El Buen Mozo - Guy de Maupassant PDF
El Buen Mozo - Guy de Maupassant PDF
El Buen Mozo - Guy de Maupassant PDF
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J Ll
EL BUEN MOZO
BD BUEN MQZO
fyji'.f ,*/• V ,
*
GUY DE MAUPASSANT
9
TOMO SEGUNDO
_
I905
Esta obra es propiedad de la Casa
Editorial }Çmcci } de Barcelona .
«Cannes, Villa-Linda.
*Estimado y amigo: Me dijo usted no hace
seflor
muoho que podia contar con usted en todo y por
todo. Tengo que pedirle un cruel servicio; el de ve-
nir â acofnpanarme para no asistir sola â los últi-
mos instantes de Carlos, que va â morir. Quizâ no
llegue à fines de semana, por mâs que se levanta
todavia. El médico me ha prevenido.
»No tengo ni fuerza ni valor para presenciar dia
y noche tal agonia; y pienso con terror en los últi-
mos momentos que se acercan. No puedo pedir tal
servicio â otro que â usted, porque mi marido no
tiene familia. Era usted su camarada; él le abriô las
puertas del periôdico. Le suplico que venga. No sé
â quién llamar.
»Disponga usted de su amiga sincera,
»Magdalena Forestier.»
tura.
A lo lejos, cerrando el horizonte por el otro lado
del golfo, había una cadena de montanas destacan-
dose sobre un cielo resplandeciente sus cimas re-
dondas ó agudas, que terminaban en un alto mon-
te piramidal que hundía su base en el ancho mar.
12 —
Forestier la aspiraba con ansia. Crispó las unas
en los brazos del sillón, y dijo en voz baja, sibilan-
te, rabiosa:
— Cierra. Esto me molesta. Prefiero reventar en
un subterrâneo.
Su mujer cerró la ventana lentamente y luego
miré â lo lejos pegando la frente â los cristales.
Duroy hubiera querido hablar al enfermo, tran-
quilizarle.
Pero no se le ocurría nada propio para tranquili-
zarle.
Balbuceô:
—^De modo que no estas mejor desde que estâs
J"
aqui?
— Ya loves — contesté el enfermo encogiéndose
de hombros, y bajó de nuevo la cabeza.
— Y, sin embargo, aquí hace muy buen tiempo
comparado con París. Allí estamos todavia en mi-
tad del invierno. Nieva, graniza, llueve y hay una
niebla que hace encender las luces â las très de la
tarde.
Forestier respondió:
j
alcance de su mano.
jTenia ganas de levantarse, de irse, de escapar,
de volver â Paris en seguida! De haberlo sabido no
hubiera ido allí.
- 17 -i
dijo:
— Hoy està satisfecho; se cree salvado. Desde la
posible.
Examinaba los modelos, se hacia traer otros, y
volvia à ver los primeros. Por fin se decidió, y des-
pués de pagar, exigió que los enviaran inmediata-
mente.
— Dentro de algunos dias vuelvo â Paris — dijo.
la ha visto...
Oyeron al sacerdote que hablaba un poco recio,
porque era un poco sordo, y que decia:
—
No, no, no esta usted tan malo como se figu-
ra. Estâ usted enfermo, pero no de peligro. La
prueba es que vengo como amigo y vecino.
No oyeron lo que contesté Forestier.
El anciano anadiô:
—No, no le haré comulgar. Ya trataremos de
ello cuando esté usted mejor. Si quiere usted apro-
vechar mi visita para confesarse, no diré que no.
Al fin y cabo soy un pastor y aprovecho todas
al
pregunto:
—,;Tardarâ usted mucho en volver â Paris?
— 23 —
—No, cuando acabe todo, volveré en seguida.
— De aqui â unos diez días?
,s
— â sumo.
Sí, lo
El joven anadió:
—<:De modo que no tiene ningún pariente?
—Ninguno, exceptuando unos primos. Sus pa-
dres murieron cuando él era todavía nino.
Ambos miraban como una mariposa volaba de
clavel en clavel con ràpida vibración de las alas
—
— Gracias contesté; - es usted bueno, excelente.
Si me atreviera y pudiese algo por usted, le diria
lenciosos y meditando.
Cuando volvió cerca del muerto sintió claramen-
descomposición, y alejô la butaca, pues
te el oîor à
cama!»
Le desperté un ruido subito. Entraba la enferme-
ra. Lucia ya el sol. La joven, en el sillon de enfren-
rendia el cansancio.
Carlos Forestier fué enterrado al dia siguiente,
sin ninguna pompa, en el cementerio de Cannes.
Duroy tomó el râpido de Paris de la una y media.
La senora Forestier le acompanó à la estación.
Se pasearon tranquilamente por el andén, esperan-
do la hora de la marcha, y hablando de cosas indi-
ferentes.
Llegó el tren, que era un verdadero râpido, con
sólo cinco vagones.
El periodista escogió asiento, y luego volvió à
bajar para hablar unos instantes rnàs con Magdale-
na, sintiendo de pronto una gran tristeza, un gran
temor de dejarla, como si no debiera verla ya mâs.
Un empleado gritaba:
— jSenores viajeros para Marsella, Lyôn, Paris,
al tren!
manos y repetia:
jeza:
—^Aun no ha explicado nuestro proyecto â la
senora de Marelle?
— No; no he hablado à nadie. Me pidió usted se-
creto; lo he guardado.
— Creo que seria tiempo de avisaria. Yo me en-
cargo de los Walter. ^Lo dirà usted esta semana,
verdad?
— Manana mismo- replico él ruborizandose.
Aparto la viuda la vista como para no advertir
su turbación y anadió:
— Si usted quiere, podemos casarnos â principios
de Mayo. Habrâ pasado asi mâs de un ano.
— La obedezco en íodo con gusto.
— El diez de Mayo, que es un sâbado, me gusta-
ria mucho, porque es mi natalicio.
— Vaya, por diez de Mayo.
el
41
—^Por qué?
Duroy se echô â reir
— Porque
- tengo miedo de aparecer rídiculo.
Magdalena se encogió de hombros:
— No, hombre, no; todos lo hacen sin que nadie
se burle. Divida usted su nombre: «Du Roy»; es-
taràmuy bien.
Como quien conoce i fondo el asunto, Duroy
replicó:
—No, no vale eso. Es un procedimiento muy
común, muy conocido. Había pensado tomar el
nombre de mi país primero como pseudónimo lite-
— ôQué tienes?
~ a —
— Siéntate; vamos k hablar en serio.
Se sentó sin quitarse siquiera el sombrero y es-
peró.
Jorge meditaba suexordio. Por fin, dijo con len-
titud:
—
No puedes imaginarte cuànto me ha hecho pa-
decer tal resolución; pero no tengo posición ni di-
nero. Estoy sólo, perdido en París. Necesitaba
alguien que me aconsejara y consolara y sostuvie-
ra. Buscaba una aliada y la he hallado.
Calló, esperando una explosión de còlera y de
lagrimas.
Clotilde apoyaba la mano en el corazón como
para contenerlo, y respiraba de un modo entrecor-
tado que hacía jadear su pecho.
— 48 ->
49 —
— Ah!
i jun ciervo!
El tren atravesaba el bosque de Saint-Germain y
un cervatillo asustado salté uno de. los caminos.
Mientras Magdalena miraba por la ventanilla, con
la cabeza inclinada, el joven estampé un beso apa-
sionado sobre los ricillos de su nuca.
Permanecié unos instantes inmévil y luego dijo:
— Pareces tonto.
— iBah! es papel que me destinas
el y no he de
apartarme de él.
62 ^
perado, sin fijarse en aquellas personas de la ciu-
Jad â quienes seguia un coche.
Pasaban. Jorge, que reia, gritó:
— Buenos días, papà Duroy.
Se detuvieron ambos en seco, estupefactos pri-
mcro y mas asombrados aún â cada momento.
La vieja fué la primera que se repuso, y pregun-
tó sin adelantar un paso:
— <;Eres tú, hijo mío?
El joven contesté:
— jSí, soy yo, mamà Duroy! y yendo hacia ella
— 65 -*
El humo
de las pipas de arcilla y de los cigarros
de cinco céntimos llenaba la sala. Magdalena tuvo
un acceso de tos
y dijo:
— (iSalgamos un poco? No puedo mas.
Aun no habían terminado. El tío Duroy se medio
amoscó. Ella fué â sentarse fuera de la puerta en el
Subieron al anochecer.
La comida de la noche, â la luz de una vêla, pa-
reció aún mâs triste â Magdalena. El tio Duroy,
— —
— 68 —
que estaba algo chispo, callaba. La suegra continua-
ba con su cara de pocos amigos.
La débil luz lanzaba â las paredes grises las som-
bras acaricaturadas de las cabezas y de los adema-
nes. A veces se veia una mano gigantesca levantar
un tenedor parecido à una horca y llevarlo â laboca
que se abria como las fauces de un monstruo, si
—<;Es grande?
— Uno de los mayores de Francia.
O'íase el perfume peculiar de los bosques produ-
cido por la tierra fresca, por los arboles, el musgo,
lahierba seca y la savia de las yemas y ramillas.
Levantando la cabeza, Magdalena veia las estrellas
por entre la copa de los arboles y aun cuando ni la
mas leve brisamoviera las ramas, sentia en torno
de ella la vaga palpitación de aquel mar de hojas.
Un estremecimiento singular conmovió su aima
y su cuerpo; una confusa angustia le oprimió el
Murmuró:
— Tengo un poquillo de miedo. ^Volvâmonos?
— Bien.
—Y... (ïmarcharemos maftana?
—
Sí, manana.
—
Por la manana.
—
Como quieras, Magda.
Llegaron â su casa. Los viejos estaban acosta-
dos. La joven durmió mal, despertada sin césar
por los ruidos, para ella nuevos, que se oyen en el
campo: el grito del mochuelo, el grunido de un
cerdo encerrado en una pocilga que habia bajo la
« 73 *»
— 82 -
producido en su espíritu una especie de Uaga que
una porción de cosas insignificantes envenenaban.
No podia tocar un objeto sin que creyera ver so-
bre él la manode Carlos. Sólo veia y usaba cosas
que le pertenecieron, cosas que él había comprado
Magdalena:
— Afortunadamente para mi.
Al acostarse, acosado aún por la misma idea, pre-
gunto:
—«jAcaso Carlos se ponia gorro de dormir?
—No, se ataba un panuelo â la cabeza.
Jorge se encogió de hombros y exclamó con el
— 86 —
jadas, embriagadas de un mismo deseo sintiendo
igual ardor, parecían difundir fiebre en torno suyo.
Todos aquelles coches cargados de amor, sobre los
con desdén.
Pero Jorge no renunciaba à su idea.
— Ea, Magda mia, no seas testaruda, di la ver-
dad, confiésalo. ^No le pusiste los cuernos? Con-
fiesa que le hiciste cornudo.
Ella callaba molestada por aquella palabra, que
no es del agrado de ninguna mujer.
Emperrândose, insistió:
rada.
Pareciéle que su mujer sonreia, acosada quizâ
por algún recuerdo.
— |Ea, dilo! ^Qué importa ya? Tendria gracia
que me lo confesaras.
mundo.
— jYa!... Sin embargo, algunas veces gusta.
— cuando no hay nada mejor que hacer.
Sí,
96 -
dosa y sintió un nuevo deseo por aquella mujerdta
franca y descaradilla, que quizâ le amaba de veras.
«Mafiana iré â verla», pensô.
Apenas estüvieron solos Magdalena se echó â reir
de un modo franco y alegre, y miràndole fijamente
dijo:
fiora Walter?
— jBahl — contesté incrédulo.
— Como te lo digo. Me ha hablado de ti con un
entusiasmo grande. ;Es tan raro en ella ese calor!
- 97 -
si el director hizo un simulacro de bautizo ó si e 1
madré.
Magdalena se impaciento:
— Oye, chiquillo, no te hagas ilusiones. No me
das miedo. No es â su edad cuando se comete la
— Yo también.
— Entonces <mo me guardas rencor?
— Si y no... Me causé mucha pena tu casamien-
to, pero me dije que ténias razén y que un dia ú
otro volverias.
— Es que no me atrevia; temia ser mal recibido,
por mâs que ténia muchas ganas de verte. Y ^qué
le ha pasado â Laurita? Apenas me ha saludado y
salié furiosa.
—No lo sé. No se le puede hablar de ti desde que
te has casado. Creo que estâ celosa.
E, 09 =»
—(Bah!
— Sí, amigo mío. Ya no te llama Buen-Mozo, te
jo ven:
.
— Dame un beso — dijo.
Se lo dió.
— iQué oportuno!
— es verdad — replicó
Sí, ella càndidamente; —pero
confiesa que cuando està en París tampoco es im-
portuno. ,jNo te parece?
— es un hombre como hay pocos.’
Sí,
— Y à (jquéti prueba tu nueva vida?
tal te
—Ni bien mal. Mi mujer es una camarada, un
ni
socio.
— Y nada màs?
—Nada màs... en cuanto al corazón...
— Comprendo. Sin embargo, es carinosa.
— Sí: pero no me entusiasmo.
Se acercó à Clotilde y murmuró:
— ^Cuândo nos veremos?
— Manana... si quieres.
— ü;A las dos?
Sí.
— A las dos. <
ca en los sótanos.
p-a 103 —
pg. Acudió presuroso í saludar & la mujer de su di-
veza!»
La senora Walter y sus hijas ocuparon los sitios
que se les había reservado en primera fila. Du Roy,
después de instalarlas iba â retirarse, diciendo:
— Me veo obiigado â dejarlas â ustedes, seno-
— 105 —
ras, porque los hombres no pueden acaparar los
bancos.
La senora Walter, contesté vacilando:
— Tengo ganas de retenerle. Me indicarà usted el
tiendo:
— Vamos, quédese usted... senor... senor Buen
Mozo... Le necesitamos.
Jorge contesté:
— La obedezco... con mucho gusto, senora.
Por todas partes decian:
— jQué bonito! jQué bien ideado! refiriéndose al
sétano.
Jorge conocia muy bien aquella sala abovedada;
recordaba la manana que pasé en ella, el dia antes
de su duelo, solo, en frente del blanco que babia en
el extremo y que se le antojaba un ojo enorme y
temible.
Se oyé la voz de Jaime Rival en la escalera.
— Va à principiar el asalto, senoras.
Seis caballeros, con las levitas muy prietas para
hacer resaltar el térax, subieron à la taritna y se
sentaron en las sillas del jurado.
t Circularon sus nombres: el general Raynaldil
présidente, un hombrecillo con grandes bigotes; e
(
.zado el cuerpo por la gordura, y cada cinco mi-
<* 107 **
— Aire!
i
;Bebidas!
Y el mismo bromista de siempre chillaba:
— jHorchata! jLimonada! jCerveza!
Rival compareció muy Colorado,, vestido aún pa-
ra el asalto.
— Voy â buscar refrescos — dijo.
i
Hagan pasar sorbetes para las senoras!
Cincuenta voces repetían:
— jHeladosî
Por fin apareció una bandeja; pero sólo traïa co-
pas vacías, pues los refrescos se los habían ya tra-
gado los de la escaiera.
— 109
Invasion.
Fué preciso marcharse. Algunos hombres se in-
dignaban pensando en la moneda de oro que habían
soltado y mâs aun en los que se atracaron de lo
lindo sin soltar un céntimo.
Las senoras' patronesas habían recogido mas de
tres mil francos. Pagados todos los gastos, queda-
ron doscientos veinte francos para los huérfanos del
sexto distrito.
Du-Roy, acompanando â la familia Walter, espe-
raba su carruaje. Por el camino, sentado enfrente
de «la patrona» vió otra vez que le dirigia tiernas
— 114 —
Laroche-Mathieu pesque la cartera de Negocios Ex-
tranjeros.
Du Roy, para fastidiar & su mujer, fingió no
creerlo. No serian bastante locos para hacer la se-
gunda edición de Tûnez.
Ella se encogia de hombros con impaciència.
— ;Te digo que si! jTe digo que si! <>Nocompren-
des que se'trata de un asunto de muchos millones?
Hoy, querido, en las combinaciones politicas, no
hay que decir: «Buscad la mujer», sino: «Buscad el
negocio.»
Du Roy murmuré: <qBah!» con desdén para exci-
taria.
Se enfadó:
— Eres tan cândido como Forestier.
Queria ofenderle y esperaba palabras de còlera.
Pero él sonrió replicando:
— Como ese cornudo de Forestier.
Ella permaneció un instante como sobrecogida.
— jOh! jJorge!
cosa en broma.
— De modo que... ^es una declaración seria?
— Ya lo creo. Hace mucho tiempo que se la que-
ria hacer, mucho tiempo; pero no me atrevia. Di-
cen que es usted tan severa, tan rigida...
118 -
Luego se levantó, y diciendo: «jAdiós, adiésl»
se fué.
Cogió tranquilamente el bastón al llegar al vesti-
— La acompanaré â usted.
Rehusô. El joven insistia:
120 —
Pero apenas estuvieron en el coche le cogió la
salir:
— Tu comida ha estado muy bien; dentro de
poco tendras el mejor salón político de París.
Apenas estuvo à solas con Jorge, le estrechó en-
tre sus brazos.
— Ahl
I Buen-Mozo mío, amo mas!
jcada día te
El simón en que iban daba tumbos y saltos como
una embarcación.
—No se està tan bien aquí como en nuestro
cuartito.
— jOh, no! — replicó el joven. Pero pensaba en la
senora Walter.
- 123 -M
IV
propusiera ir â una
fonda se indignarían, y, |en
cambio, les parece muy natural hacerse el amor al
pie de los altares.»
Andaba lentamente junto al surtidor. Miró la
contestó:
— Estoy loca dejindole hablar asi, loca por ha-
ber venido, loca por hacer lo que hago, por dejarle
creer que esta... esta... esta aventura puede conti-
nuar. Es preciso que olvide usted esto y que no me
hable de ello jamas.
Esperó una respuesta. Buscaba Du Roy una ade-
cuada, palabras decisivas, apasionadas; pero como
no podia unir la acción â la palabra, sentíase cor-
tado.
Al cabo dijo:
gemido, contesto:
—No abuse usted de mi... ;me he perdido!
Du Roy sintió ganas de reirse. ^Cómo abusar de
ella en tal sitio? Puso sobre su corazón la mano de
la cuitada y pregunto:
— <iOye usted cômo late?
No se le ocurrió otra cosa.
El paseante se acercaba. Habia examinado uno
por uno todos los altares y daba la vuelta por las
naves latérales. Cuando la senora Walter oyô que
se acercaban los pasos; arrancô su mano de las de
Jorge y se cubrió con ella la cara.
—^Vuelvo luego?
Hizo un movimiento afirmativo y Du Roy se fué
hacia el coro.
/
Entonces trató la inreliz de rezaf. Hizo un esfuer-
zo de invocation sobrei. ^ana para llamar â Dios
y con el cuerpo vibrante y el aima trastornada gri-
tó: jPiedad!
4 - 133 -4
*= J31 —
provenia el cuchicheo? Se levantó para ver y noté
el confesonario. Se acercó â él. Reconoció â la pe-
Sonrió y repuso:
— Es decir, el camino que ellos quieren seguir.
Pero necesito algo acerca dé Marruecos, una actua-
lidad, una crònica que arme ruido. Hàgame usted
algo de eso.
Du Roy reflexionó un momento y luego dijo:
— Ya dí en el clavo. Daré un estudio sobre la
muy oportuna.
Du Roy se sentô â la mesa.
— razôn. Ahora que ha muerto ese
Si, sí, tienes
*- 138 —
Y empezó â corner.
Mientras comia repetiase aquellas palabras:
«Estaba loca. Perdôneme y venga manana â las
cuatro al parque Monceau.»
Magdalena preguntó:
—<<Qué ocurre, hombre?
te
amo?
— Escuche... ha de prometerme que me respeta-
râ... que no harâ... que no... sino no podré volver
â verle.
Du Roy no contesté de pronto. Sonreía de aquel
modo que turbaba â las mujeres. Después contesté:
- Soy su esclavo.
Entonces le conté cómo había advertido que le
—^Dónde estamos?
— Baje usted y entre en esta casa —replico Du
Roy. — Estaremos seguros.
— Pero <>qué casa es?
—Es la mía. Era mi habitación de soltero, que
he vuelto â tomar por unos días, â fin de que poda-
mos vernos sin temor â una sorpresa.
No se decidia â bajar del simôn, pues le asustaba
la idea de aquella entrevista â solas.
—No... no... jno quiero!
Du Roy exclamó con energia:
— Juro respetarla. Entre. Vea; ya nos miran. Se
formarâ un grupo. Aprisa... aprisa... baje.
y se metió en el portai.
- 144 ^
ocupaba misteriosamente de un gran negocio de
unas minas de cobre de Marruecos.
El salón de Magdalena era un centro influyente,
adónde acudían cada semana varios ministros. Has-
ta el présidente del Consejo había comido dos veces
en su casa, y las mujeres de los hombres de Estado
que tiempo antes vacilaban en pasar el umbral de
su puerta, se alababan de ser amigas suyas
y le ha-
cían mâs visitas que visitas les hacía Magdalena.
El ministro de Negocios Extranjeros, reinaba co-
mo dueno en la casa. A cada instante iba allí lle-
vando despachos, notas, informaciones, que dicta-
ba tan pronto â Du Roy como â su esposa, ni mas
ni menos que si fueran sus sscretarios.
Cuando Jorge quedaba â solas con Magdalena,
después de marcharse el ministro, se enfurecía con-
tra éste pronunciando palabras soeces ó haciendo
reticencias malévolas acerca de aquel «piojo resuci-
tado.»
Magdalena se encogía de hombros con desprecio,
y repetia:
— Haz como élj llega â ministro y harâs lo que
te cuadre. Pero hasta entonces, càllate.
El se retorcía el bigote y la miraba de soslayo.
—Aun no saben de lo que soy capaz, — decía;
alguna vez lo veran.
Y ella replicaba filosóficamente:
—Vivir para ver.
A la manana del día de la réunion de las Cama-
— —
!— 14Í •**
cative.
Jorge, nervioso, contesté:
— Sé tan bien como tu lo que hayque preguntar.
No me fastidies con tus tonterias.
— Querido, replicó tranquilamente la joven,
lo que sé es que siempre olvidas la mitad de lo que
te encargo que preguntes al ministro.
— Ya me fastidia tu ministro; es un botarate.
—No mi ministro ni el tuye; mâs útil te es â ti
que â mi.
Jorge se vol vió hacia ella.
corte.
Ella dijo lentamente:
— A mi tampoco; pero labra nuestra fortuna.
— Si debiera escoger entre tus adoradores, prefe-
riria esa estantigua de Vaudrec. <iQué demonios se
hace? Hay ocho dias que no le he visto.
Magdalena repiicó sin inmutarse:
—No— contesté
el hombre de Estado.
Y
comparândose al ministro chanatân, se decia:
«Demonio, si tuviera cien mil francos para presen-
tarme diputado por mi hermoso pais de Ruân, para
poder embromar â mis simpâticos paisanos, jqué
hombre de Estado séria al lado de esos gaznâpiros
imprevisores!
Laroche Mathieu charlé hasta que sirvieron el
— 148 —
café, después, viendo que se hacia tarde, pidió el
coche y estrechô la mano â Du Roy, diciéndole:
— <>De modo que estamos conformes?
— Del todo, querido ministro, cuente usted con-
migo.
Du Roy se fué despacio al periôdico para empe-
zar su articulo, pues no tenia nada que hacer hasta
las cuatro. A aquella hora debia ver à Clotilde en
la calle de Constantinopla adonde iba dos veces por
semana, los lunes y viernes.
Pero al entrar en la redacción le entregaron un
telegrama cerrado de la senora Walter, que decia:
Jorge exclamo:
— jVoto val... jqué lata!
Y malhumorado se fué â la calle, demasiado irri-
r- 151 -
— jQué locura hice entregàndome! Pero no lo
siento. jEs tan dulce amar!
Todas aquellas palabras le parecían irritantes â
Jorge pronunciadas por aquella boca que algunas
veces se le antojaba querer imitar à las damas jó-
venes del teatro.
Le exasperaba también por su torpeza en el abra-
guapo mucha-
zo. Excitada por los besos de aquel
cho que había encendido su sangre, le estrechaba
con un ardor torpe que daba ganas de reir â Du
Roy y le recordaba los viejos que tratan de apren-
der à leer.
Cuando hubiera debido oprimirle entre sus bra-
zos, miràndole ardientemente, con aquella mirada
profunda y terrible que tienen algunas mujeres ma-
duras, soberbias en su ultimo amor, cuando hubie-
ra debido morderle sin decir una palabra, aplastân-
dole bajo su carne dura y càlida, cansada, pero in-
fatigable, se zarandeaba como una nina y ceceaba
— Virgínia.»
Pensaba: «^Qué demonios me querra esa vieja ga-
viota? De que no tiene nada que decirme. Me
fijo
155 ->
exclamó:
— [Ah! ^Has recibido mi telegrama? jQué suerte!
EI puso cara de perros.
— Lo hallé en el periódico cuando me iba à la Cà-
mara. <Qué es lo que me quieres?
Se había levantado el velo y se le acercaba con
timidez con aquel aire de los perros que reciben
mas palos que caricias.
— jQué cruel eres para mi!... jDe qué modo me
hablas!... óQué te he hecho? jNo puedes imaginar
cuànto sufro!
— Supongo que no vas â fastidiarme otra vez,
grunó Du Roy.
Estaba junto â él, esperando una sonrisa, un
ademân para echarse en sus brazos.
— Para tratarme asi— murmuró— no valia la pena
de perseguirme; debías haberme dejado continuar
honrada y dichosa como antes. ^Te acuerdas de lo
qué me decías en la iglesia y cómo me hiciste en-
trar à la fuerza en esta casa? ;Y ahora me hablas y
me como $ una mendiga! jDios mío! jDios
recibes
mío! jCómo me maltratas!
Du Roy dió una patada y dijo con violència:
— [Ea, calla! Basta ya. Cada vez que te veo dices
lo mismo. Diríase que te violé à los doce anos,
cuando eras pura como un àngel. No, querida, no
ha habido seducción de menor. Te has entregado
â mí voluntariamente. Te doy las gracias, te estoy
«* 156 -<
retrocediendo.
Y llevando ambas manos al pecho empezó â so-
llozar desesperadamente.
Cuando Du Roy vió aquel llanto, cogió el som-
brero y dijo:
— Me voy. ^Me has hecho venir para ver tal re-
presentación?
Dió ella un paso para atajarle y sacando el pa-
nuelo del bolsillo se lo llevó â los ojos con brusco
ademàn. Adquirió firmeza su voz por un esfuerzo
de voluntad y dijo, interrumpiéndose de cuando en
cuando:
- -No... he venido para... para darte una noticia...
ticos y banqueros.
— Es una jugada soberbia anadía— es una gran
jugada. Walter es quien lo ha hecho todo y hay
que confesar que lo entiende.
pagaré mi parte.
Quedó tan contenta que se levante», y cogiéndole
la cabeza con ambas manos, se la besó con avidez.
Al principio no se defendié; pero después, como
atreviéndose cada vez mâs, le colmaba de caricias,
— jAdiós!
El la estrechó entre sus brazos con una sonrisa
çompasiva y la besó friamente los ojos.
Pero ella, enloquecida por aquel contento, repí-
tió: «jYa!» Y su mirada suplicante indicaba el
—No faltaré.
- 165 -
Puedes fiarte de élj es muy callado. No hay pe-
ligro.
corazón.
Du Roy quedó tan sobrecogido que no sabia que
hacer. jVaudrec moribundo! Ideas confusas surgian
en su mente sin atreverse à confesârselas â si
mismo.
Balbuceô:
— Gracias... ya volveré...— sin saber siquiera lo
que decia.
Subiô â un coche y se hizo llevar â su casa.
*=« IBS
— No sé.
— ^Era muy ricc Vaudrec?
— Si, mucho.
— ^Sabes, poco mâs é menos, lo que tenta?
— No; quizâ tenia uno é dos millones.
No dijo mâs. Apagé la bujia y permanecieroti
tcndidos u no a! !ado de otro, despiertos, silencio-
sos, pensativos.
Du Roy no Le parecfan ahora muy
sentia sueno.
poca cosa los setenta mil francos de la Deuda de
Marruecos. Parecióle que Magdalena lloraba. Quiso
saberlo y le preguntó:
—<>Duermes?
—No.
Tenia la voz temblorosa. Du Roy afiadió:
— Me he olvidado de decirte que tu ministro nos
ha engafiado.
—,sPor qué?
El le explicó todos los detalles de la jugada que
intentaban Laroche y Walter.
Cuando hubo acabado, Magdalena preguntó:
— ^Cómo has sabido eso?
— Permíteme que no te lo diga. Tú tienes tus in-
formaciones, yo las mias, y las guardo. Pero te
VI
diferente:
—Si, es posible que exista un testamento.
Al entrar en su casa el criado presento una carta
i Magdalena. Esta la abrió y luego la alargó â su
marido.
«Seftora:
»Tengo el honor de rogarle que se sirva pasar
por mi despacho de dos â cuatro, el martes, miér-
coles ó jueves, para un asunto que le concierne.
Reciba usted, etc...
Lamaneur.»
—
1/3
de la familia.
lencio:
— Por de contado, caballero, que la sefiora no
puede aceptar este legado sin consentimiento de
usted.
Du Roy se levantó, y dijo en tono seco:
- 175 -a
178 -#
Magdalena contesté:
— Muy sencillo. Como decias antes, no ténia otros
amigos que nosotros, 6 inejor, que yo, pues me
conoció de nifia. Mi madré era seriora de compania
de unas parientas suyas. Venia de continuo aquí y
como no ténia herederos directos, ha pensado en
mi. Que me haya querido algo es posible. ^Qué mu-
jer no ha sido querida de tal modo? Que esta ternu-
ra oculta, secreta,haya puesto mi nombre en los
punlos de su pluma cuando quiso hacer testamen-
to ,jpor qué no? Cada lunes me traia flores. Supon-
go que no te extranaba que no te las diera â ti. Hoy
me lega su fortuna por igual razón y porque no
tiene nadie â quien ofrecerla. Creo que seria muy
rare que te la dejara â ti. ^Por qué? ^Qué gran
afecció n te tenia?
Hablaba con tanta calma y naturalidad, que Jor-
ge dudaba.
Y contesté:
— De todas maneras no podemos aceptar ese le-
gado en tales condiciones. Haría un efecto deplora-
ble. Todos creerían lo que te he dicho y se reirían
de mi. Mis camaradas estân harto dispuestos â ata-
carme. Debo cuidar mucho de mi honor. Me es
imposible permitir que mi esposa acepte un legado
de tal naturaleza, de parte de un hombre que de
publico se ha dicho que era su amante. Forestier
quizâ hubiese tolerado eso; yo, no.
«—Bueno, amigo mio, replicó ella con suavidad,
179
joven.
— ^Qué prefieres, un collar, un brazalete é unos
Dendientes?
s* 183
VII
Decia «Los
asi: sefíores Walter le ruegan les dis-
mismo.
Laroche reinaba en casa Du Roy, ocupando e
lugar del conde de Vaudrec, hablando à los criados
como pudiera hacerlo un segundo amo.
Jorge lo toleraba estremeciéndose de rabia, como
un perro que quiere morder y no se atreve. Pero â
veces se mostraba brutal con su esposa, la cual se
encogia de hombros y le trataba de muchacho tof-
pe.No comprendia su continuo malhumor y repe-
tia: —No te entiendo. Te quejas siempre y tu posi-
ción no puede, sin embargo, ser mejor.
El le volvia la espalda y no le contestaba.
Había declarado al principio que no iria â la fies-
Du Roy murmuró:
— jVaya un lujol— y se encogió de hombros roí-
do por la envidia.
Su esposa le dijo:
— Calla é imita.
Entraron y entregaron los abrigos à los lacayos.
Muchas sefioras se quitaban también los abrigos.
Se oía decir:
— jMuy bonito, muy bonito!
El vestíbulo, muy amplio, estaba cubierto de ta-
pices que representaban la aventura de Marte y Ve-
nus. Arrancaba de allí una doble escalinata monu-
mental. La barandilla era una preciosidad de hie-
rro forjado, cuyo dorado antiguo fulguraba débil-
mente en los escalones de màrmol rojo.
finura.
Jorge reconoció & una ción de celebridades: la
duquesa de Terracine, el conde y la condesa de Ra-
192 -*
y ya no nos veremos.
— —
No, contesté con franqueza todavia no. —
Quiero casarme con uno que me guste, que me
guste mucho. Soy bastante rica para dos.
El sonreia con altivez y le nombraba las perso-
nas que pasaban, gentes nobles que habian vendido
sus titulos mohosos â hijas de banqueros como ella,
194 —
—Y a lo veremos; es usted harto rica.
aplastarles â punetazos.
Su mujer le ponia en ridículo. Pensô en Fores-
- 197 -*
—jQué revoltijol
=- 200 -
Boisrenard. que le estrechó la mano, había ador-
nado también su ojal con la cinta amarilla y verde
que luciô el dîa del duelo.
La vizcondesa de Percemur, rechoncha y empe-
rifollada,hablaba con un duque esmirriado en la
salita Luis XVI.
Jorge murmuró:
— Una conversación galante.
Detrâs de un grupo de arbustos, casi ocultos, vió
â su mujer y Laroche. Parecian decir: «Nos hemos
dado una cita aquí, una cita pública, porque nos
burlamos de la opinión.»
La senora de Marelle reconociô que aquel Jesús
de Marcowitch era admirable, y volvieron ambos
en busca del marido.
Du Roy pregunto:
— I Y Laurita esta aún enfadada?
— Sí, como siempre; no quiere verte y desapare-
ce cuando le hablan de ti.
201 -J
— ,;Qué?
—^De su matrimonio?
— Si.
— Bueno; ^quiere prometerme una cosa?
—,-Cuâl?
— Consultarme cada vez que alguien pida su
mano, y no aceptar a nadie sin oir mi consejo.
— Bueno.
— Esto es un secreto entre nosotros. No diga una
palabra à sus padres.
—Ni una.
—«iLo promete?
— Lo juro.
Rival llegaba muy atareado.
—Senorita, su papa dice que vaya al baile,
— Vamos, Buen-Mozo.
Pero este se excuso. Queria marchar en seguida,
reflexionar â solas. Habia pensado algo muy deci-
sivo. Buscó â su mujer. La encontró en el buffet
tomando chocolaté con dos caballeros desconoci-
dos. Les presento â su marido sin nombrarles a
elios.
— (jVâmonos?
— Como quieras.
Le diô el brazo y fueron hacia la salida. En los
salones quedaba poca gente.
— ^Dónde està la sefiora Walter? Quisiera despe-
dirme.
— Es inútil. Querria que nos quedàramos para el
Legión de honor.
Palideció levemente, luego sonriô, y declarô:
— Hubiase preferido diez millones. Poco le cues-
ta eso.
Ella, que esperaba un transporte de alegria, se
tisface ahora.
El contesté tranquilamente:
—No hace sino pagarme su deuda. Aun me
debe mâs.
Se admiré su esposa de su acento, y replicé:
- Sin embargo, es honroso à tu edad.
— Todo es relativo; mâs podia tener.
Tomé el estuche, lo puso abierto en la chimenea,
miré unos instantes la estrella brillante, y después
de encogerse de hombros se acosté.
El Diario Oficial del i.°de Enero anuncié, en
efecto, el nombramiento de don Préspero Jorge
Du Roy, publicista, para el grado de caballero de
la Legién de honor, por servicios excepcionales.
Su nombre estaba escrito en dos palabras, lo cual
agradé mâs â Jorge que la misma condecoracién.
Una hora después de haber leido aquella noticia,
recibió una carta de la senora Walter que le supli-
caba que fuera â corner â su casa, para celebrar
aquella distinción. Vaciló unos momentos, echó al
— He cambiado de parecer.
Cuando llegaron, la senora estaba sola en el sa-
loncito Luis XVI, que era el de sus recepciones
intimas. Vestia de negro
y habia empolvado sus
cabellos, lo cual la favorecía mucho. De lejos pa-
recía una anciana; de cerca una joven, y mirândo-
la bien, un engano viviente y encantador.
—^Estâ usted de luto? - preguntó Magdalena.
Contestó tristemente:
— Sí y no. No he perdido â ninguno de los míos;
pero he llegado â la edad en que se lleva el luto de
la pròpia vida. Hoy lo llevo para inaugurarlo; en lo
agua:
— ;Qué hermoso es! ;Cu4nto le temen y cu4nto
le aman esos hombres! (Ved su cabeza, sus ojos,
qué sencillo y sobrenatural es 4 un tiempo!
Susana exclamó:
—Se le parece 4 usted, Buen-Mozo. Estoy segu-
ra de ello. Si llevara barba ó El estuviese afeitado,
serian ustedes iguales. jEs asombroso!
Quiso que se pusiera de pie ai lado dei cuadro y,
£1 buea mozo—Tomo 11—14
r- 210 -
efecrivamente, todos reconocieron que las dos ca-
ras se parecían.
Walter halló la cosa chocante. Magdalena, son-
riendo, declaró que Jesús tenia un aspecto màs vi-
ril.
VIII
lay dando
las aletas, vueltas sobre si mismos, hun-
diéndose para coger la presa que bajaba y subien-
do para pedir otra.
— 212 —
Hacían unos movimientos rares con la boca, da-
ban empujes bruscos y râpidos y destacâbanse de
fondo de oro con color rojo ardiente, pasando co-
mo llamas por el agua transparente ó mostrando el
—Sí.
— Consultarme cada vez que le pidieran su mano.
— qué?
—Que se han pedido.
la
—jiQuién?
— Ya lo sabe usted.
— No; se lo juro.
— Sí sabe. Ese fatuo de marqués.
lo
— Sí, yo.
— |Toma! por qué?
— Porque estoy enamorado de usted, y usted lo
sabe, picarilla.
Entonces ella dijo con tono severo:
— jEstà usted loco, Buen-Mozo!
— ya sé que estoy loco. ^Acaso
Sí, debiera decir
esto yo, hombre casado, â usted, que es soltera?
Soy mâs que loco, soy culpable, miserable. No ten-
go esperanza y esto me enloquece. Cuando oigc de-
cir que va usted à casarse, me da una ira atroz.
La joven vacilô.
—No. Estoy algo delicada. Prefiero quedarme
aquí.
— Como gustes; no es que quiera obligarte.
Tomó el sombrero y saiiô.
Desde tíempo hacia la espiaba, la vigilaba y sabla
todos sus pasos. La hora que esperaba habia llega-
do. No se enganó respecto del tono con que dijo:
Dijo al cochero:
— Pàrese enfrente del número 17 de la calle Fon-
tainey permanezca allí hasta que le dé la orden de
marchar. Luego me llevarà usted al restaurant del
Gallo-Faisàn, calle de Laffayette.
El coche se puso en marcha al trote lento del ca-
ballo. Du Roy bajó las cortinillas. Apenas estuvo
frente à su puertano dejó de mirar un instante. Al
cabo de diez minutos vió salir â Magdalena, que
fué hacia los bulevares exteriores.
Cuando estuvo sacó la cabeza por la por-
lejos,
tezuelay «Andando.»
dijo:
la puerta.
mano.
— Es ella — exclamó Du Roy — ya les pillamos.
mohada.
El oficial toco lo que parecia ser un hombro y
repitió:
— Caballero, le ruego que no me obligue â ser
descortés.
Pero eî cuerpo parecia inmévil como el de un
muerto.
Du Roy, que se habia adelantado, cogié vivamen-
— 221 -
te un pico de la sâbana, tiró con fuerza y arrancan-
do una almohada, descubrió la cara lívida del senor
y exclamó:
— Hay flagrante delito... sí, flagrante delito. Pue-
do hacerle detener i usted si quiero... si, puedo.
Y luego, con acento vibrante:
—
Este hombre se llama Laroche-Mathieu, mi-
nistro de Negocios Extranjeros.
El inspector de policia retrocedió estupefacto, y
balbuceó:
— I Es esto verdad ? i Quiere usted decirme
quién es?
Por fin se decidió, y dijo con empuje:
— Por esta vez, no ha mentido este miserable.
Me llamo, efectivamente, Laroche Mathieu y soy
ministro.
Y alargando el brazo hacia el pecho de Jorge,
donde brillaba un punto rojo, ahadiô:
—Y el pícaro lleva en el ojal la condecoración
que le di.
como si sonara:
— Iré lejos.
— 228 -
— Voy í redactar el eco— dijo.— Hay que hacerlo
con discreción. Pero serà terrible para el ministro.
Es hombre al agua. Es imposible sostenerle. La
Vie Française no tiene interès alguno en apoyarle.
El viejo vaciló algunos momentos y luego tomó
una resolución.
— Bueno,— dijo; hâgalo usted. Tanto peor para
los que se meten en esos trotes.
IX
Han pasado tres meses. Se había fallado el divor-
cio de Du Roy. Su esposa volvió à tomar el nom-
bre de Forestier, y como los Walter debían marchar
el i5 de julio â Trouville, decidieron pasar un día
juntos antes de separarse.
Escogieron un jueves y se pusieron en camino â
las nueve de la manana en un gran landau de viaje
^ 230 —
del Vesinet forinabàn manchas que se destacaban
de entre la fronda del bosquecillo. A la izquierda, â
lo lejos, se erguía el campanario puntiagudo de
Sartrouville.
Walter declaró:
— En ninguna parte hay un panorama tan her-
moso. Ni en Suiza lo hay.
Luego anduvieron un rato, despacito, para gozar
de aquella perspectiva.
Jorge y Susana se quedaron atràs. Apenas se hu-
bieron separado unos pasos, Jorge le dijo en voz
baja y contenida:
— Susana, la adoro. La amo locamente.
— Yo también, Buen-Mozo.
—Si no me caso con usted me marcharé de Pa-
rís y de Francia.
— Pídame usted a papa. Quizâ accéda.
—No, — replico él con impaciència, le repito por
décima vez que no. Me cerrarân las puertas de su
casa; me echarân del periódico; ni siquiera podre-
mos vernos. Esto es todo lo que lograría haciendo
una petición en regla. La han prometido al mar-
qués de Cazolles. Creen que al fin dirà usted que
«sí». Y esperan.
— Entonces, ^qué hay que haceí*?
Jorge la miró de soslayo y preguntó:
— <; Me ama usted lo bastante para hacer una lo-
cura?
Si— contesto resueltamente,
—
Du Roy replicó:
— No. No la conoce usted. Se pondra mâs furio-
sa que su papâ. Verâ usted como se niega. Pero us-
ted insista y repita que sôlo quiere casarse conmi-
go. ,jLo harâ usted?
— Lo haré.
—Y después le dira usted lo mismo â su padre de
un modo muy serio y decidido.
—Si, si. ,:Y después?
— Después es cuando la cosa se complica. Si esta
usted bien, bien resuelta, resuelta del todo â ser mi
aj2
entrar en Paris.
Susana sonaba también, y el cascabeleo de los
caballos resonando en sus oídos le fingia caminos
inacabables alumbrados por lunas eternas, bosques
temerosos atravesados, posadas en la orilla del ca-
mino y la prisa de los mozos de establo en cambiar
de tiro, pues no hay quien no adivine que se les per-
sigue. Cuando el landó entró en el patio del hotel,
quisieron hacerle corner con ellos. Se negó y se fué
â su casa.
Después de corner un poco puso en orden sus
papeles, como si fuera â emprender un largo viaje.
Quemô las carias comprometedoras, ocultó otras,
escribió â varios amigos.
De cuando en cuando miraba el reloj, pensando:
— Ahora deben indignarse en casa Walter.
Sentia gran inquietud. ,;Le fallaria el golpe?^Qué
podia temer? jSabria sacudirse las pulgas! Pero en
verdad que jugaba una partida muy grave aquella
poche.
— 235 -*
y pregunté:
— ^Es usted Buen-Mozo?
Tuvo un sobresalto.
—<iEs usted Susana?
—Si, soy yo.
No conseguia abrir la portezuela tan aprisa como
hubiera querido, y repetia:
— Ah! ï ^Es usted?... Entre... entre...
Entré y casi cayé encima de él,
230 —
Jadeaba sin hablar.
Jorge preguntó:
— [Bueno! ^Cómo ha ocurrido eso?
Entonces Susana murmuro, desfallecida:
— Ha sido terrible, sobre todo con mamà.
Du Roy estaba inquieto.
—<iQué ha dicho su mama? Cuente, cuente.
— [Oh, ha sido espantoso! Entré en su cuarto y
le dije lo que convinimos. Palideció y dijo: «jJa-
iel de
presa. El
once de
Tcación del
seis, rosa-
— — vociféré
jSI, el; - si, tul Todas estabais locas
por él. Tú ySusana y la Marelle y las demâs. <;Crees
— 238 -<
pueden arrancar.
— 239 —
Vivir sin él le era imposible. Tanto valia morir.
Ella balbució:
— <>Has visto â Susana?
—,;Yo? jno! ,jpor qué?
— Ha... ha... partido. No està en su cuarto.
Dió un salto de la cama al suelo, se puso las za-
patillas y sin calzoncillos juiera, se fué al cuarto
de su hija. Apenas le hut visto, no le cupo duda.
Habia huído.
Cayó en un sillón y dejó la lâmpara en el suelo.
Su esposa estaba junto â él. Balbuceó:
—^Y qué?
Walter no tenia fuerza para contestar, ni sentia
còlera. Gimió:
— Y a estâ en su poder. Estamos perdkl®s.
Su esposa no le entendia:
—,)Cômo, perdidos?
— Esté claro.
Ahora tendrâ que casarse con él.
Lanzô su mujer un grito como de animal herido.
— jEl! jJamâs! ,jEstâs loco?
El contestó tristemente:
— De nada sirve chillar. La ha robado y deshon-
rado. Lo mejor es dârsela. Haciéndolo con discre-
ción nadie sabrâ tal aventura.
Ella repitió, presa de una emoción terrible:
El se impacienté.
—No hay discusién posible. jCémo nos ha bur-
lado el picaro! Es listo. Hubiéramos encontrado
hombres de mâs posicién; pero no de mâs inteli-
gencia y porvenir. Serâ diputado y ministro.
La senora Walter, replicó con feroz energia:
— jNo, no se casarâ con Susana!
A fuer de hombre prâctico, su esposo tomé la de-
fensa de Du Roy.
- 241 -
—Câllate; te digo que es preciso... que es nece-
sario del todo. ,iQuién sabe? Quizâ no debamos
arrepentirnos. Con hombres de tal temple nadie
sabe lo que puede ocurrir. Ya has visto como ha
derribado â Laroche, y como lo ha hecho con dig-
difícil dada su posiciôn de marido.
nidad, cosa algo
Veremos. De todos modos nos ha burlado y no hay
remedio.
Dâbanle ganas â la infeliz de revolcarse por el
jcon Susana!
Repetia: «jJesús, Jesús!» pero pensaba en ellos,
en su hija y en su amante. Estaban solos, en un
cuarto... y era de noche. Les veia... Les veia con
tal précision, que creia tenerlos antes ella en vez
del cuadro. Se sonreian; se besaban. El cuarto esta-
ba â media luz, la cama dispuesta. Se levantó para
ir hacia para coger â su hija por los cabellos y
ellos,
tapicerias.
Jorge, con una americana comprada hecha, pa-
seaba â Susana, bien â pie por las orillas del rio,
bien en barca. Se besaban â cada instante, ella ino-
cente y él casi vencido por la tentación. Pero sabia
dominarse, y cuando le dijo:
irritada:
Du Roy preguntó:
—^Por qué? Tenia una mujer que me enga-
naba. La sorprendi, obtuve el divorcio, y me caso
con otra. ^Hay algo mâs natural?
Ella murmuro tembîorosa:
— jQué astuto y peligroso eres!
Jorge sonrió.
—
- 217
clamé:
— ^Salii* de aquí? Olvidas sin duda que soy yo
quien desde el primer dia ha pagado esta habita-
~ 248 —
basfe â Magdalena la mitad de la herencia de Vau-
drec? ^Crees que no sé que te has acostado con
Susana para obligaria â casarse contigo?
: Jorge la cogió por los hombros, y dijo zaran-
deândola: —No hables de eso, te lo prohibo.
Clotilde gritó:
i
— Te has acostado con ella, ya lo sé.
loquecidos:
— jTe has acostado con ella!
incorporândose, vociferó:
— jHas dormido con ella!
sombrero, dijo:
252 -i
reunida.
—.jSabe usted qué se ha hecho de su mujer?
— Si y no, — contesté el poeta sonriendo. —Vive
muy retirada en el distrito de Montmartre. Pero...
hay un pero... leo desde hace poco unos articulos
en la Plume que se parecen terriblemente â los de
Forestier y de Du Roy. Son de un muchacho, Juan
Le Dol, guapo, listo, de la misma raza que nuestro
amigo Jorge, que es amigo de su esposa. Deduzco
de ello que le gustan los novicios y que le gustarân
eternamente. Esta rica, que no en vano han sido
amigos suyos Vaudrec y Laroche.
Rival déclaré:
— Es una buena hembra, Magdalena; muy astuta
FIN
V
UNIVER9ITY OF ILLINOI9-URBANA
0112 044890595
Obras de tullARDO ZAMACOIS
LA SERPIENTE SONRIE...
Forma sugestivo volumen cuatro hermosos trabajos nove-
este
lescos, uno de ellos dialogado, que llevan por titulo: La caída, El
paralítico Los ojos fríos y El aderezo.
,
PARA TI...
Colección de cuentos y narraciones. La nota humorística y sen-
timental campea en este libro delicioso, recomendable por todos
conceptos.
Un tomo de 236 pàgs. con cubierta de Romero Calvet, l ‘50 ptas.
DESDE MI BUTACA
(apuntes PARA UNA PSICOL©OÍA DE NUBSTROS ACTQRE^)
TEATRO
Un tomo de mâs de 250 pàginas que contiene las preciosas co-
medias tituladas: Nochebuena El pasado vuelve, Frío Los Reyes
, ,