Tira y Afloja

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TÉCNICAS Y RECURSOS 103

III. Tira y afloja lógico

El perfecto polemista se sirve a manos llenas de argumentos falsos y


es un implacable descubridor y censor de los argumentos falaces del
contrario. Juega al tira y afloja con la lógica. Ilustraremos narrativa­
mente este aspecto con el brillante relato de un escritor y comedió­
grafo estadounidense6, en el que se muestra hasta qué punto pueden
ser falaces los argumentos más lógicos y persuasivos los más falaces.
El protagonista es un estudiante calculador, perspicaz, agudo y
astuto, «con un cerebro potente como un motor de fórmula uno, pre­
ciso como la balanza de un boticario y penetrante como un barreno».
Dada su habilidad y su capacidad lógica, le resultó fácil conven­
cer a Peter, su incondicional compañero de habitación, de que le
cediera a su chica, a la que él deseaba, a cambio de un suntuoso abri­
go de piel de plena moda.
Los primeros encuentros con Polly, la antigua novia de Peter
—bella y deliciosa, pero no inteligente—, hieron de inspección, para

a falla ry (19M), de M. Scliulimn (1919-1988). F.l relato aparece en S. Barnei y


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H. Redan. Curren/ Issnes and F.ne!nr¡n<' Qnesíiom. A Cu i .'Ir ¡o Critical Thinkhn/ un.'l Aiyn
• n e o / , Boston-Nneva York, Bedíord-Si. M a r t i n s l ’ r e s - pi>. 290-298.
104 LOS USOS I >h LA RLTÓklt.A

averiguar cuánto iba a costarle conducirla a un nivel cultural acepta­


ble. Enseguida comprendió que había subestimado la tarea y tuvo la
tentación de devolvérsela a su amigo. Pero era tan hermosa cuando
se movía, al entrar, al manejar el cuchillo y el tenedor, que el esfuer­
zo merecía la pena. Oigamos cómo se desarrolló el asunto por boca
de nuestro joven amante superdotado en materia de lógica.

«Esta noche me gustaría hablar contigo, Polly».


«¿Hablar de qué?»
«De lógica.»
«Estupendo», dijo Polly tras pensarlo un momento.
«La lógica —dije, aclarándome la garganta— es la ciencia del pensa­
miento. Para pensar con corrección, primero hay que aprender a iden­
tificar las falacias lógicas más comunes. Comenzaré por la denominada
dicto simpliciter. Por ejemplo: hacer ejercicio es bueno; por tanto, todo
el mundo debería hacer ejercicio.»
«Me parece bien, sí, el ejercicio es bueno.»
«Polly —le dije amablemente— ese argumento es falaz. Afirmar que el
ejercicio es bueno es una generalización absoluta, porque si estás enfer­
mo del corazón puede no ser bueno para ti. A veces los médicos desa­
consejan a un enfermo que realice esfuerzos. Hay que concretar en qué
condiciones es bueno el ejercicio. Diremos entonces que hacer ejercicio
suele ser bueno o que es bueno para la mayor parte de las personas. En
otro caso, incurriríamos en la falacia llamada dicto simpliciter. ¿Está
claro?»
«No, pero es interesante. Continúa, continúa.»
«Veamos la generalización indebida. Yo no hablo francés, tú no hablas
francés, Peter no habla francés; por tanto, llegamos a la conclusión de
que en nuestra universidad nadie habla francés.»
«¿Nadie?, ¿de verdad?»
«¡Polly, es una falacia! No hay suficientes casos para justificar la conclu­
sión.»
«¿Y sabes más falacias? Esto es más divertido que ir a bailar.»
«Veamos la post hoc. Mira, no invites a Bill a la excursión, porque siem­
pre que viene con nosotros, llueve.»
«Ah, yo también conozco a una así; se llama Eulalia, y cada vez que la
invitamos, es que no falla...»
TÉCNICAS Y RECURSOS 105

«Polly, Eulalia no trae la lluvia; entre la lluvia y Eulalia no existe la


menor relación. Cada vez que la acusas de eso, pecas de post hoc.»
«No lo haré más, te lo juro. ¿Te has enfadado conmigo? Anda, cuénta­
me más falacias de ésas.»
«Veamos las premisas contradictorias. Si Dios es omnipotente, ¿podría
crear un peñasco tan enorme que nadie pudiera levantarlo?»
«Claro.»
«Pero si lo puede todo, ¿podrá levantarlo o no?»
«Pues, no sé qué decir.»
«Claro, porque cuando las premisas de un argumento se contradicen no
puede haber argumento. Si existe una fuerza irresistible, no puede exis­
tir un objeto inamovible. Y si existe un objeto inamovible, no puede
existir una fuerza irresistible. ¿Lo entiendes?»
Consulté el reloj; se había hecho tarde y su cabeza parecía a prueba de
lógica. El plan estaba destinado al fracaso. Pensé, sin embargo, que si ya
había perdido una noche, podía perder otra. Nunca se sabe. A lo mejor
aún quedaban brasas en el cráter extinto de su ánimo.
A la noche siguiente, sentados debajo de una encina, la entretuve con la
falacia llamada ad misericordiam, la que comete el aspirante a un pues­
to de trabajo que cuando se le pregunta por su currículum responde que
tiene en casa mujer y seis hijos hambrientos, sin ropa, sin zapatos, sin
una cama donde dormir y sin gas para calentarse con el invierno a las
puertas.
«Es horrible, de verdad, horrible. ¿Tienes un pañuelo? Se me han salta­
do las lágrimas.»
«Sí, es trágico, pero no es un argumento. Se ha limitado a despertar
compasión, sin contestar a lo que se le pregunta. Esto es lo que se llama
falacia ad misericordiam.»
«Enjúgate las lágrimas y oye esta otra. Te voy a hablar de la falsa analo­
gía. Veamos un ejemplo. Deberían dejar a los estudiantes todos los
libros de texto durante los exámenes. ¿Es que los médicos, los abogados
o los albañiles no tienen a mano sus textos, sus códigos o sus planos para
consultarlos mientras trabajan?»
«Esa idea me parece la mejor que he oído en mi vida», exclamó Polly,
entusiasmada.
"Pollw el razonamienro carece de sentido. Los médicos, los abogados v
¡os c:¡rpmu:rns no ¡.onsuitan los textos para comprobai euámu •
/ //{) J.UO \)V. L.A KU I UKK.A

aprendido. Son situaciones completamente distintas y no se puede esta­


blecer una analogía entre una y otra.»
«Pues me sigue pareciendo una buena idea», dijo Polly.
Aunque comenzaba a irritarme, le propuse el caso de la hipótesis de la
irrealidad, ilustrándola con el siguiente ejemplo: si madame Curie no
hubiera dejado en un cajón una placa fotográfica con un trozo de pee-
blenda, el mundo nunca habría conocido el radio.
«Es cierto, yo he visto una película donde contaban esa historia.»
«Te advierto que madame Curie habría podido descubrirlo más tarde o
lo habría descubierto otra persona. Nadie sabe lo que habría podido
pasar. No se puede partir de una hipótesis falsa para justificar una con­
clusión.»
«Veamos ahora la última, la última de verdad, porque todo tiene un
límite. Se llama envenenar la fuente. Dos individuos comienzan a discu­
tir. El primero empieza diciendo: “Mi adversario es un conocido men­
tiroso, no deben creer nada de lo que diga...”. Vamos, Polly, piensa,
piensa detenidamente, ¿qué es lo que falla aquí?»
«No es bonito, no es nada bonito. ¿Qué posibilidades le quedan al
segundo si el primero le llama mentiroso antes de que empiece a
hablar?»
«Exacto. El primer individuo ha envenenado la fuente antes de que
alguien pueda beber en ella. Le ha cortado las piernas a su oponente
antes de comenzar la carrera. Estoy orgulloso de ti, Polly. Ves cómo no
es tan difícil. Sólo hay que concentrarse: pensar, examinar, sopesar.»
Por fin un rayo de luz, un resplandor de inteligencia. Me había costado
cinco noches extenuantes, pero valía la pena. Había hecho de Polly una
mujer lógica. Le había enseñado a pensar. Estaba a punto de convertir­
se en una mujer adecuada para mí, en una perfecta señora para mi casa
y en una madre perfecta para mis hijos. Había llegado el momento de
pasar de la fase académica a la romántica. La amaba como Pigmalión a
la mujer perfecta que forjó. Decidí declararme.
«Polly, esta noche no hablaremos de falacias.»
«Ah, ¿no?», dijo, contrariada.
«Querida, hemos pasado cinco noches juntos maravillosamente bien.
Está claro que estamos hechos el uno para el otro.»
«Generalización apresurada», dijo Polly, radiante.
«¿Cómo?», dije yo.
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«Generalización apresurada e indebida —repitió—; ¿cómo puedes ase­


gurar que estamos hechos el uno para el otro con sólo cinco encuentros?»
Asentí, divertido. La encantadora joven había asimilado bien la lección.
«Querida, cinco veces son más que suficientes; además, no hace falta
comerse toda la tarta para saber que está buena.»
«Falsa analogía —replicó enseguida—, yo no soy una tarta, soy una
chica.»
Asentí, algo menos divertido. Estaba aprendiendo la lección demasiado
bien. Decidí cambiar de táctica. El mejor método sería una declaración
de amor sencilla y directa. Me detuve un momento mientras mi masa
gris elaboraba las frases más acertadas.
«Polly, te quiero. Tú eres para mí el mundo entero, y la luna y las estre­
llas y las constelaciones. Te lo ruego, dime que quieres estar conmigo,
porque si me dices que no, la vida carecerá de sentido para mí. Vagaré
por el mundo sólo y desamparado, vacío y sin meta.»
«Ad misericordiam», dijo Polly.
Apreté las manos y los dientes. Yo no era Pigmalión, era Frankestein, y
mi monstruo me tenía agarrado por el cuello. Debía controlar el páni­
co, mantenerme tranquilo a toda costa.
«Está bien, Polly —dije, con una sonrisa forzada—, desde luego has
aprendido las falacias, pero, ¿quién te las ha enseñado?»
«Me las has enseñado tú.»
«Exacto, entonces me debes algo, ¿verdad?, porque si yo no hubiera sali­
do contigo, no habrías aprendido todas estas cosas.»
«Hipótesis de la irrealidad», me respondió rápidamente.
Respiré profundamente. «Polly, no hay que tomarse todo esto al pie de
la letra. Son cosas académicas, y ya sabes que las cosas que se aprenden
en las clases no tienen nada que ver con la vida.»
«Dicto simpLiciten, dijo, agitando su dedito delante de mi cara.
Eso dijo. Me llevaron los demonios. «Pero, en definitiva, ¿quieres o no
quieres salir conmigo?»
«No, no quiero.»
«;Por qué no?», pregunté.
«Porque hoy he prometido a Peter que saldría con él.»
Era excesivo, después de lo que él me había prometido a mí, después del
negocio que habíamos hecho, después de sellar el trato con un apretón
manos.
«¡Será canalla! —exploté—, no puedes salir con él, es un embustero, un
tramposo, un gusano.»
«Eso es envenenar la fuente —dijo Polly—, y deja de gritar, porque me
parece que gritar es falaz.»
Con un enorme esfuerzo de voluntad, intenté modular la voz. «Está
bien —dije—, eres una persona lógica. Contemplemos lógicamente este
asunto. ¿Por qué eliges a Peter? Mírame, soy un estudiante brillante, un
intelectual fantástico, un hombre con el futuro asegurado. Mira a Peter,
no tiene ni arte ni parte, no se sabe qué va a comer mañana. ¿Puedes
darme una sola razón lógica para irte con él?»
«Claro que puedo —declaró Polly—, tiene un abrigo de piel precioso.»

Un argumento tan sencillo como estúpido que el lógico enamorado


y educador jamás habría tenido en cuenta. Un argumento sencillo y
estúpido que el buen polemista sabe que es falso pero, mutatis
mutandis, eficaz, incluso entre espíritus en absoluto superficiales o
carentes de sutileza.

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