervivientes: Rousset y Pahor (2004) se refirieron respectivamente a los campos
nazis como «universo» y «necrópolis» (2010) , mientras que Herling (2002) utilizó
la expresión «mundo aparte» para aludir al Gulag y, más explícitamente, Eugene
Kogon definió al sistema concentracionario como «un Estado aparte, un orden sin
Derecho al que fue arrojado el hombre (…) donde los contenidos de la conciencia
se transformaban, donde las escalas de valor se torcían hasta quebrarse» (Kogon,
2005: 13). Bartrá, por su parte, vinculando su estancia en los campos franceses con
el desarrollo de la Guerra Civil española, definió el lugar en el que fue internado
como una «ciudad de derrota» (Bartrá, 1976: 11).
Pese a que la diferencia de los campos es perceptible desde su propia concepción
física, rodeados de vallas y de alambradas con las que parecen querer aislarse del
resto del mundo (Figura 3) –y que en algunos casos, como en el testimonio de
la italiana Luce d’Eramo, Desviación (Deviazione, 2012), se muestran gráficamente
gracias a la inclusión de planos e ilustraciones–, es en el comportamiento humano,
y de forma especial en el trato que recibían los internados, donde de forma más
20 De ahí que la concepción del testimonio como «discurso subalterno» manejada por John Beverley y
Hugo Achugar (1992) resulte adecuada para los textos concentracionarios.

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Javier Sánchez Zapatero

sintomática se pone de manifiesto la «ruptura de la civilización» (Cohen, 2006: 9)


que supusieron. No en vano, símiles, metáforas y otras figuras retóricas, como
las que identifican los campos con «un infierno con demonios» (Rajchman, 2014:
68), con una «situación límite, donde la crisis entre los hombres y los demás se
hace más brutal» (Semprún, 2000: 71) o con «un fogonazo cegador y un golpe que
relegan el presente al pasado, mientras lo imposible se hace totalmente presente»
(Solszhenitsyn, 1973: 16) son habituales en los textos concentracionarios.

Figura 3. Imagen del campo de concentración de Auschwitz,


tomada por el autor del artículo.

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La literatura concentracionaria: universalidad, prepresentación y memoria

Independientemente de las características particulares,21 de los contextos


históricos de los espacios y de la existencia de sistemas establecidos de exterminio
premeditado en los lugares en los que eran recluidos, prácticamente todos los
prisioneros sufrían el mismo proceso de continua y progresiva eliminación de
los elementos constituyentes de la esencia del ser humano.22 Esa pérdida aparece
recurrentemente en los testimonios del corpus: Jean Améry (2001: 77) señaló que
en los campos «se estaba hambriento o cansado… pero no se era»; Primo Levi
(2005: 47 y 605) sostuvo que durante su encierro se convirtió en un ser «ridículo y
repugnante» y que los internos eran «hombres y mujeres de aire, [situados] fuera
del mundo»; Chil Rajchman (2014: 137) identificó a los internos con «despojos
humanos»; Elie Wiesel (2008: 47) confesó que el adolescente que era antes de
ingresar en Auschwtiz «fue consumido por las llamas» y que «solo quedaba una
forma se [le] parecía, [ya que] una llama negra se había introducido en su alma y
la había devorado»; Viktor E. Frankl (1982: 25) aseguró que lo único que poseían
los prisioneros era su «existencia desnuda», pues nada tenían salvo sus «cuerpos
mondos y lirondos»; Gustaw Herling (2002: 60) afirmó que su estancia en el Gulag
fue «una muerte en vida»; Varlam Shalámov (2007: 146) manifestó que la esencia
de la experiencia concentracionaria residía «en la descomposición de la mente y
el corazón, que se produce cuando, de día en día, a una enorme mayoría le queda
cada vez más claro que se puede vivir sin carne, sin azúcar, sin ropa, sin calzado,
y también sin honor, sin conciencia, sin amor, sin sentido del deber»; Harry Wu
(2008: 159) evidenció que en los barracones «era cada vez más difícil distinguir a
los muertos de los vivos»; Eulalio Ferrer (1988: 58) identificó a los internos con
«olor de mierda»…
Hacinados en barracones que excedían con mucho sus máximos niveles
de capacidad, alimentados por una paupérrima y escasísima dieta y sometidos
a durísimos castigos y esfuerzos físicos, los cuerpos de los prisioneros se iban
modificando y deformando a medida que perduraba la estancia en los campos
hasta convertirse en formas casi cadavéricas, como expuso Elie Wiesel en La
noche (La nuit, 1958): «Quise verme en el espejo que estaba colgado de la pared de
enfrente. Desde el gueto no había visto mi cara. En el fondo del espejo, un cadáver
me contemplaba. Su mirada en mis ojos no me abandona jamás» (Wiesel, 2008:
129). El trauma del cambio que sufría el cuerpo de los internados y el proceso de
homogeneización –perceptible en cualquier testimonio fotográfico de los internos
(Figura 4)– eliminaron los rasgos externos, incluso los propios de las diferencias
21 Grosso modo, los campos oscilaban entre los que fueron concebidos y construidos como tal, y que
en consecuencia estaban preparados para la recepción y el internamiento de prisioneros, y los que se
formaron espontánea y provisionalmente para concentrar en condiciones de hacinamiento a una mul-
titud considerada enemiga o disidente. Las diferencias entre ambas posibilidades extremas pueden
ser ejemplificadas por el campo nazi de Treblinka –del que el superviviente Chil Rajchman aseguró
que estaba «construido por profesionales» y formado por andén, cocina, talleres, barracones, cámaras
de gas y «un lugar grande donde se junta la ropa, los zapatos, las toallas, las sábanas y algunas cosas
más» (Rajchman 2014: 24)– y el de Argéles, ubicado en la costa francesa y en el que fueron internados
miles de españoles durante los últimos meses de la Guerra Civil –descrito por un diplomático mexi-
cano que lo visitó como un lugar que «no tenía, al crearse, ni una tienda de campaña, ni una barraca,
ni un cobertizo, ni un muro, ni una hondonada, ni una colina; ni tampoco árboles, arbustos ni piedras:
es en la playa abierta y arenosa frente al mar y, tierra adentro en terrenos eriazos y viñedos escuetos,
donde han vivido y viven los refugiados de España» (Caudet, 2005: 89).
22 No en vano, los títulos de algunos textos concentracionarios, como La especie humana (L’espèce hu-
maine, 1947), de Robert Antelme, o Si esto es un hombre (Se questo è un oumo, 1958), de Primo Levi, refle-
jan lo problemático que resulta identificar la esencia humana de los internados.

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Javier Sánchez Zapatero

de género, hasta hacer de los cuerpos de los deportados meros objetos carentes de
cualquier otra dimensión que no fuera la física, tal y como expuso Hannah Arendt
al referirse a que en Auschwitz «no se moría en calidad de individuos, es decir,
de hombres y de mujeres, de niños o de adultos, de jóvenes, buenos o malos,
bellos o feos, sino que todos fueron reducidos al más pequeño denominador
común de la vida orgánica (…); murieron como bestias» (Arendt, 2006: 130). En
parecidos términos se expresó Agustí Bartra, para quien la faz de los internos de
los campos franceses había terminado por convertirse en «un mismo y distinto
rostro repetido infinitamente por la mecánica de la soledad, (…) un rostro, sólo un
inmenso rostro, siempre el mismo ahora» (Bartra, 1970: 19).

Figura 4. Imagen de uno de los barracones del campo de concentración de Buchenwald,


en la que se puede ver al superviviente Elie Wiesel (segunda fila de literas, el séptimo
contando desde la izquierda). Fotografía de H. Miller tomada de los fondos de National
Archives and Records Administration, con licencia Creative Commons.

El afán por reflejar la deshumanización vivida entre alambradas se manifiesta


en los textos del corpus concentracionario a través de diversos procedimientos
que, grosso modo, se resumen en la insistencia en mostrar cómo a medida que
se prolongaba el internamiento los presos iban perdiendo sus propios rasgos
distintivos y cómo para el hombre, despojado de cualquier signo cultural en el
campo de concentración, sobrevivir era el único horizonte vital. Para mostrar la
progresiva transformación sufrida por los internados, casi todos los testimonios

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La literatura concentracionaria: universalidad, prepresentación y memoria

inciden fundamentalmente en la memoria sensorial y corporal, mostrando a través


de la degradación física el impacto que supuso el trato sufrido, cuyas técnicas,
como ha explicado Mantegazza (2006: 95), «parecían mostrar una doble finalidad:
por un lado, la de reducir el cuerpo a cosa, descartando en el sujeto la posibilidad
de hacer experiencia del mundo; por el otro, la de utilizar el cuerpo como
instrumento de humillación» Tanto la reducción a la mera dimensión física como
la degradación son expuestas habitualmente a través de las alusiones a la violencia,
las malas condiciones de vida, el frío, el hambre y la obsesión por la supervivencia
que, en general, reflejaban cómo «los prisioneros eran sometidos a un proceso de
destrucción de su subjetividad para reducirlos a pura experiencia somática [y] de
esta manera se consumaba una lógica de zoologización y cosificación» (Zamora,
2001: 187). Robert Antelme (2001: 17), al evocar uno de los primeros recuerdos de
su ingreso en el campo, ejemplificó gráficamente la transformación sufrida por los
internos: «Cuando al llegar a Buchenwald vimos a los primeros hombres a rayas
que llevaban piedras o que tiraban de una carretilla a la que estaban atados por
una cuerda, con sus cráneos rapados bajo el sol de agosto, no esperábamos que
hablasen. Esperábamos otra cosa, tal vez un mugido».
El corpus de expresiones metafóricas y comparativas utilizadas en la literatura
concentracionaria para reflejar el proceso de animalización al que eran sometidos
los presos resulta interminable. Améry (2001: 73) señaló que el «prisionero era
conducido al matadero como res en matanza»; Buber-Neumann afirmó que su
pabellón de internamiento parecía «una jaula de monos» y que su vida era «peor
que la de un cerdo» (Buber-Neumann, 2005: 50 y 124); Semprún (2000: 250) relató
cómo los internos de Buchenwald «rebuznaban»; Ginzburg (2005: 310) definió a
las presas del Gulag como «parásitos que habían que compartir la misma ración
de agua y aire»; Hyvernaud (2004: 26) contó que los responsables del campo de
concentración nazi en el que estuvo retenido le trataron «como si fuera una bestia,
(…) con la indiferencia de un vaquero»; Aub (2006: 130) narró cómo durante
la marcha hacia el campo de Vernet los internos fueron confinados primero
en un «campo de verdad, el campo de los borregos y de las vacas» y después
«en el corral de una alquería grande»; Ferrán de Pol (2003: 51 y 55) denominó
al colectivo de presos como «bestias tristes, (…) un pobre rebaño agotado»,
etc. Asimismo, los testimonios inciden en cómo los guardianes de los campos
acostumbraban a insultar a los internos con expresiones que los identificaban
con animales –«perros» y «cerdos» son las formas más habituales, presentes en
numerosos textos–, al tiempo que tenían con ellos comportamientos alejados de
la lógica relacional entre humanos y más propios de la forma en la que se trata
a las bestias de carga –golpes, gritos, pedradas para llamar su atención, etc.–.
Estas vejaciones y maltratos se complementaban con la falta de intimidad y, en
general, la ausencia de cualquier atisbo civilizador que permitiese a los internados
vincular su existencia en el campo con el recuerdo de la vida pasada, sometidos
a un proceso de degradación que les llevó a perder su «humanidad» y sus rasgos
distintivos como personas, como mostró gráficamente Koestler al identificar a los
internos en el título de su obra testimonial con «la escoria de la tierra», o como
expresó Primo Levi: «Hemos llegado al fondo. Más bajo no puede llegarse: una
condición humana más miserable no existe, y no puede imaginarse. No tenemos
nada nuestro: nos han quitado la ropa, los zapatos, hasta los cabellos: si hablamos
no nos escucharán y si nos escuchasen no nos entenderían» (Levi, 2005: 47).

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Javier Sánchez Zapatero

Reducidos a su materialidad física animal –o, en palabras del superviviente


Georges Hyvernaud (2004: 11), a «la piel y los huesos»–, los internados sufrieron
la distorsión hasta el aniquilamiento de algunas de las señas de identidad básicas
de cualquier ser humano. De este modo, la muerte, considerada en la vida
convencional un fenómeno extraordinario, y acompañada como tal en todas las
culturas de rituales de despedida tanto religiosos como paganos, pasó a ser en
los campos algo habitual, un elemento con el que se había que convivir a diario
ante el que los presos nada sentían. Esa indiferencia se debió, en primer lugar, a la
inmensa cantidad de cadáveres que dejaron tras de sí los campos y, en segundo, al
hecho de que la estructura y las características de los espacios concentracionarios
provocaban, con honrosas excepciones,23 que los internados obviasen cualquier
sentimiento solidario y pasasen a preocuparse de forma exclusiva por su
seguridad y supervivencia personal, tal y como puso de manifiesto Primo Levi:

Es hombre quien mata, es hombre quien comete o sufre injusticias; no es hombre,


quien, perdido todo recato, comparte cama con un cadáver. Quien ha esperado que
su vecino terminase de morir para quitarle un cuarto de pan está, aunque no sea culpa
suya, más lejos del hombre pensante que el más zafio pigmeo y el sádico más atroz
(Levi, 2005: 212).

El testimonio del superviviente italiano evidencia cómo quizá la más perversa


transformación que los campos de concentración activaron sobre los internos fue
la que les hizo sentirse culpables por el hecho de seguir vivos, provocando así que
«para su consuelo no les quedase ni siquiera la conciencia de saberse inocentes»
(Levi, 2005: 123). Provocado por diversas razones, oscilantes entre el dilema ético
provocado por la obsesiva lucha por la supervivencia –«en aquel entorno no me
podía permitir compasión, generosidad o decencia: la única persona que podía
ayudarme era yo mismo», escribió Harry Wu (2008: 107)– 24 y la sensación de ser
23 Una de ellas fue la de los campos franceses, en los que no solo se produjeron continuas muestras de
solidaridad entre los internos, sino que también hubo un intento de forjar una unión colectiva basada
en «las reivindicaciones de legitimidad política y autoridad moral de los republicanos españoles» y en
la configuración de una «identidad política como combatientes unidos solidariamente en su lucha por
la justicia social» (Cate-Arries, 2012: 209).
24 En parecidos términos se expresó Jorge Semprún: «He visto a compañeros que robaban el trozo de
pan negro a un compañero. Cuando la supervivencia de un hombre reside precisamente en esta fina
rebanada de pan de centeno, cuando su vida pende de este hilo negruzco de pan húmedo, robar este
pedazo de pan es empujar a la muerte a un compañero. Robar este trozo de pan es decretar la muerte
de otro hombre para asegurar su propia vida, o al menos para hacerla más probable. Y, sin embargo,
había robos de pan. He visto a tipos que palidecían y se derrumbaban al que ver les habían robado
su trozo de pan. Y no era solamente un daño que se les infringía directamente a ellos. Era un daño
irreparable que se nos causaba a todos. Porque se instalaba la suspicacia, la desconfianza, el odio. No
importaba quien hubiera podido robar aquel pedazo de pan, todos éramos culpables. Cada robo de
pan hacía de nosotros un ladrón en potencia. En los campos de concentración, el hombre se convierte
en este animal capaz de robar el pan de un compañero, de empujarle hacia la muerte» (Semprún, 2000:
70). También Frankl incidió en la misma idea: «Por lo general, solo se mantenían vivos aquellos prisio-
neros que (…) habían perdido sus escrúpulos en la lucha por la existencia. (…) Los que hemos vuelto
de allí gracias a multitud de casualidades fortuitas o milagros –como cada cual prefiera llamarlos– lo
sabemos bien: los mejores de entre nosotros no regresaron» (Frankl, 1982: 15). Lejos de ser interpre-
tadas como un mero reproche a la actitud de quienes, como él, lograron sobrevivir, sus palabras han
de entenderse como una denuncia de la capacidad degradadora y maléfica de los campos, también
expresada por Antelme al señalar que «es inhumano hacer que un hombre tenga hambre para tener
que castigarlo después porque roba peladuras de patatas» (Antelme, 2001: 11).

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La literatura concentracionaria: universalidad, prepresentación y memoria

una excepción dentro de un panorama que parecía conducir de forma exclusiva


a la muerte, el sentimiento de culpabilidad aparece en numerosos testimonios,
pero es especialmente perceptible en los de aquellos que, como Shlomo Venezia
o Chil Rajchman, fueron obligados a participar en el engranaje aniquilador de
los campos. Internados respectivamente en Auschwtiz y Treblinka, los dos
supervivientes fueron elegidos para colaborar en los procesos de exterminio:
mientras que Venezia se encargaba de sacar los cadáveres de las cámaras de gas
y llevarlos al crematorio, Rajchman rapaba a los presos antes de ser ejecutados
y buscaba dientes de oro entre los cadáveres. Sus textos describen una durísima
realidad que acostumbra a aparecer solo tangencialmente en los testimonios,
puesto que «jamás habría supervivientes de las cámaras de gas» (Semprún, 2002:
164)25 y, además, los miembros de los denominados «Sonderkommando» solían
ser ejecutados para que no pudiesen revelar lo que habían presenciado. En sus
evocaciones, los dos autores recurren a análogos procedimientos expresivos,
marcados por una asepsia absoluta que les lleva a limitarse a describir lo que
percibieron al realizar su estremecedora actividad. Así, por ejemplo, rememoran
la visión al entrar en las cámaras de los cadáveres «agarrados unos a otros, (…)
porque el gas tirado al suelo desprendía ácido por abajo, de modo que todo el
mundo quería encontrar aire, aunque para ello fuera necesario trepar unos sobre
otros hasta que el último muriera» (Venezia, 2007: 83) o evocan cómo «los dientes
de los cadáveres solían estar tan fuertemente apretados que era literalmente
imposible abrir la boca para acceder a las coronas de oro, había que arrancarles
los dientes naturales para poder abrirla» (Rajchman, 2014: 84). Pese a que su
colaboración con los nazis conllevaba pequeñas recompensas que hacían más
llevadero su paso por el campo –Venezia recuerda cómo le daban «un gran
pedazo de pan blanco y con confitura», lo que le parecía «como comer caviar, un
lujo inimaginable en aquel infierno» (Venezia, 2010: 70), mientras que Rajchman
relata que le proporcionaban café y disponía de suficiente comida como para
poder guardar «el pedazo de pan de la noche anterior» (Rajchman, 2014: 70)–,
los dos supervivientes inciden continuamente en su testimonio en el impacto de
la brutalidad con la que hubieron de convivir, manifestando cómo se sentían
«manchados de muerte» (Venezia, 2010: 85) o cómo observaban a los cadáveres y
sentían «envidia de su paz» (Rajchman, 2014: 70).

5. LA DUALIDAD DE LA MEMORIA

La memoria se convierte en eje central de los textos concentracionarios gracias


a un doble proceso que hace que las obras de los supervivientes sean tanto literatura
de memoria a través de la que se rememoran los horrores sufridos como literatura
para la memoria destinada a no dejar caer en el olvido lo sucedido en los campos
de concentración. De este modo, el recuerdo se convierte en una herramienta con
un valor informativo y pedagógico capaz de transmitir a la sociedad la necesidad
de mantener vigente la memoria de lo que fueron los campos. Los supervivientes
25 El ya mencionado carácter incompleto de los testimonios de los supervivientes, incapaces de apre-
hender una realidad excepcionalmente monstruosa, se intensifica si se tiene en cuenta que, por lógicas
razones, y tal como expone la cita de Semprún, ninguno pudo dar cuenta de un elemento indispensa-
ble para entender lo que sucedió entre alambras: la muerte.

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Javier Sánchez Zapatero

desean «vivir para contar» y así poder «contar al mundo qué fue de los miles de
víctimas asesinadas» (Rachjman, 2005: 127), convencidos de que «la historia de los
campos de destrucción debería ser entendida por todos como una siniestra señal
de peligro» (Levi, 2005: 27). Tal y como explicó Leibirich (2003: 123), «el hecho de
que hayamos tocado fondo con Auschwitz no implica que estemos vacunados
contra acontecimientos todavía peores», por lo que la literatura concentracionaria
puede ser leída como un mensaje a las nuevas generaciones en el que se incluyen
tanto la advertencia de lo que el hombre es capaz de hacer a sus semejantes como
la enseñanza de los errores del pasado que no han de ser cometidos en el futuro.
Además, los testimonios de los supervivientes cumplen la función de
«prestar voz y palabras a quienes no las tuvieron» (López de la Vieja, 2003: 35).
Esta dimensión memorística –similar, en cierto modo, a la que Pierre Nora
advirtió en los «lugares de la memoria» (1984-1993) en la medida que «hace
recordar»– se expresa frecuentemente en los textos concentracionarios, a los que
en muchas ocasiones subyace la intención de escribir con el fin de que «el otro [el
que no sobrevivió] cobr[e] vida» (Cohen, 2006: 17). Sin ánimo de exhaustividad,
ese deseo aparece explícitamente en testimonios como los Rachjman (2005: 157)
–que aseguró haber sobrevivido «para ser un testigo de la sangre inocente que
derramaron las manos de los asesinos»)–, Semprún (2003: 226) –que en Viviré con
su nombre, morirá con el mío transcribió un diálogo con un preso moribundo al
que le prometió «sobrevivir para poder acordarse [de él]»–; Levi (2005: 542) –que
expresó su intención de recordar a los muertos para poder hablar «por ellos, como
delegación»; Aub (2006: 422) –que en uno de sus relatos se lamentó de que «nadie,
absolutamente nadie» se acordara de los prisioneros de los campos franceses–; o
Wiesel, que expuso en La noche tanto su negativa como su incapacidad a dejarse
vencer por el olvido:

Jamás olvidaré esa noche, esa primera noche en el campo que hizo de mi vida una
sola larga noche bajo siete vueltas de llave. Jamás olvidaré esa humareda. Jamás
olvidaré las caritas de los chicos que vi convertirse en volutas bajo un humo azul.
Jamás olvidaré esas llamas que consumieron para siempre mi fe. Jamás olvidaré ese
silencio nocturno que me quitó para siempre las ganas de vivir. Jamás olvidaré esos
instantes que asesinaron a mi Dios, y a mi alma, y a mis sueños que adquirieron el
rostro del desierto. Jamás olvidaré, aunque me condenaran a vivir tanto como Dios.
Jamás (Wiesel, 2008: 44-45).

El hecho de que quienes sobrevivieron a los campos se fijen como propósito vital
dar cuenta de las atrocidades sufridas y, con ello, convertirse en representantes de
quienes fallecieron y no pueden tener ya voz explica el carácter de memoria activa
que tienen los textos concentracionarios. Se escribe para dar voz a quien ya no la
tiene ni jamás podrá tenerla y se hace con la intención de perdurar en el tiempo
y de penetrar en todas las estructuras posibles, para que el conocimiento de la
realidad concentracionaria pueda alcanzar a todos. Este imperativo memorístico
provoca que, como ha señalado Joan-Carles Mèlich, los textos concentracionarios
sean «relatos de ausencias», pues «sus protagonistas (…) no son los autores
sino las víctimas que surgen en el relato, y que no han sobrevivido para poder
contarlo» (Mèlich, 2001: 23). La importancia de los muertos resulta fundamental,
como evidencian las dedicatorias de muchos de los ejemplos del corpus, en las
que los autores recuerdan y honran a «las millones de personas que no podrán
regresar jamás para contar sus historias» (Wu, 2008: 5); «a todos aquellos que no

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La literatura concentracionaria: universalidad, prepresentación y memoria

han vuelto» (Pahor, 2010: 21); «a los compañeros caídos» (Amat-Piniella, 2014:
9) o a «aquellos a los que no les alcanzó la vida para contar esto» (Solszhenitsyn,
1973: 9). Narrada en la novela testimonial de Levi La tregua (1963), la historia
de Hurbinek, un niño de tres años nacido en Auschwitz y que malvivía en un
barracón sin saber hablar, limitándose a emitir una serie de sonidos inconexos,
resulta de suma relevancia para entender la importancia que tiene en la literatura
concentracionaria la capacidad de «hacer presentes» a los ausentes y, en cierto
modo, puede ser interpretada como la de todos los presos incapaces de contar su
historia pero que «hablan» a través de la palabra del superviviente:

Hurbinek no era nadie, un hijo de la muerte, un hijo de Auschwitz. Parecía tener unos
tres años, nadie sabía nada de él, no sabía hablar y no tenía nombre: aquel curioso
nombre de Hurbinek se lo habíamos dado nosotros (…). Estaba paralítico de medio
cuerpo y tenía las piernas atrofiadas, delgadas como hilos; pero los ojos, perdidos en
la cara triangular y hundida, aseteaban atrozmente a los vivos, llenos de preguntas,
de afirmaciones, del deseo de desencadenarse, de romper la tumba de su mutismo. La
palabra que le faltaba y que nadie se había preocupado de enseñarle, la necesidad de
la palabra, apremiaba desde su mirada con una urgencia explosiva: era una mirada
salvaje y humana a la vez, una mirada madura que nos juzgaba y que ninguno de
nosotros se atrevía a afrontar, de tan cargada como estaba de fuerza y dolor (…).
Hurbinek, que tenía tres años y probablemente había nacido en Auschwitz, y nunca
había visto un árbol; Hurbinek, que había luchado como un hombre, hasta el último
suspiro, por conquistar su entrada en el mundo de los hombres, del cual un poder
bestial lo había exiliado; Hurbinek, el «sinnombre», cuyo minúsculo antebrazo había
sido firmado con el tatuaje de Auschwitz; Hurbinek murió en los primeros días
de marzo de 1945, libre pero no redimido. Nada queda de él: el testimonio de su
experiencia son estas palabras mías (Levi, 2005b: 264).

La historia de Hurbinek pone manifiesto la dualidad de la memoria que


subyace a los testimonios concentracionarios. Las palabras de Primo Levi no solo
proceden del recuerdo, subjetivo y personal, de la ignominiosa experiencia vivida
en el campo –ejemplificada sintomáticamente, como epítome de la barbarie, en la
absoluta cosificación a la que es sometida ese pequeño ser humano, carente de
nombre y sin poder moverse ni hablar–, sino que también aspiran a convertirse
en memoria activa a través de la que hacerla presente y no dejar que caiga en
el olvido. Por eso la escritura de los campos implica de forma recurrente, como
elemento definitorio capaz de dotar de unidad a un corpus diverso y universal, la
intención de «recordar para hacer recordar».

6. ENTRE LO SINGULAR Y LO UNIVERSAL

A tenor de lo expuesto en las páginas precedentes, parece pertinente analizar


los textos testimoniales de los supervivientes de los campos de concentración desde
los prismas metodológicos de la Literatura Comparada. Semejante conclusión
se apoya, por un lado, en las propias características del corpus –transnacional,
plurilingüístico e intercultural– y, por otro, tal y como se ha ido desgranando,
en la recurrencia con que los autores utilizan una serie de recursos expresivos,
esquemas argumentales y tópicos temáticos para rememorar sus experiencias e
intentar que no caigan en el olvido. Ahora bien, la proyección de una mirada

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panorámica y global, lejos de implicar la simplificación o la banalización de


los diferentes fenómenos concentracionarios, ha de tener siempre en cuenta las
particularidades de cada uno de los campos, pues toda pretensión comparatista
y sistematizadora ha de partir siempre del equilibrio entre la singularidad y la
universalidad.

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Javier Sánchez Zapatero

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