Andres Diaz Sanchez - Los Cazadores de Cabezas
Andres Diaz Sanchez - Los Cazadores de Cabezas
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mentir era la peor de las faltas, del que mentía todos se apartaban, incluso
negándole durante días la palabra. Decidió sincerarse.
-Yo... Estuve hablando con Aedai.
El druida casi sonrió.
-Ah... Aedai. Una jovencita inteligente. Uno de mis mejores alumnos. Ayer me
dijo que hoy llegarías tarde.
Iedur enrojeció a causa de la ira.
-Sus predicciones suelen ser acertadas -siguió el anciano, cada vez más
divertido-. También es cierto que ella se preocupa mucho de que las cosas
sucedan como espera que sucedan.
El anciano recuperó la adustez.
-Comencemos las enseñanzas. Hoy aprenderás muchos nombres de hierbas y plantas,
su aspecto, localización y usos.
Iedur dejó caer los hombros desanimado.
-¡Vamos, vamos! -replicó el druida-. Imagina que en el futuro eres un guerrero
poderoso, perseguido por tus enemigos en un bosque desconocido. Estás herido y
débil. Debes saber qué hierbas cerrarán tus heridas y te proporcionarán fuerzas
para seguir luchando.
Iedur abrió mucho los ojos, su mente dispuesta para aprender. Bran era un druida
muy viejo y sabía cómo estimular a sus alumnos.
Pasaron dos horas estudiando la fauna y la flora boscosa. Cuando terminó la
clase almorzaron juntos. Comieron queso fresco con miel, jabalí asado (a pesar
de su edad, Bran era un excelente cazador), almendras y caldo de hierbas.
Bebieron cerveza y leche muy fría.
Iedur miró a Bran con el ceño fruncido.
-Maestro, tú que lo sabes todo, dime cuándo me permitirán mi madre y mi hermano
combatir contra las tribus rivales. Connbraugh tiene ya en su habitación más de
quince cabezas embalsamadas. Algunas las ganó cuando tenía mi edad. Mi madre
también posee un trío de testas en su cuarto.
-Recuerda que aquellos eran tiempos más duros. Los clanes del Sur peleaban
contra los del Norte, los de Cor-An-Tyr intentaron invadir nuestro territorio y
todas las tribus de la Gran Región debieron unirse para rechazarlos. Ahora hay
paz, aunque las batallas se suceden de vez en cuando. Estoy seguro de que pronto
podrás lucirte en una contienda.
-¡Seré como Cúchulainn! -bramó el joven-. ¡Los enemigos caerán degollados a mis
pies y moriré peleando!
Bran rió. No reprendió a Iedur. Sería ir en contra de las Leyes Naturales
reprimir un fuerte carácter juvenil. Además, la comunidad necesitaba guerreros
que la protegieran de los enemigos, ya fueran invasores o invadidos.
-Medita mucho antes de entrar en combate -aconsejó el anciano-, pero si lo haces
gana o muere. Arrasa como el huracán a tus enemigos y trae el mayor número
posible de cabezas. Tu pueblo y tu familia te lo agradecerán. El que no devuelve
el ataque es un necio, el que no defiende lo que tiene no merece tenerlo.
Iedur asintió con fuerza.
Transcurrieron dos horas más de clase, centradas en el estudio de la fauna y la
flora. Iedur asimilaba los conocimientos con rapidez, pues era un joven
inteligente.
Cuando acabaron, Iedur se despidió de su maestro. El severo Bran hubo de
reprimir una sonrisa mientras contemplaba la alegre marcha de su alumno
favorito.
Iedur sentíase excitado. Bran le había dejado irse excepcionalmente pronto. Aún
tenía tres horas libres antes de acudir a la aldea, donde ayudaría a su madre y
hermano en las faenas de la casa y el huerto.
Volvió a preguntarse cuándo le dejarían luchar. Deseaba cortar cabezas enemigas.
Se imaginaba agarrando por las melenas un puñado de testas rivales, quizá
pertenecientes a los Comcrach o los Finn. Las colgaría del tejado de su cabaña
para que todos en la aldea supieran lo valiente y fuerte que era Iedur, el
guerrero.
Además, también quería que Aedai le admirara. ¡Aedai! Aún podría verla esa misma
tarde, realmente lo deseaba. Se detuvo de pronto. ¿Era bueno que un guerrero
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ocupara su tiempo libre en frívolas charlas con una muchachita? Aquel dilema
siempre lo acuciaba tras reunirse con la joven. De algún modo, intuía que las
mujeres apartaban al hombre de su deber, que era la guerra.
Aquella mañana, antes de ver a Bran, Iedur había estado con Aedai.
-¡Seré un luchador famoso! -había dicho él, muy serio-. ¡Cabalgaré junto a
Morrigu y Nemain!
Aedai, sobre una de las grandes rocas al borde de la catarata, rió alegre y
burlonamente. Aunque no pasaba de los quince años la túnica que se ajustaba a su
espigada figura ya dejaba ver sinuosas curvas. Miró con sus profundos ojos
negros a Iedur, quien se afanaba por seguirla saltando sobre las húmedas rocas.
A su izquierda se abría una caída de veinte metros. En la base de la cascada,
espuma brillante y afiladas piedras. A su derecha, el agua helada corría
lánguidamente hasta precipitarse por el borde.
El cabello de Aedai era aún más oscuro que sus negrísimos ojos, muy liso. Le
caía espesa y aterciopeladamente hasta la cintura. La muchacha giró su cabeza
bruscamente. Su pelo trazó una onda mágica en el aire.
-¡Seguro! ¡Un gran guerrero! -se burló, mirando pícaramente a Iedur. Los rasgos
eran finos, bellísimos. La nariz algo respingona denotaba un carácter curioso,
vivaracho, incisivo.
Iedur se sobresaltó. Seguir a aquella chica resultaba peligroso. Ella era un ser
de la Naturaleza y brincaba ágilmente sobre altísimas ramas y desfiladeros o se
internaba sin herirse a través de espesos zarzales. A pesar de su belleza,
muchos chicos habían rehusado cortejarla porque ello resultaba perjudicial para
la salud. No era el caso de Iedur, quien, a pesar de los hematomas, cortes y
arañazos se negaba tozudamente a perderla de vista..
El chico, apretando los dientes, miró desafiantemente a Aedai y saltó a una
nueva piedra. Ella rió.
-Primero tendrás que ayudar a tu madre a limpiar tus habitaciones y después
sacar brillo a las armas de tu hermano.
-¡Te equivocas! -rugió Iedur. De tres temerarios saltos llegó hasta Aedai e
intentó agarrarla. La muchacha salió corriendo y se internó en la fresca
espesura.
Al poco, la halló recogiendo moras de un zarzal. Iedur se preguntó, al
contemplarla, qué clase de hechizo hacía posible la atracción que sentía hacia
ella mientras despreciaba o esquivaba distraídamente al resto de las jovencitas.
-A veces pienso que eres una dríade que un hada dejó en la puerta de tu casa
-dijo Iedur-. Tus padres, compadecidos, te recogieron y criaron como a una hija,
pero seguramente no eres humana. A vedes pienso que me estás embrujando.
La chica sonrió placenteramente.
-A veces yo pienso que eres un jabalí con aspecto de hombre -ella lo miró
burlona y desafiantemente-, un jabalí torpe y desmañado que hociquea entre el
barro.
Él quedó quieto, mirándola a los ojos, embelesado por su belleza. Ella,
nerviosamente, apartó la vista.
-Iré a nadar a la costa esta tarde.
-¡No vayas! -en la voz de Iedur había genuina preocupación-. Últimamente se ha
visto a los hermanos Finn por esa zona. Ya sabes que raptan a las jóvenes para
hacerlas sus esclavas. Son nuestros enemigos.
-¿Temes por mí? -Aedai sonreía, llena de placer y burla.
-Sí -dijo Iedur, algo incómodo. No sabía mentir. La sonrisa de Aedai se abrió
aún más. Iedur, en un arrebato inexplicable, sacó la pequeña cuerda de su zurrón
e hizo una lazada en ella.
-¿Qué haces? -inquirió Aedai.
-Voy a ponerte un lazo al cuello. Así no te escaparás.
-¿Harías eso? -Aedai se le acercó, sus ojos chispeaban traviesamente.
-Por supuesto -Iedur le colocó el lazo en el delgado y blanco cuello. Apretó el
nudo sobre la fina garganta. Ella frunció levemente el ceño, pero no se apartó
ni borró su sonrisa. Iedur tenía el otro extremo de la cuerda en su diestra.
-Eres una fierecilla y debes ser domada -dijo severamente el muchacho. Tiró
levemente de la cuerda y ella se le acercó hasta que sus cuerpos se tocaron. Los
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ojos de la muchacha se entrecerraron y clavaron en los de Iedur.
-Ahora no te separarás de mí -dijo el chico, sintiendo que se hundía en aquellas
dos negras profundidades-. Irás donde yo vaya, te domaré como a un potro salvaje
o un perro desobediente -afirmó, con el ceño fruncido.
-Iría contigo hasta el fin de la tierra -contestó ella, sonriendo dulcemente,
acercando sus labios a los de Iedur-. Prometo que obedeceré todas tus órdenes
sin protestar...
Iedur la ciñó con firmeza por el talle y se besaron. Para los dos era el primer
beso. Si los padres de ambos los sorprendieran en aquel momento los azotarían
tantas veces que no se podrían sentar en al menos ocho días.
De pronto, Iedur sintió un escalofrío. Otra vez aquel pensamiento angustioso:
¿acaso las mujeres no apartaban al guerrero de la guerra, acaso no lo conducían
a una vida sedentaria, a una cabaña llena de niños gritones? De nuevo la
maligna contradicción. Tal vez Aedai fuera realmente una hermosa elfa que le
estuviera conquistando para su propio provecho. Si caía en su embrujo podía
despedirse de la fama y la gloria.
La apartó violentamente de su lado.
-¿Qué haces? -preguntó Aedai, enojada.
Iedur se alejó hacia atrás, trastabillando.
-¡Me estás embrujando! ¡No caeré en tus redes! -gritó.
Aedai, furiosa, lo acribillaba con la mirada. Los ojos se le tornaron húmedos.
-¡Estúpido! -increpó. Se sacó la cuerda del cuello y la arrojó al suelo. Dióse
la vuelta y se fue, caminando con aire orgulloso.
Iedur seguía muy inquieto. Esbozó una sonrisa. Se sentía victorioso.
De pronto, la alegría se esfumó y se vio a sí mismo como un niño tonto y
supersticioso. Ahora, tras su error, nunca volvería a ver a Aedai, y aquel
pensamiento, extrañamente, le causaba un gran dolor.
Apesadumbrado, echó a andar sin rumbo fijo. Entonces, dióse cuenta de la
posición del Sol y recordó su cita con el druida Bran. Echó a correr.
Ahora, muchas horas después, también corría. Pensaba reunirse con Aedai y
pedirle disculpas. Habría de reconocer su torpeza, pero quería seguir siendo su
amigo. Comprendió que realmente disfrutaba en compañía de la chica.
Al llegar al claro donde solían reunirse lo encontró solitario. Se sentó en una
roca junto al riachuelo, que por allí transcurría rápidamente. Comenzó a lanzar
piedras contra una gran roca, como tantas veces cuando tenía tiempo libre y se
aburría. Estaba dispuesto a esperar.
Una hora después, seguía lanzando piedras. Deseaba que Aedai llegara. Nunca le
había hecho esperar tanto, aquella reunión era prácticamente una costumbre para
los dos.
Mientras observaba su piedra número quinientos ochenta y cinco impactar
certeramente en el blanco, recordó lo que Aedai le había dicho: que aquella
tarde iría a la costa. Él lo había tomado por un comentario sin sentido. Pero
tal vez ella, en su enfado, habíase alejado tan hacia el Norte para contemplar,
como solía hacer, el mar desde los acantilados...
...Los mismos por los que pululaban los hermanos Finn.
Soltó la piedra que tenía en la mano y echó a correr a través de la espesura.
Sentía un gran temor en su pecho.
Llegó a la aldea como una exhalación. Los que le vieron no se extrañaron de su
comportamiento, pues Iedur era un joven que no podía estarse quieto. Al fin y al
cabo, había nacido bajo los signos del fuego: la salamandra como animal y el
manzano como árbol.
Llegó a la cabaña sin resuello. Su hermano Connbraugh apuraba una cerveza
mientras fabricaba flechas a partir de una gruesa vara de fresno.
-¿Qué te ocurre, muchacho? -preguntó Connbraugh. Le sacaba cinco años a Iedur.
Su rostro ancho y anguloso sonreía. Era, al igual que Iedur, ancho de hombros y
estrecho de caderas. También lo perseguían las chicas, aunque él cortejaba a una
sola, Aila, la de la larga trenza.
Iedur estuvo a punto de contarle a Connbraugh sus temores. Si lo hiciera, muchos
varones del pueblo (entre ellos los hermanos y el padre de Aedai) saldrían en
busca de la joven armados y dispuestos a enfrentarse a los Finn si se daba el
caso.
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-No pasa nada, hermano -contestó Iedur, aún jadeante-. Estaba probando la
velocidad de mis piernas.
Connbraugh lanzó una carcajada y siguió con su tarea.
Iedur salió de la cabaña, dio la vuelta a la misma y, tras asegurarse de que
nadie le descubriría, se metió por el ventanuco de la habitación de su hermano.
En el cuarto había múltiples cabezas enemigas embalsamadas y ordenadas
cuidadosamente sobre estanterías. También lucían en la sala varios escudos, un
arco de madera de tejo, cuchillos de diferentes tamaños y una espada corta que
perteneciera a su padre Cair y después a Connbraugh. También había un baúl para
guardar las vestimentas y una larga cama, de cuyo cabezal pendía una
resplandeciente trenza dorada, regalo de Aila, la prometida de Connbraugh.
Con el corazón latiendo desbocadamente, Iedur se colocó al cuello el torque
guerrero de su hermano. Tomó la espada corta, metida en su funda de cuero duro,
y la colgó de su espalda. Cogió dos cuchillos largos como su antebrazo, los
envainó y sujetó al cinto de su cadera. Si Connbraugh entrara en ese momento en
el cuarto sin duda lo despellejaría vivo.
Tras asegurarse de no ser visto salió otra vez por la ventana y huyó del
poblado, escondiéndose de los locales e internándose enseguida en la espesura.
Echó a correr hacia el Norte con una firme convicción: si Aedai estaba en
peligro la salvaría él, y sólo él.
Al cabo de una hora de veloz carrera salió de los bosques y vio la línea de
acantilados. El aire estaba cargado de salitre. Iedur lo respiró con fuerza. Aún
faltaban más de dos horas para que el Sol se pusiera. Esperaba encontrar a Aedai
antes de que las sombras poblaran el mundo. El torque de acero inclinaba
levemente su cabeza. En un principio le habían dolido horriblemente los
músculos del cuello, pero al poco habíanse acostumbrado al peso extra.
Corrió veloz sobre una pradera de rocas e hierba húmeda y llegó al borde del
precipicio.
Treinta metros más abajo, las olas chocaban contra los rompientes deshaciéndose
en espuma. Buscó con la vista. Ojalá encontrara a Aedai. La tomaría de las
muñecas y, aunque hubiera de llevarla a rastras, la devolvería al poblado. Había
oído historias acerca de los hermanos Finn y temía por la suerte de la chica.
Comenzó a descender por un camino de tierra dura y fría que serpenteaba por
entre los taludes de roca. Muchas veces lo había recorrido en compañía de Aedai
y lo conocía de memoria.
Llegó hasta las primeras rocas. El mar no estaba encrespado aquel día, las olas
no superaban los farallones. Aún así, Iedur debía caminar con cuidado sobre
ellos, pues eran sumamente resbaladizos. Se dirigía a una de las múltiples
cuevas donde sabía Aedai gustaba de recoger conchas y caracolas.
Ante él, quince metros al frente, apareció una figura oscura. Emergía de una
cueva. Era un hombre de aspecto sucio, vestido con pieles de lobo y oso. La
melena le caía desgreñada sobre la espalda. Era enorme. De su cadera pendía una
larga espada envainada. Estaba de espaldas a Iedur.
El chico se lanzó al agua antes de que el desconocido se volviera.
El líquido estaba helado. Las olas lo llevaron cinco metros mar adentro. Una
onda llegó en dirección contraria y lo estrelló contra una enorme roca. Los
gruesos músculos de Iedur aguantaron el choque. Se aferró desesperadamente a un
hueco en la piedra. Con dificultad, helado hasta los huesos y sufriendo por el
peso de la espada corta y el torque, se encaramó a una roca superior. Tenía el
pelo rojizo empapado y los mechones se le pegaban al rostro.
No vio al hombre vestido con pieles. Supuso que se había metido de nuevo en la
gruta de la que saliera. El muchacho avanzó sigilosamente entre las rocas.
Llegó a las cercanías de la cueva, que se abría como las fauces de un gigantesco
monstruo. Escondido tras unas piedras, vio allá dentro a cuatro hombres
semejantes al anterior, aunque no tan grandes. Comían peces, cangrejos y el
fruto de las caracolas. Sorbían los caparazones ruidosamente, absortos en su
tarea. Portaban armas: mazas, machetes y espadas. Al fondo, un poco más apartada
del trío, estaba Aedai. La chica los miraba con ojos temerosos mientras raspaba
con un pequeño cuchillo un pescado. A su derecha había un cesto lleno de otros
muchos. Al parecer, su tarea consistía en quitarles las escamas.
Uno de los tres, el de la maza, se volvió para mirarla. Lucía una expresión
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atroz. Aedai retrocedió un paso, los ojos desorbitados. También Iedur sintió
escalofríos al observar aquel rostro salvaje y maligno.
-¡Más deprisa, estúpida! -bramó el tipo-. ¡Antes de que caiga el Sol debes tener
limpios todos los pescados!
Agarró una piedrecilla del suelo y la lanzó hacia Aedai, quien la esquivó
ágilmente. La chica tenía ya dos moretones en su fina frente.
Iedur supuso que aquellos eran los Finn. Se decía que vivían muy al Norte, pero
bajaban hacia el Sur para pescar y cazar animales salvajes. Nadie los amaba.
Solían robar personas perdidas, en su mayoría jóvenes que esclavizaban o
entregaban a tribus lejanas a cambio de alimentos y metales. Eran itinerantes y
muy escurridizos. Por eso no se les había atrapado aún. Cuando no cazaban o
pescaban solían emplearse en las guerras entre diferentes clanes a cambio de
comida y alojamiento.
Apareció aquel que ya conocía Iedur. Introducía su miembro viril bajo las pieles
y se limpiaba la orina de la mano en el muslo.
-¡Acabad! -rugió-. ¡Hemos de irnos antes de que empiecen a buscar a la chica!
-Aguarda, Corm -pidió uno de los comensales-. Aún nos quedan unos pocos
cangrejos...
Corm se le acercó y de una patada hizo volar el cangrejo entre sus manos. El
golpeado encogió los hombros, resignado. Sus hermanos le imitaron. Aquel grupo
parecía más una pequeña manada de alimañas que una familia. Sin embargo, sin
alguien que impusiera (aunque fuese brutalmente) el orden entre tales bestias,
poco durarían con vida, tan odiados como eran.
-¡Puerca! -llamó uno de los Finn a Aedai. Ella lo miró, angustiada-. ¡Recoge los
cangrejos y los peces en un saco y síguenos!
Aedai obedeció rápidamente. Iedur vio que por los ojos de la chica cruzaba un
rayo de furia. “¡No lo hagas, Aedai!”, pensó.
Pero la joven, aún con el cuchillo de raspar pescado en su diestra, llegó
corriendo hasta el que le había dado la orden.
-¡Cuidado, Taugh! -rugió Corm.
Aedai clavó el cuchillo en el costado del aludido. Pero el arma era pequeña y
las pieles que cubrían al hombre muy densas. Taugh aulló, más de sorpresa que de
otra cosa, se volvió y abofeteó a Aedai dos veces. La chica quedó sin sentido.
-¡Déjame castigarla, Corm! -otro de los Finn cogió a Aedai del pelo. La chica
despertó y chilló de dolor.
-¡No, Medb! -bramó Corm-. Ya habrá tiempo para eso después. ¡Vámonos!
Taugh se frotaba el costado y miraba asesinamente a Aedai. Medb la soltó. La
chica sollozaba quedamente y pronto continuó su tarea de recoger cangrejos y
peces semidevorados.
Iedur sintió que la sangre le hervía en las arterias. Ahora era el momento:
debía lanzarse a la lucha, pelear como Cúchulainn contra los Cien Combatientes y
cortar las cabezas de los cinco Finn. Su destino estaba al alcance de la mano.
Con el corazón golpeándole el pecho, Iedur desenvainó silenciosamente la espada
y se desvistió, dejando sobre su cuerpo tan sólo el torque y el cinto con los
dos cuchillos. Pelearía desnudo, como los mejores guerreros, para probar su
coraje.
De pronto, sintió que sus miembros estaban paralizados. Se negaban a obedecerle,
a lanzarlo hacia la batalla. Estaba temblando, no podía mover un solo músculo.
Sentía miedo. Miedo a la victoria, miedo a la derrota, miedo a la muerte. Todas
sus esperanzas y deseos estaban siendo frustrados cruelmente por el miedo. La
vergüenza enrojeció su rostro. Quería reaccionar, mas el terror lo mantenía
paralizado. No podía cruzar la Barrera del Miedo. Hizo un esfuerzo de voluntad,
concentró todo su ser en el deseo de batalla y gloria. Pero ellos eran cinco,
más expertos y fuertes que él. Lo matarían, y matarían también a Aedai. No era
digno de ella. Era tan sólo un despreciable cobarde. Un niño. Los ojos se le
llenaron de lágrimas.
Espontáneamente, y antes de poder darse cuenta del hecho, saltó sobre las rocas
y corrió hacia Medb, el Finn más cercano, quien masticaba distraídamente un pez
crudo. Iedur gritó escalofriantemente. Su rostro era una máscara de locura. Medb
fue asesinado, la espada de Iedur hendió su garganta y quebró la columna
vertebral, surgiendo por la nuca. Los ojos se le desorbitaron. Intentó gritar,
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pero tenía las cuerdas vocales cortadas. Iedur sacó la hoja de su vaina humana.
La primera sangre que derramaba cayó sobre su propio pecho. Medb, chorreando el
líquido vital, se agarró el cuello escarlata. Cayó al suelo, muerto.
Iedur, aún sorprendido de su valor, miró la hoja brillante y contempló su rostro
reflejado en la sangre.
-¡Cuidado, Iedur! -era la voz de Aedai.
El joven desnudo salió de su ensimismamiento. Sualtaim y Aillil, dos más de los
hermanos Finn, se le venían encima. Uno portaba una maza de piedra, el otro dos
machetes largos. Eran fuertes y estaban encolerizados. Mas Iedur poseía agilidad
y un talento natural para las armas. Había practicado durante incontables horas
con espadas de madera. Aun así, un combate real era muy distinto de un
entrenamiento.
Iedur saltó hacia atrás, sus desnudos pies, ya en carne viva, volvieron a
herirse al asentarse en las afiladas rocas. Un machete de Aillil le tajó
levemente el brazo. Iedur comenzó a sangrar. Esquivó el segundo machete y
automáticamente, sin brusquedad, coló su cuerpo bajo el brazo de Aillil al
tiempo que clavaba la espada en el muslo del Finn. Éste rugió y se apartó de un
salto lateral.
Sualtaim se le acercó blandiendo su maza de piedra. Lanzó un golpe de revés que
arrancó levemente la oreja del cráneo de Iedur. El muchacho habíase apartado a
un lado y gracias a eso la maza no había hecho volar su cabeza entera. El dolor
chillaba furiosamente, la sangre manaba a pequeños borbotones de la oreja
deformada, manchando pecho y hombro.
Sualtaim se disponía a golpear otra vez con su maza. Iedur trastabilló y se
apartó hacia atrás. La maza pasó como un jirón gris y borroso a dos dedos de su
rostro. El chico imaginó que el enemigo era una roca a la que lanzar una de sus
piedras. Desenvainó el cuchillo y desde su mano voló, clavándose en la nariz del
Finn. La hoja atravesó levemente el cráneo, sin llegar al cerebro.
Sualtaim aulló y se arrancó el cuchillo, tirándolo al suelo. De su tabique nasal
roto comenzó a manar sangre. Iedur sacó el otro cuchillo y lo lanzó. Esta vez,
la hoja impactó certeramente en la garganta del Finn, quien se derrumbó
enseguida junto a Iedur.
Aillil se agarraba la pierna herida con la mano derecha, intentando detener la
hemorragia. Miraba a Iedur con un odio capaz de taladrar las piedras.
-¡Matadlo! ¡Matadlo! -rugía Corm, el hermano mayor. Aedai, a su lado,
contemplaba con ojos desorbitados la escena. Iedur la miró, y luego se volvió a
Taugh y Aillil, quienes ya venían en su busca y dispuestos a hacerle pedazos.
Iedur no dudó. Saltó hasta el cadáver de Sualtaim, recuperó sus dos cuchillos,
apartó rápidamente la sangre que bañaba su rostro con el antebrazo y lanzó uno a
Aillil.
El Finn trastabilló, mirándose el abdomen. Por entre las pieles surgía el mango
del cuchillo. Iedur alzó el otro, dispuesto a lanzar. Los ojos de los Finn se
abrieron a causa del terror y retrocedieron gritando y buscando un escondite.
Iedur los contempló, algo sorprendido. No debería extrañarse tanto, el cuchillo
entre sus manos de experto tirador era un arma muy peligrosa.
Corm aún se mantenía en pie, sujetando por un brazo a Aedai. Sus dos hermanos
permanecían agazapados tras las rocas.
-¡Has matado a mis hermanos Medb y Sualtaim! -rugió Corm, fuera de sí-. ¡Vas a
morir!
Desenvainó su espada, larga y recta. Miraba a Iedur con odio, pero también con
respeto.
Iedur envainó el cuchillo arrojadizo. Agarró su espada a dos manos. Los dos
sonrieron torvamente. Sería un duelo honorable, a muerte. Iedur deseó que su
hermano Connbraugh pudiera contemplarle en aquellos momentos. El muchacho,
desnudo y sangrante, se rió de la vida y la muerte.
Corrieron el uno hacia el otro. Corm rugió y descargó un mandoble. Iedur lo paró
con su espada. El impacto sónico casi lo dejó sordo. Sintió la destructora
vibración subir hasta el hombro. Aun así, y a pesar de su corta edad, su cuerpo
era ya el de un hombre y como un hombre aguantó. Lanzó un revés y una estocada,
su espada resbaló rechinantemente sobre la hoja de Corm. El Finn gruñó,
sorprendido. Había esperado luchar contra un cachorrillo y ahora tenía frente a
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sí un lobo sediento de sangre.
Iedur redobló sus ataques, acostumbrándose rápidamente al dolor que producían
las vibraciones resultantes entre los aceros. Recordó a su padre Cair, muerto en
combate. Una rabia brutal se apoderó de él. Atacó como un poseso, hasta el punto
de hacer retroceder al asombrado Corm.
-¡Deja en paz a mi hermano o la mato! -Taugh agarraba a Aedai por el pelo. La
chica chillaba, dolorida y aterrorizada. El Finn, furioso mas también asustado
alzaba su maza sobre la cabeza de Aedai. Junto a ellos se encontraba Aillil,
quien había sacado el cuchillo de su abdomen. Las gruesas pieles le habían
salvado de la muerte.
-¡No! -rugió Corm-. ¡Es un combate legal! ¡No interfieras!
Iedur respetó profundamente a Corm.
-¿Y si te mata? -argumentó Taugh-. ¡Deja que acabemos entre todos con él, es
sólo un chiquillo!
-¡Es un guerrero! -bramó Corm-. ¡Quiero su cabeza y la tendré en una lucha
legal!
El pecho de Iedur se infló. Sintió un ramalazo de orgulloso placer.
-¡Yo también quiero la tuya! -intervino el chico-. ¡Y las de tus hermanos
muertos! ¡Los he matado en combate justo!
-Tendrás sus cabezas si me vences a mí, y después a ellos -Corm señaló a Taugh y
Aillil.
-De acuerdo -Iedur se agarró la oreja deformada con una mano. Ahora la sangre
manaba más débilmente. Le resultaba imposible oír por ese lado. Supuso que le
habían destrozado el oído-. Pero lucharéis de uno en uno.
-Me parece justo -concedió Corm.
-¡Pero...!
-¡Cállate de una vez, Taugh! ¡Tus gimoteos me dan dolor de cabeza!
El aludido enmudeció. Corm alzó orgullosamente la barbilla e infló su enorme
pecho.
-Hoy, aquí, demostraremos que los Finn tenemos honor.
Iedur y Corm giraron uno alrededor del otro, observándose en silencio. Las olas
del exterior ahogaban los quedos sollozos de Aedai. La chica contemplaba con
genuina preocupación a su antiguo compañero de juegos, convertido ahora en
sangrante guerrero.
Corm atacó, Iedur paró el golpe. Ya las muñecas no le dolían tanto a causa de
las vibraciones y sentíase más confiado. Hubo un intercambio de golpes. Iedur
pasó al ataque. Su cerebro gritaba una sola voz:
“¡MATARLO!¡MATARLO!¡MATARLO!...”
No podía ni quería pensar más que en ello. Recuerdos y esperanzas desaparecieron
de su cabeza. Se estaba jugando seriamente la vida y debería concentrar alma,
cuerpo y sentidos en el combate.
Corm retrocedió, espantado. Iedur poseía un talento natural para atacar en el
lugar más desprotegido de su defensa y enlazar severos y bien dirigidos golpes.
El mayor de los Finn comenzaba a asustarse. Comprendía que aquel chico tenía el
potencial necesario para llegar a ser un héroe épico.
Corm rugió y cargó con todo el cuerpo. Las espadas se trabaron, el Finn lanzó a
Iedur al suelo. La espalda desnuda probó las cortantes aristas de roca. Se
levantó instantáneamente sobre los sangrantes pies.
Iedur comenzaba a resentirse por la pérdida de sangre. Estaba mareado.
Trastabilló. Corm cargó otra vez. De nuevo paró el golpe, el Finn lo empujó y
el joven probó en su cadera la dureza de las piedras húmedas. Corm alzó la
espada, gritando. Tenía el rostro de un loco sediento de sangre. A su espalda
una ola estallaba contra las oscuras rompientes y se deshacía en lluvia de
espuma.
Iedur paró varios golpes terribles. Corm lo atacaba sin piedad, el chico se
apartaba o defendía débilmente, las vibraciones restallaban en todo su cuerpo
amenazando con hacerle estallar la cabeza.
Ahora hallábanse en una zona de rocas romas muy resbaladizas. Los pies de Iedur
tenían plantas rojas y sin piel. Habíanse endurecido como cuero seco y se
asentaban con mayor seguridad que las botas de Corm. Iedur decidió aprovechar la
oportunidad:
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-¡No eres más que un cobarde, tu padre lo fue más aún, y tu abuelo os superó a
los dos!
Para un celta, ser llamado cobarde era el peor de los insultos, pues amaban el
coraje y el valor por encima de todas las cosas. Normalmente, el verse superado
numéricamente en una proporción enorme no era excusa para abandonar la
batalla. El que un guerrero muriera por efectuar una acción temerariamente
suicida no escandalizaba a nadie, sino todo lo contrario: a sus familiares se
les trataba con respeto y todos contribuirían con gusto a su manutención. Aunque
el muerto hubiera sido en vida arrogante, cruel, vengativo y maligno, si su
final fue valeroso el que hablara mal de él sería severamente castigado.
Así pues, las pullas del muchacho enloquecieron a Corm. El Finn se lanzó al
ataque como un toro furioso, descuidando sus movimientos. Sus botas resbalaron,
perdió el equilibrio y agitó los brazos en el aire.
Iedur rió al ver el hueco gigantesco en la defensa del gigante y saltó hacia él.
Su espada se hundió en el esternón hasta la empuñadura. Los dos se desplomaron,
la espada de Iedur pinchó en el suelo de piedra y se partió.
Corm soltó su arma, se debatió y agarró el hombro de Iedur.
-Me has vencido -musitó. Sonrió-. Enhorabuena.
Iedur se levantó, sacando del cuerpo caído la espada asesina, ahora de color
escarlata, rota. Cogió el otro fragmento. Trató de unirlos. Tenía los ojos
húmedos. Aquella fue la espada de su fallecido padre y con ella también peleó su
hermano Connbraugh. Las lágrimas fluyeron.
Corm, en el suelo, a punto de morir, canturreaba una canción montañesa.
A Iedur le temblaban las rodillas. Guardó en la vaina el fragmento superior de
la espada. El otro lo empuñó a dos manos.
Tough, Aillil y Aedai lo miraban en silencio. En los ojos de los dos hermanos
había genuino terror.
-¡No te acerques! -gritó Taugh. Cogió de nuevo a la chica por el pelo-. ¡La
mataré!
-¡Sois despreciables! -bramó Iedur, con voz ronca y ojos enrojecidos. Señaló con
la espada rota a Corm, cuya mirada ya era vidriosa-. ¡No merecéis llevar su
sangre!
Aedai cambió su expresión asustadiza por otra, iracunda. Metió la mano bajo las
pieles de su captor. Taugh dobló rodillas y tronco. Perdió el equilibrio,
debilitado. Tenía los ojos desorbitados. La maza cayó al suelo encharcado.
Gritó, y más aún cuando Aedai retorció su presa en la entrepierna de Taugh. Éste
se desplomó, chillando de genuino dolor, con las manos en la ingle.
Aedai lo soltó y echó a correr hacia Iedur. Una sonrisa salvaje se abría en su
rostro manchado de lágrimas secas.
-¡Vamonos! -exclamó. Abrazó a Iedur con fuerza, hundiendo su rostro en el pecho
pegajoso y rojo del muchacho-. ¡Vámonos, por favor!
-No puedo -respondió él, rodeándola con sus brazos-. Se lo prometí al mayor de
los Finn.
Aedai lo miró fijamente.
-No. Prometiste luchar contra ellos de uno en uno. ¡Obsérvalos! ¡No son
honorables! No pelearán de forma limpia contra ti. Te combatirán juntos,
engañándote y usando todo tipo de tretas.
Aillil ayudaba a su hermano a levantarse del suelo. Taugh, aún con un rictus de
dolor brutal en su rostro, poco a poco recuperaba la compostura.
-Llevas razón -dijo Iedur-. No respetarán las reglas -deseaba luchar contra
ellos, pero... ¿qué sería de Aedai si perdía la batalla? En ella descargarían
toda su ira y su frustración. Le resultaba muy difícil decidirse.
Aedai lo miraba, desesperada e implorante. Apretaba aún más su cuerpo contra el
de él.
-Vámonos -decidió Iedur. La tomó de la mano y ambos echaron a correr hacia el
exterior de la cueva.
Las olas barrían los rompientes, la espuma salpicó sus cuerpos. Iedur agradeció
la gelidez del agua salada que se colaba por sus heridas, limpiándolas, lo
libraba de la pegajosa costra sangrienta y despertaba sus atontados sentidos.
Saltaron sobre las rocas hasta llegar al pie del sendero de tierra. Comenzaron
el ascenso. Iedur resbaló y se raspó el vientre desnudo al caer unos metros
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sobre el sendero de dura arena. Clavó los dedos en ella y siguió subiendo.
Taugh y Aillil, salvajemente airados, comenzaron el ascenso. El viento cortante
levantaba sus pellizas de piel, barbas y melenas. Taugh, ya recuperado, marchaba
el primero. El muslo herido de Aillil volvía a sangrar.
La escalada resultó muy dura. Iedur empleó sus últimas fuerzas en llegar a la
cúspide. Atontado por la pérdida de sangre, exhausto a causa de la batalla, se
desplomó en el suelo de hierba, tierra y piedras. Trató de levantarse, mas no
pudo. Respiraba silbantemente, sentía el aire helado acuchillando sus ardientes
pulmones. Aedai llegó a su lado y lo miró, desesperada.
-Vete... -logró decir Iedur.
Ella miró hacia abajo, a los dos hermanos que ya pronto los alcanzarían. Se
volvió hacia el bosque, tras cien metros de pradera. En la espesura no la
encontrarían. Miró a Iedur, tirado en el suelo, incapaz de levantarse y a punto
de vomitar. Se mordió el labio superior.
La chica cerró sus puños con fuerza y de dos pasos llegó al borde del
precipicio. Los Finn estaban a tan sólo diez metros de la cúspide.
-¡Te cogeremos, furcia! -bramaba Taugh, fuera de sí a causa de la rabia-. ¡Vas a
sufrir mucho por lo que me hiciste allá abajo! ¡Y a tu amigo lo vamos a
despellejar vivo!
Aedai agarró una piedra maciza tan grande como su propia cabeza. Con esfuerzo la
levantó por encima de sus hombros.
-¡Tú eras el que más me pegaba! -acusó, bufando como una gata salvaje-. ¡Cállate
de una vez!
Lanzó la piedra. Taugh levantó una mano para protegerse. El proyectil alcanzó su
antebrazo y rodó por su pecho. El Finn perdió el equilibrio y se precipitó
acantilado abajo. Aillil se había apartado hacia la derecha, esquivándolo. El
cuerpo rodó e impactó de cabeza contra una roca del fondo.
Aillil miró a su hermano muerto. Luego a Aedai. La chica contemplaba
incrédulamente sus manos. El Finn rugió salvajemente y escaló a la carrera los
últimos metros. La muchacha buscó otra piedra, aterrorizada. Aillil llegó hasta
ella y alzó su maza de madera, dispuesto a hundirle la cabeza entre los esbeltos
hombros.
Iedur se interpuso entre ambos. El muchacho habíase recuperado, aunque todavía
estaba mareado. Tenía manchas de vómito en su mejilla. Cargó sobre Aillil.
Éste golpeó con su maza en sentido ascendente. Alcanzó a Iedur en el muslo
izquierdo y el muchacho gritó, con la pierna entumecida y doliente. Iedur atacó
con la espada, la cual se clavó en la maza, quedando allí encallada. Iedur
tironeó, mas no la logró sacar. Aillil volteó el arma, quitándole la espada al
muchacho de las manos.
-¡Devuélvemela! -rugió el chico. Se lanzó sobre Aillil y, antes de que éste
pudiera reaccionar, los dos puños volaron sobre su rostro rompiendo un pómulo y
una ceja. Aillil quedó atontado, sostenido por dos piernas vacilantes. Cayó al
suelo.
Iedur agarró la maza y tiró de su espada hasta sacarla de la madera. Aillil ya
se levantaba cuando el chico le clavó el arma en la espalda varias veces.
El último Finn quedó en el suelo, moribundo. Iedur lo contemplaba como un
borracho. Aedai lo sostuvo cuando ya caía, mas no pudo soportar aquel corpachón
musculoso y ambos acabaron abrazados sobre la hierba, incapaces de hacer nada
más que permanecer tumbados, recuperando fuerzas, el rostro de Aedai pegado al
torque y mentón de Iedur. Temblaba violentamente y no era capaz ni de hablar.
Al cabo de un rato la muchacha se levantó y arrancó un pedazo de su vestido. Con
él vendó la cabeza y el brazo de Iedur, cerrando así las hemorragias. El chico
tenía oscuras ojeras bajo los ojos, que contrastaban con la palidez cenicienta
del rostro. Había perdido demasiada sangre. Sus ojos brillaban húmedamente a
causa de la fiebre. Aedai comprendió que si el joven no comía pronto iba a
morir. Y eso ella no estaba dispuesta a consentirlo.
Echó a correr hacia el bosque y al cabo de poco volvió cargada de bayas, nueces
y moras silvestres. Se había levantado la falda y sobre ella, a modo de cuenco,
transportaba los frutos. Iedur los devoró. Tras el banquete, y aún debilitado,
el chico logró alzarse sobre las temblorosas piernas y arrancó la espada del
muerto Aillil. Limpió el acero en la fresca hierba y miró el arma que
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perteneciera a su padre, luego a su hermano, y ahora, por méritos propios, a él.
-He de cortarles las cabezas -dijo, con firmeza. Aedai lo miraba desde el suelo,
sentada con las piernas cruzadas.
El chico, ahora ya más restablecido, bajó por el sendero de tierra. Aedai lo
seguía muy de cerca, temerosa de que resbalara a causa de la debilidad.
Ya en la cueva, Iedur se aproximó al cadáver de Corm, sobre el que los cangrejos
y las gaviotas comenzaban a darse el festín. Espantó a las alimañas. Miró al
muerto con respeto.
-Él fue el más honorable. Él será el primero.
Con golpes metódicos lo decapitó. Anudó las melenas a su cinto. Ahora la testa
pendía de él.
Siguiendo la antigua tradición de los cazadores, arrancó el corazón de Corm y
comenzó a devorarlo para así poseer la energía, valor y nobleza de la presa
cazada. La carne y la sangre fortalecieron su cuerpo más que los frutos antes
tomados.
-Yo también quiero comer de su corazón -dijo Aedai.
-¿Tú? -Iedur la miraba asombrado.
La chica alzó orgullosamente la barbilla.
-Olvidas que yo también cacé hoy. Maté a Taugh arrojándole una piedra. Su cabeza
es mía.
-Es cierto -afirmó Iedur-. Hoy te has comportado como una verdadera guerrera.
Aedai sonrió, llena de placer. Iedur cortó un pedazo grueso del corazón y se lo
dio a Aedai. La chica, mientras lo comía, manchando su bello rostro de sangre
fresca, miraba pícaramente a Iedur. Él la llamó con un dedo y ella se acercó.
-Aún no he olvidado lo que te dije esta mañana -dijo el muchacho, clavándole los
ojos-. Prometí domarte como a un animalillo salvaje, prometí que nunca te
separarías de mi lado.
Ella apoyó una mano dulcemente en su hombro derecho.
-Si fueras mi amo... -dijo, casi susurrando, acercándose más a él- debería hasta
de comer de tu mano.
-Cierto -respondió Iedur.
Aedai le cogió la diestra y comenzó a chuparla cuidadosamente, sin dejar de
mirar fijamente a los ojos de Iedur, hasta que los dedos, la palma y el dorso
quedaron limpios de sangre y brillantes. El chico comprendió por qué se había
interesado por ella, evitando al resto de las chicas. Ellas aún eran niñas,
jovencitas. Aedai, a pesar de su edad, era toda una mujer.
La tomó por la cintura. Sin delicadeza alguna la atrajo hacia sí. Se besaron con
fuerza durante largo rato. Iedur comprendió que se podía ser un buen guerrero
con una mujer como aquella a su lado. De hecho, deseaba tenerla junto a él hasta
el final de sus días.
-Hoy has cazado más que cabezas -le dijo Iedur-. Hoy me has cazado a mí. Eres
una espléndida cazadora. La mejor.
-Cázame tú a mí -respondió Aedai.
Volvieron a besarse. Después, dejaron de ser niños y amigos.
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