Akhenaton
Akhenaton
Akhenaton
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Naguib Mahfuz
Akhenatón
El rey hereje
ePub r1.1
GONZALEZ 20.03.16
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Título original: Al-A’ish F’il-Haqiqa
Naguib Mahfuz, 1985
Traducción: Ángel Mestres Valero
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TABLA CRONOLÓGICA
DE LA HISTORIA DE EGIPTO
I DINASTÍA (2850-2750)
Narmer Miebis (Anzib)
Aha (Atotis) Semempses (Semerjet)
Kenkenes (Zer) Bieneches (Kaj-a)
Menefes (Zet)
Den
II DINASTÍA (2750-2650)
Hetepsejemui Ninecher
Nebre Peribsen (Sejemib)
Neterimu-Neterem (Binotris) Jasejem (luego Jasejmui)
Raneb
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IV DINASTÍA (2600-2480)
Unión de todas las fuerzas del país bajo el poder del Estado gobernado por el
dios-rey. Construcción de las grandes pirámides.
Snofru Kefrén
Keops Micerino
Radyedef Shepseskaf
V DINASTÍA (2480-2350)
El culto a Ra, dios solar de Heliópolis, se convierte en religión del Estado.
Aumenta considerablemente la influencia de los grandes sacerdotes y de los altos
funcionarios.
Userkaf Neuserre
Sahure Menkauhor
Neferkare Isasi
Shepseskare Unas
Raneferef
VI DINASTÍA (2350-2230)
Cada vez adquiere más importancia el poder de los príncipes feudales, cuyas
rivalidades acarrearon la ruina de la dinastía.
Teti (Otoes) Mernerá
Fiops (Pepi) I Fiops (Pepi) II
VII A X DINASTÍAS
Revueltas y levantamientos regionales. En el país se produce una transformación
social radical. Carencia casi absoluta de monumentos arqueológicos, pero
florecimiento local de las artes, sobre todo de la literatura, en la corte de
Heracleópolis.
XI DINASTÍA (2052-1991)
Preponderancia de los príncipes tebanos en las disputas con la poderosa casa
real de Heracleópolis.
Antefa (Inhotef) I-IV
Mentuhotep Nebhepetre I y II
Mentuhotep III y IV
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XII DINASTÍA (1991-1778)
Los reyes suprimen la anarquía que desuela el país, marcando los límites de cada
provincia.
La paz favorece el nuevo florecimiento de la cultura.
Se traslada la corte a Fayum.
Amenemhet I Sesostris III
Sesostris I Amenemhet III
Amenemhet II Amenemhet IV
Sesostris II Sebeknefrure
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Amosis Hatsepsut
Amenhotep I Thotméis III
Thotmés I y II
XX DINASTÍA (1200-1085)
Ramsés III combate victoriosamente, por mar y por tierra, contra los ejércitos de
los pueblos mediterráneos. Durante el reinado de sus sucesores va disminuyendo el
poder real en manos de los sacerdotes de Amón.
Setnejt
Ramsés III
Ramsés IV-XI
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Hritor Osorkon I
Smendes Siamón
Psusennes I Psusennes II
Painozem I División del país en Tebas y Tanís
Amenemepet
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XXVII DINASTÍA (525-332)
Reyes Persas:
Cambises Artajerjes
Darío I Darío II
Jerjes I
XXXI DINASTÍA
Alejandro Magno Filipo Arrideo
(conquista de Egipto en 332) Alejandro IV
XXXII DINASTÍA
Ptolomeo (Sátrapa de Egipto 322-305, rey 305-284)
ÉPOCA ROMANA
Emperadores romanos
(desde el año 30 a. C. hasta el 395 d. C.)
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DOMINACIÓN ÁRABE (a partir de 638 d. C.)
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EL ORIGEN DE LA HISTORIA
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Mi curiosidad nació de una emocionante visión, mientras la nave surcaba la fuerte y
tranquila corriente, al final de la estación del desborde del Nilo. El viaje había
empezado en nuestra ciudad, Sais, y discurría hacia el sur, hacia Panopolis, donde
íbamos a visitar a mi hermana, que vivía allí desde su boda. Un cierto día, al
atardecer, pasamos por una ciudad extraña. A través de sus columnas se entreveía su
polvorienta grandeza. La muerte se arrastraba ávida por sus rincones y por todos sus
objetos. Agazapada entre el Nilo a Poniente y la colina a Oriente, desnuda de árboles,
sus calles vacías, sus puertas y ventanas cerradas como párpados caídos. Ninguna
vida palpitaba en ella, no se percibía ningún movimiento. El silencio y la tristeza se
cernían sobre ella, la muerte aparecía por todas partes. La recorrí con la mirada y mi
pecho se sobrecogió. Corrí hacia el lugar donde mi padre estaba echado, en un diván,
sobre una tarima, y le pregunté, con el debido respeto por su vejez:
—¿Qué sucedió en esta ciudad, padre?
Y respondió sin titubear:
—La ciudad del Hereje, la ciudad infiel y maldita, Miri-Mon…
Volví mi mirada hacia ella con emoción redoblada mientras mis recuerdos se
agolpaban, y pregunté de nuevo:
—¿No hay nadie vivo en ella?
Y respondió brevemente:
—Seguramente la mujer del Hereje todavía respira en su palacio o en su prisión,
como también es cierto que hay todavía algunos guardianes, sin duda…
Murmuré recordando:
—¡Nefertiti!
—¿Por qué te interesan su soledad y su historia?
De golpe recuperé mis recuerdos de infancia, en el palacio de mi padre en Sais, y
las conversaciones de los mayores sobre el ciclón que se abatió sobre la tierra de
Egipto y el imperio, y lo que acordaron en llamar «guerra de los dioses», y el joven
faraón que rompió con las tradiciones y desafió a los sacerdotes y al destino. Sí,
recordé esos días olvidados, y los rumores sobre una nueva religión, y los dilemas de
las gentes entre fe y obediencia, y las discusiones sobre las verdades ocultas, las
amargas derrotas, la victoria empañada de tristeza. He aquí la ciudad de los prodigios,
entregada a la muerte. He aquí a su señora encarcelada, que ha debido probar el
amargo trago de la soledad. He aquí mi joven corazón que palpita violentamente
deseando saberlo todo. Le dije a mi padre:
—No me volverás a acusar de indolencia, padre: un anhelo sagrado por saber la
verdad me asalta como el viento del norte. Debo registrarlo todo, como hiciste tú en
tu juventud, padre…
Me miró con sus ojos cansados y dijo:
—Quiero saberlo todo sobre la ciudad y su constructor, sobre el drama que
desgarró a sus habitantes y destruyó el imperio.
Dijo seriamente:
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—Ya lo oíste todo en el templo.
Le repliqué con ardor:
—Dijo el sabio Qaqimna: «No juzgues nada hasta que hayas escuchado a todas
las partes».
—En este caso, la verdad está clara sin escuchar a la otra parte, el Hereje murió…
Dije con ardor redoblado:
—Muchos de los que vivieron los hechos todavía están vivos, padre, y muchos de
ellos son tus compañeros y amigos. Una recomendación tuya podría abrirme las
puertas de par en par y desvelarme aquellos secretos. Así podría conocer la verdad
antes de que se la lleve el tiempo como se ha llevado a la ciudad…
Continué argumentando hasta que accedió a mis deseos, quizás incluso lo deseaba
en su interior, debido a su antigua pasión de cronista y a su amor por la ciencia, que
convirtió su palacio en lugar de reunión de hombres de ciencia y de religión, e hizo
de su propietario «Señor del buen país y de la vasta ciencia». Su palacio era conocido
por sus banquetes fastuosos, en los que se contaban historias y se recitaba poesía.
Me escribió una carta de recomendación para los ancianos contemporáneos de
aquellos hechos, quienes los vivieron, de cerca o de lejos, quienes conocieron su
dulzura y más tarde su amargura, y quienes vivieron primero la amargura y luego la
dulzura. Y me dijo:
—Tú mismo has escogido tu camino, Miri-Mon, ve y que Dios te guarde: algunos
de tus abuelos fueron a la guerra, otros se dedicaron a la política o al comercio; tú
deseas dedicarte a la verdad. Todos han hecho según su designio. Sin embargo,
guárdate de levantar la ira del poderoso o de insultar a la prostituta, sé como la
historia, que escucha a todo el que habla sin inclinarse ante nadie, para luego entregar
la pura verdad a los que observan.
Me alegré de abandonar la inactividad y adentrarme en el flujo de la historia, que
no conoce principio ni fin, y que añade a su curso todo lo que merece la pena, en una
ola persistente de amor a la verdad eterna…
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EL SACERDOTE DE AMÓN
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Tebas volvió a su edad dorada, después de haber experimentado la amargura del
éxodo y la decadencia en tiempos del Hereje. Se convirtió de nuevo en la capital; su
nuevo faraón, Tutankhamón, hizo reverdecer el trono. Los hombres de paz y de
guerra regresaron, y los sacerdotes ocuparon de nuevo sus templos. Los palacios
volvieron a ser habitados y sus jardines reverdecieron. El templo de Amón volvió a
erguirse de nuevo con sus columnas gigantescas y sus jardines en flor. Los mercados
bullían de gentío, vendedores y mercancías. Todo resplandecía con poder y
estabilidad y el tráfico era inacabable. Cuando la visité por primera vez en mi vida,
me deslumbraron su nobleza, sus edificios, sus palacios y sus gentes sin fronteras. El
griterío y el ruido reinante me aturdía, así como sus carromatos y sus baldaquines. Mi
ciudad, Sais, me pareció en comparación un pueblecito adormecido y mudo. A la
hora acordada me dirigí hacia el templo de Amón, y crucé el patio de las columnas en
pos de un sirviente. Luego giré hacia un corredor lateral que me condujo a la sala en
la que me esperaba el gran sacerdote. Cuando le vi, estaba sentado al fondo, en un
trono de ébano, con dos asideras de oro. Era un viejo decrépito con la cabeza rapada,
vestido con una túnica larga y ancha. Ceñía su cabeza una cinta blanca. Me dio la
impresión de gozar, a pesar de su vejez, de una vitalidad excelente y de un corazón
tranquilo.
Me dio saludos para mi padre y alabó su lealtad:
—En los tiempos difíciles es cuando se conoce a los hombres fieles.
Alabó mi proyecto murmurando:
—Hemos derribado el muro con todas las mentiras que contenía, sin embargo la
verdad debe ser escrita.
Inclinó su cabeza con benevolencia, mientras decía:
—Hoy Amón se sienta en su trono, y se yergue en su nave sagrada en el
sanctasanctórum como señor de los dioses, protegiendo a Egipto, rechazando a sus
enemigos. Sus sacerdotes han recuperado el control total. Él es quien liberó nuestro
valle con mano enérgica, y extendió nuestras fronteras al norte y al sur, a Oriente y a
Occidente, con mano firme, él es el dios que vence, y humilla a quien le traiciona.
Me incliné en signo de adoración hasta que me dieron permiso para sentarme en
un asiento bajo, delante de él. Recogí mis ropas para escucharle, cuando empezó a
hablar el gran sacerdote:
—Es una triste historia, Miri-Mon, que empezó con lo que parecía un rumor
inocente. La madre del Hereje, la gran reina y mujer del faraón Amenhotep III era
una mujer de origen humilde por cuyas venas no fluía sangre real. De una familia
nubia, era fuerte e inteligente como si tuviera cuatro ojos que le permitieran ver en
todas direcciones al mismo tiempo. Al principio parecía que deseara complacernos, y
nunca olvidaré lo que me dijo el día de la celebración de la fiesta del Nilo:
—Vosotros sois nuestro bien y nuestra bendición, sacerdotes de Amón.
Solía mirar fijamente a los hombres más enérgicos con sus grandes ojos, hasta
que les obligaba a inclinar la cabeza aturdidos. Nunca temimos nada de ella, ni nos
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hizo olvidar el amor de los faraones de la noble familia hacia los sacerdotes de
Amón, hasta que nos dimos cuenta de que la reina se interesaba por ampliar el lugar
de los estudios religiosos para abarcar el culto de los dioses, y en particular el del dios
Atón. El asunto fue más allá de un mero interés en otras religiones, que nosotros
respetamos y santificamos, y no encontramos forma de oponernos a ello. Nos dolió el
hecho de que otros dioses gozaran en su patria, Tebas, de la misma consideración que
Amón. No mejoró nuestros sentimientos la declaración de Tiy en el sentido de que
Amón continuaría siendo para siempre el señor de los dioses, ni de que sus sacerdotes
continuarían a la cabeza de los sacerdotes de Egipto sin excepción. Tutu, el sacerdote
que se encarga de la recitación, me dijo:
—Detrás de esta decisión me huelo una nueva política que no tiene nada que ver
con la religión.
Le pedí aclaraciones al respecto, y me dijo:
—La gran reina busca el amor de los sacerdotes de las regiones para ponerlos a
nuestro nivel y así limitar nuestro poder y aumentar el del trono.
Le respondí, no sin desasosiego:
—Somos los siervos de los dioses y del pueblo, somos los maestros, los médicos,
los guías en la religión y el más allá. La gran reina no es más que la dama reinante,
sin duda nos respeta…
Tutu respondió enojado:
—Se trata de la lucha por el poder. La reina es fuerte y ambiciosa, según mi
opinión es más fuerte que el mismo rey.
Dije, como para exorcizar mis propios temores:
—Somos hijos del gran dios, nos ampara una tradición eterna.
»Quizá sea útil ahora que te hable del gran rey Amenhotep III. Su abuelo
Thotmés III afianzó para él un imperio sin precedentes en cuanto a grandeza y
multitud de razas. Él era un rey fuerte, que saltaba a la defensa de sus posesiones al
primer aviso. Obtuvo grandes victorias hasta que todo el imperio se sometió a su
obediencia. Sin embargo, en su largo reinado predominaron los períodos de paz:
recogió el fruto de lo que sembraron sus antepasados, y abundaron las cosechas, las
joyas, las finas vestiduras, las mujeres. Construyó palacios, templos y estatuas, y se
hundió hasta las orejas en comida, vino y mujeres. La astuta mujer se percató de sus
puntos fuertes y débiles, y se aprovechó de ellos en el mejor modo posible: le
impulsó a la guerra cuando hubo guerra, y condescendió a sus apetitos, traicionando
su instinto de mujer para hacerse acreedora del poder, y para poner en práctica su
ambición sin límites. No niego su entrega, ni su amplitud de miras, ni su deseo de
gloria y grandeza, pero le reprocho su avidez de poder, esa avidez que la condujo
equivocadamente a aprovecharse de la religión con finura y astucia para influir con
energía en el trono prescindiendo de todos los sacerdotes. Más tarde me pareció claro
que otros pensamientos rondaban por su cabeza, pues un día visitó el templo para
ofrecer los sacrificios, y me acompañó luego a la casa de descanso. Era de estatura
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media, de complexión fuerte.
Cuando nos sentamos, me preguntó:
»—¿Qué es lo que te apena?
»Traté de escoger la respuesta adecuada, pero ella se me adelantó:
»—Puedo leer los secretos de los corazones como los sacerdotes: crees que estoy
dando demasiado poder a los otros sacerdotes a expensas de los sacerdotes de Amón.
»Respondí, entregándome:
»—Los sacerdotes de Amón son los garantes de vuestra noble estirpe…
»Dijo con ojos brillantes:
»—He aquí lo que pienso, gran sacerdote: Amón es el señor de los dioses de
Egipto, y un símbolo del poder, y quizá de la derrota, para los súbditos del imperio.
En cuanto a Atón, es el dios del sol, que brilla en todas partes y al que se pueden
dirigir todas las criaturas sin menoscabo.
»¿Crees que era eso lo que realmente pensaba, o era una nueva treta con la que
disimular su verdadero deseo de quitarnos poder? La idea en sí misma no me
convenció, y dije:
»—Mi señora, vosotros sois crueles. Gobernáis con la fuerza y no con el amor.
»Respondió sonriente:
»—Y también con el amor. Lo que sirve para tratar a los animales salvajes no
sirve para los animales domésticos…
»Entonces comprendí que era un alma femenina estéril, y que podría dar frutos
malsanos, lo cual se verificaría más tarde en los dolorosos sucesos que vinieron.
El gran sacerdote enmudeció por un instante, como para contemplar o recordar.
Luego prosiguió:
—Recuerdo muy bien que al inicio de su vida matrimonial tuvo problemas.
Estuvo no poco tiempo sin concebir, enfrentándose al fantasma de la esterilidad. Su
origen humilde aumentaba sus sufrimientos, y gracias a Amón y sus sacerdotes, y a
las oraciones y su magia poderosa quedó embarazada, pero tuvo una hija. Cada vez
que nos cruzábamos en el palacio o en el templo me miraba llena de malos
pensamientos, como si fuera yo el responsable de su mala suerte. Nunca pensamos en
perjudicar al trono, pero ella era muy desconfiada debido a su mala conciencia.
Calló de nuevo, vacilando, y luego dijo:
—Luego, de modo misterioso, tuvo dos gemelos. El mayor y más válido murió, y
el otro vivió para llevar a cabo sus excentricidades en perjuicio de Egipto.
El sacerdote adivinó mis ardientes interrogantes:
—Sabemos cómo abrirnos camino hacia la verdad, aunque para la mayoría está
oculta: tenemos el poder de la magia, el poder del mal de ojo… El Hereje es de padre
desconocido. Su hombría es dudosa, afeminado… Como su padre, se casó con una
mujer del pueblo que reunía en su persona, como su madre, un origen humilde, una
ambición desmesurada y cierto libertinaje. Hermosa, perseverante, provocadora, se
lanzó junto a él en su política destructiva. Tuvo siete hijas de otros hombres. A pesar
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de su aparente amor por ella, quizás él no amaba en el fondo más que a su madre,
quien le dio la vida y los pensamientos. Fue debido a su pasión por ella por lo que
sintió la soledad y el dolor hasta el límite de odiar a su padre incluso después de su
muerte, incluso borró su nombre de los monumentos con la excusa de que se parecía
demasiado a la de Amón. La verdad es que lo aniquiló después de su muerte porque
no fue capaz de matarlo en vida. Su madre lo educó en la religión de Atón, en la que
creía, por motivos políticos, pero él tuvo una fe palpitante y verdadera en ella,
política que no se ajustaba a su naturaleza femenina, y de ahí pasó a la herejía, lo cual
su madre no había podido imaginar. Todavía recuerdo su figura repugnante… no era
ni hombre ni mujer. Era débil hasta el límite de odiar a los fuertes, fueran hombres,
sacerdotes o dioses. Se inventó un dios a su imagen y semejanza, débil y femenino,
padre y madre a la vez, y le atribuyó una sola función: el amor. Su culto era el baile,
el canto y la bebida. Se hundió en la estupidez, olvidando sus obligaciones reales
mientras los mejores hombres del imperio caían ante el enemigo, pidiendo ayuda sin
recibirla. El imperio se perdió finalmente, Egipto quedó destruido, con sus templos
vacíos y sus gentes hambrientas. Ése fue el Hereje, el que se hizo llamar Akhenatón.
El gran sacerdote enmudeció bajo el peso de la emoción y la intensidad de los
recuerdos. Luego entrecruzó los dedos de las manos y empezó de nuevo:
—Desde su primera infancia tuve noticias de él, provenientes de mis hombres en
palacio, consagrados a Amón y a la patria. Por ellos supe que el heredero se inclinaba
ante Atón e ignoraba a Amón. Y que a pesar de su juventud buscaba refugio en
solitario a la orilla del Nilo para saludar el amanecer con cánticos. Enseguida me di
cuenta de que era un joven extraño, con problemas. Me apresuré a comunicar mis
temores al rey y a la reina. Amenhotep III sonrió y dijo:
»—Todavía es un niño.
»Respondí:
»—Pero el niño está creciendo, y en su interior continúa pensando como un niño.
»Intervino Tiy:
»—No hace más que cantar a la sabiduría en todas sus formas con corazón
inocente.
»El faraón:
»—Pronto empezará su adiestramiento militar y entonces conocerá sus
verdaderos objetivos.
»Tiy:
»—No necesitamos más territorios, sino más sabiduría para preservarlos.
»Intervine claramente:
»—No hay otra manera de preservarlos sino la confianza en Amón y ejercer la
fuerza.
»La astuta mujer dijo:
»—No había visto nunca un sabio que despreciara la sabiduría como tú, sacerdote
de Amón.
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»Insistí:
»—No desprecio la sabiduría, pero la considero inútil si no se apoya en la fuerza.
»Dijo Amenhotep:
»—En este palacio nadie se opone a que Amón sea el señor de los dioses.
»Protesté angustiado:
»—Ha dejado de acudir al templo.
»Dijo el rey:
»—Paciencia, pronto cumplirá con sus obligaciones de heredero.
»El encuentro no sirvió para apaciguar mis ánimos. Es más, quizá nuestros
temores —los de los sacerdotes— se fortalecieron. Tuvimos noticias de una
conversación entre el heredero y sus padres que nos hizo comprender que aquel
cuerpo enfermizo tenía poderosas inclinaciones secretas y ardientes obsesiones que
hacían presagiar las peores consecuencias. Un buen día se me acercó uno de mis
discípulos y me dijo:
»—¡El mismísimo sol ha dejado de ser un dios!
»Le pregunté a qué se refería, y me dijo:
»—Corren rumores sobre un nuevo dios, hasta ahora desconocido, que se ha
aparecido al espíritu del heredero y le ha exigido que le adorara como al único dios
verdadero de la creación, a él y sólo a él, y cualquier otro dios es falso.
»La noticia me fulminó. Me pareció que la muerte, que nos había arrebatado al
hermano mayor, era preferible a la locura que poseía al pequeño. La desgracia
apareció ante mis ojos con la más horrible de las apariencias.
»—¿Estás seguro de lo que dices?
»—Te he hecho saber lo que se rumorea en palacio.
»—¿Y cómo se le ha aparecido ese pretendido dios?
»—Sólo oyó su voz…
»—¿Ni sol ni estrella ni estatua?
»—Nada de nada.
»—¿Y cómo se adora lo que no se ve?
»—Cree que es la energía única y eterna.
»—El loco se ha perdido en la nada.
»El sacerdote recitador, Tutu, dijo:
»—Ha enloquecido, y por lo tanto no tiene derecho al trono.
»Dije con esperanza:
»—Cálmate, Tutu, por muchas impiedades que cometan, los dioses continuarán
siendo adorados por muchos.
»Preguntó enérgicamente:
»—Pero ¿cómo va a heredar el trono un infiel, un hereje?
»Dije con tristeza:
»—Esperaremos a que anuncie la verdad, y después plantearemos la cuestión al
rey. Será el primer debate de este tipo en nuestra larga historia…
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»Sucedió que el heredero al trono se casó con Nefertiti, la hija del sabio y piadoso
Ay. Ésta era, al igual que la gran reina Tiy, de origen humilde, sin embargo me hizo
concebir una sola y débil esperanza: que el matrimonio le aportara algo de equilibrio.
Mandé llamar a Ay, y le encontré mesurado en sus palabras, lo cual me hizo
comprender lo apurado de la situación. Por mi parte no mencioné la cuestión de la
impiedad del faraón, pero acordamos que me prepararía un encuentro secreto con su
hija. La observé, y las dotes de fisonomista que Amón me ha otorgado me hicieron
percibir la gran energía de su belleza, solo igualada por la de la gran reina. Deseando
que esa energía estuviera de nuestra parte y no en contra de nosotros, le dije:
»—Recibe mi bendición, hija de Ay, mi amigo.
»Me lo agradeció con dulzura, y luego añadí:
»—Es mi deber recordarte, aunque no haga falta, que el trono se sustenta en tres
personas: Amón, señor de los dioses, el faraón y la reina.
»Respondió:
»—Feliz quien escucha tus palabras.
»Continué:
»—La reina sabia es aquella que ayuda al rey a conservar la patria y el imperio.
»Dijo con seguridad:
»—Oh, santo sacerdote, mi corazón está lleno de amor y fidelidad.
»Dije claramente:
»—Egipto es un país de tradiciones eternas, y la mujer es el vaso sagrado en el
que se guardan esas tradiciones.
»Intervino con la misma seguridad de antes:
»—Mi corazón también está lleno de sentido del deber.
»Ninguna estatua hubiera podido imitar aquella rigidez, aquella cautela. Seguí
hablando sin poder arrancarle una sola palabra, sin conseguir descubrir absolutamente
nada. Sin embargo, su mismo silencio era muy revelador, su cautela indicaba que
estaba al corriente de todo. Y también que no estaría de nuestra parte. Digna de hacer
perder la cabeza a cualquiera, había sido elegida para el trono por un golpe de suerte,
y sería su principal cometido durante su vida el de preservarlo, no el de servir a
Amón ni a los dioses. Rezamos, con los sacerdotes, una oración a la tristeza en el
sanctasanctórum. Después les puse al corriente del contenido de mi conversación con
Nefertiti. Tutu comentó:
»—Mañana amanecerá una larga noche.
»Más tarde, en privado, me preguntó:
»—¿No podrías discutir el futuro con el general May?
»Intuí sus intenciones y respondí sin ambages:
»—No podemos desafiar a Amenhotep III y a la gran reina Tiy. Parece que las
cosas no son fáciles en palacio entre el loco y su padre. Por eso ha habido una orden
real que obliga al heredero a emprender un viaje de estudios por todo el imperio. Sin
duda el faraón quiere que su hijo conozca a sus futuros súbditos y que viva la
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realidad, tal vez así despierte de sus sueños. En mi interior alabé su actitud, aunque
mi tristeza no se desvaneció tan fácilmente. Durante aquel viaje sucedieron cosas de
extrema importancia, pues Tiy dio a luz dos gemelos, Samankhra y Tutankhamón, y
después de algún tiempo el viejo rey enfermó y murió. Dos legados salieron en
búsqueda del heredero para comunicarle las noticias y hacerle regresar para ocupar el
trono. Los sacerdotes nos reunimos para discutir el futuro del país, siendo todos de
una misma opinión. Me apresuré a entrevistarme con la reina Tiy a pesar de los
numerosos guardianes y de que estaba ocupada en la momificación de su marido. La
encontré fuerte, firme, consciente de sus objetivos a pesar de su tristeza. Debía
exponerle claramente mis intenciones a toda costa:
»—He venido, mi señora, para expresar mi punto de vista a la madre legal del
imperio.
»Me escuchó, mientras con su mirada inteligente adivinaba lo que le iba a
comunicar.
»—Mi señora, es sabido que el heredero ha renegado de todos los dioses.
»Su rostro se obnubiló, y dijo:
»—No debes creer todo lo que se dice.
»Dije con ardor:
»—Estoy pronto a creer todo lo que me digáis, gran reina.
»Replicó enojada:
»—Él es un poeta, gran sacerdote.
»No me convenció, y permanecí en silencio. Añadió firmemente:
»—Aprenderá perfectamente cuáles son sus obligaciones.
»Hice acopio de todo mi coraje y repliqué:
»—Mi señora sabe cuáles son las consecuencias de la impiedad respecto al trono.
»Dijo angustiada:
»—No hay ningún temor de que adore a otros dioses.
»Dije, en un alarde de coraje:
»—Hay otra solución: que nombremos heredero a uno de los gemelos y que vos
seáis la regente.
»Objetó decidida:
»—Reinará Amenhotep IV, que es el heredero.
»Así fue como venció la reina sabia y amante madre, y como perdí la oportunidad
de salvarnos.
El destino nos asestó un golpe mortal.
»El loco y afeminado heredero regresó. A su debido tiempo, enterró al rey, su
padre. Inmediatamente pedí audiencia oficial. Por primera vez le vi de cerca y pude
observarle con detenimiento. Tenía la tez muy oscura, era alto y delgado, sus ojos
soñadores. Su constitución afeminada era evidente ante todo el mundo. Sus rasgos,
inarmónicos, resultaban repugnantes a quienquiera que lo viera. Era un ser deforme,
despreciable, que no merecía el trono. Era inimaginable que pudiera amenazar a un
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mosquito, y pretendía desafiar a Amón, señor de los dioses. Necesité de toda mi
ciencia y sabiduría para disimular mi repugnancia y mi asco mientras me observaba;
lo hacía sin odio, ni amor, ni desafío. Desconcertado, perdí el uso de la palabra, así
que fue él quien empezó:
»—Me has injuriado a menudo en conversaciones con mi padre.
»Recuperé las fuerzas y respondí:
»—No hay nada más importante en mi vida que Amón, el trono y el imperio.
»Dijo tranquilamente:
»—Lo que dices es indudablemente cierto.
»Intervine preparándome para la batalla:
»—Me llegaron noticias inquietantes, pero no les di crédito.
»Dijo despreocupadamente:
»—¡Son verdaderas! »
»Me quedé aturdido sin saber qué decir, mientras él continuaba su explicación:
»—Soy el único creyente en un país de gente extraviada.
»—No puedo creer lo que oigo.
»—Créelo, no hay más dios que el dios único.
»La cólera se apoderó de mí, y mi fe me impulsó a defender a Amón y al resto de
los dioses sin importarme las consecuencias. Dije sin ambages:
»—Amón no perdonará esa blasfemia a ningún ser humano.
»Dijo sonriendo tranquilamente:
»—Sólo el dios único puede perdonar.
»Sentí un estremecimiento:
»—Ese dios no existe.
»Extendió sus brazos compasivamente:
»—Él lo es todo, el creador… la energía… el amor… la paz… la alegría.
»Su mirada, ardiente en contradicción con su aspecto frágil, me perforó:
»—Te ordeno que creas en él.
»Le advertí enojado:
»—Guardaos de la cólera de Amón, pues él es quien prohíbe y quien permite, él
es quien ayuda o desampara, quien socorre y quien destruye. Temed por vuestra vida,
por vuestro trono y por vuestro imperio.
»Él insistió tranquilamente:
»—Me siento como un niño que gatea en un espacio cerrado en el que, de pronto,
ha brotado una flor: me contento con sus designios, soy su sirviente, pues él se ha
apiadado de mí, manifestándose a mi espíritu. Ha llenado mi vida de luz y cánticos, y
ya no me importa nada más que él.
»Dije enojado:
»—¡El heredero no se convierte en faraón hasta que es coronado por Amón!
»Replicó con indiferencia:
»—¡El heredero es coronado bajo los rayos del sol, como sirviente del único
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creador!…
»Nos separaron en la peor de las situaciones. Yo estaba con Amón y los
creyentes. Él, con el patrimonio de su noble familia, con su imagen sacra entre sus
súbditos, y con su locura indiferente.
»Me preparé para la guerra santa, para dar mi vida por los dioses y por mi patria.
Sin perder un minuto, comuniqué a los sacerdotes:
»—El nuevo faraón es un infiel, es necesario que lo sepáis e informéis a la
gente…
»A pesar de mi arrojo, me vi obligado a poner coto a Tutu, el sacerdote recitador,
y le propuse que fingiéramos apoyar al Hereje para poder vigilarle de cerca. Por otra
parte, el propio monarca se puso inmediatamente manos a la obra y se hizo coronar
en una explanada dedicada al pretendido dios, empezando enseguida a construirle un
templo en Tebas, la ciudad sagrada de Amón. A continuación, empezó a predicar la
nueva religión entre sus hombres, para elegir a sus colaboradores. La flor y nata de
Egipto profesó la nueva creencia, debido a diversas causas y con un único objetivo: el
de llevar a cabo sus ambiciones personales a cuenta de su fe. Si la gente se hubiera
rebelado, todo habría sido distinto, sin embargo, cayeron como mujeres disolutas. El
sabio Ay se consideraba el valedor de su familia, pero la fama le embriagó y le cegó.
El valeroso general Horemheb nunca había profesado una fe sincera, y para él se
trataba simplemente de un cambio de nombres. En cuanto al resto, no eran más que
una pandilla de hipócritas, sin otro afán que la fama y el dinero. Si no se hubieran
retractado más tarde cuando tuvieron problemas, habrían merecido la muerte. Sin
embargo, aunque conservaron la vida, no me merecen ningún respeto. En Tebas
aumentó la tensión, y la gente se dividió entre seguidores de Amón y seguidores del
loco vástago de la familia más noble en la gloriosa historia de Egipto. La reina madre
Tiy se angustiaba al contemplar cómo la semilla que había sembrado se transformaba
en una planta venenosa, cómo se precipitaba en el abismo, arrastrando a su familia
hacia la destrucción. Ella continuó visitando el templo de Amón y ofreciéndole
sacrificios, en un intento por atenuar la violenta ola de rebeldes que amenazaba con
arrebatarles el trono. Me decía a menudo:
»—Obedeciendo ganáis, con la rebeldía perderéis…
»Yo le respondía:
»—¡Cómo podéis exigirnos que obedezcamos a un infiel! ¡Ojalá hubierais
seguido mis consejos!
»—¡Debemos alejar la desesperación de nuestro horizonte! »
»Estaba clara su impotencia ante su hijo, el afeminado, el enfermizo. Su habitual
entereza se desmoronó frente al poder de la oculta locura de éste: no había más
remedio que continuar la lucha hasta el fin. Su poder se debilitó en Tebas, y durante
la fiesta de Amón llegaron a sus oídos gritos de odio. Fue así como su dios le mandó
refugiarse en una nueva ciudad construida a posta para él. Le obligamos a emigrar,
acompañado por ochenta mil herejes que se construyeron una prisión maldita.
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Finalmente tuvimos las manos libres para emprender nuestra batalla sagrada, como
ellos tuvieron las manos libres para dedicarse a la infidelidad y al pecado: la nueva
ciudad se convirtió en la capital del juego, la bebida, la pendencia y el libertinaje,
encarnados en un dios cuyos emblemas eran el amor y la alegría. Cuanto más se
percataba el loco de su debilidad natural, más exageraba en demostraciones de fuerza:
mandó cerrar templos, se incautó de los bienes de los dioses e hizo expulsar a los
sacerdotes. Yo hablé con los de Amón:
»—La vida no tiene ningún valor después del cierre de los templos, es preferible
morir.
»Encontramos refugio en casa de los creyentes y un ejército en sus corazones.
Continuamos luchando con renovado coraje mientras nuestras esperanzas resurgían
día tras día. El Hereje insistía, y un día emprendió un viaje por todo el territorio para
atraer a su pueblo a la impiedad.
Pocas veces el pueblo estaría tan dividido entre seguidores de los dioses y
secuaces del rey, que los desconcertaba con su cuerpo exhausto y afeminado, su
rostro repugnante y su hermosa y libertina mujer.
»Fueron días de pesar y tristeza, de hipocresías y arrepentimientos, de lágrimas
vertidas y de temor a la cólera de los dioses. La misión afeminada de amor obtuvo sus
resultados: los burócratas descuidaron sus obligaciones y explotaron a la gente tanto
como pudieron. La rebelión se extendió por todo el imperio. Los enemigos ya no
respetaron las fronteras: los generales fieles pidieron ayuda y les enviaron poesías en
lugar de ejércitos. Murieron defendiendo el imperio y maldiciendo al loco y traidor
Hereje. El diluvio de bienes que antes fluía sobre Egipto se truncó, y los mercados se
vieron vacíos, las escasas mercancías no se podían vender, y los esclavos pasaban
hambre. Exclamé con todas mis fuerzas:
»—He aquí la maldición de la cólera de Amón: o terminamos con el Hereje o
habrá una guerra civil.
»No tenía elección, si quería ahorrar al pueblo los dolores de la guerra, y me
entrevisté con la reina madre, Tiy, quien me confesó con afecto:
»—¡Estoy triste, gran sacerdote!
»Respondí amargamente:
»—Ya no soy gran sacerdote, sólo soy un rebelde desterrado…
»Su voz temblaba:
»—Pido a los dioses que se apiaden de nosotros.
»—Debemos actuar, él es vuestro hijo, y vos seréis responsable de lo que suceda.
Aconsejadle antes de que estalle una guerra civil que no deje piedra sobre piedra…
»Se encolerizó cuando le recordé su responsabilidad en el asunto:
»—He tomado la decisión de visitar la nueva ciudad de Akhetatón…
»No niego que ella hizo lo que pudo por reparar lo que había estropeado, y no
perdí la esperanza, sino que yo mismo me desplacé a Akhetatón, arriesgando la vida.
Reuní un grupo de hombres y les dije:
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»—Ahora os hablo desde una posición de fuerza: mis hombres están esperando
una señal para abalanzarse sobre vosotros, pero he preferido realizar un último
intento por salvar lo que se pueda sin derramamiento de sangre ni destrucción. Os
daré tiempo para reflexionar y cumplir con vuestra obligación…
»Leí en sus rostros que mis palabras les habían convencido y, desviando su
atención de sus verdaderos intereses, hicieron lo que les pedí, se dirigieron al Hereje
y le exigieron urgentemente dos cosas para evitar al país numerosos males:
restablecer la libertad de culto y enviar ejércitos para defender el imperio. Sin
embargo rehusó, evidenciando su demencia total. Entonces le pidieron que renunciara
al trono, permitiéndole conservar su fe, e incluso dándole la oportunidad de hacer
proselitismo. Él rehusó de nuevo, pero esta vez designó a su hermano Samankhra
como correinante. Nosotros lo ignoramos y elegimos a Tutankhamón para sucederle
en el trono. Ante la obcecación del loco, sus hombres decidieron abandonarle a él y a
la ciudad y hacer pública su lealtad al nuevo faraón: así fue como el Estado cambió
de manos sin guerra ni destrucción. A cambio de eso, no se hizo justicia sobre el loco
y su mujer, ni sobre los que continuaron siéndole fieles. Los templos reabrieron sus
puertas y los fieles acudieron después de un largo período de prohibición. La
pesadilla había terminado y todo volvía a la normalidad en la medida de lo posible.
En cuanto al Hereje, después de enloquecer completamente, enfermó y no tardó en
morir desolado y sin posibilidad de redención, dejando tras de sí a su perversa mujer,
que hubo de sufrir la soledad, el destierro y los remordimientos.
El hombre permaneció en silencio por unos instantes mientras me miraba
fijamente:
—Todavía estamos curando nuestras heridas, necesitaremos tiempo y esfuerzos.
Las pérdidas dentro y fuera de nuestras fronteras son más de lo que Egipto puede
soportar. ¿Cómo pudo suceder? ¿Cómo se pudo permitir a un loco que nos hiciera
todo eso en presencia de gente inteligente?
Esperó un momento, y luego me dijo:
—Lo que te he contado es la verdad pura, inalterada. Transcríbela con fidelidad
en tu cuaderno. Transmite mis saludos a tu padre.
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AY
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El sabio, padre de Nefertiti y Mut-Najmat, el consejero real. La vejez cavó esas fosas
en su rostro para anidar en ellas. Me recibió en su palacio con vistas al Nilo, al sur de
Tebas. Hablaba con tranquilidad, en voz baja, sin que ninguna emoción atravesara su
rostro. La larga y densa historia que guarda en su corazón ha influido en su adustez y
en su larga vida. Empezó a hablar diciendo:
»—Qué extraña es la vida y cuántas contradictorias experiencias nos trae.
Se quedó pensativo, ahogado en un diluvio de recuerdos.
—Todo empezó un día de verano. Amenhotep III y la gran reina Tiy me
mandaron llamar. Cuando estuve delante de ellos, me dijo la reina:
»—Eres un hombre sabio, Ay, conoces lo mejor del mundo y de la religión.
Hemos decidido encargarte de la educación de nuestros hijos Thotmés y
Amenhotep…
»Incliné mi rapada cabeza y respondí:
»—Feliz el que sirve a sus majestades.
»Thotmés tenía a la sazón siete años, y Amenhotep seis. Eran muy distintos,
prácticamente opuestos. Amenhotep era alto y delgado, de tez muy oscura y rasgos
afeminados. Su mirada, al mismo tiempo delicada y agresiva, era sobrecogedora.
Muy pronto murió el hermoso, y quedó sólo el débil y extraño. La muerte de su
hermano fue un gran golpe para él: lloró por largo tiempo, y cada vez que lo
recordaba las lágrimas volvían a sus ojos. Me dijo:
»—Visitaba el templo de Amón para someterse a su magia y a sus amuletos, y sin
embargo murió…
»Y también:
»—Tú, que eres el sabio maestro, ¿no puedes devolverle la vida?
»Le respondí:
»—El espíritu le dice a quien llora: «Aleja de ti la tristeza, pues yo soy eterno».
»Eso nos llevó a hablar de la vida y la muerte, y me sorprendieron su gran
inteligencia y sensibilidad, superiores a lo que se podía esperar de su edad. Me
preguntaba qué clase de niño era ése. ¿Acaso obtendría su sabiduría de los espíritus?
Aprendió a leer y escribir con una facilidad pasmosa. Le dije a la reina Tiy:
»—Sus avances asustan al maestro.
»Me apresuré a enseñarle todo cuanto pude, imaginándome las maravillas que
podría haber realizado al subir al trono de sus antepasados, superando incluso la
grandeza de sus padres.
»En efecto, Amenhotep III era un gran rey: daba su merecido a los rebeldes en
tiempo de guerra, dedicándose en tiempos de paz a la comida, la bebida y las
mujeres, en época de prosperidad. Eso fue lo que acabó con él, pues llegado a un
cierto punto cayó enfermo. Pasó malos ratos y la bondad de sus primeros tiempos se
echó a perder. En cuanto a Tiy, era de una noble familia nubia. El tiempo daría a
conocer su sabiduría y su energía, que sobrepasaba a la de la mismísima Hatsepsut. A
causa de los amoríos de su marido, y de la pérdida de su primogénito Thotmés,
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concibió un amor extraordinario por su hijo enfermizo, y se convirtió, más que en su
madre, en su compañera y maestra. Era más que amor por la sabiduría, hasta que su
ambición de poder fue causa de su deshonra. Los sacerdotes la acusaron de ser la
primera responsable de la desviación religiosa de su hijo, aunque la verdad es que ella
sólo quería acercar a su hijo a los dioses de su pueblo, y deseaba que Atón ocupase
un lugar al lado de los otros dioses del imperio; es su calidad de sol la que infunde la
vida en todos los rincones y une a sus siervos en la unidad de una religión al servicio
de la política por el bien de Egipto, pero su hijo creyó en la religión olvidando la
política, al contrario de lo que ella pretendía. Por naturaleza, se negó a poner la
religión al servicio de ninguna otra cosa, ni a ponerlo todo al servicio de la religión.
La madre condujo su política consciente y mesuradamente, sin embargo el hijo creyó
a ciegas, y consagró su vida a la nueva fe, hasta el punto de sacrificar al pueblo, el
imperio y el trono.
Calló un instante para apretarse el cinto azul que llevaba en torno al pecho. Su
rostro parecía pequeño, comprimido entre sus cabellos postizos.
—Fue singular desde su más tierna juventud. Es como si hubiera nacido con la
mente de un sacerdote ya maduro. Era milagroso, hasta el punto de que más de una
vez me encontré discutiendo con él de igual a igual. Sus razonamientos eran
apasionados como si brotaran de un manantial de agua caliente. En aquel débil
armazón destacaba una voluntad de hierro que no tenía nada que ver con aquella
debilidad. Este hecho me convenció de que el espíritu del hombre es más fuerte que
sus músculos aunque éstos se fortalezcan y ejerciten una y mil veces. Se enamoró
hasta un extremo inimaginable de los estudios religiosos, lo cual le perjudicó cuando
ascendió al trono. No aceptaba una idea sin discutirla en profundidad, y nunca
escondió sus dudas sobre muchas de las verdades y de las enseñanzas tradicionales.
Una vez me dijo:
»—¡Tebas, decís que es una ciudad sagrada! No es más que un nido de
comerciantes ambiciosos, libertinos y prostitutas, y ¿quiénes son esos grandes
sacerdotes, maestro? ¡Acaso no son ellos quienes engañan a los humildes con
supersticiones, quienes piden a los pobres parte de sus limitados ingresos, quienes
seducen a los jóvenes con la excusa de bendecirlas, quienes han convertido su templo
en un centro de corrupción y pendencia!
»Sus palabras me angustiaron, pues su dedo acusador me señalaba, llamándome
maestro:
»—Ellos constituyen el fundamento sólido del trono.
»Exclamó enojado:
»—Un trono que se sustenta en la mentira y el embuste es indigno.
»Le advertí:
»—Tienen un poder que no se puede despreciar, como el ejército…
»Ironizó:
»—Los salteadores de caminos también tienen un poder que no se puede
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despreciar…
»De buen principio se opuso a Amón, el que mora en el sanctasanctórum, y se
volvió hacia Atón cuya luz ilumina los dos mundos. Solía decir:
»—Amón es el dios de los sacerdotes, Atón es el dios del Cielo y la Tierra.
»Le respondía con ardor:
»—Tú debes ser fiel a todos los dioses.
»—¿Acaso no tenemos un corazón para distinguir la verdad de la falsedad?
»Le instigué:
»—Un día serás coronado en el seno de Amón.
»Extendió sus brazos delgados y preguntó:
»—¿Por qué no coronarme bajo los rayos del Sol, al aire libre?
»—Amón es quien guió a tus abuelos a la victoria.
»Se quedó pensativo un instante:
»—No entiendo cómo se puede orar a un dios para que extermine a sus criaturas.
»—Su sabiduría es ignota a los hombres.
»—El Sol brinda sus rayos a todas sus criaturas por igual.
»Insistí:
»—La vida es una lucha, no lo olvides.
»Me respondió tristemente:
»—Maestro, no me hables de lucha: ¿no has contemplado nunca el sol al
amanecer sobre los campos y el Nilo? ¿Nunca has observado el crepúsculo? ¿Nunca
has escuchado el ruido de los ruiseñores, ni el zureo de las palomas?… ¿Nunca has
perseguido la santa alegría que se esconde en lo más profundo de nuestras vidas?
»Sentí que el tiempo se escapaba de mis manos, que aquel árbol estaba creciendo
solo, y que yo me veía arrastrado a un atolladero. Comuniqué mi preocupación a la
reina madre Tiy, quien no compartió mi angustia:
»—Todavía es un niño inocente, Ay. Espera a que madure un poco: pronto
empezará su educación militar.
»El joven sacerdote fue llamado a filas junto a los hijos de las familias dirigentes,
como Horemheb, sin embargo, nunca se integró a ellos o bien no encontró la fuerza
necesaria para ello. Odió al ejército: fue un fracaso indigno de un hijo de reyes. Decía
con amargura:
»—No deseo aprender a matar.
»El rey se apenó mucho por aquello, y me dijo:
»—Un rey que no sabe combatir está a merced de sus generales.
»El muchacho me habló de la enemistad que se entabló entre él y su padre a raíz
de aquello. Quizá fue a partir de aquel momento en que empezó a odiar a su padre,
sentimiento que exagerarían más tarde los sacerdotes al acusarle de matar a su padre
después de muerto, borrando su nombre de las lápidas. La verdad es que borró su
nombre por estar asociado al de Amón; un indicio de eso es que él mismo cambió su
propio nombre por el de «Akhenatón». Llegó al colmo de la excentricidad cuando
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renunció a todas sus raíces, en una noche única y extraña. Ello sucedió mientras se
encontraba en el jardín de palacio, en su refugio en el que esperaba la salida del sol.
Supe de qué se trataba cuando lo encontré aquella misma mañana. Era primavera, un
día sin humedad ni viento del desierto.
»Nos miró con su rostro pálido y con ojos hechizados. Me dijo sin responder a mi
saludo:
»—¡La verdad se ha revelado, maestro!
»Me sorprendió su aspecto, y entonces le pregunté a qué se refería:
»—Me encontraba en mi refugio, poco antes del amanecer, cuando la compañía
de la noche me despedía y me bendecía el silencio, y he aquí que me sentí ligero,
pareciéndome que la noche me arrastraba con ella. De la oscuridad nació un ser vivo
que me saludó, y en mi interior sentí brillar una luz perfumada. Vi a todos los seres en
un solo lugar que la vista podía abarcar, felicitándose en un murmullo, emocionados
por la felicidad de la buena nueva, preparados para recibir la verdad que se
aproximaba. Finalmente, me dije, he triunfado sobre el dolor y la muerte, mientras
ríos de alegría se derramaban sobre mí, y la entera creación se introducía en mi pecho
llenándolo con su dulce néctar. Escuché con toda claridad su voz que decía:
»—Yo soy el único dios, no hay más dios que yo, yo soy la verdad: apresúrate a
venir a mi seno. Adórame a mí sólo. Entrégame tu ser, pues yo te he entregado mi
amor».
»Nuestras miradas se encontraron durante un buen rato. Permanecí en silencio,
desesperado:
¿Acaso no me crees, maestro?
»Dije sinceramente:
»—Tú no mientes nunca.
»Me respondió embriagado:
»—Entonces debes creerme.
»Le dije con ansia:
»—¿Qué es lo que viste?
»—Escuché la voz, en la fiesta de la aurora…
»Titubeé un instante:
»—Eso significa que no es nada…
»Me dijo con seguridad:
»—¡Es así como aparece el Todo cuando se manifiesta!
»—Quizá fuera Atón.
»—¡No, ni Atón ni el Sol; lo que hay detrás y por encima de todo eso es el dios
único!
»Dije, perplejo:
»—¿Y dónde le adorarás?
»—En todas partes, en todo momento: él me dará fuerza y amor.
Ay enmudeció. Quise preguntarle si era Amón el dios de Akhenatón, pero recordé
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el consejo de mi padre y me contuve.
Como otros, tuvo dudas sobre su fe en los momentos difíciles, y quizás esto
permanecerá en secreto por toda la eternidad. Ay prosiguió su historia:
—No tuve más remedio que informar al rey y a la reina de lo que pasaba.
Después de algunos días encontré al príncipe esperándome en su jardín preferido. Me
reprochó sonriendo:
»—¡Me has vuelto a delatar, como de costumbre, maestro!
»Respondí tranquilamente:
»—Era mi deber, príncipe.
»Rió:
»—Mi padre me mandó llamar. Fue un encuentro emocionante. Le conté mi
experiencia y se enojó:
»—Haré que te visite el doctor Bintu.
»Le respondí con educación:
»—Me encuentro perfectamente.
»—No sé de ningún loco que reconozca su locura.
»Luego dijo en tono obstinado:
»—Egipto es el país de los dioses. Quien ostenta el trono debe adorar a todos los
dioses de su pueblo; este dios del cual me hablas no es nada, y no merece ser añadido
a los otros.
»Le repliqué:
»—Él es el dios único, y no hay más dios que él.
»Me gritó:
»—Eres un loco infiel.
»Insistí en mis ideas, y él me dijo, enojado, en un tono que me hacía presagiar
todos los males:
»—Te ordeno que dejes de lado esas ideas y que regreses al patrimonio de tus
antepasados.
»A continuación interrumpió la discusión para dedicarse a sus asuntos. La reina
me habló con cariño:
»—Te está pidiendo que respetes tus deberes sagrados, no importa que tu corazón
siga latiendo por otros dioses. Ya llegará el momento en que vuelvas al camino recto.
»Abandoné aquel salón triste, maestro, aunque más decidido…
»Le dije sin ambages:
»—Un faraón es una combinación de nuestras sagradas tradiciones, no lo olvides.
»Mi corazón me decía que Egipto iba a pasar penas inimaginables, y que aquella
familia divina que había liberado la patria y creado un imperio estaba al borde del
abismo. En aquel momento, o quizás antes, aunque no estoy seguro del orden de los
sucesos, me mandó llamar el faraón de Amón. Me dijo:
»—Tenemos un antiguo pacto, Ay, ¿qué es eso que cuentan?
»Como te he dicho, no recuerdo si ese encuentro tuvo lugar antes o después de
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que se difundiera la inclinación del príncipe hacia Atón o a raíz de su conversión al
dios único.
»Le dije:
»—El príncipe está atravesando una edad difícil, es un hombre excelente, y los
hombres de ese tipo a veces se dejan llevar por la imaginación, aunque luego la
madurez los reconduce a la verdad…
»Apesadumbrado, me interrogó:
»—¿Cómo es posible que se haya revelado contra tu autoridad, siendo tú el mejor
maestro?
»Me defendí:
»—Es muy difícil canalizar un río cuando se desborda.
»Su voz resonó:
»—¡Nadie en esta tierra tiene derecho a distraerse ni por un momento del destino
de la fe, la patria y el imperio!
»Recordé mi perplejidad noche y día, a solas y con mi familia, formada por mi
mujer Tiy, y mis hijas Nefertiti y Mut-Najmat. Mientras Tiy y Mut-Najmat acusaban
al príncipe de impiedad, Nefertiti se ponía de su parte con una espontaneidad
sorprendente, y me susurraba al oído:
»—¡Es la verdad, padre!
»Llegados a este punto, hay algo que decir sobre Nefertiti. Tenía casi la misma
edad que Akhenatón, y como él poseía una inteligencia superior a la normal. Las dos
chicas habían recibido una educación general y doméstica excelente. Sin embargo, la
pequeña se conformó con dominar la lectura, la escritura, la aritmética y algo de
teología, además de tejer y bordar, la cocina, el dibujo, la gimnasia y la danza
religiosa. Nefertiti, además de todo eso, se adentró por propia voluntad en la religión
y el pensamiento. Estaba también su inclinación hacia Atón, y lo más sorprendente es
que creyó en el dios Akhenatón. Una vez se sinceró:
»—Él es el dios que me sacó de mi terrible aturdimiento.
»Con ello alzó las iras de su nodriza, Tiy, así como de su hermana, aunque de
distinta madre, Mut-Najmat, quien la acusó de herejía.
»En aquel tiempo, el rey celebró sus treinta años de reinado, y organizó una fiesta
en palacio.
Por primera vez, llevamos con nosotros a las dos chicas. El destino quiso que el
príncipe se enamorara de Nefertiti. Se casó con Akhenatón mientras nosotros
observábamos perplejos los acontecimientos, sin creer lo que estaba sucediendo. El
sacerdote de Amón me mandó llamar de nuevo, y me dijo en un tono significativo:
»—¡Te has convertido en un nuevo miembro de la familia real, Ay!
»Sentí que poco faltaba para que me considerara un adversario, y defendí al
príncipe cuanto pude. Le dije:
»—Yo soy un hombre que nunca dejará de cumplir con su deber.
»Me dijo tranquilamente:
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»—¡El tiempo nos dirá cómo es cada uno en realidad!
»Me pidió que le arreglara una cita con mi hija Nefertiti, lo cual hice, no sin
amonestarla previamente. Sin embargo, ella no necesitaba ninguna clase de consejos,
y se limitó a decirle palabras vacías sin revelar ningún secreto ni comprometerse a
nada. Creo que la enemistad de los sacerdotes hacia mi hija empezó entonces.
»Nefertiti me dijo:
»—No fue una entrevista, padre, sino más bien una especie de competición
secreta. El bribón decía defender al imperio, cuando en realidad defendía la comida,
la bebida y la ropa que concernían al templo.
»En el horizonte se arracimaban nubes de tristeza. La lucha entre el rey y el
heredero se hizo más cruenta, hasta que finalmente el rey me mandó llamar, y me
dijo:
»—Quiero que el príncipe emprenda un viaje por todo el imperio para que
conozca por sí mismo la realidad de la vida y de las gentes…
»Dije convencido:
»—¡Buena idea, mi señor!
»En aquel tiempo, el rey atravesaba la que sería una de las mejores etapas de sus
últimos días, con una amante que habría podido ser su nieta, Tadu-Hepa, hija de
Tushrata, rey de Mitanni, ¡aunque ello fuera en detrimento de su salud! En cuanto a
Akhenatón, había abandonado Tebas acompañado de un grupo de jóvenes
pertenecientes a la flor y nata de la sociedad. Era un grupo sorprendente, lleno de
deseos revolucionarios. Se dirigían a sus propios esclavos, en las plazas o en los
campos, con palabras afables y amistosas que les dejaban perplejos. Sin duda
esperaban tener que rendir cuentas ante un dios poderoso que les miraría de arriba
abajo, o quizá no les miraría en absoluto. Por donde pasaban acusaban a los hombres
de religión, se burlaban de sus prácticas y despreciaban sus rituales, que incluían
sacrificios humanos, y anunciaban al dios único, la energía existente en lo más íntimo
de la creación, la energía creadora de todo por igual, que no distinguía entre siervos y
señores en Egipto. Era una exhortación al amor, la paz y la alegría, en la que
afirmaban que el amor era ley de vida, que el objetivo era la paz y que la alegría era
un signo de gratitud de las criaturas hacia su creador.
»Por doquier despertaron emoción y perplejidad fervientes. Me atemoricé hasta el
punto de preguntarle:
»—Príncipe, estás arrancando el imperio de cuajo para esparcir sus restos al
viento.
»Me interrogó riendo:
»—¿Cuándo penetrará la fe en tu corazón, maestro?
»Le respondí con amargura:
»—Has atacado a las religiones que respetaron mis antepasados y que predican la
igualdad, el amor y la paz; para los siervos, eso no será más que una incitación a la
rebeldía y la desobediencia.
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»Reflexionó un instante y luego preguntó:
»—¿Por qué la gente inteligente cree tan firmemente en el mal?
»Le respondí resignado:
»—Creemos en la realidad.
»Sonrió:
»—Maestro, yo viviré para siempre en la verdad.
»En ese momento un mensajero nos anunció la muerte del gran rey Amenhotep
III.
* * *
Llegados a este punto me fueron narradas las noticias del retorno, los funerales, y la
investidura en el trono de sus antepasados con el nombre de Amenhotep IV, cómo su
esposa Nefertiti recibió el título de gran reina, y cómo el nuevo rey les mandó llamar
para exponerles su nueva religión, y cómo ellos proclamaron su nueva fe. Cómo, en
consecuencia, May fue nombrado general del ejército de fronteras, Horemheb jefe de
la policía, y él, Ay, consejero del trono. El rey heredó el harén de su padre, como está
prescrito, ¡pero lo conservó intacto! Disminuyó los impuestos, y utilizó el amor en
lugar del castigo. Cómo empeoró su situación respecto de los sacerdotes de Amón,
hasta que finalmente su dios le ordenó que le construyera una nueva capital. Ay se
detuvo, cuando me hablaba de la conversión de la gente al nuevo dios, y observó:
—¡Oirás decir muchas cosas, y muy contradictorias, pero en realidad nadie
conoce los secretos del corazón!
Parecía que se sintiera obligado a desvelarme el secreto de su propio corazón, y
me dijo:
—¡Por lo que a mí respecta, creí en el nuevo dios como uno más entre los dioses,
considerando que no era lícito oponerse a la libertad de conciencia!
Sobre la política del amor, le dijo a su señor:
—Cuando los funcionarios se vean libres de castigo, se corromperán, y serán un
tormento para los pobres.
Sin embargo, el rey le respondió confiado:
—Todavía tienes poca fe: verás con tus propios ojos de lo que es capaz el amor.
Mi dios no me desamparará nunca.
* * *
Ay continuó su relato:
—Nos trasladamos a Akhetatón, la nueva capital. Nunca hubo ni habrá ciudad
más bella. Realizamos la primera oración en el templo que se erguía en el centro de la
ciudad. Nefertiti, resplandeciente de belleza y juventud, tomó la cítara para cantar con
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su dulce voz:
Los días que siguieron fueron como un sueño, llenos de felicidad, alegría, amor y
relajamiento. En verdad el corazón de todos se abrió a la nueva fe. Sin embargo, el
rey no olvidó su misión. En nombre del amor, la paz y la alegría, emprendió la guerra
más devastadora en la historia de Egipto. No tardó en hacer cerrar los templos.
Desterró a los dioses e hizo borrar sus nombres de las lápidas. Incluso cambió su
nombre, y emprendió sus famosos viajes por todo el país para hacer proselitismo a
favor de su religión, la religión del amor, la paz y la alegría. Me sorprendió ver cómo
en todas partes era recibido con entusiasmo y amor. Su imagen, junto a la de
Nefertiti, se imprimió en los corazones como no lo había hecho ningún otro faraón,
pues antes la gente oía hablar de ellos sin verlos.
»Más tarde la tristeza empezó a arrastrarse entre nosotros, despacio al principio,
más tarde como una cascada: alargó sus garras primero hacia su hija más querida, la
segunda, la bella Mikitatón. Su muerte lo apenó muchísimo. Sus lágrimas fueron
incluso más abundantes que cuando murió su hermano Thotmés durante su infancia.
Exclamaba, desde su corazón herido:
»—Dios mío, por qué…, dios mío, por qué.
»Parecía hallarse incluso al límite de la infelicidad.
Más tarde corrieron las noticias sobre la corrupción de los funcionarios y, en los
mercados, los lamentos de los pobres llegaron a nuestros oídos. Luego, se supo que
los pueblos sometidos se estaban rebelando, y que los enemigos acechaban en la
frontera del imperio, hasta que fue asesinado nuestro amigo Tushrata, el rey de los
Mitanni… el padre de Tadu-Hepa.
»Insistí en mis consejos:
»—Hay que limpiar el interior y enviar el ejército a las fronteras a defender el
imperio…
»Le encontré impertérrito y firme, no quería ceder ni desistir. Me respondió:
»—Mi arma es el amor, Ay, ten paciencia y espera…
»¿Qué explicación tenía ese fenómeno tan extraño?
»Los sacerdotes lo acusaban de locura, y algunos de sus hombres de confianza se
unieron a esas acusaciones en los últimos momentos de crisis. Yo no supe qué partido
tomar, pero siempre rechacé y sigo rechazando esa acusación. No estaba loco, aunque
no era como el resto de los hombres. Era algo entre una cosa y la otra, algo que no sé
explicar. La reina madre, Tiy, vino a visitarnos, lo cual causó al rey una alegría
inimaginable. Organizó un recibimiento nunca visto en Akhetatón. Acomodó a la
reina en un palacio construido especialmente para ella al sur de Akhetatón, y que
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estuvo vacío hasta que ella llegó. Me mandó llamar, y sentí mucho comprobar cómo
su salud había empeorado, y cómo había envejecido el doble de lo que por edad le
correspondía. Me dijo:
»—He venido para tener una larga conversación con él, pero creo que es mejor
hablar antes con sus hombres.
»—Nunca he dejado de cumplir con mi obligación de fiel consejero.
»—Te creo, Ay. Sin embargo, nuestra tradición no puede echarse a perder en
vano. Quiero que me hables con sinceridad, ¿permanecerás fiel a mi hijo pase lo que
pase?
»—No tengáis ninguna duda.
»—¿Podrías apartarte de él, llegando un momento en el que te consideraras
exento de tu lealtad?
»Dije sinceramente:
»—Soy un miembro de su familia, y no le abandonaré nunca.
»Suspiró:
»—Gracias, Ay. Corren tiempos difíciles. ¿Crees que los otros serán tan leales?
»Pensé un poco y respondí:
»—Sobre algunos no me cabe ninguna duda.
»Murmuró:
»—Me interesaría conocer tu opinión sobre Horemheb en concreto.
»—Es un fiel general, compañero de infancia del rey…
»Me interrumpió con pesar:
»—Él es quien me preocupa, Ay…
»—Quizá porque es quien tiene más poder; sin embargo, no es menos fiel al rey
que Miri-Ra.
»Llegó el momento de su audiencia con el rey, pero fracasó como todos nosotros.
Regresó a Tebas decepcionada, su salud empeoró en poco tiempo y murió, dejando
tras de ella una historia real terrible.
»Las cosas fueron de mal en peor, hasta que todas las provincias se rebelaron
contra el poder real, y quedamos asediados en una cárcel llamada Akhetatón, ¡junto a
nuestro dios único! Todos presentíamos la inminente catástrofe menos Akhenatón,
que repetía confiado:
»—¡Mi dios no me desamparará!
»El gran sacerdote de Amón atacó la ciudad, amparado en un poder al que nunca
antes nos habíamos enfrentado. Yo fui el primero a quien visitó. Me sorprendí al
verle, disfrazado de comerciante.
»Le dije:
»—¿Por qué te escondes, si sabes que el rey no odia a nadie?
»No hizo caso de mis palabras, y me dijo tajantemente:
»—Organízame un encuentro con los jefes…
»Nos reunimos en el jardín del palacio de la gran reina Tiy, conscientes de que
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nos hablaba desde una posición de fuerza, y que nos exigiría que colaboráramos para
evitar el derramamiento de sangre. Nos abandonó después de haber lanzado su última
amenaza como una víbora arrastrándose bajo nuestros pies. Fui incapaz de
explicarme su comportamiento, pues no conocía bien a aquel hombre. A través de él
descubrí una realidad que desconocía, y es que no estaba seguro de la lealtad de todos
los ejércitos de las provincias y recelaba del resultado de la perniciosa anarquía que
podía terminar con una derrota o con una victoria demasiado cara. Me convencí de
que el peligro que le amenazaba no era menor que el que nos amenazaba a nosotros, y
que en cualquier caso era Egipto el que salía perdiendo. La sesión no terminó con su
partida. Todos sabíamos que teníamos que tomar una decisión.
Muy a mi pesar, tuve que interrumpirlo por primera vez para preguntarle:
—¿Quién asistió a esa reunión?
Sus ojos se empequeñecieron, aturdidos:
—Ya no me acuerdo, han pasado muchos años. Pero entre ellos estaba Horemheb,
Nakht, y quizá Tutu, el encargado de las comunicaciones. En cualquier caso,
Horemheb fue el primero en hablar:
»—Yo soy su amigo, y el encargado de su guardia.
»Sus ojos marrones recorrieron todo el grupo, e insistió tranquilamente:
»—No hay más remedio que tomar una decisión, por el bien de la patria.
»Nadie se atrevió a oponerse. Pedimos una audiencia oficial. Saludamos a su
alteza como era debido. Akhenatón sonreía. En cuanto a Nefertiti, estaba rígida, sin
su habitual esplendor. Akhenatón se dirigió a nosotros:
»—¡No lleváis buenas intenciones!
»Horemheb dijo:
»—Estamos aquí por el bien de Egipto.
»Replicó seguro y tranquilo:
»—Yo trabajo por el bien de Egipto y el de todo el mundo.
»Dijo Horemheb:
»—El país se encuentra al borde de una guerra devastadora. Hay que tomar una
decisión firme para ahorrarle los horrores de la destrucción.
»El rey preguntó:
»—¿Tenéis alguna propuesta?
»—Hay que proclamar la libertad de culto, ordenar al ejército de las fronteras que
defienda al imperio…
»El rey sacudió la cabeza, ceñida con la corona de los dos imperios, y dijo:
»—Eso significa volver a la impiedad. Yo no tengo derecho a tomar decisiones,
sino a cumplir la voluntad de mi dios, el único creador.
»Horemheb dijo, con valentía:
»—Tienes derecho a conservar tu fe, pero en ese caso deberás renunciar al
trono…
»Sus ojos brillaban como la luz del sol, e insistió:
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»—¡Cómo iba a traicionar de ese modo a mi dios adorado, renunciando al trono!
»Akhenatón volvió sus ojos hacia mí y tuve la sensación de adentrarme en las
profundidades del infierno. De todas maneras, intervine:
»—Es el único modo de defenderte a ti mismo y a tu fe.
»Dijo tristemente:
»—¡Idos en paz!
»Sin embargo, Horemheb dijo:
»—Te dejamos un plazo para reflexionar.
»Abandoné el salón del trono con los otros, apurado por una angustia que no me
ha dejado hasta hoy. En los días siguientes acontecieron sucesos importantes.
Nefertiti huyó del palacio del faraón y se refugió en el suyo, al norte de Akhetatón.
»Me entrevisté con ella para interrogarla, pero brevemente me dijo:
»—No abandonaré mi palacio hasta que muera.
»Se negó a añadir nada más. En cuanto a Akhenatón, anunció que su hermano
Samankhara ocuparía el trono junto a él. Sin embargo, los sacerdotes de Tebas
juraron fidelidad a Tutankhamón, el segundo hermano, anunciando con ello su
desobediencia a Samankhra y al mismo Akhenatón. Parecía que no había elección: o
aceptar la realidad o la guerra. Horemheb se entrevistó con el rey, pero éste insistía en
su posición. Le dijo:
»—No traicionaré a mi dios, pues él no me ha desamparado. Permaneceré en mi
trono, aunque esté solo…
»—Mi señor, os pedimos permiso para huir de Akhetatón y regresar a Tebas, así
se reunificará el país y conseguiremos alejar el fantasma de la destrucción. Os
aseguro que no permitiré que el odio se apodere de nadie, vivo o muerto. No nos
mueve más que el deseo de salvar el país y de salvaros a vos.
»Akhenatón dijo, en un arrebato de decisión y coraje:
»—Haced lo que os parezca, no culparé a nadie por su poca fe. No necesito los
cuidados de nadie. Mi dios está conmigo, y no me desamparará.
»Llevamos a cabo nuestra decisión en silencio y con tristeza. La gente de la
ciudad nos imitó en seguida, hasta que no quedó nadie en ella, más que Akhenatón en
su palacio y Nefertiti en el suyo, así como un puñado de vigilantes y esclavos. La
enfermedad no tardó en apoderarse de aquel cuerpo que no había conocido el
descanso desde su juventud, y murió solo, murmurando mientras agonizaba:
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Ay se detuvo, como para volver en sí, perdido como estaba en la corriente de sus
recuerdos. Luego me miró con ternura, diciendo:
—Esta es la historia de Akhenatón, a quien hoy maldicen y llaman el Hereje. No
deseo minimizar los daños que cayeron sobre su pueblo por su causa, pues perdió su
imperio, y las supersticiones lo despedazaron. Sin embargo, te confieso que no puedo
borrar de mi corazón el amor y la admiración por él. Dejemos la sentencia final para
el tribunal de Osiris, juez del mundo eterno.
* * *
Abandoné el palacio del sabio Ay, convencido de que la sentencia final en su caso
tampoco se conocería sino cuando su corazón se encontrara sobre el plato de la
balanza, ante el trono de Osiris.
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HOREMHEB
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De media altura, constitución sólida, su aspecto sugería energía y determinación.
Procedía de una familia media de la casta sacerdotal, rica en médicos, sacerdotes y
generales. Su padre fue el primero en ascender a la clase dirigente, al adquirir el
rango de «jefe de jefes» en la corte de Amenhotep III. Fue el único hombre de
Akhenatón que conservó su empleo como jefe de la policía en la nueva situación. Fue
el encargado de acabar con la corrupción en el país y devolver la paz a sus provincias,
en lo cual tuvo un éxito notable. El gran sacerdote de Amón testificó a su favor,
apoyado por Ay el sabio, que había sido un héroe en los momentos difíciles, en el
drama de tiempos pasados. Me recibió en la sala de recepción, al lado del jardín de
palacio, y empezó a hablar del Hereje diciendo:
—Fue el compañero de mi infancia, mi amigo, antes de ser mi señor. Desde que
le conocí hasta el instante del último saludo, no tuvo en la cabeza más que la religión.
Se detuvo un instante para aunar sus recuerdos:
—Le respeté como era debido desde que le conocí. Mi educación me obliga a
santificar el deber, y a poner cada cosa en su lugar sin tener en cuenta mis
sentimientos personales. Él era el heredero y yo uno de sus súbditos. Le respetaba
aunque en mi interior le despreciase, debido a su debilidad, a lo afeminado de su
rostro y de su cuerpo. No puedo imaginarme siendo su verdadero amigo, aunque en
realidad llegué a serlo en todo el sentido de la palabra. Me pregunto cómo fue
posible. Quizá porque no fui capaz de oponerme a sus sentimientos refinados y
educados, dotados de una magia irresistible. Tenía una capacidad extraordinaria para
cautivar y atar el corazón de la gente: ¿acaso no le respondió el pueblo cuando le
llamó a traicionar al dios de sus padres y abuelos? Ambos estábamos en extremos
opuestos, lo cual no impidió que nuestros sentimientos tomaran cuerpo en una forma
sincera y sólida, resistente para siempre hasta que topó finalmente con un escollo
infranqueable. Todavía me parece oírle cuando me decía sonriente:
»—Horemheb, animal sediento de sangre, te quiero.
»En vano intenté encontrar algo que tuviéramos en común. A menudo le invité a
ir a cazar, mi deporte favorito, y siempre me contestaba:
»—No mancilles el amor que late en el corazón de la creación.
»No le gustaban las maneras del ejército. Mirando mis pantalones cortos, mi
casquete y mi espada, me decía irónico:
»—¿No es extraño que se entrene al asesinato a la gente educada, y que luego
ésta lo lleve a cabo?
»Una vez le dije:
»—¿Sabes lo que decía tu gran abuelo Thotmés III sobre eso?
»Exclamó:
»—¡Mi gran abuelo! Construyó su grandeza sobre una pirámide hecha con los
cadáveres de los pobres. Mira su imagen esculpida en el templo mientras ofrece los
prisioneros en sacrificio a Amón. Qué gran abuelo y qué dios sanguinario…
»Me decía a mí mismo que se le podía aceptar como amigo, a pesar de sus
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extrañas ideas, pero ¿cómo podía ocupar el trono con ellas? Nunca la acepté como a
uno de los faraones de Egipto, y jamás cambié de opinión, ni siquiera en los
momentos de mayor alegría y felicidad. Es más, quizás era en esos momentos cuando
me parecía más alejado de la reverencia y la gloria eterna de los faraones. Sucedió
que fui llamado a reprimir una revuelta en un extremo del imperio, en mi primera
campaña como general. Nuestra victoria fue aplastante y regresamos con un gran
botín y numerosos prisioneros. Fui debidamente recompensado por mi señor
Amenhotep III. El príncipe me felicitó por haber regresado sano y salvo, y yo le
invité a ver a los prisioneros. Pasó revista mientras ellos estaban en pie,
semidesnudos, con gruesos grilletes en los tobillos. Los contempló durante un buen
rato, mientras ellos lo miraban implorantes, como si palparan su debilidad de espíritu
en su mirada. Una nube de tristeza cubrió su rostro, y les dijo con delicadeza:
»—Estad tranquilos, pues no se os hará ningún daño.
»Eso me desorientó, pues había imaginado para ellos toda suerte de castigos para
que se acostumbraran al orden y al trabajo. Cuando regresamos juntos, me preguntó
sonriendo:
»—¿Estás satisfecho con lo que has hecho, Horemheb?
»Le respondí sin ambages:
»—¡Tengo derecho a estarlo, príncipe!
»Murmuró misteriosamente:
»—¡Vaya un problema!
»Enseguida se rió y me dijo bromeando:
»—¡No eres más que un salteador de caminos, Horemheb!
»Ese era el heredero elegido para el trono. Y a pesar de todo, me arrastró en su
amor y su amistad, incitándome a seguir sus ideas, que sin embargo no me influyeron
nunca como aquel que sigue a una voz extraña e inhumana. Todavía hoy me pregunto
perplejo cómo fue posible. Respecto a esto recuerdo una discusión religiosa que tuvo
lugar en su refugio, en el jardín de palacio. Me preguntó:
»—Horemheb, ¿por qué rezas en el templo de Amón?
»La pregunta me sorprendió, sobre todo porque no tenía una respuesta
satisfactoria ni para él ni para mí. Al comprobar mi silencio, me preguntó:
»—¿Crees realmente en Amón y en lo que de él dicen?
»Pensé un poco y respondí:
»—No como cree la otra gente.
»Dijo seriamente:
»—O se cree o no se cree, no hay término medio.
»Me sinceré:
»—No me interesa la religión sino como una más de las sólidas tradiciones de
Egipto.
»Me dijo con una seguridad sorprendente:
»—Tú te adoras a ti mismo, Horemheb.
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»Le desafié:
»—Querréis decir que adoro a Egipto.
»—¿No tienes ninguna curiosidad por conocer los secretos de la creación?
»Le respondí amargamente:
»—Sé cómo apagar esa curiosidad.
»—Qué lástima, ¿y qué has hecho por tu espíritu?
»Le dije, harto de su acoso:
»—Yo santifico lo que es necesario: ¡ya tengo mi cementerio!
»—Espero que un día experimentes la alegría de la Epifanía.
»Le pregunté sorprendido:
»—¿La Epifanía?
»—La Epifanía del único creador del universo.
»Le pregunté con un cierto desprecio:
»—¿Y por qué iba a ser único?
»Me respondió confiado:
»—Es demasiado fuerte y sublime para tener compañeros.
»Aquel joven demacrado, que huía del palacio para refugiarse en una tienda en el
jardín, apasionado por el canto, las flores y los pájaros como una muchacha bien
educada, ¿por qué no nació hembra? La naturaleza pensó en ello, pero cambió de
opinión en el último momento, para mayor desgracia de Egipto.
Horemheb permaneció en silencio por un momento y luego prosiguió:
—Su destino se confirmó al casarse con Nefertiti. Ella se presentó por primera
vez en palacio durante la celebración de los treinta años de reinado del rey. Todo el
mundo quedó prendado de su belleza y sensibilidad. Bailó en compañía de las hijas
de los grandes señores, y cantó con voz suave:
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»—Como ves, es de familia humilde. ¡No soñaba con el trono, y no se atreverá
nunca a contrariar a su marido el rey!
»¡Me pregunto si Nefertiti lo hubiera aceptado como marido de no haber sido el
heredero al trono! Está claro que no podía ser el príncipe azul de nadie, ¡ni siquiera
de una humilde campesina! Después de la boda, el príncipe empezó con más energía
a desafiar las tradiciones. Supe, a destiempo, de la pretendida revelación de su dios,
así como de las voces que decía oír, y vi cómo el futuro se hacía más y más oscuro.
Al incrementarse la tensión, el rey se enojó y le mandó a visitar el imperio.
* * *
Llegados a este punto, me contó con profusión de detalles las discusiones religiosas,
sus contactos con sus súbditos para anunciar la buena nueva de la igualdad, el amor y
la nueva religión, sin añadir nada nuevo a lo que me había contado el sabio Ay.
* * *
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hubiera nacido para ser una gran reina como Tiy y Hatshepsut. Ella administraba los
asuntos del rey mientras él se ocupaba de su misión. Me pareció siempre, en
conjunto, que tenía una fe sincera en la nueva religión, fe que desgraciadamente,
superó todo lo inimaginable. Es verdad que se ha dicho sobre esta mujer todo lo que
se podía decir, y yo detesto repetir las habladurías; sin embargo, su fe sigue siendo un
enigma sin resolver. Sólo a veces me asaltan dudas sobre su sinceridad: ¿acaso fingía
para conservar su alta posición? ¿Acaso ella era quien le enardecía para reservarse
para ella misma los asuntos terrenales y los súbditos? ¿Tuvo su padre algún papel en
todo ello, actuando a través de su hija? Los sacerdotes intentaron hacerle reflexionar
sobre las consecuencias, pero fracasaron, y luego volcaron sobre ella su odio hasta el
día de hoy. Creían en la debilidad de Akhenatón, y no comprendieron su capacidad de
desafío, de lucha y de invención. Por eso acusaron a su madre Tiy de haber creado su
pensamiento, como acusaron a Nefertiti de ser el secreto de su obstinación y dureza.
Es una imagen falsa. Debes registrar todas las partes, pero no dudes de que todos los
hilos salieron de la cabeza del mismo Akhenatón. Al trasladarse a la nueva capital,
Akhetatón, el rey declaró la guerra a todos los reyes. Empezó a difundir su misión
religiosa por todas las regiones. Tuvimos días de victoria, felicidad y tranquilidad
hasta que nos pareció que aquel joven deprimente estaba destinado a destruir el
mundo y a reconstruirlo a su imagen y semejanza. Seguí sus incursiones en las
regiones, y con qué fascinación le recibían las muchedumbres. Se percibía en el aire
una nueva energía ejercida con una dignidad sorprendente. De todas maneras, nunca
dejé de tener dudas sobre el nuevo mundo que se estaba creando en lo que bien
parecía un saqueo. ¿Resistiría este nuevo orden el paso del tiempo? ¿Acaso el sueño
del amor, la paz y la alegría podría ser la balanza del mundo? ¿Dónde quedarían las
verdades y las experiencias de la vida? Un día me dijo Nefertiti, leyendo mis
pensamientos:
»—Él está inspirado, y su dios, el que lo ha colmado de amor, no le traicionará,
venceremos…
»Un día me encontraba a solas con el ministro Nakht, en una reunión de alegría y
bebida, cuando todavía creía en su capacidad para la política. Le pregunté:
»—¿De veras crees en el dios único, el dios del amor y la paz?
»Me respondió tranquilamente:
»—Sí, pero no estoy de acuerdo en atacar a los otros dioses.
»Le dije satisfecho:
»—Una solución intermedia, ¿no se lo has aconsejado a él?
»—Claro, pero él lo considera infidelidad.
»—¿Y Nefertiti?
»Me respondió contrariado:
»—Ella habla su misma lengua…
* * *
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Pasó a describirme con pelos y señales cómo la situación dio un vuelco tanto en el
interior como en el exterior, sin añadir nada a lo que me habían contado el gran
sacerdote de Amón y el sabio Ay.
* * *
Luego dijo:
—En aquella ocasión le aconsejé: «Debemos cambiar de política», pero él, ebrio
de entusiasmo, se oponía a cualquier acción que sugiriese retirada. Me dijo:
»—Es necesario proseguir esta batalla divina hasta el final, pues éste no puede ser
más que la victoria.
»Dándome unas palmaditas en la espalda, continuó:
»—No imites a los miserables en su amor a la miseria.
»Cuando las cosas empeoraron, tuve de nuevo tentaciones de matarle con mi
propia espada para salvar al país de su locura. Deseé matarle en nombre del amor y
de la fidelidad. De pronto vi claramente que lo que yo había tomado por una gran
energía que nacía de las profundidades de un cuerpo débil no era más que una
estúpida locura que era necesario rodear y atar. En el punto más álgido de la crisis me
visitó la reina madre Tiy y me invitó a visitarla en su palacio situado al sur de
Akhetatón. Me dijo:
»—Voy a tener una larga conversación con el rey.
»Le dije con toda franqueza:
»—Quizá consigáis lo que no hemos conseguido nosotros.
»Me miró con la profundidad que le era habitual:
»—¿Acaso los hechos os han obligado a darle nuevos consejos sobre la situación?
»Me apresuré a responderle porque ya sabía cómo solía interpretar cualquier
titubeo en las respuestas:
»—Mi señora, le sugerí un cambio en la política tanto interior como exterior.
»Dijo satisfecha:
»—Es lo que se espera de gente honesta como tú.
»—Él es mi señor y mi amigo como sabéis, mi señora.
»Me escrutó de nuevo con su mirada y entonces me preguntó:
»—Horemheb, ¿me prometes que le serás siempre fiel, en cualquier
circunstancia?
»Mi mente trabajaba a toda velocidad:
»—Juro fidelidad a él no importa cuáles sean las circunstancias.
»Sin esconder su satisfacción, me dijo:
»—Exigen su cabeza, y tú eres el hombre fuerte que la protege, seguramente
intentarán captarte, tarde o temprano.
»Reiteré mis promesas de amistad y fidelidad, y siempre las mantuve, pues me
convencí de que la mejor manera de protegerlo era librarse de él. Tiy fracasó en su
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misión, a pesar de su reconocida influencia sobre él. Abandonó Akhetatón para morir
en un suspiro eterno. Sobre nosotros, en la ciudad del nuevo dios, se estrechó el
cerco, y se confirmó que el nuevo dios era incapaz de defenderse a sí mismo, por no
decir a su amado y elegido.
»Tuvimos que sufrir privaciones, y la muerte nos acechaba por todos lados. Sin
embargo, ello no debilitó su resistencia, sino que aumentó su tozudez y su
obstinación. Su éxtasis religioso no disminuyó, y repetía a menudo:
»—¡Mi dios no me desamparará, hombres de poca fe!
»Cada vez que contemplaba su rostro reluciente de éxtasis y confianza me parecía
más clara su locura. No era una batalla religiosa como podía parecer desde fuera, sino
una locura anárquica que hervía en la cabeza de un hombre nacido con una aureola de
excentricidad.
»Después vino la visita del sacerdote de Amón, y su última advertencia. Cogió mi
mano con fuerza y dijo:
»—Tú eres el hombre del deber y la fuerza, Horemheb, salva tu conciencia y haz
lo que debes.
»La verdad es que aprecié mucho que estuviera más allá de las represalias y de la
venganza y que pensara en salvar al país de la destrucción completa. Pedimos una
audiencia. Fue difícil, dolorosa, triste. Rompimos nuestra fidelidad hacia un hombre
que no pensaba más que en el amor. Su locura le había dibujado un sueño
extraordinario que pretendía que compartiéramos en una felicidad imaginaria. Le
propuse que proclamara la libertad de credo y se ocupara inmediatamente de la
defensa del imperio. Al negarse, le propuse que renunciara al trono y se dedicara a
difundir su religión. Lo dejamos solo para que reflexionara sobre la cuestión.
Samankhra compartía con él el trono, mientras Nefertiti lo había abandonado. Él, sin
embargo, no dio un paso atrás en su determinación. Decidimos librarnos de él y
unirnos al otro bando, para devolver la unidad a la patria, después de haber acordado
que nadie le haría daño, ni a él ni a su esposa. Juré fidelidad al nuevo rey
Tutankhamón, y las tinieblas se cernieron sobre el mayor drama que escindió el
corazón de Egipto. ¡Mira lo que hizo aquel loco con la gloria de nuestra noble y
antigua tierra!
Nos quedamos definitivamente en silencio, mientras recogía mis papeles para
marcharme. Todavía le pregunté:
—¿Cómo explicas que Nefertiti lo abandonase?
Respondió sin titubear:
—¡Sin duda se dio cuenta de que su locura iba más allá de la fe, y abandonó
palacio para salvar su vida!
—¿Y por qué no abandonó la ciudad con vosotros?
Dijo con desprecio:
—¡Estaba segura de que los sacerdotes la consideraban la principal responsable
del gran crimen!
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Le pregunté mientras me despedía:
—¿Cómo murió?
—Su debilidad no le permitió superar la derrota. Cuando su dios le abandonó, sin
duda su fe resultó dañada. Enfermó por algunos días y luego murió.
Vacilé un instante y le pregunté:
—¿Cómo recibisteis la noticia de su muerte, general?
Su rostro se ensombreció:
—¡Ya he hablado lo suficiente!
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BEK
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El escultor Bek vive en una isla del Nilo dos millas al sur de Tebas, en una casita
elegante en medio de un pequeño campo cultivado. Vive en semirreclusión, a pesar
de su reconocida capacidad artística, porque no se le ha llamado a la reconstrucción
del nuevo Estado, debido a su fidelidad a su señor precedente o, aún más, por ser
acusado de impiedad hacia los antiguos dioses. Tiene ya unos cuarenta años, es alto y
delgado, fuerte y activo. Su tez es oscura y su cálida mirada está cubierta por un velo
de tristeza. Sonrió mientras leía la carta de mi padre y luego me miró y dijo:
—El espíritu de la belleza se apagó cuando él se fue. La belleza de los colores y
de las melodías desapareció. Lo conocí cuando yo era un chiquillo, aprendiz de
escultor en la escuela de mi padre, Man, el escultor-jefe del rey Amenhotep III. Un
cierto día apareció el chico llevado en un baldaquín. Mi padre me susurró al oído:
»—¡El heredero!
»Vi al muchacho de mi misma edad, flaco y débil, de mirada penetrante, sencillo
y complaciente, apasionado por el lenguaje milagroso de las piedras. Venía a ver y
aprender, y sus palabras dulces y afectuosas enseguida te hacían olvidar que estabas
hablando con un hijo de los dioses.
»Nos visitó con asiduidad en días determinados y creció entre nosotros una
amistad que mi padre bendijo con orgullo y que me proporcionó la máxima felicidad.
Mi padre me decía:
»—¡Es un hombre maduro de corta edad, Bek!
»En efecto, así era. Incluso el gran sacerdote Amón reconocía su precoz madurez
aunque, a su manera, la atribuyera a una fuerza maligna. No señor. La fuerza maligna
anida en el corazón de los sacerdotes. El corazón de mi señor y maestro no conocía el
mal: quizá fue ese el secreto de su drama. Cuando creció, discutía con mi padre, que
estaba esculpiendo una estatua de Amenhotep III. Le decía, siguiendo el trabajo de mi
padre y sus colaboradores:
»—Vuestras tradiciones, maestro, ahogan vuestros espíritus…
»Mi padre respondió orgulloso:
»—Con las tradiciones, derrotamos al tiempo, príncipe.
»Mi señor exclamó extasiado:
»—Con cada nuevo sol nace una nueva belleza.
»Se acercó a mí y me susurró:
»—Bek, ésta no será una fiel estatua de mi padre: ¿dónde está la verdad?
»Se refería a la verdad por la cual vivió y murió. Desde su tierna infancia se
agolparon en su espíritu las voces del más allá, como si en él encontraran una salida
cada vez que se resplandor resultaba incontenible. Un día me dijo:
»—Te quiero, Bek, insiste en tus estudios para que puedas ser mi hombre en el
terreno creativo.
»Lo cierto es que yo se lo debo todo a mi señor y maestro, le debo la religión y el
arte al mismo tiempo. Encaminó mis sentidos a la religión de Atón para después abrir
mi corazón al único creador, cuya voz le reveló la fe y el amor:
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Iluminas la tierra con tu luz
y las tinieblas desaparecen.
Oh, creador del cielo y de la tierra,
del hombre y de las bestias.
Un día en que estábamos solos entre la cantera y la escuela, le dije lleno de alegría:
»—Príncipe, quiero dar testimonio de mi fe en vuestro dios…
»Me respondió con alborozo:
»—Eres el segundo creyente, después de Miri-Ra; sin embargo, los enemigos son
innumerables, Bek.
»Poco después supe que Nefertiti se había convertido al mismo tiempo que
nosotros, mientras vivía en el palacio de su padre, Ay. De vez en cuando me contaba
las dificultades que sufría a causa de su misión divina. Yo, a pesar de mi aislamiento
en la cantera, lejos de Tebas, reunía fragmentos de sucesos. Él me guió hacia el arte
verdadero. Aunque mi padre me enseñara los fundamentos del arte, mi señor me dio
el espíritu. Él mismo se entregó a la verdad, tanto en la vida como en el arte, y por
ello se hizo odioso a los ojos de aquellos que no viven más que para este mundo y no
conocen más que el idioma ordinario de la vida terrenal, avanzando y retrocediendo
con ella, abalanzándose sobre los placeres como halcones o cuervos. Mi señor no era
así, yo le escuchaba mientras hablaba con su dios:
»—¡Oh, creador de vivos e inertes! Déjame ver tu luz, alegra mi pecho, deja que
mi corazón se agite con tu dulce latido cósmico.
»Otras veces me decía:
»—¡Guárdate de aquellos que quieren encarcelar a los muertos en el arte: que tus
piedras sean morada de la verdad!
»Y también:
»—Dios ha creado las cosas: no juegues con ellas, reprodúcelas fielmente, haz
que resalten con fuerza, no dejes que sean dominadas por el miedo, la avidez o los
falsos credos. ¡Refleja todos los defectos de mi cara y de mi cuerpo para que en la
verdad aparezca tu belleza!
»Ese era mi señor y mi maestro, no repetía viejas cantilenas, le fascinaba lo
nuevo, lo vivo. Derrumbaba ídolos, arrancaba de cuajo viejas supercherías. Nadaba
en el mar de lo ignoto, extasiándose en la verdad. El día en que subió al trono
ratifiqué mi fe ante él y ocupé mi cargo de «gran escultor real», y el día en que su
dios le ordenó huir a la nueva ciudad, marché al frente de ochenta mil trabajadores y
artesanos para construir la ciudad más hermosa de la tierra, la ciudad de la luz y de la
fe, Akhetatón. Con amplias avenidas, altos palacios, verdes jardines, estanques
artificiales, máximo ejemplo del arte y la belleza, cayó destruida por el odio, presa de
los sacerdotes y del tiempo.
Enmudeció un momento, enojado, para contener la tristeza que se abatía sobre la
obra de su vida, que se desmoronaba poco a poco, se deshacía para perderse entre los
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escombros. Respeté su silencio hasta que él mismo decidió romperlo:
—Mi señor era artista, poeta y dibujante. Entrenó sus dedos largos y delicados
para conversar con la piedra. Te diré algo que sólo saben unos pocos: esculpió un
busto de Nefertiti que era un ejemplo de verdad y belleza. Quizá se encuentre ahora
en el palacio abandonado o en el palacio de Nefertiti, eso si no se ha vengado de él la
mano de la devastación. Cuando de improviso le abandonó la reina dejando en su
corazón una herida imborrable, se borró el ojo izquierdo de la estatua, como
expresión de su desilusión al mismo tiempo que de su amor eterno.
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TADU-HEPA
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Hija de Tushrata, rey de Mitanni, el mejor aliado del trono de Egipto. Amenhotep III
se casó con ella en sus últimos días, cuando contaba sesenta años y ella sólo quince.
Akhenatón la heredó junto con el harén de su padre al subir al trono. Hoy vive en un
palacio al norte de Tebas con trescientos esclavos. Me recibió por orden de
Horemheb. Con casi cuarenta años, su belleza es todavía resplandeciente y magnífica.
La encontré en una habitación lujosa, sentada en un trono de ébano con
incrustaciones de oro. Su sonrisa me dio ánimos, y empezó enseguida a contarme su
historia:
—Conviví con Amenhotep muy poco tiempo, en un ambiente enrarecido por los
celos y el odio. Me sorprendió que la reina Tiy ocupara una posición tan elevada,
pues en el harén de mi padre, el gran rey Tushrata, había decenas tan aptas como ella.
Todavía me sorprendió más el aspecto del heredero, a quien veía en el jardín: una
criatura fea y débil que inspiraba más desprecio que cariño. La salud del rey empeoró
y los envidiosos me acusaron de ser la causa de ello. En realidad, leí en su cara
arrugada desde la primera noche que su fin estaba cerca. ¡Me pregunté si acaso me
iba a heredar pronto aquel niño despreciable! Me decía a mí misma que era preferible
vivir con un anciano padre, quien gozaba de una jovialidad y una vitalidad que se
contradecían con su salud y su edad. En el harén, a menudo se hablaba del heredero,
se bromeaba sobre su pasión por las actividades femeninas, como el dibujo o la
música, así como sobre su evidente inadecuación al trono y su abstención de las
mujeres, que levantaba sospechas.
Nos llegaban noticias acerca de sus locas ideas religiosas y los pesares que con
ellas causaba a sus padres, así como las angustias y temores de los sacerdotes. Todas
estas noticias estaban en el aire sin que les prestáramos demasiada atención, pues las
mujeres se ocupan de los asuntos cotidianos, lo cual las distrae de las cuestiones de
Estado. Sin embargo, la muerte del rey representó una gran sacudida, y nos impuso
nuevos ritos que resultaban insoportables. Aquella despreciable criatura subió al
trono junto a Nefertiti, con quien se había casado en vida de su padre, heredando el
harén de éste. Nos otorgó su protección como si fuéramos animales domésticos, pero
no se nos acercó, hasta el punto de que no pocas mujeres, procedentes de distintas
naciones, se dieron a la perversión y al vicio. Una de ellas se preguntaba:
»—Si fuera capaz, no se entretendría con esas charlatanerías…
»A pesar de ello, Nefertiti sintió celos, y decidió visitar el harén para saludarnos y
conocernos. Todas las mujeres se imaginaron que el verdadero motivo de la visita era
el verme de cerca, debido a los rumores sobre mi juventud y mi belleza que
circulaban por el palacio. Era la única que tenía su misma edad y que competía con
ella en belleza, superándola en categoría social, pues yo soy hija de reyes, mientras
que su padre, Ay, es de origen humilde. Él fue el primero en proclamar su fe en el
nuevo dios delante del rey, y el primero en unirse a sus enemigos cuando su buena
estrella empezó a declinar. La nueva reina se presentó entre dos filas de esclavas, y
nos saludó de una en una por orden de antigüedad en el harén. Cuando llegó mi turno
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—era la última— me escrutó con su perforante mirada. Yo la mantuve, con educación
y desafío al mismo tiempo, hasta que su rostro se tranquilizó. Es por ello por lo que
siempre odió a la reina madre Tiy, quien recordaba a su hijo sus deberes con el harén,
y en particular con Tadu-Hepa, la hija del rey Tushrata. Jamás le perdonó su
intromisión, y su cólera estalló cuando el rey accedió a la voluntad de su amada
madre y decidió visitarme. Como manda la tradición le esperé en mi habitación, en
mi lecho incrustado en oro, completamente desnuda, sin ocultar ninguna de mis
bellezas. Él se presentó semidesnudo, con un vestido corto anudado a la cintura, y se
sentó al borde de la cama, sonriendo tímidamente, aparentando una tranquilidad
antinatural. Me preguntó en un susurro:
»—¿Te gustaría tener un hijo mío?
»Le respondí, controlando mi repugnancia:
»—Es mi deber, mi señor.
»En sus ojos apareció una mirada de desilusión, y murmuró:
»—Yo busco el amor: ése es mi primer y último deber.
»Le pregunté sin miedo:
»—¿Acaso deseáis de mí el amor?
»Me dio unas palmaditas afectuosas en la mano:
»—¡No en contra de tu voluntad!
»Cubrió mi frente con el velo y abandonó la habitación como había venido.
Nunca revelé a nadie el secreto de aquella noche, pero las otras mujeres creyeron que
Nefertiti había perdido como mínimo la mitad del corazón del rey. Los días pasaron,
y los rumores sobre la situación en el exterior eran preocupantes. Finalmente, se
publicó la orden de construir la nueva ciudad. Después de algunos años nos
trasladamos a Akhetatón. Todo el mundo a nuestro alrededor se alegró: a nosotras nos
relegaron a un ala de palacio, donde llevábamos una vida vil y despreciable que nos
abocaba a la perversión. Cuando se supo que el estúpido rey respondía a los errores
con amor en lugar de castigarlos, la corrupción se apoderó del ejército y de las
mujeres y se perdieron todos los valores. El rey empezó a propagar la nueva religión
por todo el país. Las mujeres aceptamos rezar al nuevo dios único sin verdadera fe,
hasta el punto de que parecía una religión sin creyentes, una comunidad de hipócritas
ávidos de gloria y dinero. ¡Cómo es posible que este gran mundo tenga un solo dios!
Cada ciudad necesita un dios que se ocupe de sus asuntos, cada actividad humana
necesita un patrono. ¿Cómo puede ser el amor la base de las relaciones entre los
hombres? Todo ello eran disparates de niño mal educado y mimado por su madre.
Recitaba a todo el mundo sus poesías mientras su mujer canturreaba sus himnos. El
reverenciado trono fue ocupado por una fanfarria ambulante de músicos y poetas y el
temor que antaño inspiraban los faraones desapareció. Forzosamente debía ocurrir lo
que ocurrió: la tristeza se abatió sobre nosotros como una noche interminable, las
desgracias se sucedían tanto en Egipto como en el resto del imperio. Mi fiel y
valiente padre fue el único en resistir: envió cartas pidiendo ayuda hasta que murió
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dando su sangre en el campo de batalla defendiendo al estúpido rey. La gente hacía
bien en considerarlo un gran poeta que no debiera haber ocupado el trono. Era en
verdad una extraña criatura, ni hombre ni mujer, y atormentado por sentimientos de
inferioridad y de vileza, en ellos arrastró a sus súbditos. Bajo el escudo del amor,
incitó a las gentes al odio y la corrupción, desgarró su país y echó a perder el imperio.
En esa locura le acompañó su mujer, la astuta Nefertiti, para aprovecharse del poder y
saciar sus indecentes apetitos en brazos de los hombres. Todos estaban convencidos
de que ella y su marido eran la imagen ideal del amor y la fidelidad: intercambiaban
besos en público por las calles de Akhetatón y durante las ceremonias en provincias.
La verdad, según cuentan todas las mujeres de palacio, es que no tenían ningún tipo
de relación íntima, ni él era capaz de tenerla. Ella llevaba a cabo sus caprichos
amorosos con el escultor Bek, los generales Horemheb y May y con otros. De ellos
tuvo sus seis hijas. ¡Algunas murmuran que él no tenía relaciones sexuales más que
con su madre, la reina Tiy…!
Permaneció en silencio mientras observaba los signos de sorpresa que se
dibujaban en mi cara. Luego continuó:
—Entre nosotras eso era una verdad incuestionable. También se sabe que de ella
tuvo una hija, y que no podía hacer el amor más que con ella. Nefertiti lo sabía, y por
ello siempre se odiaron a muerte. El caso es que muchos no se imaginan que el
hombre que hizo zozobrar el mundo pudiera ser un personaje débil, enfermizo,
insignificante; sin embargo esa es la verdad que debe ser conocida y registrada. Si no
hubiera sido el heredero de la familia más grande de la historia, se habría paseado
como un desgraciado por los callejones de Tebas. Los niños se habrían reído de él
mientras sus babas de estúpido caían de su boca. ¡No es extraño que un estúpido, si
llega a ocupar el trono, sea capaz de arruinar un imperio! Si él no hubiera visto algo
especial en Nefertiti, ésta no habría sido sino una más de las putillas de Tebas.
»Poco antes del final, la reina madre visitó Akhetatón para intentar salvar el barco
del naufragio, pero tuvo una fuerte discusión con Nefertiti, en la cual ésta no se
abstuvo de acusar a la vieja de estar conchabada con los enemigos del trono. Esa
acusación entristeció mucho a Akhenatón, quien defendió a su madre y amante a capa
y espada. Nefertiti se enojó muchísimo, y se guardó la ofensa para vengarse más
tarde, en los momentos difíciles: le abandonó por sorpresa antes de que sus hombres
decidieran librarse de él. Intentó congraciarse con los sacerdotes de Amón para
procurarse un puesto en el nuevo Estado, quizá deseaba incluso llegar a ser la mujer
de Tutankhamón, pero ellos hicieron desvanecerse todas sus ambiciones, y de no
haber sido por el poder de su antiguo amante Horemheb, la hubieran hecho pedazos.
Tadu-Hepa enmudeció, mientras sonreía con desprecio, luego concluyó su relato
diciendo:
—¡Ésta es la historia del imbécil y de su necia religión!
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TUTU
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—Nunca fui infiel a Amón, ni me uní a la recua de hipócritas y oportunistas, sin
embargo serví al Hereje de acuerdo con el gran sacerdote de Amón para ser su ojo
vigilante en palacio y su mano ejecutora cuando hiciera falta.
Así me habló Tutu, ministro de Mensajes en tiempos de Akhenatón,
defendiéndose de las acusaciones de hipocresía que rondaban sobre los hombres de
Akhenatón. Me recibió en su refugio del templo donde ocupaba el cargo de sacerdote
recitador en época de Tutankhamón como había hecho en tiempos de Amenhotep III.
Era un hombre de religión de rostro resplandeciente y ojos saltones, nervioso. Sin
dudarlo un instante empezó a darme su visión de la historia. Dijo:
—Esa antigua familia se distinguía por sus magníficos reyes, y sólo empezó a
debilitarse cuando Amenhotep III escogió como compañera en el trono a una mujer
de familia humilde, que le dio aquel heredero fofo y estúpido. Esos magníficos reyes
establecieron con nosotros —los sacerdotes de Amón— una nueva política.
Reconocieron el valor y la preeminencia de Amón sobre los demás dioses, y le
adoraron como a un dios superior a cualquier otro, mientras reconocían a los
sacerdotes de los otros dioses sus derechos, para asegurarse la fidelidad de todos y
establecer un equilibrio entre nosotros y el resto de sacerdotes que duplicase el poder
y la independencia del trono. Aquella política no nos gustó en absoluto, pero no
llegamos a indisponernos ni a oponernos a ella, pues nuestra posición no cambió.
Cuando el Hereje subió al trono, encontró ante él el camino despejado para continuar
la política de sus padres y abuelos. Sin embargo, el escarabajo se creyó león, lo cual
desencadenó la crisis. No tuvo la energía y sabiduría de sus antepasados. Él era
consciente de su debilidad, de su fealdad y de su aspecto afeminado, sin embargo,
estaba dotado de una picardía y astucia que no poseen más que aquellos envilecidos
por su propia debilidad y consumidos por el odio. Decidió librarse de todos los
sacerdotes para poseer todo el poder él solo. A continuación se erigió él mismo en
dios reservándose todos los súbditos para sí, sin más compañía que la de un dios
imaginario que inventó para ocultar su ambición. Empezaron a llegarnos noticias
sobre los milagros del chico, cuyas fuerzas eran impropias de su edad, hasta que
tuvimos noticias del nuevo dios que se le había revelado para ordenarle que
abandonara el culto a los otros dioses. A la sazón le dije al gran sacerdote:
»—Es una conspiración que hay que cortar de cuajo.
»Aparentemente él no creía que fuera una conspiración, e insistí:
»—Yo le echo la culpa a la reina Tiy y al sabio Ay: el muchacho no es
responsable.
»El gran sacerdote me respondió:
»—No perdono a la reina Tiy su parte de responsabilidad, pero su error fue de
valoración. En cuanto a Ay, me aseguró que estaba tan molesto como nosotros…
»Le di la razón, pues él está exento de error, y le dije:
»—Entonces estamos ante un ser inspirado por los seis dioses del mal: hay que
matarlo de inmediato.
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»Dijo el sacerdote:
»—La situación todavía está en manos del rey y la reina…
»Yo estaba convencido de que acabaríamos pagando caro el precio de nuestra
indecisión. Oraba a mi dios repitiendo:
* * *
Me narró los hechos históricos que ya conocía, la historia del viaje del príncipe por el
imperio, su retorno y como ocupó el trono.
* * *
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* * *
* * *
—Vivía cerca de él, trabajaba en su patio, como los otros en contacto con sus
continuos dislates, y lo conocí tal como era mejor que antes. Hubiera podido ser un
poeta o un músico, pero se sentaba en el trono de los faraones: ése era el problema.
Desde el principio decidió que debía superar su debilidad con disimulo y astucia para
ostentar todo el poder. Quería poder decir a Thotmés III:
«A pesar de tu habilidad militar, yo soy más fuerte». No era un inspirado como
creían algunos, ni un loco como creían otros, sino que gozaba de la gran astucia de
los débiles y perversos, y supo representar bien su papel. Se imaginó que podía crear
un mundo a su imagen y vivió, en efecto, en un mundo de su propia creación, sin
ningún contacto con el mundo real: un mundo con sus propias leyes y tradiciones,
con sus propias gentes, en el cual se erigió como único dios apoyándose en la magia
que el trono le confería y en su poder sobre las almas. Por eso mismo, su magia
desapareció al primer choque con la realidad: lo destruyeron la corrupción, la rebeldía
y los enemigos, y los cobardes huyeron de su lado. Se hablaba mucho de sus horas de
iluminación y de los hechos y dichos prodigiosos que sucedieron. Yo fui testigo de
alguno de esos momentos, pues era el encargado de llevarle la correspondencia a su
refugio. Solía fingir que se encontraba en estado de éxtasis, fuera de los límites de la
conciencia, se sumergía en lo desconocido, intercambiando misteriosas palabras con
fantasmas invisibles. Luego, poco a poco, volvía en sí y nos hablaba de su dios, que
nunca le iba a desamparar. Yo lanzaba miradas furtivas a los rostros de aquellos
astutos, Ay, Horemheb, Nakht, preguntándome si de verdad se creían la comedia. ¿Se
habían tragado de verdad las tretas de aquel afeminado? Fingían creerlo para alcanzar
sus objetivos, y no lo reconocieron hasta que la muerte los tuvo rodeados por todas
partes.
* * *
* * *
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Dijo:
—Me inundaba el miedo por el país, y pensé seriamente en asesinarlo para salvar
al mundo y a la religión de su maldad. No tuve dificultad en encontrar a un voluntario
para matarle en su refugio, al alba: le facilité un escondrijo en el jardín, y estuvo a
punto de tener éxito, si no fuera porque Mahu, el jefe de guardia, lo descubrió en el
último momento y le asestó un golpe mortal con el que se ganó la maldición eterna de
los dioses. A menudo intenté la magia, pero desgraciadamente para el país nunca
surgió efecto: seguramente el malvado recurría a la magia protectora.
* * *
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TIY
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La mujer del sabio Ay, de unos setenta años de edad, cuerpo pequeño, excelente salud
para su edad, buena presencia. Ay se casó con ella a raíz de la muerte de su primera
mujer la madre de Nefertiti. Tiy la conoció cuando ésta tenía apenas uno o dos años.
Posteriormente tuvo a Mur-Najmat. Cuando la fortuna llevó a Nefertiti al trono, ésta
la eligió de entre su séquito y le otorgó el rango de nodriza real. No lo hubiera hecho
de no haberla tenido en alta estima, y eso era así porque Tiy siempre le otorgó sus
cuidados y su amor y nunca fue la «esposa del padre» en el sentido habitual de la
expresión.
Le conté los conocimientos que ya había obtenido sobre los hechos históricos, y
le dije:
—No hay necesidad de repetir nada: si es que no tienes nada que añadir o
corregir, no hace falta que perdamos tiempo.
Tiy me respondió:
—No traté mucho al rey a pesar de mi parentesco con su esposa, quizá no nos
hablamos más que unas pocas veces, y sin embargo jamás olvidaré su dulzura.
Supimos mucho sobre él desde lejos, a través de las palabras de mi marido Ay, quien
fue elegido para ser su preceptor. Nos desconcertaron sus opiniones sobre Amón y su
inclinación hacia Atón, y mucho más nos desconcertaron los rumores sobre la
revelación del dios único. La verdad es que las sorprendidas fuimos yo y mi hija Mut-
Najmat; en cuando a mi querida Nefertiti, tenía otro punto de vista. Sin embargo, en
primer lugar debo hablarte de ella: era una muchacha inteligente, dotada de un
espíritu fuerte, amante de la belleza y enamorada de los secretos de la religión. Su
madurez era muy superior a la que su edad hacía presumir, hasta el punto de que un
día le dije a mi marido Ay:
»—¡Me parece que tu hija va a ser sacerdotisa!
»Entre ella y su hermana Mut-Najmat se producían las discusiones y disputas
habituales entre hermanas, pero la verdad estaba siempre de su parte, no recuerdo que
ella se equivocara una sola vez. Trataba a su hermana como un adulto trataría a un
chico. Sobresalía tanto en sus estudios que me hacía temer una reacción irreparable
por parte de mi hija. Empezó a recibir las enseñanzas del heredero con admiración, y
a inclinarse, junto a él, hacia Atón. Pronto nos sorprendió anunciando su fe en el dios
único.
»Mut-Najmat le dijo:
»—Es un infiel.
»Dijo con seguridad:
»—Ha escuchado la voz de dios.
»Le gritó:
»—¡Tu también eres una infiel!
»Su voz era dulce, a menudo nos alegraba oírla cantar:
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pues cada día regreso con pajaritos,
y hoy no he tendido mis redes
porque tu amor me ha poseído.
»Después de descubrir su nueva fe, solía cantar al dios único sola en el jardín,
pues ninguno de nosotros quería acompañarla. Sin embargo, recuerdo una mañana en
que su voz me asaltó mientras yo me peinaba asomada a la ventana.
¡Oh, vivo!
¡Oh, hermoso! ¡Oh, magnífico!
Todo en ti es alegría.
El mundo llenas de luz.
»Es así como nuestro palacio fue el primer lugar que escuchó el himno al nuevo
dios. Fuimos invitados a la celebración de los treinta años de reinado de Amenhotep
III. Se nos permitió ir en compañía de nuestras dos hijas por primera vez a presenciar
una fiesta en el palacio de los faraones. Las dos se adornaron para intentar gustar a la
flor y nata de los jóvenes de buena familia. Las dos llevaban vestidos largos y
holgados, con capas estampadas cortas colgando de los hombros y sandalias de
bandas doradas. Entramos en una sala mayor que todo nuestro palacio, iluminada por
candelabros y rodeada por los asientos de los invitados. Presidía la sala el trono del
faraón, a cuyos lados se alineaban dos filas con los asientos de príncipes y princesas,
entre unos y otros se abría un espacio preparado para los músicos y las bailarinas
desnudas. Los esclavos circulaban entre los invitados e invitadas llevando bandejas
de perfumes, comida y bebida. Recorrí con mi mirada la flor y nata de los jóvenes, y
escogí para mi hija a Horemheb, el futuro general, y a Bek, el dotado escultor. Me di
cuenta de que todo el mundo —Horemheb, Bek, Nakht, May— miraba a Nefertiti
cuando llegó entre un grupo del séquito, y en especial cuando las hijas de los nobles
tuvieron ocasión de bailar y cantar entre los reyes. Mi querida bailó con una elegancia
cautivadora y cantó con una voz más dulce que la de los mejores músicos. Quizás
aquella noche compartí la silenciosa envidia de mi hija Mut-Najmat, sólo que yo me
consolaba diciéndome: «Cuando se case Nefertiti, la belleza de Mut-Najmat no
tendrá competidor». La curiosidad hizo que espiara a Nefertiti para descubrir hacia
quien dirigía sus miradas. No fue poca mi sorpresa al comprobar que se sentía
profundamente atraída por su maestro espiritual… ¡el heredero! Dirigí mi mirada
hacia él y me atemoricé al presenciar su extraña figura y su sorprendente delicadeza
casi femenina. Cuando mi mirada se encontró con la de mi hija, me susurró:
»—¡Creía que era un gigante!
»Su fascinación era más fuerte que su perplejidad, más no se imaginaba lo que le
depararía el destino. Cuando regresamos a nuestro palacio, le dije a mi marido Ay:
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»—El matrimonio llama a nuestra puerta, Ay, organízate…
»Me respondió con su habitual tranquilidad:
»—Los dioses escriben nuestro destino.
»Después de un par de días, Ay me sorprendió anunciándome:
»—La reina Tiy desea recibir a Nefertiti…
»La noticia me desconcertó, y le pregunté:
»—¿Qué significa eso?
»Reflexionó un instante, y luego dijo:
»—¡Quizá la ha elegido para algún cargo en palacio!
»—¡Sin duda sabes algo más que eso!
»Me respondió:
»—Quién puede saber lo que le pasa por la cabeza a la gran reina.
»Empezó a enseñarle los fundamentos del protocolo necesario para hablar con los
reyes.
»Le dije:
»—Que Amón te proteja…
»A lo cual ella respondió con firmeza:
»—Yo pido la protección del dios único…
»Ay la increpó tajantemente:
»—Cuidado con decir tonterías delante de la reina.
»Nefertiti partió. Cuando regresó, emocionada, me rodeó con sus brazos y
empezó a llorar. Ay dijo:
»—¡La reina la ha elegido como esposa del heredero!
»La noticia levantó una tormenta en nuestros corazones. Con ella mi querida
Nefertiti se elevó más allá de la envidia y la competencia. Ella nos abrió la puerta de
la felicidad, que atravesaríamos para unirnos a la familia reinante. Su buena estrella
extendió sus alas sobre nosotros y nos elevó por encima del resto. Por ello la bendije
con todo mi corazón, y lo mismo hizo Mut-Najmat. Empezó a contarnos lo que
sucedía entre ella y la gran reina y debido a lo impresionada que estaba no le presté
atención, de manera que no conservo muchos recuerdos de aquel período. Además,
¿qué importancia tiene el hablar de ello, comparado con el resultado final de aquellos
hechos? La ceremonia de la boda fue comparada por los más longevos con la de
Amenhotep III. Todos nosotros pasamos a formar parte de la familia reinante, y mi
querida me eligió como su nodriza privada, ¡que es un cargo sólo inferior en
importancia al de princesa! Al casarse, Nefertiti y el príncipe se convirtieron en una
persona sola e indivisible, cuyas dos mitades no separó más que la muerte. Ella le
acompañó en la alegría y en la tristeza hasta pocas horas antes del fin. Administró los
asuntos del reino con la habilidad de una mujer nacida para el trono, y le ayudó a
difundir su misión religiosa como si fuera en verdad una sacerdotisa elegida para el
servicio divino. Créeme era una gran reina en el pleno sentido de la palabra. Por eso
me fulminó la noticia de que había abandonado por sorpresa a su marido en lo más
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álgido de la crisis. Quizá fue la primera decisión que tomó sin mi conocimiento. Me
apresuré hacia su palacio y me senté a sus pies abandonándome al llanto. No pareció
importarle mi estado, y me dijo tranquilamente:
»—Vete en paz…
»Le supliqué:
»—Todos huyen para proteger al rey de cualquier mal.
»Replicó fríamente:
»—Vete en paz…
»Le pregunté perpleja:
»—¿Y tú, mi señora?
»Dijo simplemente:
»—No abandonaré este palacio.
»Empecé a decir algo, pero ella me interrumpió en tono imperativo:
»—Vete en paz…
»La abandoné sintiéndome la mujer más desgraciada del mundo. Pensé mucho en
el motivo de su retiro, sin encontrar más que uno: que ella odiaba el deber presenciar
la derrota del rey y de su dios. Tomó la decisión de huir en un instante de
desesperación, pensando en regresar a él cuando se hubieran ido todos. Sin duda lo
intentó y se lo impidieron por la fuerza. No aceptes ninguna otra explicación sobre su
huida de palacio. Oirás noticias contradictorias, cada uno pretenderá que está
diciendo la pura verdad, pero sólo te contarán lo que desearían que hubiera sucedido.
La vida me ha enseñado a no fiarme de nadie y a no creer a nadie. El tiempo pasa y
me pregunto si mi señor Akhenatón merecía aquel triste fin. Personificaba la nobleza,
la sinceridad, el amor y la misericordia. ¿Por qué la gente no pagó su nobleza con
nobleza, su sinceridad con sinceridad, su amor con amor, su misericordia con
misericordia? ¿Por qué cargaron contra él como bestias salvajes para desgarrarlo a él
y a su reino como si fuera un enemigo pecador? Durante años lo he visto en sueños
tumbado en el suelo, con una profunda herida en el cuello de la cual brota un chorro
de sangre. Estoy profundamente convencida de que lo mataron y se inventaron que
había muerto de muerte natural.
Calló mientras su triste mirada se fijaba en un punto delante de ella. Finalmente
murmuró:
—Hemos conocido a un hombre irrepetible.
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MUT-NAJMAT
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Apenas cuarenta años de edad, delgada y hermosa, sus ojos color miel irradian
inteligencia; ante ella sentí que entre nosotros había una distancia infranqueable. La
hija de Ay y Tiy, hermana de Nefertiti, vivía en un ala privada del palacio de Ay. Un
enigma recorre su vida: nunca se casó a pesar de sus muchos pretendientes. Apenas
me senté delante de ella y desplegué mis papiros, empezó a hablar:
—El destino ha hecho que viviéramos el drama del hereje Akhenatón. Mi padre,
el sabio Ay, fue elegido como preceptor, y nos mantenía informados de sus ideas.
Desde el principio desconfié de él, y más tarde el tiempo me daría la razón. Nefertiti
tenía otro punto de vista que desconcertó a la familia, no a mí, siempre le gustó
llamar la atención con fingidos desafíos. Le gustaba desatar polémicas a su alrededor.
Sí, era inteligente, pero nunca fue ni sincera ni fiel. Eso fue lo que la llevó a ser infiel
a todos los dioses y creer en aquel dios único del cual nunca habíamos oído hablar.
Una vez oí que le decía a mi padre:
»—Padre, dile al heredero que yo creo en su dios.
»Mi padre frunció el ceño:
»—No seas estúpida, Nefertiti, no te das cuenta de las consecuencias que eso
implica.
»Por culpa de su blasfemia temí que la maldición cayera sobre todos nosotros. Mi
fe en mi dios continuó tan firme como siempre. Claro que, al pertenecer a la familia
real, tuve que declarar mi fe en el nuevo dios para poder obtener todo lo posible de
mi nueva posición y defender a mis dioses sagrados. Mi fe nunca disminuyó. Vi al
Hereje por primera vez durante la celebración del treinta aniversario del reinado, me
sorprendió el extraordinario paralelismo existente entre sus ideas perversas y su físico
horrible, demacrado y deforme. Por eso, no te tomes en serio lo que cuentan sobre el
noble amor que unía al Hereje y a la gran reina Nefertiti. Yo conozco la verdad,
conozco el ideal que hubiera podido saciar sus apetitos, y no tenía nada que ver con
aquel joven delgado, feo e impotente, creado mitad hombre mitad mujer. Pretendían
vivir en la verdad: en cuanto a él, no vivía más que en la locura; ella vivía en la
mentira y la traición, y no amaba más que el trono y el poder. Durante la fiesta la
traicionó su verdadera naturaleza, y mostró sus bellezas sin ningún pudor como una
pervertida. Lanzó sus redes sobre Horemheb, pero él no se interesaba en esa clase de
mujeres ordinarias. Cuando llegó el turno de bailar y cantar a las hijas de los nobles,
me levanté con vergüenza. Escogí un himno a Amón:
»Sin embargo, Nefertiti sorprendió a todos con su danza impúdica, aunque suscitó
la admiración de los disolutos, ¡que eran muchos! Luego escogió una canción
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libertina, y cantó:
A tu salud
bebo hasta embriagarme
No dejes nunca de alegrarte.
Vine y puse la trampa,
Abrámosla juntos,
Tú y yo a solas.
¡Qué bueno que estés aquí conmigo!
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perversión de él: allí sí que conocían la verdad que se escondía a sus más allegados,
allí contaban cosas extraordinarias de su impotencia, fue allí donde descubrieron el
secreto de sus relaciones pecaminosas con su madre, la única mujer con quien podía
superar su impotencia, la única que le dio una hija. Esa es una perversión que nunca
se había producido en nuestro país a lo largo de su historia. Eso me hizo ver que
nuestro futuro era negro y me prometí a mí misma que siempre estaría del lado de la
verdad. Amenhotep III murió, y Nefertiti ocupó el trono como gran reina en lugar de
Tiy. Vivimos días tristes en Tebas y luego nos trasladamos a Akhetatón, la ciudad
más hermosa que jamás construyera el hombre, donde vivimos momentos de alegría,
de victorias y abundancia. Los dioses fueron indulgentes con Akhenatón, le
permitieron que negara su existencia y que confiscara sus bienes, le facilitaron el
éxito y las alegrías, hasta que el muy ignorante creyó que aquellas claras victorias del
nuevo dios y de su imaginaria misión de amor y paz iban a ser permanentes. Un día, a
solas con mi madre, le dije:
»—¿Dónde están los dioses, por qué no se enojan por lo que sucede?
»Mi madre me dijo:
»—¡Eso es una prueba de la existencia del dios único, Mut-Najmat!
»La miré pasmada, me pareció que un mundo se eclipsaba y que sin duda un
nuevo mundo estaba por llegar. Sin embargo, la noche con sus sueños empezó a
desvanecerse y a desaparecer, y una triste tormenta iba a devastarnos de arriba abajo.
A cada embate del destino, le decía a mi padre:
»—Ése es Amón, que muestra sus colmillos.
»Él me respondía:
»—¡No repitas lo que dicen los sacerdotes llenos de odio!
»—Dime, padre, ¿cuál es tu deber en estas circunstancias?
»Me respondía dolido:
»—¡No necesito que nadie me recuerde cuál es mi deber, Mut-Najmat!
»En cierta ocasión, le pregunté a Nefertiti:
»—¿No vas a hacer nada para defender tu trono?
»Me respondió con un entusiasmo que no me satisfizo:
»—Moriremos defendiendo el trono del dios único.
»No era fiel. No conoció la verdadera fidelidad en su vida. Temía que su marido
se percatara del verdadero objetivo de su contumacia, que dejara de confiar en ella y
eligiera a otra mujer como reina y sacerdotisa. Mediante precavidos tanteos, descubrí
que Tutu, el ministro de mensajes, era fiel. Conversamos a menudo, hasta que nos
confiamos completamente. Posteriormente sería mi contacto con el gran sacerdote de
Amón. Fue una experiencia dolorosa que me ocasionó un gran tormento: debía
escoger entre mi fidelidad a mi nueva familia y mi lealtad a mi país y a los dioses, y
lo hice, no sin pagar el doloroso precio de mi elección. Fue así como me uní a otro
ejército, contraviniendo a mis intereses personales y a mi felicidad familiar. Un día
me dijo Tutu:
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»—El gran sacerdote te exige que intentes que la reina se una a nosotros.
»Le respondí:
»—Lo he intentado muchísimas veces, y creo que ella está más loca que el
Hereje.
»Con el mismo fin, el gran sacerdote envió a la reina Tiy a Akhetatón, y luego fue
él mismo para anunciar su ultimátum. Tutu se opuso enérgicamente a ello: él
proponía saltar sobre ellos sin avisar, ponerlos a todos entre rejas e incendiar la
ciudad del Hereje. Me hubiera gustado que Horemheb, el jefe de la guardia, se uniera
a nosotros, pues era quien ostentaba verdaderamente el poder en la ciudad y siempre
fue un hombre duro y recto. A raíz de lo que sucedió entre nosotros descubrí que
compartía mi punto de vista, aunque no lo dejara ver por cautela y desconfianza
mutua. Cuando la amenaza de una guerra civil planeó sobre el horizonte, le dije:
»—Deberíamos revisar nuestras posiciones.
»Me miró interrogándome, y le dije con sinceridad:
»—No podemos dejar que Egipto se queme hasta convertirse en cenizas.
»Me preguntó con inteligencia:
»—¿No se lo has hecho ver a tu hermana?
»Yo le respondí con una sinceridad que le sorprendió:
»—Ella está tan loca como él.
»Se interesó:
»—¿Qué es lo que propones?
»Le respondí tajantemente:
»—¡Todo está permitido para salvar a la patria!
»Luego vino el fin que ya conoces, un fin más dramático que la invasión de los
hicsos en el pasado. Un drama causado por un loco que se sentó en el trono y lo usó
para llevar a cabo sus dislates. Sin duda, Nefertiti es más culpable que él, debido a su
inteligencia y astucia, pero ella no se preocupó más que de sí misma y de su
ambición. Cuando él perdió su honor, ella lo abandonó, aparentemente uniéndose a
sus enemigos, presentándose como una reina que apoyaba el nuevo trono. Sin
embargo, su ardid no tuvo éxito y tuvo que enterrarse en vida para tragarse su
tormento y su arrepentimiento.
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MIRI-RA
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Cuarentón, de tez oscura como el vino, delgado, su mirada es un buen indicio de su
drama. Vive en una casa pequeña sin ningún amigo ni sirviente. En un tiempo fue el
gran sacerdote del dios único en la ciudad de la luz, Akhetatón. Le visité en su
pueblo, Dashasha, dos días al norte de Tebas. Cuando leyó la carta de mi padre me
preguntó sonriendo:
—¿Por qué te tomas todas estas molestias?
Le respondí simplemente:
—Ignoro la verdad.
Sacudió la cabeza tristemente:
—Es bueno que haya al menos una persona que quiera saber la verdad.
Luego empezó a contarme:
—Quizá fue la única persona que fue sacada por la fuerza de Akhetatón y que se
negó a separarse de su señor. La voz divina calló y el templo fue destruido, pero el
destino todavía no ha pronunciado su última palabra.
Fijó en mí sus ojos castaños y prosiguió:
—Tuve la buena suerte de formar parte del séquito del príncipe desde niño. Como
él, sentía inclinación por los asuntos del espíritu. Estudiamos juntos la religión de
Amón y la de Atón. Como tantos otros, me sentí fascinado por él y por sus mágicas
palabras, me maravillaba su madurez extraordinaria y precoz.
Un día me bendijo con sus palabras, con las que se ganaba el corazón de sus
sirvientes:
»—Yo te amo, Miri-Ra, ¡no me escatimes tu amor!
»Su amor penetró en mi corazón, allí donde nunca antes había penetrado ningún
sentimiento, y me permitió incluso entrar en su refugio a la orilla del Nilo cuando me
apeteciera. Estaba situado en el extremo occidental del palacio, se asomaba sobre el
Nilo y tenía forma de sombrilla levantada sobre cuatro columnas y rodeada de
palmeras y árboles de loto. El pavimento era de hierba fresca, en cuyo centro se
habían dispuesto una alfombra verde y algunos almohadones. Se despertaba al alba y
se dirigía allí para contemplar la salida del sol y cantarle a su disco resplandeciente
detrás de los campos. Todavía me parece oír en mi pecho su dulce voz y difundirse en
mi interior como sagrado incienso, cuando cantaba:
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»Se derretía de emoción, mientras su hermoso rostro brillaba con luz propia.
Luego paseábamos por el jardín. Me decía:
»—La alegría pura no existe más que en el culto.
»Y es que su vida no carecía de amarguras. En una ocasión se me quejó:
»—Mi padre insiste en convertirme en un combatiente, Miri-Ra.
»Su fracasada educación militar no pasó sin causarle un dolor lacerante. Se
miraba en su espejo enmarcado en oro puro y se decía sonriente:
»—¡No soy ni fuerte ni bello!
»La muerte de su hermano mayor Thotmés dejó en él una profunda herida que no
cicatrizó sino con la herida aún mayor que le causó la muerte de su hija Mikitatón.
¡Cuánto lloró la muerte de su hermano, que le enfrentó cara a cara con la realidad
dura y oscura de la muerte! Me preguntó:
»—¿Qué es la muerte, Miri-Ra?
»Preferí el silencio, evitando aquellas respuestas tradicionales que tanto le
angustiaban.
»Insistió:
»—¡Ni siquiera Ay lo sabe; sólo el disco solar vuelve a salir después de ponerse,
pero Thotmés no volverá a esta existencia!
»Fue entonces cuando anunció una guerra eterna contra la debilidad, la fealdad y
la tristeza. Se lanzó como un rayo de sol en el camino de lo ignoto, renovando cada
día sus intenciones, hasta que un buen día lo encontré en su refugio, pálido y con la
mirada fija. Me dijo decidido sin responder a mi saludo:
»—El sol no es nada, Miri-Ra.
»No entendí a qué se refería hasta que me invitó a sentarme a su lado en la
alfombra y me dijo:
»—Escucha la verdad, Miri-Ra. Ayer por la noche me sentía ebrio de nostalgia,
cuando de pronto las sombras tomaron cuerpo para hacerme compañía: una imagen
espléndida como una novia el día de su boda se sentó a mi lado y me arrebató en
éxtasis hacia el espacio. Mil y un fantasmas pasaron a mi lado, y la verdad
resplandeció en mi corazón con una fuerza nunca alcanzada por una imagen visual.
Una voz más dulce que el aroma de las flores llegó a mis oídos y me dijo:
«“Deja que mi aliento llene tu espíritu, y aleja de ti todo lo que no soy yo. Yo soy
la energía de la cual brota la existencia, yo soy el manantial de la vida, yo soy el
amor, la paz, la alegría. Deja que llene tu espíritu y lo alegre con el néctar de los
castigados de este mundo”.
»Su gran resplandor hizo que apartara la cabeza deslumbrado. Me dijo:
»—¡No temas, Miri-Ra, no huyas de la felicidad!
»Farfullé sin aliento:
»—¡Qué resplandor!
»Me dijo con una clarísima dulzura:
»—Ven a vivir conmigo en la verdad.
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»Volví a sentarme correctamente y dije:
»—Siempre estaré contigo.
»Desde aquel feliz momento se convirtió en el primer sacerdote del dios único, en
mi maestro y mentor, el guía de quienes responden a la llamada. Le dije:
»—Creo en tu dios.
Me respondió con alegría:
»—Haces bien: serás el primer sacerdote de su templo.
»Anunció su fe a sus íntimos, pero no se enfrentó a los otros dioses sino más
tarde. Progresivamente, anunció primero que no creía en los falsos dioses, más tarde
hizo suprimir el culto y distribuir sus riquezas entre los pobres. Cuando era todavía
príncipe, no tenía poder para tomar decisiones. Su matrimonio con Nefertiti le aportó
una gran felicidad, pero su mayor gozo fue siempre su fe sincera en su dios. En
Akhetatón ocupé el cargo de gran sacerdote del dios único, y cuando mi señor
pretendió incautarse de los bienes de los templos le dije:
»—Estáis desafiando a una fuerza que tiene un poder antiguo sobre las gentes,
desde la Nubia hasta el mar.
»Me dijo con aplomo:
»—Los sacerdotes no son más que charlatanes. Utilizan a los débiles, difunden
supersticiones, saquean las provisiones, sus templos son burdeles, y sus corazones
están llenos de avidez por el mundo.
»Descubrí que se escondía en él una energía real, oculta por su débil constitución,
un coraje mucho mayor que el de Horemheb, el jefe de la guardia, o el de May, el
general de la frontera. Eso era para algunos un enigma insoluble, sin embargo para mí
era algo diáfano como la luz del sol. Murió por amor de su dios y éste le amó a su
vez. Dio su vida por él ignorando las posibles consecuencias y no se hizo atrás de
ninguna decisión ni opinión. No me sorprendió su comportamiento durante su famoso
viaje por todo el imperio, no me sorprendió su tenacidad en la defensa de su misión
de amor y paz incluso en las más difíciles circunstancias, no me sorprendió su última
postura, cuando le abandonaron sus más allegados. Su dios le protegía y él ejecutaba
sus órdenes. Por ello no le importaba lo que pudiera suceder, pues ¿cómo va a
preocuparse de las tretas de la política y la astucia de los militares quien vive en la
verdad? Le tacharon de embaucador, soñador y loco, cuando era él quien vivía en la
verdad y eran ellos los embaucadores, los soñadores y los locos, enfangados en la
corrupción de este mundo corrupto. No le importaba el trono como a los reyes
normales, es más, recuerdo que cuando regresó de su viaje para ocupar el trono tras la
muerte de su padre, frunció el ceño y me dijo:
»—¿Crees que todo esto me va a apartar de mi dios?
»Le respondí con sincero entusiasmo:
»—Mi señor, debéis poner el poder del trono al servicio de dios, del mismo modo
que vuestros abuelos lo pusieron al servicio de sus falsos dioses.
»Se tranquilizó y murmuró:
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»—Es cierto lo que dices, Miri-Ra, así como ellos sacrificaron a los dioses gente
desgraciada, yo voy a ofrecer las fuerzas del mal como sacrificio a los dioses,
rompiendo las cadenas que atenazan a los que no tienen poder.
»Ocupó el trono para entablar la más difícil batalla jamás librada por un rey en
aras de la libertad, el amor, la paz y la felicidad de los hombres, y en ella demostró
ser decenas de veces más fuerte que el mismo Thotmés III. Sus hombres defendían el
trono y Nefertiti se ocupaba de los asuntos domésticos mientras él no dejaba de
pulirlos para hacerlos dignos de la bondad divina y de la nobleza humana. El encanto
era su arma principal para difundir su misión por todas las regiones. La gente se
sentía hechizada por él, embriagada por su misión, le demostraban su amor con flores
y arrayanes. Miri-Ra se detuvo un momento y respiró profundamente. Prosiguió:
—Luego nubes de tristeza llegaron una tras de otra traídas por vientos de odio
procedentes de dentro y de fuera del país. Cada uno las recibía de acuerdo con sus
energías y su fe: mi señor ni se inmutó. Repetía continuamente:
»—Mi dios no me desamparará.
»Un día, en el templo, me dijo:
»—Mis hombres me aconsejan que actúe con justicia mientras mi dios me dice
que actúe con fe, ¿a quien debo escuchar, Miri-Ra?
»Su pregunta irónica no necesitaba respuesta. Cuando la crisis se acentuó,
Horemheb vino a visitarme al templo y me dijo:
»—Gran sacerdote, tú eres quien está más cerca del rey.
»Le respondí sospechando sus intenciones:
»—Eso es un favor que el dios me ha hecho.
»Se sinceró:
»—Las circunstancias exigen un cambio de política.
»Le respondí con firmeza:
»—Sólo escucho la voz de la verdad.
»Frunció el ceño contrariado:
»—Me gustaría escuchar palabras razonables.
»Le interrumpí:
»—Sólo es posible entenderse entre creyentes.
»Cuando supe de su acuerdo para librarse del rey con la excusa de proteger su
vida, le dije a Ay:
»—Por mi parte no pienso caer en la infidelidad.
»Mi señor se negó a dar un solo paso atrás; sin embargo, él también tenía un plan
para evitar la guerra civil. Estaba decidido a dar la cara él solo ante el pueblo y los
ejércitos rebeldes. Tenía plena confianza en su capacidad para recuperarlos para la fe.
Sin embargo, su séquito estaba convencido de que él sería inevitablemente asesinado
y de que ellos correrían su misma suerte como recompensa a su fidelidad. Se libraron
de él y me obligaron a unirme a su caravana de apóstatas. Obligaron a la guardia a
retenerlo por la fuerza cuando pretendía enfrentarse al pueblo. Le impidieron realizar
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sus proyectos, y se encontró solo y encarcelado en su palacio, e incluso Nefertiti lo
abandonó. Entonces la tristeza se apoderó de su corazón, ante la debilidad de la fe por
cuya difusión y divulgación había dado su vida. Posteriormente nos dijeron que la
enfermedad terminó con él. La verdad es que lo dudo mucho, más bien creo que
manos pecadoras se cernieron sobre él en su soledad y separaron su cuerpo de su
espíritu puro y eterno. Murió sin saber que me obligaron a abandonarle, y estoy
seguro de que ese fue el caso de Nefertiti.
Se calló de nuevo para lanzar un suspiro, luego me miró fijamente y dijo:
—Pero él no ha muerto ni morirá nunca, él es la verdad eterna y la esperanza
renovada que vencerá tarde o temprano. ¿No le repetía su dios que no le iba a
desamparar?
Se inclinó sobre un cofre y extrajo de él un rollo de papiros. Me lo entregó
diciéndome:
—Contienen su misión y sus himnos. Léelos, muchacho, y tu corazón amante de
la verdad encontrará en ellos muchas respuestas, pues no has emprendido tu viaje sin
motivo…
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MAY
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Fui a encontrarme con él en Rinu-Culpura, en la frontera, donde vivía en una tienda
rodeado por su ejército. En tiempos de Akhenatón era el general del ejército de la
frontera, y continúa ocupando su puesto con pleno merecimiento en el nuevo período.
Era un hombre maduro, un gigante serio y orgulloso de sí mismo. Después de
entregarle la carta de mi padre, me dijo interesado, agradeciendo aquella oportunidad
de distraerse un poco:
—¡Ése era el Hereje, de padre desconocido, quien con sus rarezas subyugó a todo
el mundo! Los tambores de la guerra enmudecieron, las gloriosas banderas quedaron
a media asta para dejar paso a los cantos y la música que se elevaban del trono de los
faraones, de la garganta de una mujer fea, disfrazada bajo un pellejo de hombre. Me
obligaron (a mí, el encargado de defender el imperio) a permanecer quieto mientras el
imperio se desgarraba y caía en manos de los rebeldes y de los enemigos y las voces
de nuestros aliados solicitando ayuda se perdían en el aire. Ese loco nos hizo perder
nuestra honra militar y nos convirtió en el hazmerreír de nuestros enemigos y presa
fácil de los salteadores de caminos. Por suerte no formaba parte del séquito, aunque
mis deberes me obligaran a pasar de vez en cuando por Akhetatón. Cada vez me
sentía consternado al comprobar la participación de hombres como Ay, Horemheb y
Nakht en aquel horrible engaño, y cómo asombrosamente le seguían del palacio al
templo. Siempre he sido y sigo siendo fiel a los dioses, a mi país y las tradiciones que
hemos heredado. Me enojé terriblemente el día que me enteré de su infidelidad, y
decidí firmemente unirme a los creyentes el día en que se libraran de su yugo.
Cuando supe que había ordenado cerrar los templos y echar de ellos a los sacerdotes,
me di cuenta de que una gran maldición se cernía sobre nosotros, sin distinción de
buenos y malos. Una noche vino a visitarme a Tebas el gran sacerdote de Amón y me
preguntó:
»—¿Tienes algún inconveniente a esta visita?
»Le sorprendió mi sinceridad:
»—Es un honor para mí, mi palacio está a su servicio.
»Me lo agradeció diciendo:
»—Perteneces a una generación de hombres piadosos, May. La gente ha perdido
la tranquilidad y la resignación. La gente recurría a los dioses y ofrecía sacrificios, se
congregaban en torno a los sacerdotes, que los guiaban en la vida y en la muerte. Los
pobres se han perdido, como ganado extraviado…
»Dije, muy enojado:
»—¿De qué sirve quejarse? ¡Nuestro deber es librarnos de él!
»Meditó por un instante y dijo:
»—¡Eso acarrearía una guerra devastadora!
»—¿Existe otra solución?
»Dijo con serenidad:
»—¡Convencer a sus hombres más allegados!
»—¡Ésa es una esperanza muy lejana!
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»Dijo con cautela:
»—No recurramos a una vía desesperada hasta que hayamos intentado todas las
posibilidades…
»Me comprometí diciendo:
»—En el momento apropiado, encontraréis al ejército de defensa de vuestra parte.
»Sin embargo, el éxito de su campaña tardó en llegar todavía mucho tiempo,
tiempo durante el cual el país sufrió una profunda crisis, y no pudimos salvar más que
lo que quedó bajos los escombros. Muchos se han preguntado por los motivos del
drama: yo te digo que el secreto está en la debilidad del Hereje, en su debilidad física
y mental. Su madre le mimó demasiado y creció hipersensible, enfermizo. Era
deprimente compararlo con sus compañeros Horemheb, Nakht o Bek. Ocultaba un
sentimiento de inferioridad bajo un fino velo de humildad femenina y ternura
afeminada, mientras preparaba su traición hacia todos los fuertes, humanos o divinos,
para quedarse solo, reservando un poder ilimitado para el dios que se inventó y para
él mismo. Por otra parte, su debilidad tenía un atractivo irresistible para todos los
ambiciosos. Sí, la gente acudía a él no por temor de su fuerza, sino por avidez de su
debilidad. Es por ello por lo que las gentes del imperio anunciaron su fe en su
mensaje. Cuando se rebelaron, les mandó mensajes de amor y paz en lugar del
ejército de defensa. Por ello anunciaron su nueva fe hombres de inteligencia
indudable, como Ay, Horemheb y Nakht y una mujer inteligente como Nefertiti. Su
debilidad era el cebo que atraía a hipócritas, ambiciosos, ladrones y libertinos.
Recitaban sus himnos en el templo para luego apoderarse del dinero y aprovecharse
de los esclavos, hasta que se sintieron amenazados y se libraron de él, uniéndose a sus
enemigos y llevándose el botín. Por eso di mi opinión al gran sacerdote cuando la
crisis llegó al máximo:
»—No vayas a Akhetatón, no les adviertas, deja que avance sobre ellos y los
extermine para restablecer la justicia…
»Tutu me apoyó con entusiasmo, pero el gran sacerdote era partidario de la
benevolencia y de evitar el derramamiento de sangre. Me dijo:
»—Conformémonos con lo que tenemos.
»Comprendí lo que pasaba por su cabeza. Era un hombre inteligente con visión de
futuro y sin duda consideró que si me permitía combatir acabaría con el Hereje y con
sus hombres y me reservaría el derecho a ser el jefe y el héroe con lo cual habría
muchos motivos para que yo ocupara el trono. Entonces ocuparía el trono un rey
fuerte en cuya presencia no podría ir más allá de sus atribuciones naturales. Por ello
se inclinó por el pacto y eligió para el trono a un muchacho sin experiencia para que
creciera según sus designios. Hoy se agolpan en torno al trono el sacerdote, Ay,
Horemheb, acechando al rey. Así van las cosas en Egipto, tierra de la fidelidad.
»De todas formas, estamos mejor que antes. El Hereje y su debilidad ya no están,
murió de tristeza, y la libertina espera su fin sola entre las ruinas de la ciudad infiel.
May dio a sus palabras un tono concluyente y se calló. Le pregunté todavía:
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—¿Y Nefertiti, señor general?
Me contestó sin darle importancia:
—Una mujer hermosa: aunque nació para ser prostituta la suerte quiso que llevara
a cabo sus deseos amorosos desde el trono. No te creas lo que cuentan sobre su
validez como gobernante, pues de ser así no hubiera dejado caer el país en un abismo
de corrupción y destrucción. En cuanto perdió el poder se libró de él, pero sus
esperanzas de subirse a la nueva nave fueron vanas.
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MAHU
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Lo visité en un pueblo al sur de Tebas, donde vive de la agricultura después de haber
sido jefe de la policía de Akhenatón en Akhetatón. Tiene unos cuarenta años, de
rasgos rudos y bien marcados, corpulento, en sus ojos se asoma una mirada triste.
Cuando leyó mi carta cruzó las manos sobre la cabeza, recordando con pesar los
hechos pasados. Me dijo:
—Con él terminó la alegría, ¡y que los dioses te perdonen, Egipto! Mi relación
con él empezó de un modo irrepetible con el que nunca soñaría alguien como yo: era
un miembro de la guardia del palacio de los faraones y lo veía desde lejos en el
jardín. Cierta mañana le vi avanzar hacia mí como si me hubiera descubierto por vez
primera. Me convertí en una estatua delante de él. Me miró durante un rato, y sentí
que su mirada recorría mis venas y seguía el ritmo de mi respiración. Me preguntó:
»—¿Cómo te llamas?
»—Mahu.
»—¿De dónde eres?
»—Del pueblo de Fina.
»—¿A qué se dedica tu padre?
»—Es campesino.
»—¿Por qué te eligió Horemheb para la guardia?
»—No lo sé.
»—Él escoge a los valientes.
»Mi corazón se hinchó de alegría, pero no dije nada. Me dijo convencido:
»—Eres un joven sincero, Mahu.
»Mi alegría se redobló, pero no dije nada. Me preguntó:
»—¿Aceptas mi amistad?
»Perdí la razón. Desconcertado, murmuré:
»—Ese honor es demasiado alto para mi alcance.
»Se fue sonriendo mientras decía:
»—¡Nos encontraremos a menudo, amigo!
»Ése es un hecho real, y así es como elegía a sus hombres. Nos llegaban noticias
sobre su adoración por Atón y la revelación de su nuevo dios. Recitaba sus himnos a
nuestro lado. Mi corazón estaba abierto a todo cuanto venía de él: me sentía fascinado
por él y le amaba profundamente. Quizá no creía más que un poco de lo que
escuchaba, quizá dudé mucho ante su oscuro dios que no tomaba cuerpo en ninguna
estatua y que ofrecía a la gente amor en lugar de castigo. Quizá no fui infiel a Amón,
pero creí por amor a mi señor, el mejor hombre, el más dulce y compasivo. Vivía en
el amor y para el amor, nunca hizo daño a ningún hombre ni animal, su mano nunca
se manchó de sangre ni castigó a ningún culpable. Cuando subió al trono me dijo:
»—No te obligaré a hacer nada que tú no desees, Mahu, y de todos modos tendrás
tu paga, ¿quieres declarar tu fe en el dios único?
»Respondí sin dudarlo:
»—Declaro mi fe en el dios único, mi señor, y estoy preparado para morir por él.
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»Me dijo tranquilamente:
»—Serás el jefe de la policía, pero nadie te exigirá que sacrifiques tu preciada
vida por nada…
»Estaba preparado para combatir incluso contra los sacerdotes en el seno de cuyas
palabras crecí y en cuyo amor y santificación me crié. Con todo, mi mano dio un solo
golpe durante el tiempo en que fui jefe de la policía, un golpe para el que no tenía
permiso. El día en que tomé posesión de mi cargo me dijo:
»—Que tu arma sea a partir de hoy el amor. Enseña a la gente con amor como yo
lo he hecho contigo, y quien no aprenda con amor aprenderá con más amor…
»Cuando cogíamos a algún ladrón recuperábamos lo que había robado y les
encontrábamos trabajo en los campos, predicándoles el mensaje de amor y paz. A los
asesinos les enviábamos a las minas, dándoles tranquilidad y un sueldo. En los ratos
libres, se les adoctrinaba en la nueva religión. A menudo encontrábamos ingratitud y
traición, pero él nunca cejó en su empeño, y nos decía:
»—Pronto veréis cómo vuestras esperanzas dan fruto.
»Su fe era fuerte, firme, inquebrantable, incansable. Ese extraño rey que colmaba
de alegría el aire en la ciudad de la luz, henchiendo con sus himnos los corazones de
hombres, mujeres y pájaros. Sus jornadas transcurrían de manera muy distinta a las
de sus padres y abuelos, pues él oraba en su refugio, predicaba desde el balcón de
palacio, recitaba los himnos en el templo y se paseaba en carroza real por las calles de
Akhetatón en compañía de la reina sin la guardia, hablando con la gente, rompiendo
las tradicionales barreras entre el trono y el pueblo, llamando siempre a la devoción y
al amor, y todos desde los ministros hasta los empleados de la limpieza cantaban los
himnos en honor del dios único.
»Una mañana uno de mis colaboradores me dijo:
»—Entre los jefes circulan rumores de malas noticias.
»Se reveló el contenido de esos secretos: corrupción de funcionarios, penalidades
de los campesinos, desórdenes por todo el imperio. Esas sabandijas salieron
arrastrándose de sus madrigueras y la traición llegó con las aguas del Nilo. Recelaba
del desánimo que podía apoderarse de mi señor; sin embargo, los hechos no hicieron
más que aumentar su dureza, su fe y su confianza en la victoria. No sólo no dejó de
aferrarse al amor, sino que lo hizo con más fuerza y energía, como si las tinieblas no
fueran más que un preámbulo de la futura luz. En esos días sombríos un asesino
enviado por los sacerdotes se introdujo en su refugio para matarle protegido por las
tinieblas, y lo habría conseguido si yo no me hubiera adelantado acertándole con una
flecha en el pecho. Mi señor se despertó al darse cuenta de lo que ocurría y se puso a
escrutar la cara del asesino mientras éste exhalaba el último suspiro. Permaneció un
rato en silencio y luego me miró y dijo, más calmado:
»—Has cumplido con tu deber, Mahu.
»Exclamé excitado:
»—¡Daría mi vida por mi señor!
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»Me preguntó con el mismo tono pausado:
»—¿No era posible cogerlo vivo?
»Le dije con sinceridad:
»—No, mi señor.
»Me dijo con tristeza:
»—Es una conspiración de los malvados para cometer un crimen odioso contra
aquel que otorga la vida, nosotros nos hemos interpuesto en su camino y hemos
participado en el crimen.
»Intervine con ardor:
»—Algunos males no se atajan más que con la espada.
»Me respondió con ironía:
»—Eso se dice y se repite, sin que las mentiras de las dos partes salgan a la luz.
¿Y si se está dando la razón al mal?
»Inesperadamente cayó en éxtasis y exclamó:
»—¿Cuándo observarán el amanecer y el ocaso bajo una misma luz?
Las cosas fueron de mal en peor, los hombres resultaron ser fantasmas vacíos que
arrastra el viento del otoño como hojas amarillas y secas sin fe ni lealtad.
Defendieron la mentira hasta el último momento y decidieron librarse de él
pretendiendo salvarle la vida. Sólo sé que Horemheb me dio la orden de abandonar la
ciudad al frente de mi guardia. No podía discutir, y ni siquiera se me permitió
custodiar a mi señor. Me dirigí a Tebas con un sentimiento de arrepentimiento que no
me ha abandonado hasta hoy.
Nos llegaban algunas noticias sobre mi señor prisionero en su palacio, hasta que
se anunció la noticia de su muerte. No me cabe ninguna duda de que fue asesinado.
¿Cómo se pudo desvanecer aquel bello sueño con tanta velocidad?
»¿Cómo pudo su dios librarse de él después de susurrarle al oído su voz santa y
prometedora? ¡Cómo y cómo, oh mundo sin sentido!
Enmudeció entristecido y yo respeté su silencio durante un momento, luego le
pregunté:
—¿Cuál es tu opinión general sobre él?
Respondió perplejo:
—Era el espíritu personificado de la dulzura y la pureza, pero no puedo decir más
de lo que dicen los hechos que te he contado…
—¿Y Nefertiti?
—Era la belleza y la majestad.
Titubeé un momento y dije:
—¡Cuántas cosas se dicen de ella!
Me dijo claramente:
—Te digo que como jefe de la policía no registré nunca un mal paso por su parte.
Sin embargo, leí en los ojos de Horemheb, Nakht y May miradas ávidas, rebosantes
de malos apetitos. Hasta donde yo sé, ella nunca dio a nadie ocasión de rebosar sus
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límites…
—En tu opinión, ¿por qué se separó de él?
Me respondió perplejo:
—¡Es un enigma para el que no tengo solución!
—Me parece que has dejado de creer en el dios de tu señor.
—¡Ya no creo en ningún dios!
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NAKHT
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Descendiente de una antigua familia, rechoncho, de cara pálida con manchas rojizas,
más circunspecto que nadie, hacia los cuarenta aproximadamente fue ministro de
Akhenatón y vive hoy en su provincia en la región de Dakma, en el Delta. No ocupa
ningún cargo en el nuevo Estado, sin embargo, es llamado de vez en cuando para ser
consultado en las ocasiones importantes. Me recibió exaltando la antigua relación
entre nuestras familias y enseguida pasó a darme su opinión, saltando los hechos que
yo ya conocía. Me dijo:
—Déjame que te diga que no soy un hombre feliz. No pude cumplir con mi deber
ni asumir mi responsabilidad como debía. Se me escapó el poder y el imperio se
desgarró ante mis ojos. He abandonado la vida pública, pero mis cuitas no me han
abandonado. Cada vez que se repite mi tormento me pregunto qué tipo de hombre era
mi señor Akhenatón, al que hoy llaman el Hereje.
»Yo era un amigo de infancia, como Horemheb y Bek, y por mucho que se diga
sobre su debilidad y su aspecto afeminado y extraño, consiguió que todos le
amáramos, nos maravilló a todos con su capacidad y su precoz madurez. Pero tenía
un punto débil que yo fui el primero en descubrir, y es que los asuntos del mundo real
no le interesaban, le aburrían y lo ponían enfermo. Observaba con ironía la vida
cotidiana de su padre, que era el núcleo sólido en que se centraban las sagradas
tradiciones del trono, como el hecho de levantarse a una cierta hora, el baño, el
desayuno, el recibir a los responsables, la visita al templo. Mascullaba:
»—¡Qué esclavitud!
»Bromeaba con las tradiciones como lo hace un niño mimado que se divierte
desafiando y rompiendo jarrones caros. Por otro lado anhelaba conocer el secreto de
la creación y dominar la vida y la muerte. Su empeño se duplicó con la muerte de su
hermano mayor Thotmés. Su corazón se hizo añicos ante la muerte, pero juró
devolverle el golpe sin indulgencia. Era un deseo muy vehemente, hasta el punto de
que sin saberlo se convirtió en prisionero de él. Nosotros también teníamos
imaginación, pero éramos conscientes de ella, mientras que en su mente tomaba
forma real. Por ese motivo lo consideraron loco o estúpido. No era ni una cosa ni la
otra, pero tampoco era normal. Ya en su juventud fue una fuente de angustias para sus
padres y para los sacerdotes y de estupor para nosotros, sus amigos íntimos. Dudaba
de Amón, señor de los dioses, adoraba a Atón. Más tarde nos confiaba su fe en el dios
único. No pongo en duda su sinceridad como no dudo de su error. Era sincero porque
él no mintió nunca, pero no oyó la voz de su dios, sino que era su corazón quien
hablaba. No sucede nada si ese error lo comete un sacerdote, pero si es el heredero al
trono la cosa cambia. Aquella voz oculta no enmudeció, sino que él empezó a
inventar ese mensaje de amor, paz y alegría. La destrucción amenazaba a los dioses, a
los templos y a nuestro imperio. Un poeta llegaba a rey: el sueño ignoraba a la
realidad y ocupaba su lugar, el equilibrio se destruía y el drama empezaba. ¡Cuando
subió al trono, nos mandó llamar para exponernos su nueva religión! Yo pensaba
rehusar, y le dije a Horemheb:
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»—Recobrará su lucidez cuando se encuentre solo.
»Me dijo:
»—Encontrará a otros canallas sin experiencia y llevarán el país a la destrucción.
»Le pregunté:
»—¿No es posible que eso suceda también si el poder está en nuestras manos?
»Sonrió irónicamente:
»—¡Es demasiado débil como para no tener en cuenta nuestra opinión!
»Y sacudió los hombros murmurando:
»—Él tiene sus discursos y nosotros tenemos la fuerza…
»Es por eso por lo que anuncié mi fe en la nueva religión delante de él. Me
nombró ministro y mis miedos se disiparon. Nos encontrábamos cada día, tanto en
Tebas como en Akhetatón, y yo le exponía los asuntos concernientes a la
administración, la economía, las aguas y la seguridad. Él permanecía en silencio,
dejando que la reina, quien mostró tener méritos inimaginables, expusiera sus
opiniones y sus directrices. Él no hablaba más que de su dios y de su misión y de las
directrices y decisiones relacionadas con ello. Me enfrenté al primer desafío cuando
quiso hacer pública su opinión sobre los dioses, le advertí sobre las consecuencias y
me respondió insultándome:
»—¡Hombre de poca fe!
»Fuimos juntos al balcón y se asomó sobre la multitud allí congregada. Él tenía
un gran poder de fascinación sobre la gente, anunció su decisión con una energía
espantosa y el griterío de la multitud se elevó hasta el cielo. Me sentí insignificante,
sentí que aquella constitución enfermiza desprendía una energía ignota y sin
precedentes. A pesar de la sabiduría de Nefertiti, ésta se entregaba a él y a su misión
con entusiasmo, haciéndolo suyo. La verdad es que ello me sorprendió. Un día me
dije:
»—Esta mujer o es su compañera espiritual o es la mayor embaucadora jamás
conocida.
»Estoy convencido de que un factor de su éxito es que fui su única oposición.
Horemheb no dijo una palabra hasta que la crisis alcanzó su apogeo. En cuanto a Ay,
su consejero, siempre le animó, fingiendo entusiasmo, piedad y capacidad de
sacrificio por amor al nuevo dios. Déjame que te diga que acuso a ese hombre de
doblez y malas intenciones, y que concibió un plan para ocupar el trono de Egipto.
He aquí lo que pienso: lo eligieron como preceptor del heredero y pudo darse cuenta
de sus puntos débiles. Él es quien lo dirigió hacia la religión de Atón y quien le
inculcó la idea del dios único y su misión. Él es quien organizó el matrimonio con su
hija, aun sabiendo que era impotente, y quien la convenció para que aparentara
profesar la nueva fe. Así se convirtió en suegro del rey, conocido en Egipto por el
«sabio». Le indujo a incautarse de los bienes de los dioses para enfrentarlo a los
sacerdotes y al pueblo y para que la guerra acabara con su reclusión o su muerte, si
no moría antes de muerte natural. No se le ocultaban sus propios méritos para ocupar
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el trono: el suegro del rey, el sabio. Aunque de avanzada edad, quien codicia el trono
no deja nunca de esperar el momento apropiado para ocuparlo. Quizá llegó a concebir
la idea de casarse con su hija Nefertiti para aumentar sus derechos y para que ella
permaneciera en el trono. No se trata sólo de imaginaciones mías, sino que tengo
fuentes fidedignas. De todas maneras, su plan fracasó debido, al principio, a la lealtad
del pueblo hacia su rey, y luego a la confianza de los sacerdotes en Tutankhamón en
lo más álgido de la crisis. Estoy convencido de que todavía conserva sus antiguas
ambiciones.
»No podía confesar mis ideas a nadie, pero intenté a menudo aconsejar al rey, le
dije:
»—Sin duda tu dios es el dios verdadero, pero deja que la gente tenga sus dioses,
construye un templo en cada provincia y obtendrás la victoria final, pero ahórranos la
guerra civil.
»Hubiera sido más fácil mover de su sitio una pirámide que conseguir que
Akhenatón diera marcha atrás en sus decisiones. Lo único que hacía era repetirme:
»—¡Hombre de poca fe!
»También intenté salvar al país de la corrupción, y al imperio de la perdición,
diciéndole:
»—El derecho de defenderse a sí mismo no es incompatible con el amor y la paz.
»Me dijo con un extraño entusiasmo:
»—Hasta los mismos hititas se someterán al encanto del amor, pues el amor es
más fuerte que la espada y que el orgullo.
»Cuando las tinieblas se abatieron sobre nosotros, me reuní en secreto con el
sacerdote de Amón y con el general de la defensa de May, y les dije:
»—Si no hacemos algo enseguida, perderemos la honra y el mérito.
»Me miraron interrogándome y les dije:
»—Los sacerdotes deben dejar de organizar alborotos en el interior, y el general
May, con el ejército de defensa, debe apresurarse a salvar el país.
»May preguntó:
»—¿Atacar sin órdenes del faraón?
»Le respondí tranquilamente:
»—Sí…
»El sacerdote, que era el más poderoso de los tres, dijo:
»—¿Y después?
»Le respondí:
»—Cuando May obtenga la victoria le exigirá al rey que haga pública la libertad
de religión.
»El sacerdote dijo:
»—El plan no es muy sabio, porque las tropas de May se podrían rebelar, si les
ordena un ataque sin orden del faraón.
»Luego frunció el ceño hasta enrojecer, y me dijo:
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»—Tú estás al servicio de tu señor, Nakht, no de nuestra parte. Sin duda has oído
hablar del éxito de nuestra revolución en provincias y has decidido despojarnos de
nuestros fieles ejércitos…
»Encajé el golpe con indignación y abandoné la sala convencido de que todos se
preocupaban de su provecho personal, de que Egipto estaba en manos de unos
estúpidos y de que las consecuencias de su destrucción nos alcanzarían a todos, leales
y rebeldes, y no sólo a Akhenatón, quien era, de todos los culpables, quizás el de
conciencia más pura y el de mejores intenciones. Los muy astutos jugaron con él y
prepararon un plan para llevar a cabo sus ambiciones y poder luego heredar el trono
después de su caída definitiva.
Él creyó sus mentiras y tuvo fe en ellas, y de su fe brotó una energía impagable
que los invadió durante un cierto tiempo, invadió sus corazones con su encanto
maravilloso hasta que chocó con la roca afilada y dura de la realidad, dejando en su
lugar un drama de destrucción y lágrimas. En el último momento, los ávidos
oportunistas se aferraron al bote de salvamento, dejando a su maravillosa víctima
hundirse en la soledad, incapaz de creer que su pretendido dios le hubiera
abandonado de verdad. Todos se quitaron las máscaras, encabezados por Ay y
Nefertiti. Aunque sus destinos fueron distintos, ninguno de ellos obtuvo su merecido,
excepción hecha del pobre Hereje y, en cierta medida, Nefertiti, de quien los
sacerdotes no aceptaron el fingido arrepentimiento. En cuanto a Egipto, tuvo que
cargar con los errores de todos mientras su cuerpo se llenaba de heridas…
El ministro permaneció en silencio y luego murmuró profundamente apenado:
—Es una historia de traiciones, de inocencia, de eterna tristeza…
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BINTU
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Era el médico particular de Akhenatón, y continuaba ocupando el mismo cargo en el
palacio de Tutankhamón, a sus sesenta años. De aspecto noble, por sus venas corre
sangre nubia. Lo visité en su elegante palacio en el centro de Tebas. Me pareció ser
de talante tranquilo, de voz suave, muy activo, vestido elegantemente. Empezó a
hablarme abandonándose a la corriente de sus recuerdos:
—Se diga lo que se diga sobre Akhenatón, a quien hoy llaman el Hereje, su
recuerdo llena de cariño nuestro corazón y constituye, con su magia, un desafío a
nuestra memoria: ¿de veras existió un hombre tal entre nosotros? ¿De veras dedicó su
vida al amor? ¿De veras dejó tras de sí aquel huracán de odio y aversión? Cada vez
que lo recuerdo, recuerdo con él la angustia que suscitó desde su más tierna infancia
en quienes lo trataban de cerca o de lejos. La gran reina Tiy me preguntaba:
»—¿Cuál es el secreto de su debilidad, Bintu?
»¡Cuánto me desconcertó esa pregunta! No estaba enfermo, pero era pálido y
delgado, sin defensas ante las enfermedades o los accidentes. Al contrario que su
hermano Thotmés, fuerte y hermoso, no le gustaban el deporte ni la buena mesa. Oré
a Thot, dios de la ciencia, diciéndole: «Acude a mí y guíame, pues yo soy tu siervo».
No servían ni los zumos de hierbas bendecidos con la magia de Isis ni los amuletos
de Thot, escriba de los dioses. Mi temor alcanzó el máximo cuando cogió las fiebres
del jamsín y contagió a su hermano Thotmés, quien dormía en su misma habitación.
La reina Tiy me dijo:
»—Tienen estreñimiento, mirá qué amarillos están…
»Los examiné y dije:
»—Tienen el corazón caliente y el vientre hinchado, hay que darles una purga.
Haced una infusión de cerveza dulce y harina seca macerada durante una noche y que
beban de ella durante cuatro días.
»Antes de ese tiempo murió el más fuerte, Thotmés, y se salvó el más débil. El
muchacho rondaba por todo el palacio buscando a su hermano con el corazón
despedazado de tristeza. Cada vez que me veía me lanzaba una mirada de protesta y
decía:
»—Dejaste morir a mi hermano…
»Le decía a su padre protestando:
»—¡Cuando sea faraón mataré a la muerte!
»Un día me preguntó ansioso:
»—¿No es posible que Thotmés vuelva algún día?
»Le respondí:
»—Ora a los dioses que te salvaron, porque no hay retorno de la muerte y todos
debemos morir.
»Me preguntó con violencia:
»—¿Por qué?
»Le respondí cariñosamente:
»—Repite el canto que recitabas con tu hermano, el que se ha ido:
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Aquellos cuyas palabras la gente repite:
¿Dónde estáis ahora?
Es como si apenas tienes una alegría,
Tu corazón lo olvida.
Osiris no oye el lamento.
El griterío no salva a nadie del mundo de los muertos…
»Lo acompañó la tristeza durante largo tiempo, e incluso me pareció que sentía
más la muerte de su hermano que su misma madre. En una ocasión en que lo estaba
curando me dijo:
»—¿Para qué todo este esfuerzo si todos vamos a morir?
»Sonreí y continué con mi trabajo. Repitió su pregunta:
»—¿Por qué sonríes como si no fueras a morir?
»Le respondí escabulléndome:
»—Pregúntale a tu maestro Ay.
»Dijo despreciándolo:
»—Él no sabe más de lo que sabes tú.
»Su madurez, a pesar de su juventud y de su endeblez, era sobrecogedora. Seguí
sus aventuras espirituales con interés y admiración sin límite. Me dije que aquel
muchacho poseía ocultas y extraordinarias dotes que resultaban incompresibles,
sobrecogedoras, desafiando la energía que acechaba en él. ¿Qué le depararían los
arcanos el día en que ocupara el trono de sus abuelos? Su actividad era, a pesar de su
debilidad, pasmosa. Dormía poco, oraba mucho como si fuera un sacerdote, leía
mucho como un sabio, no paraba de preguntar y discutir. Su padre el rey estaba
preocupado por él y dijo con pesar:
»—¡Estoy seguro de que se merece cualquier cosa excepto ocupar el trono!
»Un día vi que miraba a su padre de un modo que no me gustó, y le dije:
»—Comprendes muchas cosas, pero todavía no has comprendido la grandeza de
tu padre.
»Me respondió nervioso:
»—¡Me molesta su aspecto mientras traga!
»Se apartaba de la gente dominada por su apetitos. Yo creía que la salud mental
era la base de la salud del espíritu, pero aprendí que lo contrario también puede ser
cierto, y que la fuerza del espíritu puede otorgar a un cuerpo débil una energía
insospechada.
»No olvidaré sus palabras, riñéndome:
»—Tú te interesas por el cuerpo como si lo fuera todo, mientras que la verdadera
fuerza se esconde en el espíritu, que es eterno. ¡El cuerpo es un edificio gastado y
sucio, de malos hábitos, que se derrumba con la picadura de un bicho cualquiera!
»Exclamó como si hubiera olvidado totalmente mi presencia:
»—No sé lo que quiero, pero un gran anhelo me domina, ¡qué noche más larga y
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triste!
»Se agazapaba en las tinieblas esperando el amanecer. Entonces recibía la luz y
resplandecía de alegría, hasta que un día con el torrente de luz le llegó la voz del dios
único, y la tormenta se desencadenó en el corazón confiado de Tebas.
Me dije:
»—¡Esto no va a ser una brisa de primavera, sino una tormenta invernal!
»Los reyes me mandaron llamar, y Tiy me dijo:
»—¿Qué significa esta voz, Bintu?
»Dije asombrado:
»—Quizás el sabio Ay sea más apto para dar una respuesta, mi señora.
»El rey intervino hastiado:
»—Te lo pregunta como médico.
»Les dije con sinceridad:
»—No conozco una mente más madura que la suya, mi señor.
»Me preguntó con violencia:
»—¿Acaso juega con nosotros?
»—Es sincero y fiel.
»—Parece que no tienes explicación para ello.
»—Es verdad, mi señor.
»Me preguntó frunciendo el ceño:
»—¿Estás convencido de su cordura?
»—Ciertamente, mi señor.
»—¿No puede ser que le visite una fuerza maligna?
»—La experiencia se adquiere con la práctica.
»Exclamó enfadado:
»—¡La experiencia la adquiriremos con los demonios que nos enviará!
»Llegó el momento de su boda con Nefertiti, anunciando nuevas esperanzas.
Esperanzas de sus padres y esperanzas nuestras de que el matrimonio le centrara y le
aportara algo de equilibrio y visión práctica. Sin embargo, la esposa era una
sacerdotisa y emprendieron su camino hasta el fin sin que nadie en la tierra pudiera
detenerlos. Amenhotep III murió y le sucedió el mensajero divino. Todos sentían que
la batalla se acercaba y los nervios de todo el mundo estaban muy exaltados. Fui uno
de los elegidos por el rey, que me dio a escoger entre aceptar su religión o ejercer mi
profesión lejos de su palacio. No dudé en elegir y anuncié delante de él mi fe en la
nueva religión: no podía separarme de él ni ignorar la atracción que ejercía sobre mí.
Me gustó su dios y lo consideré en mi fuero interno uno de los más importantes,
aunque continué creyendo en los antiguos dioses, y en Thot en particular, cuyos
amuletos y sortilegios sigo usando para curar. Se sucedieron los acontecimientos
como bien sabes, empezó la construcción de la ciudad del nuevo dios y nos
trasladamos a ella en distinguida comitiva, repitiendo sus himnos. La alegría
dominaba al rey, su rostro rebosaba de satisfacción.
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»—Somos tus huéspedes, mi dios, en tu ciudad pura, jamás mancillada por el
culto a los falsos dioses.
»Entramos en una era deseando la inmortalidad terrenal. Simultaneaba cada
mañana los sermones del templo con los ritos de los antiguos dioses y las poesías del
libro de los muertos, y no me cabía ninguna duda de que un fermento divino invadía
nuestros espíritus como un rayo de luz purísima.
»El primer elemento de tristeza nos llegó con la muerte de su amada princesa
Mikitatón. Me había mandado llamar y me dijo:
»—Bintu, salva a mi querida.
»Cuando la hermosa princesita expiró, rompió a llorar como Nefertiti o más
todavía, y se lo reprochó impacientemente a su dios, hasta que Miri-Ra, el gran
sacerdote, le dijo:
»—¡No enojes a dios con tus lágrimas, mi señor!
»Lanzó un aullido de tristeza o de arrepentimiento o de ambas cosas a la vez.
Nefertiti exclamó:
»—¡No es más que la magia de los sacerdotes de Amón!
»Repetía esa frase cada vez que tenía una hija y se perdía otra vez la ocasión de
tener un heredero. Él compartía su dolor y se entristecía con ella. En una ocasión me
dijo:
»—¿No tienes ningún remedio útil para tener un heredero?
»Le respondí:
»—Hago lo que puedo, mi señor.
»Me preguntó:
»—¿Crees en la magia de los sacerdotes?
»Le respondí disgustado:
»—No se puede menospreciar nada.
»Pensó un poco y luego me dijo en voz baja:
»—El dios único vencerá y llenará el mundo de alegría, pero el género humano
nunca se librará de sus pequeñas tristezas.
»Es por ello por lo que pronto cruzaba el puente de la tristeza para bañarse en la
luz de la verdad.
Cuando las crisis internas y externas se acentuaron, el gran sacerdote de Amón
me envió un mensajero secreto que me recordó mi período de estudiante en el templo
de Amón. Luego me hizo la siguiente pregunta:
»—¿Podemos confiar en ti para salvar la patria del peligro que la amenaza?
»Enseguida me percaté de que, como médico, me estaba exigiendo que lo
asesinara. Por eso le respondí tajantemente:
»—Mi profesión me prohíbe la traición.
»Me reuní con Mahu y le pedí que vigilara de cerca a los cocineros. Con todo, las
cosas iban de mal en peor.
El médico enmudeció durante un momento, buscando un poco de descanso en
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aquel agobiante mar de recuerdos. Recordé los rumores contradictorios sobre la vida
sexual de Akhenatón, y supuse que el hombre no me iba a hablar de ello, así es que se
lo pregunté, empujado por una curiosidad irresistible. Me respondió:
—Su cuerpo tenía características de los dos sexos, así como su rostro, pero era un
hombre capaz de tener relaciones y de procrear.
Una pregunta ardía en mis labios temblorosos. Tras mucho dudar, hice acopio de
valor y le dije:
—¿Has oído lo que cuentan sobre sus relaciones con su madre?
Su rostro se ensombreció:
—Sé lo mismo que has oído tú, pero lo considero una pura calumnia.
Se detuvo mientras su gesto se torcía aún más:
—La cuestión es que era un hombre por encima de los demás, que anunciaba un
reino divino inaceptable para la naturaleza humana. Hizo que cada uno sintiera su
insignificancia y los desafió con una insistencia sin precedentes. Se abalanzaron
sobre él con una ira terrible y con un odio animal…
Le pregunté, anhelando su indulgencia:
—¿Cuál es tu opinión sobre Nefertiti?
—Una gran reina, de innumerables méritos.
—¿Cómo explicas que le abandonen?
—Tengo una sola explicación, y es que ella no resistió los ataques y cayó en una
depresión, refugiándose derrotada en la soledad.
Luego continuó su narración diciendo:
—El drama llegó a su negro fin cuando recibimos la orden de abandonarle. Le
pedí permiso a Horemheb para permanecer a su lado en calidad de médico particular,
pero me dijo que los sacerdotes ya habían decidido mandarle un médico de los suyos.
De todas maneras, me permitieron visitarlo por última vez antes de marcharme. Volé
inmediatamente a su palacio, en el cual no quedaban más que un puñado de esclavos
y un grupo de vigilantes escogido por sus enemigos. Lo encontré solo en su refugio,
rezando, cantando con voz triste:
»Cuando terminó sus rezos, me miró sonriente. Bajé la mirada con los ojos en
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lágrimas. Me preguntó:
»—¿Cómo has conseguido venir hasta aquí?
»Le dije con voz temblorosa:
»—Me permitieron visitarte por última vez antes de partir.
»Dijo tranquilamente:
»—Estoy perfectamente, Bintu.
»Le dije con tristeza:
»—Ninguno de los que te eran fieles se ha marchado por voluntad propia.
»Sonrió:
»—Sé muy bien quién se ha ido queriendo y quién lo ha hecho a su pesar.
»Me incliné para besar su mano y le dije:
»—Me duele mucho que te quedes solo.
»Me respondió:
»—No estoy solo, hombre de poca fe.
»Y luego, con energía reconfortante, dijo:
»—Piensan que nos han derrotado, a mí y a mi dios, pero mi dios no traiciona ni
acepta la derrota.
»Lo dejé, con los ojos enrojecidos por el llanto, seguro de que el médico enviado
para ocupar mi lugar lo asesinaría, a él, al más alto espíritu que jamás habitara carne
humana. Me hundí en una soledad de la que no he salido hasta hoy.
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NEFERTITI
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