Así discute Habermas
Una biografía del filósofo alemán, de 90 años, permite rastrear las
grandes polémicas intelectuales del último medio siglo. Su defensa de los
valores de la Ilustración y su crítica a la amnesia respecto al pasado nazi
han hecho de él una conciencia moral de Europa
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GORKA LEJARCEGI
JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS
9 ABR 2020 - 22:54 CEST
En noviembre de 2004 Jürgen Habermas viajó a Japón para recibir el Premio Kioto,
convocado por una empresa tecnológica y dotado con 800.000 euros. Allí impartió dos
conferencias. La primera la dedicó al libre albedrío y la responsabilidad del ser humano. En
la segunda atendió el encargo de sus anfitriones: “Por favor, hable de usted mismo”. Era la
primera vez que lo hacía en público. Tenía 75 años y estaba a 9.000 kilómetros de su casa.
Allí recordó las dolorosas operaciones de paladar a las que fue sometido de niño en su
ciudad, Düsseldorf, para tratar de corregir una fisura congénita que marcó para siempre su
pronunciación. También recordó la “sensación de vulnerabilidad” que eso le causaba.
Luego habló de la otra gran herida que ha marcado su vida, un pasado poco ejemplar del
que su familia formó parte: sus padres lo alistaron con 10 años a las juventudes hitlerianas y
su progenitor, afiliado al partido nazi, terminó en las cárceles estadounidenses como
prisionero de guerra. Por supuesto, habló de aquello que le hizo cambiar la medicina, su
primera vocación, por la filosofía: la impresión que le causaron los crímenes descritos en
los juicios de Núremberg, la falta de autocrítica de sus compatriotas y el miedo a que
Alemania recayera en el delirio que había partido por la mitad la historia de la humanidad.
Como a todos los galardonados, también a Habermas le tocó acuñar una máxima destinada
a la juventud. La suya dice: “Nunca te compares con un genio, pero trata siempre de criticar
la obra de un genio”. Él se ha pasado la vida poniendo esa frase en práctica. Es lo que se
deduce de la lectura de la biografía que le dedicó su discípulo Stefan Müller-Doohm en
2014 y que Trotta acaba de publicar en castellano en versión de Alberto Ciria. El puntilloso
Müller-Doohm, que nos habla de la colección de pintura de su maestro o consigna la
generosa dotación de cada premio que le otorgan, pasa de puntillas por la intimidad del
filósofo, pero a cambio nos permite asistir a las grandes polémicas intelectuales del último
medio siglo. En casi todas ha tenido algo que decir Habermas. Se enfrentase al genio que se
enfrentase.
Marcha de las Juventudes Hitlerianas en Gummersbach para intervenir en la Línea Sigfrido
en 1944. Habermas, en primer plano, con flores en la gorra. ARCHIVO FOTOGRÁFICO
LOCAL DE LA COMARCA DE OBERBERG.
Con Heidegger contra Heidegger
Jürgen Habermas suele recordar que lo que convierte a un sabio en intelectual es la
capacidad de irritarse. Él fue lo segundo antes de ser lo primero. En 1953, cuando ultimaba
su tesis doctoral sobre Schelling en la Universidad de Bonn bajo la dirección de Erich
Rothacker —que en 1933 había pedido el voto para Hitler—, Habermas recibió un regalo de
manos de su amigo Karl-Otto Apel: el nuevo libro de su pensador vivo favorito, Martin
Heidegger. Se trataba de Introducción a la metafísica, las clases que el autor de Ser y
tiempo había impartido en Friburgo en 1935. La reedición no tenía notas aclaratorias y las
apelaciones a “la verdad y la grandeza internas de este movimiento [el nacionalsocialismo]”
indignaron al doctorando.
Aquel “curso impregnado de fascismo” lo llevó a enviar un artículo al Frankfurter
Allgemeine Zeitung cuyo título lo dice todo: ‘Pensando con Heidegger contra Heidegger’.
Uno tenía 63 años, el otro, 24. Más que el desprecio del viejo pensador por el igualitarismo
democrático, lo que molestaba al joven era su negativa a la autocrítica y la posibilidad de
que ese silencio contaminara su filosofía: “¿Puede interpretarse también el asesinato
planificado de millones de personas, del que hoy ya no ignoramos nada, como un error que
nos fue deparado como un destino en el contexto de la historia del ser? ¿No es la principal
tarea de los que se dedican al oficio del pensamiento la de arrojar luz sobre los crímenes que
se cometieron en el pasado y mantener despierta la conciencia sobre ellos?”.
Heidegger tardó dos meses en contestar. Lo hizo en una carta a Die Zeit para aclarar que el
movimiento al que se refería no era el nazi, sino el encuentro entre el hombre y la técnica.
Sonaba a salida por la tangente, pero cuando en los años ochenta y noventa recriminarle su
proximidad al nazismo se convirtió en tendencia, Habermas volvió a la palestra para
recordar que su reproche no se dirigía tanto a esa cercanía de 1933 como a su negativa a
reconocer su error a partir de 1945. “La discusión acerca del comportamiento político de
Martin Heidegger no puede ni debe servir al propósito de una difamación y desprecio
sumarios”, escribió en 1991. “Como nacidos después, no podemos saber cómo nos
habríamos comportado nosotros en esa situación de dictadura”.
Jürgen Habermas y Theodor W.
Adorno en el congreso de sociología en Heidelberg, en abril de 1964. ARCHIVO PERSONAL
DE JÜRGEN HABERMAS
Las dos cabezas del Café Marx
Meses después de aquella polémica, Jürgen Habermas publicó su primer artículo largo en la
prestigiosa revista Merkur: ‘La dialéctica de la racionalización’. En él analiza la alienación
que generan tanto el trabajo en cadena como el consumo sin freno. Y avisa: de la
producción al transporte, pasando por la comunicación o el ocio, la “cultura de las
máquinas” terminará dominando nuestra vida. Cada día estaremos más lejos de la
naturaleza y del resto de los seres humanos. Hace seis décadas de aquel aviso.
El encontronazo heideggeriano y ese artículo, empezando por el título, provocaron una
llamada: Theodor Wiesengrund Adorno quería conocerlo. El coautor de Dialéctica de la
Ilustración había vuelto del exilio americano para reconstruir el Instituto de Investigación
Social (IIS), que pasaría a la historia de la cultura como Escuela de Fráncfort y a la del
humor culto como Café Marx o Gran Hotel Abismo. La primera denominación, que
bromeaba con la adscripción materialista de sus miembros, surgió casi a la par que su
fundación en 1923. La segunda se debe a Georg Lukács, que describió la influyente escuela
como un lujoso hotel colgado sobre un precipicio.
En 1956, Habermas ingresó en el Instituto como ayudante de Adorno y sin sueldo los seis
primeros meses. La relación entre ambos fue cordialísima desde el primer momento.
Además, a Gretel Adorno, esposa de su nuevo mentor, el recién llegado le recordaba a su
amigo Walter Benjamin, que se había suicidado en Port Bou en 1940 mientras huía de la
Gestapo. Sin embargo, no todo era armonía. A Max Horkheimer, codirector del IIS, le irrita
de tal manera la militancia pacifista y antinuclear del nuevo ayudante que pide a su colega
que lo despida. Adorno, que no se doblega, solo se explica tal animadversión porque el
veinteañero le recuerda a Horkheimer su propio pasado socialista, del que reniega.
La sombra de la República Democrática Alemana era muy alargada y enrarecía cualquier
discusión en la República Federal. Tanto que durante la Guerra Fría Habermas se describe
como “anti-anticomunista”. “Yo no soy marxista”, escribe, “en el sentido de que haya
creído en el marxismo como si fuera un certificado de patente. Pero el marxismo me dio el
estímulo y los medios analíticos para investigar cómo se desarrollaba la relación entre
democracia y capitalismo”. Su biógrafo subraya que, lejos de toda intención revolucionaria,
a partir de la década de los sesenta se centró en la necesidad de “domesticar” el capitalismo
con una democracia garantizada por un Estado de derecho con “rostro social”. Pese a que la
relación de Habermas con Fráncfort será un ir y venir —con temporadas en Berlín, el
Heidelberg de Gadamer o el Instituto Max Planck de Starnberg—, su figura marcó la
segunda generación del Instituto. Era el hombre que encendió la linterna que lo sacó de un
túnel tan largo como fascinante: el pesimismo antropológico de la primera.
Con
Jacques Derrida el 23 de junio de 2000 en el aula VI de la Universidad Goethe de
Fráncfort. RALF OESER
Tiempos posmodernos
En 1979, el francés Jean-François Lyotard publicó un “informe sobre el saber” en la
sociedad posindustrial cuyo título haría fortuna: La condición posmoderna. Conceptos
como conocimiento, libertad y progreso quedaban estigmatizados como grandes relatos
destinados a legitimar una autoridad intelectual y política caducas. Tras ellos no habría más
que interés y voluntad de poder. Habermas respondió a lo que calificó de pensamiento
“neoconservador” con una vehemente defensa de los valores de la razón ilustrada. También
él tenía un título afortunado: La modernidad: un proyecto inacabado. En su opinión, sobre
la línea antimoderna “francesa” —que lleva de Bataille a Derrida y pasa por Foucault—
“pende el espíritu de un Nietzsche redescubierto en los años setenta”.
En 1981, el filósofo de la “esfera pública” termina, con 52 años, su obra más importante, un
“monstruo”, en sus propias palabras, “recalcitrantemente académico”: Teoría de la acción
comunicativa. En sus dos tomos sintetiza sus investigaciones filosóficas y sociológicas para
defender los valores del acuerdo, el consenso y el mutuo entendimiento. No se trata,
sostiene, de buscar la verdad al margen de los intereses, sino de rastrear el modo en que las
ideas de verdad, libertad y justicia están “constitutivamente insertas” en las estructuras del
lenguaje. Los fundamentos de una sociedad no pueden proceder de un más allá metafísico
—religioso, político o económico—, sino del lenguaje que comparten sus ciudadanos: “La
verdad no existe en singular”. De ahí la fe de Habermas en la democracia deliberativa y en
lo que más tarde —frente a la ebriedad nacionalista que conllevó la reunificación alemana
— denominará “patriotismo constitucional”, un concepto que terminará extendiéndose por
toda Europa.
La herida alemana
Desde la llamada “disputa del positivismo” entre Adorno y Popper, Jürgen Habermas no ha
dejado de participar en las discusiones académicas de su disciplina, pero la mayoría de sus
intervenciones públicas han estado, de un modo u otro, atravesadas por la necesidad de no
olvidar una lección: la del Holocausto. De ahí su insistencia en la responsabilidad —que no
culpa— colectiva de los alemanes durante la “disputa de los historiadores” de los años
ochenta. También sus reservas sobre la participación del Ejército germano en las misiones
de la OTAN en los Balcanes durante los noventa. “¿Qué significa para usted hoy ser
alemán?”, le preguntó un periodista italiano en 1995. Su respuesta: “Encargarme de que la
aleccionadora fecha de 1945 no caiga en el olvido por culpa de la fecha feliz de 1989”.
Max Frisch, Hildegard Unseld, Jürgen Habermas, Martin Walser y Ute Habermas en junio
de 1977 en el lago de Costanza, viendo nadar a Siegfried Unseld, director de la editorial
Suhrkamp, en la que el filósofo ejercía como asesor. JOACHIM UNSELD
Incluso cuando Peter Sloterdijk da a conocer sus Normas para el parque humano —la
superación del humanismo tradicional desde la “antropotécnica” genética—, Habermas se
fija en lo que considera “el núcleo fascista de una llamada social-darwinista a la crianza”.
En su propia respuesta, Sloterdijk pone el dedo en la misma llaga: “La era de los hijos
hipermoralizantes de padres nacionalsocialistas se está extinguiendo”. Con todo, lo terrible
para el “hijo moralizante” no fue que esa opinión viniera de alguien nacido en 1947, sino
que alguien nacido en 1927 pudiera compartirla. Fue el caso del novelista Martin Walser,
íntimo amigo suyo desde los tiempos en que el filósofo era una de las personas más
influyentes en la editorial Suhrkamp. Walser aprovechó su discurso de recepción del gran
premio de la feria de Fráncfort de 1998 tanto para atacar a los intelectuales que siguen
agitando la “maza moral de Auschwitz” como para criticar el monumento al Holocausto que
Peter Eisenman proyectaba junto a la Puerta de Brandeburgo, elogiado por Habermas por su
carácter abstracto y antimonumental. Cuando este responda a su ya examigo lo hará
calificando sus argumentos de “eructos de un pasado indigesto que brotan periódicamente
de las tripas de la República Federal”.
En aquel discurso autobiográfico de Kioto, Jürgen Habermas aceptó la etiqueta de “filósofo
intelectual”, pero rechazó la de clásico y hasta la trascendencia de su biografía particular.
La tarea del intelectual, dijo, no es más que “mejorar el lamentable nivel de discurso de las
confrontaciones públicas” y evitar a toda costa el cinismo. Un clásico es otra cosa. “En
nuestra disciplina”, explicó, “se denomina clásico a aquel que con su obra permanece como
un contemporáneo. El pensamiento de tales clásicos es como un volcán en ebullición que va
depositando como escoria las distintas fases de su biografía. Esta imagen nos la imponen los
grandes pensadores del pasado cuya obra resiste el cambio de los tiempos. Por el contrario,
nosotros, los filósofos contemporáneos, que no somos otra cosa que profesores de filosofía,
permanecemos solo como contemporáneos de nuestros contemporáneos”.
Habermas cumplió 90 años el pasado junio convertido en un icono de la cultura mundial al
que las enciclopedias, como por resorte, siguen asociando al célebre Instituto de
Investigación Social de Horkheimer y Adorno. Tal vez porque no dan crédito a una historia
que corre desde hace décadas entre los filósofos. Un profesor estadounidense aterriza en
Alemania, se sube a un taxi y dice: “A la Escuela de Fráncfort”. El taxista responde: “¿A
cuál de ellas?”.
Jürgen Habermas. Una biografía. Stefan Müller-Doohm. Traducción de Alberto Ciria.
Trotta, 2020. 644 páginas. 39 euros (papel) / 23,99 (digital).