Lempérière - La Cuestión Colonial
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Debates | 2004
Debate en torno al colonialismo
Annick Lempérière
La « cuestión colonial »
[08/02/2005]
Una de las sesiones del seminario mensual de nuestro equipo de investigación fue
dedicada, en diciembre del año 2002, a una discusión sobre el status y la « identidad »
histórica de los dominios españoles entre el siglo XVI y las independencias. Se pusieron
en tela de juicio las palabras y las realidades encubiertas por las voces « colonia » y «
colonial ». La discusión tuvo, por una parte, un enfoque comparativo. El status de los
dominios hispanoamericanos fue comparado con el grado de autonomía política de
que disfrutaban los reinos y virreinatos europeos de las coronas de Castilla y Aragón
(Jean‐Michel Sallmann). La cronología y los enfoques propios de otra gran
historiografía « colonial », la de la India, fueron presentados por Sanjay
Subrahmanyam. Por otra parte, Juan Carlos Garavaglia expuso « el problema de fondo
», la « subordinación de una sociedad a otra » y los datos socio‐económicos (la
producción de metales preciosos, el trabajo forzoso, el intercambio desigual) que
permiten hablar de ladependencia de los territorios americanos respecto a la
península ibérica y, más generalmente, a las potencias europeas. Mi propia propuesta
consistió en cuestionar el uso al mismo tiempo a‐crítico y maquinal, tendencioso y
reificado que, a mi manera de ver, nosotros los historiadores latinoamericanistas
solemos hacer del adjetivo « colonial » para calificar y describir sin
discriminación cualquierdato, cualquier fenómeno histórico ocurrido en América
durante el período anterior a la independencia. Planteé el problema de la reificación
del « concepto » (¿« colonia » es un concepto ? ¿« colonial », una categoría
descriptiva, analítica, axiológica?) así como la necesidad de repensar los usos que los
historiadores hacemos de él y las implicaciones reflexivas y no‐reflexivas que tienen
tales usos. Entre otras cosas, sugerí que quizá el apego a una historia basada en un
enfoque sistemáticamente « colonialista », al reducir drásticamente la identidad
iberoamericana a « lo colonial », tendía a aislar el conjunto de nuestra historiografía de
otras que, dedicadas también a grandes conjuntos políticos y culturales, bien podrían
proporcionarnos modelos de referencia e instrumentos de rigor y de heurística en
cuanto a lo aparentemente singular de nuestro objeto de estudio. Tal es el caso del
imperio otomano : a pesar de que es contemporáneo del imperio español, los
latinoamericanistas lo ignoramos soberanamente a la hora de analizar un fenómeno
tan relevante para nosotros como, por ejemplo, la creación de un conjunto político
basado en sociedades sumamente heterogéneas, diseminadas a lo largo de territorios
muy extensos, cuya convivencia conoció una duración plurisecular.
2La discusión un tanto acalorada que acogió tales propuestas resultó en parte del
carácter esquemático de mi ponencia – presentada, como las demás, en unos escasos
diez minutos. Lo que sigue responde a la necesidad de poner las ideas en claro de
manera desapasionada. No tiene la pretensión de acabar con el tema ni de construir
un baluarte en torno a una posición dogmática. El punto de vista es el de una
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historiadora, por lo tanto no es necesariamente similar al de los antropólogo ; la
perspectiva privilegiada es la de la historia de lo político concebido de manera amplia
pero sin la pretensión de abordar a fondo, por ejemplo, cuestiones de historia
económica. No es más que un ensayo cuya función es permitir que la discusión siga en
pie sobre fundamentos un poco más sólidos.1
3Son varias las formas mediante las cuales se reifican o « cosifican » – valga el
neologismo – los conceptos, las nociones y las categorías de análisis. La reificación es a
menudo el desconocimiento del carácter construido de las nociones y su utilización
como categorías no‐pensadas y « autóctonas » en el campo de una disciplina. En el
caso del quehacer histórico, la reificación sobreviene, primero, al aplicar a épocas
distintas dentro de un extenso período, unas mismas categorías y calificativos.
Secundo, cuando se olvida que los conceptos y categorías no son esencias y
substancias eternamente iguales a sí mismas, sino que tienen una historia, cargan una
memoria y ostentan unos significados tan distintos como las formaciones sociales en
las cuales nacieron y se siguen empleando. Según las épocas, las sociedades y los
grupos socio‐culturales, las voces y los conceptos cobran sentidos sumamente
diferenciados, sentidos que a su vez pueden llegar a implicar, como en el caso de la
palabra « colonia » y sus derivados, valores y valoraciones altamente polémicas,
cargadas de afectividad, de ideología, de pasiones y del recuerdo de experiencias
militantes o vitales. De colonia a colonial, se pasó, en el siglo XIX, a « colonialismo »,
con lo cual « la cuestión colonial » entró de plano en el campo de la ideología y de la
política. La « historia colonial » latinoamericanista no podía de ninguna manera salir
ilesa de tales avatares.
4« Historia colonial » de América latina, desde hace muchas décadas, no remite a otra
cosa que al período de estudio que abarca los siglos anteriores a la independencia : la
« época colonial » y, corolariamente, a una sub‐parte de la materia académica «
historia de América latina ». La fórmula, en sí misma, se ha vuelto neutral, gris, no‐
polémica. « Colonial » es una señal de identidad específica para los historiadores que
estudian los siglos XVI a XVIII. Normalmente se podría prescindir de repetir sucesiva y
reiterativamente las alusiones a lo « colonial » a lo largo de los estudios claramente
ubicados dentro del « período colonial ». Sin embargo, no sucede así. Al estudiar la
sociedad, los sistemas de trabajo, la economía, la fiscalidad entre el siglo XVI y el XIX, la
mayoría de los historiadores siente la necesidad de añadir el calificativo « colonial » a
cualquier descripción. Se habla de « régimen colonial » pero, ¿qué quiere decir «
colonial » en este caso ? ¿Qué sentido añade al análisis del sistema político, si de eso
se trata ? Si significa que las instituciones son distintas de las de la península, ¿«
colonial » es suficiente para calificarlas ? « Explotación colonial », fórmula de moda en
la época de Chaunu y de la preponderancia de la historia económica, remite al sistema
económico global : alude a la extracción de bienes primarios y a la explotación del
trabajo indígena o de la esclavitud, al mercantilismo y al comercio exclusivo con la
metrópoli. Hoy en día se prefiere la expresión « pacto colonial », que viene a rematar,
de manera fluida y elástica, un conjunto de datos bastante distintos entre sí : a veces
se trata de los « acuerdos » entre caciques indígenas y autoridades peninsulares sobre
la organización del trabajo indio, a veces del conjunto de las instituciones políticas,
económicas, etc…, que regían las sociedades americanas sin distinción de condición,
otras veces de las relaciones entre los colonos criollos y las instancias de poder en la
metrópoli, que se trate del comercio o de la asignación de los empleos públicos, sin
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que se identifique siempre de manera muy clara quienes fueron los actores y sujetos
concretos de dicho « pacto ». Asimismo « colonial » sirvió, durante décadas, para
calificar todas las producciones artísticas de los dominios ultramarinos hasta el siglo
XIX (el famoso « Arte colonial »). En nuestros días, « colonial » se aplica tanto a las
cuestiones de « género » como a las relaciones entre los « grupos étnicos » o a la «
religiosidad » propia de la misma época.2 Huelga decir que la costumbre se encuentra
en los escritos de los historiadores latinoamericanos, norteamericanos y europeos de
todas nacionalidades : forma parte de nuestra lingua franca historiográfica. Ahora
bien, estamos frente a un uso que va más allá de la neutral identificación de un grupo
de aficionados a un período y a un territorio. Lleva consigo un sistema de valoraciones,
las más de las veces peyorativas. He aquí la « cuestión colonial » que quisiera volver a
discutir en las páginas que siguen.
5* * *
6Tal vez la comparación más inmediata y útil para abordar « la cuestión colonial »
hispanoamericana sea con la historiografía norteamericana. Como aquella y como la
historiografía de la India citada al principio, la norteamericana también tiene su
«historia colonial ». Sin embargo, salta a la vista una gran diferencia entre el caso
norteamericano y el hispanoamericano. Los rebeldes de las Trece Colonias, una vez
lograda su independencia mediante una guerra y una revolución política llevada a cabo
por ellos mismos, no renegaron de su pasado « colonial », de sus instituciones «
coloniales », de su estatuto de « colonos », pobladores y actores del desarrollo
económico de sus territorios y del comercio « colonial » con la Gran Bretaña. La
ruptura con la metrópoli, fundamentada en el derecho natural y en los derechos
políticos a los cuales los colonos se creían con razón acreedores, no implicó el rechazo
del pasado británico y de la pertenencia a una tradición política, jurídica y religiosa
británica. No implicó, aunque la cuestión fue objeto de debates en el momento de la
independencia, la renuncia al sistema socio‐económico basado en la esclavitud que los
colonos habían adoptado para explotar el territorio que iban poblando. Tampoco puso
en tela de juicio el tipo de relaciones (guerra y comercio entre naciones según el
derecho de gentes) que se habían entablado de antemano entre los colonos y los
autóctonos, quienes siguieron siendo excluidos del ecumene de los Englishmen.
7En cambio, en el caso hispano‐americano, las modalidades de acceso a la
independencia llevaron a los colonos, cuando escogieron el camino de la insurgencia, a
inventarse una ascendencia imaginaria. Afrentados violentemente a las huestes
realistas, se identificaron con los indios cuyos reinos e imperios sus propios
antepasados habían conquistado y destruido tres siglos antes. Los patriotas criollos
renegaron de su pasado de colonizadores y colonos para hacer suya la condición de «
colonizados ». Renunciaron a su antigua identidad de vasallos de los « reinos indianos
», orgullosamente asumida hasta 1810‐1811, para hablar de su propia tierra como de «
colonias », lo cual implicaba, al revés de lo que sucedió en Estados Unidos, el rechazo
del pasado y de la herencia española.3 « Colonia » se volvió sinónimo de despotismo
en lo político y de oscurantismo y poder inquisitorial en lo cultural y religioso –
despotismo y oscurantismo cuyas víctimas habrían sido, durante tres siglos, lo mismo
los criollos que los estratos socio‐étnicos subyugados mediante la conquista y la
esclavitud. Con ello, las dificultades a las cuales se afrentaron los antiguos territorios
españoles a la hora de volverse Estados‐naciones, se atribuyeron no a las modalidades
de la colonización implementadas por los colonos durante tres siglos, sino a la «
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herencia española » : los « usos y costumbres » y la situación sociocultural –
ignorancia, fanatismo, pasividad y otros tantos « vicios », según las propias palabras de
las élites « ilustradas » – de la inmensa mayoría del « pueblo », fueron calificados
como consecuencias de « la dominación española » y considerados todos como
contrarios al progreso y al engrandecimiento de las nuevas naciones. Por cierto, hace
falta matizar. Desde los principios de la era independiente, hubo también publicistas,
historiadores y políticos, tradicionalistas o conservadores, para conferir a « lo colonial
» un valor altamente positivo. La contienda entre las dos corrientes de interpretación
del pasado español se sumó a las luchas políticas entre liberales y conservadores en el
siglo XIX, o entre « hispanistas » e « indigenistas » en el siglo XX en los países donde
existía una numerosa población indígena.4 Sin embargo, la valoración negativa de « lo
colonial » fue la que prevaleció en Hispanoamérica, a medida que se perfilaban las
dificultades para implementar las reformas modernizadoras. Pero eso ocurrió varias
décadas antes de la gran ola decimonónica de expansión y colonización europea, y a
partir de una situación histórica derivada de las modalidades de la independencia
sobre las cuales volveremos más adelante. Quienes crearon la valoración negativa de
lo colonial fueron primero los colonizadores hispánicos, herederos del imperio y de las
sociedades que sus antepasados habían contribuido a fundar y establecer. Aunque
pudieron reivindicarlo ocasionalmente incluso hasta nuestros días, las élites criollas no
eran las herederas intelectuales y morales de Las Casas y Vitoria : al lado de la filiación
imaginaria « indigenista », las élites criollos se dotaron de una nueva filiación europea,
imaginada también pero más adrede respecto a sus fines inmediatos, en el siglo de las
Luces y la Revolución francesa. 5
8La crítica « anti‐colonialista », como bien se sabe, nació a raiz de la expansión
europea del último tercio del siglo XIX. Numerosos pensadores y hombres políticos
europeos se percataron de lo negativo y nefasto de la colonización y la denunciaron en
calidad de « colonialismo » e « imperialismo ». A partir de aquel entonces, fuera por
parte de los partidarios o de los adversarios de la expansión colonialista, « colonia »
cobró una significación única : la de un territorio extranjero sometido a una
dominación política casi exclusivamente dirigida hacia la explotación económica
llevada a cabo por los capitalistas metropolitanos en provecho de la potencia
económica y militar del Estado‐nación.6 En cuanto al « fardeau de l’homme blanc » y a
la « misión civilizadora », nadie hoy en día se atrevería a decir que fue otra cosa que
una máscara ideológica, aun cuando los servicios sanitarios y educativos
implementados por algunos colonizadores pudieron a veces surtir efectos positivos
para las poblaciones colonizadas.
9La colonización decimonónica y su séquito de críticas produjeron, lo que fue bastante
normal e inevitable, una relectura del pasado colonial de América latina en términos
de « nacimiento del colonialismo europeo » o de « primer imperialismo moderno ».7 Si
bien tal relectura pareció haber culminado con la teoría de la dependencia en los años
1960 y 70,8 no deja de hacer sentir sus efectos y su vitalidad hasta nuestros días. Las
venas abiertas de América latina, el panfleto imaginativo y sombrío de Eduardo
Galeano publicado por primera vez en 1971 alcanza valiosamente su
septuagésimacuarta edición en el momento en que se publica en Francia Le livre noir
du colonialisme, cuyo primer capítulo está dedicado al aniquilamiento de los
habitantes de las islas caribeñas a partir de 1492.9 En cuanto a la « conmemoración »
del quinto centenario del descubrimiento colombino, más que abrir una nueva época
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en la valoración negativa del colonialismo europeo, permitió escenificar la mutación de
los paradigmas propios del memorial de agravios anticolonialista ocurrida en la década
anterior. Rebasadas las esperanzas marxistas y teológicas de « liberación » socio‐
económica, el fundamentalismo identitario de las organizaciones políticas de los «
pueblos autóctonos », debidamente adiestradas por los antropólogos posmodernos y
otros subaltern, colonial y cultural studies, sustituyó la « dominación » multipolarizada
y la « globalización » al « capitalismo » y a las « multinacionales » de antaño, el «
etnocidio » a la « dependencia », la exigencia del reconocimiento constitucional de «
los pueblos y nacionalidades indígenas » a la apuesta revolucionaria. Contra el
colonialismo, las culturas originarias ; contra el universalismo revolucionario, el
comunitarismo identitario.10
Es imposible, y hasta cierto punto no deseable, que el quehacer de los historiadores
latinoamericanistas quede inmune contra los paradigmas colectivos que, surgidos
dentro y fuera de los recintos académicos, tiñen las lecturas del pasado con los vivos
colores de los temas candentes de la actualidad. Los imaginarios, los sistemas de
valores, los ideales propios y controvertidos de las sucesivas generaciones, son
obviamente vividos y compartidos, consciente o inconscientemente, por los
historiadores. Sin embargo, si pretendemos hacer historia no es sólo para compartir
emociones y utopías, sino también para entender y explicar el pasado y el presente. La
posición del historiador es necesariamente operar siempre una distinción entre
historia y conmemoración, lo mismo que entre historia y militancia, historia y
hagiografía, crítica y denuncia. En la medida en que « colonia » y « colonial » desde
hace mucho tiempo y hoy en día más que nunca, son conceptos que implican
valoraciones tanto positivas (en nuestros días escasas : veáse la suerte de « la
conquista espiritual ») como negativas (colonialismo, etnocidio, genocidio), me parece
que por lo menos se puede exigir cautela y reflexión a la hora de utilizarlos. Si
pensamos que Weber acertó al propugnar una sociología « comprehensiva » de las
razones y de los valores propios de los actores, tenemos que aceptar también, aun
siendo historiadores y no sociólogos, la otra cara de su propuesta : apartar cualquier
sistema de valor de nuestra reflexión y cualquier valoración de nuestros objetos de
estudio, en provecho de una actitud comprehensiva – lo cual no significa empática o
simpatizante ‐frente al pasado.
11* * *
12Durante siglos, la voz « colonia » no tuvo ninguna conotación peyorativa y conservó
los significados que los romanos habían dado a la palabra latina. Colonizar era, ante
todo, poblar : una migración y una fundación que no implicaban la dominación de un
pueblo sobre otro, sino la toma de posesión de un territorio. Fruto de una serie de
conquistas, los territorios hispanoamericanos fueron llamados « reinos », « provincias
», « dominios » por los soberanos españoles quienes los integraron dentro del
patrimonio de la Corona castellana. « Colonia », en el mundo hispánico, se aplicaba a
las posesiones y poblaciones extranjeras (francesas, inglesas, portuguesas, etc…) en
América : Colonia de Sacramento, por ejemplo.11 Sin embargo, segun el Abate Raynal
o William Robertson, las Indias españolas eran sin lugar a duda « colonias », por una
parte en el sentido poblacional tradicional y por otra, en el nuevo sentido, económico,
de la palabra colonia. En efecto, fue a partir de finales del siglo XVII cuando « colonia »
empezó a cobrar un significado económico que pasó del francés a los idiomas inglés y
español durante el siglo XVIII. El monopolio comercial (uno de los puntos fuertes del
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sistema mercantilista que fue adoptado por todas las potencias de la época) se
establecía con « las colonias » « para la utilidad de la metrópoli ».12 En la época de las
reformas borbónicas, dentro de los círculos de la Corte madrileña, se empezó a hablar
de los dominios ultramarinos en calidad de « colonias » con una clara conotación
económica, y en el sentido de que la « utilidad » producida por América había sido,
hasta la fecha, demasiado a favor de esta última. Sin embargo, fue tambíen en la
segunda mitad del siglo XVIII cuando los ilustrados españoles, entre ellos Campomanes
de manera notable,13 conceptualizaron la idea de formar « un solo cuerpo de Nación »
(la « Nación española ») y de estrechar los vínculos de « amistad y unión » entre « las
provincias potentes y considerables del imperio español ». Lo cual quiere decir que las
Indias podían ser al mismo tiempo « colonias » en lo económico y « reinos » o «
provincias » en lo político, y que se trataba de instaurar una complementariedad, más
que un antagonismo de intereses, entre la península y los territorios ultramarinos.
13En todo caso, y he aquí el punto medular, en aquel entonces y hasta bien entrado el
siglo XIX, « colonia » y « colonial » no tenían ningun contenido ideológico. Su
significado no era negativo, tampoco unívoco. Se aceptaba que la creación de colonias
respondía a numerosos motivos que no eran primordialmente económicos, pudiendo
ser políticos, religiosos o militares. Además, se sabía que la palabra « colonia » remitía
a realidades muy distintas entre sí, y no se identificaba las plantaciones esclavistas de
las islas caribeñas con los establecimientos españoles continentales.14 Cuando el
Abate Raynal o Turgot criticaban las colonias españolas, era porque no reportaban
suficientes utilidades económicas a la metropóli, la cual al contrario se había
empobrecido al mantener la defensa y la administración de sus disproporcionadas
posesiones. En cuanto a Adam Smith, no condenaba el sistema de gobierno español en
las Indias por ser « colonial », sino por ser mercantilista y por tanto contrario al
librecambio que pregonaba enRiqueza de las naciones : se trataba de economía, no de
moral ni de ideología. El mismo Carlos Marx, hasta 1870, integró los fenómenos de
colonización dentro de su esquema histórico evolucionista y no denunció las
colonias per se : defendió la colonización brítanica en la India al ver en ella un proceso
favorable a la expansión del capitalismo, en calidad de instrumento más eficaz de la
modernización deseable para los anquilosados sistemas socio‐económicos del
Extremo‐Oriente.15
14Por lo tanto, la primera expansión europea de los siglos XV a XVIII tuvo lugar mucho
antes de que dicha expansión, fuera hecha hacia territorios virgenes de habitantes o
llevada a cabo en detrimento de pueblos autóctonos, cobrara para muchos sectores de
la intelectualidad europea un sentido altamente negativo. Existía más bien un
consenso acerca de la utilidad de las colonias, fuera desde el punto de vista
demográfico, militar, político o económico, sin hablar de los motivos religiosos que,
aunque bajo modalidades muy distintas entre sí, no fueron ausentes de ninguna de las
colonizaciones europeas del Antiguo Régimen.
15Vale la pena añadir que tampoco el fenómeno de las conquistas, que en el caso
español fue la condición previa a la colonización propiamente dicha, fue concebido
bajo un punto de vista ideológico y negativo. Desde la Antigüedad hasta la Revolución
francesa y las guerras napoleónicas, la noción de conquista no fue peyorativa. Por una
parte, la guerra « justa » podía desembocar en una conquista no menos justa según las
codificaciones propias del derecho natural y de gentes ; por la otra, se tenía muy claro
que la mayor parte de la « historia universal », incluso la de la propia Europa, se había
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desarrollado bajo el signo de las conquistas y del auge y declive de los imperios. En el
caso de Europa, tales conquistas fueron en varios casos seguidas o acompañadas por
verdaderas « colonizaciones », – baste con citar el ejemplo de los caballeros teutónicos
en el oriente germánico‐polaco o de la colonización de Irlanda bajo la Inglaterra
renacentista de Henrique VIII, otros tantos episodios de la historia europea que no
suelen ser ordenados bajo la etiqueta de « época colonial » en las historiografías
nacionales.
16Ahora bien, tal neutralidad frente a los fenómenos coloniales nos remite
únicamente a las opiniones de los colonizadores europeos, con lo cual es fácil oponer a
la argumentación desarrollada en los párrafos anteriores la « voz de los vencidos ». Sin
embargo, cabe recordar que dicha voz no existía como tal en ninguna parte del mundo
y existió – al menos teóricamente – sólo poco tiempo antes de que naciera « el
colonialismo » y sus corolarios el anticolonialismo y las luchas de liberación « nacional
». La profunda injusticia de la colonización como dominación no negociada sobre
pueblos extranjeros autóctonos no apareció – no sólo en Europa sino también en el
mundo entero – sino después de la elaboración de una serie de conceptos y principios
enteramente nuevos respecto a lo que se concebía como la justicia y el derecho en las
relaciones entre las comunidades humanas y dentro de ellas : igualdad de los
individuos en el estado natural y ante las leyes civiles, derechos del hombre y del
ciudadano, soberanía de los pueblos y de las naciones, derecho de los pueblos a su «
autodeterminación ». Basta con releer las primeras páginas de El imperialismo de
Hannah Arendt para percatarse de la necesidad de historicizar los conceptos para
lograr una aproximación no ideológica y no valorativa de los problemas. Arendt, en
efecto, distingue de manera esclarecedora los antiguos imperios del moderno
imperialismo, interpretando a éste como uno de los síntomas de la crisis del Estado‐
nación. No menciona una sola vez, por lo demás, el caso de los imperios español,
portugués o francés de los siglos XVI a XVIII. Al subrayar « la contradicción interna
entre el cuerpo política de la nación y la conquista considerada como un medio político
» (p. 376), deja muy claro el hecho de que el imperialismo moderno, el de los siglos XIX
y XX, no desembocó en la construcción de verdaderos imperios políticos, sino en « la
expansión en calidad de meta política permanente y suprema », o sea « un concepto
enteramente nuevo en los anales del pensamiento y de la acción política ». Nuevo en
el sentido de que se trataba, en realidad, no de una meta política sino de motivos y
objetivos enteramente ubicados en la esfera económica y mercantil.16 No solamente
el « cuerpo político de la nación », en cuanto produce un derecho cuya aplicación está
por definición estrictamente acantonada dentro de las fronteras del territorio
nacional, se revela incapaz de fundar imperios,17 sino también conduce a los
colonizados a la toma de consciencia de su identidad nacional con su séquito de
guerras de liberación. Los únicos procesos de conquista y colonización que, llevados a
cabo por Estados‐naciones en el siglo XIX, no dieron lugar a la fundación de imperios
mercantiles sino a la integración jurídica, dentro del Estado, de territorios y
poblaciones, fueron los que emprendieron los gobiernos argentino y chileno, casi
simultáneamente, en contra de los « indios bravos » que vivían más allá de las
fronteras heredadas del imperio español. Contemporánea de estos acontecimientos, la
« conquista del oeste » por parte de los colonos norteamericanos siguió pautas
distintas, al dejar al margen de la ciudadanía estadunidense, no sólo socio‐económica
sino jurídicamente, a los pobladores indígenas. O sea que fue un proceso equiparable
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al de la « conquista del mundo » por parte de la Europa industrializada – al menos que
queramos adherir a las doctrinas de las « fronteras naturales » o del « destino
manifiesto ».
17Antes de las revoluciones de finales del siglo XVIII y principios del XIX, fue el derecho
natural y de gentes el encargado de dictar lo justo en cuanto al ordenamiento político
y jurídico de las comunidades humanas, fueran éstas sui generis o el resultado de
conquistas y colonizaciones. Fue el derecho natural (que no los « derechos del hombre
») el que dictó a los teólogos españoles de la época de la conquista la denuncia de los
exterminios y violencias acometidos por los conquistadores, así como la idea,
retomada por la Corona, de legiferar en torno al tipo de relaciones que era deseable se
establecieran entre los vencidos y los conquistadores. En suma, fue el derecho natural
el que proporcionó el ordenamiento jurídico, político y moral que transformó la
conquista y los establecimientos españoles de ultramar, fundados en lo económico
sobre el trabajo indígena y en lo religioso sobre la destrucción de las religiones
autóctonas y la evangelización, en una estructura política imperial integradora de
territorios y pueblos muy diversos entre sí : en una Monarquía.
* * *
18Después de la « destrucción de las Indias » e incluso en el momento mismo en que
se producía, un proceso de refundación y reconstrucción de comunidades humanas
con carácter político fue llevado a cabo por una multitud de actores : el monarca y los
agentes de su soberanía en la península y en las Indias (no « la Corona »), los frailes y
prelados de las órdenes religiosas (no « la Iglesia »), los conquistadores (por lo menos
algunos de ellos) y los sucesivos pobladores y, last but not least, las autoridades
indígenas y el conjunto de los indios vencidos. Sea cual sea el nombre que le demos al
proceso y a sus resultados, lo cierto es que el conjunto abarca una larga duración – tres
siglos.
19Es difícil admitir, para cualquier historiador, que una misma palabra, en este caso «
colonial », pueda designar realidades absolutamente idénticas a lo largo de tres siglos ;
más aun si pensamos en la diversidad de « realidades » que supone la existencia de un
conjunto territorial y humano del tamaño de la América española. En los últimos años
algunos historiadores, entre los cuales me incluyo, hemos adoptado la costumbre de
evocar ciertas realidades socio‐culturales y políticas hispanoamericanas bajo el
término de « antiguo régimen ». Jacques Poloni‐Simard analiza los mecanismos de una
« colonización de antiguo régimen »18 mientras Pedro Pérez Herrero compila, sin
escoger entre ellos, los distintos términos de la disputa al hablarnos de « las
sociedades de Antiguo Régimen coloniales indianas ».19 Por lo menos para un
historiador de tradición europea, desde el punto de vista historiográfico la fórmula «
de antiguo régimen » es más precisa, y por lo tanto más satisfactoria que el calificativo
« colonial ». No obstante, su uso indiscriminado plantea el mismo tipo de problema :
¿el « antiguo régimen », sea en Europa o en América, es idéntico a sí mismo entre el
siglo XVI y principios del siglo XIX ? ¿El Antiguo Régimen es una esencia o, como
cualquier otro dato histórico, el resultado altamente variado de una producción
humana ?
20Ahora bien, tal vez una conceptualización que incluya declarativamente las
dimensiones temporal y espacial permita salir de la disyuntiva, antaño planteada por
Ricardo Levene, entre « colonias » (la visión nacional‐decimonónica que heredamos) y
« reinos » (la visión neo‐imperial no desprovista de arriere‐penséespolíticas e
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ideológicas en el caso de Levene).20 En efecto, es fácil afirmar que « las Indias no eran
colonias » al adoptar un punto de vista estrictamente jurídico. De hecho, la
incorporación de los territorios recién descubiertos y conquistados dentro del
patrimonio de la Corona de Castilla los convirtió legalmente en « reinos ». El suceso
fue, obviamente, de gran transcendencia en el sentido que permitió transformar el
otorgamiento de soberanía concedido por la bula de 1793 en la construcción de una
monarquía universal o Imperio. Los « reinos », en calidad de tales, suponían al mismo
tiempo la integración, bajo la forma corporativa heredada de la Edad Media, del
conjunto de la población – indígena y española – dentro de unos estamentos
claramente definidos por sus respectivos derechos. 21
21Sin embargo, el problema no puede limitarse a la afirmación de un ordenamiento
jurídico y a la toma consideración de las formas políticas del dominio. El análisis tiene
que extenderse a la cuestión de la dimensión social, o más bien sociológica, de tales «
reinos ». Si los historiadores europeistas, y después de ellos los latinoamericanistas, se
plantean desde hace tiempo el problema del nation‐building y de la integración social
y política de las ciudadanías durante el siglo XIX, ¿porqué los latinoamericanistas no se
afrentarían a la cuestión de la « imperialización » de las poblaciones hispano‐
americanas a partir del siglo XVI ? La pregunta : ¿cuántos siglos son necesarios para
que una sociedad « colonial » deje de serlo y se vuelva, sencilla y llanamente, una
sociedad ?, plantea una hipótesis plenamente histórica e historiográfica que no
podemos pasar por alto al encararnos con una duración de tres siglos.
22Hasta cierto punto, la respuesta depende del esclarecimiento de algunos conceptos
que, trasplantados de la sociología a la historia, nos llevan a darles ciertas
interpretaciones a una serie de fenómenos que, considerados desde el punto de vista
histórico del cambio y de las mutaciones ligadas al pasar del tiempo, cobrarían otra
significación. Tales son los conceptos de « reproducción », « integración », o « control
social » – para citar algunos pertenecientes a la lingua franca latinoamericanista e
historiográfica en general – cuya importación se sustituye a veces a la reflexión sobre
los carácteres propios del objeto estudiado. Al analizar la « reproducción del sistema
colonial » mediante « la adaptación rápida y exitosa de los elementos de la hispanidad
», en este caso la integración de la población indígena dentro del sistema español de la
administración de justicia, J. Poloni‐Simard deja claro, de manera sumamente
convincente y matizada, que « la Justicia » fue « un espacio de participación » capaz de
« integrar » a los indígenas dentro del orden colonial. Con ello, según el autor la
Justicia formó parte de la « fuerza del marco colonial » y permitió su « renovación
». 22 Entonces, ¿« reproducción » o « renovación » ? ¿Porqué no suponer que la
renovación no fue la « reproducción del sistema colonial », sino la creación de un
nuevo orden de cosas ? Se puede ir más allá, añadiendo a la Justicia (un elemento, por
supuesto, fundamental) aspectos de la vida social « colonial » que han sido estudiados
de cerca en los últimos años – la vida religiosa llevada a cabo dentro de las
asociaciones caractérísticas de la época (cofradías, doctrinas), o las ceremonias
públicas, religiosas y dinásticas. Este conjunto de prácticas sociales, tantas veces
calificadas en términos de instrumentos de « control » y de reconducción de la «
dominación », pueden ser interpretados también en calidad de medios de
socialización, aprendizaje, formación de hábitos e inculcación de valores y saberes que
no sólo « integraban » a los indios, sino que eran productores de autonomía individual
y colectiva. Los indios mismos, al igual que los otros grupos por lo demás, los «
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integraban » y los volvían suyos. La « colonización de lo imaginario » no paró en el
aprendizaje y la interiorización, más o menos impuestos por los vencedores y «
mestizados » por los vencidos, de las categorías espacio‐temporales, estéticas,
linguísticas, religiosas de los colonizadores, sino que indujo la apropiación de saberes
políticos y jurídicos que se fueron difundiendo, a medida que pasaba el tiempo y las
generaciones, a capas cada vez más extendidas de la población, la indígena en primer
lugar pero no solamente ella.23 En otras palabras, la « aculturación » (Nathan
Wachtel) o la « colonización de lo imaginario » (Serge Gruzinski), conceptos forjados
para introducir la historia y el cambio en la antropología contra la idea de las
identidades « puras » « inmutables », remiten a procesos que, si bien nunca
acaban, conocen sin embargo etapas y turning points más o menos decisivos. Es
necesario reconocer, por lo tanto, que las identidades individuales y colectivas pueden
terminar por cambiar radicalmente, o que por lo menos las nuevas identidades se
suman a las antiguas – al menos que estemos dispuestos a aceptar el dictámen de los
fundamentalismos identitarios y « reencontrar » las « culturas originarias ».
La aceptación del nuevo orden de cosas – asumida por los sujetos individuales y
colectivos mediante una amplia gama de actitudes, desde el no‐rechazo y la no‐
rebelión hasta el disentimiento explícito y la rebelión argumentada en términos
inteligibles por el conjunto de una sociedad 24– significa, al fin y al cabo, no la
prolongación de una dominación no negociada sino la producción de una dominación
legitimada aunque en su orígen haya sido radicalmente ilegítima. Por lo tanto, es
necesario reconocer que no sólo los indios, sino todos los grupos que integraban la
abigarrada sociedad indiana de finales de la época española, se reconocían como
partes integrantes del órden jurídico, político y cultural que tenía tres siglos de
cambiante existencia en vísperas de la independencia, y que se identificaban
plenamente con él. Es lícito conceptualizar tal órden, para el siglo XVIII como mínimo,
como un « Antiguo Régimen » en la medida en que el conjunto de las instituciones
monárquicas, corporativas y estamentales dentro de las cuales se desempeñaba el
quehacer social, presenta efectivamente rasgos muy similares a los de las sociedades
europeas contemporáneas, aun incluyendo el factor específicamente indiano de la
diversidad étnica. No puede ocurrir sólo « reproducción » a lo largo de tres siglos, sino
que acontecen incesantemente creaciones, inovaciones, hibridaciones, mutaciones. La
« integración » es de doble sentido, objetiva y subjetiva. El « control social » (las más
de las veces « de la Iglesia » en el idioma latinoamericanista) puede interpretarse más
a menudo como la participación consciente, motivada y racional de los actores a las
asociaciones y a las prácticas individuales y colectivas. ¿Queremos tomar en cuenta lo
que los actores sociales, sean indígenas o no, nos cuentan, mediante un sin números
de documentos de archivo, de su propia vida y de sus propios valores, o nos conviene
más considerarlos en calidad de sujetos‐objetos eternamente sometidos a los « grupos
dominantes » y ajenos a sí mismos ? La « reproducción », al fin y al cabo, reconduce la
estructura de la « Théorie du Grand Partage » entre « ellos » y « nosotros ».25
23Ahora bien, el tiempo tiene que ser articulado con el espacio. Los territorios
hispano‐americanos, bajo la dominación española, no constituían de ninguna manera
espacios homogéneos desde el punto de vista político, jurídico, poblacional,
económico, militar y religioso. Existían « centros » y « periferías » y, además, el
proceso de colonización no paró en el siglo XVI. No todas las poblaciones indígenas –
incluso dentro del ecumene hispánico – fueron sometidas de manera simultánea y
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bajo modalidades idénticas. Tampoco todas ellas fueron incluidas de manera
igualmente intensa y voluntarista dentro del orden jurídico‐cristiano‐político de la
monarquía española. No solamente existían fronteras de colonización y de guerra con
los indios bravos, sino también abundaban los islotes y arcipiélagos desprovistos de las
señales de la « policía » y de la « civilización » dentro de los « reinos ». Así que seguían
formándose – y el fenómeno, obviamente, continuó más allá de la Independencia,
veáse entre otros ejemplos el de las guerras yaquis en el México porfiriano – «
sociedades coloniales » mientras los demás espacios poblados desde antes ya se
habían transformado en « sociedades de antiguo régimen ». 26
24Para concluir con este punto, y con las salvedades expresadas en el anterior párrafo,
si creemos que cualquier proceso social y político es una construcción dinámica y
continua, llevada a cabo por actores individuales y colectivos concretos que cambian a
medida que se suceden las generaciones y las experiencias, no hay ninguna razón para
suponer que el « sistema colonial » tal como fue iniciado en el siglo XVI, se reprodujo
idéntico a sí mismo durante trescientos años. Más bien se podría afirmar que, mientras
en 1570 los establecimientos indianos eran más colonias que reinos, en 1770 y
adelante eran más reinos que colonias.
* * *
25Esto, y con ello llego al último apartado de este ensayo, nos remite al problema de la
naturaleza de la independencia y de sus consecuencias, así como a la cuestión de la
relación causal que sea posible establecer entre la dominación española en América y
el devenir social y político de las nuevas naciones. En efecto, se puede hablar en
términos de continuidad y de causalidad sólo si se pasa por alto una serie de datos
que, al contrario, hablan a favor de una ruptura, si no radical, por lo menos decisiva,
entre las postrimerías del período español y los principios de la era independiente.
Entre 1808 y 1825, en efecto, no ocurre nada menos que una revolución política y una
guerra civil casi ininterrumpida de diez a quince años de duración según las regiones.
La tesis de antaño según la cual las guerras de independencia habrían producido nada
más una revolución de los poderes a nivel regional, prescindiendo casi por completo
de una revolución social es, hoy en día, rebasada y abandonada. Por lo tanto, es
necesario reconsiderar también la relación que se establecía, en tiempos de la
preponderancia de la historia socio‐económica y de la teoría de la dependencia, entre
por una parte el « imperialismo » europeo‐norteamericano (un continuum entre el
siglo XV y el XX) y el « colonialismo interno » o, en términos más generales, las
abrumadoras desigualdades económicas y la marginalización socio‐cultural que
caracterizaron a unas sociedades americanas por otra parte encaminadas hacia la
Modernización y el Desarrollo.
26No se pueden pasar por alto los datos siguientes : 1°, el alto grado de integración
logrado por las sociedades indianas a principios del siglo XIX ; 2°, el hecho de que la
crisis del imperio – a diferencia de lo que sucedió en las Trece Colonias – no ocurrió en
América sino en la península ; no fue originada por las reivindicaciones
independentistas de los americanos sino por la invasión napoleónica ;27 y la
revolución política, originada en la vacatio regis peninsular, precedió a la
independencia ; 3°, las llamadas « guerras de independencia » fueron guerras civiles
que no fueron « clasistas » ni « étnicas » sino que involucraron en ambos bandos,
realista e insurgente, a todos los grupos sociales y étnicos ; y 4°, la revolución política
(entre otras cosas, nada menos que el derrumbe del absolutismo monárquico, la
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formación de poderes cuya legitimidad descansaba en el principio de la soberanía del
pueblo o de los pueblos, la constitución de Cádiz, el nacimiento de la ciudadanía, la
cual incluyó de entrada a los indios y mestizos), añadida al estado de guerra civil
omnipresente, implicó la destrucción (más o menos acabada según las regiones) y la
recomposición de las jerarquías sociales y de los poderes a nivel local y regional, con
numerosos fenómenos de mobilidad social y política que abarcaron a todos los grupos
sin excepción.
27Con ello, Hispanoamérica en 1825 era muy distinta de lo que fue en 1808. Pero hay
más. A pesar de que las élites criollas, debido a su nivel cultural y a su papel dentro de
la economía indiana, se creyeron acreedoras al derecho de gobernar los nuevos
Estados, hoy abundan los estudios que muestran hasta qué punto su pretensión se
reveló ilusoria o, por lo menos, muy difícil de concretizar.28 Apenas lograda la
independencia, en todas las regiones las cúpulas socio‐políticas de los nuevos Estados
vieron su poder desafiado y sus proyectos « nacionales » rechazados por los pueblos, o
sea :las ciudades capitales de provincia y los pueblos campesinos, todos los cuales,
después de ampliar, al favor de la revolución y de la guerra, sus antiguos espacios de
autonomía, no estuvieron dispuestos a entregarlos en provecho de gobiernos
centralizados desprovistos de recursos y de legitimidad acertada. Con ello y la
fragmentación de la soberanía, se vió trabada la reconducción de la obediencia hacia
los nuevos gobernantes y, sobre todo, de los antiguos procesos de requisición del
trabajo que habían sido vinculados con una parte del sistema de contribuciones.29 Los
criollos, por lo tanto, tuvieron que re‐negociar todos los términos de su antigua
superioridad social, antes garantizada por el orden monárquíco, conquistar su
preeminencia política y luchar por imponer y afianzar sus proyectos de modernización
socio‐cultural y económica. Si la llamada « dominación colonial » fue, y de hecho es lo
que fue, la preponderancia social de los colonos criollos sobre las poblaciones
indígenas, mestizas, negras, etc…, ésta no fue reconducida sino parcialmente durante
las primeras décadas de vida independiente y mediante la negociación de nuevos «
pactos » que se caracterizaron por su extrema labilidad.
28El problema de la construcción de comunidades políticas viables, dentro de las
cuales se pudiera implementar un nuevo orden jurídico, legal y constitucional, nació de
la desintegración del imperio espanol30 mediante una revolucion y unas largas guerras
más que de la dominación española propiamente dicha. A falta de un poder político
efectivo, de una legitimidad convincente y de capitales cuantiosos – capitales que se
evaporaron a lo largo de las guerras europeas (igual que en España) y americanas
entre 1792 y 1825 –, los criollos acogieron muy pronto a los inversionistas y
comerciantes europeos y norteamericanos como a potenciales aliados, no sólo para
lograr la anhelada « modernización » de sus países mediante el libre cambio, sino
también y sobre todo para afianzar sus gobiernos (mediante los préstamos externos
que aseguraban la finalización del prepuesto estatal) y reconstruir las jerarquías
internas en provecho suyo. Que la mayor debilidad fiscal, militar y política de los
territorios hispanoamericanos (y más generalmente hablando, iberoamericanos) haya
coincidido temporalmente con el auge de la industrialización europea y con los inicios
del imperialismo inversionista (la « utilidad » económica sin las responsabilidades
políticas) no puede ser de ninguna manera atribuido a la « dominación » o a la «
herencia » española, o al « sistema colonial ». Tampoco el hecho de que la entrada de
América latina, a finales del siglo XIX, en el sistema económico internacional como
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productora de materias primas según la doctrina de « las ventajas comparativas »,
haya coincidido con la difusión internacional del darwinismo social, el que permitió a
las cúpulas socio‐políticas latinoamericanas etnicizar los problemas planteados por la
modernización económica y atribuir a amplios sectores de sus propias sociedades,
mediante categorías de pensamiento naturalistas y una sociología racista, la
responsabilidad de la supuesta errática marcha del Progreso en América latina.
29Lo que sí puede atribuirse a la « dominación española » en calidad de tal – o sea a la
existencia de una monarquía centralizada en torno a las regalías del Soberano
referentes al manejo de la paz, de la guerra y de los tratados internacionales – fue la
casi‐inexistencia, al nacer las nuevas naciones, de unas élites preparadas para asumir la
responsabilidad de la negociación en el terreno internacional y de la apreciación crítica
de las realidades geopolíticas de su época.31 Asimismo, a la ausencia de guerras en
América durante el período español, seguida por la fragmentación extrema del poder
militar ocurrida durante las guerras civiles, se puede atribuir la gran dificultad para
construir Estados « modernos » basados en la « disciplina social » y la consecución de
recursos tributarios al mismo tiempo estables y mediatizados por la legitimidad
representativa.32 En suma, las « ciencias del Estado » que se venían desarrollando en
Europa desde el siglo XVII obviamente no conocieron en América un desarrollo
semejante, por razones estructurales – la existencia de la estructura imperial – y
coyunturales – la ausencia de las potencias europeas en el proceso de consecución de
la independencia hispano‐americana.. Veánse las convulsiones que vivieron el ex‐
imperio húngaro‐austríaco en el entre‐guerras, o la ex‐Yugoslavia después de 1989,
para percatarse de lo que quiere decir construir un Estado, a partir de un imperio,
desde el punto de vista geopolítico y militar.
30Puede ser que haya algo de « colonial » en la bi‐secular esquizofrenia de las clases
dirigentes latinoamericanas, divididas entre el amor y el odio, la compasión y el
desprecio hacia las sociedades de que forman parte, o en la tentación recurrente de
granjearse las utilidades económicas sin asumir la responsabilidad política de la
integración de los pueblos. Pero si de eso se trata, hay que esforzarse, y no solamente
con el quehacer historiográfico, por explicar lo que quiere decir, realmente, « colonial
». En cuanto a las perspectivas desarrolladas en estas páginas, el objetivo no fue
sustituir los colonos criollos o las clases dirigentes latino‐americanas a « la colonia » en
el papel de fuente del Mal, sino intentar identificar algunos de los hoyos negros y de
los puntos ciegos que a menudo oscurecen las problemáticas de nuestra historiografía.
Notas
1Trataré sobre todo de Hispanoamérica, sin que ello impida comparaciones con otras
regiones de colonización europea.
2 ¿Acaso tales fenómenos sociales, estudiados para los siglos XIX o XX, se califican de «
nacionales » o « independientes » ? En cuanto a la calificación de « postcoloniales »,
tampoco puede satisfacer las exigencias de análisis y comprehensión.
3 Estas líneas se basan en François‐Xavier Guerra, « The implosion of the Spanish
Empire : Emerging statehood and Collective Identities », in Luis Roninger y Tamar
Herzog, The Collective and the Public in Latin America. Cultural identities and Political
Order, Sussex Academic Press, 2000, pp. 71‐94.
4 Cabe observar que, en el caso de México, la corriente indigenista – en el caso de
Manuel Gamio por ejemplo – fue proclive a reconocer que la legislación indiana («
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colonial ») había sido a fin de cuentas más favorable a los indígenas que la
supuestamente igualitaria de los liberales decimonónicos. Tal valoración iba a la par
con la elaboración del nacionalismo posrevolucionario, que tendió a integrar dentro de
la historia y de la identidad « nacional » los aportes de las sucesivas épocas desde
antes de la Conquista, cf. A. Lempérière, « D'un centenaire de l'Indépendance à l'autre
(1910‐1921). L'invention de la mémoire culturelle du Mexique contemporain », in F.‐X.
Guerra (éd.), Mémoires en devenir. Amérique latine XVIe‐XXe siècles, Bordeaux,
Maison des Pays Ibériques, pp. 269‐292. 5 Francois‐Xavier Guerra, « L’Amérique latine
face à la Révolution française », en L’Amérique latine face à la Révolution
française, Caravelle, n° 54, 1990, pp. 7‐20.
6 Algelia es uno de los pocos casos decimonónicos que se asemeja de cerca a la
colonización española renacentista : conquista militar ; coexistencia desigual entre los
vencidos y un gran número de pobladores oriundos de la metrópoli, así como la
tentativa – frustrada en tiempos de Napoléon III – de crear un orden jurídico protector
de los « indígenas ». Obvian las diferencias, entre las cuales sobresalen primero la
sobrevivencia vigorosa de la religión musulmana, segundo la no‐coincidencia entre el
sistema político propio de los colonizadores (estado‐nación, ciudadanía política) y la
condición política (o más
bien la condición desprovista de derechos políticos) de los colonizados.
7 Tal es la posición de Carmen Bernand : « La première forme moderne de
l’impérialisme occidental fut
l’œuvre de l’Espagne et du Portugal », « Impérialismes ibériques », in Marc Ferro, Le
livre noir du
colonialisme. XVIe‐XXIe siècle : de l’extermination à la repentance, Paris, Robert
Laffont, 2003, pp. 137
179 (p. 137).
8 En el campo historiográfico, una muestra en Stanley J. Stein and Barbara Stein, The
colonial heritage of
Latin America : Essays on Economic Dependance in Perspective, Oxford, Oxford
University Press, 1970.
9 Marc Ferro, op. cit. El título se inspira directamente enLe livre noir du communisme.
Crimes, terreur,
répression (Robert Laffont, 1997) y es probable que provoque el mismo tipo de
polémicas.
10 Una ilustración de esta mutación en el testimonio de Rigoberta Menchú, cf. Annick
Lempérière, « Moi,
Rigoberta Menchú, témoignage d'une indienne internationale », Le parti pris du
document, revue
Communications, n° 71, pp. 395‐434.
11 Philippe Castejon, Le statut de l’Amérique hispanique à la fin du 18e siècle : les
Indes occidentales sont‐elles des colonies ? , Mémoire de maîtrise de l’université Paris‐
I, 1993. « colonia » se decía también de las « naciones » extranjeras establecidas en el
territorio peninsular, por ejemplo la « colonia » de los comerciantes franceses de
Cádiz.
12 Ibid.
13 Informe de Campomanes, 1768, cit. en Ibid, p. 54.
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14 Carlos Rodríguez Braun, La cuestión colonial y la economía clásica, Madrid, Alianza
Editorial, 1989,
p. 19.
15 Ibid., p. 14.
16 Hannah Arendt, « El imperialismo », in Les origines du totalitarisme. Eichmann à
Jerusalem, Edition établie sous la direction de Pierre Bouretz, Paris, Gallimard, coll.
Quarto, 2002, p. 376. 17 H. Arendt : « A diferencia de las auténticas estructuras
imperiales, donde las instituciones de la metrópoli están diversamente integradas en el
Imperio, el imperialismo se caracteriza por el hecho de que las instituciones nacionales
siguen siendo distintas de la administración colonial, aunque tengan el poder de
ejercer un control sobre esta última. », ibid, p. 379.
18 Jacques Poloni‐Simard, « L’Amérique espagnole : une colonisation d’Ancien Régime
», in Marc Ferro,
Op. cit., pp. 180‐207.
19 Pablo Pérez Herrero, La América colonial (1492‐1763). Política y sociedad, Madrid,
Editorial Síntesis,
2002.
20 Ricardo Levene, Las Indias no eran colonias, Madrid, Espasa‐Calpe, 3a ed., 1973 [1a
ed., 1951].
21 El otorgamiento de una identidad política – la de « reinos » – a los territorios
ultramarinos se revela
también decisivo, desde el punto de vista historiográfico, a la hora de entender la
naturaleza de las
reformas borbónicas en América. Consideradas durante mucho tiempo no sólo como
un esfuerzo para
afianzar el carácter absolutista del poder monárquico (lo que no deja lugar a dudas),
siguen siendo también interpretadas como el principio de la ruptura del « pacto
colonial » en los campos fiscales, militares, administrativos, etc… Se olvida solamente
una cosa : todas las reformas que fueron llevadas a cabo en América – por ejemplo las
intendencias, o bien las reformas religiosas – fueron también adoptadas en la
península, antes, mientras o después de América según los casos. Lo mismo puede
decirse del turning point del despotismo ministerial – desde la consolidación de vales
reales hasta la rarefacción de los pocos espacios de libertad asociativa y de prensa
concedidos en la época de Carlos III – que se dieron igualmente en América y en la
península y por la misma razón, el miedo al contagio revolucionario. 22 Poloni‐
Simard, art. cit. En este caso y entre otras cosas, la « renovación » consiste en el
tránsito de los cacicazgos a la consolidación de comunidades campesinas autónomas,
lo que efectivamente consituye un hecho de gran transcendencia en el campo de la
historia no solamente social, sino también política a la hora de la revolución liberal,
como veremos más adelante.
23 Cfr. por ejemplo la difusión de la ideal de « bien común » entre las comunidades
andinas a finales del siglo XVIII, S. Elisabeth Penry, « The Rey Común : Indigenous
Political Discourse in Eighteenth‐Century Alto Perú », in Roninger and
Herzog, op.cit., pp. 219‐237. 24Lo que fue el caso de la mayoría de las rebeliones
populares que ocurrieron en la época colonial hispano‐americana. 25 Jack Goody, La
raison graphique. La domestication de la pensée sauvage, Paris, Les Eidtions de Minuit,
1979.
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26 Agradezco a Anath Ariel de Vidas sus muy sugestivos comentarios al respecto,
basados en su íntimlo conocimiento de la situación de los indios tenek en el pasado y
en la actualidad, cfr. su libro Le tonnerre n'habite plus ici. Culture de la marginalité
chez les Indiens teenek (Mexique), préface de Nathan Wachtel. Paris, EHESS, 2002, 476
p. 27 Francois‐Xavier Guerra,Modernidad e independencias. Ensayos sobre las
revoluciones hispánicas, 1a ed., Madrid, MAPFRE, 1992.
28 Antonio Annino y François‐Xavier Guerra (coord .)Inventando la nación.
Iberoamérica. Siglo XIX, México, Fondo de Cultura Económica, 2003 ; Federica Morelli,
Territorio o nazione. Riforma e dissoluzione dello spazio imperiale in Ecuador, 1765‐
1830, Soveria Manelli, Rubbettino Editore, 2001, 466 p.
29 El auge y « apogeo » de la esclavitud en el Brasil independiente, comparable al que
conoció Estados Unidos o Cuba, contrasta con su sobrevivencia casi vergonzosa –
aunque en varios casos prolongada hasta mediados del siglo XIX – en
Hispanoamérica. 30 Annino y Guerra, op. cit.
31 A diferencia de las regiones hispanoamericanas, las Trece Colonias recibieron la
ayuda de las potencias rivales de Inglaterra y los padres fundadores tuvieron que
volverse diplomáticos al mismo tiempo que hombres de Estado ; la guerra concluyó
con un Tratado internacional, lo que nunca consiguieron los insurgentes hispano‐
americanos. Además, los Estados Unidos tuvieron que tomar en cuenta la existencia a
su alrededor de fronteras realmente internacionales (con Francia, España, Inglaterra y
naciones indias) mientras los nuevos estados hispanoamericanos compitieron o
convivieron con ex‐partes del mismo conjunto imperial, teniendo por lo demás que
forjar un derecho internacional específico a partir del derecho común a todos, o sea la
legislación española e indiana. 32 Cf., al respecto, la comparación sumamente
esclarecedora entre Europa y América latina, desde la perspectiva de Charles Tilly
sobre la formación del Estado, conducida por Fernando López‐Alves, « The
Transatlantic bridge : mirrors, Charles Tilly, and State Formation in the River Plate »,
in The Other Mirror. Gran Theory through the lens of Latin America, Miguel Angel
Centeno and Fernando López‐Alves eds, Princeton and Oxford, Princeton University
Press, 2001, pp. 153‐176.
Para citar este artículo
Referencia electrónica
Annick Lempérière, « La « cuestión colonial » », Nuevo Mundo Mundos Nuevos,
Debates, 2005, [En línea], Puesto en línea el 08 febrero 2005. URL :
http://nuevomundo.revues.org/437. Consultado el 10 abril 2012.
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