El Buen Mozo - Guy de Maupassant PDF

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Ob'- 6


J Ll

OBRAS DE GUY DE MAÜPASSANT

EL BUEN MOZO
BD BUEN MQZO
fyji'.f ,*/• V ,

*
GUY DE MAUPASSANT

Eli BUEfl ÍDOZO


(BEL-AMI)

Traducción de Augusto Riera

9
TOMO SEGUNDO
_

BARCELONA BUENOS AIRES


Casa Editorial Maucci Maucci Hermanos
Calle Mallorca, 166 Calle Cuyo, 1070

I905
Esta obra es propiedad de la Casa
Editorial }Çmcci } de Barcelona .

1 iíiOiirAÍÍii <ià lià. Ci«a ildiiûtiAl UAu«d.^arciloiKi.


EL BUEN M0ZO
VIII

Su duelo habfa hecho que Duroy fuera uno de


los primeros cronistas de la Vie Française, pero co-
mo le costaba gran trabajo hallar ideas, adopté la

especialidad de las declamaciones sobre la decadèn-


cia de las costumbres, la depravación de los carac-

de patriotismo y la anémia del honor


tères, la falta

francès (habia encontrado la palabra «anémia,» de


la que se mostraba orgulloso).
Y cuando la senora de Marelle, que â fuer de pa-
risién era burlona y descreida, se burlaba de sus
parrafadas, que destruïa con un epigrama.
— jBah! - contestaba - eso me harâ una reputa-
ción para el dia de manana.
Vivió, pues, desde entonces, en la calle de Cons-
tantinopla, â donde le llevó la maleta, la navaja, el
cepillo y el jabôn que constituian todos sus mue-
— G —
blés. Dos ó tres veces por semana llegaba la joven
antes que se hubiese levantado él, se desnudaba en
un instante y se deslizaba en la cama estremecida
por el frio de la calle. Duroy, en cambio, comia ca-
da jueves en casa de Clotilde y procuraba hacerse
simpâtico al marido hablândole de agricultura; y

como â él mismo le gustaba cuanto à la tierra se


referia, se entusiasmaban hasta el punto de olvidar
â su mujer, que dormitaba en un sofa.
Laurita también se dormia tan pronto sobre las
rodillas de su padre como en las del Buen-Mozo.
Cuando el periodista se iba, el senor de Marelle
declaraba, con aquel tono doctrinario que emplea-
ba para decir las menores cosas:
— Este muchacho es muy agradable. Tiene mu-
cha inteligencia.
Acababa Febrero. Empezaba â sentirse olor de
violetas por las calles al pasar por las mananas cer-
ca de los carritos de las vendedoras de flores.
Duroy vivia como el raton en el queso.
Una noche, al volver â su casa, halló una carta
bajo la puerta. Por el sello vio que venia de Can-
nes. La abrió y leyô:

«Cannes, Villa-Linda.
*Estimado y amigo: Me dijo usted no hace
seflor
muoho que podia contar con usted en todo y por
todo. Tengo que pedirle un cruel servicio; el de ve-
nir â acofnpanarme para no asistir sola â los últi-
mos instantes de Carlos, que va â morir. Quizâ no
llegue à fines de semana, por mâs que se levanta
todavia. El médico me ha prevenido.
»No tengo ni fuerza ni valor para presenciar dia
y noche tal agonia; y pienso con terror en los últi-
mos momentos que se acercan. No puedo pedir tal
servicio â otro que â usted, porque mi marido no
tiene familia. Era usted su camarada; él le abriô las
puertas del periôdico. Le suplico que venga. No sé
â quién llamar.
»Disponga usted de su amiga sincera,
»Magdalena Forestier.»

Un extrano sentimiento penetro como una boca-


nada de aire en el corazón de Jorge; un sentimien-
to de liberaciôn, de amplitud, que se desarrollaba
ante él,
y murmuro:
— Esto si que no puede ser. Ciertamente que iré.

jPobre Carlos! jVâlgame Dios, lo que somos!


El director, â quien ensenô la carta, le diô per-
miso grunendo y le dijo al marchar:
— Vuelva usted pronto, porque hace usted falta.
Jorge marchó â Cannes al dia siguiente en el râ-
pido de las siete, después de avisar â los senores de
Marelle por medio de un telegrama.
Llego al dia siguiente â las cuatro de la tarde.

Un mozo de cuerda le acompanó â Villa-Linda,


edificada â media colina, en aquel bosque de pina-
8

betes poblado de casas blancas, que se extiende


desde el Cannet al golfo Juan.
La casa era pequenita, baja, de estilo italiano, â
camino que sube en zig-zag â través del
orillas del

bosque, descubriendo à cada vuelta admirables


puntos de vista.
El criado abrió puerta y exclamé:
la

— (Ah! caballero, la senora le espora â usted con


gran impaciència.
Duroy pregunté:
— iÇémo esté senor? el

—No muy bien; vivirâ pocô.


El salén donde entré el joven estaba tapizado de
color de rosa con dibujos azules. La ventana era
ancha y alta y daba sobre la ciudad y el mar.
Duroy murmuré:
— Diablo, es una buena casa. <>De dénde demo-
nio sacarân el dinero?
Un ruido de faldas le hizo volver.
La senora de Forestier le tendié ambas manos.
— Cuân amable ha sido usted en vénir, cuân
amablé...
Luego, bruscamente, le besé.
Después se miraron.
Estaba algo pâlida y enflaquecida, pero siempre
y quizâ mâs linda con aquella expresién en-
fresca,
fermiza.
— No puede usted figurarse cuân terrible es su
situacién. Sabe que se muere y me atormenta de
— 9

continuo. Le he anunciado la llegada de usted. Pe-


rò ^dónde tiene usted la maleta?
Duroy contestó:
— La he dejado en la estación, esperando que me
aconseje qué hotel debo tomar para estar cerca de
ustedes.
Vaciló un instante Magdalena y luego dijo:
— Quédese usted aquí. Tiene ya la habitación dis-

puesta. Puede morir de un momento à otro, y si

sucediera por la noche estaria sola. Enviaré â bus-


car su equipaje.
Duroy se inclinó:
—Como usted quiera—dijo.
— Subamos ahora— replicó la joven.

La siguió. Abrió una puerta del primer piso y


Duroy vió cerca de una ventana, sentado en un si-
llón, envuelto en manias, livido â la claridad roja
del sol poniente, una especie de cadàver que le mï-
raba. Apenas le reconocía. Adivinó mâs bien que
era su amigo.
En aquel cuarto se olía â fiebre, à tisanas, â éter,
à alquitrân; se respiraba aquel olor pesado y sin
nombre que hay en las habitaciones donde respira
un tísico.

Forestier levantó la mano con ademân penoso y


lento.
— Hete aquí, —dijo —vienes para verme morir. Te
doy las gracias.
Duroy trató de tomarlo â broma:
10 -
— ;Para verte morir! No seria un espectaculo di-
vertido, ni cscogería tal ocasión para visitar Can-
nes. Vengo â saludarte y â descansar.
— Siéntate -contesto Forestier; y bajó la cabeza,
como si se sumiera en meditaciones desesperadas.
Respiraba de un modo râpido, entrecortado, yâ
veces lanzaba una especie de gemido, como para
recordar â los demas cuún enfermo estaba.
Al ver que no hablaría, su mujer se acercó â la

ventana y dijo, senalando el horizonte con un mo-


vimiento de cabeza:
— Mire usted qué hermoso es esto.
Enfrente de ellos la coüna sembrada de quintas
bajaba hasta la ciudad, asentada en la playa en
forma de semicírculo, con la cabeza â la derecha,
hacia el dominaba la ciudad vieja, so-
muelle. que
bre la cual parecía cernerse un antiquísimo campa-
nario, y los pies â la izquierda en la punta de la

Croisette, enfrente de las islas Lerins. Estas islas


parecían dos manchas verdes sobre el agua azul.
Hubiérase dicho que flotaban como dos hojas in-
mensas, según lo planas que parecían desde la al-

tura.
A lo lejos, cerrando el horizonte por el otro lado
del golfo, había una cadena de montanas destacan-
dose sobre un cielo resplandeciente sus cimas re-
dondas ó agudas, que terminaban en un alto mon-
te piramidal que hundía su base en el ancho mar.

La senora Forestier diio:


— Es el Esterel.
Detras de las cimas obscuras el cielo aparecia
rojo, rojoy dorado y fulguraba de tal modo, que
los ojos
no podían resistir su brillo.
Duroy sentia â pesar suyo el efecto de la majes-
tad de aquel crepûsculo.
No encontrando otra palabra para expresar su
admiración, exclamo:
— jEs verdaderamente admirable!
Forestier levante» la cabeza hacia su mujer, y la
dijo:

— Dame un poco de aire.


— Ten cuidado,— contesté, — el sol se pone y sen-
tiras frio, y ya sabes que eso no te conviene.
Hizo un ademân febril y débil que hubiera queri*

do ser un punetazo y murmuré con un visaje de


cèlera, un visaje de moribundo que patentizaba la
delgadez de labios y mejillas y lo saliente de los
huesos.
—Te digo que me ahogo. ^Qué te importa que
muera un dia antes é un dia después, estando co-
mo estoy hecho cisco?...
Magdalena abrié de par en par la ventana.
El soplo de aire que entré sorprendiéles como
una carícia. Era una brisa suave, tibia, apacible,
alimentada ya por los perfumes de los arbustos y
de las flores olorosas que crecen en aquella tierra.
Dominaba en ella un olor poderoso de resina y el

acre sabor de los eucaliptus.


I

12 —
Forestier la aspiraba con ansia. Crispó las unas
en los brazos del sillón, y dijo en voz baja, sibilan-
te, rabiosa:
— Cierra. Esto me molesta. Prefiero reventar en
un subterrâneo.
Su mujer cerró la ventana lentamente y luego
miré â lo lejos pegando la frente â los cristales.
Duroy hubiera querido hablar al enfermo, tran-
quilizarle.
Pero no se le ocurría nada propio para tranquili-
zarle.

Balbuceô:
—^De modo que no estas mejor desde que estâs
J"
aqui?
— Ya loves — contesté el enfermo encogiéndose
de hombros, y bajó de nuevo la cabeza.
— Y, sin embargo, aquí hace muy buen tiempo
comparado con París. Allí estamos todavia en mi-
tad del invierno. Nieva, graniza, llueve y hay una
niebla que hace encender las luces â las très de la
tarde.
Forestier respondió:
j

—^Y qué hay del periôdico?


!
—Nada de particular. Han tomado para reem-
plazarte â Lacrin que estaba en el Voltaire. Pero
no sirve. Haces allí mucha falta.

— Yo? Dentro de poco iré â hacer crônicas â


seis pies bajo tierra.
Aquella idea fija parecía una campanada que so-
~ 13 -
nara sin césar y se mezclaba â la conversación fue-
ra cual íuese sa asuato.
Reinó un largo silencio doloroso y profundo. El
ardor del sol poniente calmébase poco é poco. Las
montanas tomaban otra vez su color negro; y el
cielo rojo se obscurecia. Una sombra con algo de

color, un principio de noche que conservaba refle-


jos de hoguera moribunda entraba en el cuarto,
parecía tenir las paredes, los mnebles, las colgadu-
ras y los rincones con matices en que se mezclaban
la tinta
y la púrpura.
El espejo de la chimenea reflejando el horizonte
parecia un charco de sangre.
La senora Forestier no se movia, de espaldas â
los dos hombres y con el rostro pegado al cristal.
Forestier se puso é hablar con voz entrecortada

y lastimosa, que daba grima oir.


—^Cuàntas puestas de sol veré aún? Ocho, diez,
quince 6 veinte... quiza treinta, més, no... A vos-
otros os queda tiempo aun... para mi se acabó... Y
en cuanto yo haya desaparecido... todo continuarà
como si estuviera aquí.
Permaneció callado algunos instantes y luego re-
puso:
—Todo cuanto veo me recuerda que ya no lo ve-
ré més dentro de unos días.„ Es horrible... ya no
veré nada... nada de lo que existe... ni los objetos
més pequenos de uso diario... las copas... los pla-
camas donde se descansa tan bien... los
tós... las
14 —
coches. |Cuân bueno es pasearse en carruaje por
la tarde! jCuânto me gustaba todo eso!
Con los dedos de las manos hacia un movimiento
nervioso como si hubiera tocado el piano sobre los
brazos del sillôn. Y cada una de las pausas que ha-
cia era mâs penosa que sus palabras, pues se com-
prendia que pensaba cosas espantosas.
Duroy recordó de pronto lo que le decia Norbert
de Varenne hacia unas semanas: «Ahora veo la

muerte de tan cerca, que â veces siento ganas de


alargar el brazo para rechazarla... La veo en todas
partes. Las beztesuelas aplastadas en los caminos,
las hojas que caen, el pelo blanco que advierto en
la barba de un amigo, me destrozan el corazón, y
me gritan: «Hela aquí!»
Entonces no le comprendiô, pero ahora com-
prendia aquellas palabras mirando â Forestier. Y
una angustia desconocida, atroz, penetraba en él

como si hubiera sentido muy cerca en aquel sillon


donde jadeaba su amigo la muerte répugnante al

alcance de su mano.
jTenia ganas de levantarse, de irse, de escapar,
de volver â Paris en seguida! De haberlo sabido no
hubiera ido allí.

La noche se habia extendido por el cuarto como


un luto prematuro que cayera sobre aquel mori-
bundo. Unicamente la ventana era aun visible, di-

bujando en su cuadro mâs claro la silueta inmóvil


de la joven.
— 15 —
Forestier pregunto con irritación:
—^Por qué no traen la làmpara hoy? iVaya un
modo de cuidar à un enfermo!
La sombra del cuerpo que se dibujaba en los
cristales desapareció y resonó un timbre eléctrico
en otras habitaciones. Entró un criado dejando una
làmpara sobre la chimenea.
La senora Forestier, preguntó â su marido:
—(>Te acuestas ó bajarâs â corner?
— Bajaré.
La la comida les hizo permanecer cer-
espera de
ca de una hora inmóviles â los tres, pronunciando
únicamente de vez en cuando una palabra, una pa-
labra cualquiera, inútil, vulgar, como si hubiera
habido peligro, un peligro misterioso en no inte-
rrumpir aquel silencio, en dejar cuajarse el aire

mudo de aquella habitación donde la muerte ale-


teaba.
Por fin se anunció la comida. Parecióle muy lar-
ga â Duroy, interminable. No hablaban; comían sin
ruido, y desmenuzaban el pan con la punta de los
dedos. El criado servia, iba y venia sin que él oye-
ra el ruido de sus pasos. Únicamente el tic-tac duro
de un reloj de pared turbaba la calma de aquella
casa con el ruido de su movimiento mecânico y re-
gular.
Àpenas acabaron de corner, Duroy pretextando
fatiga se retiró â su cuarto, y de codos en la venta-
na, miraba la luna llena en el centro del cielo, pa-
*"i 16 —*i

recida à un globo de làmpara enorme, lanzar sobre


lasparedes de las quintas su claridad dura y velada
y sembrar en el mar una especie de ancha estela
luminosa, movediza y suave.
Buscaba un pretexto para marcharse pronto, in-
ventando astucias y telegramas que iba â recibir;
una Uamada del sefior Walter. Pero sus resolucio-
nes de fuga le parecieron difíciles de realizar â la

manana siguiente. La senora Forestier adivinaríala


trampa, y perdería por su cobardía todos los bene-
ficiós que le podia reportar su solicitud. Pensó que

aquello erajaburrido, pero que hay que tomaria


vida como viene, y pensó asimismo que quizà ter-
minarà pronto la tragèdia.

Hacía un tiempo espléndido, uno de aquellos días


del sur que llenan el corazón de gozo. Y Duroy
bajó hasta el mar, pensando ’que harto tiempo le

quedaba para* ver â Forestier.


Cuando volvió â entrar para almorzar, el criado
le dijo:

— El sefior ha preguntado por usted varias veces,


de modo que si usted desea subir â su cuarto...
Subió. Forestier parecía dormir en un sillón. Su
mujer leía tendida en el sofà.

El enfermo levantó. la cabeza. Duroy preguntd:


— ^Cómo estàs? Paréceme que tienes mejor as-
pecto.
— Sí, estoy mejor; tengo mas fuerzas. Almuerzo
2

- 17 -i

pronto con Magdalena porque vamos ’à dar un pa-


seo en coche.
La joven, en cuanto estuvo sola con Duroy, le

dijo:
— Hoy està satisfecho; se cree salvado. Desde la

manana esta haciendo proyectos. Ahora iremos al

golfo Juan â comprar porcelanas para nuestra casa


de Paris. Quiere salir â toda costa, pero temo que
le ocurra algún accidente. No podrà soportar el

traqueteo del coche.


Cuando llegó el carruaje, Forestier bajó la esca-
lera pasito â paso, sostenido por el criado. Pero
apenas vió que el coche estaba cerrado mandó que
quitaran la capota.
Su mujer le disuadía:
— Vas â tener frio, es una imprudència.
—No, estoy mucho mejor. Estoy seguro de ello.

Pasaron al principio por aquellos caminos um-


brosos que atraviesan entre jardines y que hacen
de Cannes una especie de parque inglés, y luego
tomaron el camino de Antibes â lo largo del mar.
Forestier daba explicaciones acerca de cuanto
veian. Indicé la quinta del conde de Paris. Nombré
otras. Estaba alegre, con la alegria de encargo, fic-

ticiay débil del condenado. Levantaba el dedo,


pues no ténia fuerza para extender el brazo.
—Toma. he ahi la îsla de Santa Margarita, y el

El buen mozo— Tomo IL—


18 —
casiiilo del que se eseapó Bazaine. iBuena lata nos
dieron con la tal fuga!

Luego recordó cosas del regimiento; y nombró â


los oficiales que le recordaban algo de su vida de
soldado. De pronto, dando una vuelta el camino, se
descubrió el golfo Juan por entero, con su blanca
aldea en el centro, y la punta de Antibes en el otro
extremo.
Forestier, acometido de subito por una alegria
infantil, balbuceó:
— jAh, la escuadra! jvas à ver la escuadra!
En el centro de la vasta bahia, se advertian me-
dia docena de grandes navios parecidos â enormes
rocas. Eran rares, disformes, grandis mos, con ex-
crecencias, torres, y espolones que se hundian en
el como para echar raices en el fondo del
agua,
mar. No se comprendía como podian moverse por lo
pesados que parecían. Una bateria flotante, redon-
da, alta, en forma de observatorio, parecia â esos
faros que se levantan sobre los escollos. Una gran
fragata pasaba cerca de ellos en demanda del mar
libre, con todas sus vêlas desplegadas, blancas y
alegres. Era graciosa y linda junto â los monstruos
de guerra, todos de hierro que parecían dispuestos
â la acometida.
Forestier trataba de reconocerlos. Decia: «Col-
bert», «Suffren», «Almirante Duperre», «Reduta-
ble», «Devastación», y luego, corngiéndose, decia:
— No, me engano; este es «Devastación».
— 19 —
Llegaron ante una especie de gran pabellón don-
de se leía: «Porcelanas artísticas del golfo Juan». Y
él coche, después de dar una vuelta por la verde
alfombra de musgo, se detuvo ante la puerta. Fo-
restier quería comprar dos jarrones para la biblio-
teca. Como no podia bajar del coche, le ensenaban
los modelos uno tras otro. Tardé largo tiempo en
decidirse, consultando â sumujer y â Duroy.
— Los quiero para mueble que hay en el fondo
el

de mi gabinete. Los veré de continuo desde mi si-


llon. Quiero unos de forma antigua, griegos si es

posible.
Examinaba los modelos, se hacia traer otros, y
volvia à ver los primeros. Por fin se decidió, y des-
pués de pagar, exigió que los enviaran inmediata-
mente.
— Dentro de algunos dias vuelvo â Paris — dijo.

Volvieron, pero à lo largo del golfo una corriente


de aire frío envolvió el coche, y el enfermo comen-
zô â toser.
Al principio no tuvo importancia, pero después
se convirtió en un acceso formidable, en una espe-
cie de hipo; de estertor.
Forestier se ahogaba, y cada vez que quería res-
pirar, la tos que salía del fondo del pecho le des-
garraba la garganta. Nada le calmaba ni mejoraba.
Fué preciso lie varie desde elcoche â su cuarto, y
Duroy, que le sostenia las piernas, sentia las sacu-
didas de los pies â cada convulsión de los pulmones.
— 20 —
El calor de fe cama no calmó el acceso, que duró
hasta media noche. Luego, los narc«Sticos embota-
ron los espasmos mortales de la tos. El enfermo
permaneció sentado en la cama y con los ojos
abiertos hastael amanecer.

Las primeras palabras que pronunció fué para que


viniese el barbero,pues queria afeitarsetodoslosdias.
Se levantó para que le afeitaran, pero tuvo que acos-
tarse en seguida, y comenzô â respirar de un modo
tan duro y penoso, que la senora Forestier, asusta-
da, hizo despertar â Duroy que acababa de acos-
tarse, para que fuera à avisar al médico.
Acudió éste casi en seguida, recetó un brebaje y
dió algunos consejos. Pero cuando el periodista le

acompanaba para saber su opinión, le dijo:

- Ha entrado en la agonia. Manana por la ma-


riana habrâ muerto. Prevenga usted â esa pobre
senora y envie â buscar un sacerdote. Yo nada
puedo hacer ya. Pero estoy por entero â su dispo-
sición.

Duroy hizo llamar â la senora Forestier.


— Va â morir pronto. El doctor aconseja que en-
viemos â buscar un sacerdote. «iGué quiere usted
hacer?
Vaciló la joven largo rato, y luego con voz lenta,
habiéndolo calculado todo, dijo:

— Si, valdrâ mâs... Voy â prepararle... A decirle


que el cura quiere verle. Le agradeceria â usted
mucho que fuera â buscar uno, y escogiera el que
21

le pareciese mejor y menos dispuesto â hacer aspa-


vientos. Procure usted que se contente con confe-
sarle y no exija mâs.
El joven trajo un viejo sacerdote que comprendia
la situación. Apenas entró en el cuarto del agoni-
zante, salió la senora Forestier, y se séntó con Du-

roy en el cuarto del lado.


— Le ha trastornado hablarle del cura. Su ros-
tro ha tornado una expresión espantosa como si hu-
biera sentido...un soplo... ya comprende usted...
de fijo que ha visto que todo acababa y que solo
viviria unas horas.
Estaba muy pâlida. Poco después anadiô:
—No olvidaré jamâs la expresión de su rostro...
De fijo que en ese instante ha visto la muerte. Si,

la ha visto...
Oyeron al sacerdote que hablaba un poco recio,
porque era un poco sordo, y que decia:

No, no, no esta usted tan malo como se figu-
ra. Estâ usted enfermo, pero no de peligro. La
prueba es que vengo como amigo y vecino.
No oyeron lo que contesté Forestier.
El anciano anadiô:
—No, no le haré comulgar. Ya trataremos de
ello cuando esté usted mejor. Si quiere usted apro-
vechar mi visita para confesarse, no diré que no.
Al fin y cabo soy un pastor y aprovecho todas
al

las ocasiones para recoger â mis ovejas.


22 —
Siguió un largo silencio. Forestier lo debia abrir
con su voz jadeante y sin timbre.
Luego, de repente, el sacerdote dijo con tono di-

fcrente, en el tono del célébrante en el altar:


— La misericòrdia de Dios es infinita; recite us-
ted el Conjïteor, hijo mio. Quizâ lo ha olvidado.
Voy â recordârselo. Repita usted conmigo: Conjï-
teor Deo omni potenti... Beatce Mariæ semper vir-
gini... v

Se detenia de vez en cuando para que el mori-


bundo le alcanzara. Luego dijo:

— Ahora, confiésese usted.


La joven y Duroy no se movian, sobrecogidos
por una turbación extrana, conmovidos por una
espera ansiosa.
El enfermo habia murmurado algo. El cura re-
pitió:

— Ha tenido usted complacencias culpables, <:de


qué naturaleza, hijo mio?
La joven se levantó y dijo sencillamente:
— Bajemos al jardin. No hay que escuchar sus
secretos.
Fueron â sentarse en un banco, junto â la puer-
ta, bajo un rosal en flor, detrâs de unas matas de
claveles que esparcian al aire su aroma fuerte y
suave.
Duroy, después de unos instantes de silencio,

pregunto:
—,;Tardarâ usted mucho en volver â Paris?
— 23 —
—No, cuando acabe todo, volveré en seguida.
— De aqui â unos diez días?
,s

— â sumo.
Sí, lo

El joven anadió:
—<:De modo que no tiene ningún pariente?
—Ninguno, exceptuando unos primos. Sus pa-
dres murieron cuando él era todavía nino.
Ambos miraban como una mariposa volaba de
clavel en clavel con ràpida vibración de las alas

que continuaban batiendo lentamente cuando se po*


sara en la flor. Permanecieron largo rato silencio-
sos. El criado les aviso que «el senor cura había
terminado.» Volvieron â subir.
Forestier parecía haber enflaquecido todavía màs
desde la víspera.
El sacerdote le daba la mano.
— Hasta la vista, hijo mío, volveré manana.
Y se fué.
Apenas hubo salido, el moribundo, que jadeaba,
trató de levantar sus manos hacia su mujer y bal-
buceó:
— Sâlvame... sàlvame... querida... no quiero mo-
rir... no quiero morir... jOh! salvadme... Decid lo

que hay que hacer... id â buscar al médico... To-


maré lo que diga... No quiero... no quiero...
Lloraba. Gruesas lâgrimas se escapaban de sus
ojos cayendo por sus mejillas descarnadas, y las
comisuras de sus labios delgados se arrugaban como
las de los ninos que rompen â llorar.
24 -
Sus manos que habían vuelto à caer sobre la col-
cha, empezaron un movimiento continuo, lento y
regular como para recoger algo que hubiera sobre
el lecho.
Su mujer que lîoraba también, balbuceaba:

No, no es nada... es una crisis, manana estarâs
mejor; es que ayer te cansô el paseo.
La respiración de Forestier era mâs ràpida que la
de un perro que acaba de correr. Tan apresurada
que no podia contarse y tan débil que apenas seoia.
Continuaba repitiendo:
— No quiero morir... jOh, Dios mio... Dios mio...
Dios mio!... <>Qué me va à ocurrir? Ya no veré na-
da... nada... jamas... jAh, Dios mio!
Miraba ante él algo invisible para los otros y que
debia ser asqueroso, pues sus ojos reflejaban un es-
panto indecible. Sus manos continuaban à un tiem-
po su movimiento horrible y fatigoso.
De pronto se estremeció con sacudida brusca de
pies â cabeza, y balbuceô:
— El cementerio... yo... Dios mio...
No habîô mâs. Permanecia inmôvil, desencajado
y jadeante. Pasaba tiempo.Sonô medio dia en el
reloj de un convento vecino. Duroy salió de la ha-
fcitación para comer algo. Volvió una hora mâs tar-

de. El moribundo no se habia movido. Continuaba


paseando ó arrasîrando sus dedos enflaquecidos
por la colcha, como para taparse la cara. La joven
estaba sentaba en un sillón al lado de la cama.
— 25 -
Duroy tomó otro â su lado y esperaron en silencio.

Había llegado una enfermera que envió el médico.


Dormitaba junto â la ventana.
Duroy mismo empezaba â adormecerse, cuando
le pareció que algo había ocurrido. Abrió los ojos
en elmomento preciso de ver que Forestier cerraba
los suyos como dos luces que se apagan.
Un débil hipo agité la garganta del enfermo y dos
hilillos de sangre aparecieron en las comisuras de

y luego mancharon su camisa. Cesaron


los Iabios
Ya no respiraba.
en su horrible tarea sus manos.
Comprendiélo su esposa, y lanzando un alarido,
cayé de rodillas ocultando la cabeza en las sâbanas.
Jorge, sorprendido y asustado, hizo maquinal-
mente la serial de la cruz. La enfermera, despertân-
dose, se acercé â la cama y dijo: «Se acabé.»
Duroy, que recobraba su sangre fria, murmuré
con un suspiro de desahogo: «Ha durado menos de
lo que pensaba.»
Cuando se hubo disipado su primer asombro,
después de las primeras lâgrimas vertidas, se en-
cargé de todas las disposiciones necesarias para el

entierro. Aquella tarea le ocupé hasta la noche.


Al vol ver tenia gran apetito. La senora Forestier
comié algo; luego se instalaron algo en el cuarto
fúnebre para velar el cuerpo.
Dos bujias ardian en la mesilla de noche junto
à un plato donde había una ramita de mimosa en
agua, pues no se encontré el boj que se necesita en
— 23 —
tales casos. Estaban solos los dos junto à él que ya
no No hablaban. Pensaban sólo miràndolo.
existia.

Pero Jorge, â quien la sombra molestaba junto à


aquel cadàver, le contemplaba con obstinaciÓn.
Sus miradas y su espíritu, atraídos por aquel rostro
descarnado que la luz vacilante hacía parecer aún
mas permanecian fijos en él.
flaco,

Aquel era su amigo Carlos Forestier que el día


anterior le hablaba aún.
jQué cosa tan extrana y
espantosa aquella dcsintegración completa de un
sér! ;
Ah Cómo
! recordaba ahora las palabras de
Norbert de Varenne, acometido de espanto ante la

muerte: «Nunca vuelve â resurgir un sér. Nacerân


millones y miles de millones casi parecidos, que
tendrân ojos, nariz, boca, crâneo y dentro de él un
pensamiento, sin que jamâs este cadâver tendido
en la cama vuelva â reaparecer sobre la tierra.»
Durante algunos anos habia comido, bebido, rei-

do, amado y esperado como todos. Y ahora, todo


habia concluido para él, concluido para siempre.
<;Qué es una vida? Algunos dias, y luego, nada. Se
nace, se crece, se es dichoso, se espera, y luego se
muere. jAdiós, hombre ó mujer!, ya no volverâs
nunca à vivir sobre la tierra. Y sin embargo, todos
llevan dentro de si el deseo febril é irrealizable de
la eternidad, todos son una especie de universo
dentro del universo, y todos se aniquilan râpida-
mente y por completo en el estercolero de los nue-
vos gérmenes. Plantas, animales, hombres, estre-
— 27 —
lias, mundos, todo se anima, y luego muere para
transformarse. Y nunca vuelve un sér, ya sea in-
secto, hombre ó planeta.
Un terror confuso, inmenso, abrumador, invadla
el aima de Duroy. El terror de aquella nada ilimi-

tada, inevitable, que destruye indefinidamente todas


las existencias tan râpidas y tan miserables. Incli-
naba ya la frente bajo su amenaza. Pensaba en las
moscas que viven algunas horas, en los animales
que viven algunos dias, en los hombres que viven
algunos anos, en los astros que viven algunos si-

glos. iQué diferencia hay, pues, entre unos y otros?


Algunas auroras mâs ó menos, y esto es todo.
Aparto la mirada para no ver mâs el cadàver.
La senora Forestier, con la cabeza baja, parecia
pensar también en algo doloroso. Sus cabellos ru-
bios eran tan lindos sirviendo de marco â su triste
rostro, que una suave sensación, como el vislumbre
de una esperanza, llenó el corazón del joven. ^A
qué desolarse cuando ténia tantos anos aun ante si?

El se puso â contemplaria, sin que ella le viera,

absorta como estaba en su meditación. Duroy pen-


saba: «He ahi, sin embargo, la única cosa buena
de la vida, ;el amor! jestrechar entre los brazos una
mujer amada! Ahi està el limite de la dicha huma-
na. El difunto habia tenido suerte al encontrar
aquella companera inteligente y encantadora. <»Có-
mo se habían conocido? ^Cômo habia consentido
ella en casarse con aquel muchacho de mediana in-
— 28 —
teligencia y pobre? ^Cómo se las compuso para
hacerle figurar?
Pensó entonces en todos los misteriós ocultos en
las Recordó lo que murmuraban del
existencias.
conde de Vaudrec que Ta había dotado y casado,
según decían. ^Qué iba â hacer ahora? <»Con quién
se casaria? (jCon un diputado, como pensaba la se-

nora de Marelle, ó con un mozo de porvenir, un


Forestier superior? Tenia proyectos, planes, ideas
preconcebidas? jCuànto le hubiera gustado saberlol
<>Pero â qué preocuparse de lo que ella haria? Se lo
preguntó y advirtió que su inquietud provenia de
uno de esos pensamientos confusos, secretos, que
uno se oculta â sí mismo, y que sólo salen â la su-
perficie cuando se rebusca en el fondo de la con-
ciencia.
^Por qué no trataría él de hacer aquella conquis-
ta? jCuàn îuerte y temible seria con ella! jCuàn
aprisa y cuân lejos podria ir!
,sPor qué no? Comprendía que le gustaba, que
tenia por élmâs que una simple simpatia, una de
esas afecciones que nacen entre dos naturalezas
parecidas, y que así son una seducción mutua como
una especie de complicidad tàcita. Magdalena sabia
, que era inteligente, resuelto y tenaz. Podia, pues,
tener confianza en él.

^No acudió â él en aquella circunstancia grave?


<iPor qué le llamó? ^No debia ver en ellouna espe-
cie de elección, de concesión? <;Si habia pensado en
*= 23

él en el instante en que iba â ser viuda, no era quizâ


porque pensô que podia ser su companero, su
aliado?
Y sintió ansia de saber, de interrogaria, de cono-
marchar
cer sus intenciones. Debia al dia siguiente

y no podia permanecer sólo con aquella joven en


la casa.Debia, pues, apresurarse, y antes de volver
â Paris, descubrir con delicadeza y habilidad sus
proyectos, y no dejar que otro se le adelantara y la

comprômetiera de un modo definitivo.


El silencio del cuarto era profundo; sólo se oía
el péndulo del reloj que marcaba sobre la chime-
nea la marcha del tiempo.
— Debe usted estar muy cansada — murmuró.
— Sí — contestó ella, — pero sobre todo me siento
anonadada.
El sonido de sus voces les admiró, pues resona-
ban de un modo extrano en aquella habitación si-

niestra. Miraron de pronto el rostro del muerto,


como si esperaran verle mover, oirle hablar, como
lo hacía algunas horas antes.
Duroy anadió:
— Es un gran golpe para usted, que cambia por
completo su vida, que trastorna su corazón y su
existència entera.
La joven suspiró profundamente sin contestar.
— Es muy triste para una joven hallarse sola co-
mo usted va à estar.
Luego callo. Ella no contestaba. Después anadió:
— 30 -
— En
todo caso, ya sabe usted lo que pactamos.
Puede usted disponer de mí como quiera. Le per-
tenezco.
Ella le alargó la mano, lanzandole una de esas
miradas melancólicas y carinosas que conmueven
hastael rondo de su sér â los hombres.


— Gracias contesté; - es usted bueno, excelente.
Si me atreviera y pudiese algo por usted, le diria

también: Cuente usted conmigo.


Le había tornado la mano que le ofreciera y la

guardaba entre suyas estrechândola y sintiendo


las

vehementes deeeos de besaria. Se decidió por fin y


acercândola lentamente â su boca, tuvo durante
largo rato la piel fina, tibia, febril y perfumada junto
â sus labios.
Luego, cuando comprendió que aquella caricia
de amigo iba â resultar demasiado prolongada, su-
po dejar caer la manecita. Cayô blandamente sobre
la rodilla de la joven que dijo con acento austero:
—Si, voy à quedar sola, pero trataré de ser
fuerte.
No sabia cómo hacerle comprender que seria di-
choso, muy dichoso de tenerla por mujer â su vez.
No podia decirlo entonces ante aquel cuerpo, pero
podia, â lo que creyó hallar una de esas frases am-
biguas oportunas y complicadas, que tienen un sen-
tido oculto y expresan cuanto se quiere gracias â
sus reticencias calculadas. Pero el cadâver le cohi-
bia. Aquel cadâver rigido, tendido ante ellos, y que
- 31

sentia entre ellos. Por otra parte, desde hacía un


rato, paredale sentir en el aire viciado de la habita-
ción un olor sospechoso, un aliento podrido que
soltaba aquel pecho descompuesto, el primer soplo
de carrona que los pobres muertos tendidos en su
cama lanzan â los parientes que les velan, soplo ho-
rrible del que llevan pronto el âmbito vacio de su
ataúd.
Duroy preguntó:
podríamos abrir un poco la ventana? Me
--('No
parece que la atmósfera està corrompida.

Sí, también yo lo he advertido en este ins-
tante.
Se fué hacia la ventana y la abrió. La frescura
perfumada de la noche entró haciendo oscilar la
llama de las dos bujías encendidas al lado de la ca-
ma. La luna esparcía su luz abundante y tranquila
sobre las paredes blancas de las quintas y sobre la

extensa superficie reluciente del mar. Duroy respi-


rando â plenos pulmones, se sintió bruscamente es-
peranzado como movido por la proximidad de la
dicha.
Se volvió y dijo:
- Venga usted à tomar el aire; hace un tiempo
admirable.
Ella fué, y se puso de codos en la ventana junto
â él.

Entonces Duroy murmuró en voz baja.


—Oigame usted y comprenda lo que H üiero de-
32 -
cir!e. No se indigne usted sobre todo si le hablo de
talcosa en estos momentos, pero me marcharé pa-
sado maftana, y al volver à París quizà fuera ya
tarde. He aquí lo que quiero decirle: No soy màs
que un infeliz sin fortuna
y que aun ha de hacerse
una posición, como usted sabe. Pero tengo volun-
tad, alguna inteligencia
y estoy â lo que creo en el
buen camino. Con un hombre que tiene ya posi-
ción, se sabe lo que se toma; con un hombre que
empieza no se sabe donde se va. Tanto peor ó tan-
to mejor. Le dije un dia en su casa que mi sueho
mas caro seria casarme con una mujer como usted;
hoy le repito estas palabras. No me conteste. Déje-
me usted continuar. No le dirijo una petición. El
sitioy el momento la harian odiosa. Deseo tan sólo
no dejarla ignorar que me puede usted hacer di-
choso con una palabra, que puede usted hacer de
mí ya un amigo fraternal ya un marido, lo que us-
ted quiera; que mi corazón y mi persona son su-
yos. No quiero que me conteste usted ahora, tam-
poco quiero hablar mâs de esto aquí. Cuando vol-
vamos â vernos en París me harà usted comprender
lo que haya resuelto. Hasta entonces ni una pala-
bra verdad?
Había pronunciado aquellas frases sin miraria,
como si las sembrara en la noche. Ella parecía no
haberle oído según lo inmóvil que estaba. mirando
con fijeza el amplio paisaje que iluminaba ei blanco
disco de la luna.

Largo rato permanecieron uno junto â otro, si-

lenciosos y meditando.
Cuando volvió cerca del muerto sintió claramen-
descomposición, y alejô la butaca, pues
te el oîor à

no hubiera podido soportar mucho rato aquella


peste.
— Habrâ que encerrarle en el ataùd por la mana-
na dijo.

— Si, replicó Magdalena — el carpintero vendrà


â las ocho.
Duroy miró al difunto y exclamé: «jPobre chi-
co!» La viuda lanzó à su vez un profundo suspiro.
Le miraban ahora menos à menudo, pues se ha-
bian acostumbrado ya â la idea de aquella muerte;
empezaban â consentir mentalmente en tal desapa-
rición que, poco rato antes, les indignaba y rebela-
ba, pensando que también ellos eran mortales.
No hablaban y continuaban velando de un modo
correcto, sin dormirse. A media noche Duroy fué
el primero en adormecerse. Cuando abrió los ojos

noté que la senora Forestier dormia también, y,


tomando entonces una posición còmoda, pensé:
«|De todos modos se esta mucho mejor en la

cama!»
Le desperté un ruido subito. Entraba la enferme-
ra. Lucia ya el sol. La joven, en el sillon de enfren-

te, parecia tan sorprendida como él. Estaba algo


£1 btien mozo— Tome II ~3
pâlida, pero siempre linda, fresca, graciosa à pesar
de aquella mala noche.
Mirando el cadàver Duroy exclamé de pronto:
— iCômo le ha crecido la barba!
Efectivamente habia crecido en algunas horas en
aquella carne descompuesta tanto como en algunos
un hombre sano. Y ambos
dias sobre el rostro de
senîianse asustados ante aquella vida que persistia
en muerto como ante un prodigio horrendo, co-
el

mo ante una amenaza sobrenatural de resurrección,


como ante una de esas cosas anormales, aterrado-
ras, que trastornan y confunden la mente.

Descansaron ambos hasta las once. Después en-


cerraron à Carlos en ataûd y se sintieron mâs
el

tranquilos y serenos. Se sentaron uno enfrente de


otro y almorzaron sintiendo deseo de hablar de al-
go alegre y que les distrajera, ya que habian cum-
plido con el difunto.
Por la ventana, abierta de par en par, la prima-
vera enviaba un sopîo tibio y perfumado por las
matas de claveîes que habia en el jardin.
La senora Forestier propuso que dieran una vuel-
ta por el jardin y anduvieron lentamente por el
musgo, aspirando con delicia el aire saturado del
olor de los pinabetes y eucaliptus.
De pronto, sin volver la cabeza hacia Duroy, co-
mo éste hiciera la víspera, habló la viuda. Pronun-
ciaba lentamente y en voz baja y seria las palabras:

Oiga usted, querido amigo, he reflexionado
— 35 -
ya... acerca de lo que usted me propuso, y no quie-
ro que marche sin decirle algo. No le diré sí, ni no.
Esperaremos, veremos, nos conoceremos mejor.
Reflexione usted mucho por su parte. No obedezca
al impulso de un momento. Si le hablo de esto an-
tes que el la tumba, es
pobre Carlos haya bajado â
que importa que me conozca usted bien à fin de
que no persista usted mâs en su proyecto si no tie—
ne usted un... un caràcter capaz de comprenderme
y soportarme.
Entiéndame bien. El matrimonio no es para mi
una cadena, sino una asociación. Quiero ser ente-
ramente libre en mis actos; quiero entrar y salir y
obrar como me plazca. No toleraria ni fiscalización
ni celos, ni discusión acerca de mi conducta. Claro
està que por mi parte me comprometeria â respetar
siempre nombre de mi esposo y â no ponerle
el

nunca en ridículo. Seria preciso que ese hombre


viera en mi una igual, una aliada y no una inferior,
una esposa obediente y sumisa. Sé que tales ideas
no son las de la mayoría; pero no las cambiaré.
Anado también: no me conteste; seria inútil é in-
conveniente. Volveremos â vernos y quizà hable-
mos de todo ello mâs tarde.
— Ahora vaya usted â dar un paseo. Yo vuelvo al

lado de Carlos. Hasta la tarde.

Duroy le besó la mano y se marché sin decir una


palabra.
Por la noche se vieron à la hora de la comida, y
fs 36 -a*

después subieron à acostarse, pues à ambos les

rendia el cansancio.
Carlos Forestier fué enterrado al dia siguiente,
sin ninguna pompa, en el cementerio de Cannes.
Duroy tomó el râpido de Paris de la una y media.
La senora Forestier le acompanó à la estación.
Se pasearon tranquilamente por el andén, esperan-
do la hora de la marcha, y hablando de cosas indi-

ferentes.
Llegó el tren, que era un verdadero râpido, con
sólo cinco vagones.
El periodista escogió asiento, y luego volvió à
bajar para hablar unos instantes rnàs con Magdale-
na, sintiendo de pronto una gran tristeza, un gran
temor de dejarla, como si no debiera verla ya mâs.
Un empleado gritaba:
— jSenores viajeros para Marsella, Lyôn, Paris,
al tren!

Duroy subió y salió à la ventanilla para saludar


â su amiga. Silbó la locomotora y el convoy arran-
:ô pausadamente.
El joven, sacando el cuerpo por la ventanilla, mi-
raba â la joven, inmôvil en el andén, y que le se-
guia con la vista. De pronto, cuando la visión iba
â desaparecer, le envió un beso con ambas manos.

Ella se lo devolvió con ademân menos decidido,


mâs discreto, apenas indicado.
SEGÜNDA PARTE

Jorge Duroy habia vuelto à sus antiguas costum-


bres.
Instalado en el entresuelito de la calle de Cons-
tantinopla, vivia metôdicamente, à fuer de hombre
que se prépara â entrar en una nueva senda. Sus
relaciones con la senora de Marelle habían tomado
unaspecto casi conyugal, como si por adelantado se
ensayara en las próximas funciones que debia des-
empenar. Su querida se admiraba â menudo de la

calma regularizada de su union y repetia riendo:


— Aun eres mâs metôdico que mi marido; no va-
lia la pena de cambiar.
La senora Forestier no habia vuelto; continuaba
en Cannes. Recibió una carta suya anunciândole su
vuelta para mediados de abril; pero sin una alusión
siquiera à lo que â Duroy importaba. Esperó. Es-
taba decidido â emplear todos los medios para ca-
a 38 um

sarse con ella, si por acaso Magdalena vacilaba.


Pero ténia confianza en su fortuna, en el poder de
seducción que poseia y que no resistian las muje-
res.

Una esquelita le avisé que se acercaba el instan-


te decisivo.

«Estoy en Paris. Venga à verme.


» Magdalena Forestier.»

Nada mas. Lo recibió por el correo de las nueve.


A las très del mismo dia entraba en su casa. Le ten-

diô ambas manos sonriendo graciosamente, y du-


rante unos momentos se miraron con fijeza.
— jCuân bueno y amable se mostró usted en
aquella ocasión terrible!— murmuré la joven.
— Hubiera hecho todo lo que usted me mandara.
Se sentaron. Magdalena pregunté por los asun-
tos del dia, por los Walter, por los compafieros y
por el periédico. Pensaba en éste muy àmenudo.
— Le écho de menos; — decia — paréceme que me
falta algo.<Qué quiere usted? Me gusta el oficio.
Luego callé. Duroy creyé descubrir, hallar en su
sonrisa, en el tono de su voz, en sus mismas pala-
bras, una especie de invitacién, y aun cuando se
habia prometido no apresurarse, balbuceé:
— Pues... <ipor qué no vuelve usted â reanudar
tal oficio... con el... con el nombre de Duroy?
Volvié â ponerse seria y colocândole la mano en
el brazo:
ab gtj =3

—No habíemos todavía de eso — murmuró.


Pero adivinó que aceptaba y, cayendo de rodillas
ante ella, empezò â besarle apasionadamente las

manos y repetia:

— iGracias, gracias, cuânto la amo!


Magdalena se levantó y el joven también. Ella es-
taba muy pàlida. Entonces comprendió que le ha-
bía gustado, quizâ desde mucho tiempo antes, y,
como estaban muy cerca uno de otro, la estrechó
entre sus brazos y la besó en la frente con suavi-
dad y carino.
Cuando se hubo soltado, dijo la joven con acento
grave:
— Escuche usted, amigo mío, aun no me he de-
cidido. Sin embargo, pudiera ser que sí. Pero me
va usted â prometer callar hasta que me convenga.
Duroy juró y salió rebosando alegria.
Procuró ser muy discreto en las visitas que !e

hizo y no solicitó una contestación categòrica por-


que hablaba Magdalena de sus proyectos futuros
de una manera tan delicada, que en la asociación
de sus dos existencias à qué en ellos hacia alusión,
había una promesa mucho mas agradable que una
contestación precisa.
Duroy trabajaba mucho, gastaba poco, trataba
de ahorrar a!go para tener algún dinero al casarse

y se mostraba tan avaro como prodigo fuera.


Pasó el verano y después el otono sin que naaïe
- 40-4
sospechara los proyectos de los dus jóvenes, porque
poco y de un modo natural.
se veían
Una noche Magdalena le dijo miràndole con fi-

jeza:
—^Aun no ha explicado nuestro proyecto â la

senora de Marelle?
— No; no he hablado à nadie. Me pidió usted se-
creto; lo he guardado.
— Creo que seria tiempo de avisaria. Yo me en-
cargo de los Walter. ^Lo dirà usted esta semana,
verdad?
— Manana mismo- replico él ruborizandose.
Aparto la viuda la vista como para no advertir
su turbación y anadió:
— Si usted quiere, podemos casarnos â principios
de Mayo. Habrâ pasado asi mâs de un ano.
— La obedezco en íodo con gusto.
— El diez de Mayo, que es un sâbado, me gusta-
ria mucho, porque es mi natalicio.
— Vaya, por diez de Mayo.
el

—<sCreo que sus padres viven cerca de Ruan, se-


gún usted me dijo?
— Si, cerca de Ruân, en Canteleu.
—^En qué se ocupan?
—Son... son rentistas.

—Tengo deseos de conocerles.


El vaciló, muy perplejo:
— Es que... es que son...
Pero luego, â fuer de hombre decidido, exclamo:

41

— Querida amiga, son labradores, hosteleros que


han gastado lo que no podian para hacerme hom-
bre de provecho. No me avergüenzan ni muchc
menos, pero su rusticidad... su sencillez... pudie-
ran molestaros.
Magdalena sonreia deliciosamente, cori el rostro

iluminado por una expresión bondadosa.


—No. Les querré mucho. Iremos â verles. Ya
hablaremos de ello. Yo también soy hija de gente
pobre... pero ya murieron y no tengo â nadie en el
mundo... exceptuando â usted anadió alargândole
la mano.
Se sintió enternecido, conquistado, conmovido
como nunca.
— Algo he pensado— dijo Magdalena; -pero es
difícil de decir.
— iQué es?
— Que yo, como todas las mujeres, tengo mis de-
bilidades, mis pequeneces... y me gusta lo que re-
luce, lo que brilla. Deseariatener un nombre noble.
^Acaso no podria usted, con ocasión de nuestro
matrimonio... ennoblecerse... algo?
A su vez se ruborizô la joven, como si hubiese
cometido un acto poco delicado.
Duroy contesto:
— Yalo he pensado varias veces; pero me parece
difícil.

—^Por qué?
Duroy se echô â reir
— Porque
- tengo miedo de aparecer rídiculo.
Magdalena se encogió de hombros:
— No, hombre, no; todos lo hacen sin que nadie
se burle. Divida usted su nombre: «Du Roy»; es-
taràmuy bien.
Como quien conoce i fondo el asunto, Duroy
replicó:
—No, no vale eso. Es un procedimiento muy
común, muy conocido. Había pensado tomar el
nombre de mi país primero como pseudónimo lite-

rario y juntarlo poco à poco al mio, dividiendo des-


pués éste como usted indicaba.
— ^Es usted de Canteleu?
—Sí.
—No me gusta la terminación. ^Por qué no mo-
dificar algo esta palabra... Canteleu?
Tomó una pluma y empezó a emborronar papel
escribiendo nombres y estudiando su aspecto. De
pronto, gritó:
— Tome, mire, va estâ.
Y le alargó un papel en el que se lexa: «La sefiora
Duroy de Cantel.»
Reflexionô algunos minutos, y luego declaro con
gravedad:
— Sí, estâ muy bien.
Parecía encantada, y repetia:
— Duroy de Cantel, Duroy de Cantel, la sefiora

Duroy de Cante). jEs precioso, precioso!


Y anadió con expresión convencida:
— 43

— Ya verâ usted como todos lo aceptan. Pero


hay que aprovechar la ocasión. Luego séria dema-
siado tarde. Desde manana firme usted sus crôni-
cas, D. de Cantel
y los ecos Duroy â secas^Esto
ocurre de continuo y nadie extrana que se tome un
nombre de guerra. Cuando nos casemos se puede
modificar de nuevo el nombre diciendo â los ami-
gos que no le gustaba el du; à no diciéndoles nada
absolutamente. <;Cuâl es el nombre de pila de su
padre?
—Alejandro.
Dos ó tres veces murmuro la joven: «Alejandro,
Alejandro,» estudiando la sonoridad de las silabas,

y luego escribió en una hoja en blanco:


«Los senores Alejandro du Roy de Cantel, tienen
el honor de participarle el matrimonio de su hijo

Jorge du Roy de Cantel con la senora Magdalena


Forestier.»
Miraba estas palabras que acababa de escribir,

satisfecha de su efecto, y declaró:


— Con algún método se alcanza cuanto se desea.
Cuando estuvo en la calle, decidido à llamarse en
lo sucesivodu Roy y hasta du Roy de Cantel, pa-
reciôle que acababa de adquirir nueva importancia.
Andaba cdtn mâs desparpajo, con la cabeza ergui-
da, el bigote retorcido como cumple â un hidalgo.
Dâbanîe ganas de decir â los transeuntes:
— Me llamo du Roy de Cantel.
Pero apenas entré en su casa el pensar en la cara
*»-» 44 —*

que pondria su querida al anunciarle el matrimo-


nio, leaguô la fiesta. Escribiôle, pidiéndole cita
para el dia siguiente.
«Se va à indignar, —pensó; — me espera un chu-
basco de primera.»
Tranquilizôse poco rato gracias â la natural
al

pachorra con que miraba los lados desagradables


de la existencia, y se puso â escribir un articulo
humoristico acerea del mejor modo de restablecer
el equilibrio de los presupuestos.
Hizo figurar en ellos el de nobiliario por cien
francos y los titulos de baron à principe, de qui-
nientos â mil.
Y firmó D. de Cantel.
Al dia siguiente recibió un telegrama de su que-
rida, avisândole que llegaria â la una.
Esperó con impaciència, decidido â hablar claro
y pronto, y después, pasada la primera emoción,
demostrarle que le era imposible pasarse toda la
vida soltero, y que como el senor de Marelle se em-
penaba en no morir, le había sido preciso pensar en
otra comparera.
Estaba conmovido, sinembargo, y cuando reso-
nô la campanilla el corazón le latió con fuerza.
Clotilde se écho en sus brazos. ,

— Buenos dias, Buen Mozo—dijo.


Y pareciéndole que la recibía con frialdad, se fijô
en él, y dijo:

— ôQué tienes?
~ a —
— Siéntate; vamos k hablar en serio.
Se sentó sin quitarse siquiera el sombrero y es-
peró.
Jorge meditaba suexordio. Por fin, dijo con len-
titud:

—No puedes figurarte, querida amiga, cuànto


siento y cuànto me turba lo que he de decirte. Te
quiero mucho, te quiero con el aima y por lo mis-
mo me apena màs el temor de afligirte que lo que
te he de comunicar.
Palideció Clotilde y tembló.
— Dí pronto qué ocurre.
— Ocurre que me caso — replicó Duroy con aque-
lla pena fingida que se tiene siempre à mano para
anunciar las desdichas dichosas.
Lanzó ella un suspiro corao quien va a desma-
yarse, un suspiro doloroso que parecía arrancar del
fondo del pecho y rompió en sollozos sin poder ha-
blar. Viendo que no decía nada, anadió:


No puedes imaginarte cuànto me ha hecho pa-
decer tal resolución; pero no tengo posición ni di-
nero. Estoy sólo, perdido en París. Necesitaba
alguien que me aconsejara y consolara y sostuvie-
ra. Buscaba una aliada y la he hallado.
Calló, esperando una explosión de còlera y de
lagrimas.
Clotilde apoyaba la mano en el corazón como
para contenerlo, y respiraba de un modo entrecor-
tado que hacía jadear su pecho.
— 48 ->

Le cogió la mano que estaba en el brazo del si-


Nón, pero ella se soltó, murmurando como anona-
dada: «j Ah! jDios miol...»
Arrodillóse Duroy ante ella pero sin atreverse à
tocaria y balbuceô, mâs conmovido por aquel si-
lencio que por las violencias previstas:
— Cio, Clotildita, comprende mi situación y lo
que soy. jOh! si hubiese podido casarme contigo,
iqué dicha! Pero estàs casada. ^Qué podia hacer?
Reflexiona, aima mía, reflexiona. Es preciso que
tenga una posición y esto es imposible mientras no
tenga casa y esposa. jSi supieras! jMuchas veces
me han asaltado ideas de matar â tu marido!...
Hablaba con su acento suave, carinoso, que en-
traba como una música en sus oidos.
Vio que se desprendian dos lâgrimas de los ojos
de su querida y resbalaban por sus mejillas mien-
tras seformaban dos mâs.
— No flores, Cio, no flores. Me partes el corazón.
Entonces hizo un esfuerzo Clotilde para aparecer
digna y altiva, y dijo con aquella voz temblorosa
de las mujeres que van à sollozar:
— ,;Quién es?
Vaciló Duroy un segundo y luego, comprendien-
do que era preciso decir el nombre, dijo:
— Magdalena Forestier.
La senora de Marelle se estremeció de pies â ca-
beza, y después se puso â reflexionar con tal aten-
47 —
ción que parecla haber olvidado que estaba el jò-
ven â sus pies.
Y las lâgrimas que se formaban en sus ojos caian
sin interrupción y parecian llamar â otras.
Se levantó, Duroy adivinó que iba â partir sin

decirle una palabra, sin reproches y sin perdón y


se sintió heridoy humillado. Queriendo detenerla
cogiôla con ambos brazos por el vestido, abrazan-
do à través de la ropa sus piernas redondas que
sentia que se afirmaban para resistir.
—Te ruego que no partas asi decia Duroy. —
Entonces elia le miró de alto abajo, le miró con
aquellos ojos húmedos, desesperados, tan encanta-
dores y tristes, que delatan todo el dolor de un co-

razôn de mujer, y balbuceô:


—No tengo... no tengo nada que decir... nada
puedo... hacer... Tienes... tienes razôn... has... has
escogido lo que necesitabas.
Y soltândose, se fué sin que él tratara de retener-
la ya.

Cuando estuvo solo, se levantó aturdido como si


hubiese recibido un punetazo en la cabe/a; luego,
conformândose, exclamô:
— [Pardiez! Tanto mejor ó tanto peor. Ya estâ...

y sin escândalo. Lo prefiero 'asi.

Y aliviado de un peso enorme, sintiéndose libre


del todo, preparado para su nueva vida, se puso â
vocear contra la pared lanzando fuertes punadas,
-- 48 —
como embriagado de suerte y fuerza, como si se
batiera contra el destino.
Cuando la senora Forestier le preguntó:
— ^Ha advertido usted â la senora de Marelle?
Contestó con tranquilidad:
—Sí...
Magdalena le observaba con su clara mirada.
— Y no se ha
<; mostrado conmovida?
—No, no; por el contrario le ha parecido muy
bien.
Pronto se supo la noticia. Unos se admiraron,
otros pretendieron haberlo previsto; otros sonrie-
ron, diciendo que no les sorprendia.

El joven firmaba D. de Cantel sus crónicas; Du-


roy sus ecos y du Roy los artículos políticos que
publicaba de cuando en cuando. Pasaba la mitad
del día en casa de su novia que le trataba con una
familiaridad fraternal que ocultaba una verdadera
ternura, una especie de deseo disimulado como una
debilidad. Había decidido que el casamiento se ve-
rificaria sin boato, únicamente en presencia de los
testigos, y que la misma noche marcharían â Ruân.
Al día siguiente, irian â visitar â los padres del pe-
riodista y pasarian algunos días con ellos.
Duroy trató de hacerla renunciar â aquel pro-
yecto y no consiguiéndolo, se conformé.
Llegado el diez de mayo, los novios, juzgando
inutiles las ceremonias religiosas, pues no habían
invitado â nadie, después de unos momentos pasa-
* 4

49 —

dos en la alcaldia, arreglaron sus maletas y toma-


ron en la estación de Saint- Lazare el tren de las
seis de la tarde que les llevo hacia Normandia.
Apenas habian cambiado veinte palabras hasta el

momento de entrar en el vagón. Cuando arrancô el

tren se miraron y echaron â reir para ocultar


se
cierto malestar que no querian dejar aparecer.
El tren afravesaba lentamente la larga estación
de las Batignolles y salvô luego la fea llanura que
se extiende desde las fortificaciones al Sena.
Duroy y su mujer de cuando en cuando pronun-
ciaban algunas palabras inütiles y îuego volvian â
las ventanillas.

Después de atravesar el puente de Asnières, sin-


tiéronse alegres al ver el río cubierto de barcas,
pescadores y paseantes. El sol, sol poderoso de
mayo, esparcia su luz oblicua sobre las barcas y el
río, que parecia inmôvil, sin corriente ni remoli-
nos, cuajado â impulsos del calor y de la luz de! dia

que terminaba. En miîad del rio habia una barca de


vêla que habiendo desplegado dos grandes triângu-
los de lona blanca para aprovechar el menor soplo
de viento, parecia un gran pâjaro dispuesto â volar.
Duroy murmuro:
— Me gustan los alrededores de Paris. Recuerdo
algunas meriendas que fueron verdaderamente de-
liciosas.

El buen mozo—Tomo II—


e* 30 S=í

— |Y los paseos en canoa! jCuinto me gusta des-


iizarme por el agua al ponerse el sol!

Callaron luego, como si no se atrevieran â conti-


nuar hablando de pasado, y permanecieron mu-
lo
dos, saboreando quizâ la poesia de los recuerdos.
Duroy, sentado frente à su esposa, le tomó la

mano y se la besó lentamente.


— Cuando estemos de vuelta -dijo—iremos al-
guna vez â corner â Chatou.
~ jTendremos tanto qué hacer! murmuró Mag- —
dalena, en un tono que quería significar que lo
agradable debía subordinarse â lo útil.

Jorge continuaba estrechando su mano y pre-


guntàndose de qué modo y por qué transición lle-
garia â las caricias. No se hubiese turbado ante la
ignorància de una nina inocente, pero la inteligen-

cia viva y Magdalena le turbaba. Te-


despierta de
mia parecerie torpe, demasiado tímido, brutal, har-
to lento ó presuroso.
Estrechaba la mano que no le devolvía su pre-
sión ni contestaba â su llamamiento. De pronto,
dijo:

— Me parece raro que seas mi esposa.


—^Por quó? —pregunto ella sorprendida.
—No lo sé. Me extrana. Tengo ganas de besarte

y me admira que tenga derecho à hacerlo.


Magdalena le presentó lamejillay él la besó como
hubiera besado la de una hermana.
— La primera vez que le vi —anadió Jorge— en
te 51 =a

aqueüa comida â que me invitó Forestier, pensé:


«jDiablo! jsi pudiera pillar una mujer asi!» Ya lo he
conseguido; ya la tengo.
— jTiene gracia! — contesté la joven miràndole y
sonriéndole.
«Soy demasiado frío. Debo parecerle estûpido.
Debiera â paso de carga», pensaba Duroy.
ir —Y al

cabo de un momento, preguntó:


— ^Cémo conociste â Forestier?
Magdalena contesté con malicia provocativa:
— ^Acaso vamos â Ruân para hablar de él?
— iQué tonto soy! — exclamé Duroy ruborizândo-
se. —Me intimidas mucho.
— Yo? De veras? ,jA cuenta de qué?
,j ,5

Se habia sentado el joven junto â ella, que, de


pronto, exclamé:

— Ah!
i jun ciervo!
El tren atravesaba el bosque de Saint-Germain y
un cervatillo asustado salté uno de. los caminos.
Mientras Magdalena miraba por la ventanilla, con
la cabeza inclinada, el joven estampé un beso apa-
sionado sobre los ricillos de su nuca.
Permanecié unos instantes inmévil y luego dijo:

— Me haces cosquillas; basta.


Pero Duroy no se apartaba y acariciaba con los
labios y con el rizado bigote la carne blanca.
— Déjà, déjà— murmuré Magdalena apartândose.
Pero él le cabèza y se lanzé sobre
hizo volver la

su boca como un halcén sobre su presa.


~ 52 s*

Ella le rechazaba, trataba de soltarse. Y, al con-


seguirlo, repitîô:
— jEa, basta, basta!
Pero él no la oia, besâbala con ansia y avidez y
trataba de derribarla en los asientos del vagôn.
Se soltó haciendo un gran esfuerzo y dijo levan-
tândose con vivacidad:
— Vaya, estate quieto, Jorge. Ya no somos ninos.
Paréceme que podemos esperar hasta Ruân.
El estaba sentado, con el rostro encendido y cal-
mado por aquella observación razonable. Cuando
recobró su sangre fria dijo:
— Bueno, esperaré; pero no me comprometo â
pronunciar veinte palabras hasta que lleguemos, y
aun no hemos atravesado Poissy.
— Seré yo la que hable.
Y se sentô junto â él.
Y habló con précision de lo que harian â su vuel-
ta. Debían conservar la habitaciôn en que ella vivia

con Forestier; pues Duroy heredaba el empleo y el

sueldo del difunto en la Vie Française.


Por otra parte, antes de su union habia dispuesto
la joven todos los detalles de la vida comûn con un
tacto de hombre de negocios.
Se habian asociado bajo el régimen de la separa-
ción de bienes y previsto todos los casos que po-
dían ocurrir: muerte, divorcio, nacimiento de uno
ô mâs hijos. Duroy aportaba cuatro mil francos al

natrimonio; pero mil quinientos los tomó â présta-


* 53 «=fl

mo. EI resto provenia de las economías realizadas


durante el afio. La joven aportaba cuarenta mil
que, â lo que decia, le dejó Forestier.
Magdalena çitaba al difunto como modelo:
— Era un muchachomuy metódico, muy sesudo,
muy laborioso. Hubiera hecho fortuna en breve
tiempo.
Duroy no la escuchaba, absorto en otros pensa-
mientos.
Ella se interrumpia à veces para seguir el curso
de una idea íntima y luego proseguia:

Dentro de tres ó cuatro anos puedes ganar de
treinta â cuarenta mil francos anuales; es lo que
hubiera ganado Forestier.
Jorge, â quien impacientaba la lección, res-
pondió:
— Creo que no íbamos â Ruân para hablar de él.

Le dió un papirotazo en la mejilla y respondió


riendo:
— Es verdad, me reconozco culpable.
Duroy se había puesto las manos en las rodillas,

como los chicos modositos.

— Pareces tonto.
— iBah! es papel que me destinas
el y no he de
apartarme de él.

— ^Por qué?— pregunto Magdalena.


— Porque tomas la dirección del matrimonio y
hasta la de mi persona. Ya sé, por otra parte, que
te corresponde esto, por ser viuda.
**> 04

Quedó ella admirada:


— ^Qué quieres decir?
— Que tienes una experiencia que iluminarà mi
ignorància, y una pràctica del matrimonio que di-
siparâ mi inocencia de soltero; jeso esl
— jTiene gracia! — exclamó la joven.
— No queda otro recurso. Yo no conozco i las
mujeres y tú conoces à los hombres, vaya, y ya
que eres viuda tendrâs que educarme, vaya, y pue-
des empezar en seguida, vaya!
Magdalena exclamó regocijada:
— jOh! si cuentas conmigo para eso...

Y Duroy pronunció con esc acento de colegial


que balbucea la lección:

— SI, vaya, cuento con ello. Espero que Yne da-


ràs una educación sòlida en veinte lecciones... diez
para los elementos... lectura y gramàtica... diez pa-
ra perfeccionarse y para la retòrica... Yo no sé na-
da, vaya.
— jQué loco eres! — pronunció ella.

— Ya que veo que me tratas con franqueza, imi-


taré tu ejemplo, y te diré, amor mío, que cada vez
t-e adoro mâs y que Ruân me parece muy lejos.
Hablaba ahora con entonaciones de actor, ha-
ciendo unos visajes que divertían mucho â su espo-
sa, acostumbrada desde antiguo & lasbromas y ma-
neras de los literatos.
Miràndole con el rabiüo del ojo le hallaba verda-
deramente encantador, sintiendo las ganas que se
55 <s*

sienten de coger y comer una fruta desde el ârbol


â pesar de que la razón aconseja esperar la hora de
la comida para saborearlo.
Entonces, ruborizândose ligeramente â impulsos
de los pensamientos que la asaltaban, dijo:

— Oye, discípulo; mi experiencia, mi gran


cree
experiencia. Los besos en un vagón resulían desabo-
ridos. Danan el estómago.
Se ruborizó mâs y anadió:
— No hay que segar trigo que no grane.
Sentíase excitado por las picardías que adivinaba
en aquella linda boca; ó hizo la senaî de la cruz y
masculló unas palabras como si rezara una oración.
Luego dijo:

Acabo de ponerme bajo la protección de San
Antonio, patron de las tentaciones. Ahora seré de
bronce.
La noche adelantaba lentamente cubriendo como
de un ligero vélo de transparente sobre la amplia
campina de la derecha. Et tren seguia el curso del
Sena, y los jôvenes se pusieron à mirar el río, pare-
cido â una cinta de métal pulido que reflejara el in-
cendio de una puesta de sol sobre su brillante su-
perficie. El color rojo fundiase poco â poco en tintas
mâs obscuras, tristes y sombrias. Y los campes se
anegaban en la obscuridad con ese estremecimien-
to siniestro de muerte que cada crepúsculo produce
â la tierra.
Aquella melancoîîa de la noche entrando por las
t — 56 -4

ventanillas, sobrecogía las aimas, tan alegres poco


antes, de los dos esposo^, que estaban ahora silen-
ciosos.
Se habían acercado uno â otro para contemplar
la agonia de aquel dia resplandeciente de Mayo.
En Mantes encendieron la luz del vagón, que es-
parcía su luz temblorosa por el acolchado gris de
los asientos.
Duroy estrechó el talle de su mujer, atrayéndola
hacia sí. Su agudo deseo se había transformado en
una ternura lànguida, en un ansia de caricias tran-
quüas, de esas que caiman à los ninos.
Murmuro en voz baja:
—Te querré mucho, Magda.
Aquel acento carinoso conmovió â la joven, la
hizo estremecer, y le ofreció los labios inclinàndo-
se hacia él, porque había puesto la cabeza sobre su
pecho.
Fué un beso mudo
y profundo, Iuego un
largo,
estremecimiento, un abrazo loco y brusco, una
corta lucha, un acoplamiento râpido y torpe. Lue-
go quedaron uno en brazos de otro, algo desilusio-
nados, cansados y tiernos aun, hasta que el silbido
de la locomotora anuncio la pròxima estación.
Arreglândose el pelo, dijo la joven:
— ;Qué tonteria! Somos unos chiquillos.
Pero él la besaba las manos pasando de una â
otra con rapidez febril, y contesto:
—Te adoro, Magda mía.
— 57 -*

Permanecieron inmóviles casi hasta Ruàn, meji-


11a contra mejilla, mirando la obscuridad de la no-

che por las ventanillas, donde aparecían â veces las

luces de las casas; y se entregaban â sus ensuenos,


contentos de sentirse tan próximos, y en la espera
de un abrazo mas intimo y mâs libre.
Fueron à una fonda cuyas ventanas daban al
muelle, y se acostaron, después de tomar un boca-
do. La camarera les desperto al día siguiente â las
ocho.
Después de beber el té que les dejaron en la me-
de noche, Duroy miró â su esposa, y con el
silla

impulso de un hombre dichoso que acaba de hallar


un tesoro, la estrechó entre sus brazos, balbu-
ceando:
— ;Ah, Magda! comprendo que te [quiero mu-
cho... mucho... mucho...
Sonrió ella con sonrisa satisfecha y confiada, y
murmuro en tanto que le devolvía sus besos:
— Y yo también... quiza.
Duroy estaba inquieto por la visita â sus padres.
Varias veces había advertido â su mujer y la habia
sermoneado y preparado. Creyó oportuno repetir
sus advertencias.
— Ten présente que son labriegos, no de teatro,
sino auténticos.
— Ya lo sé —contesto riendo; — bastante me lo lias
dicho. Ea, levântaîe y déjà que me levante.
— 58 -a

Saltó Duroy de la cama, y dijo poniéndose los


calcetines: N

— Estaremos mal en casa, muy mal. No hay mâs


que una mala cama de jergón en mi cuarto. EnCan-
teleuno se conocen los colchones de mueiles.
Magdalena parecía encantada.
— Mejor. Me gustarâ dormir así... cerca de...
junto â ti...
y que me despierte el canto de los
gallos.

Se habia puesto un peinador, un gran peinador


de franela blanca que Duroy reconoció en seguida.
Al verlo sintió una impresión desagradable. ^Por
qué? Su mujer tenia una docena de aquellos vesti-
dos de manana. No era natural que desechara toda
su ropa blanca y comprara otra nueva; pero le in-
dignaba que su ropa de noche, su ropa de amo^
fuera lamisma que usé con el otro. Antojâbasele
que aquel vestido tibio y suave al tacto, debía guar-
dar reminiscencias de Forestier.
Fuése hacia la ventana encendiendo un cigarrillo.

La vista del puerto, del ancho río cubierto de


buques de ligeros mâstiles, de vapores pesados,
cuyas bodegas vaciaban con gran ruido mdquinas
poderosas, le cpnmovió, por mds que de antiguo
conociera ta! espectâculo. Y exclamô:
, — iQué hermoso es eso!
La joven acudió â su lado, y apoyàndose con
abandono en su espalda, quedó maravillada y en-
cantada â un tiempo, mientras repetia:
59 «8

— Sí, es muy bonito, muy bonito; no creía yo


que hubiera tantos vapores.
Marcharon al cabo de una hora, pues debían al-
morzar con los viejos, â quienes se habia prevenido
desde días antes. Un simón descubierto se encar-
gó de transportais, armando un estrépito infernal
con su caja y sus mueiles desvencijados. Siguieron
un largo paseo no muy lindo, atravesaron después
unas praderas regadas por un arroyo, y después
empezaron â subir la cuesta.

Magdalena, cansada, dormitaba acariciada por el

sol que ia calentaba deliciosamente en el fondo del


simón destartalado, como si estuviera tendida en
un bano tibio de luz y de aire campestre.
Su marido la despertó.
— Mira —dijo.
Estaban í los dos terciós de la cuesta, en un
punto famoso por el panorama que desde allí se
descubre, y que se ensefta â todos los viajeros.
Desde allí se domina el ancho valle, largo y am-
plio que el claro río recorre de un extremo â otro
formando extensas ondulaciones. Se le veia llegar
de! fondo manchado de verdura por las islas é islo-

tes,y describiendo una curva antes de atravesar


Ruan.
Luego la ciudad aparecía en su orílla derecha,
anegada en la niebla matutina, iluminados por el
sol los tejados, con sus miles de campanarios lige-
ros, puntiagudos ó achatados, delicados y írabaja-
60 -h

dos como gigantescas joyas, sus torres cuadradas


ó redondas, rematadas en corona? herâldicas, sus
campanas, sus campanillas, toda la multitud de sus
remates góticos dominados por la flécha [aguda de
la catedral, sorprendente aguja de bronce fea, rara
y desmesurada, la màs alta que hay en el mundo.
Enfrente, al otro lado del río, se levantaban las
cilíndricas, ahumadas chimeneas de los talleres y
fâbricas del vasto arrabal de Saint-Sever.
Mas numerosas aun que sus hermanos los cam-
panarios, erguían hasta el horizonte casi sus altas
columnas de ladrillos y arrojaban â la inmensidad
azul su aliento negro.
La mas alta de todas, tan elevada como la pirà-
mide de Cheops, la segunda de las cimas debidas â
la humana ciència, que casi podia competir con la

flécha de la Catedral, la gran chimenea de la Fou-


dre parecía la reina del pueblo laborioso de los ta-
lleres, así como su vecina era la reina de la multi-
tud puntiaguda de los monumentos sagrados.
A lo lejos, mâs allà de la ciudad obrera, había un
bosque de pinabetes; y el Sena, después de atrave-
sar por entre ambas ciudades, continuaba su cami-
no, corria â lo largo de una colina ondulada y arbo-
lada en la cima, mostrando â trechos su esqueleto
de piedra blanca, y luego desaparecia en el hori-
zonte, después de describir una gran curva. Subían

y bajaban el río fragatas y navíos remolcados por


barcas pequenas como moscas que lanzaban boca-
— 61 -
nadas de humo negro. Las islas se tocaban casi
una con otra ó dejaban entre sí anchos intervalos,
como los granos desiguales de un rosario de jaspe
verde.
El cochero esperaba que los viajeros acabaran de
asombrarse. Sabia por experiencia lo que duraba
la admiración de las diversas clases de viajeros.
Pero apenas habían vuelto â ponerse en marcha,
Duroy advirtió, à un par de cientos de metros, una
pareja de labriegos que venían en dirección contra-
ria, y saltó del coche gritando:
— jAhí estân! jSon ellos! Bien les reconozco.
Andabanel hombre y la mujer con paso irregu-

lar,balanceândose y chocando*de cuando en cuan-


do sus respectivos hombros. El hombre era bajo,
rehecho, Colorado y algo barrigudo, vigoroso'â pe-
sar de su edad; la mujer era alta, seca, encorvada,
verdadera mujer de fatiga del campo, que
triste, la

ha trabajado desde la ninez, y que no ha reído ja-


mâs, en tanto que su marido bromea de continuo,
trincando con los parroquianos.
Magdalena había bajado también del coche ymi-
raba llegar aquellos dos pobres seres con una opre-
sión que no previera. No reconocían à su hijo en
aquel hermoso caballero, y no hubieran imaginado
jamàs que íuese su nuera aquella linda senora del
vestido claro.
Andaban aprisa y sin hablar en busca del hijo es-

62 ^
perado, sin fijarse en aquellas personas de la ciu-
Jad â quienes seguia un coche.
Pasaban. Jorge, que reia, gritó:
— Buenos días, papà Duroy.
Se detuvieron ambos en seco, estupefactos pri-
mcro y mas asombrados aún â cada momento.
La vieja fué la primera que se repuso, y pregun-
tó sin adelantar un paso:
— <;Eres tú, hijo mío?
El joven contesté:
— jSí, soy yo, mamà Duroy! y yendo hacia ella

la besó en ambas mejillas con ruido.


Luego abrazó â su padre, que se habia quitado
su gorra, una gorra & la moda de Ruân, de seda ne-
gra, muy alta, como las que llevan los ganaderos.
Jorge anunció:
— Mi mujer.
Los campesinos miraron à Magdalena. La mira-
ron como se mira un fenómeno, con un temor in-
quieto, acompanado de una aprobación satisfecha
por,parte del padre y de una enemistad celósa por
la de la madre.
El labriego, que era hombre de buen humor, em-
bebido de una alegria de sidra dulce
y alcohol, to-
mo confianza y pregunto con sus puntos y ribetes
de socarronería:
—^Te la podemos besar?
— jYa lo creo!—-contesté el hijo.

Y Magdalena, de buena ó mala gana, ofreció sus


— od

mejillas í los besos sonoros del labríego, que se en-


jugó después los labios con el dorso de la mano.
La vieja besó â su vez â su nuera con una reser-
va hostil. No, aquella no era la nuera que sonara,
la frescay colorada campesina, de carnes duras y
apretadas. Aquella parecía una «arrastrada» con
sus faralaes y su almizcle.
Es de advertir que para la vieja todos los perfu-
mes eran almizcle.
Pusiéronse todos en marcha detrâs del coche que
llevaba el equipaje de los recién casados.
El viejo cogió el brazo de su hijo, y quedândose
un poco atrâs, preguntó con interès:
—4 Y qué van los negocios?
tal
— Bien, muy bien.
— Me alegro, me alegro. Y tu ,j mujer, tiene di-
ner o?
—Guarenta mil francos.
El viejo lanzó una especie de silbido de admira-
ción y sólo pudo exclamar: «jDiablo!» Tal fué la
admiraciòn que le produjo la suma. Luego anadió
con una gran seriedad:
— jComo guapa, es guapa!— pues la encontraba
de su gusto, y en otro tiempo pasaba por ser voto
en la matèria.
Magdalena y su suegra andaban sin decir una pa-
labra cuando las alcanzaron los dos hombres.
Llegaron â una aldea, â una aldehuela edificada
â orillas del camino, compuesta de diez casas por
— 04

lado, casas de pucbio unas de


y barracas rústicas,
ladrillo
y otras de tapia, techadas con paja unas y
de pizarra otras. El café del tío Duroy decía: «Bue-
navista,» y era una casita compuesta de piso bajo y
desvân, situada à la entrada del pueblo. Una rama
de pino colgada encima de la puerta, indicaba que
los bebedores podian entrar.
Dos mesitas cubiertas con sendas servilletas, muy
juntas, estaban preparadas. Una vecina, que había
acudido para ayudar, saludó haciendo una profun-
da reverencia al ver una dama tan bella y luego,
reconociendo a Jorge, exclamo:
—,jEres tú, chiquillo?
— Sí, soy yo, tia Brulín -contestó alegremente.
Y la besó como lo hiciera con sus padres.
Luego, dirigiéndose â su mujer, anadió:
— Ven k nuestro cuarto; te quitarâs el sombrero.
La hizo entrar por la puerta de la derecha k una
habitación fría, embaldosada, muy blanca, con las
paredes encaladas y cortinas de algodón. Aquel
cuarto limpio y triste tenia por todo adorno un cru-
cifijo sobre una pila de agua bendita, dos làminas
representando â Pablo y Virginia bajo una palmera
azul y Napoléon I montado en un caballo amarillo.
Apenas estuvieron solos, besó â Magdalena:

Buenos días, Magda. Estoy contento de ver à
los viejos. Cuando estoy en París no me acuerdo
de ellos; pero al verlos me alegro lo indecible.
Su padre gritaba golpeando el tabique:
5

— 65 -*

— Ea, ea, la sopa està servida.


F ué preciso sentarse à la mesa.
El almuerzo résulté largo y suculento, pero nada
delicado. El tío Duroy, al que habian puesto ale-
grillo la sidra y algunos vasos de vino, soltó el cho-
rro de sus dicharachos
y cuentos, de aquellos que
reservaba para las grandes ocasiones, casos capa-
ces de hacer ruborizar â una piedra y que achacaba
â sus amigos. Jorge, que ya se los sabia de memò-
ria, reia de buena gana sin embargo, sintiendo la

innata atracción de la tierra, embriagado por el

aire natal, encantado al volver à ver los sitios que


le fueron familiares en su infancia y recordando
con alegria todo lo que conociera, hasta lo màs ni-

mio: una mancha en fachada de una casa, la se-


la

nal de un cuchillo en una puerta, una silla coja que


le traia â la memòria un hecho antiguo, el olor de
la tierra, del hogar, del arroyo, del estercolero y el

soplo vivificante, cargado de resina, que llegaba del


bosque cercano.
La tia Duroy no hablaba, siempre triste y severa,
espiando con la mirada à su nuera, por laque ya
sentia odio, el odio de la vieja obrera, de la vieja
campesina de dedos nudosos y miembros deforma-
dos por las rudas labores contra aquella mujer de
la capital que le inspiraba una repulsión instintiva,
como la que se siente por los malditos, por los ré-
probos, por los seres impuros criados para la pare-
El b uen mozo— Tomo XI—
— 66 —
za y el pecado. Se levantaba â cada instante para ir

â buscar platós ó verter en las copas la bebida ama-


rilla
y agria del jarro ó la sidra dorada y espumosa
de las botellas, cuyo tapón saltaba con alegre ruido.
Magdalena hablaba y comía poco, permanecía
triste, con su sonrisa habitual en los labios; pero
entre aburrida y resignada. Sentíase desilusionada,
amargada. ^Por qué? Ella fué quien quiso ir allí.
No ignoraba que iba â casa de unos labriegos sin
fortuna. <>Cómo se los había imaginado ella, que
habitualmente no era sonadora?
,;Lo sabia acaso? Las ntujeres esperan siempre lo
contrario de lo que ha de ocurrir. ^Los creyó mas
poéticos? No, pero quiza mas nobles, màs afectuo-
sos, mâs parecidos â los que crean los literatos, aun
cuando no los deseara tales cuales aparecen en las
novelas. <>Por qué, pues, le chocaban por mil deta-
lles insignifiantes, invisibles, por sus groserías y
naturaleza de rústicos, por sus palabras, por sus
ademanes y por su alegria?
Recordaba â su madré, de quien jamâs hablaba
â nadie, una institutriz seducida, educada en Saint-
Denis y muerta de miseria y pesar cuando Magda-
lena tenia doce anos. Un desconocido hizo educar â
la nina. Quizâ su padre. No lo sabia â punto fijo,

por mâs que tuviera ciertos indicios.


El almuerzo se alargaba. Algunos parroquianos
entraban, estrechaban la mano de! tio Duroy, reco-
nocian â su hijo y mirandoâ la joven guinaban ma-
- 67 —
liciosamente los ojos como queriendo decir: «jAnda,
anda! jBuen gusto ha tenido el pícaro!»
Otros, menos íntimos, se sentaban junto à las
mesas pidiendo diversas bebidas y jugaban al do-
minó armando gran estrépito con las fichas.
La tia Duroy iba y venia de continuo, sirviendo
à los clientes con su sempiterna expresión de tris-
teza, cobrando, limpiando las mesas con su delan-
tal azul.

El humo
de las pipas de arcilla y de los cigarros
de cinco céntimos llenaba la sala. Magdalena tuvo
un acceso de tos
y dijo:
— (iSalgamos un poco? No puedo mas.
Aun no habían terminado. El tío Duroy se medio
amoscó. Ella fué â sentarse fuera de la puerta en el

camino, esperando que su suegro y marido acaba-


ran de tomar café y las copas.
Jorge salió pronto.
—^Vamos hasta el Sena?
— jOh, vamos.
si!

Bajaron la montana, alquilaron un bote en Crois-


set y pasaron el resto de la tarde junto â una isla,.â
la sombra de unos sauces, sonolientos ambos, sin-
tiendo el suave calor de la primavera, mecidos por
las ondas del río.

Subieron al anochecer.
La comida de la noche, â la luz de una vêla, pa-
reció aún mâs triste â Magdalena. El tio Duroy,
— —

— 68 —
que estaba algo chispo, callaba. La suegra continua-
ba con su cara de pocos amigos.
La débil luz lanzaba â las paredes grises las som-
bras acaricaturadas de las cabezas y de los adema-
nes. A veces se veia una mano gigantesca levantar
un tenedor parecido à una horca y llevarlo â laboca
que se abria como las fauces de un monstruo, si

alguien, volviéndose un poco, presentaba su perfil

à la llama amarilla y temblorosa.


Cuando acabaron de corner, Magdalena llevó ha-
cia la puerta â su esposo, pues no podia resistir la

pesada atmosfera de la sala, donde flotaba de con-


tinuo olor â tabaco malo y à bebidas no mejores.
Cuando estuvieron solos, Duroy le dijo:
— Ya te aburres.
Ella quiso protestar.
— No, no porfies; lo veo. Si quieres, marchare-
mos manana.
— Bueno, si murmuro.
Andaban despacio. Hacia una noche tibia, cuya
sombra profunda parecía poblada de suaves ruidos,
de soplos, de roces misteriosos. Entraron en una
avenida estrecha, bajo ârboles muy altos, entre dos
filas de arbustos negrisimos.
— I Donde estamos? preguntó la joven.
— En bosque.
el

—<;Es grande?
— Uno de los mayores de Francia.
O'íase el perfume peculiar de los bosques produ-
cido por la tierra fresca, por los arboles, el musgo,
lahierba seca y la savia de las yemas y ramillas.
Levantando la cabeza, Magdalena veia las estrellas
por entre la copa de los arboles y aun cuando ni la
mas leve brisamoviera las ramas, sentia en torno
de ella la vaga palpitación de aquel mar de hojas.
Un estremecimiento singular conmovió su aima
y su cuerpo; una confusa angustia le oprimió el

corazón. ^Por qué? No sabia; pero se le antojaba


que estaba perdida, sumergida, rodeada de riesgos
y peligros, abandonada de todos, sola, sola en el
mundo, bajo aquella bóveda viviente que se estre-
mecía encima de ella.

Murmuró:
— Tengo un poquillo de miedo. ^Volvâmonos?
— Bien.
—Y... (ïmarcharemos maftana?

Sí, manana.

Por la manana.

Como quieras, Magda.
Llegaron â su casa. Los viejos estaban acosta-
dos. La joven durmió mal, despertada sin césar
por los ruidos, para ella nuevos, que se oyen en el
campo: el grito del mochuelo, el grunido de un
cerdo encerrado en una pocilga que habia bajo la

ventana, el canto del gallo, que chillô desde media


noche.
Se levantô y estaba dispuesta â marchar cuando
apenas apuntaba el dia.
- 70 —
Cuando Jorge dijo â sus padres que iba â mar-
char, quedaron estupefactos; después comprendie-
ron el por qué.
Su padre le preguntó:
— ^Te volveremos â ver pronto?
— Si, en verano.
— Me alegro.
La vieja gruné:
— Celebraré que no te arrepientas de lo que has
hecho.
Les dejô doscientos francos de regalo para cal-
mar su descontento, y cuando â las diez llegó el Si-

mon que un muchacho habia ido â avisar, abraza-


ron â los viejos labriegos y se fueron.
Al bajar la colina, Duroy soltó una carcajada.
— ^Ves? Ya te habia avisado. No debiste cono-
cer à los senores Du Roy de Cantel.
Ella se echô â reir también y replicó:
— Ahora me siento encantada. Son unas buenas
gentes â quienes querré mucho. Les enviaré mil re-

galitos desde Paris.


Luego murmuré: — Du Roy de Cantel... Ya verâs
como nadie extrana eso. Diremos que hemos pa-
sado ocho dias en las posesiones de tus padres.
Y acercândose â él le besé üna de las guias del
bigote, diciéndole: — Buenos dias, Jorge.
Y él, pasândole el brazo por la cintura, replicó:
— Buenos dias, Magda,
— 71 -i

A lo lejos, en el fondo del valle, el ancho río

arrastraba sus aguas parecido à una amplia cinta


de plata â los rayos del sol naciente y todas las chi-
meneas de los talleres vomitaban humo, y los cam-
panarios se erguian sobre la vieja ciudad, com®
amenazàndola.
II

Los Du Roy hablan vuelto â Paris hacia dos dias

y el periodista habia vuelto â sus antiguas tareas,


esperando momento oportuno de abandonar los
el

sueltos para consagrarse de un modo definitivo â la


política, substituyendo al pobre Forestier.
Iba à su casa aquella tarde, con el corazón ale-
para corner y con ansia de besar â su esposa,
gr'e,

bajo cuyo encanto se hallaba y de la que sufria la


insensible dominación. Pasando por la tienda de
una florista, junto â la iglesia deNuestra Senora de
Loreto, se le ocurrió comprar un ramillete para
Magdalena y tomó un hermoso mazo de rosas ape-
nas entreabiertas.
En cada uno de los descansillos de la escalera,

se miraba en el espejo que le recordaba su primera


visita.

Llamó y vino â abrirle el mismo criado, que con-


servarà por consejo de su mujer.

« 73 *»

—^Ha vuelto la senora?— pregunto Jorge.


— Sí, seftor.
Al pasar por el comedor, quedó asombrado vien-
do tres cubiertos y, como la cortina de la sala es-

taba levantada, vió que Magdalena ponia en un


búcaro un ramillete de rosas parecido al suyo. Sin-
tióse contrariado, descontento, como si le hubiesen
robado su idea y el placer que de ella esperaba.
Al entrar preguntó:
—(jHas invitado â alguien?
— Sí y no —contestó sin volverse y arreglando
las —mi antiguo amigo conde de Vaudrec
flores; el

tiene la costumbre de corner aquí los lunes y hoy


viene como antes.
—Muy bien replico Jorge.
Permanecia detrâs de ella con el ramillete en la
mano, sintiendo ganas de ocultarlo, de tirarlo. Sin
embargo, dijo:

— (Toma; te he traido rosas!


Volvióse bruscamente la joven y exclamo:
— jCuânto me alegro que hayas pensado en mí!
Y le tendió los brazos y le besó con impulso tan
verdadero, que se sintió consolado.
Tomó las flores, las olióy con vivacidad infantil
las colocó en el búcaro que hacía pareja con el que
ya tenia flores. Luego, mirando el efecto que pro-
ducían ambos, exclamó:
— iQué bonito! Àhora ya tengo adornada mi chi-
menea.
Y anadió:
— Vaudrec es muy simpâtico; en seguida serâs
gran amigo suyo.
Un campanillazo anuncio la presencia del conde.
Entró desembarazadamente, como si estuviese en
su casa. Después de besar galantemente los dedos
de joven, volviôse hacia su marido y
la le tendió
cordialmente la mano, preguntândole:
—^Cômo vamos, querido Du Roy?
No ténia su empaque de antano, sino una expre-
sión afable que revelaba que habia variado la situa-
ción. El periodista, sorprendido, tratô de aparecer
amable para corresponder â su finura. Al cabo de
cinco minutos hubiera podido creerse que eran ami-
gos de la infancia.

Entonces Magdalena, que estaba radiante de ale-


gria, dijo:
— Les dejo un momento, porque he de dar una
ojeada â la cocina.
Y salió, seguida por las miradas de los dos hom-
bres.
Cuando volvió, hablaban de espectâculos teatra-
lesy estaban tan completamente de acuerdo, que
una especie de amistad se despertaba en eilos al
advertir tal paridad de pareceres.
La comida fué excelente, intima y cordial; y el
conde permaneció en la casa hasta una hora avan-
zada, pues parecia gustarle el bienestar que se res-
piraba en aquel hogar recién creado.
- 75 »
Magdalena dijo â su marido cuando hubo salido
el conde:
—^Verdad que es un cumplido Caballero? Tra-
tândole se advierte. Es un buen amigo, seguro,
adicto, fiel. jAh! Sin él...

No termino su pensamiento y Jorge respondió:


— Sí, es muy amable. Creo que seremos buenos
amigos.
Sin hablar mâs de aquel asunto, Magdalena dijo:

— jAh! Hemos de trabajar antes de acostarnos.


No te he podido hablar de ello antes de corner. He
recibido noticias graves de Marruecos. Laroche-
Mathieu, el futuro ministro, me las ha comunicado.
Hay que hacer un gran articulo, uno de esos que
producen mucha sensación. Sé hechos y cifras. Va-
mos â ponernos â trabajar sin perder momento.
Toma la lampara.
Pasaron al despacho.
Los mismos volúmenes que antes se alineaban
en la biblioteca que ahora aparecía coronada por
los tres jarrones que Forestier comprara en el golfo
Juan la vispera de su muerte. Bajo la mesa había la

piel de oso que calentó y ape-


los pies del difunto,

nas sentado. Du Roy se apodero del portaplumas de


marfil algo mascado, en la punta, por los dientes
del otro.
Magdalena se apoyó en la chimenea y después de
encender un cigarrillo, relató las noticias que tenia,
expuso sus ideas y el plan del articulo que sonaba.
— 76 —
Du Roy la escuchaba con atención, tomando no-
tasy al acabar, ella le hizo objeciones, examiné de
nuevo el asunto, lo desarrollô y expuso, no ya el

plan de un articulo, sino el de una campafia contra


el gobierno. El articulo que iban â escribir séria el

que iniciara el ataque. Su mujer, interesada, habia


dejado de fumar, pues las ideas de Jorge desperta-
ban en ella otras de gran trascendencia.
De cuando en cuando, decia:
— Si... si... Muy bien... excelente...
Cuando acabó de hablar, dijo Magdalena:
—Bueno, empecemos.
Pero Du Roy era premioso sobre todo al empezar
sus articulos. Ella, que veia sus apuros, le apuntaba
palabras y conceptos al oîdo y de cuando en cuan-
do, como si vacilara ó vacilando realmente, pre-
guntaba:
—<;Era esto lo que querîas decir?
— Si -contestaba su marido.
Empleaba la joven flechazos agudos y venenosos
de mujer para mortificar al présidente deîConsejo y

se burlaba â un tiempo de su cara y de su politica


de un modo
gracioso que provocaba larisa y al pro-
pio tiempo asombraba por îo justo de las observa-
ciones.
Du Roy anadia â veces algunas lineas para dar
mas alcance y dureza â un ataque. Conocia â fondo
el arte de las reticencias que hubo de cultivar cuan-
do escribia los sueltos,
y cuando algun hecho que
7/

Magdalena daba como seguro, le parecia dudoso ó


comprometedor, tenia lahabilidad de dejarlo adivi-
nar y de que se impusiera la inteligencia con mayor
fuerza que si lo afirmara.
Cuandct estuvo listo el articulo, Jorge lo leyó de-
clamândolo. Encontràronlo admirable de común
acuerdo y sonreían, encantados y sorprendidos,
como si acabaran de revelarse uno â otro. Se mira-
ban fijamente, admirados y enternecidos, y se abra-
z^ron con ansia, con un ardor de amor, que de su
inteligencia se comunicaba â sus cuerpos.
Du Roy cogió la làmpara.
— Y ahora â la camita — exclamó con los ojos en-
candilados.
Ella contestó:
— Pase usted, dueno mio, ya que alumbra usted
el camino.
Pasó él primero y ella le siguió haciéndole cos-
quillas en el cuello para que anduviera mas aprisa.
El articulo se publicó con la firma de Jorge Du
Roy de Cantel y armó gran cisco. Se trató de él en
la Câmara. Walter â su autor y le encargó
felicitó

la sección política de la Vie Française. Boisrenard

volvió â los Ecos.


Entonces empezó en el periódico una campafia
hàbil y violenta contra el ministerio. El ataque era
siempre diestro y oportuno, tan pronto irónico co-
mo serio, en broma ó virulento y heria con una
precisión que encantaba â los enemigos del gobier-
- 78 -
no. Los otros periódicos citaban sin césar â la Vi
Française y recortaban pârrafos enteros de sus
artículos. Los ministros deliberaron para ver si
era posible amordazar con una prefectura aquel
enemigo desconocido y encarnizado.
Du Roy era cèlebre entre los políticos. Compren-
día queaumentaba su influjo viendo cómo le salu-
daban y estrechaban su mano. Su mujer le causaba
admiración y estupor por la ingeniosiàad de su in-
teligencia, por la habilidad de sus informes y la ex-
tension de sus conocimientos.
A menudo hallaba en su salón al volver â casa,
un diputado, un senador, un general, un magistra-
do que trataban â Magdalena como una antigua
amiga, con gran seriedad y compostura. ^Dónde
conoció â tanta gente? En sociedad, decía. Pero,
icómo había sabido captarse su confianza y su
afección? No lo comprendía.
— Seria una gran diplomàtica, pensaba.
A veces llegaba tarde â corner. Acudia acalorada,
jadeante, temblorosa y antes de quitarse el sombre-
ro, decía: Buenas noticias; imaginate que el minis-
tro de Justícia acaba de nombrar dos magistrados
que formaron parte de las comisiones mixtas. jVa-
mos â darle un recorrido bueno; pero bueno!
Y daban aquel recorrido y otro y otro. El dipu-
tado Laroche-Mathieu, que comia en casa de Du
Roy cada martes, siguiendo el turno del conde de
Vaudrec que inauguraba la semana, apretaba vigo-
n
rosamente las manos del marido y de la esposa con
gran alegria. No cesaba de repetir:
— jPardiez! jVaya una campana! Es imposible
que no alcancemos nuestro objeto.
Esperaba pescar la cartera de Negocios Extranje-
ros, que deseaba mucho tiempo bacía.
Era uno de esos políticos de muchas conchas,
sin convicciones, sin grandes medios, sin audacia y
sin conocimientos seriós, abogado de provincià,
guapetón, que hacía equiübrios entre los partidos
radicales, especie de jesuita republicano y de seta
liberal de dudosa bondad, congènere de los cientos

y cientos que crecen en el estercolero del sufragio


universal.
Su maquiavelismo de aldea le hacía pasar por
listo entre sus camaradas, entre todos los aborta-
dos y fracasados que alcanzan un acta. Era asaz
cuidadoso y elegante y familiar y amable para
abrirse camino. Alcanzaba triunfos en sociedad, en
la sociedad revuelta y turbia de los altos funciona-
rios.

Todos decían: «Laroche, serà ministro,» y él lo

creia con mayor fe que los demàs.


Era uno de lo> principales accionistas del perió-
dico del tío Walter, asociado suyo en muchas em-
presas bancarias.
Du Roy le sostenia con confianza y quizâ espe-
rando algo de él en lo porvenir. Continuaba la obra
de Forestier â quien Laroche-Mathieu había pro-
— 80

inetido condecorar al llegar el día de la victorià. La


condecoración se ostentaria en el pecho del nuevo
marido de Magdalena. Nada tenia aquello de extra-
fto, en suma.

Tan companeros de Du Roy


natural era que los
se traían una broma que empezaba ya â molestarle.
Le llamaban Forestier.
Tan pronto como llegaba al periódico, decía un
redactor: «Oye, Forestier.»
Fingia no oir y buscaba entre sus papeles los que
necesitaba. Entonces la voz repetia con mas fuerza:
«i Eh! [Forestier!» Y se oían risas ahogadas.
Cuando Du Roy iba al despacho del director, el

que le había llamado, decía:


— Dispensa; quiero hab’arte â ti. No sé por qué
te confundo siempre con el pobre Carlos. Debe ser
que tus artículos se parecen mucho â los suyos.
Todos lo han notado.
Du Roy norespondía, pero rabiaba y sentia una
còlera sorda contra el difunto.
El mismo Walter habia declarado un dia que le

hacían notar la semejanza de estilo entre las cróni-


cas politicas del nuevo redactor y las que publicaba
Carlos.
— Sí, se parece al estilo de Forestier; pero màs
jugoso, mâs vivo, mâs viril.

Otro día Du Roy, abriendo por casualidad el ar-

mario donde se guardaban los boliches, había visto


que los de su predecesor tenían una gasa en el
©

mango y que el suyo, aquel en que le ensefiara â


jugar Sainî-Potin, ténia un lazo azul. Todos habian
sido colocados en el mismo estante y delante de
ellos habia un letrero, como en los museos, que
decia: «Antigua colección Forestier y C.“, Fores-
tier Du Roy sucesor, con patente de invención,
G. P. E. G. Articulos duraderos que pueden servir
en todas ocasiones, incluso para viaje.»
Cerró el armario con calma, pronunciando en
voz alta:

— En todas partes hay imbéciles y envidiosos.


Pero se sentia herido en su orgullo y en su vani-
dad de escritor que producen esa irritabilidad siem-
pre despierta, tan viva en el simple gacetillero como
en el genial poeta.
La palabra «Forestier» desgarraba su oído; temia
oirla y se ruborizaba
si la escuchaba.

Aquel nombre era para él una burla mordaz, mâs


que una burla, casi un insulto. Parecia decirle: «Es
tu mujer !a que hace tu trabajo como hacia el del
nada sérias.»
otro. Sin ella
Comprendia que Forestier no hubiera sido nada
sin Magdalena; pero en cuanto â él ya era distinto.
Al volver â su casa continuaba la obsesión. La
casa entera le recordaba al difunto, el mobiliario,
los adornos, todo cuanto tocaba. Durante los pri-
meros dias de su matrimonio no pensaba en ello;
pero la broma que se traian sus companeros habia
El buon maso— Tomo H—

— 82 -
producido en su espíritu una especie de Uaga que
una porción de cosas insignificantes envenenaban.
No podia tocar un objeto sin que creyera ver so-
bre él la manode Carlos. Sólo veia y usaba cosas
que le pertenecieron, cosas que él había comprado

y querido y poseído. Empezaba también â molestar


à Du Roy el recuerdo de las relaciones que existie-
ron entre Carlos y su mujer.
A veces le asombraba aquella rebelión íntima,
que no comprendia, y se preguntaba: «;Qué diablos
me pasa!No estoy celoso de los amigos de Magda-
lena; no me preocupa lo que hace; entra y sale
cuando le parece, y el solo pensamiento de ese ton-
to de Carlos me saca de mis casilîas.»
Y anadia mentalmente: «Bien mirado era un idio-
ta; quizâ eso es lo que me hiere. Me molesta que
Magdalena se casara con semejante tonto.»
Y repetia de continuo: «,;Cómo se comprende que
una mujer tan lista haya querido à semejante ani-
mal?»
Y su rencor aumentaba cada dia por mil detalles
insignificantes que le molestaban como alfilerazos,

que le recordaban el difunto. Bastaba para ello una


palabra de su esposa, del criado ó de la camarera.
Una noche Du Roy, â quien gustaban las golosi-
nas, dijo:
—^Por qué no pones nunca entremeses?
— Es verdad — contesté alegremente la joven
— 83 —
nunca me acuerdo. Como que Carlos no los podia
tragar...

La interrumpió con un movimiento de impacièn-


cia que no pudo reprimir.
— ^Sabes que ya empieza â cargarme Carlos? To-
do el dia Carlos por aquí, Carlos por alla, â Carlos
le gustaba esto, Carlos no podia tragar aquello. Ya
que Carlos ha reventado, lo mejor es que se le deje
en paz.
Magdalena miraba â su esposo con estupor, no
comprendiendo aquella súbita còlera. Pero, como
era lista, adivinó lo que le ocurría â Du Roy y co-
mo le halagaba, calló. Pensó que eran pueriles
aquellos celos póstumos que aumentaban de día en
día; pero no se dió por aludida.
A él le avergonzaba aquella irritación que no su-
po ocultar. Aquella noche, mientras escribían un
articulo se le enredaron los pies en la piel que había
debajo de la mesa. La arrojó lejos de sí de un pun-
tapié y pregunto riendo:
— ^Carlos tenia siempre ías patas frías?

— jOh! — replico ella riendo también — sentia terror


por los resfriados; no tenia bueno el pecho.
— Bien lo demostro — repuso Du Roy con feroci-
dad. Y anadió con galantería, besando la mano de

Magdalena:
— Afortunadamente para mi.
Al acostarse, acosado aún por la misma idea, pre-
gunto:
—«jAcaso Carlos se ponia gorro de dormir?
—No, se ataba un panuelo â la cabeza.
Jorge se encogió de hombros y exclamó con el

desdén de un sér superior:


— iQué mentecato!
Desde entonces habló continuamente de Carlos.
Le recordaba sin césar y únicamente le llamaba
«ese pobre Carlos» con una expresión de làstima in-
finita.

Cuando volvfa del periódico donde le habían 11a-

mado dos ó tres veces Forestier, se vengaba persi-


guiendo con burlas atroces la memòria del muerto.
Recordaba sus defectos, sus ridiculeces, sus tonte-
rías,enumeraba unas y otros con complacencia y
procuraba aumentarlos como si quisiera combatir
en el corazón de su mujer la influencia de un rival
temido.
Y repetia:
— Dime, Magda, «;te acuerdas del dia en que ese
calabacín de Forestier afirmaba que los hombres
gruesos son mas vigorosos que los flacos?
Luego quiso saber acerca del difunto una porción
de detalles intimos y secretos, que la joven, medio
avergonzada, no queria decir. Pero él insistia con
ahinco.
— Vaya, cuenta, cuéntame eso. Debía estar gro-
tesco en aquel momento «;verdad?
Ella murmuraba entre dientes:
— jDéjale en paz, hombre!
— 85

—No, no. jDime! jDebía estar gracioso en la ca-


ma ese animal!
Y terminaba casi siempre diciendo:
— jQué bruto era!
Una noche mientras fumaba un cigarrillo junto &
la ventana, el calor le sugirió la idea de un paseo.
—^Quieres venir hasta el Bosque, Magda?
“ Con mucho gusto.
Subieron â un coche descubierto y fueron, por
los Campos Elíseos, í la Avenida del Bosque de
Boulogne. Era una de aquellas noches sin brisa en
que la atmosfera de París, caldeada, entra en el pe-
cho, como el vapor de un horno. Un ejército de
simones paseaba bajo los àrboles una multitud de
enamorados. Aquellos coches pasaban uno tras otro,
sin descanso.
Jorge y Magdalena se divertían mirando aquellas,
parejas abrazadas, pasando ante ellos, lamujer ves-
tida de claro, el hombre de obscuro. Era algo así co-

mo un río de amantes, corriendo hacia el bosque,


bajo el cielo estrellado y ardiente. No se oía màs
ruido que el sordo de las ruedas. Los dos seres que
iban en cada coche pasaban, pasaban enlazados, p6-
gados uno â otro, alucinados por el deseo, ansiando
el abrazo completo y próximo. Las tibias sombras

parecían henchidas de besos. El aire parecía mas


pesado y sofocante, penetrado como se hallaba de
* aquellas ternuras dotantes, del amor bestial que to-
dos parecían respirar. Todas aquellas gentes apare-
>

— 86 —
jadas, embriagadas de un mismo deseo sintiendo
igual ardor, parecían difundir fiebre en torno suyo.
Todos aquelles coches cargados de amor, sobre los

cuales parecían revolotear caricias, lanzaban â su


paso una especie de soplo sensual, sutil y pertur-
bador.
Jorge y Magdalena sintiéronse â su vez invadidos
por el contagio de aquella ternura. Se dieron cari-

fiosamente la mano sin hablar oprimidos por lo so-

focante del aire y por la emoción que les embar-


gaba.
Cuando llegaron al recodo que hay pasadas las

fortificaciones, se besaron y ella murmuro algo tur-


bada:
— Somos tan ninos como cuando íbamos â Ruân.
La gran corriente de coches se separaba allí don-
de empiezan las malezas. En el camino de los La-
gos que seguían los jóvenes, había menos coches,
pero la sombra espesa de los àrboles, el aire purifi-
cado por hojas y por la humedad de los arro-
las

yuelos que se oían córrer por la espesura, una es-


pecie de frescura que provenia del ancho espacio
nocturno ataviado de estrellas, daban â los besos
de las parejas un encanto mâs pénétrante y una
sombra mâs misteriosa.
Jorge murmuro:
— Oh, Magda mía!
i
—Y la estrechó entre sus
brazos.
Ella le dijo:
- 87 iS

— (jRecuerdas el bosque de tu país? jCuàn sinies-

tro era! Parecía estar poblado de fieras y no tener


fin. Aquí, en cambio, se està muy bien; esto es bo*
nito. Palpitan caricias en el aire y sé que Sèvres
esta al otro lado del bosque.
Du Roy replico:
— jBah! En el bosque de mi tierra no hay màs
que ciervos, zorras, gamos y jabalíes y de trecho
en trecho una casa de guardabosque (i)

Aquella palabra, aquel nombre del muerto salido


de su boca, le sorprendió como si alguien se lo hu-
biera gritado del fondo de un jaral, y calló brusca-
mente, sobrecogido de nuevo por aquel malestar
raro y persistente, por aquella irritación celosa,
roedora, invencible, que le carcomía la existència
desde algún tiempo â aquella parte.
Al cabo de un minuto, preguntó:
— ^Paseàbais algunas veces así con Carlos?
— Sí, muchas veces.
De pronto, Jorge sintió ganas invencibles de vol-
ver â su casa, algo así como un deseo nervioso que
le oprimia el corazón. La imagen de Forestier se
había apoderado de su mente y no la dejaba en paz.
Sólo podia hablar y pensar en él.
Con intención maligna preguntó:
— Dime, Magda.
— iQué?
— ^Le pusiste los cuernos à ese pobre Carlos?
<1) Forestier, en franccs.
—Que tonto estâs con tu mania— murmuró ella

con desdén.
Pero Jorge no renunciaba à su idea.
— Ea, Magda mia, no seas testaruda, di la ver-
dad, confiésalo. ^No le pusiste los cuernos? Con-
fiesa que le hiciste cornudo.
Ella callaba molestada por aquella palabra, que
no es del agrado de ninguna mujer.
Emperrândose, insistió:

— Vaya, hay que confesar que ténia la cabeza à


propôsito. jOh, si, si! Me gustaria saber que Fores-
tier fué cornudo. Tenia una facha que ni pintipa-

rada.
Pareciéle que su mujer sonreia, acosada quizâ
por algún recuerdo.
— |Ea, dilo! ^Qué importa ya? Tendria gracia
que me lo confesaras.

Se estremecia de esperanza y de ganas de que


Carlos, el odioso Carlos, el muerto detestado y exe-
crado hubiera padecido aquel ridiculo vergonzoso.
Y, sin embargo... sin embargo, otra emociôn mâs
confusa aguijoneaba su curiosidad y hacia que re-
pitiera:
— Magda, Magdita, dimelo, te lo ruego. Era dig-
no de Razôn hubieras tenido
serio. tü de sobras.
Confîesa, Magda, no seas terca.
Sin duda, le hacia gracia â la joven aquella insis-

tència, porque se reia.


Jorge le cuchicheal^a al oido:
V 59 »“4

— Bueno, dímelo, dímelo.


Ella se alejó con movimiento seco y declaró
bruscamente:
— Estàs estúpido. ^Acaso se contesta à tales pre-
guntas?
Dijo estas palabras con tono tan singular que un
estremecimiento de frío corrió por las venas de Du
Roy, que permaneció alelado, como si hubiera re-
cibido una conmoción moral.
El coche pasaba entonces junto al lago, en el que
el cielo parecía haber derramado sus estrellas. Dos
cisnes, apenas visibles, nadaban en la sombra.
Jorge gritó al cochero:
— Volvâmonos.
Y coche dió media vuelta y desanduvo el ca-
el

mino, cruzando con los demâs coches, cuyos faro-


les brillaban como ojos desmesurados en el seno
de las tinieblas.

[De qué modo tan raro le dijo aquéllo! Du Roy


se preguntaba: «^Es una confesión?» Y la casi cer-
tidumbre de que enganara â su primer marido le

hacía montar en còlera. Dâbanle ganas de pegaria,


de extrangularla, de arrancaria el pelo.
jOh! si le dijera: «Pero monín, de haberle enga-
nado hubiese sido coníigo», jcon qué gusto la hu-
biera besado y estrechado y adorado!
Permanecía inmóvil, con los brazos cruzados,
con el espíritu agitado. Sentia fermentar en su pe-
cho aquel rencor y aquella còlera que se apodera
— 90 —
Je !os machos ante los caprichos del deseo de las
hembras. Por primera vez, sentia la angustia con-
fusa del esposo que sospecha. jEstaba celoso, ce-
loso por cuenta del muerto! Eran unos celos raros
y vivisimos en que se mezclaba una punta de odio
hacia iMagdalena. Habiendo enganado al otro, <>cô-
mo podia tener confianza en ella?
Después se calmé poco â poco, reaccionô contra
su angustia y pensé: «Todas las mujeres son unas
perdidas; hay que servirse de ellas y no servirlas
jamâs.»
La amargura del corazón subiale à los labios en
palabras de desprecio y asco. No las pronuncio sin
embargo. Se repetia: «El mundo pertenece à los
fuertes; hay que ser fuerte. No hay que penar por
nada.»
El coche andaba aprisa. Atravesaron las tortifi-
caciones. Du Roy miraba una claridad rojiza que
se veia enfrente, semejante al resplandor de una
fragua gigantesca, y oia un rumor confuso, inmen-
so, continuo, compuesto de ruidos innumerables y
diferentes, un rumor sordo, préximo, lejano, una
palpitación vaga y enorme, el aliento de Paris que
jadeaba, en aquella noche de verano, como un co-
loso rendido de cansancio.
Jorge pensaba:
— Bien tonto seré si esto me empacha. Cada cual
para si. La victorià es para los atrevidos. Todo es
egoismo. El egoismo de la ambición y la fortuna

vale mas que el de la mujer y del amor.


El arco de triunfo de la Estrella aparecia de pie à
la entrada de la ciudad sobre sus dos piernas mons-
truosas, especie de gigante informe que parecia
dispuesto â ponerse en marcha para bajar la amplia
avenida.
Jorge y Magdalena formaban parte del desfile de
coches que volvian hacia su hogar, hacia la cama
tan deseada, la eterna pareja, callada y abrazada.
Parecia que la humanidad entera se deslizara por
su lado, loca de alegria, de placer, de dicha.
La joven, que presintió algo de lo que pensaba
su marido, dijo:
- <iEn qué piensas, amigo mio? Hace media hora
que no has pronunciado una palabra.
El contesto de mala gana:
— Pienso en todos esos imbéciles que se besan y
me pregunto si no hay algo mâs elevado en este

mundo.
— jYa!... Sin embargo, algunas veces gusta.
— cuando no hay nada mejor que hacer.
Sí,

El pensamiento de Jorge se entretenia en despo-


jar â la vida de su ropaje poético, movido de una
ira reconcentrada:
— Seria bien torpe en molestarme, en pensar de
continuo, en tratar de averiguar como desde hace
algún tiempo.
Se le apareció la imagen de Forestier sin irritar»
le. Parecióle que acababan de reconciliarse, que
volvian â ser amigos. Ténia ganas de decirle:
— Hola, viejo.
Magdalena, â quien aquel silencio molestaba,
pregunto:
— óVamos â tomar un sorbete à Tostoni?
La miró de soslayo. Su perfil blanco le apareciô
iluminado por una guirnalda de luces de gas que
anunciaban un café concierto.
Pensô:
— Es linda. Tanto mejor. A un picaro otro ma-
yor, comparera. Si vuelvo â atormentarme por tu
culpa, es que harâ frio en el Polo Norte.
Y luego contesté:
— Sí, con mucho gusto, querida.
Y para que no adivinara nada la besô.
Pareció â la joven que los labios de su marido
esiaban helados.
Sonreia, sin embargo, como siempre, al darle la
mano para bajar ante los escalonés del café.
«s 83 sa

Al día siguiente, al entrar en la redacción, Du Roy


fué â encontrar â Boisrenard.
— Querido amigo; —le â pedirte un
dijo — vengo
favor. Hace algún tiempo que hace gracia â algu-
nos llamarme Forestier. A mí maldita la que me
hace. «îQuieres hacerme el favor de avisar, como
quien no hace la cosa, â los companeros, que abo-
fetearé al primero que de nuevo se permita esa bro-
ma? Ellos verân si esa gracia vale la pena de batir-
se. Me dirijo à ti porque eres un hombre calmoso
que puede impedir resoluciones violentas, y tam-
bién porque me serviste de testigo en mi duelo.
Boisrenard se encargô de la comisión.
Du Roy saliô para asuntos del periôdico. Al vol-
ver nadie le llamó Forestier.
Al volver à su casa oyô voces de mujer en el sa-
lón. Preguntó al criado quiénes eran.
— Las senoras Walter y la senora de Marelle.
——

Pafpitóle el corazón y luego pensó:


—Toma, veamos y abrió la puerta.
Clotilde estaba junto â la chimenea, iluminada
por un rayo de luz. Pareció â Jorge que palidecía
algo Después de saludar â la senora Wal-
al verle.

ter y â sus dos hijas, sentadas â guisa de centine-

las, à los lados de su madré, se volvió hacia su an-

tigua querida. Ella le tendió la mano, que tomó y


estrechó con toda intención, como para recordarle
que no habia dejado de amarla. La joven contestó
â su apretón.
Du Roy preguntó:
—^Cómo le ha ido â usted desde que nos vimos
hace un siglo?
— Bien, gracias, contestó ella con desembarazo
— usted, Buen-Mozo?
Y volviéndose hacia Magdalena preguntó:
— ^Permîtes que llame Buen-Mozo?
le

— Como quieras, querida, yo permito cuanto tu


quieras.
En aquellas palabras parecía ocultarse una punta
de ironia.
La senora Walter hablaba de una fiesta que iba â
dar Jaime Rival en su habitación de soltero, un
gran asalto de armas al que asistirian muchas se-
noras, y decia:
— Sera muy interesante; pero no
podremos asis-
tir porque mi marido estarâ fuera y no tenemos
quien nos acompane.
95

Du Roy se ofrecíó en seguida y la senora Walter


aceptô:
—Se agradeceremos mucho mis hijas y yo.
lo

Jorge miraba â la mâs joven de las senoritas Wal-


ter y pensaba:
— Esta Susanita no esta mal del todo; vaya,
vaya.
Parecía una muneca rubia, algo baja, pero finita,
con el talle esbelto, marcadas las caderas y gargan-
ta, con los ojos de esmalte azul gris muy hermo-

sos, que parecian dibujados por un pintor detallista

y caprichoso, y la piel demasiado blanca, lisa, pu-


lida, sin matices, y los cabellos formando una nu-

be ligera, graciosa, encantadora, parecida â las ca-


belleras de esas munecas de lujo â las que acarician
y llevan ninas mucho menos altas que su juguete.
La hermana mayor, Rosa, era fea, flacucha, in-
significante, una de esas solteras en quienes nadie
se fija, â quienes no se habla y de las cuales no se
habla nunca.
Su madré se levante» y dijo à Jorge:
— Bueno; pues cuento con usted el jueves â las
dos.
— No faltaré, senora.
Apenas hubo salido, la senora de Marelle se le-
vantó también:
— Hasta la vista, Buen Mozo.
Y le estrechô la mano con fuerza y mucho rafo;
él se sintió conmovido por aquella confesión silen-

96 -
dosa y sintió un nuevo deseo por aquella mujerdta
franca y descaradilla, que quizâ le amaba de veras.
«Mafiana iré â verla», pensô.
Apenas estüvieron solos Magdalena se echó â reir
de un modo franco y alegre, y miràndole fijamente
dijo:

— ^Sabes que has inspirado una pasión â la se-

fiora Walter?
— jBahl — contesté incrédulo.
— Como te lo digo. Me ha hablado de ti con un
entusiasmo grande. ;Es tan raro en ella ese calor!

]Dice que quisiera hallar dos maridos como tu para


sus h j as !..
i . Por fortuna, tratândose de ella no me
apuro.
Jorge no comprendia qué queria decir:
— ^Cômo no?
Magdalena replico â fuer de quien esta seguro de
lo que dice:
— Oh, la senora Walter es una de esas mujeres
de las que nadie ha murmurado jamâs, jamàs. Es
honrada â carta cabal. A su marido le conoces tan
bien como yo. Pero ella es distinto. Bastante ha
sufrido por haberse casado con un judio; pero le ha
sido fiel. Es una buena mujer.
—Yo creí que también era judîa replicó Du Roy
sorprendido.
— ^Ella? No. Es patronesa de todas las buenas
obras de ia Magdalena. Se casé por la iglesia. No sé
— 7

- 97 -
si el director hizo un simulacro de bautizo ó si e 1

cura hizo la vista gorda.


Jorge murmuro:
—,;De modo... que... gusto? le
— y por completo. Si no estuvieras casado,
Sí, te

aconsejaria que pidieras la mano de Susana... â me-


nos que te guste Rosa...
Jorge replicó retorciéndose el bigote:
— jOh! Aun no se han comido los gusanos â la

madré.
Magdalena se impaciento:
— Oye, chiquillo, no te hagas ilusiones. No me
das miedo. No es â su edad cuando se comete la

primera falta. Se empieza antes.


Jorge pensaba: «Quizâ si que hubiera podido ca-
sarme con Susana».
Luego se encogió de hombros: «jBah! ,> Acaso me
hubiera aceptado jamas su padre?»
Sin embargo se prometió observar en lo sucesivo
el papel que le haria la senora Walter; pero sinpre-
guntarse si algún dia sacaria partido de sus obser-
vaciones.
Toda la noche recordo escenas de sus amores con
Clotilde, recuerdos tiernos y sensuales â un tiempo.
Recordaba sus monerias. sus arranques de ternura,
sus escapatorias. Y se repetia: «Si, verdaderamente
es muy graciosa. Manana iré â verla».

Apenas hubo almorzado al dia siguiente se fué à

El buen mozo Tomo ü—


— ga-
la calle de Verneuil. La misma criadita le abrió la
puerta, y le preguntó con aquella familiaridad de
los criados de la gente de medio pelo:
— <>Cômo esta usted, caballero?
— Bien iy tu? Gracias, muchacha.
Entró en el salón, donde una mano torpe hacia
escalas en el piano. Era Laurita. Pensé que iba â
besarle. Se levantó gravemente, saludé con cere-
monia, conio hubiera podido hacerlo una persona
mayor, y se retiré de un modo digno.
Tenia tal aspecto de mujer ultrajada, que Jorge
quedé sorprendido. Su madré entré. El le tomé las
manos y se las besé.
— jCuânto he pensado en usted!
— Y yo— dijo ella.

Se sentaron. Se sonreian mirândose y tenian an-


sia de besarse en la boca.
—Te amo, Clotildita.

— Yo también.
— Entonces <mo me guardas rencor?
— Si y no... Me causé mucha pena tu casamien-
to, pero me dije que ténias razén y que un dia ú
otro volverias.
— Es que no me atrevia; temia ser mal recibido,
por mâs que ténia muchas ganas de verte. Y ^qué
le ha pasado â Laurita? Apenas me ha saludado y
salié furiosa.
—No lo sé. No se le puede hablar de ti desde que
te has casado. Creo que estâ celosa.
E, 09 =»

—(Bah!
— Sí, amigo mío. Ya no te llama Buen-Mozo, te

llama seíior Forestier.


Du Roy se ruborizó y después, acercândose à la

jo ven:

.
— Dame un beso — dijo.
Se lo dió.

—<>Dónde podremos vernos?


— En de Constantinopla.
la calle

— jAh! ^No està alquilada habitación? la

—No. La conservé; pensé que un día ú otro vol-


verías.
Se le dilató el pecho de orgullo; aquella mujer le

amaba con amor verdadero, profundo.


— jTe adoro! — murmuró,yanadióluego: —^Cómo
està tu marido?
— Bien. Ha pasado un mes en casa. Anteayer
marchó.
Du Roy se echó à reir.

— iQué oportuno!
— es verdad — replicó
Sí, ella càndidamente; —pero
confiesa que cuando està en París tampoco es im-
portuno. ,jNo te parece?
— es un hombre como hay pocos.’
Sí,
— Y à (jquéti prueba tu nueva vida?
tal te
—Ni bien mal. Mi mujer es una camarada, un
ni

socio.
— Y nada màs?
—Nada màs... en cuanto al corazón...
— Comprendo. Sin embargo, es carinosa.
— Sí: pero no me entusiasmo.
Se acercó à Clotilde y murmuró:
— ^Cuândo nos veremos?
— Manana... si quieres.
— ü;A las dos?
Sí.
— A las dos. <

Se levante» para marcharse y luego dijo, algotur-


bado:
— De aquí en adelante me quedo el piso de la ca-
lle de Constantinopla por mi cuenta. No íaltaba mas
sino que aun pagaras tú.
Ella le besó las manos con adoración y dijo:

— Haz lo que quieras. Me basta haberlo conser-


vado para vernos de nuevo en él.

Du Roy se fué muy satisfecho.


Al pasar ante el escaparate de un fotógrafo un
retrato de senora le hizo recordar â la senora Wal-
ter: «No debe estar mal aun» pensó. — ^Cómo dia-
blos no había yo notado?... Tengo ganas de ver
qué cara me pone el jueves.
Se frotaba las manos con íntima alegria, la ale-
gria que engendra la buena suerte en todas sus for-

mas, la alegria egoista del hombre diestro que


triunfa, la alegria sutil compuesta de vanidad hala-
gada y de sensualidad satisfecha que produce la

ternura de las mujeres.


El jueves dijo a Magdalena:
— <;No vienes al asalto de Rival?
— 101

— No; no me divierte eso; iré a la Câmara de di-


pulados.
El se fué â buscar â la' senora Walter en landau
descubierto, porque hacía un tiempo admirable.
Al verla se sintió sorprendido, porque le pareció
mas linda y joven que nunca. Llevaba un vestido
claro algo escotado que, bajo las blondas, dejaba
adivinar la redondez de los pechos.Nunca la había
visto tan fresca. La juzgó verdaderamente apetito-
sa. Conservaba un aspecto tranquilo y elegante,
unos andares de mamà reposada que hacían que
Hablaba con discreción
casi nadie se fijara en ella.

y para decir sólo cosas ponderadas, prudentes, pues


tenia ideas nietódicas, ordenadas, al abrigo de todo
exceso.
Su hija Susana, con un traje color de rosa, pare-
cía una pintura de Watteau recién barnizada, y su
hermana mayor la institutriz de aquella linda mu-
neca.
Ante la puerta de Rival había una larga hilera de
coches. Du Roy ofreció su brazo â la senora Wal-
tery entraron.
El asalto se daba â beneficio de los huérfanos del
sexto distrito de París, bajo el patronato de las es-

posas de todos los senadores y diputados que te-


nían relaciones en la Vie Française.
La senora Walter había prometido asistir con
el titulo de dama patronera,
sus hijas, rehusando
porque no coadyuvaba mâs que â las sociedades de
& 102 —
beneficencia instituídas por el clero, no porque fue-
ra muy devota, sino porque su matrimonio con un
judío le imponía, â juicio suyo, ciertos deberes re-
ligiosos, y la fiesta organizada por el periodista
parecía tener una significación republicana que po-
dia parecer anticlerical.
En los periódicos de todos los partidos, se leyó
esta nota:
«Nuestro eminente companero Jaime Rival, ha
tenido la idea tan ingeniosa como generosa de or-
ganizar en favor de los huérfanos del sexto distrito
de París, un gran asalto en su linda sala de armas
aneja â su habitación de soltero.
«Las invitaciones van firmadas por las senoras
Laloigue, Remontel, Rissolin, esposas de los sena-
dores de estos nombres, y por las senoras Laroche-
Mathien, Percerol, Firmin, esposas de los conoci-
dos diputados. Se echarâ un guante en el entreacto
del asalto y lo que se recoja se entregara al alcalde
del sexto distrito ó â su représentante.»
Era un reclamo monstruo que el diestro perio-
dista había ideado en favor suyo.
. Jaime Rival recibía â los invitados à la entrada
del piso, donde se había instalado el buffet, cuyos
gastos se deducirían de lo recaudado.
Luego indicaba con amable ademân la escalerilla

que conducía à los sótanos, y decía:


— Por aquí, senoras, por aquí. El asalto se verifi-

ca en los sótanos.
p-a 103 —
pg. Acudió presuroso í saludar & la mujer de su di-

jírector, y luego, estrechando la mano de Du Roy:


g — Hola, Buen-Mozo.
Jorge quedó sorprendido.
— Quién ha dicho que...
le
— La senora Walter, que estâ présente y à la que
agrada el nombre.
La senora Walter se ruborizó.
—Sí, confieso que si leconociera màsharía como
Laurita, le llamaría Buen-Mozo. No puede estar
mejoi" escogido el nombre.
Du Roy replicó riendo:
— Le ruego à usted que se décida, senora.
—No, no somos bastante íntirnos.
i
— ^Quiere usted dejarme esperar que algún dia lo
seremos?
— El tiempo dirà.
Du Roy se apartó para dejar pasar à las sehoras
hacia la escalerilla y la brusca transición de la luz

del dia à la claridad amarilla del gas, tenia algo de


lúgubre. Subía un olor à mohoso mezclada con
perfumes de toda especie, verbena, iris y violeta.
Se oía en aquel agujero gran ruido de voces, un
rumor de muchedumbre agitada.
El subterràneo estaba adornado con guirnaldas
de gas y linternas â la veneciana, ocultas entre el
follaje que tapaba las paredes desconchadas. Sólo

se veia verdura por todas partes. El techo estaoa


— 101

adornado también con plantas y el suelo cubierto de


hojas y flores.
Los invitados alababan el buen gusto del hués-
ped. En el fondo había una tarima para los tirado-
res entre dos filas de sillas para los jueces.
En el subterraneo había bancos alineados â dere-
cha é izquierda, que podían contener doscienlas
personas, y se había invitado â cuatrocientas.
Ante la tarima, los tiradores, esbeltos, con el pe-
cho sacado, erguidos, se exhibían ante el publico.
Se les nombraba; se senalaba â los maestros yâ los

aficionados, todas las notabilidades de la esgrima.


En torno de ellos había unos senores de levita, jô-
vcnes y viejos, que tenian algo asi como un aire de
familia con los tiradores en traje de combate. Tam-
bién deseaban ser vistos; eran los principes de la

espada vestidos de paisano; los peritos en botona-


7.0S.

Gasi todos los bancos estaban ocupados por mu-


jeres, que armaban gran ruido de ropas almidona-
das y seda y un fuerte murmullo de voces. Se aba-
nicaban como en el teatro, porque hacia un calor
de estufa en aqueî sôtano. Un bromista gritaba de
cuando en cuando: «jSorbetes! jlimonada! ;cer-

veza!»
La senora Walter y sus hijas ocuparon los sitios
que se les había reservado en primera fila. Du Roy,
después de instalarlas iba â retirarse, diciendo:
— Me veo obiigado â dejarlas â ustedes, seno-
— 105 —
ras, porque los hombres no pueden acaparar los

bancos.
La senora Walter, contesté vacilando:
— Tengo ganas de retenerle. Me indicarà usted el

nombre de los tiradores. Mire, si se queda en pie al

extremo de este banco no molestarà à nadie.


Le miraba con sus ojos carinosos, y repitié insis-

tiendo:
— Vamos, quédese usted... senor... senor Buen
Mozo... Le necesitamos.
Jorge contesté:
— La obedezco... con mucho gusto, senora.
Por todas partes decian:
— jQué bonito! jQué bien ideado! refiriéndose al

sétano.
Jorge conocia muy bien aquella sala abovedada;
recordaba la manana que pasé en ella, el dia antes
de su duelo, solo, en frente del blanco que babia en
el extremo y que se le antojaba un ojo enorme y
temible.
Se oyé la voz de Jaime Rival en la escalera.
— Va à principiar el asalto, senoras.
Seis caballeros, con las levitas muy prietas para
hacer resaltar el térax, subieron à la taritna y se
sentaron en las sillas del jurado.
t Circularon sus nombres: el general Raynaldil
présidente, un hombrecillo con grandes bigotes; e

pintor José Roudet, un tio calvo y barbudo; Mat-


theo de Ujar, Simén Ramoncel, Pedro de Carvin»
- 106

tres mozos elegantes, y Gaspar Merleron, un gran


tirador.
Se pusicron dos tablillas en la pared, una â dere-
cha, â la izquierda otra. Aquélla decía: «M. Creve-
cœur, y ésta: M. Plumeau.
Eran dos maestros, dos buenos maestros de se-
gunda fila. Aparecieron ambos, cencenos, con as-
pecto militar, los ademanes harto duros. Después
del saludo que hicieron como dos autômatas, em-
pezaron â atacarse parecidos à dos pierrots-solda-
dos que se atacaran por broma, â causa de sus tra-

jes de tela y piel blancas.

De cuando en cuando se ofa fa palabra: «jtoca-


do!» Y los seis senores del jurado inclinaban la ca-
beza asintiendo. El publico no veia mâs que dos
figuras que se agitaban alargando los brazos; no
comprendía nada; pero estaba contento. Sin embar-
go aquel par de tiradores le parecían poco graçio-
sos y un tantico ridiculos. Recordaban â los lucha-
dores de madera que el dia de aïïo nuevo venden en
los bülevares.
Los dos primeros tiradores fueron substituîdos
por los senores Plantón y Carapln, uno paisano y
militar el otro. Aquél era pequenin y éste muy gor-
do. Hubiérase dicho que el primer golpe de florete
le deshincharia como â un elefante de goma. La
gente reia. El senor Planton saltaba como un mo-
no. Ell senor Carapín sólo movia el «brazo, inmovi-

(
.zado el cuerpo por la gordura, y cada cinco mi-
<* 107 **

nutos se tiraba i fondo con tal esfuerzo que pare-


cia haber adoptado la resolución màs enèrgica de
su vida.
Después se levantaba con gran esfuerzo. Los afi-

cionados declararon que tiraba muy bien, y los


demàs lo creyeron.
Luego aparecieron los sefíores Porión y Lapal-
rae, un proíesor y un aficionado que se entregaron

à una gimnasia desenfrenada, acometiéndose con


fúria, obligando â los jueces & huir llevàndose las
sillas, atravesando y volviendo à atravesar la tari-

ma de un extremo à otro, avanzando uno y retro-


cediendo otro â saltos vigorosos y cómicos. Daban
unos saltitos hacia atrâs que hacían reir à las seno-
ras y únas acometidas que causaban alguna emo-
ción.Aquel asalto â paso gimnàstico fué caracteri-
zado por un guasón desconocido que gritó: «jNo
corrâis, que vamos i la hora!» La asistencia encon-
tró aqueilo de mal gusto y prorrumpió en un jchit!
enérgico. Los peritos dijeron que los campeones
mostraron gran vigor, pero que no siempre estu-
vieron oportunos. La primera parte terminé con un
asalto entre Jaime Rival y el famoso profesor belga
Lebégne. Rival gustó mucho â las mujeres. Era un
buen mozo, àgil, flexible, y mucho màs gracioso
que cuantos le precedieron. En su modo de poner-
se en guardia y de tirarse â fondo había una ele-
gància que contrastaba con los ademanes enérgi-
cos, pero vulgares, de su adversario.
— 103 —
—Se ve en seguida que es hombre fino, decían.
Tocó mas veces que su contrincante. Le aplau-
dieron.
Desde hacía algunos minutos oíase un ruido en
el piso de encima que alarmaba a los espectadores.
Era un gran ruido de pies, acompanado de carca-
Los invitados que no pudieron bajar al sóta-
jadas.
no se divertían seguramente à su guisa. Unos cin-
cuenta hombres estaban amontonados en la esca-
lera de caracol.
El calor era tremendo en el sótano. Alguien gri-
taba:

— Aire!
i
;Bebidas!
Y el mismo bromista de siempre chillaba:
— jHorchata! jLimonada! jCerveza!
Rival compareció muy Colorado,, vestido aún pa-
ra el asalto.
— Voy â buscar refrescos — dijo.

Y corrió hacia la escalera; pero la comunicación


estaba interceptada. Tan fàcil hubiera sido aguje-
rear el techo como atravesar la pared humana que
había en los escalones.
Rival gritaba:

i
Hagan pasar sorbetes para las senoras!
Cincuenta voces repetían:
— jHeladosî
Por fin apareció una bandeja; pero sólo traïa co-
pas vacías, pues los refrescos se los habían ya tra-
gado los de la escaiera.
— 109

Una voz recia exclamo:


— Hace aquí un calor insoportable. Acabemos
pronto y larguémonos.
Otra voz gritó:
— jQue se recojan las limosnas!
Entonces cinco ó seis senoras empezaron â cir-
cular entre los bancos y se oyó el ruido de ias mo-
nedas cayendo en las boisas.
Du Roy nombraba hombres cèlebres â la se-
â los
ríora Walter. Eran hombres de mundo, periodistas,
los de los grandes periódicos antiguos que miraban
con reserva la Vie Française, por s&r duchos ya en
achaques de periodismo. Habían visto morir mu-
chas de esas hojas político-económicas, hijas de
combinaciones sospechosas, al caer un ministerio.
Se veia también pintores y escultores, que son, en
general, hombres de sport, un poeta académico,
dos músicos y muchos nobles extranjeros cuyos
nombres adornaba Du Roy con la partícula Rast
(Rastaquouère), para imitar, según decía, â los in-
gleses, que ponen Esq. en sus tarjetas.
Alguien le gritó:
— Buenas tardes, amigo.
Era el conde de Vaudrec. Pidiendo â las senoras
que le dispensaran, fué â estrecharle la mano.
Al volver dijo:

— Es muy amable Vaudrec. Es un noble de vieja


cepa.
La senora Walter no contesto. Estaba algo can-
11Q -
sada y el pecho se le levantaba con esfuerzo al res-

pirar, lo cual atraía las miradas de Du Roy. De


cuando en cuando encontraba la mirada de «la pa-
trona,» una mirada turbia, vacilante, que se dete-
nia un instante en él
y huía en seguida. Y él pen-
saba:
—Toma... toma... toma... «lAcaso también «he
hecho» ésta?
Las senoras que pedfan para los pobres pasaron.
Tenían las boisas llenas de plata y oro. Un nuevo
anuncio se fijó en la tarima. Decía así: jGrrrran
sorpresa! Los miembros del jurado volvieron â sus
sitios. La gente esperó. Aparecieron dos mujeres
florete en mano, en traje de sala, con unas mallas

obscuras, una falda muy corta y un plastrón tan


abultado en el pecho que les obligaba à llevar la

cabeza alta. Eran lindas y jóvenes. Sonreían al sa-


ludar â la concurrència. Se las aclamó.
Se pusieron en guardia. Los espectadores se cu-
chicheaban bromas mas ó menos finas.

Los jueces sonreían y aprobaban los botonazos


murmurando un jbravo! â media voz.
Al publico le mucho aquel número y lo de-
gustó
mostró à que encendía deseos en los hom-
la pareja,

bres y despertaba en las mujeres el gusto que sien-


te el publico parisién por las gracias un tanto ver-

des, por las elegancias acanalladas, por todo lo gra-


cioso y lindo del género dudoso, por las cantantes

de café-concierto y los couplets de opereta.


llf s*

Cada vez que una de las muchachas tiraba â fon-


do, el público se estremecía. La que daba la espal-
da al una espalda regordeta, hacía que to-
público,
dos los ojos se encandilaran; y no era precisamente
los movimientos de su muneca lo que admiraban
los hombres.
Se las aplaudió con frenesí.
Siguió un asalto de sable que no miró nadie, pues
todos se fijaban en lo que ocurría arriba. Durante
algunos minutos se oyó gran ruido de muebles re-
movidos, arrastrados por el suelo, como si se des-
ocuparà el piso. Luego, de pronto, se oyó un piano
y el ruido de pies que se movían à compàs. La gen-
te de arriba, para indemnizarse de no ver nada, se
entretenia en bailar.
Resonó una gran carcajada en la sala de armas,
y como el deseo de bailar se apoderó de las muje-
res, empezaron â hablar en voz alta, sin cuidarse
de lo que pasaba en la tarima.
Les chocaba la idea de aquel baile organizado
por los rezagados. No debían aburrirse. Todos hu-
bieran querido hacerles companía.
Pero dos nuevos adversarios se habían saludado
y se pusieron en guardia con tanta autoridad, que
todas las miradas siguieron sus movimientos.
Atacaban y retrocedlan con gracia elàstica, con
vigor mesurado, con tal seguridad y fuerza, con tal
sobriedad de ademanes, que la mulútud quedó sor-
prendida y encantada.
— 112 -
Su rapidez, su prudente fiexibilidad, sus movi-
mientos prontos, tan calculados que parecian len-
tos, atraian
y cautivaban las miradas por el solo
poder de su perfecciôn. El publico comprendia que
se le presentaba un espectâculo tan hermoso como
raro,que dos grandes artistas le ensenaban lo me-
jor que es posible ver en su género, cuanto dos
maestros pueden en habilidad, en astucia, en cièn-
cia razonada y destreza física.
Nadie hablaba; solo habia ojos para ver. Luego,
cuando se hubieron estrechado la mano, después
del ultimo botonazo, es'tallaron gritos clamorosos.
El entusiasmo llegaba â su colmo. Todos conocian
sus nombres: eran Sergent y Ravignac.
Los hombres se habian vuelto pendencieros; mi-
raban â sus vecinos como provocândoles. Se hubie-
ran batido por un quitame alla esas pajas. Hasta los

que no habian empunado jamâs un florete, imita-


ban con su bastón los ataques y paradas.
Poco â poco la multitud subia por la escaleriîla.

Por fin se iba â beber. La indignaciôn fué general


cuando se supo que los del baile habian saqueado
el buffet y que se habian largado gruiïendo que no
tiene sentido común invitar â las gentes para no de-
jarles ver nada.

No quedaba ni un dulce, ni una gota de cham-


pagne, jarabes ó cerveza, ni un pastelillo, ni una
fruta, nada, nada. Lo habian saqueado todo.
Las criadas daban cuenta de los detalles de aquel
113 —
estrago, con cara compungida, aun cuando la risa

les escarabajeaba la garganta. «Las senoras semos-


traban mâs intrépidas que los'hombres, afirmaban,

y habían comido y bebido hasta no mas.» Se hu-


biera creído escuchar los relatos de los que sobre-
vivieron al asalto
y saco de una ciudad durante la

Invasion.
Fué preciso marcharse. Algunos hombres se in-
dignaban pensando en la moneda de oro que habían
soltado y mâs aun en los que se atracaron de lo
lindo sin soltar un céntimo.
Las senoras' patronesas habían recogido mas de
tres mil francos. Pagados todos los gastos, queda-
ron doscientos veinte francos para los huérfanos del
sexto distrito.
Du-Roy, acompanando â la familia Walter, espe-
raba su carruaje. Por el camino, sentado enfrente
de «la patrona» vió otra vez que le dirigia tiernas

miradas. Y pensó: ;Creo que pica, pardiez!» y son-


reía pensando que verdaderamente tenia suerte con
las mujeres, pues la senora de Marelle, después de
su reconciliación parecía amarle con frenesí.
Entró muy alegre en su casa.
Magd 'ena le aguardaba en el salón.
— Tengo noticias — dijo. — El asunto de xMarrue-
cos se complica. Es posible que dentro de algunos
meses se envie una expedición. En todo caso
allí

esto servirà para derribar el ministerio y para que

El buen mozo— Tomo II— 8


— 114 —
Laroche-Mathieu pesque la cartera de Negocios Ex-
tranjeros.
Du Roy, para fastidiar & su mujer, fingió no
creerlo. No serian bastante locos para hacer la se-
gunda edición de Tûnez.
Ella se encogia de hombros con impaciència.
— ;Te digo que si! jTe digo que si! <>Nocompren-
des que se'trata de un asunto de muchos millones?
Hoy, querido, en las combinaciones politicas, no
hay que decir: «Buscad la mujer», sino: «Buscad el
negocio.»
Du Roy murmuré: <qBah!» con desdén para exci-
taria.

Se enfadó:
— Eres tan cândido como Forestier.
Queria ofenderle y esperaba palabras de còlera.
Pero él sonrió replicando:
— Como ese cornudo de Forestier.
Ella permaneció un instante como sobrecogida.
— jOh! jJorge!

— iQué! ^No me confesaste la otra noche que Fo-


restier los llevaba? replicó con insolència.
Y anadió:
— jPobre hombrel—-con tono de profunda pie-
dad.
Magdalena le volvió la espalda sin dignarse con-
testarle. Luego, al cabo de un minuto de silencio,
repuso:
— El martes tenemos invitados; la senora Laro-
— 115 —
che-Mathíeu vendrà â corner con la vizcondesa de
Percemur. ,;Quieres invitar â Rival y â Norbert de
Varenne? Iré manana â invitar à las senoras Wal-
ter y de Marelle. Quizà venga también la senora
Rissolin.
Desde algún tiempo aquella parte creâbase rela-

ciones aprovechando la influencia política de su


marido para atraer à su casa, de buena ó mala
gana, â las esposas de los senadores y diputados
que necesitaban el apoyo de la Vie Française.
Du Roy replicó:
— Muy bien; me encargo de Varenne y de Rival.
Estaba contento y se frotaba las manos, pues sa-
bia ya el modo de fastidiar â su mujer, y satisfacer
el confuso rencor, los roedores celos que se desper-
taron en él lanoche que fueron al Bosque. No ha-
blaria nunca de Forestier sin tacharle de cornudo.
Comprendia que aquello acabaria por hacer rabiar
â Magdalena. Y durante la noche halló diez ocasio-
nes de pronunciar con bondadosa ironia: «Ese cor-
nudo de Forestier.»
Ya no sentia odio por el muerto ahora que resul-
taba su vengador.
Su esposa parecía no oirle y permanecía enfrente
de él tranquila y sonriente.
Al otro dia quiso ir en persona â casa los Walter,
antes que fuera su mujer para invitaries. Quería ver
si la senora daba muestras de quererle. Sentíase
116 —
halagado en su amor propio. Y luego... <ipor qué
no... si podia?
Fué â las dos al bulevar Malesherbes. Le hicieron
entrar en el salón. Esperó.
Apareció la senora Walter, que le alargó la mano
alegremente.
— «iQué buen viento le trae â usted?
— Ningún viento, sino el deseo de verla â usted.
No sé qué fuerza me ha
traído aquí y he venido no
sé por qué, pues nada tengo que decirle. jAqui es-
toy! <jMe perdona usted esta visita fuera de hora y
la franqueza de mi explicación?
Dijo aquellas palabras medio en serio, medio en
broma, sonriendo.
Ruborizada y asombrada, contesto la senota
Walter:
Verdaderamente... no comprendo... me sorpren-
de usted...
Du Roy anadió:
— Es una declaración en broma, para no asus-
tarla.

Estaban sentados cerca uno de otro. Tomó la

cosa en broma.
— De modo que... ^es una declaración seria?
— Ya lo creo. Hace mucho tiempo que se la que-
ria hacer, mucho tiempo; pero no me atrevia. Di-
cen que es usted tan severa, tan rigida...

Habia recobrado ella toda su firmeza. Le con-


testé:
- 117 -
—<*Por qué ha escogido usted este día.
— No lo sé.
Luego bajó la voz:
— O porque desde ayer sólo en usted pienso.
—Ea, basta de ninerías; hablemos de otra cosa —
replico paüdeciendo.
Pero el joven cayó â sus pies tan bruscamente,
que sintió miedo. Quiso levantarse, pero él, tenién-
dola abrazada por la cintura no la dejaba mover y
repetia con acento apasionado:
— Sí, es verdad que la amo locamente hace mu-
cho tiempo. No me conteste usted. ;Què quiere us-
ted, estoy loco! La amo... jOh! ;Si supiera cuanto
la amo!
Sofocada, jadeante, trataba de hablar y no acer-
taba â pronunciar una palabra. Le rechazaba con
las manos. Le había cogido el pelo para impedir
que se le acercara aquella boca que buscaba la

suya. Y volvía râpidamente la cabeza â derecha é

izquierda, cerrando los ojos para no verle.


El la tocaba â través del vestido, la palpaba y
ella se sentia desfallecer al sentir aquella caricia
brutal. Se levantó bruscamente y quiso abrazarla,
pero al sentirse libre, se escapo echàndose hacia
atrâs y huía de sillón en sillón.
Juzgó Du Roy ridícula aquella persecución y se
dejó caer en una silla fingiendo que sollozaba, ta-
pândose la cara con las manos.

118 -
Luego se levantó, y diciendo: «jAdiós, adiésl»
se fué.
Cogió tranquilamente el bastón al llegar al vesti-

bule» y se marché diciendo: «|Voto al chàpiro! jCreo


que ya esta!» Y pasó por telégrafos para avisar â
Clotilde que la esperaba al día siguiente.

Al volver â su casa preguntó â su mujer:


— iY qué! i Vendran mariana todos tus invi-
tados?
— Si. Unicamente la senora Walter no sabe si

podrd venir. Vacila; mê ha hablado de no sé qué


compromiso, de un caso de conciencia. Me ha cho-
cado mucho; parecía no estar en su cabal juicio.
Pero creo que de todos modos vendrâ.
— Si, es claro que vendrâ replicó Du Roy enco-
giéndose de hombros.
No lo daba por seguro, sin embargo, y estuvo
inquieto hasta la hora de la comida.
Por la manana Magdalena recibió una esquelita
de la esposa del director:
«He conseguido zafarme del compromiso é iré â
su casa. Mi marido no podrà acompanarme».
Du Roy pensé: «Hice muy bien en no volver â
su casa; ahora ya esta tranquila. Hay que ir con
cuidadito».
Esperaba, sin embargo, su llegada con alguna
inquietud. Entré palida, tranquila, algo fría, a!go
altiva. El se mostré muy humilde, discreto y su-
miso.
Las sefioras Rissolin y Laroche-Mathieu acom-
panaban â sus maridos. La vizcondesa de Percemur
habló del gran mundo. La senora de Marelle estaba
arrebatadora con un vestido amarillo y negro, un
traje espanol que moldeaba su lindo talle, su gar-

ganta y sus brazos y hacia resaltar enérgicamente


su cabecita de pâjaro.
Du Roy ténia â su derecha k la senora Walter y
durante la comida sólo le habló de asuntos serios,
con un respeto exagerado. De cuando en cuando
miraba â Clotilde. «Es mucho mâs bonita y fresca,»
pensaba. Luego sus miradas se fijaban en su espo-
sa, que también le gustaba por mâs que conservara
contra un rencor tenaz, malévolo.
ella

La senora Walter le excitaba por la dificultad de


la conquista y por la novedad que siempre agrada
â los hombres.
Quiso ella marcharse temprano y Du Roy dijo:

— La acompanaré â usted.
Rehusô. El joven insistia:

—<>Por qué no quiere? Me ofende en lo vivo. Cree-


ré que no me ha perdonado ustèd. Vea usted cuân
tranquilo estoy.
—No puede usted abandonar â sus invitados.
— ;Bah! —hizo sonriendo; — dentro de veinte mi-
nutos vuelvo â estar aqui. Si rehusa usted me he-
rirë en el corazón.
— Bueno, acepto - murmuró.
. —

120 —
Pero apenas estuvieron en el coche le cogió la

mano y se la besó apasionadamente:


— La amo à usted; la amo — dijo. — Deje que se lo
diga. No la tocaré, pero quiero repetirle que la amo.
— jOh!... jdespués de lo que me ha prometido
usted! No esta bien... no esté bien...

Pareció Du Roy hacer un gran esfuerzo y dijo


con acento ronco:
— Ya ve usted cómo me domino, y... sin embar-
go... Déjeme sólo decirle que la amo... Deje que se
lo diga cada día... sí, permítame ir â su casa cinco
minutos para decirle de rodillas estas dos palabras...
mirando su rostro adorado.
Ella le había entregado su mano y balbuceaba
jadeando:
— No, no puedo; no quiero. Piense usted en lo

que dirían... los criados... mis hijas... No, no; es


imposible...
—No puedo vivir sin verla — replico. En su casa
ó en otra parte es preciso que la vea, aunque no
sea mâs que un minuto cada dia, que estreche su
mano, que respire el aire que levanta su vestido,
que contemple laslíneas de su cuerpo y admire esos
grandes hermosos ojos que me enloquecén.
Escuchaba la cuitada, estremeciéndose, aquella
vulgar música de amor, y balbuceaba:
— No... no... es imposible... jCàllese usted!
El le hablaba en voz baja, casi al oído, compren-
diendo que â aquella mujer sencilla había que con-
- 121 -
quistarla poco â poco; decidiria â dar una cita, don-
de ella quisiera primero, donde quisiera él después.
— Oigame... Es preciso... la veré... la esperaré
junto â su puerta... como un mendigo... Si no baja
usted, subiré yo... pero la veré... manana, sí, ma-
hana.
— No venga usted; no. Piense usted en mis hijas.
No le recibiré.

— Entonces, dígame usted dónde la veré... en la

calle... en cualquier parte... con tal que lavea... La


saludaré... Le diré: «La amo», y me iré.
Ella vacilaba, sin saber qué resolver. Cuando el

coche entraba en su casa, murmuro rapidamente:


—Manana, â las tres y media, entraré en la Tri-
nidad.
Y luego, bajando, dijo al cochero:
— Lleve usted al senor Du Roy a su casa.
Al entrar el joven, preguntóle Magdalena:
— A dónde has ido?
<;

—A poner un telegrama urgente — replico.


La senora de Marelle dijo acercdndose:
— Supongo que me accmpanara usted, Buen-
Mozo. Sólo así me atrevo â venis desde tan lejos â
su casa.
Y volviéndose hacia Magdalena:
— ^No te dan celos, verdad?
La senora Du Roy contesto lentamente:
— No, no muchos.
Los invitados se iban. La senora Laroche-Ma-
«- 122 «
thieu parecía una criadita provinciana. Era la hija
de un notario. Se casó Laroche con ella cuando
era un simple abogadillo. La senora Rissolin, vieja

y presumida, parecía una comadrona â medio edu-


car. La vizcondesa de Percemur las trataba con
desdén olímpico. Su «mano blanca» estrechaba con
repugnància aquellas otras vulgares.
Clotilde, envuelta en encajes, dijo â Magdalena al

salir:
— Tu comida ha estado muy bien; dentro de
poco tendras el mejor salón político de París.
Apenas estuvo à solas con Jorge, le estrechó en-
tre sus brazos.

— Ahl
I Buen-Mozo mío, amo mas!
jcada día te
El simón en que iban daba tumbos y saltos como
una embarcación.
—No se està tan bien aquí como en nuestro
cuartito.
— jOh, no! — replicó el joven. Pero pensaba en la
senora Walter.
- 123 -M

IV

La plaza de la Trinidad estaba casi desîerta,


alumbrada por un sol de Julio. Un bochorno inso-
portable reinaba en Paris, como si el aire de las
alturas, pesado y requemado, hubiese caido sobre
la tierra. Se respiraba con dificultad.

Los surtidores soltaban el agua como de mala


gana. Parecian cansados de manar y el liquido de
los pilones, en elque flotaban hojas y trozos de
papel, téniaun color verdoso y parecia espeso.
Un perro se banaba en aquella agua. Algunas
personas, sentadas en los bancos de la plaza, mira-
ban con envidia al animal.
Du Roy sacó el reloj. No eran mâs que las très.
Llevaba, pues, treinta minutos de adelanto.
Reia pensando en aquella cita. «Las iglesias le
sirven para todo», pensaba. «La consuelan de ha-
berse casado con un judio, la dan notoriedad en e!
— 121

mundo político, una gran distinción en la buena


sociedad y un abrigo para sus citas galantes. He
ahí lo que tiene servirse de la religion para todo
y
en todas ocasiones, como un en-tout-cas. Si hace
buen 'tiempo, sirve de bastón; si aprieta el sol, se

convierte en sombrilla, si llueve se transforma en


paraguas, y si no se sale se le déjà en el recibidor.
Hay centenares como esa que maldito lo que les
importa Dios; pero que de cuando en cuando se
sirven de él de un modo poco decoroso. Si se les

propusiera ir â una
fonda se indignarían, y, |en
cambio, les parece muy natural hacerse el amor al
pie de los altares.»
Andaba lentamente junto al surtidor. Miró la

hora en el reloj del campanario que adelantaba dos


minutos suyo. Senalaba las tres y cinco.
al

Pensó que estaria mejor en la iglesia y entró.


Se respiraba allí una frescura de subterrâneo que
Du Roy aspiro con delicia. Después dió la vuelta â
la nave para conocer bien el templo.
Otros pasos regulares, interrumpidos â veces y
que volvian â resonar al £>oco rato, contestaban â
sus pisadas cuyo eco sonoro subía hasta la alta bó-
veda. Tuvo curiosidad de ver aquel paseante y le
buscó. Era un senor grueso, calvo, que miraba
todo y llevaba las manos cruzadas â la espalda.
De trecho en trecho se veia alguna vieja rezando.
Sobrecogia al espíritu una sensación de soledad,
— 125

de desierto, de reposo. La luz, tamizada por los

cristales, no heria la vista.

A Du Roy le pareció que «se estaba al pelo» allí.

Volvió hacia la puerta y consulto de nuevo el

reloj.Solo eran las très y quince. Se sentó en la


nave central deplorando que no pudiera echar un
cigarrillo. AI otro extremo del templo resonaba el

andar acompasado del paseante.


Alguien entró. Volviôse Jorge bruscamente. Era
una mujer del pueblo, con sayas de lana; una pobre
mujer que cayô de rodillas junto â la primera silla
y permaneció inmóvil, con las manos cruzadas, la
mirada en lo alto y el aima sumida en la oración.
Du Roy la miraba con interés, preguntândose
qué pena, qué dolor, qué desesperación destroza-
ban aquel corazón humilde. Quizâ ténia un marido
que la apaleaba, quizâ un hijo moribundo.
Murmuraba mentalmente: «jPobres seres! jCuân-
to padecen!» Y sintió còlera contra la implacable
naturaleza. Luego reflexiono que aquellos desdi-
chados cretan por lo menos quê alguien se cuidaba
de eilos alla arriba y que se les llevaba una cuenta
corriente con debe y haber. ^ Alla arriba? <>Dónde?
Y Du Roy, â quien el silencio del templo inspira-
ba ensuenos de alto vuelo, juzgando â la creación
en un instante, pronuncio entre dientes
— ;Cuân tonto es todo esto!
Se oyô un crujir de faldas. Era ella
— 1» —
Du Roy sc levantó vivamente. Ella no le dio la
mano, y murmuró en voz baja:
— Dispongo de poco tiempo. Pôngase usted de
rodillas, junto â ml, â fin de que no se fijen en nos-
otros.
Y avanzô por la nave central buscando un sitio

poco visible, â fuer de conocedora de aquel lugar.


Ténia el rostro cubierto por un espeso vélo y anda-
ba casi sin hacer ruido.
Cuando llegó cerca del coro se volvió
y murmu-
ró en aquel tono misterioso que se emplea siempre
en las iglesias:

—Sera mejor â los lados del coro; aquí se nos


notaria mucho.
Saludô el tabernâculo del altar mayor inclinando
la cabeza y haciendo una ligera reverencia, se fué
hacia la derecha, anduvo unos pasos hacia la salida

y luego, tomando una resolución, se arrodillô en


un reclinatorio.
Jorge tomó posesión del reclinatorio vecino, y
cuando ya estuvieron inmôviles como si rezaran,
le dijo:

— Gracias, gracias. La adoro â usted. Quisiera


decirselo de continuo, explicarle córno empecé â
amaria, cômo me sedujo usted la primera vez que
la vi... ,sMe permitirâ usted algún dia expresarle
cuânto siento?
La senora Walter le escuchaba meditando pro-
«- 127 -»

fundamente, como si nada hubiese oido, y por fin

contestó:
— Estoy loca dejindole hablar asi, loca por ha-
ber venido, loca por hacer lo que hago, por dejarle
creer que esta... esta... esta aventura puede conti-
nuar. Es preciso que olvide usted esto y que no me
hable de ello jamas.
Esperó una respuesta. Buscaba Du Roy una ade-
cuada, palabras decisivas, apasionadas; pero como
no podia unir la acción â la palabra, sentíase cor-
tado.
Al cabo dijo:

—No espero nada, nada. La amo â usted. Haga


usted lo que quiera, se lo repetiré tantas veces y
con tal fuerza y ardor que acabarà usted por creer-
lo. Quiero que mi ternura la pénétré, que llene su
aima palabra à palabra, dia por dia, hora por hora,
â fin de que la imprégné como un liquido que cae
gota à gota, â fin de que la ablande y le obügue un
dia â contestarme: «Yo también le amo.»
Se estremeció como si de pronto le hubiera caido
encima un gran peso y suspiró:
— [Oh, Dios mio!
Ella contesté anhelante:
—No debiera decirle esto. Me siento culpable y
despreciable, yo... que tengo dos hijas... pero no
puedo... no puedo... Jamâs creyera... no hubiera
pensado jamas... pero no puedo remediario... no
puedo. Escuche usted... escuche usted... no h*
— 128

amado â nadie mús que â usted; se lo juro. Le amo


desde hace un ano; en secreto; en lo mâs intimo de
mi corazón. Ah jcudnto he sufrido! He luchado,
j !

he vacilado... en vano... le amo â usted...


Y lloraba al decir esto, tapândose la cara, con el

cuerpo estremecido por lo violento de su emoción.


Jorge murmuro:
— Deme la mano; deje que la toque, que la es-
treche...

Apartó lentamente la mano del rostro, banado en


llanto y una lâgrima pronta â escaparse temblaba
,
entre las pestanas.
Du Roy le tomó la mano y se la estrechô:
— Ah jSi pudiera beber sus lâgrimas!
i !

en voz baja y conmovida, que parecia un


Ella,

gemido, contesto:
—No abuse usted de mi... ;me he perdido!
Du Roy sintió ganas de reirse. ^Cómo abusar de
ella en tal sitio? Puso sobre su corazón la mano de

la cuitada y pregunto:
— <iOye usted cômo late?
No se le ocurrió otra cosa.
El paseante se acercaba. Habia examinado uno
por uno todos los altares y daba la vuelta por las
naves latérales. Cuando la senora Walter oyô que
se acercaban los pasos; arrancô su mano de las de
Jorge y se cubrió con ella la cara.

Permanecieron ambos inmôviles, como si reza-


ran con ardiente fe. El obeso caballero pasó junto
*- 129 -i

â ellos, les lanzó una mirada indiferente y se alejó


haciael otro extremo de la iglesia, siernpre con las
manos â la espalda.
Pero Du Roy que deseaba obtener una cita en
otro sitio, preguntó:
—<iDónde la veré manana?
No contestó. Parecía inanimada, cambiada en es-
tatua de la oración.
—(iQuiere usted que nos veamos en el parque
Monceau?
Volvió hacia él su rostro descubièrto, lívido, que
expresaba un dolor y un padecimiento profundos y
dijo:
—Déjeme... déjeme ahora... vâyase... vâyase
por unos minutos... padezco demasiado cerca de
usted... quiero rezar... no puedo... déjeme rezar...
sola... cinco minutos... no puedo... déjeme implorar
à Dios... que me salve... déjeme cinco minutos...
Tenia una fisonomia tan trastornada, un rostro
tan doloroso, que Du Roy se levantó, y vacilandc,
dijo:

—^Vuelvo luego?
Hizo un movimiento afirmativo y Du Roy se fué
hacia el coro.
/
Entonces trató la inreliz de rezaf. Hizo un esfuer-
zo de invocation sobrei. ^ana para llamar â Dios
y con el cuerpo vibrante y el aima trastornada gri-
tó: jPiedad!

El buon mozo— Tomo U—9


- 130 —
Cerraba los ojos con rabia para no ver al que aca-
baba de marcharse. Le alejaba de su pensamiento,
luchaba contra él; pero en vez de la aparición ce-
leste que esperaba, veia el bigote rizado del joven.
Desde hacia un ano luchaba así cada dia contra
aquella obsesión cada vez mas fuerte, contra aque-
llaimagen que llenaba sus suenos, que estremecía
su cuerpo y turbaba sus noches. Se sentia aprisio-
nada como un pâjaro entre redes, dominada, ven-
cida, impulsada hacia aquel macho que la conquis-
tó con sólo el color de sus ojos
y su bigote rizado.
En aquella iglesia, cerca de Dios, se sentia màs
débil y abandonada que en su pròpia clase. Ni si-

quiera podia rezar; sólo podia pensar en él. Sentia


ya que se hubiese alejado. Luchaba sin embargo
como una desesperada, se defendía, llamaba en su
auxilio todas las fuerzas de su espíritu. Prefiriera
morir â caer de aquella manera ella, que jamàs de-
linquió. Murmuraba palabras de súplica; pero es-
cuchaba el paso de Jorge, que cada vez se alejaba
mas.
Comprendía que todo había terminado, que la
lucha era inútil. No cjuería ceder, sin embargo, y
tuvo una de esas crisis que sobrecogen â las muje-
res. Temblaba y comprendía que iba â caer entre

las sillas lanzando alaridos.


Alguien se acercaba con paso ràpido. Volvió la

cabeza. Era un sacerdote. Entonces se levantó, co-


rrió hacia él con las manos juntas, y balbuceó:
- 131 -
— jSàlveme! johl jSâlveme usted!
Se detuvo sorprendido.
—<>Qué desea usted, senora?
— Quiero que me salve. Tenga piedad de mi. iSí

no acude usted en mi auxilio, estoy perdida!


La miraba, pensando si estaria loca. Luego re-
puso:
—<Æn qué puedo serviria?
Era un hombre aun joven, carilleno, cuidadosa-
mente afeitado, un vicario de ciudad acostumbra-
do à las penitentes ricas.

— Reciba usted mi confesión, y aconséjeme, sos-


téngame, dígame lo que he de hacer.
— Confieso tcdos los sàbados de tres â seis.

Le cogió la senora Walter el brazo, y repitió:


— jNo, no! jEn seguida! jEn seguida! jEs preci-
so! jEsta aquí, en este templo! jMe espera!
El sacerdote preguntó:
— <jQuién espera?
la

— jUn hombre... que va â perderme... que va â...

si no me salva usted!... No puedo huir... Soy de-


masiado dèbil... Demasiado dèbil... ;tan dèbil!...
- Y cayó de rodillas, sollozando:

— jTenga usted piedad de mi, padre mío! jSàlve-


me en nombre de Dios, sàlveme!
Y le cogía la sotana para que no pudiera esca-
pârsele. El sacerdote miraba para ver si alguien
presenciaba aquella escena.
Comprendió que le era preciso ceder, y dijo:
— 132 —
— Levàntese usted. Precisamente tengo la llave
del confesonario.

Y buscando en el bolsillo sacó un manojo de Hâ-


ves, escogió una y se dirigió con paso ràpido hacia
uno de aquellos cajones de madera, que vienen â
ser las cajas para las basuras del alma, donde los
creyentes vacían sus pecados.
Eníró en el confesonario, y la sefiora Walter bal-
buceó con fervor, con un impulso apasionado de
esperanza:
— Bendecidme, padre mío, porque he pecado...

Du Roy, después de dar la vuelta al coro, bajó


por la nave de la izquierda. Llegaba al centro cuan-
do encontró a! senor calvo, que continuaba andan-
do acompasadamente, y pensó: «^Qué diantres harà
aquí este préjimo?».
El paseante acortó paso y miró âf Jorge con
el

visibles ganas de hablarle. Cuando estuvo cerca,


saludo y dijo cortesmemc:
— Le pido que me dispense, caballero, pero ,jpo-
dría usted decirme en qué època se construyó este
monumento?
Du Roy contesté:
—A mía que no lo sé; creo que harà veinte ó
fe

veinticinco anos. Es la primera vez que entro aquí.


-
Lo mismo digo. No estuve aquí jamàs.
Entonces el periodista pregunto con interès:

4 - 133 -4

—Me parece que lo examina usted con gran cui-


dado. Veo que estudia usted los detalles.
—No contesto con resignación el senor gordo;
— no, Caballero, aguardo â mi mujer, que me ha
dado cita aquí y que ya tarda.
Calló, y después de unos instantes anadió:
— Fuera hace mucho calor.
Du Roy le miraba y le parecía un buen hombre.
De pronto se le antojó que se parecía â Forestier.
—,sEs usted provinciano?
— senor, soy de Rennes.
Sí, Y usted, caballero,
^ha entrado por curiosidad en esta iglesia?

No, espero â una mujer.
Y, saludàndole, el periodista se alejó sonriendo.
Acercândose â la puerta, vió â la mujer que re-
zaba de rodillas. Pensó: «jDemonio, que tenaz es
esta mujer!» Ahora ya no le conmovía ni la com-
padecía.
Fué despacio hacia el sitio â donde dejara â la
senora Walter.
Miraba desde lejos y quedó pasmado no viéndo-
la. Creyó que se había enganado de columna y
llegó basta la última. jSe había marchado! Estaba
sorprendido y furioso. Luego pensó que quizâ le
buscaba y dió otra vuelta por la iglesia. No hallan-
dola, fué â sentarse en la silla que había ocupado
y esperó. Quiza volvería.
Pronto oyó un cuchicheo que llamó su atención.
No había visto â nadie en aquel rincón, ^De dónde
— —

*= J31 —
provenia el cuchicheo? Se levantó para ver y noté
el confesonario. Se acercó â él. Reconoció â la pe-

nitente. jSe confesaba!...

Sintió un violento deseo de cogerla por los hom-


bros y arrancaria de allí. Pero después pensó: «[Bah!
ahora le toca al cura; manana me tocarà à mi.» Y
se sentó esperando que la confesión terminara.
Esperó largo rato. Por fin, la senora Walter se
levantó y fué hacia él. Tenia una expresión fría y
severa.
— Caballero le dijo, le ruego que no me acom-

pane, que no me siga, que no venga solo â mi casa,


pues no seria recibido. ;Adiós!
Y se fué con digno continente.
Dejó que se alejara, pues no le gustaba oponerse
â los acontecimientos. Luego, al ver al cura que
salía del confesonario, se dirigió â él y, mirandole
cara â cara, le dijo:

— jSi no llevara usted sayas, no seria bofetada la

que llevara usted!


Luego dió media vuelta y salió de la iglesia sil-
bando entre dientes.
De pie en el atrio el buen senor obeso, cansado
de aguardar, examinaba la gran plaza y las calles
que en ella desembocaban.
Al pasar Du Roy cerca de él se saludaron.
El periodista se fué â la redacción. Apenas entró
comprendió que algo raro pasaba y entró brusca-
mente en el gabinete del director»
S 135
t

Este, de pie, nervioso, dictaba un articulo con


frase entrecortada, é interrumpiéndose, daba orde-
nes à los reporters, hacia recomendaciones à Bois-
renard y abria el correo.
Cuando entró Du Roy, lanzó una exclamación
de alegria:

— Ah! qué suerte, ;aqui esta


I el Buen-Mozo!
Se detuvo algo confuso y se excusô.
— Dispense usted que le Uame asi; estoy turbado
por este trajin. Y como oigo que mi mujer y mis
hijas no paran en todo el dia de llamarle asi, se me
pega la costumbre. ^Supongo que no le he moles-
tado â usted?
—No, de ninguna manera. Ese nombre no tiene
nada de ofensivo.
— Bueno, pues asi le bautizo Buen-Mozo, como
todos—repuso Walter.— El caso que hay graves es
acontecimientos. El ministerio ha caido por tres-
cientos diez votos contra ciento dos. Ya no se trata
de vacaciones y estamos â veintiocho de Julio. Es-
paça se enfada por lo de Marruecos y esto es lo
que ha hecho caer â Durand de l’Aine y compar-
sas. Hay una batahola de mil diablos. Marrot forma
nuevo gabinete. Boutin d’Acre va â Guerra y nues-
tro amigo Laroche-Mathieu â Negocios Extranje-
ros. El se queda el Interior y la Presidencia. Vamos
A convertirnos en un periôdico oficioso. Hago el
editorial indicando el camino que deben seguir los
ministres.
«M 130 «Bl

Sonrió y repuso:
— Es decir, el camino que ellos quieren seguir.
Pero necesito algo acerca dé Marruecos, una actua-
lidad, una crònica que arme ruido. Hàgame usted
algo de eso.
Du Roy reflexionó un momento y luego dijo:
— Ya dí en el clavo. Daré un estudio sobre la

situación política de nuestras colonias africanas,


Argelia en centro y Túnez y Marruecos â los la-
el

dos; la historia de las razas de ese gran territorio y


elrelato de una excursion al gran oasis de Fignig,
donde no ha penetrado ningún europeo y causa del
actual conflicto. ^Le parece â usted bien?
— Admirable. le pone?
«jQué titulo
— De Túnez â Tanger.
— Soberbio.
Du Roy rebuscó en la colección de la Vie Fran-
çaise su primer articulo «Memorias de un cazador
de Africa» y remozândolo, rebautizândolo, arre-
glândolo, en poco menos de una hora estuvo el re-
frito â punto, con algunos datos nuevos y muchos
elogios al nuevo gabinete.
El director,- después de leer eî articulo, declaro:
— Muy bien... muy bien... Es usted un gran pe-
riodista. Le felicito â usted.

Y Du Roy se .fué â corner, muy contento de su


jornada, â pesar de lo que le ocurriera en la Trini-
dad, pues comprendia que ténia ganada la partida.
— 137

Su mujer le esperaba con ansia. Al verle, ex-


clamé:
—^Ya sabes que Laroche es ministro?
— ahora acabo de hacer un articulo sobre Ar-
Sí,

gelia relativo â tal asunto.

—^Qué articulo has hecho?


— Ya conoces, es primero que hicimos jun-
lo el

tos: las «Memorias de un cazador de Africa», revi-


sado y corregido.

;Ah, ya!— respondió sonriendo.
Después de reflexionar unos momentos, ahadiô:
— Ahora recuerdo... aquella continuacion... que
no hiciste... ahora se puede hacer... Serâ una sérié

muy oportuna.
Du Roy se sentô â la mesa.
— razôn. Ahora que ha muerto ese
Si, sí, tienes

cornudo de Forestier nada se opone â ello.


Magdalena replicó vivamente con tono séco:
— Esta broma es de mal género y dura ya dema-
siado. Te ruego que renuncies â ella.
Iba â contestar con ironia, pero en aquel instante
le entregó el criado un telegrama sin firma que de-
cia:

«Estaba loca. Perdôneme y venga manana â las


cuatro al parque Monceau.»
Con el corazôn henchido de alegria dijo â su mu-
jer, mientras guardaba el telegrama:
—No te enfades, Magda. No reincidiré. Conozco
que es una broma tonta.
'

*- 138 —
Y empezó â corner.
Mientras comia repetiase aquellas palabras:
«Estaba loca. Perdôneme y venga manana â las
cuatro al parque Monceau.»

Cedia, pues. Aquello queria decir:


«Me rindo; soy suya, dónde y cuândo quiera.»
Y se echô â reir.

Magdalena preguntó:
—<<Qué ocurre, hombre?
te

—Nada, que me acuerdo de un cura que tiene la


fachamâs estrafalaria que he visto.
Du Roy llegó à la cita del dia siguiente â la hora
en punto. En los bancos estaban sentados hombres
aplanados por el calor y nineras que parecian sonar
mientras los ninos se revolcaban por la arena de
los paseos.
Hallô à la seiïora Walter junto â una ruina, cer-
ca de una fuente. Daba la vuelta â la columnata
con expresión inquieta y triste.
Apenas le hubo saludado, dijo:
— jCuânta gente hay en este jardin!
Du Roy aprovechô la ocasión:
—Es verdad; ^quiere venir à otro sitio?
—^Dônde?
—A cualquier lado; â un coche. Bajando la cor-
tinilla estarà usted resguardada.
— Sî, si, es mejor; aquí me muero de miedo.
—De aquí à cinco minutos puede usted ir à la
« 135 «
puerta que da al bulevar exterior. Estaré allí con
un coche.
Y marché casi corriendo. Cuando ya estuvo la
senora Walter instalada en el coche y hubo cerrado
la ventanilla, pregunto:
— ijDónde ha mandado usted que nos lleven?
Jorge contesté:
—Descuide usted; el cochero ya tiene instruccio-
nes.
Habíale dado la dirección del piso de la calle de
Constantinopla.
—No puede usted figurarse — continué senora la

Walter — lo que he padecido, lo que padezco. Ayer


estuve dura, lo sé; pero quería huir, huir â toda
costa. Tengo miedo de estar sola con usted. ^Me
perdona?
— Sí, sí; ^cómo no perdonaria amândola como la

amo?
— Escuche... ha de prometerme que me respeta-
râ... que no harâ... que no... sino no podré volver
â verle.
Du Roy no contesté de pronto. Sonreía de aquel
modo que turbaba â las mujeres. Después contesté:
- Soy su esclavo.
Entonces le conté cómo había advertido que le

amaba cuando supo que se casaba con Magdalena


Forestier. Recordaba detalles y fechas para probar
su amor. De repente callé. El coche acababa de de*
tenerse. Du Roy abrió la portezuela.
- 140 ->

—^Dónde estamos?
— Baje usted y entre en esta casa —replico Du
Roy. — Estaremos seguros.
— Pero <>qué casa es?
—Es la mía. Era mi habitación de soltero, que
he vuelto â tomar por unos días, â fin de que poda-
mos vernos sin temor â una sorpresa.
No se decidia â bajar del simôn, pues le asustaba
la idea de aquella entrevista â solas.
—No... no... jno quiero!
Du Roy exclamó con energia:
— Juro respetarla. Entre. Vea; ya nos miran. Se
formarâ un grupo. Aprisa... aprisa... baje.

Y para convencerla mâs, repitió:


—Juro que la respetaré.

Un tabernero les miraba con curiosidad desde la

puerta de su tienda. Sintió miedo la senora Walter

y se metió en el portai.

Iba â subir la escalera. Du Roy la detuvo:


—No, aquí, en los bajos.
Y abrió la puerta del piso.
Apenas la hubo cerrado, cogió â la senora Wal-

ter como una presa. En vano luchaba y le rechaza-


ba balbuceando:
— jDios mio! jah! ;Dios mio!

Le besaba el cuello, los ojos, los labios con ver-


dadero frenesi, sin que pudiera evitar sus caricias
furiosas; y â pesar de rechazarle, de apartar la ca-
beza. le devolvia sus besos.
~ 141 ^
De pronto dejó de luchar, y vencida, resignada,
se dejó desnudar por él. Le quitó con gran rapidez

y destreza todas las prendas de vestir, con la lige—

reza de una camarera.


Ella le había arrancado el corsé de las manos pa-
ra ocultarse la cara con él,
y permanecía en pie,

blanca y sonrosada, en el centro de la habitación.


Le dejó las botas y la llevó en brazos â la cama.
Ella le murmuró al oído con voz apagada:
— Le juro... le juro... que no he tenido ningún
amante.
Como una soltera hubiera dicho:
— Le juro que soy virgen.
.
Y Duroy pensaba:
— Maldito lo que me importa.
fci 142 «

Empezaba otoflo. Los Du Roy habian pasado


todo el verano en París, haciendo una enèrgica
campana en favor del ministerio durante las vaca-
ciones parlamentarias.
Aunque sólo principiaba octubre, las Càmaras
iban â reanudar sus tareas porque los asuntos de
Marruecos tomaban mal cariz.

Nadie creia que se enviase una expedición â Tan-


ger, por mâs que un diputado de la derecha, el

conde de Lambert-Larazin, en un discurso muy


aplaudido, hubiera dicho poco antes de disolverse
'
el parlamento, que apostaba su bigote contra las
patillas del présidente del Consejo que el nuevo ga-
binete no podria por menos de enviar una expedi-
ción â Marruecos, aunque no fuera sino por amor
â la simetria, como cuando se ponen dos jarrones
encima de la chimenea. Y anadiera: «Africa es para
« 143

Francia algo parecido â una chimenea, seftores, una


chimenea que consume nuestra lefia mejor, una
chimenea de gran tiraje que se enciende con bille—
tes de Banco.»
»Os habéis permitido el lujo de adornar el ângu-
lo izquierdo con un objeto tunecino que os cuesta

caro; y a veréis como el senor Marrot quiere imitar


â su predecesor y adorna el ângulo derecho con un
objeto marroquí.»
Este discurso, que se hizo cèlebre, sirvió â Du
Roy para escribir diez articulos sobre la colonia
argelina, sosteniendo con energia que debia enviar-
se una expedición militar, aun cuando no creyera
que se llegara â intentar. Habia pulsado la cuerda
patriòtica y atacado à los espanoles con todo el ar-
senal de los argumentos despreciativos que se em-
plea contra los pueblos cuyos intereses son opues-
tos â los del pueblo que se defiende.
La Vie Française habia adquirido una gran im-
portància desde que era ôrgano oficioso. Daba, an-
tes que ninguno de los grandes periôdicos, las noti-

cias politicas, indicaba las intenciones de los minis-


trosy todos los diarios de Paris y provincias bus-
caban su información en sus columnas. Se la citaba,
se la temia, y se la empezaba â respetar. No era ya
el ôrgano sospechoso de algunos agiotistas politi-
cos, sino del gabinete. Laroche-Mathieu era el ai-

ma del periôdico y Du Roy el portavoz. El tio

Walter, diputado mudo y director cautelosó, oe


- 144 ^
ocupaba misteriosamente de un gran negocio de
unas minas de cobre de Marruecos.
El salón de Magdalena era un centro influyente,
adónde acudían cada semana varios ministros. Has-
ta el présidente del Consejo había comido dos veces
en su casa, y las mujeres de los hombres de Estado
que tiempo antes vacilaban en pasar el umbral de
su puerta, se alababan de ser amigas suyas
y le ha-
cían mâs visitas que visitas les hacía Magdalena.
El ministro de Negocios Extranjeros, reinaba co-
mo dueno en la casa. A cada instante iba allí lle-
vando despachos, notas, informaciones, que dicta-
ba tan pronto â Du Roy como â su esposa, ni mas
ni menos que si fueran sus sscretarios.
Cuando Jorge quedaba â solas con Magdalena,
después de marcharse el ministro, se enfurecía con-
tra éste pronunciando palabras soeces ó haciendo
reticencias malévolas acerca de aquel «piojo resuci-
tado.»
Magdalena se encogía de hombros con desprecio,

y repetia:
— Haz como élj llega â ministro y harâs lo que
te cuadre. Pero hasta entonces, càllate.
El se retorcía el bigote y la miraba de soslayo.
—Aun no saben de lo que soy capaz, — decía;
alguna vez lo veran.
Y ella replicaba filosóficamente:
—Vivir para ver.
A la manana del día de la réunion de las Cama-
— —

!— 14Í •**

ras, la joven,aun acostada, hacîa mil recomenda-


ciones â su marido que se vestia para ir â almorzar
con el senor Laroche-Mathieu y recibir instruccio-
nes antes de la sesión para el articulo del dia si-
guiente de la Vie Française, pues el tal articulo
debia ser una especie de declaración oficiosa de los
reales proyectos del ministerio.
— No te olvides sobre todo de preguntarle si el

general Belloncle ira â Orân; esto séria muy signifi-

cative.
Jorge, nervioso, contesté:
— Sé tan bien como tu lo que hayque preguntar.
No me fastidies con tus tonterias.
— Querido, replicó tranquilamente la joven,
lo que sé es que siempre olvidas la mitad de lo que
te encargo que preguntes al ministro.
— Ya me fastidia tu ministro; es un botarate.
—No mi ministro ni el tuye; mâs útil te es â ti

que â mi.
Jorge se vol vió hacia ella.

— Dispensa; pero creo que â mi no me hace la

corte.
Ella dijo lentamente:
— A mi tampoco; pero labra nuestra fortuna.
— Si debiera escoger entre tus adoradores, prefe-
riria esa estantigua de Vaudrec. <iQué demonios se
hace? Hay ocho dias que no le he visto.
Magdalena repiicó sin inmutarse:

El buen mozo - Torao II—10


140 «

Estâ delicado. Me ha escrito que estâ en cama
con un ataque de gota. Debieras ir à preguntar por
él. Sabes que te estima mucho
y le placeria.

Si, pasaré por su casa.

Estaba listo y antes de salir pensaba si se habia


olvidado algo. Después se acercó â la cama, besó
en la frente â su mujer, y dijo:
— Hasta luego, muchacha; no vendre probabie-
mente hasta las siete.
Y salió. El senor Laroche-Mathieu le aguardaba,
pues aquel dia almorzaba â las diez porque e! ,Con-
sejo se reunia â las doce, antes de la reapertura del
Parlamento.
Cuando estuvieron â la mesa con el secretario
particular del ministro, pues la senora de éste no
quiso almorzar tan temprano, Du Roy indicé al mi-
nistro el espíritu del articulo, consultando las notas
que ténia en algunas tarjetas,
y dijo:
— ^Desea usted que cambie algo, querido mi-
nistro?
— Muy poco, amigo mio. Creo que estâ usted de-
masiado duro en lo de Marruecos. Hable usted de
la expedición como si debiera verificarse; pero de-
jando entender que no se llevarâ â cabo y que no
créé usted en ella. Haga que el publico comprenda
entre lineas que no vamos â intentar esa aventura.
— Muy bien, he comprendido y haré que me com-
prendan. Mi mujer me ha encargado que le pregun-
•= 147 -
tara si el general Belloncle iria à Orân; pero después
de lo que usted me ha dicho, creo que no irâ.

—No— contesté
el hombre de Estado.

Hablaron después de la legislatura que empezaba.


Laroche se puso à perorar, preparando el efecto de
las frases que algunas horas màs tarde pronuncia-
ria ante sus colegas. Agitaba mano derecha, le-
la

vantando tan pronto un tenedor como un cuchillo


é un trozo de pan, no mirando â nadie, dirigiéndose
à la Asamblea invisible, expectorando su elocuencia
almibarada de guapetén bien peinado. Un bigotito
rizado erguia dos puntas parecidas â colas de escor-
pién, y su pelo alisado con brillantina estaba divi-
dido en dos grandes ondas que adornaban su frente
de buen mozo provinciano. Era demasiado grueso
aun cuando joven y la barriga se le marcaba bajo
el chaleco. El secretario particular comia y bebia
tranquilamente, acostumbrado sin duda â taies du-
chas de facundia; pero Du Roy que sentia celos de
la suerte del ministro, murmuraba para su capote:
«jAnda, mentecato! jQué imbéciles son estos poli-
ticos!

Y
comparândose al ministro chanatân, se decia:
«Demonio, si tuviera cien mil francos para presen-
tarme diputado por mi hermoso pais de Ruân, para
poder embromar â mis simpâticos paisanos, jqué
hombre de Estado séria al lado de esos gaznâpiros
imprevisores!
Laroche Mathieu charlé hasta que sirvieron el
— 148 —
café, después, viendo que se hacia tarde, pidió el
coche y estrechô la mano â Du Roy, diciéndole:
— <>De modo que estamos conformes?
— Del todo, querido ministro, cuente usted con-
migo.
Du Roy se fué despacio al periôdico para empe-
zar su articulo, pues no tenia nada que hacer hasta
las cuatro. A aquella hora debia ver à Clotilde en
la calle de Constantinopla adonde iba dos veces por
semana, los lunes y viernes.
Pero al entrar en la redacción le entregaron un
telegrama cerrado de la senora Walter, que decia:

«Es necesario que te hable hoy. Es muy grave,


muy grave. Espérame â las dos en la calle de Cons-
tantinopla. Te puedo prestar un gran servicio.
«Tu amiga hasta la muerte,
Virginia»..

Jorge exclamo:
— jVoto val... jqué lata!
Y malhumorado se fué â la calle, demasiado irri-

tado para trabajar.


Desde hacia seis semanas procuraba en vano
romper con ella, pues no conseguía cansar su ca-
rino.
Después de su caida tuvo un acceso de espanto-
sos remordimientos y en très citas sucesivas habia
abrumado â su amante con reproches y maldicio-
— 149 -=

nés. Aburrido de aquellas escenas, y ya harto de


aquella mujer madura y tràgica, se alejô, pensando
que de aquel modo terminaria la aventura. Pero
enfonces ella se agarró desesperadamente à él, lan-
zândose en brazos de aquel amor, como el que se
lanza al río con una piedra al cuello. No se negô â
su ternura por debilidad, por complacencia, por
miramientos y se hallô aprisionado en una pasión
desenfrenada y fatigosa, y perseguido por una ter-
nura invencible.
Quería verle cada dia, le llamaba â cada momen-
to por medio de telegramas, para verse un instante
en una calle, en una tienda, en un jardin publico.
Le repetia entonces, en algunas frases, siempre
las mismas, que le adoraba y le idolatraba y luego
se despedia jurando que «era feliz habiéndole visto».
Aparecia la pobre mujer muy diferente de lo que
él se la imaginara, procurando seducirle por medio
de gracias puériles, de ninerias de amor, ridiculas
â su edad. Como hasta entonces habia sido com-
pletamente honrada, virgen de corazón, descono-
cedora de toda sensualidad, se desperto en aquella
mujer de cuarenta anos algo asi como una especie
de primavera marchita con flores mal abiertas, con
botones abortados; y hubo una rara expansion de
amor de nina, de amor tardio, ardiente y cândido,
con impulsos imprevistos, con gritos de adolescen-
te, con carinos pegajosos y molestos. Le escribia â
lo mejor diez cartas en un dia, caftas tontamente
1Î>0

locas, de rarísimo estilo, parecido al de los orienta-


les, llenode nombres de animales y pâjaros.
Apenas estaban solos le besaba con mimos y ca-
rinitos de muchacha sin gracia, dando saltos que
sacudían su pecho harto voluminoso, con muecas
que resultaban grotescas. Le daba horror singular -
mente oirse llamar de continuo «Ratita mia», «Pe-
rrito mío», «Gato mío», «Alhajita mia», «Mi pajaro
azul», «Mi tesoro», y ver como se entregaba fin-
giendo un pudor infantil que no sentia, y jugando
como una pensionista depravada.
Preguntaba â lo mejor:
— óDe quién es esta boca?
Y cuando él no contestaba aprisa, repetia hasta
la saciedad, hasta desesperarle:
— Es mia.
Pareciale â Jorge que debiera comprender que en
amor hay que tener un tacto, una prudència, una
delicadeza exquisita, y que habiéndose entregado ya
entrada en anos debiera hacerlo con una especie de
ímpetu contenido, severo, quizà con lagrimas; pero
légrimas â lo Didón, no â lo Julieta.
Repetia sin cèsar:
— iCuanto te amo, chiquillo! ^Me quieres tú tan-
to, bebé mío?
Jorge no podiaoir pronunciar «chiquillo» ó «bebé»
sin acometerle un deseo invencible de llamarla «vie-
ja mia.»
La infeliz Ie decía:
)

r- 151 -
— jQué locura hice entregàndome! Pero no lo
siento. jEs tan dulce amar!
Todas aquellas palabras le parecían irritantes â
Jorge pronunciadas por aquella boca que algunas
veces se le antojaba querer imitar à las damas jó-
venes del teatro.
Le exasperaba también por su torpeza en el abra-
guapo mucha-
zo. Excitada por los besos de aquel
cho que había encendido su sangre, le estrechaba
con un ardor torpe que daba ganas de reir â Du
Roy y le recordaba los viejos que tratan de apren-
der à leer.
Cuando hubiera debido oprimirle entre sus bra-
zos, miràndole ardientemente, con aquella mirada
profunda y terrible que tienen algunas mujeres ma-
duras, soberbias en su ultimo amor, cuando hubie-
ra debido morderle sin decir una palabra, aplastân-
dole bajo su carne dura y càlida, cansada, pero in-
fatigable, se zarandeaba como una nina y ceceaba

para ser graciosa.


— jTe quiero tanto, amor mío! jDale un beso à
tu mujercita!
Sentia entonces unas ganas indecibles de lanzar
un terno y largarse dando portazo.
Al principio se habían visto muchas veces en la

calle de Constantinopla; pero Du Roy, que temia


un encuentro con Clotilde, rehusaba casi siempre
tales citas.

Tenia que ir de continuo à su casa, â corner ó à


=- 152 -3

almorzar. Le alargaba la mano por debajo de la

mesa; le besaba detràs de las puertas. El se entrete-


nia en jugar con Susana que le distraía con sus sa-
lidas. En aquel cuerpo de muneca alentaba una in-
leligencia sutil é inquieta, pronta siempre â la rè-

plica como los títeres de feria. Se burlaba de todo y


de todos con mordaz oportunidad. Jorge excitaba
su charla, la impulcaba â la ironia y eran grandes
amigachos.
Le llamaba à cada instante.
— Oiga, Buen-Mozo. Venga acà, Buen-Mozo.
El abandonaba la mama para ir con la mucha-
cha que le decía picardias al oido, y ambos se reían
como locos.
Poco â poco el amor de la senora Walter le ins-
piro una repugnància invencible; no podia verla, ni
oirla, ni pensar en ella sin còlera. Cesó, pues, de ir

à su casa, de contestar â sus cartas, de ceder â sus


ruegos.
Comprendió la cuitada que no la amaba ya, y
padeciô de un modo horrible. Pero se encarnizô,
le espió, le siguió, le aguardó dentro de un coche
con las ventanillas cerradas â la puerta del periôdi-
co, de su casa, en las calles donde pensaba encon-
trarle.

Dâbanle ganas de maltratarla, de injuriaria, de


golpearla, de decirle claramente: «jVâyase al diablo!
jno la puedo tragar!» Pero no se atrevia â causa de
la Vie Française ; y trataba, â iuerza de desdenes,
- 153 -
de palabras duras, hacerle comprender que aquello
habia terminado, que debía terminar.
Procuraba ella, sobre todo, atraerle â fuerza de
astucia â la calle de Constantinopla y Du Roy tem-
blaba pensando que un dîa se encontrarian las dos
mujeres frente â frente, en la puerta.

Su afección por la senora de ^Marelle habia au-


mentado durante el verano. La llamaba su «mucha-
cho» y le gustaba de veras. Sus naturalezas tenian
muchos puntos de contacto. Uno y otra eran de la
raza aventurera de los vagabundos de la vida, de
esos vagabundos de sociedad que se parecen mu-
cho, sin advertirlo, â los gitanos sin casa ni hogar.
Pasaron un verano de amor delicioso, un verano
de estudiantes que se divierten, yendo tan pronto â
Bougival como â Argenteuil, â Poissy, â Maissons,
pasando horas y horas en un bote, cogiendo flores
â lo largo de las orillas del río. Gustâbanle â ella

las fritadas, los guisotes de los tabernuchos, las glo-

rietac de follaje, los gritos de los marineros. A él le

gustaba ir con Clotilde en el imperial de un tren de

y atravesar, bromeando y riendo, la fea


las afueras

campina de Paris, donde pululan las asquerosas


quintas de tenderos y comerciantes.
Y cuando ténia que volver para cenar en casa la !

senora Walter, aborrecia â la vieja querida, recor-


dando joven que acababa de abandonar y que
la

habia agotado sus deseos y su ardor entre las hier-


bas de los ribazos.
“• 154 -
Creíase casi libre de la «Patrona» â quien habia
expresado de un modo
claro y casi brutal su reso-
lución de romper, cuando recibió en el periódico el
telegrama llamândole, â las dos, â la calle de Cons-
tantinopla.
Volvía â leerlo, andando: «Es preciso que te vea
hoy. Es grave, muy
Espérame â las dos en
grave.
la casa de la calle de Constantinopla. Puedo pres-

tarte un gran servicio. Tu amiga hasta la muerte.

— Virgínia.»
Pensaba: «^Qué demonios me querra esa vieja ga-
viota? De que no tiene nada que decirme. Me
fijo

repetirà que me adora. Pero hay que verla. Habla


de un gran servicio y quizâ es verdad. ;Y Clotilde
que ha de venir â las cuatro! Tendré que despachar
à la otra antes de las cuatro. ;Con tal que no se en-
cuentren! jQué estúpidas son las mujeres!
Pensó que la suyaera la sola que no le molestaba.
Vivia â su guisa, parecía quererle mucho en las

horas destinadas al amor, pues no le gustaba que


se alterara el orden habitual de sus ocupaciones.
Iba andando despacio hacia el punto de cita, mal-
diciendo interiormente â la vieja.
— Ya verà de qué modo la recibo si no tiene nada
que decirme. El vocabulario de Cambrone resultarà
académico comparado con el mío. En primer lugar
le digo que no vuelvo à su casa.
Y entré para esperar à la sefiora Walter.
I

155 ->

Llegó casi en seguida, y apenas le hubo visto,

exclamó:
— [Ah! ^Has recibido mi telegrama? jQué suerte!
EI puso cara de perros.
— Lo hallé en el periódico cuando me iba à la Cà-
mara. <Qué es lo que me quieres?
Se había levantado el velo y se le acercaba con
timidez con aquel aire de los perros que reciben
mas palos que caricias.
— jQué cruel eres para mi!... jDe qué modo me
hablas!... óQué te he hecho? jNo puedes imaginar
cuànto sufro!
— Supongo que no vas â fastidiarme otra vez,
grunó Du Roy.
Estaba junto â él, esperando una sonrisa, un
ademân para echarse en sus brazos.
— Para tratarme asi— murmuró— no valia la pena
de perseguirme; debías haberme dejado continuar
honrada y dichosa como antes. ^Te acuerdas de lo
qué me decías en la iglesia y cómo me hiciste en-
trar à la fuerza en esta casa? ;Y ahora me hablas y
me como $ una mendiga! jDios mío! jDios
recibes
mío! jCómo me maltratas!
Du Roy dió una patada y dijo con violència:
— [Ea, calla! Basta ya. Cada vez que te veo dices
lo mismo. Diríase que te violé à los doce anos,
cuando eras pura como un àngel. No, querida, no
ha habido seducción de menor. Te has entregado
â mí voluntariamente. Te doy las gracias, te estoy
«* 156 -<

reconocido, pero esto no quiere decir que haya de


estar cosido toda la vida à tus sayas. Tú tienes ma-
rido; yo tengo mujer. No somos libres ni uno ni
otro. Hemos tenido un capricho y nada màs. Se
acabó.
— iQué brutal, qué grosero, qué infame eres! No,
no era ya una nina; pero no había faltado jamàs,
no había amado...
Du Roy le cortó la palabra:
— Ya me lo has repetido veinte veces por lo me-
nos.Yalosé. Pero ténias dos hijas... me parece
que no te desfloré...
— jOh, Jorge, esto es indigno!... — exclamo ella

retrocediendo.
Y llevando ambas manos al pecho empezó â so-
llozar desesperadamente.
Cuando Du Roy vió aquel llanto, cogió el som-
brero y dijo:
— Me voy. ^Me has hecho venir para ver tal re-
presentación?
Dió ella un paso para atajarle y sacando el pa-
nuelo del bolsillo se lo llevó â los ojos con brusco
ademàn. Adquirió firmeza su voz por un esfuerzo
de voluntad y dijo, interrumpiéndose de cuando en
cuando:
- -No... he venido para... para darte una noticia...

una noticia política... para darte medio de ganar


cincuenta mil francos... ó quizâs mâs... si quie-
res.,.
Du Roy, amansândose del todo, dijo:

— iQué dices? <»De qué modo?


—Anoche sorprendi por casualidad algunas pala-
bras de mi marido y de Laroche. No se ocultaban
de mi; pero Walter recomendó que no te dijeran
nada porque sérias capaz de revelarlo todo.
Du Roy habia dejado el sombrero en una silla y
escuchaba con gran atención.
— Entonces ^qué hay?
—Que se van à apoderar de Marruecos.
—No creo. He almorzado con Laroche
lo y no
me ha dicho una palabra de ello a pesar de haber-
me casi dictado las intenciones del ministerio.
—No, querido, no; te han enganado porque no
quieren que sepas su combinación.
—Siéntate — dijo Jorge.
Se sentó en un sillon y ella, cogiendo un tabu-
él

rete, se sentó entre las piernas del joven y anadiô

con voz carinosa:


—Como siempre pienso en ti, escucho ahora
cuanto dicen.
Y le explicó que desde tiempo atrâs pensaba que
tramaban algo â sus espaldas, y que se servian de
él pero temiéndole.
Y anadiô:
— Cuando se ama se vuelve una astuta.
La vispera lo habia comprendido todo. Era un
negocio, un gran negocio preparado misteriosamen-
te. Sonreia la senora Walter, satisfecha de su astu-
- 158 «
cia, v seexaltaba hablando como mujer de ban-
quero acostumbrada â las maquinaciones de las ju-
gadas de boisa, i las evoluciones de los valores, â
|
y bajas, que arruinan en dos horas de es-
las altas

peculación à millares de tenderos y rentistas, que


han colocado sus capitales en empresas garantidas
por los nombres de personajes de alto copete, polí-
|

ticos y banqueros.
— Es una jugada soberbia anadía— es una gran
jugada. Walter es quien lo ha hecho todo y hay
que confesar que lo entiende.

A Jorge le impacientaban aquellas digresiones.


— Bueno. Veamos de qué se trata.
—Ahí va. La expedición â Tanger estaba decidi-
da desde que Laroche tomó la cartera de Négocias
Extranjeros, y poco â poco han acaparado todo el
empréstito de Marruecos que estaba & 65. Lo han
comprado muy habilmente por medio de agentes
desacreditados, sospechosos, que no pueden inspi-
rar ninguna desconfianza. Han burlado hasta â los

Rothschild, que extranaban tanta demanda de ma-


rroquí. Les han contestado nombrando â los inter-
mediarios, gente sin crédito ni dinero. Esto ha tran-
^ quilizado â los grandes banqueros. Ahora es cuan-
do va â decidirse la expedición y apenas estemos en
Tanger el Estado garantizarâ la deuda marroquí.

Nuestros amigos habran ganado cincuenta ó sesen-


ta millones. ^Comprendes ahora la jugada? ^Com-
prendes que teman la menor indiscreción?
- 159 -
Habia apoyado la cabeza en el chaleco Jel joven

y se estrechaba, se pegaba à él, comprendiendo que


le interesaba, dispuesta a todo â cambio de una ca-

rícia, de una sonrisa.


Preguntó Du Roy:
—<îEstâs segura?
— jYa lo creo!
— Si es asi son listos de veras. En cuanto â La-
roche, ese me la paga... ;Que se vaya con cuidadi-
tol... Si, mucho cuidado... Ministro y todo le puedo
re ventar...
Luego reflexionô y murmuró:
— Hay que aprovechar la noticia.

— Puedes comprar aún papel marroquí. Estâ â


setenta y dos.
— Ya, pero no tengo dinero disponible.
Ella le miró con expresión suplicante.
—^Sabes lo que pensaba, monin? Que si fueras
un buen chico dejarias que yo te prestara.

Du Roy contestó bruscamente, casi con dureza:


— No, eso no.
— Escucha— replico ella con acento suplicante,
—hay una cosa que puedes hacer sin pedir dinero
prestado. Ya quería comprar diez mil francos de
ese papel para tener algún dinerillo de repuesto.
Pues tomo veinte mil y vamos â partir. Ya com-
prenderâs que no voy â reembolsar à Walter, asi
es que no hay que hacer desembolso alguno. Si la
operation sale bien, ganarâs setenta mil francos;
- 160 -»

si no me deberâs diez mil francos que me reembol-


sarâs cuando puedas.
—No — replicó Du Roy,— no me gustan taies
combinaciones.
Entonces ella, para decidirle, le expuso mil razo-

nes, le probô que en realidad exponia diez mil fran-


cos bajo palabra, que corria riesgos, y que quien le
adelantaba el dinero no era ella, sino el Banco
Walter.
Le demostró, ademâs, que fué él quien habia
hecho en la Vie Française la campana toda que

préparé tal negocio, y que séria muy cândido si no


se aprovechaba.
Aun vacilaba. Entonces ella anadié:
— Piensa que en realidad es Walter quien te ade-
y que
lanta tal dinero, le has prestado servicios que
valen mucho mâs.
— Bueno, sea. Jugamos â médias. Si perdemos te

pagaré mi parte.
Quedó tan contenta que se levante», y cogiéndole
la cabeza con ambas manos, se la besó con avidez.
Al principio no se defendié; pero después, como
atreviéndose cada vez mâs, le colmaba de caricias,

pensé que Clotilde llegaria en breve, y que si cedia


perderia tiempo y dejaria en brazos de la vieja un
ardor que valia mâs guardar para la joven.
La rechazé suavemente.
— Ea, ea, seamos formates— dijo.

Le miré con tristeza.


- 161 -
— jAh, Jorge! ^Ni siquiera puedo besarte?
— No, hoy no; tengo jaqueca y eso me daiïa.
Entonces volvió â sentarse entre sus piernas, y
preguntó:
—^Vendràs manana â comer â casa?
Vaciló un punto, pero no se atrevió à rehusar.
— Sí, con mucho gusto.
— Gracias, aima mia, gracias.
Frotaba lentamente su mejilla con el pecho del
joven, con movimiento regular y y uno
carinoso,
de sus largos cabellos negros se enredó en un botón
del chaleco. Lo noté y se le ocurrió una idea loca,
una de esas ideas supersticiosas que muchas veces
tienen las mujeres. Arrollôpoco â poco ese cabello
al botón; después hizo lo mismo con el botón si-

guiente y con el otro. En cada botón ató un ca-


bello.

Al levantarse se le arrancarîan. ;Qué dicha que


él la hiciera dano! Sin saberlo llevaria algo suyo,
un ricillo de sus cabellos que nunca le habia pedi-
do. Era un lazocon el que pensaba atraérselo, un
lazo secreto, un talisman. Sin quererlo pensaria en
ella, sonaria en ella y la querria mâs al dia si-
guiente.
De pronto dijo Du Roy:
— Te he de dejar; me esperan en la Câmara antes
que termine la sesión y no puedo faltar.
— —
jYa! exclamô ella entristecida.
El buen mozo— Tomo TT — il
— 182 —
Pero después, resignéndose:
— Bueno, vete; pero no faltes mafiana i comer.
Y se aparto bruscamente. Sintió en la cabeza un
dolor agudo como si la hubieran pinchado con agu-
jas. Latíale el corazón; estaba satisfecha de haber
padecido por él.

— jAdiós!
El la estrechó entre sus brazos con una sonrisa
çompasiva y la besó friamente los ojos.
Pero ella, enloquecida por aquel contento, repí-
tió: «jYa!» Y su mirada suplicante indicaba el

cuarto, cuya puerta estaba abierta.


Du Roy se apartó y dijo:

— Me marcho; llegaria tarde.

Entonces ella le ofreció su boca que él tocó ape-


nas, y luego, dândole la sombrilla que se olvidaba,
dijo:

— Vamos, vamos, son mâs de las tres.

Salió antes que él, repiíiendo:


— Mariana â las siete.

—No faltaré.

Se separar-on, tomando distintas direcciones.


Du Roy llegó hasta el bulevar exterior y luego
bajó por de Malesherbes. Pasando por una con-
el

fiteria vióun montón de castanas heladas y pensó:


«Voy é comprar una libra para Clotilde.» Compró
un cucurucho de aquellos dulces que tanto gusta-
ban â la joven. A las cuatro estaba en casa espe-
ràndola.
»- 163

Llegó con algún retraso porque su marido había


venido â París por unos días.
Clotilde preguntó:
— óPuedes venir & cor*er mafiana? Se alegraré
de verte.

No, mafiana como en casa del director. No
puedo faltar.
Habíase quitado el sombrero y se quitaba el corsé
que la oprimia.
Du Roy le indicé el saquito que estaba encima
la chimenea:
—Te he traído castafias heladas.
Palmoteó de alegria.

— jCuànto te quiero! — dijo.


Tomó uno de los dulces, lo comió y afiadió mi-
rando à Jorge con sensual alegria:
—,sDe modo que halagas todos mis viciós?
Comía lentamente las castanas y miraba à menu-
do cuéntas quedaban.
—Toma, siéntate en el sillón; voy à ponerme
entre tus piernas para corner los dulces. Estaré
muy bien.
Du Roy sonrió, se sentó y la puso entre sus mus-
los abiertos como poco antes tuviera â la sefiora
Walter.
Clotilde levantaba la cabeza para mirarle y decía
con la boca llena:

—<iNo sabes? Sofié contigo.Sofié que hacíamos


un largo viaje en un camello. Tenia dos jorobas y
— 164 -
tú ibas en una y yo en otra. Llevâbamos sandwichs
en un papel y vino en una botella y comíamos por
el camino. Pero me aburría porque no podíamos

hacer mâs, pues estâbamos lejos uno de otro y yo


quería bajar.
Du Roy contestó:
— También yo quiero bajar.
Reia, se divertia oyendo su charla descosida y la

incitaba â que continuarà explicando tonterías que


resultan agradables en boca de una mujer amada.
Aquello mismo que le gustaba en Clotilde le exas-
peraba en la senora Walter.
Clotilde le llamaba también «chiquillo», «queri-
do», «gato mío». Dichas por ella, agradâbanle
aquellas palabras. Es que éstas tienen el gusto de
los labios que las pronuncian.
Pero entre tanto pensaba en el dinero que iba â
ganar y bruscamente detuvo, dàndole dos papiro-
tazos en la cabeza, la charla de su amiga y le dijo:
— Oye, gatita. Voy â darte una comisión para tu
marido. Dile que compre diez mil francos de Deuda
marroquí y que dentro tres meses habrâ ganado de
sesenta à ochenta mil francos. Recomiéndale la
mayor discreción. mía que està deci-
Dile de parte
dida la expedición â Tanger y que el Estado fran-
cès garantizarâ la Deuda marroqui. No lo digas â
nadie mâs. Es un secreto de Estado.
Clotilde le escuc’nba muy seria.

—Te doy gracias, monín. Avisaré â mi marido.


- 165 -
Puedes fiarte de élj es muy callado. No hay pe-
ligro.

Pero había comido ya todas las castanas; aplastó


el saquito y dijo:
— Vamos â acostarnos. Y sin levantarse, des-
abrochó el chaleco de Jorge.
De pronto se detuvo y cogiendo un largo cabello
que colgaba de un botón, dijo riendo:

jToma! Te has llevado un cabello de Magda-
lena. Eres un marido muy fiel.
Luego sè puso â inspeccionar el cabello y mur-
muré:
—No es de Magdalena; es negro.
— Probablemente serà de la camarera.
Pero examinabala joven el chaleco con una aten-
ción de polizonte y encontró cabellos en cada bo-
tón. Palideció y dijo:
— ;Ah! Te has acostado con una mujer que te ha
puesto cabellos en todos los botones.
Du Roy se admiraba balbuceando:
— No, tonta, no créas...
De pronto recordó, comprendió, se turbó, negó
con firmeza, pero contento en el fondo de que le

creyera afortunado en amores.


Clotilde continuaba encontrando cabellos. Había
adivinado con su instinto de mujer y balbuceaba
furiosa, airada, pronta â llorar:
— Es una mujer que te ama... ha querido que te
Ijçvaras algo de ella,,. jAh! }Q ué traidor eres!.,,
« ISO —
De pronto lanzó un grito, un grito de alegria ner-
viosa:

— jAhl ;ah! es una vieja... he aquí un cabello


blanco... [Ah! ^Te dedicas â las viejas ahora?...
^Cuànto te pagan, dime, cuónto te pagan? ^Tan
bajo has caído?... Siendo así ya no me necesitas;
conserva â la otra.

Se levantó y se puso el corsé en un periquete.


Quería detenerla, avergonzado, y balbuceaba:
— No... Clo... no seas estúpida... no sé qué serà...
quédate...
Pero la joven repetia:
— No, quédate con la vieja... consérvala... haz
que te hagan una sortija con su pelo... con su pelo
blanco... Tienes bastante para ello...
Y con ademanes bruscos se habia acabado de
vestir. Al querer detenerla, le dió un bofetón, y
mientras él permanecía aturdido, abrió la puerta y
huyó.
Apenas estuvo solo sintió una rabia tremenda
contra la estantigua de su vieja querida. jBuena la
iba í poner â esal
Se refrescó con agua encendida y salió
la mejilla

meditando su venganza. Aquella vez no perdonaria,


|ah, no!
Bajó hasta el bulevar y en una tienda miró un
cronómetro que le gustaba desde tiempo atrâs y
que valia mil ochocientos francos.
De pronto pensó con alegria: «Si gano mis seten-
«*> 167 «a»

ta mil francos, me lo compro». Y empezô à pensar


en todo lo que haria con setenta mil francos.
Le nombrarían diputado, compraria el reloj, ju-
garia â la Boisa... y después... después...
No queria entrar en el periôdico prefiriendo ver
â Magdalena antes de ver â Walter y de escribir el

articulo. Fuese, pues, hacia su casa.


Al llegar à la calle Dronot se detuvo. Habiasele
olvidado preguntar por el conde Vaudrec, que vi-
via en la Chaussée-d’Antín. Retrocedió y fué hacia
aill pensando en mil cosas agradables y alegres, en

la fortuna pròxima y en el asqueroso Laroche y en


el vegestorio de la «Patrona». No le inquietaba la

còlera de Clotilde porque ya sabia que perdonaba


pronto.
Preguntô al portero de la casa de su amigo:
—^Cómo esta el seflor de Vaudrec? Me han dicho
que estos dias estaba delicado.
— El senor conde estâ muy malo, sefior. D'cen
que no pasarâ la noche, pues la gota ha subido al

corazón.
Du Roy quedó tan sobrecogido que no sabia que
hacer. jVaudrec moribundo! Ideas confusas surgian
en su mente sin atreverse à confesârselas â si

mismo.
Balbuceô:
— Gracias... ya volveré...— sin saber siquiera lo

que decia.
Subiô â un coche y se hizo llevar â su casa.
*=« IBS

Magdalena ya había vuelto. Entró en su cuarto y


le dijo sin tardar:
—,jNo sabes? Vaudrec està moribundo.
Leía la joven una carta. Levantó los ojos tres ve-
ces consecutivas y dijo:
— <jQué?... ^Qué dices?... Dices que...
— Te digo que Vaudrec està moribundo de un
ataque de gota al corazón.
Y luego anadió:

— iQué piensas hacer?


Magdalena se había levantado, lívida, tembloro-
sa; después se echó à llorar desesperadamente ocul-
tando la cara entre ias manos, Permanecía en pie,
estremecida por los soüozos, aniquilada por su
pena.
Pero de pronto dominó su dolor, y enjugândose
los ojos, dijo:
— Voy... voy allà... no pases cuidado por mí...
no sc à qué hora volveré... no me aguardes.
— Muy bien; vete.
Se estrecharon la mano y marchó, tan aprisa,
que se olvidó los guantes.
Jorge, después de corner, escribió el articulo con-
forme querían los del ministerio, dejando entender
que la expedición de Marruecos no se verificaria.
Luego lo llevó al periódico, habló unos momentos
con el director y se marchó fumando, con el cora-
zón ligero.
-a 169 =*

Su esposa no había vuelto. Se acosto y se dur•-


miô.
Magdalena volvió â media noche. Jorge, brusca-
mente despertado, se sentó en la cama.
—«iQué hay?
Nunca la viera tan pâlida y eonmovida. Mur-
muré:
— Ha muerto.
— Ah! Y... #10
j te ha dicho nada?
—Nada. Al entrar yo ya había perdido el conoci-
miento.
Jorge reflexionaba. Se le ocurrian preguntas que
no se atrevia à formular.
—Acuéstate— dijo.
Se desnudé râpidamente y se deslizé â su lado.
— Había parientes en la casa cuando ha muerto?
—Sélo su sobrino.
— Le veia à menudo este sobrino?
,j

—Nunca. Hacia mâs de diez anos que no se ha-


bian hablado.
—^Tenia otros parientes?
— No lo creo.
— Entonces... ^heredarâ sobrino? el

— No sé.
— ^Era muy ricc Vaudrec?
— Si, mucho.
— ^Sabes, poco mâs é menos, lo que tenta?
— No; quizâ tenia uno é dos millones.
No dijo mâs. Apagé la bujia y permanecieroti
tcndidos u no a! !ado de otro, despiertos, silencio-
sos, pensativos.
Du Roy no Le parecfan ahora muy
sentia sueno.
poca cosa los setenta mil francos de la Deuda de
Marruecos. Parecióle que Magdalena lloraba. Quiso
saberlo y le preguntó:
—<>Duermes?
—No.
Tenia la voz temblorosa. Du Roy afiadió:
— Me he olvidado de decirte que tu ministro nos
ha engafiado.
—,sPor qué?
El le explicó todos los detalles de la jugada que
intentaban Laroche y Walter.
Cuando hubo acabado, Magdalena preguntó:
— ^Cómo has sabido eso?
— Permíteme que no te lo diga. Tú tienes tus in-
formaciones, yo las mias, y las guardo. Pero te

respondo de la exactitud de mis noticias.

Entonces ella murmuró:


—Sí... es posible... Ya imaginaba yo que trama-
ban algo prescindiendo de nosotros.
Pero Jorge, que, decididamente, no tenia sueiïo,

se acercó à su mujer y le besó la oreja.


Ella le rechazô con vivacidad:
—Te ruego que me dejes en paz; no tengo ganas
de juegos.
Du Roy diô media vuelta, resignado, y, cerrando
Jos oj os, acabó por dorrmrse.
t» 171 5-i

VI

El templo estaba enlutado, y en la puerta, un


gran escudo con una corona encima, anunciaba
que enterraban â un hidalgo.
La ceremonia acababa, los concurrentes se mar-
chaban lentamente, desfilando ante el féretro y por
delante del sobrino del conde de Vaudrec, que es-
manos y devolvía los saïudos.
trechaba las
Cuando Jorge Du Roy y su esposa hubieron sali-

do, se dirigieron i su casa. Estaban preocupados;


callaban.
Por fin, Jorge, como hablândose â sí mismo,,
dijo:
— Es muy raro.
Magdalena preguntó:
— éQué, amigo mío?
—Que Vaudrec no nos haya dejado nada.
— 172 —
La joven se ruborizô y dijo:,

— ,1 Y â cuenta de qué debia dejarnos algo? ^Ha-


bía alguna razón para ello?
Luego, después de un instante de silencio, aîia-
diô:

— Quizâ hay algûn testamento. Aun no estiempo


de saber nada cierto.
Reflexiono Du Roy y luego dijo:

— Si, es probable, pues era nuestro mejor amigo.


Comia dos veces por semana en casa; te queria co-
mo un padre y no tenia familia; únicamente un so-
brino segundo. Si, debe haber un testamento. Con
bien poco hubiera cumplido, con tal que se viera
que reconocia nuestro carino. Bien nos debia una
prenda de amistad.
Magdalena replico con expresión pensativa é in-

diferente:
—Si, es posible que exista un testamento.
Al entrar en su casa el criado presento una carta
i Magdalena. Esta la abrió y luego la alargó â su
marido.

Notaria del senor Lamàneub


17, calle de los Vosgos.

«Seftora:
»Tengo el honor de rogarle que se sirva pasar
por mi despacho de dos â cuatro, el martes, miér-
coles ó jueves, para un asunto que le concierne.
Reciba usted, etc...
Lamaneur.»

1/3

Jorge se ruborizó à su vez.


— jAhí està lo que deciamos! exclamó. — Lo
raro es que te llamen à ti
y no à mi, que soy el jefe

de la familia.

Magdalena no contestó de pronto; pero al cabo


de un rato, dijo:
—qQuieres que vayamos de aquí â un rato?
—Con mucho gusto.
Y allâ fueron apenas almorzaron.
Cuando llegaron à casa el notario, el primer pa-
sante se levantó con gran obsequiosidad y les hizo
pasar al despacho del notario.
Este era un hombrecillo que parecía una bola.
Su cabeza semejaba â una bola pegada â otra ma-
yor y sostenida por las piernas tan cortas y tan
gruesas, que parecian dos bolas mâs.
Saludô, indicé que se sentaran y luego, dirigién-
dose â Magdalena, dijo:
—Senora; la he llamado para darle à conocer el

testamento del conde de Vaudrec; que le concierne.


Jorge no pudo por menos de decir:
— Me lo pensaba.
El notario continué:
— Voy à comunicarle este documento, que es
bien corto por cierto.
Cogié un panel de una carpeta, y leyé:
«Yo, el infrascrito Pablo-Emilio-Cipriano-Gon-
tramo, conde de Vaudrec, estando sano de cuerpo
y espíritu, expreso aquí mis ûltimas voluntades.
- 174

»Pudiendo llevarnos la muerte i todo instante,


quiero tomar la precaución de escribir mi testa-

mento que quedarà depositado en el estudio del se-


fior Lamaneur.

»Noí teniendo herederos directos, lego toda mi


fortuna compuesta de acciones de Sociedades Anó-
nimas por valor de seiscientos mil francos y de pro-
piedades inmuebles por valor de quinientos mil
francos â la sefiora Clara-Magdalena Du Roy, sin
ninguna carga ni condición. Le ruego que acepte

este 4£n de un amigo difunto como prueba de una


afección verdadera, profunda y respetuosa.»
El notario afiadió:
— Esto es todo. Este documento lleva la fecha de
agosto último y ha reemplazado â otro documento
de igual naturaleza hecho hace dos anos, en nom-
bre de la sefiora Clara-Magdalena Forestier. Tengo
en mi poder ese primer testamento que en caso de
duda probaría que no ha variado en lo mis míni-
mo la voluntad del testador.
Magdalena, muy pâlida, miraba al suelo. Jorge,
nervioso, se retorcía el bigote.
El notario repuso, después de un instante de si-

lencio:
— Por de contado, caballero, que la sefiora no
puede aceptar este legado sin consentimiento de
usted.
Du Roy se levantó, y dijo en tono seco:
- 175 -a

—Permitame que me tome tiempo para reflexio-


nar.
El notario, que sonreia, dijo con amabilidad:
— Comprendo el escrúpulo que le hace dudar,
Debo anadir que
caballero. el sobrino del conde de
Vaudrec que ha sabido hoy las disposiciones testa-

ntarias de su tío se declara dispuesto â respetar-


f mediante la suma de cien mil francos. A juicio

mio el testamento es inatacable; pero un litigio ar-

maria ruido, lo cual siempre es desagradable, pues


ya saben ustedes que el mundo juzga â veces con
malicia. De todos modos, ^podrâ usted darme â
conocer sus intenciones antes del sâbado?
Jorge se incliné.
— Si, caballero.
Luego saludô con ceremonia, hizo salir â su es-
posa, que permanecía muda, y salió con un aspec-
to tan rudo que el notario no sonrió.
Apenas hubieron entrado en su casa, Du Roy ce-
rrô bruscamente la puerta y tirando el sombrero
sobre la cama, preguntó:
— dHas sido la querida de Vaudrec?
Magdalena, que se quitaba el vélo del sombrero,
se volvió estremeciéndose.
— ^Yo? J
Ah!
—Tu, si. No se déjà toda su fortuna & una muje r
sin haber...

Ella temblaba sin acertar â quitar los alfileres


que sostenian el vélo.
— 176 -
— Veamos.,. veamos... estàs loco... tú... tú eres...
,>Acaso tú mismo... no esperabas hace poco... que
te dejara a'go?
Jorge estaba en pie cerca de
examinando sus ella
menores emociones, como un magistrado que trata
de espiar à un acusado. Y dijo, marcando cada
palabra:
— Sí... podia dejarme algo... à mi... su amigo...
tu marido... ^oyes?... pero no â ti... à su amiga...
à mi mujer. La diferencia es capital, esencial desde
el punto de las conveniencias y de la opinión pú-
blica.

Magdalena le miraba fijamente à su vez de un


modo profundo y singular, como si en sus ojos in-
tèntara leer algo, descubrir esos secretos que â na-
die se confîan en el mundo y que apenas se puede
entrever por descuido. Después de un momento de
silencio, articulé despacio:

—Me parece, sin embargo, que si... que también


se extranarâ un legado de tal importancia, hecho
â ti.

—^Por qué?— preguntó bruscamente Du Roy.


— Porque si...

Vacilaba, y al fin anadió:


— Porque eres mi marido... y no le conocias ape-
nas... porque yo soy su amiga desde hace anos, y
su primer testamento hecho en vida de Forestier,
era ya en favor mio...
— 177 =r
Jorge andaba por la habitación. De pronto dé-
claré:

—No puedes aceptar eso.


Magdalena contesté con indiferència:
— Bien; pero no vale la pena de esperar el sàba-
do y podemos avisar hoy mismo al notario.
Du Roy se detuvo ante ella y de nuevo se mira-
ron fijamente, tratando de sondear lo mâs profun-
do de sus pensamientos. Trataban de ver desnudas
sus respectivas conciencias; lucha Intima de dos se-
res que, viviendouno al lado de otro, se ignoran
siempre, desconfian uno de otro, se huelen, se ace-
chan; pero que no llegan â conocerse hasta lo mâs
recéndito del aima.
De subito, en voz- baja, lé lanzé Du Roy estas pa-
labras:
— Ea, confiesa que has sido la querida de Vau-
drec.
Magdalena se encogié de hombros.
— Eres estúpido... Vaudrec me querîa mucho,
mucho... pero nada mâs... nunca.
Du Roy dié una patada.
— Mientes. No es posible.
Ella replicé tranquilamente:
—Pues as! es, mal que te pese.
Volvié â pasearse y luego pregunté:
— Explicame, pues, por qué te déjà toda su for-
tuna â ti...

El bu en œozo— Tomo II—lî


178 -#

Magdalena contesté:
— Muy sencillo. Como decias antes, no ténia otros
amigos que nosotros, 6 inejor, que yo, pues me
conoció de nifia. Mi madré era seriora de compania
de unas parientas suyas. Venia de continuo aquí y
como no ténia herederos directos, ha pensado en
mi. Que me haya querido algo es posible. ^Qué mu-
jer no ha sido querida de tal modo? Que esta ternu-
ra oculta, secreta,haya puesto mi nombre en los
punlos de su pluma cuando quiso hacer testamen-
to ,jpor qué no? Cada lunes me traia flores. Supon-
go que no te extranaba que no te las diera â ti. Hoy
me lega su fortuna por igual razón y porque no
tiene nadie â quien ofrecerla. Creo que seria muy
rare que te la dejara â ti. ^Por qué? ^Qué gran
afecció n te tenia?
Hablaba con tanta calma y naturalidad, que Jor-
ge dudaba.
Y contesté:
— De todas maneras no podemos aceptar ese le-
gado en tales condiciones. Haría un efecto deplora-
ble. Todos creerían lo que te he dicho y se reirían
de mi. Mis camaradas estân harto dispuestos â ata-
carme. Debo cuidar mucho de mi honor. Me es
imposible permitir que mi esposa acepte un legado
de tal naturaleza, de parte de un hombre que de
publico se ha dicho que era su amante. Forestier
quizâ hubiese tolerado eso; yo, no.
«—Bueno, amigo mio, replicó ella con suavidad,
179

—no aceptemos. Perderemos un millón y nada


màs.
Continuaba andando y se puso â pensar en voz
alta, hablando para su mujer, pero sin dirigirse
à elia.
— Sí... un millón... tanto peor... No comprendió
al testar que cometia una falta de tacto, que des-
preciaba las apariencias... No pensó en qué posi-
ción falsa y ridícula iba â dejarme... En este mun-
do todo es cuestión de matices... Con haberme de-
jado la mitad de su fortuna, todo estaba arreglado.
Se sentó, cruzó las piernas y se puso à retorcer
el bigote, operación â quef se entregaba cuando sen-
tia inquietud ó reflexionaba.
Magdalena tomó una labor y dijo escogiendo
lanas:
— A mí me toca callar; reflexiona tú.
Tardó mucho en contestar; pero por fin, dijo va-
cilando:
— La gente no comprenderâ jamâs que Vaudrec
te haya hecho su heredera y que yo lo haya tolera-
do. Recibir una fortuna de esa manera seria confe-
sar... confesar por tu parte unas relaciones culpa-
blesy por la mía* una complacencia infame... ,;Com-
prendes cómo se interpretaria nuestra aceptación?
Seria preciso encontrar una excusa, un medio de
paliarla cosa. Lo mejor que ha re-
seria dejar creer
partido su iortuna entre nosotros dos.
— 150

—No veo el sistema de conseguirlo, el testamen-


to està muy elaro.
— Muy sencillo. Podrías entregarme la mitad de
la herencia por medio de una donación entré vivos.
Como no tenemos hijos, es posible. De esa manera
nadie podria murmurar.
Magdalena replico con alguna impaciència:
—No veo como lo haríamos. El testamento està
firmado por Vaudrec y me déjà toda la fortuna.

Y <*qué necesidad tenemos de ensenar el tal

testamento? Eres tonta... Con decir que el conde


de Vaudrec ha repartido su fortuna entre nosotros
dos, estamos al cabo de la calle. No puedes acep-
tar ese legado sin mi autorización. Te la doy â con-
dición de un reparto que me prive de ser el hazme
reir del mundo.
La jo ven le miró con fijeza.

— Como quieras. Estoy dispuesta.


Entonces Jorge se levantó y volvió à andar. Pa-
recía vacilar y evilaba las miradas pénétrantes de
su esposa. Decía:
— No... màs renunciar â ello... serà lo
quizâ vale
màs mas honroso... Así nadie podria
digno... lo
sospechar nada. Los màs meticulosos deberían
morderse la lengua.
Se detuvo ante Magdalena y dijo:

Si te parece, vuelvo â casa el notario y le ex-
plico mis escrupulós y que hemos decidido hacer
un reparto, por conveniència, para que no murmu-
181 «

rén. Desde el momento en que acepto yo la mitad


de esa herencia nadie tiene derecho â sonreir. Equi-
vale â decir altamente: «Mi esposa acepta porque
acepto yo, su marido, que sé lo que puede hacer

sin comprometerse.» De otro modo se armaria un


escândalo.
Magdalena contesté:
— Como quieras.
Du Roy quiso explicarse mâs:
— Así, con el reparto, resulta claro como el agua.
Heredamos de un amigo que no ha querido esta-
blecer diferencia alguna entre nosotros dos, que no
ha querido que pueda creerse que después de su
muerte ha preferido â uno ó â otro como en vida.
Es natural que amara mâs â la mujer, pero repar-
tiendo su fortuna, demuestra que su preferencia era
puramente platònica. Créé que si lo hubiera pensa-
do mejor, eso hiciera. No ha refîexionado, no pre-
viô las consecuencias. Como decias hace poco, â ti

era â quien ofrecia flores cada semana y para ti ha


sido su ultimo recuerdo sin tener en cuenta que...
Magdalena le atajó con leve irritación en la voz.
— Bueno. Estamos conformes. No hay necesidad
de tantas explicaciones. Ve en seguida à casa del
notario.
—Tienes razôn, allâ.voy — dijo ruborizândose.
Tomô el sombrero, y en el instante de partir,
exclamé:
f- 152 -a

— Voy â procurar que el sobrino pase por «n-


cwentu mil.
— No - contesté la joven con altivez. — Dale los
cien mil irancos que pide, y tómalos, si quieres, de
mi parte.
Du Roy murmuré algo avergonzado:
— No, partiremos. Dândole cien mil, aun nos
queda un millón cabal.
Y anadié:
— Hasta luego, Magda.
Se fué à explicar al notario su combinacién, que
achacé à su esposa.
Al dia siguiente firmaron una donacién entre
vivos, por la cual Magdalena abandonaba quinien-
tos mil francos â su marido.
Luego, al salir del despacho, como hacia buen
tiempo, Du Roy propuso bajar â pie hasta los bu-
levares. Se mostraba complaciente, cuidadoso con
Magdalena. Esta parecia pensativa y algo severa;
aquél dichoso y alegre.
Era un dia de otono algo frio. La multitud pare-
cia alareada y andaba â paso râpido. Du Roy llevé
â su esposa al escaparate de la tienda donde habia
aquel cronémetro tan deseado.
— Quieres que compre una alhaja?
<; te

—Como quieras— replico con indiferència la

joven.
— ^Qué prefieres, un collar, un brazalete é unos
Dendientes?
s* 183

La vista de aquellos objetos de oro y pedreria,


fundió aquella indiferència de encargo, y miró con
ojos encandilados todas aquellas joyas.
t
De pronto, movida de un deseo:
— He ahi un bonito brazalete.
Era una cadena de forma rara, de la que cada
eslabón tenia una piedra distinta.
Jorge preguntó:
—«jCuânto vale este brazalete?
—Tres mil francos, Caballero.
—Si lo déjà usted en dos mil quinientos, trato
hecho.
El joyero dudó un momento, y respondió:
—No, es imposible.
Du Roy afiadió:
— Mire, anada este cronómetro por mil quinien-
tos francos. En total hacen cuatro mil. Si acepta,
pago al contado; si no voy â otra parte.
El joyero acabó por aceptar.
— Conformes, Caballero.
El periodista, después de dar su dirección, anadió:
— Haga usted grabar en el cronómetro mis ini-

ciales J. R. C. en letras enlazadas, debajo de una


corona de barón.
Magdalena, sorprendida, sonrió. Cuando salieron
tomó su brazo con cierta ternura. Le parecía dies-
tro y fuerte. Ahora que tenia rentas, quería un ti-
tulo. Nada mâs juste.
i- 184 -
— El jueves estarà todo listo, senor barón — dijo
el joyero.
Pasaron por el Vaudeville. Estrenaban una pieza.
— Si quieres, esta noche iremos al teatro; veamos
si hay palcos.
Hallaron uno.Du Roy propuso:
— iComamos en el restaurant?

— Sí, con mucho gusto.


— ,j Y si fuéramos â buscar â la sefiora de Marelle
para pasar juntos la noche? Su marido creo que ha
hegado; me gustaria saludarle.
Fueron. Jorge, que temia algo el primer encuen-
tro con su querida, estaba encantado de tenerlo
ante su mujer, para evitar explicaciones.
Pero Clotilde no pareció acordarse de nada y
obligó â su marido â aceptar la invitación.
La comida íué alegre y la velada encantadora.
Jorge y Magdalena volvieron tarde â casa. El gas
estaba apagado. El periodista encendía fósforos
para alumbrar.
Cuando llegaron al rellano del primero, la llama
súbita hizo surgir del espejo sus dos rostros ilumi-
nados entre las tinieblas de la escalera.
Parecían fantasmas prestos i desaparecer, à eva-
porarse.
Du Roy levantó la mano para alumbrar del todo
sus imâgenes y dijo con risa de triunfo:
—He aquí unos millonarios que pasan.
185 -

VII

Hacía dos meses que se había realizado la con-


quista de Marruecos. Francia, duena de Tànger,
poseía toda la costa del Mediterrâneo hasta la re-
gència de Trípoli y había garantizado la deuda del
nuevo país anexionado.
Se decía que con ello dos ministros ganaban unos
veinte millones y se citaba casi en voz alta à Laro-
che-Mathieu.
En cuanto â Walter nadie ignoraba que había
hecho una doble jugada y ganado treinta ó cuaren-
ta millones con el empréstito y ocho ó diez con las

minas de cobre y hierro, ademâs de la ganancia que


le proporcionô la compra de inmensos terrenos

comprados baratisimos antes de la ocupación y re-


vendidos luego â companias colonizadoras.
En pocos días se había convertido en uno de los
dueflos del mundo, en uno de esos banqueros mâs
a- 158 «a

fuertes que los reyes, que hacen inclinar las cabe-


zas y aparecer cuanto de bajo vil guarda el cora-
y
zôn humano.
Ya no era el judio Walter, duefio de una casa de
banca poco recomendable, director de un periôdico
sospechoso. diputado agiotista, sino el sefior Wal-
ter, el rico israelita. Quiso demostrarlo.
Sabiendo los apuros del principe de Carlsbourg,
que poseia uno de los mejores palacios de la calle
del arrabal San Honorato, con jardin que daba â
los Campos EUseos, propusole comprarle en vein-
ticuatro horas el inmueble, con todos los muebles
y cuadros. Le ofrecia trçs millones. El principe
aceptô.
Al dia siguiente Walter se instalaba en su nuevo
domicilio.
Entonces se le ocurrió otra idea, una verdadera
idea de conquistador que quiere apoderarse de Pa-
ris,una idea â lo Bonaparte.
Por aquellos dias toda la ciudad admiraba un
cuadro del pintor húngaro Karl Marcowitch, ex-
puesto en casa Lenoble, y que representaba â Je-
sucristo andando sobre las olas.
Los criticos de arte, entusiasmados, declaraban
que aquel cuadro era la obra maestra del siglo.
Walter lo compro por quinientos mil francos y
se apoderó de él, cortando de esta manera la co-
rriente de curiosidad que habia despertado el
cuadro. y conseguia hacer hablar de él.
IS7 «*»

Luego hizo anunciar por los periódicos que invi-


taria à todos los parisienses de nota â contemplar,
en su casa, una noche, la obra magistral del hún-
garo, para que no pudiera decirse que había se-
cuestrado el lienzo.
Tendría la casa abierta y acudiria quien quisiera
con sólo ensenar la tarjeta de invitación.

Decia «Los
asi: sefíores Walter le ruegan les dis-

pense el honor de ir â ver en su casa, el treinta de


diciembre, de las nueve à las doce de la noche, el

cuadro de Marcowitch «Jesús andando sobre las

olas» iluminado por luz elèctrica.»


Luego, à guisa de nota, en caractères diminutos
se leia: «Se bailara pasadas las doce.»
Los que se quisieran quedar se quedarían y en-
Walter sus relaciones futuras.
tre ellos escogería

Los otros mirarían el lienzo, el palacio y sus pro-


pietarios con fría indiferènciay se irían. insolente
Pero Walter sabia que volverian, como iban
el tío

à todas las casas de sus hermanos israelitas que se


habían hecho ricos como él.

Era preciso ante todo que fueran à su casa los

nobles arruinados que citan todos los periódicos, y


de fijo que irían para ver la facha del hombre que
ha ganado cincuenta millones en seis semanas; irian

para contar y ver â los otros que acudieran; y por-


qué había tenido el tacto de invitaries à ver un cua-
dro cristiano, siendo él israelita.

Parecía decirles que habia pagado quinientos mil


- 188

írancos por la obra maestra religiosa de Marcowitch


y que aquel cuadro permaneceria en la casa del ju-
dío, para poder contemplarlo.
En los círculos aristocràticos se habia discutido
tal invitación que, en suma, â nada comprometia.
Se iria como se va â ver acuarelas enel almacén

de Petit. Si los Walter poseían una joya de arte y


dejaban que todos la admiraran, estaba muy bien.
La Vie Française traía cada dia un suelto sobre
esa fiesta del ireinta de diciembre y procuraba des-
pertar la curiosidad pública.
A Du Roy le escocía la victorià del director.
Se habia creido rico con los quinientos mil fran-
cos que birló à su esposa y ahora se juzgaba pobre,
espantosamente pobre comparando su menguada
fortuna con la lluvia de millones que habia caído
junto â él, sin que hubiera sabido aprovecharla.
Su aumentaba de dia en dia.
còlera de envidioso
Sentíala contra los Walter â cuya casa no habia
vuelto, contra su mujer que, enganada por Laro-
che, le habia aconsejado que no comprara marro-
quí, y contra el ministro que se habia servido de él,

lehabia burlado y comía dos veces por semana en


su mesa. Jorge le servia de secretario, de agente,
de escribiente y cuando escribia lo que le dictaba,
dâbanle ganas de estrangular â aquel guapetón
triunfante. Como ministro no brillaba mucho Laro-
che, y para guardar la cartera no dejaba adivinar
que estaba forrado de oro. Pero Du Roy sentia aquel
189

oro en el acento mas altanero del abogadillo, en su


ademân mâs insolente, en sus afirmaciones mâs ca-

tegôrieas, en la confîanza que demostraba en si

mismo.
Laroche reinaba en casa Du Roy, ocupando e
lugar del conde de Vaudrec, hablando à los criados
como pudiera hacerlo un segundo amo.
Jorge lo toleraba estremeciéndose de rabia, como
un perro que quiere morder y no se atreve. Pero â
veces se mostraba brutal con su esposa, la cual se
encogia de hombros y le trataba de muchacho tof-
pe.No comprendia su continuo malhumor y repe-
tia: —No te entiendo. Te quejas siempre y tu posi-
ción no puede, sin embargo, ser mejor.
El le volvia la espalda y no le contestaba.
Había declarado al principio que no iria â la fies-

ta de Walter y que no volveria â poner los pies en


casa del asqueroso judio.
Hacía dos meses que la senora Walter le escribia
una carta cada dia suplicândole que fuera â verla,
que le diera una cita donde quisiera â fin de darle
los setenta mil francos que había ganado para él.

Du Roy no contestaba ni leia aquellas cartas des-


esperadas. No es que renunciara â cobrar aquel di-
nero; sino que quería mostrarse altivo, humiliar â
aquella mujer, pisotearla. ;Era demasiado rica!
El dia de la exposición del cuadro, Magdalena le

aconsejaba que fuera. Du Roy replicó:


— Déjame en paz. No me muevo de casa.
- 190 —
Pero después de comer dijo de pronto:
— Bueno, no habrâ mis remedio que ir. Vístete
pronto.
Ya lo esperaba aquello Magdalena.
— Dentro de un cuarto de hora estoy lista.

El se vistió grufiendo y todavía estaba malhu-


morado al bajai del coche.
El palacio de Carlsbourg estaba iluminado por
cuatro globos eléctricos que parecían cuatro lunas
azuladas.
Una alfombra magnífica cubría los escalones y
en cada uno de ellos había un criado con librea,
como una estatua.
tieso

Du Roy murmuró:
— jVaya un lujol— y se encogió de hombros roí-
do por la envidia.

Su esposa le dijo:

— Calla é imita.
Entraron y entregaron los abrigos à los lacayos.
Muchas sefioras se quitaban también los abrigos.

Se oía decir:
— jMuy bonito, muy bonito!
El vestíbulo, muy amplio, estaba cubierto de ta-
pices que representaban la aventura de Marte y Ve-
nus. Arrancaba de allí una doble escalinata monu-
mental. La barandilla era una preciosidad de hie-
rro forjado, cuyo dorado antiguo fulguraba débil-
mente en los escalones de màrmol rojo.

A la entrada de los saloncs dos ninas disfrazadas


- 191 -s

de Locura, una c on traje rosa y azul la otra, ofre-


cfan ramos à las seftoras. Aquello parecia una idea
feliz.

Habia ya mucha gente en los salones.


La mayoria de las senoras llevaban vestido de ca-
11e, para indicar sin duda que acudían allí como â
una exposición cualquiera. Las que querian aguar-
dar el baile iban descotadas.
La senora Walter, rodeada de amigas, estaba de
pie en el segundo salón y contestaba à los saludos
de los visitantes. Muchos no la conocian y se pa-
seaban por allí como por un museo, sin cuidarse
para nada de los duenos de la casa.

Cuando vio â Du Roy se puso lívida é hizo un


movimiento para ir hacia él, pero se contuvo. El la

saludo con seriedad y Magdalena con mucho mi-


mo. Entonces Jorge dejô â su esposa y se perdió
entre la multitud para escuchar las cuchufletas que
no dejarian de lanzarse.
Habia cinco salones seguidos, tapizados de telas

preciosas, de bordados italianos ó de tapices de


Oriente, con cuadros de antiguos maestros. Llama-
ba la atención una salita Luis XVI, tapizada de se-
da con ramilletes rosa sobre fondo azul. Los mue-
bles bajos, de madera dorada y cubiertos de tela
parecida â la de las paredes, eran una maravilla de

finura.
Jorge reconoció & una ción de celebridades: la
duquesa de Terracine, el conde y la condesa de Ra-
192 -*

venel,d general principe de Audremont, la linda


marquesa de Dunes, y todos aquellos y aquellas
que se ve en las primeras representaciones.
Le cogieron por un brazo y una voz juvenil y
contenta le dijo al oido:
— Ah! ^Por fin se le ve, picaro Buen-Mozo? <>Por
j

qué no viene nunca?


Era Susana Walter, que le miraba con sus ojos
de fino esmalte bajo una nube rizada de pelo rubio.
Se alegró de verla y le estrechô francamente la

mano. Luego dijo, excusândose:


—No he podido; hace dos meses que no me he
movido de casa apenas.
— Pues eso no esté bien — repuso la nina. —Nos
causa usted mucha pena, pues mi marna y yo le
adoramos. Yo no sé pasar un dia sin verle. Ya ve
que se lo digo à la cara, â fin de que no tenga usted
derecho à desaparecer otra vez. Deme el brazo. Yo
misma levoy à ensenar «Jesús andando sobre las
olas.» Està en el fondo de la estufa. Papa lo ha
puesto allí para que se tenga que pasar por todos
los salones. A mi padre parece que le ha dado aho-
ra por la vanidad.
Iban despacio entre la gente.
Algunos se volvian para mirar à aquel chico gua-
po y aquella lindisima muneca.
lorge pensaba:
— Si fuera listo de veras me hubiera casado con
ésta; no era cosa imposible. «iCômo no se me ocu-
- 193 -y

rriô? ^Cómo me he dejado pescar por la otra? iQuô


locura! Siempre se obra demasiado aprisa.
La envidia, la envidia amarga le cala en el aima
gota â gota, como una hiel que corrompiera todas
sus dichas y le hiciera odiosa la vida.
Susana decia:
— Venga usted à menudo ahora, Buen-Mozo.
Papa es muy rico y haremos verdaderas locuras
para divertirnos.
— jBah! —contesté siguiendo su idea; — ahora va
usted â casarse con algûn principe, algo arruinado,

y ya no nos veremos.
— —
No, contesté con franqueza todavia no. —
Quiero casarme con uno que me guste, que me
guste mucho. Soy bastante rica para dos.
El sonreia con altivez y le nombraba las perso-
nas que pasaban, gentes nobles que habian vendido
sus titulos mohosos â hijas de banqueros como ella,

y que vivian ahora alejados de sus esposas, pero li-

bres, impudentes, respetados.


Y terminé asi:

—Apuesto â que antes de seis meses serâ usted


la senora marquesa, é la senora duquesa, é la se-

nora princesa, y me mirarâ usted por encima del


hombro, senorita.
Ella se indignaba, le daba golpecitos en el brazo
con el abanico y afirmaba que sólo se casaria por
amor.
El buen mozo— Tomo IJ— 13

194 —
—Y a lo veremos; es usted harto rica.

— Usted también ha heredado.


— Valiente herencia. Apenas veinte mil libras de
renta. No es mucho que digamos.
— Pero su sefíora ha heredado también.
— Sí. Un millón entre los dos. Cuarenta mil de
renta. No hay ni para coche.
Llegaban al último salón, y ante ellos se abría la
estufa, gran jardin de invierno con ârboles de los
países tropicales, que abrigaban multitud de plan-
tas raras. Entrando en aquella umbría se respiraba
olor â tierra húmeda y perfumes distintos. La luz
caía del techo como una lluvia de plata. Era una
sensación extrafia, suave, insana, artificial, ener-
vante. Se andaba sobre alfombras que parecían
musgo. De pronto Du Roy advirtió à la izquierda,
bajo una ancha bóveda de palmeras, una gran taza
de mârmol blanco, que llenaban con los chorros de
agua que caían de sus picos, cuatro cisnes de por-
celana de Delft.
El fondo de la taza estaba cubierto de polvo de
oro, y se veían agua enormes peces rojos, ra-
en el

ros monstruos chinos de ojos saltones, de escamas


ribeteadas de azul, mandarines del agua que recor-
daban, suspendidos sobre aquel fondo de oro, los
raros bordados del Celeste Imperio.
El periodista se detuvo con el corazón palpitante.
Pensaba: «Esto, esto es lujo; he aquí las casas que
hay que habitar. Otros las consigucn. ^Por qué yo
~ 195 -
no?» Pensaba en los medios, no los vela j se irrita-
ba contra su impotència.
Su comparera callaba, pensativa. La miró de
soslayo y pensó: «Con haberme casado con esta
muneca estaba hecho el milagro.»
Pero Susana pareció despertar de pronto.
— Atención — dijo.
Empujó â Jorge â través de un grupo que les ba-
rria el camino y le empujó luego hacia la derecha.
En el centro de un bosquecillo de plantas raras
que extendian sus hojas temblorosas abiertas como
manos de afilados dedos, se veia â un hombre in-
môvil de pie sobre el mar.
El efecto era sorprendente. El cuadro, cuyos la-
dos estaban ocultos por las plantas, parecia un
agujero negro en una perspectiva fantàstica.
Era preciso mirar con atención para comprender.
El cuadro cortaba la mitad de la barca donde se
hallaban los apóstoles apenas iluminados por los
rayos oblicuos de una linterna, de la cual, uno de
ellos, sentado en la borda, proyectaba toda la luz
sobre Jesús que se acercaba.
Jesucristo ponia el pie sobre una ola que, sumi-
sa, se aplanaba acariciadora bajo el paso divino que
la oprimia. Todo era sombrio alrededor del Hom-
bre Dios. Sólo las estrellas brillaban en el cieío.

Las caras de los apóstoles, â la luz escasa de


la linterna, parecían contraidas por una gran sor-
presa.
— 196

Era una obra poderosa é inesperada de un maes-


tro,una de esas obras que hacen sonar durante
afios.

Los que la miraban quedaban silenciosos de


pronto, se iban pensativos y sólo hablaban mucho
mâs tarde del mérito de la pintura.
Du Roy, después de haberla mirado un rato, ex-
clamo:
— Es una gran cosa poder comprar cuadros así.
Después se tué guardando bajo el brazo la mane-
cita de Susana.
Esta le preguntó:
—^Quiere un vaso de champagne? Vamos al buf-
fet. Allí estarà papà.
Volvieron â recórrer los salones donde cada vez
había màs gente, una multitud elegante de fiesta
pública.
Jorge creyó oir que alguien decía:
— Es Laroche y la senora Du Roy.
Aquellas palabras rozaron su oido como esos
ruidos lejanos que trae el viento. <ïDe dônde ve-
nian?
Buscó y miró. Efectivamente, su esposa pasaba
dando el brazo al ministro. Hablaban en voz baja,
de un modo intimo, mirândose.
Creyó que alguien cuchicheaba mirândoles y
sintió un deseo brutal de lanzarse sobre ellos y

aplastarles â punetazos.
Su mujer le ponia en ridículo. Pensô en Fores-
- 197 -*

lier. Quizâ decian: «Ese cornudo de Du Roy.»


^•Quién era ella? Una intrigante, lista en verdad;
pero sin gran talento. Si iba la gente â su casa era
porque le temîan, porque le creian fuerte; pero de-
bian burlarse de ese matrimonio de periodistas.
Nunca iria lejos con tal mujer que no daba presti-
gio â su casa, que se comprometia de continuo,
que ténia andares de aventurera. En lo sucesivo
séria como un grillete que le impidiera andar. Ah! j

jSi hubiera sabido, si hubiera previsto! jCuân dis—

tinto fuera su plan! jQué gran partida hubiera po-


dido ganar con Susanita como puesta! ,jCômo fué
bastante ciego para no verlo?
Llegaron al comedor, una inmensa sala con co-
lumnas de mârmol y con tapices antiguos de los
Gobelinos.
Walter viô â su cronista y se adelantó para estre-
charle lasmanos. Estaba loco de alegria:
— ^Lo ha visto usted todo? <;No has olvidado
nada, Susana? jCuânta gente! ^verdad, Buen Mozo?
^Ha visto usted al principe Guerche? Hace un mo-
mento ha venido â beber un vaso de ponche.
Luego se lanzó hacia el senador Ri'ssolin y lleva-
ba del brazo â su mujer que parecia una tienda de
adornos.
Un caballero, alto y delgado, saludaba â Susana.
Llevaba patillas rubias, era algo calvo; pero ele-
gante. Jorge oyô que le llamaban marqués de
el

Cazolles y sintió celos de aquel hombre. ^Desde



£=> igs =
cuàndo le conocîa Susana? Sin duda desde que era
tan rica. Adivinaba un pretendiente.
Le tomaron el brazo. Era Norbert de Varenne. El
viejo poeta paseaba sus cabellos grasientos y su
frac dcslucido, con expresión indiferente y can-
sada.
— He aquí lo que se llama divertirse — dijo.
Pronto se bailarâ; después, à cama; y las nifias la

estarân contentas. Beba usted champagne, es ex-


celente.
Se hizo llenar una copa y, saludando à Du Roy,
que había tomado otra, dijo:
— Bebo al desquite de la inteligencia sobre los
millones.
Y ahadiô con acento suave:
— No es que los envidie; protesto por principio.
Jorge no le escuchaba. Buscaba â Susana que
había salido con el marqués de Cazolles. Dejando
entonces bruscamente â Varenne, se lanzô en per-
secución de la joven.
Le detuvo un grupo que iba â refrescar. Y des-
pués topó de manos à boca con la senora de Ma-
relle.

Continuaba viendo à ésta; pero no à su marido,


que le estrechó con efusión la mano, y le dijo:

— Le doy à usted las gracias por el consejo que


dió por mediaciôn de Clotilde. He ganado cerca de
cien mil francos con la Deuda marroquí. A usted
se los debo. Es usted un buen amigo.
m sa

Los hombres se volvían para mira'* aquella mo-


renita elegante y linda. Du Roy respondió:
— A cambio de ese servicio, permítame que tome
el brazo de su esposa. Hay que separar â toda cos-
ta las parejas matrimoniales.
El senor de Marelle se inclino.
—Muy bien. Si no nos vemos, dentro de una
hora nos encontraremos aquí.
— Perfectamente.
Los dos jóvenes se perdieron entre la multitud.
Clotilde decía:
— jQué ganga es saber ser comerciante y enten-
der los negociosl jQué suerte tienen esos Walter!
— jBah! — replicó Jorge; — los hombres fuertes lie—

gan siempre por un medio ú otro.



He ahí dos muchachas que tendran veinte ó
treinta milloïies de dote cada una. Y Susana es lin-
da ademàs.
Du Roy no contesté. Su propio pensamiento,
formulado por otros labios, le irritaba.

Clotilde no habia visto aún «Jesús andando sobre


las olas.» Se propuso llevaria allí.

Mientras iban, se entretenían en burlarse de las


fachas de los que veían. Saint-Potin pasó junto â
ellos ostentando gran número de condecoraciones,
lo cual les divirtió mucho. Un ex-embajador que
pasó detrâs de él, muchas menos.
llevaba
Du Roy dijo:

—jQué revoltijol
=- 200 -
Boisrenard. que le estrechó la mano, había ador-
nado también su ojal con la cinta amarilla y verde
que luciô el dîa del duelo.
La vizcondesa de Percemur, rechoncha y empe-
rifollada,hablaba con un duque esmirriado en la
salita Luis XVI.

Jorge murmuró:
— Una conversación galante.
Detrâs de un grupo de arbustos, casi ocultos, vió
â su mujer y Laroche. Parecian decir: «Nos hemos
dado una cita aquí, una cita pública, porque nos
burlamos de la opinión.»
La senora de Marelle reconociô que aquel Jesús
de Marcowitch era admirable, y volvieron ambos
en busca del marido.
Du Roy pregunto:
— I Y Laurita esta aún enfadada?
— Sí, como siempre; no quiere verte y desapare-
ce cuando le hablan de ti.

Jorge no contesté. La enemistad de aquella nina


le apenaba.
Susana les salió al encuentro detrâs de una puer-
ta, diciendo:

— Ah! ^Estâ usted aquí? Ea, Buen-Mozo, va us-


i

ted à quedarse solo. Me llevo â la bella Clotildepara


cnsenarle mi habitación.
Y ambas mujeres se alejaron deslizândose â tra-
vés de la multitud con aquel movimiento ondulant?,
- 201 -
de culebra, que saben tomar cuando estân entre
una muchedumbre.
Casi en seguida, una voz murmuró:
— i
Jorge!
Era la senora Walter. Anadió en voz baja:
—^Qué cruel es usted! jCuàn inútilmente me
hace padecer! He encargado à Susanita que se lie—

vara â Clotilde â fin de decirle una palabra. Oiga,


es preciso... preciso, que le hable esta noche... ó
bien... no sabe usted que haré. Id à la estufa. Ha-
llarâ una puerta â la izquierda y saldrâ ahjardin.

Siga la avenida que viene frente â la puerta y*verâ


una Espéreme allí. Dentro de diez minu-
glorieta.

tos estoy. jSino quiere le juro que armo un escân-


dalo aquí, en este momento!
Du Roy contesto con altanería:
— Estaré.
Se separaron. Pero Jaime Rival por poco le re-
tarda la cita. Le tomó por el brazo y le contó una
porción de cosas con gran exaltación. Sin duda ve-
nia del buffet. Pudo endosarlo al senor de Marelle;
esquivo â su mujer y â Laroche, que parecian muy
entusiasmados, y se fué al jardin.
El fresco de la noche le sorprendió como un bano
helado y por precaución se atô él panuelo al cuello.
Luego siguió lentamente la avenida, deslumbrado
aun por la luz de los salones.
A derecha é izquierda veia arbustos cuyas hojas
se estremecian. A veces, â través de las hojas sç
s- 202 «
veîan destellos de luz que venîan de las ventanas
del palacio.

En mitad de la avenida, vió una sombra blanca.


La senora Walter, escotada, con los brazos desnu-
dos, se le acercó y balbuceô:
— Ah! <»Aqui estas? ^Quieres matarme acaso?
j

Du Roy contesté tranquilamente:


— Nada de drama ,;eh? ó me largo ahora mismo.
Ella le habia cogido por el cuello y le murmura-
ba casi tocando su cara con sus labios:
— Pero ^qué te he hecho? jTe portas como un
miserable! ^Qué te he hecho?
Jorge trataba de rechazarla.

Has arrollado cabellos â todos los botones de
mi chaleco la última vez que nos vimos, îo cual por
poco me cuesta renir con mi mujer.
Ella quedó sorprendida, negando con la cabeza.

Poco le importa eso â tu mujer. Alguna de tus
queridas séria la que se quejara.
—No tengo queridas.
—No mientas. Entonces, <jpor qué no quteres ve-
nir â corner una vez semana? Es atroz
siquiera por
lo que padezco. Solo en ti pienso, solo â ti veo; no

me arrevo à pronunciar una palabra para no decir


tu nombre. Tu recuerdo, siempre présente, me ano-
nada* me déjà sin saber qué hacer ni qué decir y
permanezco todo el dia como una tonta, pensando
en li.

Du Roy la miraba con asombro. Ya no era la


e. 203 =*

casquivana que hacía la nifía, era una mujer de-


sesperada, capaz de todo.
Sintió que nacía un proyecto vago en su mente y
contesté:
— Querida, el amor no es eterno.Se amay se déjà
de amar. Pero cuando la cadena persiste, resulta
insoportable. No quiero mâs pasión. Esta es la ver-
dad. Sin embargo, si fueras razonable y me reci-

bieras como â un amigo, vendria como antes. ^Te


sientes capaz de eso?
Puso ambos brazos desnudos sobre el frac de
Jorge y murmuré-:
— Soy capaz de todo para verte.
— Entonces bien; somos amigos y nada mâs.
Ella balbuceé:
—Convenidos.
Luego, acercândole el rostro:
— Un beso... el ültimo.
El la rechazé suavemente.
—No, no es eso lo pactado.
La cuitada se volvié enjugândose dos lâgrimas y
luego, sacândose del pecho un paquetito atado con
una cinta de seda, lo ofrecié à Du Roy.
—Toma. Es tu parte de beneficiós en lo de Ma-
rruecos. jEstaba tan contenta de haber ganado esto
para ti! Toma, témalos...
— No, no quiero este dinero...
Entonces ella se indigné.

— jAh! No me haras tal desprecîo. Es tuyo y sélo


201 -J

tuyo. Si no lo tomas lo tiro â una cloaca. ,;No


querrâs eso, verdad?
Cogió Du Roy el paquetito y lo embolsó.
~ Entremos, — dijo, podrías pillar un enfrîa-
micnto.
— jMejor! jojalâ muriera!
Le tomó una mano, se la besó con pasión, con
desesperación, con rabia y se fué hacia el palacio.
El volvió poco â poco, reflexionando, y entró en
el invernaculo con la frente altanera y la boca son-
riente.

Su esposa y Laroche no estaban ya. La gente se


marchaba. Poca quedaria para el baile. Vió â Su-
sana dando el brazo â su hermana. Fueron hacia él
para rogarle que bailara el primer rigodón con el
conde de Latour-Ivelín.
Se admiró.
—^Quién es?
Susana respondió maliciosamente:
—Un nuevo amigo de mi hermana.
Rosa se ruborizó.

jQué mala eres, Susana! Ese senor no es mas
amigo de mi que de ti.

Yame entiendo— replico su hermana con una
sonrisa.
Rosa, enfadada, le volvió la espalda y se fué.
Du Roy cogió familiarmente el codo de Susana y
dijo con acento carinoso;
— 205 —
— Óiga usted, nena, ^cree usted que soy su
amigo?
-Sí.
—^Tiene usted confianza en mi?
— Entera.
— ^Recuerda lo que decia hace poco?
le

— ,;Qué?
—^De su matrimonio?
— Si.
— Bueno; ^quiere prometerme una cosa?
—,-Cuâl?
— Consultarme cada vez que alguien pida su
mano, y no aceptar a nadie sin oir mi consejo.
— Bueno.
— Esto es un secreto entre nosotros. No diga una
palabra à sus padres.
—Ni una.
—«iLo promete?
— Lo juro.
Rival llegaba muy atareado.
—Senorita, su papa dice que vaya al baile,

— Vamos, Buen-Mozo.
Pero este se excuso. Queria marchar en seguida,
reflexionar â solas. Habia pensado algo muy deci-
sivo. Buscó â su mujer. La encontró en el buffet
tomando chocolaté con dos caballeros desconoci-
dos. Les presento â su marido sin nombrarles a
elios.

Al poco rato dijo Du Roy:


- 206

— (jVâmonos?
— Como quieras.
Le diô el brazo y fueron hacia la salida. En los
salones quedaba poca gente.
— ^Dónde està la sefiora Walter? Quisiera despe-
dirme.
— Es inútil. Querria que nos quedàramos para el

baile y ya tengo bastante.


— Es verdad, tienes razôn.
Por el camino no hablaron. Pero apenas estuvie-
ron en su habitación, Magdalena, sonriente y sin
quitarse el vélo siquiera, dijo:
— Tengo una sorpresa para ti.

— ^Cuâl?— grunó con malhumor Jorge.


—Adivina.
—No haré esfuerzo. tal

—^No? Bueno. Pasado mafiana es primero de


ano.
—SI.
— Es la ocasiôn de los aguinaldos.
-Si.
— He aquí el tuyo, que Laroche me ha dado
hace poco.
Y le presentó una cajita negra que parecia un
estuche de joyas.
La abrió con indiferència, y viô la cruz de la

Legión de honor.
Palideció levemente, luego sonriô, y declarô:
— Hubiase preferido diez millones. Poco le cues-
ta eso.
Ella, que esperaba un transporte de alegria, se

irritó de aquella frialdad.


-—En verdad que no se te entiende. Nada te sa-

tisface ahora.
El contesté tranquilamente:
—No hace sino pagarme su deuda. Aun me
debe mâs.
Se admiré su esposa de su acento, y replicé:
- Sin embargo, es honroso à tu edad.
— Todo es relativo; mâs podia tener.
Tomé el estuche, lo puso abierto en la chimenea,
miré unos instantes la estrella brillante, y después
de encogerse de hombros se acosté.
El Diario Oficial del i.°de Enero anuncié, en
efecto, el nombramiento de don Préspero Jorge
Du Roy, publicista, para el grado de caballero de
la Legién de honor, por servicios excepcionales.
Su nombre estaba escrito en dos palabras, lo cual
agradé mâs â Jorge que la misma condecoracién.
Una hora después de haber leido aquella noticia,
recibió una carta de la senora Walter que le supli-
caba que fuera â corner â su casa, para celebrar
aquella distinción. Vaciló unos momentos, echó al

fuego la carta, escrita en términos ambiguos, y


dijo â Magdalena:
— Comeremos en casa los Walter.
— 208

— [Torna! — exclamó sorprendida su mujer, —


creia que no querías ir mas allí.

— He cambiado de parecer.
Cuando llegaron, la senora estaba sola en el sa-
loncito Luis XVI, que era el de sus recepciones
intimas. Vestia de negro
y habia empolvado sus
cabellos, lo cual la favorecía mucho. De lejos pa-
recía una anciana; de cerca una joven, y mirândo-
la bien, un engano viviente y encantador.
—^Estâ usted de luto? - preguntó Magdalena.
Contestó tristemente:
— Sí y no. No he perdido â ninguno de los míos;
pero he llegado â la edad en que se lleva el luto de
la pròpia vida. Hoy lo llevo para inaugurarlo; en lo

sucesivo lo llevaré en el corazón.


Du Roy pensó: «^Durarà tal resolución?»
La comida fué un tanto aburrida. Susana char-
laba, Rosa parecía preocupada. El periodista fué
muy felicitado.

Al terminar se fueron paseando y hablando hacia


la estufa. Du Roy iba detras con la senora Walter.
Esta le retuvo por el brazo.
— Oiga— le dijo en voz baja. —No le hablaré de
nada, jamâs... Pero venga â verme, Jorge. Ya ve
que no le tuteo. No puedo vivir sin usted, no pue-
do. Es una tortura indecible. Le veo y le siento
siempre en todas partes; de dia y de noche. Es
como si me hubiera usted dado un veneno que me
royera. No puedo. No. No quiero ser mâs que una
~ 209 -í

vicja para usted. Me he puesto el pelo blanco para


hacérselo comprender; pero venga, venga 4 verme
como amigo.
Le había cogido la mano y se la estrechaba, se la
apretaba, le hundía las unas en la carne.
Du Roy contesto con calma:
— Ya ve usted que he venido hoy al recibir su
carta. Pero es inútil hablar de lo otro, es inútil.

Walter, que con sus hijas y Magdalena iban de-


lante, esperó 4 Du Roy junto al cuadro.

— Imagínese usted que ayer halló â mi mujer de


rodiüas ante este cuadro, como si rezara. i
Lo que
me rei!

La senora Walter replico con voz firme en la

que vibraba secreta exaltación:


— Este Cristo salvarà mi alma. Cada vez que le

miro me da valor y fuerza.


Y deteniéndose ante el Dios que andaba sobre el

agua:
— ;Qué hermoso es! ;Cu4nto le temen y cu4nto
le aman esos hombres! (Ved su cabeza, sus ojos,
qué sencillo y sobrenatural es 4 un tiempo!
Susana exclamó:
—Se le parece 4 usted, Buen-Mozo. Estoy segu-
ra de ello. Si llevara barba ó El estuviese afeitado,
serian ustedes iguales. jEs asombroso!
Quiso que se pusiera de pie ai lado dei cuadro y,
£1 buea mozo—Tomo 11—14
r- 210 -
efecrivamente, todos reconocieron que las dos ca-
ras se parecían.
Walter halló la cosa chocante. Magdalena, son-
riendo, declaró que Jesús tenia un aspecto màs vi-
ril.

La sefiora Walter permanecía inmóvil, contem-


plando el rostro de su amante al lado del de Jesu-
cristo, y estaba tan blanca como sus cabellos blan-
cos.

VIII

Durante lo que faltaba de invierno, los Du Roy


menudo â casa de los Walter. Jorge iba
fueron à
muchas veces solo; Magdalena preferia quedarse
en casa.
Había adoptado el viernes como dia fijo, y la se-

fioraWalter no invitaba â nadie aquel dia, que con-


sagraba por entero â Buen-Mozo. Después de co-
rner se jugaba à las cartas, se daba de corner â los
peces chinos y se divertían en familia. Muchas ve-
ces, detrâs de una puerta ó de un macizo de arbus-
tos, la sefiora Walter habia cogido bruscamente en-
tre íus brazos al joven, y estrechândolo con toda
su fuerza contra el pecho, le decia:

— jTe amo... te amo... te amo lo indecible!...

Pero ciempre la había rechazado íriamente, con-


testando con tono seco:
211

—Sí vuelve usted à las andadas, no me verâ mas


aqui.
A fines de marzo se habló de pronto del casa-
miento de las dos hermanas. Rosa debia casarse
con conde de Latour-Ivelin, y Susana con él mar-
el

qués de Cazolles. Ambos eran intimos de la casa. A


ambos se les recibia con familiaridad muy acen-
tuada.
Jorge y Susana vivian en una especie de intimi-
dad fraternal. Charlaban durante horas y horas, se
burlaban de todos y parecian estar muy à gusto
juntos.No habian vuelto à hablar del posible raa-
trimonio de la joven ni 4e los pretendientes que se
presentaban.
Un día, el director se llevó â Jorge â almorzar.
Al terminar la comida tuvo que salir la senora Wal-
ter para un asunto urgente, y Jorge dijo â Susana:
— Vamos â dar pan à los peces rojos.
Tomar on cada cual de la mesa un gran trozo de
miga y se fueron â la estufa.
Alrededor de la alberca de màrmol habia almo-
hadones, à fin de que, poniéndose de rodillas, se es-
tuviese mâs cerca de los peces.
Los jóvenes tomaron uno cada uno, é inclinados
hacia el agua empezaron â echar pan â los peces.
Estos, apenas vieron, acudieron moviendo la co-
le

lay dando
las aletas, vueltas sobre si mismos, hun-
diéndose para coger la presa que bajaba y subien-
do para pedir otra.
— 212 —
Hacían unos movimientos rares con la boca, da-
ban empujes bruscos y râpidos y destacâbanse de
fondo de oro con color rojo ardiente, pasando co-
mo llamas por el agua transparente ó mostrando el

ribete azul de sus escamas cuando se detenían.


Jorge y Susana se veían en el agua y se sonreian
â sí mismos.
De pronto Du Roy dijo en voz baja:
—No esté bien enganarme, Susana.
—^En qué?
—^Recuerda usted lo que me prometió el día de
la fiesta?

—Sí.
— Consultarme cada vez que le pidieran su mano.
— qué?
—Que se han pedido.
la

—jiQuién?
— Ya lo sabe usted.
— No; se lo juro.
— Sí sabe. Ese fatuo de marqués.
lo

— En primer lugar, no es fatuo.


— Bueno; pero es estúpido; se ha arruinado en el

juego y derrengado por la mala vida. Buen partido


para usted, tan linda, tan fresca, tan inteligente.
— <iQué tiene usted contra él? — pregunto Susana
sonriendo.
— ^Yo? Nada.
— Sí; no es como usted pinta.
tal le

— jVaya! Es un tonto y un intrigante.


~ 213 -a

Cesando de mirar al agua, dijo la joven:


— Ea, ^qué es lo que tiene usted?
Como si le arrancaran un secreto del fondo del
corazón, pronunció:
—Tengo... tengo... que estoy celoso de él.

—éUstçd? — preguntó gran asombro. sin

— Sí, yo.
— |Toma! por qué?
— Porque estoy enamorado de usted, y usted lo

sabe, picarilla.
Entonces ella dijo con tono severo:
— jEstà usted loco, Buen-Mozo!
— ya sé que estoy loco. ^Acaso
Sí, debiera decir
esto yo, hombre casado, â usted, que es soltera?
Soy mâs que loco, soy culpable, miserable. No ten-
go esperanza y esto me enloquece. Cuando oigc de-
cir que va usted à casarse, me da una ira atroz.

Hay que perdonarme, Susana.


Calló. Los peces, â los cuales ya no echaban pan,
permanecían inmóviles, casi en línea, parecidos â
soldados ingleses, mirando las caras de aquellas
gentes que no se cuidaban ya de ellos.
La joven murmuré, mitad en serio, mitad en
broma:
— jQué lâstima que sea usted casado! Pero, no
hay remedio. Ya està hecho.
Se volvió bruscamente hacia ella y le dijo, casi
junto al oído:
—Si fuera libre <jse casaria usted conmigo?
«* 21 1 •=*

Susana respondió con acento sincero:


—Sí, Buen-Mozo, ma casaria con usted, porque
me gusta mâs que los otros.
Du Roy se levantó balbuceando:
— Gracias, gracias... le ruego que no diga «si» â
nadie; que espere; jme lo promete usted?
— Se lo prometo— murmuré turbada y sin com-
prender lo que Du Roy queria.
Du Roy echô al agua un gran trozo de miga que
aun le quedaba y se marché precipitadamente, sin

despedirse, como si hubiera perdido la razôn.


Todos los peces se lanzaron âvidamente sobre
aquella presa y la destrozaron con sus bocas vora-
ces. La arrastraron al otro extremo de la taza, agi-
tândose debajo, tormando un racimo viviente, una
especie de flor animada que giraba, una flor viva

caida al agua cabeza abajo.


Susana, sorprendida, inquieta, se levantó y se fué
hacia las habitaciones. El periodista se habia mar-
chado.
Volvió â su casa muy tranquilo, y como Magda-
lena escribla cartas, le pregunto:
— «^Vendras el viernes i casa de los Walter? Yo
iré.

La joven vacilô.
—No. Estoy algo delicada. Prefiero quedarme
aquí.
— Como gustes; no es que quiera obligarte.
Tomó el sombrero y saiiô.
Desde tíempo hacia la espiaba, la vigilaba y sabla
todos sus pasos. La hora que esperaba habia llega-
do. No se enganó respecto del tono con que dijo:

— Prefiero quedarme aquí.


Se mostró muy amable con ella durante los días
siguientes. Hasta parecia alegre, cosa rara en él. Su
mujer le dijo:

— Veo que vuelves â ser un buen muchacho.


El viernes se vistió temprano porque dijo que te-
nia que ir â varios sitios antes de la hora de comer
en casa Walter.
A después de besar â su mujer, salió y
las seis,

tomó un coche de punto en la plaza de Nuestra Se-


fiora de Loreto.

Dijo al cochero:
— Pàrese enfrente del número 17 de la calle Fon-
tainey permanezca allí hasta que le dé la orden de
marchar. Luego me llevarà usted al restaurant del
Gallo-Faisàn, calle de Laffayette.
El coche se puso en marcha al trote lento del ca-
ballo. Du Roy bajó las cortinillas. Apenas estuvo
frente à su puertano dejó de mirar un instante. Al
cabo de diez minutos vió salir â Magdalena, que
fué hacia los bulevares exteriores.
Cuando estuvo sacó la cabeza por la por-
lejos,

tezuelay «Andando.»
dijo:

El coche se puso en marcha y le dejó junto al


restaurant Gallo-Faisàn, de medio pelo, conocido
en todo el barrio. Jorge entró en la sala genera) y
v* 2 ie -4

comió despacio, nirando poco à poco el rcloj. A


las siete
y media después de beber el café, de to-
marse dos copas de fino champagne y de fumar con
lentitudun buen cigarro, salió, tomó otro coche
que pasaba vacío y se hizo llevar â la calle La Ro-
chefoncauld.
Subió al tercer piso de la casa que habia indicado
y cuando la criada le hubo abierto, preguntó:
—^E1 senor Guibert de Lorme està en casa, verr
dad?
— Sí, sefíor.
Le hicieron entrar en el salón donde esperó hasta
que entró un hombre alto, condecorado, de aspecto
militar, con los cabellos grises aun cuando era jo-
ven.
Du Roy le saludó y dijo:
—Como ya pensaba, senor inspector, mi esposa
come con su amante en la habitación que han al-
quilado en la calle de los Mârtires.
EI inspector se incliné.
— Estoy â su disposición, caballero.
—,jCreo que sólo pueden ustedes entrar en las ha-
bitaciones hasta las nueve de la noche?
— Eso es. A las siete en, invierno, â las nueve en
verano, desde el 3i de marzo. Como estamos â 5 de
abril, podemos disponer hasta las nueve de la no-
che.
— Tengo un coche abajo. Puede usted tomar los
agentes y luego esperaremos un ratito ante la puer-
* 217 -J

ta. Cuanto mâs esperemos mas fàcil serà pillaries


en flagrante delito.
— Como usted guste, caballero.
El comisario salió y volvió con un gabân que
ocultaba su faja tricolor. Se apartô para dejar pa-
sar à Du Roy. Pero éste, preocupado, rehusaba sa-
lir el primero y repetia: «Pase usted... pase us-
ted...»
El inspector dijo:
— Pase usted, caballero; estoy en mi casa.
Du Roy salió, saludando.
Fueron al cuartelilîo â buscar tres agentes que
ya esperaban, pues Jorge habia prevenido durante
el dia al inspector. Uno de los agentes subió al lado
del cochero; los otros dos entraron en el simón,
que les llevó â la calle de los Mârtires.
Du Roy decia:
—Tengo el piano del piso. Primero hay un recî-
bidor, después el cuarto de dormir. No hay doble
salida. Cerca hay un cerrajero. Estarâ dispuesto en
cuanto se le avise.

Cuando estuvieron ante el portal indicado sólo


eran las ocho y cuarto. Esperaron en silencio vein-
te minutos. Cuando iban à dar las nueve menos

cuarto, dijo Jorge:


— Vamos.
Subieron la escalera y uno de los agentes quedó
en la puerta de la calle para vigilar la salida.

Los cuatro hombres subieron aLsegundo piso.


218

Du Roy aplicó el oído â la cerradura; miró después


por ella. No vió ni oyó nada. Llamaron.
El inspector dijo â sus subordinados:
—Quédense aquí, dispuestos â entrar.
Esperaron. Al cabodeuno ó dos minut os Jorge tiró
del timbre dos ó tres veces seguidas. Oyeron ruido
en el fondo de la habitación; luegp se oyó un paso
ligero. Alguien acudia para espiar. El periodista
llamó vivamente dando en la madera con los nudi-
llos.

Una voz de mujer preguntó:


—^Quién va?
— jAbrid en nombre de la ley! —replicó el comi-
sario.

—^Quiénes son ustedes? —repuso voz. la

—Soy inspector de policia. Abra ó hago forzar


el

la puerta.

—^Qué quieren ustedes?—insistió la voz.

Du Roy dijo entonces:


— Soy yo, es inútil tratar de escapar.
Los pasos ligeros se alejaron y volvieron i apro-
ximarse luego.
Jorge dijo:
— Si no quiere usted abrir hundimos la puerta.

Con uno de los hombros empujaba lentamente.


Como no contestaron màs, dió de pronto una sa-
cudida tan violenta y vigorosa que la vieja cerradu-
ra cedió. El joven estuvo â pique de caer sobre
Magdalena que estaba de pie, en camisa y enaguas f
a 219 sS

con el pelo suelîo, sin médias, y con una vela en la

mano.
— Es ella — exclamó Du Roy — ya les pillamos.

Y se fué hacia adentro. El inspector, quitàndose


el sombrero, le siguió. La joven, atortolada, fué
detrâs de elîos, alumbràndoles.
Atravesaron un comedor en el que habia una
mesa con botellas de champagne vacías, una cajita

medio abierta de foie gras, los huesos de un pollo


y varios trozos de pan. Dos platós contenían ostras
vacías.
El cuarto parecía haber sido teatro de una lucha.
Habia unas sayas en una silla, unos pantalones en
elbrazo de un sillón, un sombrero de hombre casi
tapaba un reîoj de bronce y en el suelo se veían
cuatro botas, dos grandes y dos pequenas.
Era una habitación con muebles de alquiler, én
la que flotaba ese olor odiosa y rara de las habita-
ciones de fonda, olor que emana de los cortinajes,
de los colchones, de las paredes, de las sillas, olor
de todas las personas que dentro de ella han habi-
tada un día ó seis meses, y dejado algo de su pro-
pio olor, de ese olor humano que, sumado al de los
anteriores habitantes, produce un hedor confuso,
dulzón, intolerable, igual en todos esos sitios.

Un plato de dulces, una botella de chartreuse y


dos copitas â medio vaciar, estaban sobre la chi-
menea.
El inspector, mirando â Magdalena, preguntó:
— 220 —
—^Es usted la senora Clara-Magdalena Du Roy,
esposa legítima de D. Prôspero-Jorge Du Roy, pu-
blicista, que està présente?
Con voz ahogada, respondió:
—Si, senor.
—<>Qué hace usted aqui?
No contesté.
El inspector anadió:
—óQué hace usted aqui? Esta usted fuera de su
casa, desnuda é poco menos en un cuarto de al-
quiler. ^Qué ha venido usted â hacer aqui?
Esperó unos instantes; pero como no contestaba,
dijo el de policia:
— Ya que no quiere usted contestar, senora, me
veré obligado â verlo por mi mismo.
En la cama se veia la forma de un cuerpo oculto
bajo la sâbana.
El inspector se acercé y llamé:
—^Caballero?
El que estaba acostado no se movió. Parecia es-
tar de espaidas, con la cabeza oculta bajo una al-

mohada.
El oficial toco lo que parecia ser un hombro y
repitió:
— Caballero, le ruego que no me obligue â ser
descortés.
Pero eî cuerpo parecia inmévil como el de un
muerto.
Du Roy, que se habia adelantado, cogié vivamen-
— 221 -
te un pico de la sâbana, tiró con fuerza y arrancan-
do una almohada, descubrió la cara lívida del senor

Laroche-Mathieu. Se inclinó hacia él con deseos de


estrangularle y le dijo con los dientes apretados:
— Tenga usted por lo menos el valor de su in-
famia.
El inspector preguntó de nuevo:
—(jQuién es usted?
El amante, asustado, no contestaba.
— [Soy inspector de policia y le mando que me
diga su nombre!
Jorge, â quien una còlera bestial hacia temblar,
gritó:

—Conteste usted, cobarde, ó voy à nombrar-


le yo.
Entonces Laroche balbuceô:
—No debe usted dejarme insultar por este indivi-
duo, senor inspector. «sEs con usted ó con él con
quien tengo que ver? ^Debo responderle â usted ó
â él?
Parecia no tener saliva en la boca.
—A mi, â mi sólo, caballero. <;Cómo se llama
usted?
No hubo respuesta. Ténia la sâbana cogida con
una mano tapândose hasta la barba y su bigotito
negro resaltaba en gran manera sobre la palidez del
rostro.
—^No quiere usted contestar? Entonces me veré
Sí. 222-5
obligado à detenerle. De todos modos ,
levântese.
Le interrogaré cuando esté vestido.
El cuerpo se agitó, y murmuró,
la boca:
— No puedo delante de ustedes.
— <>Por qué?— preguntó el oficial.

— Porque estoy... estoy... desnudo del todo.


Du Roy mascuíló unas palabras entre dientes y
cogiendo una camisa que habia en el suelo la echô

sobre la cama, diciendo:


— jEa!... [Levântese!... Ya que se ha desnudado
ante mi mujer, bien puede vestirse delante de mi.
Le volvió la espalda y se fué hacia la chimenea.
Magdalena habia recobrado su sangre fria, y,
viendo que todo estaba perdido, â todo osaba. La
audacia brillaba en sus ojos y con un papel encen-
diô las diez bujias de los fementidos candelabros de
la chimenea, como para una recepción. Luego se
puso de espaldas â la chimenea y alargando hacia
el fuego medio apagado sus pies desnudos, tomó
un cigarrillo, lo encendió y se puso â fumar.
El comisario se habia vuelto hacia ella esperan-

do que estuviera vestido su còmplice.


Magdalena le preguntó con insolència:
—^Hace usted â menudo este oficio, caballero?
— Lo menos posible, senora — contesté grave-
mente.
Se sonrió â sus barbas, y dijo:
— Le felicito à usted, porque no es muy decente.
Afectaba no ver ni mirar â su marido.
223 =»

El de la cama se vestia por fin. Se habfa puesto


el pantalón y las botas y se acercó mientras se po-
nia el chaleco.
El inspector se volvió hacia él.

—,;Quiere usted decirme, ahora, quién es usted?


No contestó.
— Me veo obligado â detenerle.
Entonces, Laroche, dijo bruscamente:
—No me toque usted, jsoy inviolable!
Du Roy se lanzó hacia él, como para derribarle,

y exclamó:
— Hay flagrante delito... sí, flagrante delito. Pue-
do hacerle detener i usted si quiero... si, puedo.
Y luego, con acento vibrante:

Este hombre se llama Laroche-Mathieu, mi-
nistro de Negocios Extranjeros.
El inspector de policia retrocedió estupefacto, y
balbuceó:
— I Es esto verdad ? i Quiere usted decirme
quién es?
Por fin se decidió, y dijo con empuje:
— Por esta vez, no ha mentido este miserable.
Me llamo, efectivamente, Laroche Mathieu y soy
ministro.
Y alargando el brazo hacia el pecho de Jorge,
donde brillaba un punto rojo, ahadiô:
—Y el pícaro lleva en el ojal la condecoración
que le di.

Du Roy se habia puesto livido. Con ademén râ-


224 -i

piilo arrancó la cinta del ojal


y tirindola al fuego,
exclamo:
— He ahí para qué sirve una condecoi ación dada
por un tío como usted.
Estaban frente â frente, exasperados, con los pu-
nos apretados, uno seco y nervioso, otro grueso y
fucrte. El inspector pasó entre los dos
y apartândoles
con las manos, dijo:
— Senores, pórtense màs dignamente.
Callaron y se volvieron la espalda. Magdalena
continuaba fumando.
El inspector de policia, anadió:
— Le he sorprendido à usted, senor ministro,
solo con la senora Du Roy, présente; usted acosta-
do, ella casi desnuda. Sus prendas de vestir tiradas
por la habitación, patentizan un flagrante delito de
adulterio. No puede usted negar la evidencia. ,;Qué
alega usted?
—Nada; cumpla usted con su deber.
— Y usted, senora, <jConfiesa que el senor es su
amante?
—No lo niego. jEs mi amante!
— Esto basta.
El oficial tomó algunas notas acerca del estado y
distribution de las habitaciones. Al acabar de escri-
bir, el ministro, que se habia vestido y esperaba
con el gaban al brazo, pregunto:
— ,;Me necesita usted aun, caballero? ,-Qué debo
hacer? *Me puedo retirar?
*- 223 -
Du Roy se volvió hacia él, y sonriendo con inso-
lència, le dijo:
—.jPara qué?Hemos acabado. Puede usted vol-
verse â acostar; vamos â dejarles solos.
Y poniendo la mano sobre el brazo del ins-
pector:
— Retirémonos, seftor inspector, creo que nada
tenemos que hsce: aquî.
Algo sorprendido, el oficial le siguió; pero en el
umbral Jorge se detuvo para dejarle pasar. El ins-
pector rehusaba por cortesia.
Du Roy insistia.

— Pase usted, caballero.


— Después de usted.
Entonces el periodista saludó, y con cortesia irò-
nica:
—A su vez ahora, senor inspector. Aquî, casi
estoy en mi casa.
Luego cerró suavemente la puerta, como con
discreciôn.
Una hora después Du Roy entraba en la redac-
ciôn.
El senor Walter estaba allí, pues continuaba vi-
gilando con solicitud su periôdico, que habia au-
mentado enormemente su tiraje y que favorecia en
gran manera las operaciones de su casa de banca.
El director levantó la cabeza y greguntó:
- iUsîed aqui? Parece usted trastornado. <iPor
fil buen moio—Tomo 11—15
— 226 —
qué no ha venido à comer à casa? ^De dónde sale
usted?
El joven, que estaba seguro de su golpe de efec-
to, dijo, acentuando todas sus palabras:
— Acabo de derribar al ministro de Negocios Ex-
tranjeros.
Walter creyô que bromeaba.
— De derribar... ^Qué dice?
—Voy à hacer cambiar ministerio. Ya era hora
el

de reventar â ese canalla.


El director, estupefacto, creyô que Jorge estaba
loco. Murmuré: \

— Creo que no esta usted en su juicio.


—Sí. Acabo de sorprender â Laroche-Mathieu
en flagrante delito de adulterio con mi mujer. El
inspector de policia ha comprobado el caso. El mi-
nistro es hombre al agua.
Walter, estupefacto, se levantô las antiparras, y
preguntô:
— Bueno. ,:Supongo que no se burla usted de mi?
—Ni por pienso. Voy â hacer un eco acerca de
ello.

— ^Qué pretende usted?


— Derribar â ese pícaro, ese miserable,
i ese mal-
hechor pùbiico!
Jorge dejô el sombrero en un sillôn, y anadiô:
— Ojo con los que me ofenden. No perdono ja-
mâs.
El director aun dudaba.
—<<Y su esposa?—preguntó.
—Mi instancia de divorcio se presentarà maftana.
Se la devuelvo al difunto Forestier. /

— ^Quiere usted divorciar?


— jYa lo creol Me ponia en ridiculo. Me ha sido
preciso fingirme tonto para sorprenderlos. Ya esta.

Ahora soy dueno de la Situación.

"Vftalter no volvia de su asombro. Miraba â Du


Roy con ojos azorados, y pensaba:
— jDiablo! Es hombre de temple y de cuidado.
Jorge ahadiô:
— Ya estoy libre... Tengo una fortuna relativa.
Me presentaré diputado en octubre por mi país don-
de soy muy conocido. No podia hacerme respetar
con esa mujer, mas que sospechosa. Me cazó como
un càndido. Pero pronto ví que era una mala pé-
cora y la vigilé.
Se echó â reir, y anadió:

— El pobre Forestier sí que era cornudo... cor-


nudo sin pensarlo, confiado y tranquilo. Ya estoy
libre de la pindonga que me dejó. Tengo las manos
desatadas. Ahora iré lejos.

Se había sentado â caballo de una silla y repitió,

como si sonara:
— Iré lejos.

El tío Walter le miraba aún con sus ojos, pues


continuaba teniendo levantados los anteojos, y pen-
saba: «Sí, irà lejos este pícaro.»
Jorge se levantó.

— 228 -
— Voy í redactar el eco— dijo.— Hay que hacerlo
con discreción. Pero serà terrible para el ministro.
Es hombre al agua. Es imposible sostenerle. La
Vie Française no tiene interès alguno en apoyarle.
El viejo vaciló algunos momentos y luego tomó
una resolución.
— Bueno,— dijo; hâgalo usted. Tanto peor para
los que se meten en esos trotes.

IX
Han pasado tres meses. Se había fallado el divor-
cio de Du Roy. Su esposa volvió à tomar el nom-
bre de Forestier, y como los Walter debían marchar
el i5 de julio â Trouville, decidieron pasar un día
juntos antes de separarse.
Escogieron un jueves y se pusieron en camino â
las nueve de la manana en un gran landau de viaje

de seis asientos tirado por cuatro caballos.


Iban â almorzar en el pabellón de Enrique IV en
Saint-Germain. Buen-Mozo había pedido ser el único
hombre de la expedición, porque no podia tragar al
marqués de Cazolles. Pero â última hora se decidió
que se pasaría â buscar al conde de Latour-I velin,
â quien avisaron ya la víspera.
El coche subió al trote largo por la avenida de los
Campos Elíseos, y luego atravesó el bosque de Bou-
logne.
Hacía un día templado de verano. Las golondri-
nas trazaban amplias curvas, que se creia ver aún
UK 229

moverse en la atmósfera clara, después que habîan


ya pasado.
Las très mujeres estaban en el fondo del landau y
los très hombres de espaldas al cochero.
Se atravesó el Sena, se pasó cerca del Mont-Va-
lerien, se llegó à Bougival y se siguió el rio hasta el

Pecq. El conde Latour-Ivelín, hombre ya maduro,


de largas patillas, que se movían al menor soplo de
aire, lo cual hacia decir â Du Roy: «Obtiene lindos
efectos de viento en su barba», contemplaba tierna-
mente â Rosa. Estaban prometidos desde un mes
antes. Jorge, muy pâlido, miraba â menudo â Susana
que también lo estaba. Sus ojos se encontraban,
parecian concertarse, comprenderse, cambiar se-
cretamente un pensamiento, y luego dejaban de mi-
rarse. La senora Walter parecia tranquila y di-
chosa...
El almuerzo fué largo. Antes de marchar â Paris,
Jorge propuso dar un paseo por la terraza.

Se detuvieron primero para ver el panorama. To-


dos se alinearon junto â la barandilla y se extasia-
ron contemplando el horizonte. El Sena, al pie de
una larga colina, corria hacia Maisons- Laffitte co-
mo inmensa serpiente tendida sobre la hierba. A la

derecha el acueducto de Marly proyectaba su per-


enorme de oruga de largas patas y Marly queda-
fil

ba oculto por un gran grupo de ârboles.


En la llanura inmensa que se extendia en frente^
se veian aldeas de trecho en trecho, Los estanques

^ 230 —
del Vesinet forinabàn manchas que se destacaban
de entre la fronda del bosquecillo. A la izquierda, â
lo lejos, se erguía el campanario puntiagudo de
Sartrouville.
Walter declaró:
— En ninguna parte hay un panorama tan her-
moso. Ni en Suiza lo hay.
Luego anduvieron un rato, despacito, para gozar
de aquella perspectiva.
Jorge y Susana se quedaron atràs. Apenas se hu-
bieron separado unos pasos, Jorge le dijo en voz
baja y contenida:
— Susana, la adoro. La amo locamente.
— Yo también, Buen-Mozo.
—Si no me caso con usted me marcharé de Pa-
rís y de Francia.
— Pídame usted a papa. Quizâ accéda.
—No, — replico él con impaciència, le repito por
décima vez que no. Me cerrarân las puertas de su
casa; me echarân del periódico; ni siquiera podre-
mos vernos. Esto es todo lo que lograría haciendo
una petición en regla. La han prometido al mar-
qués de Cazolles. Creen que al fin dirà usted que
«sí». Y esperan.
— Entonces, ^qué hay que haceí*?
Jorge la miró de soslayo y preguntó:
— <; Me ama usted lo bastante para hacer una lo-
cura?
Si— contesto resueltamente,

—«jUna gran Iocura?


—Sí.
—«jLa mayor de las locuras?
—Sí.
—^Tendrà usted bastante valor para afrontar à
sus padres?
—Sí.
—<>De veras?
-Sí.
— ;Bueno! Pues hay un medio; uno solo. Es ne-
cesario que tome usted la iniciativa, no yo. Es us-

ted una nina mimada â quien todo se lo permiten,


así es que no se extranaràn una audacia mâs de us-
ted. Escuche. Esta tarde, al volver, irà usted â en-
contrar â su mamâ, â su mamâ sôlo. Le dira que
quiere usted casarse conmigo. Tendra una gran
emoción, se encolerizarâ...
—No, interrumpió Susana, — ella consentira.

Du Roy replicó:
— No. No la conoce usted. Se pondra mâs furio-
sa que su papâ. Verâ usted como se niega. Pero us-
ted insista y repita que sôlo quiere casarse conmi-
go. ,jLo harâ usted?
— Lo haré.
—Y después le dira usted lo mismo â su padre de
un modo muy serio y decidido.
—Si, si. ,:Y después?
— Después es cuando la cosa se complica. Si esta
usted bien, bien resuelta, resuelta del todo â ser mi
aj2

mujercita, entonces, querida Susana... La... la ro-


baré.
La joven se estremeció de alegria y poco faltó
para que palmoteara.
— jOh, qué dicha! <;Me robarà usted? ^Cuéndo?
Toda la antigua poesia de los raptos nocturnos,
de las sillas de posta, de las posadas, todas las en-
cantadoras aventuras de los libros se le aparecieron
como un sueno presto â realizarse. Y repitió:
—«iCuândo me robarà usted?
El respondió en voz baja:
— Esta tarde... esta noche.
— Y ^dónde iremos?
— Eso es mi secreto. Piense bien en lo que hace.
Déspués de esa fuga sólo podrà casarse conmigo.
Es el único medio... pero es muy peligroso para
usted.
Ella declaro:
— Estoy decidida. ^Dónde le encontraré?
— ^Podrâ salir sola de su palacio?
— sé abrir puertecita.
Sí; la

— Bueno. Cuando portero el se haya acostado,


venga à reunirse conmigo en la plaza de la Con-
còrdia. Me hallarâ en un coche de plaza detenido
ante e! ministerio de Marina.
—Iré.
—^De veras?
— De veras.
Le tomó la mano y se la estrechó.
iss 233

— jOhî jCuânto la amol jCuân buena y atrevida


es usted! ,jDe modo que no quiere casarse con el
marqués de Cazolles?
— jOh, nol
— enfadó mucho su padre cuando
<>Se le dijo us-
ted que no queria al marqués?
— Si, queria llevarme de nuevo convento. al

— Ya ve usted que es necesario ser enèrgica.


— Lo seré.
iMiraba el amplio horizonte pensando tan solo en
la idea del rapto... «jïria mâs lejos aun con él! . ..

;La robarian!» Aquello halagaba y no pensaba


la

siquiera en su reputaciôn, en lo horrible que podria


llegar à ser su estado. «jLo sabla? ,sLo sospechaba?
La senora Walter se volvió:
— Ven acâ, chiquilla, ^qué haces con Buen-Mozo?
Alcanzaron â los demâs. Se hablaba de los bafios
de mar. Luego volvieron por Chatou, para no hacer
el mismo camino.
Jorge no decia nada. Pensaba que si la nifia se

atrevia, iba à conseguir su deseo. Desde hacia très

meses seducia, y cautivaba dentro de la irresis-


la

tible red de su ternura. La conquistaba, la ganaba,

la dominaba. Se había hecho amar por ella del mo-


do que sabia conseguirlo. Sin trabajo aîguno habia
conquistado su aima de muneca.
Obtuvo primero que rehusara al seflor de Cazo-
lles. Acababa de conseguir que huyera con él. No

habia otro medio.


- 234 -
Comprcndía que la senora Walter no consentiria
nunca en darle su hija. Le amaba aun, le amaria
siempre con violència. La contenia por su frialdad,
pero la sentia dominada por una pasión voraz y
persistente. Nunca cederia. Jamâs le entregaría â
Susana. Pero una vez tendría i la nina en su poder,
trataría de potencia â potencia con el padre.
Pensando en todo aquello contestaba con mono-
sílabos à cuanto le decian. Pareció volver en sí al

entrar en Paris.
Susana sonaba también, y el cascabeleo de los
caballos resonando en sus oídos le fingia caminos
inacabables alumbrados por lunas eternas, bosques
temerosos atravesados, posadas en la orilla del ca-
mino y la prisa de los mozos de establo en cambiar
de tiro, pues no hay quien no adivine que se les per-
sigue. Cuando el landó entró en el patio del hotel,
quisieron hacerle corner con ellos. Se negó y se fué
â su casa.
Después de corner un poco puso en orden sus
papeles, como si fuera â emprender un largo viaje.
Quemô las carias comprometedoras, ocultó otras,
escribió â varios amigos.
De cuando en cuando miraba el reloj, pensando:
— Ahora deben indignarse en casa Walter.
Sentia gran inquietud. ,;Le fallaria el golpe?^Qué
podia temer? jSabria sacudirse las pulgas! Pero en
verdad que jugaba una partida muy grave aquella
poche.
— 235 -*

Salíó â las once; paseó un rato. Luego alquiló un


carruaje y lo hizo parar en la plaza de la Concor-
dia, junto â los pórticos del ministerio de Marina.
De cuando en cuando encendía una cerilla para
mirar la hora. Cuando iban â dar las doce sintié
una impaciència febril. A cada instante sacaba la

cabeza para mirar.


Un reloj lejano diô doce campanadas; luego otro
mâs cerca, después dos â un tiempo, por fin otro
mâs lejos aun. Cuando hubo sonado el último gol-
pe pensé:
— Se acabó; negocio perdido. No vendrâ.
Estaba decidido, sin embargo, â esperar allí has-
ta el amanecer. En tales ocasiones hay que tener
paciència.
Oyé sonar el cuarto, luego la media, los très
cuartos, y todos los relojes repitieron la una como
repitieron las doce. No esperaba ya; permanecia allí
pensando qué es lo que podia haber sucedido. De
pronto una cabeza de mujer pasé por la ventanilla

y pregunté:
— ^Es usted Buen-Mozo?
Tuvo un sobresalto.
—<iEs usted Susana?
—Si, soy yo.
No conseguia abrir la portezuela tan aprisa como
hubiera querido, y repetia:
— Ah! ï ^Es usted?... Entre... entre...
Entré y casi cayé encima de él,
230 —
Jadeaba sin hablar.
Jorge preguntó:
— [Bueno! ^Cómo ha ocurrido eso?
Entonces Susana murmuro, desfallecida:
— Ha sido terrible, sobre todo con mamà.
Du Roy estaba inquieto.
—<iQué ha dicho su mama? Cuente, cuente.
— [Oh, ha sido espantoso! Entré en su cuarto y
le dije lo que convinimos. Palideció y dijo: «jJa-

mâs! jJamàs!» Yo lloré, me enfadé, juré que sólo


con usted me casaria. Creí que me pegaba. Se ha
puesto como loca, ha dicho que manana me envia-
ria al convento. [Nunca la había visto de tal mo-
do! Entonces, oyéndonos chillar, ha llegado papà,
que no se ha enfadado tanto, pero ha dicho que us-
ted no era un buen partido.
Como me habían encolerizado, grité tanto como
elles.Papà me ha dicho que saüera con una expre-
sión dramàtica que no le sentaba muy bien. Esto
me ha decidido à escaparme. Aquí estoy, ^adónde
\ yamos?
i
El !e había cenido suavemente el talle y era todo
oidos. Latíale el corazón y sentia odio contra los

Walter. Pero su hija era suya. Ya verían ahora.


— Es demasiado tarde para tomar el tren; este

coche nos llevarà â Sèvres, donde pasaremos la

noche. Manana marcharemos â La-Roche-Guyón,


que es un lindo pueblecillo entre Mantes y Bon-
niéres.

iel de

presa. El
once de
Tcación del
seis, rosa-

_ „8stra SSora del Pilar


r El lunes prôximo, dia 27,
_ el triduo que esta parro-
la Inmaculada de la Meda-
_fea. Predicarà don Pablo Se-
Jrfane. Todos los sâbados, a las
la tarde, solemne Salve sabati-
nor de la Virgen del Püar.
, a la Purísima Concepción. En —
de San Antonio de los \lema-
Enzarâ el prôximo dia 30 v
ovena a laPurísima Çonc
Santa y Pj2
- 237 -i

— Es que no tcngo ropa.


— jBahl— exclamé con indiferència; — ya com-
praremos.
El coche rodaba por las calles. Jorge tomó una
mano de la joven y la besó lentamente, con respe-
to. No sabia qué décidé, pues no estaba acostum-

brado â las ternuras platónicas. De pronto creyô


notar que la joven lloraba.
Pregunto con terror:
— iQué tiene?
— Pienso que mamâ debe desesperarse si ha nota-
do mi ausencia. -

Efectivamente, su madré se desesperaba.


Apenas Susana hubo salido del cuarto, quedé su
madré en presencia de Walter.
Aterrada, horrorizada, preguntó:
— jDios mio! ^qué quiere decir eso?
Walter gritó furioso:
— Eso quiere decir que ese mequetrefe ha ca-
le

lentado los cascos. El le ha hecho rehusar à de Ca-


Le gusta la dote jpardiez!
zolles.

Paseô con rabia por la habitación y anadié:


— Tú eres la que le atraias y mimabas de conti-
nuo. Todo se volvía Buen-Mozo por aquí, Buen.
Mozo por alla. Ya estas satisfecha.
Ella murmuró, lívida:
— ;Yo! ^Yo atraia?
le

— — vociféré
jSI, el; - si, tul Todas estabais locas
por él. Tú ySusana y la Marelle y las demâs. <;Crees
— 238 -<

que no veia que no podías estar dos dias sin hacerle


venir aquí?
Se irguió, tràgica:
—No te permito que me hables asi. jOlvidas que
no me he educado en una tienda como tu!
Walter quedô un instante inmôvil y estupefacto,
luego lanzô un «jvoto à Dios!»
y salió dando un
portazo tremendo.
Apenas estuvo sola, se fué al espejo para mirarse,
como para ver si habia cambiado algo en ella, pues
le parecia monstruoso lo que pasaba. jSusana ena-
morada de Buen-Mozo! iBuen-Mozo casândose con
Susana! jNo! Ella se habría enganado; no podia ser
verdad. La muchacha se habia enamorado de él
pensando que se lo darían por esposo; esto lo com-
prendia. jPero él! No podia ser complice de aque-
llo. Reflexionaba, turbada como ante las grandes
catàstrofes. No, Buen-Mozo no debía saber nada
de la idea de Susana.
Pensô largo rato en la inocencia y en la perfídia
de aquel hombre. ;Qué miserable, si habia prepa-

rado el golpe! Y <>qué sucedería? Veia en perspecti-


va dolores y tormentos sin cuento.
Si él no sabia nada, todo podia arreglarse aún.
Harían un viaje de seis meses con Susana y se aca-
baba todo. Pero ^cómo verle luego? Porque conti-
nuaba amàndole. Aquella pasión penetró en su
cuerpo como aquellas puntas de flécha que no se .

pueden arrancar.
— 239 —
Vivir sin él le era imposible. Tanto valia morir.

Su pensamiento se perdia en aquel laberinto de


inquiétudes. Sentia dolor de cabeza. Sus ideas le

aparecían confusas, dolorosas. Se atormentaba pen-


sando, se exasperaba por no poder saber. Miró el

reloj. Habia dado la una. Pensó: «No puedo conti-


nuar asi. Es preciso que lo sepa todo. Voy â des-
pertar â Susana para interrogaria.»
Y no hacer ruido, al cuarto
se fué descalza, para
de su hija. Abrió suavemente la puerta, miró la
cama. No estaba deshecha. Al principio no com-
prendió. Pensó que la muchacha discutia con su
padre. Pero pronto la asaltó una sospecha horrible

y corrió al cuarto de su marido. Llegó “pâlida y


anhelante. Estaba acostado y leía aún.
—Y bien! <iQué sucede? <iQué te pasa?
j

Ella balbució:
— <>Has visto â Susana?
—,;Yo? jno! ,jpor qué?
— Ha... ha... partido. No està en su cuarto.
Dió un salto de la cama al suelo, se puso las za-
patillas y sin calzoncillos juiera, se fué al cuarto
de su hija. Apenas le hut visto, no le cupo duda.
Habia huído.
Cayó en un sillón y dejó la lâmpara en el suelo.
Su esposa estaba junto â él. Balbuceó:
—^Y qué?
Walter no tenia fuerza para contestar, ni sentia

còlera. Gimió:
— Y a estâ en su poder. Estamos perdkl®s.
Su esposa no le entendia:
—,)Cômo, perdidos?
— Esté claro.
Ahora tendrâ que casarse con él.
Lanzô su mujer un grito como de animal herido.
— jEl! jJamâs! ,jEstâs loco?
El contestó tristemente:
— De nada sirve chillar. La ha robado y deshon-
rado. Lo mejor es dârsela. Haciéndolo con discre-
ción nadie sabrâ tal aventura.
Ella repitió, presa de una emoción terrible:

— jJamâs! jNunca serâ suya Susana! jNo lo con-


sentiré!

Walter murmuré con descorazonamiento:


— jPues si ya la tiene! La guardarà y la ocultarà

hasta que cedamos. Para evitar un escândalo lo


mejor es ceder en seguida.
Su esposa, asaeteada por un dolor que no podla
confesar, repetia:
— jNo, no! No lo consentiré.

El se impacienté.
—No hay discusién posible. jCémo nos ha bur-
lado el picaro! Es listo. Hubiéramos encontrado
hombres de mâs posicién; pero no de mâs inteli-
gencia y porvenir. Serâ diputado y ministro.
La senora Walter, replicó con feroz energia:
— jNo, no se casarâ con Susana!
A fuer de hombre prâctico, su esposo tomé la de-
fensa de Du Roy.
- 241 -
—Câllate; te digo que es preciso... que es nece-
sario del todo. ,iQuién sabe? Quizâ no debamos
arrepentirnos. Con hombres de tal temple nadie
sabe lo que puede ocurrir. Ya has visto como ha
derribado â Laroche, y como lo ha hecho con dig-
difícil dada su posiciôn de marido.
nidad, cosa algo
Veremos. De todos modos nos ha burlado y no hay
remedio.
Dâbanle ganas â la infeliz de revolcarse por el

suelo, de arrancarse los cabellos. Y dijo con acento


exasperado:
—No sera suya. [No... lo... quiero!...

Walter se levantó, tomó la lâmpara, y dijo:


— Eres estúpida como todas las mujeres. Nunca
obrâis sino por pasión. No sabéis amoldaros â las
circunstancias... sois estúpidas. Yo te digo que se
casarân... Es preciso.
Y salió arrastrando las zapatillas. Como un fan-
tasma cómico atravesó en camisa el largo corredor
del vasto palacio dormido, y volvió, sin hacer rui-
do, â su cuarto.
La senora Walter permanecia en pie roida por un
dolor intolerable. No comprendia aùn lo ocurrido;

pero padecia. Luego le pareció que no podria per-


*
manecer allí sola, sin auxilio, hasta la manana.
Pensaba â quién podria acudir. ^Un hombre?...
No hallaba ninguno. ^Un sacerdote? jSi, un sacer-
dote! Caeria â sus pies, se lo confesaria todo; su

El buen mozo—Tomo 11—16


242 J
y su desesperación. Comprendería que aquel
falta

bandido no, podia casarse con Susana y lo impe-


diria. Necesitaba un sacerdote en seguida. Pero,
^dónde hallarle? <jAdénde ir?Sin embargo, no podia
quedar asi.
Entonces pasó ante sus ojos, como una visión, la
imagen de Jesús andando sobre las olas. Le vio co-
mo le vêla en el cuadro. Era que la llamaba. Le
decia: «Ven hacia mi. Reza â mis pies. Te conso-
laré y te inspiraré lo que hay que hacer.»
Tomó una vela, salióy fué hacia la estufa. Jesús
estaba en el fondo en un saloncito que cerraba por
medio de una puerta de cristal, â fin de que la hu-
medad de las tierras no deteriorara el lienzo.
Aquello parecia una capilla en un bosque de âr-
boles rarisimos.
Cuando la senora Walter entré en la estufa, que-
dé sobrecogida ante su profundidad obscura. Las
grandes plantas de los paises câlidos, espesaban la

atmosfera con su aliento pesado. Y como las puer-


tas no estaban abiertas, el aire de aquel bosque raro
penetraba en el pecho con trabajo, aturdia, embria-
gaba, causaba dano y placer y daba al cuerpo una
sensación confusa de voluptuosidad enervante y de
muerte.
La infeliz andaba lentamente, atemorizada por
las tinieblas entre las cuaîes aparecian, â la luz va-
cilante de la bujia, plantas extravagantes, con as-
pecto de monstruos, apariencias de seres, deformi-
— 243 -
dades extraites. De pronto vió â Jesús. Abrió la

puerta y cayô de rodillas.


Rezó al principio desesperadamente, b.ilbucean-
do palabras de amor, formulando invocaciones apa-
sionadas. Luego, calmada poco â poco, levantó los
ojos hacia él
y quedô anonadada de angustia. Se
parecia tanto â Buen-Mozo, â la luz vacilante de la
vêla, que no era Dios, cra su amante quien la mira-
ba. jEran sus ojos, su frente, la expresión de su
rostro, su aire frio y altanero!
Balbuceaba: «;Jesús, Jesús, Jesús!» Y la p ’abra
Jorge subia â sus labios. De pronto pensô que qui-
zâ en aquel mismo instante, Jorge poseta â su
hija. Estaba solo con ella, en un cuarto. jEl, él!

jcon Susana!
Repetia: «jJesús, Jesús!» pero pensaba en ellos,
en su hija y en su amante. Estaban solos, en un
cuarto... y era de noche. Les veia... Les veia con
tal précision, que creia tenerlos antes ella en vez
del cuadro. Se sonreian; se besaban. El cuarto esta-
ba â media luz, la cama dispuesta. Se levantó para
ir hacia para coger â su hija por los cabellos y
ellos,

arrancaria de aquel abrazo. Iba â cogerla por la


garganta, â extrangularla. La aborrecia porque se
entregaba à hombre. La tocaba... Sus manos
tal

toparon con el lienzo. Tocaba los pies del Cristo.


Lanzó una gran voz y cayô de espaldas. La luz
se apagó.
«;Qué ocurrió después? Sonô largo rato cosas ex-
— 244 -i

travagantes. Jorge y Susana pasaban enlazados


ante sus ojos y Jesús bendecía su horrible amor.
Sentia vagamente que nq estaba en su cuarto.,
Quería levantarse, oir; pero no podia. Sentíase in-
vadida por un pesado sopor que agarrotaba sus
miembros y no le dejaba libre mâs que el pensa-
miento, atormentado por visiones espantosas, fan-
tàsticas, no reales, perdido en un suefto insano, el

sueno raro y à veces mortal que producen en el

cerebro humano las plantas soporíferas de los paí-


ses tropicales, de formas y perfumes pesados.
Al llegar el dia recogieron à la senora Walter ten-
dida, sin sentido, casi asfixiada, ante «Jesús andan-
do sobre las olas.» Estuvo tan enferma, que se te-
mió por su vida. Hasta el dia siguiente no volvió
del todo en sí. Entonces rompió â llorar.

La desaparición de Susana se explicó à la servi-


dumbre diciendo que la habían enviado al conven-
to. Y el senor Walter contesto à la larga carta de
Du Roy, otorgândole la mano de su hija.
Buen-Mozo había echado esa carta antes de salir
de París, pues la había preparado con antelación.
Decía, en términos respetuosos, que amaba desde
mucho tiempo antes â su hija, que nunca premedi-
taron nada; pero que viendo que acudia à él dicién-

dole: «Seré su esposa,» se creia autorizado para


conservaria â su lado y ocultaria, si era preciso,
hasta obtener una contestation de suspadres, cuya
245 —
wluntad legal tenia para él menos valor que la vo-
luntad de su prometida.
Pedia al senor Walter una respuesta â la lista de
correos. Un amigo le remitiria la carta.
Cuando hubo obtenido lo que quería, envié â Su-
sana al lado de sus padres, absteniéndose él de pa-

recer por su casa durante algunos dias.


Habian pasado seis dias en La Roche Guyôn.
La joven no se habia divertido nunca tanto. Ha-
bia jugado à la pastora. Como él la hacia pasar por
su hermana, vivian en una intimidad libre y casta,
una especie de companerismo amoroso. El creia
prudente respetarla. Desde el dia siguiente de su
llegada le compró ropa blanca y vestidos de aldea-
na, y se dedicó à pescar en cana, con la cabeza cu-
bierta por un inmenso sombrero con flores. Le pa-
recía delicioso aquel país. Habia una torre y un
castillo antiguos donde se conservaban admirables

tapicerias.
Jorge, con una americana comprada hecha, pa-
seaba â Susana, bien â pie por las orillas del rio,
bien en barca. Se besaban â cada instante, ella ino-
cente y él casi vencido por la tentación. Pero sabia
dominarse, y cuando le dijo:

— Volveremos â Paris manana; su papa me con-


cédé su mano.
Ellamurmuré cândidamente:
— jYa! Me gusta mucho ser su esposa.
240 **

En la pequefia habitación de la calle de Constan-


tinopla habia poca luz, porque Jorge y Clotilde se
habian encontrado junto â la puerta y ella le habia
dicho, sin dejarle abrir siquiera las persianas:
— «îDe modo que te casas con Susana Walter?
Duroy lo corJesó, anadiendo:
— ^No lo sabias ya?
Clotilde, furiosa, indignada, replicó:
— jTe casas con Susana! jEsto es demasiado, si,

demasiado! Hace tres meses que me mimas para


ocultârmelo. Todos lo saben menos yo. Mi marido
me lo ha dicho.
Du Roy quedó algo confuso, y dejando el sombre-
ro encima la chimenea, se sentô en un sillon.
Ella le miraba â la cara y le dijo con voz baja é

irritada:

— Desde que abandonaste â tu mujer preparabas


este golpe, y me conservabas como querida para
no ayunar <?verdad? ;Qué canalla eres!

Du Roy preguntó:
—^Por qué? Tenia una mujer que me enga-
naba. La sorprendi, obtuve el divorcio, y me caso
con otra. ^Hay algo mâs natural?
Ella murmuro tembîorosa:
— jQué astuto y peligroso eres!
Jorge sonrió.

- 217

— jPardîez! Los imbéciles y los tontos son siem-


pre victimas.
Pero Clotilde continué:
— Debiera haber adivinado désde el principio.
Pero no, no podia creer que fueras tan villano.
El joven tomó una expresión digna.
—Te ruego que te fijes en las palabras que
empleas.
A ella le diô asco esta indignación.
— jQué! «*Habré de ponerme guantes para hablar-
te? ^Desde que te conozco te portas conmigo como
un y prétendes que no te lo diga? En-
miserable,
ganas â todos, explotas â todos, buscas y tomas
placer y dinero en todas partes, ,jy quieres que te
trate como â un hombre honrado?
Jorge se levantó ternbloroso.
— Câllate dijo ó te hago salir de aquí.
Ella balbuceé:
— ^Salir de aquí?... ^Salir de aquí? ^Tú me ha-
rias salir de aquí, tú... tú?
No acertaba â hablar de còlera, y, de pronto,
como si se hubiera roto el dique de su furor, ex-

clamé:
— ^Salii* de aquí? Olvidas sin duda que soy yo
quien desde el primer dia ha pagado esta habita-

ciôn. Es verdad que, de cuando en cuando lo to-


maste por tu cuenta. Pero, <jquién lo alquilé? Yo.
tQuién lo conservé? Yo... ^Y quieres arrojarme?
Câllate, pillete. ^Crees acaso que iguoro cémo ro-

~ 248 —
basfe â Magdalena la mitad de la herencia de Vau-
drec? ^Crees que no sé que te has acostado con
Susana para obligaria â casarse contigo?
: Jorge la cogió por los hombros, y dijo zaran-
deândola: —No hables de eso, te lo prohibo.
Clotilde gritó:

i
— Te has acostado con ella, ya lo sé.

Jorge hubiera tolerado cualquier cosa menos


esto. Las verdadcs que le habia arrojado â la cara
le enfurecían; pero aquella mentira acerca de la

muchacha que iba â ser su esposa, le producia una


necesidad imperiosa de pegar.
Repitió:
— Càllate... ten cuidado... Y la sacudia como se
sacude una rama para hacer caer la fruta.

Clotilde chilló, con la boca abierta y los ojos en-

loquecidos:
— jTe has acostado con ella!

Jorge la soltó, y la dió tal bofetón, que fué â


parar contra la pared. Pero se volvió hacia él, é

incorporândose, vociferó:
— jHas dormido con ella!

Entonces Du Roy se lanzó contra ella y tenién-


dola debajo empezó â golpearla como si fuera un
hombre. Calló de pronto y se puso à gémir al sentir

los golpes. No se movia; habia ocultado su cara en


el ângulo que forman el suelo y la pared y lanzaba
gritos lastimeros.
Du Roy dejó de pegaria y se levantó. Dió algu-
sm 249 *»

nos pasos por el cuarto para recuperar su sangre


fría
y después metió la cabeza en la palangana. Se
lavó las manos y fué â ver lo que hacía Clotilde.
No se habia movido. Tendida en el suelo lloraba
poco à poco.
—^Acabaràs pronto de gimotear?— preguntó.
No respondió Clotilde. Y él permaneció un rato
en centro de la habitación, turbado y un tanto
el

avergonzado por lo que acababa de hacer.


De pronto tomó una resolución, y cogiendo el

sombrero, dijo:

— Adiós. Da la llave al portero cuando acabes.


No tengo ganas de aguardarte.
Cerró la puerta, y al salir dijo al portero:
— La senora està aún dentro. Se irà de aquí à un
rato. Dirâ usted al propietario que me marcho â
i.° de octubre. Estamos â 16 de agosto, así es que
no hay que pagar mas alquiler.
Y se fué dando grandes zancadas, pues tenia
mucho que hacer para dar la última mano â las
compras del ajuar.
El matrimonio se habia fijado para el 20, después
de abiertas las Càmaras. Se celebraria en la Magda-
lena. Se habia charlado mucho sin adivinar la ver-
dad. Se hablaba de un rapto, pero nadie estaba se-
guro de nada.
Según los criados, la senora Walter, que no ha-
blaba â su future yerno, se habia envenenado de
rabia la noche que se decidió tal casamiento, des-
- 250 -
pués de hacer llevar â su hija al convento â media
noche.
La recogieron casi muerta. No curaria jamâs del
todo. Parecía una vieja; tenia el pelo gris y la habia
dado por rezar, y comulgaba todos los domingos.
A primeros de septembre la Vie Française anun-
ciô que el baron Du Roy de Cantel se convertia en
su redactor en jefe y que el senor Walter conser-
vaba su titulo de director.

Entonces tomaron un batallón de reporters y


cronistas conocidos, de redactores politicos, de cri-
ticos de arte y teatrales, arrancados â fuerza de di-

nero â los grandes diarios, antiguos y de arraigo.


Los periodistas viejos, graves y respetables ya
no se encogian de hombros hablando de la Vie
Française. Su éxito râpido y completo habia bo-
rrado la repugnancia que inspiraran los comienzos
de tal periôdico.
El matrimonio de su redactor en jefe fué lo que
se ilama un acontecimiento parisién, pues Du Roy
y los Walter hacia tiempo que inspiraban gran cu-
riosidad.
Se verifico en un dia de otofio en que brillaba el

sol. Desde las ocho de la manana los empleados de


la .Magdalena, extendiendo una gran alfombra roja
sobre la alta escalinata, anunciaban al pueblo pari-
sién que iba â verificarse una gran ceremonia.
i
Los empleados que iban â la oficina, las obreras
y los dependientes de tienda se detenian, miraban
— 251 «
y pensabaq vagamente en las gentes ricas que gas-
tan tanto dinero para casarse.
A las diez había ya curiosos en la puerta. Espe-
raban quizâ que empezaria pronto la ceremonia, y
después se iban.
A las once llegaron grupos de municipales que
hicieron despejar la calle, pues de continuo se for-
maban grupos.
Pronto aparecieron los primeros învitados, los
que deseaban buen sitio para verlo todo. Tomaron
las sillas que rodean la nave central.
El templo se llenó poco â poco; entraban mujeres
que producian ruido de seda y de enaguas; hom-
bres de aspecto severo, casi todos calvos, de buen
aspecto, mas graves aun que de ordinario en aquel
lugar.
El sol entraba por la inmensa puerta abierta, ilu-
minando â los concurrentes. En el coro,que parecia
a!go sombrio, el altar cubierto de cirios, daba una
luz amarillenta, humilde y pâlida comparada con
la que entraba â torrentes por la puerta.
Las gentes se reconocian, se ilamaban con una
senal y se reunian en grupos. Los îiteratos, menos
respetuosos que los hombres de mundo, hablaban
â media voz. Se miraba â las mujeres.
Norbert de Varenne que buscaba un amîgo, ad-
virtió â Jaime Rival entre las filas de sillas y se fué
â su lado.
~^Qué te parece? El porvenir es de los listos.

252 -i

Rival, que no era envidioso, contesté:


— Mejor para él; ya tiene la existencia asegurada.
Y se pusieron â hablar de la gente que estaba allí

reunida.
—.jSabe usted qué se ha hecho de su mujer?
— Si y no, — contesté el poeta sonriendo. —Vive
muy retirada en el distrito de Montmartre. Pero...
hay un pero... leo desde hace poco unos articulos
en la Plume que se parecen terriblemente â los de
Forestier y de Du Roy. Son de un muchacho, Juan
Le Dol, guapo, listo, de la misma raza que nuestro
amigo Jorge, que es amigo de su esposa. Deduzco
de ello que le gustan los novicios y que le gustarân
eternamente. Esta rica, que no en vano han sido
amigos suyos Vaudrec y Laroche.
Rival déclaré:
— Es una buena hembra, Magdalena; muy astuta

y fina. Debe ser encantadora al natural. Pero diga-


me: ^cémo se casa por la Iglesia después de divor-
ciar?
— Porque la otra vez solo se casé por lo civil y
esto para la Iglesia es un simple concubinato
respondié Norbert. — La Iglesia ve en él un soltero
y le prvesta todas sus pompas para bendecir su unién
que me parece que costarà cara al papa Walter.
Cada vez aumentaba el rumor de la multitud.
Había quienes hablaban casi en alta voz. Se se&a-
laban unos à otros â los bombres célébrés, que pa-
recian contentes de que se les viera y admirara y
- 253 —
que adoptaban la actitud que guardaban siempre
en cualquier acto público, para cuyo realce se creian
del todo indispensables. Rival anadió:

— Diga usted, querido, usted que va â menudo â


visitar al director, sabrâ si es cierto que la senora
Du Roy no se hablan jamâs.
Walter y
—Muy cierto. No queria darle la muchacha. Pe-
ro parece que el padre le ténia miedo por unos
chanchullos tremendos cometidos en Marruecos.
Le amenazô con revelaciones espantosas. Walter ha
recordado el escarmiento de Laroche-Mathieu y ha
cedido. Pero su esposa, testaruda como todas las
mujeres,ha jurado que no le dirigiria mâs la palabra.
Algunos companeros fueron â estrecharles la ma-
no. Se oian trozos de conversaciones politicas. Y
vago, como el rumor del mar lejano, se oia el rui-
do de la multitud reunida en el atrio, por sobre el

rumor mâs discreto del público escogido.


De repente, el portero diô très golpes en el suelo
con su alabarda. Todos se volvieron. Y la novia,
dando el brazo à su padre, apareciô, iluminada por
el sol, en la puerta.
Parecia, como siempre, un juguete, un delicado
juguete coronado con flores de azahar.
Permaneció unos instantes en el umbral, y lue-
go, cuando entré en la nave, el órgano lanzô unas
notas poderosas, anunciando la llegada de la novia
con sus recias voces de meta!.
Andaba con la cabeza inclinada; pero no tímida.
— 251 -»

sino algo conmovida, linda, encantadora; una espo-


sa en miniatura.Las mujeres sonreían y murmura-
ban viéndola pasar. Los hombres decían:
— Exquisita, admirable.
El seftor Walter andaba con dignidad exagerada,
algo pàlido, con los anteojos bien sentados sobre la
nariz. Detràs de ellos cuatro sefioritas de honor,
vestidas de rosay lindas las cuatro, formaban como
una corte â aquella diminuta reina. Los testigos an-
daban con paso mesurado y tan igual, que parecía
conforme à las leccionès de un maestro de baile.

La senora Walter les seguia, dando el brazo al

padre de su otro yerno, el conde de Latour-Ivelín,


que ya tenia setenta y dos anos. No andaba, la in-
feliz, se arrastraba, & punto de desmayarse â cada

paso. Sus pies se pegaban à las losas, sus piernas


se negaban â adelantar, y su pecho anhelaba.
Había enflaquecido, y sus cabellos blancos ha-
cian parecer mâs lívido y demacrâdo su semblante.
Miraba hacia adelante para no ver â nadie, para no
pensar quizâ en lo que la atormentaba. Luego apa-
reciô Jorge Du Roy con una senora anciana, descono-
cida. Levantaba la cabeza sin torcer la mirada de sus
ojos fijos, duros, bajo las cejas algo crispadas. Su
bigote parecía irritado sobre su labio. Le hallaban
muy guapo los concurrentes. Andaba de un modo
altivo, delgado el talle, fina la pierna. Llevaba muy
bien el frac, que manchaba, corno una gota de san-
gre, la cintita de la Légion de honor.
Luego venlan !os parientes, Rosa con el senador
Rissolín. Se había casado seis semanas antes. El
conde de Latour-Ivelín acompanaba à la vizconde-
sa de Percemur.
Luego pasaron los amigos de Du Roy que habían
sido presentados à su nueva familia, gentes cono-
cidas en la sociedad no muy culta, no muy respe-
tada, que en seguida se hacen íntimos de todo el

mundo y, cuando conviene, los parientes lejanos de


los ricos de ocasión, hidalgos arruinados, descon-
siderados y algunas veces hasta casados, que es lo
peor. Eran el senor de Belvigne, el marqués de

Banjolín, conde y condesa de Ravenel, duque de


Ramorano, principe de Kravalow, el caballero de
Valreali,y por fin los invitados de Walter, el prin-
cipe de Guerche, el duque y la duquesa de Ferra-
cine, la linda marquesa de las Dunas.
Y los órganos continuaban cantando, lanzando
en el templo enorme los acentos rítmicos de sus
gargantas relucientes, que avisan al cielo las dichas
ó las penas de losíhombres. Se cerraron las hojas
de la puerta, y, de repente, se obscureció el templo
como si de su âmbito se hubiera arrojado el sol.

Otros y otros se empujaban. La muchedumbre


corria como un rio ante él. Al cabo se hizo menos
densa. Los últimos invitados marcharon. Jorge to-
mó entonces de nuevo el brazo de Susana para atra-
vesar el templo.
Estaba lleno, como si todos hubieran vuelto â sus
— 256 -i

sitiospara verlos salir. Andaba lentamente, con hj


cabeza erguida, los ojos fijos en el gran
rosetón quJ
había sobre la puerta, iluminado por
el sol. Sentís
córrer entre piel
y carne aquellos escalofríos qut
engendra la dicha completa. No veia â nadie. Sólc
en sí pensaba.
Cuando llegó al umbral, vió â la multitud negra,
apretada, rumorosa, que había acudido para verle
í él,Jorge Du Roy. El pueblo de París le contem-
plaba y le envidiaba.
Luego, elevando la mirada, vió detrâs de la plaza
de la Concordia la Camara de los diputados. Y le
pareció que iba â dar un salto desde los pórticos de
la Magdalena à los del Palacio Borbón.
Bajó con lentitud la escalinata,
entre dos filas de
espectadores. Pero no les veia; su pensamiento se
contraía â tiempos pasados ante sus ojos deslum-
y
brados por el sol fulgurante, veia la imagen de la
senora de Marelle arreglândose ante el espejo los ri-
cillos de las sienes, siempre alborotados cuando
sa-
lía de la cama.

FIN
V
UNIVER9ITY OF ILLINOI9-URBANA

0112 044890595
Obras de tullARDO ZAMACOIS

DOS AflOS EN AMERICA


En las pàginas de este volumen nos cuenta el autor sus ímpre-
siones de via je por Buenos Aires, Montevideo, Chile, Brasil, New*
York y Cuba. 'J

Un tomo de nutrida lectura, con cubierta de Romero Calvet,


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pesetas 1 50 .

LA SERPIENTE SONRIE...
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lescos, uno de ellos dialogado, que llevan por titulo: La caída, El
paralítico Los ojos fríos y El aderezo.
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PARA TI...
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DESDE MI BUTACA
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TEATRO
Un tomo de mâs de 250 pàginas que contiene las preciosas co-
medias tituladas: Nochebuena El pasado vuelve, Frío Los Reyes
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pasan y un Prólogo del mismo celebrado autor en el que narra


las impresiones de su primer estreno. —
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