Las Señales de Un Discípulo

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Las Señales De Un Discípulo.

Marcos 8:34-35.

Texto: “Yllamando a la gente y a sus discípulos, les dijo: si


alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y
tome su cruz, y sígame. Porque todo el que quiera salvar
su vida la perderá; y todo el que pierda su vida por causa
de mí y del evangelio, la salvará”.
Introducción: hay una gran tragedia que se observa en muchas de las
congregaciones de nuestros días: y es que no todas las personas valoran el
honor del llamamiento a ser discípulos de Cristo y se terminan conformando
con ser solamente creyentes, es decir, son personas que asisten a un lugar de
reunión un día a la semana en búsqueda de algún beneficio personal.

Hay una abismal diferencia entre ser un creyente y ser un discípulo; dentro de
las congregaciones hay muchos simpatizantes del evangelio que están
siguiendo a Cristo a la distancia, pero existen pocos discípulos reales que
estén dispuestos a dar todo lo que tienen por la causa de Jesucristo.

La formación de un discípulo debe ser visto como que es algo muy serio
dentro de las congregaciones. Hay que saber marcar bien la diferencia que
existe entre un asistente a las reuniones y ser un discípulo . Con un
creyente no siempre se puede contar para la construcción
de cosas serias porque tiene en su cabeza otros intereses,
pero a un discípulo siempre lo tendrás en la línea de
avanzada.
A un discípulo no se lo puede formar predicándole un sermón el día domingo
por más unción que tenga el ministro de turno. Y digo esto con mucho temor y
respeto, pero no deja de ser una verdad demasiado punzante que puede llegar
a molestar a alguno de mis amados hermanos y consiervos en el Señor.

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Un discípulo necesita algo más que un predicador, un discípulo necesita de un
padre que lo adopte, es decir, necesita de alguien que ejerza sobre su vida un
mentoreo responsable y sistemático.
La finalidad última de un padre espiritual no tiene que ser
dejar a su discípulo con un certificado en las manos con las
mejores notas, sino dejarlo calificado para que se vuelva
un experto en lidiar con situaciones difíciles y complejas de
la vida diaria.
A medida que la iglesia iba ganando terreno, iba desapareciendo la expresión
discípulo y se engrandecía la figura de “el verdadero hijo en la fe”. Según
Pablo, esto se trataba de una relación donde había cierto nivel de intimidad
paternal. Esto se trataba de una unión de corazones, no de una clase en un
aula.

Un discípulo es alguien que le otorga un derecho de autoridad a su padre en la


fe para que le corte todas las ramas secas y dañinas que le están estorbando la
manifestación de Cristo en su vida.

Esto es lo que quiso decir Salomón cuando dejó registradas aquellas sabias
palabras y qué tan mal las hemos interpretado: “ Instruye al niño en su
camino y aun cuando fuere viejo nunca se apartará de él ”.
En la mentalidad hebrea, la instrucción no era algo externo que venía a la
mente de la persona en calidad de información; no era una hoja escrita con
ciertas lecciones escritas para aprender alguna clase de instrucción de
conducta y moralidad. No era una acumulación de información en el cerebro.

En la instrucción se arranca de la vida todo lo que no sirve para dejar el campo


libre de malezas dañinas para que crezca lo que será valioso para nuestras
vidas. Cuando las cosas de la vida se ponen difíciles, es entonces cuando el
discípulo tiene la posibilidad de revelar de qué clase de material está hecho.

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Allí se pone en evidencia cuáles son las fibras de las que está constituido
espiritualmente.

Miguel Ángel tallaba un león en un pedazo de mármol y ante la admiración de


las personas que contemplaban su obra de arte dijo: yo no hice nada,
sólo le saqué a este pedazo de piedra todo lo que no se
parecía a un león.
Y eso es lo que hará con nosotros nuestro padre-mentor-discipulador, si es que
nosotros queremos consumar la razón de nuestra existencia. Todo lo que no se
parezca a Cristo tiene que desaparecer de nuestra vida. Y a alguien tenemos
que cederle ese derecho en nuestra vida.

El discípulo es la materia prima que se pone en las Manos


de Dios para dar a conocer al mundo Sus intenciones
eternas. En el lugar donde estemos pisando las personas
deben leer que en nosotros habita una medida de la gloria
de Dios.
El discipulado no tiene nada que ver con asistir a un curso, aunque eso puede
estar incluido y es necesario en una primera instancia, tampoco es un evento al
que asistimos, el discipulado se trata de la impartición de una vida que ha
madurado, que ha crecido, a otra vida. Y aquí aparecen en el escenario dos
preguntas que son por demás importantes y vitales: ¿quién me va a discipular?
Y, ¿a quién he de discipular yo mañana?

El discípulo es un graduado en los asuntos de la fe que


nunca deja de avanzar porque su meta en la vida es
perfeccionar la comprensión de Aquel que lo llamó. El
discípulo es lo que la madera es para el carpintero. Si no hay madera, entonces
la habilidad del carpintero nunca se podrá demostrar. Así, de esa misma

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manera, sucede con Dios. Cuando no hay discípulos, Dios no puede darse a
conocer.

Las jerarquías que se nos otorguen dentro de una iglesia pueden tener cierto
valor para los hombres, pero Dios sólo nos mira como hijos que se están
formando como discípulos. Todo líder se equivoca cuando piensa que se deja
de ser discípulo por causa de haber abrazado ahora una labor ministerial.
Cuando uno aprende vive, cuando deja de aprender se muere poco a poco cada
día.

Triste es decirlo, pero cuando se termina la vida


discipular, es como que se le termina la madera al
carpintero o la pintura y la tela al pintor. El discípulo es
alguien que cultiva una mentalidad de aula. Es alguien que
se vuelve insaciable en su necesidad de aprender. Es
alguien que ha decidido escolarizar su vida. La vida
discipular es la que provee a las congregaciones la
posibilidad de que la iglesia continúe siendo edificada por
personas entendidas en la materia.
Es necesario, primero ser un discípulo y luego hacer discípulos para ser
enviados a las naciones de la tierra. Lo segundo se aborta si no se tiene un
corazón dispuesto para ser lo primero.

Aquel clamor del “pasa y ayúdanos” del varón macedonio sigue


retumbando en nuestros oídos espirituales. Las naciones de la tierra están con
hambre de Dios; ya no quieren nuevas religiones; las personas no quieren
escuchar discursos teológicos ni doctrinas interminables y complejas de
entender. Tienen hambre del Pan Vivo que descendió del cielo y alguien debe
mostrarles por intermedio de su vida cómo pueden conectarse con él y comer
de Él.

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“Envíame a mí”, fue la oración del profeta después de haber visto a Dios.
El Dios del cual hablaba sin conocerlo. Pero después de haberlo contemplado
en su máxima gloria y esplendor, ahora estaba listo para hablar de Dios.
Conocía al Dios histórico, vio en las hojas de los manuales al Dios del
seminario, pero ahora va a hablar de un Dios personal que se le acaba de
revelar. En el aula se nos llena la cabeza de conocimiento, pero el discípulo es
uno que habla de un Dios que conoce y que está dispuesto y calificado para
personificarlo en su propia vida.

El discipulado no es una lección dada por medio de un apunte, el discipulado


es un espíritu que anda buscando un recipiente donde poder vivir para poder
expresar la vida de Cristo.

En la progresión de la revelación, para Jesucristo, el discipulado era una


opción, Él dijo: “si alguno quiere ser mi discípulo”, lo dejó a la
consideración de la voluntad de las personas que escucharon Su invitación;
pero esto con el tiempo se volvió una exigencia en la mentalidad apostólica.

La iglesia no se construye con buenos hermanos, sino con personas que han
abrazado la vida discipular.

La raíz etimológica de la palabra discípulo es disciplina. Un discípulo,


(mathetes en griego) es aquel que se sienta a los pies de su maestro para
recibir enseñanza y guía. Esto debe ser así porque si no existe la disciplina,
nunca podremos llegar a la suprema meta de ser discípulos de Jesucristo.

Si no hay discípulos que hayan sido entrenados en esta


carrera, no hay posibilidades de que la iglesia sea edificada
seriamente y correctamente. Hay entre medio de nosotros personas
que aun piensan que con venir a la iglesia ya es suficiente, por lo tanto piensan
que el discipulado no es necesario; esa postura mental que algunas personas
asumen obedece a dos cosas: o hay un profundo desconocimiento acerca de
los beneficios del discipulado o es por causa del orgullo; si no trabajo con

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dedicación para erradicar ese orgullo que aún permanece en mí, el Cristo que
me habita no podrá crecer dentro de mí.

Un discípulo necesita de un padre espiritual que lo eduque en el camino de la


fe, pero un padre también necesita de un discípulo porque su tarea en la vida
consiste en la prolongación y perfeccionamiento de lo que a él le ha sido
impartido por el Espíritu a su propia vida. Esto tiene esta dinámica: es oír,
mejorar y luego dar.

Debe arder en nuestro espíritu la necesidad de encontrar


discípulos donde poder depositar toda la riqueza que nos
ha sido otorgada por revelación. Alguien debe mejorar lo
que me fue dado a mí en un momento de mi vida. No
puede una persona cometer el error de pretender irse a la
tumba y llevarse todo ese tesoro al cementerio.

La revelación se perfecciona en el tiempo; y esa es parte de la tarea de un


discípulo. De nada nos servirá llevarnos al sepulcro todo lo que nos ha sido
revelado.

La sabiduría no es algo que se descubre en un libro, sino algo que ya se


encuentra depositado en nuestro espíritu pero que tiene que ser manifestado.

La mayor tragedia de un padre espiritual es no haber identificado durante su


vida a aquel, o aquellos que continuarán con su labor de extender el Reino de
Dios sobre la tierra. Si todavía no pudo identificar quién va a ser el
continuador de su labor en la tierra de su asignación, no ha entendido a
cabalidad el misterio de la prolongación de nuestra vida. No existe mayor
gloria para un padre espiritual que ver cómo en la vida de
sus discípulos la Persona de JesuCristo crece cada día un
poco más.

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A los discípulos hay que dejarlos parados en el techo que yo edifiqué y nunca
en el punto de partida donde yo empecé. Eso se llama redención de los
tiempos. El día que yo me vaya de este mundo debo dejar como herencia
discípulos de calidad. Lo contrario a eso se llama fracaso.

La tarea de un padre espiritual es hacer discípulos de


Cristo, no seguidores nuestros.
La cultura y la religión deforman a los hombres; pero el discípulo es alguien
que, a pesar de reconocer que estos virus le han infectado la vida, está
dispuesto a ser reformado, y no toma en cuenta el precio que deberá pagar por
ello.

El discípulo es un seguidor fiel. Una persona fiel es aquella que se ha vuelto


confiable para Dios. La fidelidad no es un hábito, es un carácter.

Mateo no necesitó escuchar un gran sermón para abandonar todo lo que


poseía; le bastó sólo con aquella breve invitación de Jesús: “sígueme”.
Lucas 5:27-28. Para el hombre sabio, sólo una palabra le es suficiente para
dejarlo todo e ir en pos de su verdadero destino. El discipulado es una
inversión que hacemos, no es una pérdida de tiempo.

El concepto dinámico de la palabra seguir es halak, que significa: ponerse


detrás de un líder, guía o jefe para emprender alguna causa. En esta palabra
se halla la idea de obediencia, de caminar a la par de su padre espiritual para
conformarse a Su ejemplo. Mateo estaba al tanto de las rigurosas demandas y
exigencias de abrazar el discipulado de Jesucristo, estaba consciente en lo que
se estaba metiendo; sabía a lo que se comprometía, pero había evaluado lo que
había que invertir y estaba listo para obedecer.

El compromiso es un contrato que se firma y se legaliza silenciosamente entre


dos corazones que han madurado; esto se trata de un juramento con el cual las
personas quedan atadas para caminar hasta el fin de sus días; es un peso que
se carga en los hombros de las personas, pero es una carga que no te cansa ni

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te daña, sino que es una carga que se soporta con amor. Este es el yugo que
Cristo nos ofrece llevar.

Mateo perdió un cómodo y rentable trabajo, pero encontró


su destino. La razón de su existencia no estaba en
acumular riquezas ni en hacerse famoso, sino en ser un
discípulo de JesuCristo. Todo aquel que acepta ser un
discípulo de JesuCristo encuentra riquezas que superan lo
que pueda abandonar por El o perder por Él.
Para el discípulo, Cristo tiene que ser su modelo, su meta, y su más alta
aspiración en la vida. Es mediante la revelación que proviene de la Palabra de
Dios y la acción constante del Espíritu Santo que se va caminando en esa
dirección.

El discipulado es una vocación de toda la vida, ya que nunca dejaremos de ser


para Dios una obra inconclusa. Ninguna persona debe pensar que se comienza
a ser discípulo sentado en el banco de un aula oyendo una clase o algún
sermón; o comienzas lavando pies y secándolos con tu supuesta gloria, o
nunca alcanzarás esa alta dignidad de ser llamado un discípulo de JesuCristo.

El discípulo no es uno que estudia para volverse un


experto en dar sermones homiléticos; el discípulo es uno
que transforma en carácter la verdad que acaba de
escuchar desde la plataforma. Al final, ese es el evangelio.
En la norma educativa, a una persona sólo se la llamaba discípulo cuando se
comprometía con otra persona para adquirir su conocimiento práctico y/o
teórico. Sólo pueden existir discípulos si existe un maestro que esté dispuesto
a invertir en ellos una parte importante de su vida.

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Cuando una persona quiere ascender del peldaño de seguidor de Cristo al de
ser discípulo de Cristo, debe saber que toda su antigua escala de valores tiene
que ser modificada. No se puede ser discípulo de Cristo y seguir atado a las
viejas costumbres del reino que está pereciendo.

Las costumbres y las tradiciones portan en su interior un poder tan fuerte que
pueden llegar a anular la acción de la Palabra de Dios en una vida.

Cada día la salvación se engrandece un poco más en mi vida cuando me niego


a aceptar las demandas del espíritu del siglo. Una persona puede saber si está
siendo salva porque el sistema anti Dios de este mundo ya no lo gobierna más.

Jesús les dijo a las personas que para poder ser aceptado en la escuela del
discipulado debían tomar la cruz y seguirle. A nadie le dijo que esto era fácil o
sencillo. El discipulado cuesta. Y ese camino se vuelve complicado porque
nuestros más acérrimos enemigos de la cruz son los que se encuentran dentro
de nosotros mismos.

Por eso es que Pablo le aconsejó a Timoteo diciéndole: “cuídate de ti mismo”.


Timoteo, tu enemigo no es el diablo ni el infierno, sino tú mismo. Tomar la
cruz, según Cristo, no es colgarse un crucifijo en el cuello, eso puede ser
religiosamente aceptable, pero eso no hace cristiano ni discípulo a nadie por
más que el crucifijo sea de oro puro; tomar la cruz es negarle al alma y al
cuerpo que accedan a todos los caprichos que ellos sientan de hacer. El
discípulo es alguien que ha aprendido a castigar su cuerpo para que éste no se
salga con la suya. Ponerlo en servidumbre es una declaración de que se está
gobernando sobre especie de pasión desordenada.

La cruz no son dos palos cruzados, sino que es la


experiencia del alma que muere a las demandas de la vieja
naturaleza y desde allí se comienza a formar la imagen de
Cristo en nosotros.

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El alma alcanza su verdadera paz cuando ha pasado por la vivencia de la cruz.
Si no hay una identificación clara con la cruz, entonces no habrá manera de
poder ser un discípulo de Cristo. Cuando un discípulo ha pasado por la cruz y
lleva sus marcas, siempre se podrá contar con él.

Los creyentes falsos son los que se ofenden rápido, son los que se pelean todo
el tiempo con otros. Los malos ofenden con sus palabras, mientras que los
sabios se defienden con su silencio. Hay algo mejor que perdonar al ofensor, y
es no llegar a enojarse. Allí es cuando nos graduamos de discípulos. Las
tinieblas se ensañan con las personas de pico flojo. El discípulo es un custodio
de la paz porque ha sido bautizado en la paz de Dios.

Cuando una persona deja de ser un seguidor a distancia y se convierte en un


discípulo en la escuela del Gran Maestro, todo su mundo interior se pone en
orden. Orden es Dios ejecutando Su Gobierno sobre todo
aquello que estaba en abierta rebeldía.

El discípulo ahora no debe preocuparse más sobre cuánto puede ahora sacar
para provecho personal, sino cuánto está dispuesto para dar. Se tiene que
olvidar de exigirles a los demás que le sirvan, para tomar la toalla y la
palangana porque estas son las herramientas del discípulo con mentalidad de
servidor. La profundidad de nuestra humillación es la medida de la altura de lo
que hemos de gobernar mañana.

El discípulo debe trabajar más que nunca para ser poseedor de un corazón
enseñable, porque las palabras del Maestro van a comenzar a caer como un
martillo sobre sus viejas tradiciones e inútiles formas de vivir. Su finalidad no
es molestarnos, sino darnos una nueva y mejor posición de autoridad.

El mensaje del evangelio no es un parche que se le pone a la vida para cubrir


sus miserias; es un mensaje revolucionario porque no blanquea lo que se halla
sucio, sino que lo transforma, lo vivifica; primero lo destruye y luego lo
resucita, porque la muerte es lo que da paso a la vida.

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Un niño tiene problemas y enfrenta diversas tensiones mientras se va
ajustando a su nuevo medio ambiente dónde deberá desarrollar toda su vida.
El crecimiento genera dolores para el cuerpo del ser humano porque trae
consigo nuevas responsabilidades.

Esto también es verdad cuando se trata de la vida de un discípulo; aprende a


caminar, a hablar y a guiarse por sí mismo; y es en ese camino del aprendizaje
donde también aparecerán los golpes, las caídas, las lastimaduras, los
sinsabores, las frustraciones, pero todo eso es parte del crecimiento en todos
los aspectos de la vida, tanto física, como espiritualmente. El discipulado no
nos inmuniza contra tales vivencias por más duras que éstas sean, pero nos da
fuerzas para poder superarlas y aprender de cada una de ellas.

El cristiano es como una camisa que estuvo sucia por mucho tiempo y ahora
está limpia; le fueron quitadas las manchas, pero ahora se encuentra llena de
arrugas. Y para quitárselas se necesita ahora de una plancha que esté bien
caliente y de alguien que ejerza presión sobre la misma para sacar lo que se
encuentra arrugado; y eso es lo que el Espíritu hace en nosotros. Nosotros
somos la camisa arrugada, y la plancha caliente son las situaciones que hemos
de vivir para que pueda ser tratado nuestro carácter. Y el que usa la plancha
ejerciendo presión es el Espíritu Santo.

Cuando le decimos al Espíritu que queremos ser alumnos en la escuela del


Resucitado, él se pone a trabajar inmediatamente con nosotros. Por eso es que
tenemos que ser muy cuidadosos con nuestras oraciones porque alguno de
estos días Dios nos va a hacer caso en las cosas que le pidamos.

Estas arrugas que necesitan ser planchadas son las que se citan en Lucas 3:4-
6: “Como está escrito en el libro de las palabras del profeta
Isaías que dice: Voz del que clama en el desierto; preparad
el camino del Señor; enderezad sus sendas. Todo valle se
rellenará, y se bajará todo monte y collado; los caminos

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torcidos serán enderezados, y los caminos ásperos serán
allanados; y verá toda carne la salvación de Dios”.
Esto quiere decir que una vez que salen las arrugas de la vida del individuo, el
camino entonces estará derecho para que el Señor viaje por él y así será más
fácil para el mundo ver a Jesús el Cristo viviendo en el discípulo.

Las montañas del orgullo que se han enraizado en nuestra naturaleza y que se
han agazapado detrás de un atavío religioso, la arrogancia, la obstinación, la
rebelión y el resentimiento deben ser derribadas; los valles de depresión, la
desesperación y la soledad también deben rellenarse.

Las curvas que nos han desviado del conocimiento de la voluntad de Dios
deben enderezarse; los caminos ásperos de los malos hábitos que hemos
contraído a lo largo de nuestra vida, los patrones de conductas equivocadas y
el criterio de hacer las cosas a mi manera, todos ellos deben ser allanados,
deben ser bajados, deben ser traídos a nada.

Lo más terrible de todo este diagnóstico divino es que yo no me había


enterado que todo este mal habitaba dentro de mí. Pero la Luz de Cristo, que
es Cristo mismo, puso al descubierto las tinieblas que aún vivían en mí. El
discipulado nos hace regresar al Edén antes de la muerte de nuestros padres:
separa la luz de las tinieblas.

Ese es nuestro mundo desordenado y sin gobierno que necesita ser sumergido
en el orden de Dios. Una persona que no ha sido llevada a ese nivel de orden
divino, puede que tenga una religión que hasta con cierto amor la puede
profesar, pero aún no está viviendo ni experimentando lo que significa vivir
en el Reino de Dios. Una cosa es congregarse, otra cosa diferente es estar en
la iglesia del Dios Vivo, pero otra cosa muy distinta es vivir en la dimensión
del Reino de Dios.

Cuando hayamos superado con éxito esos escollos en la vida, entonces los que
están a nuestro alrededor empezarán a ver en nosotros al Salvador por medio

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de la vida transformada y hecha conforme a la imagen y voluntad del Hijo de
Dios.

La gloria más alta para el discípulo es recibir, gozar y


reflejar desde adentro hacia fuera la gloria del Creador.
Nuestro Señor no es glorificado por la manera en cómo
comenzamos nuestra vida, sino en cómo la terminamos.
El Padre no fue glorificado por el Hijo el día de su nacimiento, sino el día de
su crucifixión.
La salvación se obtiene únicamente por la gracia de Dios, es un regalo que nos
viene por medio de la muerte de Cristo y nada más. Sin embargo, el proceso
de maduración, mediante el cual nos hacemos a la imagen de Cristo, requiere
de un trabajo de docilidad de nuestra parte y de la vital intervención del
Espíritu Santo para plasmar en nosotros la Mente de Cristo.

Esa fue la vivencia de David. Desde su ungimiento hasta el día en que se sentó
en el trono de la nación hebrea pasaron cerca de quince años. Dios le fue
cerrando caminos hasta hacer madurar, producir y perfeccionar en él el
carácter que se necesitaba para ser rey de la nación. Se puede tener la unción
real sobre nuestra cabeza, pero mientras sigamos estando verdes, siendo
creyentes y nó discípulos, nó podremos estar en lugares de gobierno y
administración espiritual.

Para esto es necesario que aprendamos principios que funcionen en nuestra


mente, y que después de un tiempo de entrenamiento, se conviertan en
principios que trabajen permanentemente en nuestras vidas generando la
madurez que se debe evidenciar en el discípulo de Jesucristo.

Diferencias entre un creyente y un discípulo.

El creyente suele vivir pendiente de que le den panes y peces. El discípulo ha


desarrollado la habilidad de ser un pescador; y como pescador que es nutre y
sustenta a otros de las riquezas espirituales que posee en Cristo.

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El creyente invierte lo que tiene en su crecimiento; mientras que el discípulo
tiene la particularidad de ser alguien que lucha por verse reproducido en otros.

El creyente se gana de diferentes maneras; pero el discípulo se hace. Sabe que


la obligación que lo persigue es reproducir su propia especie espiritual.

El creyente vive dependiendo, la mayor parte de su tiempo, de los pechos de


la madre, su pastor; pero el discípulo ha sido destetado para servir y dar
alimento que nutre a los demás.
Ha entendido que no se puede vivir en la abundancia de las cosas espirituales
dependiendo de las migajas que caen de la mesa de los que habitan siempre al
lado de Dios.

El creyente entrega parte de sus ganancias; el discípulo entrega lo más caro


que posee, su vida. Y cuando actúa de esa manera lo hace porque es
inteligente; sabe que mientras más cosas de valor coloque en el altar del
sacrificio, más beneficios obtendrá.

El creyente está siempre condicionado por las circunstancias que se le cruzan


en su camino; el discípulo aprovecha las circunstancias que le propone la vida
para poder ejercitar su fe y su autoridad. Ha entendido que los tiempos de
crisis son el mejor tiempo para desarrollar su fe.

El creyente piensa en cómo solucionar sus propios problemas; mientras que el


discípulo piensa en llevar a los suyos a un estado de madurez para que ellos
aprendan a ser creadores de soluciones y no dependientes de él.

El creyente vale para sumar; el discípulo sirve para multiplicar. Los creyentes
aumentan la asistencia de la iglesia, ellos son los que ensanchan los registros
de membresía; pero los discípulos son los que aumentan las comunidades.

Los discípulos de la iglesia primitiva trastornaron al mundo con su mensaje y


con su modo de vivir; pero los creyentes de este siglo se han refugiado dentro
de los templos porque están siendo trastornados por el mundo.

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El creyente es como un ahorro, hoy lo tienes, mañana se te va, o a otra iglesia
o al mundo; pero el discípulo es una inversión, no siempre lo tendrás contigo,
o a tu lado, o en la misma iglesia, pero siempre estará con Dios.

El creyente cuida las estacas de su tienda, vive para cuidar su propia viña;
pero el discípulo es uno que ensancha el sitio de su cabaña.

La meta del creyente es llegar el cielo; la meta del discípulo es ganar almas
para llenar el cielo.

El creyente siempre vive esperando con los brazos cruzados que Dios derrame
un avivamiento; pero el discípulo se preocupa por vivir de tal manera que
pueda ser el generador del tan ansiado avivamiento.

El creyente siempre anda en busca de algo que le pueda proveer de comodidad


para descansar; el discípulo tiene como meta vivir bajo la sombra de la cruz,
aunque eso signifique para él la pérdida de las cosas que más ama en la vida.

El creyente se hace socio de la congregación a la que asiste para disfrutar de


buenos momentos con sus iguales; pero el discípulo aspira a ser un siervo y
jamás pierde de vista que este es el verdadero objetivo de la vida cristiana. El
creyente es valioso; el discípulo es indispensable.

Todos los cambios que se vayan a producir en mi vida no son soberanos,


deben de contar con mi conformidad. Por lo tanto debo decidir qué es lo
quiero ser: ser creyente o ser un discípulo. Porque parecen ser lo mismo, pero
no lo es. Vistos en una congregación, durante una reunión, no ofrecen muchas
diferencias. Sin embargo, son absolutamente distintos. Lea y escoja lo que
usted quisiera ser:

No hay cristianos de primera y segunda clase, pero hay escogidos entre los
llamados.

El creyente espera que otro haga las cosas, el discípulo se atreve a servir.

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Al creyente le gusta que lo halaguen, el discípulo ofrece servicio y sacrificio
en silencio sin esperar nada a cambio de ninguna persona.
El creyente cae en la rutina, mientras que el discípulo es un revolucionario.
El creyente espera que se le asigne una tarea, el discípulo es solícito en tomar
responsabilidades.
El creyente murmura y reclama, el discípulo obedece y se niega a sí mismo.
El creyente reclama que le visiten, el discípulo visita.
Hacer discípulo de un creyente es poner cepo al que anda en el Camino, hacer
discípulo de un creyente es dar alas a la evangelización.
Los creyentes suelen ser fuertes como soldados en la trinchera (iglesia), los
discípulos son soldados invasores.
El creyente hace hábitos, el discípulo rompe los moldes.
El creyente sueña con la iglesia ideal, el discípulo se entrega para lograr la
iglesia real.
El creyente maduro se hace discípulo, el discípulo maduro asume los
ministerios.
El creyente predica el evangelio, el discípulo hace discípulos.
El creyente gusta de las campañas, el discípulo vive en campaña.
Al discípulo se le pone una cruz, al creyente una almohada.
El creyente dice: ¡ojalá!, el discípulo dice: ¡heme aquí!

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