Memorias

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«…

Yo he vivido tres o cuatro vidas diferentes: hombre, mujer y siempre en los


extremos», confiesa el abate de Choisy. Bajo un barniz frívolo y ligero, el abate
describe esa «vida extremosa» en sus memorias, en las que aborda cuestiones tan
importantes como la búsqueda de la identidad sexual y la realización del deseo por
encima de cualquier prohibición, y cómo el individuo pierde el equilibrio emocional
cuando la sociedad se empeña en contrariar inclinaciones tan naturales. Lo que hace a
las memorias de Choisy doblemente preciosas es que, si bien otros personajes de su
tiempo buscaron transformarse en mujeres —entre ellos el hermano de Luis XIV,
Felipe de Orleans— sólo Choisy se atrevió a rasgar el velo secreto y a escribir sobre
su asombrosa transformación en madame de Sancy y en la condesa Des Barres. Lo
hizo de un modo absolutamente sincero a petición de una virtuosa dama, la señora de
Lambert, de la que era consejero espiritual, pero nunca llegó a publicar su confesión e
incluso quemó algunos fragmentos. A su muerte, el abate de Langlet-Dufresnoy copió
clandestinamente parte de las memorias de Choisy y las imprimió fuera de Francia,
donde circularon y se vendieron como mercancía prohibida. En 1862 el escritor y
erudito Paul Lacroix hizo una edición fiable y completa que tituló Aventuras del
abate de Choisy vestido de mujer. Ésta es la primera versión en lengua castellana.

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Abate de Choisy

Memorias
ePub r1.3
Titivillus 19.12.2019

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Abate de Choisy, 1721
Traducción: Marina Pino

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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PRÓLOGO

El abate François-Timoléon de Choisy nació en 1644 en el palacio del Luxemburgo


de París, en el seno de una influyente familia dedicada a la Administración. Fue su
padre Jean de Choisy, consejero de Estado, más tarde canciller de Gaston de Orleans,
jefe de esta Casa y tío de Luis XIV; y su madre la señora de Belesbat, perteneciente a
una familia célebre por haber dado también a Francia notables hombres de Estado.
Madame de Choisy, la madre de nuestro abate, mantenía un salón muy concurrido
por los elegantes e intelectuales de la época y aparece como Cèlie en el Diccionario
de Preciosas de Sonmaize. Fue también maestra del rey en el arte de la educación
cortesana. Un jovencísimo Luis XIV la recibía dos veces por semana a tal propósito y
sus consejos debieron de ser muy útiles porque el rey le concedió una sabrosa
pensión vitalicia. Madame de Choisy inició a Luis en el saber estar, y al parecer tanto
en el salón como en el dormitorio. También sirvió a su hermano Felipe, pero de otra
manera, como veremos. Desde niño, Felipe adoraba adornarse y vestirse de mujer, y
varias veces por semana se dirigía a los apartamentos de madame de Choisy para
disfrutar de sus aficiones en libertad. Allí se le rizaba su abundante cabellera, se le
cambiaban el chaleco y los calzones por faldas, se le adornaba con gran profusión de
joyas y se le daba un toque final de colorete.
Madame de Choisy vio en seguida el provecho que podía sacar de la situación y
se aplicó a un extraño ritual con su propio hijo François-Timoléon, que éste atribuye
en sus Memorias a que su madre lo tuvo pasados los cuarenta años y quiso alargar su
infancia con mimos y vestidos de niña, pero que sin duda respondía a los designios de
una mente calculadora. ¿Cómo se explica, si no, que madame no sólo consintiese en
que François-Timoléon vistiera ropas femeninas hasta los dieciocho años, lo cual
implica un concepto muy amplio de infancia, sino que llevase su broma tan lejos
como para aplicarle cada mañana «cierta agua» que impedía que le saliese la barba y
lo obligara a llevar fajas apretadas que le desplazaban hacia arriba el tejido graso, con
el efecto de un pequeño pecho femenino? Añádanse las pomadas y las aguas para
conseguir un cutis blanco en el niño y, en fin, los atavíos femeninos, y he aquí a
François-Timoléon convertido en el compañero/compañera de juegos de Felipe I de
Orleans, Monsieur[1].
Madame de Choisy no tenía nada de perturbada ni de estúpida. Mantenía
excelentes relaciones con Mazarino, cuyas sobrinas jugaban con Felipe y François-
Timoléon, y todo indica que se sirvió de su propio hijo para secundar los planes del
primer ministro en cuanto a la corrupción del hermano del rey, al tiempo que servía a
los suyos propios.
Tras la revolución fracasada de la Fronda, Mazarino había decretado que era mil
veces preferible un libertino a un conspirador. El futuro rey y su hermano Felipe

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habían sido mantenidos por el cardenal en la más absoluta ignorancia para que no
estorbasen su acción de gobierno ni se mezclaran en política: los príncipes apenas
sabían leer y escribir. En cuanto a Felipe, Mazarino se aplicó, además, a su anulación
como posible competidor del futuro rey, consintiendo y alentando desde la infancia su
afición a vestirse de mujer y todas aquellas costumbres licenciosas que podían
mantenerlo lejos de la ambición de poder.
Por su parte, François-Timoléon fue destinado a la Iglesia, pues los Choisy tenían
ya un hijo sirviendo al Estado como intendente en provincias y otro sirviendo al
Ejército. El joven abate se aplica entonces a su ministerio, cursa sus estudios en la
Sorbona, donde alcanza el grado de doctor, y en su momento se convierte en un
orador claro, incisivo y brillante, y cuando con sólo dieciocho años se convierte en
titular de la abadía borgoñona de Saint-Seine, sus sermones gustan mucho a los fieles.
Ello no le impide fugarse acto seguido a Burdeos, donde se enrola durante cinco
meses en una compañía teatral en calidad de dama joven, sin que nadie advierta la
superchería. Es más, le llueven cortejadores, pero Choisy encara el espinoso asunto
afirmando que «les otorgaba pequeños favores, pero era muy reservado en cuanto a
los grandes».
A la muerte de su madre, en 1666, queda François-Timoléon emancipado con
veintidós años, rico y propietario de las pedrerías, los muebles y los vestidos de su
madre. Madame de La Fayette[2] lo había animado a vestirse por completo de mujer y
François-Timoléon decidió seguir su consejo. Se acabó el mariposear con sotanas que
dejaban entrever un corpiño y pendientes de tres al cuarto. Pero, pese a tan alto
patrocinio, Choisy se aleja de la corte para poder vestir según su fantasía y compra
una casa en un barrio popular de París con el nombre de «señora de Sancy». Éste fue
el primer exilio de su medio social que se impuso Choisy para poder vivir como
mujer. Pero su marginación todavía no es tan grave como para ocultar su condición
de hombre. Como joven transformado en señora lo aceptan y lo quieren sus vecinos
del barrio de Saint-Marceau, abrumados por su riqueza y cautivados por sus modales.
Sólo debe mantener en secreto la seducción de las chiquillas del vecindario, a las que
atrae a su lecho de «señora», pues se acepta su juego de que es una especie de ángel
sin sexo y no se le perdonaría que, amparándose en ese privilegio, sacara luego la
pezuña del diablo.
Choisy está dispuesto a pagar, además, ciertas multas por esa «vida deliciosa»,
como la llama. Va cada día a misa, gasta sumas considerables en obras de caridad y
mantiene un tono de modestia y discreción en su trato con sus convecinos. Antes
jugador empedernido, no deja ahora que se juegue en su casa, lo que aumenta su
buena reputación. Es feliz ofreciendo cenas en su rica morada y exhibiéndose con sus
jóvenes amiguitas.
A veces no puede resistir la tentación de dejarse ver con ellas en la Ópera y en la
Comedia espléndidamente vestido de mujer, y causa tal revuelo que no tardan en
llegarle las oportunas advertencias de su familia. El cardenal de París en persona lo

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llama a capítulo para examinar su atuendo. Atención: no para reprocharle que vaya
vestido de mujer, sino para evitar que perturbe a sus seminaristas con atuendos
descocados.
Choisy recibe también cartas anónimas e inspira cuplés festivos, pero no hace el
menor caso. Cierto que, a cada toque de atención, «madame de Sancy» se repliega un
poco más en sí misma, pero nada es capaz de decidirla a dejar la vida que lleva. Lo
digno de mención es que cuando Choisy no puede travestirse —es decir, no le dejan
— traspasa toda su rabia y su frustración al juego. Ambas pasiones, travestismo y
juego, se dan en él de modo excluyente y compensatorio: cuando viste de mujer es
una persona dichosa que detesta el juego; cuando juega, es porque no puede vestir de
mujer. Es lo que le ocurre cuando tiene que volver a su apartamento del palacio de
Luxemburgo, so pena de perderlo, y dejar de representar el papel de «madame de
Sancy»: obligado a dejar su casa del barrio de Saint-Marceau y sus ropas femeninas,
se lanza de una manera atroz a los garitos y apuesta hasta que ha perdido toda su
fortuna. «La pasión del juego me ha poseído y ha trastornado mi vida», escribe
Choisy.
Para distraerse de su doble desgracia asiste a la invasión de Holanda por parte de
Luis XIV, y lo hace con un arrojo que contrasta con su forma de vida y que recuerda
el modo en que tenían los mignons de Enrique III de combinar su vida de corte
escandalosamente afeminada con su bravura en la guerra.
Su último establecimiento como mujer lo hará alrededor de los veintiocho o
veintinueve años y supone un paso más en su marginación social. Cierto día acude a
la Ópera con sus mejores galas femeninas y ello le vale una agria amonestación
pública del preceptor del delfín, quien tenía entonces doce años y estaba presente.
Aunque ya se ha visto que no todos eran tan severos como este personaje, que fue
uno de los modelos de Molière para su Misántropo, Choisy comprende que esta
reprimenda supone para él un descrédito ante las personas de su círculo social. Quien
tanto ama París, irá a establecerse en provincias. Y por primera vez se guardará muy
bien de revelar su verdadero sexo. Mentirá a sus hermanos sobre su paradero y vivirá
con todas sus consecuencias bajo el nombre de «condesa Des Barres». Tanto peor si
algún caballero lo pide en matrimonio. Tanto peor si tiene que extremar sus
precauciones para atraer a su cama a las pequeñas y convencerlas de que es normal
que una hermosa dama les haga ciertas caricias y les revele placeres insospechados.
Tanto peor si al final hay que correr a París para llevar a cabo un parto secreto. Tanto
peor si las pequeñas ingratas acaban por casarse y dejarlo solo.
La «condesa Des Barres» demostrará ser tan buena actriz y tan hábil intrigante
que nunca provocará la menor sospecha, ni sobre su sexo ni sobre el comercio
clandestino que se lleva con las niñas. Simplemente, se cansará del ambiente
provinciano y regresará a París, donde llevará una vida tan desordenada y
extravagante en compañía de Felipe de Orleans, que Luis XIV lo apartará de la corte
y lo amenazará con tomar medidas aún más severas contra él. «Me había excluido a

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mí mismo —escribe Choisy— y mi conducta oculta e irregular justificaba al rey
sobradamente». Choisy decidió escapar a las iras del rey viajando a Roma como
conclavista en la elección del papa Inocencio XI. En cuanto a Felipe, fue separado de
su amante el caballero de Lorraine, obligado a despojarse de sus adornos y enviado al
campo de batalla, donde contra todo pronóstico se reveló como un formidable
guerrero y estratega.
A los cuarenta años, Choisy cae gravemente enfermo y se recluye en el Seminario
de Misiones Extranjeras, donde recapacita sobre su vida pasada y decide debutar en
la carrera literaria con un libro titulado Cuatro diálogos sobre la inmortalidad del
alma… Se embarca luego en una misión a Siam en calidad de «coadjutor de
embajada» a las órdenes del caballero de Chaumont, con el encargo de convertir al
catolicismo al rey de Siam y abrir para Francia vías comerciales en Oriente. Tras un
largo y accidentado viaje, decide ordenarse sacerdote y oficia su primera misa en el
mismo barco que lleva a la expedición de regreso a Francia. Sobre ese viaje el abate
publica con éxito una crónica de estilo moderno, conciso y vivo, titulada Diario de mi
viaje a Siam. Había emprendido ya una brillante carrera de escritor de temas
históricos y piadosos, a los que sabía conferir un grado tal de vivacidad y picante, sin
faltar por ello a la decencia, que tuvieron un éxito inmediato. El perder el poco favor
real que le quedaba, a causa de una torpeza diplomática, lo anima aún más a
entregarse por entero a la escritura de obras edificantes, que va dedicando una tras
otra al rey y a su piadosa favorita, madame de Maintenon.
Obtenido el perdón del rey, es recibido en la Academia Francesa, lo cual no le
impide seguir perdiendo en los garitos de juego sus numerosas prebendas
eclesiásticas y hasta sus tierras de Balleroy, que le había dejado en herencia su
hermano Pierre.
Escribe también, vestido de viuda decorosa en la intimidad de su gabinete, unas
memorias sobre Luis XIV y su corte. Durante muchos años el buen abate había
estado reuniendo material para escribir una biografía del rey pero, a diferencia de los
memorialistas al uso, Choisy creyó que sería interesante injertarle a la biografía real
el relato de sus andanzas vestido de mujer, anticipándose de este modo a la explosiva
mezcla de cuestiones íntimas y públicas, que tanto escándalo producirían, de las
Confesiones de Rousseau, y más tarde de la Historia de mi vida de Casanova.
«Advierto al lector —dice Choisy— que al escribir la vida del rey escribiré
también la mía a medida que vaya recordando todo cuanto me haya sucedido. Será un
extraño contraste, pero me divertirá. (…) El lector reirá al verme vestido de chica
hasta los dieciocho años; no se disculpará a mi madre por haberlo consentido. El viaje
a Burdeos (para trabajar como actriz) también resultará entretenido. En fin, estoy
resuelto a dejar correr la pluma todo cuanto ella quiera para decir cosas bastante
nuevas y divertidas: sólo tendré que contar las cosas que me han sucedido. Una dama
que tiene todo el ingenio del mundo dice que yo he vivido tres o cuatro vidas
diferentes, hombre, mujer, y siempre en los extremos; sumido lo mismo en el estudio

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que en las bagatelas; estimable por un valor que me hizo capaz de llegar al fin del
mundo, despreciable por una coquetería de muchacha; y, en todos esos diferentes
estados, siempre gobernado por el placer».
Nunca se atreve, sin embargo, a llevar a cabo su proyecto e incluso quema
algunas partes de su relato, consciente de que el ambiente se estaba aburguesando y la
pública y abierta confesión de su libertinaje sólo podía suscitar condena y hostilidad.
Está muy mutilado, por ejemplo, el tercer fragmento, en que Choisy tiene intrigas al
mismo tiempo con una actriz y un marqués, única pista de que Choisy no sólo tuvo
amores con jovencitas, y ha desaparecido por completo el relato de su fuga a Burdeos
para trabajar en un teatro. Por contra, sus dos experiencias cruciales como mujer se
han conservado en su integridad.

* * *

Sin duda, en ese siglo amable el travestismo era considerado una simple fantasía
y no, como hoy, asunto de psicólogos conductistas.
Hombres y mujeres se travestían tanto por diversión como para llevar a cabo
complicadas intrigas, por inclinación natural o como útil expediente. El famoso
caballero-caballera de Eon cumplió delicadas misiones diplomáticas para Luis XV
vestido de mujer durante tantos años que llegaron a cruzarse apuestas sobre su
verdadero sexo, y un entendido en mujeres tan fino como Giacomo Casanova
dictaminó, después de una comida en que Eon estuvo presente, que sin lugar a dudas
se trataba de una mujer, cuando la verdad es que Eon era hombre, como quedó
demostrado cuando a su muerte le fue practicada la autopsia.
Una cierta mademoiselle de Maupin frecuentaba garitos de juego y cabarets
malfamados, y se batía en duelo vestida de joven señor, mientras la falsa
mademoiselle Savalette de Lange, que escribía y recibía cartas de amor masculinas y
llevó una vida aventurera como mujer, murió en Versalles siendo un viejo de lo más
robusto y bien constituido. Y es fama que cuando la reina Cristina de Suecia vivió en
París fingía voz de hombre y se vestía como tal. Pequeña y algo jorobada, resultaba
difícil descubrir esos defectos bajo la casaca, la peluca masculina y el sombrero de
plumas. Pero más que necesidad de ocultar sus defectos físicos, parece que la reina
expresaba así su disconformidad con su sexo, del que al parecer se avergonzaba. ¿Y
acaso un individuo tan poco frívolo como Rousseau no se hace anunciar como «una
dama enmascarada» en la mansión de un patricio veneciano, en la época en que
servía en la embajada francesa y le estaba prohibido por las leyes de la República
acercarse a los nobles del país?
Por alguna razón que se nos escapa, los abates constituían un vivero inagotable de
personajes extravagantes y disipados, que produjeron muchos travestidos famosos. Se
sabe que los abates de Entragues, Vaudrun y Caumartin tenían la misma «fantasía»
que Choisy. Sobre el de Entragues, Saint-Simon dice que «mantiene la blancura de su

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tez con frecuentes sangrías y duerme con los brazos en alto para tener las manos más
bonitas, recibe sus visitas adornado como una vitrina, con tocado de noche,
cucuruchos de encaje, muchas fontanges[3], un corsé ceñido con cintas, una mañanita
de volantes y lunares postizos». En cuanto a Caumartin, era pariente de Choisy y
pasó a los cuplés populares como uno de aquéllos que tenían alma de coqueta en
cuerpo de hombre. A Choisy, el célebre crítico Sainte-Beuve lo describe como «abate
tonsurado desde la infancia, pero sobre todo consagrado al tocado y los trapos,
coqueto como una monja de novela galante y libertino como un loro». Olivet, que lo
conoció bien, lo describe en una obra biográfica como «una coqueta mil veces más
aficionada a los lunares postizos y las cintas que las coquetas profesionales, de
manera que podía decirse que la naturaleza se había equivocado y había querido
hacer de él una mujer».
Lo que hace las memorias de Choisy doblemente preciosas es que ninguno de
esos personajes ha dejado testimonio escrito de su «feminismo psíquico» —como se
le llamaba en otros tiempos— y lo poco que se sabe de ellos es menester rastrearlo en
las memorias, cartas y cuplés de entonces. Sólo Choisy se atrevió a escribir en
primera persona y a revelar con todo detalle su asombrosa transformación en «señora
de Sancy» y «condesa Des Barres». Y lo hizo a petición de su amiga la marquesa de
Lambert, lo que provocó la indignada censura del abate de Olivet, quien tras la
muerte de Choisy publicaría algunos fragmentos de sus Memorias: «Es sorprendente
que el autor de este infame libro haya tenido la osadía de dedicárselo a una dama tan
virtuosa como la señora de Lambert, y debería agradecérsele al editor —que era él
mismo— de las Memorias para servir a la historia de Luis XIV que haya suprimido
esos fragmentos, si no fuera por una persona, menos amiga del decoro, que no ha
demostrado la misma contención al hacerles ver la luz».
Pero Choisy no creía que hubiera nada de infame en dar a conocer el aspecto
oculto de su vida con total sinceridad. Bajo el barniz frívolo y ligero de su relato,
Choisy aborda cuestiones como la búsqueda de la identidad sexual y la realización
del deseo, y cómo el individuo pierde su equilibrio emocional cuando el entorno se
empeña en contrariar inclinaciones tan naturales. Al mismo tiempo, Choisy defiende
la causa del libertinismo haciendo de la realización del deseo su objetivo primordial:
pese a quien pese, se vestirá de mujer y vivirá como tal, y para ello no ahorrará
energías, imaginación, dinero y reputación. El mundo debe aceptar que Choisy es
hombre, pero es también mujer. Cuando lo vemos prescindir de calzones porque se
siente «de verdad mujer», cuando el apelativo de madame lo colma de gozo, cuando
lo vemos ocuparse constantemente en mantener la blancura de su tez o enorgullecerse
de tener tanto pecho como una joven de quince años y, sobre todo, cuando
experimenta el ápice del placer vistiendo a sus amantes femeninas de muchacho,
quedan entonces pocas dudas de que el abate de Choisy lleva a una mujer en su
interior. Por eso cuando pasa con toda naturalidad de usar el masculino a usar el
femenino, el lector acepta el cambio gramatical con la misma naturalidad.

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Choisy vive su obra «libertina» con inmensa alegría: nada que ver con el
sentimiento de culpa. «La carrera del abate de Choisy, que duró ochenta años —dice
Sainte-Beuve—, fue una mascarada completa, y en cada uno de sus papeles fue
natural, serio, sincero, y al mismo tiempo supo conservar un aire de diversión y de
broma».
Choisy nos ha dejado asimismo el testimonio de sus amores. Su extraña posición
de travestido y de eclesiástico lo obligaron a moverse en la clandestinidad y a escoger
blancos fáciles que le garantizasen la impunidad. ¿Y qué blanco más fácil que una
jovencita? A ser posible, huérfana y pobre, para poder apropiarse de ellas sin que
nadie le pidiera cuentas de sus actos. Las mujeres hechas y derechas no le interesan, y
en cuanto sus amiguitas pasan al estado de mujeres casadas, le repugnan. Las
«pequeñas» que escoge se sienten fascinadas por la «hermosa dama» y su lecho
fastuoso, sin acabar nunca de separar ese personaje femenino del hombre que Choisy
es realmente. Imberbe, de facciones agradables, esbelto de cuerpo y gracioso de
ademanes como era, debía de resultar realmente muy convincente ataviado con galas
femeninas.
Pero, aunque se siente mujer, Choisy posee una fisiología masculina que tiene sus
exigencias, si bien nunca aborda la relación amorosa como lo haría un hombre con
una mujer. Lo hará siempre desde la ambigüedad de su apariencia femenina, con
arrumacos y jugueteos acordes con esa apariencia, y alcanzará la plena satisfacción si
su amiguita le ofrece la ilusión de ser un muchacho. «Así tuve el placer de tenerla a
menudo como muchacho y, como yo era mujer, formábamos un verdadero
matrimonio», lo expresa él con su acostumbrada precisión. En ese plano de la pura
ilusión, de la apariencia, se realizan las fantasías sexuales de Choisy. Lo cual
representa también el triunfo de la imaginación sobre la tosca evidencia del cambio
real, quirúrgico, de sexo. Y, después de todo, el amor físico no es lo único importante.
Cuando de verdad Choisy disfruta de una relación es cuando puede exhibirse con su
amante, a la que hace vestir maravillosamente de mujer o de muchacho, y provocar
comentarios admirativos.
Exhibirse es la verdadera pasión de Choisy. «Mis pendientes brillaban de un
extremo a otro de la Ópera», rememora. La delectación con que Choisy describe sus
atavíos femeninos sobrepasa todo límite imaginable. Se recrea sensualmente en la
descripción minuciosa de la textura, el color y el brillo de las telas, el centelleo de las
gemas, la laboriosa arquitectura del peinado, y lo hace porque experimenta placer
contándolo y también porque tiene la intuición genial de que sólo así nos puede
transmitir la fruición y el vértigo que lo poseen.
Muerto Choisy, sus manuscritos inéditos fueron a parar a manos de su pariente el
marqués de Argenson, importante hombre de Estado. Era amigo de Voltaire y de
Diderot, quien le había dedicado la Enciclopedia, y pertenecía por tanto a un mundo
que se encaminaba velozmente a la Ilustración, tan partidaria de reformar las
costumbres en sentido burgués. Es fácil imaginar su consternación cuando al poner

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orden en los papeles de Choisy se topó con las insólitas páginas en las que éste
relataba sus correrías vestido de mujer y decidió que lo mejor es que nunca salieran
de su gabinete. Otras personas no pensaban lo mismo, y a pesar de las precauciones
de Argenson, el citado abate Olivet, amigo de Choisy y compañero de Academia, se
las ingenió para copiar el manuscrito y dar a la imprenta en 1727, con gran éxito, la
parte pública de esas memorias con el título Memorias para servir a la historia de
Luis XIV, por el difunto abate de Choisy, de la Academia Francesa. Luego otro abate,
Langlet-Dufresnoy, se ocuparía de las «cosas nuevas y divertidas» al copiar
subrepticiamente parte del original relativo a Choisy mujer e imprimirlo en 1735 en
Amberes, ciudad libre de censura, con el título Historia de madame la condesa Des
Barres.
Ante semejante complot de abates copistas, el sufrido Argenson sólo pudo
limitarse a anotar en los márgenes: «El presente manuscrito ha sido impreso después
de haber sido copiado indiscretamente…». En esa época los derechos de autor no
estaban muy definidos y abundaban las copias «indiscretas» y las ediciones pirata en
beneficio de quien las hacía.
De este modo, y en contra del proyecto original de Choisy, la parte pública y
«decente» de las Memorias de Choisy quedaría para siempre desgajada de la parte
impúdica y privada, pues la unión de ambas era inconcebible entonces (y ahora). La
historia de Luis XIV seguiría su carrera de libro que podía estar a la vista en
cualquier biblioteca, mientras que la historia de la «condesa Des Barres» tomaría el
camino de la literatura clandestina que se vendía sous le manteau, es decir, bajo la
capa o abrigo, que se abría para ofrecer mercancía pornográfica y libelos
antimonárquicos en el mismísimo Versalles.
Habría que esperar hasta 1862 para que el erudito y literato francés Paul Lacroix
—responsable de ediciones anotadas de Rabelais, Villon y Cyrano de Bergerac, entre
otras muchas—, completara la edición pirata de Langlet-Dufresnoy sobre la «condesa
Des Barres» con el episodio de la «señora de Sancy», bajo el título de Aventuras del
abate de Choisy vestido de mujer, en una edición por primera vez completa, cuidada
y respetuosa de las increíbles andanzas del autor, que es la que ofrecemos al lector.

Marina Pino

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FRAGMENTO PRIMERO

Historia de la señora de Sancy. —Prólogo—, Disertación sobre mi rareza


—. La señorita Dupuis, el señor de la Neuville y la señorita Charlotte—.
Aventuras del barrio de Saint-Marceau—. Hago una colecta en la iglesia
—. Baile—, El autor se enamora de Charlotte y la viste de muchacho—.
Celos—, Boda de Charlotte con el autor; Charlotte toma el nombre de
señor de Maulny—, Vida deliciosa—. Son queridos en el barrio—.
Canción.

Me ordenáis, señora[4], que escriba la historia de mi vida; ni pensarlo, pues no veríais


en mi relato ni ciudades tomadas al asalto ni batallas victoriosas. La política no
brillaría más que la guerra. Bagatelas, pequeños placeres, niñerías: no esperéis otra
cosa. Un natural feliz, tiernas inclinaciones, nada negro en el espíritu, alegría por
doquier, necesidad de gustar, pasiones vivas: virtudes en el bello sexo, defectos en un
hombre. Si vos os sentiríais avergonzada de leer, ¿cómo debería sentirme yo al
escribir? Podría excusarme en una mala educación, pero no se me disculparía. Mas
sin duda se trata de argumentos inútiles. Vos ordenáis, yo obedezco. Pero aceptad que
os obedezca por partes; escribiré algún acto de mi comedia sin ninguna relación con
el resto; por ejemplo, me apetece contaros las grandes y memorables aventuras del
barrio de Saint-Marceau.
Es extraño que sea imposible deshacerse de una costumbre de la infancia: mi
madre me acostumbró a llevar vestidos femeninos desde mi nacimiento y continué
llevándolos en mi juventud; hice teatro durante cinco meses como muchacha en una
gran ciudad[5] sin que nadie se diera cuenta del engaño; tenía pretendientes a los que
concedía pequeños favores, pero era muy reservado con ellos en cuanto a los grandes;
todos se hacían lenguas de mi recato.
Disfrutaba del mayor placer que se puede gustar en esta vida; el juego, que
siempre me ha perseguido, me curó de esas bagatelas durante algunos años, pero,
cada vez que me arruiné y quise dejar el juego, recaí en mi antigua debilidad y volví a
convertirme en mujer. Con este propósito, compré una casa en el barrio de Saint-
Marceau, en medio de la burguesía y el pueblo, para poder vestirme a mi antojo entre
personas que no criticarían lo que yo hiciera. Empecé por volverme a agujerear las
orejas, pues los antiguos orificios se habían cerrado, me puse corsés bordados y batas
doradas y negras con adornos de raso blanco, un cinturón convexo y un gran moño de
cintas detrás para marcar el talle, una larga cola que me arrastraba, una peluca muy
empolvada, pendientes, lunares postizos, una cofia y una fontange. Al principio sólo
llevaba una bata negra cerrada por delante con una abotonadura que llegaba hasta

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abajo y una cola de medio metro que me llevaba un lacayo, una peluca pequeña y
poco empolvada, pendientes muy sencillos y dos grandes emplastos de terciopelo en
las sienes. Vestido así fui a visitar al cura de Saint-Médard, que elogió mucho mi
atuendo y me dijo que tenía más encanto que muchos curas, con sus casacas y sus
capitas que no inspiraban ningún respeto; pues ése era poco más o menos el hábito de
muchos curas de París. Fui también a ver a los sacristanes de la parroquia, que me
habían alquilado un banco frente al púlpito del predicador, y después hice todas la
visitas de mi barrio, a la marquesa de Usson, a la de Ménieres y a todas mis demás
vecinas. No me puse otro vestido durante un mes y no falté ningún domingo a misa
mayor ni al sermón del señor cura, lo que lo complació mucho. Iba también una vez
por semana, con el señor vicario y el señor Garnier, a quien había escogido como
confesor, a visitar a los pobres vergonzantes y a hacerles alguna caridad; pero, al cabo
de un mes, me desabroché tres o cuatro botones del escote para dejar entrever un
corpiño de moaré plateado que llevaba debajo. Me puse unos pendientes de
diamantes que le había comprado cinco o seis años antes al joyero Lambert, mi
peluca se hizo más larga y empolvada y cortada de manera que dejaba ver por
completo los pendientes, y me puse tres o cuatro lunares pequeños alrededor de la
boca y en la frente. Estuve aún un mes sin arreglarme más a fin de que todo el mundo
se fuese acostumbrando insensiblemente y creyese verme siempre igual, lo que así
ocurrió. Cuando vi que mi plan tenía éxito, me desabroché cinco o seis botones del
bajo del vestido para dejar que se viese una falda de raso negro con lunares, cuya cola
tenía la misma longitud que la del vestido; llevaba además debajo una enagua de
damasco blanco, que sólo se veía cuando me llevaban la cola. Ya no me ponía
calzones, pues me parecía que hacía más mujer, y no tenía frío porque era verano.
Llevaba una corbata de muselina cuyas borlas caían sobre un gran lazo de cinta negra
sujeto a la parte superior del vestido, lo que no impedía que se me vieran los
hombros, que conservaba muy blancos gracias al gran cuidado que tuve toda la vida.
Todas las noches me lavaba el cuello y el escote con agua de ternera y pomada de
pies de carnero, que conservaban la piel blanca: así acostumbré poco a poco a la
gente a verme arreglado. Estaba dando una cena a la señora de Usson y otras cinco o
seis vecinas, cuando vino el señor cura a visitarme a las siete de la tarde; le rogamos
que cenase con nosotras; era un buen hombre y se quedó.
—Desde ahora —me dijo la señora de Usson— os llamaré señora.
Me hizo girar y girar ante el señor cura, diciéndole:
—¿No tenemos aquí a una hermosa dama?
—Es verdad —contestó él—: pero ¿no se trata de un disfraz?
—No señor —le dije yo—, no, de hoy en adelante voy a vestir siempre así. Sólo
llevo vestidos negros forrados de blanco o blancos forrados de negro, por lo que no
puede reprochárseme nada. Estas señoras me aconsejan, como veis, esta forma de
vestir y me aseguran que no me sienta mal. Además, os diré que, cenando hace dos

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días en casa de la marquesa de Noailles, llegó su señor cuñado de visita y elogió
mucho mi vestimenta, y delante de todo el mundo me llamaba «señora».
—¡Ah! —exclamó el señor cura—. Me rindo ante semejante autoridad y
reconozco, señora, que estáis muy bien.
Anunciaron que la cena estaba servida; permanecimos a la mesa hasta las once y
mis criados acompañaron luego a su casa al señor cura. Desde entonces lo visitaba y
ya no tuve reparos en ir a todas partes en bata, y todo el mundo se acostumbró.
He buscado saber de dónde me viene un placer tan extravagante. Helo aquí: lo
propio de Dios es ser amado, adorado; el hombre ambiciona lo mismo tanto como su
debilidad se lo permite; pero, como la belleza es lo que hace nacer el amor y ella es
ordinariamente privilegio de las mujeres, cuando sucede que los hombres tienen o
creen tener algunos rasgos de belleza capaces de provocar amor, intentan aumentarlos
con adornos femeninos, que son muy favorecedores. Sienten ellos entonces el
inexpresable placer de ser amados. Yo he sentido más de una vez lo que digo por
dulce experiencia, y cuando, hallándome en bailes o teatros ataviado con hermosos
vestidos, diamantes y lunares, he escuchado decir en voz baja a mi alrededor «¡Mira
qué persona más hermosa!», he gustado de un placer que no se puede comparar con
nada, tan intenso es. Ni la ambición, ni la riqueza, y ni siquiera el amor, lo igualan,
porque nos amamos más a nosotros mismos de lo que amamos a los demás.
Con frecuencia invitaba a cenar a mis vecinas, aunque sin pretensión de dar
festines. Eso ocurría habitualmente los domingos, pues los días de fiesta los
burgueses se arreglan y sólo piensan en divertirse. Un día invité a la señora Dupuis y
a sus dos hijas, al señor Renard y a su mujer, a su nieta, que se llamaba Charlotte, y a
su nieto, al que llamaban señor de la Neuville. Eran las seis de la tarde y estábamos
en la biblioteca, que aparecía muy iluminada por un candelabro de cristal; tenía,
además, numerosos espejos, mesas de mármol, cuadros y porcelanas: un lugar
magnífico. Ese día yo iba muy arreglado con un vestido de damasco blanco forrado
de tafetán negro y adornado de terciopelo negro, con una cola que arrastraba medio
metro, un corpiño de tornasol plateado que se veía por completo, un gran lazo de
cintas negras en el escote, sobre el que caía una corbata de muselina con borlas, una
falda de terciopelo negro y dos enaguas debajo para no pasar frío, porque desde que
llevaba faldas no utilizaba calzones, pues me creía de verdad mujer. Llevaba ese día
unos bonitos pendientes de brillantes, una peluca muy empolvada y catorce o quince
lunares. El señor cura llegó de visita y todo el mundo estuvo encantado de verlo
porque era muy querido en la parroquia.
—¡Ah, señora! —exclamó al entrar—. Os veo muy engalanada. ¿Vais al baile?
—No, señor, he invitado a cenar a mis encantadoras vecinas y no deseo otra cosa
que gustarles.
Nos sentamos y se comentaron las novedades (al señor cura le encantan). En mi
mesa se encontraban siempre gacetas, publicaciones científicas, los Trevoux y el
Mercure Galant[6], y cada cual tomaba lo que prefería. Les hice leer una historia del

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Mercure del mes anterior, en el que se hablaba de un hombre de alcurnia que quería
ser mujer porque era guapo, y a quien complacía que lo llamaran señora, se ponía
hermosos vestidos, faldas, pendientes y lunares, y tenía cortejadores.
—Veo que el retrato se parece mucho a mí —les dije— y no sé si debo
enfadarme.
—¡Oh, señora! —dijo la señorita Dupuis—, ¿por qué habríais de enfadaros?
¿Acaso no es verdad? ¿Y acaso habla mal de vos? Al contrario, dice que sois bella, y
yo creo que hubiera debido poner claramente vuestro nombre. Me dan ganas de
visitar al que ha escrito eso para decírselo.
—Guardaos bien —le dije—. Me agrada mucho estar bella para vosotros, pero
voy a la ciudad engalanada así lo menos posible. La gente es tan malvada y es una
cosa tan rara que un hombre desee ser mujer, que es fácil exponerse a bromas
desagradables.
—¡Qué decís, señora! —me interrumpió el señor cura—. ¿Es que habéis
encontrado alguna vez a alguien que haya condenado vuestra conducta al respecto?
—Ya lo creo, señor. Tengo un tío consejero de Estado, llamado señor de… que, al
saber que me vestía de mujer, vino a verme una mañana para reñirme. Yo estaba en
mi tocador, acababa de ponerme la camisa y me levanté. «No, sentaos y vestíos»,
dijo, y se sentó frente a mí. «Ya que me lo ordenáis, querido tío, os obedezco. Son las
once y hay que ir a misa». Me pusieron un corpiño anudado a la espalda y un traje de
terciopelo negro de brocado, una falda del mismo tejido sobre una enagua corriente,
una corbata de muselina y una pañoleta negra y dorada en el escote. Me quité mi
cofia de noche y me puse una peluca muy rizada y empolvada. El buen hombre no
decía una palabra. «Acabo en seguida, querido tío —le dije—, ya sólo me falta
ponerme los pendientes y cinco o seis lunares», lo que hice al momento. «Por lo que
veo, debo llamarte sobrina. En verdad, eres muy bonita», dijo. Le salté al cuello y lo
besé varias veces. No me dirigió ningún otro reproche, me hizo subir a su carroza y
me llevó a misa y a comer con él.
La historieta divirtió a la reunión.
El señor cura hizo ademán de marcharse pero se quedó. Se comió bien, con
alegría e inocencia y, al final, bebimos vino caliente.
Le dije en voz baja a la señorita Dupuis que deseaba mucho ir al pabelloncito del
jardín y le rogué que se lo propusiera a los demás invitados. El señor de la Neuville
me tomó de la mano y llamé a un lacayo para que me llevara la cola.
—No, no, la quiero llevar yo —dijo la señorita Dupuis—. Las damas de honor les
llevan la cola a las princesas.
—Pero ¡yo no soy una princesa!
—Pues, esta noche lo seréis, señora, y yo seré vuestra dama de honor.
—¿Sólo esta noche?, se rió el señor de la Neuville.
Me eché a reír también y le dije gravemente:
—Ya que soy princesa, os nombro dama de honor. Llevadme también vos la cola.

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Descendimos al pabellón, tan pequeño que el grupo apenas cabía. Nos tumbamos
en los canapés que había alrededor de la estancia y, para divertir a mis amigas, les
dije que les permitía venir a saludarme y besarme. Todo el mundo desfiló y,
convencido de que el señor cura no guardaba su turno por discreción, me levanté y lo
abracé de todo corazón.
Tenía un banco frente a su púlpito, los sacristanes me enviaban siempre un cirio
encendido para asistir a la procesión y yo los seguía inmediatamente. Un lacayo me
llevaba la cola y, el día del Santísimo Sacramento, como la procesión daba una gran
vuelta, pues llegaba hasta los Gobelinos, el señor de la Neuville me daba la mano y
me servía de escudero.
Al cabo de cinco o seis meses me trajeron el pan bendito[7] para que lo repartiera
en la parroquia; lo hice magníficamente, pero sin necesidad de hacer sonar los
clarines. Los sacristanes me habían dicho que era necesario que una mujer presentase
el pan bendito e hiciera la colecta, y que estaban seguros de que les haría ese honor.
Yo no sabía qué hacer, pero la señora marquesa de Usson me convenció. Me dijo que
ella también había hecho la colecta y que eso gustaría a toda la parroquia. No me hice
más de rogar y me preparé como para una fiesta que debía convertirme en
espectáculo de la multitud. Me hice un traje de damasco blanco de China forrado de
tafetán negro anudado por delante con lazos negros, cintas en las mangas y, detrás,
una gran lazada de cintas negras para marcar la cintura. Pensé que la ocasión requería
una sobrefalda de terciopelo negro, pues estábamos en octubre y el terciopelo estaba
de moda. Desde entonces siempre he llevado dos faldas y me he hecho recoger la de
encima con grandes lazos. Mi peinado era muy galante: llevaba una cofia de tafetán
negro constelada de cintas y ajustada sobre una peluca muy empolvada. La señora de
Noailles me prestó unos pendientes de brillantes, y además llevaba tres o cuatro
grandes alfileres para el pelo de diamantes y rubíes en el lado izquierdo, y tres o
cuatro lunares grandes y más de una docena de los pequeños. Siempre me han
gustado mucho los lunares y no hay nada que siente mejor. Llevaba también un velo
de encaje de Malinas que fingía cubrir un seno. En fin, iba muy bien ataviada.
Presenté el pan bendito e hice la ofrenda con bastante buena traza, por lo que me
dijeron, y luego hice la colecta. No es por presumir, pero jamás se había recogido
tanto dinero en Saint-Médard. Hice la colecta por la mañana durante la misa mayor, y
por la tarde durante las vísperas y durante la salve. El señor de la Neuville era mi
escudero y me seguían una doncella y tres lacayos, uno de los cuales me llevaba la
cola del vestido. Se me lanzaron pullas por haber estado algo coqueta, sobre si al
pasar entre las sillas me paraba a veces, mientras el macero me abría paso, o me
divertía mirándome para arreglarme los pendientes o la pañoleta, pero sólo lo hice
por la tarde durante la salve y poca gente se dio cuenta. Durante todo el día estuve
muy ajetreada, pero sentí un placer tan grande al verme aplaudida por todo el mundo,
que no noté el cansancio hasta que me acosté. Olvidaba decir que recogí doscientas
setenta y dos libras. Tres apuestos jóvenes que no conocía me dieron cada uno un luis

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de oro. Me pareció que eran forasteros. Es verdad que vino mucha gente de otras
parroquias al saber que yo iba a hacer la colecta y confieso que por la tarde, durante
la salve, experimenté un gran placer. De noche se habla con mayor libertad. Dos o
tres veces, en diferentes lugares de la iglesia, escuché decir: «¿Será verdad que es un
hombre? Pues, entonces, tiene razón en hacerse pasar por mujer». Yo me volví hacia
ellos y fingí que pedía un óbolo a alguien para darles el placer de mirarme. Se
comprenderá que todo ello me confirmase extrañamente en el gusto de ser tratado
como una mujer.
Aquellas alabanzas no eran forzadas: esas personas no me conocían y no
pretendían agradarme.
La vida que llevaba en mi casita del barrio de Saint-Médard era muy agradable.
Mis asuntos marchaban bien, mi hermano acababa de morir y me había dejado, una
vez pagadas todas las deudas, casi cincuenta mil escudos. Tenía muebles muy
bonitos, vajilla de plata, algo de plata sobredorada, pendientes de brillantes, dos
anillos que valían por lo menos cuatro mil francos, y una hebilla de cinturón y
brazaletes de perlas y rubíes. Mi casa era muy cómoda. Tenía una carroza de cuatro
plazas y otra de dos, cuatro caballos de tiro, un cochero y un postillón que hacía de
portero, un limosnero, un ayuda de cámara cuya hermana me hacía la compra y se
ocupaba de vestirme, tres lacayos, un cocinero, una fregona para la vajilla y un
saboyano para limpiar mi apartamento. A menudo les daba cenas a mis vecinas, y a
veces al señor cura y al señor Garnier, y, sin presumir de ofrecer grandes comidas, la
verdad es que eran muy buenas. Algunas veces ofrecía conciertos, para lo que
enviaba mi carroza a recoger a mi viejo amigo Descoteaux. Hacía pequeñas loterías
con chucherías y eso me daba cierto aire de magnificencia. Llevaba a mis vecinas a la
ópera y a la comedia. En mi casa se encontraba siempre café, té y chocolate[8]. Todos
los días a mediodía hacía decir misa a mi limosnero y no faltaba ninguna de las
perezosas del barrio y, como me acostaba muy tarde, venían a despertarme para
advertirme de que la misa estaba a punto de comenzar; me ponía rápidamente una
bata, una falda y una cofia de tafetán para ocultar mi peinado de noche, y corría a
escucharla. No me gustaba perdérmela.
En fin, me parecía que todo el mundo estaba contento de mí, cuando el amor vino
a turbar mi felicidad.
Dos muchachas vecinas mías me demostraban una gran amistad y no tenían
reparo en besarme; eso me convenía y les daba cenas a menudo; venían temprano y
sólo pensaban en engalanarme; una me colocaba la cofia y la otra me ajustaba los
pendientes, y cada una de ellas me pedía como un gran favor ocuparse del suministro
de lunares; nunca estaban colocados a su gusto y, mientras los cambiaban de sitio, me
besaban en las mejillas y en la frente. Un día se tomaron la libertad de besarme en la
boca de un modo tan insistente y tierno que abrí los ojos y comprobé que aquello se
debía a algo más que a la amistad.
A la que más me gustaba, que era la señorita Charlotte, le dije en voz baja:

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—Señorita, ¿tendré la felicidad de ser amado?
—¡Ay, señora! —me respondió apretándome la mano—. ¿Se os puede ver sin
amaros?
No bien hubimos establecido nuestras condiciones, nos prometimos un secreto y
una fidelidad inquebrantables.
—No me he resistido —me decía un día— como lo hubiera hecho con cualquier
hombre. Yo no veo más que a una hermosa dama, así que, ¿por qué privarme de
amarla?
Por muchas ventajas que supongan los vestidos femeninos, es el corazón del
hombre el que guía nuestros deseos y los encantos del bello sexo nos asaltan de
golpe, impidiéndonos tomar precauciones. Respondí a su ternura con la mía. Pero, a
pesar de que la amaba mucho, me amaba aún más a mí mismo y sólo pensaba en
gustar al género humano. Charlotte y yo nos escribíamos todos los días y nos
veíamos continuamente, pues la ventana de su habitación estaba justo enfrente de la
mía gracias a la estrechez de la calle Sainte-Geneviève. Sus cartas eran de una
candidez encantadora. Le devolví más de cien, de las que sólo conservo dos por
casualidad.

Primera carta

«Qué adorable fuisteis anoche, mi bella dama; disfruté mucho durante la cena y
cien veces sentí el deseo de besaros delante de todo el mundo. Dicen que os amo,
¿y acaso no es verdad? No quiero ocultarlo y, si vos no lo decís, yo lo haré. Mi
abuelo me dice en secreto: “Hija mía, creo que la señora de Sancy te ama y eres
muy afortunada”. Oh, señora, no me pude contener y le respondí: “Abuelo, nos
amamos de todo corazón, pero la señora no quiere que se sepa”. Adiós, mi
madrastra acaba de entrar (aquella madrastra la atormentaba)».

Segunda carta

«En verdad, señor, estoy desesperada. Quisiera no haberos conocido jamás, por
malo que eso fuera, por la tristeza que me causáis. Creo que han descubierto
nuestra amistad; vos tenéis la culpa; ¿por qué me habláis tan íntimamente al oído?
Hace tiempo que me espían. No sé si es porque me han visto ir al pabellón, pero el
caso es que me han hecho reprimendas que me disgustan. Cuando vengáis no
dejéis de hablarme, haced como si nada, a fin de que crean que están equivocados.
El Espíritu Santo me ha inspirado la idea de no volver a vuestra casa. Fui a la de la
señorita Dupuis y vinieron a buscarme, después fui a casa de mi tía y también
vinieron. Guardaos muy bien de echarme nada desde vuestra ventana. En verdad,
señor, amaros me hace muy desgraciada. Os escribo esta carta a duras penas, pues
no pasa un momento sin que vengan a mi habitación a ver qué hago. No me

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esperéis más en el pabellón. No sé si se han dado cuenta de que me enviáis cartas;
cuando enviéis alguna, hacedlo con suficientes precauciones para que nadie se dé
cuenta. Os confieso que estoy muy apenada. Si pudiera me iría a pasar tres meses a
un convento. ¿Qué decís? No me preguntéis si tengo algo que daros. Si tengo
alguna carta os la daré cuando encuentre la ocasión».

En esa época se celebró una boda en casa de una persona de condición


perteneciente a mi familia y buena amiga mía. Había comido allí y decidí volver
enmascarado después de la cena. Habría música de violines. Fui al punto a mi casa y
les propuse a mis bonitas vecinas cenar y luego disfrazarse. Los jóvenes no piden
nada mejor. Hice que la señorita Charlotte se vistiese de muchacho y para ello alquilé
un traje adecuado, junto con una hermosa peluca, y resultó un caballero muy guapo.
Me reconocieron en seguida porque habían visto antes mi vestido y me vi obligado a
quitarme la máscara y a ponerme en la fila de las damas del baile. El resto del grupo
permaneció enmascarado. Charlotte me invitó a bailar y el minué que bailamos gustó
mucho. La agitación me sentó bien y me retiré a mi lugar con la cara arrebolada. La
señora de la casa, que no solía ser halagadora, vino a abrazarme y me dijo en voz
baja: «Reconozco, querida prima, que os sienta muy bien el traje y que esta noche
estáis bella como un ángel». Cambié de tema y llamé a Charlotte, que se quitó la
máscara y mostró una carita muy linda. «Señora, aquí tenéis a mi amante. ¿Verdad
que es guapo?». Todos vieron que era una muchacha. Volvió a ponerse la máscara y
me dio la mano para bailar. La pequeña Charlotte me sirvió de escudero durante toda
la velada y eso aumentó mi cariño. Ella se dio cuenta y me dijo con ternura:
—¡Vaya, señora, me doy cuenta de que os gusto más con chaleco, que no siempre
me está permitido llevar!
Al día siguiente compré el traje que había alquilado para ella, y que parecía hecho
a su medida, y lo hice guardar en un armario junto con la peluca, los guantes, la
corbata y el sombrero y, cuando vinieron a verme mis vecinitas, el azar quiso que el
armario se abriera y vieran el traje; se echaron encima de él, que era lo que yo quería,
pues se lo pusieron a la chiquilla y hétela aquí convertida de nuevo en un guapo
mozo. Cuando se fueron la visitas quiso desvestirse; yo no podía soportarlo y dije que
le regalaba el traje, que yo no iba a ponérmelo y que, en pago, sólo le pedía que se lo
pusiera siempre que mis vecinas me hicieran el honor de cenar conmigo. La tía de
Charlotte —pues no tenía padre ni madre— puso algunos reparos, pero se rindió
cuando las demás dijeron que estaban dispuestas a hacer un trato semejante cuando
yo quisiera. Así tuve el placer de tenerla a menudo como muchacho y, como yo era
mujer, formábamos un verdadero matrimonio. Yo poseía un pabellón al extremo del
jardín, por cuya puerta trasera ella venía a verme siempre que podía, gracias a las
señales que teníamos para entendernos. En cuanto entraba en el pabellón, le colocaba
la peluca para imaginarme que era un muchacho y ella, por su parte, no tenía ninguna
dificultad en imaginar que yo era una mujer, así que, contentos los dos, disfrutábamos

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mucho. Tenía en mi pabellón muchos retratos hermosos y les propuse a mis dos
jóvenes vecinas hacerlas pintar, a condición de que Charlotte fuera retratada como
caballero. Su tía, que se moría de ganas de tener un retrato suyo, consintió, y yo quise
a mi vez ser retratada como mujer para hacer pareja con mi amiguita. No había
vanidad en mí, pues ella era mucho más guapa que yo. Hice llamar al señor de
Troyes[9], que vino a pintarnos al pabellón. Esto duró un mes y, cuando los retratos
estuvieron acabados y colocados en bellos marcos, se colgaron en el pabellón uno
junto al otro y mis vecinos decían:
—Qué buena pareja, habría que casarlos y se querrían mucho.
Y se reían, sin saber cuánta razón tenían: ni en mil años las madres hubieran
desconfiado de mí y creo, Dios me perdone, que hubieran dejado que me acostase
con sus hijas sin sentir escrúpulos. Nos besábamos en todo momento sin que ellas lo
encontraran mal.
Una vida tan dulce fue turbada sin embargo por los celos. La señorita de… (que
también me amaba) se dio cuenta de que no la quería, que no me daba prisa en
pintarla, y observó a su compañera y la vio entrar en el pabellón por la puerta trasera.
Corrió a advertir a la tía, que en seguida quiso reñir a la sobrina, pero la pobre niña le
habló con tanto candor que no tuvo valor para hacerlo.
—Querida tía —le dijo, abrazándola—, es cierto que la señora me ama. Me ha
hecho mil pequeños regalos y puede hacer mi fortuna. Sabéis muy bien, querida tía,
que no somos ricos. Ella me pide que la visite a solas en su pabellón y he ido cinco o
seis veces, pero ¿en qué creéis que pasamos el tiempo? Pues en vestir a la señora
cuando tiene que hacer una visita, ponerle sus pendientes y sus lunares, hablar de su
belleza. Os aseguro, querida tía, que ella no piensa en otra cosa y yo le digo sin cesar
«¡Señora, que hermosa estáis hoy!». Entonces, ella me abraza y me dice «Querida
Charlotte, si pudieras ir siempre vestida de muchacho nos casaríamos. Es necesario
que encontremos el modo de acostarnos juntos sin ofender a Dios. Mi familia jamás
daría su consentimiento, pero podríamos hacer un matrimonio de conciencia. Si tu tía
quiere venir a vivir con nosotros le daré un apartamento en mi casa y un lugar en mi
mesa. Pero quiero que vayas siempre vestida de muchacho y que uno de mis lacayos
te sirva». Ya veis, querida tía, en qué nos entretenemos y, si todo eso ocurriera, ¿no
veis que íbamos a ser muy felices?
Tras estas dulces palabras, la tía se ablandó y mi amiguita, para jugar mejor su
juego, la condujo al pabellón. Esa primera vez la colmé de atenciones y le ofrecí
establecer con su sobrina una alianza inocente. Dijo que haría cuanto yo quisiera. Así
que mandé preparar todo lo necesario para la fiesta del jueves de carnaval. Invité a
todos los parientes de Charlotte.
Vinieron dos primos hermanos curtidores con sus mujeres y tres de sus hijos.
Cenaron todos en mi casa. Me atavié con toda mi pedrería y un vestido nuevo. A la
chiquilla le había mandado hacer un traje y la hice llamar señor de Maulny, nombre
de unas tierras con diez mil libras de renta que pensaba regalarle. Celebramos la

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ceremonia antes de cenar para disfrutar mejor de la velada. Yo llevaba un vestido de
moaré plateado y un ramito de azahar prendido en la nuca como todas las novias. Y
delante de todos los parientes dije en voz alta que tomaba al señor de Maulny allí
presente por marido, y él dijo que tomaba a la señora de Sancy por esposa. Nos
cogimos de la mano, él me puso una alianza de plata y nos besamos. Llamé «primos»
a los curtidores y «primas» a las curtidoras y creyeron que les hacía un gran honor.
Cenamos espléndidamente y después paseamos por el jardín, donde se cantó y se
bailó. Les hice pequeños regalos a todos, tabaqueras, corbatas bordadas, cofias,
guantes y chales. A la tía le di un anillo de cincuenta luises y, cuando todos los
ánimos estuvieron bien dispuestos, mi ayuda de cámara, ya advertido, anunció que
era medianoche. Todos dijeron que los novios debían acostarse. El lecho estaba
preparado y la habitación muy iluminada; me senté al tocador y me hicieron un
tocado de noche con bonitos cucuruchos y muchas cintas y me ayudaron a acostarme.
El señor de Maulny, a ruegos míos, se había hecho cortar los cabellos al modo
masculino, de suerte que después de acostarme apareció en bata, con su gorro de
dormir en la mano y los cabellos recogidos con una cinta color fuego. Hizo algunos
remilgos y luego se acostó junto a mí. Toda la parentela vino a besarnos, la buena tía
corrió las cortinas y cada cual se fue a su casa.
Entonces nos abandonamos a la alegría sin traspasar los límites de la decencia, lo
que es difícil de creer y sin embargo es la verdad.
Al día siguiente de nuestra alianza o supuesto matrimonio, hice colocar un letrero
conforme alquilaba el segundo piso. La tía lo alquiló y vino a vivir con Charlotte, que
por casa iba siempre vestida de muchacho porque ello me complacía, y mis criados
no osaban llamarla de otro modo que señor de Maulny. Algunas mañanas mandaba
llamar a los comerciantes de telas para que me viesen en la cama con mi querido
marido; delante de ellos desayunábamos pasteles de hojaldre y nos dábamos
pequeñas muestras de afecto; después, el señor de Maulny se ponía la bata e iba a
vestirse a su apartamento, y yo me quedaba con los comerciantes escogiendo telas.
Algunos, simpáticos, me hablaban del bonito rostro y de los encantos del señor en
cuanto éste salía.
—¿No soy afortunada —les decía— de tener un marido tan agraciado y tan dulce,
que no me contradice en nada y al que amo de todo corazón?
—Señora —replicaban—, no merecéis menos. A una hermosa dama le
corresponde un apuesto caballero.
Por lo demás, nuestra casa funcionaba muy bien. Aparte de mi pequeña debilidad
de querer pasar por mujer, no podía reprochárseme nada. Iba a misa todos los días, a
pie, a alguno de los conventos que había en los alrededores de mi casa; un lacayo me
llevaba la cola y los otros un escabel de terciopelo negro para arrodillarme y mi libro
de horas; iba una vez por semana con el señor cura o el señor de Garnier a visitar a
los pobres a hacerles caridad; esto me hacía conocido en la parroquia y oía a las
aguadoras y a las vendedoras de fruta decir en voz alta a nuestro paso:

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—Qué señora tan buena. Dios la bendiga.
—¿Por qué será —dijo otra un día— que cuando las mujeres son tan bellas se
aman tanto a sí mismas y tan poco a los pobres?
En otra ocasión, una vendedora de manzanas, a la que le compré todo lo que
llevaba en el delantal para dárselo a una pobre familia, me dijo, juntando las manos:
—Dios sea con vos, buena señora, y os conserve cincuenta años más tan lozana
como ahora.
Estas ingenuas alabanzas resultaban muy agradables y me di cuenta de que no
dejaban insensible al señor cura.
—Como veis, señora —me decía—, Dios recompensa las buenas obras con
pequeños placeres terrenales. Vos amáis un poco vuestra persona, reconocedlo, y
como hacéis buenas obras sois recompensada con las alabanzas del pueblo, de modo
que me veo obligado a aplaudir algo que en otro hombre me parecería debilidad.
Discurriendo de este modo finalizábamos nuestros paseos y luego íbamos a la
parroquia a oír misa; allí encontraba a mis lacayos y les ordenaba volver a una hora
determinada para acompañarme de vuelta a casa.
Un día me arriesgué a ir a la comedia con mi querido Maulny y su tía, pero me
miraron y examinaron demasiado; más de veinte curiosos me esperaban a la salida
para verme subir a la carroza y algunos fueron tan insolentes como para hacerme
cumplidos por mi belleza; les respondí con un semblante reservado y desdeñoso, y,
para evitar el escándalo, me abstuve de volver en mucho tiempo. La ópera es distinta.
Como las entradas son caras y todos quieren disfrutar del espectáculo, el público
guarda la compostura y he estado allí veinte veces sin que nadie me dijera nada.
Tomé entonces la resolución de quedarme en casa o en mi barrio, donde podía hacer
lo que me viniera en gana sin que nadie me criticase.
Un día que me paseaba por mi jardín me ocurrió un pequeño accidente. Sufrí un
esguince tan violento que tuve que guardar cama durante ocho o diez días y
permanecer en mi habitación otras tres semanas más. Procuraba divertirme. Mi
apartamento era magnífico; mi lecho era de damasco carmesí y blanco, y lo mismo la
tapicería, los cortinajes de las ventanas y el revestimiento de las puertas. Un gran
entrepaño de cristal, tres grandes espejos, otro sobre la chimenea, porcelanas,
bargueños del Japón, cuadros con marcos dorados, una chimenea de mármol blanco,
un candelabro de cristal, siete u ocho placas con velas que se encendían al
anochecer… Mi lecho era de estilo duquesa, con cortinajes recogidos con cintas de
tafetán blanco; las sábanas eran de encaje y había tres grandes almohadones y tres o
cuatro cojines atados en las esquinas con cintas de color fuego. Normalmente estaba
sentada, con un corsé de Marsella sujeto con cintas negras, una corbata de muselina y
un gran moño de cintas en el escote, una peluca corta muy empolvada que dejaba ver
mis pendientes de diamantes, cinco o seis lunares y mucha alegría, pues no estaba
enferma.

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Mis vecinos y vecinas me hacían compañía todas las tardes y por la noche
invitaba a cinco o seis a cenar; a veces había música pero nunca juego porque no
podía soportar las cartas. Estando así recibí muchas visitas y todos alababan mi
atuendo, que no podía ser más discreto, ya que debo señalar que sólo llevaba cintas
negras. En cuanto mi pie se restableció un poco, me levanté y pasaba las jornadas
tendido en un canapé con batas más dignas que magníficas.
No por ello dejaron de ir a contarle al señor cardenal que llevaba vestidos dorados
cubiertos de cintas color fuego, lunares y pendientes de brillantes, y que iba así de
emperifollada a la misa mayor de mi parroquia, donde distraía a cuantos me veían. Su
Eminencia, que deseaba que todo estuviera en orden, envió a un abate amigo mío en
quien él confiaba a visitarme y ver lo que sucedía; éste me lo refirió amigablemente y
me aseguró que le diría a Su Eminencia que mi indumentaria era discreta y nada
ostentosa, que mi vestido era negro con florecillas doradas que apenas se veían y
estaba forrado de raso negro; que llevaba pendientes de brillantes muy bonitos y sólo
tres o cuatro lunares pequeños; que así me había encontrado en el momento justo en
que me dirigía a misa y que, por tanto, todo lo que le habían contado de mí era pura
maledicencia.
Quedé tranquila y continué llevando una vida muy agradable. Se inventaron
coplas sobre mí y yo les dejé cantar. Hasta me dan ganas de dar a conocer algunas
estrofas, como éstas:
Según la tonada de «Vuestro juego hace demasiado ruido»:

Sancy, del barrio de Saint-Marceau,


viste como una belleza.
No andaría tan guapo, no,
estando entre la nobleza.
Es amable y es galante:
él tendrá muy pronto amantes.

Todo el mundo en Saint-Médard


contempla maravillado
sus lunares, sus pendientes,
sus trajes de oro y brocado,
su cutis y ojos brillantes:
él tendrá muy pronto amantes.

Gran placer produce verlo


con su perifollo extremo,
en la mano un espejito
con que se idolatra el bello.
Dulzura y aire elegante:
él tendrá muy pronto amantes.

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Sentado está en la parroquia
y se mira para ver,
como una joven esposa,
si están sus lunares bien
y gustar al que está delante:
él tendrá muy pronto amantes.

Cuando ofreció el pan bendito,


los gastos a sus expensas
por no hacer la cosa a medias,
mostró su magnificencia.
Cura y sacristán, radiantes:
él tendrá muy pronto amantes.

Luego las limosneras


le mostraban las prebendas.
Decían muy zalameras:
«Ella es la flor de la fiesta».
No hay alabanzas bastantes:
él tendrá muy pronto amantes.

Nada sabría rehusar


mientras la llamen señora.
Con tal de oírse incensar
el alma da en buena hora.
Da regalos deslumbrantes:
él tendrá muy pronto amantes.

El reúne en su mansión
al curtidor y la curtidora.
Y allí ofrece a toda hora
música y buen resopón,
tabaqueras y hasta guantes.
Él tendrá muy pronto amantes.

En su casa y sin parné


se juega a la lotería.
Todo lo que hace está bien.
Quiere que se cante y ría
y que lo pasen en grande:
él tendrá muy pronto amantes.

¿No hay motivo de deleite

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con la vida que escogió?
Si su cara lo consiente,
¿es que ha de darnos cuentas? ¡No!
Criatura fascinante:
él tendrá muy pronto amantes.

Si es débil con su beldad,


si se cree el Amor mismo,
hay que decir la verdad:
merece todos los mimos.
Virtuoso y tolerante:
él tendrá muy pronto amantes.

Ama a los mendicantes,


los busca en el tercer piso;
de seguirlo en ese viaje
está el cura bien servido.
Acaricia a los infantes:
él tendrá muy pronto amantes.

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FRAGMENTO SEGUNDO

Amores con el falso señor de Maulny. —Espectáculos—, Boda de Maulny


—, Nuevos amores del autor con la señorita Dany—, Problemas con el
cardenal de Noailles—, El autor juega, pierde y se arruina—. La señorita
Dany se hace monja.

Yo disfrutaba pero, a decir verdad, hicimos demasiado. Al señor de Maulny y a mí se


nos veía todos los días en la comedia, en la Ópera, en el baile, en el paseo, en el
Cours e incluso en las Tullerías, y más de una vez oí decir a la gente a nuestro paso:
«La mujer está bien hecha, pero el marido es mucho más guapo». Eso no me
molestaba. Encontré un día al señor de Caumartin, mi sobrino; paseó mucho rato con
nosotros pero, al día siguiente, vino a visitarme y me hizo ver con viveza que me
exhibía demasiado. Sólo le respondí que se lo agradecía. El señor cura, con quien sin
duda había hablado mi familia, me habló también y no fue mejor escuchado que mi
sobrino. Recibí asimismo cartas anónimas, de las que no hice el menor caso. He aquí
una de ellas, que conservo para demostrar cómo se comportan las personas de espíritu
cultivado a la hora de dar consejos:

Carta

«No tengo el honor, señora, de que me conozcáis, mas yo os veo a menudo en


la iglesia y también en casas particulares. Sé todo el bien, todas las caridades que
hacéis en nuestra parroquia. Reconozco que sois bella y no me sorprende que os
gusten los adornos femeninos, que os sientan de maravilla. Pero no puedo
aceptaros la alianza, que oso llamar escandalosa, que habéis hecho a la luz del día
y de nuestro cura con una señorita vecina vuestra, a la que hacéis vestir de hombre
para excitar mejor vuestro interés. Si al menos ocultarais vuestra debilidad… pero
en vez de eso, la exaltáis; se os ve en vuestra carroza en los paseos públicos con
vuestro pretendido marido y no me extrañaría que un día de éstos representarais el
papel de mujer encinta. Reflexionad, mi querida señora, recobrad vuestro juicio;
quiero creer en vuestra inocencia, pero juzgamos por las apariencias, y cuando uno
ve a ese maridito en vuestra casa, donde no hay más que una cama, en la que
vuestros amigos os ven todos los días acostados juntos como marido y mujer, ¿es
calumnioso pensar que no os negáis nada el uno al otro? No hay motivo de crítica
en que vayáis vestido de mujer, eso no le hace daño a nadie: sed coqueta, lo acepto,
pero no os acostéis con una persona con la que no estáis casado. Ello contraría
todas las reglas del decoro y, aun cuando no hubiera en ello nada ofensivo contra
Dios, lo habría siempre contra los hombres. Por lo demás, mi bella señora, no

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atribuyáis mi reprimenda a un carácter agrio: es pura amistad por vos, pues no se
os puede ver sin amaros».

Leí esta carta varias veces y tomé buena nota de ella. Si todas las reconvenciones
fueran tan bien sazonadas, les sacaríamos más provecho. No volví a salir en público y
tomé más precauciones que antes. Pero seguía amando a Charlotte y no nos
hubiéramos separado nunca de no ser por la aventura que voy a referir. Un burgués
muy rico, que sabía de sobras que el señor de Maulny era una muchacha y que yo no
había manchado jamás su honor porque no pensaba más que en mi belleza, se
enamoró de ella y la pidió en matrimonio. Era moldeador de madera, tenía cien mil
francos de patrimonio y ofreció darlo todo en contrato de matrimonio. El señor cura
vino a hablarme, su tía lloró conjurándome a no impedir la fortuna de su sobrina y, de
repente, la veo vestirse de mujer muy contenta; todo aquello no parecía disgustarla.
Sin duda había contado todo lo que pasaba entre nosotros y le habían dicho que un
verdadero marido le daría placeres muy distintos a los míos, que sólo la acariciaba y
la besaba.
Consentí en su matrimonio, le devolví todas sus cartas y le hice muchos regalos.
Pero, una vez celebrada la boda no la volví a ver, pues desde entonces no he podido
soportar a las mujeres casadas. Caí en una profunda tristeza, pero aquello no podía
durar, había nacido para la alegría y la Providencia me envió pronto una sustituta.
Estaba en casa de la señora Durier, mi lencera, cerca de la catequesis, para
encargarle algunas cosas, cuando vi a una muchacha que me pareció muy bonita; no
tendría más de quince años, el cutis precioso, la boca bermeja, los dientes bonitos, los
ojos negros y vivos. Le pregunté a la lencera desde cuándo tenía a aquella muchachita
y me contestó que desde hacía quince días, que era huérfana, que la había tomado por
caridad y que era su segunda dependienta. Cuatro días después, pasé por allí y me
detuve; me dijeron que mi ropa todavía no estaba lista. Volví a ver a la muchachita y
me pareció aún más bonita. El domingo siguiente, a las nueve (acababa de
despertarme) me dijeron que la señora Durier me enviaba mi ropa con una de sus
dependientas; la vi entrar y reconocí a la pequeña. La señora Durier había notado que
me gustaba. Le pedí que se acercara a mi lecho y que desenvolviera la mercancía, lo
que hizo de muy buena gana. Le dije a continuación:
—Amiguita, acercaos para que os bese.
Ella hizo una profunda reverencia, se acercó y me presentó su piquito, que besé
tres o cuatro veces.
—¿Os gustaría —le dije— que os metiera conmigo en mi dodo[10]?
—Sería un honor, señora —respondió.
La pobre niña creía que yo era una mujer. La despedí y al día siguiente le dije a su
ama que quería pagar su aprendizaje y le di para ello cuatrocientos francos. Es
imposible expresar la alegría de la pequeña Babet.

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—Enviádmela esta tarde —le dije a su ama—. Cenará conmigo. Quiero
examinarla un poco antes de seguir protegiéndola.
Esa misma tarde vi llegar a la muchachita con su ama; ésta quería marcharse, pero
la retuve y cenamos los tres juntos. Babet nunca había comido crías de perdiz y su
ama tampoco las comía a menudo.
Después de cenar, mis criados se retiraron y le dije a la lencera:
—Siento inclinación por Babet, pero antes de comprometerme del todo quiero ver
cómo es.
Hice que se acercara, le miré los dientes, el seno, que comenzaba a notarse, y sus
brazos, que eran un poco delgados.
—Señora —me dijo la lencera— quedaos con Babet esta noche, acostadla con
vos y examinadla a gusto. Duerme conmigo y os respondo de que es muy limpia.
Me pareció bien lo que decía, me quedé con Babet y envié un lacayo a por su
cofia de noche, que era muy sencilla (las tuvo pronto mucho más bonitas). Yo tenía
conmigo a una vieja solterona que había servido a mi madre, y a la que pagaba una
pensión de cien escudos, y la hice venir:
—Señorita —le dije—, aquí tenemos a una muchachita a la que se me quiere dar
como doncella, pero antes querría saber si es limpia. Examinadla de los pies a la
cabeza.
No se lo hizo repetir y dejó a la pequeña desnuda como la palma de la mano
(estábamos los tres solos) y únicamente le echó una bata sobre los hombros. Nunca
había visto un cuerpo tan bonito; la figura erguida, caderas pequeñas, un pecho
naciente y blanco como la nieve. Volvió a ponerle la camisa y le dije:
—Bonita mía, acostaos en mi cama.
Me hice mis arreglos y me acosté en seguida; tenía muchas ganas de abrazar a mi
capullito.
—Señora —me dijo la vieja solterona—, dentro de dos años será la muchacha
más bonita de París.
La besé tres o cuatro veces con gran placer, la metí toda entera entre mis piernas y
la acaricié durante mucho rato; al principio ella no se atrevía a responder a mis
caricias, pero pronto se envalentonó y en ciertos momentos me vi obligada a decirle
que me dejara descansar.
Mandé llamar a la señora Durier y le dije que tomaba a Babet como doncella,
pero que quería que aprendiese el oficio de lencera, que iría tres días por semana a
trabajar a la tienda y que los otros tres se quedaría conmigo y aprendería a peinar; que
ella le daría de cenar pero que todas las noches la enviaría a dormir a mi casa, lo que
fue ejecutado fielmente. Encargué para Babet vestidos mejores y gran cantidad de
ropa interior. Pronto la quise con todo mi corazón; me seguía a todas partes, a las
visitas y a la iglesia, y en todas partes la encontraban muy bonita, con su aire delicado
y risueño, y muy modosa. Mi afecto por ella aumentaba a ojos vistas y no pude evitar
la tentación de hacerle trajes magníficos y la ropa interior más bonita de París;

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compré para ella al joyero Lambert pendientes de brillantes que me costaron
ochocientas cincuenta libras; la hice peinar con cintas plateadas y azules y le puse
siete u ocho lunares pequeños. Pronto se vio que no era una doncella, de modo que
tomé a otra que se ocupaba más de ella que de mí. Le pregunté por su apellido y me
pareció muy bonito: la hice llamar señorita Dany y no se habló más de Babet. ¿Cómo
expresar su alegría al verse festejada así? Me lo debía a mí y me demostraba en todo
momento su agradecimiento. La llevaba a mi banco de la iglesia de Saint-Médard y la
hacía sentarse a mi lado para demostrar lo mucho que me importaba. Al fin las cosas
llegaron tan lejos que prefería que fuera más engalanada que yo y hasta habría
descuidado mi arreglo si no hubiera sido porque ella se preocupaba mucho de mí y
sólo pensaba en ponerme cosas que pudieran embellecerme. La señorita Dany me
devolvió pronto todo mi buen humor y volví a ofrecer cenas a mis vecinas; una noche
invité al señor cura, al señor Garnier, mi confesor, al señor Renard y a su esposa, a la
señora Dupuis y a su hija mayor; la pequeña, que había sentido cierta inclinación por
mí, se había casado con un joven que tenía una comisión cerca de Lille y se había
marchado con él. Cuando se sirvió la cena y nos sentamos a la mesa, el señor Renard,
al no ver a la señorita Dany, me preguntó que dónde estaba; le dije que cenaría en su
habitación y todo el mundo me rogó que la llamase porque sabían que ello me
complacía; la mandé bajar y apareció en seguida, bella como un ángel; llevaba una
falda y una sobrefalda de moaré plateado, la cabeza constelada de cintas color fuego,
el pecho muy descubierto, sin collar de perlas, porque tenía el cuello muy hermoso; le
había dicho que se pusiera mis bonitos pendientes y quince o dieciséis lunares. Sabía
que, al no verla, me pedirían que la trajera. Se hicieron grandes alabanzas de su
belleza, se sentó a la mesa y cenamos; al terminar, la señorita Dupuis sacó del bolsillo
unos caramelos grandes, contó con los dedos a los ocho que éramos y me pidió que
escogiese otros tantos caramelos.
—Señora —me dijo—, la persona más inocente del grupo debe distribuirlos a su
gusto.
La encargada fue la señorita Dany, quien nos dio un caramelo a cada uno al azar.
—¡Rompedlos y encontraréis una máxima! —dijo la señorita Dupuis.
Así se hizo. Una decía «Nada me gusta excepto el buen vino», y a la pequeña le
tocó «¿A quién le daré mi corazón?».
—¡Oh, ya lo he dado! —exclamó.
—¿A quién? —le preguntaron.
Me miró tiernamente y no respondió. Les pareció encantadora, la llamé a mi lado
y la besé.
—Y yo, preciosa, os doy el mío —le dije.
El señor Renard, que estaba junto a mí, le hizo sitio y ella no me dejó durante el
resto de la cena. Yo la provocaba para hacerla hablar:
—Dicen que sois bonita. ¿Qué pensáis vos?

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—Algo me dice mi espejo —contestó—, pero lo que me lo hace creer es que la
bella señora me ha dado su corazón.
—¿Os disgustaría coger la viruela? —añadí.
—Hasta el desespero, señora, pues ya no me amaríais.
—Y si yo la tuviese, bonita, ¿dejaríais vos de amarme?
—No es lo mismo —respondió—. Tenéis tanto ingenio, mi bella señora, y tanta
belleza que, aunque os volvierais tan fea como Marguerite (mi cocinera), se os
seguiría amando.
Estas agudas respuestas gustaron a la reunión y yo la besé de todo corazón;
trajeron una excelente ratafía y la botella se vació en seguida; me serví un vasito y
dejé la mitad, entonces la pequeña cogió el vaso de manos del lacayo y me pidió
permiso con una seña para tomárselo.
—Qué persona tan amable —dijo la señora Renard—. No me extraña que la
señora la quiera tanto.
—¡Ay! —le respondí—. La quiero como a una hermanita, dormimos juntas, nos
besamos y nos vamos a dormir.
—¡Oh, señora! —dijo el señor cura—. Estamos convencidos de vuestra
prudencia.
—Yo la garantizo —dijo mi confesor—. Tenéis razón, señora, en amar a la
señorita Dany, pero permitidme que os diga que enseña demasiado el pecho.
—En ese caso le pondré una pañoleta —dije.
Todo el mundo se opuso, diciendo que no estaba de moda, pero yo le aseguré al
señor cura que llevaría siempre pañoleta en la iglesia. Cumplí mi palabra, pero la
pañoleta era tan estrecha que no cubría nada, y a menudo yo recurría al pretexto de
arreglársela para poder tocarle el pecho delante de todo el mundo.
Nos levantamos de la mesa y comentamos las novedades. El señor Garnier contó
una historia del barrio muy divertida sobre un marido que, al volver una noche del
campo, había encontrado a su mujer en la cama con una persona con gorro de dormir
de hombre que resultó ser su hermana. Entre tanto, la señorita Dany había ido a
desnudarse por orden mía y se había metido en mi cama sin que la vieran; a
medianoche sonó el reloj de péndulo y todos se levantaron para marcharse; pero al
pasar junto a mi lecho, la señorita Dupuis descubrió a la pequeña Dany y cogió una
vela para que la viéramos; estaba medio incorporada, con su bella cofia de
cucuruchos de cintas color fuego y un camisón de encaje con un escote tan
pronunciado que se le veía enteramente el pecho que, desde luego, no era colgante,
sino dos manzanitas muy blancas de las que se veía todo el contorno, con un botón de
rosa en el centro de cada una; se había puesto un gran lunar para que parecieran aún
más blancas. Yo le había dicho que no se quitase los pendientes ni los lunares; era
verano y hacía calor y aunque iba muy destapada no temía resfriarse; todos la
besaron.

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—Vámonos —dijo la señorita Dupuis— y dejemos que la señora se acueste con
esta hermosa niña.
Llamé a mis sirvientes, que encendieron un candelabro y acompañaron al señor
cura y al señor Garnier; el señor Renard y su esposa sólo tenían que cruzar el
arroyo[11] y la señora Dupuis y su hija, que habitaban en la Estrapade, esperaron a que
volvieran mis sirvientes. Me desvestí delante de ellas, me puse la cofia, me acosté,
tomé a la niña entre mis brazos y la besé varias veces, sin olvidar su pecho; la
coloqué en el centro del lecho para que la señorita Dupuis la viera mejor, le levanté el
camisón por detrás y me pegué a su cuerpecito, colocándole la mano derecha en el
pecho; la había instruido bien: se mantenía boca arriba con la cabeza vuelta hacia la
izquierda para darme un pretexto para echarme sobre ella fingiendo que quería
besarla.
—Ved, señorita —le dije a la Dupuis—, ved a la pequeña ingrata que no quiere
que la bese.
Mientras, me echaba encima de ella. Una vez bien colocada, ella volvió un poco
la cara y me dio su piquito y la besé con un placer increíble sin cambiar de postura,
con la intención de hacerlo varias veces.
—¿Me quieres, corazoncito? —le pregunté.
—¡Ay, sí, señora!
—Llamadme maridito o mujercita.
—Me gusta más maridito.
Volví a besarla, nuestras bocas no podían separarse, cuando de pronto se puso a
gritar:
—¡Qué bien me siento, querido maridito, maridito de mi corazón!
Yo también me sentía muy a gusto, pero no dije una palabra; al fin me eché de
espaldas y permanecimos un rato sin decir nada, lanzando grandes suspiros.
—¡Confesad —dijo entonces la señorita Dupuis— que queréis mucho a la
señorita Dany!
—¿No tengo acaso razón y no es ella bien amable, y no soy feliz de poder amarla
inocentemente sin ofender a Dios ni a los hombres? Ya habéis oído lo que ha dicho el
señor Garnier, no le oculto nada y él está dispuesto a ser mi garante.
Vinieron a avisar de que mis sirvientes habían regresado, las damas se fueron y
nosotros dormimos hasta la once y media, hora en que nos despertaron para ir a misa.
Era día de fiesta y tuvimos el tiempo justo de ponernos una falda, un vestido suelto y
una cofia.
Vivíamos felices cuando se produjo otra pequeña tormenta por parte del señor
cardenal[12]. El superior del seminario que acababa de establecerse en el barrio de
Saint-Marceau fue a contarle que se me veía todos los días en la iglesia tan adornada,
tan arreglada, tan guapa, con tantas cintas y diamantes, que no se atrevía a llevar a sus
seminaristas. La causa era la señorita Dany, pues el buen superior, que no veía muy
bien, la había confundido conmigo; y al verla con brillantes trajes dorados y

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plateados había creído su deber advertir al señor cardenal. El señor cura fue llamado e
interrogado y respondió que no había nada nuevo, que yo iba todos los días a la
iglesia vestido muy discretamente y que, sin duda, habían confundido a la señorita
Dany conmigo. Me aconsejó ir a ver al señor cardenal vestida como de costumbre,
llevando conmigo a la señorita Dany muy arreglada. Fui un día de audiencia, con mi
traje negro y una sobrefalda también negra, con mi corpiño de moaré oculto, una
corbata de muselina, la peluca con pocos polvos, pendientes pequeños de oro y
emplastos de terciopelo en las sienes. Por contra, la señorita Dany iba muy arreglada,
con un traje de paño dorado con flores naturales, bien peinada, con mis pendientes de
brillantes y siete u ocho lunares. Esperamos en la antecámara hasta que el señor
cardenal apareció despidiendo a la duquesa D’Etrées, me vio y vino hacia mí.
—Monseñor —le dije—, vengo a justificarme. Tened la bondad de observar mi
vestimenta, no voy de otro modo a Saint-Médard y, si no me encontráis bien,
cambiaré lo que Vuestra Eminencia guste.
—Estáis muy bien —me dijo, después de haberme examinado a fondo— y veo
que se os ha tomado por esta bella señorita que os acompaña.
Me preguntó quién era y le conté su historia. Alabó mi caridad y me exhortó a
cuidar de ella.
—Señorita —le dijo graciosamente—, sed tan honesta como bella.
Y se fue a conceder audiencia a otras personas. Al marcharnos fuimos objeto de
las miradas de doscientos monjes que se encontraban en las antecámaras. El señor
cura de Saint-Médard me esperaba en la sala; le conté la recepción que nos había
hecho el señor cardenal, entró él a su vez y al día siguiente me comentó que el señor
cardenal le había dicho que mi atuendo era muy discreto y que estaba satisfecho, pero
que había olvidado agradecerme las obras de caridad que hacía en la parroquia. Se
comprenderá que esto me complació mucho y, a ruegos del señor cura, volví a la
audiencia tres meses después para proponerle un nuevo establecimiento para veinte
huérfanos de la parroquia. Me ofrecía a pagar el alquiler de la casa y a darles
quinientas libras al año, y muchas esposas de curtidores, que eran ricas, ofrecían
también sumas considerables. Me escuchó y me prometió visitar el lugar para
estudiar el asunto. Había ido sola, sin la pequeña Dany. Eso debió de enfadar al
cardenal, pues me dijo que me estaba volviendo coqueta, pero que me perdonaba a
causa de mis buenas obras. Quizá se había fijado que enseñaba mi corpiño de moaré
plateado, que no había visto la vez anterior, y que llevaba pendientes más bonitos y
siete u ocho lunares. Me puse roja como la grana. «Seréis coqueta pero al menos sois
recatada. Vaya lo uno por lo otro», me dijo en voz baja. Le hice una profunda
reverencia y me marché. Quince días después vino a Saint-Médard; el señor cura me
advirtió y estuve presente cuando descendió de su carroza. Tuvo a bien ir a pie a
visitar la casa que yo quería alquilar para los huérfanos y le pareció cómoda; recorrió
dos calles a pie, y al observar que mi vestido y mis faldas arrastraban, y a pesar de
que me negaba por respeto, quiso a toda costa que uno de mis lacayos me llevara la

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cola. No había vuelto a caer en el error de la última audiencia y advirtió que no
llevaba ni lunares ni pendientes.
—Monseñor —respondí—, es que esperaba a Vuestra Eminencia.
Se echó a reír y elogió mi atuendo.
—Sería deseable —dijo en voz alta— que todas las damas fueran vestidas tan
discretamente.
Más de una pensó para sus adentros que cuando él no estaba presente yo era más
presumida. El orfanato fue un éxito y funcionó muy bien.
¿Quién podía pensar que algo pudiese turbar una vida tan deliciosa? Fue el señor
de Mansard, superintendente de la construcción, quien por amistad vino a avisarme
de que cinco o seis personas pedían mi apartamento del Luxemburgo y que le habían
dicho al rey que no me ocupaba de él y que tenía una casa en el barrio de Saint-
Marceau, donde vivía permanentemente; que él me había defendido siempre, pero
que al fin no podría evitar que perdiera la casa si no volvía a habitar en el
Luxemburgo. Le creí y tuve ocasión de arrepentirme. Volví a aquella desgraciada
morada y por la noche fui a casa del señor Terrac, donde se jugaba continuamente,
volví al juego y perdí sumas inmensas; perdí todo mi dinero y luego mis pendientes y
mis sortijas: ya no había modo de poder hacer la hermosa. La rabia se apoderó de mí,
vendí mi casa del barrio de Saint-Marceau, perdí el dinero de la venta, ya no pensaba
en vestirme de mujer y me fui de viaje para disipar mi pesadumbre. Antes de partir,
metí a la pobre Dany en un convento, donde se comportó de maravilla, se hizo monja
dos años más tarde y yo pagué su dote.

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FRAGMENTO TERCERO

Comparación de las aventuras del autor con las de la marquesa-marqués


de Banneville. —La pequeña Montfleury—. La pequeña Montdory—, Celos
—. Representación de Venceslas—. Viaje a Italia y a Inglaterra.

No dudo, señora, de que la historia de la marquesa de Banneville os habrá gustado:


yo me he sentido encantada al verme en cierto modo autorizada por el ejemplo de una
persona tan adorable. Confieso, sin embargo, que su ejemplo no puede seguirse. La
marquesita podía hacer cosas que a mí me están vedadas, pues su prodigiosa belleza
la autorizaba a todo. Pero, volvamos a mis aventuras. Permanecimos cinco o seis días
más en el campo y al fin tuvimos que volver a París y a palacio. La presidenta
devolvió a la pequeña Montfleury[13] a su padre y le hizo prometer que la enviaría
alguna vez a cenar a su casa y que se quedaría a dormir si se hacía muy tarde. Eso
sucedía a menudo. La carroza de la presidenta la devolvía de regreso a la mañana
siguiente y su padre ni siquiera aparecía. Mientras tanto, el marqués de Carbon, que
había estado ocupado con sus tierras, regresó a París y vino a buscarme. Eran las siete
de la tarde. Encontró en el patio al señor presidente, que volvía en ese momento a
casa. Ambos se hicieron muchos cumplidos; el presidente estimaba al marqués.
—Venid a ver a mi sobrina —le dijo—. Está más bonita que nunca. Está con mi
mujer, os la quiero presentar.
Y subieron juntos. El marqués saludó a la presidenta y me hizo el mismo honor.
Comenzó una interesante conversación, que duró hasta que el señor presidente
anunció que la cena estaba servida y le pidió al marqués que se quedase. Éste no se
hizo de rogar pero se arrepintió de haberse quedado cuando vio aparecer a la señorita
Montdory, a la que el presidente había enviado a buscar con su carroza para que
cenase con nosotros. Los celos del marqués se despertaron. Hacía lo posible por
parecer de buen humor, pero yo leía en su corazón y todo resultaba forzado. Ora me
lanzaba miradas de afecto, ora de despecho y, en algún momento, hasta de cólera. La
pequeña Montdory triunfaba y me colmaba de caricias.
—Vamos, señorita —me dijo ella maliciosamente—. Es tarde, vayamos a nuestra
habitación. Tenemos que rizarnos el cabello para mañana.
El marqués no pudo contenerse más, lo que veía lo ponía al borde de la
desesperación, y me dijo muy bajo al oído:
—Os dejo con vuestra actriz. No turbaré en absoluto vuestros placeres.
Y se marchó bruscamente. Yo hubiera querido calmarlo con algunas palabras; no
lo quería perder pero mi corazón, siguiendo su costumbre, oscilaba entre ella y él.

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Pero cuando acudimos juntos a la comedia por primera vez me sentí realmente
conmovida; estábamos en el palco bajo, que el presidente había alquilado; la
presidenta, una amiga suya, el marqués y yo estábamos en la fila delantera; se
representaba Venceslas, pieza de Rotrou, y la pequeña Montdory hacía el papel
protagonista; pero cuando me vio en el palco, engalanada y contenta junto al
marqués, se puso a llorar tan fuerte que apenas podía recitar sus versos; yo también
me puse a llorar al ver que derramaba tantas lágrimas por mi causa. El marqués se dio
cuenta y me dijo por lo bajo:
—Señorita, vos la amáis aún.
—Señor —le repliqué—, no volveré al teatro.
Mi respuesta lo conmovió y, sin decirme nada, fue a rogarle a la señorita
Montdory que viniese a verme; ella se negó y se escondió entre bambalinas fingiendo
un espantoso dolor de muelas. Para borrarla por completo de mi corazón y disipar mi
tristeza decidí irme de viaje muy lejos y abandonar mis niñerías, que ya no tenían
ninguna justificación, y dedicarme a algo más sólido. Ya no estaba en esa primera
juventud que todo lo disculpa, aunque aún podía pasar por mujer si quería. Reuní
todo el dinero que pude, dejé mis asuntos en manos del presidente y partí para Italia
con casaca y espada. Viví diez años en Roma y en Venecia y me hundí en el juego.
Una pasión aleja a otra y la del juego es la principal de todas; el amor y la ambición
se desvanecen al envejecer, pero el juego reverdece cuando pasa todo lo demás.
Adiós, señora, cuando queráis os contaré mis viajes por Italia e Inglaterra.

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FRAGMENTO CUARTO

Aventuras de Berry, —El autor se hace pasar por condesa Des Barres en la
propiedad de Crespón—, Sobre el caballero de Hannecourt y la señorita de
la Grise—, La pequeña Roselie, actriz, pasa por primo mío—. El autor
abandona su estilo de vida y viaja a Italia.

Cuando mi madre murió, gozaba de más de veinticinco mil libras de renta; había
recibido cincuenta mil escudos por matrimonio, cuatro mil de renta por viudedad, que
hacían un fondo de ochenta mil francos; ocho mil libras de pensión de un gran
príncipe[14] y seis mil francos de una gran reina, vieja amiga suya; y sin embargo no
dejó más que mil doscientos francos contantes y sonantes, pedrerías, muebles y una
vajilla de plata; también es verdad que no debía un céntimo. Éramos tres hermanos:
yo era el pequeño, el mayor era intendente en provincias, el segundo mandaba un
regimiento, y yo contaba con diez mil libras de renta patrimonial, tanto por parte de
mi padre como de una tía que me había dejado heredero, más catorce mil libras de
renta en beneficios eclesiásticos. Lo primero que les dije a mis hermanos es que
quería que se hiciese el reparto de los bienes de nuestra madre; ellos me habían
emancipado a fin de no tener que contar con un tutor incómodo con quien
hubiéramos tenido que discutir todos los asuntos de la casa y aceptaron mi
proposición confiando en que los trataría bien. Teníamos para repartirnos alrededor
de setenta mil francos cada uno de los bienes de mi madre; yo tomé las pedrerías por
valor de veinte mil francos, muebles por valor de ocho mil y vajilla de plata por valor
de seis mil. Todo ello sumaba treinta y cuatro mil francos y aún quedaban treinta y
seis mil a mi favor, que les dejé a mis hermanos, más todo lo que pertenecía a mi
madre, tanto sus pensiones como su renta de viudedad, que se elevaba a más de
cuarenta mil francos. Los tres quedamos satisfechos. Yo estaba encantado de tener
hermosas joyas, pues nunca había tenido más que pendientes de doscientas
pistolas[15] y algunos anillos, mientras que ahora me veía con pendientes de diez mil
francos, una cruz de diamantes de cinco mil y tres bellas sortijas. Había suficiente
para adornarse y hacer la hermosa, pues desde mi infancia me ha gustado vestirme de
mujer, mi aventura de Burdeos lo demuestra de sobra y, a pesar de que tenía veintidós
años, mi rostro se prestaba aún a ello. No tenía nada de barba, pues desde la edad de
cinco o seis años se había tenido cuidado de frotarme todos los días con cierta agua
que mata el vello de raíz a condición de que se empiece a poner muy pronto, y mis
cabellos negros hacían que mi tez pareciese pasable a pesar de que no la tenía muy
blanca.

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Mi hermano mayor estaba permanentemente en las intendencias y el otro en el
ejército, incluso en invierno. El señor de Turenne[16], que lo quería mucho, lo tenía
empleado todo el año para que progresara. En una campaña de invierno no se expone
la vida y permite ascender más que en dos campañas de verano, en las que uno puede
morir en cualquier momento; la razón es que la mayor parte de los jóvenes quiere
pasar el invierno en París para poder ir a la comedia y a la ópera y frecuentar a las
damas; pocos sacrifican el placer a la fortuna. Así que yo no estaba constreñido por
nadie y me abandoné a mi inclinación. Sucedió que la señora de La Fayette, a quien
visitaba muy a menudo, viéndome siempre muy arreglado con pendientes y lunares,
me dijo en confianza que aquello no era moda de hombres y que haría mucho mejor
en vestirme de mujer. Apoyado en tan gran autoridad, me hice cortar el cabello para
poder peinarme mejor; tenía una cantidad prodigiosa, y hacía falta mucho en aquel
tiempo si no se querían llevar postizos; se llevaban ricitos pequeños sobre la frente y
otros más grandes a los lados de la cara y alrededor de la cabeza, y detrás un gran
rodete de pelo trenzado con cintas y perlas, si se poseían. Tenía muchos vestidos de
mujer, de modo que me puse el más bonito y fui a rendirle visita a la señora de La
Fayette con mis pendientes, mi cruz de diamantes, mis anillos y diez o doce lunares;
al verme comenzó a gritar: «¡Oh, qué preciosidad, veo que habéis seguido mi consejo
y habéis hecho bien! Preguntad si no al señor de la R.» (que estaba en su
habitación[17]). Me hicieron dar vueltas y más vueltas y se mostraron muy
satisfechos. A las mujeres les gusta que se sigan sus consejos y la señora de La
Fayette se creyó obligada a hacer que el mundillo aprobase lo que me había
aconsejado tal vez un poco a la ligera. Eso me dio valor y durante dos meses seguí
vistiéndome todos los días de mujer; hacía visitas, iba a la iglesia, al sermón, a la
ópera, a la comedia, y me parecía que todo el mundo se había acostumbrado; hacía
que mis lacayos me llamaran señora de Sancy y me hice pintar por Ferdinand, famoso
pintor italiano, que me hizo un retrato que todos vinieron a ver. En fin, satisfacía
plenamente mi afición.
Siempre que Monsieur, el hermano del rey, estaba en París iba yo al Palais Royal;
me hacía mil demostraciones de afecto porque teníamos inclinaciones semejantes. Él
hubiera deseado poder vestirse también de mujer pero no se atrevía a causa de su
dignidad (los príncipes son prisioneros de su grandeza). Por la noche se ponía
cucuruchos, pendientes y lunares y se contemplaba en el espejo. Adulado por sus
amantes, daba todos los años un gran baile el lunes de carnaval. Me ordenó acudir
con vestido de gala, sin máscara, y encargó al caballero de Pradine conducirme a la
courante[18]. La reunión fue espléndida: había treinta y cuatro mujeres adornadas con
perlas y diamantes.
Me encontraron muy bien; dancé a la perfección, pues estaba hecho para el baile.
Monsieur lo abrió con la señorita de Brancas, que era muy guapa (más tarde se
convirtió en princesa de Harcourt), y poco después fue a vestirse de mujer y regresó
al baile enmascarado; pero todo el mundo lo reconoció, pues no buscaba el misterio,

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y el caballero de Lorraine[19] le dio la mano, bailó el minué y luego fue a sentarse en
medio de las damas. Se hizo de rogar un poco antes de quitarse la máscara, pero no
deseaba otra cosa que ser contemplado. Imposible decir hasta qué punto llevó su
coquetería, mirándose en los espejos, poniéndose lunares, cambiándolos de lugar, y
yo me comporté aún peor. Cuando los hombres se creen bellos se empeñan en su
belleza el doble que las mujeres. Sea como fuere, este baile me proporcionó una gran
fama y me atrajo muchos cortejadores, la mayoría para divertirse y algunos de buena
fe.
Aquella vida era deliciosa hasta que la extravagancia o, mejor dicho, la brutalidad
del señor de Montausier[20] lo estropeó todo. Había traído al señor delfín a París, a la
Ópera, y lo había dejado en un palco con la duquesa de Usez, su hija, para hacer
algunas visitas en la ciudad. No le gustaba la música. Hacía media hora que había
comenzado la ópera cuando la señora de Usez me vio en un palco al otro lado de la
platea. Mis pendientes brillaban de un extremo a otro de la sala. La señora me quería
mucho, tuvo ganas de verme de cerca y envió a La…, que estaba al servicio del señor
delfín, a decirme que fuera a visitarla; fui en seguida y no sabría decir los cumplidos
que el joven príncipe me hizo. Debía de tener unos doce años. Yo llevaba un vestido
blanco con flores doradas y adornos de raso negro, lazos color de rosa, diamantes,
lunares. Me encontraron muy guapa. Monseñor quiso que me quedara en su palco y
me invitó a tomar parte en la colación que se sirvió; yo estaba en la gloria. Pero llegó
Aguafiestas Montausier de sus visitas y la señora de Usez le dijo quién era y le
preguntó si me encontraba de su gusto. Me contempló durante unos instantes y luego
me dijo:
—Reconozco, señora o señorita, no sé cómo debo llamaros, reconozco que sois
hermosa, pero ¿de verdad no sentís vergüenza de llevar semejante vestimenta y hacer
de mujer, teniendo la suerte de no serlo? Id, id a esconderos, pues el señor delfín os
encuentra muy mal así.
—Perdonadme, señor —respondió el joven príncipe—, pero yo la encuentro bella
como un ángel.
Estaba muy disgustada y salí de la Ópera sin volver a mi palco, resuelta a
abandonar unos atavíos que me habían valido una reprimenda tan desagradable, pero
no pude decidirme a ello. Opté por irme a vivir durante tres o cuatro años a una
provincia donde no fuera conocida y donde pudiera hacer la hermosa tanto como se
me antojara.
Tras examinar el mapa, pensé que la villa de Bourges[21] me convenía; nunca
había estado allí, no era lugar de paso del ejército y podría hacer lo que quisiera.
Deseaba ir en persona a conocer el lugar y partí en la carroza de Bourges, con un solo
criado llamado Bouju, que estaba conmigo desde mi infancia. Como tenía los
cabellos negros, me puse una peluca rubia para que al volver nadie me reconociese.
Nos alojamos en la mejor posada y al día siguiente me paseé por la ciudad, que
encontré muy de mi gusto. Me informé de si había alguna casa de campo en venta en

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la vecindad y me dijeron que el castillo de Crespon estaba en subasta y que pertenecía
a un tesorero de Francia llamado señor Gaillot. Fui a ver la propiedad y me encontré
con un lugar encantador, una casa construida veinte años atrás que se vendía
completamente amueblada, un parque de cien hectáreas, arriates, huertos, estanques,
un bosquecillo, buenas murallas y, al extremo del parque, una gran verja de hierro
que daba a un riachuelo que hubiera sido navegable de no haber tenido varios
molinos en los que se molía harina para la ciudad de Bourges; pero observé que
frente al parque había alrededor de media legua sin molinos y que podía disponer de
una pequeña ribera por donde pasearme. Estaba encantado.
Me dijeron que la subasta se tramitaba en el Châtelet de París: no quise ver nada
más y regresé a París, impaciente por adquirir el señorío de Crespon; había allí una
importante población.
En cuanto llegué, fui a buscar a los procuradores, cuyo nombre y dirección había
tomado; me dijeron que la tierra había sido tasada en veintiuna mil libras y que para
conseguirla era necesario elevar la oferta a veintiocho mil. En Bourges me habían
asegurado que valía más de diez mil escudos. Yo la deseaba, pujé y me vi en posesión
de la tierra. El señor Acarel, mi encargado de negocios, la adquirió en su nombre y el
mismo día me hizo una declaración por escrito; partió pocos días después para tomar
posesión de ella. Yo le había confiado mi proyecto. Al señor Gaillot le pareció de
maravilla, pues ganaba siete mil francos que no se esperaba. El señor Acarel le dijo
que la tierra era para una joven viuda llamada condesa Des Barres, que quería
establecerse allí. Acarel conservó al portero y el señor Gaillot le prometió que lo
vigilaría todo hasta la llegada de la joven condesa.
El señor Acarel regresó encantado de mi nueva adquisición; yo ardía en deseos de
partir, pero necesité más de seis semanas para los preparativos. Escribí a mis
hermanos que iba a estar de viaje durante dos o tres años y que le dejaba una
procuración general al señor Acarel.
La mujer de Bouju era muy diestra y me peinaba a la perfección, y cuando le dije
que no quería abandonar los atavíos de mujer me aconsejó que siguiera cortándome
los cabellos a la moda y así lo hice; ya no había forma de echarse atrás. Me hice dos
trajes magníficos de paño dorado y plateado y cuatro vestidos más sencillos pero muy
bonitos; compré adornos de todas clases, cintas, cofias, guantes, manguitos, abanicos
y demás, pensando con acierto que en provincias no iba a encontrar nada de aquello.
Con el pretexto de mi viaje despedí a todos mis criados y les pagué; luego alquilé una
pequeña habitación amueblada cerca del Palais Royal y Bouju alquiló una casa por un
mes en el barrio de Saint-Honoré, donde hizo conducir mi carroza, cuatro caballos de
tiro y uno de montar; contrató también a un buen cochero, un cocinero, un
palafrenero que servía de postillón, una doncella para vestirme y lavar la ropa blanca
y tres lacayos, dos principales y uno auxiliar, para llevarme la cola; hizo repintar mi
carroza de ébano y poner unas iniciales con un cordoncillo para indicar mi viudedad;
y cuando todo estuvo dispuesto, vino a buscarme a mi habitación. Su mujer me trajo

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una griseta[22] muy apropiada, que me puse con una cofia y una máscara; en aquel
tiempo eso era muy cómodo y no había temor a ser reconocido. Bouju pagó a la
posadera y subimos a una carroza de alquiler que nos esperaba a la puerta. Fuimos a
la casa del barrio de Saint-Honoré, donde mis nuevos sirvientes reconocieron a la
señora condesa Des Barres como su ama. Parecían contentos de verme y les prometí
tratarlos bien siempre que me sirvieran con afecto y no riñeran entre sí. Dos días
después partimos para Bourges y quise que el señor Acarel me ayudase a instalarme;
estaba en mi carroza con la señora Bouju. Su marido y Angélique, mi doncella,
estaban en la carroza de alquiler; el cocinero montaba el caballo de silla. En los
cofres de mi carroza llevaba mi vajilla de plata y, bajo mis pies, mi joyero, que no
perdía de vista; mis muebles, camas, cortinajes, trajes y ropa blanca estaban en los
compartimentos de la otra carroza, a la que habían enganchado dos caballos de más
de tan cargada como iba, a pesar de que estábamos en mayo y los caminos se
hallaban en muy buen estado. Partimos todos el mismo día e hicimos las mismas
etapas que la carroza de carga a fin de disponer todas las noches de mis sirvientes. En
la primera parada vi, al descender de la carroza, a uno de mis primos hermanos en la
puerta de la posada, pero no me quité la máscara y no me reconoció; partimos al día
siguiente antes de que se levantara.
Al llegar a Bourges nos dirigimos a casa del señor Gaillot. El señor Acarel le
había comunicado por escrito el día y la hora de nuestra llegada y su carroza vino a
nuestro encuentro a un cuarto de legua de la ciudad; subió a la mía, y el señor Acarel
y la señora Bouju subieron a la suya. Fue muy agradable hablar con él en privado, me
hizo un retrato fiel de toda la ciudad de Bourges y me pareció un hombre sensato
pese a que había llevado mal sus negocios, aunque aún le quedaban bienes. Llegamos
a su casa, me presentó a su mujer y me llevó a mi apartamento, donde me dejó sin
intentar darme conversación, lo que me hizo pensar que no era tan provinciano como
creía. Al día siguiente fui a ver mi casa, que me gustó todavía más, e hice que
llevaran allí todos mis muebles; tuve que permanecer cuatro o cinco días en casa del
señor Gaillot hasta que todo estuvo en orden. No vi a nadie en Bourges ni hice
ninguna visita; sólo iba a misa, y cuando advertía que sentían interés por verme me
quitaba un momento la máscara, lo que redoblaba su curiosidad. Finalmente fui a
establecerme de veras en Crespon, donde conocí a un cura que era hombre de bien sin
dárselas de santurrón. Apreciaba el orden y la alegría y sabía conjugar los deberes de
su estado con los placeres de la vida. Vi en seguida que nos entenderíamos de
maravilla y le di a conocer mi carácter para que pudiera acomodarse a él, lo que era
justo, y le aseguré que no quería que se sintiera obligado a nada por mi causa porque
yo no pensaba sentirme obligada por la suya. Le dije que iría asiduamente a la
parroquia, que procuraría oír los sermones de cuaresma de buenos predicadores, que
cuidaría de los pobres, que le rogaba que fuéramos amigos y que viniera a menudo a
cenar a mi casa sin cumplidos, que no por ello pondría una cacerola más grande al
fuego, y cumplí mi palabra. Para la cena tenía siempre buena sopa y dos abundantes

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entradas, cocido y dos bandejas de entremeses, buen pan, buen vino, y la carne a
punto de entrar en el asador en cuanto llegase alguien.
Había en la aldea dos o tres casas de gentilhombres no demasiado acomodados.
El cura me trajo al caballero de Hannecourt, que me pareció un espíritu dulce y
mediocre, pero bello como el día, y él lo sabía bien. Había sido mosquetero y había
participado en tres o cuatro campañas, pero el oficio le había parecido rudo y hacía
dos años que había vuelto a su tierra a verlas venir. En seguida se hizo el apasionado,
pero no hice caso de sus carantoñas y pensé que sólo me encontraba bella porque era
rica; lo traté sin embargo muy cortésmente y soporté sus asiduidades.
Cuando mi casa estuvo instalada fui a Bourges. Llevaba adrede un vestido muy
digno pero muy sencillo, con encajes mediocres, ningún diamante, pendientes de oro,
un tocado muy discreto, una cofia que no me quitaba durante las visitas, cintas negras
y ningún lunar.
Fui a casa del señor y la señora Gaillot, quienes me llevaron a casa del señor Du
Coudray, lugarteniente general. Era un hombre muy feo pero de buen aspecto y con
mucho ingenio; me recibió con gran deferencia y me presentó a su mujer y a su hija.
La mujer tenía unos cincuenta años y se veía que había sido hermosa; la hija tenía
quince o dieciséis años y era negra como una mosca en la leche, pero tan vivaracha y
de tan buen humor que resultaba muy simpática.
Mientras me encontraba allí, llegó una visita. Era la marquesa de la Grise con su
hija, que me pareció muy bonita. No me dio tiempo a examinarla, pues anochecía y
regresé a mi casa.
Hice gran amistad con la lugarteniente general, que me devolvió la visita al día
siguiente; tuve el placer de mostrarle los aposentos transformados y arreglados de
modo muy distinto a como ella los había visto. Mi alcoba era magnífica, con una
tapicería de Flandes de las más finas, un lecho de terciopelo encarnado con franjas de
oro y seda, canapés hechos con mis faldas viejas y una chimenea de mármol; sólo
faltaban los espejos, pero los tuve muy bellos quince días más tarde. La señora
marquesa Du Tronc acababa de morir en su castillo, a tres o cuatro leguas de
Bourges, sus muebles fueron vendidos y compré muy baratos dos entrepaños de
cristal, otros dos de chimenea, un gran espejo y un candelabro de cristal. Júzguese si
mi alcoba estaba o no bien engalanada. En la planta principal tenía una antecámara, la
gran alcoba, un gabinete y una galería sobre el jardín, y arriba un dormitorio, un
pequeño oratorio y dos guardarropas con una escalerilla de salida. Al otro lado de la
escalera había un comedor que comunicaba con la cocina. Tenía también en los bajos
un apartamento destinado a los huéspedes, más un corredor a todo lo largo del
edificio al que daban cinco o seis habitaciones con buenas camas; por no hablar de las
habitaciones de mis criados y de las cuadras, donde no faltaba de nada.
Llevé a la señora lugarteniente general por toda la casa y le ofrecí una excelente
comida, a pesar de que había venido pasado el mediodía para que yo no tuviera que
preparar nada extraordinario. Me rogó que le hiciera el honor de comer en su casa el

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jueves siguiente y me dijo que reuniría a las principales damas de la ciudad, que se
morían de ganas de conocerme.
Me presenté el día señalado, pero esta vez con mis mejores galas; hasta entonces
sólo había ido a Bourges muy descuidada. Me puse un corpiño de tela plateada
bordada con flores naturales, una gran cola y una falda también muy larga; el vestido
estaba recogido a los lados con cintas amarillas y plateadas y un gran moño detrás
para marcar el talle; el corpiño era alto y estaba relleno para hacer creer que tenía
pecho, y efectivamente tenía tanto como una muchacha de quince años. Desde la
infancia me habían puesto fajas muy apretadas que desplazaban mi carne rolliza hacia
arriba. Cuidaba mucho también mi cuello, que frotaba todas las noches con agua de
ternera y pomada de pies de carnero, que dejan la piel suave y blanca. Había peinado
mis cabellos negros con grandes rizos, lucía mis pendientes de diamantes, una docena
de lunares y un collar de perlas falsas más bonitas que las verdaderas. Por lo demás,
viéndome con tanta pedrería fina, nadie hubiera pensado nunca que llevara nada
falso. Había cambiado en París mi cruz de diamantes, que no me gustaba, por cinco
alfileres que me ponía en el cabello; mi peinado estaba guarnecido con cintas
amarillas y plateadas, que armonizaban muy bien con mi pelo negro; sin cofia, pues
estábamos en junio; una gran máscara que me protegía las mejillas del sol, guantes
blancos, un abanico: he aquí mi atavío; jamás se hubiese adivinado que no era una
mujer.
Subí a la carroza con la señora Bouju a las once y media para ir a Bourges, y
llegué a mediodía a casa de la señora lugarteniente general, que iba a subir a la suya;
al verme, quiso volver a su casa, pero se lo impedí cuando supe que iba a escuchar
misa a la catedral; era la misa de las perezosas y estarían todas las bellas y los galanes
de la ciudad; subí a su carroza y fuimos a la catedral. Me miraron a más y mejor; mi
tocado, mi vestido, mis diamantes, la novedad, todo llamaba la atención. Después de
misa, los curiosos nos hicieron calle al subir a nuestra carroza y oí varias voces entre
la multitud que decían: «¡Qué hermosa mujer!», lo que me produjo un gran placer.
Los invitados esperaban en la casa. El señor lugarteniente general vino para darme la
mano al bajar de la carroza, y encontré en el apartamento a la marquesa de la Grise y
su hija, al señor y la señora Gaillot y al abate de Saint-Siphorien, que tenía una abadía
a dos leguas de Bourges; era un anciano con mucho ingenio, que usaba de la
galantería de otros tiempos.
—Señora —me dijo—, me han contado mucho pero yo encuentro aún más.
Respondí a sus cumplidos y abracé a la señora de la Grise, que me pareció una
buena mujer; tendría unos cuarenta años y no presumía; todo su amor propio se
volcaba en su hija, que se lo merecía. Era una de esas bellezas finas, sin artificio, de
rasgos pequeños, una linda tez, pequeños ojos llenos de fuego, la boca grande, dientes
bonitos, labios encarnados y bien dibujados, cabellos rubios, el pecho admirable y,
aunque tenía dieciséis años, sólo aparentaba doce. La acaricié mucho, me gustó, la
besé cinco o seis veces seguidas, la madre estaba encantada; le arreglé el peinado,

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que no tenía buen aspecto, le dije amistosamente que enseñaba demasiado el pecho y
le enseñé a ponerse el escote un poco más alto; la pobre madre no tenía palabras para
agradecérmelo.
—Señora —le dije—, tengo conmigo a una mujer que me ha criado y que es muy
hábil, ella es quien me peina y me parece que no estoy del todo mal.
Todo el mundo exclamó que no podía estar mejor peinada y que se veía que venía
de París, donde las mujeres son tan elegantes.
—No es que no sepa peinarme —añadí—, una es a veces perezosa, pero para una
señorita es una gran ventaja poder prescindir de su doncella cuando lo desea. Señora,
si queréis confiarme a la señorita vuestra hija durante ocho días, os garantizo que
sabrá peinarse perfectamente. La haré estudiar ese bonito oficio tres horas al día, no
la perderé de vista, dormirá conmigo y será mi hermanita.
La señora de la Grise me respondió que tendría el honor de ir a visitarme para
agradecerme todas las bondades que tenía con su hija y no insistí más.
Se anunció la comida; éramos doce a la mesa; la comida fue abundante pero
bastante mal servida; el marido y la mujer daban continuamente órdenes, a veces
contradictorias; era un griterío incesante. En cuanto a mí, hablé con mis sirvientes[23]
y no me preocupé de nada más; todo iba a la buena de Dios pero, en general, fue bien.
Después de la comida, bebimos todos un vasito de rosolío de Turín; en aquella
época no se conocían ni el café ni el chocolate, y el té empezaba a introducirse. A las
cuatro pasamos a un amplio gabinete, donde nos esperaba la orquesta; estaba
compuesta por una tiorba, una viola, un bajo de viola y un violín; una muchacha
tocaba el clave y pretendía acompañar, pero lo hacía muy mal, aunque no era culpa
suya, pues se había resistido a ello todo cuanto pudo; el organista de la catedral, que
era quien debía tocar, estaba enfermo, pero la señora lugarteniente quería darnos un
concierto a toda costa, fuera malo o bueno. Comenzó y se encaminó en seguida a una
ruidosa confusión. No pude evitar darle algunos consejos a la señorita y decirle que el
clave estaba un semitono demasiado bajo, que había que hacer ciertas pausas y
observar algunos silencios en determinadas partes; pero mis consejos fueron inútiles
porque no sabía bastante música para seguirlos.
—Pero, señora —me dijo el anciano abate de Saint-Siphorien—, habláis como si
conocierais perfectamente la música. Sentaos y haced vos el acompañamiento.
La pobre muchacha dejó inmediatamente su lugar y todos insistieron tanto que
me senté al clave. Primero quise dar una idea de mi capacidad e interpreté algunos
preludios de fantasía y La descente de Mars, que exige una gran ligereza de manos;
los músicos comprendieron con quién se las tenían y me rogaron que condujera el
concierto. No me costó mucho; acompañé de corrido toda clase de música, incluso
italiana. El concierto sonó preciso y con ritmo, de modo que a las ocho todos
creyeron que no eran más que las seis. La señora Bouju vino a avisarme de que mi
carroza me esperaba. No me gustaba andar de noche con mis joyas, así que me
despedí de la reunión, les rogué que vinieran a verme y me lo prometieron. No creí

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que cumplieran su palabra tan pronto. Al día siguiente a mediodía los vi llegar en una
carroza grande y vieja con cortinillas de la marquesa de la Grise; de ella salieron la
marquesa y su hija, el lugarteniente general, su mujer y su hija, y el abate de Saint-
Siphorien. Era un buen hombre y todos deseaban su compañía. Vi la carroza desde la
ventana. Me encontraba en negligé: una bata de tafetán encarnado cerrada con una
hilera de lazos blancos, chal, cofia con cucuruchos de encaje y cintas encarnadas en
la cabeza, ni un lunar, pequeños pendientes de oro; bajé las escaleras y los recibí con
la misma alegría que si hubiera estado muy ataviada.
—Señoras —les dije—. Ya me habéis visto de todas las maneras.
—Y yo no sé —dijo el viejo abate—, de qué modo estáis mejor, lo que sé es que
hace cuarenta años me habría gustado más la pastora que la princesa.
Se echaron a reír. Les propuse visitar el jardín y los conduje hasta el bosque a fin
de darle tiempo a mi cocinero de preparar el asado. Media hora después vino a
decirnos que estaba servido; la comida fue ligera y buena.
—Señoras —les dije—, sólo os he ofrecido lo imprescindible, pero en mi casa
siempre lo hallaréis y deseo que vengáis a menudo.
La señorita de la Grise me pareció más bonita que nunca, y con el pretexto de
enseñarle algo en el clave pude hablarle a solas:
—Mi bella niña —le dije—, no me queréis nada.
Se me echó al cuello por toda respuesta.
—Habladme con franqueza. ¿Os gustaría pasar ocho días conmigo?
Se echó a llorar y me abrazó con tanta ternura, que comprendí que había tocado
su corazoncito.
—Pero —añadí—, ¿consentirá en ello vuestra señora madre?
—Mi querida madre se muere de ganas, pero no se atreve a decíroslo. Teme que
todo lo que me habéis dicho sea tan sólo un cumplido.
—Pues bien, querida niña —le dije, besándola con toda mi alma—, haré que la
conversación recaiga sobre vuestro peinado y veremos qué dice.
Volvimos a la reunión y, con el pretexto de dar alguna orden, le hice una seña a la
señora Bouju, que poco después pasó por la sala donde estábamos para ir al
guardarropa; la llamé y le dije:
—Señora, mirad el peinado de la señorita de la Grise. ¿Qué os parece?
Ella la hizo girar y dijo:
—La verdad, señora, es una lástima que una muchacha tan guapa y con unos
cabellos tan hermosos lleve un peinado tan poco acorde con su rostro.
Después nos hizo notar que llevaba demasiado cabello sobre la frente y que los
rizos le oscurecían la cara y le ocultaban las bonitas mejillas. Tomé la palabra y le
dije a la señora de la Grise:
—¿Queréis que os envíe mañana a la señora Bouju para que peine a la señorita de
la Grise? Veréis qué diferencia.
El viejo abate nos interrumpió:

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—¿Es justo señora, que os privéis de vuestra servidumbre? Ayer ofrecisteis a la
señora de la Grise tener ocho días a su hija y devolverla experta en peinados.
—Si la señora condesa le ofreciese lo mismo a mi hija, le tomaría la palabra —
dijo la señora lugarteniente general.
—Y yo —dijo su hija— estaría muy contenta.
—¡Ay, señora —exclamó la señora de la Grise—, no os mezcléis en nuestro trato!
—Mis bellas señoritas —les dije, riendo—, me quedaré con la que más me
quiera.
—¡Yo, yo! —exclamaron las dos al mismo tiempo, lanzándose a mi cuello.
Su pequeña disputa regocijó a la reunión.
—No os enfadéis —les dije—. Podemos contentar a las dos, una después de la
otra.
Lo dije para que creyeran que quería a las dos por igual.
—Es justo —dijo la señora de la Grise— que mi hija sea la primera: vedla ya
dispuesta.
—No soy celosa —dijo la lugarteniente general—, con tal de que la mía tenga su
ocasión.
—Como gustéis —dije—. Las quiero mucho a las dos y estaré encantada de
rendirles este pequeño servicio.
Se decidió que la señorita de la Grise se quedaría en mi casa y la señorita Du
Coudray vendría después a hacer el mismo aprendizaje. Las damas regresaron a
Bourges y aquella misma noche se le trajeron a la señorita de la Grise sus tocados de
noche y su ropa. Mandé a buscar al señor cura para que cenase con nosotras, trajo al
caballero de Hannecourt y yo les presenté a mi pequeña huésped, que reía sintiéndose
en la gloria. Después de cenar, despedí al cura y al caballero. Estaba impaciente por
acostarme y creo que la chiquilla lo deseaba tanto como yo. La señora Bouju le hizo
un peinado de noche y la hizo acostar la primera en mi cama del lado de la pared, yo
llegué poco después y cuando estuve acostada le dije:
—Acercaos, corazoncito.
No se hizo de rogar y nos besamos con mucha ternura, nuestras bocas se pegaron
la una a la otra. Tuve largo tiempo a la pequeña entre mis brazos y besé su pecho, que
era muy bonito, y puse también su mano sobre el poco que yo tenía, a fin de que se
asegurase del todo de que yo era una mujer; el primer día no fui más lejos; me
conformé con ver que me quería con todo su corazón. Al día siguiente recibimos
visitas del vecindario. La pequeña se aburría y me decía en voz baja «¡Mi bella dama
(nombre que decidió darme), qué largo se me hace el día!», y comprendí lo que
quería decir. Una vez acostadas no hubo que decirle que se acercara, quiso comerme
a caricias, yo estallaba de amor y me impuse el deber de darle verdaderos placeres.
Primero me dijo que le hacía daño, y luego lanzó un grito que obligó a la señora
Bouju a levantarse para ver qué sucedía. Nos encontró muy cerca una de otra; la
pequeña lloraba, a pesar de lo cual tuvo el coraje de decirle a la señora Bouju:

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—Señora, no es más que un calambre muy doloroso que me da a menudo.
La besé de todo corazón sin soltar la presa.
—¡Ay, qué dolor! —gritó de nuevo.
—Señorita —dijo la Bouju, que era una vieja socarrona—, se os pasará el dolor y
luego estaréis muy a gusto.
En efecto, el mal pasó y las lágrimas de dolor se convirtieron en lágrimas de
placer; me abrazaba con todas sus fuerzas y no decía palabra.
—¿Me quieres de verdad, corazoncito? —le pregunté.
—¡Ay, sí, estoy fuera de mí, no sé lo que me hago! Y vos, ¿me amaréis siempre,
mi bella dama?
Le respondí con cinco o seis besos húmedos y empecé con la misma canción. No
fue tan penoso como la primera vez y la pequeña dejó de gritar, sólo lanzaba largos
suspiros que le salían del corazón. Nos dormimos, pues nuestros placeres no nos
hacían olvidar lo que le habíamos prometido a su madre. La Bouju se aplicó a la tarea
de enseñarle a peinarse, pero le dije que alargase sus lecciones por lo menos quince
días. Sentía temor de perder a mi amiguita y pensaba con desdén en la que iba a
sucederle. Tres días después, la señora de la Grise vino a comer con nosotras. Le
advertí a la pequeña que no era necesario decirle lo mucho que nos amábamos, y me
respondió:
—¡Oh, me guardaré muy bien de hablarle a mi querida madre de los placeres que
sentimos una con otra! Se pondría celosa, pues dormimos casi siempre juntas y no
estamos tan a gusto. Quiero mucho a mi madre, pero quiero mil veces más a mi bella
dama.
La inocencia de esta pobre niña me causaba placer y un poco de pena, pero aparté
un pensamiento que hubiera podido turbar mi alegría.
La señora de la Grise encontró a su hija muy bien peinada, pero no tuvo el placer
de verla aplicada a la tarea.
—Señora —le dije—, permaneced el resto de la jornada con nosotras y mañana
veréis cómo se desempeña. Mi cama es grande, nos acostaremos juntas y la pequeña
se acostará con la Bouju.
Se hizo de rogar un poco, pero aceptó; luego me sentí muy contrariada porque era
una noche perdida pero, por otra parte, me aseguraba de maravilla la confianza de la
madre. Comimos, paseamos por el parque, y por la noche después de cenar le hice
recitar unos versos a la señorita de la Grise. Yo era buena actriz: había sido mi primer
oficio.
—He escogido —le dije a la madre— una comedia religiosa (se trataba de
Polyeucte), en la que sólo encontraréis buenos sentimientos.
La chiquilla recitaba los versos bastante mal, pero observé que con un poco de
aplicación los diría tan bien como yo; los entendía, y basta entender para recitar bien.
La señora de la Grise no se cansaba de darme las gracias; le hice pequeñas
confidencias sobre su hija para que la reprendiese un poco: no se mantenía bastante

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erguida, era desaliñada, no ordenaba su vestuario; esto obró maravillas y le hizo
comprender que sólo quería su bien y que no estaba colada por ella. Cenamos y nos
acostamos; sólo habían puesto sábanas blancas para la señora de la Grise. Una vez
acostadas, me acerqué a ella, la besé dos o tres veces, me acomodé luego en mi
rincón y le dije:
—Durmamos. Así es, señora, como hago con vuestra niña y os aseguro que
duerme como un lirón. Hace ejercicio todo el día, corre por el jardín con Angélique y
necesita dormir.
Al día siguiente, la pobre madre quedó encantada cuando le vio enrollar un rizo
con una destreza sorprendente. La Bouju le decía:
—Os aseguro, señora, que en quince días la señorita sabrá tanto como yo.
Comimos y la señora de la Grise se marchó, lo que nos puso muy contentas.
—¡Cuánto nos besaremos esta noche! —decía la pequeña—. Me parece que hace
diez años que no abrazo a mi bella dama.
En cuanto cenamos, nos acostamos. Había que recuperar el tiempo perdido. Nos
dimos nuestros placeres de costumbre, la pobre niña no entendía de sutilezas. Cuatro
o cinco días después, la lugarteniente general y su hija, la señora de la Grise y el buen
abate vinieron a comer con nosotras y se quedaron todo el día. La pequeña Du
Coudray, que era muy aguda, decía insistentemente:
—La verdad, señorita de la Grise, me parece mucho tiempo para aprender a
peinar. Creo que yo habría acabado con el asunto en cuatro lecciones. Pidieron sólo
ocho días y ya van más de quince.
Creía ganar algo para su causa, pero la perdía. Yo hubiera querido tenerla bien
lejos, amaba a mi amiguita y a ella no la quería en absoluto.
Disfrutamos tres semanas más de placeres. La señorita de la Grise se peinaba
perfectamente bien; la llevé con su madre, pero ese día quise que se peinara sola, sin
ayuda de la Bouju. Antes de salir, le puse en las orejas unos bonitos pendientes con
un rubí rodeado de doce diamantes pequeños.
—Os haría un regalo mejor —le dije—, pero eso daría que hablar, corazoncito.
La señora de la Grise quedó encantada; la mostraba a todo el mundo y aseguraba
que tenía mi palabra de que se había peinado ella sola; puso algunos reparos a dejarle
tomar los pendientes.
—Es una fruslería —le dije—. Los tengo desde niña y ya no me sirven.
La señora lugarteniente general le dijo, riendo:
—Me daría por satisfecha si la señora condesa le diese otro tanto a mi hija.
Me la estaba ofreciendo y tenía que tomarla, me había comprometido a ello. Me
la llevé, pero sólo la tuve ocho días conmigo. La Bouju le enseñó a peinarse tan
prodigiosamente deprisa que yo estaba asombrada. Era un espíritu vivo, ardiente, que
se peinaba por la mañana y, en lugar de irse a pasear, se despeinaba después de comer
y se volvía a peinar por la noche. Dormía conmigo, la besaba al acostarnos, recibía
sus pequeñas caricias, pero no me atrevía a nada con ella. Aunque menos atrayente

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que la señorita de la Grise, me parecía más perspicaz y tal vez más instruida. Nunca
hubiera creído como Agnes que los niños se hacen por la oreja. Era zalamera a más
no poder y quizá la hubiera amado si no hubiera conocido a la otra. En fin, al cabo de
ocho días la devolvía a Bourges triunfalmente: se peinaba muy bien y creía haber
ganado una batalla al aprender tan rápido. Su madre compartió su triunfo. La señorita
de la Grise reconoció que había necesitado un mes para aprender lo mismo.
—Vos sabéis a qué se debe, mi bella dama —me dijo en privado—, pero no me
importa que todo el mundo piense que soy tonta con tal de que vos no penséis lo
mismo.
Dos días después, vinieron a decirme que el señor intendente general había
llegado a Bourges para la recaudación de impuestos; se llamaba señor de la Barre y
había sido recaudador en Auvernia; más tarde tomó la espada, llevó a cabo grandes
acciones militares y se convirtió en virrey del Canadá, donde murió. Creí mi deber y
mi interés hacerle una visita. Me presenté muy discretamente vestida, sólo llevaba
mis pendientes de diamantes y tres o cuatro lunares. La lugarteniente general me
presentó y el señor de la Barre me recibió de maravilla. Le habían hablado de mí.
Tres o cuatro días después, la lugarteniente general me avisó por la mañana de que
vendría a visitarme y que le había rogado formar parte de la reunión. Le preparé una
pequeña fiesta. Ese día me puse mi mejor vestido. Me peiné con cintas amarillas y
plateadas, mis grandes pendientes, un collar de perlas y una docena de lunares, nada
olvidé en mi arreglo. Llegó a mediodía, con el lugarteniente general, su mujer y su
hija, y en cuanto vi su carroza en la avenida, bajé a recibirlo; los intendentes son los
reyes de las provincias y cualquier honor que se les haga es poco. Pareció
sorprendido de la belleza de mi casa y la prestancia de mis muebles. Les propuse dar
un paseo por el jardín mientras esperábamos que nos sirviesen. El señor cura y el
caballero de Hannecourt me ayudaron a hacerle los honores. Media hora después
volvimos a casa y vimos llegar a la señora y la señorita de la Grise con el abate de
Saint-Siphorien. Nos sentamos a la mesa, la comida fue abundante y delicada, todo
era bueno. Pasamos luego a mi gabinete, donde la música nos esperaba ya. Había
hecho venir a los músicos de Bourges y me senté al clave para acompañarlos.
—¡Cómo! —exclamó el señor intendente—. ¿La señora condesa también toca?
Respondí con tres o cuarto piezas de La Chambonnière, que toqué sola, y después
comenzó el concierto. La orquesta estaba compuesta por una viola y una viola baja,
una tiorba, un violín y mi clave, y sólo interpretamos piezas que habíamos ensayado
bien. El intendente pareció complacido; el concierto duró hasta las seis de la tarde. Se
propuso un paseo, pues sólo habíamos llegado hasta la entrada del parque, así que
fuimos hasta la verja y vimos a orillas del riachuelo una pequeña ensenada que había
mandado construir hacía poco. Contaba con asientos bien acolchados y en el centro
una mesa cubierta con todas las frutas de la estación; las señoritas se mostraron
encantadas y comieron una gran cantidad de melocotones.

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Nos paseamos durante más de hora y media, y después de tomar un refrigerio
propuse hacer teatro para el señor intendente; le había enseñado a la señorita de la
Grise una escena de Polyeucte.
—Vamos, señorita —le dije—, tomad el sombrero del señor intendente, os traerá
suerte. Vos seréis Sévère y yo Pauline.
Empezamos; el pobre intendente lanzaba continuas exclamaciones.
—He visto a la Duparc, pero ni se aproxima a la señora condesa.
—Ah, señor intendente —le dije—, éste fue mi primer oficio. Mi madre organizó
una compañía con sus vecinos y vecinas y todos los días interpretábamos Cinna o
Polyeucte o cualquier otra pieza de Corneille.
La pequeña de la Grise no lo hizo del todo mal. Se acercaba la noche y volvimos
al parque, pues había bastante camino; las carrozas esperaban; el grupo se fue muy
contento de la recepción y mi parroquia quedó en buen lugar; el señor cura no olvidó
recomendarla al señor intendente.
La señora de la Grise tenía tanta necesidad del señor intendente como yo y
también quiso ofrecerle un festejo; me consultó un día en que fui a visitarla a
Bourges. Le aconsejé que le ofreciese una buena cena y un baile, y nada de música,
pues no se le podía ofrecer nada nuevo en ese aspecto.
—Pero si queréis, señora —añadí, riendo—, volveré a ser actriz por deferencia
hacia vos. La señorita de la Grise interpreta muy bien su personaje.
Me dijo que necesitaba ocho días para prepararlo todo y me rogaba que viniera a
ver la casa para controlar que todo estuviera bien.
—¡Pero, señora, mi hija actúa tan mal comparada con vos!
—No —le respondí—, es asombroso que lo haga tan bien. Sólo le he dado cinco
o seis lecciones y con otras tantas lo hará mejor que yo. No le irá mal un viajecito a
Crespón, se perfeccionará en su peinado.
—Señora —me dijo—, sois demasiado bondadosa con mi hija y tengo miedo de
abusar.
La llamó.
—Hija mía —le preguntó—, ¿queréis pasar cinco o seis días con la señora
condesa?
Ella no respondió y corrió a hacer su pequeño equipaje, que se colocó debajo del
brazo.
—Me parece, hija mía, que no os fastidia separaros de mí.
—Querida madre —le respondió—, estoy muy contenta de irme con la señora
condesa.
La abrazamos las dos. ¡Su respuesta había sido tan graciosa!
Regresé a mi casa; fue una verdadera alegría para la servidumbre ver a la
chiquilla; la querían y se habían percatado de que yo la amaba con todo mi corazón.
—Señorita —le dijo la Bouju—, ¿venís a aprender alguna otra cosa? Ya sabéis
rizar, pero no tan bien cardar.

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Era tarde y cenamos. Nos moríamos de ganas de acostarnos; la noche nos pareció
más agradable que nunca, pues una breve separación aguza el apetito.
Al día siguiente me puse a pensar que era una ingrata porque en más de seis
semanas no había dado signos de vida en casa del señor y la señora Gaillot; al
momento les envié mi carroza con una carta en la que los emplazaba a venir a pasar
dos o tres días en mi casa, de la que ellos serían siempre los dueños. No se hicieron
de rogar y los vi llegar antes del mediodía; quisieron alojarse en el dormitorio común,
conocían bien las camas y eligieron la mejor. Los agasajé lo mejor que pude y dimos
un paseo después de comer; no había rincón del parque que no quisieran ver, y
siempre para admirar las mejoras que yo había hecho. Finalmente me rindieron de
cansancio y a la señorita de la Grise, también; se dieron cuenta un poco tarde y me
pidieron mil excusas.
—Se arreglará en cuanto hayamos dormido bien —les dije.
Cenamos y la señora Gaillot insistió en que me acostara.
—No estoy acostumbrada —les dije— a dormirme tan temprano, pero no me
molestará acostarme y descansar siempre y cuando charlemos hasta medianoche.
Vinieron la Bouju y Angélique, mi otra doncella, me rizaron el cabello y me
pusieron papillotes, me colocaron la cofia de cucuruchos, me pusieron una camisola
adornada con encajes de Alençon, me quité los pendientes de diamantes y me puse
los de oro, los lunares se caían por sí solos, y me metí entre las sábanas.
—No todas las damas se os parecen —me dijo la señora Gaillot—. Hay que ser
tan bella como sois para tener tan poca necesidad de afeites. Os basta vuestro espejo,
que os dice continuamente que lo tenéis todo por vos misma.
La señorita de la Grise estaba allí muy tiesa.
—Vamos, vamos, pequeña —le dije—, venid a acostaros, estáis tan cansada como
yo.
Angélique la desvistió en un momento y se acostó en su lugar acostumbrado,
contra la pared; los señores estaban en la parte de fuera[24] y comenzaban a contarme
una historia acontecida hacía poco en Bourges, cuando le dije a la señorita de la
Grise, que se hacía la seria:
—Acercaos, niña, venid a darme las buenas noches y luego dormiréis; no
queremos molestaros.
Se acercó, la tomé entre mis brazos y la hice pasar al otro lado, bien a la vista;
estaba boca arriba y yo contra la pared, la mano derecha sobre su pecho, nuestras
piernas entrelazadas; me eché encima de ella para besarla.
—Fijaos —le dije a la señora Gaillot— qué pequeña insensible, me obliga a hacer
todo el camino y no responde a mis demostraciones de cariño.
Mientras, yo iba a lo mío, besaba su boca más roja que el coral mientras le
proporcionaba más sólidos placeres; no pudo contenerse y exclamó a media voz, con
un suspiro:
—¡Ay, qué placer!

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—Parece que os habéis espabilado, mi bella señorita —le dijo el señor Gaillot.
Ella se dio cuenta de que había dicho una inconveniencia.
—Es cierto —dijo—, cuando me acosté estaba muerta de frío y ahora he entrado
en calor y estoy muy a gusto.
Dejé de besarla y me tendí también boca arriba.
—No me quiere —les dije— y podéis ver que yo la quiero mucho.
—Es imposible —respondió la señora Gaillot— que no ame a una dama tan bella.
—¡No es verdad, quiero a la bella dama con todo mi corazón! —exclamó la
chiquilla incorporándose, a la vez que se lanzaba impetuosamente sobre mí y me
besaba con un transporte que demostraba que lo que decía era verdad.
—A cada uno su turno —le dije—. Hace un momento estabais fría como el hielo,
ahora yo desearía estarlo pero no me siento con fuerzas.
Así diciendo, la hice volver a su lugar, y con el pretexto de besarla adopté la
postura que convenía a nuestros verdaderos placeres, que las personas que los
contemplaban hacían más intensos, pues es delicioso engañar los ojos del público.
Luego nos recostamos de nuevo tranquilamente en la cabecera; nuestras cabezas
estaban juntas y nuestros cuerpos estaban aún más unidos.
—Hijo mío —le decía la señora Gaillot a su marido—, ¿has visto alguna vez dos
rostros más encantadores?
—Es verdad —dije— que mi corazoncito es muy linda.
—Y vos, no sois linda, sino bella como un ángel.
Al oír esto nos besamos.
—Mi niña es muy bonita —le dije a la señora Gaillot—, pero a su lado soy una
vieja, pensad que tengo veinte años[25].
Así transcurrió la velada; nuestros huéspedes se retiraron y nosotras nos
dormimos.
Al día siguiente, el señor cura y el caballero de Hannecourt cenaron con nosotros;
la señora Gaillot insistió mucho para que me acostara como la noche anterior.
—No es lo mismo —le dije—, hay más invitados y debemos ser más comedidos.
Sin embargo, me dejé convencer.
—Por mí no os abstengáis —dijo el señor cura.
La chiquilla se acostó también y se me acercó: nuestras cabezas se tocaban pero
no nos besamos.
—Así que hoy no os amáis —dijo la señora Gaillot— ni os besáis.
—Tal vez al señor cura no le parecería bien —dije riendo.
—¿A mí, señora? ¿Y qué cosa hay más inocente? Es como una hermana mayor
besando a la pequeña.
Con su permiso, coloqué a la señorita de la Grise como la víspera, del lado de los
invitados; se acostó boca arriba (sabía muy bien cómo colocarse) y me eché sobre
ella para besarla. Fue un beso largo, nunca habíamos experimentado tanto placer; de

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tanto en tanto, dejaba su boca y me recostaba en la cabecera junto a ella, pero sin
cambiar la postura de nuestros cuerpos.
—Es mi mujercita —le dije al señor cura.
—¡Entonces, vos sois mi maridito! —exclamó la chiquilla abriendo los ojos, que
había tenido largo rato cerrados.
—Consiento —le dije—. Seré tu maridito y tú serás mi mujercita. Y el señor cura
también consentirá.
—De todo corazón —dijo riendo.
—Y yo —dijo el señor Gaillot— me comprometo a alimentar a todos los niños
que nazcan de este matrimonio.
Mientras ellos se divertían, nosotros también nos divertíamos; había vuelto a
tomar a mi mujercita y la besaba aún más que antes; no proferíamos palabra, sólo a
veces «¡mi maridito, mi corazoncito!», y muchos suspiros.
—Asunto terminado —dijo la señora Gaillot—. La señora condesa ya está casada
y sus pretendientes tendrán que probar suerte en otra parte.
Lo decía con malicia a causa del caballero de Hannecourt, que no veía nada
gracioso en lo que hacíamos. Nos incorporamos de nuevo, envueltas en chales
forrados, ya que comenzaba a hacer frío. Luego charlamos muy alegremente; les leí
mis cartas de París (en provincias gustan de las novedades) y nos fuimos todos a
dormir.
Los siguientes días los pasamos igual de agradablemente y se hicieron continuas
bromas sobre nuestro matrimonio. El señor y la señora Gaillot regresaron a Bourges y
lo comentaron con todo el mundo. Y cuando la señora de la Grise vino a verme, me
dijo:
—¿Cómo, querido señor —me dijo riendo—, os casáis con mi hija sin
decírmelo?
—Al menos, señora —le respondí—, se ha hecho en buena compañía y en
presencia del cura.
—Señora —me dijo—, mi casa está preparada. ¿Queréis hacerme el favor de
venir a verla? Hoy es jueves y el domingo quiero ofrecerle una cena al señor
intendente.
Le aseguré que iría a su casa a las tres de la tarde, y no falté pero no le llevé a la
señorita de la Grise; le dije que tenía migraña y que se había acostado, pero que el
domingo iríamos a comer con ella.
—Tendremos tiempo suficiente para vestirnos. El intendente no llegará hasta las
ocho de la noche.
Encontré la casa muy bien dispuesta; un gran salón para los criados, la alcoba de
la señora de la Grise para el baile (había quitado la cama), su gabinete, bastante
amplio, como lugar de descanso, lo cual despejaría mucho el salón de baile, y su
dormitorio pequeño como vestidor. Lo aprobé todo y regresé a Crespon, donde
encontré a mi mujercita tan contenta de verme como yo.

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Aún teníamos tres días para estar juntas y fueron bien empleados. El señor cura
nos hizo compañía por las noches. El caballero de Hannecourt no vino; estaba
enfermo o fingía estarlo; se sentía un poco celoso.
El domingo, después de oír la misa mayor, subí a mi carroza con la señorita de la
Grise y la Bouju. Llevábamos todo lo necesario para engalanarnos. Nos habíamos
rizado el cabello la víspera y, con los papillotes puestos, hicimos una comida muy
ligera, tantas ganas teníamos de arreglarnos. Quise que la Bouju peinase primero a la
señorita de la Grise: ella debía ser la reina del baile. Cuando estuvo peinada y vestida,
le quité los pendientes de rubíes que le había regalado y le puse mis hermosos
pendientes de diamantes. La madre protestó que no podía tolerarlo, pero le aseguré
tan enérgicamente que me ofendía, que finalmente consintió. Le puse también en el
cabello mis alfileres de diamantes. Estaba encantada de verla tan guapa y de tanto en
tanto la besaba como premio a mi esfuerzo.
—Y vos, señora —dijo la señorita de la Grise—, os habéis quedado sin nada.
Aunque es cierto que sois bella y no tenéis necesidad de acicalaros.
Le puse también a mi mujercita doce o quince lunares. Nunca resultan
demasiados con tal de que sean pequeños. En cuanto a mí, llevaba un traje precioso,
un bonito peinado, un collar de perlas, pendientes de rubíes (falsos) que pasaban por
finos: ¿quién hubiera pensado que la señora condesa quisiera llevar piedras falsas
teniéndolas tan bonitas? Había doce damas invitadas y cada una debía contar con un
caballero para que la llevase a la primera courante. A las siete todo estaba a punto. El
señor intendente llegó a las ocho; permanecimos en el gabinete hasta la hora de la
cena y, según lo planeado, recitamos dos escenas de Cinna; la chiquilla las recitó de
maravilla y convinieron en que yo era una buena maestra, pero también que ella era
una buena alumna. Se habían colocado dos mesas en la sala de baile con doce
cubiertos cada una, ambas servidas por igual; las damas se repartieron. La cena fue
muy buena. A las diez y media volvimos todos al gabinete y ordenaron la sala de
baile, se encendieron las bujías y el baile comenzó a las once. Primero la courante y
luego los bailes más ligeros. A medianoche vinieron a decirle a la señora de la Grise
que abajo había unas máscaras que deseaban entrar. Todo el mundo estuvo encantado.
Aparecieron dos grupos muy bien arreglados y se les hizo danzar en seguida. Pero
uno de los enmascarados se distinguía entre todos; llevaba un traje magnífico y
danzaba a la perfección; nadie lo reconoció. Yo bailaba a menudo con él y me moría
de ganas de saber quién era, pero no quería quitarse la máscara. Lo llevé al gabinete
y, cuando estuvimos a solas, insistí tanto que se descubrió: era el caballero de
Hannecourt. Confieso que esta galantería me conmovió y le rogué que no se quitara
la máscara, ya que sólo había venido al baile por mí. Nunca lo hubiera reconocido. Se
había gastado en el traje la renta de un año. Salió sin que nadie lo advirtiera y regresó
a su casa. Danzamos hasta las cuatro de la mañana y la señora de la Grise no quiso de
ninguna manera que me fuera a esa hora; había mandado poner sábanas blancas en el

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dormitorio pequeño y me acosté. Ella se empeñó en dormir con su hija en la cama de
su doncella.
Al día siguiente regresé a Crespon y cené con el señor cura y el caballero de
Hannecourt; lo traté mejor que de costumbre y tuve con él muchas atenciones. Esto le
dio el atrevimiento de confiarle al señor cura su propósito de ofrecerme sus servicios.
Me veía como una joven viuda muy atrayente y muy rica, y deseaba casarse conmigo.
El señor cura, que era amigo suyo, me hizo llegar la proposición, pero como de lejos,
y yo la mandé aún más lejos:
—Señor —le dije—, soy feliz y dueña de mis actos, y no quiero convertirme en
esclava. Confieso que el caballero es muy amable y buscaré complacerlo en lo
posible, pero nunca me casaré con él.
Después le dije que me contrariaba que el caballero se hubiera hecho un traje tan
bonito por amor a mí y le di una bolsa con cien luises de oro, rogándole que la dejara
en la mesa del caballero sin que éste lo advirtiera y que, si me hablaba de ello, yo lo
negaría. El cura elogió mi generosidad y me aseguró que no podía emplearla mejor.
Sólo quedaban tres semanas de carnaval cuando llegó a Bourges una compañía de
comediantes; la señora lugarteniente general me avisó en seguida y me rogó que
cenáramos juntas después de la representación; no falté y lo pasé muy bien. El señor
de Rosan, que hacía el papel de enamorado, interpretaba como Floridor[26] y lo
acompañaba una muchachita de quince o dieciséis años que sólo hacía papeles de
dama de compañía y en la que descubrí una gran actriz. El resto de los actores
estaban por debajo de la mediocridad. En las ciudades de provincias se dan comedias
todos los días y era un problema regresar todas las noches a Crespon, por lo que la
señora de la Grise me propuso pasar el resto del carnaval en su casa.
—Señora —me dijo—, no me incomodaréis en absoluto, pues duermo siempre en
el dormitorio pequeño. Os cedo la alcoba grande y un guardarropa para vuestras
doncellas.
—Pero —repliqué—, ¿dónde dormirá la señorita de la Grise?
—¡Buena pregunta! —contestó riendo—. Con su marido.
—Acepto —añadí, riendo también.
Durante todo el carnaval cumplí con mi deber de marido sin que la pequeña
sospechara nada; vivía en la inocencia, pero los tiempos de la pequeña Montfleury
habían pasado.
Al día siguiente fui a mi casa y ordené que me llevasen diariamente a Bourges
capones de los que se criaban en mi corral, verduras del huerto y fruta de invierno, de
la que tenía una buena provisión. Todo ello sería bien recibido en la cocina de la
señora de la Grise. Fuimos todos los días al teatro; al cabo de dos o tres días, mandé
llamar al señor de Rosan y le dije que la pequeña actriz era capaz de interpretar
grandes papeles.
—Es verdad, señora —me dijo—, pero nuestras primeras actrices nunca
consentirán en ello a menos que empleéis vuestra autoridad.

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Hablé con el señor intendente, quien se lo pidió a las actrices muy amablemente,
y al día siguiente la señorita Roselie (así se llamaba) hizo el papel de Chimène en el
Cid y cumplió muy bien su cometido. La chiquilla me gustaba, era muy bonita y yo
había nacido para amar a las actrices. La hice venir a mi palco y le di algunos
consejos.
—Querida —le dije—, hay pasajes en los que hay que recitar muy deprisa y en
otros muy lentamente; hay que cambiar de tono, unas veces alto y otras bajo; meteos
en la cabeza que sois Chimène, no mirar a los espectadores, y llorar cuando es
necesario o al menos fingirlo.
Practicaba las lecciones delante de ella y pronto comprendió que era una maestra
consumada. Desde el siguiente día reconocí mi mano en su manera de actuar, y su tía
y todos los actores me lo agradecieron.
—Tenéis un tesoro sin saberlo —les dije— y quizá llegue a ser la mejor actriz del
siglo.
Los aplausos del público los convencían de lo mismo y los ingresos, que
aumentaban día a día, los convencían todavía más. La chiquilla estaba encantada de
verse convertida en princesa y festejada por todos.
El arzobispo de Bourges llegó en esa época; pertenecía a la casa, un buen hombre
nada imponente, de conducta recta, pero amante de los placeres inocentes. La señora
lugarteniente general me llevó a su casa; me recibió de maravilla y habló de mi
mansión, de la que le habían hecho un retrato demasiado halagador. Me prometió ir a
verla y le rogué que me hiciese el honor. El domingo de carnaval fui a Crespon a
prepararlo todo para recibirlo; mis apartamentos estaban muy bien amueblados, pero
hice montar un teatro como es debido en una estancia donde debía de haber más de
cien bujías encendidas. Quería ofrecer una comedia al buen obispo por sorpresa;
avisé en secreto a los actores. Llegó el domingo siguiente a las cuatro, hacía un sol
espléndido y lo conduje al jardín, pero el frío nos empujó en seguida a casa, adonde
habían acudido todas las damas de Bourges. Conduje a monseñor al teatro y lo hice
sentar en un sillón casi a la fuerza.
—Estamos en el campo —le dijimos—, no hay que darle mayor importancia.
La comedia empezó y no pudo echarse atrás; además, se trataba de Polyeucte, una
obra sacra; se tranquilizó por completo.
La pequeña Roselie hizo el papel de Pauline y encantó a toda la reunión. El buen
arzobispo la llamó, tenía muchas ganas de besarla pero no se atrevió. Yo lo hice por
él. Empezaba a amarla en serio y la miraba como a obra mía. La cena siguió a la
comedia y fue muy buena y prolongada, y se bebió a la salud del arzobispo. Era
medianoche cuando regresaron todos a la ciudad, sólo se quedaron la señora de la
Grise y su hija. Yo le había pedido, y tenía mis razones para ello, que ofreciera su
carroza para devolver a los comediantes después de que hubieran cenado bien, ya que
la mía no era lo bastante espaciosa; a mi vez, le cedía la cama de mi alcoba, pero el

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truco sólo sirvió para chasquearme, pues hizo acostar a su hija con ella, y yo me
guardé de insistir.
Al día siguiente volví a Bourges con ellas con el pretexto de darle las gracias al
arzobispo, pero en realidad para ver a Roselie, a la que quería tener tres o cuatro días
a solas en Crespon. Con ese fin fui al teatro dos horas antes de que comenzase la
comedia y todos los actores y actrices vinieron a demostrarme su agradecimiento,
pues estaban encantados con Roselie. Llevé aparte a su tía y le dije que no era
cuestión de matarla haciéndola trabajar todos los días, y que, como máximo, podía
actuar dos días por semana, teniendo que hacer los papeles principales y teniendo a
veces que recitar hasta quinientos o seiscientos versos.
—Soy del mismo parecer, señora —me dijo la buena tía—, pero nuestros
compañeros no piensan más que en ganar dinero y cuando ella actúa acude más gente
al teatro.
—Dádmela —le dije—. Hoy es domingo, os la devolveré el jueves y, en el futuro,
creedme, no la hagáis trabajar más que el domingo y el jueves, eso la descansará. Os
prometo además hacerle repasar su papel y así no perderá el tiempo.
Me lo agradeció mucho y yo llevé a su sobrina a dormir a Crespon. Como es
natural, se acostó conmigo. La acaricié como mejor sabía y quise ponerla en seguida
en la misma situación que a la señorita de la Grise, pero se resistió. Era realmente
muy honesta, pude comprobarlo en seguida, pero estaba mejor instruida que la
pequeña de la Grise; una actriz de dieciséis años sabe más que una muchacha
distinguida de veinte. Insistí, me estaba obligada, bien veía que la amaba y le prometí
no abandonarla jamás. La tenía entre mis brazos y la besaba con toda mi alma;
nuestras bocas no podían separarse, nuestros cuerpos eran uno solo.
—Confiad en mí —le decía— como yo confío en vos, corazoncito mío. Mi
secreto, la tranquilidad de mi vida, están en vuestras manos.
Ella no respondía y suspiraba, yo insistía cada vez más, sentía que su resistencia
flaqueaba, redoblé mis esfuerzos y acabé con esa suerte de combate en el que
vencedor y vencido se disputan el honor del triunfo. Me pareció que experimentaba
más placer aún que con la señorita de la Grise; la condición y la inocencia de la una
quedaban compensadas por la gentileza de la otra, que tenía todos los encantos de la
coquetería. Este primer ensayo se convirtió en nuestra norma de vida; su placer la
hizo creer que la amaría siempre; me abrumaba de atenciones y me vi obligada a
conjurarla para que moderara su ternura en público, a pesar de que podíamos darnos
las mayores muestras sin temor a la maledicencia.
El jueves siguiente no dejé de llevar a Roselie a Bourges; opinaron que lo hacía
cada vez mejor. Fui a cenar a casa del lugarteniente general, donde estaba la señorita
de la Grise, muy desaliñada y muy triste; aún la quería, pese a que la pequeña actriz
hubiera tomado el primer lugar, y le pregunté con cariño qué le pasaba; se puso a
llorar y escapó. Volví a hablarle después de cenar.

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—¡Ay, señora! —me dijo—. ¿Cómo podéis preguntarme qué me pasa? Ya no me
amáis y os acostáis con Roselie en Crespon. Ella es más atrayente que yo, pero no os
quiere tanto.
No supe qué responderle, cuando su madre me rogó que pasara a su gabinete y
me dijo que el señor conde Des Goutes había pedido a su hija en matrimonio. Era un
gentilhombre del país, que poseía ocho o diez mil libras de renta; le aconsejé que no
desaprovechara la ocasión, tanto para librarme del estorbo de la chiquilla como
porque era buena y también a causa de mis remordimientos. Temía siempre que
nuestro pequeño comercio tuviera consecuencias que hubieran incomodado
grandemente a mi círculo, mientras que con Roselie podía lanzarme a rienda suelta
sin temor a dar un paso en falso.
Ocho días después se anunció la boda de la señorita de la Grise con el conde Des
Goutes y fui a Bourges a cumplimentarlos. Me creí obligada en conciencia a
aleccionar a la señorita de la Grise.
—Querida niña —le dije—, vais a casaros y debéis intentar ser feliz. Vuestro
marido es apuesto y parece un hombre honrado. Os ama pero no siempre será
cariñoso y tendréis que disculpar sus malos humores. Sois prudente: no hay que darle
motivos para estar celoso. Pensad sólo en gustarle, en dedicaros a vuestra casa, en
cuidar de vuestros hijos, si Dios os concede la gracia de tenerlos. Son la bendición del
matrimonio y el lazo más tierno entre las personas casadas. Mas escuchadme, querida
niña. Estoy segura de que os acordáis de las felices noches que hemos pasado juntas;
acordaos también la noche de bodas de hacer por conveniencia con vuestro marido lo
que hicisteis conmigo de modo natural y sin saber lo que hacíais. Dejad que insista un
buen rato, defendeos, llorad, gritad, a fin de que crea que os enseña lo que ya sabéis.
De ello depende la tranquilidad de vuestra vida. Os abro los ojos ahora porque es
absolutamente necesario. No debéis temer por vuestro secreto, pues estoy tan
interesada en guardarlo como vos.
La pobre muchacha se echó a llorar. Su madre entró en el gabinete donde nos
encontrábamos.
—Señora —le dije—, está llorando. Su recato es digno de elogio.
Su madre la besó.
—Hija mía —le dijo—, debéis estarle muy agradecida a la señora condesa.
Enjugaos las lágrimas y seguid sus consejos.
Volvimos a la habitación de los invitados. Al día siguiente los casó el propio
arzobispo y tres días más tarde los recién casados se establecieron en sus tierras, a
siete leguas de Bourges. Les prometí visitarlos y cumplí mi palabra dos meses
después. Ella estaba ya encinta; la encontré ocupada con su marido y con la
satisfacción de tener una casa bien dispuesta. Convertirse en ama y señora es una
gran dicha para una mujer joven que acaba de dejar las faldas de su madre. Me
pareció que aún no le era del todo indiferente, pero finalmente la virtud había obrado
en ella lo que la inconstancia había obrado en mí.

Página 58
Después de Pascua, el arzobispo se marchó a París; el intendente ya no estaba en
Bourges y todos los nobles que pasaban allí el invierno se habían vuelto a su pueblo.
Los comediantes no ganaban ni para velas y anunciaron su partida. Roselie lloraba
noche y día por el temor de tener que dejarme; yo estaba tan afligida como ella. Traje
a su tía a Crespon y le dije que quería hacer la fortuna de su sobrina, que si me la
daba la llevaría a París al cabo de seis meses y conseguiría que fuera recibida en el
Hotel de Borgoña[27], pues su capacidad y mis amistades me daban la seguridad de
lograrlo. Reforcé mi proposición poniendo una bolsa de cien luises de oro en las
manos de la buena tía, que nunca había visto tanto dinero junto.
—Tendría que haber perdido el juicio, señora, para rechazar la fortuna de mi
sobrina. Os la entrego y espero que no la abandonaréis.
Concluido nuestro trato, regresó a Bourges y le dijo a la compañía que ya no le
preocupaba el porvenir de su sobrina porque la señora condesa la había tomado a su
cargo. Fue una gran pérdida para ellos, mas tal es el destino de los cómicos
ambulantes, en cuanto uno de ellos destaca, los deja y se marcha a París. En efecto,
Rosan les hizo pronto la misma jugada. Floridor conocía su valía y hacía seis meses
que insistía para que se reuniera con él en París. Era el director de la compañía y
amaba a la pequeña Roselie, seguro de que algún día sería una gran actriz, y eso lo
retenía. Pero cuando vio que yo me había quedado con la chiquilla, no lo dudó más y
fue a ofrecerse al Hotel de Borgoña, donde el público lo recibió con aclamaciones.
Cuando los comediantes partieron, regresé a mi casa y no volví más a Bourges.
Tenía conmigo a Roselie, a la que amaba mucho; la señora condesa Des Goutes se
había marchado con su marido. Ya no pensaba en ella: la mujer casada no me decía
nada, pues el sacramento borra en ella de inmediato todo encanto. El señor cura y el
caballero de Hannecourt nos hacían compañía; el caballero había tomado una
decisión de hombre prudente y se limitaba a comportarse como un amigo.
Convertí a Roselie en algo muy distinto de una actriz. Le hice trajes espléndidos.
Envié a París cuatro de mis alfileres de diamantes para cambiarlos por hermosos
pendientes, que le regalé. La llevaba siempre conmigo en todas mis visitas por el
vecindario; su belleza y su discreción encantaban a todo el mundo. Se me ocurrió ir
de caza y vestirme de amazona, hice vestir también a Roselie y me pareció tan
encantadora con peluca y sombrero que, poco a poco, la hice vestir por completo de
muchacho. Era un jinete muy guapo y me parecía que así la quería más. La llamaba
maridito mío. Todos la llamaban condesito o señor Contin. Me hacía de escudero. Me
cansé de verla con peluca y le hice cortar un poco los cabellos. Tenía una cabeza
encantadora y de aquel modo estaba mucho más bonita. La peluca envejece a los
jóvenes. Esta inocente diversión duró siete u ocho meses; pero por desgracia el señor
Contin empezó a sentir náuseas, perdió el apetito y adquirió la mala costumbre de
vomitar todas las mañanas. Sospechaba lo que le había sucedido y la hice volver a sus
trajes de mujer, por ser éstos más convenientes a su nuevo estado y más adecuados
para ocultarlo; hice que se pusiera amplias batas sueltas sin cinturón, y corrió la voz

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de que estaba enferma; las migrañas y los cólicos vinieron en nuestra ayuda. La pobre
niña lloraba a menudo, pero la consolaba asegurándole que nunca la abandonaría. Me
confesó que no tenía padre ni madre y que no sabía de dónde era; que su tía era una
tía postiza que le había cogido cariño cuando tenía cuatro años. Ya no me sorprendía
que me la hubiera entregado tan fácilmente. Al cabo de cinco o seis meses vi
claramente que todo se descubriría en la vecindad, y con gran escándalo. Como la
quería mucho, pensé en ponerla en manos de personas hábiles que la pudiesen curar
de un mal que no es peligroso siempre que no se lo irrite queriéndolo ocultar
demasiado. Había que ir a París, donde es fácil esconderse. Puse mi casa bajo la
protección del señor cura y partí en mi carroza con Roselie, Bouju, su mujer, y mi
cocinero, que iba a caballo. Le había pedido al señor Acarel que me alquilase una
casa con un bonito jardín en el barrio de Saint-Antoine, resuelta a ir poco a la ciudad
hasta que la pequeña estuviese bien.
En cuanto llegamos, instalé a Roselie en casa de una comadrona[28], que la cuidó
muy bien; iba a verla todos los días y le hacía pequeños regalos para alegrarla. Sólo
pensaba en ella, no pensaba en mí ni en engalanarme. Llevaba siempre vestidos
discretos y cofia, y nunca me ponía pendientes ni lunares. Al fin, Roselie trajo al
mundo a una niña que hice educar convenientemente y que casé a la edad de
diecisiete años con un gentilhombre que contaba con cinco o seis mil libras de renta;
es muy feliz. Al cabo de seis semanas, su madre se tornó más bella que nunca y
entonces volví a pensar en mi propia belleza. Me arreglé mucho y fui a la comedia
con dos damas vecinas mías. Roselie hizo su aparición como un pequeño astro y
quedó, como yo, muy sorprendida cuando vio a Rosan en el papel de Maxime de
Cinna. Nos reconoció en seguida y nos visitó en nuestro palco. ¡No cabía en sí de
alegría y me pareció que Roselie no estaba disgustada! Le dije dónde vivía y lo
autoricé a visitarme. Lo vimos al día siguiente, no se cansó de elogiar la belleza de la
chiquilla: su pasión se despertó.
—Señora —me dijo—, mi fortuna está asegurada. Por el momento sólo dispongo
de la mitad, pero pronto la tendré entera. Son ocho mil libras de renta. Si me queréis
dar a Roselie me casaré con ella, y presumo que, tal como es y si no se ha olvidado de
decir versos, haré que la reciban en la compañía.
Le respondí que le hablaría de ello y que volviese al cabo de tres o cuatro días.
Hablé con ella aquella misma noche, mientras la abrazaba con toda mi alma:
—Pensad —le dije llorando— si queréis dejarme.
Me respondió muy fríamente que haría lo que yo quisiera. Aquello no me gustó y
decidí casarla. Desde el siguiente día la hice dormir en una habitación separada de la
mía; eso la afectó y creyó que estaba encolerizada; cuando todos estaban acostados,
vino a mi cama y me pidió mil veces perdón.
—¡Oh, señora! —me dijo—. ¿Dejaréis de amarme cuando esté casada?
—Sí, querida niña —le respondí—. Una mujer casada sólo debe amar a su
marido.

Página 60
Se puso a llorar y me abrazó tan tiernamente que la perdoné y me imaginé que
estábamos aún en Crespon.
Rosan volvió e insistió. Le dije que como Roselie carecía de bienes, primero era
necesario saber si la compañía estaba dispuesta a aceptarla.
—No, señora —respondió como buen enamorado—, no pido nada. Su persona es
su mayor tesoro.
No quise escucharlo y le dije que al día siguiente iría a la comedia, que Roselie
estaría en mi palco con sus mejores galas, que hiciera notar su presencia a sus
compañeros y que, después de la representación, y una vez que el público hubiera
salido, vinieran todos a rogarme que subiera al escenario con la muchacha para que
ésta recitara algunos versos. Así se hizo. Se representaba Le menteur[29]: Después de
la pieza, Floridor nos condujo al escenario y me divertí interpretando con la chiquilla
las escenas de Polyeucte que habíamos hecho juntas más de cien veces. Los
comediantes estaban extasiados y, sin otro examen, decidieron aceptar a Roselie. Pero
yo me opuse.
—Hay que consultar al público —les dije—. Anunciadla, que actúe cinco o seis
veces, y después veremos.
A Rosan le pareció mucho tiempo y a mí muy poco. Desde la noche de bodas
tenía que renunciar para siempre a la persona amada; sin embargo, había tomado una
decisión y no quería impedir el establecimiento de mi querida niña. Me había
percatado de que Rosan no le desagradaba. Actuó en público en el Hotel de Borgoña
y desde el primer día el parterre[30] la hizo callar a fuerza de aclamaciones. Los
comediantes la aceptaron formalmente y para empezar le ofrecieron la mitad de los
ingresos. Ella no tenía ropa de teatro, pues era muy cara. Le di mil escudos para que
la comprase y Rosan le dio otro tanto. Él comenzó a apremiar la boda; yo le daba
largas; unas veces, eran los trajes que mandaba hacer, otras la ropa interior, o que
quería celebrar la boda en mi casa. Al fin llegó el día fatal; Roselie se casó y nunca
más le toqué ni la punta del meñique. La boda se hizo a mis expensas y la colmé de
pequeños regalos. En Crespon le había regalado ya pendientes de cuatro mil francos.
En cuanto la chiquilla se casó volví a pensar solamente en mí; el deseo de ser
bella volvió a poseerme con furor; me hice trajes magníficos, me puse otra vez mis
preciosos pendientes, que no veían la luz desde hacía tres meses, las cintas, los
lunares, los aires coquetos, las muecas, de nada me olvidé. Sólo tenía veintitrés
años[31], aún me creía deseable y quería ser amada. Iba a todos los espectáculos y a
todos los paseos públicos. En fin, tanto hice que algunas personas me reconocieron y
me siguieron para saber dónde vivía. A mis familiares no les pareció bien que
siguiera interpretando un personaje que se me había perdonado en gracia a mi
juventud; vinieron a verme y me hablaron de ello tan seriamente que decidí dejar toda
aquella broma y con ese fin emprendí un viaje a Italia. Una pasión quita otra: jugué
en Venecia, gané mucho dinero, pero acabé devolviéndolo con creces. La pasión del
juego me ha poseído y ha trastornado mi vida. Feliz si hubiera jugado siempre a hacer

Página 61
la hermosa, incluso cuando ya me hubiera vuelto fea. El ridículo es preferible a la
pobreza.

Página 62
CRONOLOGÍA BIOGRÁFICA

1644 Nace François-Timoléon de Choisy en el palacio del Luxemburgo de


París —residencia de Gaston de Orleans, hermano de Luis XIII— hijo
de Jean de Choisy, consejero de Estado, luego canciller de Gaston, e
intendente del Languedoc; y de la señora de Belesbat, de la casa de
Hurault de l’Hôpital, famosa por haber dado a Francia notables
hombres de Estado.
François-Timoléon es el menor de tres hermanos, Jean Paul,
consejero del Parlamento de Toulouse, luego intendente de Auvernia, y
de Pierre, oficial del ejército real, y él mismo, destinado a la Iglesia, por
lo que recibe las órdenes menores a los nueve años.

1663 A los 18 años, François-Timoléon es nombrado abate de Saint-Seine, en


Borgoña, con beneficios.

1664 Choisy se fuga a Burdeos vestido de mujer, donde trabaja como


«actriz» durante cinco meses.

1666 Muere la señora de Choisy, madre del abate. François-Timoléon


acumula la herencia de su padre y la de una tía, más joyas, trajes de
mujer y mobiliario de su madre, además de beneficios de la abadía, y se
independiza de la tutela de sus hermanos. Comienza a exhibirse vestido
de mujer por consejo de la señora de La Fayette.

1671 A los 27 años se convierte en amante de la cuñada del célebre


predicador Bossuet. Ambos se dedican a recorrer los garitos de juego,
donde pierden sumas inmensas. Choisy deja a su amante para seguir su
vocación de travestido.

1672 Se instala en una casa del barrio popular de Saint-Marceau como


«señora de Sancy», papel que compagina a voluntad con sus deberes de
abate de Saint-Seine.
Hereda de su hermano Jean-Paul. Es obligado a habitar su
apartamento del Luxemburgo so pena de perderlo y abandona sus ropas
de mujer. Pierde su fortuna en las mesas de juego.

1673 Asiste, en la carroza de su amigo el cardenal de Bouillon, a la invasión


de Holanda. Presencia asimismo el sitio de Orsoy junto al hijo del
duque de Longueville. Toma parte en el paso del Rhin junto a
Longueville, que cae en el campo de batalla, y su hermano Pierre.

Página 63
1675 Se va a vivir a Bourges, en el Berry, como «condesa Des Barres». En
1776, con 32 años y cansado de su existencia provinciana, decide
regresar a París, a la vez que renuncia a su cargo de abate de Saint-
Seine.
De regreso en París, vuelve a sus antiguas costumbres: el juego, el
travestismo, las intrigas amorosas y las calaveradas, a menudo en
compañía del hermano de Luis XIV, Monsieur. El rey lo amenaza con
tomar severas medidas contra él.

1676 Choisy le pide permiso al rey para acompañar al cardenal de Bouillon a


Roma, donde se reúne el cónclave que deberá elegir Papa a Inocencio
XI. Choisy participa en los trabajos de los cardenales franceses y se
encarga de los despachos que éstos le dirigen a Luis XIV.
Pasa diez años en Italia vestido de hombre, donde juega y se arruina.

1684 Choisy cae gravemente enfermo y se recluye en el Seminario de


Misiones Extranjeras de París. Recapacita sobre su vida pasada y
debuta en la carrera literaria con la obra Cuatro diálogos sobre la
inmortalidad del alma, la existencia de Dios, la providencia y la
religión.

1685 Se embarca en una misión a Siam en calidad de «coadjutor de


embajada» a las órdenes del caballero de Chaumont, con el encargo de
convertir al catolicismo al rey de Siam y abrir para Francia vías
comerciales en Oriente. El viaje dura en total quince meses, más tres
que la embajada permanece en Siam.
Choisy se ordena sacerdote en el barco que lleva a la expedición de
vuelta a Francia, el Oiseau, y oficia en él su primera misa. Escribe una
crónica de su viaje en un estilo conciso, moderno y vivo con el título
Diario de mi viaje a Siam.
A causa de una torpeza diplomática pierde el favor de Luis XIV y
debe vivir alejado de la corte, en el Seminario de Misiones. Enferma
gravemente, se ve en las simas del infierno y se «convierte». Comienza
una intensa dedicación a la escritura de obras edificantes dedicadas al
rey y a su piadosa favorita, madame de Maintenon, todas las cuales
tienen éxito debido a su estilo ameno y elegante.

1687 Es recibido en la Academia Francesa y se congracia con el rey. También


escribe varias novelas y, a lo largo de los años, unas memorias sobre
Luis XIV y su corte, que pretende entremezclar con sus aventuras como
mujer, aunque nunca lleva a cabo el proyecto, e incluso quema algunas
partes de su relato.

Página 64
1689-1697 El abate de Belesbat, tío de Choisy, le otorga el priorato de Saint-
Benoît, con un beneficio de seis o siete mil libras de renta. Es nombrado
prior de Saint-Lô de Ruen. Más tarde, es nombrado gran deán (cargo
inmediatamente inferior al de obispo) de la catedral de Bayeux.

1706 Recibe los beneficios del arzobispado de Auch, más dos de Bayeux, y
los correspondientes a sus otros cargos eclesiásticos, lo cual no le
impide arruinarse varias veces a causa del juego, hasta el punto de tener
que vender sus tierras de Balleroy, que habían pertenecido a su hermano
Pierre.

1724 Muere François-Timoléon de Choisy a los 80 años, decano de la


Academia Francesa, prior de Saint-Lô de Ruen, de Sain-Benoit-du-
Salut, de Saint-Gelais, y gran deán de la catedral de Bayeux.
Lega sus escritos inéditos, entre los cuales se halla el relato de su vida
como mujer, al marqués de Argenson, pariente suyo e importante
hombre de Estado.

1727 El abate de Olivet publica parte de los papeles póstumos de Choisy con
el título Memorias para servir a la historia de Luis XIV.

1735 El abate Langlet-Dufresnoy publica clandestinamente, en Amberes, un


fragmento de las memorias de Choisy como mujer con el título
Aventuras de madame la condesa Des Barres.

1777 D’Alembert lee en la Academia su Elogio del abate de Choisy, que


constituye más bien una reprimenda de corte moralista.

1862 El escritor y erudito Paul Lacroix publica en París el texto íntegro de


dichas memorias, con el título Aventuras del abate de Choisy vestido de
mujer.

Página 65
FRANÇOIS-TIMOLEÓN DE CHOISY (1644-1724), nació en la muy libertina corte
francesa. Su madre pertenecía a las cortesanas de Ana de Austria y a él desde
pequeño lo juntaron con el hermano menor del futuro Luis XIV, Felipe de Orleans.
Ya desde pequeño acudía a sus citas con el príncipe vestido de niña, práctica que no
abandonó al llegar a los 18 años. Acostumbrado a los corsés, su cuerpo parecía el de
una mujer, pues desde niño los había llevado. Él era la Dama y el «alegre» príncipe el
«Monsieur». Al mismo tiempo había sido honrado con el título de Abate de Choisy.
Tras ser pillado en la toilette de mujeres con 20 años, tuvo que huir de la Corte y se
juntó con un grupo de comediantes: Él era la actriz. Su cultura y buena voz le
permitieron gozar de un relativo éxito. Como Señora de Sancy o Condesa des Barres
volvió a París, donde no le faltaron pretendientes masculinos. Pero a Timoleón no le
iban estos pretendientes, a él/ella le encantaban las mujeres jóvenes, a las que le
encantaba vestir de hombre. Él mismo contó sus largas correrías siempre vestido de
mujer.
Arruinado completamente recuperó su presencia de Abate, abrazó el sacerdocio,
acudió a visitar al Papa y se dedicó a escribir libros moralizantes y de viajes, de algo
tenía que vivir. Gracias a ello entró en la Academia Francesa y Luis XIV lo envió de
embajador a Siam. Se desconoce si durante esta época por las noches sacaba a la
Condesa des Barres a realizar sus perversas correrías. Lo cierto es que si conocemos
su historia es gracias a sus propias memorias.
Publicadas sus memorias tras su muerte, en la primera edición no aparecían los
elementos más transgresores. Siete años después aparecieron clandestinamente los
fragmentos que hablaban de la Condesa y a mediados del s. XIX Paul Lacroix
publicará íntegramente Las Aventuras del Abate de Choisy vestido de mujer. Una
frase resalta de sus memorias:

Página 66
«Yo he vivido tres o cuatro vidas diferentes: hombre, mujer y siempre en los
extremos».

Página 67
Notas

Página 68
[1] Título que recibía el hermano segundo del rey. <<

Página 69
[2] Marie-Madeleine Pioche de la Vergne, señora de La Fayette (1634-1693), fue la

iniciadora de la novela de análisis psicológico. Autora de La princesa de Cleves.


Amante de La Rochefoucauld. En el momento de la acción, la señora de La Fayette
era camarera de Enriqueta de Inglaterra, esposa de Monsieur. <<

Página 70
[3] Peinado que puso de moda la señorita de Fontanges, amante de Luis XIV, un día

que, yendo a caballo, se despeinó y tuvo la idea de recogerse el cabello en lo alto de


la cabeza con una liga. <<

Página 71
[4] Se refiere a la marquesa de Lambert, dama que animó a Choisy a escribir la

historia oculta de su vida. <<

Página 72
[5] Burdeos. <<

Página 73
[6] Los Trévoux: toma el nombre de Trévoux, capital de Dombes, famosa por su

imprenta (1603) que publicaba el Journal de Trévoux y el Diccionario de Trévoux.


El Mercure Galant fue una revista semanal fundada en 1672 por Donneau de Visé
para informar al público acerca de todo tipo de asuntos; publicaba también anécdotas
y poemas. Su lectura era obligada si se quería estar al día. Dio lugar al Mercure de
France. <<

Página 74
[7] El chanteau era un simbólico trozo de pan que se pasaban cada mes en algunas

parroquias quienes tenían que ofrecer el pan bendito y hacer a continuación la


colecta. Se escogía a menudo a una mujer hermosa para estimular la generosidad de
los parroquianos, sobre todo masculinos. <<

Página 75
[8]
Estos productos eran una gran novedad en la época y sólo la nobleza había
empezado a consumirlos. <<

Página 76
[9]
Choisy se refiere sin duda al pintor de la escuela francesa François Detroy
(1645-1730), especialista en retrato, sobre todo femenino. <<

Página 77
[10] Cama, en lenguaje infantil. <<

Página 78
[11] El ruisseau o arroyo parisino eran las aguas residuales que discurrían por la

ciudad a cielo abierto, arrastrando todo tipo de desechos y produciendo un lodo


espeso y maloliente. De ahí vienen las expresiones «acabar en el arroyo» o «vivir en
el fango», aplicadas a las prostitutas callejeras. <<

Página 79
[12]
Louis-Antoine de Noailles (1651-1729) —citado en el encabezamiento del
fragmento— fue arzobispo de París en 1695 y cardenal en 1700, por lo que las fechas
no concuerdan con el relato de Choisy, que sitúa la acción hacia 1672. Algún autor
(Mélia) cree que se trataba del propio Mazarino. <<

Página 80
[13] Las señoritas de Montfleury y Montdory eran actrices e hijas de los prestigiosos

actores del mismo apellido. <<

Página 81
[14] Luis XIV. <<

Página 82
[15] Moneda de oro con valor de dos escudos acuñada por Felipe II. <<

Página 83
[16] Henri de la Tour d’Auvergne, vizconde de Turenne (1611-1675). Mariscal de

Francia y uno de los jefes de la Fronda. <<

Página 84
[17] El escritor Louis de la Rochefoucauld, a la sazón amante de la señora de La

Fayette. <<

Página 85
[18] Danza francesa con un ritmo solemne de tres tiempos, muy en boga en el siglo

XVII. <<

Página 86
[19] Favorito y amante de Monsieur. <<

Página 87
[20]
Este antipático individuo inspiró a Molière el personaje de Alceste de El
misántropo. <<

Página 88
[21] La villa de Bourges se hallaba a 226 kilómetros de París y era la capital del Berry.

<<

Página 89
[22] Vestido de seda gris con florecillas que llevaban las modistillas. <<

Página 90
[23] Las personas que podían permitírselo eran servidas por sus propios criados en los

ágapes servidos en casa ajena. <<

Página 91
[24] En el siglo XVII era común que las personas de alto rango recibiesen en la alcoba a

las visitas, en la llamada grand ruelle. Éste era el espacio que quedaba libre alrededor
de la cama —que no se apoyaba ya contra la pared— y delimitado por las cortinas de
aquélla, formando una especie de gabinete que se amueblaba con lujo y comodidad.
En la grand ruelle se conversaba, se tocaba música, se rezaba. Fue un espacio
precursor del característico salón del siglo XVIII. <<

Página 92
[25] En realidad, Choisy tenía cerca de 30 años. <<

Página 93
[26] Josias de Soulas, señor de Primefosse, llamado Floridor, fue un célebre actor

francés. Mosquetero, después actor; a partir de 1647 trabajó en el Hotel de Borgoña.


Su estilo era natural, al gusto de Molière. Luis XIV decidió a su favor un dictamen
del Consejo que establecía que la profesión de comediante no abolía los privilegios
de la nobleza. <<

Página 94
[27] El hotel de los duques de Borgoña fue convertido en teatro en 1548. En el siglo

XVII trabajaron en él Floridor, Montfleury y Montodory. En 1660 su compañía se


fusionó con la del teatro Guénégaud (excompañía de Molière) para formar la
Comédie Française. <<

Página 95
[28] Respecto a la institución de la comadrona dice Louis-Sébastien Mercier en su

célebre Tableau de Paris: «Cuando una chica soltera está embarazada dice que se va
al campo (en el caso de Choisy es a la inversa), pero no tiene necesidad de salir de
París para parir. Cada calle tiene una comadrona que recibe a las chicas embarazadas.
Los apartamentos están divididos en cuatro habitaciones iguales y cada chica habita
su célula, donde no es vista por su vecina, durante dos o tres meses. La chica espera
el momento del parto, sale después de la cuarentena y vuelve a casa y a la sociedad
(…) La comadrona se encarga de todo, bautiza al niño, le pone una nodriza o lo
manda al hospicio, según la fortuna del padre o los temores de la madre. Se cuentan
en París 200 matronas y nacen de este modo alrededor de 20.000 niños». <<

Página 96
[29] Única comedia de Corneille. <<

Página 97
[30] El parterre era la actual platea de los teatros, desde donde el público contemplaba

el espectáculo de pie. Debido al desorden y el ruido que ello ocasionaba se acabaron


colocando asientos, al modo actual, a petición de Voltaire. <<

Página 98
[31] Quiere decir treinta y tres. <<

Página 99

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