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DEL LENGUAJE, LA LECTURA Y LA ESCRITURA

La escritura y la lectura son formas peculiares de autobiografía: nos escribimos a nosotros mismos o nos
leemos a nosotros mismos en los textos que nos apelan y que nos permiten el placer de crear o husmear.
Escribir: leer con todo el cuerpo.

Este animal humano debe aprender a caminar y a ver y a oír, a nadar y a hablar y, luego, si se tiene suerte, a
leer y escribir... No hay mayor delicia que la lectura, ni pasión tan loca como la escritura.
Leer hasta la locura.

Es la hora de hacer un alto en el camino (¡perdón el uso del lugar común!), de reflexionar
sobre lo dicho una y otra vez en el aula primaria, secundaria y universitaria —ese discurso aún
tan corto sobre el lenguaje, la lectura y la escritura—, y de atreverse a jugar el juego de las
palabras, un rato gozoso y placentero posible para aquellos que entregan su fe a los movimientos
infantiles. Sin palabras, los humanos, esos seres incubados en los recónditos secretos de la urbe y
de la vida agreste, no somos algo. Muchos llegan a pensar que el secreto para querer seguir en el
día a día radica en la seguridad, la estabilidad, el trabajo, la proyección… en fin, en querer vivir
en pos del dinero. No vengo a discutir el tema, solo a anunciar que más allá de ese señor tan bien
sentado, está la grandeza de las palabras (y no solamente las escritas, también esas que se
configuran en la imagen, en el gesto, en el movimiento, en el secreto muy bien guardado que
encierran los ojos; ya está dicho en muchos lugares: una imagen vale más que mil palabras, pero
precisamente las palabras son quienes permiten afirmar eso de la imagen). Las palabras exaltan y
hunden, alegran y entristecen, llegan a lo profundo y se pierden en la inmensidad, señalan
fidelidad y construyen el camino a la traición, son y no son. Me entretengo con el juego de las
palabras, es una diversión extrema —en todo el sentido de la idea—. Hay que decidirse por el
espíritu de la primera y única pequeñez para jugar un juego que va mostrando en cada
movimiento que la vida vale la pena, que el paso por el mundo está destinado a la felicidad, y que
quien se anima a la diversión de las palabras se sabe nacido para el pensamiento, la lúdica y la
complacencia, tres momentos, tres estados, tres instantes continuos que nos determinan y nos
configuran como verdaderos seres humanos.
Este mutis que propongo no es más que el atrevimiento real de lo que vengo haciendo desde
que introduje el titulo, arriba de esta hoja, y desde que usted, amigo lector, se animó a posar sus
ojos sobre esas mismas letras. Para jugar, para que juguemos, lo animo a que empiece por
descubrir cuál es la triada temática sobre la que quiero hablar, si es que aún no lo ha vislumbrado
—con todo y los guiones que ya lo aclararon al principio—. Empiezo, ahora mismo, por
regalarme el introito acerca de la palabra, punto de partida y de llegada para los tres temas que
vienen. Valga decirlo una vez más: las palabras lo son todo y no somos lo que pensamos ser si
ellas dejan de existir —no traigo a colación aquellas comunidades que aún se relacionan sin hacer
uso de la palabra—. Como ya está puesto hasta aquí el juego de la palabra, dentro de algunas
líneas pasaré a discurrir sobre el lenguaje. No voy a descubrir, como se dice en el argot popular,

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que más bien parece un insulto a cualquier intento creativo, “el agua tibia”, tan solo me voy a
quedar unos minutos bajo su efecto, voy a experimentar su placer y a refugiarme en su ausencia
cuando decida cerrar la llave; siempre será poco lo que salga, la configuración del lenguaje se
vuelve muchas veces inmedible (¡excusas pido por el término!). Enseguida, a manera de secado,
iré a los secretos mágicos que encierran la lectura (¡por Dios, nacidos desde mi pobre perspectiva,
supongo que el tesoro siempre será mayor!). Buscaré que sean esos rayos fulminantes de la
piedra preciosa quienes cieguen la mirada. Pasaré, dando cabida total a la comparación, a vestir el
traje, esa prenda de la que ahora me apropio, y a la cual aspiro llegar de manera total antes de que
el dueño de la vida me llame a su senda para indicar que debo poner el punto final (¡total
atrevimiento, si ya lo han dicho los que viven del placer de la escritura: nunca será suficiente la
vida entera para aprender a escribir!). Luego, cuando todo llegue a su final, porque todo lo tiene,
como quien comprende el poco dominio que se posee sobre las palabras, terminaré (no sé cómo,
ya vendrá el punto final).
Y bueno, el juego, que ya ha empezado, pide dar un salto a la siguiente idea.

***

Y, ¿cuál es el tema? El lenguaje como representación, como milagro, como algo vivo y cambiante, como
organización del grito y articulación del alarido. Es decir, un tema sin fronteras, en el cual, por más que uno
se descentre, más abarca y mucho más aprieta. El lenguaje, ese animal antediluviano, siempre distinto y
siempre el mismo, no sólo está compuesto de la lengua y el habla. ¿La música no es un lenguaje? ¿No es
diálogo y monólogo y altercado agresivo o aladas palabras al oído de la mujer amada? Y la danza, ¿no habla
el cuerpo desde los dedos de los pies hasta los ojos y el pelo, en las danzas de la India? ¿Y no ofrece y
esconde el sexo la danza del vientre, mientras está velando el rostro? Y el ballet, ¿no es un vuelo a veces
detenido junto con el resuello? Y, finalmente, como dice Spinoza, ¿no habla Dios a través de todas las
cosas?
Leer hasta la locura.

Se me viene a la cabeza, así de primer impulso, la definición de lenguaje que, con el tiempo
comprendí, no es más que una paráfrasis a las convicciones de Saussure (1970), en donde intuyo
que también hubo una paráfrasis a ideas debatidas y escuchadas en las clases que le dieron la idea
de su “Tratado sobre Lingüística General”. El lenguaje es la facultad de abstraer, conceptualizar
y comunicar una idea del mundo. El término mundo hace relación a todo lo que rodea y significa
un “aquí” y “ahora” de una persona determinada. La facultad se aprehende y se desarrolla a partir
del contexto real y palpable del sujeto que hace uso de él, no de una creencia ideológica y
conceptual que se puede aplicar a todo el género. Dicho de esta forma, es claro que no se trata del
Mundo Universal que se debate y se pregona desde las muchas clases de Ciencias Sociales,
impartidas en la vida académica. El mundo delimitado en un “aquí” y “ahora” de un individuo
específico es mucho más que ese globo terráqueo que creemos abarcar en la mirada atenta y
analítica de un mapamundi, casi siempre desconocido en su totalidad para quienes nos preciamos
de nuestra condición humana. Es sabido que las ideas acerca de un concepto pululan de forma
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general en cualquier medio, sin embargo, es necesario aclarar que la universalidad del lenguaje,
dado para quienes lo podemos experimentar como una facultad, radica precisamente en su
singularidad, en esa individualidad que es posible para cada uno. Hablar de lenguaje implica
hablar de la facultad que tiene en sí un hombre determinado. No hablamos del lenguaje de los
estudiantes de primer grado, de décimo grado o de cuarto semestre de universidad; hablamos del
lenguaje de Andrés, de María, de Marcos... en fin, hablamos del lenguaje de cada uno. Esto no
indica, pongo la llaga en el dedo para quien quiera despertar la discusión, que el término
Lenguaje carezca de un uso como idea general, como un signo que es constituido por su
significado y su significante, y que por ende se puede entender a partir de una “imagen acústica”
y una definición que lo construyen como posibilidad para hablar de la misma idea de lenguaje
aquí y en cualquier parte. Si es un concepto, su posibilidad radica en la definición general y en su
aplicación individual.
Continuando por algunos de los eslabones que componen el universo del lenguaje (se
entiende que mi intención no es dar un tratado sino hablar de lo sencillo), corresponde ahora
posar la mirada en aquello que a lo largo de mucho tiempo ha sido considerado como su pilar
constituyente: la lengua y el habla, posibilidades que nos anuncian al lenguaje como la condición
lingüística de las personas. Más allá de las apreciaciones del lingüista, expuestas como el punto
de partida para dar rienda suelta a la reflexión, y no como una negación a cualquier propuesta
postrera, vale la pena escuchar el anuncio de Teun Van Dijk (2000)—y todos los miembros de la
escuela de Praga—, para quien el lenguaje no es una facultad única del sistema lingüístico (no
dicho así de forma textual), sino que se abre a campos de saber y de acción en donde siempre se
puede leer la comunicación como un fin último de expresión, constituida por factores generales
que dan todo un continuum corporal que cabe dentro de la intensión que se le adjudicó en primera
instancia a la definición de lenguaje desde la mirada lingüística. Se trata aquí de descubrir esas
representaciones que al final del camino dejan en claro cuál es la visión que se tiene de mundo, y
la forma en que se puede denotar y ampliar su constitución. Vale, eso sí, anunciar antes de
profundizar en la idea, que no por ello todas las realizaciones expresivas que se dan en la
sociedad pueden ser consideradas lenguaje, esto nos conduciría una vez más, como sucede con
otros términos, a la “prostitución de la palabra” —sin herir susceptibilidades por el uso de la
expresión—. Se trata de ver al lenguaje como constituyente del contexto, y de dar la posibilidad
de una formación diaria a todas las situaciones que pueden ser puestas como operaciones de
abstracción, conceptualización y comunicación. El lenguaje no muere en la vida diaria como un
algo ya dado, se realiza una y otra vez como esencia que se va desarrollando y permitiendo la
ubicación de la persona en su “aquí” y su “ahora”. Entendido en esta amplia perspectiva, la
lengua y el habla del lenguaje se dan como conceptos que rompen el campo lingüístico para ser
leídos desde otros niveles. Si hablamos del lenguaje musical, teatral, gestual, corporal, entre
otros, necesariamente se puede pensar en las lenguas y formas de habla bajo los cuales ellos se
dan (se trata de una metaforización de los dos términos en su aplicación a las nuevas formas de

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leer el lenguaje). La lengua y el habla adquieren así mayor plenitud en su reconocimiento como
sistema social, que no sólo entrelaza a través de lo verbal, sino que lo hace a través de ese otro
sistema de signos que bien podrían asimilarse a la lengua y al habla. Así las cosas, el lenguaje es
una representación real en la lengua y el habla de cada individuo, y en las muchas formas que
ellas puedan adquirir —los lenguajes—.
Luego de la humedad, es hora de pasar al secado.

***

Casi siempre la escritura —la escritura como arte— es un palimpsesto por la ambigüedad del texto. Quiere
decir lo que el lector común había querido decir. Consiste en describir su silencio. Todo lector se lee a sí
mismo. El escritor se expresa a través de él como un ventrílocuo… La palabra es acción, puesto que
produce cambios tanto en el que habla como en el que escucha, de modo que el hablante se va
entusiasmando con su discurso, que se alimenta de las respuestas del oyente, hasta llegar incluso a la
agresión, al amor.
Leer hasta la locura.

Leer. ¿Qué es leer? Pregunta basta y amplia que en tres términos vuelca la mirada sobre esa
veintena de definiciones y expresiones que a lo largo de los siglos se han venido discutiendo
(mucho más después de los años ochenta del siglo precedente, tan lleno de discusiones
transparentes como de laberintos sin salida). Podría empezar por pensar en aquello de
“instrucción mediante la cual se descifran grafos”, “práctica letrada que se utiliza para alcanzar el
conocimiento”, “ejercicio visual que busca la comprensión de lo escrito”, “poner los ojos sobre
un sinnúmero de letras para ir avanzado en el paso de las páginas”; y así ir surcando todas las
frases que se escuchan y que se leen cuando se quiere dar con el secreto recóndito de la primera
pasión loca inherente al lenguaje —no sólo el lingüístico, importe recordarlo—. Pero no, no voy a
quedarme en ese lugar conceptual, no es mi intención. Se me ocurre pensar que cuando se va a
leer, y por extensión cuando se va al placer de la lectura —reconozcamos que en muy pocos y
dignos casos como el presente, tanto el verbo como su sustantivación gozan de total sinonimia—,
más que una definición lo que importa es la práctica, esa experiencia misteriosa que le permite al
alma humana desentrañar sus secretos para verlos fuera de sí y descubrirse escrito por otro en lo
que creía innombrable. Ir al texto que espera ser leído pide, como primero y último movimiento,
una disposición del alma (y no olvide el lector que, si el campo del lenguaje se abrió al de
lenguajes, el de texto amplia su percepción el de textos según sea el lenguaje en el cual se quiera
leer). Las obras artísticas han salido de la mano de alguien que se considera con dignidad para
decirle y dejarle algo al resto de sus congéneres, su apreciación se debe hacer desde la misma
convicción. Dicha apreciación se logra si quien se acerca a ellas lo hace desde lo profundo de su
ser. Las obras de arte se leen con un alma dispuesta, lo demás no importa. Y el alma dispuesta se
descubre en aquellos que escuchan lo que viene de fuera, de ese lado de la obra —no solo lo que
aparece con claridad ante los ojos, también lo que está entre líneas, ese trazo de pintura o ese

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movimiento que pareciera no pertenecer al conjunto—. Oír es una posibilidad física de todos,
escuchar es una bondad que se adquiere con los años y con la práctica diaria de quien quiere
aprender a descubrir en las obras de arte lo que puede estar secreto. Se llega a la interpretación de
la obra en la medida en que se está dispuesto a escuchar. ¡Claro que la escucha también se da en
aquellos que de manera general están dispuestos para la vida y su contacto con el ser humano!
Para ser un buen lector de una obra de arte se requiere ser un buen escucha. Aquí se puede
reconocer el por qué muchas veces los estudiantes suelen caer en el mote del menor esfuerzo al
decir que no leen porque no comprenden y no entienden. El problema no es de entendimiento, ni
de comprensión, el problema es de escucha. La capacidad para comprender y entender nunca
dejará de existir en las personas con el mínimo de los sentidos en su lugar, la escucha si estará
siempre ausente en aquellos que prefieren la salida fugaz a su realidad y la entrega total al ruido
de un mundo que pide el consumo y nunca el reconocimiento. Acostumbrados a la avasallante
mole de ruido que proviene de la tecnología y la técnica pululante (nombradas no como algo
innecesario; la crítica siempre recaerá en su uso malversado), lo mejor es huir de un precepto de
humanidad para refugiarse en lo ajeno. La vida del lector se asimila en su capacidad de escucha.
Leer es escuchar. Escuchar es un posar el alma con las manos abiertas a aquello que pide ser
leído. Estar atento, con la vela encendida para cuando venga el amado, ese texto que nunca tendrá
una última lectura. Hay que escuchar, hay que romper el lazo de las costumbres, de las modas de
una sociedad consumida por lo superficial, por lo pasajero, por aquello que hechiza en su
estructura y su funcionalidad, para lanzarse a navegar en las profundidades del amor verdadero,
tan loco, seductor, productivo y mágico como una buena lectura. Quien escucha recibe en el alma
y se enamora, lee con total confianza todo lo que palpita en sí.
¿Qué leer? Todo lo que se quiera: desde ese pequeño pasquín que ofrecen en la calle, hasta la
obra monumental y magna que la tradición considera como “baluarte que no se puede dejar de
leer”. Quien va probando de a poquito en todos los alimentos, encuentra el plato que sacia su
pasión. Hay que esmerarse por encontrar los gustos, son los que indican “la hora de la adultez”.
Como preludio a la postura del traje, gócese el lector con la sentencia de Germán Espinosa: “Sé
fiel a tu vocación de lector, hasta cuando seas tú propio libro”. Parafraseando: “Sé fiel a tu
vocación de escucha, hasta cuando te sientas pleno en tu propio amor”.

***

El escritor quizá no elige ser escritor, la escritura lo elige, la palabra lo llama y se le hace no sólo necesaria
sino una forma de responsabilidad y compromiso… Crear es repetir la vida y la muerte… Vivimos o
morimos cuando escribimos o leemos. Nacemos o renacemos, nos renovamos… El escritor dota de sentido
las palabras al ponerlas en relación con su propia vida y lo que ocurre y aprehende de los otros a lo largo de
su existencia, haciendo que la vida encuentre su morada en ellos.
Escribir: leer con todo el cuerpo.

Y escribir. ¿Qué es escribir? ¿Habrá que preguntar mejor de esta manera: qué es la escritura?
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La sinonimia es adecuada. El secreto, si es que no nos descuidamos en la sencillez del ejercicio
escritor y lo dejamos caer en ese lugar común al que muchas veces lanzamos prácticas diarias que
podrían ser recibidas como totalidad, radica en que hay que mirar el ejercicio con los mismos
ojos con los cuales se mira a la lectura. Si me detengo en la búsqueda de frases definitorias, que
también abundan, me perdería en lo que la experiencia me ha enseñado, una vez mucho más
pobre que la de aquellos que “día y noche viven con un lápiz y un papel entre sus dedos para
poder cazar la frase precisa, la oración perfecta, incluso aquella la que brota entre sus sueños”. La
escritura es la segunda pasión loca del lenguaje, y como tal requiere no sólo de la disposición del
alma, sino de su práctica diaria y constante (estas dos pasiones locas, como todas las pasiones que
nos sacan de cabales, deben enamorarnos hasta la saciedad, despeinarnos con total ahínco y
robarnos incluso las lágrimas más sentidas y tristes que nunca cualquier ser humano se pudiera
imaginar). Soy de los que cree que quien lee aprende con mayor facilidad a escribir. No se trata
de pregonar a la lectura como premisa necesaria para alcanzar la escritura (¡con el respecto de la
academia, eso es lo que ella hace!). Aconsejo leer para atreverse a escribir. No se puede saber lo
que es la escritura de un texto si nunca se ha tenido la cortesía mínima de tomar entre las manos
una obra que ya ha sido escrita. Quien lee no busca caer en la imitación (y eso que también soy
de los que piensa que ese es un muy buen camino para empezar, ya luego en el crecimiento se va
encontrando el estilo y la forma adecuada para dar al resto de la humanidad lo que había en lo
profundo de las entrañas), lo hace para entender cuál es el mejor camino que convendría para
llegar a la creación, a la construcción de la escritura.
La escritura también es una práctica profunda del alma. Si quien lee goza de la dicha de
escuchar, quien escribe es porque se sabe consciente de otra dicha: la de poder hablar a los
demás, la de poder mostrarle a sus congéneres que tiene algo muy dentro de sí que les puede
servir, por muy pequeño o mínimo que lo considere. Se escribe para gritarle al mundo esas cosas
que a simple vista no se ven. Se escribe para presentar un informe, para construir un comunicado,
para herir a las personas, para crear ilusiones, para recrear mundos imposibles en la realidad
(muchas veces imitados por ella), para dejar volar los sentimientos, para calmar el dolor y gritar
la alegría, para permitirle un descanso eterno al desamor y celebrar el triunfo inmortal del amor.
Se escribe, en últimas, para colgarse del cuello la medalla de oro reservada para uno solo. Dicho
de otra forma: se escribe para colgarse la medalla reservada para cada uno, solo, en la pluralidad
de su individualidad. Aquí es donde el conflicto de la lectura en los estudiantes se encuentra con
el conflicto de la escritura. Ellos le temen a la expresión de lo real, de lo profundo, de ese secreto
mágico que bien podría enriquecer a la naturaleza humana y al trato con los demás. Hablan, eso
nadie lo niega, pero hablan como quien produce un ruido, como si fueran el martillo sobre la piel
inerme, y no como el taladro que penetra en la profundidad de una piedra. Sus palabras viajan al
ritmo de lo superfluo que les propone lo que escuchan. Imitan, de eso no hay duda. Pero imitan lo
que oyen, no lo que escuchan. Si desarrollarán la escucha, actitud primera, lograrían entrar en la
magia de hablar, actitud segunda. Por extensión: si leyeran lograrían entrar en la magia de la

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escritura. Si recibieran con total disposición aquello que entra por sus oídos, imitarían con
intensidad lo que sale de sus dedos.
¿Qué escribir? Al igual que la lectura, lo que vaya llegando a la boca, eso que se quiere
gritar. De poquito en poquito se alcanzará “la hora de la adultez”. Claro que, si se quiere a
manera de consejo, convendría empezar, según palabras de Nahum Montt, por escribir cosas
sórdidas que entretengan y llamen la atención, ese mundo placentero del día a día que la sociedad
señala pero que es en últimas el que más divierte y ayuda a formar al humano que existe en cada
uno. Tal vez luego uno se anime a situaciones rosa, a esos estados soñados y esperados por toda
la vida. Quizá algún día se alcance ese estado de paz perpetua del que tanto hablaron los santos,
comandados por el Maestro. Mientras ese momento llega hay que atreverse a vivir y a dejar que
esa vida se plasme en ideas escritas que desde ya estén en el papel y se postulen para la eternidad,
una eternidad que sólo se alcanza si se deja volar la vida en la blancura de la hoja.

Bogotá, agosto 19 de 2008.

BIBLIOGRAFÍA

ESPINOSA, Germán et alter (2004). Colombia: la alegría de pensar. Bogotá D. C: Ediciones Número.
SAUSSURE, Ferdinand (1970). Tratado de Lingüística General. Buenos Aires: Ediciones Signos.
VAN DIJK, Teun (2000). El discurso como estructura y proceso. Barcelona: Gedisa Editorial.

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