Universidad Pedagogica y Tecnologica de

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UNIVERSIDAD PEDAGÓGICA Y TECNOLÓGICA DE COLOMBIA

FACULTAD DE CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN


ESCUELA DE POSGRADOS
MAESTRÍA EN EDUCACIÓN MOLADIDAD PROFUNDIZACIÓN

Epistemología
Docente: Martin Emilio Camargo Palencia
Elaborado Por: Sandra Carolina Larrahondo Rico, San Miguel de Sema, Institución Educativa “El
Charco”

FICHA ANALÍTICA

Bibliografía:

Narodowski, M. “Después de clase. Desencantos y desafíos de la escuela actual”. Edu/causa, Ediciones


Novedades Educativas, 1999

Palabras Clave:

Didáctica Magna de Comenio, discurso pedagógico moderno, cuerpo infantil, la escuela, constitución del
alumno, pedagogía moderna, obra comeniana, utopía, oferta pansofica, utopías sociopolíticas,
desinfantilización, infancia, heterónomo, Meritocracia, infancia hiperrealizada, Infancias desrealizadas

Resumen: Un libro acerca del ocaso de la escuela moderna, de la escuela de la vigilancia, el silencio y el
disciplinamiento; un libro acerca del ocaso de la escuela que conocíamos y de las posibilidades y los riesgos
que el nuevo presente ofrece. En su enfoque, trata de verificar cómo funcionan los elementos que
constituyeron históricamente la escuela y cuál es su destino probable.
Presenta cuatro capítulos en los que trata la situación de un aspecto central del proceso de escolarización
moderna, siguiendo una estructura similar. En un primera parte se analiza la conformación de ese aspecto (las
utopías en el capítulo I, la infancia en el capítulo II, la cuestón del saber escolar y la alianza escuela-familia en
el capítulo III y la relación entre la escuela y el estado en el capítulo IV) y en la segunda parte se analiza el
declive de la institución moderna en relación con el punto tratado.

Se trata de un libro provocativo, audaz y desafiante, en el que los educadores se ven reflejados no en una
pueril esperanza de final feliz, sino en los problemas que plantea.

Desarrollo:

DESPUES DE CLASE: DESENCANTOS Y DESAFIOS DE LA ESCUELA ACTUAL


MARIANO NARODOWSKI

I) Utopías a la carta

La aparición de la Didáctica Magna de Comenio parece expresar el paradigma transcursito de la pedagogía


moderna. Este paradigma transcursito constituirá una suerte de núcleo de hierro del discurso pedagógico
moderno: un núcleo epistémico común, que habrán de compartir todos los pedagogos y todas las pedagogías
de la modernidad. La modernidad en pedagogía se abre con esta obra fundante, totalizadora, completa y
universalizante; la Didáctica Magna habla de lo que somos en tanto educadores o, al menos, de lo que fuimos
o lo que durante siglos pretendimos ser. Como ya hemos intentado demostrar se trata de una verdadera “caja
de herramientas” que, a través de normas y explicaciones, constituye el esquema básico para las actividades
de enseñanza en escuelas por parte de los educadores modernos. La Didáctica Magna se construye como un
instrumento teórico capaz de brindar respuestas al desafío de los nuevos tiempos respecto de la formación de
ese nuevo cuerpo social: el llamado cuerpo infantil.
El corazón de la obra de Comenio en tanto fuente, origen o “grado cero” de la pedagogía moderna, es su
capacidad de integración y condensación de aquellos aspectos que la pedagogía del siglo XVI y de principios
del siglo XVII ya había esbozado sin llegar a yuxtaponer en un ámbito discursivo estandarizado. La obra
comeniana constituye un régimen paradigmático de saber acerca de la educación de la infancia y de la
juventud a través de una novedosa tecnología social: la escuela.

Una concepción moderna de infancia y la consecuente constitución del alumno como lugar del no saber, una
alianza entre escuela y familia por medio de la cual se produce un desplazamiento del cuerpo infantil de la
órbita paterna a la órbita escolar, la instrucción simultanea que determina el lugar del docente como lugar del
saber y la simultaneidad sistémica que hecha las bases para la creación de los sistemas educativos nacionales:
los elementos intervinientes en el paradigma transcursivo de la pedagogía son varios y los mismos se
entrelazan constituyendo un corpus

.
En la pedagogía moderna, y ya desde la obra comeniana, es posible hallar dos dimensiones en la formulación
de utopías: una relativa al orden social y otra a la propia actividad educadora.

La primera dimensión de las utopías de la pedagogía consiste en la proclamación de puntos de llegada, de


grandes finalidades relativas al orden social en el que esta inmersa la institución social. La utopia pedagógica
conforma una narración en la que se relata el camino desde el punto actual en el que se halla el educador al
punto final de la realización de los grandes ideales. El camino que une uno y otro punto es la educación
escolar.
Educar es educar a un hombre para una finalidad totalizadora que se construye a partir de sus repercusiones
sociales. Educar es formar a un hombre para una determinada sociedad.
La utopia es el norte obligado hacia donde reman incansablemente los pedagogos. La utopia pedagógica
produce en el pedagogo una permanente sensación de disconformidad. En tanto educadores configurados por
la utopia, estamos irremediablemente atravesados por un fuerte malestar respecto del mundo en el que
vivimos y nuestra posición en tanto educadores se dibuja a partir de una lucha eterna para lograr la plenitud de
la realización utópica. La utopia conforma una crítica permanente. El ideal es una sociedad en la que el
conocimiento circule libremente para todos aquellos que concurran a la escuela, quienes deben ser todos, sin
distinción de clase social, sexo, etnia, religión o hasta capacidad mental. Este ideal permite una educabilidad
infinita.

La pedagogía y la institución escolar moderna que ella produjo, fueron en los últimos tres siglos fuertemente
homogeneizadora. Esta capacidad de homogenización pedagógica arraso con las diferencias individuales
existentes en la escuela: cada uno debía de ser considerado como el todo y todos como si fueran uno.

Orden en todo

La segunda dimensión de las utopías de la pedagogía moderna se corresponde con la utopia metodológica o,
en términos del mismo Comenius, la utopia del “orden en todo”. Se trata de la pretensión pedagógica de
acabar con la incertidumbre respecto del proceso de educación escolar y reducirlo todo a la razón pedagógica:
la voluntad racional del pedagogo estará dirigida ahora no al diseño del orden social sino al del orden escolar:
será capaz de eliminar el azar, la imprevisión, las incertezas o la indisciplina en las escuelas por medio del
recurso al método didáctico.

El imperio del pedagogo es el imperio del orden: nuestra capacidad de hacer que los otros aprendan de
acuerdo con nuestra razón técnica, consolidada en métodos de probada eficacia que eliminan la incertidumbre
acerca de lo que se enseña y de lo que se aprende. Y cada nueva moda pedagógica mejora lo viejo y avanza en
nuestro conocimiento de cómo hacer de la educación algo perfecto. Educar no es tarea de improvisados. Es
necesario disponer de una secuencia ordenada de pasos que habrán de echar luz sobre aquello que buscamos.

El derrumbe de la pedagogía utópica

La educación escolar no pudo conformar una oferta pansofica consistente en enseñar todo a todos y, para
colmo, no solamente la escuela no ha conseguido ser motor de justicia e igualdad, sino que diariamente
demuestra todo lo contrario; o sea, la escuela no pudo con la sociedad que quería cambiar ni pudo educar al
hombre genérico que prefiguraba la voluntad racional del pedagogo. El pasado ya no es un árbitro en la toma
de decisiones porque la ausencia de utopías abarcadoras y monopólicas genera la inexistencia de guías
generales y totalizadoras para la educación.

La pedagogía parece plegarse en la segunda dimensión utópica: en la búsqueda de un modelo perfecto de


enseñanza, un modelo sin fisuras que permita procesar adecuadamente y sin errores la trasmisión de
conocimientos. En otras palabras, la pedagogía abandona el primado de la utopía del para que y se recluye en
el más confortable ámbito de la utopía del cómo.
La crisis de las utopías sociopolíticas de carácter totalizador y la vacancia de épicas pedagógicas genero el
proceso de extinción del personaje arquetípico de la pedagogía de la Modernidad: el Gran Pedagogo. En el fin
del siglo XX vemos que las figuras preeminentes han sido sustituidas por”especialistas”, por “técnicos”;
“tecnopoliticos”, pedagogos especializados en cuotas mínimas de saber pedagógico y para quienes la
repercusión social y política de su práctica no es necesariamente fuente de preocupación.
Se consolida una época más bien fragmentada, caótica e incierta: época de pedagogos especifico que conocen
(“técnicamente”) solo una parte y no la totalidad. Nace una época de incertezas, para la que educar no tiene
por qué llegar a ser un acto liberador. Y educar no tiene por qué restituir una esencia genérica perdida.

Los gobiernos y los organismos internacionales ya no plantean esos enunciados rimbombantes en los que la
humanidad se salvaba por medio de la educación.

II) El lento camino de la desinfantilización (o infantilización generalizada)

¿Qué fue la infancia moderna?

La infancia tal y como la conocemos no es un producto “de la naturaleza” sino una construcción histórica
propia de la modernidad, es decir tiene un carácter histórico y no natural. Siguiendo el clásico trabajo
historiográfico de Adrián Wilson (1980) es posible describir las dos series que componen aquí el trabajo: la
primera plantea que es posible definir una etapa anterior (al siglo XIII o XIV) en la que nuestros actuales
sentimientos de infancia no existían en la cultura occidental. Según Aries, los niños no eran queridos ni
odiados en los términos que esos sentimientos se expresan en el presente. Compartían con los adultos las
actividades lúdicas, educacionales y productivas. Y no se diferenciaban mayormente de los adultos ni por la
ropa que portaban ni por los trabajos que efectuaban ni por las cosas que normalmente decían o callaban.

La segunda serie es la que describe la transición de la antigua a la nueva concepción de infancia en Occidente,
para lo que se destacan dos sentimientos concurrentes de infancia: uno es el “mignotage” por el que se
reconoce la especificidad del niño en algunas actitudes femeninas. Este sentimiento expresa la dependencia
personal del niño al adulto y la necesidad de protección por parte de este. Esto se complementa con una
concepción del niño como un ser moralmente heterónomo y con el surgimiento del moderno sentimiento de
amor maternal.

La institución escolar moderna es el dispositivo que se construye para encerrar a la niñez y a la adolescencia.
El ser alumno en la institución escolar moderna es básicamente el ocupar un lugar heterónomo de no-saber,
contrapuesto a la figura del docente, un adulto autónomo que sabe. Esta infantilización no opera solamente
sobre niños: todo aquel que ocupe el lugar de alumno (sea niño, adolescente o adulto) deberá resignar su
autonomía en cuanto a su saber y posicionarse en forma dependiente y heterónoma frente a un docente que
habrá de decidir que se enseña, como se enseña y para que se enseña. La escuela borraba los saberes previos
de los alumnos, a menos que estos coincidieran plenamente con los que ella transmitía. El ser alumno de la
institución escolar moderna consistía en un espacio de inscripción de saberes y poderes. Ser alumno no era
otra cosa que ser un cuerpo en manos de un educador.

La administración del cuerpo infantil por parte de las políticas educativas implicaba tres acciones
complementarias. Por una parte, la determinación legal del status jurídico y pedagógico de los cuerpos
educables, lo que se expresa en leyes del Estado que estipulan quienes pueden participar en la educación
escolar y quienes no son aptos para la misma. 
Por otra parte, esta política de administración de los cuerpos se expresaba en la constante distribución y
redistribución de los mismos en las instituciones escolares de acuerdo con diferentes criterios. El primer
criterio de distribución es la llamada “inteligencia innata” de los niños y su capacidad “natural” de aprender.
El segundo criterio de distribución de los cuerpos estaba dado por la edad de los niños.

La tercera forma de distribución es la meritocratica, por medio de la cual la política educativa premiaba o
castigaba de acuerdo con el denominado “desempeño individual”.
Adiós a la infancia “Niño”, en el sentido moderno, obediente, dependiente, susceptible de ser amado, etc., es
una idea que está atravesando una crisis de decadencia. La infancia moderna declina reconvirtiéndose hacia
dos grandes polos. Uno es el polo de la infancia hiperrealizada, la infancia de la realidad virtual. Se trata de
los chicos que realizan su infancia con Internet, computadoras, sesenta y cinco canales de cable, video, family
Games, y que hace ya mucho tiempo dejaron de ocupar el lugar del no saber. No suscitan en sus adultos
“protectores” demasiada necesidad de protección. La actual infancia hiperrealizada conforma una demanda de
inmediatez, contenida en una cultura mediática de la satisfacción inmediata. Son parte de una infancia digital.
Son niños que comprenden más sencillamente que sus padres los nuevos artefactos tecnológicos. En la cultura
digital posfigurativa, la experiencia es un valor inservible. Y la vejez en la actualidad es despreciada y
denostada. Nuestros modelos ya no se encuentran en el pasado sino en el aquí y ahora.

Infancias desrealizadas

El otro punto de fuga que presenta el fin de la infancia lo constituye el polo que está conformado por la
infancia desrealizada. Es la infancia que es independiente, que es autónoma, porque vive en la calle, porque
trabaja a edad muy temprana. Son también los chicos y las chicas de la noche, que pudieron reconstruir una
serie de códigos que les brindan cierta autonomía económica y cultural y les permiten realizarse, mejor dicho
des-realizarse, esa es la palabra correcta, como infancia. Ésta es la infancia no de la realidad virtual de las
redes de computación y los canales de cable sino la infancia de la vieja realidad real.

Se trata de la infancia excluida físicamente de estas relaciones de saber, pero también excluida
institucionalmente. Y surge una nueva categoría de niño incorregible: el infante o adolescente marginal sin
retorno.

¿Fin de la infancia?

Algo está cambiando, tal vez definitivamente, en nuestra infancia. El niño era un ser indefenso, que
necesitaba nuestro amor, nuestros cuidados y nuestras enseñanzas. Debía obedecernos porque su razón era
incompleta y sus conocimientos no eran útiles en la sociedad de los adultos. Infancia era igual a dependencia,
obediencia y heteronomia. Y ahora, ¿por qué tienen que obedecernos?
Chicos que portan cultura legítima y obligan a sus padres y maestros a adaptarse a ella.
Chicos hiperadaptados a los medios y a la violencia. Infantes que se realizan, pero no a través de la obediencia
y la ternura sino del descubrimiento de las posibilidades de operar con eficiencia en un mundo que cambia
con ellos.

Entre la infancia hiperrealizada y la infancia desrrealizada se encuentran la mayoría de los chicos que
nosotros conocemos. Chicos cada vez “más adultos” por su capacidad de elección y su independencia
tecnológica.

III) La ruptura del monopolio del saber escolar El padre ha muerto. (¡Viva el maestro!)

Para la pedagogía moderna, un venturoso futuro de todos iría a construirse mediante el aprovechamiento
racional de ese instrumento nuevo denominado “la institución escolar”. Solo bastaba que los niños se
convirtieran en alumnos, que los docentes aplicaran el método adecuado y todo lo demás se daría por
añadidura.

La pedagogía monto un dispositivo capaz de garantizar que la escuela absorbiera efectivamente a la infancia:
el denominado dispositivo de alianza escuela-familia. La necesaria operación de universalización de la
institución escolar para toda la infancia que debía efectuarse de acuerdo con una utopia universalista
comienza con el pase del cuerpo infantil desde la educación familiar a la educación escolar. Se tiende al
primer paso de la desprivatización al proclamarse algo fundamental: la necesidad de que el educador no sea el
padre del niño sino otro adulto: el maestro. En un principio la función del docente fue complementaria de la
función paterna.

Más allá de la intención de los padres de dedicarse a la instrucción de sus hijos prima una razón superior a
estas cuestiones familiares o individuales y se termina imponiendo un criterio de utilidad. Para Comenio, esta
utilidad radica en tres fundamentos. El primero es de naturaleza didáctica, puesto que los niños aprenden
mejor al lado de otros niños, mediante el método de la instrucción simultánea. El segundo fundamento
pretende dejar la educación escolar a un especialista, lo que implica la renovada referencia al orden,
arrancándose la actividad educadora de la buena o mala voluntad paterna.
Ahora son los especialistas quienes con métodos educativos racionales, habrán de actuar ordenadamente sobre
la niñez. Este reclamo de traspaso de la educación infantil a la esfera pública requiere en los hechos de un
dispositivo de alianza entre adultos: los padres y los
maestros. Esta alianza escuela-familia determinaba el medio capaz de garantizar un ordenamiento escolar de
la educación de todos los niños.

Sentidos de la alianza escuela-familia

El dispositivo de alianza construido por la pedagogía moderna estipulaba que podían y que no podían hacer
los padres y los maestros respecto de la educación de sus hijos y alumnos. En lo que respecta a los padres,
estos tienen la obligación impostergable de educar a sus hijos en escuelas y, por tal motivo, poner a la infancia
a disposición de la institución escolar. Como contrapartida a estas obligaciones, el derecho paterno en el
contrato de escolarización consistía en que sus hijos recibieran una educación mejor que la que ellos les
podían proporcionar. Por lo tanto, la institución escolar se sustenta en el dispositivo de alianza por medio del
cual en ella se educa a niños y, a su vez, el dispositivo de alianza se sustenta en dos elementos. Uno
compulsivo, como las leyes de obligatoriedad escolar y la acción policial, y uno consensuado, que es la
confianza que los padres depositan en los maestros en tanto adultos especializados y la legitimidad que se
adjudica a la educación escolar. Por el otro lado, lo relativo a las obligaciones de los docentes, implícitas en
el dispositivo de alianza escuela-familia, su labor consiste en superar todo lo que pueda hacer la familia
respecto de la educación de la infancia. Como contratara de lo anterior, la parte de la alianza que imponía
derechos a la institución escolar moderna determinaba que, si por ser la educación proporcionada por la
escuela “mejor” que lo que hubiera sido la educación familiar, los saberes que allí se transmitían y los
procedimientos metodológicos para hacerlo eran de competencia exclusiva de la institución escolar y del
pedagogo. En tanto institución de encierro, concebida con normas autorreferenciadas, es decir, con normas
solamente comprensibles en el seno de la institución y con peso nulo o poco relevante allende a sus muros, la
institución escolar moderna procesaba una cultura y unos saberes que le eran enteramente propios: en la
escuela se hablaba de determinada manera, se escuchaba por medio de ciertos procedimientos y los saberes
que allí se impartían poseían un sesgo típicamente, exclusivamente propio, “escolar”. Este procedimiento de
producción de saber escolar, que ha dado en llamarse “escolarización de los saberes”, constituye un elemento
típico de la cultura escolar. La escuela moderna fijo que había que leer, como leerlo y vitupero, en un acto
proverbial de hegemonía y monopolio cultural, a todas aquellas lecturas y escrituras que no se ajustaran a lo
que marcaban sus preceptos. 
En este escenario, el lugar del docente como lugar del adulto que sabe cobra una importancia central. La
metodología utilizada por el docente de la escuela moderna es la “instrucción simultanea”. Centralidad del
poder, el lugar del docente todo lo vigila y todo lo puede. La escuela determinaba qué era benéfico, qué era
sano, qué era democrático, qué era saber y qué era ignorancia.

El fin de la alianza

No es que la alianza escuela-familia haya dejado de existir o que la familia haya dejado de pactar con la
escuela la disposición de esta sobre el cuerpo infantil. Lo que si ha cambiado es el sentido de la alianza, es
decir que, mientras en la modernidad los conflictos se dirimían a favor de la cultura escolar, hoy la sola
situación de conflicto no tiene, entre la cultura escolar y cultura popular, una resolución única y previsible. En
la actualidad, la alianza se sostiene sobre la base de un creciente reconocimiento inverso al anterior: es la
cultura escolar la que esta puesta en la mira, acusada de anacronismo, despotismo y rigidez. Y es el maestro el
que ahora debe comprender y aceptar la existencia de una multiplicidad de posibilidades relativas a opciones
culturales. Hoy cada uno de los docentes tiene que salir a ganar su propia legitimidad todos los días y
constantemente. Es decir, los docentes ahora tienen que ganarse la legitimación que antes poseían por ocupar
el lugar que ocupaban. En cuanto a los alumnos, ya prácticamente no existen los “malos alumnos”. Solamente
existen los malos docentes, aquellos incapaces de lograr el aprendizaje de los alumnos, de todos y cada uno de
los alumnos. Por su parte, los padres ya no se resisten, como antes, a que sus hijos sean escolarizados.

En la actualidad, los nuevos y más desarrollados medios de comunicación tienen un poder tal que están en
igualdad de condiciones de influir sobre la infancia y la juventud en relación con la vieja escuela moderna. El
cambio de sentido de la alianza hace que se acepte cualquier material de lectura. La escuela busca adaptarse a
las nuevas agencias de producción de saberes, trasladando a su dominio las herramientas utilizadas por otras
formas de procesamiento del saber. La escuela ya no se alía a la familia para civilizarla. Es ahora la familia la
que cada vez presiona sobre la escuela para que esta ajuste a las demandas específicas los saberes
correspondientes. Esto significa que la escuela busca “customizar” su oferta, es decir, adaptarla a sus clientes.
IV) Desestatalización y re estatalización del sistema escolar

La escuela como la razón de la corporación de los educadores

Para la vieja pedagogía del siglo XVII, la cuestión relativa al ejercicio de la educación en el ámbito escolar
estaba reservada únicamente a los educadores. Eran los educadores quienes construían un saber sobre la
enseñanza, formaban a sus discípulos en el arte de enseñar y divulgaban sus ideas acerca de las cuestiones
filosóficas, políticas y didácticas de la transmisión de saberes.

La estatalización de la institución escolar

A principios del siglo XIX, algunos Estados de Europa y de América comienza a tener mayor presencia en la
gestión de las escuelas. Se trata de las burguesías que intentan poner coto al poder político de las
congregaciones religiosas y para eso recurren, entre otras estrategias políticas, a una lenta aunque sostenida
estatalización de la educación escolar. Estos nacientes Estados Burgueses pretendían representar el interés
general de toda la sociedad y proclamaban poner a disposición de los educadores los recursos financieros
necesarios para lograrlo.
Este proceso de paulatina estatalización escolar fue muy lento y debió acomodarse a los conflictos que se
suscitaban entre educadores y gobernantes en los diferentes espacios nacionales. Paulatinamente, los
educadores comienzan a ser cada vez más controlados en sus permisos para la enseñanza, siendo la
dependencia respecto del Estado cada vez mayor y la autonomía en su oficio cada vez menor. El poder estatal
comenzó a hacerse sentir en las instituciones escolares en el momento en que los gobernantes pretenden
imponerle cierta direccionalidad al proceso de enseñanza y entrometerse en el saber pedagógico: el Estado
pretende, de una vez, transformarse en Estado educador.

El advenimiento de la obligatoriedad escolar El último de los mecanismos que tienden a la estatalización de la


escuela es la obligatoriedad escolar. Cuando el Estado se hace cargo de las escuelas también obliga a los
padres a enviar a ellas a sus hijos, con diversas penas en función de su incumplimiento. La aparición de la
obligatoriedad obedece a dos factores. El principal, la detección de un nuevo cuerpo social, el cuerpo infantil,
el que merece a su vez un tratamiento especializado brindado en escuelas. Pero también la obligatoriedad
escolar reconoce otra fuente, y ella es la cuestión urbana. El siglo XIX muestra el inicio del proceso de
estatalización de la educación escolar.

Observaciones: Después de mirar las principales características de la escuela moderna y las modificaciones
que han sufrido a partir de la aparición de las nuevas tecnologías de la comunicación y la información, es
posible decir si no que la escuela está muriendo, por lo menos que está atravesando una grave crisis.

Docentes deslegitimados, alumnos que ya han dejado de ser niños ingenuos y obedientes y que en muchas
esferas sus conocimientos superan a los de los adultos, una escuela que ha dejado de tener el monopolio del
saber y la desaparición de las utopías totalizadoras, permiten que se piense en la necesidad de redefinir la
escuela.

Las nuevas tecnologías de la comunicación y de la información han impactado fuertemente en los cimientos
de la escuela moderna y es preciso ahora dar respuestas a las demandas del mercado –que está hoy constituido
por sujetos de una cultura postigurativa-. Todo lo expuesto hasta el momento muestra la existencia de una
gran disociación entre la escuela moderna y un alumno (o una sociedad) que es hoy posmoderna. Esta brecha
debe ser cubierta y probablemente la única forma de hacerlo sea redefiniendo a la escuela.

Ya no es posible pensar en una institución escolar que ofrezca conocimientos modernos a alumnos que están
demandando y exigiendo conocimientos que les sean socialmente útiles al momento de finalizar su
escolarización. Dado que aquello que es hoy considerado socialmente válido es la capacidad de desenvolverse
en un mundo laboral ampliamente tecnificado, es claro que la escuela debería adaptarse y comenzar a
redefinirse para poder dar respuesta a estos reclamos.

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