Roland Huntford-El Último Lugar de La Tierra (13224)
Roland Huntford-El Último Lugar de La Tierra (13224)
Roland Huntford-El Último Lugar de La Tierra (13224)
A principios del siglo XX, el Polo Sur era una de las metas más codiciadas por los exploradores
de todo el mundo. En 1911, dos hombres, el británico Robert Scott y el noruego Roald
Amundsen, emprendieron una larga carrera hacia la Antártida que resultaría terriblemente trágica
para el primero. Su muerte entre los glaciares junto a cuatro de sus compañeros de expedición lo
convirtió en una leyenda que ensombreció la victoria final de Amundsen y la relegó injustamente
al olvido. El último lugar de la Tierra relata esta odisea singular y revela los detalles más oscuros
de una hazaña que conmocionó al mundo. La rigurosa investigación de Huntford, que saca a la
luz, por vez primera, las fuentes originales noruegas, refleja las ambiciones de toda una época y
de las personas que, muchas veces de forma errónea, tuvieron que llevarlas a cabo.
El último lugar de la Tierra es «un cuadro muy intenso de las agonías y enemistades, así como de
las grandezas de la exploración polar... Un libro fascinante» (The New York Times),
«Una extraordinaria experiencia de lectura muy rica» (Los Angeles Times).
· INTRODUCCION
· AGRADECIMIENTOS
· PRIMERA PARTE
o 1
o 2
o 3
o 4
o 5
o 6
o 7
o 8
o 9
o 10
o 11
o 12
o 13
o 14
o 15
o 16
o 17
· SEGUNDA PARTE
o 1
o 2
o 3
o 4
o 5
o 6
o 7
o 8
o 9
o 10
o 11
o 12
o 13
o 14
o 15
o 16
o 17
o 18
· notes
ROLAND HUNTFORD
EL ÚLTIMO LUGAR DE LA TIERRA
LA CARRERA DE ROBERT SCOTT Y ROALD AMUNDSEN HACIA EL POLO SUR
INTRODUCCION
por Paul Theroux
Lo que muchos saben de la conquista del Polo Sur es que el capitán Scott lo alcanzó y después
murió en el viaje de regreso; que, estando la expedición al Polo retenida en el punto de acampada
y en apariencia condenada a una muerte segura, el capitán Oates dijo con abnegación: «Voy a
salir y tal vez tarde un rato», y se fue a morir para que sus compañeros vivieran; y que Scott
representó el sacrificio, la entereza y el fracaso glorioso, la personificación del ideal británico de
la derrota valerosa. La expedición de Scott fue esencialmente científica; la desbarató el clima
adverso. Roald Amundsen es algo así como una idea adicional: «Ah sí, de hecho el adusto
noruego llegó al Polo y plantó su bandera primero, pero no hay que darle mayor importancia;
tuvo mucha suerte y algo de malas artes». Y con esto se deja zanjado el asunto del Polo.
El señor Huntford, para comenzar, demuestra la falsedad de todas estas ideas y de muchas más.
De ahí el escándalo.
La fuerza de este libro se puso de manifiesto ya en su primera aparición en Gran Bretaña, cuando
causó una protesta airada; y pocos años después, una serie televisiva basada en él suscitó un alud
de cartas indignadas en los periódicos e interminables discusiones públicas en que se ponía el
libro a la altura del betún y se condenaba al autor, al que en algunos círculos se llegó a
vilipendiar por haber insinuado que Fridtjof Nansen mantuvo una relación sexual con Kathleen
Scott mientras el esposo de ésta se congelaba en una tienda de campaña. Pero ¿qué había hecho a
fin de cuentas el señor Huntford? Había escrito una crónica fascinante de dos expediciones que
trataron simultáneamente de llegar al Polo Sur. Su libro está muy documentado, escrito con
sobriedad y en ocasiones con ironía, en gran parte es emocionante, en varios pasajes tan intenso
como lo pueda ser una exploración, y opino que hay pocas cosas que sean más intensas.
Pero el viaje al Polo no fue sólo una expedición, un viaje de descubrimiento. Fue en realidad (por
mucho que Scott tratara de negarlo) una carrera declarada por llegar antes que nadie al Polo Sur.
Estaban en juego el honor nacional: noruegos contra británicos; dos filosofías diversas del viaje y
el descubrimiento: esquís frente a progresión a pie, perros frente a ponis, ropas de tela provistas
de capas de goma frente a añórales con forro de piel y botas de esquimal; dos culturas: la
igualitaria de los noruegos («una pequeña república» de exploradores) frente al rígido sistema de
clases británico; y dos tipos de liderazgo o, más exactamente, dos personalidades diferentes y
distintas: la de Roald Amundsen frente a la del capitán Scott.
La gran sorpresa que depara este libro es que Amundsen no aparece como un escandinavo
malhumorado y huraño sino como un hombre astuto, apasionado, accesible y completamente
razonable que tendía a quitar importancia a sus proezas, en tanto que Scott—bien al contrario del
estereotipo que circula entre los británicos—era depresivo, impenetrable, distante,
autocompasivo y proclive a exagerar sus vicisitudes. Sus personalidades determinaron el cariz de
las respectivas expediciones: la de Amundsen fue animosa y solidaria, la de Scott confusa y
desmoralizada. Amundsen tenía carisma y estaba concentrado en su objetivo; Scott era inseguro,
oscuro, muy nervioso, ajeno al sentido del humor, un enigma para sus hombres y un listillo que
lo echaba todo a perder, pero a la manera como lo hace el tipo de listillo megalómano:
dramatizando siempre sus actividades.
Los juicios del señor Huntford son implacables: «Scott pronunciaba los sermones. [...] Era un
héroe adecuado para un país decadente». Amundsen hizo de la conquista del Polo «algo que
quedaba a mitad de camino del arte y el deporte. Scott había convertido la exploración del Polo
en una cuestión de heroísmo por el heroísmo». La señora Oates, a quien las cartas que le enviaba
su hijo proporcionaban noticias de primera mano acerca de la expedición—Oates es un testigo
que hay que tener muy en cuenta—, llamó a Scott el «asesino» de su hijo. En cuanto a la opinión
del propio Oates: «A mí Scott no me gusta nada», escribió en la Antártida.
Lejos de querer menospreciar a nadie o de atacar a golpes de hacha a los flemáticos ingleses (no
en vano ha expresado en otra parte su justificada admiración por Shackleton), el señor Huntford
se limita a señalar que los británicos transformaron a Scott en un héroe necesario: no es el
carácter británico el blanco de los ataques de este libro. El señor Huntford demuestra que, al fin y
al cabo, el problema estribaba en Scott. A pesar de sus escasos conocimientos prácticos de
mando (y de que no tenía el carácter adecuado para comandar expediciones), Scott era ambicioso
y persiguió la promoción y aun la gloria en la marina británica. Era un intrigante y sabía cómo
ganarse protectores como sir Clements Markham, en este relato personaje secundario de
proverbial astucia: vengativo, petulante, majestuoso, interesado en Scott principalmente por la
extraña afeminación de éste. Tal rasgo afeminado de la personalidad de Scott fue destacado por
uno de sus hombres, Apsley Cherry-Garrard—el más joven de la expedición—, en su obra
maestra del género expedicionario The worst journey in the world. Cherry-Garrard mencionaba
asimismo que tenían a Amundsen por un «tosco navegante noruego» y no por el «explorador de
marcada índole intelectual» sagaz y curtido que era en realidad. Además, según Cherry-Garrard,
Scott se echaba a llorar con frecuencia.
Siempre se ha considerado que el clima fue el factor determinante en el éxito de Amundsen y el
fracaso de Scott. Pero no tuvo efectos favorecedores o perjudiciales: ambas expediciones
hallaron condiciones muy similares. La verdad es que Amundsen estaba mucho mejor preparado
y Scott calculó de manera imprudente la cantidad necesaria de comida y combustible y los
rigores climáticos. Scott no había previsto que en un viaje de cuatro meses pudiera haber cuatro
días de mal tiempo. Las entradas paralelas del mismo período en los respectivos diarios reflejan a
un Amundsen pletórico y animado esquiando entre la niebla, y justo detrás de él a un Scott
fatigado, deprimido y quejoso que avanza a duras penas. El señor Huntford no ve en esta
disparidad una diferencia de estilo sino de actitud:
Scott [...] esperaba que los elementos se ordenaran en beneficio suyo, y le sentaba mal que no
fuera así: una manifestación del orgullo espiritual que constituyó el peor defecto de Scott.
La diferencia entre ambos rivales queda reflejada en su relación con la divinidad. Scott sólo la
invocaba para quejarse cuando había problemas; Amundsen, para agradecer la buena fortuna.
En cualquier caso, Scott era un agnóstico dentista y Amundsen adoraba a la naturaleza. Sólo
por eso, a Amundsen ya le resultaba más fácil aceptar los caprichos de ventiscas y tormentas. El
y sus compañeros iban a una con el medio y se ahorraron la angustia que atormentó a Scott y, a
través de él, dominó a toda la expedición británica.
La expedición noruega, aunque muy poco dotada en términos económicos, estaba compuesta por
esquiadores, siguió una dieta más adecuada y contaba con un equipamiento más simple pero más
útil y con el vínculo de la amistad. Los esquís eran una curiosa novedad a ojos de Scott, cuya
clasista expedición rebosaba dinero y patrocinadores. Había planeado un desplazamiento con
ponis y trineos motorizados, pero al hacerse evidente su inutilidad tuvo que arrastrar los trineos a
pulso. En el campamento base, mucho antes de que el grupo de Scott partiera hacia el Polo, uno
de sus hombres—significativamente el único noruego: Tryggve Gran—escribió: «Nuestro grupo
está dividido y somos como un ejército derrotado, desanimado e inconsolable».
Amundsen tenía corazón y capacidad de compadecerse, pero también podía ser un tipo frío a su
manera. Estaba predispuesto contra los médicos y se negaba a llevar a ninguno en una
expedición. «Creía que un médico—anota el señor Huntford—produciría una división en el
mando». Por otra parte, sus hombres eran marineros expertos. Sólo uno de los hombres de Scott
sabía gobernar una embarcación y éste no entró en el grupo que asaltó el Polo, aunque Scott
decidió en el último momento llevar un hombre más, lo que significaba que las raciones serían
inevitablemente insuficientes.
Una larga sombra se proyecta sobre esta búsqueda del Polo: la de la enorme figura de Nansen,
quien, a decir de Huntford, tenía por entonces un asunto con Kathleen Scott, a su manera una
persona igualmente formidable. El préstamo del barco de Nansen, el invencible, irrompible
Fram, fue un regalo impagable para Amundsen; el crujiente Terra Nova de Scott no se le podía
comparar: a fin de cuentas, el Fram se distinguió por alcanzar las latitudes más extremas tanto al
norte como al sur. El Fram tuvo una importancia decisiva, puesto que Amundsen necesitaba un
barco navegable y fuerte, construido para este tipo de travesía y puesto a prueba en otras
expediciones. Su misión se mantuvo en secreto, emprendió viaje mucho más tarde que Scott y
carecía casi por completo de patrocinio. Pero, en casi todas las ocasiones, Amundsen toma la
decisión correcta y más oportuna y Scott la equivocada e indocumentada; por eso doy tanto valor
a este libro, porque trata de la creación de mitos y del heroísmo y del autoengaño, los
ingredientes del nacionalismo.
Este libro causó conmoción al ver la luz por vez primera, y ahora, releyéndolo al cabo de veinte
años, me sigue pareciendo un relato fascinante e instructivo, enriquecido con caracterizaciones
vividas y gran cantidad de detalles oportunos. Al acabar la lectura, uno está mucho mejor
informado de la naturaleza humana, ya que es más que un libro sobre el Polo Sur. Habla de dos
exploradores, dos culturas y de la esencia de la exploración, que para mí se corresponde con el
impulso creativo porque requiere un pensamiento determinado, imaginación, coraje y un salto de
la fe. Sobre todo, este libro, que trata de una carrera, de la última gran expedición que concluyó
la Era de los Descubrimientos, constituye un análisis de las dotes de mando.
P.T.
EL ÚLTIMO LUGAR DE LA TIERRA
Es mejor proporcionar material para la emisión de un veredicto justo que pasar por alto hechos
incómodos para proteger la reputación de los individuos.
Sir Basil Liddell Hart, en el prefacio a History of the First World War.
AGRADECIMIENTOS
En su primera aparición, este libro suscitó y sufrió en Inglaterra una avalancha de aspavientos
sentimentales, y hasta hubo intentos de impedir su publicación. Yo no había hecho más que
someter a un nuevo examen la carrera hacia el Polo Sur entre Scott, el inglés recubierto por una
pátina mítica, y Amundsen, el noruego, a la luz de los hechos históricos. «Debe abstenerse de
decir la verdad», me indicó alguien, «si ésta perjudica a un héroe nacional». Se trataba de una
buena síntesis de la furia que me cayó encima.
Desde entonces ha surgido más material: poco que me obligue a rectificar mis opiniones y
mucho que las abona. De especial importancia es el descubrimiento de la francmasonería de
Scott; se ha sabido más de su expediente en la marina, de su rescate en la primera expedición a la
Antártida que emprendió y de su estado mental en la segunda. He tenido acceso a los registros de
las entrevistas de la señora Oates, madre del capitán Oates, con miembros de la segunda
expedición de Scott. También se ha avanzado mucho en la elucidación de las relaciones de
Amundsen con las mujeres. Junto con algunos otros cambios necesarios, todo ello se ha
incorporado a la presente edición, que es una versión abreviada de la obra original titulada Scott
and Amundsen.
En medio del furor que acompañó a la primera edición y durante sus secuelas, muchos acudieron
en mi ayuda. En primer lugar, quiero expresar mi profundo agradecimiento al Dr. Peter Nixon y
a su esposa Susie, por motivos que ellos conocen. Estaré siempre en deuda con ellos. Tengo que
agradecer también el apoyo moral que me brindó el difunto profesor Harry Sandbach, del Trinity
College de Cambridge, así como los Síndicos de la Biblioteca Universitaria de Cambridge. En
este mismo capítulo, quiero honrar la memoria del señor Plantagenet Somerset Fry, y agradecer a
mi colegio mayor de Cambridge, Wolfson, su colaboración. Asimismo, quisiera darles las
gracias al señor Correlli Barnett, antiguo conservador de los Archivos del Churchill College, y al
señor Clive Holland, en la actualidad bibliotecario del Wolfson College.
Por su ayuda en la redacción del libro, estoy en deuda sobre todo con el señor Oddvar Vasstveit,
del Departamento de Manuscritos de lo que por entonces era la Biblioteca Universitaria de Oslo
y hoy en día es la Biblioteca Nacional de Noruega. En el ámbito de la exploración del Polo, las
principales fuentes noruegas eran aguas ignotas; el señor Vasstveit me condujo a través de ellas.
Consiguió responder todas mis preguntas, incluso las más extravagantes. Sin su ayuda ilimitada,
escribir este libro habría sido mucho más difícil, hasta límites inimaginables. También le
agradezco al resto de personal de la biblioteca su ayuda más que generosa.
Muchos otros me ayudaron. El profesor Vigdis Ystad, de la Universidad de Oslo, estuvo
dispuesto en todo momento a ayudarme a interpretar el medio noruego. Agradezco al señor A. G.
E. Jones, renombrado estudioso de cuestiones polares, que me ofreciera desinteresadamente sus
conocimientos únicos. También deseo dejar constancia de mi gratitud al señor Don Aldridge,
quien compartió con total generosidad sus hallazgos de los hechos ocultos en el rescate del
Discovery.
El Dr. Charles Swithinbank colaboró muchísimo con su dilatada experiencia en la Antártida, al
igual que el señor W. W. Herbert al establecer la ruta que siguió Amundsen por el glaciar Axel
Heiberg. Asimismo, quiero dar las gracias a Sue Limb por permitirme leer los fragmentos
conservados de los diarios antarticos del capitán L. E. G. Oates.
Venetia Pollock, que se encargó de la preparación editorial de este libro, ha muerto de modo
trágico. Honro su memoria, en tanto que editora y amiga.
Recuerdo al difunto comandante Tryggve Gran y al señor J0rgen Stubberud, los últimos
supervivientes de las expediciones al Polo Sur de Scott y Amundsen, respectivamente, que
accedieron a que les entrevistara. Quiero también rendir homenaje al señor Olav S. Bjaaland, que
descifró el diario de su tío, Olav Bjaaland—el más amable de los hombres de Amundsen—, y
compartió los frutos de su trabajo en repetidas ocasiones y dedicó generosamente su tiempo a
referir su pasado familiar e histórico.
Estoy muy agradecido a la firma de Adas Copeo en Estocolmo por los detalles que me
proporcionó acerca del uso precursor de Amundsen del motor diesel de la marina, así como a
A/S Saetre Kjeksfabrik de Oslo por los recibos de las galletas incluidas en las raciones del viaje
en trineo de Amundsen.
Por su mucha paciencia y ayuda amistosa, quiero expresar mi gratitud a las siguientes
instituciones: el Museo Borgarsyssel, de Sarpsborg, Noruega; la California Historical Society de
San Francisco; los Churchill College Archives y Syndics of the University Library de
Cambridge; The Houghton Library, de la Universidad de Harvard, Cambridge, Massachusetts; la
Kungliga Vetenskapsakademien de Estocolmo; la Luther College Library de Decorah, Ohio; la
Biblioteca del Congreso y los Archivos Nacionales de Washington; el Nationaal Scheepsvaart
Museum de Amberes; el Oakland Museum de California; los Archivos Provinciales de Victoria,
Columbia Británica; la Tasmanian Historical Research Association y los Archivos Estatales de
Tasmania, en Hobart, Tasmania, y la Universidad de Alaska, en Fairbanks. En Londres: la
British Library, el Museo Marítimo Británico, la Oficina de Registros Públicos, la Royal
Geographical Society y la Royal Society; en Copenhague: el Arktisk Institut de Rigarkivet; en
Oslo: el Etnografiske Museum, el Fram Museum, el Nordmannsforbundet, el Norsk Film
Instituir, el Norsk Folkemuseum, el Det Norske Meteorologiske Institutt; el Norsk Polarinstitutt,
el Norsk Sjofarts-museum, el Ministerio de Asuntos Exteriores noruego, el By Museum de Oslo,
el Riksarkivet, el Museo del Esquí y la Stortingsbiblioteket. También consulté los archivos del
Scott Polar Research Institute de Cambridge.
No es una lista exhaustiva; sólo menciona a los que merecen destacarse debido a la enorme
cantidad de molestias que les causé. Muchos otros, en Inglaterra, Noruega, Estados Unidos y
otros lugares, ayudaron en la preparación de este libro. Por desgracia, no dispongo de espacio
suficiente para darles las gracias uno por uno. Sin embargo, no podré estar lo bastante agradecido
a todos mis colaboradores innominados, que nunca soslayaron una petición de ayuda. Espero que
lo acepten como expresión de mi profundo agradecimiento. Del mismo modo, agradezco a
quienes me dieron permiso para utilizar material protegido por derechos de propiedad.
Una cosa son las ayudas y otra las opiniones. Las expresadas en este libro son de mi exclusiva
responsabilidad. Y cualquier error que contenga debe atribuírseme solamente a mí.
En fin, quiero darle las gracias a mi mujer, Anita, a quien está dedicado este libro, por su
paciencia a lo largo de los años de escritura y por su apoyo en los momentos de angustia. Por si
no hubiera bastante con encargarse del hogar y de una parte desproporcionada de la educación de
nuestros dos hijos, mecanografió gran parte del manuscrito en un tiempo en que los ordenadores
no eran la norma. Le debo más de lo que jamás le podré devolver.
NOTA DEL AUTOR
Oslo, la capital de Noruega, se llamó Cristianía (a veces Kristiania) hasta 1925. Se utiliza la
forma antigua cuando lo requiere el período de que se habla. Por motivos similares, el glaciar de
Ross de la Antártida se denomina con los antiguos nombres de Barrera de Ross o Gran Barrera
de Hielo. [1]
De acuerdo con las anotaciones y diarios originales, en este libro se aplica a los viajes oceánicos
y a los terrestres por el Polo la milla náutica o geográfica. En los demás casos se usa el
kilómetro. [2]
La milla náutica representa la sexta parte de un grado, o un minuto de latitud. En Gran Bretaña
equivale a 6.080 pies, es decir una séptima parte de una milla terrestre, o 1,85 kilómetros.
Las temperaturas se expresan en grados centígrados. Unas cuantas comparaciones ilustrativas: o
°C, el punto de congelación del agua, equivale a 32 o Fahrenheit; —10 °C son 14 °F, —20 °C son
—4 °F y —30 °C son —22 °F.
Un nunatak es una cumbre rocosa que sobresale entre el hielo. Los sastrugi son irregularidades
formadas por el viento en la superficie de la nieve. Pueden medir desde unos cuantos centímetros
hasta unos metros de altura y tener todas las formas imaginables, desde ondas regulares hasta
formas propias de la escultura abstracta.
La letra noruega a se pronuncia como la u de «run» [o la a castellana]; aa o å como aw en «law»
[en castellano correspondería a una o larga]; j como la y en «yell» [la y castellana]; ø como la i
de «first» [una e larga] y la u como 00 en «loose» [u castellana]. «Askeladden» (capítulo 4) se
pronuncia en cuatro sílabas distintas, con el acento en la primera.
Las cantidades monetarias se dan según las sumas y el valor originales. De 1900 a 1914, es decir
durante el período que cubre la mayor parte del libro, el valor de cambio de la corona noruega
estuvo en torno a los 3,8 dólares americanos. Durante el mismo período, la libra esterlina
oscilaba alrededor de los 4,8 dólares. A modo de orientación aproximada, según los valores
actuales (1999), una corona costaría cinco dólares. El equivalente de un dólar serían veinte
dólares y de una libra noventa dólares. En la parte final del último capítulo, que alcanza los años
veinte, la corona vendría a equivaler a dos dólares y un dólar a veinte dólares actuales.
De acuerdo con las fuentes, se ha conservado la libra esterlina antigua, previa a la
decimalización, para expresar las sumas de dinero del período. Se dividía en veinte chelines y
cada uno de éstos en doce peniques; estas unidades se abrevian por regla general como £, c y p.
Las traducciones de textos en lengua extranjera son del autor.
PRIMERA PARTE
1
LOS PRECURSORES
Fue el último acto de una historia antigua.
De entre la niebla del mito y la tradición surge la figura brumosa del primer viajero a la Antártida
conocido, un jefe polinesio llamado Ui-te-Rangiora, quien, hacia el 650 d.C, alcanzó el mar
helado. Pero el primer explorador del Polo en la historia registrada fue Piteas, un griego.
Pertenecía a la colonia griega de Massilia, la actual Marsella. Nació en el siglo IV a.C., en el
esplendor de los tiempos marcados por el espíritu inquieto e inquisitivo de Aristóteles. Hacia el
320 a.C., Piteas emprendió uno de los grandes viajes de descubrimiento: circunnavegó las islas
británicas, alcanzó el casquete ártico y fue, que sepamos, el primer miembro de una sociedad
civilizada que atravesó el Círculo Ártico y vio el sol de medianoche; trasladó las regiones polares
a la conciencia del hombre occidental.
Tras un intervalo de mil años, los vikingos noruegos asumieron el reto nórdico de Piteas, y en la
Edad Media surcaron las aguas árticas. Llegaron al mar Blanco y posiblemente a las islas
Spitzbergen. Desembarcaron en América y en la península del Labrador. Colonizaron
Groenlandia y bordearon la costa oriental hasta casi el paralelo 76, un notable «punto más
septentrional» que se mantuvo imbatido durante más de doscientos cincuenta años.
Con el fin del imperio medieval noruego se produjo un nuevo paréntesis en la exploración del
Artico. Al reemprenderse ésta en el siglo XVI fueron los ingleses quienes llevaron la iniciativa.
España y Portugal se habían apropiado de América del Sur y la ruta marítima hacia el este, más
allá del cabo de Buena Esperanza. Inglaterra, la ascendente potencia naval, se centró en aguas
menos pobladas. La circunnavegación de Fernando de Magallanes había confirmado la antigua
creencia de que el mundo era redondo. Por primera vez, los océanos y el globo parecían formar
una unidad. Era una idea todavía nueva y embriagadora, y los ingleses hallaron un camino fácil
hacia las riquezas del Este glorioso a través de dos cortas rutas marítimas del norte del globo: el
Paso del Nordeste por la costa siberiana y el Paso del Noroeste por las cuencas norteñas del
continente norteamericano. Fueron ambas dos grandes ilusiones que condujeron de nuevo a los
hombres al hielo y al frío y los enfrentaron a la adversidad y el desastre en su búsqueda de un
mítico mar polar abierto; pero en el proceso el Artico fue explorado.
El hombre esperanzado también se aventuraba hacia el sur. En él, la ilusión que atrajo a los
marineros desde los tiempos de sir Francis Drake, y acaso antes, era un gran continente sureño
fértil, un Eldorado alrededor del Polo. Fue un francés, contemporáneo de Voltaire como resulta
muy apropiado, quien atisbo por primera vez la verdad nefasta. En 1738, el capitán Jean-
Francois-Charles Bouvet de Lozier zarpó al mando de dos barcos, el Aigle y el Marie, con miras
a anexionar la Terra Australis, la tierra del sur. El día de Año Nuevo de 1739 avistó una costa
lúgubre, nebulosa y cubierta de hielo, parte de la actual isla de Bouvet. No era ni por asomo la
tierra prometida, sino un anticipo de lo que había más allá. Bouvet regresó con la primera
descripción de cierta solvencia del paisaje antartico, con sus icebergs tabulares de
sesenta o cien metros de alto [...] hasta dieciséis kilómetros de largo [con] todo tipo de formas;
islas, fortalezas, almenas [...] como arrecifes flotantes [y] pingüinos, anfibios como patos
enormes, pero con aletas en vez de alas.
También los ingleses empezaban a mirar hacia el sur. En 1769 estaba previsto que el planeta
Venus atravesara el disco del sol, todo un acontecimiento que los astrónomos querían observar.
Se determinó que la isla de Tahití, recientemente descubierta, era el punto de observación
idóneo. La Royal Society de Londres encomendó a la Marina de guerra inglesa la organización
del viaje; la Armada asumió la misión, y esta iniciativa había de tener consecuencias profundas e
imprevistas: propició que los oficiales de la Marina prácticamente acapararan el control de la
exploración del Polo británica hasta la primera década del siglo XX.
El viaje suscitado por el tránsito de Venus estuvo al mando de un hombre de temperamento
tranquilo, James Cook, uno de los más grandes descubridores. El viaje de Cook tenía motivos
varios y entremezclados, entre los que la astronomía no era sino uno más; la política asomaba la
oreja. En los días de la rivalidad entre ingleses y franceses no se podía permitir que estos últimos
surcaran el sur a sus anchas. Cuando, en agosto de 1768, Cook zarpó de Inglaterra a bordo del
Endeavour, llevaba instrucciones secretas de buscar el misterioso continente meridional y de
hallarlo antes que los franceses.
Tres años después, tras circunnavegar el globo, Cook regresó cargado de noticias que alteraron
los horizontes mentales de su tiempo y transformaron la política de una era. En el sur no había
ninguna tierra en que fluyeran leche y miel. De existir un continente en el sur, estaba en las
lúgubres extensiones de más allá del paralelo 40. Una posesión tan poco deseable no había de
desatar una lucha entre grandes potencias. Sin embargo, Cook propuso emprender otra vuelta al
mundo por una latitud más alta sólo para «dejar bien sentado» lo que había más allá; el
Almirantazgo aceptó la propuesta, lo que siempre será preciso apuntar en su haber.
Y así, en 1772, Cook, recién ascendido al grado de capitán de fragata, abandonó de nuevo
Inglaterra, esta vez con dos barcos: el Resolution y el Adventure. Era la primera expedición a la
Antártida en el sentido moderno, puesto que no la movía otro motivo que el de satisfacer una
ambición personal: la exploración era un fin en sí mismo y el descubrimiento su propia
recompensa.
El sábado 17 de enero de 1773, Cook alcanzó el Círculo Antartico, «sin duda el primero», como
escribiera él mismo, «que cruza esta línea». Al día siguiente, una enorme masa flotante de hielo
lo obligó a retroceder. Un año después, tras invernar en Nueva Zelanda, puso de nuevo rumbo al
sur. El 30 de enero de 1774 llegó a 710 10', 300 millas en el interior del Círculo Antartico, antes
de que el hielo lo detuviera de nuevo. En los próximos cincuenta años nadie avanzó tanto hacia
el sur, y hoy sigue siendo el punto más meridional que se haya alcanzado por la longitud de 106 o
O.
En ambas ocasiones Cook viró estando a apenas un día de navegación de la costa del continente
oculto. Jamás la avistó, envuelta como estaba en una niebla impenetrable. Pero siempre abrigaría
la convicción de que existía.
La muerte de Cook en 1779 a manos de unos indígenas en Hawai marcó el final de una era. Los
viajes al Polo se suspendieron a lo largo de una generación, mientras transcurrieron la
Revolución francesa y las guerras napoleónicas. En el momento de librarse la batalla de
Waterloo nadie había visto el continente antartico.
En 1819, el viento apartó de su curso al Williams, un barco comerciante inglés que bordeaba el
cabo de Hornos, y sus tripulantes descubrieron las islas Shetland del Sur. Al alcanzar el Williams
Valparaíso, el capitán Shireff, oficial de la Marina británica al mando del B.S.M. Andromache,
no dudó en hacer escala allí, pero este descubrimiento requería una ulterior investigación. Como
inversor privado, fletó el Williams, lo puso al mando de Edward Bransfield y lo envió al sur.
Bransfield rebasó las islas Shetland del Sur. El 30 de enero de 1820 avistó el extremo norte de
Tierra de Graham, desembarcó y estuvo un momento en ella. Este fue el descubrimiento de la
Antártida. Tres días antes, a unas 1.500 millas al este, el capitán Thaddeus Bellingshausen,
oficial de la Marina rusa a quien el zar Alejandro I había encomendado una misión en un
arrebato de fervor expansionista, anotó lo que puede interpretarse como la localización del punto
en que el casquete polar antartico entra en contacto con el mar. Sin embargo, Bellingshausen no
entendió que lo que tenía ante los ojos era tierra. Sí lo entendió, sin duda, Bransfield, quien
además detectó «el continente meridional que se anda buscando desde hace tanto tiempo».
Los siguientes descubridores de la Antártida fueron capitanes norteamericanos como Nathaniel
Palmer, que exploró la costa de Tierra de Graham, y británicos como James Weddell, que en
1823 descubrió el que pasaría a ser mar de Weddell.
En 1827, un oficial de la Marina británica, el capitán William Edward Parry, dirigió una
expedición a las islas Spitzberg con la intención manifiesta de alcanzar el Polo Norte. Llegó a
82o 45', por encima del casquete polar, lo que constituyó el mayor avance durante medio siglo.
Era la primera ocasión registrada en que un explorador zarpaba con el solo objetivo de llegar a
un polo de la Tierra.
El Polo, norte o sur, ha simbolizado los confines. Desde que se sabe que la Tierra es una esfera,
el hombre ha deseado ver el punto en que se dobla. Parry fue el primero que convirtió tal deseo
en acción: fue el primer buscador del Polo, y su expedición marcó el inicio de la carrera hacia los
Polos.
Dos años después de Parry, el teniente de navío James Clark Ross, también oficial de la Marina
británica, emprendió un viaje hacia el Polo Magnético del Norte, al que llegó el 31 de mayo de
1831. Ocho años después la Armada envió a Ross, ya capitán, a investigar el campo magnético
del hemisferio austral, con el objetivo de alcanzar también el Polo Magnético Sur. En agosto de
1840, habiendo llegado a Hobart, Tasmania, a bordo de sus dos barcos, el Erebus y el Terror,
supo que una expedición francesa y otra norteamericana habían viajado al sur dispuestas a
anticipársele. Enfrentado a lo que consideraba una insolente intrusión, Ross reaccionó de un
modo que le era característico y cambió el curso de la historia de la Antártida.
Imbuido del sentimiento de que Inglaterra había llevado siempre la iniciativa en los
descubrimientos [escribió en su diario], consideré que no estaría a la altura de la preeminencia
que ha mantenido el hecho de que debiéramos seguir el rastro de una exploración de cualquier
otro país. Por lo tanto, resolví enseguida evitar toda interferencia en sus descubrimientos y elegí
un meridiano situado mucho más al este (170o E) para tratar de penetrar en el sur.
Nadie había seguido esta ruta. Ross salió de Hobart en noviembre y en enero dio con el casquete
polar. Lo penetró y, al cabo de cuatro días, salió a una extensión de agua clara que definía el
horizonte. Había descubierto el mar abierto que ahora lleva su nombre.
Ross había avanzado hacia el sudoeste en busca del polo magnético convencido de que el viaje
consistiría en una navegación ininterrumpida. Pero se le interpuso una desconocida cordillera de
montañas majestuosas y nevadas. Scott puso a esta nueva costa el nombre de Tierra de Victoria
en honor de la joven reina.
Siguió una travesía que ocupa un lugar de primer orden en los anales de la exploración del Polo.
En el curso de las siguientes seis semanas, Ross descubrió y cartografió ochocientos kilómetros
de costa. Montaña tras montaña, glaciar tras glaciar, fiordo a fiordo helado se abrían, al parecer
interminablemente, hacia el sur.
El 27 de enero, Ross avistó una isla con un volcán humeante, al que llamó monte Erebo en honor
de su barco. A un cráter extinguido cercano lo bautizó como monte Terror. Con el tiempo se
convertirían en nombres familiares para generaciones de exploradores.
Al acercarnos a la tierra con las arrastraderas extendidas [escribió Ross en su diario]
detectamos una larga línea blanca que se extendía [...] hasta donde la vista podía discernir
hacia el este. Presentaba una apariencia extraordinaria, aumentaba paulatinamente su altura a
medida que nos aproximábamos, y al cabo resultó ser un acantilado perpendicular de hielo,
entre 45 y 60 metros por encima del nivel del mar.
Tal es la descripción del descubrimiento de un fenómeno natural totalmente novedoso: la
plataforma de hielo antártica o, tal como la llamó Ross, «La Gran Barrera de Hielo», puesto que,
según sus palabras, «penetrar en esta masa no presenta mayores posibilidades de éxito que
intentar navegar a través de los acantilados de Dover». De ahí que recibiera su nombre original
de Gran Barrera de Hielo.
Ross siguió los acantilados de la «barrera de hielo» hasta donde se lo permitieron los icebergs y
la creciente masa de hielo. En un punto en que los acantilados descendían por debajo del tope de
los palos, vio por primera vez la superficie de la «barrera» y tuvo un atisbo de su auténtica
naturaleza. «Parecía muy lisa», escribió, «y transmitía al pensamiento la idea de una llanura
inmensa de plata helada». Ross viró e invernó en el Pacífico. En el siguiente verano meridional,
regresó al mar de Ross y alcanzó 78o 10', hito que nadie superaría en medio siglo. Cerca del
extremo este de la «barrera de hielo» descubrió una bahía que con el tiempo tendría una
importancia de largo alcance. Volvió a Inglaterra en septiembre de 1843, convertido en un
hombre famoso y celebrado. Fue quien descubrió una mayor parte de la Antártica, y los suyos
supusieron los últimos descubrimientos en la Antártida hasta acabar el siglo.
Los dos barcos de Ross, el Erebus y el Terror, fueron reparados a su regreso a Inglaterra, y al
cabo de dos años emprendían al mando del capitán sir John Franklin una expedición destinada a
hallar el Paso del Noroeste. Hacía tiempo que se había abandonado la búsqueda de esta ruta
marítima comercial hacia el este; ahora se reemprendía con una mezcla de tradición romántica y
un deseo obstinado de hacer retroceder la frontera del norte del imperio por la costa ártica de
Canadá.
La de Franklin fue la expedición que acabó por dar con un Paso del Noroeste, ya que en realidad
hay varios. De hecho, no lo cruzó de principio a fin, pero sus compañeros siguieron los canales
helados que conectaban incursiones previas, con lo que demostraron que había una vía marítima
que conducía del Atlántico al Pacífico y llevaron a un fin triunfante dos siglos y setenta y cinco
años de martirios y empeños.
Por desgracia, ni Franklin ni ninguno de sus 128 hombres vivieron para contarlo. Murieron todos
de hambre, congelación o enfermedad. Fue el desastre supremo y, tal vez, característico del país
y de la época. Mientras Franklin y sus hombres morían de hambre, los esquimales de alrededor
explotaban una tierra bastante fértil. Pero Franklin se vio perjudicado por unos métodos
grotescamente inadecuados, nacidos de un pensamiento rígido y de la incapacidad de adaptarse a
las circunstancias.
Este era el estado de la exploración del Polo al nacer Roald Amundsen y Robert Falcon Scott. Se
conocía una parte de la costa de la Antártida. No se había determinado si se trataba de un
continente o de un archipiélago. Nadie había invernado allí. En el Artico, todavía no se había
navegado el Paso del Noroeste. Aún no se había alcanzado el Polo Norte ni el Polo Sur. Las
últimas fronteras esperaban ser franqueadas.
3
EL ESPÍRITU DE NANSEN
El noruego es un pueblo costero, y el mar embebe su vida. Sus ciudades se concentran a lo largo
de un litoral extenso y muy accidentado. Las montañas impiden las comunicaciones por tierra,
así que el mar ha sido a lo largo de la historia la vía de escape de este aislamiento, la ventana al
mundo, el camino hacia la supervivencia.
Por eso, quienes se dedicaban a tareas relacionadas con el mar gozaban de distinción y respeto.
Pero, a diferencia de otras sociedades marineras, no había que buscar el honor en la Armada,
sino en la navegación comercial. Es comprensible en un país pequeño falto de una moderna
tradición militar independiente, en que la guerra no equivalía a aventuras en el extranjero sino a
desgracias internas. Por otra parte, el servicio mercante ha sido siempre la plasmación de la
riqueza y el prestigio nacionales; el éxito en alta mar comportaba el respeto en tierra firme. A un
capitán mercante se le admiraba; el título de «capitán» tenía gran valor. Un armador era más que
otros empresarios. Ser armador y capitán suponía en verdad ocupar un elevado puesto en el
escalafón social.
La sociedad noruega decimonónica era, en términos generales, una meritocracia. Estaba ligada a
las antiguas comunidades cazadoras, cuyo vértice ocupaban los mejores cazadores y sus familias.
La clase dependía en gran medida de la función que se desempeñaba. La familia tenía gran
importancia, pero no toda. Se esperaba que cada generación prosperara. Al contrario que en
Inglaterra, el comercio no fue jamás una deshonra. Los marineros de todas las graduaciones
gozaban de una posición social más alta que sus homónimos ingleses. Y así, Roald Amundsen
disfrutó de todas las ventajas de pertenecer a la clase alta.
Sin embargo, su padre carecía de la distinción más encumbrada. Era la llamada «gorra de
estudiante», un objeto gris provisto de visera y apariencia casi militar con una borla que pendía
de arriba. Era el galardón de quienes habían superado el examen artium, o examen de ingreso. Se
trataba tanto de una distinción social como de un logro académico. En la clase media se trataba
casi de una suerte de confirmación secular. Que honrara a los hijos representaba, además de una
ventaja para los propios niños, adquirir méritos y robustecer la posición social.
Habiendo entrado en el comercio naval a temprana edad, Jens Engebreth no había tenido más
que una escolarización elemental. Ello no le había impedido aprender el arte de la navegación ni
ascender hasta la cúspide de la jerarquía de su comunidad. Pero como muchos hombres que se
abren camino gracias a su propio esfuerzo, lamentaba profundamente lo precario de sus estudios.
Tomó medidas para que sus hijos no tuvieran que afrontar la misma privación: los llevó a una
escuela privada con vistas a que consiguieran la gorra de estudiante con borla.
Jens Engebreth, a quien el destino apartó del hogar en días señalados, se hallaba en Francia
cuando Gustav obtuvo la gorra en 1886. De regreso a Noruega enfermó y murió en el mar. Roald
tenía catorce años; recurrió instintivamente a los primos de Hvidsten, y a su preferida entre ellos,
Karen Anna Amundsen, le escribió:
Han llegado malos tiempos para mí desde que estuve por última vez en casa. Nunca he sabido lo
que es el dolor, pero ahora me he hecho una idea. Es duro perder a un padre como el nuestro,
como te puedes imaginar, pero es la voluntad de Dios y tiene que cumplirse ante todo. Tenemos
mucho por lo que estar agradecidos a Dios. Nos trajo a nuestro padre a casa, aunque no vivo,
sino muerto, cuando tan fácilmente hubiera podido caer por la borda, lo que para nosotros
habría sido mucho peor, pero ahora tenemos el consuelo de poder ir a verle en la capilla. No ha
cambiado, está exactamente como era cuando andaba entre nosotros. Está tan apuesto, tendido,
con la mortaja larga y blanca y cubierto de flores. Anoche, a las ocho, lo fuimos a ver por
última vez y le dijimos adiós. Lo abandonamos con los corazones tristes, pero estaba escrito.
Hoy está previsto que vayamos a la capilla y cerremos el ataúd. Porque nadie quiere apartar la
tapa y verle, después de que nos quedara una impresión tan buena, ya que es imposible saber si
ha cambiado algo entre ayer y hoy. Me he sentido muy aliviado cada vez que he podido llorar
un poco al lado del ataúd. Hoy hemos subido a bordo del Rollo—donde padre espiró el último
suspiro—para recompensar al cabo de segunda por haber sido tan bueno con padre. Estuvo
sentado al lado de padre día y noche hasta el fin. Todo el domingo estuvo fuera de sí, no en el
sentido de que delirara, porque estuvo bastante tranquilo todo el tiempo, sino que hablaba de
tal manera que el cabo no podía entenderle. En la última media hora de su vida reconoció a
todos los que lo querían, y al llegar la hora murió sin dolor y sin ningún cambio de expresión en
el rostro. Espero que vengas al funeral. ¡Saludos a todos! Os queremos todos, pero sobre todo
tu roald.
La carta contiene muchas actitudes noruegas convencionales, pero la referencia a Dios es sincera
y personal. Es algo que Amundsen siempre conservó. Pueden quedar reservas sobre si era un
luterano de la Iglesia noruega oficial en cuyo seno lo educaron o incluso un cristiano en el
sentido amplio de la palabra, pero sin duda creía en Dios. Se trata de una religión casi natural, no
revelada, que prescinde del culto y el formalismo, una suerte de monoteísmo primitivo bastante
frecuente entre los noruegos. En momentos de sentida emoción, surge con cierta renuencia, como
arrancado de lo más hondo. Amundsen era de los que conocían la emoción religiosa. La carta a
Karen Anna marcó su adiós a la inocencia. Al poco de la muerte de Jens Engebreth, los tres hijos
mayores abandonaron el hogar para labrarse su propio camino en el mundo. No habían satisfecho
del todo las esperanzas de sus padres: sólo Gustav, el segundo, había conseguido la gorra de
estudiante, y casi de inmediato se dedicó a la navegación. Roald, el pequeño, fue el único que
permaneció en el hogar como sustento de la ambición de Gustava de que sus hijos cursaran
estudios superiores. Lo había destinado a la carrera de medicina. Roald no participaba de estas
ambiciones.
Fue entonces, según afirmaría después, cuando Amundsen llegó al momento decisivo de su vida.
A los quince años dio con los trabajos de sir John Franklin y decidió dedicarse a la exploración
del Polo.
Resulta extraño que fueran los sufrimientos que hubieron de padecer sir John y sus hombres lo
que me atrajo de su relato en mayor medida. Un impulso desconocido me infundió el deseo de
pasar algún día por lo mismo. Tal vez fuera el idealismo de la juventud, que a menudo toma la
forma del martirio, lo que me hizo verme como una especie de cruzado de la exploración del
Ártico.
Se refiere no al último y desastroso viaje de Franklin, sino a sus expediciones por tierra en el
Ártico canadiense de i8ig y 1825, de las que salió cargado de escabrosos relatos de sufrimiento,
muerte y canibalismo. Amundsen recordaba con distancia una fase que había superado. Con el
final de la adolescencia se desembarazó de los románticos anhelos de martirio.
La imaginación del joven Amundsen debió de ir más allá de la tendencia melodramática del
pensamiento adolescente. Es probable que se figurara las condiciones a las que se había
enfrentado Franklin: sólo diferían en grado de los viajes en esquí que él se disponía a emprender.
Ya entonces estaba preparado para comprender el heroísmo de los hombres sometidos a un clima
frío. Pero no deja de ser irónico para aquel tiempo que la inspiración tuviera que llegarle de un
hombre que, visto a la fría luz del orden general de la historia, es uno de los grandes ineptos de la
exploración del Polo. Y también parece extraño que un niño noruego tuviera que fijarse en un
héroe inglés. Pero la exploración no existía todavía en Noruega: a aquellas alturas apenas
empezaba a nacer.
Una de las figuras míticas, tal vez la figura mítica por excelencia de Noruega, es Askeladden. Se
trata de una suerte de Cenicienta masculina: el desvalido dotado de poderes ocultos que acaba
utilizándolos y venciendo a sus rivales. Y lo que es aun más significativo: la fortuna lo favorece.
Un comentario esclarecedor escrito por un noruego afirma que simboliza
la vida del pueblo noruego [que es] una saga de fuerzas reprimidas. Nos muestra el largo daño
que causan los poderes que se liberan de modo repentino y violento. La propia naturaleza
proporciona los elementos de esta saga, en que las contradicciones se van acumulando
incesantemente y la historia ha oscilado al compás de las tremendas sacudidas pendulares de la
Naturaleza [...] En el largo invierno el país duerme bajo una capa de nieve, después llega una
primavera tardía y reacia y después estallan súbitamente las cascadas, caen las avalanchas y
las varas rompen sus banderas.
No es un mal análisis del espíritu de la época en que se educó Amundsen. Askeladden es uno de
aquellos mitos en que se miran naciones enteras. En 1887 entró de manera decisiva en la vida de
Amundsen.
Ese año, el mismo en que según el propio Amundsen recibió la inspiración de Franklin, apareció
en un anuario infantil noruego un artículo titulado «¿A través de Groenlandia?»:
Seguro que todos conocéis la historia de la Princesa que se sentó en la cima de la montaña de
cristal sosteniendo tres manzanas en el regazo [comenzaba]. Los caballeros venían de tierras
lejanas o cercanas para ascender hasta donde ella estaba y llevarse las manzanas, porque el rey
había prometido la mano de su hija y la mitad del reino a quien lo consiguiera. Y los gallardos
caballeros subían y subían, pero nunca avanzaban lo más mínimo. Cuanto más subían, más
dura era la caída, porque la montaña de cristal era fuerte y lisa como el pedernal y no podían
trepar por ella. Pero un buen día llegó Askeladden. Subió la montaña, tomó las manzanas y
obtuvo la princesa y la mitad del reino: éste es el cuento, más o menos. Pero ¿qué tiene que ver
todo esto con Groenlandia? Pues bien: Groenlandia es como una inmensa montaña de cristal, y
son muchos los que han tratado de conquistarla, pero aún no ha llegado Askeladden [...] está
por venir el Askeladden que atraviese Groenlandia de un extremo al otro.
Tal vez hayáis oído que pretendo intentar atravesar el país, pero sobre si lo conseguiré, si
regresaré con la princesa, aquí podéis poner un gran signo de interrogación.
El escritor que invocaba este mito—y vaya mito—para describir una expedición era un hombre
extraordinario: Fridtjof Nansen, que con el tiempo se convirtió en uno de los grandes
exploradores del Polo. Su vida se imbricaría curiosamente con la de Amundsen. La expedición
de la que escribía también se salía de la norma; fue la expedición que lanzó a Noruega a la
exploración del Polo: la primera travesía de Groenlandia.
Tal como decía Nansen, muchos habían emprendido en vano el viaje al casquete glaciar de
Groenlandia. Entre ellos figuraban Edward Whymper, Robert Peary y A. E. Nordenskióld.
Whymper era un célebre montañero inglés que había coronado el Matterhorn; Peary, un oficial
de la Marina de Estados Unidos; Nordenskióld, que a finales de la década anterior fue el primero
en navegar el Paso del Nordeste, era, además de célebre explorador, barón, sueco por añadidura,
y por tanto uno de los caciques de Noruega.
En el verano de 1888 Nansen, junto con cinco compañeros (entre ellos dos lapones noruegos),
atravesó el casquete glaciar de Groenlandia, de Umivik a Godthaab. Al final el premio se lo
llevaba un ciudadano desconocido de un país pequeño.
Nansen había dado en el blanco al elegir a Askeladden para dirigirse al público.
Este viaje supuso la introducción de la técnica moderna en las exploraciones del Polo. Sus logros
forman un monótono catálogo de «primeras veces». Según la versión del propio Amundsen, le
inspiró tanto como el relato repleto de desastres de Franklin.
Nansen introdujo asimismo una idea nueva y sorprendente en la exploración del Polo: había
cortado deliberadamente las vías de retirada. Su ruta iba de la desolada costa del este al oeste
habitado. No se trataba de una bravata, sino de un aprovechamiento calculado del instinto de
supervivencia. Lo hizo avanzar porque no había incentivos para mirar atrás.
También abrió nuevos horizontes en la técnica del viaje por el Polo. Había sustituido el habitual
trineo pesado y de patines estrechos por uno nuevo, más ligero y flexible, que se deslizaba sobre
esquís. Estaba adaptado de un modelo tradicional noruego y fue el prototipo del moderno trineo
de exploración. Nansen demostró también la necesidad de diseñar ropas, tiendas y utensilios de
cocina especiales. Asimismo, diseñó una olla, «la cocina de Nansen», que conservaba el calor y
el aceite. Fue el primer explorador del Polo que distribuyó las raciones según un criterio
científico basado en principios fundamentales, y demostró a partir de una experiencia
desagradable la necesidad de incluir grasa en la dieta para el Polo.
Representó el pistoletazo de salida para la escuela noruega en la exploración del Polo: la escuela
que durante un período breve, intenso y fértil sustituyó a la británica y dominó el panorama. El
núcleo de esta escuela, y el logro más destacado de Nansen, consistió en la aplicación de esquís a
los viajes por el Polo. Esta se produjo al mismo tiempo que el esquí moderno se desarrollaba en
Noruega. La exploración del Polo noruega fue paralela al auge del esquí, con el que compartió
algunos de los pioneros.
Todos los esquiadores saben que la nieve es muy caprichosa y cambiante. Uno no puede
confiarse. Aunque los esquís habían sido puestos a prueba en la condiciones subárticas de la
península Escandinava, no estaba claro que funcionaran en la altitud y las condiciones del
casquete glaciar de Groenlandia. Nansen lo probó de manera espectacular. El suyo fue el primer
viaje polar con esquís; también difundió el esquí a escala mundial y lo promocionó como deporte
de montaña.
La primera travesía de Groenlandia fue también el primer objetivo cumplido en latitudes altas de
que se tenía noticia desde el descubrimiento del Paso del Noroeste, realizado cuarenta años antes.
A su regreso, Nansen gozó de un recibimiento de héroe. El 30 de mayo de 1889 se adentró en el
Fiordo de Cristianía escoltado por una flota de barcos que enarbolaban banderas, engalanados
con flores y cargados de bandas musicales. Ya en tierra, él y sus compañeros avanzaron en coche
por calles atestadas de multitudes que los vitoreaban. Era el retorno de Askeladden triunfante.
Supuso algo más que un triunfo personal: se trataba de una manifestación nacional de la mayor
importancia. Al igual que las obras de Ibsen a partir de Casa de muñecas, sacó a Noruega de la
oscuridad de la niebla nórdica y le confirió presencia en el extranjero. Fue un paso enorme en la
búsqueda de una identidad nacional. Bj0rnstjerne Bj0rnson, poeta nacional y acérrimo patriota,
escribió a Nansen que
Todo logro como el suyo es una aportación magnífica. Robustece el coraje y el sentido del
honor de la nación, y despierta simpatías en el extranjero...
Entre el gentío que lo recibió se hallaba Amundsen, un influenciable escolar de diecisiete años.
Fue, según escribió años después,
Un día señalado en la vida de muchos jóvenes noruegos. Como mínimo lo fue en la mía. Fue el
día en que Fridtjof Nansen regresó de su expedición a Groenlandia. Aquel día tranquilo y
soleado el joven esquiador noruego recorrió en barco el fiordo de Cristianía, su alto cuerpo
refulgiendo a causa de la admiración del mundo entero por la hazaña que había llevado a cabo:
«La obra de un loco»; ¡lo imposible!... Aquel día anduve con el corazón en un puño entre
estandartes y aclamaciones, y todos los sueños de mi niñez cobraron una vida pletórica. Y por
primera vez oí, en mis pensamientos secretos, el susurro claro y persistente: ¡Si pudieras hacer
el Paso del Noroeste!
La última frase pertenece a Amundsen; lo demás son tópicos. Tópicos que aparecen en muchos
recuerdos de aquel tiempo y que transmiten la esencia del logro de Nansen. Porque, a diferencia
de la mayoría de exploradores del Polo que habían salido a vérselas con un medio extraño,
Nansen había permanecido en su mundo. Se había mantenido, por así decirlo, dentro de los
límites de su entorno familiar. En su país era uno de los pioneros en el esquí de montaña. En
1884 había protagonizado una de las primeras travesías invernales entre Bergen y Cristianía; la
de Groenlandia sólo se diferenciaba de ésta en términos cuantitativos. Para el mundo representó
una consecución impresionante, heroica, casi incomprensible. Para sus compatriotas era también
una hazaña, pero no extraña: una glorificación de lo que ellos mismos eran muy capaces de
conseguir, un viaje en esquí notoriamente largo. El mundo exterior admiraba a Nansen; los
noruegos se identificaban con él. Había descubierto a sus compatriotas un campo para el que la
naturaleza los había dotado.
Los logros de Nansen inspiraron el siguiente artículo en la primera página de un periódico de
Cristianía:
Noruega está más cerca de las regiones polares que ningún otro país, y debido a su profesión
numerosos compatriotas se han adentrado mucho en las aguas del norte.
Los capitanes de foqueros de Tromso y Hammerfest que faenan en el Ártico navegan cada año
al norte de una latitud que no consta en las cartas de navegación de otros marineros [...].
Si se organizara una expedición noruega al Polo Norte, podríamos proporcionar un cuerpo de
élite de hombres experimentados y fuertes, acostumbrados a viajar por hielo y nieve, sobre
esquís o raquetas. En este ámbito deberíamos aprovechar la experiencia de ingleses,
holandeses, austríacos y de otras naciones que han emprendido la tarea.
Hace tiempo que tenemos, pues, las personas especialmente capacitadas para participar en una
expedición de este tipo, pero lo que nos ha faltado hasta hace muy poco es el hombre dotado
para comandarlos.
Sin embargo, creo que ahora tenemos tal hombre: quien ha recibido su bautismo ártico con una
empresa que ha merecido la atención de todo el mundo civilizado.
El autor era un químico de Cristianía llamado Ludvig Schmelck, amigo de Nansen, que había
participado en la preparación de la travesía de Groenlandia. La lección que debía extraerse del
éxito de Nansen, proseguía Schmelck, era que se había
realizado según un «nuevo método» que podría denominarse el método del deportista, que,
usado en una expedición al Polo Norte, posiblemente lograría el objetivo.
Anteriores expediciones extranjeras han reunido una gran cantidad de elementos heterogéneos
en sus filas y, en general, han tenido una organización tosca y cara.
El principio del nuevo método consiste en limitar el número de integrantes y seleccionar un
grupo reducido capaz de alcanzar el mayor grado posible de resistencia física: una partida
pequeña, instruida, en que todos vayan a una en las pruebas futuras.
Es una buena definición de la escuela noruega de exploración del Polo y una profética
explicación de sus logros.
Inspirados por la primera travesía de Groenlandia, Amundsen y tres condiscípulos emprendieron
en junio de 1889 su primer viaje largo en esquís. Lo hicieron en el interior de Cristianía, un
terreno de pinares, montañas bajas y lagos, de la misma extensión que un condado inglés, que
descendía hacia las afueras de la ciudad. Ha sobrevivido hasta hoy, convertido en el patio de la
moderna Oslo. La parte principal del norte se llama Nordmarka, nombre que ocupa un lugar
preponderante en el folclore noruego relacionado con el esquí. Amundsen eligió en esta ocasión
el terreno del oeste llamado Krogskogen.
Fue una pequeña expedición que duró veinte horas consecutivas, sin dormir, a lo largo de
ochenta kilómetros de campo todavía virgen, coto de los pioneros del esquí. El equipamiento
seguía siendo en muchos sentidos un estorbo más que una ayuda. Los esquís eran pesados,
estaban hechos de madera gruesa y presentaban una limitada capacidad de deslizarse. El
encerado, el proceso de preparar los esquís para que se deslicen hacia delante pero no patinen
hacia atrás, se hallaba en estado embrionario [3] y no podía hacer frente a la gran diversidad de
formas de nieve. Las fijaciones eran incómodos objetos de caña y mimbre. No había una técnica
definida. Todavía se usaba un solo bastón y no dos. La ropa era rígida, pesada, un impedimento.
Amundsen se distinguía por un chaleco violeta.
Se habían marcado como objetivo una cuesta particularmente escarpada llamada Krokkleiva.
Tardaron horas interminables en alcanzarla, para conseguir el privilegio de descenderla... una
vez. Hoy, esta cuesta sigue imponiendo respeto. Los compañeros de Amundsen la bajaron
agachándose y frenando con el bastón entre las piernas. [4]
Amundsen trató de bajar a trapo suelto, sin frenar y en posición vertical. Era demasiado para la
técnica y el equipamiento de entonces. Lo pagó con una caída terrible, de la que sin embargo
salió ileso. Siguieron esquiando hasta bien entrada la noche. En la madrugada presenciaron en un
lago helado un bello despliegue de la aurora boreal.
Este viaje de infancia tuvo un profundo efecto en Amundsen. De entonces en adelante
emprendería regularmente largas excursiones en esquí, sobre todo a través de Nordmarka.
Resulta difícil dilucidar cuánto había en ellas de preparación para futuras exploraciones al Polo y
cuánto de pura diversión. Lo uno no excluía lo otro, por supuesto.
En la escuela parecían recordarlo no tanto por un gran entusiasmo como por la obstinación y un
implacable sentido de la rectitud. Se decía que en una ocasión defendió a un compañero de clase
frente a un profesor que había puesto en entredicho su buena crianza; que en otra se enfrentó a un
maestro que había sido injusto con él, hasta que el director medió para darle la razón al alumno.
Las notas de Amundsen solían ser malas, tan malas que el director se negó a autorizar su examen
de ingreso por miedo al desprestigio que pudiera causarle un alumno tan notoriamente poco
prometedor. Amundsen no tenía gran interés en obtener el certificado de ingreso, y aun menos en
que le dijeran que le estaba vedado. Por pura obstinación se presentó al examen en condición de
alumno privado, a fin de no implicar a la escuela. Aprobó en julio de 1890: justito, pero aprobó.
Había demostrado tener razón, y se diría que el director también la tenía.
Tras obtener la codiciada gorra de estudiante, Amundsen, de dieciocho años, ingresó en la
Facultad de Medicina de la Universidad de Cristianía. [5] No había seguido sus propias
inclinaciones sino los deseos de su madre. Puesto que el dinero lo tenía ella, era la única opción
razonable.
Según dictaba la ley, los hermanos habían de acabar heredando la propiedad de su padre a partes
iguales. Pero antes recayó por entero en Gustava, que se halló en posesión de una fortuna
considerable. Roald entendió perfectamente que tendría que acatar sus deseos si quería gozar de
una asignación desahogada y ahorrarse problemas evitables. A pesar de su escasa predisposición
—o aptitud—para cursar estudios académicos, no se opuso a llevar por un tiempo la vida de
universitario.
Al poco de ingresar en la universidad, se trasladó a un cómodo piso por su cuenta, llevándose a
Betty, la que fuera su niñera, como ama de llaves. Gustava vendió Little Uranienborg y se instaló
en una pensión. No contrajo segundas nupcias, ni parece que tuviera vínculos emocionales al
margen de sus parientes más próximos. Amundsen sentía por ella más compasión que otra cosa.
Además, se trataba de una relación contractual. A cambio de la independencia y el apoyo
económico estudiaría lo que Gustava ordenara; con la mayoría de edad se consideraría
moralmente eximido de tales obligaciones.
Poco dado a engañarse, de algo estaba seguro: de que su constitución natural lo indisponía frente
a los estudios universitarios formales y los exámenes convencionales; de que debía
desenvolverse en otro campo a pesar de tener la motivación más fuerte que pueda imaginarse. Se
hace difícil deslindar cuánta parte de su aversión a la medicina estaba arraigada en su antipatía
por esta materia y cuánta en la convicción de que, por mucho que se esforzara, sería incapaz de
aprobar los exámenes. Tenía que encontrarse a sí mismo, para lo cual el único medio es—en
ocasiones—no hacer nada en particular.
Noruega era cada vez más una nación, y la política, la industria, el arte—todos los aspectos de la
civilización—cobraban una rápida madurez. Era un país que trataba de compensar una salida
tardía. Además de Nansen e Ibsen estaban Grieg, que llevaba la música popular a la sala de
conciertos, y Edvard Munch, gran exponente de la pintura expresionista e intérprete profético de
la neurosis en el arte. Estos son los nombres nacionales que han trascendido su medio. Tras ellos
hubo otras figuras eminentes, como el novelista Knut Hamsun, precursor del existencialismo.
Pero a pesar de todo el talento que contenía, Noruega podía llegar a ser claustrofóbica. Cristianía
no era sino la pequeña capital de un país pequeño situado en la periferia de Europa. La población
total de Noruega era en 1880 de 1.800.000 habitantes, frente a los veinte millones de Gran
Bretaña. En muchos sentidos, según un escritor noruego,
Resultaba difícil ser un ciudadano de un país pequeño. Quien está dotado no tiene las mismas
posibilidades que tendría de vivir en uno grande. Un gran hombre en un país pequeño es como
el pollo ya crecido encerrado en el huevo. O lo rompe en pedazos o se ahoga.
Eran verdaderamente un tiempo y lugar con varias limitaciones. El individualismo de la época
halló suelo fértil en Noruega. El país, como dijera uno de sus historiadores, era casi demasiado
pequeño para albergar a todos los diversos personajes beligerantes, cascarrabias, dogmáticos y
acérrimamente independientes que producía.
El culto al individuo fue llevado a los extremos del genio. Ibsen lo articuló en Brand, su poema
dramático sobre un cura rural que lo sacrifica todo por la consecución de su individualidad. Y así
pone en boca de Brand, el protagonista del poema:
Espacio en la amplia extensión del mundo, poder completar la personalidad. Es un derecho
válido para el hombre ¡y yo no quiero nada más!
Resulta revelador el hecho de que Nansen, el más noruego entre todos, hiciera de Brand su ideal.
El individualismo, dice Gerhard Gran, estudioso noruego y contemporáneo de Amundsen,
el violento impulso a afirmar la propia personalidad, es característicamente noruego, a mi
entender. No se puede considerar que la disciplina haya marcado nuestra historia; nunca hemos
sufrido una armonía atroz y exagerada. El impulso a la afirmación de la propia personalidad es
uno de los rasgos más acusados de nuestro carácter nacional. No cabe duda de que hay algo en
el alma de todo noruego que responde con fuerza y determinación «sí» a las palabras de Brand:
«¡La renuncia es obra de Satanás!».
Estos eran el espíritu y la atmósfera en que Amundsen pasó sus años de formación. Es posible
que al principio se sintiera atraído por la exploración como un medio para ir más allá de las
fronteras de Noruega, hacia espacios más abiertos.
Sin embargo, Amundsen no dio muestras de participar del fermento político e intelectual de su
universidad. Era de temperamento tranquilo y prefería la compañía de unos pocos amigos de
confianza. Se mostraba cortés con las mujeres y a lo que parece bailaba bien, pero era reservado.
No hay indicio alguno de que mantuviera relaciones amorosas en sus tiempos de universitario.
Los compañeros de su misma edad destacaban su inhibición en materia sexual y se extrañaban
del rígido puritanismo de sus opiniones. Por supuesto, esto no impedía las aventuras sexuales; en
realidad, más bien todo ello podría hacer pensar que existieron. Pero si la corrió, su discreción no
dejó traslucirlo. Las mujeres de su vida fueron su prima de Hvidsten, Karen Anna (de la que tal
vez estuviera secretamente algo enamorado), y Betty: pechugona, maternal, tan a las claras su
madre putativa.
Betty Gustavson era sueca. En 1865, a los dieciocho años, se había embarcado en el Constantin,
uno de los barcos que Jens Engebreth tenía en Gotemburgo, como ama de Gustava, que
acompañaba a su marido en un viaje a China porque estaba a punto de tener a Tonni. Betty ya no
volvería a Suecia y permaneció con los Amundsen el resto de su vida.
Al trasladarse al piso de Roald llevaba casi veinticinco años con la familia. Fue una de las
escasas mujeres que Roald admitió querer. En la Antártida puso su nombre a una montaña; a su
madre no le rindió un homenaje semejante.
Pocos estudiantes podían presumir de ama de llaves. Amundsen se destacaba incluso entre los
más ricos por su estilo de vida. Eran pocos los que podían permitirse—o a quienes sus familias
se lo permitían—disponer de residencia independiente. Su piso era amplio y, de un modo un
tanto sombrío, elegante. Se hallaba a la vuelta de la esquina de Little Uranienborg, en Parkveien,
detrás del Palacio Real. Era una zona muy cara.
Así pasó Amundsen su período pasivo. Era aficionado sobre todo a la vida al aire libre: el esquí
en invierno y largos paseos por el bosque en verano. Descuidó sus obligaciones: debería haberse
presentado al primer examen universitario en 1891, pero lo demoró dos años. El 25 de febrero de
1893, estando todavía en la universidad, asistió a una conferencia que Eivind Astrup dio en la
sede de la Asociación de Estudiantes.
Astrup era otro personaje askeladdiano. Tenía la misma edad que Amundsen; como él,
pertenecía a la escuela de esquiadores que recorrían largas distancias en el campo de Nordmarka,
y también había quedado profundamente impresionado por la primera travesía en Groenlandia de
Nansen; era, al cabo, otro muchacho de Cristianía. A los diecinueve años marchó a Estados
Unidos con vistas a completar su educación, pero por casualidad y descaro se vio envuelto en la
segunda expedición de Peary a Groenlandia, en 1891-1892, y acabó convirtiéndose en un
explorador célebre. Había sido el único compañero de Peary en su viaje de ida y vuelta desde la
bahía de McCormick a la bahía Independencia; un relato de más de dos mil kilómetros de
rigores, privaciones y triunfo. Era la primera travesía del casquete polar de Groenlandia que
llegaba tan al norte.
Y era de este viaje clásico del que hablaba Astrup a los estudiantes de Cristianía. Describió cómo
había demostrado la superioridad de los esquís noruegos respecto a las raquetas norteamericanas.
Pero lo que explicó sobre todo era el logro precursor de Peary. Se centró en el viaje en que Peary
probó que los perros de los esquimales podían utilizarse con provecho en los viajes polares de los
europeos. Astrup subrayó que Peary había trabado relación con los esquimales del Polo para
aprender a construir iglúes, a fabricar ropas adaptadas al medio, en suma, a vivir bajo las
condiciones del Polo. La lección que debía extraerse era que los pueblos primitivos tenían mucho
que enseñar y que el hombre civilizado no gozaba del monopolio del conocimiento. La misma
lección con que, unos años antes, había regresado Nansen de Groenlandia tras pasar un año con
los esquimales Godthaab.
Astrup pronunció un discurso original e interesante. Para acabar, transmitió una bella imagen de
la vida de los esquimales, los buenos salvajes del Polo. Causó un hondo efecto en el culto
romántico a la naturaleza que por entonces empezaba a cundir entre los noruegos. En Amundsen
surtió un efecto inmediato. En la misma sala, llamó a un amigo de los tiempos de la escuela que
lo había acompañado en el viaje en esquí cuatro años antes y lo convenció allí mismo de
repetirlo. Tomaron los esquís y se fueron directamente de la conferencia de Astrup a esquiar a
oscuras en Nordmarka. Era muy avanzada la noche cuando llegaron a su destino. Amundsen
daba la impresión de haber reunido fuerzas, como si, paradójicamente, a través del agotamiento
físico hubiera alcanzado un estado de exaltación espiritual.
En la nieve, descansando sobre su bastón de esquí bajo el cielo claro, frío y refulgente por la luz
de las estrellas de una noche de invierno nórdica, Amundsen arengó a su compañero acerca de
los esplendores de las regiones polares y la atracción que ejercían sobre él. Fue un raro arrebato.
Además de la conferencia de Astrup había otro factor que le causaba tensión, ambición, anhelo y
descontento.
Durante un año Noruega estuvo pendiente de los planes de Nansen para una nueva expedición.
Consistían nada menos que en dejar congelarse un barco en el casquete polar ártico y hacerlo
derivar a merced de las corrientes oceánicas a través de la cuenca polar. Era una idea original y,
por tanto, condenada al fracaso por muchos expertos, sobre todo por los oficiales de la Marina
británica veteranos que después asesoraron a Scott. Nansen, que rebosaba confianza en sí mismo,
no les prestó oídos. Se lo podía permitir: era no sólo un explorador curtido sino un científico
innovador; un biólogo marino doctorado en Medicina, [6] y uno de los fundadores de la
neurología.
Nansen había encargado un barco revolucionario, provisto de pantoques curvos que se pudieran
alzar al quedar oprimidos para así poder resistir la presión de la banquisa. Lo diseñó y construyó
Colin Archer, un noruego de procedencia escocesa. Era un ingeniero naval de gran talento que
había diseñado un bote salvavidas nuevo y casi inexpugnable.
Nansen había conseguido una fama tal que podía requerir ayuda al Gobierno, y obtuvo de él una
cuantiosa subvención.
Resulta revelador de la vida noruega de aquel tiempo el hecho de que a Archer, aun siendo un
ciudadano próspero con un astillero renombrado, le faltara mucho capital.
Esta semana hemos gastado tanto en el barco [le comunica a Nansen en una carta que se hizo
recurrente] que no tendremos bastante dinero para pagar los sueldos el sábado, y por ello me
veo de nuevo obligado a pedirle una transferencia previa.
El público tuvo cumplida noticia de los progresos del barco (aunque no de estos detalles
internos). La nueva expedición de Nansen era una cuestión nacional de la que se sacó un
deliberado provecho en la lucha por la independencia. La botadura, celebrada el 26 de octubre de
1892, constituyó un acontecimiento emotivo y patriótico. Miles de espectadores se congregaron
en el astillero de Archer en Larvik, en el sur de Noruega. Rodeó el nombre con un halo de
misterio; Eva, su mujer, bautizó el barco, y no con un previsible nombre patriotero: Fram
(Adelante').
La construcción del Fram encendió las ambiciones polares de Amundsen, y la conferencia de
Astrup atizó el fuego. El día de san Juan de 1823, lleno de anhelo y entusiasmo, fue a ver cómo
Nansen zarpaba triunfalmente de Cristianía, el agua atestada de una flota de pequeños botes que
lo escoltaban.
Aquel mismo junio Amundsen se había presentado por fin al primer examen de la universidad.
Se trataba de un examen que debían aprobar todos los estudiantes antes de iniciar la materia que
habían elegido. Amundsen no obtuvo más que un aprobado justo. No debería haberle
sorprendido, puesto que (tal como habían observado sus compañeros) había descuidado los
estudios. Por lo menos ya podía dedicarse a estudiar medicina exclusivamente. En septiembre
murió su madre y Amundsen abandonó la universidad de inmediato; finalmente era libre de
seguir sus propios deseos.
Hasta entonces, el interés de Amundsen por el Polo había sido poco más que una fantasía, tal vez
una vía de escapatoria a unas circunstancias desagradables. Ahora tenía suficientes alicientes
para poner manos a la obra. En el espacio de unos pocos meses, los exámenes de la universidad
habían confirmado los presentimientos de todo el trimestre, su madre había muerto y Nansen
había zarpado. Fue en este punto cuando Amundsen cruzó la frontera de la realidad y trató por
primera vez de incorporarse a una expedición al Polo.
Había oído hablar de Martin Eckroll, viajero noruego al Artico que a la sazón se encontraba en
Tromso, en el norte de Noruega, preparando una expedición a las islas Spitzberg. El 23 de
octubre le solicitó por carta que le permitiera acompañarle. La carta resulta reveladora:
Desde hace tiempo me domina un vehemente deseo de sumarme a una de estas interesantes
expediciones al Artico, pero diversas circunstancias me lo han impedido. La primera y más
importante fue que mis padres querían que estudiara. En segundo lugar, mi edad. Sin embargo,
ahora las circunstancias son otras. Mi padre murió hace años, y mi madre—el último vínculo
que me ligaba a mi hogar—murió hace un mes de una inflamación de los pulmones. Mis
hermanos—tengo tres, todos mayores que yo—están dispersados por el mundo en su condición
de hombres de negocios. Y así me he quedado solo, y mi deseo por esta gran empresa ha
aumentado en consonancia. Me matriculé en la universidad hace tres años y en ese intermedio
he estudiado Medicina. Por tanto, tengo poca experiencia en este campo, pero siempre puede
ser de utilidad. Tengo intención de dedicar el próximo invierno al estudio de la meteorología, la
cartografía, la topografía y otras materias que pudieran ser útiles en una expedición de este
tipo. Estoy a punto de cumplir los veintidós años. Soy algo corto de vista, pero no demasiado:
nunca he llevado gafas. Estaré encantado de presentar cualquier certificado que se me pida. El
certificado médico es imprescindible, y le adjunto uno. No pido demasiado por acompañarle. No
solicito salario y estoy dispuesto a someterme a cualquier prueba. Si desea usted tener una
entrevista personal conmigo, estoy dispuesto a venir cuando quiera. Es probable que ya se
hayan presentado muchos candidatos, tal vez con mejores calificaciones que las mías, así que
tengo escasas posibilidades. Sin embargo, concluyo esta petición con grandes esperanzas de
obtener una respuesta favorable.
Antes de que llegara la contestación Amundsen lo intentó en otras partes. En pleno noviembre
escribió unas cartas al consulado sueconoruego de Londres y a The Times (firmando como
«estudiante de medicina») para informarse acerca de la expedición de Jackson y Harmsworth.
Esta se disponía a viajar a Tierra de Francisco José al mando de Frederick Jackson, viajante
inglés y cazador mayor, bajo los auspicios de Alfred Harmsworth, el futuro lord Northcliffe,
célebre magnate de la prensa pero por entonces sólo propietario de una revista.
Ni el consulado ni The Times pudieron ayudarle. La respuesta de Eckroll, cuando finalmente
llegó, resultó desalentadora pero instructiva. Los puntos mencionados por Amundsen
supondrían sin duda una ventaja. [...] El hecho de estar familiarizado con el cuidado y
adiestramiento de los perros sería asimismo de utilidad en cualquier expedición al Ártico. [...]
No exigiré a los participantes más de lo que se puede esperar de una persona acostumbrada a la
vida al aire libre, y antepongo la perseverancia y la resistencia a un entusiasmo deportivo
forzado.
Eckroll afirmaba a continuación que sólo se acompañaría de personas que conociera. Estaba lo
bastante interesado como para sugerirle un encuentro si viajaba a Cristianía.
El hecho de que sólo quiera llevarse como acompañantes a personas con quienes ya haya
trabado conocimiento lo considero en todo punto razonable [fue la respuesta de Amundsen], ya
que en una expedición de esta naturaleza uno está limitado de manera exclusiva a su entorno
inmediato [...].
Había sopesado la posibilidad de emprender en primavera un viaje al Ártico en un foguero a fin
de acostumbrarme al clima y a las dificultades a las que uno tendría que exponerse [...]. En
cuanto al cuidado y adiestramiento de los perros, por desgracia debo confesar mi absoluta
ignorancia. Si conociera algún modo de aprenderlos, me aplicaría a ello de inmediato [...].
No se concretó nada, al menos en lo concerniente a Amundsen, pero el intercambio epistolar
pone de manifiesto varios aspectos interesantes. Uno es la combinación de franqueza y reserva
que se daba en Amundsen. Expone lo esencial de la situación de su familia—algo crucial en una
sociedad en que la familia tenía gran importancia y un hombre era la suma de sus antepasados y
parientes—y explica con toda sinceridad cómo la desaparición de ataduras y la mayoría de edad
le permiten seguir sus propias inclinaciones. Por otra parte, difumina su expediente académico
con no poca habilidad. Debido al retraso con que se presentó al primer examen, no había
estudiado propiamente Medicina más que unos pocos meses. Pero lo más interesante es su
conciencia de los principios de la exploración del Polo: es consciente de la necesidad de una
preparación previa, de aclimatarse, de entender a los perros.
Amundsen conocía sus limitaciones. Antes incluso de que llegara la respuesta de Eckroll había
comenzado a prepararse para satisfacer los requisitos imprescindibles. La conducción de perros
presentaba dificultades, porque el perro apenas si tenía presencia en Noruega en tanto que animal
de tiro; sólo más tarde se importaría de Groenlandia y Alaska. Amundsen comenzó por lo que le
resultaba más accesible: el arte del esquí de montaña. Este y la conducción de perros le parecían
los principales conocimientos que debía reunir un explorador del Polo. No todo el mundo
pensaba lo mismo: casi por el mismo tiempo, sir Clements Markham, el padre de la moderna
exploración británica a la Antártida, formulaba la siguiente norma para los viajes a los Polos:
«Nada de esquí. Nada de perros».
5
Tras abandonar el Magdalena, Amundsen se enroló en el Valborg, uno de los barcos de la
familia, con vistas al próximo viaje. Sin embargo, no tenía el corazón puesto en la navegación
ordinaria ni, todavía, en el rango de oficial o capitán. Había descubierto la navegación en el hielo
polar y el trabajo en condiciones árticas. Desde su intento frustrado del Hardangervidda, se había
iniciado en la técnica del viaje en el Polo y, a los veintidós años, se sentía con suficiente
confianza para preparar seriamente su primera exploración.
En noviembre de 1894 pensaba en un viaje a las islas Spitzberg. Estas carecían de un estatuto
definido, y Amundsen quería organizar una expedición para anexionarlas a Noruega. Al cabo de
dos meses se había centrado en la Antártida. Se trataba de un proyecto de mucha más
envergadura. Su hermano mayor, Tonni, también estaba interesado. Tonni había vuelto a
Cristianía después de trabajar dos años en Alger. Era un esquiador muy hábil, de hecho el mejor
entre los hermanos (según los haremos noruegos, Roald no era una maravilla con los esquís).
Una razón muy poderosa había determinado el curso de los pensamientos de ambos hermanos.
El agosto anterior, el capitán C. A. Larsen del Jason, barco de Sandefjord dedicado a la pesca de
la foca, había regresado de un viaje a la Antártida en que había descubierto Tierra de Oscar II, en
la costa de Tierra de Graham que baña el mar de Weddell. Su objetivo no era la exploración. Le
habían encomendado que encontrara nuevos espacios para la pesca de la foca y la ballena en lo
que constituía una de las primeras operaciones de la pesca ballenera noruega en la Antártida. Sin
embargo, Larsen se las había arreglado para volver con el primer descubrimiento notorio en la
Antártida desde los tiempos de sir James Clark Ross, cincuenta años antes.
Larsen era venerado entre los capitanes de balleneros. Era un líder natural. Con la sola fuerza de
su carácter había sofocado un motín de tripulantes borrachos del Jason en el estrecho de
Magallanes. Tenía todos las dotes de un explorador. En un apresurado desembarco en la isla de
Seymour, ante Tierra de Graham, había dado con los primeros fósiles de la Antártida. No era un
héroe popular, pero despertó un interés entusiasta, sobre todo en Roald y Tonni Amundsen, que
escribieron una carta a Christen Christensen de Sandefjord, el propietario del Janson, a quien
preguntaban
si una expedición en esquí no sería el mejor método de explorar tierras del sur desconocidas,
esto es, si las condiciones que se dan en la nieve y el hielo se parecen a las del casquete polar de
Groenlandia [...] si Tierra de Graham fuera adecuada [...] o de conocer usted otra tierra
relativamente desconocida más adecuada para una expedición como la nuestra [...] si se da una
ocasión propicia para la caza de focas [...] para obtener comida, y si tuviéramos bastante para
alimentar a unos cuantos perros que arrastrarían los trineos [...] que fuera rentable para un
barco que nos desembarcara y nos recogiera.
El proyecto que subyace a estas preguntas es básicamente sensato. Ya revela una familiaridad
con la esencia de la exploración de la Antártida, antes incluso de que nadie hubiera
desembarcado en ella para examinar el interior. Afirma sin vacilación alguna la necesidad de
usar esquís y perros en el continente todavía ignoto; décadas más tarde, los exploradores ingleses
seguían discutiendo acerca de este punto.
Es difícil determinar en qué medida el proyecto de Amundsen era producto de un entusiasmo
pasajero o una intención ponderada. Probablemente, la más leve palabra de aliento le habría
lanzado a una empresa. Pero alguna influencia sosegadora, seguramente la de Gustav, lo refrenó.
No partió hacia las islas Spitzberg ni hacia Tierra de Graham, sino que, con vistas a formarse en
la práctica, continuó enrolándose en barcos de la familia que cubrían monótonas navegaciones en
mares tranquilos. Un compañero que entonces compartió camarote con él le recordaba
trabajando duro, concentrado y determinado a aprender. «Sabíamos que tenía algún objetivo,
pero no hablaba nunca de ello». Muchos se llevaron esta misma impresión.
El primero de mayo de 1895 Amundsen consiguió el grado de oficial, aunque, para decepción
suya, sólo de segunda clase. No estaba hecho para los exámenes, pero había aprobado. Sólo
necesitaba unos pocos meses en el mar para licenciarse como primer oficial. Pero antes debía
prestar el servicio militar. Tenía gran deseo, según dijo, de cumplir su «deber como ciudadano».
No hay en esta expresión grandilocuencia sentenciosa, ni tal sentimiento era raro por entonces.
En verano de 1895 una de las recurrentes crisis entre Noruega y Suecia por la soberanía de la
primera estuvo a punto de desembocar en una guerra. En el último momento, Noruega,
desarmada y falta de preparación, tuvo que ceder. El descontento y la rebeldía se habían
extendido por todo el país. Los noruegos, un pueblo muy poco guerrero, se vieron forzados a
plegarse a la idea de que tal vez algún día tuvieran que luchar por la independencia. Se armaron
lo mejor que pudieron y el sentimiento patriótico se enardeció.
Pero en el caso de Amundsen había algo más que patriotismo. Tenía un miedo cerval a que lo
declararan inútil debido a su miopía. La experimentaba no como una mera discapacidad, sino
como un estigma vergonzoso que tenía que ocultar a los demás. Si se la había confesado a
Eckroll fue por una breve relajación; no se lo contó a nadie más, ni siquiera a sus parientes. Le
habían prescrito el uso de gafas y las llevaba en secreto, pero al final de su vida las repudió
públicamente en tanto que mácula deshonrosa. Buena parte de sus ridículos infortunios en
Hardangervidda se había debido a este problema. Sólo en la madurez, siendo un hombre famoso,
se atrevió a reconocer el defecto. Esa manía está relacionada con un rasgo obsesivo en su cultivo
de las virtudes físicas.
Desde los quince años había hecho religiosamente ejercicio físico a fin de mantenerse en forma
y, según decía, prepararse para la vida de explorador que le habían inspirado las heroicas
dificultades de sir John Franklin. Sin duda, esto da que pensar. Pero también es cierto que en
aquel tiempo arraigó entre los noruegos el culto al deporte y al físico. Amundsen no se destacó
en los deportes de competición que por entonces se practicaban en Noruega: carreras de esquí,
saltos de esquí y fútbol. No es infrecuente que en estos casos se opte por un pasatiempo no
competitivo. Además de entrenarse con vistas a un objetivo, Amundsen se entregaba a la
perfección física como fin en sí mismo. Por debajo de esta actividad se atisba el indicio de
alguna ansiedad oscura.
Más vale conocer por sus propias palabras, escritas treinta años después, el relato del examen
médico a que lo sometieron en el ejército:
El médico era un hombre mayor y, para mi gran satisfacción y sorpresa, un apasionado
estudioso del cuerpo humano. Como es natural, durante el examen estuve totalmente desnudo.
El viejo médico me inspeccionó con atención minuciosa y de repente prorrumpió en un elogio
encendido de mi aspecto. Al parecer, los ocho años de entrenamientos ininterrumpidos no
habían sido en balde.
—Joven, ¿qué diablos ha hecho para conseguir esta musculatura?-preguntó.
Le hablé de mi afición por el ejercicio físico, que practicaba con asiduidad. El viejo señor
estaba tan entusiasmado con su descubrimiento, que él consideraba muy notable, que llamó a
unos oficiales de la habitación contigua para que observaran la maravilla. De más está decir
que tal exhibición pública me causó mucho engorro y que deseé que la tierra se me tragara.
Pero este episodio tuvo consecuencias favorables. En su entusiasmo por mi condición física, el
viejo médico se olvidó de examinarme la vista. Y así superé el examen con la mayor facilidad y
pude hacer el servicio militar.
Sirvió a lo largo de los siete meses y cinco días obligatorios. La instrucción se llevó a cabo en la
plaza de armas de las barracas Gardemoen, situadas en las afueras de Cristianía. Pero Amundsen
no se dio por satisfecho y siguió una instrucción suplementaria por su cuenta. Una de las
anécdotas que se cuentan de este período es que obtuvo permiso para correr junto con un
compañero a lo largo de una extensa distancia a campo traviesa. El compañero hacía de liebre
vestido con ropa deportiva. Amundsen cargaba con un equipo de campaña completo, con fusil y
mochila, y calzaba las reglamentarias botas de caña alta pesadas e incómodas.
Los escritores noruegos han observado con frecuencia acerca de sus compatriotas que son gente
extremada. En un pasaje famoso que los noruegos suelen citar con particular emoción, Ibsen
dice:
Seas lo que seas, se lo del todo. Sin división ni dudas.
Como mínimo, es la viva imagen de Amundsen. Empieza a tomar forma el hombre dominado
por un solo objetivo que arrumba todo lo demás.
A finales de enero de 1896 apareció en las primeras páginas de la prensa de Cristianía el titular
«Esquiadores perdidos». Era el debut de Amundsen en los medios de comunicación.
A primera hora de Año Nuevo, Amundsen y su hermano León habían salido de Cristianía con
intención de atravesar esquiando Hardangervidda hacia el oeste de Noruega. Lo normal era que
tardaran una semana, pero hacía quince días que no se sabía nada de ellos. Hardangervidda
poseía en pleno invierno un aura de premonición mística, y la gente de entonces estaba muy
familiarizada con los desastres en la nieve. Eivind Astrup había desaparecido en el curso de un
viaje en esquí por las montañas Rondane del este de Noruega; más tarde se halló su cadáver.
Hacía más de dos años que no se tenía noticia de Nansen, perdido por el Artico, y ya corrían
rumores lúgubres. Todo ello revirtió en los Amundsen, como era de esperar. Corrió la alarma y
se inició la búsqueda. Al cabo de tres semanas, habiéndoseles dado por perdidos, reaparecieron
por su propio pie, pero a duras penas.
Formaba parte del entrenamiento de Amundsen para el Polo. Tras prestar el servicio militar optó
por emprender otra tanda de esquí de montaña. Su elección fue muy propia de él: la travesía en
pleno invierno del Hardangervidda que le había derrotado dos años antes. Como Urdahl no podía
acompañarlo esta vez, convenció a León de que ocupara su lugar.
No había de ser una repetición morosa sino un ejercicio de aplicación de lecciones previamente
asumidas. Los esquís eran más ligeros, las fijaciones permitían un mayor control; hubo cambios
en la alimentación, la ropa y el equipamiento. Dotado a aquellas alturas de la sabiduría del
marinero acerca del tiempo y la navegación, Amundsen llevó un barómetro de bolsillo (no lo
llevó en el primer viaje) y nada menos que tres brújulas para contrastarlas.
Amundsen escribió de inmediato una crónica del viaje para el diario de provincias que dirigía
Urdahl. Era su primer escrito que veía la luz, y seguía las reglas establecidas del género: en los
primeros tiempos del esquí de montaña noruego, aparecían regularmente en la prensa artículos
que detallaban trayectos destacados. Amundsen era reacio a publicarlo; se había perdido y,
siendo en el fondo un perfeccionista, quería escribir sólo acerca de la perfección. Con todo,
Urdahl le persuadió de que los lectores preferían estas complicaciones. Amundsen no tenía
pretensiones literarias; a instancias de Urdahl, adoptó la forma de una larga carta dirigida al
director. Se publicó en varias entregas con el título de «El audaz viaje de los hermanos
Amundsen por Hardangervidda». [7]
Sólo difiere de otros escritos del género en que está menos adornado y exagerado que de
costumbre. Amundsen insistía en que la aventura comenzó al torcerse las cosas. Tenía intención
de seguir la ruta de Moden a Eidfjord propuesta por Urdahl, si bien saliendo de Kongsberg y no
de Kr0deren como en la ocasión previa. Ello representaba esquiar a lo largo de 170 kilómetros,
pero la parte más difícil eran los últimos sesenta kilómetros a partir de Mogen, por las cumbres
desiertas de Hardangervidda hasta llegar a Garen, el primer punto poblado del lado oeste. Todo
fue más o menos bien hasta los últimos treinta kilómetros, tras abandonar un refugio deshabitado
llamado Sandhaug. A partir de allí todo se fue al traste.
Aunque el clima nos favorecía—estaba despejado y hacía frío, 25 °(C) bajo cero—, los esquís se
deslizaban con dificultad. Se debía a la nieve seca, granulada y amontonada. Alrededor del
mediodía [...] se desataron espesas masas de niebla entre grises y negras, y apenas media hora
después nos sobrevino una tormenta NO [...] la única opción sensata habría sido volver atrás.
Pero los rastros de los esquís ya habían quedado borrados y por todas partes nos envolvía
cinarra espesa, de manera que resultaba imposible encontrar la cabaña de nuevo...
Los hermanos tuvieron que enfrentarse acto seguido a una selección de las bromas pesadas que
pueden gastar las nieves. Les azotó un viento incesante que transformó el paisaje en un caldero
de cinarras hirvientes; los desorientó una tormenta de nieve, cuando el cielo y el suelo confluyen
y no hay horizonte ni arriba y abajo perceptibles. A pesar de las tres brújulas se perdieron.
Durante cuatro días avanzaron en círculos, durmiendo en la nieve, incapaces de preparar comida
caliente porque sus cocinas de alcohol no funcionaban al aire libre. La cinarra, tan parecida a la
arena, corría por todas partes y lo penetraba todo; se fundía y se infiltraba en el interior de sus
sacos de dormir. En la segunda noche pasada al raso desapareció misteriosamente la bolsa donde
llevaban la comida, que habían dejado imprudentemente en la nieve; tal vez se la llevara el
viento o un animal glotón. Todo era emocionante. Sin embargo, Amundsen lo exponía no como
una noble aventura, sino como un cuento aleccionador un tanto reprensible. El punto álgido se
producía en la cuarta noche consecutiva que dormían a la intemperie:
La pasamos en una ladera empinada. Aprovechamos la gran cantidad de nieve que había para
enterrarnos a gran profundidad y así protegernos del viento y la cinarra. Aquella noche dormí
mejor que de costumbre. Al despertarme descubrí que la nieve me tenía inmovilizado. Pensé que
podría romper la cubierta de nieve que tenía encima presionándola con los hombros. Pero me
equivocaba. Sin duda, la nieve estaba húmeda al caer y después se había helado hasta formar
una masa compacta a mi alrededor. Mi hermano había estado más atento. Según me contó
después, se había levantado varias veces durante la noche y había apartado la nieve que me iba
cubriendo. Yo, en cambio, había dormido de un tirón. Al aparecer la primera luz del día, él
había mirado qué tiempo hacía. Entonces descubrió que la nieve me tenía inmovilizado. De mí
sólo se veían los pies, que le indicaron mi posición. Después de cavar con ahínco durante una
hora o más, pudo liberarme. Convinimos en que tras tantas desdichas tenía que pasarnos algo
favorable, y nos pusimos en marcha llenos de confianza.
Al cabo de pocas horas se encontraron descendiendo por Hardangervidda. Rebasaron el límite de
vegetación arbórea, encontraron rastros de esquís y regresaron a la civilización, al mismo Mogen
del que habían salido diez días antes. No se habían llevado nada a la boca en sesenta horas. Entre
tanto, durante la ventisca, habían aparecido en Garen unos misteriosos rastros de esquís
provenientes del este que sólo podían ser de ellos: sin saberlo entonces, habían estado a unos
pocos metros de su objetivo.
Amundsen había pasado por más dificultades de lo que indicaba su relato. En la última noche
casi se había ahogado en la nieve. Corría el riesgo de que le tuvieran que amputar varios dedos
congelados de las manos. Fue su viaje más duro. Batiría marcas mundiales y superaría fronteras,
pero nunca coronó Hardangervidda. Sin embargo, éste le reportó varias lecciones. Fue su escuela
para el Polo y le permitió cometer sus errores de principiante a tiempo de enmendarlos.
A continuación, teniendo que completar el período de prácticas en el mar para obtener el grado
de oficial, Amundsen se embarcó en un segundo viaje al Artico: nada menos que en el Jason, que
había reemprendido la caza de focas en el norte tras su incursión en el sur.
La historia toma en este punto otra dirección.
6
EN LA NOCHE ANTARTICA
Carsten Borchgrevink, amigo de infancia de Amundsen, había conseguido trepar hasta el puesto
de sobrecargo del Antarctic, un ballenero noruego enviado a confirmar las informaciones de sir
James Clark Ross acerca de unas ballenas que supuestamente habían de reportar grandes
beneficios. Era el primer viaje al mar de Ross desde que fuera descubierto en 1841. No se
hallaron las ballenas, pero en cabo Adare, Leonard Kristensen, capitán del Antarctic, avaro un
bote y puso pie en la costa. Lo acompañaba Borchgrevink. Fueron los primeros en hollar Tierra
Victoria. Era el 24 de enero de 1895. Fue el primer paso en el camino hacia el Polo.
El Sexto Congreso Geográfico Internacional se celebraba en Londres en julio de aquel mismo
año, y Borchgrevink recorrió a sus propias expensas el medio mundo que le separaba de
Inglaterra para irrumpir en las sesiones y dar la noticia. En seguida se ofreció para dirigir una
expedición que, tras desembarcar en cabo Adare, sería la primera en invernar en el continente
antartico. El Congreso aprobó una resolución según la cual
las regiones antarticas son la parte más importante que queda por abordar en la exploración
geográfica [...] habría que emprender esta tarea antes de final de siglo.
Tras décadas de descuido, había resucitado el interés por la Antártida. El primer efecto de este
debate se produjo en Belgica, donde un oficial de la marina, el teniente de navío Adrien de
Gerlache, preparaba una expedición. Parecía casi imposible, puesto que, como dijo el propio
Gerlache, Bélgica era «un país carente de tradición marinera, cuando no de marinos [donde] no
se ha aprendido a apreciar el valor de las empresas de largo alcance». Pero el espíritu de la época
desciende donde se le antoja.
Cuatro años antes, el barón Adolf Erik Nordenskióld, el ilustre conquistador del Paso del
Nordeste y precursor de Nansen en su primera travesía de Groenlandia, había tratado de
organizar una expedición a la Antártida. De Gerlache le escribió para ofrecerse, o más bien
suplicando que lo aceptara, como voluntario. No recibió respuesta, y la expedición no llegó a
concretarse. Pero le había dominado una idea: si no podía sumarse a la expedición de otro, si en
verdad no había ninguna expedición a la que pudiera incorporarse, organizaría una por su cuenta
y riesgo. Fue un profundo acto de fe. Bélgica estaba entonces concentrada en la absorbente
operación de colonizar el Congo. Al rey belga Leopoldo no le hacía ninguna gracia cualquier
elemento que pudiera distraer a sus súbditos de esta empresa, y no respaldó a De Gerlache.
Conseguir dinero para esta exploración iba a ser más difícil de lo acostumbrado.
Sin embargo, De Gerlache estaba dotado de la determinación sublime que vence las dificultades
y rompe muros de ladrillo. Pudo reunir cierta suma de dinero y compró el barco para la
expedición. Siguiendo la mejor tradición de las exploraciones a los Polos, se trataba de un viejo
foquero, noruego, ni más ni menos que el Patria que Amundsen había encontrado en su primer
viaje al Ártico hacía uno o dos años. Con el nuevo nombre de Bélgica entró en Sandefjord el 4 de
julio de 1896 para ser reparado.
En ese mismo puerto ancló el Jason, proveniente del Ártico y con Amundsen a bordo. Dio con el
tipo de azar propicio que andaba buscando. El 29 de julio, le escribió una carta a De Gerlache
solicitándole que lo aceptara como voluntario.
Amundsen era un perfecto desconocido; uno de tantos que pedían embarcarse en el Bélgica
rumbo al sur misterioso. De Gerlache mostró la carta a Johan Bryde, armador de Sanderfjord,
cónsul honorario belga y agente del Bélgica. El comentario de Bryde, escrito en el margen,
rezaba: «¡Admítalo, amigo mío!».
Bryde era un capitán veterano en los viajes al Ártico y acostumbrado a calibrar marinos. Cuando
menos, era el consejero en quien confiaba De Gerlache. Y éste aceptó a Amundsen, quien se
ofreció a trabajar sin sueldo, lo que sin duda dijo mucho en su favor. Por otra parte, De Gerlache
estaba dispuesto a llevarse viajeros familiarizados con el Polo con independencia de su origen y,
como dijo, vio a un «marinero y esquiador». También le predispuso a favor suyo el hecho de que
Amundsen fuera compatriota de Nansen, que ya despertaba pasiones.
El 13 de agosto, Nansen había desembarcado en Vardo, en el norte de Noruega. Era la primera
noticia que se tenía de él desde que desapareciera en el hielo ártico tres años antes. Puso pie en
tierra como un hombre que volviera de la muerte.
Con un solo acompañante—Hjalmar Johansen—, había abandonado el Fram cargado de trineos,
perros y esquís para hacer una incursión al Polo. No lo alcanzaron, pero sí llegaron a 86° 14', el
punto más septentrional que habían hollado pies humanos, 170 millas más allá que nadie y, pues,
más cerca del Polo de lo que nadie lo hubiera estado tanto del Ártico como de la Antártida. Esta
hazaña hubiera bastado para convertirlos en héroes por un día; pero lo que fascinó la
imaginación del público fue lo que vino a continuación. Su regreso a través del casquete
arrastrado por la deriva se convirtió en uno de los viajes clásicos de las exploraciones al Polo.
Fueron quinientas millas de dificultades pero en ningún momento, por extraño que parezca, de
desesperación. Acabó con un solitario invierno propio de Robinson Crusoe en una cabaña
improvisada en una isla desierta del Artico, entre los lúgubres archipiélagos de Tierra de
Francisco José, y un encuentro milagroso con la expedición de Jackson y Harmsworth. El
Windward, el barco de apoyo de la expedición, retornó a Nansen y Johansen a la civilización. Al
cabo de una semana justa de su regreso, el Fram volvió a Noruega. Tal como había proyectado
Nansen, lo había arrastrado la corriente a lo largo de la cuenca polar. Había cumplido su misión
en el hielo sin apenas una grieta en las cuadernas. A diferencia de casi todas las demás
expediciones al Ártico, no se había producido ninguna baja. Y lo mejor de todo: Nansen había
derrotado a los expertos, a los pontificadores, a las autoridades sobre el Ártico que habían
augurado un desastre. Algunos no se lo perdonaron nunca, por supuesto. Pero llegó al corazón
del pueblo.
Noruega estalló en una celebración del fervor patriótico. Nansen había surgido del hielo para dar
confianza y orgullo nacional a los suyos cuando eran necesarios en la lucha por la independencia.
No habiendo ningún político que gozara de su popularidad, hizo las veces de dirigente nacional.
«Hasta ahora, nadie pensaba que la pequeña Noruega pudiera conseguir algo tan grande», dijo
Bj0rnstjerne Bjornson, el poeta nacional, en el discurso de bienvenida que leyó en Cristianía ante
Nansen y treinta mil personas. «Y la Gran Proeza es como una confirmación de la nación
entera».
Alto, rubio, con un aura de invencibilidad, Nansen fue convertido por sus compatriotas en un
semidiós. Erik Werenskiold, un artista renombrado, lo utilizó como modelo para las ilustraciones
de las Sagas, de modo que Nansen entró en miles de hogares noruegos con la imagen de un héroe
medieval, el rey Olav Tryggvason. Y así, en Noruega, el explorador del Polo pasó a ser el ideal
nacional; peores ha habido.
En el extranjero, Nansen tuvo mucho más eco esta vez que con su primera travesía por
Groenlandia. No se debía sólo a la mayor envergadura de la proeza, sino a que ésta se difundió
por un medio diferente. La primera se había dado a conocer mediante un libro escrito por el
propio Nansen; ésta la transmitía la prensa popular. Su personalidad atraía a los periodistas
porque se prestaba a simplificaciones y no planteaba grandes dificultades de comprensión,
porque animaba la función de marionetas que constituían las noticias de sociedad. Tenía una
correcta dosis de vanidad: aparecía con un sombrero negro de matador y una chaqueta peculiar
abrochada hasta el cuello que dio en llamarse chaqueta Nansen. Ataviado de esta guisa, con su
largo rostro nórdico y su honda melancolía rayana en la ferocidad, se convirtió en una imagen
familiar en los diarios de todo el mundo. Ocupaba titulares y era la personalidad pública por
excelencia; en este sentido, fue una creación de la prensa: el primero de los populares héroes del
Polo modernos.
El todavía joven arte del periodismo popular necesitaba un suministro de héroes como vía para
encauzar el fervor patriótico y de figuras con las que la gente pudiera identificarse y escapar de
la espantosa uniformidad de la civilización industrial. El explorador era un héroe adecuado; el
explorador del Polo, con su entorno fácilmente dramatizable, era el idóneo. Y así entró en escena
Nansen, el hombre de las tierras exóticas y heladas que actuaba ante públicos populares ávidos
de aventuras por vía interpuesta. Inauguró lo que se ha llamado imprecisamente la era heroica de
la exploración del Polo. Es comprensible que Amundsen sacara provecho de su gloria indirecta.
Amundsen había completado su preparación en el mar y fue nombrado segundo oficial del
Bélgica. Pero desde que obtuviera el certificado dieciocho meses antes, había estado en aguas
cercanas por donde se navegaba «por azar y por Dios». Se le puso como condición para su
nombramiento que se instruyera en todo lo concerniente a la navegación. También tenía que
aprender algo de francés y flamenco para poder dar órdenes a los marineros belgas. Se ocupó de
ambas exigencias de modo simultáneo tomando en 1897 un profesor de navegación amberino.
Entre tanto, De Gelarche pasaba el invierno en Noruega, dedicado al aprendizaje del esquí y de
la lengua. El viaje del Bélgica requería el conocimiento de idiomas: los oficiales y la tripulación
estarían compuestos por belgas y noruegos a partes más o menos iguales; el equipo científico se
crearía en torno a un geólogo polaco, Henryk Arctowski, y un zoólogo rumano, Emile G.
Racovitza. Eran los únicos que se habían presentado como voluntarios. De Gelarche tal vez
hiciera de la necesidad virtud al ver en su grupo polígloto un meritorio experimento en el avance
de la comunidad de naciones. En la apoteosis de la era del nacionalismo era a lo menos un ideal
desacostumbrado.
El Bélgica pasó casi un año en Sandefjord entre reparaciones. El 26 de junio de 1897 puso rumbo
a Amberes con una tripulación muy reducida. Amundsen regresó para incorporarse a la
expedición; Nansen se desplazó desde Cristianía para despedirlos.
De Gerlache, al igual que Borchgrevink (de quien probablemente sacara la idea), tenía intención
de desembarcar en cabo Adare y ser el primer hombre en invernar en la Antártida. En pleno viaje
se propuso explorar Tierra de Graham y las aguas próximas, una pequeña parte a mitad de la
circunnavegación de un continente aún casi del todo desconocido.
Era trabajo más que suficiente para tres expediciones; y cuando el Bélgica zarpó de Sandefjord
no había dinero ni siquiera para una. De Gerlache aún necesitaba ochenta mil francos belgas para
partir hacia el sur. En primer lugar iría a Amberes a solventar este detalle. Estaba convencido de
que el dinero saldría de alguna parte antes del día previsto para zarpar. Y lo hizo sin que se
supiera muy bien cómo; hasta hubo una subvención del Gobierno a última hora. De Gerlache
había puesto un broche glorioso a tres años de mendicidad humillante. En todo este tiempo no
había recaudado más que doce mil libras y, con esta suma a todas luces insuficiente, inició la
primera expedición moderna al continente antartico.
Diversas complicaciones retrasaron la partida. El médico dimitió en el último momento. Pero
entre la inicial avalancha de variopintos voluntarios rechazados figuraba cierto doctor Frederick
A. Cook, de Brooklyn, Nueva York, que había acompañado a Peary en su expedición al norte de
Groenlandia de 1892. De Gerlache le telegrafió para ofrecerle el puesto. Cook aceptó en el acto y
se le dijo que embarcara en el Bélgica en Río de Janeiro.
En Ostend, cinco días antes de la salida, un joven subió a bordo sin previo aviso, provisto de una
muda, un poco de ropa de cama, gran cantidad de energía y la solicitud de ser admitido en la
expedición. Era un polaco llamado Antoine Dobrowolski. Parecía contar con una sólida
formación científica, y se le aceptó de inmediato en condición de meteorólogo. Rechazó todas las
ofertas que se le hicieron para comprarle equipamiento, y sólo lamentaba no ser lo bastante rico
para ayudar en términos económicos.
El 23 de agosto, el Bélgica puso rumbo al sur; el 22 de octubre arribó a Río de Janeiro, donde
recogió al doctor Cook. Amundsen se fijó desde el principio en este explorador consagrado, y
más teniendo en cuenta que añadía dos de los trineos de Peary a los tres que se habían llevado de
Noruega.
En Navidad, el Bélgica estaba en Lapataia, en el canal de Beagle, cerca del cabo de Hornos.
Como regalos de Navidad para oficiales y científicos, De Gerlache repartió novelas
cuidadosamente seleccionadas según el gusto de cada cual. A Amundsen le dio el Pescador de
Islandia de Pierre Loti.
Amundsen se vio un tanto reflejado en Big Yann, el protagonista de la novela de Loti. Big Yann
es un pescador bretón completamente entregado a su vocación, no por lo que gana sino por el
solo placer de tomar lo que le da el mar y enfrentarse a los elementos.
Que hombre este Yann, con su desdén por las mujeres, su desdén por el dinero, su desdén por
todo...
Cuando alguien le pregunta por su soltería e independencia, responde:
—Uno de estos días me voy a casar, desde luego... pero no con una muchacha del país; no, será
con el mar.
El Bélgica tuvo la suerte de encontrar tiempo apacible en los mares proverbialmente encrespados
de la zona del cabo de Hornos. El 19 de enero fue avistado el primer iceberg, refulgente, de
extremo plano, y al día siguiente las islas Shetland del Sur. El Bélgica tenía ante sí varias vías
angostas. Topó contra un arrecife pero salió sin desperfectos. Provisto de unas cartas de
navegación que eran poco más que bosquejos y navegando al buen tuntún, De Gerlache ordenó
avanzar a toda máquina.
En su progresión a tientas, el Bélgica pasó por un estrecho situado entre la isla de Nieve y la isla
de Smith; era el primer barco que lo cruzaba. Había llegado a los confines del mundo conocido.
Casi de inmediato, en el curso de una tormenta, las olas arrojaron por la borda a Wiencke, uno de
los marineros noruegos, que murió ahogado. El nerviosismo era general, la imaginación se
desataba. Ya había una muerte. ¿De qué tipo de presagio se trataba? ¿Cuántas víctimas habría
que contar? ¿Volverían a ver sus hogares? ¿Quién sería el próximo? Amundsen no lo menciona
en absoluto. En su diario se hace reproches en tanto que oficial de guardia y, por ende,
responsable. Se lo reprocha por partida doble porque, siendo el único oficial noruego, sentía una
responsabilidad añadida por los compatriotas de a bordo. Reflexiona con tristeza que de haber
prestado mayor atención habría podido evitar el desastre. Que Wiencke no se anduviera con la
necesaria cautela y que en aquel momento él estuviera ocupado en apartar el rumbo del barco de
un iceberg no lo considera una excusa. Para Amundsen no existían las excusas.
El Bélgica salió a mar abierto y se plantó ante la costa de la Antártida con las banderas a media
asta. A la tripulación heterogénea, apesadumbrada por la muerte de un compañero, la sobrecogió
la primera visión de un mundo nuevo y extraño: tierra desolada y deshabitada, donde se erguían
los oscuros pináculos de roca pespunteando ilimitados campos de nieve que descendían hasta las
orillas de un mar encrespado.
El Bélgica se hallaba ante la costa oeste de Tierra de Graham, que nadie visitaba desde hacía más
de sesenta años. Encontró la entrada de un canal que no constaba en los mapas. De Gerlache
tenía la esperanza de que condujera al mar de Weddell. Esperaba con toda inocencia que la tierra
sólida se le abriría. Lo que halló fue un estrecho entre la península y el archipiélago de la costa.
Lo bautizó con el nombre del barco, pero hoy lleva su nombre. Fue el gran descubrimiento del
viaje.
De Gerlache y el teniente Georges Lecointe, el segundo de a bordo, tal vez presintiendo que la
estación se acortaba, querían avanzar a la mayor velocidad posible.
Al subir a cubierta a medianoche [escribió Amundsen el 28 de enero, el día siguiente de la
entrada en el estrecho], había un temporal menor, nieve muy húmeda y niebla espesa. Nos
limitábamos a dejarnos ir con viento en popa. Este tipo de navegación es peligroso pero
atractivo. Tierra por doquier, sin saber dónde. El oficial al que relevé me dijo que a su parecer
estábamos a bastante distancia de la tierra. Sin embargo, esto no fue óbice para que me
esmerara en el cumplimiento de mi deber. La vista se me va hacia delante y a sotavento. A las
doce y media veo en la proa de sotavento una franja oscura que da la impresión de no moverse.
Hay poco tiempo para decidir. El motor delante y la barra del timón a sotavento. Viramos y
dejamos atrás la franja oscura. Ahora todo se aclara lo bastante como para estar convencido de
lo que he visto. Era una tierra grande y alta, y no estaba lejos, de eso estoy seguro. La franja
oscura se me apareció sólo durante un breve intervalo. Un poco antes o después habría sido
imposible ver nada a través de la cinarra y la niebla espesa. Ha pasado exactamente lo mismo
varias veces. Sois Vos, Dios, quien lo guiáis y vigiláis todo, no me cabe ninguna duda.
Considerando el pasado, Amundsen creía que la protección divina le había salvado de un
naufragio. Tenía el don de la buena suerte indispensable para los grandes generales y
exploradores.
La expedición pasó tres semanas en el estrecho y recaló en varias ocasiones. Como en una
violenta escena wagneriana, el aire iba lleno de los golpes del martillo del geólogo y de los
chillidos en masa de los nerviosos pingüinos. Era la primera vez que un científico invadía la
Antártida.
El 26 de enero, Amundsen desembarcó en una isla llamada Dos Montículos con intención de
poner a prueba sus esquís. Probablemente fuera el primer hombre que esquiaba en la tierra firme
de la Antártida. Si le apetecía, podía argumentar que había adquirido derechos sobre el Polo Sur.
El 31 de enero fue otra fecha memorable: el día en que empezó el primer viaje en trineo por la
Antártida. Participaron en él De Gerlache, Amundsen, Cook, Arctowski y Emile Danco, oficial
del ejército belga que había pagado para poder tomar parte en la expedición. Con dos trineos y
provisiones para una semana, desembarcaron en la recién descubierta isla de Brabant con
intención de observar el estrecho de Gerlache desde lo alto. Iban a marcar un hito en la
exploración de la Antártida.
En primer lugar, subieron a pulso los trineos al manto de hielo que cubría la isla. Tuvieron que
forcejear y empujar por una empinada cuesta de hielo, entre grietas espantosas. Estas pocas horas
quedaron grabadas a fuego en la memoria de Amundsen: se le hizo del todo evidente que la
fuerza bruta no era ni gloriosa ni heroica, sino desagradable, esforzada, ingrata y estúpida.
Al cabo de la ascensión de aquel 31 de enero de 1898 se acampó por primera vez en una
exploración de la Antártida. Esta es la entrada del diario de Amundsen correspondiente al
acontecimiento histórico:
Como la nieve está muy suelta hemos tenido que cavar un claro para la tienda. Mientras tres se
ocupaban de esto, dos se han puesto a preparar la comida de la noche al abrigo del trineo. La
primera vez es la más lenta, pero no pasa demasiado tiempo antes de que nuestra tienda levante
su armazón contra la nieve y el viento. Ponemos en la tienda lo que necesitamos para la noche:
sacos de dormir y medias secas; el resto lo dejamos sobre el trineo, protegido con lonas. Con la
sopa de guisantes hirviente olvidamos la nieve y el viento, y no se podría estar más a gusto en
un palacio real...
Alcanzaron su objetivo en las alturas y pudieron contemplar el estrecho en casi toda su
extensión. Sin embargo, Amundsen estaba más interesado en aprender las técnicas del viaje por
el Polo. El 4 de febrero, dejando a los demás con el teodolito y la plancheta, emprendió con
Cook una excursión a la ladera de un iceberg que le había derrotado.
Fue la iniciación de Amundsen en el avance por el hielo.
Fue un trayecto largo y un día duro. Pasamos por innumerables grietas enormes. Tuvimos que
abrirnos paso por una cascada de hielo perpendicular [...] el Doctor, el experto explorador del
Polo, va delante, yo le sigo [...] Es interesante ver el modo práctico y tranquilo con que se
desenvuelve este hombre...
Tras ocho horas de lucha incesante con el hielo, en peligro permanente, regresaron por fin al
campamento. «Estas excursiones son una maravilla—comentó Amundsen—, y espero que surjan
otras con frecuencia».
El 6 de febrero regresaron al barco. La misma noche, antes de que las primeras impresiones
perdieran su intensidad, resumió su experiencia. Desconoce la importancia histórica de lo que ha
contribuido a hacer. No se explaya en la gloria del descubrimiento, no se extasía hablando de la
sensación de haber hollado lo que ningún pie humano había pisado antes. Se ocupa
exclusivamente y con gran lucidez de las lecciones que ha extraído: anota que la tienda, con el
tradicional modelo de caballete, deja que desear porque
opone al viento una superficie demasiado grande. Está hecha de seda engrasada [...] no es
práctica [...] más pesada que la materia prima [...] la forma más práctica [...] es sin duda la
cónica. Es más fácil de clavar y no ofrece tanta resistencia al viento [...] el Doctor llevaba ropas
de piel de foca [esquimales] que resultaron muy prácticas. Se secan con facilidad [...] Ir ligero
de ropa. Lana para todo. Hojalata impermeable para las cerillas. Gafas de esquiar
absolutamente necesarias. El campo no es aquí [...] más que un solo glaciar [...] avanzar solo
por él es una locura. Dos bien atados absolutamente necesario.
Amundsen aprendía desde el principio, y Cook era su maestro, el discípulo de Peary, uno de los
grandes nombres del viaje al Polo. Para Amundsen, éste era el verdadero privilegio de haberse
embarcado en el Bélgica.
El Bélgica atravesó el Círculo Antartico manteniendo una distancia prudencial respecto a Tierra
de Graham y alcanzó el casquete polar. Este se extendía hacia el horizonte como una corteza
brillante, y los témpanos se sucedían en su avance perezoso resonando, según un explorador
francés, con «el murmullo lejano de una gran ciudad hundida en el fondo de un valle».
El Bélgica derivó en paralelo al casquete, lejos de la tierra. Era a finales de febrero, en pleno
invierno, el momento en que muchos capitanes pensarían en volver a casa. Pero De Gerlache no
soportaba la idea de apartarse del hielo. Su plan original se había desmoronado, y a aquellas
alturas resultaba evidente que no podría observar el mar de Weddell. No podía acercarse a Tierra
de Victoria. Pero no estaba dispuesto a renunciar a su ambición de ser el primer hombre que
invernaba en la Antártida. Mantuvo fijo el rumbo y concibió la idea de emular a Nansen: dejar
que el Bélgica se helara y llegar al punto más meridional arrastrado por la corriente, con la
banquisa.
De Gerlache no quería hacerlo público porque sabía que muchos de sus hombres lo
desaprobarían. Con todo, éstos sospecharon de sus intentos de probar la consistencia del borde
del casquete. El 23 de febrero, tras una de estas incursiones, Amundsen escribió que
por desgracia los científicos dan claras muestras de miedo. Son reacios a seguir penetrando en
el hielo. ¿Por qué, si puedo preguntarlo, hemos venido aquí? ¿No es para explorar regiones
desconocidas? Pues es imposible si permanecemos fuera del hielo.
El 28 de febrero llegó una tormenta del nordeste. El hielo se abrió ante el Bélgica. A De
Gerlache le pareció una ayuda caída del cielo. Porque ¿quién podía enfrentarse al viento? Se
acercó a Lecointe, que estaba de guardia, y lo encontró del mismo parecer. Con un solemne
apretón de manos hicieron virar el barco hacia el sur por entre témpanos que se levantaban y se
rompían. Se dejó llevar por la tormenta y el 2 de marzo, cuando ésta amainó, se vio rodeado de
hielo y casi con toda seguridad inmovilizado para todo el invierno.
El Bélgica había cruzado el paralelo 71 y aún se dejaba arrastrar hacia el sur por el casquete.
Pero De Gerlache aún no podía decir la verdad a sus hombres. Falsificaba sus cálculos para dar a
entender que se dirigían al norte y expresaba esperanzas ficticias de una liberación inminente.
Sólo Amundsen y Lecointe compartían el secreto.
Cuando el hielo se aflojó, De Gerlache simuló que trataba de salir de él. No lo logró, como era de
esperar, pero tras esta exhibición de pundonor intentó que los marineros se resignaran a las
circunstancias. Sin embargo, lo acusaron de no haberse esforzado de veras. Lecointe comentó
con cierta falsedad que
es indudable que nos esforzamos cuanto pudimos por volver al norte, pero también es indudable
que a De Gerlache y a mí nos alegró el fracaso de nuestro empeño.
En un primer momento, De Gerlache tenía previsto desembarcar con unos cuantos acompañantes
en cabo Arade y enviar al Bélgica a invernar en Australia. Los hombres que estaban a punto de
hacer historia por ser los primeros en invernar en la Antártida actuaron en gran medida
engañados y contra su voluntad.
En este grupo de marineros heterogéneo y reunido al azar, pocos estaban preparados en términos
mentales o físicos para resistir los rigores del Polo. Aún menos eran capaces de apañárselas con
sus aprietos particulares. Las adversidades habituales en cualquier expedición hubieran sido lo
bastante duras: la sensación de aislamiento; estar en relación con unos pocos compañeros, viendo
las mismas caras día tras día, mes a mes; la amenaza de un medio hostil; el viento, el frío y,
sobre todo, la oscuridad del invierno polar, en que el sol no sale en meses. La oscuridad puede
ser por sí misma una experiencia terrible. Los hombres del Bélgica fueron los primeros en pasar
por todo esto en el sur; no era ningún consuelo saber que ya era conocido en el norte. Por
añadidura, estaban perdidos en un mar inexplorado, solos ante una costa desconocida. No tenían
modo de saber si podrían escapar del hielo. La incertidumbre y el temor les atenazaban. Y para
remachar el clavo, debido al camino que se habían visto obligados a emprender, eran presa de la
frustración, el pánico frío y el resentimiento. Dos marineros perdieron la razón. En un momento
u otro, todos estuvieron al borde de la locura. «En lo mental—escribió Cook más adelante—
aquello parecía un manicomio».
El Bélgica no estaba preparado para invernar en el hielo. A bordo había ropa de abrigo para sólo
cuatro hombres, y comida para un año a lo sumo. El escorbuto se extendió como la peste.
El escorbuto es resultado de una carencia acusada de vitamina C. Esta es una sustancia esencial
para la vida, aunque todavía no se ha entendido del todo que función específica cumple. Al igual
que las cobayas y los monos, el hombre no puede sintetizarla y debe procurársela a partir de lo
que come. Con todo, la vitamina C es inestable, se destruye con los métodos de conservación
tradicionales y sólo se encuentra en los alimentos frescos.
El escorbuto fue la enfermedad por excelencia de las comunidades que no podían acceder a
provisiones frescas y tenían que alimentarse de víveres en conserva durante un período más o
menos largo. Rondaba a los barcos en alta mar: en tiempos pasados, causó más muertes que la
espada. Era el azote de los viajes de exploración; según las palabras ilustradoras (y de una
exactitud clínica) de Camóes, el poeta portugués del siglo XVI, es decir, de la era de los
descubrimientos, fue
La más horrible, la más cruel enfermedad [...]
tan atrozmente hincharía las encías
en las bocas de nuestros hombres, que la carne negra
de repente se hinchó, de repente se pudrió.
Con tal hedor se ha podrido
que el aire de alrededor está infectado.
Si no se le pone remedio, el escorbuto es fatal. Al emprender el Bélgica el viaje al sur todavía no
se habían descubierto las vitaminas, por lo que se desconocía la causa de esta enfermedad. Con
todo, se sabía que la curaba la comida fresca, por mucho que la medicina ortodoxa envolviera el
asunto de teorías complejas e inútiles. Tras su experiencia en el Artico, el doctor Cook
prescindió de estas teorías y confió en el remedio de la carne de foca fresca y cruda. Estaba muy
avanzado respecto de la profesión médica de su tiempo y llevaba razón. El hielo que rodeaba el
Bélgica estaba cubierto de focas y pingüinos. Cazaron unos cuantos, con intención de destinar las
pieles a la confección de ropa y la grasa a combustible. Cook quería convertir la carne en
alimento básico que mantuviera el escorbuto a raya. De Gerlache se lo tomó como una crítica a
la dieta que había elegido y se disgustó; como concesión, permitió que se sirviera de vez en
cuando carne de foca y pingüino a quien lo quisiera, pero a pocos marineros les apetecía y la
expedición siguió alimentándose de comida enlatada. El resultado inevitable fue la extensión del
escorbuto, y las extremidades hinchadas, las encías sangrientas, la pérdida de dientes y las
depresiones y disfunciones mentales que comporta.
El escorbuto mató a Danco: murió el 5 de junio; al zarpar, ya se encontraba mal. Tenía una
aversión irracional a las focas y los pingüinos, decía que prefería morir antes que comerlos. Lo
enterraron sin ceremonia alguna en un agujero en el hielo. A los marineros les obsesionaba el
pensamiento de que su compañero muerto pudiera estar flotando justo debajo de sus pies; sólo
les faltaba el insistente recordatorio de los gemidos sobrecogedores del hielo.
El 20 de junio, en pleno invierno, habiendo pasado un mes sin ver el sol, rodeado de
enfermedades, oscuridad, depresión y locura, Amundsen escribe:
El sol finaliza su avance hacia el norte mañana y comienza su vuelta. Desde luego que me
alegraría verlo de nuevo, pero [...] no lo he echado de menos ni un solo instante. Por el
contrario, es esto lo que he estado esperando tanto tiempo. No fue un impulso infantil lo que me
movió a venir. Fue un pensamiento maduro. No me arrepiento de nada y espero contar con
suficiente salud y fuerza para continuar con la tarea que he emprendido.
Amundsen veía en aquel paisaje una escuela de preparación para las exploraciones del Polo de la
que podía extraer enseñanzas para el futuro. Mientras los demás atravesaban sus infiernos
privados, él consignaba con lucidez lo que aprendía. En los peores momentos, incluso cuando el
hielo amenaza con destruir el Bélgica, los marineros se aprestan a abandonar el barco y las
previsiones no pueden ser más desesperanzadas, él sigue aprendiendo, siempre aprendiendo.
Como un médico en busca de objetividad clínica, se mantiene deliberadamente distanciado de
sus compañeros, los considera como casos que deben ser estudiados con miras a su instrucción
profesional. A principios de julio, en plena noche invernal, con todo el mundo castigado por el
escorbuto en mayor o menor medida y De Gerlache y Lecointe en un estado particularmente
grave, cuando hasta Cook está deprimido y desalentado, tal vez en el momento más oscuro de
toda la expedición, Amundsen se preocupa ante todo por los defectos que percibe en sus ropas de
piel de lobo. Tiene, incluso, la notable perspicacia de advertir que las disfunciones mentales que
observa en sí mismo son consecuencia del escorbuto.
Lecointe sentía próxima la muerte; De Gerlache se había convertido en una persona taciturna y
retraída, y los marineros estaban cada vez más apáticos. En esta ocasión fue Cook quien salvó el
viaje. Era capaz de infundir convicción y logró que sus pacientes tomaran carne de pingüino
como medicina cuando la rechazaban en tanto que alimento. De Gerlache fue más difícil de
convencer. Rechazaba todos los remedios contra el escorbuto salvo el zumo de lima, que era lo
que tomaban los oficiales de la Armada británica: «Lo que es bueno para la Marina británica—
decía—es bueno para mí». Pero al final también cedió, y no tardó en mejorar. El escorbuto
empezaba a retroceder y todo el mundo a reponerse, al menos en lo físico. El daño mental no se
conocería nunca.
Sin embargo, el ambiente no era de un pesimismo completo y continuo. Había intervalos de buen
humor. Lecointe sacó una revista un poco picante titulada The Ladysless South, lo que de paso
tocaba un tema tabú. La abstinencia sexual es una consecuencia obvia de la exploración del Polo,
y Lecointe hizo una de las pocas referencias explícitas a este punto de que se tenga constancia.
Por ejemplo, se pone en boca de Amundsen un comentario ficticio acerca de The Ladysless
South: «Sí, señor, me encanta», mientras los demás expresaban su frustración de diversos modos.
Lecointe había detectado en el carácter de Amundsen una tendencia ascética y misógina, tal vez
de retiro monacal.
El 23 de julio reapareció el sol. Alumbró cuerpos pálidos, pelos alborotados, rasgos fatigados y
rostros que habían envejecido años en cuestión de meses. A Amundsen el pelo se le había vuelto
gris. Las personalidades habían cambiado. La primera noche antartica experimentada por el
hombre había tenido efectos devastadores.
En ciertos aspectos, Cook y Amundsen habían superado la prueba como nadie. Compartían un
interés que alejó sus pensamientos del desastre: a ambos les fascinaba el equipamiento de la
expedición, y durante todo el invierno se esforzaron en mejorar lo que llevaban. Esto los unió,
les alejó de los demás y probablemente contribuyó a conservarles cierto equilibrio.
Su obra maestra fue una tienda ingeniosa y original, diseñada por Cook, que presentaba una
forma aerodinámica para reducir la resistencia al viento, lo que constituía un gran avance. La
necesidad de probar el nuevo modelo les dio a ellos y a Lecointe, que los acompañó, el pretexto
para desplazarse en trineo hasta un lejano iceberg a finales de julio. Fue, tal como Amundsen
tituló la entrada en su diario, «El primer viaje en trineo sobre el casquete antartico». Amundsen
escribió posteriormente, para instrucción propia, un análisis exhaustivo de lo que había
aprendido. La alimentación, los sacos de dormir, la tienda, el trineo, la ropa, lo somete todo a
examen crítico. De una sola cosa está satisfecho: sobre el banco de hielo, los esquís son el mejor
medio de transporte. Los utilizó y contrastó con las raquetas de Cook, quien a diferencia de él
tuvo dificultades constantes. Los esquís eran más rápidos y, como distribuían el peso, podían
viajar sobre el hielo grueso sin clavarse en él.
El juicio que emite Amundsen acerca de su compañero es de gran lucidez. Revela mucho de su
opinión sobre las personas y del modo como seleccionaría a sus hombres:
Es un placer hacer excursiones con este tipo de persona. Lecointe, pequeño, animoso, agudo, no
pierde nunca la esperanza. Cook, el hombre tranquilo e imperturbable que jamás se pone
nervioso; y además, la cantidad de detalles que se aprenden junto a un explorador del Polo tan
eminentemente práctico como Cook: en su relación con los esquimales del norte de Groenlandia
y en su profundo estudio de todo lo concerniente a la vida en el Polo reúne, sin duda, mayor
experiencia que la mayoría de los hombres de este campo [...] Tiene un consejo para todo. Lo
da de un modo agradable y lleno de tacto; sin alardes [...]
Al ascender más el sol y renacer las esperanzas, De Gerlache convocó prolongadas y formales
reuniones con vistas a preparar un plan de acción para el verano inminente. En una de éstas,
celebrada en noviembre, Amundsen descubrió que, en un acuerdo confidencial, De Gerlache
había prometido a la Sociedad Geográfica Belga que los oficiales belgas tendrían preferencia,
independientemente de su rango, a la hora de sucederle en el mando. Lo cual significaba que
Melaerts, el tercer oficial, a pesar de estar subordinado a Amundsen, asumiría el mando antes
que él.
De Gerlache adujo presiones políticas y financieras para justificar este acuerdo. Amundsen lo
consideró una discriminación insultante. Discutieron e intercambiaron misivas llenas de encono.
Le seguí sin solicitar una paga [escribió Amundsen]. No era una cuestión de dinero, sino de
honor. Ha insultado este honor negándome mi derecho.
Amundsen presentó la dimisión.
Para mí ha dejado de existir la expedición belga a la Antártida [le comunicó a De Gerlache].
Espero en el Bélgica, un barco como otro cualquiera inmovilizado en el hielo. Mi deber es
ayudar al puñado de hombres congregados a bordo. Por esta razón, capitán, continúo con mi
trabajo como si nada hubiera pasado, intentando cumplir con mi deber en tanto que ser
humano...
Llevaban nueve meses aprisionados en el banco de hielo, deslizándose con impotencia por el mar
de Bellingshausen, a unos 70o sur. El hielo seguía apresando al Bélgica y no daba muestras de
irlo a soltar. La posibilidad de pasar otro invierno atrapados en la Antártida les resultaba
intolerable. Los ánimos se encrespaban, como era lógico. Tres marineros habían perdido la
razón. Cook percibía signos preocupantes en la disposición mental de De Gerlache y Arctowski.
La Navidad y el Año Nuevo no eran nada halagüeños; imperaban la apatía y la resignación.
Cook salvó la expedición por segunda vez. Aproximadamente a una milla del barco había un
paso que había permanecido abierto durante todo el invierno. Cook propuso abrir un canal a
través de él, de modo que el barco pudiera atravesarlo y, con el próximo movimiento del hielo,
escapar. Fue la chispa que encendió a sus compañeros y acabó con su letargía: les dio una
ocupación que les sustrajo a su pasiva resignación.
El 11 de enero de 1899 empezaron a romper y volar el hielo. No era una tarea fácil, porque iban
cargados de una buena cantidad de reveses y desengaños. En algún momento llegaron a perder la
esperanza de poder salir y se aprestaron a abandonar el barco y avanzar en trineo por el hielo
hasta la tierra.
Pero de repente, a las dos de la madrugada del 15 de febrero de 1899, el canal, que había
quedado cegado por la presión del hielo, se abrió para pasmo general. El Bélgica volvió a
retumbar con la música de sus motores. Renacía tras ser durante un año un casco aprisionado:
barco vivo de nuevo, avanzó hacia la vía de salida. Pero siguió inmovilizado a lo largo de otro
mes, a una distancia tentadora del mar abierto. El 14 de marzo las olas comenzaron a moverlo,
pero el hielo jugó al gato y al ratón hasta el último momento. Teniendo la salvación al alcance de
la vista, el Bélgica chocó contra un iceberg. Amundsen dejó constancia del incidente:
Si no podemos avanzar, estamos irreparablemente perdidos [...] el maquinista sube a cubierta y
dice que no puede mantener el motor en funcionamiento. Ve por sí mismo la gravedad de la
situación, y no es necesario pedirle que mantenga el barco al vapor. En un abrir y cerrar de
ojos ha vuelto abajo, y el motor se afana como nunca lo había hecho ni lo hará. Nos abrimos
paso a duras penas, centímetro a centímetro, metro a metro. Estamos salvados: en el momento
decisivo, el hielo ha aflojado... Ahora avanzamos velozmente hacia el norte. El hielo cede cada
vez más y nos abrimos paso sin problemas. A mediodía hemos salido a una enorme vía abierta.
A las dos de la tarde hemos dejado atrás la masa de hielo. Así acaba el primer invierno del
hombre en la Antártida.
El 27 de marzo, el Bélgica, que hacía tiempo que se había dado por perdido, alcanzó Punta
Arenas. En su ausencia habían estallado las guerras hispanoamericana y anglo-bóer; el Turbinia,
el primer barco accionado con turbinas, había roto la barrera de los cuarenta nudos; se había
licuado el aire, Marconi había llevado a cabo las primeras transmisiones sin cable. Era la primera
expedición al Polo que topaba con el gran ritmo del progreso moderno.
La expedición acabó en Punta Arenas. No había ni el dinero ni la voluntad para una segunda
estación, como con tanto optimismo se planteara en la cárcel de la masa de hielo.
De Gerlache y Lecointe llevaron el Bélgica a puerto. Amundsen, todavía resentido por su
enfrentamiento con De Gerlache, se abstuvo de viajar con ellos. Volvió a Noruega en paquebote,
teniendo a su cargo a Tollefsen, el marinero noruego que había perdido la razón, víctima de la
primera noche antartica.
Al cabo de cincuenta años, Dobrolowski, el entusiasta que había subido a bordo en Ostende,
resumió así el logro de De Gerlache: «No había sido tan sólo el primero en invernar en la
Antártida, sino que descubrió muchos kilómetros de archipiélago continental. Su expedición
había proporcionado el primer parte meteorológico del año completo [...] los cimientos para
estudiar el clima antartico; la primera prueba de un círculo de baja presión que rodeaba el
anticiclón del continente antartico, así como el primer conjunto de organismos oceánicos
[antarticos] que se dan a lo largo de todo un año [...] Y por último, nuestro viaje fue la primera
escuela para el explorador extraordinario, el Napoleón de las regiones polares: Amundsen».
7
A un hombre se le conoce (entre otras cosas) por aquellos a quienes admira. De todos los
exploradores del Paso del Noroeste, Amundsen había adoptado como modelo a uno de los más
olvidados: Richard Collinson.
Collinson era un capitán de la Armada británica que comandó una de las muchas expediciones
que salieron en busca de Franklin. Estuvo en el Artico entre 1850 y 1854, a bordo del B.S.M.
Enterprise. No dio con ningún rastro de Franklin, pero descubrió centenares de kilómetros de
costa y regresó con todos sus hombres vivos. El capitán Robert Le Mesurier McClure, que zarpó
con el también británico Investígator a las órdenes de Collinson, perdió el barco, aparte de su
tripulación, y tuvo que ser salvado por una costosa expedición de rescate. Cometió errores
garrafales, pero vivió todas las aventuras extravagantes que quepa imaginar. Fue el primero que
completó el Paso del Noroeste, si bien es cierto que como marinero náufrago, marchando
penosamente por el hielo en su intento de salvarse. Se llevó toda la gloria. A Collinson, que no
había vivido verdaderas aventuras, se le negaron los honores que merecía.
Había que ser Amundsen para comprender a Collinson. El diario de éste, publicado
postumamente, era una de las obras favoritas de Amundsen. En la cubierta figuraba un pareado,
extraído del Catón de Addison, que Roald tomó como lema:
No depende de los mortales alcanzar el éxito, pero haremos más, Sempronio, lo mereceremos.
8
APRENDIZAJE EN EL ÁRTICO
Amundsen dejó constancia del agradable descubrimiento de que podía «dirigir un barco feliz»,
como dicen los marineros. Es un don indefinible, una extensión de la personalidad. No se puede
adquirir, ni se asocia automáticamente al mando. Amundsen tuvo la suerte de poseerlo. Según
sus propias y reveladoras palabra:
Hemos creado una pequeña república a bordo del Gjoa [...] Mi experiencia me llevó a decidir
que en la medida de lo posible aplicaríamos a bordo un sistema de libertad: permitir que todo el
mundo tenga la impresión de ser independiente en su propia esfera. De esta manera surge—
entre las personas sensatas—una disciplina espontánea y voluntaria, mucho más deseable que
la coacción. Mantiene en cada hombre la conciencia de constituir un ser humano; se le trata
como a un ser racional, no como a una máquina [...] La predisposición al trabajo es mucho
mayor, y por tanto también lo es el propio trabajo. Trabajamos todos en pos de un objetivo
común y compartimos con gusto todo el trabajo.
El respeto no lo confería el rango sino el hombre; se aceptaba la idea de la personalidad superior.
Un práctico de puerto dijo que el barco de Amundsen era el más sorprendente que había visto.
«No se daban órdenes, sino que todo el mundo parecía conocer exactamente su tarea». Helmer
Hanssen escribió que «no encontré un capitán estricto, ni un jefe, sino que fue como si me
hubiera recibido algo así como un padre».
No todos los que conocieron a Amundsen eran de la misma opinión, pero él trató de seleccionar
a los que la compartían. Por otra parte, no permitía que el sentimiento empañara el juicio. Se dice
que ordenó a un aspirante a la expedición del Gjoa que estibara pescado seco (destinado a
comida de perro) en la bodega de popa.
—Es imposible—le respondió—. No hay espacio.
—Tampoco hay espacio para ti a bordo de este barco— dijo Amundsen mordiéndose el labio—.
Coge los bártulos y largo.
Amundsen no quería haraganes: exigía una iniciativa extraordinaria. Una de las más importantes
enseñanzas que extrajo del viaje en el Bélgica fue que en situaciones tensas la pasividad se
tornaba apatía. Ideó pequeñas pruebas, como estibar el pescado seco, para eliminar a los peleles
antes de que fuera demasiado tarde.
Aunque se trataba (en parte) de un viaje científico, había una deliberada falta de científicos.
Amundsen recelaba de la presencia de estudiosos en una expedición. Creía que, de modo
consciente o no, exhibían sus conocimientos superiores y con ello minaban la autoridad del
capitán. Estaba convencido de poder prescindir de ellos. Las observaciones necesarias eran
repetitivas y rutinarias. Se podía instruir a cualquier lego para que las llevara a cabo. Wiik, el
segundo ingeniero, partió hacia Potsdam a estudiar el magnetismo; Ristvedt siguió un curso
básico de meteorología. De este modo evitó Amundsen la tensión entre camarillas hostiles que se
hubiera seguido de tener a bordo científicos como a una clase separada. Por lo menos, así fue
cómo racionalizó sus impresiones del Bélgica. Este le había reportado una experiencia de enorme
utilidad.
Tampoco había—también deliberadamente—ningún médico. Amundsen tenía una extraña
renuencia a llevarse a uno en una expedición. Tal vez se debiera al pesar inconsciente de no
haber acabado la carrera. Según su versión, creía que un médico crearía, debido a su posición
sacerdotal, una división en el mando. Le habría gustado acompañarse de un farmacéutico de
haber encontrado uno. Se lo pidió a Zapffe, pero éste tenía compromisos familiares. Amundsen
se las apañó con el sentido común, enciclopedias de medicina, cursos de primeros auxilios y la
mística de haber estudiado Medicina.
Esta era, pues, la minúscula tripulación que seguía la estela de Franklin y su trágico séquito.
El 25 de julio, el Gj0a entró en Godhavn, en el noroeste de Groenlandia. Allí embarcó diez
perros esquimales más con sus correspondientes arreos, así como trineos y kayaks, encargados a
través de las autoridades danesas de Copenhague; Amundsen tuvo tiempo de hacer sus primeros
intentos en la conducción de perros encima de un trineo y en suelo sin nieve y rocoso. A
continuación, el Gj0a navegó durante doce días por la bahía de Melville, entre témpanos y la
cortante niebla helada del Artico. En el decimotercer día, anotó Amundsen en su diario, el barco
emergió del banco de niebla. Detrás de nosotros estaba oscuro y negro, pero delante apareció
una imagen magnífica. El cabo York, con las montañas York alrededor, justo delante [...] Como
por orden expresa de Dios [...] el hielo se abrió, y avanzamos rápidamente y sin trabas hacia la
tierra [...] Habíamos superado la bahía de Melville —ese golfo tan temido—sin el menor
obstáculo. Mi agradecimiento más profundo a ti, oh Dios, que nos has guiado en nuestro
avance.
Habían superado lo que para Amundsen era lo peor del Paso del Noroeste, al menos para un
barco tan pequeño. El Gjoa puso ahora rumbo a Dalrymple Rock para embarcar las provisiones
que habían enviado Milne y Adams, unos capitanes escoceses de balleneros. Al aproximarse a la
tierra, el silencio quedó rasgado por una descarga cerrada de fusilería. De detrás de un iceberg
surgió una flotilla de kayaks esquimales; uno enarbolaba la bandera danesa, otro la noruega: era
nada más y nada menos que una comisión de bienvenida. Dos de los remeros de los kayaks
resultaron ser daneses: Knud Rasmussen y Mylius-Erichsen. Pertenecían a la expedición literaria
danesa a la Antártida, que registraba la cultura de los esquimales del Polo antes de que la
absorbiera la avanzada marea de la civilización. Que se encontraran no es tanta casualidad como
pueda parecer: Dalrymple Rock es una encrucijada ártica; punto de partida natural para la
travesía del norte de la bahía de Baffin, también se halla integrado en las rutas migratorias de los
esquimales a lo largo de la costa de Groenlandia.
Los dos daneses guardaron un vivo recuerdo de este encuentro con Amundsen. Habían perdido
los libros y se enfrentaban a un invierno sin nada que leer. Amundsen les entregó unas obras de
Goethe que llevaba a bordo. La alegría que les causó este regalo inesperado en plena oscuridad
polar se convertiría en un recuerdo emocionado para el resto de sus vidas.
Con la ayuda entusiasta de Rasmussen, Mylius-Erichsen y sus compañeros esquimales,
Amundsen completó rápidamente la estiba del Gjoa y embarcó las nuevas provisiones. Cuando
partía, Mylius-Erichsen le regaló cuatro de sus mejores perros.
Tras las operaciones, el Gj0a parecía un camión de mudanzas empapado. Ciento cinco cajas de
embalaje atestaban la cubierta casi hasta el palo mayor; encima de la pila había diecisiete perros
esquimales escandalosos, prestos a enzarzarse en una lucha a dentelladas y, por debajo, la borda
rayaba la línea de flotación. No era la situación idónea para enfrentarse al oleaje, las tormentas y
los icebergs serpenteantes de la bahía de Baffin. Pero este mar caprichoso en extremo concedió a
Amundsen una calma casi absoluta en su travesía. Donde tantos otros habían sufrido, él se
deslizó sin obstáculos ni problemas. El Gjoa avanzó por el estrecho de Lancaster y el 22 de
agosto desembarcó por vez primera en el Nuevo Mundo, en la bahía de Erebus de la isla de
Beechey. Este era el último punto donde, que se sepa, recaló Franklin en invierno. Para
Amundsen era tierra sagrada. Bien entrada la noche permaneció a solas en cubierta, sentado
sobre una cadena de ancla y pensando en Franklin, su desdichado precursor. Inmóvil y atisbando
en la penumbra, discernía el apenas visible perfil de las cruces funerarias, como espíritus de la
expedición condenada. En un típico homenaje, escribió:
Franklin y todos sus hombres entregaron sus vidas al empeño por abrir el Paso del Noroeste.
Erijámosles un monumento más duradero que cualquier figura de piedra: el reconocimiento de
que fueron ellos quienes descubrieron el Paso del Noroeste.
Tras tantos años, con el camino abierto y establecido, Amundsen y la isla de Beechey se
separaron. A aquellas alturas se habían descubierto varios pasajes noroeste, pero no se había
demostrado que alguno fuera totalmente navegable. El Gjoa podía virar al este a través del
estrecho de Barrow o al sudoeste por el de Peel o el de Franklin. Amundsen no contaba con una
guía racional en su conocimiento o su experiencia, pero la intuición le dictó el sudoeste. Fue
entonces cuando este hombre de acción, por lo común inmune a la duda o a la indecisión,
renunció conscientemente al ejercicio del libre albedrío. Acató los presagios y dejó que decidiera
la aguja magnética.
En las regiones que rodean al Polo Magnético, la fuerza del campo magnético de la Tierra es tan
débil que una brújula ordinaria carece de utilidad. Se necesita un instrumento especial llamado
aguja de declinación. El 23 de agosto Amundsen y su ayudante Wiik instalaron con toda
ceremonia una en la costa, a la sombra de Franklin. Soltaron la aguja. Todos los miembros de la
reducida expedición se agacharon para observar las lánguidas oscilaciones que habían de decidir
su suerte. El instrumento emitió finalmente su dictamen: sudoeste. A Amundsen no dejó de
causarle honda satisfacción ver que la aguja impersonal señalaba el camino que le había indicado
su instinto. Necesitaba una señal, y ya podía seguir navegando con plena confianza.
Al poco de abandonar la isla de Beechey, el Gjoa pasó por las islas De La Roquette, el punto más
lejano que había alcanzado un barco por mar. Amundsen observó, sin acabar de dar crédito a sus
ojos, que donde todos los demás habían quedado inmovilizados el hielo le abría obedientemente
el paso a las aguas vírgenes.
Sin embargo, durante los diez días siguientes sufrió una serie de infortunios casi calamitosos. En
lugar de hielo topó con niebla y tormentas. En medio de un violento vendaval se prendió fuego
en una sala de máquinas, pero pudo sofocarse antes de que produjera daños mayores. El Gjoa
encalló dos veces en cuatro días. En la segunda ocasión estuvieron al borde del desastre: tras
pasar el barco dos días y una noche encallado en un arrecife, en un mar encrespado y azotado por
el viento, Amundsen se disponía a abandonarlo. Pero alentado por Antón Lund, el primer oficial,
hizo un último intento de salvarlo. Ordenó echar por la borda el cargamento de cubierta.
Aligerado y favorecido por un viento que en el momento oportuno comenzó a soplar de popa,
pudieron desencallar el Gj0a. Se salvaron por los pelos: en las olas aparecían esquirlas de la falsa
quilla; de haber cambiado el viento o haber tenido el Gjoa medio metro más de calado, la
tripulación no habría vivido para contarlo.
Amundsen expresó su gratitud por la liberación analizando de inmediato las lecciones para el
futuro. El arrecife era grande y bastante visible desde una altura moderada. Si hubiera habido
alguien en el nido del cuervo, el Gjoa no habría encallado en él. Pero sólo relacionaban el nido
de cuervo con el hielo y en mar abierto lo habían dejado desguarnecido. De entonces en adelante,
anotó Amundsen con resolución, el Gjoa no avanzaría ni una milla por aguas desconocidas sin
un hombre en el nido de cuervo y otro en la meseta de sonda de escandallo.
Avanzaban por aguas tranquilas. El 9 de septiembre, en la entrada del estrecho de Simpson, en la
costa sur de Tierra del Rey Guillermo, avistaron una cala interior. Era una entrada angosta y
curva, como para mantener a raya las grandes masas de hielo. Un círculo de colinas formaba una
protección contra los predominantes vientos del norte. En la zona había gran cantidad de agua
fresca, y el Gjoa pudo anclar cómodamente a un metro o dos de la costa. «Si uno se imaginara en
el hogar un puerto de invierno—señaló Amundsen—no podría concebir uno mejor».
Al frente continuaba el estrecho de Simpson, libre de hielo, y bajo el casco el rumor rítmico de
un oleaje invisible indicaba mares abiertos al oeste. Pero no era la dirección del Polo Magnético,
que estaba en algún punto de la península de Boothia Félix. Obligados a optar entre aguas
abiertas y un puerto tan oportuno, se inclinaron por el puerto. Amundsen llevó el Gjoa a puerto,
al que bautizó como Gjoahavn, 'Puerto del Gjoa'. El primero de octubre se empezó a formar hielo
y el día 3 el Gj0a estaba congelado. No volvería a hacerse a la mar en casi dos años.
Vieron el primer caribú (reno salvaje del Canadá) y Amundsen hizo desembarcar todo lo
necesario para la caza. Después de la terrible experiencia del Bélgica se tomaba muy en serio el
peligro del escorbuto. Además, las lecturas le habían puesto en aviso de que era el mayor peligro
en el Artico; que causaba más muertes que las ventiscas, el hambre o el frío.
Poco se había avanzado en la investigación de las causas del escorbuto desde el viaje del
Bélgica. Una teoría médica, obediente a la moda de interpretar todas las enfermedades en
términos de infecciones bacterianas, sostenía que para evitarlo bastaba con comer alimentos en
lata «no contaminados». Otra teoría, que empezaba a circular al partir el Gjoa, lo consideraba
una intoxicación ácida de la sangre, pero no especificaba cómo se plasmaba en la práctica.
Amundsen no hacía demasiado caso de las teorías médicas. Se regía por su propia experiencia en
el Bélgica, las observaciones libres de prejuicios del doctor Frederick Cook acerca de la dieta
esquimal y las tradiciones populares de los pescadores de focas noruegos, todas las cuales le
indicaban que el mejor preventivo era la carne fresca. También se llevó el camamoro ártico
(rubus chameomorus L.), que los vikingos ya conocían como un eficaz remedio contra el
escorbuto.
Gjoahavn estaba en las rutas migratorias del caribú. Manadas innumerables atravesaban el
paisaje, pero la caza no resultaba fácil porque se trata de un animal tímido, y la lúgubre tundra de
Tierra del Rey Guillermo no ofrece protección. Pero los hombres de Amundsen, que eran
cazadores apasionados, se lo pasaron en grande. Amundsen se contentó con transportar hasta el
barco los cuerpos muertos. Su miopía (que se negaba a resolver con unas gafas) le convertía en
un mal tirador. No le gustaba la caza: «No concibo», dijo en una ocasión, «que se dispare a un
animal por placer». Y en todo caso, como habían caído las primeras nieves, quería empezar a
conducir perros. Se deslizaba en trineo de una parte a otra, padeciendo las vejaciones que al
principio le infligen a cualquier principiante los rebeldes, exasperantes pero adorables perros
esquimales. Embarcaban las pilas de cuerpos de caribúes en la cubierta del Gjoa. Al cabo de unas
pocas semanas disponían de carne más que suficiente, congelada por las heladas del otoño ártico,
para pasar el invierno.
El jueves 29 de octubre, Amundsen subió a cubierta a las ocho y media de la mañana, como de
costumbre.
En la ladera del norte vi una manada que al principio me pareció de renos, pero que tras un
examen más minucioso resultó ser un grupo de seres humanos. Los primeros esquimales. Me
preparé a toda velocidad y ordené a Lund y Hansen que me siguieran con fusiles. Al bajar
finalmente del barco—yo delante, los otros dos a unos diez pasos, con fusiles a la espalda—, los
esquimales ya habían llegado a la banquisa y nos aproximamos rápidamente. Eran cinco
esquimales y avanzaron hacia nosotros en fila india. Se acercaban sin un atisbo de miedo, y nos
encontramos a unos cien metros del barco.
Las precauciones militares resultaron superfluas... ¿o en extremo efectivas?
Pareció un encuentro de viejos amigos. Nos dieron su saludo de amistad fregándonos el pecho y
gritando en coro: Minaktumi. Nosotros les imitamos, y la amistad quedó sellada.
Amundsen esperaba que se produjera un encuentro de este tipo. Los extraños hombres de piel
marrón, ojos mongólicos, pelo moreno enmarañado y apelmazado que les caía hasta los hombros
y vestidos con pieles de caribú ceñidas, erizadas y moteadas—lo que les daba un aspecto de
animales peludos—, eran netsiliks, los menos conocidos de los esquimales canadienses y los más
aislados. Algunos de sus antepasados habían visto a los exploradores del siglo anterior. Pero los
que se hallaban ante el Gjoa no habían entrado jamás en contacto con el hombre blanco. Para un
etnógrafo, aquello era el paraíso.
Con el advenimiento de los esquimales surge en los diarios de Amundsen un aliento de vida
hasta entonces muy extrañamente ausente. Sus hombres y él mismo parecen demasiado a
menudo figuras de papel; son los esquimales los que cobran vida. Casi se diría que sólo era capaz
de establecer vínculos humanos con las gentes primitivas.
Llevaba glosarios del esquimal que le permitieron comunicarse con los visitantes. Estos pasaron
la noche a bordo del Gj0a—en la bodega—y al día siguiente se fueron por donde habían llegado.
No tardaron en producirse más visitas y, a la tercera, Amundsen regresó con los esquimales hacia
su campamento.
Al cabo de seis o siete horas llegaron a un grupo de iglúes que se erigían como toperas en la
nieve, a orillas de un lago helado, en un valle entre colinas bajas. Los habitantes salieron con
gran alboroto a recibir al kabluna, el 'hombre blanco'.
Fue una escena extraña [escribió Amundsen], que nunca olvidaré. En el desolado paisaje de las
nieves me rodeó una multitud de salvajes que gritaban y voceaban [...] me miraban a la cara,
me pellizcaban la ropa, me golpeaban y registraban. El brillo de la luz procedente de los iglúes
se volvía un resplandor verde en el crepúsculo del oeste.
Amundsen había ido solo y desarmado. No le faltó coraje, por mucho que sus escandalosos
anfitriones, como es costumbre de los nómadas, se mostraran genuinamente hospitalarios.
Amundsen se había confiado a ellos sin reparos porque era la única manera de ganarse su
confianza. Pasó la noche en un iglú como huésped de las dos familias que lo habitaban. Al día
siguiente volvió al Gj0a escoltado por tres esquimales. Estos iban a buen paso sin usar raquetas;
Amundsen tuvo «enormes dificultades en mantener su ritmo, con esquís y dos bastones y buena
nieve».
Fue el primer contacto de Amundsen con la vida de los esquimales. Le bastó para confirmar—
como creía desde hacía tiempo—que vivir como ellos era el mejor medio de desenvolverse en el
Artico. Ya había experimentado la comodidad y las ventajas que ofrecía un iglú respecto a una
tienda en temperaturas bajas.
Esta visita le reportó una amistad que necesitaba. El Gj0a recibió una avalancha de visitantes.
Los movía el afán de comercio y encontraron en Amundsen un socio entusiasta. Este actuó en un
principio con fines utilitarios. Bajo la influencia de Nansen. Astrup y el doctor Frederick Cook,
se había determinado a aprender de los indígenas el modo de vivir en condiciones polares. Al
igual que sus mentores, opinaba que la civilización no tenía el monopolio de la sabiduría y que el
pueblo primitivo podía enseñar algo al hombre civilizado.
Los netsiliks seguían viviendo en la Edad de Piedra. Como armas tenían arcos y flechas; sus
utensilios de cocina estaban hechos de esteatita; sólo sabían prender un fuego frotando dos trozos
de madera. Pero tenían mucho que enseñar. Pertenecían a las tribus esquimales circunpolares, los
seres humanos mejor adaptados al medio polar. Ajena a la civilización, su sofisticada tecnología
no había sufrido transformación alguna. Y Amundsen supo apreciarlo: serían sus maestros en el
arte de vivir en el frío extremo. Tras una década de instrucción, era todavía muy consciente de
los defectos de su técnica.
Casi sin darse cuenta, empezó a tomar nota de la cultura material de los esquimales con que
había topado. Esta tarea se le daba muy bien, porque era observador y perspicaz. En lo
concerniente al pensamiento primitivo tenía el raro don de la sagacidad. Falto de la formación
profesional de un etnógrafo, participaba sin embargo de su bagaje: sus cuadernos y
recopilaciones son modelos del género. Fue el primero que dejó constancia de la cultura netsilik
y completó un muestrario de sus utensilios. Sólo al cabo de décadas se ha sabido valorar su
trabajo.
El día de Navidad, un netsilik, un hombre de unos cincuenta años llamado Teraiu, compareció en
el Gj0a y le explicó lastimeramente a la tripulación que unos compañeros de tribu desalmados lo
habían abandonado a su suerte. A menos que lo ayudaran en el intervalo que mediaba entre la
desaparición de los caribúes, en octubre, y la llegada de las primeras focas, en febrero o marzo,
él, su mujer y su hijo morirían de hambre.
Amundsen percibió una oportunidad de estudiar la lengua y la vida de los esquimales con tiempo
y comodidad. Le dijo a Teraiu que se trasladara con su familia y estableciera su vivienda de
invierno junto al Gjoa, y le suministró comida y combustible. Teraiu y su mujer Kaigolo se
hicieron cargo de muchas de las tareas de mantenimiento del Gj0a.
Pero no fue en tanto que sirviente doméstico o profesor de lengua o cobaya etnográfico como
Teraiu se mostró más útil. Resultó ser un gran maestro en la construcción de iglúes. Fue el
primer instructor de Amundsen en un arte básico para la supervivencia: la construcción con los
materiales de la zona.
Tras las fiestas de Navidad y Año Nuevo, Amundsen, el teniente Hansen, Ristvedt y Helmer
Hanssen asistieron cada mañana tras el desayuno a la clase de construcción ante el iglú de
Teraiu. Los noruegos comenzaron por observar las operaciones de Teraiu. Después de varias
demostraciones, empezaron a ayudarle, y al final construyeron por su cuenta bajo la supervisión
más o menos burlona del netsilik. No usaron más que los instrumentos esquimales: un utensilio
especial para poner a prueba la consistencia de la nieve y un cuchillo de apariencia siniestra para
cortar los bloques.
Por la mañana hemos construido iglúes [dice una característica entrada del diario de
Amundsen]. Los construimos en dos grupos de dos personas cada uno. En tres horas hemos
levantado dos iglúes magníficos. Nos falta práctica, pero la adquiriremos más adelante. Lo que
es la construcción no resulta difícil.
Tres semanas antes había empezado a vestirse de la cabeza a los pies como un esquimal.
Amundsen había hecho asiduos intercambios comerciales. Además de adquirir muestras para su
colección etnográfica, había reunido un conjunto de prendas de piel de los netsiliks para uso
particular. Consignó los resultados de su primer intento de llevarlas:
Tanto el anorak interior como el exterior cuelgan por fuera de los pantalones y el aire tiene el
paso franco a todo el cuerpo. Los pantalones interiores y exteriores se sujetan por la cintura
con una soga y caen encima de las kamihks (botas), de modo que el aire puede circular con
entera libertad. Me parece excelente, el único modo de llevar ropa de piel que permite evitar el
sudor. Ahora puedo moverme a mis anchas. Conservo el calor en todo momento, sin sudar.
Era una actitud inusitada. Pocos hombres civilizados—aun hoy en día—son capaces de
sumergirse en una cultura primitiva sin tratar de mejorarla. Amundsen había emprendido su viaje
con la perspicacia y humildad necesarias para aprender de quien tuviera algo que enseñarle. Los
esquimales podían ser sucios, tal vez se hurgaran las narices y observaran hábitos extravagantes,
pero en materia de vida en el Polo mostraban una inteligencia que a la civilización le faltaba por
completo. Comprendió que milenios de evolución y adaptación especializada les habían
enseñado a los netsiliks a sobrevivir en el frío, y estaba encantado de aprender de ellos cuanto
pudiera. Amundsen había asumido una actitud decididamente «antropológica».
Aprendió en seguida los principios de la vestimenta en clima frío. El hombre se adapta mejor a
las temperaturas extremamente frías que a las calientes, puesto que el cuerpo humano es una
caldera que sólo requiere aislamiento térmico para mantener una temperatura adecuada, y le
cuesta más refrescarse. Este aislamiento se produce mediante una mera sucesión de capas de aire
comprimido, que resulta un mal conductor del calor. A tal efecto, había que dejar un espacio
entre las prendas de vestir con vistas a formar bolsas de aire aislantes, así como facilitar la
circulación del aire a fin de impedir el sudor, enemigo peligroso porque disipa el calor y provoca
la congelación de la ropa protectora, con lo que se destruye el aislamiento.
Todos los esquimales del Polo conocían estos principios. Su prenda básica era el anorak o parka,
una gran chaqueta con capucha ingeniosamente concebida para proteger el rostro del viento y el
frío. Las pieles de los animales del Artico proporcionaban el material con que se confeccionaban.
Y resultó que la cultura de los netsiliks se adaptaba con particular perfección a los métodos de
Amundsen. Utilizaban piel de reno, que era flexible y ligera. Diseñaban sus ropas para facilitar
los desplazamientos rápidos, lo que resultaba idóneo para hombres que se movían sobre esquís.
El aislante más eficaz que ofrece la naturaleza es la piel de reno o caribú. Los pelos son huecos
en su interior, así que la piel es un panal de cámaras de aire extraordinariamente ligero. Sólo la
tecnología de los viajes espaciales ha podido superar este material, y en algunos aspectos sigue
sin tener un equivalente sintético. La ropa interior de los netsiliks era de piel de caribú trabajada
para obtener la máxima flexibilidad; encima, llevaban anoraks provistos de una larga cola para
proteger los órganos vitales del viento y mejorar el aislamiento general y la circulación del aire.
Con el uso de estas prendas, Amundsen se ponía a la vanguardia de la técnica polar; se la había
proporcionado una tribu de la Edad de Piedra.
Dedicó el invierno a la preparación del viaje al Polo Magnético Norte, y Gjoahavn se convirtió
en una escuela de la exploración al Polo. Todos, les gustara o no, llevaban prendas esquimales.
Se practicaba sistemáticamente la construcción de iglúes, así como la conducción de perros,
porque era lo que sobre todo podían enseñarles los esquimales.
En las proximidades del Ártico vive un tipo de perro grande y parecido al lobo, habituado al frío
y a las condiciones polares, tal vez el pariente vivo más próximo de los primeros perros
domesticados. El perro esquimal es la variante propia del hemisferio occidental: ocupa una
extensión de cinco mil kilómetros desde Groenlandia a Alaska, es decir, el dominio de los
esquimales. Fuerte, resistente y de complexión recia, el perro esquimal está mental y físicamente
hecho para el arrastre. Posee un pelaje espeso y tosco de diversos colores, normalmente moteado
de marrón, gris, blanco, amarillo o negro, y se divide en varias razas.
El perro es el único animal que ha seguido al hombre en la civilización, pero el perro esquimal se
distingue por haber mantenido un pie firme en la vida salvaje. Este rasgo explica la atracción que
ejerce. Perro guardián, cazador, animal de tiro, se desenvuelve en condiciones en que ninguna
otra bestia de carga podría sobrevivir. Sin él, la vida en un medio frío e inhóspito sería
infinitamente más difícil. Leal, inteligente, valiente, perseverante, tocado de algunos defectos
cuasi humanos como la propensión al robo, a las bravuconadas y a fingirse enfermo, el perro
esquimal forma parte de la leyenda y la literatura del norte. Al igual que muchos perros de trineo
polares, es un luchador compulsivo y un animal gregario, acepta la jerarquía y una rivalidad
enconada por la supremacía dentro del grupo (o del equipo de trineo). Al igual que entre los
hombres, un buen líder es impagable. Su relación con el amo no es la de una bestia servil, sino de
una dependencia contractual: lleva a cabo unas asignaciones determinadas a cambio de alimento
y protección. El secreto del manejo del perro esquimal consiste en la comprensión de las
sutilezas de este contrato.
Tal era pues el perro con que Helmer Hanssen aprendía a desplazarse en trineo. Disponía de un
equipo adiestrado y del ejemplo de los esquimales: todas las ventajas imaginables. Sin embargo,
sus progresos fueron impensables. Resultó ser un conductor de perros nato provisto de la
intuición imprescindible para la relación entre el hombre y el animal.
Wiik y Godfred Hansen se ocupaban de las observaciones magnéticas; Ritsvedt forjaba puntas de
flecha y cuchillos de hierro para comerciar con los esquimales. El aprendizaje y el entrenamiento
fueron duros para todos. Pero al cabo Amundsen se sintió preparado para emprender el viaje al
Polo, y partió el primero de marzo de 1904 junto con el teniente Godfred Hansen, Ristvedt y
Helmer Hanssen.
El Polo Magnético quedaba a sólo 144 kilómetros, pero habían iniciado el viaje demasiado
temprano, cuando la estación no había hecho más que empezar. La segunda noche que pasaban
fuera del barco el termómetro descendió hasta 61,7 °C bajo cero. A esta temperatura el mercurio
se congela (se necesita un termómetro de alcohol), el petróleo no prende y ni siquiera los perros
esquimales pueden esforzarse demasiado rato. En pleno esfuerzo, un perro respira por la boca,
jadea con intensidad y, si el aire que inhala es demasiado frío, tiene dificultades pulmonares.
Puede soportar hasta unos 50°C bajo cero. Como no llevaban perros suficientes, Amundsen,
Ristvedt y Godfred Hansen se engancharon un trineo y tiraron de él a pulso. En un frío tan
extremo la nieve se adhería como goma de pegar a los esquís y los patines de los trineos, hasta el
punto de que transportar una carga pesada resultó una tortura agotadora. Hombres y animales se
encontraban en un estado igualmente lamentable.
Al tercer día Amundsen decidió cortar por lo sano y regresar en espera de un tiempo más
apacible. Se deshizo de la carga, abandonó lo que llamaba «trabajo duro y vano» de arrastrarla a
pulso y volvió al Gjoa. En cuatro horas recorrió la distancia que le había llevado dos días y
medio, en total diez kilómetros. Así fue el primer viaje en trineo al mando de Amundsen: un
fracaso deshonroso. «Pero—anotó en su diario—hemos acumulado experiencia». Sigue un
análisis exhaustivo escrito cuando las impresiones todavía eran vividas.
Extrajo dos grandes lecciones para el futuro: era arriesgado empezar en un momento demasiado
temprano de la estación; y el arrastre de la carga a pulso era ineficaz y, por tanto, estúpido. En
adelante, Amundsen sólo utilizaría perros. Esto significaba que, en vez de adaptar la tracción a
sus hombres, lo plantearía a la inversa: el grupo que marchara al Polo Magnético debía reducirse
al número de miembros que los perros pudieran soportar. Y eran dos, no más.
Amundsen aprendía con rapidez. El 16 de marzo, a diez días del gran fracaso, estaba de nuevo en
la brecha. En esta ocasión sólo le acompañaba Helmer Hanssen. Había esperado a que subiera la
temperatura; y, con todo, armado de una nueva precaución, se negó a arriesgar demasiado antes
de hora.
El propio viaje al Polo debía esperar hasta que el hielo remitiera y la primavera se hiciera
manifiesta. Durante la espera, Amundsen quería hacer una incursión preliminar y relajada para
recuperar la carga que había abandonado en la primera salida frustrada.
Teníamos un trineo [...] con unos trescientos kilos, y los diez perros [escribió Amundsen en su
diario]. A las tres de la tarde alcanzamos el depósito tras tres horas y media a paso ligero. Si
pudimos mantener el ritmo fue gracias a un esfuerzo extremo.
Tras recoger el contenido del depósito debían acarrear el doble de carga; pero los perros
siguieron con su paso incansable, entre el trote y el correteo, las garras apoyándose levemente en
la corteza, las colas alzadas como gallardetes al viento. Al cabo de dos días, llegaron a la isla de
Matty, en el estrecho de James Ross. En la banquisa encontraron un grupo de netsiliks, nada
menos que treinta y cuatro. Amundsen anotó con orgullo que era casi en el mismo punto donde
McClintock había encontrado esquimales en 1859, y que éstos eran de la misma tribu.
Amundsen, siempre ávido de aprender y más interesado en los esquimales que en el magnetismo,
se desvió de la ruta para visitar su campamento. Un esquimal le dio un conjunto de ropa interior
de piel de caribú. El protocolo dictaba que se la pusiera de inmediato, todavía con el calor del
donante. Se plegó a la etiqueta, rezando en silencio para que no hubiera ladillas; la mayoría de
esquimales que había conocido tenía ladillas. Era un riesgo que estaba dispuesto a asumir. Había
llegado a la conclusión (correcta) de que no había que mezclar las ropas europeas y esquimales.
La ropa interior de lana quedaba fácilmente sudada y sucia y perdía la calidez; la piel se
mantenía seca, limpia y cálida. Era esencial vestirse con piel de la cabeza a los pies, y sólo los
esquimales podían curarla y coserla de manera que pudiera llevarse directamente encima con
comodidad. Amundsen estaba acumulando una reserva de prendas interiores para viajes
inminentes y futuros.
Se quedó con los netsiliks lo suficiente como para poder presenciar el inicio de su migración de
primavera hacia las zonas de las focas. Era probablemente el primer europeo que lo veía. Pero
prefería observar cómo gobernaban a sus perros.
Cuando la caravana de perros y trineos hubo desaparecido en el horizonte, Amundsen regresó al
Gjoa, al que llegó el 25 de marzo. El 6 de abril salió por tercera vez. Al cabo, había llegado la
primavera: era la verdadera salida hacia el Polo. Esta vez se llevó como compañero a Ristvedt y
no a Helmer Hanssen. Este era más hábil en la conducción de perros, pero el objetivo del viaje
estribaba en las observaciones magnéticas y en este aspecto Ristvedt sería de mayor ayuda.
«Estos cambios de opinión—escribió Amundsen—causan fácilmente descontento, y por tanto
son penosos. Pero no había más remedio».
El viaje al Polo fue innegablemente instructivo en tanto que escuela de expedicionarios. En esta
distancia corta les proporcionó un completo muestrario de adversidades y obstáculos. Hubo
nieve húmeda, nieve pegajosa, hielo en el mar que se acumulaba y retorcía hasta formar arrecifes
que cortaban el paso y ponían a prueba la paciencia de hombres y perros. Hubo niebla. Hubo
viento que secaba y sol que ardía como sólo pueden hacerlo en latitudes altas, donde la nieve y el
hielo atraen sus rayos en un ángulo poco inclinado y fatal.
Al principio, Amundsen y Ristvedt contaron con la compañía de su viejo amigo Teraiu. Al
segundo día los abandonó para unirse a su tribu en los territorios de caza de verano. Los dos
noruegos se vieron obligados a continuar solos. «Se hacía—anotó Amundsen—pesado en
extremo avanzar ahora que no teníamos a nadie delante».
Entonces comprendió el pleno alcance de algo que había observado en la migración de los
netsiliks. Habían destacado a alguien por delante de los perros para animarlos. Se debía, sin
duda, a que ni siquiera a un perro adiestrado le gustaba avanzar en el vacío, lo que—dirá alguien
—demuestra que es un ser sensato. Prefería seguir los pasos de otra criatura. En el
desplazamiento anterior este aspecto había desdibujado la buena marcha y el talento de Helmer
Hanssen. Amundsen actuó de inmediato en función de lo que había observado. Se puso delante
como avanzadilla, y los perros le pisaban los talones, con Ristvedt detrás. «Ha resultado
extenuante», anotó Amundsen al final del trayecto, sin dejar de reprocharse no haber cubierto
más que dieciséis kilómetros. Su exigencia perfeccionista oculta el éxito.
Tras recoger la mayor parte de sus posesiones en Punta Matheson, en la costa este de Tierra del
Rey Guillermo, los perros arrastraron quinientos kilos, 55 cada uno: algo más que su propio
peso, en todo caso un logro que tener en cuenta. La marcha de aquel día fue bastante
decepcionante. La nieve estaba suelta, así que los perros (y los hombres) se hundían, los patines
de los trineos encallaban y las cargas caían. Pero los animales no sólo se esforzaron sino que lo
hicieron con ahínco. Amundsen había aprendido a gobernarlos en condiciones variables y con
conductores de desigual talento.
A los esquimales nunca les ha gustado correr a cumplir órdenes. Los europeos lo suelen
interpretar como cobardía y pereza, pero Amundsen lo entendía de otro modo: si los esquimales
no corrían era porque querían evitar el sudor, el enemigo del calor. Al mismo tiempo no
toleraban el abuso de poder. Hay un ritmo de trabajo adecuado y hay que respetarlo. A un
extranjero puede parecerle una inercia incomprensible, pero para quienes conocen el clima se
trata de sentido común.
Amundsen comprendió de esta manera una regla básica del viaje por el Polo: no rebasar lo que el
cuerpo y el ánimo del hombre o el perro pueden soportar en condiciones. No es una lección
evidente, y el hombre civilizado suele olvidarla. La conservación de la energía mantiene
asimismo unos recursos que pueden utilizarse en caso de emergencia. En cabo Cristian Federico,
en la costa de Boothia Félix, se le rompió la esfera de un cronómetro de bolsillo. Pdstvedt volvió
al Gjoa en busca de otro. A buen ritmo, con un trineo y todos los perros, pudo cubrir la distancia
de ochenta y seis kilómetros en veinticuatro horas consecutivas, y lo mismo de regreso. Apareció
al atardecer del 20 de abril, habiendo descansado un día a bordo.
A continuación reemprendieron la marcha. Los perros iban a buen paso y el viaje era agradable.
Desplegándose delante de los trineos como una jauría desatada, avanzaban con su trote
incansable. Los trineos, muy cargados, se deslizaban entre leves bamboleos según el relieve del
terreno, como barcos sobre las olas. Hombres y perros parecían entenderse.
El 26 de abril alcanzaron la posición del Polo Magnético Norte que hallara James Clark Ross
cerca de cabo Adelaida, en Boothia Félix, para constatar que se había desplazado a algún punto
del norte. Amundsen fue el primero en demostrar que el Polo Magnético se mueve. Esto no lo
llenó de orgullo, como si el logro fuera después de todo decepcionante y, por definición, estéril.
Le preocupaba más la tormenta que se había desatado y el hecho de que Ristvedt se viera
obligado a matar de un tiro a Nakdio, un perro que habían recibido de los esquimales, porque se
negaba en redondo a tirar. A modo de experimento, lo dieron como alimento a los demás perros,
que—refiere Amundsen—tranquilamente «lo comieron con alivio. También nosotros probamos
unos filetes de tamaño considerable y la carne nos pareció excelente». Amundsen ya había
confirmado que el perro esquimal era caníbal y comestible para el hombre. En la banquisa de la
isla de Matty encontró a unos esquimales cazando focas. Le dieron carne fresca y grasa de foca,
al tiempo que permitían atracarse de ambas a los perros que llevaba. Siguió un efecto notable: se
habían estado alimentando de pemicán y empezaban a perder fuerza; con la carne fresca
cobraron un nuevo y súbito vigor y volvieron a tirar con la misma fuerza que antes. Otra lección
valiosa.
Desde el Polo de Ross, Amundsen salió al norte en busca del nuevo. Durante tres semanas,
Amundsen y Ristvedt recorrieron las inmediaciones de la costa de Boothia Félix tratando de dar
con el Polo. Fue una actividad más bien monótona que animaron sobre todo los rastros de
esquimales y osos polares que se entrecruzaban en el hielo y, finalmente, el encuentro con un oso
de carne y hueso que se cobró la vida de dos perros. El 11 de mayo habían regresado al Polo de
Ross de camino a Puerto Victoria, el embarcadero de Ross en la costa este de Boothia Félix en
1831-1832. Fue en parte un peregrinaje histórico y en parte una misión con miras a «rodear» el
polo y determinar con exactitud su nueva posición.
Amundsen tuvo una nueva demostración, que aceptó con filosofía, de que los planes de los
hombres suelen fracasar en las nieves. En el Polo de Ross lo inmovilizó una herida en el tobillo
izquierdo—probablemente un esguince en un tendón— y tuvo que reposar durante una semana.
Había poco que hacer salvo cazar perdices blancas y observar a los perros, que, en palabras de
Amundsen,
desdeñan las perdices blancas. Consideran como una exquisitez las piezas de cuero viejo.
—La dieta de un perro polar es muy amplia—dijo Ristvedt—. Creo que puedo con muchos
platos, pero no me parece que hubiera podido con tus calzoncillos usados.
Los perros pegaron los labios sobre ellos como un oso a la miel.
De nuevo en marcha, encontraron su depósito en cabo Cristian Federico saqueado por los
esquimales, que les dejaron la comida justa para regresar al barco y los obligaron a renunciar a la
visita a Puerto Victoria. Llegaron al Gjoa el 27 de mayo, tras una ausencia de siete semanas.
Nuestro viaje no fue un gran éxito, [juzgaba la valoración de Amundsen], pero teniendo en
cuenta las muchas circunstancias adversas [...] teníamos que darnos por satisfechos con los
resultados [...].
Los últimos cálculos demostraron que había quedado a cuarenta y ocho kilómetros del nuevo
polo magnético. En cierto sentido carecía de importancia, puesto que los polos magnéticos no
permanecen en la misma posición. Sin embargo, en aquel momento, sospechó que no había
llegado al polo matemático. No está claro el porqué pero, fuera por lo que fuera, Amundsen no
había alcanzado uno de sus objetivos. Hasta el fin de sus días sería una fuente de amarga
mortificación.
Con todo, y por breve que fuera, el viaje le había reportado muchas enseñanzas. Los tres intentos
sumaron en total menos de ochocientos kilómetros, pero Amundsen había aprendido de ellos a
viajar sobre masas de hielo flotante y tierra cubierta de nieve, a dirigir a un grupo itinerante.
Había tenido reveses en condiciones que los hicieron más instructivos que peligrosos. Había
mostrado una gran capacidad de aprender de sus errores en el acto y—lo que es mucho más
difícil y raro—de sus éxitos. Sobre todo, había aprendido a dominar a los perros. Había recorrido
entre dieciséis y treinta y ocho kilómetros diarios en todo tipo de circunstancias, lo que
constituye todo un logro según la mayoría de haremos. Se había, por así decirlo, licenciado como
viajero al Polo. Este, y no el intento fallido de alcanzar un punto determinado de la superficie del
globo, fue el verdadero resultado del viaje al Polo Magnético Norte.
A los diez días de regresar al Gjoa, Amundsen volvía a hacer observaciones magnéticas sobre el
terreno. Había proyectado una segunda invernada en las proximidades del Polo y deseaba
aprovechar el tiempo al máximo.
Aplicaba a rajatabla las instrucciones de Neumayer y los científicos de Potsdam. Pero la práctica
aburrida y repetitiva con instrumentos científicos acabó por fatigarle. Nunca simuló que la
ciencia fuera para él más que un mal necesario que otros veían como una justificación del viaje
al Polo. Para él, el viaje se justificaba a sí mismo, y se volcaba en el perfeccionamiento de su
técnica.
Aunque había aprendido mucho, sentía que aún le quedaba camino por recorrer, sobre todo en lo
concerniente a los perros y los esquís. Seguía sin estar plenamente demostrada la adaptabilidad
de los esquís. El esquí de verano, con sus siempre cambiantes deshielos y nuevas congelaciones,
era un laboratorio excelente, pero recibió con alegría la oportunidad de dedicar otro invierno a la
mejora del viaje en frío extremo.
Aquel año el invierno llegó pronto. A finales de septiembre, estando el hielo firme, unos cuantos
netsiliks se trasladaron a las proximidades del Gjoa, lo que aprovechó Amundsen para reunir
utensilios y estudiar comportamientos. Sus observaciones hablan, por vía indirecta, tanto de él
como de quienes observaba.
La relación de Amundsen con los netsiliks fue más allá que la del etnógrafo y su objeto de
estudio; trabó amistad con algunos, sobre todo con dos: Ugpik, a quien llamaba «el Buho», y
Talurnakto. El Buho era un aristócrata de nacimiento. Por su parte, Talurnakto
era considerado por sus compañeros de tribu una especie de idiota, pero en realidad era el más
inteligente de todos. Reía y hacía payasadas incesantemente, no tenía familia y no se
preocupaba por nada [pero] era un buen trabajador. Si bien no se destacaba por su honestidad
en la misma medida que «el Buho», era con todo de confianza.
Amundsen empezaba a encontrarse más a gusto entre los esquimales que con sus compañeros de
expedición. Pasaba mucho tiempo con ellos, lo que, fuera deliberado o no, produjo el efecto de
ahorrarles periódicamente a los marineros la presencia siniestra del capitán, algo que tan
favorable resulta para el bienestar de cualquier tripulación. Además, el contacto con seres
humanos ajenos a la expedición mitigó las consabidas tensiones entre hombres encerrados
durante demasiado tiempo. Porque habían comenzado a surgir los primeros indicios de
enfrentamiento.
Aquel invierno Amundsen hizo lo que llamó «el descubrimiento horrible» de que uno de los
niños netsiliks padecía sífilis congénita. Advirtió a sus hombres de los peligros que entrañaba la
enfermedad: no quería que se acostaran con mujeres esquimales, pero a aquellas alturas la
disciplina ya estaba rota. Amundsen les tenía un terror obsesivo a las enfermedades venéreas
que, de alguna manera, parecía relacionado con el miedo al acto sexual. En cualquier caso,
decidió que la moral de una expedición sólo podía mantenerse alta a fuerza de negar la existencia
del sexo femenino. En las conversaciones de sobremesa del Gjoa no se mencionaba para nada el
sexo, al menos en presencia del capitán.
A principios de febrero Amundsen había hecho con Talurnakto (que ejerció de profesor) un viaje
en trineo y con perros. La temperatura rondaba los 45 °C bajo cero.
Amundsen tenía gran deseo de adquirir un aspecto particular de la técnica de los esquimales.
Estos eran capaces de desplazarse en cualquier temperatura porque sus trineos se deslizaban
sobre todo tipo de nieve. Lo conseguían revistiendo los patines de hielo. Es una operación que
requiere habilidad: hay que aplicar el hielo en capas finas para que se mantenga elástico y no se
descascarille. Entre los varios métodos existentes, el de Talurnakto consistía en lo siguiente:
como capa interna, aplicaba a los patines una mezcla de musgo y agua y la dejaba congelar hasta
que se solidificaba; acto seguido escupía sobre un mitón de piel de oso agua que había calentado
en la boca y la superponía a la primera capa con unos pocos movimientos diestros, con lo que
formaba los recubrimientos de hielo. Esta superficie se deslizaba con absoluta facilidad por la
nieve de cinarra cristalina que se adhería a todos los artefactos de la civilización como la arena
del desierto.
Amundsen pidió a Talurnakto que utilizara su método con un trineo noruego; quería comprobar
si era tan efectivo en sus anchos patines en forma de esquís como en los mucho más estrechos de
los modelos esquimales. Funcionó: tras unas probaturas preliminares alrededor del Gjoa antes de
la partida, Amundsen anotó que «opino que si la temperatura es inferior a los 30 o (C) bajo cero
los patines recubiertos de hielo se deslizan mucho mejor que los de cualquier otro tipo», y en el
curso del viaje con Talurnakto, en las verdaderas condiciones de desplazamiento, observó que
«se deslizan sobre los ventisqueros con la misma facilidad que la madera lisa sobre superficie
llana».
Así aprendió Amundsen a superar los más adversos caprichos de la nieve y aumentó el dominio
sobre el medio polar.
En Año Nuevo, Amundsen detectó un fallo en un instrumento magnético que tal vez explicara el
fracaso del verano anterior, y resolvió hacer otro intento de llegar al polo. Pero diversas
enfermedades habían causado estragos entre los perros y, al llegar la primavera, apenas quedaban
los suficientes para completar un equipo. El teniente Godfred Hansen había planeado un viaje a
Tierra Victoria. Amundsen consideraba injusto—y propio de un mal jefe—imponer su rango de
privilegio y conducir los perros: entre sus defectos no figuraban los celos. Renunció al viaje de
aquella estación en beneficio del de Hansen, y permaneció en Gjoahavn con intención de llevar a
cabo otra serie de observaciones magnéticas y reparar todos los desperfectos que pudiera.
Acompañado por Ristvedt, Hansen partió el 2 de abril y regresó el 25 de junio. En el intervalo
recorrió 1.280 kilómetros y cartografió 240 kilómetros de Tierra Victoria, uno de los últimos
espacios de costa desconocida del continente norteamericano.
El trabajo estaba hecho. Más avanzado el verano la nieve se derritió y se abrieron las aguas hacia
el oeste. A las tres de la mañana del 13 de agosto de 1905, Amundsen zarpó de Gjoahavn, se
adentró en el estrecho de Simpson y continuó hasta Punta Hall, donde estaban enterrados dos de
los hombres de Franklin.
Con la bandera izada en honor de los muertos [escribió Amundsen], pasamos ante la tumba en
silencio solemne [...] Nuestro pequeño [...] Gjoa saludó a sus desdichados predecesores.
Ningún barco había atravesado el estrecho de Simpson hasta entonces. Era un laberinto de bajíos
y pasos estrechos, capas de hielo en movimiento y corrientes traicioneras, inexplorado y
desconocido. Sólo un viaje en bote del teniente Hansen, el verano anterior, había demostrado que
hubiera un paso. Gracias al motor de gasolina, el Gjoa pudo virar y orientarse por el laberinto y
salvarse del desastre. Avanzó lentamente por una vía continua, el timón girando sin parar, los
hombres concentrados al máximo. Al cabo de cuatro días llegó a cabo Colborne, en la entrada
del estrecho de Victoria, el punto más oriental que alcanzó Collinson a su llegada del Pacífico
cincuenta años atrás. El Gjoa había sobrevivido al último tramo del Paso del Noroeste que se
resistía a la quilla de un barco, y a costa tan sólo de un arpón roto.
Quedaban por delante los canales difíciles y mal cartografiados del estrecho de Dease y el golfo
Coronación. Al final, el 21 de agosto, el Gjoa salió a los estrechos de Doiphin y Union. «Es
indescriptible—anotó Amundsen—mi alivio por haber superado el último tramo dificultoso del
Paso del Noroeste».
Ante sus hombres había sido un imperturbable pozo de hielo. Pero durante las dos semanas
posteriores a su partida de Gjoahavn había vivido en un permanente estado de tensión,
obsesionado por el desastre que estuvo a punto de producirse dos años atrás ante la isla de Matty.
Para él no existía el fracaso honroso: no premiaba ningún esfuerzo. Sólo aspiraba al éxito.
A las ocho de la mañana del 26 de agosto, Amundsen abandonó la guardia y bajó a su litera.
Cuando llevaba un rato durmiendo me despertaron unas estrepitosas carreras provenientes de
cubierta. Sin duda estaban preparando algo, y yo sólo me disgusté porque hicieran tanto
alboroto por un oso o una foca. Debía de ser por algo parecido. Pero entonces el teniente
Hansen irrumpió en el camarote y gritó aquellas palabras inolvidables: «¡Barco a la vista!».
El Paso del Noroeste estaba completado. Mi sueño de infancia: se cumplió en aquel momento.
Un sentimiento extraño me formó un nudo en la garganta. Estaba un poco tenso y fatigado—fue
una debilidad por mi parte—, pero me noté los ojos anegados por las lágrimas. «¡Barco a la
vista!»... Barco a la vista.
Tras semanas de niebla y tiempo desapacible, el cielo cobró una claridad refulgente; contra un
telón de fondo de lejanas cumbres nevadas, brillando (como un decorado) al sol ártico, una
goleta descendía por el oeste con todas las velas desplegadas. Fue una puesta en escena amable y
adecuada para el Askeladden triunfante, el Gj0a, aquel barco victorioso como Cenicienta, donde
todas las flotas y capitanes y costosas legiones de marineros habían fracasado.
El barco que descendía hacia el Gjoa enarboló la bandera norteamericana. Era el ballenero
Charles Hansson de San Francisco, y su capitán, James McKenna. «¿Es usted el capitán
Amundsen?» fueron las primeras palabras que le dirigió. Amundsen no esperaba que lo
reconocieran en ese remoto rincón del mundo. «Cual sería mi sorpresa—escribió en su diario—
cuando el capitán McKenna me agarró el puño y me felicitó por un éxito espectacular».
Se había abierto el Paso del Noroeste. Acababan tres siglos de esfuerzos humanos y la sucesión
de martirios.
Hasta que no circulara la noticia, el Paso del Noroeste sólo estaría medio completado. El Gjoa
zarpó de inmediato hacia las oficinas de telégrafos del Pacífico. Pero a mil millas del estrecho de
Bering, en Punta King—en la costa canadiense de Yukon—, el hielo lo detuvo e inmovilizó
durante un tercer invierno.
En la isla de Herschel, un poco al oeste, invernaba una flota de balleneros norteamericanos. Uno
de ellos tuvo la «agradable sorpresa» de transmitir el mensaje de Amundsen. Su hermano León,
que tanto lo había ayudado antes de que el Gjoa saliera de Noruega, había mantenido al público
informado de la expedición a través del cónsul noruego en San Francisco, Henry Lund. Lo había
conseguido con la ayuda de una carta de Nansen, cuyo nombre había convencido al gobierno
norteamericano y a las compañías balleneras de enviar la orden de prestar ayuda al Gjoa a quien
diera con él.
No sé [escribió Amundsen al recibir el correo] cómo le podré expresar al profesor Nansen [...]
lo mucho que lo respeto y venero por los servicios impagables que ha prestado a la expedición
del Gjoa.
Ya tenían la civilización al alcance. Amundsen llegaría al mismo tiempo que su relato. El 24 de
octubre dos esquimales salieron por tierra de la isla de Herschel con el correo de la flota
ballenera. Les acompañaba William Mogg, el capitán del Bonanza, un ballenero naufragado
cerca de la posición del Gjoa, en Punta King. Y Amundsen, que se dirigía a la oficina de
telégrafos más próxima, en Eagle City, Alaska.
Este viaje fue una hazaña secundaria. Eagle City estaba a ochocientos kilómetros, que cubrieron
con trineos tirados por perros por una ruta muy poco transitada tan al principio de la estación. En
los días breves y grises de otoño, con una nieve que no había cuajado del todo, a orillas de un río
Herschel que se filtraba por el hielo imperfecto, atravesaron un paso ventoso a 4.800 metros de
altitud en la cordillera de Brooks, una serie de montañas costeras. Semana tras semana bordearon
ríos helados, las rutas de caravana del norte.
Amundsen iba esquiando; los esquimales, a pie o con raquetas; sólo Mogg iba en trineo. Era su
primer viaje en trineo. Rechoncho y bajo, viejo lobo de mar que rayaba los sesenta años, estaba
hecho para el puente de mando, no para patear las nieves. Se dirigía a San Francisco en busca de
otro barco para la siguiente estación. Para un hombre de su edad, fue un esfuerzo considerable.
Financiaba la expedición, y acogió como huésped a Amundsen, el conquistador del Paso del
Noroeste, porque estaba sin blanca.
Amundsen anotó antes que nada la superioridad de la técnica para el clima frío que había
aprendido de los netsiliks:
He sido el único a quien las prendas de piel no se le han empapado de sudor. Y es porque llevo
la ropa suelta y permito que el aire circule entre ella. Los otros llevan las ropas de piel muy
ceñidas.
Pero cuando atravesaron las montañas, alcanzaron el límite de vegetación arbórea y penetraron
en la nieve en polvo espesa y suelta de los bosques de América del Norte, encontró nuevas
enseñanzas. Dio con las condiciones más adversas para los esquís—en realidad las únicas que
podían derrotarlos—y más propicias para las raquetas. La nieve también inutilizaba los trineos,
cuyos patines, concebidos para la superficie dura del campo abierto, se hundían por completo,
como en arenas movedizas, y se enredaban con las raíces de los árboles. Cambiaron los trineos
por toboganes indios, trineos de fondo plano parecidos a gabarras poco hondas que volaban
sobre la nieve. Fue una lección para el futuro. La otra fue la técnica de Alaska de la conducción
de perros, que Amundsen pudo observar abundantemente. Los perros iban atados en línea recta,
en grupos de a dos, a un tirante central, a diferencia del sistema de los esquimales, en que iban
desplegados con tirantes individuales atados a un solo punto. También era diferente el arnés de
Alaska: un anillo acolchado como el cabestro de un caballo, con los tirantes al lado—en vez de
un único tirante por encima del cuello—y otro por debajo del estómago del perro. Ambos
sistemas tenían sus inconvenientes. Amundsen lo registró todo en su diario.
El mediodía del 5 de diciembre llegaron a Eagle City, una ciudad dedicada a la extracción de
oro, toscas casas de madera apiñada a orillas del Yukon. La temperatura era de 52 °C bajo cero.
Amundsen salió disparado a Fort Egbert, la avanzada militar de Estados Unidos. Desde allí envió
a Fridtjof Nansen el telegrama por el que tanto había luchado: el anuncio de que, antes que
ningún otro hombre, había cubierto el Paso del Noroeste «siguiendo el rastro de Collinson»,
como no se olvidó de consignar, aunque tuviera que pagar su deuda histórica a setenta y cinco
centavos la palabra. Inmediatamente después la nieve cortó la línea. Al quedar restablecida, al
cabo de unos días, Amundsen era un hombre famoso. Pero no fue con la fama con lo que hubo
de enfrentarse en primer lugar. Amundsen había vivido en el paraíso durante dos años. Al salir
de la naturaleza salvaje y entrar con los esquís en Fort Egbert, retornaba al mundo del dinero y
las preocupaciones; y en lo tocante al dinero, estaba sin blanca. Había hecho el viaje desde isla
Herschel gracias a la caridad del capitán Mogg. Era un explorador en apuros; ni siquiera podía
permitirse pagar el telegrama a Nansen: mil palabras y una suma de 775,28 dólares. Tuvo que
enviarlo a cobro revertido.
Pero no existían los mecanismos para esta modalidad de transmisión. Lo llevaron, fiándole, a
Fort Egbert, lo que no era tan avanzada la línea. Su telegrama fue interrumpido en Valdez, a
mitad de camino, y se le transmitió un resumen al director del Servicio de Telégrafos de Estados
Unidos en Alaska, el comandante W. A. Glassford, radicado en Seattle.
El comandante Glassford descubrió de inmediato su contenido a la prensa local, que lo difundió
a todo el mundo. Por desgracia, el telegrama contenía las noticias que Nansen había acordado
ofrecer en exclusiva al The Times londinense y otros diarios. El comandante se defendió de las
críticas con el sensato argumento de que había que avalar los costes de telégrafo antes de poder
transmitir el mensaje, y que la prensa resultaba el medio más rápido de hacerlo llegar a Nansen.
Probablemente hubiera mediado un acuerdo con algún periódico agresivo dispuesto a pagar por
una primicia. No sería el único caso.
Al enterarse de lo sucedido el general brigadier Adolphus Greely, jefe del Servicio de Telégrafos
de Estados Unidos, le ordenó a Glassford que mantuviera la información en secreto. A
continuación se dirigió a la legación noruega en Washington, que sufragó los costes. Al cabo de
tres días se le envió el telegrama a Nansen, cuando carecía de valor como noticia
comercializable. Los diarios con que había negociado se negaron a pagarle porque la noticia ya
no era una exclusiva. Nansen no quiso pagar el telegrama debido al «abuso de confianza» del
comandante Glassford.
No está de más mencionar que Greely, a su vez conocido explorador del Polo, era enemigo de
Nansen. Le desagradó el proyecto de dejar el Fram a la deriva y condenó la escapada de Nansen
al norte en tanto que abandono de su tripulación y su barco.
Con todo esto se encontró Amundsen cuando se restableció la línea con Eagle City. El
comandante Glassford había obrado a sus espaldas. La pérdida económica era considerable, pero
Amundsen no hizo aspavientos. Se lo tomó como una lección cara, elemental y difícil de digerir
en lo concerniente al uso de las informaciones. Al menos ya conocía el precio de la ingenuidad.
Amundsen reconoció su error a regañadientes. «En el futuro—le escribió a Alexander, hermano
de Nansen—trataré de andarme con más cuidado».
El asunto del telegrama robado fue uno de los primeros contenciosos que hubo de asumir el
recién nacido Cuerpo Diplomático Noruego en Estados Unidos. Mientras Amundsen se hallaba
en los confínes del mundo, Noruega había conseguido la independencia. Lo supo en Eagle City.
La declaración se había producido el 7 de junio de 1905, apenas seis meses antes. Había partido
como súbdito de Oscar II, el rey sueco, y veía como un monarca noruego, el príncipe danés Cari,
ascendía al trono con el nombre de Haakon VIL Amundsen no cabía en sí de contento: eran
noticias dignas de trasladar a Punta King.
Le pidió a Nansen que comunicara a las familias de los expedicionarios que, si enviaban cartas
de inmediato, llegarían a tiempo para que las pudiera llevar de regreso al Gjoa. Era una pequeña
sorpresa que se había encargado de preparar. Permaneció dos meses en espera de respuestas.
El 3 de febrero de 1906, provisto del correo de Noruega, Amundsen volvió a ponerse los esquís y
a colocarse tras un trineo tirado por perros, y salió de Eagle City hacia el norte, de vuelta al Gjoa.
La nieve era más propicia, no llevaba pasajero y el viaje resultó más sencillo que el de ida. El 12
de marzo llegó al Gjoa tras cinco meses de ausencia y haber esquiado más de mil seiscientos
kilómetros.
La emocionada bienvenida [escribe] fue más que una recompensa al viaje largo y agotador. La
bandera noruega ondeaba en el barco y las cabañas [...] Cómo me alegró poder llevar a estos
chicos fantásticos noticias de sus seres queridos. Estaban todos contentos e ilusionados.
El día siguiente lo declararon
festivo. Las banderas volvieron a ondear. Es la primera oportunidad que tenemos de rendir
homenaje a nuestro nuevo rey. Dios le salve.
Durante la ausencia de Amundsen, Helmer Hanssen había recorrido centenares de kilómetros en
salidas de caza al delta del Mackenzie. Allí, entre los canales serpenteantes y helados y la nieve
escasa y difícil, acabó de conseguir un dominio perfecto en la conducción de perros; le había
llevado tres estaciones aprenderla partiendo de cero.
Hanssen tenía mucho afecto a sus animales, como se reveló en una anécdota sobre el primero,
una perra llamada Gjoa en honor del barco. Tenía un sentido del olfato extremamente agudo. Un
día, volviendo de Punta King tras un viaje de caza, la perra se negó a ir adonde le ordenaba. Por
lo general, dijo Hanssen,
obedecía las órdenes [pero ahora] marchó por donde ella quería. Me limitaré a decir que la
azoté, pero nada surtía efecto. Así que abandoné el empeño y dejé que Gjoa llevara la iniciativa
[...] finalmente [...] se detuvo [...] y se puso a escarbar en la nieve [...] para gran sorpresa mía
vi que sacaba mis mitones, que había perdido en el viaje de ida [de una semana antes].
Entonces lamenté amargamente haberla azotado [...] decidí que mi deber era compensarla, lo
que hice de inmediato sirviendo media liebre a todos los perros [...] Después de aquel viaje no
volví a aplicar el látigo a Gjoa.
Amundsen aún pasó cuatro meses aprisionado en el hielo. Entre otras cosas, aprovechó la
oportunidad para tomar nota del modo como los balleneros de la isla de Herschel cazaban la
ballena franca ártica. Le sorprendió mucho que sólo se llevaran la barba: piezas largas, estrechas
y ososas que le crecían en la mandíbula. «Todo lo demás—escribió—lo dan a los peces».
Pregunté a qué [...] se destinaba [...] la valiosa barba, ¡y me contestaron que se usaba sobre
todo en la elaboración de corsés!
¡Una figura de mujer es algo precioso!
Pero creo que tras mi experiencia de explorador en el Polo, votaría a favor de una reforma de
la moda.
El 11 de julio el Gjoa zarpó de Punta King; al levar anclas bajó su enseña a media asta. Wiik
había muerto a finales de marzo de una enfermedad fulminante y no diagnosticada. Amundsen
consideró adecuado que lo enterraran en el observatorio magnético donde había pasado tanto
tiempo. A su paso, el Gjoa saludó al mausoleo donde quedaba la última víctima de una búsqueda
larga e histórica. Con la enseña izada de nuevo, avanzó dificultosamente entre el hielo y los
bajíos a lo largo del extremo del continente norteamericano. Rodeó Punta Flecha el 30 de agosto,
atravesó el estrecho de Bering y salió del Ártico acosado por una tormenta.
Me había planteado celebrar nuestra travesía del estrecho de Bering [dijo Amundsen], pero
sólo pudimos beber una copa de whisky a bordo y a toda prisa: ni hablar de enarbolar una
bandera. Vaciamos nuestros vasos con gran felicidad porque, al margen de lo que suceda
ahora, hemos llevado la bandera noruega en un barco por el Paso del Noroeste.
Quedaba la aclamación popular. El Gjoa llegó a San Francisco el 19 de octubre, y al cabo de un
mes Amundsen y sus hombres regresaron a Noruega. Se le rindieron todos los honores, por así
decirlo, en Londres, el 11 de febrero de 1907, cuando pronunció ante la Royal Geographical
Society una conferencia sobre la expedición. La presenció Nansen, convertido en el primer
embajador en Londres de la Noruega independiente. Tras la conferencia dijo:
Como ha señalado el propio capitán Amundsen, que haya podido llevar a cabo esta hazaña se
debe por completo al trabajo de los marineros británicos [...] Pero un noruego ha sido el
afortunado que ha concluido esta búsqueda del Paso del Noroeste [...] Opino que podemos
afirmar nuestra pertenencia a una misma raza, y [...] de estos [...] valientes logros podemos
decir con Tennyson:
Un mismo temple de corazones heroicos
mirando por el tiempo y el destino, pero fuerte en voluntad
para luchar, buscar, hallar y no sucumbir.
9
ROBERT F. SCOTT,
Estos presentimientos de decadencia parecen curiosamente personificados en Robert Falcon
Scott. Nació el 6 de junio de 1868, en un momento decisivo de la vida inglesa. En 1870 murió
Dickens. La última gran obra de Darwin, El origen del hombre, apareció en 1871. Livingstone
murió en 1873; Wheatstone, el inventor inglés del telégrafo, en 1875. Estaba desapareciendo la
estirpe de gigantes que había dado esplendor a los primeros años del período de la reina Victoria.
También en 1870 estalló la guerra francoprusiana, el preámbulo al desastre que, al transferir a
Alemania el predominio en Europa y dar paso a la era moderna de la guerra masiva y
tecnológica, puso en evidencia la creciente impotencia de Gran Bretaña a la hora de influir en el
continente y anunció su decadencia en el extranjero.
De un modo frecuente a lo largo de la historia, se empezaba a disipar una época de plenitud. El
armazón del edificio de la grandeza imperial empezaba a podrirse. El proceso era el mismo en
casi todos los ámbitos: en los años de paz muy raramente interrumpida desde Waterloo, los
cuerpos armados (a pesar de las misiones coloniales) habían olvidado el ejercicio de la guerra.
Operaban según una disciplina rígida y rutinaria que anquilosaba el pensamiento y los hacía
incapaces para la guerra moderna. La industria empezaba a languidecer debido a errores
concomitantes. Las exportaciones disminuían en beneficio, sobre todo, de Alemania y Estados
Unidos. La mayoría de invenciones destacadas provenían del extranjero. Tras la época en que fue
«el taller del mundo», Gran Bretaña se olvidaba de pensar, de competir y de adaptarse.
1870, o los años inmediatos, puede considerarse como el inicio manifiesto de la caída del poder
británico. De quererse conferir al nacimiento de Scott el rango de símbolo, difícilmente se podría
haber elegido un mejor momento.
Robert Falcon Scott nació en Plymouth, en el seno de una familia de Devonshire. Pasó la
infancia rodeado de sus padres, cuatro hermanas, un hermano menor, una tía soltera y un servicio
nutrido en una casa que se mantenía firme pero que ya apuntaba la decadencia y era demasiado
pequeña para tantos habitantes.
La propiedad de los Scott, Outlands, estaba en Devonport, que también acoge al arsenal de
Plymouth, lo cual resultaba perfectamente apropiado: fue la Marina la que les reportó a los Scott
sus ingresos y su posición social. Hannah, la madre de Scott, nacida con el apellido Cuming, era
hermana de un capitán de Marina y sobrina de un vicealmirante. El padre de Robert, John
Edward Scott, era hijo de un sobrecargo de la Marina. Era el padre quien aportaba los ingresos.
Robert, padre de John Edward, había hecho fortuna junto con un hermano, también sobrecargo
de la Marina, en parte a raíz del pago de sus servicios en las guerras napoleónicas, pero sobre
todo de los beneficios que proporcionaba su sector de la Marina. Compraron Outlands y una
pequeña fábrica de cerveza en Plymouth y se retiraron. Tras varias disputas, Robert se quedó con
todo.
Lo que pasó a continuación es un cuento con moraleja de aquellos tiempos. Los tres hermanos
mayores de Robert se alistaron en el ejército de la India. John Edward Scott, el hijo que
permaneció en casa para encargarse del negocio, era el más joven, el más débil y menos
preparado para asumirlo. Acabó por heredar tanto Outlands como la cervecería. Esta la dirigió
con la indiferencia de un caballero, lo que, sea dicho de paso, abona la tesis romántica de que sus
antepasados eran escoceses fugitivos de la Rebelión de 1745. John Edward Scott tenía el
verdadero carácter del defensor de causas perdidas. Vendió su herencia, vivieron de las
ganancias, él y los diecisiete miembros de la familia, y se dedicó a la jardinería.
Tras el pater familias inmerso en el pasatiempo de hacer las veces de gentleman rural, tan propio
de la clase media inglesa, había un hombre tranquilo, taciturno y preocupado, atenazado por la
sensación de estar fuera de lugar y proclive a prorrumpir en arrebatos violentos. La señora Scott
tenía que hacer lo imposible para gobernar la numerosa familia y mantener las apariencias. En
cualquier caso, era, además de superior a su esposo en términos sociales, más fuerte que él: una
matriarca sólo revestida por una fina pátina de mujer obediente, la verdadera cabeza de familia.
Tenía aquella solicitud victoriana por el bienestar espiritual de los otros que ha hecho más por la
destrucción de la fe que el ateísmo militante. Poseía el tipo de encanto—peculiarmente inglés—
de matrona de clase media que escondía un despotismo debilitador, del que Scott nunca logró
sustraerse del todo.
A «Con»—como siempre le llamó su familia, a partir del segundo nombre Falcon, apellido de
sus abuelos—le criaron entre algodones. La guardería victoriana, con sus niñeras, sus alegres
correrías, su idealización de la infancia, era un remanso de paz, y el mayor fastidio para Scott fue
el delicado acoso de dos hermanas mayores. Padeció la tendencia enfermiza misteriosa,
posiblemente psicosomática, de tantas infancias victorianas que a menudo presagiaban una
madurez robusta. Una institutriz se encargó de la educación de Robert, en casa, hasta sus ocho
años; después fue a la escuela. Era un niño normal y tranquilo, con un poco de genio y una
incipiente tendencia a la ociosidad, falto de leyenda alguna.
John Edward Scott determinó que sus hijos hicieran carrera en las fuerzas armadas. Era una
tradición familiar, gozaba de prestigio social y evitaba la mácula del comercio. Decidió alistar a
Con, el hermano mayor, en la Marina británica y a Archibald, el que le seguía, en el ejército.
Ambos acataron la orden sin rechistar.
Con vistas a asegurar que Con aprobara las pruebas de ingreso, le dio de baja en la escuela y lo
envió a un centro de preparación intensiva especializado en los planes de estudio del cuerpo. En
1881, a los trece años, aprobó el examen de cadete en el barco de instrucción Britannia de
Dartmouth.
La Marina británica de las dos últimas décadas del siglo XIX, si bien impresionaba en términos
cuantitativos, estaba atrasada, aletargada y caracterizada por su ineficacia. Uno de sus almirantes
la tildó de «una colección variopinta de barcos desgobernados y extravagantemente aparejados».
Sin embargo, el Britannia sí estaba en buen estado. La victoria de Trafalgar al mando de Nelson
había convertido a la Marina británica en una leyenda, lo que inevitablemente originó petulancia,
resistencia al progreso técnico y una tendencia a vivir en el pasado. Al promediar la década de
1880, cuando las flotas más jóvenes habían adoptado las armas de retrocarga, los buques de
guerra británicos seguían llevando cañones de avancarga, ya desfasados y no mucho más
eficaces que los de los tiempos de Nelson. Delicadamente ornados con flancos negros,
chimeneas amarillas y líneas de flotación rosa, punteados de dorados, los barcos de Su Majestad
parecían más bien yates que barcos de guerra. Tal como queda perfectamente ilustrado en las
autobiografías de los almirantes del siglo XIX, la Marina británica tenía más de exclusivo club
de yates que de institución bélica. La pulcritud importaba más que la preparación para la guerra.
Este era un aspecto de la Marina en que se había enrolado Scott. Otro era el sistema de
obediencia ciega y rígida centralización que protegía la jerarquía de rango en mayor medida que
la capacidad profesional. Las altas esferas regulaban con toda minuciosidad los detalles más
nimios. Los oficiales, incluso los capitanes de los barcos del Reino Unido, se convertían en
autómatas que sólo cobraban vida con las órdenes de los superiores. El más tenue indicio de
pensamiento independiente se consideraba subversivo.
La instrucción comenzaba en Dartmouth, que en tiempos de Scott estaba moldeada a imagen y
semejanza del minoritario colegio privado Victoriano. Lo ha descrito con exactitud el
vicealmirante K. G. B. Dewar, un oficial desacostumbradamente crítico y miembro del pequeño
grupo de reformadores que trató de modernizar la Marina británica a principios de siglo XX.
Según sus palabras,
la atmósfera represiva [...] la iniciativa y la confianza en uno mismo reprimidas [...] el plan de
estudios se centraba sobre todo en la navegación, las matemáticas y el arte de navegar. La
navegación era impartida por instructores navales que carecían de cualquier experiencia
práctica del gobierno de un barco [...] El [...] plan de estudios prescindía del estudio y uso de la
lengua inglesa. Era un error notable, puesto que la eficacia de la administración naval depende
a menudo de la capacidad de persuasión de una expresión clara [...].
Aunque los métodos de instrucción no estaban concebidos para suscitar interés o entusiasmo en
los cadetes, la mayoría se esforzaba mucho porque su futura carrera dependía del resultado del
examen de graduación. Según la posición que ocuparan en la lista, los cadetes podían
convertirse automáticamente en guardiamarinas o tener que esperar entre uno y doce meses.
Así pues, no era la inteligencia, el carácter, la capacidad de mando o el celo profesional lo que
promovía a un joven oficial en su ascenso en el escalafón, sino el dominio de materias como el
álgebra, el teorema de los binomios o las ecuaciones de trigonometría.
Este pasaje resume casi a la perfección los años de aprendizaje de Scott en Dartmouth. En julio
de 1883 ocupó el séptimo lugar en una clase de veintiséis alumnos, y el 14 de agosto fue
nombrado guardiamarina. En adelante sus estudios siguieron los cauces habituales. Tras cuatro
años en el mar se le promocionó directamente a alférez de navío, y pasó un año en la Escuela de
la Marina Británica de Greenwich perfeccionando su preparación teórica con miras a obtener el
grado de teniente. Consiguió cuatro de un máximo de cinco certificados de primera clase.
A continuación se le alistó en el B.S.M. Amphion, crucero destinado a Esquimalt, la base naval
canadiense en Victoria, Columbia Británica, en la Estación del Pacífico. Zarpó de Devonport con
rumbo al cabo de Hornos el 20 de enero de 1889. El 14 de abril, en bahía Octavia, Columbia,
Scott fue trasladado al B.S.M. Caroline, otro crucero, donde faltaban oficiales. Lo abandonó el
primero de agosto en Callao, Perú. Dos semanas después obtuvo una promoción directa al grado
de teniente. En el período inmediatamente posterior su expediente en la Marina queda
oscurecido.
Después del viaje en el Caroline, Scott había salido en un barco de pasajeros hacia Coquimbo,
Chile. En septiembre su padre preguntó por su paradero en una carta dirigida a la sede
londinense del Almirantazgo. No hay constancia de respuesta alguna. Un documento sitúa a
Scott en el B.S.M. Liffey, buque nodriza de la Marina anclado en Coquimbo, hasta el 13 de
agosto. Después se le destinó a un barco donde no llegó a servir. Parecía haberse desvanecido
para reaparecer oficialmente en Coquimbo el 26 de octubre. Aquel día estaba registrado a bordo
del B.S.M. Daphne, una balandra de la Marina. Permaneció en él hasta principios de marzo,
cuando se le destinó a Acapulco para que regresara al Amphion vía San Francisco.
Entre tanto, había aparecido en Guatemala capital. Allí conoció a Addison Mizner, hijo del
embajador de Estados Unidos Lansing Bond Mizner, «el hombre original de Benjamín
Harrison», adinerado político de Benicia, cerca de San Francisco. Para Addison, disipado
muchacho de diecisiete años, Scott (que acababa de cumplir veintiuno) «era el tipo más amable,
más considerado que creo haber conocido». Zarparon en el mismo barco hacia San Francisco,
donde Addison tenía que volver a la escuela.
Scott fue presentado a la hermana de Addison, Mary Ysabel, o Minnie, personaje un tanto
extravagante. Estaba casada con Horace Blanchard Chase, acaudalado empresario de Chicago
establecido en San Francisco. Las relaciones de Scott con Minnie fueron lo bastante estrechas
como para retenerle a él en San Francisco e inspirarle a ella los siguientes versos en su agenda:
La noche tiene mil ojos, Y el día sólo uno;
Pero la luz del brillante día muere,
Con el sol moribundo.
El pensamiento tiene mil ojos,
Y el corazón sólo uno;
Pero la luz de toda una vida muere,
Cuando acaba el amor.
Pero no está claro lo que pasó en esta época. Los archivos del Almirantazgo son incompletos:
casi con toda seguridad los han censurado. Los detalles circunstanciales apuntan que fue
discretamente alojado en el Liffey para someterlo a observaciones, médicas o de otro tipo. Hay
indicios de un viaje irregular a su casa, de que recibió la protección de un oficial superior y de un
encubrimiento. Nada de todo ello es demasiado notable. A menudo, en aras del buen nombre del
cuerpo, se apartaba de situaciones comprometidas a los jóvenes oficiales. Los dos hechos que no
admiten duda en este caso son, por una parte, que los versos de Minnie, con su clara referencia al
final del romance, están datados el 20 de marzo de 1890 y, por otra, que el 24 de marzo el diario
de a bordo del Amphion registra el retorno de Scott en Esquimalt, por lo que parece con un vacío
no justificado en el expediente. Lo menos que puede decirse es que se hallaba sumido en una
notable confusión emocional, como lo sugieren estas anotaciones:
Tras muchos intentos más o menos infructuosos, decidí llevar de nuevo un diario [...]. Los
hombres más grandes han deplorado la falta de dotes para la expresión. Lytton, en un prefacio
a una novela, ha referido con gran elocuencia las restricciones que impone esta limitación
(aunque compensando con el entendimiento lo que no puede escribir, el novelista eminente a
menudo escribe lo que no puede entender) [...] Cuan a menudo he sentido esta restricción [...] A
pesar de estas dificultades, comienzo a dominar la pluma [...] aunque sólo sea como
corresponde a un caballero normal [...] parece también haber un temor creciente a mis propios
pensamientos; a veces también me espantan a mí [...] Sólo nos es dado a las naturalezas frías y
parsimoniosas sentir este nudo deprimente y mortal en el corazón [...] ¿Cómo podré soportarlo?
Escribo acerca del futuro, de las esperanzas de acrecentar mi nobleza, pero ¿lo seré? [...] Nadie
verá jamás estas palabras, así que puedo decir con libertad: ¿Qué significa todo esto?
Existe escasa constancia objetiva de lo que subyacía a este escrito; han perdurado pocas
versiones de quienes conocieron al Scott anterior a los treinta años. Sus colegas de la misma
edad le hicieron poco caso. Muchos de sus compañeros de barco ascendieron a oficiales, y
algunos escribieron memorias, pero él aparece en pocas, incluso después de cobrar fama; a
menudo se lo pasa por alto de forma harto significativa. Parece envuelto en una conspiración de
silencio, lo cual es de destacar porque los oficiales de la Marina prestan por lo general una gran
atención a los caracteres. Sus memorias están llenas de chismes y abundan en vividos retratos
literarios. Es indudable que Scott no causó una gran impresión a sus compañeros de promoción,
o que pasaba desapercibido, o ambas cosas a la vez.
En Esquimalt, Scott prestó el servicio de rigor en una base colonial, entre ejercicios, rutinas,
revistas y recepciones en las casas de los dignatarios locales. Uno de ellos era el juez Peter
O'Reilly, de Victoria.
Scott tuvo un discreto devaneo con la hija del juez, llamada Kathleen. Nunca fue mucho más
allá: a lo largo de diecisiete años mantuvieron una correspondencia esporádica en que él guardó
las distancias; es probable que ella magnificara el interés que sentía Scott. Este, en palabras de su
hermana Grace, «parecía estar totalmente absorto en la persona con quien hablaba cuando en
realidad estaba bastante lejos». En cualquier caso, al igual que los demás tenientes de navío a
quienes recibían los O'Reilly, estaba más interesado en los padres, que también invitaban a altos
oficiales de la Marina y por tanto les podían procurar relaciones beneficiosas. Scott tenía una
mayor necesidad de estas relaciones que la mayoría de sus compañeros, puesto que estaba
preocupado por su futuro y temía que se le negara el ascenso.
El remedio parecía consistir en la especialización: la artillería era el sector privilegiado, pero
atraía a los mejores oficiales y Scott tenía la impresión de que le deparaba pocas posibilidades.
Así que optó por los torpedos.
Eran un nuevo tipo de arma que acababa de entrar en funcionamiento. Aún había una relativa
falta de especialistas; ser uno de ellos mejoraría las perspectivas de promoción, así que Scott
solicitó plaza en un curso preparatorio—significativamente—el día en que se le apartó del
Daphne. A finales de 1890 zarpó de Esquimalt en el Amphion con rumbo al Mediterráneo, vía
Hong Kong. Al cabo, en junio del año siguiente y tras algunas vacilaciones en el Almirantazgo,
se le comunicó por telegrama en Malta que había sido aceptado en un curso que sería impartido
en el B.S.M. Vernon, una escuela de torpederos radicada en Portsmouth, que había de comenzar
en octubre.
Por entonces, la sección de torpedos no se ocupaba sólo de éstos, sino también de todas las
instalaciones eléctricas y del equipamiento mecánico de un barco salvo la propulsión. Estas
asignaciones parecían casar con Scott y, en el Vernon, hizo gala de sólidos conocimientos
técnicos. En agosto de 1893 se graduó como teniente torpedista con un certificado de primera
clase. Se le acababa de conferir el mando provisional de un torpedero para que dirigiera las
maniobras, y lo llevó con toda solvencia al puerto de Falmouth. Según la mesurada reprimenda
(o elogio) del Almirantazgo, «No parece que se haya observado la debida precaución [...] Se le
encarece [al teniente Scott] que en el futuro preste más atención». Se trató de un incidente
curioso para la primera ocasión en que ostentaba el mando. Se perciben una excelencia teórica y
deficiencias prácticas muy imbricadas entre sí. Se atisba la figura de un oficial desafortunado.
Scott abandonó el Vernon con un diminuto interrogante a sus espaldas.
Su familia atravesaba momentos difíciles. El señor Scott había agotado sus rentas y, tras algunos
problemas, encontró trabajo como director de una cervecería cercana a Bath. Outlands fue
arrendado. Las dos hermanas mayores aprovecharon la ocasión para independizarse: Ettíe se hizo
actriz y Rose enfermera en Nigeria.
En cuanto a Scott, su carrera no se vio afectada. En la Marina no se necesitaban ingresos
privados, no al menos hasta el rango de capitán. Era ésta una de las características que hacían de
la Marina un recurso para los hijos de familias de clase media venidas a menos. Se aceptaba que
los miembros de la Armada vivieran de su salario, que era lo que Scott venía haciendo
últimamente.
Archibald, su hermano pequeño, era oficial en la Artillería británica, y por tanto se encontraba en
otra posición. En el ejército, como mínimo en un regimiento prestigioso o un cuerpo distinguido,
se esperaba que los oficiales dispusieran de medios propios. El señor Scott, que había mantenido
una asignación a Archibald, dejó de enviársela. Al poco, Archibald también marchó a Nigeria,
donde la paga era superior, e ingresó en el cuerpo policial de Lagos. Resulta difícil esclarecer si
su marcha al oeste de Africa se debió sólo al dinero o si, como sus hermanas, aprovechó la
oportunidad para alejarse de la madre.
En 1898, Archibald murió de fiebre tifoidea hallándose de permiso en Inglaterra. El año anterior
había fallecido su padre. Monsie (Grace) y Kitty, las dos hermanas que permanecían en casa,
obligadas a ganarse la vida, se dedicaron a la costura. Se trasladaron a Londres junto con su
madre, y se instalaron en Royal Hospital Road, en el barrio de Chelsea. Al menos, según lo
expresó Scott, la serie de calamidades los había sacado del «vacío soñoliento» de la vida de
Plymouth. La nota de optimismo para el futuro era el matrimonio ventajoso que había contraído
Ettie con William Ellison-Macartney, parlamentario unionista por South Antrim y secretario para
el Parlamento del Almirantazgo.
Scott era en aquel momento teniente torpedista del B.S.M. Majestic, buque insignia del
escuadrón Channel; era el mismo cargo que había ocupado en diversos cruceros y buques de
guerra desde que abandonara el Vernon cinco años atrás. El futuro era bastante halagüeño. La
«alerta con armamento» extendida por la Europa posterior a la guerra franco-prusiana se
acercaba a su violenta culminación. La Armada británica empezaba a expandirse, y se
necesitarían oficiales de la graduación y experiencia de Scott. Mientras evitara incurrir en las
más burdas formas de incompetencia, podía prometerse una carrera próspera. Pero estaba
clasificado como torpedista. Los puestos más altos a que podía aspirar en su sector —la capitanía
de un buque de guerra, el almirantazgo al mando de una flota—parecían fuera de su alcance. Y
volvió a surgir el antiguo temor que lo había llevado a especializarse. En sus propias y
reveladoras palabras de aquel tiempo: «Tal vez no me consideren lo bastante bueno como oficial
de servicio en general».
Tras una afectada máscara de modestia, Scott ardía de ambición. Esta no era, sin embargo, del
tipo que apunta a un objetivo determinado. Aunque ya había cumplido la treintena, Scott seguía
pareciendo un tanto inseguro e inmaduro. Abrigaba la incipiente ambición de medrar al margen
de metas definidas.
Scott no impresionó a los capitanes a cuyas órdenes había servido. En el fondo, recelaban de su
capacidad de comandar hombres y barcos. Tampoco se podía beneficiar del nepotismo y las
intrigas que constituían reconocidos caminos hacia la cúpula de mando. Ni la familia ni las
relaciones lo podían ayudar. Carecía (hasta que Ettie se casó) de influencias en el Almirantazgo.
Le faltaba el talento que podía superar los obstáculos del dinero y la cuna. En un cuerpo
abundante en personajes peculiares, por no decir excéntricos, él no descollaba. No llamó la
atención de compañeros ni superiores. Parecía improbable que prosperara con la mera fuerza de
su personalidad. Scott buscó otra vía hacia los puestos elevados del escalafón.
A un oficial de la Marina británica del siglo XIX difícilmente le podía pasar por alto que
participar en una expedición al Polo a menudo comportaba descollar entre sus contemporáneos.
Lo demostraba a las claras la Lista de la Marina de la Junta del Almirantazgo.
Tras las guerras napoleónicas, la Marina británica tuvo pocas oportunidades de entrar en acción
como fuerza de combate, por lo que adoptó las expediciones al Polo como un empleo útil de
oficiales y marineros. El precedente del capitán James Cook se había convertido en una
tradición, y la exploración británica al Polo fue transformada en—literalmente—una reserva de
la Marina. Todos los participantes eran voluntarios que querían escapar de la monotonía de los
tiempos de paz. También buscaban promociones, ya que, durante los años centrales de la Pax
Britannica, la exploración del Polo se convirtió en un sustituto del servicio activo.
Así surgió un tipo específicamente británico, del que Scott sería el ejemplo más famoso: el
oficial de Marina que emprendía la exploración del Polo como una parte integrante de su carrera.
El más obstinado defensor de este servicio fue el presidente de la Royal Geographical Society,
sir Clements Markham. Ya ha aparecido fugazmente con su solemne rostro de obispo enmarcado
por patillas, como una figura de los primeros tiempos del daguerrotipo, sir Clements Markham
era la viva imagen de los grandes Victorianos. La pasión predominante de sus últimos años fue
una cruzada prolongada y solitaria por la recuperación de la exploración británica de la
Antártida, desatendida desde el viaje meridional de sir James Clark Ross en 1839.
Habiendo participado Nelson, en calidad de joven guardiamarina, en una expedición al Ártico,
sir Clements, según sus propias palabras, veía la exploración al Polo
como un centro de formación de nuestros marineros, como una escuela para nuestros Nelsones
futuros que ofrece las mejores oportunidades de distinción a los jóvenes oficiales de la Marina
en tiempos de paz.
Por eso decidió que la expedición a la Antártida que estaba preparando la llevarían a cabo
soldados de la Marina.
El propio sir Clements había pertenecido a la Marina. En 1844, a los catorce años, ingresó como
cadete en la Marina británica, que abandonó de modo prematuro siete años después en
circunstancias poco claras. Prestó su último servicio en el Ártico, en 18501851, en la segunda
expedición de búsqueda de Franklin al mando del capitán Horatio Austin. A raíz de esta
experiencia nació su pasión vitalicia por la exploración del Polo y el bienestar de la Marina o—
más exactamente—de los jóvenes oficiales de Marina.
Gracias a las amistades y relaciones que tenía en el cuerpo y al espíritu corpulento de la época
pudo viajar como invitado en barcos del Almirantazgo. Visitaba con frecuencia la Escuela de la
Marina Británica de Greenwich. Ayudó a jóvenes tenientes y guardiamarinas. Recibía a los
afortunados en el número 21 de Eccleston Square, su casa del londinense barrio de Pimlico. Se
regía por criterios de familia y apariencias. Le gustaban la buena presencia, los cuerpos fuertes y
las maneras amables. Le dominaba una mal disimulada fascinación romántica. Aunque casado y
con una hija, Markham era homosexual. A veces viajaba al sur para dar rienda suelta a sus
tendencias sin arriesgarse a recibir acusaciones legales. Le gustaban los alegres niños sicilianos.
En su país llevaba estos asuntos con decoro, o al menos con discreción.
A los treinta años había dirigido con éxito una expedición a América del Sur destinada a recoger
el fruto del árbol de la quina—de la que se extrae la quinina, el único medicamento conocido que
curaba la malaria—y trasplantarlo a la India. Hablaba media docena de lenguas, era un animado
conversador y un prolífico escritor especializado en la historia de la exploración. Tenía el don de
la retórica ampulosa. En las reuniones de la Royal Geographical Society, en palabras de uno de
sus dirigentes
parecía la encarnación de la aventura de la Geografía; su pecho se hinchaba y la pechera
crecía como la gavia de una fragata, y cuando su voz entonaba una alabanza de «nuestros
gloriosos asociados» suscitaba a menudo una respuesta enardecida.
Sir Clements poseía la genuina vehemencia evangelizadora victoriana: era un misionero (o un
político moralizante) frustrado. «Qué de nuevos mundos se han abierto», escribió un joven
oficial de Marina tras oírle por primera vez. «Qué pequeño parece [todo] al lado de las grandes
empresas y sacrificios heroicos como los de Ross, Parry y Franklin».
En realidad, era la glorificación del sufrimiento idealizado lo que llevaba a sir Clements a los
más altos vuelos de la oratoria. En consonancia con el espíritu de su tiempo, entendía la
exploración del Polo como un ejercicio de heroísmo por el heroísmo.
La abnegación en sí misma era alabada como la más alta cualidad humana, sobre todo por parte
de la Iglesia anglicana. Así lo decía Francis Paget, deán de la Iglesia de Cristo de Oxford:
Sin duda la guerra, como toda forma de sufrimiento y desgracia, tiene su elemento redentor en
la belleza y esplendor del carácter de los hombres, por la gracia de Dios que se muestra en él
[...] los hombres se elevan y elevan a los demás por el sacrificio de uno mismo; en la guerra se
nos muestra la grandeza de la abnegación.
Esta consigna tenía un trasunto exacto en la exploración del Polo:
Con qué nobleza lucharon estos gallardos marineros [...] enviados a viajar por nieve y hielo,
cada uno arrastrando cien kilos [...] Ningún hombre dejó de cumplir su tarea; algunos de estos
gallardos hombres llegaron a morir arrastrando [...] pero no se oyó ni un murmullo [...] cuando
los débiles caían [...] siempre había voluntarios más que suficientes para ocupar sus plazas.
La descripción se refiere a la búsqueda de Franklin por parte del capitán McClure en el B.S.M.
Investigator entre 1850 y 1854. Era esta época la que evocaba sir Clements; tenía el propósito de
resucitar las primeras expediciones navales del siglo: torpes, mal equipadas, demasiado
numerosas, realizadas a costa de un sufrimiento espantoso.
Sin embargo, tales hazañas le costaban a la Marina demasiado dinero como para poder
mantenerlas, y después de que McClure tuviera que ser rescatado a su vez, cesaron las
expediciones británicas oficiales al Polo. Se reemprendieron en 1872, con el crucero del B.S.M.
Challenger, un barco de reconocimiento de la Marina al que se le permitió entrar en aguas
antarticas y fue la primera embarcación de motor que accedía a ellas. Entre 1875 y 1876, el
comandante del Challenger, el capitán de navío sir George Nares, dirigió una expedición que
trató de alcanzar el Polo Norte a través del estrecho de Smith, el canal que discurre entre
América y Groenlandia, y estableció el nuevo punto más septentrional de 83o 20'. Pero la
expedición resultó ser un desastre financiero y se llevó a cabo con métodos desfasados. Los
hombres caían como moscas a causa del escorbuto. A su regreso, Nares tuvo que someterse a lo
que puede considerarse un consejo de guerra. Volvió a decaer el interés oficial por la exploración
del Polo.
En 1893, al ser elegido Clements Markham como presidente de la Royal Geographical Society y
conferírsele finalmente el poder para conseguir sus objetivos, los acontecimientos lo superaron.
Las mismas tensiones internacionales que habían disparado las posibilidades de promoción de
Scott fueron un obstáculo para la cruzada de sir Clements. Con el conflicto llamando a las
puertas, el Almirantazgo prescindió de las operaciones secundarias en torno a los Polos. Ni
siquiera el fervor popular suscitado por el sexagésimo aniversario de la reina Victoria en 1897
hizo mella en la renuencia oficial. Pero sir Clements estaba determinado a crear, con o sin el
apoyo de la Marina, un grupo de héroes. Y puesto que se le negaba su ambición de organizar una
gran expedición de la Marina inglesa, acabó por proponerse la alternativa más satisfactoria: una
expedición privada tripulada por soldados de la Marina.
Sir Clements comenzó a recaudar dinero. Persuadió a la Royal Society de que se sumara a la
empresa de la Royal Geographical Society con la esperanza de que «el encumbrado nombre» de
las dos augustas decanas de las academias nacionales y órganos científicos consultivos del
Gobierno les reportara el apoyo económico de la sociedad. Pero, incluso con el respaldo de la
Royal Society, sir Clements no había reunido a finales de 1898 más que doce mil libras de las
cincuenta mil que necesitaba, y de la suma conseguida cinco mil libras las había donado la
R.G.S. Fue una humillación. Alfred Harmsworth, el futuro lord Northcliffe, había financiado con
veinte mil libras, sin ayuda de nadie, la expedición al Artico con desuno a Tierra de Francisco
José que organizara el mayor Frederick Jackson.[7]
Pero aún fue más mortificante para Markham el éxito de Carsten Borchgrevink, el amigo de
infancia de Amundsen. No habiendo obtenido en Noruega apoyo para su proyecto de convertirse
en el primer hombre que invernara en el continente antartico, Borchgrevink probó suerte en
Londres. En octubre de 1897, sir George Newnes, otro magnate de la prensa de los primeros
tiempos, lo ayudó con treinta y cinco mil libras. Había conseguido el dinero necesario antes de
que sir Clements pudiera poner en marcha su pesada maquinaria. Borchgrevink, un ciudadano
sin cargo oficial, un extraño, un intruso, un aventurero y un extranjero a quien se debía expulsar,
había conseguido lo que no pudieron la posición y autoridad de sir Clements. Se le hacía difícil
perdonar a Borchgrevink.
¿Por qué respaldó Newnes a este hombre surgido de la nada e ignoró los halagos zalameros de
sir Clements? En parte se debió a la personalidad de sir Clements. Muchos desconfiaban de él,
tanto por su homosexualidad como por un negocio apañado con acciones falseadas del ferrocarril
de Angola. Además, se creía que iba tras el título de lord, lo que resultaba en todo punto obvio.
Pero en última instancia hay que buscar la explicación en la naturaleza de la propia R.G.S.
Esta era una camarilla que se perpetuaba a sí misma. Sus expertos en materia polar eran viejos
almirantes «del Ártico» que no habían visto el hielo desde hacía veinte años o más. La camarilla
excluía a los hombres verdaderamente capaces, que por su parte prescindían de la R.G.S. En
otras palabras, la R.G.S. era el típico baluarte moribundo de la mediocridad institucionalizada.
No era una empresa en que los inversores sagaces estuvieran dispuestos a invertir dinero.
Borchgrevink les inspiró mucha más confianza. Tal vez fuera demasiado desenvuelto y un tanto
desinhibido, pero al menos tenía la iniciativa necesaria y había estado recientemente en el Polo.
La única condición impuesta por Newnes fue que la expedición llevara bandera británica.
Borchgrevink compró un foquero noruego, el Pollux, le impuso el nuevo nombre de Southern
Cross y lo registró en Londres. En todos los aspectos, salvo en el nombre, fue una expedición
noruega. Gran parte de los oficiales y la tripulación estaba formada por cazadores de focas y
balleneros noruegos. La técnica, basada en el uso de esquís, perros y en el grupo reducido y
operativo, seguía el consabido modelo noruego que estableciera Nansen. Como concesión a sir
George, Borchgrevink se llevó a tres súbditos británicos: William Colbeck, un oficial mercante,
Hugh Blackwell Evans, un naturalista, y Louis Bernacchi, un físico australiano.
Markham se negó a implicarse en modo alguno en lo que llamaba «este asunto vergonzoso».
Como muchos radicales entrados en años, había desarrollado unos leves delirios de grandeza. Se
arrogaba el derecho exclusivo de controlar las exploraciones a la Antártida. En consecuencia,
trató de detener todas las expediciones británicas que compitieron con la suya. Coaccionó a sus
organizadores, se enfrentó a los patrocinadores e intrigó tanto como pudo. Cuando comprendió
que no podía desarticular la de Borchgrevink, tomó medidas para que la R.G.S. le diera
ostensiblemente la espalda.
El dato para la historia fue que Borchgrevink zarpó del puerto de Londres el 22 de agosto de
1898, mientras que la expedición «oficial» no había pasado de ser una comisión y una esperanza.
El 17 de febrero Borchgrevink volvió a avistar las costas del continente antartico, donde, según
sus palabras, «Ningún ser humano había vivido antes. Aquí viviríamos o moriríamos en
condiciones que eran un libro cerrado para el mundo». Desembarcó en cabo Adare, construyó
una cabaña y se preparó para llevar a cabo junto con nueve acompañantes la primera invernada
del hombre en el continente antartico. Entre tanto, sir Clements proseguía en vano con su intento
de recaudar dinero.
El 15 de marzo de 1899, cuando parecía claro que las posibilidades de éxito de sir Clements
menguaban de modo irreversible, precisamente el mismo día que el Southern Cross avistaba
Nueva Zelanda en su viaje de regreso de cabo Adare, se produjo una providencial oferta de
apoyo. Procedía de Llewellyn Longstaff, acaudalado empresario londinense a quien la campaña
de los periódicos había dispuesto en favor de la proyectada expedición. Tras una reunión con sir
Clements, Mr. Longstaff le prometió veinticinco mil libras.
A finales de marzo sir Clements anunció triunfalmente este «don munífico». Ya disponía de unas
cuarenta mil libras: las tornas habían cambiado. El 10 de abril la reina Victoria expresó sus
mejores deseos a la expedición. El príncipe de Gales aceptó ser el patrón y el duque de York el
vicepatrono. Al cabo de dos meses, A. J. Balfour, primer Lord del Tesoro, en lo que era un
cambio en la política del gobierno de los últimos veinte años, prometió una subvención del
Parlamento.
No fue tanto la generosidad individual o la obstinación de sir Clements o los auspicios de la casa
real como la rivalidad entre países lo que decidió a Mr. Balfour. Se había solicitado al Reichstag
de Berlín que aprobara la concesión de cinco mil libras a una expedición alemana a la Antártida.
En todos los campos—la expansión naval, la diplomacia comercial, el poder militar—Alemania
constituía la amenaza acechante y agresora, y no se la podía dejar campar a sus respetos en el
ámbito de la expedición al Polo. La política, que durante tanto tiempo había obstaculizado sus
iniciativas, se ponía del lado de sir Clements.
El Gobierno le concedió cuarenta y cinco mil libras, con la condición del todo habitual de que
tenía que conseguir una suma equivalente a partir de «otras fuentes». Sir Clements convenció a
la R.G.S. de que aprobara la aportación de cinco mil libras para satisfacer la cláusula.
Finalmente, los números le cuadraban.
Según la leyenda de Scott, años antes, cuando todavía era guardiamarina, sir Clements ya había
decidido confiarle el mando de sus futuras expediciones. Fue el propio sir Clements quien lo
difundió. Pero la verdad es que trataba de embellecer el pasado con una versión retrospectiva.
Con su temperamento de autócrata, sir Clements había planeado desde el principio no sólo
organizar una expedición, sino dirigirla según sus propias ideas. Supo en todo momento que
pasarían años antes de que pudiera hacerse a la mar, de modo que, sin duda, había andado
buscando con mucha antelación al futuro comandante entre los oficiales de la Marina más
jóvenes. Concedía gran importancia al pasado de su familia—puesto que profesaba creencias
hereditarias—y consideraba que los exploradores del Polo nacían más que se hacían.
En 1887, sir Clements, por entonces secretario de la R.G.S. y no aún sir, realizó una travesía por
las Indias occidentales a bordo del B.S.M. Active, integrado en el escuadrón Trining. Iba
invitado por su primo, el capitán (más adelante vicealmirante sir) Albert Markham, comodoro
del escuadrón, que había participado en la expedición de Nares once años atrás y dirigido el
grupo que alcanzó el punto más septentrional, en la que había de ser la última vez que Gran
Bretaña ostentara la marca mundial.
Resultó que, al mismo tiempo que Clements Markham, viajaba en el escuadrón Training, a bordo
del B.S.M. Rover, Scott, un guardiamarina de dieciocho años. El primero de marzo, ante la isla
de St. Kitts, Markham anotó en su diario que se había celebrado
una «carrera en servicio» de botes [...] Ha ganado el bote del Rover (guardiamarina Scott),
pero el del Calypso (Hyde Parker) ha llevado la delantera bastante rato.
Dos días después, en las Barbados, Markham asistió a una cena entre cuyos invitados figuraba
«el joven Scott del Rover, quien ganó la carrera en St. Kitts, un chico encantador». Sin embargo,
Markham conocía a muchos «chicos encantadores». En sus exhaustivos diarios tomaba nota con
toda meticulosidad de los centenares de oficiales de la Marina que conocía.
En cualquier caso, el futuro cargo de jefe de la expedición a la Antártida le estaba reservado a
Tom Smyth, guardiamarina del Active. Smyth, y no Scott, era la estrella de los diarios de
Markham. En un punto llega a dedicar cuarenta y dos páginas de apretada caligrafía a un repaso
encomiástico de su trayectoria. Y, verdaderamente, el guardiamarina Thomas C. Smyth, hijo del
general Smyth, bisnieto de la duquesa de Grafton y, por si fuera poco, un Walpole, reunía el
carácter, la familia y el linaje que Markham tenía en mente.
Sin embargo, los caminos de Scott y Markham volverían a cruzarse. Su siguiente encuentro,
fruto de la casualidad, se produjo el 18 de octubre de 1891, en el parque zoológico de Londres.
En los seis meses siguientes coincidieron otras dos veces en la Escuela de la Marina Británica de
Greenwich, de modo tan fortuito y breve como en la primera ocasión. No volvieron a verse hasta
febrero de 1897. Markham, convertido en sir Clements Markham, K.C.B., nombrado sir el año
anterior por sus aportaciones a la geografía, y presidente de la R.G.S., estaba embarcado en un
crucero del escuadrón Channel en el B.S.M. Royal Sovereign. Invitado a cenar en el B.S.M.
Empress of India, encontró a Scott a bordo en condición de teniente torpedista; no era una
coincidencia improbable, ya que sir Clements, inmerso en el angosto mundillo de los oficiales de
Marina, no cesaba de dar con «viejos amigos y conocidos», según lo expresaba. Volvieron a
encontrarse dos años más tarde, el 5 de junio de 1899, poco después del anuncio de la expedición
a la Antártida.
Aquella tarde, Scott compareció de improviso en la casa de Markham en Eccleston Square. Tras
el té, se ofreció como voluntario para comandar la expedición. Volvió al cabo de una semana,
anotó Markham sin demasiado énfasis, de nuevo «con el deseo de comandar la expedición a la
Antártida».
10
OBJETIVOS DIVERGENTES
Este deseo era de lo más inverosímil. Hasta entonces, Scott no había mostrado interés alguno por
la nieve ni el hielo. El mismo declaró que no tenía «predilección» por la exploración del Polo.
Pero tal como escribió entonces, carecía tanto del «aplomo como de la tranquilidad para buscar
algo que no fuera la promoción».
Era guardiamarina desde hacía diez años. Se enfrentaba al salto vertiginoso hacia el rango de
capitán de fragata, la crisis que había de atravesar todo oficial de Marina. [8] Ya no podía aspirar a
la promoción por antigüedad. Sólo podía ascender por méritos, o a lo sumo por una
recomendación especial. Scott vivía con la obsesión del guardiamarina: quedar estancado.
Su primera visita a Eccleston Square tuvo lugar en la víspera de su trigésimoprimer aniversario.
Tenía una angustiada conciencia del paso del tiempo y carecía de logros de que jactarse. Lo
menguado de su curriculum no se debía a que fuera uno de los rebeldes y reformadores que
sacaron a la Marina británica de su letargo Victoriano a fuerza de defender opiniones poco
correctas ante sus superiores, ya que Robert Falcon Scott era un oficial ortodoxo que no podía
asustar a nadie con sus ideas. Su miedo nacía de la sensación de no estar a la altura y de que, a
pesar de su mediocre práctica de conformista que hacía todo lo posible por agradar, en el cuerpo
no lo tenían en buena consideración. La Lista de la Marina hurgaba la herida cada mes al
exponer la nómina de compañeros que promocionaban y lo dejaban atrás. El camino parecía
bloqueado.
En los fugaces encuentros entre ambos, a base de explayarse sobre su asunto favorito—el
servicio en el Polo como un «escuadrón de instrucción con doble paga y promoción»—, sir
Clements había plantado una semilla en el pensamiento de Scott. La idea se vio respaldada por
dos ejemplos recientes y cercanos. El vicealmirante sir Henry Stephenson, comandante del
escuadrón Channel hasta principios de año, y el capitán George LeClerc Egerton, que estaba a
punto de recibir el mando del B.S.M. Majestic de manos del capitán príncipe Louis of
Battenberg, habían viajado al Artico en la expedición de Nares. Al anunciarse la expedición a la
Antártida, Scott, sin duda a raíz de alguna indirecta, adivinó el anhelado pasaporte a la
promoción.
Años más tarde, mirando hacia atrás, Scott sostuvo—contra las pruebas que ofrecía el diario de
sir Clements Markham—que topó casualmente con sir Clements por la calle y que fue entonces,
en sus propias palabras, cuando se enteró «de que existía un proyecto de expedición a la
Antártida». Tal vez intentara fingir el ideal del aficionado que no espera obtener beneficios
prácticos. El «proyecto de expedición a la Antártida» tuvo una notable publicidad, y es poco
verosímil que Scott lo desconociera hasta el punto que da a entender.
A lo largo de los meses anteriores, desde que la expedición cobrara visos de viabilidad, sir
Clements había dedicado muchas horas a reflexionar sobre la elección del jefe. Había conseguido
el dinero pero no estaba convencido de poder reunir a los oficiales, al menos del tipo que quería.
Alemania había comenzado a organizar su armada; estaba a punto de estallar la guerra
anglobóer; la Pax Britannica tocaba a su fin, y lo que se iba a necesitar era acción efectiva más
que simulada. A los oficiales de primera clase no les iba a interesar la idea de sepultarse en las
regiones polares durante dos o tres años, y la Marina se resistiría a ceder sus mejores hombres.
Scott era muy consciente de todos estos factores, que le brindaron su gran oportunidad. Al entrar
en el vestíbulo alto y angosto de Eccleston Square aquel día de junio de 1899, halló a sir
Clements—como tal vez había previsto—muy alicaído. Los oficiales idóneos no estaban a su
disposición. Tommy Smyth se había hundido en la miseria (sobre todo a causa de la bebida) y
había sido apartado de la candidatura. El puesto de jefe de la expedición estaba vacante, a la
espera de que alguien lo asumiera.
Sir Clements, que rayaba en los setenta, creía en la juventud; romántico, la adoraba. En este
punto la emoción le empañaba el juicio. Como muchos hombres de su edad, sir Clements andaba
a la busca de un protegido que le permitiera vivir de manera indirecta.
Scott distaba mucho de ser un candidato evidente. Sir Clements exigía a sus favoritos las más
altas posiciones sociales y profesionales. Un teniente torpedista oscuro y más bien mediocre con
escasas perspectivas, hijo de un fabricante de cerveza de provincias y, para colmo de desgracias,
acuciado por la plebeya necesidad de ganarse la vida, no era el tipo de oficial en que
normalmente se habría fijado sir Clements. Además, él, que concedía gran importancia a las
apariencias, prefería por norma los tipos discretos y afeminados a los rasgos sensuales de Scott.
Sin embargo, Scott, de quien un compañero dijo en una ocasión que no había nadie, «hombre o
mujer que pudiera llegar a ser tan atractivo cuando quería», conocía el modo de halagar y sacar
provecho de las debilidades de los hombres mayores que él, y no tardó en ganarse el favor de sir
Clements.
Se dio una situación en que ambos vieron con claridad que podían sacar provecho uno del otro.
Scott apareció en el momento en que no había otros candidatos al mando, y le aseguró a sir
Clements una adhesión fanática a sus planes.
Tres días antes de producirse esta curiosa comparecencia en Eccleston Square, Scott había sido
recomendado por fin para la promoción. Lo propuso el vicealmirante sir Harry Rawson,
comandante general del escuadrón Channel. La nominación se integraba en una extraña cadena
de acontecimientos. Sir Clements ya estaba acompañado de otro miembro de la Marina cuando
Scott fue a tomar el té: era sir Vesey Hamilton, un almirante retirado que había explorado el Polo
y que por entonces colaboraba en los planes de sir Clements. Estando en el Ministerio de la
Marina, sir Vesey había tenido noticia, en circunstancias peculiares, de las actividades de Scott
en la base del Pacífico. Esta notificación no era ajena a la influencia política del esposo de Ettie,
William Ellison-Macartney, todavía secretario para el Parlamento del Almirantazgo, quien estaba
preocupado por el futuro de su cuñado. Esta inquietud podía apaciguarse con el ingreso de Scott
en una expedición al Polo. A un oficial con un futuro incierto se le podía ayudar de manera
indirecta sin causar daño alguno, por así decirlo. Para remacharlo, sir Vesey conocía a sir Harry,
quien, al igual que Scott y muy oportunamente, vivía a cuatro pasos de la casa de sir Clements.
Y así, gracias a una concatenación de circunstancias favorables, Scott se unió a, según sus
palabras, «las filas de los avanzados». Había pasado por el ojo de la aguja. Pero Scott aspiraba a
más, a mucho más. No se contentaba con haberse puesto a la altura de sus compañeros de la
misma edad, quería superarlos. Puso el listón por encima del primer y modesto grado de
comandante, y lo situó en las cuatro barras de capitán y, aun más, en el oro más espléndido del
almirante.
«Debes tener paciencia», le aconsejó sir Clements, que percibió su fatal propensión a precipitarse
en el momento equivocado. «Si esta vez te promocionan el año [siguiente], será perfecto.
Cometerás un grave error si haces alguna gestión en el Almirantazgo antes de que te den la
señal». Scott se debía «abstener de actuar hasta octubre, como no sea para granjearte el interés de
los oficiales de Marina de la Comisión Conjunta».
La R.G.S. había formado por entonces una coalición con la Royal Society, con objeto no sólo de
reunir dinero sino de dirigir la expedición. Los preparativos iban a cargo de la Comisión
Conjunta, «un mecanismo lento», a decir de sir Clements, de veintiocho miembros de ambas
sociedades elegidos en igualdad de condiciones. Entre ellos había once oficiales de la Marina, la
mayoría antiguos almirantes «del Artico». Una subcomisión de diez de estos miembros había de
elegir al comandante de la expedición, de ahí el consejo de sir Clements de «granjearse el
interés».
Tras cuatro décadas de pertenencia a las esferas influyentes de la R.G.S., sir Clements contaba
con un conocimiento práctico de tejemanejes y corruptelas. Sabía que debía ocultar su influencia
en este caso. Aconsejó a Scott que se comportara como por propia iniciativa; tenía que «ganarse»
al vicealmirante A. H. Markham, primo de sir Clements, así como al almirante sir Leopold
McClintock. «Su hermana, la señora Macartney, lo conoce», y tácticas por el estilo.
En realidad, a aquellas alturas no había ninguna garantía de conseguir el apoyo de ningún oficial
de la Marina. Unos meses más tarde estalló la guerra anglo-bóer; el horizonte internacional
estaba más encapotado que de costumbre, y era precisa la participación de todos los hombres
disponibles, tal como anunció el Almirantazgo. El Gobierno, que mostró una actitud más clara,
no quería implicarse en el proyecto; si no ofrecía más que dinero podía, de ser necesario, lavarse
las manos en el asunto; en cambio, si procuraba hombres, contraería responsabilidades. Así que
mientras Scott se esforzaba por «granjearse el interés», sir Clements acosaba con insistencia al
Gobierno. En abril de 1900, George (más adelante vizconde de) Goschen, primer Lord del
Almirantazgo, cedió finalmente hasta el punto de prometerle dos oficiales, sin duda porque lo
consideraba un medio poco oneroso de librarse de las atenciones de sir Clements.
Entre tanto, sir Clements, sirviéndose de intermediarios discretos, había sobornado a lord Walter
Kerr, primer Lord del Mar, y al almirante Douglas, segundo Lord del Mar, que en última
instancia serían los encargados de nombrar a los oficiales. Entre estos intermediarios, sir
Clements se sirvió del cuñado de Scott, William Ellion-Macartney. Macartney se entrevistó tanto
con Douglas como con lord Walter. Le escribió a Scott para asegurarle que era «bastante seguro
que vayas [...] Mr. Goschen ha convenido en la cesión de un comandante y un teniente, y se te ha
propuesto para lo primero, así que considero que tu promoción está muy bien encaminada».
Se había convencido a lord Walter de que propusiera a Scott como jefe de la expedición, y como
segundo al teniente Charles Rawson Royds, también elegido por sir Clements. Royds había sido
uno de los primeros en presentar su candidatura: compareció ante sir Clements dos meses antes
que Scott. Tenía un interés genuino por la exploración al Polo. Tal interés, junto con su tipo de
belleza adecuado y el hecho de ser sobrino de Wiatt Rawson, que había participado en la
expedición de Nares, fue suficiente para que sir Clements decidiera que «ha de ser uno de los
héroes de la Antártida».
Los oficiales de Marina de la subcomisión suponían que se los había nombrado para que
eligieran un jefe. Entonces descubrieron que se los había convocado meramente para que
refrendaran al candidato de sir Clements, cuya intervención no pasó del todo desapercibida.
«Clements se ha inmiscuido a favor de Scott», anotó sucintamente el vicealmirante Markham en
el margen de una carta que le escribió su primo. Sir Vesey Hamilton también formaba parte de la
subcomisión: era el eje de un grupo que participó en la trama.
Se formó una oposición sólida y en ocasiones virulenta, que respondía a una indignación más
honda que el disgusto habitual de quien descubre que se ha elegido al favorito de otro. La Marina
victoriana estaba repleta de personajes violentos y de un nepotismo formidable; pero este tipo de
maquinación sutil, con su indicio de influencia política, transgredía los límites aceptables de
corrupción entre caballeros. Y lo que era aún peor: la estaba orquestando un extraño. La
indignación aumentó a la vista de las manifiestas deficiencias de Scott:
Toda experiencia ha de adquirirse [escribió el capitán Mostyn Field, en lo que era una profecía
inconsciente], y si se elige a un oficial falto de experiencia en estas cuestiones habrá que pagar
un precio en tiempo y material que en una expedición a la Antártida no se puede permitir [...] el
oficial al mando debería conocer a la perfección hasta el detalle más nimio de su oficio, y no
debe procurarse este conocimiento a costa de la misión que desempeña.
El capitán Field expresaba el parecer de varios oficiales de Marina integrados en la subcomisión.
Entre ellos había una considerable hostilidad hacia Scott, quien parecía señalado. El
contraalmirante sir William Wharton, ingeniero hidrógrafo (supervisor general) de la Marina,
recelaba a las claras de él. Sir William había sido una de las pocas autoridades inglesas que
respaldaron los planes de Nansen de hacer derivar el Fram, en contra del desdén de los
almirantes «del Ártico», y estaba razonablemente informado de lo que era una exploración del
Polo.
Pero los almirantes y los capitanes, por no hablar de los científicos de la Royal Society, no tenían
ninguna opción en el enfrentamiento con sir Clements, que se salió con la suya gracias a una
combinación de maniobras fulminantes y pura desfachatez. El viernes 25 de mayo de 1900, la
Comisión Conjunta en pleno, a decir de sir Clements, «confirmó de la manera más definitiva una
conclusión anunciada», y Scott fue nombrado jefe de la Expedición Nacional a la Antártida.
El capitán George LeClerc Egerton, el oficial superior Scott en el B.S.M. Majestic, que lo había
conocido unos años antes en el B.S.M. Vernon, mostró una extraña falta de entusiasmo cuando le
pidieron una recomendación. «Puesto que no está disponible ningún oficial que reúna
experiencia previa en operaciones en el Artico o la Antártida—escribió—no estoy en disposición
de nombrar a ningún oficial que parezca más adecuado». Por el contrario, uno de los capitanes de
Royds había definido a su soldado como «uno entre mil, y de tener que elegir a un hombre entre
toda la Marina para que me acompañara en una operación o una invernada en el Artico, sin duda
escogería a Royds».
El 30 de junio Scott ascendió al rango de comandante. Antes de lo que podría haber esperado de
seguir otros canales, había conseguido llevar en el brazo el codiciado tercer galón de oro: la
exploración al Polo era, efectivamente, una vía hacia la «doble paga y promoción».
Un año después de presentarse como candidato al mando, Scott seguía desconociendo a extremos
sorprendentes todo lo relacionado con la exploración del Polo. Había leído muy poco sobre la
materia. Estaba por completo en manos de sir Clements.
Este se aferraba a métodos que habían quedado muy desfasados. Ignoraba con desprecio el
modelo de Amundsen, el doctor John Rae. Prescindía de viajeros británicos al Polo
contemporáneos como sir Martin Conway, el primero en atravesar Spitzbergen. Sir Martin,
además de ser un buen montañero y contar con gran experiencia en los desplazamientos sobre
hielo, ejemplificaba la eficacia de las expediciones pequeñas privadas. Tenía el don natural del
mando y habría dado lustre a la empresa nacional. Pero ni siquiera lo invitaron a tomar parte en
ella.
Sir Clements había recaudado noventa mil libras, la mayor suma jamás destinada hasta entonces
a una exploración del Polo. Era siete veces superior al coste total de la expedición del Bélgica, y
suficiente para construir un barco para la ocasión.
Buscaban un barco de madera, pero el arte de la construcción de grandes barcos de madera había
entrado en una profunda crisis en Gran Bretaña. Unos cuantos astilleros escoceses especializados
en balleneros de aguas árticas acaparaban el sector de las embarcaciones adaptadas al hielo. En
vez de confiar en su pericia, sir Clements concibió un plan conflictivo: encargó el barco a un
astillero de Dundee, pero encomendó su diseño a un ingeniero naval de la Marina británica, W.
E. Smith. Este carecía de experiencia en embarcaciones polares, y el barco quedaría lastrado por
graves defectos técnicos que, curiosamente, constituyeron un paralelo con la construcción naval
británica del tiempo.
Aunque la exploración británica oficial se había detenido desde la expedición de Nares al Artico
de 1875-1876, sir Clements Markham, haciendo gala de una estrechez de miras y un aislamiento
desfasados, desdeñó los progresos llevados a cabo en el extranjero. Era casi inevitable que
reaccionara con una aversión violenta e irracional al uso de perros y animales de tiro. Sir
Clements nunca había conducido perros; salvo un breve viaje en trineo en la expedición de
rescate de Franklin—su última misión en la Marina casi cincuenta años atrás—, carecía por
completo de experiencia práctica del Polo. Sus opiniones eran producto de la teoría y la emoción.
Los perros, afirmó en un pasaje revelador, eran «útiles para los esquimales de Groenlandia y los
siberianos», donde se apunta que serían degradantes para los ingleses. Por su parte, propugnaba
la práctica grotescamente anticuada de arrastrar los trineos a pulso.
En agosto de 1899, dos meses después de que Scott se ofreciera para comandar la expedición, sir
Clements le envió un documento que debía leer en septiembre durante el Séptimo Congreso
Geográfico Internacional de Berlín. Contenía el siguiente fragmento:
En tiempos recientes se ha puesto gran confianza en los perros para el viaje por el Artico. Pero
con ellos no se ha conseguido nada comparable con lo que los hombres han logrado sin los
perros. De hecho, en las regiones árticas, sólo se ha completado un viaje de considerable
recorrido con perros: el de Mr. Peary por el hielo interior de Groenlandia. Pero habría
perecido de no ser por los recursos de la tierra, y murieron todos los perros salvo uno debido al
esfuerzo excesivo, o los mataron para alimentar a los demás. Es un sistema muy cruel.
En el Congreso, Nansen se alzó para replicar:
He viajado con y sin perros; en Groenlandia no llevé perros, y sí los usé en el Artico, y opino
que resulta más fácil con los perros [...] Reconozco que es cruel llevar perros; pero también es
cruel sobrecargar de trabajo a un ser humano. Asimismo, es cruel matar perros. Pero en
nuestros países también matamos animales [...].
La respuesta no convenció a sir Clements. «El debate que siguió a mi exposición—escribió—fue
irrelevante». Sir Clements se había dejado engañar por los logros del arrastre a pulso en el curso
de las búsquedas de Franklin de medio siglo atrás. Gustaba de ensalzar al entonces teniente de
navío Leopold McClintock «que, sin la ayuda de perros, pasó ciento cinco días en una tienda y
recorrió más de 2.125 kilómetros». El asunto quedaba aún más oscurecido por el fracaso de los
perros en la expedición de Nares, debido sobre todo a que los oficiales británicos no supieron
gobernarlos.
Sin embargo, sir Clements ignoraba la experiencia de generaciones anteriores de exploradores
británicos. En la década de 1820, sir Edward Parry había aprendido con plena satisfacción, en el
Artico canadiense y a partir de su contacto con los esquimales, a conducir perros, y mostró el
camino que había que seguir. Pero fue en el extranjero donde sus enseñanzas hallaron mayor eco.
Nansen, por ejemplo, reconoció sin ambages lo que le debía. En su país, en el campo de la
exploración del Polo, el efecto harto previsible fue el estancamiento y el retroceso.
Al afirmar que «hacerlo todo con seres humanos causa muchos problemas y muchos
sufrimientos», Nansen denunciaba la estupidez culpable; pero para sir Clements el derroche de
esfuerzo humano era la expresión de un ideal. El movimiento romántico inglés se caracterizó en
parte por equiparar el sufrimiento con el logro en sí mismo. Se percibía un mérito en la adopción
de las alternativas más esforzadas. Las pinturas de la época muestran a miembros de la Marina
británica en filas apretadas arrastrando trineos grotescamente sobrecargados, como soldados en
pos del campo de batalla; figuras de una humilde heroicidad que se enfrentaban al poder de la
naturaleza a base de fuerza bruta y puro coraje. Los perros no encajaban en este ideal: hacían que
todo pareciera demasiado fácil; éste era su crimen.
Tal tipo de sentimiento también influyó en la actitud contraria de sir Clements hacia los esquís.
Nada, declaró, podía compararse a los marinos británicos avanzando a duras penas por la nieve
con la sola ayuda de los pies. Sir Clements nunca había visto personalmente el uso de los esquís.
Es toda una paradoja que los ingleses, pioneros del esquí en los Alpes, lo desecharan en las
regiones polares. Desde luego, para los ingleses el esquí era de descenso, un deporte; ni
aprovecharon ni entendieron su aplicación original como medio de transporte en la naturaleza. El
asesor de sir Clements en esta materia era D. M. Crichton-Somerville, inglés residente en
Noruega. Para Crichton-Somerville, los esquís estaban «sobrevalorados» como medio de
transporte. En la Antártida,
Serían útiles para [...] tareas ligeras en nieve blanda [...] Estoy familiarizado con el esquí desde
1877 [...] pero no me plantearía utilizarlos si tuviera que arrastrar algo—sería casi imposible—
o llevarlos sobre nieve firme, para la que no resultan adecuados.
Tales observaciones iban en contra de toda experiencia. Pero sir Clements decidió creerlas; fue el
origen de otro error teórico garrafal.
Scott se hizo cargo de la expedición en septiembre de 1900. Sir Clements se hallaba por entonces
en Noruega, en su cura anual de gota en el balneario de Larvig. Le envió una carta a Scott en que
le encarecía que lo acompañara en una visita a Nansen, en Cristianía.
A decir de Knud Rasmussen, el gran explorador danés del Polo, Nansen se había convertido en
una «especie de Juan Bautista. [Su] beneplácito a una expedición era como un bautismo, una
inauguración, un galardón para la caballería andante». Para los exploradores del Polo era una
obligación visitarlo. En la práctica, Nansen había hecho de Cristianía un centro de elaboración y
suministro de trineos, esquís, sacos de dormir y todo el equipamiento del viaje al Polo. Estos
artículos no se podían encontrar en Inglaterra. [9]
Y así, el 8 de octubre, Scott llegó obedientemente a Cristianía. Según escribió a su madre,
encontró en Nansen a «un gran hombre». Por su parte, Nansen no sabía qué pensar de Scott, con
su actitud tensa, la permanente sombra de una frente fruncida y su extraña combinación de
inseguridad y suficiencia.
Pocos de los que visitaron a Nansen fueron tan ignorantes o estuvieron tan mal aconsejados. Por
compasión, Nansen se resignó a informar a Scott de los elementos del viaje por la nieve. Scott,
que apenas había visto nieve en su vida, tuvo que lidiar con el asunto en un plano teórico.
Nansen hizo cuanto estuvo en su mano por eliminar las opiniones tópicas y desfasadas de Scott,
y lo consiguió al punto de convencerlo de que se llevara unos cuantos perros y esquís.
Por desgracia, aunque los esquiadores iban adoptando el sistema moderno de los dos bastones,
Nansen se aferraba al obsoleto de uno solo y transmitió su prejuicio a Scott. Y puesto que éste no
había visto a nadie sobre esquís, tuvo que figurarse su modo de uso y aceptó las explicaciones de
Nansen.
Scott se propuso aprender en teoría, mediante conversaciones con expertos, en una semana lo
que a Amundsen le había llevado una década de práctica adquirir. Apuntaba en un cuaderno lo
que le explicaban. Nansen, por ejemplo, le aconsejó que se procurara termómetros
oceanógraficos extranjeros, sugiriendo que «la falta de exactitud y progreso en los fabricantes
ingleses es resultado directo de la ausencia de estas cualidades en las instituciones públicas».
Pero, en palabras de Scott,
Lo que sobre todo se me ha advertido y hecho considerar seriamente es: que la tripulación
resulta ridículamente amplia según todos los extranjeros. Hay que reducir mucho la tripulación.
En el mismo cuaderno, Scott revelaba una limitación curiosa. Por entonces se hallaba en
Cristianía el duque de Savoya, que acababa de comandar una expedición italiana que había
conseguido un nuevo punto más septentrional de 86° 31'—superando en veintisiete kilómetros el
récord de Nansen, imbatido a lo largo de seis años—, lo que constituía la mayor aproximación
del hombre a cualquiera de los dos Polos de la Tierra y, de paso, confirmaba la validez del uso de
perros. Pero Scott, que anotó que el duque tenía «modales elegantes», decidió «que no ofrecía
demasiadas enseñanzas». A parte de la influencia de la personalidad abrumadora de Nansen,
Scott parecía blindarse frente a la experiencia de los exploradores del Polo; tal vez fuera
obstinación, pero en ocasiones casi se diría que estaba celoso.
Así, el único comentario registrado de Scott acerca de Borchgrevink es que Nansen lo tildó de
«impostor». Los dos noruegos habían discutido y Borchgrevink se había mostrado bastante
violento. Pero abrió el camino de la exploración en tierra antartica. Había regresado a la
civilización en marzo, tras convertirse en el primer hombre que invernaba en el continente
antartico y desembarcaba en la Barrera de Hielo Ross, en la ensenada descubierta por James
Clark Ross hacía sesenta años. Fue allí donde Borchgrevink consiguió un nuevo punto más
meridional, 78o 50', e inauguró la carrera hacia el Polo Sur. Además, había indicado los métodos
idóneos: había conseguido la marca con perros y esquís y demostrado que ambos eran tan útiles
en el sur como en el norte. Su logro histórico probaría que la Barrera no era una barrera sino una
vía de acceso al sur. Como hito precursor no estaba mal, pero a Scott no pareció impresionarle.
Tampoco lo consiguió Colin Archer, el ingeniero del Fram y tal vez la mayor autoridad viva en
materia de embarcaciones polares. «Tiempo desaprovechado» fue el veredicto sobre una visita
organizada por Nansen. En este caso parece que el problema estribó en la incapacidad de Scott
de penetrar la expresión sencilla de Archer y percibir las cualidades que escondía.
Tras la ronda de entrevistas y anotaciones, Scott da la impresión de tener pocas ganas de
aprender, como si se rigiera por el lema implícito de la Marina británica: «No hay nada que no
pueda lograr la Marina». Al igual que la mayoría de sus colegas de entonces, en el fondo
desdeñaba la preparación esmerada y sólo creía ciegamente en el sentido común y la
improvisación en el momento adecuado.
Scott tuvo que encontrar tiempo para varios actos sociales, en uno de los cuales confesó estar
«muy interesado» en la señora Reusch, esposa del presidente de la Sociedad Geográfica
Noruega, porque era artista. Nansen le presentó a «"Grieg" (compositor)», tal como lo anotó en
su cuaderno. En tanto que oficial de la Marina británica se le tenía por toda una personalidad, tal
vez una equivocación tratándose de un principiante que había ido a aprender.
Tras diez días en Cristianía, Scott—de nuevo a instancias de sir Clements—marchó a
Copenhague a entrevistarse con Beauvais, el suministrador de pemicán de Nansen. Después pasó
a Berlín con vistas a examinar la expedición alemana a la Antártida que, al mando de Erich von
Drygalski, catedrático de Geografía en la Universidad de Berlín, había de partir casi al tiempo
que la británica. Drygalski se dirigía a las regiones del océano índico, mientras que el destino de
Scott era el mar de Ross, en otra parte del continente.
En el viaje en tren, Scott leyó Through the Jirst Antarctic night, la crónica de la expedición del
Bélgica escrita por el doctor Frederick A. Cook y acabada de publicar. «Deben de estar fatal» fue
su único comentario.
En Berlín, Scott se desengañó de tanta complacencia. Los alemanes estaban muy avanzados y
mejor organizados. Regresó a Londres sumamente alarmado; desde la estación de Liverpool
Street se dirigió sin demora a la sede de Savile Row de la Royal Geographical Society, donde
habló con sir Clements Markham y le dejó «muy impresionado en lo relativo a nuestro retraso».
Los rivales no eran sólo alemanes. Los suecos preparaban una expedición a Tierra de Graham a
las órdenes de Otto Nordenskjóld. Tal como estaban las cosas, ambas tenían muchas
posibilidades de superar a los británicos.
El retraso de los preparativos británicos se debía en parte— pero no del todo—a la ingente
cantidad de subcomisiones. Lo que más impresionó a Scott en Berlín fue que Drygalski «se ha
emancipado de todo tipo de control. Se ha negado a obedecer órdenes». Si un catedrático
prusiano podía conseguirlo, ¿por qué no un oficial de la Marina británica? El ejemplo de
Drygalski movió a Scott a asumir el mando de toda la expedición y a rechazar el papel de
trabajador remunerado. Con miras a acelerar la operación exigió, y obtuvo, lo que en la práctica
venían a ser poderes plenos, independientes y ejecutivos, con sólo sir Clements por encima de él.
Desde que se impuso la presencia de Scott en la expedición, la Royal Geographical Society o,
mejor dicho, sir Clements Markham, y la Royal Society andaban a la greña. Los miembros de la
Royal Society creían que Scott sería un mero capitán de barco, el especialista técnico, por así
decirlo, que llevaría la expedición a la Antártida y retornaría con ella. Tratándose de una
expedición científica, la Royal Society daba por sentado que se confiaría el mando a un
científico. Se propuso al profesor J. W. Gregory. El se encargaría de las operaciones en tierra.
Gregory, que a la sazón contaba treinta y seis años, había optado recientemente a la cátedra de
Geología de la Universidad de Melbourne. Era montañero, explorador y un distinguido geólogo.
Había cursado las escaladas alpinas clásicas; había practicado en laderas heladas y en glaciares.
Había acompañado a sir Martin Conway en la primera travesía de Spitsbergen y comprendido los
principios del viaje por el Polo. Escribió en sus notas preparatorias de la expedición que los
perros eran esenciales porque
cada kilo de alimento adicional que podamos transportar nos permitirá avanzar seis kilómetros
hacia el sur. En segundo lugar, no se puede esperar que hombres atados a pesados trineos
puedan mantener la suficiente concentración para [...] solucionar los problemas que les irán
saliendo al paso.
Fue una anotación profética. A Gregory no le gustaba Scott. Consideraba que era «un mal
organizador, y que trataba de acaparar toda la gloria de la gesta [...], que los deficientes métodos
de Scott nos causarían problemas». Gregory no deseaba la compañía de un capitán de la Marina;
quería a un capitán de ballenero con marineros noruegos y de Terranova, por su conocimiento de
las masas de hielo. Quería un equipo de tierra «lo más reducido posible», con guías de montaña
suizos para los glaciares y las escaladas. Se había propuesto viajar deprisa, con muchos perros.
El grupo de tierra había de practicar maniobras en el hielo y esquí en Suiza antes de partir.
Comparado con lo que proponían otros, era un modelo de perspicacia y sensatez, en realidad el
único plan que merecía tal nombre entre una avalancha de generalidades ampulosas. Podría
haber llevado a los británicos al Polo Sur antes que nadie. No difería demasiado de los métodos
del que a la postre sería el vencedor. Pero estaba condenado a permanecer como una seductora
posibilidad.
En todo caso, sir Clements no toleraba la idea de poner el mando en manos de alguien que no
fuera oficial de Marina. Hizo las gestiones necesarias para que Gregory renunciara al proyecto,
despojando así a la expedición de su único talento verdadero.
Las consecuencias de esta operación trascenderían en mucho a esta empresa. Sir Clements
Markham había alterado el curso de la expedición británica a la Antártida. De haber podido sir
Gregory actuar con libertad, se habría alistado a científicos y civiles que hubieran aportado aire
nuevo. Pero se rechazó a los mejores hombres. Gregory no fue más que el primer caso. Sir
Clements defendía el predominio de la Marina y aseguró, en un momento crítico, el imperio de la
mediocridad uniformada.
Con todo, sir Clements tuvo que enfrentarse a cierta oposición. Alfred Harmsworth (más
adelante lord Northcliffe) había donado cinco mil libras a condición de que se eligiera a dos de
sus candidatos: se trataba, por así decirlo, de una garantía de su inversión. Seleccionó a Albert
Armitage y al doctor Reginald Koettlitz, que habían pasado tres años en el Ártico con la
expedición de Jackson y Harmsworth y eran por completo ajenos a la camarilla de la R.G.S.; al
oponerse sir Clements, Harmsworth replicó que
la mejor recomendación [de Koettlitz] es que todos los hombres volvieron hallándose en un
mejor estado de salud que al partir [...] Nadie salvo yo sabe lo que atravesó [Armitage] [...] Su
sentido del deber [...] llegó a un punto que yo no había visto hasta entonces [...].
Armitage era un oficial mercante que trabajaba en la línea P. & O. Además de tener experiencia
en el Artico, era un buen navegante y administrador de barcos. Se lo nombró oficial segundo.
A pesar de la experiencia que poseían Koettlitz y Armitage, ni Scott ni sir Clements los querían
en la expedición. Scott fue más lejos y trató de deshacerse de Charles Royds. Temía a los que de
veras estaban preparados porque los veía como una amenaza a su autoridad. No aceptaba que se
le impusieran hombres y se consideraba libre de elegir a los que le parecieran más oportunos ya
que, al fin y al cabo, se suponía que estaba al mando. Pero los organizadores le seguían teniendo
por un trabajador a sueldo y estaban en posición de tomar decisiones. Scott tuvo que plegarse a
aceptar a un joven oficial mercante procedente de la Union Castle Line llamado Ernest
Shackleton.
Angloirlandés del condado de Kildare, Shackleton, como Scott, no estaba especialmente
inclinado a la exploración del Polo, pero, como él, quería ascender. Ambos eran a su manera
unos aventureros. El azar reveló a Shackleton una vía hacia la fama en el Artico. Conoció a un
hijo de Mr. Longstaff en un barco que transportaba tropas a Sudáfrica a comienzos de la guerra
anglo-bóer y consiguió que le presentara al padre. Mr. Longstaff, impresionado por la elocuencia
de bucanero de Shackleton, lo recomendó para la expedición: no se lo podían negar al principal
patrocinador.
Con la avalancha de ingresos que le caía encima, Scott sólo pudo tomar decisiones esporádicas.
Aprovechó un tecnicismo médico para apartar al Dr. (más tarde sir) George Simpson,
meteorólogo cada vez más conocido que no le caía simpático. En cambio, cuando el candidato de
la Royal Society el Dr. Edward Wilson fue declarado inútil debido a unas secuelas de
tuberculosis en un pulmón, Scott arrugó el informe médico para podérselo llevar.
En la elección de Wilson hubo la misma dosis de azar que en la de Shackleton. El Dr. Philip
Sclater, uno de los organizadores encargado de seleccionar al personal científico y presidente de
la Sociedad Zoológica, vio a Wilson en el zoo de Londres mientras éste pintaba pájaros para una
revista ilustrada. Sclater andaba buscando un médico ayudante que pudiera hacer las veces de
zoólogo a las órdenes de Koettlitz y, habiendo visto en Wilson un ilustrador científico
competente, le pidió que optara al puesto.
Hijo de un médico de Cheltenham, Wilson acababa de licenciarse por la Facultad Gonville and
Caius de Cambridge. La licenciatura se había retrasado por culpa de una tuberculosis pulmonar
que lo había enviado a sanatorios de Noruega y los Alpes suizos. No tenía un interés especial por
la exploración del Polo, ni, a lo que parecía, en la práctica de la medicina. El Dr. Sclater le
eximió de la obligación de elegir al pulsar un resorte pasivo, fatalista y tal vez acomodadizo de
su naturaleza.
Pero Wilson no tomó ninguna iniciativa. Fue su tío, el general de división Charles Wilson,
integrante del Consejo de la R.G.S., quien se lo propuso a sir Clements y preparó una entrevista.
A Scott le agradó algún rasgo de Wilson e insistió en llevárselo a pesar de los dictámenes
médicos.
Otro recién licenciado de Cambridge, Hartley Ferrar, fue aceptado como geólogo; Thomas Veré
Hodgson, conservador del Museo de Plymouth, como biólogo marino. El sucesor de Mr.
Simpson, que también desagradó a Scott, fue rechazado a causa de otro tecnicismo médico. Sir
Clements decidió meter baza y propuso como físico a Louis Bernacchi, que había acompañado a
Borchgrevink. (La revancha de sir Clements contra Borchgrevink no se hacía extensiva a sus
hombres.)
Habiéndose asignado estos cargos, Scott pasó a preocuparse por el reclutamiento de los oficiales
de la Marina y la tripulación, ya que, en sus palabras, tenía «serias dudas en cuanto a mi
capacidad para tratar con otro tipo de hombres». El Almirantazgo, lógicamente reacio a
implicarse en una empresa que escapaba a su control, limitó al principio el contingente militar a
Scott y Royds. Pero sir Clements consiguió más concesiones. Se le permitió a Scott que alistara
al teniente de navío Michael Barne y al teniente ingeniero Reginald Skelton, que fueran
compañeros suyos en el B.S.M. Majestic. También se le confirieron veinte suboficiales y
marineros seleccionados por oficiales a quienes conocía. No quedó satisfecho y tuvo que
completar la tripulación con una combinación de marineros de la Marina y mercantes. Dados el
antagonismo que por entonces existía entre ambos cuerpos y sus formaciones en todo punto
diversas, era una opción arriesgada.
Además de Alemania y Suecia, otras dos naciones se disponían a abordar la Antártida. William
Spiers Bruce, naturalista edimburgués, preparaba una expedición nacional escocesa al mar de
Weddell. En Francia, el Dr. Jean Charcot, que opinaba que su país debía estar representado en la
carrera hacia la Antártida, organizaba un viaje a la costa oeste de Tierra Graham. Con cinco
expediciones destinadas al sur, Scott tenía suficiente competencia.
Bruce había pasado siete años en el Ártico y la Antártida preparándose para la empresa. Charcot
viajó a la isla de Jan Mayen, en el mar de Barents, en un crucero de instrucción. Durante el
invierno de 1900-1901, Scott también debería haberse dedicado al aprendizaje de la vida en la
nieve y del esquí, en Noruega o los Alpes. Pero permaneció en Londres supervisando los
trámites burocráticos.
La expedición contó con un secretario a tiempo completo, Cyril Longhurst, hijo de médico,
antiguo alumno de colegio privado y futuro funcionario distinguido. [10] Scott desconfiaba de
Longhurst porque era no sólo otro candidato de sir Clements, sino, por si fuera poco, una de sus
amistades homosexuales. Scott consideraba justíficado tener un ojo puesto en las oficinas de la
expedición sitas en Burlington Gardens. Sin embargo, al surgir complicaciones en la
construcción del barco, el director del astillero observó con sarcasmo que «podría haberse
evitado de haberme dedicado el capitán Scott [sic] media hora cuando fui a verle expresamente
por este asunto».
Scott, que disfrutaba de lo que llamó la «mayor dignidad» del rango de comandante, dedicaba en
realidad un tiempo considerable a las relaciones sociales. También estaba vigilante al reparto de
los puestos de poder. Tenía buenas razones para esto último: aún se desconfiaba de su capacidad
y tuvo que desarticular intentos de destituirlo; lo acosaban comisiones e intrigas. Nansen fue uno
de los pocos a quienes Scott se confió en busca de alivio:
Mientras yo me dedicaba a reunir el equipamiento [...] según los preceptos que usted me inculcó
en Noruega, ¡una comisión de 32 científicos ha estado discutiendo si debe emprenderse la
expedición! ¡Y qué se debe hacer! ¡ «Muchas manos en un plato hacen mucho garabato» y
demasiados hombres en una comisión son «el diablo»!
Scott estaba envuelto en otro de los enfrentamientos recurrentes entre sir Clements y la Royal
Society.
Sir Clements (y Scott) querían que el barco invernara en el hielo sólo porque era una heroicidad
y porque había sido la práctica habitual en las muy diversas condiciones del Polo Norte. La
Royal Society y el Almirantazgo eran muy contrarios a esta invernada; les parecía un absurdo
derroche de dinero inmovilizar un barco equipado para efectuar misiones de oceanografía.
También sería un factor de inseguridad. La experiencia del Bélgica había indicado los riesgos.
«De producirse alguna desgracia—le escribió a sir Clements el capitán Tizard—le resultaría muy
difícil perdonárselo». Borchgrevink había establecido para siempre el modelo que había que
seguir: el barco debía desembarcar al grupo que había de invernar, regresar a la civilización en
invierno y volver al Polo en la siguiente estación. Que fuera Borchgrevink el creador del modelo
bastaba para provocar la condena de sir Clements.
Sir Clements estaba bajo sospecha, y miembros destacados de su propia R.G.S. se pusieron en
contacto con la Royal Society para iniciar una campaña de «parar a Markham». Sir William
Huggins, presidente de la Royal Society, trató de anular la subvención del Gobierno para impedir
la invernada del barco. Pero sir Clements se impuso a todos.
Con tanto ajetreo y retraso, llegó un punto en que fue necesario acelerar los preparativos, y se
había dejado para última hora la obtención de los perros. Fue Armitage quien los sacó del
atolladero. En la expedición de Jackson y Harmsworth había conocido a un escocés entusiasta
del Polo, D. W. Wilton, que residía en Rusia, conocía Siberia y era un experimentado esquiador
y conductor de perros. Le pidió que le encontrara unos cuantos. Wilton sabía que Trontheim, el
ruso de ascendencia noruega que le había proporcionado los perros a Nansen, estaba reuniendo
unos cien en Siberia para una expedición norteamericana, y le convenció de que aceptara su
moderado pedido de veinticinco perros, llevara todo el centenar a Archangel y le dejara escoger
los mejores. Wilton se ofreció a Scott como conductor de perros, pero éste lo rechazó. Y así
Scott compró los perros pero marchó al sur sin nadie que supiera gobernarlos.
Los perros seleccionados fueron enviados por separado a Australia, donde Scott debía
recogerlos. Los reembarcaron a Londres y los alojaron en el zoo de la ciudad durante los diez
primeros días de julio. Scott no se tomó la molestia de viajar a la ciudad para verlos. Hubo otro
incidente curioso. Aunque se había informado a Scott de que podía obtener en Australia y Nueva
Zelanda toda la manteca que necesitaba, se obstinó en comprarla en Dinamarca y transportarla a
través del trópico, porque, según parece, Nansen se había llevado manteca danesa al Ártico.
El 21 de marzo, la mujer de sir Clements Markham botó el barco de la expedición. Tras
meditarlo mucho, sir Clements había elegido el nombre de Discovery, el sexto en una tradición
que se remontaba al siglo XVI. A principios de agosto el barco fue a la isla de Wight para la
ceremonia de despedida.
Era Cowes Week, una celebración pública y hasta real, una de las primeras del nuevo reinado. La
reina Victoria había muerto en enero y Eduardo VII había subido al trono. Era el primer verano
del breve período eduardiano, la fantástica juerga previa al desastre, en lo que John Buchan
llamó «una vulgar exhibición de riqueza y una locura rastaquouere [de aventurero extranjero]
por el lujo». Por lo menos fue lujoso. El Discovery, negro, achaparrado y prosaico, amarró entre
una brillante flota de veleros de roble elegantes, blancos y dorados. Almirantes y gente de la
buena sociedad fueron a despedir a Scott, que disfrutó en silencio de esta experiencia nueva. Su
madre y hermanas también habían acudido a la despedida: «Un momento triste en verdad—anotó
—pero las mujeres son siempre valientes». El rey subió a bordo para inspeccionar el barco e
impuso a Scott la insignia del M.V.O (Member of the Royal Victorian Order).
Los oficiales y los marineros iban uniformados de la cabeza a los pies. Armitage y Shackleton
aparecieron ataviados como tenientes de navío de la Marina. A los civiles se les dio aspecto de
miembros de la Marina con chaquetas de etiqueta y gorras de navegación. Sir Clements
Markham supervisó la escena con comprensible orgullo. Al fin y al cabo se parecía mucho a la
expedición a la que se había dedicado en cuerpo y alma. El éxito coronaba tres décadas de
esfuerzos. La única mancha fue la enseña de popa: azul, la segunda en el escalafón. Scott había
sido elegido miembro del Harwich Yacht Club, lo que le autorizaba a enarbolar la Enseña Azul
en vez de la humilde Enseña Roja, la bandera de los barcos de mercancías, y permitía que el
Discovery fuera registrado como velero, lo que le eximía de las incómodas regulaciones del
Ministerio de Comercio. Sir Clements quería la Enseña Blanca, el pabellón de la Marina
británica. Pero el Almirantazgo, argumentando con mucha razón que el Discovery no era un
buque de guerra, se negó en redondo a concedérsela. Se podría haber hecho una excepción, pero
se trataba de una oportunidad caída del cielo de hacer pagar a sir Clements todas sus intrigas y
molestias.
Un poco antes de mediodía del 6 de agosto, el Discovery zarpó de Cowes y descendió por Solent
y el canal de la Mancha.
Inaugura un nuevo período en la expedición a la Antártida [le escribió Nansen a Scott en una
carta de despedida]. Estoy seguro de que hará grandes descubrimientos en tierra, pero también
espero que podrá encontrar tiempo y oportunidad de hacer grandes descubrimientos en los
mares del sur, ya que todo sondeo y [...] muestra de agua [...] es nuevo territorio conquistado
para la ciencia [...] Y ahora [...] no puedo expresarle mejor deseo que el de los esquimales:
«¡Ojalá navegue siempre en mar abierto!».
Scott permaneció en pie en la cubierta del Discovery, no como Amundsen, un bucanero
insolvente, sino como un oficial de Marina al timón de una empresa nacional, con su nuevo
galón de oro refulgente. Se lo debía todo a sir Clements: «Es triste ver al último de los Grandes
Hombres de antaño», escribió en su diario mientras la costa de Inglaterra desaparecía en la popa.
Al cabo de diez días, tras salir de Madeira, Scott ordenó que se descolgara la fotografía de sir
Clements en la cámara de oficiales. El ancho Atlántico le había dado a Scott el primer atisbo de
la victoria. No quería cargar con el recuerdo de su benefactor.
11
UN INVIERNO EN LA ANTÁRTIDA
«El viaje a Nueva Zelanda», escribió Frank Wild, marinero del Discovery, en una carta a su
familia «no fue abundante en acontecimientos ni agradable». El descontento constituía un
recurrente motivo de conversación a bordo. El mando es una piedra de toque implacable. Hasta
que no ha tenido sobre su espalda el peso de la responsabilidad indivisible, un oficial no conoce
la verdad sobre sí mismo.
En sus diez años de torpedista, Scott había sido apartado, en tanto que especialista técnico, del
núcleo de las responsabilidades ejecutivas. Parecían existir dudas acerca de su capacidad de
mando. En el curso del viaje no tardó en dar pruebas de su tensión. Sus subordinados advirtieron
su impaciencia y su tendencia a aturullarse con facilidad. No gozaba de la confianza de los
demás, que no es lo mismo que el respeto por el rango.
Con todo, Scott tuvo suerte con sus oficiales. Armitage sabía congeniar con los marineros. Royds
era un teniente primero leal y capaz que le salvó la papeleta a su capitán tras algunos de sus
errores más graves. Koettlitz era un competente médico de expedición que, entre otras cosas,
había llevado a cabo en el viaje de Jackson y Harmsworth un notable avance en el equipamiento
polar con la invención de la tienda piramidal [11] y, el año previo a la partida del Discovery, había
remontado el Amazonas en una expedición zoológica.
Pero Scott se dejaba guiar por las apariencias y, a causa de un gesto desafortunado, tildaba a
Koettlitz de «zoquete bonachón». A Royds le pagaba con desaires y constantes hostigamientos
por minucias porque, según le dijo a Armitage, Royds trataba «por todos los medios de
aprovechar el viaje para pro mocionarse». A esta acusación subyacía la envidia por sus hermanos
oficiales bien relacionados. Resultaba que un tío de Royds era el vicealmirante sir Harry
Rawson, que le había proporcionado a Scott la primera recomendación para ascender a
comandante. Tras discutir con Scott, George Murray, el director del equipo científico, abandonó
la expedición en El Cabo.
Para colmo de males, el Discovery se reveló como un velero lento. Lo conducían a la otra parte
del mundo sin haberlo sometido a examen previo, y sus motores resultaron ineficaces porque
quemaban demasiado carbón. No superaba los seis nudos. En algún punto en medio del
Atlántico, a Scott se le ocurrió que esta lentitud alargaría en tres semanas el viaje a Nueva
Zelanda y provocaría el consiguiente retraso en la llegada al hielo. A propuesta de Royds, Scott
decidió prescindir de una escala prevista en Melbourne e ir directamente a Lyttelton, Nueva
Zelanda, desde Ciudad del Cabo. El nuevo plan exigía el envío de toneladas de equipamiento y
provisiones y el desvío de los perros, que eran transportados por separado. Lo cual, a su vez,
requería un aluvión de telegramas desde El Cabo.
Pero éstas no eran más que preocupaciones menores al lado de las vías de agua del Discovery. La
mayoría de barcos de madera hacía agua, sobre todo al principio; pero había algo más. Tras
zarpar de Madeira, Scott descubrió con alarma que las bodegas estaban inundadas. «Para ser
sincero—escribió Royds—estoy contento, como siempre desde que el barco llegó a Londres, he
comentado lo de la filtración y mis comentarios me han valido risas». Estando el barco en el
dique seco en Lyttelton, se hizo evidente que se habían producido negligencias en las obras de la
parte inferior a la línea de flotación. Las junturas estaban sueltas. La filtración se producía a
causa de los agujeros demasiado grandes de los pernos de la quilla. En vez de taponarlos, se
disimuló el defecto conjuntas, que dejaban pasar el agua. La obra de hierro era de una calidad
pésima; unos vientos leves habían desprendido los palos tras romper los racamentos. El ingeniero
del Discovery explicó que no se trataba de fenómenos extraordinarios. Los trabajadores del
astillero no eran de fiar, ya que resultaba «imposible conseguir que cada trabajador tenga una
visión adecuada de las responsabilidades de su trabajo», palabras que son familiares.
Al cabo de tres semanas de reparaciones y estibas en Lyttelton, el Discovery levó anclas el 21 de
diciembre, por entonces, en palabras de Hodgson
atestado. Desde la claraboya de la cámara de oficiales está empedrado de sacos de carbón,
veinticinco perros en medio del barco y cincuenta ovejas a popa; de un extremo al otro del
barco hay una formidable carrera de obstáculos [...].
La tripulación de la expedición está poco preparada y no tiene experiencia salvo la relacionada
con el mar y sus humores.
Parece que si el éxito nos es dado será como los éxitos de nuestro ejército, debidos a la tropa.
Además, percibo con toda claridad la falta de planes. Tengo unas pocas ideas nebulosas
concernientes al objetivo prioritario, pasar de lo conocido a lo desconocido, pero sospecho que
veré que tales imaginaciones nacidas de la inexperiencia son inviables y que habrá que
improvisar planes precipitados y posiblemente mal concebidos.
Este tipo de pensamientos no hacen sino advertirme de cuan lejos estoy de los hombres ilustres
que hasta ahora han dirigido aventuras polares prósperas.
No es que esté desanimado, pero enfrentado con mi trabajo no puedo evitar percatarme de mis
propias deficiencias [...].
Te aseguro en fin que no tengo la esperanza o la fortuna puestas en el descubrimiento
geográfico, pero doy la importancia que se merecen los descubrimientos científicos que esperan
al explorador en caminos que ya han sido trillados.
Scott avistó la Antártida el 8 de enero de 1902. En el aire límpido de las altas latitudes, las
cumbres heladas del monte Sabine y de la sierra del Almirantazgo relumbraban al sol de
medianoche como una masa de cristal de roca, a una distancia de casi cien millas. Pero el
Discovery no se adentró en aguas vírgenes hasta el 29 de enero, tras tocar el cabo Adare y seguir
el rastro de Borchgrevink hasta la ensenada de la Barrera de Hielo Ross donde desembarcó. El
30, el diario de a bordo dice:
4:30 p.m. En una bahía. Se ven claramente colinas en el interior. 5:50, Tierra observada sobre
el casquete glaciar. 6:45, Observada roca lisa saliendo de entre las colinas cubiertas de nieve.
Era el descubrimiento de Tierra de Eduardo VII (hoy península de Eduardo VII). Determinaba el
extremo este de la Barrera. Fue el primer descubrimiento del siglo XX en la Antártida. «Un tipo
de sentimiento único—anotó Shackleton— mirar tierra que nunca han visto ojos humanos». Era
la última parte del mundo donde resultaba fácil vivir este tipo de experiencia. La Antártida era en
el mapa un vacío interrumpido por hallazgos esporádicos. El interior era desconocido por
completo.
Un tanto embriagado por las sensaciones del descubrimiento, Scott siguió hacia el este para
añadir millas al mapa. Se aventuraba imprudentemente en una de las partes más peligrosas de
todo el mar de Ross, repleta de masas flotantes de hielo traicioneras y móviles.
A primera hora del primero de febrero, Royds subió a bordo y encontró a Shackleton
«explicándole al capitán que estábamos girando en círculo». Estaban empeñados en un mar de
hielo en que apuntaban pilas de témpanos rodeado por un anillo de icebergs literalmente
invisibles. No era la primera vez que Scott, en su ignorancia del hielo, metía el barco en una
trampa. No sin dificultades, Royds consiguió convencer a Scott, cuyo estado de ánimo parecía
rayar en el pánico, de que Shackleton estaba en lo cierto y sacó al Discovery del peligro. Scott
retrocedió precipitadamente y volvió al oeste.
El mismo día, A. B. Thomas Williamson observó que
esta idea obsesiva de fregar la cubierta cada mañana en la Antártida, con la temperatura muy
por debajo del punto de congelación, es terrible; parecen incapaces de desprenderse de la idea
o el mando de la Marina (no dejarás de fregar la cubierta bajo ninguna circunstancia) [...] así
que tiras el agua se congela y tienen que venir con palas para romper el hielo que el agua ha
creado.
Los marineros no sólo estaban deprimidos por la rutina innecesaria, sino nerviosos y poco
informados. Nadie se había tomado la molestia de notificarles adonde se dirigían ni por cuánto
tiempo. Sólo entonces, y por primera vez, Scott les comunicó sus intenciones a los oficiales.
Eran complejas y dispersas; pero lo esencial se reducía a que el Discovery iba a invernar en la
Antártida y a dirigirse al oeste en busca de puerto.
Por el camino, Scott desembarcó en la Barrera, en una bahía cercana a la ensenada de
Borchgrevink, y envió un globo cautivo para hacer el primer vuelo en la Antártida. Fue, en
palabras de Wilson,
un gran espectáculo [...] se instalaron en las cercanías unos veinte o treinta cilindros de
hidrógeno, con las fijaciones atadas y el globo lleno. El capitán, que desconocía por completo
esta actividad, insistió en subir el primero, y volvió sano y salvo sin cometer errores [...] Todo el
asunto de los globos parece [...] una diversión demasiado peligrosa. Hay un hombre que se
supone lo conoce todo sobre los globos, que recibió una semana de instrucción [...] No ha sido
él quien ha subido.
Desde el aire, la Barrera discurría sin interrupción hacia el horizonte, en ondas largas e
incesantes. Era, tal como había afirmado Borchgrevink, la vía de acceso al sur. La superficie era
dura, nieve acumulada por el viento con parcelas de cinarra.
Skelton escribió:
Me parece que se podría construir un automóvil impulsado por petróleo que sería de gran
utilidad en [la Barrera] [...] desde luego, el modelo tendría que ser muy diferente de los coches
normales, sobre todo las ruedas, y la carrocería tendría que ser una furgoneta para usarla
como cabaña—habría que tomar precauciones para que en caso de avería nos pudiéramos
llevar los trineos, y el coche podría transportar un gran suministro de gasolina y con los
depósitos repostados a intervalos, creo que podría cubrir ochocientos o mil kilómetros en ambas
direcciones—es decir, por supuesto, la superficie que vimos—con toda seguridad no llega a esta
distancia—si lo hiciera podría alcanzarse el Polo.
Se trata de una de las primeras propuestas de introducir el transporte motorizado en la Antártida.
Se adelantaba medio siglo a su aplicación efectiva: sólo en 1958 alcanzaron el Dr. Vivían Fuchs
y Edmund Hillary el Polo Sur con vehículo oruga; había sido necesaria otra generación
tecnológica para superar las condiciones polares. Pero Skelton lo había imaginado e inspiró a
Scott.
Como escolares en un día de fiesta, oficiales y marineros se dispersaron por el entorno; para
muchos era el primer contacto con la nieve. Williamson siguió a Ferrar en busca de tierra y
estuvo «fuera cuatro horas, recorriendo unos quince kilómetros en total, lo que no está mal para
mi primera experiencia con los esquís. Todo va bien». Más avanzado el mismo día (3 de febrero)
Williamson acompañó a Armitage, Bernacchi y tres marineros en una excursión nocturna al sur.
Los perros permanecieron atados al barco mientras los hombres tiraban de su trineo. Durmieron
hacinados en una tienda para tres personas y no llevaron comida caliente porque nadie había
aprendido a utilizar la estufa Primus. Con todo, regresaron sanos y salvos tras recorrer cincuenta
kilómetros, a decir de Williamson,
superando por tanto la marca de Borchgrevink [del punto más meridional] y obteniendo el
honor de poseer el récord durante este año, y que esperamos superar la próxima estación, pero
por entonces espero que veremos muchos cambios y tendremos muchas noches oscuras y
tormentosas para contaminarnos [sic].
El 4 de febrero, al cabo de veinticuatro horas, abandonaron lo que Williamson bautizó «Rincón
del Discovery» pero que después pasó a llamarse ensenada del Globo, y continuaron hacia el
oeste en pos del campamento de invierno.
Sir Clements Markham había decretado que se estableciera el campamento de invierno en bahía
de Robertson, en la costa de Tierra Victoria. Pero Scott también había consultado a Hugh Robert
Mili.
Mili, reputado geógrafo y antiguo bibliotecario de la R.G.S., discrepaba en extremo de sir
Clements. No estaba oficialmente vinculado a la expedición. Tal vez por eso, en parte, Scott le
pidiera consejo. Quería saber cuál era el mejor punto para penetrar en el interior del continente
antartico. Teniendo en cuenta la escasez de datos, era toda una petición. Mili le aconsejó
desembarcar [...] en el extremo del estrecho de McMurdo ya que donde las montañas de Tierra
Victoria que discurren hacia el sur se cruzan con la costa que avanza al este del monte Erebus,
tenía que haber un valle grande que hiciera de acceso al interior.
Scott desatendió las instrucciones de sir Clements y, siguiendo las de Mili, puso rumbo al
estrecho de McMurdo. El 8 de febrero el Discovery rodeó un cabo, entró en la bahía que hasta
entonces sólo había visto de lejos y, en palabras de Royds,
hicimos el gran descubrimiento de que los montes Erebus y Terror forman una isla [...] y que
hasta donde alcanzaba la vista había camino abierto hacia el sur, sobre buen hielo.
McMurdo no era una bahía; era el estrecho de McMurdo.
Scott halló un refugio de invierno en el extremo del estrecho, donde el mar abierto lamía el pie
del hielo, bajo el monte Erebus, que se erguía con sus cataratas heladas y su columna de humo.
Era una cueva poco profunda protegida en su mayor parte de la presión del hielo. Estaba cerca
del punto donde la Barrera daba en el mar entre un archipiélago de nunataks.
«Henos aquí—escribió Williamson—condenados a dos meses y es probable que más». El primer
hecho notable en el campamento de invierno fue que se pusieron grilletes a Brett, el cocinero, no
por incompetencia sino por insubordinación. Civil embarcado en Nueva Zelanda, no entendía de
disciplina militar; y Scott carecía de sentido del humor en lo tocante a la disciplina. El infractor
escapó por dos veces y al cabo fue encadenado al cabrestante, donde, dice Scott, «ocho horas le
dieron sensatez y una condición de humildad quejumbrosa».
A continuación se instaló la cabaña. Había sido diseñada a partir de la premisa que un grupo de
tierra permanecería en la Antártida y el barco retornaría a la civilización durante el invierno. Pero
pasó a hacer las veces de almacén y refugio de emergencia. Encargada en Australia, era un
bungaló con una galería de sol sostenido por muchos postes muy hincados en el suelo. Estaba
admirablemente adaptado a Australia, pero era menos adecuado para la Antártida, donde el suelo
está siempre helado y es tan duro como la roca: el llamado permafrost. Tal era la ignorancia
colectiva de la expedición acerca de los detalles.
Es absolutamente característico tanto de la expedición como de la Marina británica de entonces
que se gastara mucho dinero en equipamiento y no se hiciera nada por aprender a utilizarlo. Para
Scott, a quien le habían inculcado la creencia en las virtudes de la improvisación, no había en
ello nada de malo. Se propuso crear viajeros del Polo en una o dos semanas de probaturas sin
instrucción. Mientras el Discovery esperaba a quedar congelado, él hizo sus primeros ensayos
serios con los esquís. Ford, el camarero de los oficiales, cobró una suerte de inmortalidad al
convertirse en el primer hombre que se rompía una pierna esquiando en la Antártida.
Al cabo de unos días de practicar con los esquís, Scott afirmaba con gran dogmatismo que eran
«sin duda de gran utilidad para desplazarse en terreno plano y en inclinaciones leves [...] pero
[tienen] poca aplicación en el arrastre y en invierno habrá que diseñar algún tipo de raqueta
ligera». Parecía haber olvidado todas las explicaciones de Nansen y no haber leído su libro First
crossing of Greenland, entonces (como ahora) uno de los clásicos tanto del esquí como de la
exploración del Polo. Había sido traducido al inglés diez años atrás.
Para quienes sepan utilizarlos [escribió Nansen], los esquís son [...] superiores, incluso para
arrastrar [...] Durante diecinueve días enteros nos desplazamos con los esquís desde primera
hora de la mañana hasta última de la noche [...] [completando un recorrido de] 560 kilómetros.
Por entonces había que llevar un mensaje con la posición del Discovery a una cita acordada en
cabo Crozier. Sin este mensaje era difícil que pudiera encontrarlo un barco de apoyo, puesto que
nadie conocía su paradero. Esta tarea crucial se encomendó a Royds.
Cabo Crozier estaba en el extremo este de la isla de Ross, según se la había bautizado, a sólo
sesenta y cinco kilómetros. Pero para Scott se trataba de una empresa de gran envergadura. Tras
un mes en tierra, seguía sin tomarse ninguna molestia por organizar una instrucción sistemática.
Sin más, le asignó a Royds unos cuantos perros y le dijo que aprendiera a conducirlos por el
camino. También le puso al mando de Barne, Koettlitz, Skelton y ocho marineros, a quienes dio
más o menos las mismas instrucciones. Salvo Koettlitz, eran todos absolutos principiantes.
Los perros se negaban a tirar y los hombres tuvieron que arrastrar los trineos. Se había dejado el
aprendizaje del esquí al cuidado de cada uno de los hombres, y para este viaje se permitió que
cada cual decidiera si llevaba esquís o no. Se produjo una discusión cada vez más enconada a
medida que los expedicionarios avanzaban a trompicones y enterrados hasta las rodillas por la
nieve, como almas en pena por el Infierno de Dante. La facción contraria a los esquís era
mayoritaria; sólo los usaban Royds, Koetditz y Skelton. En palabras de un marinero,
se las arreglaban mucho mejor con ellos que a pie [...] lamentamos mucho que no todos
hubiéramos llevado «esquís» [...] Sólo podíamos empujar unos pocos centenares de metros de
una tirada y así que los jefes gritaban «¡alto!» nos tendíamos sobre la nieve, jadeantes y
sudados, aunque la temperatura era inferior a cero grados.
Finalmente, Royds, que consideraba a Barne (contrario a los esquís), perros y marineros
igualmente inútiles, los envió de vuelta al barco mientras él seguía avanzando con la facción
partidaria de los esquís. Pero antes tuvieron que averiguar si un hombre podía, efectivamente,
tirar de un trineo con los esquís. Así que acamparon durante un día para hacer las pruebas.
Skelton, en sus propias palabras,
estaba de lo más sorprendido por la facilidad con que arrastrábamos el trineo, ya que siempre
había considerado poco práctico llevar cualquier carga con esquís; pero parece que son
instrumentos idóneos para arrastrar.
Como pistas de una escuela de esquí, las laderas sur del monte Terror, que se alzaba con su fría
majestuosidad tres mil metros por encima de sus cabezas, con sus avalanchas bramantes, inéditas
para los ojos humanos, eran sin duda imponentes. «Avanzamos estupendamente con los esquís—
anotó Skelton— y subimos por la escarpada ladera y bajamos por el valle». Royds, que lo refirió
algo después, no fue tan ditirámbico:
Hemos tenido que parar muchas veces debido a que los esquís se enganchaban y resultaban
molestos. Una ascensión horrible, un verdadero trabajo de muía [el arrastre a pulso].
Con todo, ambos hicieron los primeros ensayos con esquís, y recorrieron una distancia
considerable. Pero al cabo no lo consiguieron. La Barrera, que discurría en dirección norte, hacia
el mar, ejercía gran presión sobre cabo Crozier con olas rotas como grandes crestas heladas en
una tormenta. La mera ignorancia de este tipo de entorno detuvo a Royds ante este obstáculo
elemental. Sin experiencia ni instrucción, tuvo que dar media vuelta cuando ya veía la playa.
La misma deficiencia acabó con la vida de un marinero del grupo de Barne llamado Vince, que
se despeñó en un acantilado de hielo durante una ventisca. «Todos los hombres abatidos»,
escribió un marinero. «El capitán Scott evidentemente muy emocionado».
Scott estuvo varios días apesadumbrado por el coste de la expedición a cabo Crozier. Además de
la muerte de Vince, seis hombres habían quedado incapacitados por la congelación y se había
perdido un perro. «La responsabilidad—escribió Scott en su diario—debe imputársele al oficial
al mando [Barne]». Scott no consideró ni por un momento que podría haber evitado el desastre
con una instrucción adecuada; su instinto le hacía rehuir responsabilidades y transferir la culpa.
Desde que desembarcara en la Antártida, Scott se había mantenido cerca del barco al tiempo que
destacaba a sus subordinados en las primeras pruebas de desplazamiento con trineo. Al regreso
de Royds de cabo Crozier, lo intentó al fin. Se trataba de llegar a la Barrera y crear un depósito
para las operaciones de la siguiente estación. Pero prescindió de la colaboración de Royds,
Koettlitz y Skelton, a pesar de que por entonces eran los viajeros de la Antártida más
experimentados de que disponía, y se aprestó a repetir los mismos errores que ellos. Marchó sin
esquís y tirando al lado de los perros. Era el da capo de cabo Crozier. Los perros se negaban a
avanzar; los hombres se tambaleaban en la nieve. Por si fuera poco, el termómetro descendió
hasta los cuarenta y cincuenta grados bajo cero. Tembloroso en su saco de dormir, Scott tuvo una
primera noticia de la Barrera a finales de marzo. Después de dedicar tres días de grandes trabajos
a avanzar menos de quince kilómetros, comprendió que había acabado el juego. Dejó caer la
carga y dio media vuelta; llegó al barco el 3 de abril, zanjando la estación con una breve y
lamentable saga de fracasos. Tal fue el resultado del optimista proyecto de Scott de formar
viajeros del Polo en una o dos semanas.
A finales de marzo el Discovery estaba aprisionado por el hielo. El 23 de abril el sol desapareció
y no volvería a surgir en más de cien días. Scott se disponía a iniciar el tercer invierno del
hombre en la Antártida. A una latitud de 78 o sur, estaba ochocientos kilómetros más cerca del
Polo que los anteriores campamentos de invierno de Borchgrevink o De Gerlache. También
estaba más al sur que cualquiera de las expediciones con que compartía la Antártida: los
alemanes de Drygalski inmovilizados en el Gauss ante Tierra del Kaiser Guillermo II, que
acababan de descubrir, y los suecos de Nordenskjóld en la isla de Colina Nevada, en el mar de
Weddell. Scott se enfrentaba a la noche invernal antartica más larga y a su prueba como jefe de
expedición.
Aunque el Discovery era técnicamente un barco mercante, Scott, en virtud de lo que llamaba
«una ficción agradable», lo dirigía con disciplina militar y según una rígida separación entre
oficiales y marineros. Este modelo distaba mucho de la «pequeña república» que Amundsen creó
en el Gjoa, de su «disciplina espontánea» y ausencia de jerarquía y rango formales. Pero, a parte
de que Amundsen llevaba una expedición reducida y Scott una grande, ambas eran producto de
su sociedad. Dada la disciplina militarizada de la Marina victoriana y la gran división entre la
cámara de oficiales y el sollado, era lógico mantenerla en las nieves.
Con todo, cualquier sistema presenta buenos y malos ejemplos. Otros oficiales británicos habían
trasladado la organización militar a la naturaleza virgen. Pero, al margen de sus defectos en tanto
que exploradores, fueron por lo general buenos jefes de soldados. Sir James Clark Ross era capaz
de bromear a costa del Almirantazgo; Parry, el primer buscador del Polo, tuvo contentos a sus
compañeros; Franklin, si bien cometió errores garrafales, era apreciado por sus oficiales y
marineros. Según los haremos establecidos por sus semejantes, se advertían demasiadas
deficiencias en Scott. Fue una de las más penosas expediciones al Polo por culpa de sus defectos
personales.
Como anotó enérgicamente Williamson:
Imagina a todos los hombres convocados en cubierta en un día como éste sólo porque el capitán
quiere inspeccionar el sollado, yo creo que eso es pasarse. Y a uno de nuestros hombres se le
congelaron la mayor parte de los dedos de los pies mientras esperaba que el susodicho
individuo hiciera sus malditas inspecciones, como las llaman. Esto y algunos otros detalles
están causando mucho descontento en el sollado. (De nuevo disciplina de la Marina.)
En palabras de un camarero, la vida a bordo era «muy monótona [...] muchos están irritables y
desanimados». Había reyertas abiertas entre los marineros, en parte debidas a la bebida.
Entre los oficiales, Royds refleja en su diario esta atmósfera:
Wilson dijo que las cosas se estaban poniendo feas cuando [el puente] lleva a las palabrotas y
el mal genio [...] en la conversación hubo críticas muy duras al comportamiento de anoche del
capitán. Entró a la hora el desayuno y les dijo a todos los hombres que había oído hasta la
última palabra de la conversación, así que el barómetro está en verdad bajo.
Skelton anotó en su diario que, al averiarse un generador de viento experimental, Scott «perdió
los estribos y le pedía ayuda a todo el mundo».
El retrato resultante de estas anotaciones es el de un defensor de la disciplina inseguro, infeliz e
irascible. Coexistía con un hombre atento que insistía en hacer su colada para no sobrecargar de
trabajo a su sirviente personal. No parecía haber un vínculo entre ambos, y sólo un insensato
juzgaría a un Scott a partir del comportamiento del otro. Era una suerte de Dr. Jeckyll y Mr.
Hyde, y en su carácter había un fuerte componente irracional.
En un jefe se trata de defectos molestos. En uno a quien se ha encomendado el control de las
tensiones en una pequeña comunidad aislada, donde abundan la pesadumbre, las reyertas, el
resentimiento paranoico y la amargura por nimiedades, son peligrosos.
En las expediciones al Polo, como en la mayoría de grupos muy apretados, se suele producir un
proceso de selección de un líder natural o psicológico. Es una competencia semejante a la lucha
por la preeminencia en una jauría de lobos o en un equipo de perros, un desafío más o menos
abierto al mando establecido y reglamentario. El modo de enfrentarse ante esta amenaza a su
autoridad constituye una de las pruebas que debe superar la mayoría de jefes y que determina la
cohesión del grupo. Gracias a su fuerza moral y a la ascendencia de su personalidad, Amundsen
conservó el mando psicológico y jerárquico en el Gjoa. En el Discovery, se observaron
demasiadas deficiencias en Scott y se le confirió el mando psicológico a Shackleton.
Enérgico, extravertido, dotado de una personalidad imponente, Shackleton eclipsó a Scott y,
aunque igual de inexperto que él en materia polar, estableció una ascendencia moral en la cámara
de oficiales y en el sollado. Incluso el propio Scott (para asombro de Skelton) parecía venerar a
Shackleton. Pero era una situación peligrosa a la que subyacía una tensión notable. Scott carecía
de la fuerza de carácter necesaria para resolver el conflicto. Le faltaba, a decir de Armitage,
«aquella calidad magnética que pudiera hacerme seguirle en cualquier asunto». Es revelador que
Scott precisara de la rígida jerarquía de la Marina para afirmar su autoridad.
Pero acaso el defecto más lamentable de Scott fuera su aislamiento. Parecía incapaz de percibir
las tendencias psicológicas ocultas que rigen el comportamiento humano cuya comprensión y
aprovechamiento están en la base del mando. Le resultaba especialmente difícil tratar con
hombres de formación diferente a la suya. Por ejemplo, a un marinero a quien Scott tildó de
«simple, ignorante y descontento», Barne, oficial de otro talante, le llamó «el compañero de
tienda más divertido que he conocido [...] me hace desternillar [...] con sus observaciones
mordaces».
Scott adolecía de una tal falta de intuición que llegó a decir que «no hay nadie que no mantenga
excelentes relaciones con sus compañeros», cuando Ferrar registró «un sentimiento de "Sálvese
quien pueda"», cuando Wilson criticaba a Koettlitz («nada hay tan desagradable en la ciencia
como algunas de las personas que la cultivan»), Skelton a Shackleton y el propio Scott le había
tomado una evidente manía a Ferrar, a quien llegó a hacer llorar con sus acusaciones de cobardía.
Royds fue el héroe no reconocido del Discovery; en palabras de Wilson, «un portento de
paciencia, [que encaja] cualquier desaire de los superiores». Comprendió que el aislamiento de
Scott estaba en la raíz del problema y trató de eliminarlo. Scott no hablaba con los marineros
salvo en las revistas formales; Royds frecuentaba las «charlas» con ellos. Salvó el vacío que
mediaba entre la sala de oficiales y los marineros. En palabras de Wilson, tuvo «gran
importancia para el Sollado».
A pesar de su juventud, Royds supo defender con tacto a un capitán débil y poco apreciado y
proporcionarle parte de los dones de mando que le faltaban. Si la moral del Discovery no decayó
fue en gran medida gracias a él. Hizo más por Scott de lo que nunca se le ha reconocido.
Los defectos técnicos de la expedición se reflejaban en el barco. No se le había aplicado ninguna
de las recientes mejoras en construcción naval con vistas a prepararlo para las condiciones que se
sabía que iba a encontrar. En el Fram, el primer barco moderno especialmente concebido para
una invernada en el Polo, se habían solventado los problemas hasta entonces irresolubles del
aislamiento y ventilación en frío intenso. El Discovery se comenzó a diseñar a los tres años de la
primera deriva del Fram, analizada en gran cantidad de libros de fácil acceso. Pero el ingeniero
del Discovery decidió ignorarlo porque era un barco extranjero. En palabras de Scott, usó
«modelos ingleses buenos y bien seleccionados», y se las arregló para hacerlo notablemente
incómodo. La ventilación era deficiente, desconocía los grados intermedios entre las corrientes
de aire y el ambiente cargado. Las calderas humeaban. Las habitaciones y el espacio inferior sin
calefacción sólo estaban separados por una delgada cubierta de una sola tabla de grosor. El agua
se helaba en los camarotes. La ropa de cama y los colchones estaban empapados a causa de la
condensación. «Detrás de los cajones de debajo de mi litera—escribió Wilson—hay carámbanos
y estalagmitas de hielo».
El largo invierno transcurría sin apenas ningún intento de remediar las deficiencias que se habían
revelado de manera tan nefasta en los desplazamientos en trineo del otoño. A última hora Scott
sopesó los planes para los viajes inminentes, pero no salió del reino de la teoría y omitió los
preparativos concretos. No se practicó ni el esquí ni la conducción de perros, a pesar de que la
mayor parte del tiempo el viento y el frío fueron moderados y la luna, las estrellas y el brillo
opaco del horizonte a mediodía les proporcionaban claridad suficiente para practicarlos. Un
tiempo que se podría haber dedicado con gran provecho al conocimiento de los diversos
elementos del viaje por el Polo—que era tan obvio que tenían que mejorar—lo desperdiciaron
entre partidos de fútbol a la luz de la luna, discusiones teóricas y representaciones de teatro
aficionado. [12] Una entrada del diario de Royds lo resumía: «Discusión sobre "Los mejores
medios de viajar por la Antártida" [...] pero antes de que acabara he tenido que irme a una
reunión acerca de la Compañía Teatral Negra y me he perdido una o dos intervenciones».
El tiempo se dedicaba también a otra costumbre de rigor: una revista. La del Discovery se
titulaba The South Polar Times. Scott escribía en ella, y una de sus colaboraciones consistió en
una entrevista imaginaria posterior al retorno del Discovery a Inglaterra. Al igual que la mayoría
de obras de ficción, revela esclarecedores aspectos de su autor.
Al acercarme a la mayoría de edad, el funcionamiento de mi corazón causó cierta preocupación
en mis padres; al [...] examinarme [...] el médico observó [...] que parecía latir al compás de
dos palabras cortas [...] ¡Polo Sur! ¡Polo Sur! De entonces en adelante resultó evidente que
llevaba grabadas estas palabras.
Era broma sólo en parte. Durante los meses de ventiscas y frío, bajo las cintas refulgentes de la
aurora austral, Scott se había convertido en un apasionado del Polo. Decidió que la principal
empresa del verano sería un viaje para establecer un récord en el sur. El sería el jefe. Abrigaba
esperanzas vagas y optimistas de alcanzar el mismo Polo.
Tardó en comunicarlo: en invierno se volvió reservado y taciturno. El 12 de julio requirió a
Wilson en su camarote, le informó del plan y le pidió que lo acompañara. Wilson quedó
sorprendido, y no le faltaban motivos. Con un barco lleno de miembros de la Marina a su
disposición, además de tres viajeros más o menos experimentados, Scott recurría a un civil
principiante. Necesitaba a alguien que le apoyara y Wilson era el hombre adecuado. Había
nacido para vivir a la sombra de otros hombres. El que no perteneciera a la Marina fue el mejor
aval para Scott, que sospechaba de sus colegas oficiales. Wilson no representaba una amenaza
profesional, podía estar seguro de que no hablaría a sus espaldas, y Scott ya le respetaba lo
bastante como para aceptar su consejo. Scott solía considerar los consejos casi como un motín.
Pongamos por caso el de Bernacchi: al observar que se colocaban los botes del barco sobre la
banquisa con intención de dejarlos en ella durante todo el invierno, le advirtió a Scott que, a
partir de lo que había visto en la expedición de Borchgrevink, le parecía probable que quedaran
aprisionados. El resultado, según sus propias palabras, «fue una experiencia que no tengo
intención de repetir, ya que me dijo, en términos que no dejaban lugar a dudas, que me ocupara
de mi especialidad»; tal como era de esperar, los botes quedaron recubiertos por una enorme
masa de hielo.
Wilson complementaba a Scott. Este—como Shackleton—era francmasón, desde unos pocos
meses antes de zarpar de Inglaterra. La francmasonería gozaba de gran predicamento entre los
oficiales de Marina y podía facilitar una promoción. El contenido religioso quedaba en un
segundo plano, puesto que Scott era agnóstico en su fuero interno. Wilson, profundamente
religioso. Scott sufría ansiedades indescriptibles. Wilson, que bajo los auspicios de la Iglesia
anglicana era devoto de san Francisco de Asís, estaba poseído de la sed de sufrimiento y de algo
cercano a un deseo de muerte que constituían la perversión victoriana del ideal franciscano. «No
es pecado anhelar la muerte», había escrito Wilson en una ocasión, en que añadió la cláusula de
que «el pecado está en no someter nuestras voluntades a Dios para que nos mantenga aquí
mientras quiera». Donde Scott perdía los estribos, Wilson era implacable y sereno. Wilson aportó
la tranquilidad, la paciencia, la distancia y tal vez incluso el contacto con la realidad que tanto
faltaban a Scott. Al final, Scott parecía tan incompleto sin Wilson como don Quijote sin Sancho
Panza.
El plan que Scott le reveló a Wilson echaba a sir Clements Markham por la borda. Los primeros
atisbos de realidad habían indicado que los heroicos encantos del arrastre a pulso existían
principalmente como cosa del pasado. Eran las ideas de Nansen las que ahora interesaban a
Scott. Se proponía, con la ayuda de todos los perros, avanzar hacia el sur hasta donde las fuerzas
le alcanzaran.
Al principio tenía intención de acompañarse de un solo hombre; Wilson le hizo ver que era mejor
ir acompañado de dos. Scott seleccionó a Shackleton porque le sabía amigo íntimo de Wilson. Se
trataba de otro ejemplo de sentimentalismo y decisión errónea, porque era una temeridad llevarse
a un rival en potencia.
Wilson había intimado tanto con Shackleton como con Scott. En el primero veía al líder
psicológico de la expedición, en el segundo al jerárquico. Como algunos médicos y sacerdotes,
Wilson gozaba de la sensación de poder sobre el paciente y el penitente. Se acercaba a la jefatura
de su pequeña comunidad.
Wilson no bajaba la guardia ante Scott. Con Shackleton no tenía reservas. Shackleton (o
«Shackle») es la persona más mencionada en el diario de Wilson, a quien le encantaba hablar
con él. Más abiertamente ambicioso que Scott, animado por un instinto poético y curioso de los
hombres y la moral, Shackleton atraía a Wilson y constituía un contrapeso de sus virtudes
esencialmente pasivas.
Shackleton recibió «encantado» la noticia de que viajaría al sur. Quería dedicar de inmediato su
energía incansable al proyecto, pero Scott le ordenó que no hablara del proyecto con los demás,
ya que los planes eran todavía «secretos»; no serían difundidos hasta un mes más tarde.
Tras haber desperdiciado gran parte del invierno en diversiones inútiles, todo eran prisas por
acabar a tiempo los preparativos. En modo alguno hay que imputarle la exclusiva
responsabilidad a Scott: los demás compartían su fe inquebrantable en la improvisación
caballeresca. La Marina, en palabras del almirante sir Herbert Richmond, estaba «produciendo
oficiales de Marina aficionados». El estudio de la estrategia y la táctica casi se consideraba de
mal gusto, sobre todo porque Nelson creía erróneamente que había triunfado en Trafalgar sin un
plan de batalla. Entre la mayoría de oficiales imperaba la antigua idea hereditaria de que se
abrirían camino a fuerza de gallardía y brío. El Discovery ofrecía un panorama familiar en la
historia británica.
En el último momento Scott tuvo que consultar la literatura sobre el Polo, de la que, tres años
después de ofrecerse para el mando del Discovery, era, en sus propias palabras,
«deplorablemente ignorante». A lo largo de un año, mientras preparaba la expedición, había
trabajado en la calle contigua a la Royal Geographical Society, cuya biblioteca incomparable
contenía la versión inglesa de la totalidad de los libros más recientes de Peary, Nansen y los
demás fundadores de la exploración del Polo. Pero, por algún motivo, Scott no había tenido
tiempo de leer estas obras altamente instructivas. A bordo no tenía mucho donde elegir. Quienes
confeccionaron la biblioteca del Discovery se habían preocupado de que no le molestaran las
experiencias más recientes. En ella figuraban el charlatán medieval sir John Mandeville y los
documentos de las expediciones de la Marina británica de hacía cincuenta años, pero no el
Farthest North de Nansen ni otras obras modernas.
Trabajó con denuedo en las instrucciones de última hora. Había programado una docena de
viajes además del suyo. En vez de conceder independencia a cada jefe dentro de un marco de
orientaciones generales, redactó, al modo de la Marina, órdenes detalladas y prolijas que dejaban
escaso espacio para la iniciativa personal. Estas órdenes, como no se cansó de afirmar, tenían que
ser obedecidas a rajatabla y sin objeción alguna. Fue una actitud que acabó por perjudicarle
mucho.
En agosto se abordó con el debido cuidado el asunto de la conducción de los perros. Luchas y
otros contratiempos habían reducido los veinticinco perros del principio a sólo diecinueve.
Durante la mayor parte del invierno habían languidecido en sus casetas como animales de
compañía desatendidos y desnutridos. Scott los puso al mando de Shackleton y le encomendó
que aprendiera a conducirlos. Scott creía—secundado con entusiasmo por Shackleton—que no
había nada vedado a un marinero británico y que unas pocas semanas de improvisación
apresurada le darían la destreza necesaria.
Por lo general, el aprendizaje de la conducción de perros requiere uno o dos años de práctica
esforzada. Los conductores veteranos nunca permiten que un principiante se haga cargo de un
buen equipo, ya que lo arruinaría con casi toda seguridad. Y estos principiantes tenían muchos
problemas.
Ni Scott, ni Wilson, ni Shackleton comprendían a los perros; ni creían en ellos en su fuero
interno. Scott no sabía si requerían «látigo o ánimos, es dudoso cuándo hay que aplicarlo uno o
lo otro y qué hacer con las bestias». Scott tenía la costumbre de llamarlos «bestias» y al referirse
a ellos lo hacía casi siempre con compasión o desprecio, lo que indica su fundamental
desconocimiento del mundo animal.
A Scott le horrorizaba la afición a la lucha de los perros de los trineos. Al descubrir que aquella
raza era capaz de amistad pronunció el revelador comentario de que era «bastante sorprendente
encontrar tal cantidad de honor incluso en criaturas tan poco escrupulosas». En vez de intentar
comprenderlos en tanto que animales, Scott esperaba que los perros se comportaran como seres
humanos. Forzaba las observaciones empíricas hasta encajarlas en sus prejuicios, lo que revela
su renuencia a enfrentar la realidad y lo difícil que le resultaba aprender de la experiencia.
Amundsen, Peary y todos los que condujeron perros con éxito aprendieron la técnica a partir de
su contacto con los pueblos del Polo y del principio de que siglos de evolución y adaptación
manifiestamente adecuada por fuerza tenían algo que enseñar. Pero aprender de culturas
indígenas (que no es lo mismo que observarlas desde arriba) requiere un tipo de actitud ajena a
Scott, procedente de una tradición que daba por supuesto que el hombre civilizado era siempre el
más sabio.
Así, aunque no había viajado al Artico ni visto perros en acción, estaba convencido de poder
mejorar los arneses siberianos que le habían suministrado. En vez de tratar de asimilar su modo
de uso, se pasó gran parte del invierno diseñando según bases teóricas un nuevo arnés para perro;
un artilugio de tela rígida y cable de acero parecido a una polea de astillero «garantizaba—en
palabras de Bernacchi—que se enredaría y se arrancaría el pelo a los perros en un espacio de
tiempo sorprendentemente corto». Como es muy propio de él, fue su único intento de mejorar el
equipamiento. El arnés de los perros se reveló como un fracaso ridículo al probarlo y no tardó en
recuperarse el modelo original.
Después de que el sol regresara el 22 de agosto, Scott destacó a varios grupos en unos
precipitados ejercicios de instrucción previos al inicio de las exploraciones de verano. El salió en
una incursión de última hora para ejercitarse en la conducción de perros. No fue lo que se dice un
éxito. Impaciente e insensible a la mente animal, le resultó difícil hacerlos trabajar. Su principal
objetivo era poner a prueba la teoría de que habría que dividir los perros en grupos pequeños y en
varios trineos, y extrajo la instructiva conclusión de que esto no hacía más que multiplicar las
posibilidades de peleas, ya que cada equipo se comportaba como un bloque y se enfrentaba al
contiguo. Se lo habrían enseñado antes With Peary near the Pole y otros libros que no se había
tomado la molestia de leer en Londres.
Pero fueron los hombres y no los perros los que causaron la verdadera sorpresa. Tras una o dos
semanas se declaró el escorbuto entre los grupos de los trineos. «Es evidente que la historia—
escribió Wilson con desánimo—se va a repetir en el sur». Se refería a las desastrosas crónicas de
las expediciones de la Marina británica en el Ártico; especialmente a la de Nares de hacía un
cuarto de siglo.
En lo concerniente a la prevención del escorbuto, Scott contaba en el Discovery con tan poca
ayuda de la ciencia dietista oficial como Amundsen en el Gjoa. Quedaba aún otra década para la
invención de las vitaminas, y un cuarto de siglo para que se aislara la vitamina C y, por tanto,
una curación específica para el escorbuto. Un hombre queda muy perfilado por la actitud que
adopta frente a un mal inminente. Scott se lo tomó mucho más a la ligera que Amundsen,
desoyendo las más claras advertencias de la historia.
En las regiones polares el escorbuto era ante todo la enfermedad de la Marina británica: un
epílogo extraño para una era de esplendor. En el siglo XVIII James Lind, cirujano escocés de la
Marina, llevó a cabo un experimento clínico notable que identificó sin lugar a dudas el escorbuto
como una enfermedad carencial. El capitán James Cook aplicó los resultados a sus viajes de
descubrimiento y promovió el uso de alimentos frescos como preventivo, con los cítricos como
probada protección antiescorbútica. Obtuvo el resultado inusitado de no perder ni un hombre por
culpa del escorbuto. A principios del siglo XIX prácticamente se había erradicado en la Marina,
y el consumo de zumo de limón era obligatorio.
Después, por motivos económicos y de comodidad, el Almirantazgo pasó a utilizar alimentos
enlatados y en conserva, lo que originó una dieta marina deficiente en vitamina C y que a partir
de entonces la dosis diaria de zumo de limón supusiera su única fuente segura. Pero en vez de
servirlo fresco, tal como habían insistido Lind y Cook, lo embotellaban en condiciones que no
tardaban en destruir la vitamina. También por motivos económicos, la Marina cambió los
limones europeos por la lima de las Antillas, que contenían la mitad de vitamina C. La
consecuencia fue la reaparición del escorbuto; las enseñanzas del siglo pasado cayeron en saco
roto. Por un tiempo se prescindió de la taxonomía correcta que lo consideraba una enfermedad
carencial, y la medicina ortodoxa se lanzó a emitir conjeturas inverosímiles para adecuar las
observaciones prácticas a la teoría en boga de la sepsis y la asepsia, dejando que una época
posterior honrara a Lind y Cook como profetas previos a su tiempo.
Scott aceptaba la teoría médica oficial a pesar de su poco acierto. No era el único. Amundsen
constituía la excepción al seguir la medicina popular tradicional (por ejemplo en su dictamen de
que el camamoro reunía propiedades antiescorbúticas) y por su capacidad crítica de sustraerse a
la moda médica. Sin embargo, la historia podría haber ayudado a Scott, así como ayudó a
Amundsen. El escorbuto era casi desconocido en las expediciones privadas británicas y
extranjeras, que se alimentaban de los productos de la tierra. En ellas la carne fresca aportaba un
probado antiescorbútico. Estaba ampliamente documentado y publicado. De hecho, Scott
disponía de una autoridad familiarizada en la práctica con la materia.
Koettlitz había mantenido la buena salud de la expedición de Jackson y Harmsworth a base de
carne fresca y quería repetirlo en la de Scott. En vista de los ejércitos de focas que infestaban el
hielo, Koettliz propuso matar las suficientes para que todo el mundo pudiera comer carne fresca
a diario a lo largo del invierno. Scott se lo prohibió, en parte porque Koettliz le disgustaba y le
costaba separar las ideas de las personas. Argüyó el motivo un tanto ilógico de que matar muchas
focas para conseguir alimento (y no unas pocas con fines científicos) era «cruel». La verdad es
que Scott era aprensivo y no podía soportar la vista de la sangre. Como sus compañeros
empezaban a percibir, permitía que la emoción influyera en sus juicios.
Aunque se podía demostrar que Koettlitz llevaba razón en su insistencia en la importancia de la
carne fresca, Scott se aferraba a la opinión ortodoxa. Koettlitz persistió, pero no había nacido
para persuadir a nadie. Tras algunas discusiones, Scott permitió a regañadientes que se mataran
algunas focas, pero no las suficientes: una concesión de inequívoco aire militar. Volvió a la
habitual dieta de la Marina de comida enlatada que en el pasado se había mostrado tan funesta.
Como precaución contra el escorbuto, se recomendó examinar cada lata para localizar contenidos
«contaminados», medida fundamentalmente inútil.
El resultado final fue que a mediados de invierno había gran deficiencia de vitamina C y que un
marinero estaba afectado de lo que sin duda era escorbuto. No pasó mucho tiempo antes de que
las raciones para los viajes en trineo—pemicán y alimentos en lata—generaran escorbuto masivo.
Scott tuvo que pagar por partida doble el hecho de que la emoción le empañara el juicio. Con
carne fresca al alcance, los perros tuvieron que conformarse con galletas inadecuadas que, entre
otras cosas, originaron una deficiencia de vitamina B, lo que les causó nerviosismo y los hizo
difíciles de controlar.
Armitage, que volvía de un viaje junto con hombres que habían contraído escorbuto, no encontró
a Scott a su llegada. Como segundo oficial asumió el mando: ordenó arrumbar todo tipo de carne
enlatada, matar gran cantidad de focas y servirlas a diario (y tuvo la autoridad moral para
decretar la nueva dieta). En el período de su mando, Brett, el cocinero a quien se había acusado
de ineptitud a lo largo de todo el invierno, empezó a proporcionar de repente platos apetitosos.
Al regresar, Scott quedó asombrado por la mejora. «Hay que atarle corto [a Armitage] [...] esta
criatura malvada [...] de la manera adecuada». Ferrar sugirió que el cambio se debía «sobre todo
a haber tratado al cocinero como a un cocinero y no como a una bestia».
Cuando menos, le habían demostrado a Scott la verdad sobre el escorbuto y la carne fresca. Por
el momento, aceptó la dieta de Koettlitz y Armitage, y se destinó octubre a la convalecencia y la
buena alimentación.
El viaje al sur comenzó la mañana del domingo 2 de noviembre. Hubo una despedida efusiva.
Scott, Wilson y Shackleton se fotografiaron con las banderas de sus trineos, enseñas personales
diseñadas por sir Clements Markham como si fueran los banderines de la caballería medieval.
A las diez, Scott dio orden de partida y, entre una salva de ovaciones, enfiló lo que un marinero
llamó «el sendero largo, el sendero solitario, el sendero exterior, el sendero oscuro».
12
A partir del depósito el regreso se convirtió en una precipitada huida del desastre. Scott, Wilson
y Shackleton estaban debilitados por el escorbuto y el hambre. Una ventisca habría acabado con
ellos. Scott lo había propiciado con su planificación caprichosa e incompetente. Se hace difícil
compadecerle, pero no así a sus compañeros, víctimas de un pésimo organizador.
Scott se desprendió de sus esquís para llevar menos peso; los responsabilizaba de sus males,
aunque la verdadera causa de todo fuera que todavía no los sabía usar. «Uno se acostumbra a
caminar lenta y pesadamente, incluso en la nieve blanda», razonó en la entrada del 5 de enero, «y
buena parte del alivio que sentíamos al ponernos los esquís se ha vuelto innecesaria».
El 18 de enero, a unos ciento sesenta kilómetros del barco, Shackleton se derrumbó con un gran
dolor en el pecho. Desde el momento en que contrajera el escorbuto había sido el más débil y
enfermo de los tres. El mareo, las dificultades respiratorias y la sangre que expulsaba al toser
indicaban que el escorbuto no era su única enfermedad. Tenía un soplo en la válvula mitral: una
afección del corazón normalmente causada por una fiebre reumática en la niñez. Por lo común no
causa problemas, pero sí en situaciones de gran esfuerzo. En otro viaje al Polo, Shackleton sufrió
un infarto de corazón.
El derrumbe se debía en parte al esfuerzo excesivo. Tirando del trineo había forzado hasta el
último músculo y fibra. En ningún momento se tomó un respiro. Rebosaba de la energía
fervorosa y demoníaca que tira por dos. Además, ardía en deseos de demostrarle a Scott lo que
valía. La enfermedad le irritaba en extremo. Mucho después Shackleton afirmó haber oído
casualmente que Wilson le decía a Scott, fuera de la tienda, que no aguantaría la marcha, y que
salió a decirles que les sobreviviría a ambos.
«Diez años después—solía decir Shackleton—a un kilómetro del mismo lugar, Wilson y Scott
estaban muertos, y yo vivo». Sea cierta o no la historia, muestra algo que estaba enraizado en
aquella caricatura de un viaje al Polo. Con la mera fuerza de voluntad, Shackleton se forzó a
continuar, en ocasiones hasta ayudando en el arrastre del trineo, aunque fueran las menos; pero
en casi todo momento por sus propios medios. Tales eran sus pasiones, y tales las tensiones en el
grupo, que interpretó las órdenes de Scott de evitar el cansancio y el sobresfuerzo no como una
amabilidad bienintencionada, sino como un deliberado intento de humillarlo.
El conflicto persistía, en forma de antipatía o de compasión vagamente hostil. Scott se enfadaba
demasiado a menudo con Shackleton, y Wilson tenía que imponer una tregua. Difícilmente se
podían permitir el lujo de discutir. Scott los había conducido a un peligro evidente. Se habían
quedado sin provisiones. Incluso existía la posibilidad de que se agotara la comida antes de llegar
al siguiente depósito. La marcha se vio interrumpida por la niebla y unos cuantos conatos de
temporal, de manera que aumentaron las dudas de salir vivos. En esta crisis, la nieve volvió a
sorprender a Scott, esta vez la escorza rompible. «Lamentamos—escribió Wilson con sequedad
tras horas de abrir camino enconando a cada paso unas junturas doloridas, inflamadas y
aquejadas de escorbuto—lamentamos habernos deshecho de los esquís». Pero cuando menos
había convencido a Scott de que conservara unos por si alguien se ponía enfermo.
Shackleton salvó la vida gracias a estos esquís. Al ponérselos en la escorza rompible se apoyó en
la superficie en vez de avanzar medio hundido, con lo que evitó el agotamiento que hubiera
podido soportar, pues estaba demasiado enfermo.
Resulta, sin duda, un tanto irónico que fuera Shackleton quien avistó el siguiente depósito. La
poca visibilidad y la mala señalización planteaban de nuevo el riesgo de pasarlo por alto. Se
había acabado la comida. Al cabo de unas horas de su llegada, se produjo la primera ventisca de
envergadura. En palabras de Scott, «si todo esto hubiera pasado hace uno o dos días, las
circunstancias habrían sido muy diferentes». Habían llegado justo a tiempo. Fue un ensayo
general del desastre.
En el depósito, Shackleton tuvo el achaque más grave, y Wilson volvió a convencerse de que iba
a morir, pero se recuperó de nuevo y, cuando llegaron al barco el 3 de febrero, ya se valía de sus
propios medios; era la encarnación del lema de su familia: Fortitudine Vincimus, «Conquistamos
con la resistencia».
13
Llegó la segunda primavera, y con ella otra estación propicia al viaje en trineo. La empresa de
más envergadura era la de Scott, que seguiría las huellas de Armitage. Este, lleno de amargo
resentimiento, permaneció a bordo en cumplimiento de órdenes mientras Scott se disponía a batir
el récord del oeste.
En este viaje—como en los demás—fueron los hombres quienes arrastraron los trineos. Scott se
jactaba de ello, exhibía un anhelo de esfuerzo puramente físico, casi como si fuera un fin en sí
mismo. Parecía una reacción patológica a la indolencia del invierno, un amor por el castigo, tal
vez una violenta necesidad de ponerse a prueba.
El viaje tuvo un aire conocido desde el principio. Hubo una salida en falso debido a una rotura de
los trineos causada por el mal mantenimiento y la deficiente colocación de la carga. Al cabo, tras
partir el 26 de octubre, Scott reparó en que había perdido el único juego de tablas de navegación
que poseía el grupo, y decidió continuar sin él.
Siguiendo la ruta que había abierto Armitage por el glaciar Ferrar, Scott ascendió a la meseta.
Libre de la molesta presencia de Wilson (que se había dirigido a cabo Crozier para visitar la
colonia de pingüinos emperador descubierta por Royds, la primera de este tipo), Scott se mostró
tal como era a sus compañeros. Uno de ellos era Skelton, que en sus anotaciones de diario era
directo y desinhibido.
En una infracción de las reglas del montañismo, Scott inició la ascensión a toda prisa, como si
quisiera eclipsar a Armitage a fuerza de velocidad. Sólo lo detuvieron los vendavales, que lo
obligaron a permanecer en la tienda. «Al capitán—escribió Skelton en un pasaje cuyo asunto les
sería sumamente familiar a los seguidores de Scott—le impacientan mucho estos retrasos». Scott
llegó y llevó a sus hombres al límite, arrastrando más de cien kilos por cabeza, nueve y diez
inhumanas horas al día.
El 20 de noviembre, a unos tres mil metros por encima del nivel del mar, Handsley, uno de los
marineros, sufrió mal de altura. Aunque parezca increíble, tuvo miedo a reconocerlo porque
sabía de la intolerancia de Scott ante los inválidos. Skelton se vio obligado a comunicárselo a
Scott, y además añadió
que no podíamos seguir cargando con todo aquel peso de aquella manera [...] que el
contramaestre [Thomas Fearer] estaba [también] enfermo, sólo que no tenía el coraje moral
para decirlo y que nos estaba haciendo trabajar demasiado, él se indignó [y se quejó] de la falta
de sinceridad, pero no es el tipo de persona que la propicie.
Durante otros dos días Skelton tuvo que proseguir con lo que llamó «trabajo extenuante» de
discusión con Scott. Ya habían llegado a la meseta y, tras mostrarle a Scott el camino hacia
arriba, recibió orden de volver con Handsley y Feather. Skelton le dijo resignadamente a Scott
que «resultaba duro llegar hasta aquí por segunda vez y no hacer el punto más al sur, a lo que
respondió que resultaba duro». Y volvió, y llevó a los hombres al barco sanos y salvos.
Scott siguió hacia el este con los dos hombres que parecían estar más en forma, el suboficial de
Marina Edgar Evans y el primer fogonero William Lashly. Fue una asombrosa repetición de
antiguos errores. De nuevo, Scott y sus compañeros se congelaron y pasaron hambre por culpa
de una mala provisión de comida y ropas. De nuevo Scott previo las mejores condiciones
posibles y quedó sorprendido cuando resultaron ser las peores. De nuevo fue imprudente cuando
se precisaba cautela y agotó las provisiones. El regreso emprendido el primero de diciembre fue
una nueva carrera por salvar la vida, con la comida y el combustible a punto de agotarse y nada
que pudiera salvarles excepto la suerte. De nuevo ésta vino en su ayuda y los tres volvieron al
barco en Nochevieja. Habían recorrido mil (96o) kilómetros en dos meses a base de un esfuerzo
enorme, arrastrando el trineo en tiradas de hasta doce horas. Scott se arrogó en exclusiva el doble
trofeo del punto más meridional y el punto más oriental.
Las circunstancias fueron duras [le escribió a Hugh Robert Mili], no encuentro en la historia
del Polo nada que las pueda igualar [...] Estoy bastante orgulloso de mi viaje, aunque no quiero
visitar de nuevo mientras viva la cumbre de Tierra Victoria. Las condiciones fueron tan duras
que tres de mis hombres no pudieron soportarlas, y fueron enviados de vuelta.
Era un lenguaje jactancioso, sobre todo teniendo en cuenta hasta qué punto llegó a influir la
suerte.
Scott lo consideró posteriormente como el mejor de sus viajes. Cuando menos, fue el más feliz.
Fue el único en que se acompañó sólo de soldados de la Marina veteranos, forjados en la misma
fragua que él. Se sentía seguro en una jerarquía familiar, apoyado por el respeto acrítico por el
rango en el que se basaba su autoridad.
Habiéndose reunido todo el mundo en el estrecho de McMurdo, sólo quedaba la aburrida espera
hasta que el hielo desapareciera.
Antes, como registró A. B. Williamson el 5 de enero de 1904, «dos barcos avistados. Oh, qué
alegría, nos pusimos todos a saltar como locos». Scott no estaba ni mucho menos tan contento.
Los barcos de rescate—porque de eso se trataba: el Morning y un ballenero de Dundee llamado
Terra Nova—llevaban órdenes tajantes del Almirantazgo de que
Si no puede sacarse al Discovery del hielo, deberá abandonarlo y regresar con sus hombres [...]
en los barcos de apoyo [...] puesto que [...] Sus Señorías no pueden en las actuales
circunstancias aceptar que se mantenga destacados a oficiales y hombres de la Marina
británica en las regiones antarticas.
Cuando Scott hubo asimilado las novedades provenientes de su país y comprendido por qué
había dos barcos de apoyo en vez del único que esperaba a medias, se deprimió aún más.
Con su decisión de dejar aprisionado el Discovery dos estaciones seguidas había provocado un
embrollo monumental. Sir Clements Markham había solicitado en términos apocalípticos una
segunda expedición de rescate. Lo ayudaron los problemas que atravesaba Nordenskjóld, cuyo
barco, el Antarctic, había quedado aplastado por el hielo. Se estaba organizando una operación
de búsqueda a toda prisa. Se temía un desastre en la Antártida. Se acusó a los organizadores de la
expedición del Discovery de despilfarro y mala administración, y los enemigos de sir Clements
—que eran muchos—vieron llegada su oportunidad y se cernieron sobre él. La Royal Society se
desentendió de la empresa; la R.G.S. aprobó una resolución que condenaba a sir Clements. El
comandante Leonard Darwin, Secretario Honorario de la R.G.S.(e hijo de Charles Darwin),
intrigó contra él.
Resultado de todo ello fue que el Gobierno, tras negarse por dos veces a prestar ayuda y acusar
de mala fe a la Royal Society y a la R.G.S., se avino a asumir el rescate del Discovery. Se
reservó el control absoluto y el Almirantazgo exigió que se le traspasara el mando del Morning.
Sir Clements estaba fuera de sí. Rehusó entregar el Morning arguyendo que, puesto que lo había
comprado a su nombre, tenía la última palabra. No se plegó a la exigencia del ministerio hasta
que la R.G.S. lo amenazó con emprender acciones legales.
Puesto que había oficiales y soldados de la Marina implicados, el ministerio no podía permitirse
errores. Insistió en enviar dos barcos y compró y reparó el Terra Nova a toda prisa y sin reparar
en gastos. Se le ofreció el mando a Shackleton, que ya había regresado a Inglaterra y se
encontraba recuperado. Se habría podido tomar cumplida venganza de Scott pero, tal vez con
acierto, declinó la oferta.
Al Almirantazgo el asunto no le hacía ninguna gracia, y le reprochó a Scott haber permitido que
el Discovery se congelara. Para colmo de su descontento, el Terra Nova tuvo que ser remolcado
por cruceros de relevo de la Marina por todo el golfo Arábigo para encontrarse a tiempo, como
estaba previsto, con el Morning en Hobart, Tasmania, lo que aumentó bastante el gasto.
Con una total indiferencia por la evidente renuencia de Scott a que lo rescataran, el capitán del
Terra Nova, Harry McKay, se tomó la justicia por su mano. McKay era un capitán de ballenero
de Dundee a quien el Almirantazgo había elegido por su gran sensatez y experiencia. Asimismo,
el ministerio había insistido en enviar el Terra Nova porque el Morning era demasiado débil para
aquella tarea. Mediante el uso de pólvora de algodón, McKay fue abriendo un paso a través de
un hielo que a trechos se acercaba a los tres metros de espesor. Lo consiguió al cabo de cuarenta
días, ayudado por la marea, oleajes periódicos y diestras embestidas. El Terra Nova y el Morning
alcanzaron al Discovery el 14 de febrero. El 16 quedó finalmente liberado, a flote tras dos años
de ser una masa inmovilizada. Como si la Antártida fuera reacia a soltarlo, se levantó un
vendaval, y Scott, para incredulidad casi cómica de sus oficiales, en seguida lo hizo encallar. El
barco volvió a salir más o menos indemne. Antes de partir finalmente, chocó contra un témpano
de hielo, se rompió el timón, volvieron a abrirse boquetes y las bombas se obstruyeron. Scott, en
palabras de un ya fatigado Royds, estaba «continuamente en vilo, como siempre, esperando que
todo se haga de inmediato, e increpa si no es así».
Fuera del estrecho de McMurdo, en el mar de Ross, el Discovery se hizo por fin a la mar el 19 de
febrero y, con sus dos escoltas, puso rumbo a Nueva Zelanda. El 5 de marzo atravesó el Círculo
Antartico. «Espero—escribió Royds—no volverlo a cruzar».
El primero de abril Scott llegó a Lyttelton, Nueva Zelanda, donde recibió un telegrama glacial:
«El Almirantazgo se congratula de que haya regresado a salvo». Haber permitido que el
Discovery quedara inmovilizado era sin duda un borrón muy negro. Infundió dudas en Scott de
que lo promocionaran y le hizo temer una existencia amargada. Para él, el logro no era un fin en
sí mismo. A menos que pudiera explotar la aventura antartica en términos de un galón de oro, los
dos últimos años habrían sido en balde. Al menos en lo concerniente a la Marina era realista, y
sabía que tenía muchos factores en contra. El cuerpo no era partidario de ascenderlo por encima
de sus compañeros de promoción, y menos a raíz de la aventura del Discovery. Tenía enemigos
en el Almirantazgo, el primero el capitán Mostyn Field, que incluso se había opuesto al principio
a su nombramiento. Las dudas ya existentes acerca de su capacidad profesional no harían sino
aumentar cuando empezaran a difundirse las noticias de su comportamiento en el Discovery,
sobre todo los momentos de pánico en el gobierno del barco. Ni siquiera podía esperar mucho de
sus contactos francmasónicos.
Pero Scott tenía amigos dispuestos a ayudarle. Sir Clements Markham envió un informe oficial
al rey en que le insinuaba que no estaría de más un telegrama de felicitación. El rey se avino a
ponerlo: «Le felicito a usted y a su gallarda tripulación por estos hitos espléndidos, y espero
verlos a todos a su regreso a Inglaterra».
Al aparecer estas palabras en la prensa, sir Clements —aprovechando la ocasión que él había
provocado—declaró con regocijo que los enemigos de Scott «no se atreverían a despreciarlo [...]
Ahora está demasiado encumbrado». Eduardo VII fue el último monarca que ofreció un
patronazgo real decisivo. Y una carta de la madre de Scott le comunicó al nuevo héroe que su
cuñado, William Ellison-Macartney, convertido en subdirector de la Casa de la Moneda, volvía,
a instancias suyas, a utilizar su influencia.
Pero cuando Scott zarpó con el Discovery el 8 de junio con rumbo a Inglaterra vía cabo de
Hornos, conservaba el rango de capitán de fragata, lo que le preocupaba. Su puesto en la lista de
capitanes determinaría cuándo—y dónde—obtendría el nuevo cargo, y de qué tipo sería:
¿Acabaría como contraalmirante retirado o ascendería hasta el pleno almirantazgo y—quién
sabía—tal vez a primer Lord del mar? Otro oficial «del Polo», sir William May, con muchos
menos motivos para optar a la distinción, lo había conseguido. La ambición ardía detrás de una
actitud fría.
Me convenzo de que, incluso si me promocionaran, no es probable que a alguien se le hubiera
ocurrido enviarme un telegrama; contengo mi alma con paciencia, pero es una lata tener que
esperar otros dos meses a recibir noticias [...].
Lo promocionaron, pero no, tal como temía Scott, antes de que llegara a Inglaterra. Se hizo
público, significativamente, el 10 de septiembre, el día en que el Discovery atracó en
Portsmouth; era una insinuación, que tal vez hubiera de percibir todo el mundo, de que se debía a
la Antártida y no a sus méritos como oficial de Marina.
La promoción le llegó a Scott en el momento oportuno. Unos meses después, lord Walter Kerr
fue sustituido como primer Lord del Almirantazgo por el almirante sir John Fisher, que no podría
haber sido más contrario a Scott o a los patrones de cuya influencia dependía.
Fue el inicio del tempestuoso reino del gran, odiado y adorable «Jackie» Fisher, que pasó como
un tornado y, en seis años, sacó a la Marina británica de su letargo de tiempos de paz y la
convirtió en un cuerpo militar. Los viejos métodos quedaron enterrados en el fondo del mar. Sir
John se cebó especialmente en el servicio en el Polo entendido como escuela para oficiales
militares. «Nunca me ha entrado en las mientes qué bien se puede obtener en un viaje a los Polos
Norte y Sur—dijo en una ocasión—¡Nadie irá allí pudiendo ir a Monte Carlo!».
Fue especialmente crítico con la expedición del Discovery porque, como diría después, el dinero
que costó se podría haber dedicado con más utilidad a «la compra de un nuevo acorazado». «Es
peor que un crimen, es un error garrafal», resumía la opinión de sir John. A pesar de la
promoción, había nubarrones sobre Scott.
Scott no era lo que sir John llamaba «un hacedor de hechos imperecederos». Con su punto más
meridional, Scott había proporcionado el hito patriótico que los británicos anhelaban en el
crepúsculo del imperio y con el amargo regusto de la guerra anglobóer. Pero la latitud 82 o 17' sur
no era una marca espectacular. Todo consistía en la materia prima del éxito. Transmutarlo
requería el carisma de un Stanley—el empresario del Africa profunda—o de un Nansen. Durante
la serie de conferencias sobre el Discovery que dio, Scott se percató de que no emocionaba al
público. Carecía de presencia.
Al poco del regreso del Discovery a la civilización, The Times publicó una reseña de New Land,
la traducción al inglés de Nyt Land, el libro de Otto Sverdrup sobre la segunda expedición del
Fram. Era inevitable hacer la comparación entre Sverdrup, que había descubierto 250.000
kilómetros cuadrados de tierra virgen con una eficiencia notoria, y Scott, que, disponiendo de un
contingente seis veces superior, y con un coste multiplicado por ocho y mucho más revuelo, no
había conseguido tanto.
Las expediciones que abordaron la Antártida al mismo tiempo que Scott ofrecían más material
para la comparación. Bruce había descubierto Tierra Coats y aportado más a la costa continental
que el Discovery. Las operaciones de cartografía de Charcot de la tierra del mar de
Bellingshausen superaban en cantidad y calidad a la chapucera inspección del grupo de Scott.
Nordenskjóld era un jefe científico modélico, así como Drygalski.
Sir Clements Markham se vio obligado a presentar una queja:
La gente no entiende la grandeza del logro [de Scott]. Nadie ha igualado sus viajes en trineo sin
perros. Es mucho más sencillo cuando Peary o Nansen o Sverdrup usan los perros para
arrastrar sus cosas, mientras ellos pasean.
Es una expresión clásica de la estrategia inglesa—ni por asomo desaparecida—de justificar una
inferioridad evidente con la invención de un ideal ficticio. Formaba parte de la actitud moralista
que imperaba en la vida pública inglesa. Pero en lo tocante a la exploración del Polo, al menos,
el país sólo estaba interesado en los resultados. Scott debía justificarse.
Como jefe de la expedición tenía el privilegio, y en realidad casi la obligación, de escribir un
libro sobre ella, y pidió un permiso a la Marina para hacerlo. El Almirantazgo se lo concedió
encantado: Scott le representaba un grave problema.
Llevaba cuatro años fuera de la Marina, mucho tiempo para un oficial, sobre todo en un período
de rápido desarrollo técnico, y, en efecto, lo habían ascendido directamente de teniente
(torpedista) a capitán. Su rango le permitía estar al mando de un buque de guerra, aunque según
el baremo de la Marina carecía tanto de la experiencia como de las cualidades personales para
desempeñar tal cometido. Pero, gozando del favor real (como quedó subrayado por una visita a
Balmoral), no podían relegarlo a posiciones marginales. Si se disponía a escribir el libro, los
lores del Almirantazgo podían retrasar cualquier decisión acerca de su futuro.
Sir Clements Markham le prestó a Scott una habitación de su casa como estudio, lejos de las
atenciones que su madre y hermanas le hubieran prodigado en el hogar de Chelsea. El resultado
fue The voyage of the Discovery, publicado en 1905.
The voyage of the Discovery fue una pequeña obra maestra de la literatura apologética. Plantó la
semilla de una leyenda. Así como Las siete columnas de la sabiduría (con la que guarda un
considerable parecido) creó a Lawrence de Arabia, de The voyage of the Discovery surgió Scott
de la Antártida. La salvación de Scott fue su talento literario.
El tema principal del libro era la exculpación. Utilizó la estrategia de convertir errores en
virtudes. Hacía ostentación de su inexperiencia para que se alabara su sinceridad. Convirtió su
historia de obstinación, errores garrafales y situaciones casi desastrosas en un conmovedor
cuento de heroísmo enfrentado a rigores apabullantes. The voyage of the Discovery está basado
en lo que se presentaba como fragmentos literales de los diarios del autor. Este método reporta
un grado de inmediatez y autenticidad difíciles de conseguir con otras formas literarias. El
meollo del libro es el gran viaje al sur. Uno de los pasajes célebres es el que describe la marcha
del último día antes de alcanzar el punto más meridional. La versión de The voyage of the
Discovery es la siguiente:
27 de diciembre [...] se erguía ante nosotros uno de los más gloriosos paisajes de montaña que
hemos presenciado [...] Pelion se encaramaba sobre Ossa, y como es comprensible aceleramos
el paso para ver qué sucedería a continuación, hasta que ha aparecido el final en forma de una
cumbre doble espléndidamente escarpada y coronada por unas motas de cirros [...] Decidimos
que al fin hemos dado con algo digno de llevar el nombre de la persona a quien siempre
veneraremos con el mayor regocijo, y se llamará monte Markham en honor del padre de la
expedición.
Lo que en realidad dice el diario es:
Hemos tenido un día de lo más interesante desde el punto de vista espectacular [...] ha
aparecido [...] una cumbre majestuosa rodeada de otras cumbres dignas de mención. Con tanta
tierra nueva y tanta materia para la discusión empezamos a pensar que nuestro viaje tendrá un
lugar en la historia del Polo. De ser así, nuestro esfuerzo y mala nutrición se verán
recompensados.
Este tipo de transformación es perfectamente legítimo, siempre que no se haga pasar por una cita
literal del documento original. Pero tal como se presentó es una falsificación cuyo efecto
deliberado es enaltecer a Scott.
Scott vuelve a simular que cita el diario en la descripción de un incidente que hizo mucho por
crear su imagen:
Los perros han trabajado poco pero han andado, salvo Stripes, que se ha lesionado y ha tenido
que ser transportado en el trineo; cojeaba mucho cuando lo he recogido, y su espeso abrigo no
oculta que está en los huesos [...].
Lo cual motivó que un crítico norteamericano escribiera:
estos hombres con tanto peso a cuestas [...] sin estar seguros de poder regresar al barco [...]
cargaron los animales débiles en trineos con la esperanza de salvarlos. Tal humanidad carece
de precedentes, creo, en los anales de la exploración del Polo.
Sin duda habría sido el caso. El diario dice:
En general, los perros han estado más animados hoy, excepto Stripes, que ha desfallecido por la
tarde y ha habido que transportar en el trineo. Me temo que tendrá que ser la siguiente víctima.
Brownie durará hasta mañana o tres días y los demás espero que duren más según disminuye el
número de los que hay que alimentar.
La entrada crucial del 10 de diciembre, «haremos una incursión al sur [...] con provisiones para
un mes y sin comida para los perros, dejando que se alimenten los unos de los otros [...]» fue
suprimida por completo del libro. El efecto buscado era aparentar que se estaba transportando a
Stripes por sincera compasión cuando en realidad se trataba de aplicar un canibalismo deliberado
y ofrecerlo como cena a sus compañeros.
Al manipular lo escrito, Scott lo hacía de cara a la galería. Se requería modestia, aunque fuera
falsa. Se esperaban buenos sentimientos hacia los animales.
Hay un arma de doble filo en la observación que hace Scott en The voyage of the Discovery de
que en el viaje en trineo «hay que poner rápidamente al descubierto el fraude». El libro es una
continua modificación de la realidad. Tal vez el ejemplo más sutil y, en sus consecuencias, el
más fatídico de este proceso es el trato que dispensa a Shackleton en el viaje al sur. El libro, que
sigue simulando citar el diario, dice:
21 de enero [1903] [...] hemos tenido una perceptible brisa del sur y, tras desplegar la vela,
hemos avanzado a buen ritmo. Durante un rato Shackleton ha ido sobre los trineos.
Pero el diario verdadero dice:
Shackleton llevaba al principio el arnés que le correspondía pero al cabo de una hora le hemos
puesto en el trineo para reducir la velocidad cuando tendía a ser excesiva [...].
lo que resulta bastante diferente. En una entrada posterior en que se dice que Shackleton iba
«esquiando al frente con la brújula [para navegar]» fue suprimida del todo del libro. También lo
fueron todas las anotaciones que afirmaban que Shackleton luchó hasta el final. The voyage of
the Discovery sugería que se hundió hasta el punto de ser un pasajero y una carga en el regreso.
Resulta difícil determinar si el Scott de los diarios es el verdadero. Cuando menos, es diferente
del que aparece en el libro. El Scott de los diarios es impetuoso y después atribulado, a veces
tímido y a veces imprudente a un extremo peligroso, notoriamente falto de juicio, inseguro,
indeciso, confundido por los imponderables, incapaz de aprender de la experiencia, carente por
completo de previsión y confiado a la suerte. El Scott del libro, en cambio, es el aficionado
elegante y un tanto presuntuoso que hace de la inexperiencia una virtud al apuntar que la eficacia
y el evitar un peligro innecesario no son cosa de hombres. Ambas versiones tienen dos puntos en
común: el juicio queda eclipsado por la emoción y habitan en la frontera entre la ilusión y la
realidad.
Los dos fracasos mayúsculos de la expedición habían sido los esquís y los perros. Al abordar el
asunto de los esquís en The voyage of the Discovery, Scott ocultó las pruebas favorables que
constan en los diarios para rechazarlos con una opinión formulada según un modelo al uso que
recuerda a sir Clements Markham: «Que en las regiones antarticas no hay nada que se iguale al
uso honesto y tradicional de las propias piernas».
Y en cuanto a los perros, la conclusión era ésta:
Decir que no aumentan en gran medida el radio de acción es absurdo; pretender que se les
puede hacer trabajar con esta finalidad sin dolor, sufrimiento y muerte es igualmente falso. La
cuestión es si lo segundo puede justificar la ganancia, y soy del parecer que en términos lógicos
sí; pero la introducción de tan sórdida necesidad debe—y lo hace—quitar al desplazamiento en
trineo gran parte de su gloria. Opino que ningún viaje hecho con perros puede acercarse a la
dignidad del bello propósito que se realiza cuando un grupo de hombres se apresta a
enfrentarse a los rigores, peligros y dificultades con su solo esfuerzo y sin ayuda y, a fuerza de
días y semanas de duro esfuerzo físico, consigue solucionar algún problema de lo inmensamente
desconocido. Sin duda, en este caso la conquista se obtiene con más nobleza y esplendor.
Es la profesión de Scott del engaño heroico, la gran justificación del arrastre a pulso; un canto a
la adversidad y los reveses considerados como deseables en términos morales, una nueva
encarnación del ideal de gallardía personal como fin en sí mismo. El libro, a pesar de todas sus
fiorituras, es curiosamente estéril. En buena parte es absurdo. Tiene unidad, estilo, atmósfera,
convicción. The voyage of the Discovery es un libro notable en el aspecto literario. Scott se había
descrito como a un personaje; a partir de sus contratiempos había erigido una leyenda heroica.
The voyage of the Discovery fue un éxito. Las críticas se mostraron favorables casi sin
excepción. Y con todo, por debajo del coro de alabanzas, se percibe la sombra de una sospecha,
como si el libro provocara una molesta duda.
En el ártico, Amundsen había atravesado el Paso del Noroeste y descendía esquiando por el
Yukon con la noticia. El también tenía un libro que escribir pero, habiendo de pasar otro año en
la naturaleza salvaje, no fue publicado hasta 1907, dos años después que el de Scott. La
traducción al inglés apareció con el título de The North-West Passage en 1908.
The Times lo consideró «una crónica lograda de un hito memorable». Para The Anthenaeum, a la
sazón el órgano de la clase literaria inglesa, Amundsen había «escrito con la simplicidad del
marinero y [...] un entusiasmo atractivo». Todo lo cual es muy cierto, pero como obra literaria
The North-West Passage es muy inferior a The voyage of the Discovery. Es una crónica tosca, el
diario de un capitán.
Amundsen no era escritor. Cita fielmente sus diarios. Es selectivo: el telegrama robado de Eagle
City y una riña con Wiik son dos ejemplos de omisión. Pero en lo que dice no hay
falsificaciones. Se filtra una ingenuidad emocionante que desarma a la crítica. «Simplicidad» y
«sinceridad» son calificativos recurrentes en las reseñas del libro y que apenas se aplican a The
voyage of the Discovery.
Amundsen era un individualista, un bucanero; aunque patriota, no se trataba, como Scott, de un
funcionario imbuido del espíritu de cuerpo. Sin embargo, The North-West Passage es el libro
menos egocéntrico que se pueda imaginar. En parte se debe a que Amundsen siguió la práctica
inveterada de permitir que sus hombres narraran sus relatos cuando los tenían propios. Deja que
Godfred Hansen dé su versión del viaje en trineo a Tierra Victoria y en las reseñas Hansen recibe
el reconocimiento que merece. Además, en el texto de Amundsen, sus hombres desempeñan un
papel propio en vez de cacarear sus hazañas. En estos aspectos The voyage of the Discovery es
muy deficiente. Scott traza, tal como Lawrence de Arabia llamó con toda sinceridad a Las siete
columnas de la sabiduría, «un autorretrato encomiástico». Scott no permite que sus hombres
narren sus propios relatos, los refiere él mismo y lo hace de tal manera que sutilmente rebaja los
logros de los demás para enaltecer los suyos.
Uno de los descubrimientos de la expedición lo hizo Colbeck: el de dos pequeñas islas, en el
primer viaje del Morning. Incluía un desembarco y una inspección que, en las costas
accidentadas y las aguas turbulentas de la Antártida, era toda una hazaña marinera. Scott lo
despachó con una sola oración:
El 25 de diciembre [Colbeck] cruzó el Círculo Antartico y, un poco al sur, para su gran
sorpresa, descubrió unas pequeñas islas que desde entonces me ha hecho el gran honor de
llamar islas Scott.
En realidad Colbeck les puso el nombre de sir Clements Markham. No está claro quién lo
cambió. Es un incidente minúsculo pero significativo: Scott trataba de construir la imagen de un
jefe que obtenía el respeto y el afecto espontáneos de todos cuantos estaban en su órbita.
Ocultó el rescate del Discovery por parte de McKay, lo ridiculizó y dio a entender que lo liberó
un solo oleaje milagroso del océano. Naturalmente, quería evitar el estigma de haber sido
rescatado, y además por alguien de extracción social inferior. A Armitage le negó el mérito que
le correspondía del descubrimiento del casquete antartico, y a Royds el de una notable extensión
explorada.
En la segunda estación, Royds dirigió un grupo hacia el sudoeste, por encima de la Barrera. «Fue
un viaje corto—observa Scott de pasada—ya que sólo llevó treinta días». A lo largo de estos
treinta días, Royds llegó a distanciarse 251 kilómetros del barco, más de la mitad de lo que Scott
logró en su viaje al sur, en tres veces menos tiempo y con bastante menos sufrimiento por mucho
que arrastraran a pulso. Fue también un esfuerzo más alegre: Royds tenía la capacidad de
persuadir y mandar, no necesitaba forzar a sus hombres. En última instancia, fue la primera
incursión que mostró que la Barrera de Hielo Ross era un solo bloque de hielo largo y compacto.
Scott lo encubría con cuatro parágrafos condescendientes y ocultaba su verdadera importancia.
Tan bien lo encubrió que otros que trabajaron más adelante en el mismo terreno, para quienes la
información habría sido de gran ayuda, no lo supieron durante al menos sesenta años.
En The voyage of the Discovery, Scott oscureció la epidemia de escorbuto. Borró la fe de
Koettlitz en la carne fresca como preventivo y dio una imagen confusa, cuando no falsa, del
incidente para escapar a cualquier sospecha de responsabilidad.
Scott quería presentarse como un héroe enfrentado al Destino; Amundsen como alguien que lo
determinaba. The voyage of the Discovery es romántico, histriónico y, en el fondo, una ilusión.
The North-West Passage es sencillo hasta el punto del prosaísmo, si bien no está falto de humor,
del que el libro de Scott carece tan claramente. Scott presenta una visión heroica, Amundsen
mantiene un sentido de la proporción y un firme contacto con la realidad. A fin de cuentas, había
dominado el medio polar; Scott, a pesar de sus indudables logros, había sido derrotado. Así
salieron ambos de sus respectivas primeras expediciones como jefes.
14
Amundsen llegó a su país en mayo de 1908, y lo hizo desilusionado. La gira de conferencias,
aunque rentable, no había sido el éxito financiero que esperaba. The North-West Passage se
había ganado a los críticos pero, por desgracia, no había cumplido las expectativas sentimentales
y secretas de todo autor de que su libro sea un súper ventas. Había cubierto las deudas del Gj0a,
pero poco más. En cuanto al dinero para la siguiente expedición no había nada en perspectiva, y
el pobre Fram seguía languideciendo y carcomiéndose en agua estancada.
Durante un tiempo, Amundsen se olvidó de todo y se procuró una casa; porque el conquistador
del Paso del Noroeste no tenía hogar. Estaba solo, sin perspectivas de matrimonio, pero se
compró una casa. Era grande, de dos pisos, de madera como un chalé de montaña suizo; estaba a
unos veinte kilómetros de Cristianía, en un pinar umbroso llamado Svartskog—'El bosque
negro'—, en Bundefjord, brazo interior del fiordo de Cristianía. Llevó a Betty, su niñera de toda
la vida, como ama de llaves, y puso casa con la misma atención meticulosa para los detalles que
caracterizaba a sus exploraciones.
Amuebló la casa como si se tratara del salón de un barco: sólida, confortable, la decoración algo
oscura. En una puerta de cristal entre el vestíbulo de entrada y la sala de estar había colgada,
como una gran transparencia, una fotografía de su viejo amigo Ugpik, «el Buho», tomada en
Gj0ahavn, apuntando con un arco y una flecha. En diversos tragaluces había colgadas otras
transparencias de escenas del Paso del Noroeste y, tal vez como trofeo irónico, en la sala de
estar, un cuadro de sir John Millais titulado The North-West Passage con su leyenda «Se puede
conseguir e Inglaterra lo conseguirá».
Entre los motivos ornamentales había un grifo en el suelo del comedor, una fuente en miniatura
que a Amundsen le gustaba como decoración. El dormitorio y el vestidor estaban concebidos
para dar la idea de camarotes y así poder tener la sensación de encontrarse en un barco.
Pero Amundsen no tardó en irse a Bergen, a instancias de Nansen, para seguir un curso de
oceanografía. Esta sería una parte importante de la tarea en el Fram, y las oportunidades de
estudiarla no abundaban. El curso lo impartía el catedrático Bjorn Helland-Hansen, destacado
oceanógrafo. «Considero más adecuado indicar que carezco de conocimientos previos—le
escribió Amundsen para aclarar que al conquistador del Paso del Noroeste no se le caían los
anillos por aprender—y le ruego que me considere como a alguien que asiste por primera vez a
la escuela».
Amundsen encontró en Helland-Hansen un amigo leal y comprensivo.
Los dos meses magníficos que estuve en Bergen con usted pasaron demasiado deprisa [le
escribió Amundsen tras el curso]. Fue magnífico el modo como combinamos el trabajo y el
placer: un arte, como usted sabe, que muy pocas personas entienden de verdad.
La expedición no era todavía más que una idea privada compartida por unos pocos. Tras
completar el curso de oceanografía, Amundsen desveló sus planes el 10 de noviembre en una
gran gala organizada por la Sociedad Geográfica de Cristianía. Según informó a Gade,
«Naturalmente, ni una quinta parte de los asistentes entendió de qué hablaba, pero no por ello
menguó el entusiasmo».
Fue sin duda una gran ocasión. O, como lo expresó el Aftenposten, primer exponente noruego del
nuevo periodismo popular:
Entre la distinguida concurrencia se percibía la inminencia de grandes acontecimientos [...].
Estaba presente el rey, y abundantemente representado el cuerpo diplomático. La Sociedad
Geográfica recordará sin duda este día durante mucho tiempo: ¡El día en que Roald Amundsen
anunció sus planes de emprender el Viaje al Polo por una parte del mundo desconocida!
Amundsen era sobre todo un buscador del Polo. No le gustaba jactarse de antemano. Así como
había disfrazado parcialmente su objetivo del Paso del Noroeste con el pretexto del Polo
Magnético Norte, ocultó su proyecto de alcanzar el Polo Norte en un pasaje encomiástico:
Mucha gente cree que una expedición al Polo no es más que un innecesario despilfarro de
dinero y vida. Suele asociar la idea de una expedición al Polo con la de un récord: llegar al
Polo o al punto más septentrional. Y en este caso debo mostrarme de acuerdo. Pero quiero dejar
totalmente claro que esto, el asalto del Polo, no será el objetivo de la expedición. La meta
principal es un estudio científico del mar del Polo en sí mismo.
A continuación esbozó su plan:
Tras haber preparado el Fram durante 7 años y contando con una buena tripulación, me
propongo abandonar Noruega a principios de 1910. La ruta nos llevará a rodear el cabo de
Hornos hacia San Francisco, donde nos abasteceremos de carbón y de provisiones. De allí nos
dirigiremos hacia Punta Barrow, el promontorio situado más al norte de América. Desde allí
enviaremos las últimas noticias al país, antes de que comience el viaje propiamente dicho. Al
zarpar de Punta Barrow tengo intención de proseguir con una tripulación reducida al máximo.
Pondremos rumbo nornoroeste, con el que buscaremos el punto más favorable para progresar
hacia el norte. Cuando lo hayamos encontrado avanzaremos cuanto nos sea posible y nos
dispondremos a derivar durante cuatro o cinco años por el mar polar [...] desde el momento en
que el barco haya quedado aprisionado por el hielo comenzarán las investigaciones con que
espero resolver algunos de los misterios hasta ahora irresolubles.
El discurso de Amundsen recibió un larga ovación, que, a decir del reportero del Aftenposten,
«manifestó claramente la confianza puesta en el audaz marinero y científico que acababa de
exponer su atrevido plan».
Nansen tomó la palabra acto seguido para, por así decirlo, darle su bendición a Amundsen y
sellar el plan con su aprobación. Se mostró típicamente noruego en su combinación de lenguaje
comedido e hiperbólico. Expresó sucintamente la actitud de los noruegos ante la exploración del
Polo e hizo la profesión de fe que representará al explorador del Polo en cualquier época y país
occidental. Lo que empujaba a los hombres a las regiones polares era
el poder que tiene lo desconocido sobre el espíritu humano. Así como las ideas se han aclarado
con los años, este poder ha extendido su influencia y conducido al hombre por el precario
camino del progreso [...].
Nos conduce a los poderes y secretos ocultos de la naturaleza, al mundo infinitamente pequeño
del microscopio y a las extensiones no holladas del universo.
[...] nos niega la paz hasta que conozcamos este planeta en que vivimos, desde la mayor
profundidad del océano hasta las capas más altas de la atmósfera.
Este poder recorre como un hilo toda la historia de la exploración del Polo. A pesar de todas
las declaraciones acerca de los posibles beneficios en un sentido u otro, es lo que, en el fondo de
nuestros corazones, nos ha conducido siempre de vuelta, a pesar de todos los rigores y
sufrimientos.
Al día siguiente, el rey Haakon y la reina Maud inauguraron con veinte mil coronas la lista de
contribuciones para lo que dio en llamarse la tercera expedición del Fram. Amundsen le dijo a
Gade que «La gente me conmueve por el modo como expresa su entusiasmo por "la gran
empresa nacional"».
Pero era un optimismo a la defensiva. Cuando le llegó una carta de Gade en que le ofrecía
recaudar dinero en Estados Unidos, respondió:
Estimado amigo, si con sus contactos puede conseguir algo en este sentido me hará un favor
mucho mayor de lo que puedo explicarle. Las actitudes son aquí miserablemente mezquinas y
provincianas, y obtener los medios necesarios requiere un esfuerzo excesivo.
Es uno de los primeros indicios explícitos de una amargura que había empezado a enconarse en
Amundsen desde que regresara, de algún modo convertido en un hombre nuevo, del Paso del
Noroeste. Comenzaba a sentirse a disgusto en la atmósfera claustrofóbica de un país pequeño.
Era demasiado grande para su medio; prefería Estados Unidos, a pesar de todos sus defectos. «Si
ve a Armour—le dijo a Gade—dígale que el envío de sus productos al Polo es más probable que
nunca». Armour era uno de los célebres magnates de la carne envasada de Chicago. Amundsen
tenía la esperanza de poder incorporarle al proyecto para que aportara todo el pemicán y la carne
enlatada a cambio de la publicidad gratuita.
Amundsen fue uno de los primeros exploradores del Polo en comprender cabalmente las
posibilidades que ofrecía la promoción comercial. Pero, por algún motivo, no podía sacar
provecho de ella.
A principios de 1909 habían cesado los donativos. Apenas se había recaudado una cuarta parte
de la suma necesaria. La expedición tenía demasiada envergadura como para que la pudiera
costear la familia de Amundsen tal como sucediera con la del Gjoa. Amundsen recurrió al
Estado. El Fram todavía no estaba asegurado; solicitó formalmente al Storting el préstamo
necesario para el seguro y, por si fuera poco, setenta y cinco mil coronas para repararlo. El
resultado era de lo más incierto.
Por muy repugnante que resultara para un hombre de su alma independiente, Amundsen tuvo que
solicitar una comisión que le confiriera el aspecto de una posición formal. Se creó una pequeña
comisión con Nansen como presidente y Axel Heiberg entre sus miembros.
En enero de 1909 publicaron una petición pública, probablemente redactada por Heiberg. En ella
se decía que la expedición de Amundsen tendría
tanta importancia para [...] Noruega que no hay que escatimar ningún esfuerzo para llevarla a
cabo. Es evidente que, sobre todo para una nación pequeña, resulta esencial la unidad en la
ejecución de tareas culturales, que hay que completar en cuanto la ocasión se presente y
preferiblemente en los campos en que se destaca de modo especial. En éstos las naciones
pequeñas están en pie de igualdad con las grandes. Haciendo los [...] mayores esfuerzos
posibles en los campos de la exploración, del arte o de la ciencia, afirman su derecho a existir
como una nación independiente y demuestran su influencia en la cultura mundial. Cada esfuerzo
de este tipo, grande o pequeño, contribuye a dar al pueblo fuerza y confianza dentro del país y
reconocimiento en el extranjero.
La proclama apuntaba al bolsillo público, pero aún más a los votos del Storting. Se esperaba que
debatiera el asunto en breve. A fin de aumentar sus posibilidades, Amundsen escribió a Scott
Keltie, el secretario de la R.G.S. de Londres.
Me sentiré muy honrado de recibir las opiniones y puntos de vista de la Royal Geographical
Society acerca del plan de mi próxima expedición al Ártico, expuesto en la conferencia que ya
les he enviado.
Mi petición al Parlamento noruego de obtener el Fram será debatida en los primeros días de
enero y tendría un gran valor e interés recibir palabras suyas antes de entonces.
Es una carta asombrosamente directa. Expresa—y aprovecha—un rasgo común en muchos
países pequeños: el respeto, por no decir veneración, por lo que puedan aportarles naciones
mayores.
Antes de responder, Scott Keltie consultó el asunto con Albert Markham y sir Lewis Beaumont,
dos de los viejos almirantes «del Artico». Ambos se pronunciaron en contra. Por entonces Keltie
era no sólo secretario de la R.G.S., sino también especialista de The Times en la sección de
exploraciones, y no estaba dispuesto a dejar escapar una buena noticia. Su respuesta a Amundsen
fue un modelo de aliento dado con discreción y de negativa a asumir responsabilidades:
Su plan [...] ha sido sometido al examen de varios expertos en el Ártico del país, y tras
considerar sus opiniones [...] el presidente me ha encomendado comunicarle que el Consejo de
la Sociedad considera del mayor interés para [...] la ciencia que se realice una investigación
exhaustiva del Artico [...].
Si puede llevar a cabo su proyectada expedición con la exhaustividad mencionada en el
documento que nos remitió, no cabe duda de que contribuirá en gran medida a zanjar los
problemas que quedan por resolver.
A lo que Amundsen respondió:
Le ruego que acepte mi más sentido agradecimiento por su carta [...] que tendrá gran
importancia cuando se debata en el Parlamento noruego mi petición del Fram.
El 25 de enero de 1909 Amundsen viajó a Inglaterra para exponer sus planes en un pleno de la
R.G.S.
Celebro la resolución de mi amigo Amundsen de seguir los pasos de Nansen [dijo sir Clements
Markham en el debate que siguió a la exposición]. No puede ocultarse que se trata de una
empresa muy peligrosa. Pero la guía de un hombre de probada aptitud reduce en gran parte el
peligro. Es, al igual que el proyecto de Nansen, una gran meta, digna del primer hombre que
navegó el Pasaje del Noroeste.
Las críticas remitieron ante esta aprobación oficial. Con todo, sir Lewis Beaumont propuso que
llevara un sistema de radio, que a aquellas alturas los barcos usaban regularmente para
comunicarse con la costa a través de distancias oceánicas. La réplica de Amundsen fue muy
propia de él:
He decidido no utilizar radio, y la razón es ésta: imaginen que llevamos dos años derivando en
el casquete y nos quedan tres años por delante, imaginen que de repente se nos comunica que
uno de nuestros seres queridos está gravemente enfermo [...] ¿Qué pasaría? Nadie puede
decirlo, pero podría suceder lo peor.
De la R.G.S. Amundsen pasó a una audiencia con el rey Eduardo VII en Windsor. «Fue muy
bien», le escribió a Scott Keltie. «El rey estuvo muy interesado y formuló gran cantidad de
preguntas».
Habiendo obtenido este respaldo en Inglaterra, Amundsen regresó para recibir el veredicto de la
asamblea legislativa de su país.
Por lo general, cuanto más pequeño es un país más apasionadamente discute los asuntos
políticos. El 6 de febrero, cuando el Storting debatió la cesión a Amundsen del Fram y la
subvención de setenta y cinco mil coronas para repararlo, hubo más que un poco de exageración.
Tenso y repetitivo, el debate se prolongó más de tres horas.
Al cabo, con ochenta y siete votos a favor y treinta y cuatro en contra, Amundsen obtuvo el Fram
y las setenta y cinco mil coronas. Sin duda, el prestigio de la R.G.S. le había ayudado. Amundsen
comunicó por carta la noticia a Scott Keltie. «Aún no tengo todo el dinero que quiero—no se
abstuvo de añadir—pero con todo debo seguir avanzando».
15
RUMBO AL SUR
Amundsen estaba convencido de que su país tenía la obligación de ayudarlo, habida cuenta de lo
mucho que estaba haciendo por él. Desde su regreso del Paso del Noroeste tal convicción no
había hecho más que acrecentarse, y suponía que el dinero acabaría llegando, como no podía ser
de otra manera. Entre tanto, la nueva expedición comenzaba como la anterior. Amundsen utilizó
el nombre de Nansen—además de su propio prestigio—para obtener préstamos y prosiguió
animadamente con los preparativos.
Con toda su experiencia acumulada, Amundsen seguía buscando la perfección. Cuando menos,
podía evitar la repetición de antiguos errores. En el Paso del Noroeste, por ejemplo, se había
visto impedido por unas pieles de reno inadecuadas, porque mató especímenes defectuosos en un
momento inadecuado del año. Los cueros que necesitaba eran de crías de un año muertas en
otoño. Para conseguirlas recurrió a su amigo Zapffe de Troms0, que lo había ayudado en el
equipamiento del Gjoa.
Tuvo también gran cuidado en la preparación del Fram; lo había hecho aparejar de nuevo como
una goleta de gavia, porque las velas de popa y proa de que depende son más fáciles de manejar
que las cuadradas y este tipo de aparejo ahorraba tripulantes. Las velas mayores podían
controlarse desde cubierta. Yendo en la jarcia—ese romántico rasgo de los viejos relatos de
grandes veleros—se reducían los gastos al mínimo. Con este upo de aparejo, seis hombres
podían gobernar el Fram.
Por añadidura, Amundsen cambió la propulsión del Fram de vapor a diesel por las ventajas que
ésta ofrecía en la navegación por el hielo. Este tipo de motor requiere habilidad para tomar
decisiones en el momento adecuado: aprovechar cada aflojamiento inopinado de los témpanos,
cada paso providencialmente abierto. El motor diesel, a diferencia del de vapor, proporcionaría
potencia instantánea sin gastar petróleo en reposo, y ofrecería un mayor alcance en
funcionamiento, además de ahorrar espacio y tripulación.
Pero el diesel marino era todavía reciente y estaba poco contrastado. Al iniciarse las reparaciones
del Fram se podían contar con los dedos de una mano las embarcaciones de motor existentes. El
motor reversible, que era la base de la propulsión marina, lo había inventado hacía sólo unos
cinco años, en 1904, el ingeniero sueco Jonas Hesselman; en 1907 lo comenzó a fabricar la
Dieseis Motorer Co. de Estocolmo. El motor del Fram era el cuarto que entraba en
funcionamiento. Era el primer barco destinado al Polo propulsado por motor diesel, lo que
suponía una notable iniciativa.
A diferencia de Scott, Amundsen no hizo los preparativos desde un despacho. Lo podía
agradecer a su familia. Su hermano León sí se instaló en una pequeña oficina de Cristianía como
secretario de la expedición y se ocupó de todos los trámites. Roald pudo mantenerse al margen
de la burocracia y dedicarse a lo que propiamente era la tarea de preparar el viaje.
Había mucho que hacer. Era necesario probar, examinar y, por lo común, rediseñar los
innumerables elementos del equipamiento polar. Amundsen descendía constantemente por el
fiordo hasta el astillero de la Marina de Horten, donde el Fram era reparado, para supervisar el
trabajo. Fue un período de mucho ajetreo pero ilusionado. Los preparativos de una expedición
pueden producir el mayor de los placeres: es una tarea de imaginación y esperanza ilimitadas.
Por entonces, a los treinta y siete años, Amundsen se enamoró por primera vez. Fue a fijarse en
una mujer casada: Sigrid Castberg, esposa de un abogado perteneciente a una familia muy
conocida. En la sociedad reducida y apretada de una ciudad pequeña (la población de Cristianía
era en aquellos tiempos de 240.000 habitantes) resultaba de lo más difícil mantener en secreto
este tipo de asunto amoroso, y Amundsen tenía pavor al escándalo. Quería que Sigrid obtuviera
el divorcio y se casara con él de inmediato. Ella, naturalmente, vacilaba.
Pero en los meses previos a la partida, ella le dio calor humano. La familia de Amundsen creía
por lo general que a Roald no le interesaban las mujeres. Lo que dio pie a esta impresión tal vez
fuera la ausencia de una mujer comprensiva. Cuando menos, parece que Sigrid supo cómo
tratarle. Era bonita, divertida y muy femenina: exactamente lo que Amundsen necesitaba. Una
postal que escribieron ambos una medianoche en el Grand Hotel—el Ritz, por así decirlo, de
Cristianía— apunta que hubo jarana. Es probable que también necesitara este tipo de alivio. Es
uno de los pocos momentos satisfactorios que Amundsen conoció en la civilización.
Entre tanto, oculto en el Artico, Peary seguía persistiendo en su intento de alcanzar el Polo
Norte.
Amundsen había tenido que buscarse la tripulación del Gj0a; para la expedición del Fram hubo
una avalancha de voluntarios. Como segundo eligió a un oficial de Marina noruego, el
comandante Ole Engelstad. A finales de julio de 1909, cayó fulminado por un rayo mientras
probaba uno de los cometas para elevar hombres que el Fram había de llevar para las
observaciones en el hielo.
Amundsen telegrafió a otro oficial de Marina, el lugarteniente Thorvald Nilsen, que había
presentado su solicitud y había sido rechazado, para preguntarle si continuaba interesado. «A ello
—anotó lacónicamente Nilsen en su diario—respondí que sí, y a continuación fui nombrado
segundo oficial de la expedición».
En el viaje que realizó a Londres a finales de enero de 1909 para dar una conferencia ante la
R.G.S. sobre su expedición inminente, Amundsen tuvo que cambiar de tren en Lübeck, en el
norte de Alemania. Allí encontró casualmente a un equipo de esquiadores noruegos que viajaba a
Chamonix, en la Saboya francesa, donde tenía programada una exhibición. En las disciplinas del
salto de esquí y del esquí de fondo, tradicionalmente dominadas por los países nórdicos, los
noruegos seguían siendo los maestros indiscutibles.
Mientras esperaba al segundo tren, Amundsen entretuvo a sus compatriotas en el restaurante de
la estación. La charla, como no es de extrañar, derivó hacia sus expediciones pasadas y futuras.
—¿Sabe?—dijo un miembro del equipo, un personaje ágil, de pelo oscuro y grandes bigotes, con
un resplandor en los ojos—. ¿Sabe?, sería divertido acompañarle al Polo Norte—. Resultaba ser
uno de los mejores esquiadores vivos, un hombre llamado Olav Bjaaland.
—¿De veras?—respondió Amundsen—. Bueno, si lo dice en serio, creo que podría arreglarse.
Vengan a verme a Cristianía cuando vuelvan de Chamonix. Pero... piénselo bien. No todo van a
ser alegrías.
Esta es la versión dada posteriormente por Bjaaland. En su petición a Amundsen había una
mezcla de motivos. Por supuesto que, siendo noruego, estaba imbuido de un deseo patrio de
emular a Nansen. Pero también era una manera de ver mundo y que le pagaran por ello. Con casi
treinta y seis años salía por primera vez al extranjero. Tanto Chamonix como el Polo Norte
formaban parte del gran exterior. Le parecían meras variaciones de un mismo tema, dos carreras
de esquí, tal vez el Polo Norte un poco más divertido.
Amundsen y Bjaaland no se habían visto antes del encuentro casual en la estación de Lübeck,
aunque los dos sabían del otro por la prensa. Bjaaland era algo más que un campeón de esquí.
Había nacido en Morgedal, en la provincia de Telemark. Fueron los hombres de Telemark
quienes convirtieron finalmente el esquí, que había existido en tanto que medio de transporte en
Escandinavia desde la Edad de Piedra, en el deporte que conocemos. Bjaaland pertenecía a la
generación pionera que hizo famoso el esquí en el mundo entero. Era granjero y montañero, buen
carpintero, fabricante de esquís y violines; también trabajaba el hierro forjado. Era un poco
artista, un poco poeta, un poco niño, un poco bromista. Y poseía en el grado más alto la dignidad
y ceremonia naturales tradicionalmente asociadas a su Telemark nativo. Era un aristócrata
natural. Amundsen advirtió estas cualidades. Cuando Bjaaland regresó de Chamonix a Morgedal
en febrero, estaba alistado en la expedición.
Los preparativos avanzaban a un ritmo razonable, de un modo o de otro. El dinero seguía
constituyendo el gran obstáculo. Pero Amundsen, con una fe inquebrantable en sí mismo, creía
que acabaría por ceder. Seguía convencido de que podría levar anclas, tal como había previsto
inicialmente, en enero de 1910. El primero de septiembre de 1909 abrió el diario de la tarde y
leyó:
el polo norte, alcanzado
... Dr. Cook alcanzó el Polo Norte el 21 de abril de 1908, y llegó en mayo de 1909 procedente
de cabo York, en Unpernavik [Groenlandia].
Era su buen amigo del Bélgica. Acto seguido tuvo que conceder entrevistas a la prensa. Lo hizo
con una elegancia apropiada, aunque acaso con un punto de insinceridad. ¿Qué opinión le
merecía aquel hombre?
Cook ha estudiado con detalle todo lo concerniente a la exploración del Polo. Pero es sobre
todo y antes que nada un deportista, un cazador, y su principal objetivo era alcanzar el Polo
Norte.
¿Creía las noticias? (Evasiva educada.) ¿Tendrían alguna repercusión en sus planes? La
respuesta fue un taxativo «De ningún modo».
Cook se dirigía a Copenhague desde Groenlandia en el Hans Egede, un barco danés. «Mi más
encarecida enhorabuena por esta hazaña espléndida», le telegrafió Amundsen. «Lamento no
poder estar contigo en Copenhague. Espero verte en Estados Unidos».
Fue el viernes 3 de septiembre. El martes siguiente, el diario de Amundsen llevaba más titulares:
«Peary: ¿Ha plantado por su parte la bandera norteamericana en el Polo Norte?».
Al New York Times no le cabía ninguna duda:
Peary descubre el Polo Norte tras ocho intentos en 23 años [...] Tengo el D.O.P. que Peary
telegrafía a su mujer. Significa el Damned Old Pole [Condenado Polo], declara la feliz esposa
del explorador.
Peary afirmaba haber llegado al Polo el 6 de abril de 1909, un año antes que Cook.
Se le volvió a pedir opinión a Amundsen. En una entrevista con el New York Times sugirió que
No tendría ningún sentido hacer conjeturas acerca de los puntos a que han llegado los dos
exploradores. Carece de importancia si el polo matemático exacto ha sido alcanzado o no, pero
sí la tiene que se hayan observado las condiciones geográficas del lugar. Es probable que quede
algo por hacer. Lo que quede será suficiente para nosotros.
Era sin duda cierto, pero sonaba un poco falso, sobre todo para el propio Amundsen. En
cualquier caso, las noticias de Peary hicieron que Amundsen tomara el primer tren a
Copenhague, adonde llegó a primera hora de la mañana. Se halló sumido en lo que un periodista
danés llamó la «mezcolanza de manifestaciones, ceremonias, malentendidos e imbecilidades que
puede caracterizarse como "Los días de Cook"». A Cook se le había recibido espontáneamente
como el conquistador del Polo Norte, y la Universidad de Copenhague le había concedido de
inmediato un doctorado honoris causa. Pero había una corriente de opinión que consideró desde
el principio que todo el montaje era una patraña, lo que desencadenó una enconada controversia.
Amundsen fue directamente de la estación de ferrocarril al hotel Phoenix, donde se encontraba
alojado Cook. Lo que pasó, al decir de éste, es lo siguiente:
Amundsen me dijo [...] que estaba dispuesto a llevar al Fram [...] a otra incursión en el Polo.
Me preguntó por las corrientes, el tiempo y qué me parecía su proyecto. Le previne de la
ejecución de la empresa porque opinaba que a lo sumo podía repetir el resultado de los viajes
de Nansen y Sverdrup. Además, le dije que el Polo Norte había dejado de contar. ¿Por qué no
intentar el Polo Sur?
Esto fue escrito mirando hacia atrás, un cuarto de siglo después. La idea, prosigue Cook,
casi le cortó la respiración a Amundsen. Se quedó un rato sentado, meditando, como
acostumbraba cuando se apuntaban ideas nuevas. A continuación dijo:
—El Fram no es una buena embarcación para los duros mares del sur. Pero es lo más
apropiado. Déjamelo pensar.
La versión publicada de Amundsen de estos acontecimientos es algo diferente. Cuando le
llegaron las noticias de Peary, escribe,
Comprendí claramente que peligraba el plan original de la tercera expedición del Fram, la
investigación de la cuenca del Polo Norte. Si había que salvar la expedición, tenía que actuar
con rapidez y sin vacilaciones. Determiné un cambio de frente: virar en redondo y poner rumbo
al sur [...] se había determinado el Polo Norte, la penúltima pregunta que mantenía el interés
popular por la exploración del Polo. Para suscitar interés por mi empresa, no me quedaba más
opción que intentar resolver la última pregunta: el Polo Sur.
O, como también escribió, «Decidí posponer un año o dos mi plan original para poder reunir el
dinero que todavía me faltaba». En otras palabras, reunir el capital para su deriva en el Ártico
requeriría una proeza, que tendría que ser el Polo Sur.
Pero es una versión demasiado simplista. «No niego—escribiría después—que me hubiera
gustado ser el primer hombre en el Polo [Norte]». Tal vez donde se acercó más a la verdad fue en
sus memorias, al declarar que «Si quería mantener mi reputación de explorador tenía que
conseguir un triunfo sensacional, costara lo que costara. Decidí dar un golpe maestro». De
alguna manera, su corazón se había apartado de la expedición al Ártico. Como dijo en años
posteriores, no podía entender que se «quisiera ir a un lugar donde ya ha estado alguien [...] o ir
para hacerlo de un modo distinto». Aunque se burlara de Cook porque no le interesaba más que
el Polo, Amundsen era en su fuero interno otro buscador del Polo. Se había quedado sin el Polo
Norte, y tuvo la suficiente imaginación para dar el paso simple pero enorme de marcarse como
nuevo objetivo el Polo Sur.
Los titulares no tardaron en lanzarse a un acalorado debate sobre quién había llegado antes al
Polo, Cook o Peary. Al cabo, se terminó por rechazar la afirmación de Cook y aceptar la de
Peary. Pero todavía hoy la cuestión dista de estar zanjada. ¿Alcanzó Cook el Polo? ¿Y Peary?
¿Lo alcanzó alguno de los dos? ¿Ambos? Para Amundsen el veredicto fue baladí desde el
principio. Entendía que lo que contaba era la afirmación. Formulada, destruía toda posibilidad de
primacía incontestable y, poniendo para siempre un halo de duda en la cuestión, acababa con el
objetivo. Es comprensible que un hombre dotado del sentimiento de grandeza de Amundsen
quedara amargamente desanimado y perplejo. Y coincide perfectamente con su carácter que acto
seguido iniciara la búsqueda de nuevos mundos que conquistar en vez del que le había sido
arrebatado.
Amundsen quería ser el primer hombre en llegar al Polo Sur. No se hacía ilusiones en cuanto al
valor intrínseco de esta meta, pero quería ser el primero. Y, paralelamente, creía que también le
podía reportar dinero para su deriva ártica. Tuvo la audacia napoleónica de pasar de un Polo al
otro. Tanta fue su audacia que al público, y sin duda a sus partidarios, les resultó difícil
entenderla. A fin de cuentas, iba al sur con dinero que se le había concedido para viajar al norte.
Amundsen decidió desde el principio que para salirse con la suya tenía que actuar en secreto.
Fingió que su repentino desplazamiento a Dinamarca había sido motivado por una reunión con el
Dr. Cook, el que fuera su compañero en la dura prueba del Bélgica, y por su deseo de recabar
información para su deriva en el norte. Pero era una cortina de humo para librarse de potenciales
enemigos y contrarios. En realidad, fue para comenzar los preparativos del viaje a la Antártida.
Un inglés de otros tiempos lo hubiera llamado el estilo Drake.
Naturalmente, el camino hacia el Polo Sur comenzó en Copenhague. Era allí donde había que
encargar los perros de los esquís. Para Amundsen los perros eran sin duda la base del éxito. Los
mejores estaban en Groenlandia, en una colonia danesa, y toda operación comercial relacionada
con ellos era monopolio del Estado danés y tenía que cerrarse por ley en la capital.
Resultó que Jens Daugaardjensen, el inspector (es decir, el oficial administrativo en jefe) para el
norte de Groenlandia había zarpado en el mismo barco que Cook y se encontraba en
Copenhague. Amundsen quería los perros polares del norte de Groenlandia: la raza más fuerte y
más adaptada a las condiciones de la Antártida. Para conseguirlo era esencial la ayuda de
Daugaardjensen. Y si Amundsen se desplazó a Copenhague fue más por verle a él que a Cook.
Al poco de su llegada, Amundsen se reunió con Daugaardjensen, y en una carta datada el 9 de
septiembre le agradeció
su amable predisposición para obtener los perros de trineo, el equipamiento esquimal etc. de las
colonias danesas de Groenlandia. Me tomo ahora la libertad de consignar en mayor detalle lo
que necesito:
50 perros.
14 conjuntos esquimales completos de piel de foca.
20 pieles de foca preparadas para reparar los conjuntos [...] 20 látigos para los perros [...]
correas de piel de foca [...]
En cuanto a los perros, es de suma importancia que consiga los mejores posibles. Por supuesto,
soy consciente de que, en consecuencia, el precio será más elevado que el que se acostumbra
pagar, pero estoy del todo dispuesto a adaptarme a la debida proporción.
Es un documento interesante en varios aspectos. Ilustra el método de trabajo de Amundsen: su
minuciosidad, su cautela, su absoluta renuencia a dejar al azar los preparativos y el
equipamiento. Es la primera prueba positiva del cambio de plan. Al principio tenía intención de
ir a buscar los perros a Alaska, de camino al estrecho de Bering y a su deriva del norte. Es la
prueba de que había pasado a pensar en la Antártida, y significa que el cambio de plan no es
posterior al jueves 9 de septiembre de 1909. Está escrito en el papel de cartas de Cook.
Lo cual afecta a la versión de Cook acerca del cambio. Que le recomendara a Amundsen el viaje
al sur es propio del personaje y bastante probable, así como que Amundsen quedara sorprendido.
Que alguien entreviera su secreto, aunque fuera de pasada y casualmente, era en absoluto
desconcertante. Leyendo entre líneas lo escrito por Cook resulta evidente que Amundsen trató de
confundirlo. Amundsen era un amigo fiel de Cook, pero no le confiaría un secreto; se lo revelaría
a muy pocas personas. Ni siquiera confió en Daugaard-Jensen, que pensaba que Amundsen
mantenía el propósito de viajar al norte.
Cuando menos, el agitado estado de ánimo de Amundsen queda gráficamente sugerido por el uso
del papel de carta de Cook en la epístola que había de tener un efecto determinante para su vida.
Resulta fácil imaginarse la escena: Amundsen ha ido a ver a Daugaard-Jensen, y consigue lo que
quería; vuelve a su hotel, el mismo en que se aloja Cook; lleno de un entusiasmo apenas
reprimido, habla con su buen amigo; le pide papel de carta y se va precipitadamente a su
habitación para escribir la que cambió la historia.
Un punto sigue oscuro: ¿Por qué esperó Amundsen a Peary antes de viajar a Copenhague y hacer
el primer paso en el camino hacia el sur? Tal vez la respuesta quede apuntada en el descarado
telegrama que Cook envió al New York Times: «Dos récords son mejor que uno».
Cook había viajado al norte en silencio, sin revelar sus intenciones. Por eso, la noticia de su logro
fue toda una sorpresa para Amundsen: porque era imprevista hasta un punto increíble. Fue
necesario Peary para que entrara en acción.
Después de que Cook abandonara Copenhague el 10 de septiembre, Daugaardjensen, para quien
los «días de Cook» habían sido especialmente ajetreados, se puso de inmediato al servicio de la
empresa de Amundsen. Fue mucho más allá de los áridos confines del deber oficial. Se dedicaba
con gran celo a Groenlandia y a su gente; era un paternalista entregado y lleno de fervor
vocacional. La ayuda a Amundsen fue un favor personal, y puso en ella toda su capacidad:
Amundsen tenía el don de despertar en los demás un espontáneo deseo de ayudarlo (una de las
cualidades de jefe que en tan alto grado le faltaban a Scott). Dice mucho de la talla de Amundsen
que un alto funcionario dejara de lado las tareas oficiales para ocuparse de sus asuntos. Y fue de
gran utilidad: Daugaard-Jensen tenía la clave de toda la empresa. Que Amundsen dispusiera de
una buena tracción dependía de la calidad de los perros. Se había asegurado la colaboración del
aliado más decisivo, incluyendo a Nansen. La visita a Copenhague había valido la pena.
Amundsen navegó con Cook por el Skagerrak hasta Kristiansand, donde éste se embarcó hacia
Estados Unidos. Fue el domingo 11 de septiembre, el día en que el New York Times reprodujo en
portada un telegrama de Peary procedente de Battle Harbour, Labrador, que afirmaba que Cook
no había «estado en el Polo el 21 de abril de 1908 ni en cualquier otro momento. Ha timado al
público».
Era la primera vez que Peary denunciaba a su rival y el inicio de la célebre riña. Naturalmente,
Amundsen fue entrevistado de nuevo. ¿Creía al Dr. Cook?
Amundsen: Sin ningún género de dudas.
Pregunta: ¿Cómo explica esta discusión con Peary?
Amundsen: Bueno, a Peary se le ha metido en la cabeza que tiene derecho al monopolio de todo
lo que suceda en el norte.
No está claro si Amundsen creía en Cook tanto como afirmaba: le dijo a Daugaard-Jensen en
privado que Cook le parecía «insondable». Cook había sembrado un considerable escepticismo
—no pudo mostrar documentos de navegación originales—que no hizo sino acrecentarse con la
justificación de que los había dejado en Groenlandia. Pero Cook era un buen amigo y, por
añadidura, Amundsen estaba convencido de que en el Bélgica había salvado la vida de toda la
tripulación. El código de honor de Amundsen le llevaba a defender a un buen amigo en público
al margen de las circunstancias favorables o contrarias del caso.
Pero a fin de cuentas, Amundsen tomó esta opción tanto para atacar a Peary como para defender
a Cook. Acusó a Pearyde haber contribuido a llevar a Eivind Astrup al suicidio, que era como
muchos interpretaban su muerte producida en 1896 mientras esquiaba. Astrup tenía gran
ascendencia sobre Amundsen, en el fondo casi tanta como Nansen. Este, como dijo por entonces
Amundsen a un periodista, «era el maestro, pero siempre ha sido una figura imponente y distante
[...] Astrup era mucho más próximo; de él recibí la inspiración».
Amundsen no había olvidado en ningún momento todo lo que le debía a Astrup y el oportuno
ánimo que le dio en la conferencia ante los estudiantes de Cristianía quince años antes de
atravesar el casquete de Groenlandia con Peary. En el Bélgica había bautizado un cabo de la
Antártida en honor de Astrup. Nunca olvidaba, y le costaba perdonar.
Además, a Amundsen le sacaba de quicio que Peary se arrogara un derecho exclusivo sobre
cualquier territorio que se propusiera explorar. Imbuido como estaba de la creencia del marinero
—y del bucanero—de la libertad de los mares, Amundsen consideraba que la naturaleza
pertenecía a todos y a nadie. No admitía reclamaciones de propiedad y creía que, en las regiones
polares, él—o cualquier otra persona—tenía derecho a ir donde le placiera y siempre que se le
antojara.
Al día siguiente a la marcha de Cook a Nueva York, Amundsen telegrafió a Daugaard-Jensen
pidiéndole cien perros y no cincuenta. Es probable que las charlas con Cook y las reflexiones
sobre su propia experiencia en el Gjoa le hubieran hecho revisar las medidas de seguridad.
Al día siguiente, lunes 13 de septiembre, el Times londinense anunció que «El capitán Scott nos
informa de la necesidad de preparar de inmediato una nueva expedición [...] se espera
emprenderla el próximo agosto».
Era el anuncio de la siguiente expedición de Scott. Para Amundsen fue la primera noticia de que
tenía un rival. Su expedición se había convertido en una carrera. Si era esto lo que pensaba, muy
bien podría haber preguntado: ¿Y ahora quién es el intruso?
Un día después del anuncio de Scott, Amundsen reveló que partiría con un retraso de seis meses
sobre el plan inicial, el primero de julio de 1910. Adujo como causa una huelga general en
Suecia que retrasaría la entrega del motor diesel del Fram. No era más que un pretexto: tenía que
encontrar una manera convincente de ganar tiempo para los preparativos adicionales que
comportaba su cambio de plan, además de zarpar en el momento oportuno para llegar en el
verano del sur, sin despertar suspicacias.
La aparición de Scott en escena requería una mayor reserva. Amundsen sabía muy bien a
aquellas alturas que el mar de Ross, por donde había decidido abordar el Polo al principio, era
para los británicos—al menos para sir Clements Markham y Scott—un feudo propio, según
declaraban estentóreamente. Como insinuaba su crítica observación acerca de Peary, tales
reivindicaciones no le impresionaban. A lo que parece, Scott desagradaba a Amundsen, tal vez
en parte debido a su reivindicación de un derecho exclusivo, en parte por el tono de The voyage
of the Discovery, cuya combinación de suficiencia e ignorancia puede resultar irritante. Si podía
ganarle por la mano a un imperio rico y poderoso mucho mejor: demostraría que Dios no estaba
siempre de parte de los ejércitos grandes.
Había razones aún más contundentes para la reserva. Por entonces el Gobierno noruego quería
ganarse a toda costa la buena voluntad de Gran Bretaña, ya que del apoyo de ésta dependía el
mantenimiento de su independencia y neutralismo. Amundsen creía que el Gobierno noruego, de
tener el menor atisbo de sus planes, habría puesto trabas y sacrificado la expedición al Minotauro
del interés nacional.
Se imponía la prudencia. Más o menos por el mismo tiempo, el lugarteniente del ejército alemán
Wilhelm Filchner preparaba otra expedición a la Antártida. Los británicos, dijo Filchner,
me acusaron de competencia desleal. Fue injusto, y se lee [en la prensa] que yo estaba
preparando una expedición a la Antártida en el momento en que el capitán Scott estaba a punto
de iniciar una expedición largamente proyectada [...] La prioridad de la empresa pertenecía a
la expedición británica y basta [...] La solución correcta me parecía [...] coger el toro por los
cuernos. Fui a Londres. El capitán Scott me recibió en su oficina. Mantuvimos una conversación
sincera y llegamos a un completo entendimiento.
Puesto que Scott quería penetrar en el interior por el mar de Ross y yo, por mi parte, por el mar
de Weddell, la naturaleza había separado generosamente nuestros respectivos campos de
operaciones [...] a partir de esta consideración acordamos ¡una «cooperación de las
expediciones británica y alemana a la Antártida en las tareas de exploración»! Sellamos el
acuerdo con un apretón de manos, y Scott tomó medidas inmediatas para que la prensa
británica hablara a sus lectores en términos favorables del completo entendimiento entre Scott y
Flichner.
Si el súbdito de una gran potencia, sin duda por imperativo oficial, consideraba necesario
comportarse con esta cautela, se comprenderá que el ciudadano de un país pequeño se
persuadiera de actuar con la mayor circunspección.
También en el país había motivos para la reserva. Amundsen temía a Nansen. Las circunstancias
que lo retuvieron en 1907 habían cambiado. Ya no era embajador en Londres. Su mujer Eva
había muerto. No había hecho ninguna gestión para emprender otra expedición, ni dejaba
entrever que quisiera volverse atrás en la cesión del Fram. Le dominaba un hastío anorreador.
Pero Amundsen temía reacciones imprevisibles, que pudiera detener la empresa. Por eso había
que engañarle, a él y a todos los demás. Sabiendo lo que Nansen afirmaba haber cedido por él,
Amundsen se sentía culpable, aunque percibiera un cierto autoengaño en la afirmación de
Nansen.
Amundsen—justificablemente—estaba asimismo convencido de que el Storting y los
suscriptores privados le habrían puesto trabas por un motivo u otro. Y había otra razón táctica.
Para Scott, un rival declarado habría sido un regalo del cielo. La amenaza de la competencia
extranjera habría abierto los billeteros británicos, y habría obtenido todo el dinero y
equipamiento que necesitaba. Sin esta amenaza, imperaría la complacencia.
A las tres semanas del anuncio de la expedición británica, Amundsen le escribió a
Daugaardjensen en los siguientes términos: «Si le llegan otros pedidos de perros espero que
recuerde que yo fui primero». Sin duda quería adelantarse a Scott. No era necesario: el
Ministerio del Interior danés dio instrucciones de que «en la obtención de los [...] perros, se
tomen las consideraciones necesarias para proteger el grupo de perros de Groenlandia», así que
de todos modos nadie hubiera obtenido permiso para más perros. Amundsen quería asegurarse
todas las ventajas posibles, y privar a su oponente de los mejores perros era vencerle en el primer
asalto.
Amundsen no sentía remordimientos por el engaño, al menos en lo referente a Scott. Los planes
de Scott, como escribiría después, eran
completamente diferentes de los míos [...] La expedición inglesa se basaba por completo en la
investigación científica. El Polo no era más que un asunto secundario, en tanto que mis planes
más amplios tenían al Polo como primer objetivo.
Las metas de Scott eran las que presentó en el anuncio original, y en adelante las mantendría. Tal
vez no fuera completamente sincero, pero no se le podía reprochar a Amundsen que le creyera a
pie juntillas. Además, Amundsen podía decir con bastante razón que los británicos habían tenido
su oportunidad. Este era su turno, o el de cualquier otro.
16
AGUAS TERRITORIALES
Al regresar de la Antártida en 1903, Ernest Shackleton parecía haber dejado atrás las discusiones
acerca del Discovery. Era demasiado amable y ligero como para enconar un resentimiento y
planear fríamente sus movimientos. La publicación de The voyage of the Discovery en octubre de
1905 lo cambió todo. Reavivó su resentimiento y sed de venganza. A partir de aquel momento
comenzó a preparar una expedición. Su objetivo era el mismísimo Polo Sur.
Shackleton detectó todos los engaños del libro de Scott. Le indignó y humilló verse retratado
como un pelele fracasado. Le ofendía que le hubiera convertido, junto con los perros, en el chivo
expiatorio para justificar el fracaso del viaje al sur. Protestó, y Scott publicó una rectificación
que no eliminaba el estigma de haberse derrumbado ni la descripción deformada de los hechos.
Shackleton renunció a buscar un resarcimiento público, pero en lo más hondo de su corazón
ardía el fuego del ofendido. The voyage of the Discovery le infundió una acérrima aversión
contra el que fuera su jefe y causó una enemistad vitalicia entre ambos.
Es posible que Shackleton hubiera viajado al sur incluso de no haber aparecido The voyage of
the Discovery. Pero el libro determinó el espíritu y la velocidad de la expedición, y el empeño de
Shackleton de mostrarse como un hombre más capaz que Scott y conseguir una satisfacción por
la vergüenza de haber sido humillado en su país. Actuaba como un ángel vengador.
Había renunciado al mar para probar suerte en tierra. Tras varias iniciativas, se instaló en
Glasgow como trabajador de William Beardmore (más tarde lord Invernairn), industrial de
Clydeside. A comienzos de 1907, con la ayuda de este jefe excepcionalmente comprensivo,
había reunido el dinero necesario para su proyecto antartico. El 11 de febrero anunció su
expedición: intentaría alcanzar el Polo Sur desde la vieja base del Discovery en el estrecho de
McMurdo.
No salgo de mi asombro [le escribió Scott a Scott Keltie al conocer la noticia]. Shackleton me lo
debe todo [...] Me lo llevé en la expedición; le ordené regresar al país debido a su mala salud
pero hice cuanto estuvo en mi mano por explicar y publicar las razones que evitaran cualquier
idea negativa acerca de su carácter; del principio al fin hice mucho por él.
Se engañaba. No fue Scott quien embarcó a Shackleton en el Discovery, sino el patrocinio de
Llewellyn Longstaff. Scott estaba atenazado por los celos, la desconfianza, tal vez incluso por la
mala conciencia y, en el siguiente pasaje ilustrador, reveló el fondo de su amargura:
Creo que todo explorador considera propias determinadas regiones; es, sin duda, el caso de
Peary, y creo que hay precedentes africanos.
Lo de «todo explorador» dista mucho de estar justificado: Nansen, Sverdrup y Amundsen tenían
un punto de vista muy diferente. La invocación a Peary es reveladora, porque dejó escrito que
una ruta abierta por un explorador era
parte de su capital en la misma medida en que lo son de un banco el oro y la plata acumulados
en la cámara acorazada [...] nadie, sin su permiso, tiene más derecho a enfilarla y usarla de lo
que lo tiene un extraño a entrar en la cámara acorazada del banco y llevarse su tesoro.
Scott reivindicó su derecho a la base de invierno del Discovery en el estrecho de McMurdo. Tal
como le escribió a Scott Keltie:
Sostengo que nadie habría cometido un agravio si hubiera propuesto una expedición al estrecho
de McMurdo habiéndose asegurado de que yo había renunciado a la idea de volver; y creo que
tengo aun más razón cuando uno de mis hombres ha tomado la iniciativa en este sentido sin
comunicármelo.
Lo que subyace a esta diatriba es el miedo de que Shackleton acaparara los descubrimientos en el
Polo. Scott bombardeó a Scott Keltie con reivindicaciones sentimentales. Quería que la R.G.S. le
parara los pies a Shackleton, proclamar sus derechos, prevenir a los norteamericanos, mantener a
raya a los extraños.
El Shackleton de 1907 difícilmente podría haber sido acusado de invadir terreno ajeno, toda vez
que no tenía conocimiento de que Scott se propusiera viajar a la Antártida. Scott no había
revelado sus planes más que a unos cuantos iniciados. El Almirantazgo seguía descontento con el
asunto del Discovery y había que mantener el mayor secreto.
Scott Keltie era uno de los pocos en quien Scott confiaba, y gustaba de estar en el centro de los
acontecimientos. Como secretario de la R.G.S. fue también uno de los primeros en tener noticia
de la empresa de Shackleton. Scott le reprochó amargamente no haberlo detenido, sabiendo que
él tenía la misma intención. Scott Keltie le señaló con amabilidad que una confidencia es una
confidencia, con lo que el argumento de Scott se volvía en su contra.
En realidad, Scott Keltie estaba más implicado de lo que quería admitir. Como de costumbre,
aprovechaba su privilegiado doble papel de secretario de la R.G.S. y especialista de The Times.
Gozaba de un puesto de preferencia para observar las maniobras entre bastidores, y ¿qué
periodista puede perderse una noticia tan buena? La de una disputa entre exploradores era
demasiado interesante como para dejarla escapar. Es probable que Scott Keltie redactara la
primera noticia del Times acerca del anuncio de Shackleton, la que informó a Scott e incluía la
afirmación insultante de que «el grupo de hombres del Discovery que viajó al sur en trineo
habría alcanzado una latitud mucho más alta de haber estado mejor equipado».
Scott montó en cólera y en seguida trató de frenar a Shackleton, casi como si estuviera
regañando a un oficial inferior. Shackleton, que controló la rabia, se negó a plegarse. Apuntó que
Scott había declarado en la Antártida que su puesto en la Marina le impediría volver al sur.
Incapaz de persuadirlo, Scott pidió a Wilson que interviniera.
Wilson estaba en la mejor posición para reforzar sus tesis. Shackleton tenía por él mucho respeto
y afecto, y hasta le había pedido, en vano, que participara en su expedición. Wilson estaba
convencido de que Shackleton debía «dejarlo». El lo hubiera hecho de encontrarse en
circunstancias parecidas, dada su tendencia al sacrificio. Shackleton no aceptaba tal consejo, ni
siquiera procediendo de Wilson. Entonces, le dijo Wilson, debía mantenerse alejado de la vieja
base de Scott.
Creo que si vas al estrecho de McMurdo [le escribió] y suponiendo que alcanzaras el Polo, los
grupos de presión te acusarían con la insinuación, que casi con toda seguridad aparecería en
muchas mentes, de que te avanzaste a Scott, quien tenía un derecho previo a utilizar esta base.
Shackleton acabó por plegarse al rígido sentido de la rectitud moral de Wilson. Se dio por
vencido porque sabía que, en una disputa pública con un oficial de la Marina, tenía todas las de
perder. A principios de marzo visitó a Wilson en su casa cercana a Cheltenham, y Wilson dictó
unos términos que lo obligaban a mantenerse al este del meridiano 170 de longitud oeste,
reservando para Scott cuanto quedaba al oeste. Shackleton telegrafió a éste que renunciaba al
estrecho de McMurdo. «Con ello—le escribió a Scott Keltie—reduzco mucho cualquier
posibilidad de éxito en un viaje largo». Era, sin duda, la intención de Scott.
A instancias repetidas de Scott, Shackleton consignó el acuerdo en una carta. Escribió que,
puesto que la base del estrecho de McMurdo fue
descubierta por usted y [...] como mis planes se interfieren con los suyos, usted me pidió que
cambiara el emplazamiento de mi base.
A lo cual me he avenido [...] Le cedo la base del estrecho de McMurdo, y desembarcaré o bien
en el punto llamado Ensenada Barrera o en Tierra de Eduardo VII, la que sea más adecuada; si
desembarco en cualquiera de estos lugares no pasaré al oeste del meridiano 170 O, y no haré
viaje en trineo al oeste de este meridiano a menos que en mi progresión hacia el sur los
accidentes físicos de la zona me impidan seguir al este de dicho meridiano.
Es un documento duro y sin precedentes. Scott se había impuesto a Shackleton, y éste tenía un
motivo más para el resentimiento.
El 7 de agosto, Shackleton descendió por el Támesis en el Nimrod, un foquero pequeño y con
propulsión deficiente procedente de Terranova, lo más que se pudo permitir. Viajaba como un
corsario. La R.G.S. prácticamente lo repudió (dejando, sin embargo, un resquicio para procurarse
una gloria indirecta en caso de que tuviera éxito). Carecía de estatuto oficial. Pero el rey Eduardo
VII, que tal vez conociera mejor de lo que admitía los preliminares, encomendó el Nimrod a
Cowes en el último momento para que lo inspeccionara antes de levar anclas. Y así, con la
sanción real, Shackleton puso rumbo al sur y, por el momento, se sale del derrotero del relato.
Tras volver de la Antártida, Scott había solicitado y recibido por dos veces permiso para dar
conferencias y escribir The voyage of the Discovery. A continuación estuvo seis meses sin
ocupación, y en otoño de 1905, al año de su regreso, seguía sin destino. La situación tenía
perplejos a los lores del Almirantazgo. Scott continuaba siendo una anomalía en la Marina.
Llevaba más de cinco años apartado del servicio naval, pero en el ínterin había ascendido de
teniente bastante inexperto a capitán de corbeta. Las influencias lo habían encumbrado a aquel
puesto. En los veintiún años que llevaba en la Marina, Scott no había actuado en ningún
momento como oficial ejecutivo en segundo comandante. [14] A tal rango se asignan las
maniobras de un barco, lo que se suele considerar como un requisito para el puesto de mando.
Entre otras cosas, enseña al futuro capitán cómo se convierten las órdenes en hechos. En palabras
de un oficial de Marina,
No hay prueba más importante para el carácter [...] que ser segundo comandante de un gran
barco. Muchos rehuyen la responsabilidad [...] pero pocos capitanes pueden comandar con
eficacia la tripulación de un gran barco a menos que antes hayan pasado por la prueba y
puedan comprender [las] dificultades día a día y sentir el pulso del mar.
El fragmento explica gran parte de los problemas del Discovery. Todo el curso de la carrera de
Scott previa al viaje a la Antártida apunta a una falta de confianza en su capacidad de gobernar
barcos y una tendencia a mantenerlo alejado del camino hacia el mando. El Almirantazgo era
reacio a poner en sus manos un buque de guerra moderno de diez o veinte mil toneladas de hierro
caro. Acabó por restituirle al servicio tras pasar por un breve curso de estrategia militar y un
destino en tierra. A finales de 1905 fue nombrado ayudante del director del Servicio de
Inteligencia de la Marina, el contraalmirante sir Charles Ottley, cargo que ocupó hasta agosto de
1906. Scott compartía departamento con unos veinte oficiales, entre los que figuraba el capitán
Maurice (más adelante lord) Hankey, futuro secretario del Gabinete, pero no parece que causara
una gran impresión. No hay nada en este período comparable al retrato encomiástico trazado por
el embajador francés en Noruega. Con todo, Scott cumplió su tarea con diligencia, lo que apunta
que tal vez se le dieran mejor los hechos y las cifras que los marineros y los barcos.
Del departamento de Inteligencia pasó a embarcarse en el B.S.M. Victorious en lo que sería su
primera experiencia como capitán de un buque de guerra. Habían pasado seis años desde su
último servicio en alta mar en la Marina, como teniente torpedista del B.S.M. Majestic.
Fue por entonces cuando Scott decidió regresar a la Antártida. Llevaba tiempo dándole vueltas a
la idea, pero parece que se decidió en verano de 1906, poco antes de asumir el mando del
Victorius. Diríase que era incapaz de enfrentarse al retorno a la vida de servicio; casi como si,
ante la perspectiva de un mando en la Marina, su primera reacción fuera escapar.
La idea no entusiasmó a sir Clements Markham, con quien Scott mantenía un contacto regular.
Había dejado de presidir la R.G.S. En 1905 se había retirado—o le habían forzado a dimitir—,
desacreditado por el comportamiento de la expedición del Discovery y su rescate. Sin embargo,
incluso jubilado se mantenía en una forma excelente. A los setenta y seis años conservaba el
vigor: era un gran intrigante, un patriarca de los círculos geográficos, un oráculo a quien podía
ser útil consultar.
Otra expedición, le escribió sir Clements a Scott, requería «gran consideración desde varios
puntos de vista». Opinaba que Scott debía centrarse en la Marina y pensar en la promoción.
Aquel año Scott estuvo al mando de dos barcos: primero el B.S.M. Victorious y después el
B.S.M. Albemarle, ambos buques de guerra de la flota atlántica, ambos mandos extrañamente
problemáticos. En los dos casos asumió el mando cuando la misión tocaba a su fin, con el barco
ya «acabado». Su antecesor había instruido a la tripulación y dispuesto el barco como un todo
orgánico. Scott se encontró entre segundos comandantes fuertes, como el comandante (después
almirante sir) W. W. Fisher, que fue en realidad quien dirigió los barcos. En dos años y medio,
Scott estuvo al mando de cuatro barcos, todos en circunstancias semejantes.
El contraalmirante George Le Cl. Egerton, el viejo oficial «del Artico» que, al igual que su
capitán del B.S.M. Majestic, lo había recomendado para el mando del Discovery, requirió a Scott
como capitán de bandera, es decir, como capitán de su buque insignia. Fue así como Scott
recibió el mando primero del Victorious y después del Abermale. En febrero de 1907, justo
después de que Scott se hiciera cargo del Abermale, chocó contra el Commonwealth, un buque
de guerra que hacía maniobras nocturnas ante la costa de Portugal. No se perdieron vidas, ni se
hundió ninguno de los dos barcos. Pero las consecuencias que el incidente pudiera tener para
Scott eran preocupantes.
Apuntaba la posibilidad de que fuera un oficial sin suerte. Dieciséis años antes, el Torpedero n.
87, el primer barco que tuvo a su mando, había encallado en una situación en que tal accidente
requería una mala pata excepcional. En el servicio marítimo la suerte tiene una existencia
efectiva como cualidad personal.
Pero en el fondo el incidente revelaba el carácter de Scott. Al producirse la colisión no estaba en
el puente de mando. En aquel momento los demás capitanes tenían plena conciencia del peligro:
la flota iba en una apretada formación en cuarta columna (es decir, escalón), una situación
delicada en que el menor error en el rumbo o la velocidad podía conducir al desastre. Se ordenó
un cambio de velocidad a toda la flota, lo que es una maniobra muy delicada se mire como se
mire, y doblemente en una noche oscura con el mar agitado. Scott abandonó el puente para ir a
buscar un mensaje de telégrafo, que él mismo descodificó, y llevárselo personalmente a Egerton
a su camarote de almirante: tareas menores que se suelen dejar para subalternos. Scott hacía
encargos y adulaba a un superior cuando debería estar preocupado por la seguridad de su barco,
la principal función de cualquier capitán en todo momento.
Entre tanto, el King Edward VII, el buque insignia situado en cabeza de la formación, no había
acelerado al dar la orden de incrementar la velocidad. Para evitar que lo avanzaran y una posible
colisión, el barco que iba a su popa viró bruscamente a estribor, y el de detrás no pudo por más
de seguirle, y así sucesivamente hasta que el Commonwealth, a popa del Abermale, vaciló, viró
demasiado tarde y colisionó. La culpa fue del Abermale por no avisar con la sirena, como lo
habían hecho los demás barcos. En lo concerniente a Scott, todo se reducía a que no estuvo en el
puente hasta que la flota redujo la velocidad. Se trataba de uno de aquellos momentos críticos del
mando en que todo capitán debería estar por instinto —como de hecho lo estaban los demás
capitanes de la flota— en su puesto. Sólo Scott lo abandonó. Cuando menos, esta negligencia
indica una incapacidad para tomar las decisiones adecuadas en momentos de gran presión.
También revela una tendencia a desatender las responsabilidades, con las consiguientes
connotaciones de ineptitud. Era la amenaza que había recorrido toda su carrera. No estaba dotado
para el mando. Aquella situación le superaba: la desgracia de tener menos talento que ambición.
La carrera de Scott en la Marina podría haber peligrado, pero de momento estaba a salvo. La
formación de la flota y las señales de control eran al menos en parte causa de la colisión. En
última instancia, la responsabilidad recaía en el almirante sir William May, que estaba al mando
de la flota, y sir William—otro antiguo oficial «del Ártico»—le comunicó a Scott que tenía
intención de soslayar el asunto. Así lo hizo, y no se acusó a nadie oficialmente. Pero antes de que
todo quedara zanjado hubo momentos de suspense muy incómodos.
Michael Barne, que también fuera oficial del Discovery, llevaba desde 1905 tratando de
organizar una expedición a la Antártida. Scott no se lo tomó a mal, ya que Barne apuntaba al mar
de Weddell, con lo que no invadía lo que él consideraba su coto privado. En cualquier caso,
Barne no pudo reunir el dinero. La R.G.S., que seguía resentida por la aventura del Discovery, se
negó en redondo a prestarle ayuda. Ni siquiera la influencia de su familia y el interés de la
corona le reportaron el apoyo de la Marina.
Al saberlo, Scott comprendió que un anuncio prematuro de sus ambiciones en el Polo podía
poner en peligro su carrera. Tenía que esperar el momento oportuno y actuar con discreción. A
finales de septiembre de 1906 le pidió por carta a Barne que lo acompañara a la Antártida como
segundo oficial y que, mientras tanto, actuara como su testaferro. Barne, resignado al fracaso de
su proyecto, entró a trabajar para Scott con media paga. Se lo podía permitir porque disponía de
una renta privada: consideraba la Marina como un pasatiempo y, aunque era un buen oficial, la
promoción le traía bastante sin cuidado.
En este punto Scott recibió una carta del teniente de navio E. R. Evans, que había estado en el
Morning:
Me causa una gran decepción no poder ser el oficial de derrota [de Barne], pero ¿me llevará
con usted? [...] si me permite embarcarme con usted le prometo que seré el oficial más
entusiasta [...] estoy tremendamente ilusionado por la exploración de la Antártida.
Era la primera solicitud de ingreso en la siguiente expedición de Scott, y como tal presenta
interés histórico. Pero Scott tenía que recorrer un camino largo y tortuoso antes de poder
comenzar a aceptar voluntarios.
En algunos aspectos, los fallos del Discovery le habían abierto los ojos. A fin de atraer el interés
de potenciales patrocinadores de una nueva expedición, escribió un memorándum que llevaba el
sugerente título de «El problema del trineo en la Antártida: Hombres frente a motores».
Llegar al Polo Sur desde la Base de Invierno del Discovery y regresar a ella [...] supone un
viaje de 2.345 kilómetros. ¿Es posible?
La respuesta era evidente: «Un vistazo a la cifras [...] del arrastre a pulso demostrará que no se
puede hacer de este modo». La respuesta, decía Scott, tampoco eran lo perros. «Sólo cuando se
considera la posibilidad de la tracción con motor se puede solventar el problema». Con estas
palabras, pues, lanzó Scott la idea rectora de su nueva expedición:
Opino que puede alcanzarse una gran Latitud Sur e incluso la posibilidad del propio Polo Sur
con el uso adecuado de vehículos que admitan una propulsión mecánica sobre la superficie de
la Gran Barrera del Sur.
Es una paráfrasis literal de la propuesta que hizo Skelton para el Discovery en 1902. Revela el
modo como entendía Scott el medio polar y sus contradicciones internas.
A raíz de su experiencia en la Antártida, Scott había des cariado, atinadamente, el arrastre a
pulso. Con menos tino insistía en la idea de que los perros eran inútiles. Persistía en el error a
pesar de la pruebas adicionales aparecidas desde su regreso. Estaban los largos desplazamientos
de Sverdrup con el Fram y el gran viaje de Godfred Hansen a Tierra Victoria en la expedición
del Paso del Noroeste de Amundsen. Y, en la propia Antártida, Nordenskjóld, que en su
notablemente eficaz travesía de la plataforma Larsen, una miniatura de la Barrera de Hielo Ross,
había abierto el camino de los perros en el sur. [15]
Pero Scott hizo caso omiso de las lecciones de sus mejores contemporáneos y confió en una
panacea tecnológica. Con ello seguía su formación y el espíritu de los tiempos. La Marina
británica estaba en manos de los «materialistas»: la escuela de pensamiento que veía en una
maquinaria mejor y más abundante—en su mera posesión—la garantía de la superioridad y el
éxito: en otras palabras, anteponiendo las máquinas a los hombres.
Tal vez se equivocara en este planteamiento, pero el autor de «El problema del trineo en la
Antártida» partidario de la técnica no es el idealista romántico de The voyage of the Discovery,
El hombre que afirma que sólo «se puede solucionar el problema» de alcanzar el Polo
considerando la posibilidad de la «tracción con motor» no es el mismo que escribió que «la
conquista se obtiene con más nobleza», con «un duro esfuerzo físico».
Para Scott, la nueva clave del Polo Sur estaba en el trineo motorizado. Pero, salvo algunos
modelos experimentales de Canadá y Suecia, no existía ninguno. Había que desarrollar un
modelo, y la primera tarea de Barne consistió en encontrar un patrocinador, que acabaría siendo
lord Howard de Walden, uno de los pioneros del motor.
Había muchos y grandes obstáculos: el motor estaba en sus albores, y el de gasolina no ofrecía
ninguna seguridad. Scott, tras comprobar que sus conocimientos técnicos resultaban
insuficientes, buscó ayuda profesional. Recurrió a Skelton, quien, como dijera sir Clements
Markham, daba «la impresión de ser un hombre extremamente capaz», a quien la Marina se
disponía a distinguir. Scott accedió a Skelton a través de Barne, que le informó de que Skelton
parecía «sólo un poco molesto por no haber sido consultado antes». Después de que Barne
rompiera el hielo, Scott escribió a Skelton.
Se trata de un documento interesante que exhibe sutileza y encanto. Skelton no había quedado
satisfecho con el Discovery ni estimaba demasiado a Scott. Pero era imaginativo y el proyecto
estaba hecho para él. Scott lo aprovechó.
Tras un extenso resumen de la situación—que incluía el anzuelo de haber «entrado en contacto
con el Rey, que le hizo asegurar a Wilson que volvería»—y una referencia patéticamente sincera
a «la dificultad de [...] mi posición en el servicio [que] aconsejaba no comunicar mis ideas»,
Scott fue al grano:
La tracción es lo más importante y por supuesto hay que aplicar el motor; no importa quién lo
pensó en primer lugar, puesto que es un pensamiento tan natural que se le puede ocurrir a
cualquiera.
El fragmento revela un aplomo notable. Arctowski, del Bélgica, y el Dr. J. B. Charcot, que había
llevado a la expedición francesa a Tierra de Graham en 1903-1905, ya experimentaban con
trineos motorizados. Es posible que fueran ellos quienes dieran la idea a Scott. En cualquier caso,
Skelton, como demuestran sus diarios, ya los había propuesto para el Discovery en 1902.
Scott explicaba en su carta que Barne podía resultar
útil en ciertas investigaciones entre la gente del motor [pero] no es el tipo de tarea en que
cabría esperar que Michael exceliera.
Lo cual no es nada justo teniendo en cuenta que fue Barne quien presentó a Scott a lord Howard
de Walden. Pero Barne ya le había dado lo que quería, y era el turno de Skelton:
No le he hablado antes de mi plan porque no creía que hubiera llegado el momento [...] Ahora
ha llegado el momento. Sólo hay una persona en todo el mundo que aune un conocimiento de las
condiciones del sur con la destreza del ingeniero, y es usted.
Le he estado dando vueltas a la idea de que, si volviera al sur, usted se sumaría a la expedición;
lo que le pido ahora no es una promesa de que si todo va bien nos acompañará al sur, sino su
destreza de ingeniero y su conocimiento experto en la creación y desarrollo del diseño de los
[...] motores que construirá lord Howard [...] sólo partiré hacia el sur con una sólida confianza
en el éxito y creo que ésta sólo puede conseguirse con una enorme paciencia para conseguir la
máquina necesaria.
No hay, sin embargo, dudas acerca de la urgencia que transmite la perorata:
Ya ve mi situación y cuan difícil me resulta en este momento hacer avanzar las gestiones por mi
cuenta. Por eso confío aún más en usted para hacerlas avanzar.
Skelton respondió a esta llamada por telegrama. Al cabo de una semana estaba trabajando en el
trineo motorizado de Scott.
Entre tanto, Shackleton—sin duda animado por Skelton—también se ocupaba en un vehículo
motorizado para la Antártida. Preparando por entonces la partida del Nimrod, había ordenado la
modificación de un coche, fabricado por Arroll-Johnstone Co., empresa que estaba probando
gasolinas y lubricantes. «Debemos—dijo Scott—enterarnos de los resultados en algún
momento». Shackleton había comenzado a desempeñar su papel ambivalente de enemigo y
pacificador.
El trineo de Scott se basaba en la cinta corredera de un vehículo oruga. Era el primer vehículo
con este tipo de cinta que se concebía especialmente para la nieve, si bien no el primero en
general, que era una invención norteamericana. La idea de usar una cinta corredera de oruga se
debe en partes iguales a Skelton y B. T. Hamilton, uno de los ingenieros de lord Howard de
Walden. Skelton se ocupó de los detalles e ideó el modelo de poner listones en las cintas para
pegar el trineo a la nieve.
Este vehículo estaba muy avanzado a su tiempo. Requería experimentación y diseño cuidadosos
hasta los últimos detalles. Pero, como en Canadá y Rusia habían comenzado a funcionar con
clima frío algunos coches con motor, Scott y Skelton decidieron no «perder tiempo en cámaras
frigoríficas» probando motores. Scott volvía a mostrar su impaciencia característica cuando se
necesitaba cautela, por no hablar de su ignorancia de la tecnología y del medio polar.
Con un patrocinador y un ayudante de confianza haciendo progresar su proyecto, Scott se dedicó
a sus deberes profesionales y a sus asuntos privados.
17
UN MATRIMONIO EDUARDIANO
Extravagante, posiblemente vulgar, la sociedad eduardina estaba ávida de celebridades y
marcada por las formas católicas. Se daba gran importancia a los exploradores. Era el mundo en
que ingresó Scott a su vuelta de la Antártida. En tanto que el explorador del Polo, había
conseguido una posición social que de otro modo se le habría negado. Por vez primera, con
puertas abiertas que hasta entonces se le habían cerrado, cursó la temporada londinense. En
palabras de sir Clements Markham, Scott estaba «en un gran momento, es el ideal de un elegante
capitán de buque de guerra». «Spy» le caricaturizó (cruelmente) como una suerte de dandi y
libertino en Vanity Fair. Ya figuraba.
A Scott le gustaba el sabor del éxito. Podía llevar una vida desahogada, puesto que disponía del
sueldo de capitán y de los derechos de autor de su libro. Además, podía al fin darle una
asignación a su madre sin pasar por aprietos económicos. La madre se había trasladado al
número 56 de Oakley Street de Chelsea, y Scott seguía viviendo con ella.
Su hermana, Etde Ellison-Macartney, le introdujo en un frívolo mundo de artistas, escritores y
actores. En su etapa como actriz, Ettie había hecho algunas giras con Mabel Beardsley, hermana
de Aubrey Beardsley, el artista finisecular. Ya casada y acomodada, Mabel gustaba de organizar
veladas con gente de postín. A través de Ettie captó la asistencia de Scott en los «tés de la tarde
del jueves» que organizaba en su casa de Pimlico. En estas ocasiones, en un ambiente de
esteticismo añejo y decadencia cultivada, Scott conoció a Max Beerbohm, amigo de Oscar
Wilde, y otros supervivientes de la última década del siglo XIX. Mantuvo con Mabel una
relación lo bastante sustancial para trabar una correspondencia. «Vuelvo a servir a mi rey y a mi
país», le escribió con una ligereza desacostumbrada al embarcarse de nuevo. «Nada de teatros o
tés por una larga temporada».
Scott conoció a Kathleen Bruce en uno de los lunchs de Mabel en marzo de 1906. Era lo que
Max Beerbohm—entre él y Barrie estaba sentada ella, por cierto—llamó «una escultora de
bastante talento». Si exceptuamos a su abuela materna, griega, procedía de una familia escocesa
de pura cepa; era la menor de los once hijos de un párroco rural. Aunque sus padres querían que
fuera maestra, se decantó por la escultura y estudió en la Slade School de Londres. Pasó una
temporada en París, donde conoció a Picasso, Rodin y otros artistas. Parece que era el tipo de
persona a la que siempre se encuentra cerca de famosos. Tuvo una intensa relación con la
bailarina Isadora Duncan y llevó una vida deliberadamente bohemia en que se insinuaba su
bisexualidad. Gertrude Stein, la escritora norteamericana de vanguardia y lesbiana reconocida, la
veía como una «inglesita muy bella, muy atlética». Coqueta recalcitrante, tenía una inmensa
capacidad para llamar la atención.
Por entonces Scott—conscientemente o no—andaba buscando esposa, y en esta coyuntura
delicada el Almirantazgo, con su discreta sabiduría, le dio el permiso necesario para ocuparse de
sus asuntos particulares. El 25 de agosto de 1907 abandonó el B.S.M. Albemarle y durante cinco
meses cobró la mitad del sueldo. Tal vez influido por sus nuevas amistades frívolas, se apartó de
la francmasonería.
Scott era lo que su familia llamaba «un hombre de señoritas». Entre sus aventuras recientes
figuraba una con una actriz llamada Pauline Chase, que siendo muy joven había representado a
Peter Pan, creada por Barrie. Sin embargo, el conocimiento que Scott tenía de las mujeres era
extremamente superficial. Kathleen Bruce, con su extravagante porte bohemio, sus viajes por el
continente y la nota exótica de haber sido enfermera en las guerras de los Balcanes, quedaba más
allá de su experiencia. Era una hembra depredadora, es decir, más depredadora de lo habitual.
Porque acercándose a la treintena corría el peligro de quedarse para vestir santos. Para ella Scott
fue coser y cantar.
Él siempre admiró a las mujeres inteligentes, y (en parte) se sintió atraído por Kathleen, por su
arte y conversación. Durante algunos meses fueron juntos a casi todas partes. Se escribieron una
enorme cantidad de cartas de amor, casi por completo carentes de sentido del humor y,
curiosamente, faltas de pasión. La actitud de Scott no era ni por asomo la de un amante experto,
sino la de alguien que se busca a sí mismo y se humilla. En una de sus cartas reveló un atisbo de
intuición que explica en gran medida su inadecuación para el mando; cuando menos, indica
convincentemente por qué era incapaz de mover a las personas. Presenta auténticos ecos del
Discovery:
También yo tengo una personalidad, acepto que poca cosa al lado de la tuya, incapaz de
estimular o contentar a los demás pero que con todo tiene una tendencia a dominar a fuerza de
pura persistencia—has visto el efecto que tiene en los que han pasado mucho tiempo conmigo—;
la odio y odio el sentido de responsabilidad que comporta, pero no parece que pueda cambiarlo.
En enero de 1908 se olía el matrimonio. Por otra parte, Scott volvía a tener el mando de un
barco. Hacia finales de mes, sin que se le hubiera comunicado con demasiada antelación, recibió
el mando del B.S.M. Essex. Era un crucero, un paso atrás respecto a los buques de guerra que
había capitaneado, lo que, teniendo en cuenta además que llevaba una larga temporada cobrando
la mitad del sueldo, podría haberse interpretado como una recriminación indirecta por la colisión
del Albemarle.
A principios de marzo estaba listo el trineo motorizado. El Dr. J. B. Charcot, el francés que había
estado en la Antártida al tiempo que Scott y que también trabajaba en un trineo motorizado, le
invitó a participar en unas pruebas en la nieve en Lauteret, en los Alpes franceses. Scott decidió
asistir en persona en vez de enviar a un colaborador, aunque ello implicara el riesgo de descubrir
prematuramente sus planes al Almirantazgo. También implicaba una infracción de las normas
porque, si bien estaba de permiso, se le había ordenado que se embarcara en su barco en
Portsmouth al cabo de doce horas. Le pidió a su madre que telegrafiara al Almirantazgo tras su
partida, solicitando que le ampliaran el permiso a treinta y seis horas, y atravesó el Canal. En
París supo por el Continental Daily Mail que el Nimrod había retornado a Nueva Zelanda y que
Shackleton, finalmente, había desembarcado en «su» base del estrecho de McMurdo. Le
sobrevino un oleada de emoción infantil que aireó de inmediato en una carta a Kathleen:
Te mostré el pacto que selló conmigo; era una declaración perfectamente clara y absolutamente
vinculante en el sentido del honor; se comprometió por completo a no acercarse a nuestra
antigua base [...] hace que resulte del todo imposible tomar medidas antes de que volvamos a
tener noticias suyas [...] puedes adivinar parte de mis pensamientos.
Shackleton, alejado del estrecho de McMurdo por una «palabra de honor dada bajo presión»,
según sus palabras, había intentado en realidad un primer desembarco en la misma Barrera, en la
ensenada del Globo. Tras una operación fallida se dirigió a Tierra de Eduardo VII, pero en el
nuevo destino el hielo lo derrotó otra vez. Sólo entonces se decidió a ir a la base prohibida.
«Tengo la conciencia tranquila—le escribió a su mujer—pero el corazón amargo [...] Cuento con
el consuelo de haber hecho lo que he podido». Scott y sin duda Wilson esperaban que
mantuviera su promesa a toda costa, aunque significara poner en peligro su vida y la de sus
hombres.
Scott continuó dándole vueltas al aspecto moral del caso. Envió a Kathleen el texto del acuerdo
en que obligaba a Shackleton a mantenerse alejado del estrecho de McMurdo. «No te molestes
en devolverme [lo] porque tengo muchas copias», le escribió.
Tras un prolijo torrente emocional habían decido casarse. No cabe duda del fervor de Scott; otra
cosa es saber si Kathleen estaba enamorada de él. Scott no dejaba de tener una honda conciencia
de las carencias de su formación en la Marina, y permitió de buen grado que Kathleen reparara la
deficiencia porque tenía gran respeto por su intelecto. Ella le descubrió los libros, dramas e ideas
que, a su vez, había conocido por sus amistades intelectuales. En cierto sentido, la educación de
Scott comenzó al conocer a Kathleen; ella trataba de moldearle conforme a su imagen del
hombre ideal, el héroe completo.
A la convencional búsqueda de marido Kathleen había añadido un raro elemento de su propia
cosecha. Había decidido dar a luz a un héroe cuyo padre no podía ser menos que un héroe. Era
una idea wagneríana—le gustaba mucho Wagner— con que divertía a sus amigos, aunque ella
acabó por creérsela. A fin de cuentas no hacía más que afirmar explícitamente lo que toda mujer
desea, y dramatizarlo mucho más que la mayoría. Scott, en tanto que explorador del Polo, era el
tipo de figura heroica que podía aprobar, si bien le encontraba imperfecciones manifiestas que
consideraba su obligación corregir.
Podría decirse con razón de Scott, como se ha dicho de don Quijote, que era «un caballero
andante con poca fe en sus credenciales [...] [siendo] su actitud ante su destino la de una
incertidumbre secreta y reprimida [...] por un continuo ejercicio de la voluntad». Fue entonces
cuando se impuso esta «incertidumbre secreta».
Se avecinaba un matrimonio con una mujer muy exigente en términos físicos y emotivos.
Shackleton llegaba a Dios sabía qué punto de la Antártida. En medio del ajetreo, Scott se
enfrentaba a las peligrosas intrigas en el seno de la Marina que indicaban el final del tempestuoso
reino del almirante Fisher y podían hacer peligrar una carrera prometedora. El oficial prudente
tenía que andarse con cuidado para que las repercusiones no lo afectaran: debía avanzar con pies
de plomo, evitando a los almirantes caídos en desgracia y apuntándose a los prósperos. Para un
hombre inseguro y nervioso cada una de estas cargas por separado era motivo de tensión
suficiente. Pero fueron las presiones del mando lo que perdió a Scott. Se había puesto de
manifiesto cuando la expedición del Discovery tocaba a su fin, y aun más tras sus primeras
operaciones de mando en la Marina. En aquel momento, la duda y la introspección que siempre
había dejado entrever tomaron un giro contrario y lo atenazaron.
Por formación y temperamento, Scott era reservado e inhibido. Había encontrado en Kathleen
alguien con quien poder desahogarse. «Quiero a alguien en quien poder anclarme», como lo
había expresado en una carta que le envió. Al tiempo, le decía que estaba «un poco asustado,
vagamente. Eres muy rara y yo muy convencional. ¿Qué significa todo esto?».
Era una de sus frases favoritas: «¿Qué significa todo esto?», como si fuera incapaz de encontrarle
un sentido a la vida; tal vez se tratara de un asomo de la depresión atroz que lo dominaba
regularmente, una desesperanza que se alternaba con brotes de euforia violenta.
Kathleen tuvo a última hora dudas acerca de este matrimonio, en parte porque vio que Scott
veneraba a su madre y, por tanto, que podía distar mucho del hombre que deseaba. Se enemistó
con Mrs. Scott, y también con Wilson, la otra persona que dominaba a Scott. Wilson le
desagradaba especialmente, y al cabo de unos años le acusó con amargura de ser un mojigato sin
sentido del humor. Le odiaba casi como si fuera otra mujer que tratara de arrebatarle a Scott.
Mrs. Scott, por su parte, desaprobaba el matrimonio. Puritana e indeciblemente de clase media,
se encontraba a disgusto entre artistas. Esperaba que su hijo se casara según criterios monetarios,
o al menos de posición social; además, le estremecía la posibilidad de una nuera dominante. Pero
Scott, tras una o dos incursiones de prueba, había comprendido a la perfección qué lugar le
correspondía en el mercado matrimonial, y convenció a su madre de que era lo máximo a lo que
podía aspirar. Kathleen venció las dudas y se casaron el 2 de septiembre de 1908. Fue, como
escribió en su estilo inimitable Max Beerbohm a Kathleen (con quien durante un breve período
había sopesado casarse), «una ocasión por la que hay que felicitarte mucho, ¡no menos que a
él!».
Scott se equivocó en la forma de anunciar el enlace y los más íntimos no lo supieron ni con
antelación ni en privado, sino a la par que el público a través de los periódicos, lo que en
aquellos tiempos era una gravísima incorrección. A Kathleen le apenó mucho, le hizo pensar que
su futuro esposo tenía «mala suerte»; y su actitud ante la gente con mala suerte era, en palabras
de un refrán español, de «mejor evitarla».
La boda se celebró en la Chapel Royal de Hampton Court, un privilegio que no todos podían
permitirse y que requería un permiso real. Fue uno de los actos que más eco tuvo en la prensa
aquel año.
Tras un luna de miel de una semana en Etretat, cerca de Le Havre (fue idea de Kathleen), la
pareja regresó a Londres para pasar unos días en su nuevo hogar del 174 de Buckingham Place
Road, una pequeña casa convenientemente cercana al Almirantazgo. A continuación, Scott se
reincorporó al servicio en Devonport, en el B.S.M. Bulwark, un buque de guerra del que se le
nombró capitán.
El matrimonio comenzó con un eco del Discovery que no auguraba nada bueno. Habían
empezado a aparecer los resultados científicos, y eran de tal índole que hicieron decir al Dr.
Chree, presidente de la Physical Society de Londres que
Al hablar de una empresa nacional británica, como una expedición de guerra o científica, son
de esperar disculpas por la cantidad más o menos grande de embrollos preliminares.
Insinuó que Scott era «alguien cuyo conocimiento de la ciencia física es muy limitado» y que no
hubiera estado de más un «consejo de guerra científico». Las observaciones meteorológicas
recibieron una crítica particularmente dura. Había cometido el error de principiante de confundir
las orientaciones verdadera y magnética de la brújula, con lo que las observaciones sobre el
viento carecían de valor. The Times Literary Supplement puso el dedo en la llaga:
Las observaciones meteorológicas, en vez de estar al cargo de personas familiarizadas con la
tarea [...] fueron confiadas a oficiales carentes de formación previa, los cuales ni siquiera
recibieron una instrucción adecuada [...] ¿Cuánto tiempo tendremos que esperar todavía los
ingleses a que los responsables de asuntos nacionales sepan valorar con un poco más de
seriedad las exigencias de la investigación científica? Probablemente hasta que uno o más
desastres excepcionales pongan en evidencia la constante filtración y pérdida que nos causa la
ignorancia.
La reacción de Scott consistió en una salva de protestas copiosa, violenta y no del todo
coherente. La crítica o, como lo llamó en una carta a sir Archibald Geikie, secretario de la Royal
Society, el ataque, era «tan gratuito, tan sumamente falto de motivo y, en vista de la difusión, tan
antipatriótico [...]». Resulta revelador que Scott equiparara toda crítica al afán de venganza.
Exigió una investigación pública para acabar con «esta crítica irresponsable de personas
'responsables'». Al tener noticia de la demanda, Mostyn Field, por entonces contraalmirante e
ingeniero hidrógrafo de la Marina, observó que
La hipersensibilidad que se niega a aceptar las críticas es muy de lamentar [...] Temo que el
capitán Scott mantendrá inalterada su opinión a pesar de lo que le puedan decir los demás,
pero, a mi parecer, presionando para que se curse una investigación se perjudicará mucho [...]
a sí mismo [...] y les dará a los países del continente motivos suficientes para extraer
conclusiones negativas.
Scott hizo caso de la sugerencia y retiró la petición. Skelton había examinado los archivos y
había descubierto una incompetencia que, de haber salido a la luz, habría sido un festín para los
enemigos de Scott.
Entre tanto, Kathleen se ocupaba de relanzar la carrera de Scott. Había declinado seguirle a
Devonport, prefiriendo, con mucho sentido común, permanecer cerca de los dirigentes de la
Marina de la sede del Almirantazgo que se estaba construyendo a la entrada del Centro
Comercial. Tenía una gran capacidad para promover incondicionalmente a la gente y magnificar
sus cualidades. Puso por las nubes a Scott, y el mero hecho de que estuviera casado con ella
indicaba que tal vez poseyera cualidades ocultas: después de todo, a un hombre se le conoce por
su esposa. Cultivó el trato con oficiales del Almirantazgo influyentes, sobre todo de dos en
particular: el capitán Mark Kerr y el capitán Henry Campbell, que había compartido barco con
Scott. Desplegó ante ellos su personalidad fuerte y fascinante. A finales de año había conseguido
para su esposo un cargo en el Almirantazgo como ayudante del vicealmirante sir Francis
Bridgeman, segundo Lord del mar.
En una estancia de fin de semana en una casa de campo, Kathleen se las arregló para interesar a
sir Edgar Speyer, banquero de la City y filántropo, en el patrocinio de la expedición, cuando ésta
se produjera. Tenía un entusiasmo tan vehemente por una expedición que a veces se diría que no
se habría casado con Scott a menos que la emprendiera con toda seguridad.
Paralelamente, estaba el asunto del niño, a fin de cuentas el principal motivo del matrimonio para
Kathleen. Requirió a Scott en Londres en el momento adecuado de su ciclo menstrual, pero por
lo demás parecía soportar sin demasiada pena su ausencia, de modo que la función del pobre
Scott resultaba casi cómicamente obvia. El no tenía muchos argumentos para quejarse: Kathleen
había demostrado de sobras su entrega a la misión de derrocar la dominación masculina.
Pertenecía a la fuerza de choque del feminismo. «La guerra de los sexos», que empezaba a
extenderse como eslogan, era para ella una realidad tangible. Quería que las mujeres
intercambiaran el papel desempeñado con los hombres y que los dominaran en vez de ser
dominadas. Decía que era virgen al casarse con Scott, y presumía de ello.
«Lanza el sombrero al aire y grita y canta triunfalmente», escribió a Scott con garabatos más
exuberantes de lo usual en Año Nuevo, cuando, por primera vez, se le retrasó unos días la regla,
«me parece que estamos en camino de conseguir mi objetivo». El «mi» y no «nuestro» es un
lapsus revelador; para Scott, tal vez un poco demasiado revelador; protestó, aunque con poca
fuerza.
Kathleen había concebido, efectivamente, y elegido nombres provisionales: Peter si era niño,
Griselda si era niña. Scott no salía del mal humor.
Me obsesiona la idea de la vida como una lucha por la existencia [escribió a Kathleen en una de
sus típicas cartas]. Tengo la impresión de estar dejando pasar el tiempo [...] incapaz de
imponerme a las circunstancias; creo tener en reserva algo que me llevará al éxito, pero no veo
un campo digno donde aplicarlo.
Hacia finales de 1908, la segunda versión del trineo motorizado de Scott estaba lista para
probarla en la nieve. Scott le pidió por carta a Nansen consejo acerca del dónde y el cuándo.
Estoy planteándome su país [...] no necesito explicarle [...] que las verdaderas condiciones que
hacen al caso no pueden obtenerse fuera del Círculo Polar.
A lo que Nansen, como lo hubiera hecho cualquier persona mínimamente familiarizada con el
mundo de la montaña, le replicó que en «uno de los grandes glaciares, [...] por supuesto que
puede encontrar unas condiciones casi idénticas a las del Hielo Interior [...]».
Pero Scott se dirigió a Lillehammer, una población enclavada en un valle en el este de Noruega,
porque era más accesible. No recibió permiso de la Marina, así que fue Skelton quien dirigió las
pruebas. Volvió con el esperanzador informe de que requería «muy pocas modificaciones para
funcionar bien en la Antártida».
En aquel punto, el 24 de marzo de 1909, el mismo día en que asumió su nueva posición en el
Almirantazgo, Scott supo que Shackleton había alcanzado Nueva Zelanda con el relato de sus
logros. Había llegado a 155 kilómetros del Polo, lo que superaba en 576 kilómetros el anterior
punto más meridional. Era el mayor avance en solitario que jamás se había hecho y se haría en
los dos Polos. Pero el Polo Sur, a pesar de todo, seguía esperando a Scott, y a Amundsen.
El 14 de junio de 1909, Shackleton regresó a Londres y a un recibimiento tumultuoso,
dolorosamente distinto del retorno silenciado de Scott en el Discovery. Hugh Robert Mili ha
descrito cómo, al visitar la R.G.S. el mismo día,
encontré a Scott en ella, discutiendo en tono afligido con Keltie si debía ir a recibir a Shackleton
o no. No deseaba ir, pero Scott siempre fue esclavo del deber y lo persuadimos de que el suyo
era dar la bienvenida a su antiguo subordinado.
Amundsen, que apreciaba en su justa medida la consecución de Shackleton, escribió por propia
iniciativa un homenaje a la R.G.S.
Debo [...] felicitarles [...] por este logro espléndido [...] La nación inglesa ha conseguido con la
proeza de Shackleton una victoria en la exploración de la Antártida [sic] insuperable. Lo que
Nansen es en el norte lo es Shackleton en el sur.
Shackleton se había detenido con la meta al alcance de la mano, lo que constituye una de las
acciones más valientes en la historia de la exploración del Polo. Al preguntarle su mujer cómo
había podido reunir la fuerza de voluntad para dar media vuelta, le respondió: «Pensé que
preferirías un asno vivo que un león muerto». Volver sobre sus propios pasos y vivir con el
«podría haber sido» requiere un tipo de coraje especial.
Shackleton tenía en su haber algo más que el mero punto más meridional. Algunos de sus
hombres, a las órdenes del profesor Edgeworth David (que contaba cincuenta y cuatro años)
habían sido los primeros en alcanzar el Polo Magnético Sur, y otros habían escalado el monte
Erebus—la primera ascensión de una montaña de la Antártida—, y todo en una sola estación. Era
en verdad un logro fuera de lo común. Shackleton se ganó a Inglaterra. Pero no fue tanto por el
hecho como por el estilo. El país andaba en busca de un héroe y Shackleton reunía las
condiciones.
Si bien Gran Bretaña seguía figurando como la mayor potencia del mundo, las dificultades la
socavaban de modo incesante. La Alemania imperial, pletórica de la energía descarnada y
agresiva de un Estado pujante y ambicioso, libre de las trabas del moralismo torturado que
minaba el espíritu de los británicos, se había convertido en la principal amenaza. Las huelgas y la
inquietud social hacían presagiar alzamientos inminentes. En esta atmósfera cargada de dudas e
incertidumbre irrumpió Shackleton, simpático, gallardo, despreocupado, exactamente la figura
que debía dar tranquilidad a un país angustiado.
Eduardo VII, un rey astuto, lo sabía cuando le concedió el título de sir, en tanto que Scott había
tenido que conformarse con un C.V.O. Scott, con sus preocupaciones y desconfianzas de
neurótico, era un reflejo demasiado fiel de los tiempos como para proporcionar sosiego;
Shackleton era un lenitivo.
No se trataba sólo de que hubiera llevado la bandera del Reino Unido más cerca del Polo de lo
que lo estaba cualquier otra señera: era que lo había hecho de una manera que resultaba mucho
más aceptable que una consecución demasiado fácil del objetivo. Presentaba un conato glorioso
y el tipo correcto de aventura británica con todos los ingredientes adecuados: enfrentamiento
heroico con las adversidades, una carrera épica contra el desastre, triunfo a fuerza de meras
agallas y, por el margen más estrecho, un final feliz; en fin, un cuento con moraleja para la
época.
Por añadidura, Shackleton estaba hecho del material del tipo de héroe necesario. Irradiaba un
patriotismo sencillo y sin afectaciones. «Represento a cuatrocientos millones de súbditos
británicos», le había escrito a su mujer. Encajaba, a decir de un periodista de entonces,
«perfectamente en el tipo [...] descrito [...] en las viejas historias y novelas del mar [...] un
"Midshipman Easy" vivo». Los publicistas, tan sensibles a los antojos del público, subrayaron
este aspecto. «En nuestra época», afirmó el Daily Telegraph en un editorial, «tan llena de vanos
parloteos sobre la decadencia de la raza, él ha defendido la antigua fama de nuestro pueblo».
Shackleton introdujo el Polo Sur en la conciencia de la opinión pública británica; es más, lo
convirtió en el objetivo universal y fácilmente comprensible de su tiempo, como lo es la carrera
hacia la luna en el nuestro. Shackleton habría sido una bendición del cielo para la televisión,
porque tenía presencia, carisma y el don del actor de simplificarse y proyectarse. Desde el
regreso de Nansen de la deriva del Fram no hubo otro explorador que causara similar impacto.
Scott no sedujo a los periodistas, en realidad se puede decir que se los enemistó. En
consecuencia, en aquel momento no alcanzó la popularidad de Shackleton. Es un poco irónico
que Shackleton, aunque medio olvidado durante muchos años, fuera el que gozara del éxito entre
sus contemporáneos.
En público, ambos disfrazaron su hostilidad tras una pátina de estima recíproca. Pero Shackleton
no hablaba con Scott en privado porque temía perder los estribos, herido como estaba por los
rumores maliciosos e infundados de que había falseado las latitudes de su viaje, maledicencia
que imputaba al propio Scott, si bien es casi seguro que sir Clements Markham tuviera algo que
ver con ella.
Al cabo de unos pocos días de oír la noticia, sir Clements escribía a Scott que «desafía en grado
sumo mi credulidad». Sin embargo, no abordó el asunto hasta mediados de abril, cuando Scott
fue a cenar a su casa y, según escribió sir Clements en su diario, dijo que «no se cree las
latitudes».
Las opiniones de sir Clements estaban respaldadas por su repulsa de lo que consideraba
intromisión de Shackleton en el coto de Scott en el estrecho de McMurdo. Con todo, no podía
reprimir por completo su admiración por el logro de Shackleton, y llegó al extremo de afirmar
que «habría que darle cierto crédito habida cuenta de su carácter impulsivo». Pero parece que
Scott—que, según reconoció, desconfiaba de todo lo concerniente a Shackleton—se encargó de
apagar la chispa de generosidad de sir Clements.
Tal desconfianza no le impidió presidir el 19 de junio una cena en honor de Shackleton en el
Savage Club de Londres. En su discurso posterior a la cena, Scott (jalonado por aclamaciones
fervorosas) apuntó que el Polo Sur debía ser descubierto por un inglés, y que él estaba dispuesto
a «emprender la persecución de este objetivo». «Sólo me queda—dijo para concluir—
agradecerle a Mr. Shackleton haberme mostrado el camino con tanta nobleza». Se lo había
mostrado, sin duda. Shackleton había probado fehacientemente que el Polo se hallaba en lo alto
de un casquete glaciar, y había dado con la vía de acceso a las alturas: un gran glaciar de más de
ciento sesenta kilómetros de largo que bautizó Beardmore en honor de su protector.
El discurso pronunciado en el Savage Club fue literalmente el anuncio de su propósito de
organizar otra expedición. Sir Clements volvió a mostrarse escéptico. El Polo, escribió a Scott,
«hay que conquistarlo, pero no creo que debas desviarte de tu carrera en la Marina por él».
Scott prescindió del parecer de sir Clements. Inició una insistente práctica de acoso a la R.G.S.
para forzar a Shackleton a definir sus futuras acciones, porque éste apuntaba que también se
aprestaba a volver al sur.
Sólo pido [Scott le escribió a Leonard Darwin] libertad para hacer el anuncio sin suscitar
sospechas de que me interfiero en los planes de Shackleton; [...] si mantiene sus intenciones en
la actual vaguedad, no puedo actuar sin levantar tales sospechas.
Scott era esclavo de las formas y la etiqueta; pero también daba la sensación de estar postergando
las decisiones, lo cual le reportó escasas simpatías. La R.G.S. no estaba dispuesta a involucrarse
en una repetición de la anterior disputa, sobre todo porque, habiendo visto los toros desde la
barrera, aceptaba con gusto a Shackleton y participaba de una gloria indirecta.
El almirante Lewis Beaumont, vicepresidente de la R.G.S., le escribió al comandante Leonard
Darwin, convertido en presidente de la R.G.S., que
Scott cometería un gravísimo error [...] si intentara competir con Shackleton en una expedición
en pos del Polo [...] la actitud del Consejo [de la R.G.S.] [...] debería ser no sólo neutral sino
incluso contraria.
Cuanto más pienso en la diferencia que hay entre lo que Shackleton ha conseguido y el mero
hecho [...] de estar en el mismo Polo, ¡menos grande me parece! [...]
Que [Scott] lidere otra expedición si le place [...] pero que sea una expedición científica [...]
Ahora considera el asunto desde demasiado cerca, individualmente [...].
Todo esto es para inclinarle a disuadir a Scott de incurrir en [...] un error; es decir, de competir
con Shackleton organizando una expedición para recorrer la ruta ya trillada sólo con miras a
cubrir esos 155 kilómetros [...].
Sir Lewis era un reciente admirador de Kathleen Scott, uno de los patrocinadores de Scott en la
Marina y un viejo almirante «del Artico». A la luz de la historia, se trataba de un consejo
acertado.
Scott, a quien la R.G.S. le había comunicado su negativa a hacerle recados, ensayó finalmente el
contacto directo con Shackleton:
Me propongo organizar la expedición al mar de Ross [...]. Mi plan es establecer una base en
Tierra del Rey Eduardo [...]. Me alegraría que usted me confirmara que no estoy desbaratando
ningún plan suyo.
Una semana después, Shackleton, sin duda influenciado por Darwin, repuso que la expedición de
Scott no
interfiere con ningún plan mío [...]. Le deseo todo tipo de éxitos en su intento de penetrar el
hielo y desembarcar en la Tierra de Eduardo VII.
Fue así, a la sombra de un enemigo, como Scott enfiló el camino de retorno a la Antártida.
Scott tomó en este momento los primeros pasos determinados para preparar una nueva
expedición. Intentó conseguir un barco. A diferencia de Amundsen, no podía recurrir a ningún
Fram. Noruega, pobre y pequeña, podía permitirse mantener un barco para la exploración del
Polo, pero no el imperio británico, que contaba con la Marina de guerra y la Marina mercante
más poderosas del tiempo. A la vuelta de la Antártida, el Discovery había sido vendido a la
Hundson's Bay Company, y Scott tuvo que comenzar de cero. Como dijo sir Clements Markham
en unas palabras extrañamente familiares: «El gran pecado del país es la falta de continuidad en
todos nuestros esfuerzos».
Scott trató de recuperar el Discovery, pero lord Strathcona, presidente de la Hudson's Bay
Company, era poco caritativo y no quería oír hablar de la cesión. Por un capricho del destino,
Scott emprendió negociaciones para obtener el Terra Nova, el mismísimo ballenero de Dundee
cuyo rescate del Discovery tanto le había escocido y con tanto ahínco había intentado ocultar.
Durante casi dos meses los planes de Scott quedaron en suspenso; y de repente, a mediados de
septiembre, anunció la nueva expedición. Para el exterior fue bastante inesperado. Tomó por
sorpresa a la R.G.S. Se alquilaron oficinas en Victoria Street con cuarenta y ocho horas de
antelación. La decisión tenía todos los visos de ser precipitada: sin duda, algo había pasado que
la aceleraba. Hay una causa obvia: la misma expectación suscitada por Cook y Peary a primeros
de septiembre que había hecho dar media vuelta a Amundsen.
Las reivindicaciones de haber alcanzado el Polo Norte avisaron a Scott de los peligros que le
esperaban en el sur. Surgieron rumores de una expedición norteamericana a la Antártida.
Inglaterra seguía considerando a Estados Unidos como un rival y un casi enemigo. Era del
dominio público que alemanes y japoneses preparaban expediciones. Con la búsqueda del Polo
extinguida en el norte, se duplicaría la presión en el sur. Shackleton había dejado lo que
Amundsen llamó «un pequeño territorio». Pero el respiro podía ser breve. Scott se estaba
quedando sin tiempo. Si había de alcanzar el Polo, si había de tomarse cumplida venganza de
Shackleton —puesto que ya era éste su objetivo—, si había de lanzar por última vez el dado que
le asegurara el grado de almirante cuando la guerra ya se daba por cierta, tenía que actuar con
rapidez. El Almirantazgo (gracias al éxito abrumador de Shackleton) ya no se oponía
tajantemente a las expediciones al Polo. Todo apuntaba en la misma dirección.
El 11 de septiembre, Kathleen anotó en su diario «Ocupada la oficina 36 de Victoria St. He ido a
verla». Y el 13: «Enviado a buscar a médico y enfermera. Anuncio de la expedición en Times y
Daily Mail». Prácticamente estaba de parto a la par que aparecían las noticias sobre la
expedición; al día siguiente, dio a luz al único hijo de la pareja, bautizado Peter Markham, en
honor de Peter Pan y sir Clements Markham.
Había comenzado la lucha, la carrera. En una carta al almirante sir Arthur Moore, Scott escribió
sin rodeos: «No tolero que alguien que no sea inglés deba llegar al Polo Sur».
El peligro de este tipo de planteamiento es que el «deba» se desliza imperceptiblemente al
«pueda». Scott se proponía levar anclas al año siguiente, aproximadamente al mismo tiempo que
Amundsen. La diferencia era que éste llevaba preparándose desde 1907 y Scott, salvo desarrollar
el trineo motorizado, no había hecho nada. Había perdido unos años que podría haber dedicado a
la instrucción. Seguía siendo tan incompetente como el día de 1903 en que cometió el error
garrafal ante el casquete polar.
La diferencia entre los rivales era igualmente acusada en los niveles más profundos de donde
brotan los motivos y el comportamiento. Al anunciar su boda, Scott escribió al doctor Charcot
que «No detiene mis planes de mi tarea en el sur, lo cual es positivo porque me canso de esta
vida de hábitos regulares».
Es un atísbo ilustrativo de los impulsos esencialmente negativos que movían a Scott. El miedo
era el principal: miedo al fracaso profesional, pero sobre todo miedo al aburrimiento. El
aburrimiento tiene un gran poder: ha espoleado a los hombres hacia grandes gestas. Por
desgracia, comporta la mentalidad de la huida y el pensamiento reactivo, que entrañan una
emotividad y precipitación peligrosas. Amundsen contaba con la ventaja de la fuerza positiva de
la pura ambición, tal vez incluso del narcisismo; una búsqueda de la plenitud en vez de una finta
a lo que podría ser peor; el objetivo que se tiene delante en vez de la angustia que persigue por
detrás.
SEGUNDA PARTE
1
GIRO RADICAL
En septiembre de 1909 Amundsen volvió de Copenhague a su casa de Bundefjord, donde Betty,
su vieja niñera, reinaba en tanto que ama de llaves. Allí, cuando los abedules comenzaban a
tornarse amarillos y descendía de las colinas el primer viento del otoño, se sentó en su estudio y,
contemplando a través de la ventana las leves ondas de las aguas del fiordo, preparó su plan de
campaña. Iba aventajado en los aspectos estratégico y táctico. Scott ya había anunciado sus
intenciones, mientras que él seguía escondiendo las cartas. Amundsen sabía que tenía un rival,
Scott trabajaba a ciegas.
En lo psicológico, Amundsen también tenía un as en la manga. La impresión de que Cook y
Peary se le hubieran anticipado era (tal vez) bastante impersonal; no tardó en disiparse y le
permitió pensar y actuar con serenidad. Scott, por el contrario, sentía la presión de su
enfrentamiento con Shackleton, que tanto lo había trastornado, y su actitud era ante todo
pasional. Para Amundsen, Shackleton representaba la personificación racional y distante de una
serie de lecciones que podía aprender, no—como para Scott—un causante de peligrosas
emociones que lindan con la envidia y empañan el juicio.
El plan de Scott, según se publicó en The Times el 13 de septiembre, se basaba en el
establecimiento de dos bases: una en el estrecho de McMurdo, la otra en Tierra de Eduardo Vil,
«el avance hacia el Polo [se llevará a cabo] desde una u otra [...] según las circunstancias».
Amundsen percibió un calco de la expedición del Nimrod. Infirió correctamente que Scott, con
su pensamiento convencional, probablemente se ceñiría a lugares conocidos y progresaría hacia
el Polo por la ruta de Shackleton desde el estrecho de McMurdo.
Amundsen decidió desembarcar en la propia Barrera de Hielo Ross, lo que era toda una audacia:
nadie había osado todavía acampar en una banquisa por miedo a salir despedido al mar encima
de un iceberg desgajado. Ni siquiera Shackleton había asumido este riesgo.
El 24 de enero de 1908, cuando Shackleton había alcanzado con el Nimrod el emplazamiento de
ensenada del Globo, avistado por primera vez por el Discovery seis años antes, la ensenada había
desaparecido. El hielo se había roto por espacio de kilómetros, se había perdido en el mar y había
dejado una amplia bahía repleta de centenares de ballenas que resoplaban en el agua. Shackleton
la llamó bahía de las Ballenas. Los icebergs y masas flotantes de hielo que descendían del norte
impresionaron la imaginación de Shackleton.
El pensamiento de lo que podría haber sido [escribió] me hizo decidir en aquel mismo momento
que en modo alguno invernaría en la Barrera y que, dondequiera que desembarcáramos, nos
procuraríamos unos sólidos fundamentos de roca para nuestro hogar de invierno.
Amundsen, sin embargo, decidió establecer su base en bahía de las Ballenas. No es que actuara
con temeridad.
Había examinado con especial cuidado esta formación de la Barrera [escribió] y llegué a la
conclusión de que lo que hoy es conocido como bahía de las Ballenas no es otra que la misma
bahía observada por sir James Clark Ross, si bien es cierto que con una serie de cambios
destacados, pero sin embargo la misma. Durante setenta años esta formación [...] permaneció
en el mismo lugar. Me convencí de que no podía deberse al azar. Lo que [...] había retenido el
enorme flujo de hielo en este punto preciso y formado una bahía permanente en la parte
delantera del hielo, que en el resto de su extensión no presenta accidentes, no era un capricho
sino [...] tierra firme.
Amundsen estaba en lo cierto, aunque sus premisas eran erróneas. La bahía de las Ballenas es un
paraje permanente, pero no, como sabemos hoy, porque esté encallada. Al igual que el resto de la
Barrera, flota. Pero está al abrigo de la isla de Roosevelt, un bajío que queda al sur, que dificulta
el avance del hielo además de causar un accidente parecido al de los remolinos de una corriente.
En cualquier caso, Amundsen se había dejado asesorar por la historia. Sir James Clark Ross,
Borchgrevink, Scott en el Discovery y Shackleton habían descrito igualmente el mismo elemento
en el hielo. Una fotografía de la misteriosa bahía tomada durante el viaje de Ross de 1841
mostraba una cúpula distinta en el fondo. Era el anuncio del descubrimiento de la isla de
Roosevelt, detectada desde el aire un siglo después. Amundsen, que ignoraba la existencia de la
cúpula, percibió sin embargo con toda claridad el mensaje: se trataba de la forma que toma el
hielo cuando fluye por encima de una obstrucción de material sólido subyacente.
Amundsen fue el primero en extraer la conclusión obvia porque fue el primero que estudió los
documentos, el primero que observó con el ojo experimentado de quien conoce el hielo en todas
sus formas, el primero con un sentido de la historia. Amundsen, al igual que Nansen, era aquella
rara criatura: un explorador del Polo intelectual, capaz de examinar los hechos e inferir
deducciones lógicas. Y contaba con criterio, talento y percepción, posiblemente los dones del
genio.
Al sopesar los riesgos, había muchos factores a favor de la bahía de las Ballenas. Estaba todo un
grado de latitud—sesenta millas—más cerca del Polo que el estrecho de McMurdo: un ahorro de
192 kilómetros en un viaje de 2.182 en línea recta, es decir, de casi un nueve por 100 del
recorrido. En una situación en que cada kilómetro y minuto contaban, representaba una gran
ventaja, que tenía más peso que los peligros de una eventual rotura de la Barrera en el preciso
punto de la base de invierno. Habiendo emprendido una carrera, como señaló Amundsen, «debía
ser el que dispusiera de un campamento más avanzado; toda otra consideración debía supeditarse
a este punto». Por idéntica razón se proponía ir desde la bahía de las Ballenas al Polo por el
camino más corto, a lo largo de un meridiano de longitud, y abrirse camino hacia la meseta polar.
Ello requería abrir una nueva ruta por un territorio desconocido, y abrirla con rapidez. Era un
verdadero acto de fe.
Amundsen percibía varias ventajas en la bahía de las Ballenas. Estaba en la misma Barrera, con
lo que el avance hacia el sur comenzaría como quien dice a las puertas. Shackleton lo había
demostrado al señalar que el estrecho de McMurdo planteaba muchos riesgos: una base en tierra
podía quedar apartada de la Barrera al desprenderse el hielo. Un barco siempre se podía acercar a
la orilla de la Barrera, mientras que en el estrecho de McMurdo—tal como lo había probado el
Discovery tan gráficamente—no era necesariamente el caso. Había gran cantidad de focas que
proporcionarían alimento a hombres y perros. Amundsen también razonó que, estando la bahía
de las Ballenas más alejada que el estrecho de McMurdo de las montañas de Tierra Victoria, el
clima sería más benigno y el hielo menos accidentado. Como sabemos en la actualidad, inició su
argumentación a partir de premisas erróneas; pero razonó correctamente según los hechos
conocidos en su tiempo.
Aunque Amundsen se mantuvo alejado del estrecho de McMurdo para no cruzarse en el camino
de Scott, es imaginable que, incluso de haber tenido vía libre, habría seguido optando por la
bahía de las Ballenas habida cuenta de las enormes ventajas que presentaba. Estaba sobre todo
preocupado por recortar la distancia, la distancia y el tiempo, no sólo para batir a Scott sino
porque viajaba con perros.
Pero a Amundsen se le daba un ardite de la supuesta posesión de Scott de derechos exclusivos en
el estrecho de McMurdo.
No pertenezco a la clase de explorador que considera que el mar polar ha sido creado en
exclusiva para él [dijo de forma harto significativa en una ocasión]. Tengo un punto de vista
diametralmente opuesto. Cuantos más mejor; simultáneamente en el mismo lugar, si me apuran.
Nada estimula tanto como la competitividad. [Es decir] el espíritu deportivo que debería
imperar en estas regiones. Según un viejo refrán, el primero que llega es el primero en servirse.
Para Amundsen, su ruta contaba con la justificación moral de ser noruega. Fue Borchgrevink—
un noruego, por mucho que su barco llevara bandera británica—quien desembarcó por primera
vez en la Barrera, aproximadamente en el mismo punto, y demostró que era la vía de acceso al
sur. Y si había que reivindicar privilegios en el mar de Ross, los noruegos tenían tantos como el
que más. Porque ¿no habían sido los noruegos del Antartic, en 1895, los primeros que pusieron
pie en Tierra de Victoria? Fue años antes de que Scott se interesara por las regiones polares.
Tras determinar base y ruta, Amundsen analizó la expedición de Shackleton con vistas a
aprender de sus errores. Es mucho más difícil aprender del éxito que del fracaso, y el talante de
Amundsen queda perfectamente ilustrado por su negativa a dejarse encandilar por la actuación
deslumbrante del inglés. Tuvo suficiente perspicacia para ver lo que subyacía al riesgo extremo
omnipresente en la expedición, la verdadera enseñanza que había que extraer.
Shackleton se había arriesgado hasta un punto indecible. Había reducido al máximo las raciones.
Los depósitos eran demasiado pequeños y estaban muy mal señalizados. En muchas ocasiones
los alcanzaron en el último momento y a toda prisa, cuando llegar a ellos era una cuestión de
vida o muerte. Para Amundsen suponía una demostración vivida de la necesidad básica de dejar
márgenes de seguridad generosos.
A partir de la experiencia de Shackleton, Amundsen dedujo que la pugna por el Polo sería en
gran medida una carrera de esquí. De hecho, Shackleton lo reconocería en una conferencia
posterior: «De haber llevado esquís en el viaje al sur y aprendido a utilizarlos como los noruegos
—dijo—es probable que hubiéramos llegado al Polo».
Y así Amundsen, que no tenía reparos en admirar al valiente bucanero y líder que era
Shackleton, no estaba dispuesto a emular sus métodos. Los esfuerzos heroicos que se leían con
tanto placer eran en realidad un aviso. En cuanto al transporte, Shackleton era un ejemplo que
debía evitarse: no sólo porque, desencaminado por la experiencia del Discovery, se hubiera
abstenido de llevar esquís, sino porque se había basado por completo en el arrastre a pulso, por
entonces desfasado y desacreditado fuera de Inglaterra. Aunque llevó perros, no los entendió ni
supo gobernarlos. Cuanto más estudiaba la táctica de Shackleton, más se convencía Amundsen
de estar tomando las decisiones adecuadas.
El dinero seguía siendo el principal quebradero de cabeza. No tardaron en confirmarse sus
temores de que Cook y Peary acabarían con sus opciones de reunir el que necesitaba. Los
donantes retiraban sus contribuciones. Los fabricantes revocaban las promesas de suministros
gratuitos. Lord Northcliffe, que había ofrecido cinco mil libras por los derechos de prensa de la
llegada al Polo, se negaba a pagar nada en absoluto (creyendo, por supuesto, que todavía se
trataba del Polo Norte). Amundsen se quedaba en la estacada.
Pidió al gobierno veinticinco mil coronas adicionales para pagar a ocho hombres más—veintidós
en vez de catorce—y así poder permanecer en el Polo dieciséis meses suplementarios. Los ocho
hombres constituían el grupo de tierra para la Antártida y los dieciséis meses el tiempo añadido
de la incursión al Polo Sur que había que añadir a la expedición principal. Lo disfrazó de nuevas
necesidades para las tareas científicas. Este aumento, dijo en el debate del Storting herr Alfred
Eriksen, oponente socialista de Amundsen, haría ascender la contribución del Estado «a más de
una cuarta parte de todo el presupuesto anual para la cultura» y en cualquier caso, en el debate
del año anterior, se había asegurado al Storting «de la manera más vinculante que [éste] sería el
monto definitivo». Esta vez Eriksen se salió con la suya, y la petición de Amundsen fue
rechazada por sesenta y seis votos a cuarenta y dos.
Lo cual motivó que Amundsen pasara a ver el Storting como una asamblea de Judas y lo
convenció de mantener el engaño. Se había quedado sin recursos privados y públicos y,
necesitando trescientas mil coronas, se enfrentaba a un déficit inescamoteable de ciento
cincuenta mil. En éstas, la R.G.S. de Londres tuvo un gesto conmovedor: concedió a Amundsen
cien libras en su creencia de que iba al norte; a Scott no pudo ofrecerle más que quinientas.
Amundsen había decidido hacía tiempo no preocuparse por los detalles de un presupuesto
saneado. Su objetivo era colocar a su barco fuera del alcance de los acreedores. Si llegaba al Polo
todo se le perdonaría; el único crimen sería un fracaso.
Obtuvo créditos de donde pudo. Hipotecó su casa y aportó un mínimo de veinticinco mil coronas
a las arcas de la expedición. Asignó a León toda la responsabilidad de la administración. A
cambio convino en pagarle unos honorarios de veinticinco mil coronas y «un diez por 100 de los
beneficios netos de los viajes a la Antártida y al Artico del Fram». A continuación se lavó las
manos en lo concerniente al dinero para poderse dedicar a lo esencial; sobre todo, al diseño del
equipamiento.
No dio nada por sentado, y era infatigable en su atención por los detalles. Por ejemplo, se negó a
aceptar las gafas de esquí existentes y encargó unas especiales según el modelo de las del Dr.
Frederick Cook. Insistió en diseñar esquís especiales porque le parecía esencial adaptar al
propósito el instrumento más decisivo de su empresa. Como todo esquiador digno de este
nombre, tenía una alegre obsesión por el equipamiento. Los esquís eran por entonces no los
objetos laminados que conocemos sino sólidos listones de madera, y las discusiones de que eran
objeto se centraban en el tipo, origen, veteado, edad y secado. Tampoco estaba resuelto el
aspecto de las proporciones. Amundsen encargó un modelo que estaba a mitad de camino del
esquí de salto y de fondo. Era extremadamente largo—unos dos metros y medio—y estrecho
para tal longitud, lo que a su parecer requería la Antártida. La longitud estaba concebida para
superar las grietas más anchas. Con una superficie larga y resistente se evitaba la rotura de
puentes de nieve o capas delgadas y el hundimiento en nieve suelta. Con este tipo de esquís—
una versión más robusta de las características del modelo de esquí de fondo—resulta fácil correr
porque la resistencia es menor. Además, son estables, mantienen un curso recto y ejercen una
presión menor en las piernas al mantenerse éstas rectas. Había otros perfeccionamientos: una
sección central estrecha y una punta acampanada para atravesar ventisqueros y sacar hasta la más
mínima ventaja del deslizamiento, con lo que se ahorraba energía y una comida preciosa.
Amundsen eligió como material el nogal americano. Era pesado pero fuerte, elástico, muy
veteado, impermeable al agua, conservaba el lacre y parecía especialmente adaptado a las bajas
temperaturas. [16] Tenía la madera: la había comprado nueve años antes en Pensacola y estaba
seguro de su calidad.
El único defecto de estos esquís estribaba en su longitud, que los hacía endemoniadamente
difíciles de girar. Pero sólo plantearía dificultades en el descenso de la meseta, como mucho
ciento sesenta kilómetros de un total de dos mil doscientos. El gasto de energía en este tramo
sería infinitesimalmente pequeño al lado del ahorro en los demás.
Como cualquier esquiador, Amundsen se preocupó por las botas y las fijaciones. Eligió las
fijaciones de talón rígidas que acababan de aparecer en el mercado porque ahorraban energía
gracias al buen control. Era preciso diseñar una bota que fuera lo bastante fuerte en su sección
longitudinal para adaptarse a estas fijaciones, así como a los camprones en las cuestas de hielo, al
tiempo que ofreciera una buena flexibilidad para poder levantar el talón y evitar la opresión y la
congelación asociadas en temperaturas bajas a los calzados demasiado rígidos. Adoptó una
innovadora bota de suela de cuero y parte superior de tela. Tenía una capacidad enorme,
concebida para meter varios calcetines y suelas interiores. También las fijaciones eran
mejorables. Amundsen inició un agotador proceso de perfeccionamiento que se extendió, debido
a diversos contratiempos, a lo largo de casi dos años y no concluyó hasta el último momento en
las nieves. Finalmente, optó por unas fijaciones Huitfeld, una modalidad temprana de correa de
talón, con cierres Hoyer-Ellefsen.
También había que pensar en la comida. Todavía acosado por el recuerdo del Bélgica,
Amundsen quería evitar el escorbuto. Decidió que el único preventivo era la carne fresca
careciendo de una teoría sobre las toxinas. [17] Asimismo se ocupó del pemicán. En una visita
relámpago a Estados Unidos a finales de 1909 supo que Armour's, el envasador de carne que le
había prometido pemicán gratuito, se había añadido a las demás empresas que retiraban sus
ofertas porque, tras la llegada al Polo Norte, el Artico ya no representaba una buena publicidad.
Fue una bendición aunque no lo pareciera, porque lo obligó a crear un producto mejor.
El pemicán, grasa y proteína concentradas, tiene muy poca fibra, con lo que puede resultar un
impedimento para el bienestar y originar graves desórdenes estomacales. El ejército noruego
había experimentado con el pemicán como suministrador de hierro añadiéndole guisantes que
aportaran la fibra y lo hicieran más digerible. Amundsen estaba al corriente de estas pruebas y,
tras hacer algunos experimentos, encargó un pemicán al que se le hubieran añadido harina de
avena y guisantes. Era uno de aquellos pequeños detalles que podían resultar decisivos. En
condiciones extremas, el hábito más sencillo se convierte en un esfuerzo consciente, y la vejiga y
los intestinos pueden resultar una obsesión. Un estómago lleno equivale a movimientos pesados,
esfuerzo vano y mal humor. La diarrea no es ninguna broma cuando defecar supone toda una
operación sometida a las ventiscas y la nieve azota y la helada amenaza; el estreñimiento es peor
si cabe. Amundsen consideraba que el momento de evitar tales percances era antes de partir.
Amundsen prestó también una atención infinita a las ropas. A través de Daugaard-Jensen había
encargado, además de los perros, ropas de piel de foca de los esquimales de Groenlandia, así
como material para reparaciones. Disponía del modelo de reno de los netsiliks, piel de lobo,
ropas a prueba de viento Burberry, un tosco tipo de gabardina de algodón noruego y hasta
mantas militares viejas y apelmazadas como ropa basta para llevar a bordo y en la base.
Amundsen no dejó ningún detalle al azar, no dio nada por supuesto. A todo aportó un toque
imaginativo. Llegó a diseñar, por ejemplo, las cajas de los trineos. Desconfiaba del
contrachapado, así que pidió que fuesen fabricadas de cenizas solidificadas. Para cerciorarse por
completo de su calidad, importó la madera de una propiedad de Dinamarca. En vez de la
convencional tapa sobre bisagras, cada caja tenía una apertura circular que se cerraba con una
tapa a presión, como un bote de té. Con ello se conseguía una caja más fuerte y un cierre a
prueba de nieve. Y lo más importante: podía abrirse y cerrarse la tapa desde el trineo, sin tener
que deshacer las cuerdas, lo que ahorraba tiempo y energía.
Si uno está cansado y débil [observa Amundsen] se puede dar fácilmente que deje para mañana
lo que tiene que hacer hoy, sobre todo si el tiempo es malo y frío. Cuanto más ligero y simple es
el equipamiento de trineo, antes se puede descansar. En un viaje largo este punto tiene una
importancia nada desdeñable.
Por cierto, las tapas de las cajas de embalaje fueron un proyecto suyo. Para reducir el peso y
evitar la corrosión estaban hechas de aluminio—fue una de sus primeras aplicaciones— y hubo
que fabricarlas expresamente.
Amundsen eligió a sus hombres con los mismos criterios de especialización que había dedicado
al equipamiento. «¿Les ha pedido permiso a sus padres?», fue una de las primeras preguntas que
formuló al teniente de navío Frederick Gjertsen, el oficial de Marina que se convertiría en
segundo de a bordo. Por lo general era una de las primeras preguntas que hacía, con la variación
de «¿Le ha pedido permiso a su mujer?», que si bien parecía inocente era muy reveladora. No
quería llevar inadaptados sociales, marginados, fracasados, aventureros, las legiones de
enajenados y descontentos que empezaban a congregarse más que en ningún otro momento en
torno a las exploraciones como vía de escape de las tensiones de la sociedad civilizada. La
experiencia traumática del Bélgica lo había avisado de los peligros de una personalidad
inadecuada en la expedición del Polo. El mal compañero era más peligroso que la peor de las
ventiscas. Fue uno de los primeros exploradores que se dio cabal cuenta de que la salud mental
era tan determinante como la física. Consideraba a sus hombres como medios con miras a un fin,
y la mejor recomendación era que estuvieran preparados para su tarea. Al seleccionarlos
prescindió de los sentimientos.
Amundsen sabía que no era un conductor de perros consumado. Reconocía su enorme
superioridad sobre sus rivales ingleses, pero entre sus compatriotas, y a sus ojos, no era más que
aceptable, y no bastaba la corrección. Quería lo mejor. Helmer Hanssen, que lo acompañara en el
Paso del Noroeste, aceptó acompañarlo tras algunas vacilaciones. Contando con un certificado de
oficial, también podía llevar un barco. Hanssen constituía con Bjaaland el núcleo del grupo polar
de Nansen.
A Helmer Hanssen, contratado como marinero ordinario, le pagó el doble que a Gjersten, el
segundo oficial. Ninguno de los dos lo consideró injusto: los conductores de perros escaseaban
más que los segundos oficiales, y en las regiones polares el conductor de perros era el rey. Era un
planteamiento profesional, pero ésta, al fin y al cabo, era una empresa profesional y no
aficionada como la de Scott. Preocupado por conseguir un cocinero apto para el Polo, Amundsen
se aseguró la presencia de Adolf Lindstr0m, que lo había acompañado en el Gj0a y se hallaba
pescando ante la costa oeste de Alaska.
Durante el verano de 1909, Oscar Wisting, un artillero de la Marina, trabajaba en el Fram en el
astillero de Horten. En una de sus visitas regulares, Amundsen se le acercó «y dijo, mientras me
palmeaba amablemente en los hombros: "Puedes venirte al norte conmigo". Por decir lo menos,
quedé sorprendido».
Wisting ni siquiera se había tomado la molestia de presentar una solicitud. Pero le había
recomendado el teniente de navío Kristian Prestrud, uno de sus oficiales, que se disponía a
participar en la expedición de Amundsen. Y éste se lo propuso tras el pertinente examen, porque
Wisting había cazado ballenas en Islandia y acabó como artillero, tenía un certificado de oficial y
podía llevar con solvencia un barco pequeño. Aunque según los haremos noruegos no era un
gran esquiador y desconocía por completo la conducción de perros, estaba acostumbrado a
trabajar al aire libre en un clima frío. Era versátil y habilidoso, y aprendía con facilidad.
Amundsen quería a hombres que se sometieran espontánea y totalmente a su autoridad. «Afirmo
por mi honor que obedeceré al jefe de la expedición en todo y siempre—rezaba una cláusula del
contrato que debían firmar—y prometo trabajar con una resolución infatigable en pos del éxito».
A pesar de toda la pericia que tenía a su disposición, Amundsen insistió en llevarse a un piloto
acostumbrado al hielo. Era el especialista que podía ahorrar semanas atravesando la masa de
hielo, cuando cada hora podía resultar decisiva en la carrera hacia el Polo. Amundsen le pidió a
su buen amigo Zapffe que le encontrara uno en Tromso. Zappfe acabó eligiendo al capitán de un
foguero del Ártico llamado Andreas Beck; «un oso grande y afable de pocas palabras».
Por otra parte, aunque Gustav Wiik había muerto en el Gjoa, Amundsen seguía negándose a
llevar un médico. Y, en cambio, le pidió otra vez a Zappfe que lo acompañara.
Creo [le escribió Amundsen] que con su conocimiento de la medicina—porque a fin de cuentas
un farmacéutico tiene que conocerla bien con el tiempo—podría asumir la posición de médico
etc. etc. etc. a bordo. Un médico puede plantear el problema de ocuparse sólo muy a
regañadientes de lo que no pertenezca a su profesión. Pero no tengo espacio para un hombre
como éste. Un hombre ajeno a la medicina no tendrá, en mi opinión, este defecto.
Bajo este pensamiento latía un miedo a que alguien con una formación académica constituyera
una amenaza para su autoridad y lo ridiculizara ante sus hombres.
Zapffe adujo de nuevo motivos que le impedían acompañarlo, y Amundsen encomendó a
Gjertsen y Wisting que recorrieran hospitales en lo que llamó un «curso acelerado» de
odontología y cirugía. Estaba convencido de que un aficionado podía hacerse cargo de la mayor
parte de las tareas médicas que entrañaba una expedición; un punto de vista, por cierto, que tal
vez suscribiera más de un médico.
Hubo un momento oscuro en que Amundsen tuvo que renunciar a sus principios y plegarse a una
condición impuesta. Durante el otoño de 1908 recibió una carta de solicitud de Hjalmar
Johansen, que había acompañado a Nansen en el norte. Johansen era un buen conductor de
perros provisto de una excepcional experiencia en el viaje por el Polo. De poca estatura y
robusto, ágil, nervudo e indeciblemente fuerte, era un gimnasta y esquiador de alta competición
muy bien preparado; estas características hacían de él un hombre idóneo para la expedición. Pero
tenía ciertos defectos personales que lo convertían en un grave riesgo.
En 1896, al volver a Noruega de su épico viaje por el hielo ártico con Nansen, Johansen era uno
de los héroes del momento. Pero cuando se acabaron las ovaciones hubo que reconciliarse con la
vida cotidiana, un choque que requiere ciertas condiciones y que para Johansen, como para
muchos otros, fue insuperable.
Regresaba a casa convencido de tener la vida resuelta, pero pronto descubrió que la aventura
polar no era necesariamente un pasaporte al éxito. Se le recompensó con un cargo permanente de
capitán en el ejército, lo que no significaba más que un retorno a una monotonía que, a fin de
cuentas, lo había llevado a marchar a las nieves.
Johansen se sintió desde el principio marginado por Nansen: tenía que vivir a su sombra, ser
fatalmente el número dos. Para él, que si bien tranquilo, sencillo y modesto tenía esperanzas de
una posición más destacada, fue una amarga decepción. Le costaba resignarse, y las cosas no
tardaron en torcerse. A los pocos meses de desembarcar tuvo que pedirle a Nansen un préstamo
de quinientas coronas «hasta que lleguen tiempos mejores»; de entonces en adelante estuvo casi
siempre en situación precaria y pidió ayuda a su antiguo jefe en un sinfín de ocasiones. Diez años
de adversidades culminaron en la separación de su mujer y sus hijos, la ruina y la baja del
ejército. La bebida era la maldición de Johansen: se había convertido en un auténtico alcohólico.
En 1907 vivía en un hotel de Tromso, indigente a los cuarenta años, incapaz de pagar la comida
y el alojamiento y, como le escribió a Nansen,
Si crees que te fui de alguna utilidad durante la expedición [del Fram] y por eso tal vez quieres
ayudarme a salir de esta situación desesperada, te comunico que tengo la mayor necesidad de
ayuda.
Pero el jefe de policía de Tromso, a quien Nansen había escrito para averiguar qué pasaba con su
antiguo compañero, creía que «cualquier ayuda financiera se perdería en bebida. Habría que
apartarle de este lugar». El propio Johansen quería
participar en alguna expedición. Casi me da igual de qué tipo, para salir de esta existencia que
durante los últimos años ha sido de todo menos atractiva; ¡estoy agradecido a la vida en el
Fram!
No era el único que veía en los desiertos polares una escapatoria de los páramos de la existencia
diaria. Pero una expedición, como dijo Nansen—que conocía bien este tipo de sentimiento—,
«no sería ninguna solución; estaría igual de mal cuando volviera». Sin embargo, siempre había
respondido a las llamadas de auxilio de Johansen, y esta vez le ayudó a encontrar trabajo en el
Polo.
Durante las estaciones siguientes Johansen acompañó a algunas expediciones extranjeras a
Spitsbergen. Como escribió uno de sus patrones, trabajaba bien, «sin ninguno de los resultados
desastrosos asociados a la vida en latitudes más temperadas». Pero, tal como había previsto
Nansen, al volver a casa recaía en los antiguos hábitos.
Al anunciar Amundsen su expedición, con el plan original de los cinco años de deriva, pareció
darse la oportunidad que Johansen estaba esperando.
Johansen había salvado la vida a Nansen en el Ártico, y éste se sentía en deuda. También tenía el
deseo sentimental de ver a uno de sus antiguos hombres en su antiguo barco. Presionó a
Amundsen para que se llevara a Johansen.
Era lo último que quería Amundsen. Compadecía a Johansen, pero el sentimiento no contaba en
la selección de sus hombres. Consideraba que el vicio de la bebida implicaba una debilidad del
carácter equivalente al peligro en situaciones extremas. Y, en un sentido más hondo, temía que
Johansen, mayor que él, igualmente experimentado, mejor esquiador y, sobre todo, habiendo
vivido con una ambición frustrada en el reflejo de la gloria de Nansen, fuera una amenaza para
su autoridad.
Pero Amundsen estaba en gran medida en manos de Nansen, y pese a su oposición visceral se
vio en la obligación de aceptar a Johansen en el viaje del Fram. Amundsen sabía por entonces
que iría al sur y no al norte, con lo que no le hizo ninguna gracia asumir más tensiones y riesgos.
Como un general que preparara un ataque por sorpresa, Amundsen debía mantenerse
constantemente en guardia y pensar en su secreto en medio de complejos preparativos. En
colaboración con Bj0rn Helland-Hansen, había planeado un abundante programa adicional de
tareas oceanógraficas en el Atlántico que reportaba a la expedición un valor científico añadido y,
de paso, a él un pretexto convincente para embarcarse en el Fram en lugar de, como había
anunciado, partir más tarde e incorporarse al barco en San Francisco: tendría que estar a bordo
para supervisar los trabajos. Gracias a su excelente relación con los periodistas pudo servirse de
la prensa para transmitir la impresión de que el proyecto del norte seguía en pie. Su plan, tal
como tuvo cuidado de informar en una entrevista, consistía en
una investigación científica de la Cuenca del Polo Norte, a la par que una investigación
minuciosa de la oceanografía atlántica [para la que disponemos de] abundante tiempo [...] en
el curso del viaje en torno al cabo de Hornos hacia San Francisco.
Lo que contenía una buena dosis de verdad: el arte de la «noticia» suministrada a la prensa.
En fotografías tomadas durante este período Amundsen da la sensación de poner cara de póquer,
casi como si estuviera disfrutando de un chiste privado. Encontraba un placer macabro en
mantener oculto su secreto, puesto que creía, según las palabras de Ibsen, que «el hombre más
fuerte del mundo es el que está más solo».
Amundsen tenía que vigilar cada paso y sopesar cada palabra, ya que una insinuación fortuita
podía dar al traste con todo el proyecto. Abandonó su casa, a la que volvió a intervalos
irregulares. Se escondía, nadie sabía dónde. Se negaba a atender al teléfono. Nunca estaba
localizable ni disponible salvo para unos pocos íntimos privilegiados. Sobre todo había que
ocultárselo a Nansen, porque de conocer la verdad—temía Amundsen—sería el primero en
detener la empresa.
No era sólo con sus adversarios con quien debía andarse con cuidado: también tenía que negarles
el secreto a sus hombres; de momento debían seguir en la creencia de que iban al norte. La única
excepción fue el teniente Thorvald Nilsen, el segundo.
Al ponerse a sus órdenes Nilsen en enero de 1910, Amundsen le reveló, bajo juramento de
mantener el secreto, sus verdaderas intenciones. Era necesario: Nilsen sería el capitán del Fram y
tenía que saber con suficiente antelación adonde se dirigiría para poder completar los
preparativos.
Y es que tras levar anclas de Madeira no habría ningún otro puerto, salvo tal vez alguna isla
remota donde podrían obtener agua, hasta bahía de las Ballenas, a una distancia de 1.400 millas.
Comunicado el auténtico plan, Amundsen quería evitar el mundo civilizado por miedo a que los
acreedores o el Gobierno le embargaran. Quería mantenerse alejado de las oficinas de telégrafos
y consulados, de mandatos judiciales, periodistas y abogados.
Nilsen también debía actuar con astucia. No podía, por ejemplo, encargar abiertamente cartas de
navegación del Atlántico, como mínimo no a través de intermediarios del país, porque supondría
una publicidad inmediata. Las consiguió mediante un complejo pretexto a través de la embajada
noruega en Londres, lo que no suscitó en aquel momento ninguna suspicacia.
Una de las más graves amenazas para el secreto de Amundsen era la cabaña de invierno, cuya
construcción había encargado a un carpintero llamado Jorgen Stubberud, que se había ocupado
de la renovación de su casa. Al tener noticia de la «expedición al Polo Norte», Stubberud sintió
un fervoroso deseo de participar; [Amundsen] era un patrón de lo más atento y agradable, daba
instrucciones fácilmente comprensibles y nunca se preocupaba: «Hazlo cuando puedas», decía.
Amundsen aceptó a Stubberud y, después de que firmara el contrato, le pidió que construyera la
cabaña. Se trataba, como siempre, de la eficacia especializada. Stubberud sabía qué tipo de
construcción requería un clima duro, y utilizó módulos prefabricados para conseguir un
transporte y montaje fáciles.
Uno de los episodios más sorprendentes de esta historia es que Stubberud no sospechara nada al
comunicársele qué tenía que construir. Para ocultar sus intenciones y evitar preguntas
incómodas, Amundsen declaró a la prensa y a todos los que le preguntaban que era «una cabaña
de observación» adaptada al casquete polar ártico. Sin embargo, se trataba de una estructura
grande y robusta, con una cocina separada y amueblada con una mesa, once literas y linóleo en el
suelo, concebida sin duda para que la habitaran durante un período extenso. No casaba con una
expedición que hubiera de tener su base en un barco. Pero Stubberud, dominado por completo
por la personalidad de Amundsen, aceptó la versión y siguió en la creencia de que se disponía a
viajar al norte.
Pero otros estaban desconcertados. La cabaña fue construida y sometida al montaje de prueba en
el jardín de Amundsen, al lado del fiordo y lejos de las carreteras principales y de ojos
demasiado curiosos. Pero resultaba difícil no originar ninguna sospecha en un país donde la
materia polar era del dominio público. Por fortuna no pasaron de habladurías localizadas, aunque
Amundsen no podía estar seguro de poder mantener el secreto al día siguiente.
Una mañana de marzo de 1910, el teléfono sonó importunamente. En el otro extremo del hilo
había un conserje de un hotel de Cristianía. El capitán Scott, el explorador inglés del Polo,
deseaba hablar con el capitán Amundsen. Este temía desde hacia tiempo tal llamada: Scott le
había comunicado por carta que lo visitaría para hablar de una cooperación científica entre los
respectivos viajes al sur y al norte. Amundsen no podía reunirse con Scott y mentirle a la cara.
Envió su habitual mensaje de que estaba ocupado y dio comienzo a una extenuante práctica de
evasivas y fintas a la reunión.
2
EN EL TERRA NOVA
Scott había viajado hasta Noruega para efectuar las últimas pruebas con el trineo motorizado.
Los fabricantes lo habían entregado con retraso y las pruebas se convirtieron en una operación
apresurada y mal organizada que se había de llevar a cabo en Fefor, un centro de esquí turístico
al norte de Cristianía. Incluso un esquiador de montaña inglés puso en tela de juicio la elección
del lugar: según escribió, Scott debería haber rebasado el límite de vegetación arbórea, más allá
del cual la nieve estaba normalmente expuesta al viento y [es] dura, es decir, más parecida a la
nieve que por lo común se encuentra en las expediciones al Polo que la de Fefor, que está
relativamente protegido.
Finse, al borde del Hardangervidda, la que fuera escuela para el Polo de Amundsen, habría sido
perfectamente apropiado. Se habría podido llevar el trineo al pie de un glaciar con la línea de
ferrocarril recientemente abierta entre Cristianía y Bergen. Sin embargo, se le había ofrecido a
Scott alojamiento gratuito en Fefor, situado en una zona que conocía, cerca de Lillehammer,
escenario de las anteriores pruebas.
Como de costumbre, todo fue apresurado y se descuidaron los detalles, ya que Scott se había
concedido apenas nueve meses para organizar la expedición, cuando la mayoría de exploradores
del Polo consideraba que se necesitaban dos meses. Scott confiaba en hacer grandes
descubrimientos científicos y geográficos y, por añadidura, llegar al Polo. No tenía una clara
conciencia de las prioridades, y sus gestiones eran consecuentemente dispersas.
Compró gran parte del equipamiento sin introducir cambios notables, o lo diseñó según modelos
obsoletos del Discovery o anteriores. Scott seguía huellas antiguas, en palabras de un escritor
noruego, «evitando con diligencia la experiencia de sus predecesores en el Ártico».
Mientras el Fram se modernizaba desde la quilla, al Terra Nova, el barco que finalmente adoptó
Scott, sólo se le arreglaba, como se suele decir, lo que ve la suegra. Se debía en parte, pero no del
todo, a la falta de recursos. Mientras, pongamos por caso, se instalaba un costoso congelador
para el superfluo transporte de carne de ovino hasta la Antártida—donde había inagotables
provisiones de focas—, no se hizo modificación alguna en la anticuada bomba de mano del Terra
Nova, que presentaba deficiencias suficientes para amenazar la seguridad del barco y, por tanto,
la vida de todos sus tripulantes.
Por entonces ya eran accesibles las obras de Peary y Astrup, por no hablar del New Land de
Sverdrup y el North-West Passage de Amundsen, con sus pruebas definitivas a favor del uso de
perros. No hay constancia de que Scott leyera alguno de estos libros; si lo hizo, prescindió de sus
noticias. Persistía en el obstinado recelo ante los perros que había cobrado en el Discovery;
seguía acusando a los animales, incapaz de reconocer ni siquiera ante sí mismo que tal vez la
culpa fuera suya. Cuando a mediados de 1909 comprendió que los trineos motorizados no
podrían llevarle hasta el Polo y que necesitaría tracción animal, optó por los ponis, porque
Shackleton los había usado.
Es uno de los incidentes más asombrosos de la historia de la exploración del Polo. También
Shackleton se había llamado a engaño a raíz del hundimiento de los perros del Discovery, y
extrajo la conclusión precipitada, a pesar de todas las demás pruebas, de que no eran adecuados
para la nieve. La idea de los caballos la sacó de Armitage, que se había servido de ellos en la
expedición de Jackson-Harmsworth a Tierra de Francisco José y había expuesto con gran
elocuencia sus méritos en la Antártida durante el viaje del Discovery.
Scott sólo entendía que Shackleton había estado a punto de llegar al Polo; era incapaz de advertir
que un hombre puede salir adelante por motivos inadecuados. La experiencia de Shackleton
había demostrado a todas luces que los ponis no podían soportar el duro clima antartico; eran por
completo inadecuados al terreno glaciar porque sus pezuñas se hundían en los puentes de nieve y
su peso los hacía difíciles de desplazar. El último poni de Shackleton acabó sus días en la grieta
de un glaciar muy alejado de la meseta polar.
Pero el principal argumento contra los caballos era el hecho palmario de que en la Antártida no
había comida para ellos. La única vida vegetal se reducía a un pequeño musgo o liquen escaso, y
habría que transportar al barco cada brizna de forraje. La Antártida, con su abundancia de focas y
pingüinos, estaba hecha para los carnívoros. Los caballos no podían vivir de lo que daba la tierra;
los perros, sí.
Scott no se limitó a copiar los métodos de Shackleton: también quería sus hombres. Pidió al
agente de Shackleton en Christchurch, Nueva Zelanda, Joseph (más adelante sir Joseph) Kinsey,
que trabajara para él; Kinsey aceptó, no sin bastantes reparos. También intentó contratar a
Douglas Mawson.
Mawson (más adelante sir Douglas Mawson) era un geólogo australiano que había formado parte
del grupo que, a las órdenes de su compatriota el profesor Edgeworth David, había alcanzado el
Polo Magnético Sur y añadido lustre a las hazañas de Shackleton. Cuando Mawson visitó
Londres en enero de 1910, Scott trató, con la ayuda de Kathleen, de captarlo. Pero Mawson
declinó la oferta, entre otras cosas porque creía que Scott trataba de apropiarse de sus ideas, y
optó por organizar su propia expedición a la Antártida, lo que sorprendió y molestó a Scott.
Tras coincidir con Frank Wild en una recepción en Londres, Scott trató de persuadirlo en el acto
de que se sumara a su expedición. Wild había llegado con Shackleton al punto más meridional y
podría haber mostrado el camino hasta casi el Polo. Marinero del Discovery, Wild había
experimentado la tiranía del Scott capitán; no le hizo una gran impresión el encanto social de
Scott, y rechazó de plano la invitación. Scott se lo suplicó con tal ahínco que le oyeron otros
invitados. Le ofreció dinero, promoción en la Marina, pero Wild se mantuvo firme en su
decisión. Le había prometido a Shackleton que lo acompañaría en su siguiente expedición, lo que
fue un revés amargo para Scott. La rivalidad entre él y Shackleton había resultado en dos
facciones opuestas, y Wild era un partidario incondicional del segundo.
Con todo, Scott consiguió alistar a dos hombres que habían participado en la expedición del
Nimrod: Bernard Day, el mecánico de motores, y, a raíz de una baja de última hora, Raymond
(más adelante sir Raymond) Priestley, geólogo y futuro rector de la Universidad de Birmingham.
El hombre a quien Scott quería alistar a toda costa era Wilson: su guía, consejero, salvador y
alter ego, el conciliador del Discovery. Y Wilson se había enrolado: Scott había dejado
perfectamente claro a lo largo de los dos últimos años hasta qué punto necesitaba a su antiguo
compañero, y cuando se puso en contacto con él (por telegrama), Wilson aceptó. «Scott es [...]
un hombre con el que vale la pena trabajar», escribió a su padre. «Queremos que el trabajo
científico de cubrir el Polo sea un mero aspecto de los resultados».
Wilson fue nombrado jefe del equipo científico. Uno de los colaboradores que requirió era el Dr.
George Simpson, el meteorólogo a quien Scott había descartado para el Discovery debido a
desavenencias personales. Simpson era por entonces un distinguido miembro del servicio
meteorológico indio, un producto de la Universidad de Victoria, Manchester, pero los demás
científicos provenían predominantemente de Cambridge: un geólogo australiano, Griffith Taylor;
un físico canadiense, Charles Wright; los biólogos Dennis Lillie y Edward Nelson y el propio
Scott. Esta formación motivó que un diario local la llamara «expedición de Cambridge y el
Almirantazgo».
Aunque en esta expedición se percibía el mismo aire de incompetencia e improvisación que
caracterizó la del Discovery, en los años que mediaban entre ambas se había producido un
notable aumento del interés público. Hay que atribuírselo en gran parte a Shackleton, que había
dado rango de respetabilidad intelectual a la exploración de la Antártida. En parte, pero no del
todo, se debía a la calidad del personal científico que había llevado en el Nimrod, mucho mejor
que el del Discovery. En consecuencia, el calibre intelectual de quienes aspiraban a alistarse era
muy superior, y el flujo de voluntarios enorme. En total había unos ocho mil, hombres de todo
tipo y condición.
El Almirantazgo había cedido desde la expedición del Discovery, y le permitió a Scott llevarse
todos los oficiales y marineros que deseara. Scott ya era capitán; su superior en el Almirantazgo,
el segundo Lord del mar vicealmirante sir Francis Bridgeman, estaba al cargo del personal de la
Marina. Y tal vez lo más importante: Kathleen Scott se había puesto manos a la obra con la
mayor energía. Pero aunque se dio permiso a Scott para que probara suerte, tenía que conseguir
el dinero. El coste del rescate del Discovery seguía siendo un recuerdo vivido en Whitehall, y
una subvención era inviable.
Aunque en extremo diferentes en lo fundamental, las expediciones británica y noruega tenían
algunos puntos en paralelo. Tras deshacerse de las comisiones, Scott, al igual que Amundsen,
estaba a la cabeza de un proyecto propio que con todo se había convertido en una empresa
nacional. Y así como a Amundsen se le había impuesto Hjalmar Johansen, Scott tuvo que aceptar
a un miembro por imperativos de las circunstancias.
El alférez de navío E. R. Evans, que, dos años antes, se había presentado como voluntario para
volver a la Antártida con Scott, se había cansado entre tanto de esperar y había decidido
organizar una expedición por su cuenta. En mayo de 1909 empezó a hablar de sus planes con sir
Clements Markham.
La relación de sir Clements con Scott seguía siendo la de un celoso apoderado, y en Evans vio
una competencia incómoda. Evans se proponía explorar Tierra de Eduardo VII, [18] que hasta
entonces sólo se había avistado desde el Discovery en 1902 y en el Nimrod seis años después.
Era un buen plan que prometía nuevos descubrimientos en el todavía poco conocido continente
antartico. Convenció a sir Clements, que reprobaba lo que entendía como «estas correrías hacia
los Polos». Convenció a sir Clements más que el plan de Scott de volver sobre camino trillado
sólo para superar a Shackleton.
Sir Clements reveló discretamente a Scott las intenciones de Evans, y cuando éste fue a almorzar
a la casa del primero el 8 de julio para exponerle sus planes en detalle descubrió que Scott se
había apropiado de ellos. Evans se encontró en la posición del intruso, a punto de desempeñar el
mismo papel que Shackleton. Sir Clements le sugirió que visitara a Scott «y hable con toda
libertad y sin tapujos». Al día siguiente, como quería sir Clements, decidieron aunar fuerzas y
Scott nombró a Evans su segundo. En realidad, sir Clements tenía a Evans en muy buena
consideración, y si lo había conducido a aquel puesto no era sólo por ahorrar a Scott un rival
molesto. En los diarios de sir Clements se traslucen ciertas dudas latentes acerca de la solvencia
de Scott, y veía a Evans como un apoyo deseable.
Tan pronto como empezó la recaudación de dinero Scott comprendió que había encontrado en
Teddy Evans un activo impagable. Evans podía presentarse como navegante campechano ante
los marineros de agua dulce y sabía cómo engatusar a una audiencia para que aportara dinero. En
la primavera de 1910, Scott y Evans habían reunido las primeras diez mil libras. El Gobierno
(liberal), que hasta entonces no se había comprometido al respecto, contribuyó con una
subvención de veinte mil libras. Era cinco veces más de lo que el Storting había dado a
Amundsen.
Amundsen y Scott siguieron criterios diametralmente opuestos en la selección de sus hombres: el
primero organizó una incursión, el segundo una ofensiva general. Para Amundsen lo
fundamental era la agilidad y la movilidad, para Scott la abundancia. Amundsen seguía creyendo
en el grupo reducido, con su cohesión y simplicidad. En cualquier caso, era por temperamento un
jefe de equipos pequeños, como muy bien sabía, y se restringió a su especialidad. Su equipo de
tierra constaría de diez miembros o menos; los cálculos de Scott oscilaban entre los veinte y los
treinta.
Amundsen no se podía permitir pasajeros: eligió metódicamente a sus hombres según un
propósito definido, como un artesano sus instrumentos. Además de la experiencia en el Polo y
las destrezas concretas del esquí y la conducción de perros, les exigía que fueran inmunes al
aislamiento y a la fatiga del trabajo duro en un exterior de clima frío.
Scott no atendía a un baremo claramente definido, a parte de su preferencia por los miembros de
la Marina. Por una parte, había un pequeño núcleo de antiguos integrantes de la expedición del
Discovery-Wilson y los marineros Crean, Lashly, Edgar Evans, Williamson—; por otra, la gran
y heterogénea mayoría falta de experiencia en el Polo y, en realidad, en el clima frío.
Estaba, por ejemplo, Henry Robertson Bowers, un escocés de escasa estatura, enjuto, duro y
pelirrojo de Clydeside que había bordeado el cabo de Hornos en un velero, completado el
aprendizaje del mar y, a los veintiséis años, era teniente en la Marina británica de las Indias. Se
había sentido atraído por las regiones polares desde muy joven, pero de la nieve y el hielo sólo
sabía lo que había oído o leído en los libros.
Al igual que Teddy Evans, Bowers era producto del Worcester, el barco de instrucción del
servicio mercante que recorría el Támesis; de hecho, hay algo de «enchufe» en el modo como
Bowers ingresó en la expedición: había coincidido con sir Clements Markham, que mostraba un
vivo interés por el Worcester, y le impresionó con su entusiasmo por el Polo. Cuando Scott
estaba a punto de anunciar su expedición, sir Clements se acordó de él y le escribió a Burma,
donde estaba por entonces, preguntándole si le gustaría participar en ella. Bowers no dejó pasar
la ocasión, y sir Clements, con la ayuda de Teddy Evans, convenció a Scott de que lo aceptara,
sin haberlo ni siquiera visto.
Otro tipo de persona había sido aceptado en la expedición debido a las dificultades económicas
de ésta. Como medio de recaudar fondos, Scott adoptó la práctica de Shackleton de alistar a
voluntarios por el hecho de que pagaran. [19] Dos se alistaron en el Terra Nova por el precio de mil
libras por cabeza. Uno de ellos era Apsley Cherry-Garrard, un recién licenciado por Oxford,
primo de Reginald John Smith—el editor que había publicado el libro de Scott—y amigo íntimo
de Wilson. Probablemente Scott hubiera preferido el dinero de Cherry-Garrard sin Cherry-
Garrard; pero Wilson intercedió en su favor, sin duda a instancias de Smith.
Era evidente que Smith y Wilson pensaban más en lo que la expedición podía hacer por Cherry-
Garrard que en la propia expedición. El joven sufría los efectos de una educación debilitante, en
medio del acoso de un padre tiránico y la tierna dominación de madre y hermanas, que le había
dejado un carácter infantil. Creían que la Antártida le haría bien, que lo curtiría tanto en lo físico
como en lo mental.
El otro voluntario por suscripción era un capitán de caballería, Lawrence Edward Grace Oates.
Había estudiado en Eton y pertenecía (como Cherry-Garrard) a la aristocracia terrateniente.
Disponía de una renta privada pero siempre vivió un tanto por encima de sus posibilidades.
Oficial del sexto cuerpo de caballería Inniskilling Dragoons, jugaba al polo, practicaba el tiro, la
caza, era un excelente jinete, poseía un velero y algún caballo de carreras; se permitía, en fin,
todas las aficiones propias de su tiempo, clase y regimiento. Menos convencional era su afición a
las motocicletas: fue uno de los primeros motoristas de Inglaterra. También se adelantó a sus
tiempos en su petición de una piscina privada en Gestingthorpe, la casa de campo que los Oates
poseían en Essex. Era tranquilo y reservado, y aunque a veces gustaba de hacerse pasar por
estúpido estaba muy lejos de serlo.
Tampoco fue el típico niño romántico al que suele atraer la exploración del Polo. De hecho no
tenía nada de romántico, y estaba exento de hipocresía. Era un señor racional del siglo XVIII
nacido en el umbral del siglo XX. Desde la infancia despreció el esnobismo y la afectación. En
una ocasión le presentaron al duque de Connaught, quien le preguntó si conocía a su hijo, que
también había estado en Eton. «No—respondió Oates—no esperará que conozca a todo el
mundo».
Oates era un soldado de choque. Había participado en la guerra anglo-bóer y sufrido una grave
herida en el muslo. En el momento de cursar su solicitud de ingreso en la expedición a la
Antártida se encontraba en la India, hastiado de la rutina de los tiempos de paz; conocía, aunque
no le obsesionaba, el camino hacia la promoción:
[...] si se tiene trato con alguno de sus señorías del Ministerio de Guerra, o mejor aún con sus
esposas, servir como soldado es bastante divertido, pero de lo contrario más vale quedarse en
casa.
Fue con este tipo de ánimo con el que se ofreció para la expedición de Scott. Tal vez el interés
por el Polo se lo hubiera transmitido su padre, quien, viajero apasionado, había llegado en velero
a Spitsbergen.
El padre había muerto en la adolescencia de Oates. Desde entonces madre e hijo habían estado
muy unidos; para no inquietarla, Oates le comunicó su solicitud a Scott con una pátina de humor
irónico, tal vez frívolo, que sin embargo tenía una base seria y reveladora:
Me ayudará profesionalmente, ya que si en el ejército necesitan a alguien que quite las etiquetas
a las botellas elegirán antes a un hombre que haya estado en el Polo Norte que a uno que sólo
haya llegado a Mile End Road.
Oates quería trabajo duro y novedades, y Scott buscaba a alguien que se ocupara de los caballos:
la carta de Oates llegó como caída del cielo y fue aceptado, como Bowers, sin entrevista previa.
Scott solicitó al Ministerio de Guerra la excedencia de Oates, a lo que el cuerpo se avino siempre
que se pagara el billete para Inglaterra y el del soldado que lo reemplazara en la India. Oates
cumplió las dos exigencias de buen grado: sumadas a las mil libras de la suscripción, no dejaban
de ser más baratas que dos años de estancia en el ejército.
A principios de mayo compareció en el Terra Nova, que estaba siendo aparejado en los muelles
de West India de Londres. Su llegada había estado precedida de muchos rumores y conjeturas:
según sus propias palabras, «en este tipo de espectáculo no suelen aparecer oficiales de
caballería». La inclusión de un capitán de caballería de clase alta en una empresa de clase media
resultaba interesante. Oates lo sabía, sin duda, y se desenvolvió con su peculiar estilo: apareció
con un bombín viejo y el largo cuerpo embutido en un impermeable abotonado hasta el cuello.
Crean, uno de los marineros que estaban en cubierta, a la llegada de Oates no pensó
ni por un momento que fuera un oficial, ya que normalmente iban muy elegantes. Nos pareció
que era un granjero, era [...] tan educado y amable, como uno de nosotros, pero ¡vaya, era un
caballero, todo un caballero, siempre un caballero!
Cuando, a principios de marzo, Scott viajó a Noruega para hacer las pruebas con el motor,
aprovechó de paso la oportunidad para comprar pieles y trineos. En Cristianía, de camino hacia
Fefor, se reunió con Nansen, que ya estaba al tanto de la estrategia británica.
Nansen no sentía una especial simpatía por Scott—aunque sí le gustó Kathleen, que acompañaba
a su esposo—pero era, en el sentido griego, un hombre caritativo que no podía quedarse con los
brazos cruzados observando cómo un semejante se precipitaba hacia la destrucción. Los planes
de Scott—en la medida en que existían—eran absurdos. Su irracional recelo ante los perros, su
proporcional confianza en los caballos, su fe en el funcionamiento en clima frío de los todavía
inéditos motores de gasolina: todo parecía anunciar el desastre. Nansen se creyó en la obligación
de salvar a Scott de sí mismo. Al mismo tiempo, un aprendiz de explorador noruego necesitaba
una ayuda discreta.
Este era Tryggve Gran, quien, a los veinte años, había empezado a organizar por su cuenta una
expedición a la Antártida. Su interés por el Polo provenía del capitán Victor Baumann, que había
acompañado a Otto Sverdrup en la segunda expedición del Fram. Gran había coincidido con
Baumann durante un breve período como cadete de la Marina noruega. Pero fue Shackleton
quien lo hizo pasar a la acción: Gran se había entrevistado con él cuando visitó Noruega en
octubre de 1909 y asistió a una conferencia suya en Cristianía en que habló del viaje que casi
había llegado al Polo.
Durante una hora y media me pareció estar clavado a mi asiento. Tenía la sensación de estar
experimentando a través de palabras y fotografías un cuento de hadas real. Sin ninguna duda,
la Antártida era el lugar donde los esquiadores noruegos podían hacer historia.
Amundsen también se encontraba entre el público y, en años posteriores, la señora Shackleton
dijo que nunca olvidaría la expresión que se le imprimió en el rostro mientras hablaba su esposo.
Tenía sus ávidos ojos clavados en él, y cuando Ernest citó el verso de R. Service «Los senderos
del mundo son innumerables», una mirada mística los relajó: era la mirada de un hombre que
presenciaba una visión.
Antes de que Shackleton abandonara Cristianía, Gran se entrevistó con él.
Le pregunté sin ambages si me aconsejaría ir al sur por iniciativa propia, siendo tan joven, y sin
otra experiencia que la que había adquirido en el mar y esquiando en las montañas. La
respuesta de Shackleton hizo que el corazón me golpeara las costillas.
—Escúcheme, mi joven amigo—dijo—, no le aconsejaré que lo haga, pero le daré mi opinión
sincera. Siempre y cuando pueda reunir suficientes hombres experimentados para llevar su
barco hasta la Barrera de Ross, su juventud no es ningún impedimento—. Y prosiguió—: Se está
preparando una expedición inglesa al mando del capitán Scott que se espera parta el próximo
verano. Es preciso actuar con rapidez. Puede contar con un cheque de mi parte.
Shackleton debía de haber bajado excepcionalmente la guardia para alentar con tanta decisión a
un extraño a competir con Scott: no solía revelar a desconocidos el resentimiento que sentía por
su rival. Es posible que se dejara llevar por el recibimiento que le dispensaron en Cristianía, una
procesión con antorchas y un emocionante discurso de Amundsen. «En ninguna parte los
corazones han latido con tanta fuerza por usted», decía un fragmento que conmovió a
Shackleton, «y tal vez ninguna congregación haya estado mejor preparada para apreciar su
empresa».
A Gran, un joven impresionable, estas escenas y el encuentro con Shackleton lo inflamaron; se
puso manos a la obra: encargó un barco (era lo bastante rico como para costearse sus caprichos),
empezó a reunir expedicionarios y, en enero de 1910, visitó a Nansen para exponerle su
proyecto.
Nansen quedó preocupado por lo que oyó. La embarcación de Gran era aproximadamente del
mismo tamaño que una barca de pesca, ridículamente pequeña para la Antártida. Y con veinte
años, Gran era demasiado joven como para plantearse estar al mando de una expedición.
Pero no fueron sólo la juventud e inexperiencia lo que preocupó a Nansen. Gran ya había pasado
por algunas pruebas: le habían orientado hacia la Marina, lo que, en Noruega, significaba
veintiún meses de servicio en el mar en barcos mercantes antes de llegar a cadete. Entre los
dieciséis y los dieciocho años Gran había trabajado en veleros, atravesado el Atlántico varias
veces y naufragado en la costa noruega. Entre tanto había recorrido en esquí las montañas
noruegas.
Gran había abandonado la Marina al consolidarse el proyecto de la expedición a la Antártida, lo
que no era el mejor precedente. Nansen conocía este aspecto y muchos más. La pregunta era:
¿Cómo disuadirle de llevarla a cabo? Una prohibición explícita tendría, sin duda, efectos
desastrosos. Nansen urdió una intrincada treta y se ofreció a presentarle a Scott; Gran estuvo
encantado: de súbito le era dado, por así decirlo, el trato con exploradores reconocidos.
Nansen arregló una cita en Hagen's, la tienda donde Scott iba a comprar los trineos. La aversión
irrazonable de Scott a los esquís—otra consecuencia del viaje del Discovery—le parecía a
Nansen una enorme estupidez. Esperaba eliminarla a fuerza de implicarlo en el agradable
ambiente del esquí en grupo y de una propaganda atinada. Y así, los tres hombres fueron a
Hagen's y miraron trineos y esquís. En el momento apropiado, como recordaba Tryggve Gran al
cabo de los años, Nansen se volvió hacia Scott y le dijo:
—Llévese esquís. Shackleton no los llevó y cuando comimos juntos me dijo que de haber sabido
manejarlos habría alcanzado el Polo. ¡Lo habría conseguido!
Lo que demostraba una notable perspicacia: Nansen había advertido la obsesión de Scott por
Shackleton. ¿O se lo había dicho Kathleen Scott?
—Pero recuerde que no sirve de nada llevar esquís si no los domina como es debido. Debería
[aprender] de un noruego.
—Bueno, si me indicara un hombre que pueda enseñarme—dijo Scott—le estaría muy
agradecido.
Y Nansen me golpeó el hombro y dijo:
—Bueno, Gran, tú puedes, ¿no?
Y yo dije que con muchísimo gusto.
Así que, a la mañana siguiente, Gran tomó con Scott el tren hacia Fefor. Tenía una honda
conciencia de su papel de representante del noble arte del esquí. Un caballo y un trineo
condujeron al grupo de Scott desde la estación de ferrocarril de Vintra a Fefor. Cuando llegaron
a la nieve del pie de la primera elevación, Gran saltó del trineo, se puso los esquís y, según sus
palabras, «en seguida comprendí que Scott quedó impresionado» porque consiguió llegar hasta la
cima con gran facilidad.
Al día siguiente, el trineo motorizado, enviado con antelación, fue puesto a prueba en el lago
helado que había ante el hotel. Lo manejaba Bernard Day, el mecánico de motor de Shackleton y
primer conductor en la Antártida. Había trabajadores de la compañía de motores Wolseley (que
había fabricado el motor) observando las evoluciones. Y también Skelton, convertido en jefe de
mecánicos, que se ocupaba de la aplicación de los primeros motores diesel a los submarinos
británicos pero que sin embargo, habiéndoselo encarecido Scott, encontró tiempo para supervisar
la fabricación y las pruebas del trineo.
Poco después del desayuno, el silencio de la montaña quedó destrozado por los resoplidos y
estallidos de un temprano motor de petróleo; el monstruo avanzaba lentamente por la nieve, entre
las ovaciones entusiastas de la comunidad de turistas. La gente subía al trineo, se agarraba a él y
se dejaba arrastrar sobre los esquís. Este milagro duró exactamente un cuarto de hora: sin previo
aviso, se oyó un agudo crujido, el trineo se detuvo de golpe, como un caballo que se negara a
superar una cerca, y lanzó a Day a la nieve. Se había roto un eje. Era la oportunidad de Gran para
demostrar las posibilidades del esquí. Disponía de poco tiempo, porque Scott debía volver a
Londres. Sólo era posible reparar el trineo en un taller del valle. Con las piezas a la espalda, Gran
se deslizó elegantemente en el mejor estilo de las carreras. «Scott no daba crédito a sus ojos»
cuando Gran regresó al cabo de cinco horas, tras recorrer dieciséis kilómetros, descendiendo y
ascendiendo trescientos metros, con el eje reparado—un peso de doce kilos—a la espalda.
Volvieron a colocar el eje y el trineo traqueteó triunfalmente toda la tarde en sus viajes de ida y
vuelta, arrastrando tres toneladas a una velocidad de siete kilómetros por hora. A esta velocidad
superaría la Barrera en cincuenta y cinco horas efectivas desde el estrecho de McMurdo. Scott
estaba de un humor espléndido. Gran recordó que estaban cruzando el lago con los esquís cuando
Scott se detuvo de repente y me preguntó si estaría dispuesto a posponer mi proyecto de la
Antártida para acompañarle al sur. Creí no haberlo oído bien, y sólo cuando me explicó que por
primera vez se daba cuenta de lo mucho que podía aportarle el uso correcto de los esquís a él y
a su expedición comprendí que los oídos no me habían engañado.
Resulta en todo punto peculiar que, a los diez años de dedicarse a actividades relacionadas con la
Antártida, Scott fuera a los orígenes y viera el esquí en el país que lo había inventado.
Considerado por el público como un experto en el Polo, no presenció un uso correcto del esquí
hasta su viaje a Fefor. Había sido el primero en llegar, a trancas y a barrancas, al corazón de la
Antártida, pero Gran era el primer buen esquiador que veía.
Gran demostró lo que se podía hacer con dos bastones: cómo convertían el deslizamiento en una
actividad descansada y la ascensión casi en un placer. Fue una revelación que impresionó a
Scott. No había visto dos bastones de esquí en acción, sólo el método obsoleto del único bastón.
Gran también exhibió otros perfeccionamientos, entre los que se destacaron las botas y fijaciones
estables que permitían un buen control de los esquís.
Con el fervor del converso, Scott atribuyó unas cualidades casi milagrosas a los instrumentos que
rechazaba de plano unas horas antes. Gran había hecho su espectacular exhibición en el
momento idóneo: la avería del trineo había dejado abatido a Scott, y la euforia posterior a la
reparación no hizo más que magnificar las incertidumbres suscitadas por el accidente. El informe
final de Skelton enumeró más de sesenta fallos mecánicos, cada uno de los cuales bastaría para
provocar una avería. No quedaba tiempo para más experimentos en la nieve antes de pasar a la
acción, pero los esquís aparecían como un seguro providencial: el medio de transporte adicional
que, añadido a los motores y los animales, debía llevarle al Polo.
Scott pretendía que Gran convirtiera a sus hombres—algunos de los cuales, como Oates y
Bowers, eran absolutos principiantes—en buenos esquiadores en el período comprendido entre el
desembarco en la Antártida y la salida hacia el Polo; es decir, completar en unos pocos meses lo
que normalmente llevaba años. Scott esperaba de Gran que, además de transmitirles la técnica,
les motivara: que con el ejemplo personal les demostrara los usos de los esquís y así acabara con
los prejuicios que le habían predispuesto en contra de ellos y que, como creía acertadamente,
cegaba a sus subordinados. Todo ello había de hacerse mientras sus seguidores se encargaban del
trabajo duro, más o menos como si se enseñara a disparar a un soldado en el momento de entrar
en batalla. Gran, como es comprensible, le pidió tiempo para pensarlo.
De hecho—y, sin duda, como Nansen había calculado astutamente—, esta posibilidad también
era oportuna para Gran. Era rico, pero por desgracia no lo bastante, y se había embarcado en los
preparativos sin prever el coste. Scott se ofreció para llevarse los esquís y trineos que había
comprado, no tanto por amabilidad como por necesidad: no había encargado los instrumentos a
Hagen's hasta el último momento, y la tienda difícilmente se los podía suministrar a tiempo;
Scott resolvió el problema adoptando el equipamiento de Gran. Para éste el acuerdo significaba
poder renunciar a su proyecto sin mengua de honor y salir de sus apuros económicos. También le
ofrecía experiencia. A primera hora del día siguiente le comunicó a Scott su decisión de
acompañarle. Kathleen Scott, según la descripción de Gran,
estaba en pie junto a su esposo, me aferró la mano con las suyas.
—Qué contenta estoy, y qué aliviada estaré—espetó, visible y audiblemente entusiasmada—. El
esquí puede hacer maravillas.
Desde que se había recuperado del nacimiento de su hijo, Kathleen se había puesto demasiado en
evidencia. A Gran—dicho sea de paso, un don Juan nórdico alto, fornido y exuberante—le dio la
impresión de ser
una mujer muy inteligente y muy lanzada [...] muy ambiciosa [...]
No creo que Scott hubiera ido a la Antártida de no ser por ella.
Casi con toda probabilidad tuvo algo que ver con la conversión de Scott al esquí y su decisión de
llevarse a Gran. Tras un día o poco más volvieron a Cristianía, donde Scott continuó con su
intento, ahora ayudado por Gran, de atraerse a Amundsen.
Al iniciar los preparativos de su expedición, Gran había querido hablar con Amundsen, pero topó
con las mismas evasivas. Finalmente, sólo pudo dar con él presentándose en Bundefjord sin
previo aviso. Amundsen, en palabras de Gran,
no pareció demasiado interesado y respondió de un modo más bien misterioso a la mayoría de
las preguntas. Su conocimiento de las regiones antarticas se reducía al hielo flotante del sur del
cabo de Hornos. El mar de Ross sólo lo conocía a través de los libros [...] Después de un cuarto
de hora aproximadamente [...] me fui, más o menos con la misma información que tenía al
llegar. No era así cómo me había imaginado mi primer encuentro con Roald Amundsen.
Gran estaba disgustado pero no sospechaba nada porque, desde su regreso del Paso del Noroeste,
Amundsen gozaba de una extendida fama de hombre hosco. En ningún momento se le ocurrió
que ocultara algo, y mucho menos que hubiera alterado sus planes y que también él se dispusiera
a viajar al sur. En cualquier caso, como Scott continuara topando con evasivas de Amundsen,
Gran hizo cuanto pudo por organizar una reunión, y pensaba que lo había conseguido. Se
desplazó junto con Scott a Bundefjord, donde les recibió Gustav, el hermano de Amundsen,
quien, a decir de Gran,
nos comunicó que se le había dicho a Roald que Scott quería verlo aquella tarde, y que no
entendía que todavía no hubiera vuelto. [...] Esperamos una hora entera, pero el conquistador
del Paso del Noroeste no daba señales de vida. [...] Si Scott estaba decepcionado, yo estaba
avergonzado.
Por cierto, Gustav no conocía el secreto; seguía pensando que su hermano se dirigía al norte.
Scott regresó a Londres sin haberse entrevistado con Amundsen ni sospechar en lo más mínimo
el motivo de todas estas evasivas. No habían hablado cara a cara ni habían de hacerlo en el
futuro. Scott le envió a Amundsen algunos instrumentos idénticos a los que él poseía para que
ambos hicieran observaciones comparativas, los noruegos en el norte y los británicos en el sur. A
Amundsen le azaró indeciblemente. Pero un rechazo habría levantado gran revuelo; por eso los
aceptó, en términos elusivos pero sin la mentira directa.
En Fefor, Skelton, que había presenciado el éxito del trineo a motor al que tanto esfuerzo había
dedicado, recibió de Scott la notificación de que no podía acompañarle al sur. Teddy Evans había
declarado que, siendo él un mero teniente de navio, no podía capitanear el Terra Nova con el
comandante Skelton en la sala de máquinas, porque ello equivaldría a tener a sus órdenes a un
oficial de alto rango, aunque convertido en maquinista.
Si resulta tan fácil prescindir de mis servicios [le escribió con amargura Skelton a Scott], creo
que podría haberse hecho tres años atrás, cuando [por primera vez] me escribió [...] en
relación con el trineo motorizado. Y en esta carta no se insinúa para nada esta situación:
«Haga cuanto pueda y después podrá venir».
Teniendo en cuenta lo que le había escrito Scott—«Le he estado dando vueltas a la idea de que,
si volviera al sur, usted se sumaría a la expedición»—, la amargura de Skelton era comprensible,
y no se le podía reprochar la sensación de haber sido utilizado y marginado. Inició una
vehemente correspondencia que, sin embargo, le reportó poco más que la fría respuesta de Evans
de que no tenía «nada importante que añadir» y una racionalización de los motivos de Scott:
En lo que a mí respecta, me encantaría [20] que viniera [...] pero sería insensato por mi parte dar
prioridad a una preferencia personal cuando puede generar conflictos. [...] Por supuesto que
Evans acataría mis órdenes si le hiciera cuadrar, pero no creo que deba hacerlo; debería ceder
por propia iniciativa.
Scott había perdido a un viejo amigo a favor de uno nuevo. Pero al margen de los aspectos
morales implícitos en este asunto, al deshacerse de Skelton, Scott se deshacía de alguien que
contaba con gran experiencia en la Antártida y el único hombre que comprendía a la perfección
el trineo motorizado (hasta no hacía mucho, para el propio Scott, la principal esperanza de
alcanzar el Polo y regresar con vida).
El 17 de mayo de 1910, al incorporarse al Terra Nova en los muelles de West India, Tryggve
Gran observó
unas prisas y unos correteos que me impresionaron casi tanto como el tráfico de las calles de la
metrópolis. Los hombres se movían como hormigas laboriosas. Los marineros se desplazaban
dificultosamente por encima de jarcias y palos.
El Terra Nova había sido entregado el 8 de noviembre de 1909 y había de levar anclas el primero
de agosto del año siguiente. En plena operación de aparejamiento Scott decidió que era una fecha
demasiado tardía para llegar al verano del sur y adelantó el día de partida al primero de junio. La
consiguiente precipitación, exacerbada por la afición de los británicos a las crisis, resultó en la
inusitada escena que encontró Tryggve Gran al subir a bordo del Terra Nova.
Bajo cubierta, en la cámara de oficiales, «donde también reinaba el caos», encontró a un antiguo
conocido, el teniente Victor Campbell, a quien había conocido en un hotel de montaña noruego
estando ambos esquiando.
Campbell había estudiado en Eton y, tras diversas actividades erráticas, se había hecho marinero,
primero en el servicio mercante y después en la Marina británica, de la que se había retirado con
el rango de teniente en 1902. [21] Desde entonces pasaba parte del año en Noruega, a orillas de un
río de Sandsfjord, en la costa oeste, donde podía dedicarse a pescar salmones con toda
tranquilidad porque su tío poseía los derechos de pesca. Campbell había aprendido a esquiar en
las montañas noruegas, lo que motivó su ingreso en la expedición de Scott. Era el único miembro
del grupo que había seguido un aprendizaje apropiado del esquí y uno de los poquísimos que
sabía desenvolverse en la nieve.
Campbell había de estar al mando del grupo que se dirigiría a Tierra de Eduardo VII. La
expedición, según resultaba evidente por el anuncio de The Times, era una amalgama de los
planes de Teddy Evans para Tierra de Eduardo VII y la idea original de Scott de volver al
estrecho de McMurdo. Sin embargo, la de Campbell era la tarea secundaria, puesto que Scott —
como había supuesto Amundsen—ya había decidido establecer la base principal en el estrecho
de McMurdo. En el barco, Campbell fue primer oficial, [22] segundo comandante. «Tenía un
temperamento muy desagradable—le recordaba Gran al cabo de los años—y su mote de "el
oficial malvado" resultaba de lo más apropiado. Pero era un buen marinero». Campbell sabía
hacerse obedecer y sacar el máximo de sus hombres: como Teddy Evans, era un líder nato
embarcado en una empresa condenada, y hay que atribuirle en gran medida el mérito de que el
Terra Nova estuviera listo a tiempo. No fue nada fácil.
El Terra Nova, una mole de setecientas toneladas construida en 1884, ya notaba el desgaste del
tiempo cuando Scott lo compró y sacó de los circuitos de pesca de la ballena, todavía con el
hedor de aceite y esperma.
Quedé muy sorprendido al verlo por primera vez [dijo Davies, el armador], parecía los restos
de un naufragio, sólo apto para el desguazados [Lo habían] oprimido las masas de hielo, una
vez hasta el punto, me dijeron, de que todas las escotillas quedaron dañadas.
Pero era fácil desanimar a quien no estaba acostumbrado a los barcos de madera del Polo. El
Terra Nova no era un velero brillante pero aún podía prestar muchos servicios. En realidad,
Davies estaba más preocupado por las cabañas de la base (entre otras cosas).
Davies, como calafate, es decir, maestro carpintero de riba, debía comprobar la calidad de las
cabañas. Descubrió que la empresa del East End que las construía había escatimado tablones de
las paredes para aumentar los beneficios, lo que podía ocasionar problemas en la Antártida, a
más de tres mil kilómetros del árbol más próximo. Scott tuvo que recurrir a las amenazas
explícitas para obligar a la empresa a solventar el defecto.
El cometa Halley surcaba el cielo. El día de la llegada de Gran a Londres, la Tierra veía la cola
del cometa que, según las previsiones sensacionalistas, había de acabar con el mundo.
Diez días antes, el 6 de mayo, había muerto Eduardo VII, y el aficionado a las coincidencias
históricas no dejará de observar que también la partida del Discovery había estado marcada por
la muerte del soberano, en aquella ocasión la reina Victoria. Los preparativos del viaje a la
Antártida de Scott habían coincidido con la breve era eduardiana, un período, a decir de un
historiador,
de crecimiento y tensión, de idealismo y reacción, de cambios espectaculares y creciente
malestar. En el país, la política no había estado jamás tan enconada; en el extranjero parecía
inminente el Apocalipsis.
La expedición de Scott era celebrada como símbolo de la vitalidad nacional, como refutación
efectiva de las profecías acerca del destino nacional. Peary, que a pesar de todos sus defectos era
un gran explorador del Polo—mucho mejor que Scott—, percibió las taras de la expedición
británica. Por entonces se encontraba en Londres para recibir una medalla de la R.G.S. (en parte)
por haber llegado el primero al Polo Norte, y, al igual que Nansen, se sintió en la obligación de
salvar a Scott de su propia incompetencia. «Pasé con Scott—escribió Peary—dos semanas antes
del inicio de su expedición [...] y no cesé de hablarle de los perros, pero sin resultados».
El 31de mayo, el día previo a la partida del Terra Nova de los muelles de Londres, la R.G.S.
celebró una comida de despedida. El comandante Leonard Darwin, presidente de la R.G.S.,
declaró en uno de los discursos que Scott se aprestaba a
demostrar de nuevo que la hombría de la nación no ha muerto y que las virtudes de nuestros
antepasados, que construyeron este gran imperio, siguen floreciendo entre nosotros.
La repuesta de Scott fue curiosamente comedida: nada de confiadas bravatas vikingas, nada de
engreimiento isabelino, sino la inconsciente sospecha de que algo andaba mal. La presencia del
capitán Bob Bartlett, que había acompañado a Peary al norte, apuntaba una deficiencia obvia:
Tenemos [dijo Scott] los hombres necesarios para el éxito de una expedición al Polo. Pero, por
muy completo que parezca el contingente, uno no puede por menos de ver que hay muchos otros
hombres en este gran imperio (y recuerden que he tratado de hacer de la mía una expedición
imperial) que podrían ayudarnos enormemente en nuestra tarea [...] Uno sabe, por ejemplo, que
en Canadá hay hombres duros enfrentados a los rigores de la vida de la frontera que serían
inapreciables en una expedición como ésta. Uno sabe (y contamos con un ejemplo aquí mismo,
el capitán Bartlett, al que veo sentado enfrente de mí) que Terranova ha dado una curtida raza
de marineros [...] pero hay límites que una expedición no puede rebasar. A parte de la
limitación del número, es preferible que personas que han de vivir juntas posean el mismo
ánimo, y en la medida de lo posible la misma formación, y, además, existen dificultades
insuperables en la selección de hombres muy alejados geográficamente de nosotros.
No hay constancia de la reacción de Bartlett, pero sí de sus ideas expresadas al día siguiente, el
primero de junio, cuando, atendiendo a una invitación oficial, fue a despedir al Terra Nova
cuando zarpaba de los muelles de Londres.
En lo que vi me sorprendieron dos cosas sobre todo: la actitud del país y el tipo de
equipamiento [...] había lazos de oro y sombreros de tres picos y suficientes dignatarios para
dirigir una armada. No pude dejar de comparar esta formalidad con la actitud mezquina, casi
despectiva del público norteamericano ante los valientes esfuerzos de Peary [...].
El fundamento de toda la tarea de Peary consistió en aplicar los métodos esquimales [...] Por el
contrario, los británicos han elaborado sus propias teorías. [Han] demostrado sobre el papel
que no vale la pena usar perros [...].
Pensaba en estas cosas mientras observaba las elegantes ropas
de lana, los [...] otros elementos especialmente diseñados (en Inglaterra). Nada de ello se
parecía a los materiales esquimales a los que estábamos acostumbrados.
Sir Clements Markham, venerable, con su pelo plateado y sus grandes bigotes, monumento a las
ya lejanas certidumbres de la era victoriana, también había acudido a despedir al Terra Nova. A
las cuatro de la tarde, una hora antes de que levara anclas, vio como lady Bridgeman, esposa del
segundo Lord del mar, desplegaba la Bandera Blanca en el palo mayor. (El Almirantazgo había
mitigado la altivez de los tiempos del Discovery y permitió que el Terra Nova, aunque no era un
buque de guerra, enarbolara la bandera de la Marina.) Por fin, al cabo de treinta años, sir
Clements veía cumplida su ambición: una expedición británica a la Antártida se hacía a la mar
con la Bandera Blanca.
Lady Markham izó la bandera del Royal Yacht Squadron, sección de élite que había elegido a
Scott como miembro temporal. Al igual que el Discovery, el Terra Nova había sido registrado
como velero para evitar las regulaciones de la navegación mercante.
Por una extraña coincidencia, el Discovery, que seguía siendo un modesto barco mercante de la
Hundson's Bay Company, estaba atracado en el mismo muelle, y Scott pasó por delante de su
antiguo barco cuando el Terra Nova, recién pintado de negro, reluciente y aparejado, salió al
Támesis e inició su viaje.
En Greenhithe, río abajo, Scott y su esposa, que había subido a bordo para despedirle,
descendieron a tierra para reincorporarse al Terra Nova en el siguiente acto, que había de
celebrarse en Portland. Allí—en un tácito recuerdo del viaje de rescate del Discovery—un
crucero lo remolcó con toda solemnidad para que pasara revista. La escena tuvo el siguiente
efecto en el impresionable Gran:
Por entonces, la Marina británica—la fuerza naval más poderosa del mundo—estaba
concentrada en el puerto de Portland. El pequeño Terra Nova, decorado con banderas desde el
mastelero hasta cubierta, humeaba como entre una calle atestada de buques y cruceros de
guerra. En las cubiertas de los colosos acorazados, las tripulaciones se agolpaban en las
barandas, y las aclamaciones salidas de los miles de gargantas estremecían el aire en aquella
abrasadora tarde de verano.
Finalmente, el 15 de junio, tras una escala en Cardiff para aprovisionarse de carbón, el Terra
Nova se alejó de la costa británica.
Ni antes ni después he oído en tiempos de paz un estallido semejante al que llenó el aire cuando
el Terra Nova se deslizaba entre los muelles [escribió Gran]. Miles de personas gritaban como
si hubieran perdido el juicio. Se volcaban vagones de tren en una línea cubierta de explosivos de
dinamita, y centenares de barcos completaban el ruido con sus silbatos y sus sirenas. En las
últimas compuertas nos esperaba un pequeño escuadrón de botes con banderas enarboladas, y
con esta escolta salimos a mar abierta.
Scott salió en la embarcación del práctico. En un intento de última hora de recaudar más dinero,
cerrar tratos con la prensa y, en general, atar los últimos cabos—y por estar con su mujer y su
hijo—decidió alargar su estancia, hacer el viaje en buque correo, e incorporarse a la expedición
en Nueva Zelanda. Hasta entonces, Teddy Evans debía estar al mando del Terra Nova.
Al poner pie en tierra, no pudo dejar de percibir que el país lo miraba por encima del hombro.
Era allí, en Cardiff, donde se había producido el verdadero clamor popular. Se habían levantado
voces contra la empresa, acusándola de despilfarro de dinero en un momento en que el país
sufría desempleo y desigualdades sociales. Y aquellas mismas voces clamaban en Cardiff por la
gloria, no por el pan. Como un torero, Scott sintió la tiranía de la multitud: era su héroe, y por
tanto su víctima expiatoria. Había que ser un hombre fuerte, más fuerte que Scott, para no
dejarse alterar. Ya no podía dar media vuelta.
Fueron pocos los que se mantuvieron completamente al margen de este ambiente. No se podía
reprochar a algunos de los marineros que se presentaran como exploradores intrépidos dispuestos
a abordar las extensiones heladas.
Hubo una tercera partida, esta vez de la estación de Waterloo de Londres. A las 11:35 de la
mañana del 16 de julio, Scott salió en el tren que había de enlazar en Southampton con el B.S.M.
Saxon, con rumbo a Ciudad del Cabo. Kathleen había decidido a última hora acompañarlo hasta
Nueva Zelanda y dejar al bebé al cuidado de una niñera. Las mujeres de Wilson y Teddy Evans
también viajaban a Nueva Zelanda para despedirse de sus maridos.
3
EL SECRETO REVELADO
Había una profunda diferencia en el espíritu de ambas expediciones, como quedó apuntado en el
trato que dio la prensa, ese espejo del alma colectiva, a las respectivas partidas. «Estoy
convencido de que vale la pena esforzarse [...] por mantener la tradición exploradora de nuestro
pueblo y demostrar que sigue vivo el espíritu de aventura», declaraba Scott en el Daily
Telegraph, cuyo principal colaborador comentaba:
Tal vez [...] seamos un pueblo de degenerados que vive un tiempo de debilidad. Pero al menos
resulta imposible que haya degenerados a bordo del Terra Nova [...]. Estos hombres son los
hijos espirituales de los grandes isabelinos [...] donde un Shackleton fracasa con gloria surge
un Scott dispuesto [...] a renovar el intento. Mientras Inglaterra cuente con hombres como éstos
en el mando [...] podemos dar las gracias a Dios y conservar el coraje [...].
En este caso el fracaso—si es que ha de producirse fracaso— sólo será menos glorioso que el
éxito.
El Fram levó anclas en una atmósfera muy distinta. No retumbaban declaraciones
melodramáticas, y aun cuando Amundsen se hubiera propuesto desempeñar el papel de héroe, al
público no le habría divertido.
Los noruegos tenían una suprema—alguien dirá que grotesca—confianza. En la exploración del
Polo, que requería destreza esquiadora y ballenera—y ellos eran maestros en ambas prácticas—,
tendían a asumir una actitud distante y profesional. La prensa noruega se concentró en los
detalles técnicos. Por ejemplo, el Social Demokraten explicó que
se han construido camarotes individuales para la tripulación; [para cada hombre] una
habitación diminuta en que es necesaria en todo momento la iluminación artificial; en el
interior han instalado una litera y un armario, y cuando a éstos se añade el ocupante el espacio
queda ocupado por completo.
Los preparativos del Fram se habían completado a un ritmo moderado. El 25 de abril de 1910,
sin llamar la atención, estando ya reparado, izó su pabellón de seda y cola ahorquillada—la cruz
azul de San Olav de contornos blancos sobre fondo rojo—, zarpó del astillero de Horten y
empezó a remontar el fiordo hacia Cristianía. En la capital atracó bajo las muralías medievales
del castillo de Akershus. Todo el mes de mayo estuvo dedicado a la estiba; el Terra Nova podía
distribuir y distribuiría la estiba entre Ciudad del Cabo, Melbourne y Lyttelton, Nueva Zelanda,
pero el Fram había que cargarlo una sola vez: no habría una segunda oportunidad antes de llegar
a la bahía de las Ballenas.
El 3 de junio el Fram descendió por el fiordo para anclar ante la casa de Amundsen en
Bundefjord. Allí, el Fram cargó la cabaña que habían acabado Stubberud y su hermano y que
esperaba en pie en el césped, al borde del agua, como un culpable indicio de la verdad. La
desmontaron, numeraron cuidadosamente los módulos para cuando la hubieran de montar de
nuevo y los llevaron a bordo. Entre la tripulación cundió cierto desconcierto, pero la prensa—
manipulada, sin duda, por Amundsen—no sospechó nada y se ocupó de otros asuntos. Se había
superado un punto crítico: el secreto de Amundsen continuaba a salvo, el mundo seguía
pensando que iba al norte para derivar en el Ártico.
Al anochecer del 6 de junio Amundsen salió de su casa, cerró la puerta dejándolo todo como si
hubiera de volver al cabo de un par de horas, avanzó a buen paso entre los árboles y se embarcó
en el Fram. Hubo un traqueteo de cadenas, se levó el ancla y el barco se adentró lentamente en el
fiordo.
«Zarpamos a medianoche», decía la primera entrada del diario de Amundsen, de modo parecido
a las palabras con que había iniciado el diario del Gj0a. De nuevo eligió la hora en función de
cierto sentido dramático y del deseo de marchar con calma. También con toda deliberación,
Amundsen había elegido el 7 de junio, Día de la Independencia noruega. Le fueron dados cielo
claro y tiempo apacible, muy distintos de la lluvia que, siete años antes, había conferido una
calidad lúgubre a la salida del Gj0a.
Al otro lado del fiordo, en la torre de Polhogda, Nansen hacía una guardia solitaria, observando
como el Fram bordeaba sigilosamente el cabo y, como un barco fantasma, se desvanecía en el
largo crepúsculo del verano del norte al pasar del canal al mar. El Fram parecía llevarse algo de
Nansen: su antiguo barco, su idea, el correlato de anhelos ya inalcanzables. Nansen seguía
ambicionando el Polo Sur. Su esposa había fallecido y el Fram era un símbolo de lo que podría
haber sido. En lo más hondo de su corazón, se sabía demasiado viejo, sabía que su momento
había pasado, pero viendo al Fram con las velas desplegadas pensó que lo había entregado al
joven, y sintió la melancolía de los que se quedan atrás. Años después, le dijo a su hijo que fue
«el momento más amargo de mi vida».
Como sucediera en el viaje del Gjoa, Amundsen no respiró hasta llegar a mar abierta. Registró el
momento en su diario:
Hemos salido del fiordo de Cristianía en silencio y tranquilamente. Pronto habremos perdido de
vista la tierra y el Fram habrá iniciado su tercer viaje. Nos dará gran honor.
Amundsen tuvo buen cuidado de llamarlo el tercer viaje del Fram, considerándose heredero de
Nansen y Sverdrup y de sus respectivos primer y segundo crucero en el mismo barco. Así
comenzaba el tercer viaje del Fram. Al principio hizo un crucero preliminar de un mes por el
Atlántico norte, en teoría destinado a tomar observaciones oceanógraficas para Nansen y en
realidad con vistas a poner a prueba el nuevo estado del Fram, sobre todo en lo concerniente al
motor y a los hombres. A Amundsen nunca se le habría pasado por la cabeza incurrir en lo que
tan alegremente hizo la expedición británica: zarpar hacia la otra parte del mundo sin someter a
examen hombres y material.
Bjaaland, el campeón de esquí, fue quien pasó la prueba más dura. En un momento de sosiego
del cuarto día de navegación se lo ordenó que tomara el timón. Nunca había estado en alta mar y
mucho menos llevado el timón de un barco.
Te aseguro [le confió a su diario] que se alejaba de la derrota [...] porque el Fram vira con
lentitud, así que siempre sobrepasa el punto si no lo detienes a tiempo. Pero ha sido una hora
magnífica; ¡imaginar que se me ha permitido llevar el timón del Fram, que ha dado tanto honor
al país!
Se tenía al Fram por lento, así que Amundsen se animó mucho cuando el barco alcanzó casi los
diez nudos en el curso de una tormenta con el funcionamiento conjunto del motor y las velas. Sin
embargo, tal como escribió, tuvo «una noche de lo más desagradable [...] el agua ha penetrado
por todas partes [y] casi se puede decir que yo nadaba en mi camarote». Había una vía de agua
por debajo de la línea de flotación. Otros fallos surgieron a tiempo de poder solventarse antes de
poner rumbo al sur.
El 10 de julio el Fram hizo escala en Bergen, el final de la travesía. El motor diesel no
funcionaba como era de esperar: se obstruía y había que desollinarlo continuamente. El
combustible era demasiado espeso, y el maquinista poco hábil. Amundsen encargó petróleo más
claro, envió un telegrama a Atlas Diesel de Estocolmo en que les requería «ayuda cualificada
cuanto antes» y salió hacia Cristianía por un asunto urgente. El motor era el menor de sus
problemas, una minucia técnica que los fabricantes, con el futuro de su invento en juego, se
encargarían de resolver. El principal quebradero de cabeza era el dinero.
Todavía le faltaban quince mil coronas, y no veía la manera de conseguirlas en el mes que le
quedaba antes de zarpar definitivamente hacia el sur. Al preguntarle Nansen cómo se proponía
salir del paso le respondió que las reuniría en San Francisco—en Estados Unidos todo iría de
maravilla—, ante lo que Nansen frunció el ceño. Amundsen debía actuar con la mayor
precaución, ya que de sospechar sus acreedores la verdad, lloverían las órdenes de embargo del
Fram. Había que mantenerlos alejados a toda costa hasta que el barco estuviera fuera de su
alcance.
Lo cual requería cabeza fría y frente despejada: cualidades que por suerte poseía León, su
hermano y empresario. El mayor problema estribaba en la falta de dinero para reparar, repostar y
reaprovisionar el Fram después de que el grupo de tierra desembarcara en la bahía de las
Ballenas; en otras palabras, seguían faltando los medios para el rescate, y la posibilidad de
quedar aislados en la Antártida era algo más que teórica. Era el punto en que, en un drama bien
trabado, debía aparecer en escena el deus ex machina. Y curiosamente fue el caso.
Diez días antes de la partida, Amundsen, que se encontraba en Kristiansand esperando a
embarcar los perros, recibió un telegrama del Ministerio de Asuntos Exteriores noruego:
El ministro noruego en Buenos Aires Christophersen escribe: el Señor hacendado Peter
Christophersen de este lugar me ha expresado su deseo de proporcionar a la expedición el
carbón y los suministros necesarios a sus expensas, a condición de que el Fram, en su inminente
viaje, recale en Montevideo para recoger carbón. En nombre de la expedición he aceptado el
amable y altruista ofrecimiento del Señor Christophersen, que se encarga al Ministerio de
Asuntos Exteriores que comunique al señor Roald Amundsen textualmente stop Le ruego me
facilite el medio de poder transmitir su respuesta al ministro Christophersen.
Ajnundsen tenía motivos, como había dicho a Nansen, para confiar en su «buena estrella». A
última hora aparecía un perfecto desconocido, de improviso y sin que se lo pidiera, para sacar a
Amundsen de un atolladero financiero y asegurarle que podría regresar a la civilización
inmediatamente después de alcanzar el Polo.
«El Señor hacendado Peter Christophersen» pertenecía a una generación de noruegos que
encontró demasiado pequeño su país. En 1871 había emigrado a Argentina, donde se hizo rico.
Le llamaban don Pedro, el distintivo de un gran terrateniente, de un hombre de posibles, y como
don Pedro ha pasado a la historia. Don Pedro quería hacer algo por su añorado país, y la ayuda al
Fram parecía una buena manera de cumplir tal deseo. Se había mantenido informado de la
situación financiera de Amundsen, probablemente a través de un hermano que había ejercido
hasta hacía poco como ministro de Asuntos Exteriores noruego y que conocía a Nansen. (Otro
hermano era el «Ministro Christophersen» del telegrama, ministro noruego en Buenos Aires.)
He recibido su ofrecimiento, no menos magnífico que amable, de proporcionar a mi expedición
[combustible] y provisiones cuando el Fram recale en Montevideo [escribió Amundsen con
afectada gratitud el mismo día en que recibió el telegrama], y por la presente me permito
expresarle mi reconocimiento y más sentida gratitud por el modo generoso con que tiene
intención de apoyar a mi empresa.
Don Pedro creía, por supuesto, estar contribuyendo a un viaje al norte, y Amundsen no se tomó
la molestia de corregir este error porque una palabra desacertada todavía podía significar la
ruina. Sin embargo, a través del Ministerio de Asuntos Exteriores, le explicó que necesitaba
petróleo, no carbón; y que de ser conveniente, el Fram recalaría en Buenos Aires. A las cuarenta
y ocho horas recibió la reconfortante respuesta de que don Pedro «ha ofrecido petróleo y
provisiones en Montevideo o Buenos Aires».
Bastante aliviado en lo tocante al dinero para los siguientes dieciocho meses, Amundsen pudo
dedicarse a la tarea esencial de embarcar los perros.
Daugaard-Jensen se había esforzado lo indecible para conseguir buenos animales.
Inmediatamente después de la visita de septiembre de Amundsen a Copenhague, había
encargado que se recogieran en invierno perros de entre dos y tres años en Egedsminde,
Godhavn y Jakobshavn, los puntos comerciales del norte de Groenlandia. El mismo recogería los
perros al volver de Dinamarca en primavera. Daugaard-Jensen solía hacer sus giras de inspección
oficiales en trineo tirado por perros. Se había convertido en un buen conductor y conocía la raza
de Groenlandia. Ofreció el doble del precio habitual, [23] pero a cambio quería «comprar sólo
animales buenos y fuertes [...] y reservarme el derecho de seleccionar de cada grupo sólo
aquellos [perros] que cumplan los requisitos». Amundsen podía estar seguro de la buena elección
de los perros del norte de Groenlandia: serían lo mejor de lo mejor.
Las autoridades danesas demostraron su afecto por Amundsen enviando de manera voluntaria y
gratuita por barco los ciento un perros a Kristiansand, al cuidado de dos esquimales. Noventa y
nueve fueron entregados con vida y buen estado en una pequeña isla situada frente a
Kristiansand que se le había prestado a Amundsen. Allí estuvieron a cargo de Lindstrom, que
acababa de regresar de Alaska, y un buen conductor de perros llamado Sverre Hassel.
Este, al igual que Lindstrom, había participado con Otto Sverdrup en el segundo viaje del Fram.
Amundsen había tratado denodadamente de alistarlo en la expedición, pero Hassel, que a
aquellas alturas disponía de un buen puesto en el servicio de aduanas, al principio declinó la
oferta. A primeros de julio, Amundsen lo había convencido—o mejor dicho había convencido al
servicio de aduanas—para que tuviera cuidado de los perros en Kristiansand y vigilara las veinte
toneladas de pescado seco que formarían parte de la dieta.
Amundsen usó de todo su encanto y fuerza de carácter para persuadir a Hassel de que, no
obstante, se incorporara al viaje. Finalmente, derrotado por su perseverancia, Hassel se plegó
pero no del todo. Habiéndosele garantizado (por parte de Amundsen) que no perdería el salario
ni (por parte del servicio de aduanas) el derecho de antigüedad en el cargo, se comprometió a
viajar hasta San Francisco para cuidar de los perros. Amundsen no le pedía más. Hassel,
creyendo que el Fram iría al norte, había sido seleccionado sin saberlo él para la incursión al
Polo Sur. El y Helmer Hanssen eran los dos conductores de perros que Amundsen necesitaba.
A continuación tenía que ganarse a sus oficiales. En la víspera de la partida y bajo juramento de
secreto, le dijo a los tenientes Gjertsen y Prestrud que se dirigían al sur. A ambos les encantó la
idea. Amundsen ya podía mirar el futuro con serenidad: con el apoyo de sus oficiales, tenía casi
asegurado el de la tripulación cuando llegara el momento de comunicarle la verdad.
Siete personas conocían el secreto: Amundsen, su hermano León, Nilsen, Gjertsen y Prestrud,
Hermán Gade y Bjorn Helland-Hansen. Este era el oceanógrafo con quien Amundsen había
estudiado en Bergen los elementos de oceanografía. Tenía un trato estrecho con Nansen, y
Amundsen le había confiado el secreto para que él se lo comunicara a su amigo en el momento
oportuno. Se había tomado con mucha calma la bomba de Amundsen; cuando menos se había
abstenido de emitir juicios morales y se comprometía a hacer lo que se le pidiera.
Con esta seguridad, Amundsen pudo iniciar los preparativos finales para la partida. El motor
funcionaba: lo habían cambiado y le enviaron un nuevo maquinista de la fábrica de Estocolmo.
Era un sueco llamado Knut Sundbeck, quien había participado en la fabricación del motor. Con
el paso del tiempo, Sundbeck recordaba a Amundsen como
un caballero lacónico y decidido, y en nuestro primer encuentro no cruzamos demasiadas
palabras.
—Haré lo que pueda—dije.
—Estupendo—respondió—, porque nadie puede hacer más. Con lo que nuestro acuerdo quedó
zanjado.
En la isla, los perros, a decir de Gjertsen, «pasaron el mejor momento de su vida, con espléndida
carne de caballo, echados y holgazaneando al sol, expediciones por agua al continente y luchas a
muerte».
Después de tres semanas de descanso y recuperación, los perros—o, como los llama Amundsen,
sus «nuevos camaradas de a bordo»—fueron embarcados el 9 de agosto; eran lo último que
quedaba por resolver. En tres horas los trasladaron a todos (quedaban noventa y siete). Fue todo
un ajetreo: los transportaron por turnos desde la isla en botes salvavidas y los subieron a bordo
por el pescuezo.
«Una sensación maravillosa soltar amarras al fin y partir hacia el objetivo», escribió Amundsen
en su diario. «Claro y sereno. Hace tanto calor como el día más tórrido de verano. [...] Todo va
bien».
A las ocho y media de la tarde, así que se hubo subido el último perro a bordo, levaron anclas.
Amundsen no había anunciado el momento en que zarparían por mor de la tranquilidad. Casi sin
ser visto, el Fram se deslizó entre los arrecifes mientras caía la noche y se dirigió a mar abierto,
en palabras de Bjaaland, «hacia el Polo, esta Tierra Prometida».
Desde el principio hubo un elemento enrarecido en la atmósfera del Fram. Los compañeros de
Amundsen estaban apagados e intranquilos. Intuían que algo andaba mal.
Había una base real para la perplejidad. Si de verdad iban al norte, ¿por qué llevaban los perros,
cuando podrían haberlos obtenido con mucha mayor facilidad en Alaska sin la molestia de
arrastrarlos hasta el cabo de Hornos y dos veces a través del trópico? A Nansen le había
sorprendido, pero no infundido sospechas. A fin de cuentas, se suponía que el Fram rodearía
América y accedería por el estrecho de Bering al Ártico.
No eran sólo los perros lo que desconcertaba a la tripulación: había abundantes motivos para la
duda. «Sus mismos rostros—anotó Amundsen—comenzaban a parecer signos de interrogación».
Pero era la cabaña de «observación» lo que de veras les preocupaba. Parecía peligrosamente
pesada, y ningún poder de la tierra, le dijo Helmer Hanssen a Nilsen
me haría dormir en una casa tal instalada en el casquete. Pero a esto Nilsen se esfumó, y
después no quiso oír nada más del asunto.
Unos pocos incidentes como éste, en que oficiales elusivos se enfrentaban a marineros
angustiados, viniendo de una comunidad en que la obediencia, aunque absoluta, no era ciega sino
que se basaba en la confianza mutua y en las explicaciones de los objetivos de mayor alcance,
bastaron para generar sospechas y desánimo. Unos vientos de proa aparecidos en el peor
momento sorprendieron al Fram en el estrecho de Dover y acabaron de hundir la moral.
Johansen escribió en su diario algo después:
Me veo obligado a comparar este viaje con el primero del Fram. Hay una gran diferencia. Esta
vez hay demasiada confusión. No hay esprit de corps. No existe camaradería, por no hablar de
algo tan elevado como la amistad, que resulta necesaria si es que una expedición de tanta
envergadura como ésta ha de tener un buen final.
Ya había tensiones latentes entre Amundsen y Johansen: el primero a disgusto con el
subordinado que le había sido impuesto, el segundo establecía comparaciones entre su antiguo
jefe y el nuevo, en perjuicio del nuevo. La sombra de Nansen era alargada.
Con su redondeada forma de tina, el Fram se bamboleaba como un cangrejo, de bolina. Le llevó
diez días cruzar el canal, avanzando penosamente con vendavales en contra. El 22 de agosto el
viento acabó virando al norte y le retornó la libertad de movimientos. Finalmente, pudo
adentrarse en las aguas abiertas del Atlántico y dejar atrás los mares estrechos.
Era el final de una fase; para Amundsen significaba el respiro de la huida. La misma noche se
ocupó de un punto que había temido: su defensa ante Nansen, que enviaría desde Madeira.
Encerrado en su camarote, se sentó ante la máquina de escribir y comenzó a teclear las palabras
con todo cuidado. Por lo general escribía a mano (no en taquigrafía), pero cuando el Fram viraba
y daba bandazos como sólo él sabía hacerlo resultaba difícil controlar la pluma. Por otra parte,
había algo simbólico en el uso de una máquina: como si fuera incapaz de enfrentarse a sus
emociones, Amundsen deseaba esconderse tras su máscara:
Señor profesor Fridtjof Nansen [escribió],
No es con ánimo tranquilo como le escribo estas líneas, pero no queda más remedio que
redactarlas y, por tanto, lo mejor es que entre de inmediato en materia.
Al llegar en otoño del año pasado las noticias acerca de los viajes al Polo Norte de Cook y
después de Peary, entendí en seguida que éstos suponían un golpe mortal para mi empresa.
Entendí inmediatamente que no podía contar con el apoyo financiero que necesitaba [...].
No se me ocurrió ni por un momento abandonar mi empresa. La pregunta que se me planteaba
era qué debía hacer para conseguir los medios necesarios. No había manera de reunidos sin
ofrecer algo especial. Había que hacer algo para crear interés en el público: sólo así sería
posible llevar a cabo mi plan. En las regiones polares quedaba un único problema claramente
capaz de despertar el interés de las masas: la consecución del Polo Sur. Si lo podía alcanzar,
sabía que tendría los medios garantizados para la expedición que había planeado
originalmente.
Sí, se me hace difícil decírselo, señor profesor, pero en septiembre de 1909 había tomado la
decisión de participar en la pugna por la solución de este problema. Muchas veces he estado a
punto de confiárselo, pero siempre he retrocedido por miedo a que me pusiera trabas. He
deseado a menudo que Scott conociera mi idea y así no dar la sensación de querer llegar a
hurtadillas y sin que él lo supiera para adelantarme; pero no me he atrevido a anunciarlo de
ningún modo por miedo a que me pusieran trabas. Entre tanto, haré cuanto esté en mi mano por
encontrarlo en el sur y comunicarle mi decisión, para que él tome las medidas oportunas.
Así, desde septiembre del año pasado, he abrigado esta resolución, y creo poder decir que
estamos preparados. Pero al mismo tiempo debo señalar que, de haber podido reunir los fondos
que seguían faltando para la exploración que había concebido inicialmente—unas ciento
cincuenta mil coronas—habría prescindido con sumo gusto de esta salida adicional; pero no
pudo ser.
Desde Madeira pondremos rumbo al sur, hacia Tierra Victoria del Sur. Tengo intención de
desembarcar en ella con nueve hombres y dejar emprender al Fram un crucero oceanógrafico
[...]. No he decidido todavía en qué punto pondremos pie, pero no tengo intención de seguir las
huellas de los ingleses. Naturalmente, poseen el derecho de preferencia. Tenemos que
conformarnos con aquello a lo que renuncien.
En febrero-marzo de 1912, el Fram volverá al sur a buscarnos. A continuación nos dirigiremos
primero a Lyttelton, Nueva Zelanda, para telegrafiar, y de allí a San Francisco a fin de
proseguir con mi tarea interrumpida, espero que con el equipamiento necesario para un viaje de
esta naturaleza.
Le he pedido a Helland [Hansen], que conoce el plan desde hace algún tiempo, que entregue
esta carta, con la esperanza de que se halle en posición de poner mi punto de vista bajo una luz
más favorable de lo que yo mismo soy capaz.
Y cuando me juzgue, señor Profesor, no sea demasiado severo. He tomado el único camino que
parecía abierto, y ahora sólo queda que los acontecimientos sigan su curso.
Simultáneamente a esta carta, informo también al rey, pero a nadie más. Unos días después de
la recepción de la presente, mi hermano se encargará de anunciar el añadido al plan de la
expedición.
De nuevo le ruego que no sea demasiado duro conmigo. No le miento: la necesidad me obligó.
Y así, le ruego que me perdone por lo que he hecho. Ojalá mis obras futuras contribuyan a
reparar las ofensas que haya cometido.
Con mis saludos más respetuosos,
ROALD AMUNDSEN.
Escribir esta carta fue lo más duro que Amundsen tuvo que hacer en su vida. El trabajo que le
costó puede advertirse claramente en esto: su ortografía, que ya era idiosincrásica, empeoró un
poco si cabe.
Porque Amundsen no era un monstruo indiferente. Por debajo de su coraza de granito, de
aquellos ojos astutos que destellaban en el rostro de rasgos duros e impasibles, latía una
sensibilidad a veces insoportable, y él, a quien no se le podía inferir mayor daño que el de la
traición, que todo lo perdonaba salvo la deslealtad, había de cargar con la conciencia de haber
traicionado a otro.
La carta a Nansen requería una entrega de mucho tacto, y Amundsen había pensado en
confiársela a Helland-Hansen, creyendo (de manera justificada) que era el más apropiado para
aquella gestión nada envidiable. Le refirió por carta que le había encomendado a León
que entregue la carta a Nansen y otra de contenido similar al rey, simultáneamente. De este
modo ambos recibirán el mensaje en el mismo momento. Para mí tiene la mayor importancia
que sea así.
Haga cuanto pueda para calmar los ánimos, por favor. Al principio estallarán, puedo
imaginarlo, pero con el tiempo todo quedará olvidado.
Fueron las cartas que más le dolió escribir. Un tanto desahogado, se ocupó con notorio alivio de
las demás, que debían entregarse después de la publicación de la noticia y que, por tanto,
asumían la forma de un comentario. Al profesor Axel Steen, del Instituto Meteorológico de
Cristianía, quien le había ayudado en el viaje del Paso del Noroeste, le escribió con entusiasmo
irónico:
No le voy a importunar con preguntas acerca de la opinión que le merecen mis habilidades de
malabarista. Dios mío, si hay que ser un acróbata, uno debe hacer de tripas corazón y serlo. No
debe esperar ningún resultado valioso de esta excursión. Estoy obligado a dejarlo todo de lado
por el bien del reino.
Hubo cartas a Axel Heiberg, a don Pedro Christophersen y finalmente a Daugaard-Jensen,
agradeciéndole una vez más que le hubiera conseguido los perros, «no pueden existir animales
más fuertes y bellos».
En Madeira comunicaría a los marineros el verdadero destino del barco. Entonces tendría que
convencerles de que se ofrecieran como voluntarios. Amundsen era consciente del riesgo que
corría.
Era un psicólogo perspicaz que observaba constantemente a sus hombres para detectar sus
flaquezas. Tras dos meses en la hermética reclusión de un barco empezaba a conocer sus puntos
fuertes y débiles, a discernir en quién se podía confiar y en quién no.
Amundsen estaba bastante seguro de poder mantener a casi todo el mundo a bordo con la mera
fuerza moral. Pero había un hombre que le podía arruinar la partida, el mismo que podía ganar la
carrera con Scott: Sverre Hassel, el conductor de perros.
A Amundsen no le había pasado por alto que era el tipo de hombre que, si no se lo manejaba con
tino, podía asumir el mando psicológico como mínimo en los momentos críticos. Podía persuadir
fácilmente al resto de la tripulación de abandonar el barco, sobre todo si tenía la sensación de que
lo habían engañado. Amundsen resolvió el problema comunicándole el plan, bajo juramento de
mantener el secreto, antes de llegar a Madeira. A Hassel le halagó la confianza que había
depositado en él. No vio nada moralmente reprobable en la mentira de Amundsen, al menos
desde el momento en que le había hecho partícipe de ella, y aceptó ir al sur tal como le pedía su
capitán.
Amundsen había realizado todos los movimientos posibles. Se había ganado a todos los líderes
reales y potenciales. No quedaba ningún cabo suelto. Lo demás sería, en verdad, lo que Dios
quisiera.
En la mañana del 6 de septiembre el Fram llegó a Madeira y ancló en Funchal. Poco después,
León Amundsen, que se había avanzado para completar algunas gestiones preliminares, llegó en
bote desde la costa. Había encargado fruta fresca, verduras y agua, listas para llevarlas a bordo,
así como todos los cuerpos de caballo que habían de constituir la dieta de carne fresca de los
perros antes de la larga travesía que les esperaba. Como escribió Gjertsen, «¡uf, qué pestazo hace
a bordo!».
Por desgracia hubo que reparar el árbol de hélice, y la escala se prolongó más de lo previsto. Para
evitar el hastío de la espera en el calor tórrido de un anclaje sin viento, se envió a la tripulación a
tierra, bajo la supervisión de los oficiales, para que hicieran turismo a expensas de los hermanos
Amundsen.
Roald y León estaban preocupados por los riesgos que entrañaba el retraso. Resultó que la prensa
local, que extrajo conclusiones a partir de la visita del Terra Nova a finales de junio, anunció a
bombo y platillo que el Fram también se dirigía al sur. De haber llegado al extranjero el plan de
operaciones, con sus pasos perfectamente cronometrados, habría resultado peligrosamente
trastocado. Afortunadamente, la noticia no salió de la isla, aunque por entonces nadie estaba
seguro de ello. En medio de tanta incertidumbre, es dudoso que Amundsen cayera en la cuenta
de que Scott le había tomado tres semanas de ventaja.
Las reparaciones del Fram acabaron el 9 de septiembre. A las seis de la tarde todos los marineros
estaban a bordo, preparados para partir. Sandvik, el camarero, despedido por incompetencia e
incompatibilidad de caracteres, ya estaba en tierra. León era la única persona ajena a la
expedición que permanecía a bordo.
Amundsen dio la orden de largar velas. De repente, sin previo aviso, el cabrestante empezó a
rechinar, y el ancla a agitarse a medida que la recogían. ¿Qué sucedía? Faltaban tres horas para
zarpar. ¿Partía el Fram antes del momento previsto? Hubo una ola de descontento, el murmullo
de las maldiciones dichas entre dientes, porque muchos estaban en los camarotes, inclinados
sobre las últimas cartas que escribían a sus familiares.
El cabrestante se detuvo; se convocó a todos los marineros a cubierta, lo que escapaba a la
práctica habitual de desatracar.
El descontento dio paso al hormigueo de lo desconocido. Confundidos y un tanto agitados,
Johansen, Bjaaland, Wisting, Hanssen y los demás salieron disparados de las escotillas. Esta fue
la escena que contemplaron sus ojos desconcertados: Nilsen les esperaba en cubierta con un gran
papel enrollado, que procedió a desplegar y clavó en el palo mayor; mostraba un mapa de la
Antártida. Amundsen se colocó al lado. A bordo viajaba un oceanógrafo ruso de nombre
Alexander Kutchin, un apasionado estudioso de la naturaleza humana y admirador devoto de
Amundsen. «Este hombre siempre extraordinario—escribió Kutchin en su diario—estaba
notoriamente agitado».
Amundsen anotó lisa y llanamente: «Anuncié mi intención de poner rumbo al Polo Sur». Por
suerte, había allí alguien imbuido del sentido de la responsabilidad histórica que transcribió las
palabras exactas cuando aún las tenía frescas en la memoria:
Hay muchas cosas a bordo que habéis contemplado con ojos desconfiados o sorprendidos
[empezó diciendo Amundsen, según registró el teniente Gjertsen pocas horas después], por
ejemplo la casa de observación y la gran cantidad de perros, pero no diré nada sobre ello. Lo
que diré es esto: tengo intención de navegar hacia el sur, desembarcar un grupo en el continente
del sur y tratar de llegar al Polo Sur.
Hubo un silencio eclesiástico que sólo rasgó el débil crujido del Fram al recoger la fuerte cadena
del ancla, como una correa tensa.
Pestrud y yo [refirió Gjertsen], que ya estábamos avisados [...] nos divertimos enormemente con
la expresión de los diversos rostros. Muchos estaban boquiabiertos, mirando al Capitán como
una multitud de signos de interrogación.
Pero no se trataba de ninguna broma: fue un momento en verdad dramático. Amundsen había
cobrado aplomo. Estaba erguido al lado del mapa, dominando con su físico la asamblea porque
era el más alto de todos. Su rostro en extremo curtido y envejecido antes de tiempo, con sus ojos
de párpados caídos, mitad de vikingo mitad de asceta, emanaba una fuerza moral que casi se
podía palpar.
Amundsen habló con frases breves, concisas y directas, sin ensayar evasivas, circunloquios o
afectaciones. Con su voz aflautada y aguda, que parecía dotada de una calidad eléctrica, explicó
sin aspavientos cómo y por qué les había engañado, sirviéndose a grandes rasgos del mismo
argumento que había expuesto en la carta a Nansen. Habló de modo prosaico, quitándole hierro
al asunto. No hubo sentimentalismos, ni emoción visible, salvo tal vez una insinuación implícita
de doble ironía, un destello en aquellos ojos azules que se desplazaban sobre los rostros que
tenían delante, cuando apuntó que no les estaba proponiendo nada del otro jueves. No
comportaba ningún cambio de plan, sólo una «extensión». A fin de cuentas, en cualquier caso,
tenían que rodear el cabo de Hornos en el viaje al norte, que estaba a tres cuartos de camino del
Polo Sur, así que ¿por qué no ir a por todas? Se trataba de un rodeo relativamente pequeño, no
llevaría mucho tiempo. Sería una lástima dejar de hacerlo cuando de todos modos iban a pasar
por allí. Se esforzó por dar la impresión de que les exponía algo no más extraordinario que un
viaje de fin de semana a Nordmarka.
Amundsen conocía la mentalidad de sus compatriotas. Tras la aparente sencillez de su discurso
había una astuta capacidad para influir en los sentimientos, una sensación de andar sobre
cáscaras de huevo, la conciencia de que una palabra desafortunada, la menor sospecha de un tono
melodramático, supondrían su fin.
La noticia, escribió Kutchin,
Sorprendió a todo el mundo. Nadie lo sospechaba [...] el cansancio no tardó en dominarnos—
una especie de ebriedad—nuevas ideas, nuevos planes, tan alejados de los viejos como el Polo
Sur del Norte.
Recuerdo [refirió Wisting más adelante] que usó «nosotros» y «nuestro» [...] No era su
expedición sino la «nuestra», todos éramos compañeros y compartíamos el mismo objetivo.
De lo que se trataba era de adelantar a los ingleses, prosiguió Amundsen.
—¡Hurra—gritó Bjaaland—, esto significa que llegaremos los primeros!
Eran las primeras palabras que alguien pronunciaba, y relajaron un tanto la tensión. Bjaaland
pensaba, como es natural, en términos de un campeón de esquí acostumbrado a la victoria que
veía el Polo Sur como una carrera de esquí de fondo, más larga y dura que cualquier otra, pero
con todo, en lo fundamental, una carrera de esquí. Y, como sabía todo el mundo, los noruegos
eran mejores esquiadores que los ingleses.
Amundsen procedió a explicar su estrategia para el descenso en el Polo. Mostró bastante más
honradez que en las cartas enviadas al país. Les dijo a sus hombres dónde desembarcarían, lo que
no había revelado a nadie, ni siquiera a Nansen. En este punto había que mantener al público en
vilo y dar a la información un aire vago. Sólo Amundsen, León y los hombres que escuchaban en
la cubierta del Fram sabían que su destino—si decidían seguir adelante—era la bahía de las
Ballenas.
Había una sólida razón estratégica para mantener el secreto. La base constituía bastante más que
la mitad de la batalla, y descubrirla a quien no correspondía podía significar su pérdida ya que, si
Amundsen revelaba el punto exacto adonde se dirigía, Scott aún se le podía adelantar.
Comprendía lo bastante la mentalidad de Scott como para adscribirlo al tipo de persona que,
careciendo de iniciativa, sentía el impulso de apropiarse las ideas originales de otros. No había
que meterle en la cabeza ideas peligrosas, sino dejar que siguiera sus planes con plena confianza
y arribara al estrecho de McMurdo.
Pero en aquel momento, ilustrando sus comentarios sobre el mapa como un profesor en la
pizarra, dio a conocer con toda sinceridad el plan para ganar la carrera hacia el Polo. No podía,
acabó diciendo, obligar a nadie a aceptar lo que había hecho. Había incumplido su parte del
acuerdo, y por tanto ellos estaban exentos de la suya. Quien lo deseara podía irse, con el viaje a
Noruega pagado. Sin embargo, les pedía que lo siguieran al Polo Sur.
A pesar del intenso calor que hace en el trópico [declaró años después Helmer Hanssen], creo
que un escalofrío nos recorrió a todos cuando oímos mencionar el Polo Sur como meta de
nuestro viaje. Nos pusimos a pensar en el pasado y en el futuro, en el Polo Sur— cuando al fin y
al cabo todos pensábamos que iríamos al Polo Norte—, pero no había tiempo para sumirse en
meditaciones [...] [porque llegó] el arduo momento en que se preguntó a todos los hombres, uno
por uno, si aceptaba el nuevo plan de hacer el Polo Sur en vez del Polo Norte. La consecuencia
fue que todos sin excepción respondimos sí, con lo que acabó el acto.
Fue un acto magistralmente ejecutado. Amundsen había impuesto un dominio absoluto sobre sus
hombres y les encauzó hacia la respuesta afirmativa, contando con el factor del miedo a echarse
atrás. Aprovechó su ventaja y no les dio tiempo para reflexionar; sólo una hora para que
escribieran a casa.
Como muchas de las cartas ya estaban listas [escribió Kutchin] sólo quedaba por añadir la
[última] noticia [...] «Antes de ir al norte», escribió uno de los hombres a su mujer], haremos
una pequeña excursión al Polo Sur». Yeso fue todo.
Las cartas fueron recogidas y entregadas a León, que las echaría al correo en Cristianía cuando la
noticia se hubiera hecho pública. Aún faltaba algún tiempo. Seguía siendo esencial que los
planes no se filtraran demasiado pronto.
El mero hecho de que el Fram hubiera hecho escala en Madeira no era de por sí sospechoso.
Todavía no estaba abierto el canal de Panamá, y para llegar al estrecho de Bering no quedaba
más remedio que rodear América del Sur. Por tanto, hasta Madeira la ruta al Polo Norte y la del
Polo Sur eran la misma.
Era fundamental hacer el anuncio en el momento oportuno: cuando el Fram se hubiera alejado lo
bastante de la costa y no se le pudiera exigir que retornara. A Scott había que comunicárselo—
Amundsen siempre lo había querido así— antes de que abandonara la civilización. Por otra parte,
el mundo debía saberlo antes de que el Fram llegara a Montevideo para embarcar las provisiones
ofrecidas por don Pedro. En estas circunstancias, la fecha idónea era probablemente a principios
de octubre.
A las nueve de la noche León fue conducido a tierra en un bote. Tras desembarcarlo, los remeros
Gjertsen y Wisting [24] regresaron al barco. Desde el discurso de Amundsen, nadie más había
salido del barco ni entrado en él.
Tan pronto como desapareció León, el cabrestante reemprendió su giro interrumpido y las
cadenas se agitaron en su compartimento. «Nunca—observó Kutchin—se ha levado con tanta
rapidez un ancla».
Llegó el bote, lo izaron a bordo, el motor arrancó y, sin utilizar las velas, el Fram inició el avance
hacia el mar, vibrando al compás del ruido de los pistones. Cuando la velocidad aumentó, una
leve brisa mitigó el calor todavía sofocante del anclaje, y los perros, como si obedecieran el
movimiento de la batuta de un director, entonaron su coro viejo y melancólico, cien gargantas
lanzando al unísono un lento gemido y ululato, como lobos que aullaran tristemente a la luna; los
animales parecían expresar el sentimiento de sus amos.
Al principio, en palabras de Helmer Hanssen,
Cuando [...] teníamos tiempo para pensar en lo sucedido, uno no dejaba de oír: ¿Por qué dijiste
que sí? Ojalá hubieras dicho que no, yo te habría seguido. Pero también entendíamos que a lo
hecho pecho.
Pero cuando la impresión y los lamentos hubieron pasado, otro humor se apoderó del Fram. El
desconcierto y la sospecha se habían desvanecido, la atmósfera era más respirable. «Era—
observó Wisting—como si hubiéramos comenzado algo nuevo». Por citar el diario de Johansen,
Desde el día que zarpamos de Madeira no hemos hecho más que discutir acerca de la invernada
y el viaje en trineo [al Polo] y sobre quién invernará [en tierra] y quién partirá con el Fram a
Buenos Aires.
Seguían a Amundsen porque era su jefe; él los dominaba con su voluntad superior. Incluso los
extranjeros que había entre la tripulación, el sueco Sundbeck y el ruso Kutchin, convinieron en
proseguir el viaje.
«Por mi parte—dijo Sundbeck—no disponía de demasiado tiempo para una cavilación
innecesaria, ya que el motor del Fram me daba bastante en que pensar». El motor se utilizaba con
frecuencia para evitar que la velocidad descendiera por debajo de los cinco nudos, y había que
desmontarlo cada dos semanas para descarburarlo.
Kutchin contaba con un buen incentivo. («Su sueldo—le había escrito Amundsen a Helland-
Hansen—será de sesenta coronas al mes y un buen trato».) En vez del viejo camino trillado del
rodeo del cabo de Hornos y la ascensión hasta San Francisco se le ofrecía algo más interesante
para un oceanógrafo: el viaje del Fram en torno al cabo y la bahía de las Ballenas y de allí a
Buenos Aires equivalía literalmente a una circunnavegación del globo en latitudes altas. Por
añadidura, el Fram, mientras esperaba a descender y recoger al grupo de tierra, haría el primer
examen oceanógrafico de las aguas que median entre América del Sur y la costa africana.
Lo había organizado Bjorn Helland-Hansen, como recompensa, por así decirlo, a su aquiescencia
con la estrategia de Amundsen y su silencio. Kutchin era discípulo de Helland-Hansen, y era éste
quien había propiciado su alistamiento.
En la pared del cuarto de derrota había colgado un plano de la Antártida, con la ruta hacia el Polo
señalada y un resumen de los planes de la expedición, en palabras de Amundsen, «para que todo
el mundo pudiera consultarlos». De este modo cada hombre de a bordo, desde el cocinero al
capitán, conocía las intenciones del jefe y el papel que había de desempeñar, porque se le había
asignado uno definido con toda precisión.
El plan de Amundsen estaba expuesto con detalle. Giraba en torno a dos objetivos principales:
aventajar a los británicos en el Polo y volver con la noticia antes que ellos. Amundsen era
plenamente consciente, a diferencia de Scott, de que la prensa construye su propia realidad. El
ganador no sería necesariamente quien llegara antes, sino el primero que apareciera en los
titulares. Era la lección que había extraído del episodio de Cook y Peary. Cook había logrado un
tipo de victoria adelantándose a la hora de enviar la noticia; si Peary hubiera llegado antes a la
estación de telégrafos se habría evitado toda la controversia.
Así que el plan para el Polo no sólo mostraba cómo se proponía desembarcar, establecer la base,
crear depósitos, alcanzar la meta y retornar a la bahía de las Ballenas, o los detalles de cuándo y
aproximadamente dónde había que matar a los perros, sino el modo en que el Fram había de
recoger al grupo de tierra y volver con la noticia a la civilización.
Scott, según su previsión publicada, llegaría al Polo hacia el 22 de diciembre de 1911. Amundsen
esperaba tomarle dos o tres semanas de ventaja. Con suerte, aunque el Fram era más lento que el
Terra Nova, podría mantener la diferencia hasta la oficina de telégrafos. El factor desconocido
era el trineo motorizado, pero, a tenor de las pruebas conocidas, no era probable que supusiera un
gran adelanto. Las deficiencias de los ponis y la evidente inferioridad de Scott como esquiador
acabarían de retrasar su avance. Era muy posible que no diera con el barco de rescate y quedara
inmovilizado en la Antártida durante otro invierno, con lo que les daría a los noruegos un margen
de doce meses.
Todas estas conjeturas se basaban en la premisa de que la radiotelegrafía no aparecería en el peor
momento; Scott, por lo que sabía Amundsen, no disponía de ella. [25]
Amundsen había comunicado a Nansen que regresaría a Lyttelton, Nueva Zelanda, en orden a
enviar la noticia por telégrafo. Era una información deliberadamente falsa: lo que nadie salvo
Amundsen y su hermano León sabía era que el Fram iría a Hobart, Tasmania; porque Amundsen
no había olvidado el telegrama «robado» y la filtración de noticias que siguieron al Paso del
Noroeste. Aquello no podía repetirse: esta vez no asumiría riesgos con telegramas «a cobro
revertido», ni cerraría tratos por adelantado ni anunciaría sus intenciones.
Entraría en la oficina de telégrafos de modo anónimo, como un cliente dispuesto a pagar por el
servicio regular. En vista del comportamiento del comandante Glassford del Servicio de
Telégrafos de Estados Unidos, desconfiaba de todos los trabajadores de una compañía de
telégrafos, fuera la que fuera y dondequiera que estuviera, de modo que había creado un código
cifrado del que sólo él y León poseían la clave.
León tenía una gran responsabilidad sobre varios aspectos de la expedición. Roald planeó cómo
llegar al Polo y regresar, pero probablemente fuera León quien ideó cómo engañar al mundo.
León, en cierto sentido, fue el jefe del estado mayor de su hermano.
Más de cinco mil millas por delante del Fram, el Terra Nova ya había partido del cabo y
descendía por el este a través del océano índico. Era una ventaja en gran medida ilusoria. En el
cuarto de derrota del Terra Nova no había ningún plan que pudiera ser consultado por todos, por
el excelente motivo de que tal plan no existía. La diferencia entre ambas expediciones queda
reflejada a la perfección en dos entradas de diario.
En el Fram, Amundsen escribió a los tres días de abandonar Madeira:
Hemos empezado los preparativos para el viaje al Polo Sur. Ronne [el velero] está cosiendo
suelos a las tiendas para dieciséis hombres [para el campamento base]. Bjaaland ya se ocupa
de los trineos.
A bordo del Terra Nova, Cherry-Garrard registró el 7 de agosto que «[El teniente] Evans,
Campbell y Wilson han formado una comisión para los trineos y yo soy el secretario nominal,
pero no parece que me hayan asignado demasiadas tareas».
La entrada fue escrita casi un año después de que Scott anunciara su expedición, cuando
Amundsen ultimaba en su estudio de Bendefjord el plan de campaña.
A bordo del Fram viajaban exactamente diecinueve hombres; en el Terra Nova, un total de
sesenta y cinco. Estas cantidades respondían al tamaño de los barcos: el Fram medía treinta y
ocho metros en total, once metros de manga y pesaba cuatrocientas cuarenta toneladas; el Terra
Nova cincuenta y seis metros en total, nueve metros de manga y setecientas cuarenta y siete
toneladas. Ambos tenían tres palos, pero el Terra Nova estaba aparejado como una corbeta frente
al aparejo de goleta del Fram. Este estaba concebido para que lo manejaran pocos marineros. Su
motor diesel («La Vieja Tos Ferina», como lo llamó Bjaaland) estaba a cargo de un solo hombre.
El Terra Nova era inferior en el aspecto técnico y requería demasiada tripulación. Su venerable
motor de vapor alimentado por combustión de carbón necesitaba que dos o tres fogoneros
mantuvieran las calderas en funcionamiento, además de ayudantes adicionales para las
carboneras y un maquinista en los controles. Su jarcia requería muchos hombres y ascensiones.
El Terra Nova no transportaba una expedición sino dos: el grupo principal de Scott, con destino
al estrecho de McMurdo, y el grupo de Campbell, con destino a Tierra de Eduardo VIL Iba
sobrecargado y era demasiado pequeño para aquella tarea. El Fram estaba perfectamente
amoldado a lo que se le había encomendado.
Era más que una carrera entre exploradores: era una competición entre filosofías. En el Terra
Nova, como dijo Wilson, había «muchos hombres unidos por el azar», en el Fram un pequeño
grupo de especialistas seleccionados. Scott, con su organización extensa y confusa, conducía a
sus fuerzas hacia una campaña lenta y pesada. En el Fram, «El barco vikingo del siglo XX»,
como lo llamó Borchgrevink, Amundsen se lanzaba a una incursión.
A Amundsen le obsesionaba la necesidad de perfeccionar su equipamiento. En los cuatro meses
que mediaron entre Madeira y la bahía de las Ballenas no pareció sobrar ni un minuto: había que
aprovechar cada instante. Ni siquiera se permitió a la inveterada ceremonia de «atravesar la
línea» que se interfiriera en el trabajo. El 2 de octubre, un domingo, celebraron lo que Amundsen
llamó la
cena del Ecuador, aunque estábamos unos grados al norte. No teníamos tiempo para perder un
día de trabajo en este tipo de tontería.
A diferencia de la expedición británica, que, a punto de entrar en acción, seguía discutiendo si lo
mejor para el Polo eran los motores, los ponis, los perros o la fuerza humana, los esquís o el viril
recurso a los pies, los noruegos no tenían dudas teóricas: el Polo debía conquistarse con esquís,
trineos y perros, y había que transportarlos con cuidado a través del trópico.
La deformación de los trineos sería un desastre sin paliativos que comportaría un viaje mucho
más duro y un desperdicio de esfuerzo. Eran sensibles a la humedad y al calor, y requerían el
cuidado de un experto. Los esquís estaban colgados del techo de la sala de proa. «No hemos
podido—escribió Amundsen—darles nada mejor».
Tanto Scott como Amundsen habían comprado los trineos en Hagen's, de Cristianía. Sólo
Amundsen detectó fallos en la factura, sobre todo en los tirantes. Bjaaland tuvo que corregirlos
con cincel y cepillo de carpintero—en aquel barco que se movía endemoniadamente—y
convertirlos en trineos buenos de verdad, con un acabado digno. El 24 de octubre los tenía listos;
en seis semanas había reparado diez trineos y hecho para cada uno un par de patines adicionales.
Tenían una doble función: impedir que el uso los desgastara y permitir que se los recubriera de
una delgada capa de hielo, tal como Amundsen y Helmer Hanssen habían aprendido de los
esquimales netsiliks con vistas a conseguir un buen deslizamiento en el frío intenso.
Uno de los trineos era un modelo complejo que no contenía ningún elemento de hierro o acero.
Era el trineo con dirección no magnética, en el que había de instalarse la principal brújula de
viaje.
Tras los trineos, Bjaaland tuvo que comprobar los esquís, ajustar las fijaciones y completar un
sinfín de operaciones como la fabricación de cajas en los trineos adaptadas a las estufas Primus.
Ronne, el velero, cosió tiendas nuevas y se encargó de preparar todos los arreos y telas que había
de llevar el grupo de tierra, además de cambiar los tirantes de los trineos, en total entre
quinientas y seiscientas ensambladuras. Ronne y Bjaaland trabajaron desde las seis de la mañana
hasta las seis de la tarde seis días a la semana, y se les eximió de sus guardias, lo que, en un
barco tan pequeño, significaba una carga para los demás. Pero, tal como observó Amundsen, «si
hemos de conseguir la victoria no puede faltar ni un botón de pantalón».
Uno de los marineros, Ludvig Hansen, había sido elegido hojalatero por su destreza. Dos
semanas en Funchal, y comenzó a hacer depósitos de queroseno para los viajes en trineo.
Amundsen había observado en el Paso del Noroeste que el queroseno «bajaba». Las latas dejadas
en los depósitos quedaban inexplicablemente menguadas al cabo de pocas semanas por un
proceso relacionado con la reacción de los derivados del petróleo en temperaturas bajas.
Entonces no había sido más que un contratiempo, pero en las yermas extensiones del sur podía
ser cuestión de vida o muerte. Con este precedente, Amundsen encargó depósitos especialmente
hechos de planchas de hierro galvanizado. Para que fueran perfectamente compactos había que
soldar todas las junturas, y después el pico para cerrar herméticamente el contenido. Hansen hizo
diez depósitos como éste, cada uno con una capacidad de quince litros.
Amundsen se negó a confiar el trabajo a una empresa comercial. Sólo podía estar seguro de que
se cumplirían sus instrucciones si lo encargaba a alguien consciente de que de su habilidad y celo
dependían las vidas de sus compañeros. La fe en el detalle, la tranquilidad de que hasta el último
componente del equipamiento estará a la altura de las circunstancias es una parte esencial de la
armadura psicológica necesaria en un medio hostil. La duda es un compañero de viaje peligroso.
En la cubierta atestada instaló su fragua Jacob Nodtvedt, segundo maquinista y también veterano
de la expedición del Fram, herrero experto, que, eximido de la guardia, forjó innumerables
instrumentos, como argollas para los arneses de los perros.
Esta intensa actividad estaba justificada. Amundsen había decidido, con miras a su prevista
deriva polar, que gran parte del equipamiento de los trineos se fabricaría a bordo durante los
largos inviernos que habían de pasar en el hielo, y no podía alterar el plan sin ponerse en
evidencia. En vez de una tranquila inmovilidad en la masa de hielo, los artesanos tenían que
trabajar en un barco que cabeceaba y se bamboleaba incesantemente en el oleaje oceánico. Esta
estrategia tuvo cuando menos el efecto de infundir desde el principio a los hombres la sensación
de que había que trabajar a buen ritmo y con un objetivo determinado.
Como al Fram no le sobraban marineros, se estableció una rotación de las tareas básicas a fin de
repartir el esfuerzo. Por ejemplo, cada hombre tenía asignados la vigilancia de un determinado
número de perros y un turno regular en el timón, sin exceptuar al Jefe, tal como se llamaba a
Amundsen; era una meditada medida de liderazgo.
Atravesaron la zona de las calmas ecuatoriales y de los vientos alisios en un aislamiento que sólo
interrumpía el ocasional atisbo de una vela lejana, que tenían buen cuidado de evitar.
Lo que más preocupaba a Amundsen era una carencia de agua fresca, racionada a los hombres en
favor de los perros, que no podían pasar sin ella. Hubiera podido repostar en Ciudad del Cabo y
cargar toda la que quisiera. Pero no tenía intención
de entrar en contacto con gente en estos momentos. Todos querrán escribir a casa y,
naturalmente, los periódicos tendrán mucho de que hablar.
Se mimaba a los perros a costa del bienestar de los hombres. Cuando, en las frías aguas del cabo
de Buena Esperanza, los primeros empezaron a debilitarse por falta de grasa y empezaba a
agotarse el sebo, les dieron manteca, aunque también era escasa. A nadie le importó: todo
dependía de que los perros llegaran a bahía de las Ballenas en buen estado físico y psíquico.
Todo el mundo entendía que, en palabras de Johansen, «los perros son lo más importante para
nosotros. El resultado de la expedición depende por entero de ellos».
Amundsen había ordenado colocar sobre la cubierta una rejilla de madera suspendida que
permitía la circulación del aire por debajo de los animales, a fin de que no sufrieran en el trópico.
La rejilla facilitaba asimismo la operación de limpieza. Se baldeaba la cubierta dos veces al día y
se apartaban constantemente las inmundicias; dos veces a la semana se apartaba y fregaba la
rejilla de madera. Pero con tantos perros a bordo, la limpieza absoluta era un ideal inalcanzable.
Faenando en las velas por la noche [dijo Wisting] [se oían] comentarios muy claros acerca de
llevar perros en un barco, cuando los cabos resbalaban con demasiada facilidad entre los dedos
embadurnados de «jabón blando».
Sin embargo, los perros eran la principal fuente de diversión. Llenan los diarios de a bordo en
mayor medida que los hombres, y en ocasiones casi da la impresión de que los noruegos tenían
en los perros a sus compañeros más íntimos. Cuando menos, los perros eran una válvula de
escape y detuvieron más de una riña. Se les atribuía una gran capacidad para observar caracteres
y notable tolerancia y sentido del humor, como sugiere el diario de Johansen:
Los nombres de [algunos de] mis perros son: El Cadáver, probablemente el más viejo de los
perros del barco, que sin duda ha trabajado muchísimo pero que ahora ha descendido al mundo
[...] También tengo a Cabellera y Chuloputas. Son inseparables [e] incondicionales.
Como Amundsen anotó en su diario: «Para vigilar a estos niños nuestros tuvimos que trabajar
sistemáticamente». Al principio los encadenaron a sus puestos para impedir que incurrieran en su
pasatiempo favorito, la lucha, y evitar así una masacre general.
Al principio, algunos perros eran tan huraños y fieros que había que arrojarles la comida desde
lejos. Al cabo de unas semanas, escribió Amundsen, todo había cambiado:
¡Qué conmoción a la hora de la comida! Ha sido como un aullido surgido de las profundidades
del infierno. Cuánto quieren estos animales a quienes los cuidan. Por supuesto que es un cariño
interesado, pero a menudo ocurre lo mismo con nuestro amor: ¡Observa con atención y verás!
A comienzos de octubre, cuando amos y perros se conocían a fondo, les pusieron bozales y los
dejaron en libertad. De inmediato estalló una bronca monumental, pero no pudieron pasar de
algún trozo de piel arrancada. Se tomó una medida para eliminar la lucha de entre sus hábitos:
Antes de soltar a los perros [escribió Amundsen] vimos que había unos pocos [...] que no
parecían tan contentos como cabría esperar. Eran más huraños y nerviosos que los demás [...]
El día que los soltamos entendimos qué les pasaba [...] habíamos colocado en el otro extremo
de la cubierta a algunos buenos amigos suyos, y la separación de sus compañeros era la causa
del mal humor. Fue conmovedor presenciar la felicidad que exultaban en el momento de
reunirse. Los animales estaban transformados. Como es natural, se dispuso que estos casos [...]
en el futuro formarían parte del mismo equipo.
No sólo se tenía en cuenta la amistad de los perros. Se los repartió entre ocho vigilantes de modo
que hombres y perros pudieran conocerse en grupos manejables y compatibles. Como algunos
hombres no se llevaban bien con determinados perros, se introdujeron los cambios pertinentes.
El 31de octubre, cuando parecía que habían eliminado la lucha de entre sus hábitos, les quitaron
los bozales. Todo—en general—fue a pedir de boca, y se les dejó en libertad por el barco. Fue un
raro ejemplo en el manejo de animales: el primer caso registrado en que se permitía que perros
de Groenlandia camparan a sus respetos a bordo de un barco expedicionario.
A principios de noviembre había veintiún cachorros a bordo, todos nacidos durante la travesía.
Sólo habían conservado los machos, que al cabo de un año ya serían útiles. Si se llevaron a las
perras no fue sólo para asegurarse la carnada, sino también porque el ritmo habitual de embarazo
y parto llevaba la normalidad a una comunidad exclusivamente masculina. Los mimos a los
cachorros, pequeños fardos de piel que palpitaban vida, eran una vía de escape de sentimientos y
emociones para hombres que sufrían abstinencia sexual. Al menos, los perros interrumpían la
monotonía con su vitalidad.
Después de tres meses, hombres y perros se habían acostumbrado al movimiento de un barco,
pero no acaban de sobreponerse a los bandazos del Fram.
En una tormenta [observó Johansen] pueden acurrucarse los unos contra los otros más de
veinte perros [...] como si fueran un embrollo del que sobresalen cabezas, y cuando el barco se
bambolea la masa entera se mueve. Y entonces hay una riña [...] Por muy inteligentes que sean
en muchos aspectos, los perros sólo son capaces de interpretar un bamboleo como una maldad
de su vecino, que, naturalmente, necesita un escondite [...] (Bueno, en este punto, es algo que
los seres humanos deben controlar también.)
El Fram se balanceaba y cabeceaba y zarandeaba y daba bandazos y viraba, se bamboleaba y
movía como pocos barcos. Era debido a su fondo redondo y a su ancho bao, construidos para
adaptarse al hielo. Por regla general se tendía a pensar que el Fram había sido construido
exclusivamente para el hielo, no para el agua, para quedar aprisionado y derivar, no para
navegar. Como tantas veces, la opinión pública se equivocaba.
El Fram era una obra de arte de la construcción naval. En siete años de inmovilización en el hielo
ártico no estuvo ni una vez en peligro; en las dieciséis mil millas que mediaban entre Cristianía y
la bahía de las Ballenas no hizo aguas en una sola ocasión. El viento podía llenar la cubierta de
espuma, pero el puente se mantenía seco y despejado para alojar a los perros. Cuando el tiempo
era malo, hasta cincuenta se congregaban en él. El cuarto de derrota también era un lugar de su
preferencia.
En diciembre el Fram llegó a los «Ruidosos Cuarenta» (la zona de fuertes vientos entre las
latitudes 40 y 50); en los inmensos oleajes, donde el mar podía encresparse hasta los diez metros
o más, el Fram demostró lo que valía. Fue, en palabras de Amundsen escritas en el curso de una
tormenta,
casi increíble. Un mar se alza más amenazadoramente que el otro, y uno podría pensar que está
a punto de echársele encima a cada momento. Pero no: el barco vira un poco y el mar pasa por
debajo [...] Archer puede estar orgulloso del Fram.
El primero de diciembre Amundsen anunció la composición del grupo de tierra, que constaría de
él, Prestrud, Johansen, Lindstrom, Helmer Hanssen, Wisting, Bjaaland y Stubberud, nueve
miembros en total.
Llevarse a Johansen era todo un riesgo. Había dejado claro, a fuerza de insinuaciones e
indirectas, que se consideraba un mejor viajero polar que Amundsen. Este tuvo que morderse la
lengua en más de una ocasión. Johansen tampoco tenía un trato fácil con los demás, con Hassel
menos que con nadie. Pero contaba con experiencia, y si se lo dejaba en el barco era muy posible
que abrigara un afán de venganza más pernicioso aún para la moral del grupo. Lo menos
peligroso era llevarlo a tierra.
He aumentado un cincuenta por 100 los sueldos de los que van a volver en el Fram [anotó
Amundsen]. Me parece de justicia. Muchos son el sustento de sus familias, a las que entregan la
totalidad del sueldo. De lo contrario, se encontrarían sin blanca al llegar a Buenos Aires.
En parte era una consolación tras un amargo desengaño. Casi todos los tripulantes querían ir a
tierra; Gjertsen a tal extremo que le pidió a Amundsen si podía sustituir a Prestrud. Amundsen le
dijo que estaba de acuerdo si Prestrud también lo estaba; no fue así, y Gjertsen permaneció a
bordo. En cualquier caso, Amundsen hacía más o menos justicia al formar el grupo de tierra (con
una o dos excepciones) con quienes se habían alistado originalmente para toda la deriva ártica; el
grupo que se quedaba en el barco estaba integrado por los que habían de viajar sólo hasta San
Francisco antes de volver a Noruega. Se aceptó de bastante buen talante la justicia de la decisión.
Por entonces, anotó Amundsen el 8 de diciembre, «avanzamos a pasos agigantados hacia nuestro
objetivo». Atravesaban el meridiano too y se acercaban a la longitud de Australia tras haber
cubierto siete octavas partes del trayecto. Asimismo, aunque no lo sabían, habían recortado la
distancia respecto a Scott: lo tenían a sólo dos mil quinientas millas.
Se avecinaban las latitudes altas y eran inminentes los primeros icebergs. Por eso se reserve) el
puesto de observación a los que Amundsen llamaba «los experimentados», es decir, los que
tenían más horas de navegación en aguas polares. La primera guardia correspondió a Tromso,
Beck, el piloto para el hielo, y Ludvig Hansen; la siguiente, a Wisting y Helmer Hanssen. Entre
todos sumaban algo así como medio siglo de experiencia de navegación en el hielo. (El Terra
Nova, por su parte, carecía de piloto para el hielo y entre toda la tripulación completaba cinco
años de navegación en el hielo.)
Al margen de la violencia de los mares y de los virajes del Fram, prosiguieron los preparativos
del viaje al Polo. Ronne estaba haciendo una tienda poco pesada especial para el Polo: otra obra
innovadora. Era el modelo aerodinámico inventado por el Dr. Cook en el Bélgica trece años
antes. El Dr. Cook la había ofrecido a la Royal Geographical Society, que la había desestimado
con el argumento de que sus expertos habían alcanzado la perfección. Ronne la cortó en el
atestado cuarto de derrota en el curso de una tormenta, una hazaña que suscite) la admiración
ilimitada de Amundsen.
Algunos tripulantes, sobre todo Beck, el piloto para el hielo, habían convencido a Nilsen de
comenzar un curso de repaso de inglés con miras a poder consultar las principales obras que
contenía la biblioteca especializada en el Polo del Fram, entre las que figuraban The voyage of
the Discovery y The heart of the Antarctic, el relato de Shackleton sobre la expedición del
Nimrod. Ambos fueron leídos, releídos y comentados con fervor.
El propio Nilsen, responsable de la navegación, se tomó un gran y significativo interés por el
libro de sir James Clark Ross sobre su expedición de 1839-1843, que, como indicó, seguía
explicando al cabo de setenta años todo lo que había que saber acerca de la travesía del océano
antartico.
Se acercaba el momento crítico del viaje. ¿Por qué punto debía entrar el Fram en la masa de
hielo? De la respuesta dependía el paso, corto o largo, de días o semanas. La elección tendría
grandes consecuencias: determinaría si era posible atenerse al calendario y establecer los
depósitos antes del invierno y, pues, en última instancia, el resultado de la carrera hacia el Polo.
Entre tanto llegó la Navidad. Oficiales y marineros compartieron mesa en la sala de proa en la
cena de Nochebuena. Amundsen les deparaba una pequeña sorpresa. Cuando ocuparon sus
lugares, escribió en su descripción de la escena que anotó en su diario,
Resonó «Noche de paz, noche de amor», entonado por Herold, Dios, qué ceremonia, y qué
efecto. Había que estar hecho de un material más duro que el hierro para no sentir aflorar las
lágrimas. El gramófono estaba perfectamente escondido. Nadie se lo esperaba. La voz
maravillosa nos trajo las felicitaciones de Navidad como aire fresco de nuestro país. Hubiera
sido interesante poder leer la mente en aquel momento.
El Fram era, en general, un barco feliz, y también afortunado: el 2 de enero atravesó el Círculo
Antartico y encontró aguas libres de hielo hasta más al sur que cualquier otro barco anterior.
Pero tal vez no se tratara sólo de la suerte.
Entre los expertos en el Polo reunidos en el Fram se daba por sentado que la masa de hielo tenía
contornos definidos, creados por el viento y las corrientes. Por desgracia, desde los tiempos de
Ross solo había habido ocho viajes, no los bastantes para determinarlo con total precisión. Sin
embargo, a partir de un análisis pormenorizado de los documentos publicados—cuya totalidad
estaba a bordo—Amundsen extrajo dos conclusiones: que había un paso abierto en el hielo
donde la masa era más floja y estrecha, y que en aquel momento del año probablemente se
encontrara a unos pocos grados al oeste del meridiano 180. Actuó conforme estas conclusiones,
pero sólo como una consigna general para Beck, el piloto para el hielo, ese hombre del norte de
Noruega enorme y tranquilo como un oso que conocía la masa de hielo flotante y sabía
aprovechar sus debilidades. Por lo demás, lo dejó todo a su criterio. Fue muy sencillo: el Fram
entró en el casquete el 3 de enero de 1911 a 175 o 35' de longitud este y penetró en las aguas
abiertas del mar de Ross al cabo de tres días y catorce horas, en lo que había sido una de la
entradas más rápidas hasta entonces.
El motor diesel había confirmado su eficacia, en otro pequeño hito en la historia tecnológica: el
primer paso a motor del casquete polar. Amundsen contó con una tracción instantánea en el
punto exacto donde la necesitaba y—a diferencia de Scott, que vio como el viejo motor de vapor
del Terra Nova necesitaba mucho más carbón de lo que esperaba—quedó gratamente
sorprendido porque el consumo de gasolina fue inferior al previsto. Amundsen sólo iba
trescientas millas rezagado.
En el casquete, Amundsen había ordenado cazar gran cantidad de focas para dar a los perros
carne fresca y grasa tras cuatro meses de pescado seco y alimentarlos bien antes de enjaezarlos.
«A bordo reina una gran actividad», escribió Amundsen el 9 de enero. «Se están ultimando las
tareas. Ya hay que empaquetar las bolsas de ropa para el desembarco».
El ambiente era de expectación tensa al final de un viaje oceánico, cuando todavía hay que cubrir
una distancia, pero el puerto está justo detrás del horizonte. Y había un anhelo de tierra firme—o
hielo—tras cuatro meses ininterrumpidos en una cubierta agitada. Amundsen pensaba en los
perros:
Ahora están todos, casi sin excepción, grandes, redondos y gordos. Me atrevo a decir que están
en la plenitud de su potencia y apetito de vida [...] Ahora que parece haber desaparecido todo
peligro de enfermedad, debo reconocer que el transporte de estos perros a lo largo de dieciséis
mil millas, en todo tipo de clima y casi todas las temperaturas, no sólo ha sido un éxito total
sino que también atestigua un trato especialmente bueno y atento. Esto [será] un recordatorio
para todos los que opinaban que la expedición significaría una crueldad para los animales
desde el principio al fin. Ojalá tuviera la custodia de estas personas sensibles. ¡Hipócritas! ¡Al
demonio!
En la navegación por el mar de Ross, bajo un cielo claro y cristalino, la primera visión del sol de
medianoche, al norte o al sur, hizo escribir a Bjaaland:
Es posible desear vivir en estas regiones heladas donde el sol brilla noche y día. Se diría que es
un verano eterno, sino fuera por el frío [en el aire] que habla de hielo y desolación.
El 11de enero escribió:
Hoy, la Barrera se ha erguido por fin ante nuestros ojos. Al revelarse la visión uno se siente
dominado por un sentimiento extraño. El mar continúa pareciendo un estanque, y delante se
alza y brilla esta Gran Muralla de China. De lejos, es como una fotografía revelada en la placa.
Amundsen atendía a la visión con otros ojos:
Allí estaba: este infame muro de nieve de sesenta metros—no se le puede llamar muro de hielo—
relumbrando ante nosotros. Pensaba que me habría impresionado más, pero gracias a las
excelentes reproducciones del libro de Shackleton me he acostumbrado a ella y la considero
como algo conocido desde hace tiempo. Ya hemos llegado.
Ninguno de los tripulantes había estado en este punto. (Sí habían estado dos del Terra Nova.) Lo
siguiente era encontrar la bahía de las Ballenas, con la única guía de la descripción de The heart
of the Antarctic de Shackleton, que ofrecía una posición bastante aproximada. Nilsen había
accedido con el Fram a la Barrera a los 169 o 40'de longitud oeste, un poco demasiado escorado.
El Fram bordeó lentamente la Barrera hacia el este, rebasó el punto indicado, giró, volvió atrás y,
el 14 de enero, dio con una amplia bahía que era sin duda la que había avistado Shackleton.
Amundsen hizo entonces lo que ni siquiera Shackleton había osado: adentrar su barco en el
golfo.
Pasado un cabo que brillaba a la luz del sol como si fuera de cristal, el Fram se deslizó en aguas
grises, entre fragmentos de hielo desprendidos que le rasgaban los flancos con el chirrido de los
esquís que raspan la corteza, mientras repercutía en el aire el sosegado ritmo del motor. Las
ballenas resoplaban y lanzaban su chorro, en lo alto, un págalo describía círculos y descendía en
picado. Hombres y perros se agolparon en los macarrones para contemplar la «Tierra Prometida»
a medida que el Fram seguía el arrecife refulgente del borde de la Barrera.
En el extremo sudoeste de la bahía, encalló en el hielo de la bahía. Amundsen, Nilsen, Prestrud y
Stubberud tenían los esquís preparados. Tan pronto como aparecieron los postes de amarre y se
aseguraron las amarras, saltaron por la borda, prestos al reconocimiento.
Las focas moteadas de marrón esparcidas por el hielo no se inmutaron por los intrusos: todavía
no habían aprendido a temer al hombre. Por todas partes surgían pingüinos inquisitivos como
espectadores de una carrera.
Tras meses de encierro en el Fram, Amundsen y sus compañeros vacilaban un poco en los
esquís. Tuvieron que hacer algunos ejercicios de calentamiento. Después de tres kilómetros
vieron, en palabras de Amundsen, que
el pie de hielo conducía a la Barrera por una cuesta pequeña y regular: en otras palabras, el
enlace ideal. Seguimos en dirección sudoeste, y aproximadamente a los quince minutos llegamos
a una de las formaciones de arrecifes [previamente avistadas] de la barrera. Estas formaciones
parecían pequeñas cadenas de morrenas con ciertas irregularidades en las cumbres.
También Shackleton había observado este fenómeno, y lo había interpretado como una prueba
más de la existencia de un peligro latente. Pero Amundsen lo entendió de otro modo:
Las irregularidades resultaron ser enormes bloques de hielo al borde del precipicio. Algo debe
de haber parado a la barrera en su progresión constante y causado esta situación. ¿Qué puede
ser sino una tierra subyacente? [...] Un sondeo dio veinte brazas. Fondo gris y arena fina.
Tierra, tierra y tierra: es lo que forma la bahía. Nada más [...]. Todas las formaciones que veo
[...] me confirman la suposición de que en esta parte interior sólo muy raramente hay
disturbios. He elegido para nuestra residencia un lugar: en un pequeño valle, sobre una base
buena y plana, a unas cuatro millas náuticas del [...] mar. Aquí construiremos nuestro hogar, y
desde aquí cumpliremos nuestra labor.
Había sido un viaje extraordinario: dieciséis millas desde Noruega, catorce mil millas seguidas
desde Madeira. El Fram se puso al pairo el 14 de enero, un día antes de lo que Nilsen había
calculado.
Con su habitual mezcla de poesía y realismo cotidiano, Bjaaland escribió:
Dejando vagar los pensamientos por la superficie [de la Barrera], uno se sume en un humor
melancólico. Piensa en lo que ha de venir, en los rigores que tendrá que enfrentar, en lo útil que
podrá ser, y en si podremos llegar antes que los ingleses, que seguro que arden en las mismas
ambiciones.
4
Fue León Amundsen, efectivamente, quien envió el cable a Scott. No era culpa suya que el
mensaje fuera confuso, porque el cable no quería informar sino aportar un gesto cortés a la
noticia: Scott conocería de todos modos los planes noruegos a través de la prensa.
León había abandonado el Fram en Madeira el g de septiembre y llegado a Cristianía al
anochecer del día 30. A la mañana siguiente le recibió en audiencia el rey Haakon, a quien puso
en aviso del cambio de planes de su hermano. Al mismo tiempo, Bj0rn Helland-Hansen,
advertido con antelación, entregaba la carta de Amundsen a Fridtjof Nansen.
Parece que cuando hubo acabado de leer la carta, Nansen espetó: «¡Imbécil! Por qué no me lo
dijo. Le podría haber pasado todos mis cálculos y previsiones».
Nansen ya se figuraba la bandera noruega ondeando en el Polo; sabía, más que muchos, de la
fuerza de Amundsen y la debilidad de Scott. Reaccionó en tanto que explorador, patriota y
colega leal, con un pronóstico definitivo sobre el ganador. Para Amundsen, en el Atlántico, ya
cerca del Ecuador, supuso una victoria oculta: se había asegurado en el acto el apoyo de su más
importante aliado.
En el elegante entorno del hotel Continental, aquella misma noche, León convocó una
conferencia de prensa. A la mañana siguiente—sábado 2 de octubre—la noticia aparecía en la
primera página de la prensa de Cristianía:
EL FRAM AVANZA HACIA EL POLO SUR
ESPECTACULAR ANUNCIO DE ROALD AMUNDSEN
FRIDTJOF NANSEN: «UN PLAN ESPLÉNDIDO» DEL POLO SUR AL POLO NORTE
Para eterno crédito suyo, los diarios noruegos permitieron a Amundsen hablar por sí mismo. Su
carta al público, escrita en alta mar y distribuida por León en la conferencia de prensa, fue
impresa en su integridad.
Desde Madeira, el Fram pone rumbo al sur, hacia las regiones antarticas, para tomar parte en
la lucha por el Polo Sur [decían las sublimes palabras iniciales]. A primera vista, muchos verán
en ello un cambio de los planes originales del tercer viaje del Fram. Pero no es el caso. Sólo se
trata de una ampliación del plan de la expedición, no de un alteración.
Los diarios procedían a repetir el argumento que Amundsen desarrollaba en la carta a Nansen.
Era claro, intransigente; menospreciaba la apelación al patriotismo y no enarbolaba ninguna
bandera salvo la suya: «He tomado esta decisión solo, y solo asumo la responsabilidad».
El reto era inequívoco. Se le daba a Scott pruebas más que abundantes de que su marcha hacia el
Polo se había convertido en una carrera. En palabras de un diario noruego: «De improviso [...]
Roald Amundsen [...] vuelve a despertar el interés del mundo con el inicio de la emocionante
pugna por el Polo Sur». Los Amundsen supusieron de manera bastante razonable que la prensa
británica no dejaría pasar un caso tan sensacional y que tanto concernía a Scott. Sin embargo, el
juicio de los directores de prensa no siempre es racional. The Times, según informó con asombro
un diario noruego, «no ha dedicado una sola palabra al caso». Sólo The Daily Telegraphy The
Morning Post consignaban la noticia, aunque truncada y, en el caso del segundo, parcialmente
falseada.
Scott Keltie, el secretario de la R.G.S., preguntó por carta a Nansen si la información de The
Daily Telegraph era «¿Efectivamente cierta? [...] Amundsen [...] por supuesto [...] está en su
perfecto derecho [...] de lanzarse a una carrera con Scott [...]. Sólo quiero conocer la verdad y los
hechos».
Fue una de las pocas reacciones sensatas en los círculos relacionados con el Polo. Sir Clements
Markham desdeñó el asunto y sostuvo que Amundsen no tenía manera de reunir suficientes
perros para el viaje al Polo, en tanto que Shackleton no entendía
cómo puede esperar Amundsen alcanzar el Polo Sur a menos que disponga de gran cantidad de
ponis a bordo. Tal vez tenga perros, pero no son muy de fiar.
Por entonces, a mediados de octubre, sir Clements vio alterada su condescendiente indiferencia
por diversas cartas que le informaban desde Noruega de la intención de Amundsen de dirigirse al
estrecho de McMurdo. El rumor había surgido del Dr. Reutsch, presidente de la Sociedad
Geográfica Noruega, quien, en una entrevista aparecida en la prensa, lo aventuró como hipótesis.
Sir Clements se sintió más que justificado en su indignación.
Qué sinvergüenzas, están destapando los polos [...] [escribió a Scott Keltie]. Ha estado
preparando con toda deliberación un plan para adelantarse a Scott. Es un canalla.
Se trata de una caricatura, pero refleja cómo se sentían los ingleses en aquel momento, en la
medida en que el asunto despertó sentimientos. Fueron muy pocos, incluso en el ámbito de los
estudios geográficos, los que se interesaron. En consecuencia, la prensa británica desatendió la
noticia, al igual que la australiana, así que Scott no tuvo nada con qué guiarse en Melbourne
salvo aquel cable aislado y enigmático.
Hay quien ha apuntado que Amundsen eligió deliberadamente para su anuncio un momento que
no pudiera beneficiar a los británicos. Un desafío extranjero planteado con gran antelación habría
ayudado a Scott a suscitar el interés del público y conseguir la totalidad del dinero que
necesitaba, tal vez lo habría llevado a adquirir más perros, y, en conjunto, a presentar su proyecto
como algo mucho más importante. Esperando a que Scott zarpara de Ciudad del Cabo el 2 de
septiembre, Amundsen reducía las posibilidades de Un cambio de planes y, por tanto, los riesgos.
De ser éste el caso, demostró un inteligente análisis de la situación. Tal como fueron las cosas, a
Scott le resultó difícil reunir el dinero que necesitaba antes de abandonar Inglaterra. Su
perseverancia en Sudáfrica no le reportó más que unas irrisorias quinientas libras de un gobierno
poco entusiasta, y eso como concesión al orgullo imperialista. Los millonarios del oro y los
diamantes no consideraron que valiera la pena invertir en aquel proyecto.
Pero fuera en el plano internacional o fuera en las demás esferas, el mayor efecto que produjo fue
otro, tal vez más determinante en última instancia. Por temperamento y carácter, Scott era
incapaz de enfrentarse a las situaciones de emergencia, que exacerbaban la inestabilidad de su
estado de ánimo y crispaban su ya de por sí marcado nerviosismo. En el Terra Nova anclado ante
Melbourne, esperando a que cambiara la marea, estaba bastante tenso, escindido entre la
satisfacción y el miedo, al tiempo convencido de que sus planes marchaban a la perfección y con
un miedo atroz de que se torcieran. El cable de Amundsen lo desestabilizó.
Gran había percibido que trataba de ocultar la situación. Lo que no vio es que el advenimiento de
lo inesperado lo había dejado sin capacidad de reacción. Hubiera podido tomar muchas medidas:
podría haber enviado un cable a Nansen, como le sugirió Gran, o a Scott Keltie para pedirle
noticias; podría haber mostrado el cable a un periódico de Melbourne que, con tal de poder
publicar en la siguiente edición una exclusiva con todos los detalles y obtenida en el último
momento, le habría pagado unos cuantiosos dividendos, lo que él pidiera. Scott se quedó cruzado
de brazos en una pasividad que no auguraba nada bueno.
Abandonó el Terra Nova en Melbourne con la intención de pasar los siguientes diez días en
Australia, haciendo llamadas oficiales y tratando de recaudar fondos en nombre del sentimiento
imperial. Hubiera podido aprovechar el cable de Amundsen para tocar a rebato contra la
intromisión extranjera.
Al Gobierno australiano le había bastado la noticia de que una expedición japonesa se dirigía al
mar de Ross para conceder al Terra Nova una subvención de dos mil quinientas libras tras
haberse negado en principio a aportar ni un penique. ¿Qué no hubiera podido lograr una
exhibición inteligente del cable noruego? ¿Por qué se negó Scott a sacar provecho de él? Cherry-
Garrard observó significativamente, con posterioridad: «Aunque entonces no nos dimos cuenta
[...] nos enfrentábamos a un gran hombre».
Como mínimo, si Amundsen se había propuesto sacar de sus casillas a Scott a fuerza de
incertidumbres, lo había conseguido. «Me permito informarle de que el Fram va a la Antártida»
no es un desafío explícito, pero entraña una amenaza velada. Un punto no admite dudas: cuando
Scott se embarcó en Sydney y puso rumbo a Nueva Zelanda, no sabía a ciencia cierta que
Amundsen se dirigía al Polo. La Antártida era tan extensa, tan desconocida, que había mucho
que explorar en otras partes.
Tras desembarcar en Wellington el 27 de octubre, Scott fue entrevistado por un diario de la
ciudad. Empezaban a circular rumores acerca del reto de Amundsen por el Polo; el periodista le
ofreció una síntesis a Scott y le preguntó qué le parecía, a lo que, según Tryggve Gran,
Scott no respondió. Pero el periodista persistía, y Scott se indignó y le despidió diciéndole: «Si,
como [este] rumor dice, Amundsen se dispone a viajar al Polo Sur desde algún punto del oeste
de la Antártida, no me queda más que desearle buena suerte».
Así conoció el reto de Amundsen. Se negó a enfrentarse a la posibilidad hasta que no se la
planteó aquel entrevistador incómodo, serio y correcto.
Entre tanto, en Londres, nadie se había visto con ánimo de ponerle al corriente de los
acontecimientos. Fue sir Clements Markham, que había recabado una ingente cantidad de
información de Noruega, quien finalmente, el 4 de noviembre, pidió a la R.G.S. que informara
(erróneamente) por cable a Scott de que Amundsen se dirigía al estrecho de McMurdo. Pero
Scott, que se encontraba en Lyttelton esperando el momento de partir hacia el sur, mantuvo su
curiosa impasibilidad. Seguía dando la sensación de arrugarse ante la obligación de afrontar los
hechos y de preocuparse antes que nada por ocultarlos a sus hombres. Sólo pasó a la acción
cuando algunos le mostraron los párrafos del diario en que se hablaba de la expedición noruega.
El 14 de noviembre, al mes de recibir el cable de Amundsen, Scott hizo finalmente lo que le
había sugerido Gran y telegrafió a Nansen preguntándole por el destino de Amundsen.
La respuesta le llegó ese mismo día; era una sola palabra: «Desconocido».
Nansen no había sido honesto del todo. Amundsen le había comunicado en la carta escrita en
Madeira que iría a Tierra de Victoria. Pero Nansen se había colocado incondicionalmente del
bando de Amundsen y consideraba necesario evitar cualquier referencia a su paradero, sobre
todo si podía revertir en beneficio de los intereses británicos.
Tal vez el telegrama en que le pregunto por las intenciones de Amundsen requiera alguna
explicación [escribió Scott a Nansen]. Como puede imaginar, es muy difícil informarse en esta
parte del mundo, y careciendo de información [...] me ha parecido oportuno ponerme en
contacto con usted [...] No doy crédito a la noticia de que se dirige al estrecho de McMurdo—la
idea se me antoja ridicula en vista de su trayectoria—, pero el hecho de que haya partido en
medio de tanto misterio me da la desagradable sensación de que se propone algo que imagina
desaprobaremos.
Por último, el mismo día en que recibió la respuesta de Nansen, telegrafió a Scott Keltie para
preguntarle por el último puerto de escala del Fram y la fecha de partida; recibió la respuesta
inconcreta de que «el Fram salió de Madeira a principios de octubre», que hay que añadir al aire
de confusión e ignorancia que rodeaba a los propósitos de Amundsen. En buena parte se debía a
un trabajo en equipo deficiente—por parte de los colaboradores de Scott—que no es achacable a
Amundsen.
A raíz del cable de Nansen, Scott concluyó, como le escribió a Keltie, que Amundsen
no ha considerado necesario comunicar sus intenciones ni siquiera a sus partidarios noruegos.
Bueno, las conoceremos a su debido tiempo, supongo. Mientras tanto, debe de haberse
extendido el rumor.
Scott trataba de quitarse a Amundsen de la cabeza y se negaba a hablar de él. Da la sensación de
comportarse como quien piensa que eliminará un hecho desagradable sólo con ignorarlo. En este
momento aparece en los anales de la expedición una complacencia artificial. En lo concerniente
a Amundsen, se hablaba de la cuestión espiritual de su ética, no de la dura realidad de la amenaza
que suponía. Sólo Oates se apartó de esta tendencia general:
Qué te parece la expedición de Amundsen [escribió a su madre]. Si llega antes al Polo,
volveremos al país con el rabo entre las piernas, no hay vuelta de hoja. Debo reconocer que nos
hemos exhibido demasiado con tanta fotografía, aclamación, paso entre la flota etc. etc. y
tonterías que si fracasamos sólo nos harán parecer más estúpidos. Dicen que Amundsen ha
obrado con alevosía, pero yo no veo alevosía en mantener la boca cerrada; creo que esta
pandilla de noruegos son muy fuertes, tienen doscientos perros y Yohandsen [sic] va con ellos y
no es un niño que digamos; también son muy buenos esquiadores, mientras que nosotros sólo
podemos ir a pie. Si Scott hace algo estúpido como no dar bastante comida a los ponis juégate
lo que quieras a que pierde.
Nansen había convencido a Scott de que se llevara algunos perros además de los ponis y los
trineos motorizados. Scott ignoraba, a diferencia de Amundsen, que los mejores perros para
trineo estaban en Groenlandia, y aun de haberlo sabido era demasiado tarde para conseguirlos.
Scott había elegido como conductor de perros a Cecil Meares, que, a principios de 1910, fue a
comprarlos al este de Siberia.
Los ponis que pensaba utilizar eran de una raza de Manchuria especialmente adaptada al frío.
Puesto que Manchuria estaba más o menos de camino a Siberia, encomendó a última hora a
Meares que también comprara los ponis.
Y así, alguien que no conocía los caballos se encargó de la gestión sumamente delicada de
comprarlos, en tanto que el único miembro de la expedición que lo sabía todo acerca de ellos,
Oates, permanecía en el Terra Nova en Inglaterra dedicado a tareas que hubieran podido
asignarse a cualquier marinero.
Scott suponía que un buen conocedor de los perros estaba automáticamente calificado para
comprar caballos. Fue una manera extrañamente improvisada de seleccionar los animales de los
que en última instancia dependía no sólo el resultado de la empresa sino su propia vida.
Oates no salía de su asombro, ya que se había incorporado a la expedición como experto en
caballos y por tanto imaginaba que tendría algo que decir en su elección. Pero no era el tipo de
persona que cuestiona las órdenes. Scott, decidió, «hacía las cosas a su manera» y no le dio más
vueltas, como mínimo en público.
El viaje de Meares para conseguir los animales es una pequeña odisea. En enero viajó a
Khabarovsk en el transiberiano. De allí descendió, en caballo y trineo, a lo largo del helado río
Amur hasta Nikolievsk, cerca del mar de Okhotsk; en total, nada menos que mil ciento ochenta
kilómetros.
Nikolievsk, lúgubre asentamiento ruso en una lúgubre región subártica, en aquellos tiempos
renombrada por sus perros y conductores, era uno de los remotos rincones del Extremo Oriente
que conocía Meares. Scott lo consideraba un trotamundos, sin duda, la imagen que Meares
quería transmitir.
Hijo de un comandante del Cuerpo de Fusileros escocés, Cecil Henry Meares quería seguir los
pasos de su padre y entrar en el ejército regular, pero fue rechazado por motivos desconocidos.
En 1896, a los dieciocho años, marchó al este, donde, salvo el paréntesis durante el cual participó
en la guerra anglo-bóer (a pesar del previo rechazo del ejército), permaneció durante la siguiente
década. Conocía la India pero pasó la mayor parte del tiempo en Siberia y Manchuria. Un velo
de misterio rodea sus actividades de entonces. Se desarrollaron en torno al ejército. Hablaba
ruso, chino e indostano, y parece que se centró en el este de Siberia y las tierras fronterizas del
imperio ruso. No es precisamente el modelo habitual de viajero sin rumbo. Tenía unas notorias
excelentes relaciones con los círculos oficiales rusos, y su trayectoria posterior indica que las
autoridades británicas depositaron gran confianza en él. Mantenía contactos con el servicio de
espionaje.
En algún momento había aprendido a conducir perros. Había viajado bastante en invierno;
atravesó Siberia hasta cabo Chelyuskin, en el océano Ártico, el promontorio más septentrional
del continente asiático, lo que representa un recorrido de unos tres mil seiscientos kilómetros.
Alguien del Almirantazgo se lo recomendó a Scott.
Fue, escribió Meares en primavera a su padre desde Nikolievsk,
una oferta espléndida la de seleccionar todos aquellos animales [...] He estado muy ocupado
[...] examinando equipos y eligiendo uno o dos perros y completando un equipo y poniéndolo a
prueba en una carrera de 180 kilómetros y desechando los perros que no estaban a la altura y
escogiendo otros.
Era un método muy similar al utilizado por Daugaard-Jensen en Groenlandia en interés de
Amundsen. Pero aquí acaban los paralelismos. Daugaard-Jensen reunió cien perros por los
treinta y tres de Meares. Daugaard-Jensen no tenía que ocuparse también de la entrega de los
perros; Meares sí, y sin ayuda de nadie. Era pedirle demasiado. En Nikolievsk convenció a un
conductor de perros ruso, Dmetri Girev, para que se uniera a la expedición en calidad de
ayudante suyo.
A finales de mayo los perros fueron transportados en un barco de vapor por el río Amur a
Khabarovsk, y de allí, en tren, a Vladivostok. En esta población, cuando los llevaban de la
estación de ferrocarril a la perrera, un perro rabioso se lanzó contra la reata. Pero el gobernador
les había cedido prudentemente una escolta militar, y el perro recibió un disparo antes de poder
morder a otro.
Faltaban los ponis de Manchuria. Meares, que no era un experto en caballos, había encargado a
un amigo anónimo que los comprara en una feria de Harbin. El amigo se hizo acompañar como
asesor de un yóquey del hipódromo de Vladivostok, Antón Omelchenko, que también se
incorporó a la expedición.
Como en la expedición de Shackleton los ponis oscuros murieron antes que los blancos, Scott
extrajo la conclusión precipitada de que los blancos eran necesariamente superiores e insistió en
que los quería de este tipo. Se trataba de un nuevo ejemplo del carácter alocado de Scott y de su
fijación con Shackleton. Fue, cuando menos, una complicación desafortunada. Los blancos eran
una pequeña parte de los ponis ofrecidos en Harbin, y entre ellos, no había mucho donde elegir.
Cerrado el trato, el vendedor se fue, según el inglés macarrónico de Antón, «con una mucho gran
sonrisa».
Muy razonablemente, Meares telegrafió a Scott la petición de un ayudante adicional para
transportar esa voluminosa colección de animales salvajes. Por entonces se encontraba en
Extremo Oriente Wilfred Bruce, hermano de Kathleen Scott y suboficial de la Marina mercante,
quien se había sumado a la expedición. Fue muy propio de la expedición el hecho de que Bruce
volviera a toda prisa a Inglaterra en el transiberiano—dos semanas de duro viaje—para
encontrarse con que Scott le había enviado un telegrama a Irkutsk con la instrucción de dar
media vuelta y ayudar a Meares. Bruce se lo tomó con resignación:
Sugerí que si podía quedarme dos o tres semanas en Inglaterra, el viaje de regreso en tren a
través del continente no sería ningún problema, y quedó acordado de inmediato.
Llegó a Vladivostok a tiempo de ayudar a embarcar los animales. Fue, como registró en su
diario,
Horrible [...] llovía a cántaros, los pies se hundían en el barro de la calle. Dos ponis se
escaparon dos veces y Antón los recuperó en ambas ocasiones. Cuando tratábamos de
inmovilizar a uno y Antón estaba subido a su lomo, [el poni] se empinó por encima de mi cabeza
y al descender me clavó las pezuñas delanteras en los hombros. Duele menos de lo que pensaba.
Tras una angustiosa travesía del Pacífico de cinco semanas y tres transbordos, Meares llegó a
Lyttelton, Nueva Zelanda, sin haber perdido ni un solo animal, pero enemistado con Bruce. «Sí
que es "Uno de los nuestros"—escribió—pero demasiado "Señorito" para su trabajo». Bruce no
se quedaba atrás: Meares «no era para nada de mi cuerda». Meares provocó la queja de los
demás viajeros por su falta de aseo y afeitado y salir en pijama a cubierta. Tenían dos meses para
recuperarse antes de la llegada del Terra Nova, el 28 de octubre, y de Scott un día después. Este
sintió un gran alivio al ver a Meares: hasta entonces ignoraba si había podido completar su tarea.
Al cabo de dos días, cuando Scott marchó a Quail Island, donde estaban en cuarentena, quedó,
como escribió en su diario, «muy satisfecho con los animales [...] creo que los mejores perros
jamás reunidos».
Oates no estaba tan satisfecho: «Pecho estrecho. Rodillas endebles [...] Viejos. Se ahogan [...]».
Los calificativos negativos se sucedían: el examen que anotó en su diario consistía en un
monótono catálogo de defectos equinos. «Al mencionar las taras de los ponis sólo he
mencionado las que parecen interferir directamente en su labor o en la identificación».
Lo que Meares había transportado a lo largo de catorce mil kilómetros desde los rincones más
recónditos de Manchuria era una tropa de jumentos. Cuando se lo comunicó a Scott dio con una
mezcolanza de condescendencia y enfado. Scott no sabía nada de animales, pero se empeñaba en
creer que todo lo que estaba a sus órdenes era lo mejor posible. Le dio a entender a Oates que su
opinión estaba de más y que su afán de perfeccionismo llegaba a ser irritante. No era la primera
vez que Oates topaba con el lado obstinado del carácter de Scott, pero parece que la opinión que
tenía de su jefe quedó definitivamente establecida a raíz de este incidente.
Oates se había ido enemistando con Scott paulatinamente. En cualquier caso, eran incompatibles.
Scott tenía una inadecuada actitud emotiva hacia los animales, y de un sentimentalismo
empalagoso hacia su sufrimiento; por añadidura, era irascible y carecía de sentido del humor.
Oates, cerebral, ecuánime y sarcástico, opinaba que había que tratar bien a los animales pero
entendía con realismo los problemas que planteaban. Scott se desvivía por dejar clara su
dignidad y poseía una aguda percepción de tenues distinciones sociales; Oates no hacía
distinciones entre reyes y mendigos. Era un enfrentamiento entre un ambicioso hombre de clase
media y un aristócrata natural que crispaba a Scott, sobre todo cuando éste notaba puesta sobre sí
una mirada perdida y enigmática que, como sabían sus amigos del regimiento, era característica
de Oates cuando analizaba a la gente. Oates ya era consciente de la inferior extracción social de
Scott; en ese momento comprendió que no tenía madera de líder.
El Terra Nova permaneció un mes en Lyttelton, donde se hizo la estiba y se encajaron las
diversas piezas de la expedición. Scott gozó, como los demás, de la amable hospitalidad
neozelandesa. Hizo la ronda de los actos oficiales y Kathleen llamó mucho la atención. Fue un
período agradable en algunos aspectos, pero había un trasfondo preocupante.
Scott discutió con Oates por el forraje. Scott, siempre el mismo, calculaba muy justo; Oates
quería dejar un margen de seguridad. Al final se impuso el segundo, a costa, sin embargo, de un
recorte del carbón, con lo que se reducía la capacidad de propulsión a motor. A medida que se
aproximaba el día de la partida aumentaban los nervios, sobre todo entre las esposas:
La señora Scott y la señora Evans han tenido una riña espectacular [escribió Oates a su madre
con su estilo gráfico, escolar y casi carente de puntuación]; me han dicho que han quedado
empatadas después de quince asaltos. La señora Wilson se ha metido en la lucha después del
décimo asalto y en el hotel ha habido más sangre y pelos arrancados de lo que pudieras ver en
el matadero de Chicago en un mes; esto ha repercutido un poco en los maridos y hay cierta
frialdad que espero no se lleven a la cabaña.
En realidad, hacía tiempo que se enconaban las diferencias entre Scott y Teddy Evans. Cuando el
Terra Nova zarpó de Cardiff sin Scott, que había de seguirlo junto con Kathleen, Evans tomó por
primera vez el mando de un barco. Naturalmente, quería demostrar su valía. De poca estatura,
fornido y simpático, el vivo retrato de un lobo de mar, tenía el don de sacar lo mejor de las
personas. Se granjeó un respeto considerable por el modo en que aunó a una tripulación
heterogénea y la hizo trabajar como un equipo. Exultaba buen humor, si bien de un tipo infantil;
pero a fin de cuentas sus compañeros eran como niños crecidos que salían de excursión, un
cargamento de Peter Panes.
En el comedor de oficiales había mucho ajetreo, con el propio Evans a la cabeza. Un día estaba
componiendo una letra para la música de Cock Robin, y provocó la carcajada general con:
¿A quién no le gustan las mujeres? A mí, dijo el capitán Oates, Prefiero las cabras.
Estrofa con retintín, puesto que Oates efectivamente consideraba a las mujeres como un
regimiento monstruoso que era mejor evitar. Con todo, Oates no se lo tomó mal porque Evans
era un buen compañero. «Pero había que compadecer—escribió Oates—a la persona que no
cumplía en seguida las órdenes de Evans». Evans era agradable y autoritario, podía mantener la
disciplina al tiempo que gobernaba un barco alegre. Llegó a Ciudad del Cabo con la satisfacción
del trabajo bien hecho.
Por eso le afectó mucho que Scott, que en teoría había de incorporarse al Terra Nova en Nueva
Zelanda, decidiera de improviso, tras su llegada, dejar que Kathleen marchara sola en el bote
correo y asumir el mando en la travesía de Ciudad del Cabo a Melbourne. Las malas lenguas
apuntaron a que deseaba librarse de Kathleen, que a aquellas alturas había tomado un aire de jefe
de expedición, o como mínimo de inspector general. Tal vez Scott estuviera celoso de las
simpatías por Evans. Fuera cual fuera la verdadera explicación, Scott provocó la inquietud que
comportan los cambios inesperados e incomprensibles. Y lo que es aún peor, la decisión carecía
de tacto. Evans se la tomó como una afrenta a su aptitud profesional, y si bien ocultó sus
sentimientos—lo que le ganó el respeto general—, se había puesto la base de un nefasto
antagonismo con Scott. En Nueva Zelanda, el suboficial Edgar Evans acabó de exacerbar la
situación.
El suboficial Evans, gales de Glamorgan, se había convertido con los años en un donjuán y un
bebedor, lo que le exponía a la contracción de enfermedades venéreas y lo había hecho engordar.
Teddy Evans quería apartarlo de la expedición al Polo, convencido de que en ella no había lugar
para hombres de sus características porque la debilidad de uno podía significar la muerte de
todos.
Pero el suboficial Evans era uno de los favoritos de Scott. Habían servido juntos en el B.S.M.
Majestic antes de la expedición del Discovery. Con su cuerpo enorme y fornido y el cuello corto
y ancho, Evans era la viva imagen del alegre marinero, y Scott se dejaba guiar por las
apariencias. No percibía la debilidad que subyace a este tipo de figura, ni sabía que a menudo es
el gigante robusto el primero en caer. Scott parecía, a su manera de clase media, encaprichado
con la ruda musculatura animal de clase trabajadora de Evans.
Evans le correspondía con una actitud aduladora, pero por debajo de ella había algo de genuina
devoción.
El 26 de noviembre, al zarpar el Terra Nova hacia Port Chalmers, donde había de aprovisionarse
de carbón y despedirse de Nueva Zelanda, el suboficial Evans se quedó en tierra. Se había
emborrachado y caído al agua cuando trataba de subir a bordo. Fue la gota que colmaba el vaso,
incluso para Scott, que le ordenó recoger los bártulos y abandonar el barco.
A la mañana siguiente Evans acudió a Scott, que se había quedado en Lyttelton para zanjar
algunas gestiones, y le pidió otra oportunidad. Scott se lo sacó de encima varias veces, pero él no
cesó de insistir. Scott acabó por ceder y ambos viajaron en el mismo tren a Port Chalmers para
reincorporarse al Terra Nova (y durante el trayecto Evans se comportó, Scott tuvo buen cuidado
de anotarlo, «¡como si nada hubiera pasado!»).
El otro Evans se salió de quicio. Era una debilidad, un flagrante favoritismo que volvía a poner
de manifiesto la falta de criterio del capitán.
Scott admitió en su diario que la queja de Evans era «razonable [...] le he aplacado».
El Terra Nova había de levar anclas el día 28; a última hora Scott pospuso la partida al 29. Oates
lo encontró
molesto porque significa que los ponis estarán veinticuatro horas más en el barco y sólo nos
quedamos para darle a la gente el gusto de aclamarnos.
Scott consideraba una obligación inexcusable que el Terra Nova mostrara la bandera nacional.
Con motivo de la partida se decretó día de fiesta en la población. A las dos y media dio comienzo
una repetición de las despedidas vehementes y emocionadas de Londres, Portland, Cardiff,
Ciudad del Cabo y Lyttelton.
Amundsen obsesionaba a Scott en el momento de zarpar:
—¿Tal vez quiera hacer alguna declaración acerca de la expedición rival? [le inquirió un
periodista en el muelle]. Me refiero a la noruega, y sobre sus posibilidades de victoria.
El capitán Scott respondió con una expresión que no tenía forma ni sustancia:
—No, no creo que tenga interés en decir nada sobre el asunto.
Nueve años antes hubo un extraño paralelismo con el Discovery. Entonces, antes de zarpar de
Nueva Zelanda hacia la Antártida, Scott había escrito a Nansen con una premonición que no
expresó por otros medios; en Port Chalmers hizo lo mismo:
Tal vez hayamos cometido un error al adoptar esta organización tan amplia, pero ardo en
deseos de obtener unos resultados científicos verdaderamente buenos, y para ello se necesitaban
unos cuantos científicos; en cuanto al desplazamiento, hemos mejorado con la adquisición de
más perros y desechando algunos ponis, se hace difícil determinarlo, nuestros animales son
espléndidos y están todos en buena forma.
A los dos días de abandonar Nueva Zelanda, el Terra Nova estuvo a punto de irse a pique en una
tormenta. Scott lo interpretó como una mala suerte inmerecida, pero había explicaciones
racionales para lo sucedido.
Si, al decir de Tryggve Gran, el Terra Nova «iba muy cargado al salir de Inglaterra, lo tenía todo
para zozobrar tras zarpar de Port Chalmers». La cubierta estaba atestada de cargamento, cuyo
elemento más destacado eran las voluminosas cajas de embalaje que contenían los tres trineos
motorizados que, tras modificaciones de último minuto, habían sido transportados en un carguero
de Inglaterra a Nueva Zelanda. Habían embutido diecinueve ponis y treinta y tres perros a bordo,
los perros encadenados en el primer espacio libre, expuestos a todas las inclemencias del tiempo,
los ponis en el castillo de proa, ocupando parte de las dependencias de la tripulación.
Los hombres viajaban apretujados hasta un punto asfixiante. En Nueva Zelanda se habían
incorporado siete más: Priestley, Griffith Taylor, Frank Debenham—otro geólogo australiano—,
Meares, Bruce, Bernard Day y Herbert Ponting, un fotógrafo famoso. En el sollado, los
marineros tenían que compartir hamacas: el que hacía la guardia se la cedía al que la había
acabado. La sala de oficiales estaba muy congestionada, porque eran veinticuatro los que se
tenían que buscar un espacio a la hora de la comida. Así de abarrotado y sobrecargado partió el
Terra Nova hacia el sur.
La principal peculiaridad de las aguas a las que se acercaba, por citar el pozo de sabiduría que es
The Admiralty pilot,
es el paso circunpolar de bajas presiones [...] En los alrededores se desplazan abundantes
depresiones al este o al sudoeste a unos veinte o treinta nudos [...] los vendavales son frecuentes
[...] Se dan a intervalos breves períodos de tiempo apacible, cuando interviene un sistema de
altas presiones.
Scott tenía la esperanza de poder aprovechar los intervalos entre las tormentas. En aquellos
tiempos de previsiones meteorológicas defectuosas, era como bajarse de la acera con los ojos
vendados, entrar en una vía de mucho tráfico y confiar en no acabar bajo las ruedas de un coche.
El primero de diciembre, un poco antes del mediodía, la previsible tormenta se cernió sobre el
Terra Nova. El casco sobrecargado, azotado por los mares, se zarandeaba con una violencia para
la que no estaba preparado. A cada sacudida se separaban las junturas de los tablones de cubierta,
con lo que el agua podía penetrarlos y caer en cascada en las sentinas. Por la noche, la primera
bomba de sentina estaba inundada.
En Melbourne, Scott había despedido al jefe de máquinas del Terra Nova, el teniente de navío
(E) Edgar W. Riley, de la Armada británica, según reconoció el propio Scott, por un mero
capricho, porque no le caía bien. No se le buscó sustituto y el barco zarpó sin un oficial
especialista en la sala de máquinas, confiada a suboficiales. Ello comportaba una ruptura en la
cadena de mando, una invitación al desastre en la por entonces muy rígida jerarquía de la
Armada.
La bomba quedó obstruida, pero el maquinista no lo comunicó de inmediato al puente, como
normalmente habría hecho un oficial. Tal vez temiera una reprimenda, y trató de desatascar la
bomba sin ayuda de nadie. Por la mañana se había inundado la cámara de calderas.
Los filtros de la bomba de mano también estaban obturados, como era de esperar: la bomba de
mano, la última línea de defensa, era el mismo artilugio destartalado que iba con el barco. En
palabras de Davies, el calafate, «me dio innumerables problemas cuando hacía mal tiempo. Casi
tenía que dormir al lado de ella». Repetidas veces en el viaje de Cardiff a Lyttelton la bomba se
obstruyó y quedó fuera de uso. En un clima adverso era imposible repararla porque no podía
abrirse la trampilla del pozo ni, por tanto, acceder a las piezas mecánicas. Nadie podía quejarse
de que no se le hubiera avisado.
Se habían gastado miles de libras en trineos motorizados y complejos instrumentos científicos y
el Terra Nova estaba perdido en medio de la tormenta, ya no un barco sino un casco inundado,
barrido de popa a proa por muros verdes de agua sólida, bamboleándose con el movimiento
espantoso, lento y ondulante que anuncia el hundimiento. Oates y Atkinson, uno de los cirujanos
de la Armada, atendieron durante toda la noche a los caballos, arrojados contra los
compartimentos por el vaivén del barco y en un estado lamentable.
Los marineros, en palabras de Davies,
lo estaban pasando muy mal; vivían en unas dependencias abarrotadas en el sollado inferior
[...] debajo de los ponis [...] Tenían toda la ropa [...] manchada de orina de los ponis que se
filtraba por las cubiertas agujereadas mientras el barco gemía y crujía.
Scott permanecía en silencio, notablemente descontento y pasivo. Fue Teddy Evans quien, en
este punto crítico, asumió el mando. Evans ordenó a los maquinistas que rasgaran un mamparo y,
a través de él, accedieran a las bombas de succión. Llevó diez horas de trabajo, con el agua de la
sentina hasta el cuello. Entre tanto, Evans organizó una cadena de baldes desde la sala de
máquinas para achicar el agua. Posiblemente fuera más por mantener la moral de los marineros
que por el resultado efectivo que pudiera tener la operación.
En cifras, como registra el diario de a bordo, el viento soplaba con fuerza i o de la escala
Beaufort, entre 48 y 55 nudos, y las olas alcanzaban los diez metros. Se da la casualidad de que,
el 11 de noviembre, el Fram registró una tormenta casi idéntica, incluso en la misma dirección
sudoeste. La anotación de Amundsen dice:
Salimos del temporal con una sola vela de proa y un foque interno [...] qué bien toma [las olas].
Si se tiene cuidado de encarar la popa hacia [ellas], a bordo nadie se da cuenta de que está en
alta mar. Si las olas arremeten contra el bao se nota, por supuesto, porque el barco da unos
bandazos formidables, pero el barco no se inunda.
Pero el Fram no iba sobrecargado. Se había planeado su travesía a partir de la premisa de que
encontraría las peores condiciones; llevaba bombas modernas y operativas.
Scott, por su parte, se lo jugó todo a una carta. Como anotó Bowers, que insinúa su
desaprobación, «El océano terrible es nuestro mejor amigo, salvo cuando lo provocas tomando
grandes riesgos».
Scott siguió aliado con la fortuna. En la madrugada del 3 de diciembre, cuando llevaban treinta y
seis horas en un infierno espantoso, el viento empezó a amainar de modo providencial. Se habían
salvado con el coste mínimo de un susto de muerte y la pérdida de dos ponis, dos perros, diez
toneladas de carbón, sesenta y cinco galones de petróleo y unos tres metros de batayola.
Los marineros pensaban que Evans había salvado el barco y le aclamaron cuando salió a
cubierta. A Scott no le gustó.
El g de diciembre el Terra Nova entró en la masa de hielo, y allí acabó la suerte de Scott, que fue
víctima de sus obsesiones. Como el Nimrod de Shackleton había penetrado fácilmente por el este
en 1908, Scott siguió ciegamente la ruta, aunque la razón le decía que era un paso sin
precedentes incluyendo la expedición del Discovery. Obtuvo el premio, como anotó con
inconsciente ironía en una carta a Inglaterra, «de dar con las peores condiciones que un barco
haya afrontado jamás». Quedaron aprisionados en el casquete durante tres semanas.
«Ningún otro barco [...] lo habría superado tan bien—escribió Scott cuando el 30 de diciembre,
por fin, el Terra Nova salió del casquete a las aguas abiertas del mar de Ross—. Es indudable
que el Nimrod no habría alcanzado las aguas del sur de haber quedado atrapado en una masa
como ésta».
Para Scott, las semanas de inmovilidad, con un gasto inútil de carbón, habían constituido una
prueba horrible. Se mantuvo apartado y apenas hablaba con nadie salvo con Wilson. Pero todos
los demás vieron en el gran campo blanco de hielo rebosante de pingüinos y pájaros un
paréntesis exótico. Gran escribió con temple lírico en su diario acerca de «los pasos estrechos del
hielo, donde la helada de la noche hacía girar su red bella y delicada [...]. Era como navegar por
un lago donde centenares de lirios blancos oscilaran al compás de la brisa del anochecer».
En un témpano adecuado Gran abrió su escuela de esquí, que Scott esperaba con tanto optimismo
que convirtiera en una o dos semanas a su pequeña cohorte de principiantes en esquiadores
expertos. Oficiales y científicos fueron (por lo general) alumnos aplicados. Pero la mayoría de
los marineros se negó a tomar lecciones. Gran nunca perdonó al suboficial Evans que llamara
«tablones» a los esquís.
El 2 de enero Scott avistó de nuevo el monte Erebus y su tenue columna de vapor. El hielo
bloqueaba el paso hacia la antigua base del Discovery del estrecho de McMurdo, y tras cierta
vacilación Scott decidió desembarcar en un pequeño promontorio de roca y morrena a unos diez
kilómetros al sur de cabo Royds, llamado desde los tiempos del Discovery el Nido de los
Págalos. Scott lo rebautizó como cabo Evans, «en honor de nuestro segundo comandante».
Para el traslado del cargamento por el hielo desde el Terra Nova a la tierra seca se utilizaron los
cuatro tipos de transporte: perros, caballos, trineos motorizados y arrastre a pulso. Pero no se
había planeado debidamente el desembarco, y resultó un caos. Raymond Priestley, que había
acompañado a Shackleton, hizo unas francas comparaciones
entre el modo como se ha llevado a cabo el trabajo y el desembarco de provisiones en cabo
Royds [...] [hay] demasiados oficiales supervisando y los hombres no sabían en ningún
momento cuándo y dónde ir a recibir instrucciones [...] una expedición, para salir adelante,
habría de prescindir de los principios de la Armada [...] en este punto, me quedo mil veces con
la expedición de Shackleton.
Una mañana, Ponting, que había iniciado con gran entusiasmo el primer reportaje fotográfico en
la Antártida, vio que unas oreas pasaban cerca del borde del hielo y se acercaban lo bastante para
poder fotografiarlas. En palabras de Campbell,
creyeron que [Ponting] era una foca y golpearon el témpano por debajo con tanta fuerza que
desgajaron un trozo, con él encima, y sólo pudo escapar gracias a una agilidad enorme [...] qué
ironía del destino que una ballena se te coma pensando que eres una foca y después te escupa
porque no eres más que un fotógrafo.
Era el primer aviso del estado del hielo. El siguiente se produjo a primera hora del 8 de enero, el
día que había que llevar a tierra el tercer trineo motorizado, cuando un marinero quedó hundido
hasta el cuello. Scott no se dio por enterado. Desde hacía dos días era evidente el deshielo, que
había creado una caudalosa corriente. El trineo motorizado fue volcado de lado a un témpano
contiguo al barco. Scott desembarcó y dejó a Campbell al mando de las operaciones. Al poco,
empezó a romperse hielo cerca del barco. Más o menos al mismo tiempo, llegó un mensaje de
Scott que decía haber encontrado el hielo picado y que había que llevar el trineo a tierra cuanto
antes. La orden fue obedecida a rajatabla, aunque el sentido común indicaba que lo único
adecuado en aquella situación era subirlo a bordo. No había tiempo para poner en marcha el
motor. Se ató un cable de remolque al trineo y todos los marineros se pusieron a arrastrarlo hacia
la costa. Simpson, el meteorólogo, fue destacado para que sondeara el hielo. Pero la varilla con
que había de hacer el sondeo era demasiado gruesa y él demasiado inexperto como para poder
advertir el peligro. Cuando no habían avanzado cien metros el hielo cedió, el trineo lo atravesó y
se hundió en las profundidades y casi arrastró a algunos hombres. Era imposible recuperarlo. El
motor quedó en el fondo del estrecho de McMurdo, a cien brazas de profundidad, como un
augurio silencioso.
Cherry-Garrard preguntó a «Tío Bill» (Wilson) qué pasaría si Scott no alcanzaba el Polo, y anotó
la respuesta en el diario:
Probablemente pararemos aquí y haremos un segundo intento, «con menos ponis y perros, pero
con más experiencia», como dijo Bill. Dos buenos fracasos y se nos podrá perdonar que no lo
hayamos logrado.
5
LA BASE DE FRAMHEIM
Los noruegos empezaron a desembarcar en la bahía de las Ballenas el 15 de enero, diez días
después que los británicos en el estrecho de McMurdo.
«Allí está la Barrera, probablemente como estaba hace miles de años, bañada por los rayos del
sol de medianoche—escribió Amundsen el día en que comenzaron las tareas—. Parece como si
la princesa siguiera durmiendo en su castillo brillante. ¡Ojalá podamos despertarla!». Resulta
revelador que, para expresar sus sentimientos, recordara un cuento de la infancia, el mito de la
Bella Durmiente, con la moraleja de que la victoria era para el fuerte, el decidido, el hombre que
se hace responsable de su destino.
El desembarco del grupo de Amundsen se había llevado a cabo con gran cuidado. Todos los
hombres conocían el plan general de Amundsen y, por tanto, entendían cómo se integraban sus
respectivas tareas en el marco general. Los noruegos sabían que su base debía estar preparada a
finales de abril, así como conseguida la carne de foca para el invierno, y que tenían que hacer
tres viajes de instalación de depósitos de provisiones hasta el paralelo 83 para la incursión de
primavera hacia el Polo. En el estrecho de McMurdo nadie conocía su cometido porque ni
siquiera Scott, aun después de desembarcar, estaba seguro. No había confiado sus proyectos a los
oficiales; imperaba el mero principio de la obediencia rígida y aerifica a las órdenes, sin
consideración de las circunstancias, del que el trineo motorizado hundido era visible monumento.
El Fram atracó al borde de la bahía de hielo, en una ensenada resguardada en el extremo sudoeste
de la bahía de las Ballenas. El punto oeste de esta ensenada estaba formado por un alto
promontorio de la Barrera, que fue imaginativamente llamado Kap Manhue, 'cabo de la Cabeza
de Hombre'. El flanco este quedaba definido por una franja de hielo en la que se iba a construir la
cabaña.
Seleccionado el emplazamiento, se procedió a inspeccionar y señalizar una extensión que, desde
el barco, medía 2,2 millas náuticas; a cada quince pasos de esquí colocaron gallardetes azules
atados a palos cortos. Estos detalles habían sido decididos y analizados con antelación, los
gallardetes cosidos hacía tiempo. Era el tipo de previsión que Scott desconocía. A pesar de su
experiencia en la Antártida, no había contemplado la necesidad de señalizar un camino en el
hielo de cabo Evans, y tuvo que improvisar a toda prisa indicativos con botes de queroseno.
A las once de la mañana del 15 de enero estaba lista la primera remesa que había de transportarse
desde el Fram a la futura primera base. Era el inicio de la campaña de tierra, el comienzo del
camino hacia el Polo, y se hizo una sencilla celebración. Se colocó un trineo de costado sobre el
hielo y se le cargaron trescientos kilos de provisiones para la primavera. Se le engancharon ocho
perros. Como jefe de la expedición, por no decir como conquistador del Paso del Noroeste, se le
cedió por acuerdo tácito a Amundsen el honor de conducirlo.
Fue, como anotó Amundsen con posterioridad,
un desastre, no cabe calificarlo de otra manera. Los perros no habían hecho en el último medio
año más que comer y beber, así que parecían creer que era todo lo que les correspondía [...].
Después de avanzar unos cuantos metros se sentaron como si se les hubiera ordenado y se
miraron los unos a los otros. En sus caras se leía la sorpresa más genuina. Al final, con la
ayuda de unos fuertes latigazos, conseguimos hacerles entender que esperábamos que
trabajaran, pero no sirvió de mucho. Porque, en vez de obedecer órdenes, se lanzaron los unos
contra los otros en una batalla feroz, Dios mío, ¡cómo tuvimos que luchar con aquellos ocho
perros aquel día! [...] Durante el barullo eché un vistazo a bordo. Pero lo que vi me hizo
apartar los ojos en seguida. Se estaban desternillando de risa, y caían sobre nosotros gritos con
las sugerencias más infames.
De alguna manera consiguieron hacer avanzar aquel primer trineo tirado por perros tres
kilómetros hacia la base. En la confusión se había producido algo que iba más allá de una
diablura canina, como se hizo evidente cuando se les puso el arnés a otros perros y se prosiguió
con las labores de transporte. Amundsen no tardó en convencerse de que el problema estribaba
en el modelo de arnés. A raíz de su experiencia en el Gjoa había adoptado el modelo de Alaska,
con los perros enganchados a un tirante central en grupos de a dos. En teoría resultaba eficaz,
porque toda la tracción era paralela. Pero a aquellos perros los habían adiestrado para tirar a la
manera de Groenlandia, extendiéndose en abanico desde un punto de enganche central. Era—
también en teoría—menos eficaz, pero los perros estaban habituados a este sistema. En este caso
se acató su preferencia: Amundsen decidió aplicar de inmediato el modelo de Groenlandia y, el
17 de enero, acompañado de Johansen, Hassel y Wisting, regresó al barco para cambiar los
tirantes.
Con la ayuda del grupo del barco hemos podido hacer 46 tirantes en una tarde, o lo que es lo
mismo, el equipamiento completo para cuatro equipos que ya podemos utilizar [consignó
Amundsen en su diario]. Ha sido un resultado espléndido, y una buena prueba de lo que puede
conseguir la cooperación.
Tras el cambio, los perros empezaron a correr como era debido y los conductores pudieron llevar
el control. Como si fueran trenes de una línea, cinco trineos viajaban regularmente entre el Fram
y el emplazamiento de la base. Cada trineo transportaba cinco o seis cargamentos al día, en total
unas dos toneladas. Cuarenta y seis perros y cinco conductores desplazaban diez toneladas o más
diarias. En la Barrera, con todo el cargamento en el trineo, los conductores iban en esquís; en el
viaje de vuelta al barco, en el trineo vacío.
Bjaaland y Stubberud, los carpinteros, se alojaban en una tienda y montaban la cabaña. Nadie
hasta entonces había implantado una construcción en una plataforma de hielo del sur. Pero como
había supuesto Amundsen, las condiciones eran semejantes a las de Noruega, donde a la hora de
construir se suelen clavar los cimientos en el lecho de roca. Trasladado al medio de la Barrera de
Hielo Ross, este sistema equivalía a cavar a través de la nieve hasta el hielo subyacente.
«Había», recordó Stubberud, «constantes ventiscas, con lo que el lugar se volvía a llenar de nieve
antes de que hubiéramos podido apartar la anterior».
También este fenómeno era habitual en Noruega. Con tablones sobrantes, él y Bjaaland
construyeron un parapeto con forma de arado contra la nieve que le impedía el paso.
De esta manera, conseguimos cavar los agujeros en el emplazamiento y llegar a suelo firme, es
decir, a hielo azul, duro como la roca. Debido a la inclinación del terreno tuvimos que abrir
agujeros de tres metros en una extensión de ocho metros a lo largo de la parte superior para
que la base fuera horizontal. Fue, naturalmente, muy cansado, y el frío extremo [...] retrasaba el
trabajo. Pero al final lo conseguimos.
El 27 de enero, diez días después de la primera palada, la cabaña estaba erguida, con todo el
interior acabado, incluyendo una mesa con cubierta de cuero que podía colgarse del techo para
dejar espacio libre mientras se barría el suelo.
Entre tanto, el resto del grupo cazaba focas y pingüinos y cortaba la carne. «Vivimos en una
verdadera tierra del Nunca Jamás—escribió Amundsen—. Las focas se acercan al barco y los
pingüinos a la tienda, con lo que les podemos disparar».
Era demasiado para los instintos cazadores de las manos acostumbradas al Artico. Un día, unos
cuantos expedicionarios salieron a cazar focas para divertirse y las dejaron sobre el hielo.
Cuando Amundsen lo supo se indignó. «Se prohíbe terminantemente a los miembros de la
expedición matar animales que no vayamos a utilizar», anunció, y ordenó que se llevaran los
cadáveres al barco.
Unos días después, Amundsen salió con Helmer Hanssen y Wisting a matar unas treinta focas,
pero el hielo se hundió antes de que pudieran cobrar los cuerpos.
Por la noche [escribe Wisting], Amundsen se sentía deprimido por haber matado todos aquellos
animales para nada. He conocido a pocos hombres, si es que hay alguno, que amen tanto a los
animales. Fue una característica que nos hizo apreciarle aún más. Incluso aquellos de nosotros
que habían permitido que la naturaleza se impusiera a la educación nos vimos obligados a
aceptar, después de reflexionar un poco, que tenía razón, y no volvimos a matar animales en
vano.
Había que conseguir las provisiones que ciento diez perros y diez hombres necesitarían en un
año, con generosos márgenes de seguridad, unas doscientas focas e igual número de pingüinos.
Los hombres trabajaban doce horas al día, los perros en turnos de cinco horas para no agotarles.
A las tres semanas de viajes regulares entre el barco y la cabaña, habiendo recorrido cada equipo
más de novecientos kilómetros, los perros se habían apaciguado, los conductores experimentados
habían recuperado la forma y los principiantes, como Wisting y Prestrud, superado sus
problemas iniciales. Todo fue fluido y constante.
El sábado 28 de enero el grupo de tierra se trasladó a la cabaña.
Aquí, en la misma barrera en que Shackleton alabó a su Dios por no haber desembarcado
[escribió Amundsen en su diario], hemos puesto nuestra casa, aquí tendremos nuestro hogar.
Entiendo que [sir James Clark] Ross no quisiera acercarse demasiado a este gigante de hielo
con sus veleros. Pero lo que no entiendo es que S. no viniera y aprovechara la gran oportunidad
que le ofrecía un grado adicional de latitud sur. Ni a uno solo de nosotros se le ha ocurrido que
hacerlo pudiera comportar algún peligro. El futuro nos mostrará si estamos en lo cierto.
Algo más tarde de la medianoche del 4 de febrero, el vigía del Fram estaba en la cocina, tomando
una taza de café para cobrar fuerza, cuando oyó ruidos extraños en el exterior. Dio un salto y
salió disparado a cubierta, viendo en su imaginación que la Barrera se resquebrajaba y estaba a
punto de perderlos a todos. Quedó bastante aliviado al constatar que sólo se trataba del Terra
Nova, que había llegado estando él abajo y sacaba amarres para el hielo. A decir de Gjertsen,
Hacía tiempo que esperábamos su entrada en la bahía, en su viaje al este con el grupo [que
había de descender] en Tierra del Rey Eduardo. Nuestro vigía [...] vio que dos hombres salían
del barco, se ponían esquís y, a bastante velocidad para ser extranjeros, se lanzaban hacia la
barrera, siguiendo los rastros de los perros. «Bueno», pensó el vigía, «si tienen intenciones
nefandas (uno de nuestros temas de conversación habituales era cómo se tomarían los ingleses
nuestro desafío), los perros se encargarán de ellos y les harán volver por donde han venido.
Hubiera sido peor que se acercaran a hurtadillas al Fram, donde sólo yo estoy de guardia.
Mejor estar preparado para cualquier eventualidad». [...] Se precipitó al cuarto de derrota,
colocó cuidadosamente nueve balas en nuestro viejo fusil Farman [...] cogió una vieja
gramática del inglés y buscó «Cómo están esta mañana» y expresiones similares. Así de armado
hasta los dientes, tanto física como mentalmente, reemprendió sigilosamente la guardia.
Llevaba esperando tal vez media hora [...] cuando de repente se sobresaltó. Los ingleses
descendían de nuevo, esta vez directamente hacia el Fram [...] Observó con atención; no, no
iban armados, como mucho llevarían un revólver en el bolsillo [...] Tapó el fusil y la gramática
con su abrigo a fin de poderlos recuperar al vuelo, se puso en pie y aguardó con serenidad los
movimientos de los ingleses.
El Terra Nova había salido del estrecho de McMurdo el 28 de enero para llevar a Campbell y al
grupo del este a Tierra de Eduardo VII. Tras abandonar Scott y Evans el barco, el mando de a
bordo había recaído en Campbell, ayudado por el teniente de navío H. Pennell, que ejercería de
capitán en el viaje de regreso a Nueva Zelanda.
El 2 de febrero el Terra Nova avistó cabo Colbeck, el punto que Campbell había elegido para
desembarcar. Era una mala elección: en todo el mar de Ross, el punto en que el hielo presentaba
mayores dificultades. Al igual que a Scott en 1902 y a Shackleton en 1908, témpanos estancados
y violentas corrientes le impidieron desembarcar. Tierra de Eduardo VII era tentadoramente
cercana, pero Campbell tuvo que retroceder y el Terra Nova bordeó de regreso la vertiente de la
Barrera de Hielo en busca de otro lugar donde desembarcar.
A las diez de la noche del día 3 penetró en la bahía de las Ballenas. Para Raymond Priestley, que
había participado en la expedición de Shackleton y por entonces era el geólogo del grupo de
Campbell, fue la ocasión de reivindicarse. Scott y su facción siempre habían puesto en duda la
existencia de la bahía de las Ballenas, así como el punto más meridional de Shackleton. Priestley,
que guardaba gran lealtad a Shackleton, se lo había tomado mal; cuando las observaciones del
Terra Nova «confirmaron maravillosamente» las de Shackleton sus compañeros le dedicaron una
gran ovación. «Ya no cabe duda—escribió Priestley en su diario—de que la ensenada del Globo
y la bahía vecina señaladas en la carta de marear del Discovery quedaron fundidas en un solo
accidente».
Tal vez fuera beneficioso para la tranquilidad de Amundsen no tener conocimiento de la
anotación que Priestley escribió a continuación de la anterior:
desde entonces el golfo resultante ha sufrido bastantes más roturas y retrocesos, en realidad
parece haber cambiado mucho en su extremo oeste desde que la visitamos en 1908.
Era, proseguía Priestley,
Satisfactorio ver [...] que todo el mundo apoya a la expedición de Shackleton y yo me acosté [...]
bastante alegre y convencido de que se presentaba una buena oportunidad de [...] encontrar un
hogar en este punto de la Barrera, nuestra última esperanza de inspeccionar Tierra del Rey
Eduardo. Sin embargo, el hombre propone y Dios dispone, y a la una de la madrugada me
despertó Lillie [uno de los biólogos] con la sorprendente noticia de que habíamos avistado un
barco anclado en el hielo del mar, en la bahía. La confusión cundió a bordo durante algunos
minutos, todo el mundo se precipitaba a la cubierta con cámaras y ropas. No era ninguna falsa
alarma, allí estaba, a unos pocos centenares de metros de nosotros, y lo que es más, quienes
habíamos leído el libro de Nansen reconocimos al Fram.
«Se oían por todas partes—le escribió el teniente de navío Wilfred Bruce a su hermana—
maldiciones soeces y en voz alta». El vigía del Fram no andaba desencaminado del todo al
atribuir intenciones agresivas a la tripulación del Terra Nova. Sabían que Amundsen se hallaba
en la Antártida, pero no dónde. No era un asunto en que Scott animara a hacer conjeturas. La
opinión más extendida lo situaba en Tierra de Graham o en el mar de Weddell, en cualquier caso
lejos de los dominios británicos. Lo último que esperaban ver al doblar el cabo de la bahía de las
Ballenas era, por tanto, el contorno pequeño y grueso del Fram. «Una erupción del Erebus—
escribió Wilfred Bruce en su diario—nos parecía una nimiedad después de esto».
Era Campbell quien se había acercado al Fram y alarmado al vigía. Hablaba noruego y se
proponía establecer negociaciones abiertas, y efectivamente, entre los dos barcos se trabaron
relaciones de amistad o al menos diplomáticas. Averiguó que Amundsen estaba en la cabaña y
que lo esperaban por la mañana. A las seis, Amundsen y sus compañeros, en palabras de
Gjertsen,
bajaron al galope. Nunca bajaron con tanta facilidad, y una vez en el hielo plano, formaron una
línea y se lanzaron a una verdadera carrera hacia el barco. Los ingleses [estaban]
absolutamente estupefactos. No, ni se imaginaban que los perros pudieran correr de aquella
manera delante de un trineo, y en seguida sintieron desprecio por sus queridos ponis. De
repente les sobrevino un entusiasmo desatado, se pusieron a vitorear y a agitar sus sombreros.
Nuestros conductores les devolvieron el saludo y azotaron con más fuerza a los perros.
Se estaban luciendo. Amundsen había visto el Terra Nova cuando entraba por el borde de la
Barrera. No era así cómo solía volver en trineo al barco.
Campbell, Pennell y Levick, el cirujano del grupo del este, fueron invitados a desayunar a la
cabaña; la base de Amundsen la inauguraron, por así decirlo, sus rivales.
A los noruegos les encantó impresionar a sus visitantes. A lo largo de la mañana, los oficiales y
marineros del Terra Nova, en palabras de Gjertsen,
vinieron [...] a ver «El famoso barco» y todos hicieron grandes elogios del modo tan aseado y
confortable como vivíamos. [...] Cuando vieron que cada hombre disponía de su propio
camarote, y que en conjunto teníamos una gran sala común, la sorpresa les abrió los ojos de
par en par.
Los marineros británicos entretuvieron a los noruegos con detalles picantes (y totalmente ciertos)
de su vida. Tenían la mesa del sollado exactamente debajo de los ponis, que les proporcionaban
chorros de «mostaza» amarilla a la hora de comer. Entre las medidas sanitarias que observaban
figuraba la ejecución de malabarismos en un flanco, en una rampa suspendida sobre el mar
proceloso.
El único comentario noruego registrado tras la visita que hicieron al Terra Nova es de Nilsen:
«Debo reconocer que no parecía muy agradable».
Ambos bandos congeniaron. Johansen consignó que los visitantes «estaban de buen humor y
fueron particularmente agradables en el trato». Para Wilfred Bruce, los noruegos,
«individualmente [...] parecían todos hombres encantadores, hasta el pérfido Amundsen».
Pero a Campbell se le negaba de repente la posibilidad de explorar Tierra de Eduardo VII, y era
presa del desánimo. A decir de Priestley, «la tradición nos impide establecer nuestro
campamento de invierno en su terreno». Sólo un bando tenía este tipo de escrúpulo. Amundsen
invitó a Campbell a desembarcar y crear la base donde quisiera: la Antártida recibía a todo el
mundo. Campbell quería aceptar, pero, en palabras de Bruce: «Le disuadimos, porque había que
marcar distancias entre las dos expediciones».
Amundsen, Nilsen y Prestrud fueron invitados a almorzar al Terra Nova. Al subir a bordo,
Amundsen se detuvo, contempló la jarcia y, como no viera antena, preguntó de pasada por el
radiotelégrafo. Se esforzó por ocultar un suspiro de alivio cuando Pennell le informó de que no
llevaban; había eliminado un motivo de honda preocupación: finalmente no sufriría la enorme
desventaja que temía a la hora de comunicar la noticia.
Era, según Tryggve Gran, «del dominio público que los ingleses, a poco que puedan, se
acompañan en sus viajes a tierras salvajes de muchos lujos de la civilización. Y la expedición de
Scott no constituía una excepción». Para los invitados noruegos del Terra Nova, acostumbrados
desde que zarparon de Noruega a una vida muy austera, la comida les pareció un banquete.
Pero, por debajo del ambiente de amistad, fue un almuerzo tenso. La conversación parecía un
combate estratégico: cada bando trataba de averiguar las intenciones del otro sin que se notara
demasiado y se negaba a ceder ni un ápice a cambio. Amundsen impidió que le sonsacaran sus
planes. Pero, más preocupado de lo que reconocía por los trineos motorizados de Scott, preguntó
abiertamente, cuando la comida tocaba a su fin, acerca de su eficacia.
Campbell estaba muy abatido por el hundimiento de sus esperanzas. Nadie había puesto pie
todavía en Tierra de Eduardo VII, y consideraba (con acierto) que desembarcar en ella sería la
gran aportación del viaje al mundo de la exploración. Y de repente se encontraba sin otra
perspectiva que invernar en algún rincón de Tierra de Victoria sin salida al mar. Así que vio en la
pregunta de Amundsen acerca de los trineos motorizados una oportunidad para dar rienda suelta
a sus sentimientos.
—Uno de ellos—dijo enigmáticamente—ya está en térra firma.
Campbell pensaba en el trineo hundido en el fondo del estrecho de McMurdo. Pero Amundsen,
como quería el inglés, entendió que el trineo ya había atravesado la Barrera y tal vez alcanzado el
glaciar Beardmore. Los noruegos se quedaron un momento en silencio, sin pedir ni recibir una
aclaración. Al rato se levantaron con intención de abandonar el barco, con una corrección
impecable pero sin esconder del todo que se habían quedado helados. El Terra Nova largó velas
al cabo de media hora. Amundsen y Nilsen observaron desde la cubierta del Fram cómo
avanzaba por las aguas tranquilas de la bahía de las Ballenas y desaparecía de la vista. Hablaron
poco, pero tenían la cabeza llena de pensamientos. Un miedo cerval se había adueñado de
Amundsen: ¿Le arrebatarían los trineos motorizados la victoria en el último momento?
Al día siguiente a la partida del Terra Nova la base noruega fue bautizada con el nombre de
Framheim, 'La casa del Fram'. Era una alusión a los nombres de cordilleras noruegas como el
Jotunheimen, 'La casa de los gigantes', con sus implicaciones mitológicas y folclóricas. La idea
fue de Prestrud, como Amundsen no se olvidó de registrar.
Sundbeck, el jefe de máquinas del Fram, había preparado como regalo para la inauguración lo
que Amundsen llamó «una veleta magnífica [...] No he visto ninguna más bella de ninguna casa
comercial del mundo civilizado».
Framheim parecía toda un aldea surgida de la nieve. En torno a la cabaña se habían levantado
tiendas de campaña redondas del ejército para guardar las provisiones y las casetas de los perros.
A pesar de la probada resistencia de los perros de Groenlandia, Amundsen creía que se les podría
mantener más en forma si se los protegía de los elementos en los períodos de descanso.
El 7 de febrero, un miércoles, Amundsen decidió que, estando Framheim completada y casi lista
la descarga del Fram, podía hacer el primer viaje de instalación de depósitos en el sur:
exactamente lo mismo que Scott setecientos treinta kilómetros al oeste. Pero Scott avanzaba por
camino trillado mientras que Amundsen, tras perder de vista Framheim, se aventuraba en lo
desconocido.
El 9 de febrero Amundsen inspeccionó el comienzo de la vía hacia el sur. Descendía desde el
espolón de la Barrera en que se asentaba Framheim, recorría el brazo sudoeste de la bahía de las
Ballenas y después volvía a subir a la Barrera. El descenso hacia el mar era sencillo; en la otra
parte, la Barrera, que en aquel punto alcanzaba unos veinte metros de altitud, tenía al lado un
ventisquero que formaba una cuesta breve y empinada. Desde lo alto, esta Barrera era plana
hasta donde alcanzaba la vista. «Las condiciones para el esquí—anotó Amundsen—eran
óptimas».
Como era posible que el Fram hubiera partido para cuando regresara, Amundsen acabó de
escribir sus cartas y se despidió del grupo del barco. AJ teniente Nilsen, que asumía el mando a
bordo, le había escrito y entregado las instrucciones a principios de enero, antes de llegar a la
bahía de las Ballenas.
Tras un breve examen de la derrota prevista para el Fram—ir directamente a Buenos Aires,
completar el viaje oceanógrafico y volver en busca de los que habían quedado en Framheim—, el
documento acaba con esta nota característica:
Cuanto antes puedan penetrar hasta la Barrera en igi2 mejor. No especifico el momento, ya que
todo depende de las circunstancias, y dejo a su criterio las decisiones.
Por lo demás, le doy completa libertad de acción en todo lo concerniente a los intereses de la
expedición.
Si en el regreso a la Barrera viera que la enfermedad o la muerte me impiden retomar la
jefatura de la expedición, la dejo en sus manos, y le ruego encarecidamente que intente llevar a
cabo el plan original de la expedición: explorar la cuenca del Polo Norte.
El i o de febrero, un viernes, a las nueve y media de la mañana, Amundsen inició lo que
Johansen definió con acierto como un «viaje que combinaba el reconocimiento y la instalación
de depósitos». Le acompañaban Prestrud, Johansen, Helmer Hanssen, tres trineos, dieciocho
perros y media tonelada de provisiones, en buena medida pemicán de perro para el depósito. Su
objetivo era el paralelo 80. Los perros descendieron de Framheim y atravesaron el hielo del mar
con Amundsen y sus hombres oscilando a su lado sobre los esquís. Bjaaland, Hassel, Wisting y
Stubberud, que formaban parte del grupo de tierra que los había de esperar, los siguieron hasta la
Barrera para ayudarles a subir la carga por la cuesta. «Fue—registró con laconismo Amundsen
en su diario—muy duro empujarla». Superada la cuesta, los ayudantes regresaron después de un
rápido apretón de manos y una breve despedida. No hubo vítores. «Ninguno de nosotros», dice
Amundsen, «tenía inclinación por el sentimentalismo». Anotó en su diario: «Allí a lo lejos
reposaba el Fram, con la bandera izada en el palo mayor; un último adiós».
La concepción que tenía Amundsen del viaje por la Antártida estaba influida por The voyage of
the Discovery y The heart of the Antarctic. Aunque percibía la incompetencia que subyacía a la
mayoría de las aventuras, dio un crédito inadecuado a las distorsiones de hombres poco
adaptados a su entorno, encaminadas a conseguir que el público aportara dinero a una lucha
heroica y, en el caso de Scott, debidas a las sutilezas del engaño romántico.
La realidad desmintió el mito. «La llamada Barrera—escribió Johansen—discurre como
cualquier otro glaciar». «El desplazamiento en esquí por la Barrera», anota Amundsen, «es
espléndido», y añade un tanto sorprendido: «Hemos completado veintisiete kilómetros, un buen
resultado para el primer día». Desde el primer kilómetro de aquel primer viaje de instalación de
depósitos—sus primeros pasos hacia el Polo— los noruegos entendieron que, después de todo,
estaban como en casa.
11 de febrero: Los perros tiran magníficamente, y el avance por la Barrera es óptimo. No puedo
entender a qué se refieren los ingleses cuando dicen que aquí no se puede utilizar perros.
13 de febrero: Hoy hemos encontrado gran cantidad de nieve suelta [...] Para nosotros, con los
esquís, ha sido un recorrido magnífico. No entiendo cómo pueden avanzar en estas condiciones
hombres [a pie] y caballos, por no hablar de un automóvil. El termo es un invento espléndido.
Lo llenamos cada mañana al hervir chocolate y lo bebemos al mediodía muy caliente. No está
mal en medio de la Barrera.
15 de febrero: Buena actuación de los perros: ayer 72 kilómetros—dieciocho de ellos con
mucha carga—y hoy 92,8 kilómetros. Creo que superarán a los ponis en la Barrera.
Helmer Hanssen lo resumió diciendo que este primer intento demostraba que «era mucho más
fácil desplazarse aquí abajo que en el Norte durante la expedición del Gjoa». Incluso admitiendo
que la Antártida ofrecía en aquel momento las condiciones más benignas—no había ventiscas,
las temperaturas oscilaban entre los 7 y los 17 o grados bajo cero, como un tonificante día de
invierno en Noruega—ésta era la idea principal. En lo referente a la técnica del desplazamiento
por la nieve, la Barrera no había tardado en perder su misterio y capacidad de intimidación.
Cuando menos, era más practicable que el Hardangervidda tal como lo había conocido
Amundsen.
Los esquís eran eficaces, los perros eran eficaces, y Amundsen descubrió al poco que también
había encontrado el tipo de formación idóneo para avanzar a buen ritmo. Primero iba Prestrud,
solo, destacado para dar a los perros algo que seguir, una lección extraída del Paso del Noroeste.
Después, Helmer Hanssen con el primer equipo de perros y la aguja de gobierno, seguido de
Johansen, también provisto de brújula. El más rezagado era Amundsen, con una brújula sobrante
y un trineómetro. Este era un instrumento para medir la distancia recorrida consistente en una
rueda de bicicleta con un contador de revoluciones que giraba en la nieve, atada a la parte
posterior del trineo.
Amundsen comprendió en la nieve que, por regla general, era mejor dirigir desde detrás. Podía
ver a sus hombres y controlar la situación, lo que constituye el fundamento del mando. Y el
último hombre tiene la responsabilidad de recuperar todo lo que caiga de los trineos. Por mucho
cuidado que se haya puesto en la colocación de la carga, siempre acaba cayendo algún elemento
de gran importancia.
En su diario del 11 de febrero, Johansen anota que Amundsen
ha tenido problemas con el equipo de perros [...] al final ha tenido que quitarse los pantalones
de reno y esquiar en camisa y calzones. La temperatura era de doce grados bajo cero. Aquí es
posible, porque no se cogen resfriados.
«Camisa y calzones» eran en realidad ropa interior de piel de reno de los netsiliks. La ropa que
llevaban era del modelo de los netsiliks y de reno, y les pareció demasiado calurosa. Así, dio
fruto otra lección del Paso del Noroeste. Amundsen había aprendido qué ropas había que utilizar
en el frío, salvo una pieza fundamental.
En palabras de Johansen,
las botas [...] encargadas en Cristianía, de las que esperábamos tanto, resultaron inservibles en
el frío. A Petrus y a mí nos han hecho salir ampollas. Y hoy, durante la cena, me las he tenido
que cambiar por kamikks [botas esquimales de piel de foca].
Fue un verdadero desastre. Las botas—siempre el punto flojo en el esquí y el viaje por el Polo—
habían resultado ser de nuevo una maldición. Había que rehacerlas, lo que llevaría mucho
trabajo.
Al lado de este decepcionante descubrimiento palidecieron los demás defectos del viaje. Por
ejemplo, les costó cuatro horas levantar el campamento y recogerlo por la mañana.
«Entretenido», fue el único comentario de Amundsen. El teodolito se estropeó, así que no
pudieron tomar mediciones astronómicas y tuvieron que arreglárselas con cálculos a ojo.
El 14 de febrero los noruegos alcanzaron su objetivo de los 80 0 sur, a lo que podían juzgar.
Construyeron el depósito y volvieron de inmediato: con los trineos aligerados, el viaje de retorno
fue rápido. La principal tarea que les quedaba por hacer era la señalización del camino. En su
lectura de las crónicas de Scott y Shackleton, Amundsen se había dado cuenta de que habían
dejado unas indicaciones deficientes, y se propuso evitar a toda costa la repetición del error. En
el viaje de ida había colocado cañas de bambú con banderas negras numeradas cada catorce
kilómetros, pero resultaron ser intervalos demasiado amplios. Para llenarlos, Amundsen utilizó el
ingenioso recurso de clavar pescado seco (parte del alimento de los perros) en la nieve alternado
con pedazos rotos de una caja de embalaje, cada cuatrocientos metros.
El viaje de vuelta fue un espléndido paseo en esquí de dos días; en el segundo llegaron a cubrir
noventa kilómetros.
Amundsen se había dado prisa para apurar sus posibilidades de despedir al Fram. Llegó doce
horas tarde. Resultaba extraño, escribió, no verlo «más. Ha causado una impresión melancólica y
de abandono en todos nosotros. Pero ya llegará el momento, espero, en que nos reunamos con la
misión cumplida».
La decepción de Amundsen eclipsaba un logro que hay que tener en cuenta. Su viaje de
instalación de depósitos era sólo de doscientos ochenta y ocho kilómetros, no había durado más
que una semana y fue registrado en unas entradas de diario desprovistas de todo alarde. Sin
embargo, se trataba de uno de los hitos de la historia del Polo. Demostraba que la escuela
noruega, sirviéndose de la original combinación de esquís y perros, estaba preparada para el viaje
en el sur. Fue el viaje que consolidó la técnica de la exploración premecánica de la Antártida. En
cuanto a la carrera hacia el Polo, los resultados eran elocuentes.
Aunque Amundsen no podía saberlo por entonces, había batido ampliamente a su adversario.
Había alcanzado los 80°, mientras que Scott, en su viaje de creación de depósitos, nunca pasó de
los 79o y medio. Tras comenzar con seis mil millas de retraso, Amundsen contaba con una
ventaja de cincuenta y cuatro kilómetros. Su superioridad técnica queda ilustrada con dos
simples cifras: la velocidad media de su viaje de instalación de depósitos de treinta y seis
kilómetros al día, el doble que la de Scott.
Durante la ausencia de Amundsen, Framheim quedó concluido bajo la dirección de Wisting.
«Muy buen trabajo», anotó Amundsen en uno de los muy raros comentarios personales de su
diario. Entre otras cosas, uno de los balleneros del Fram había sido arrastrado varios kilómetros
hacia el interior para que hiciera las veces de bote salvavidas en caso de que la Barrera se
rompiera y Framheim empezara a derivar hacia el mar.
Stubberud y Bjaaland habían cavado un paso alrededor de la cabaña y lo cubrieron con una
extensión de los aleros. Amundsen quedó impresionado.
Además de su función protectora [abundó en su diario], también tendrá una gran utilidad como
almacén para todo tipo de cosas. Por ejemplo, L[indstom] puede cortar estantes y colocar en
ellos la carne fresca. La nieve que recoja puede usarse para obtener agua fresca. [...] Con lo
que se consiguen dos cosas: I. Contar en todo momento con nieve limpia para poder disponer de
agua, lo que aquí es bastante difícil, con tantos cachorros sueltos y poniendo patas arriba el
lugar. II. No estar obligados a salir en busca de nieve a la intemperie. Si el tiempo malo se
alarga tendrá una importancia considerable.
En este momento, Scott, a setecientos veinte kilómetros al oeste, se retiraba de la Barrera debido
a la llegada del invierno. Amundsen no tenía que correr. Estaba decidido a instalar antes del
invierno un depósito a los 83o de latitud sur; al menos a los 82 o: lo exigía su concepción de los
márgenes de seguridad. Les dio a sus hombres una semana para que se prepararan. Esta vez
saldrían todos salvo Lindstrom, el cocinero, que se quedaría a vigilar Framheim y los perros que
no participaran en el viaje. Lindstrom esperaba el momento de que le dejaran el campo libre
para, decía, poder poner la casa en orden. Los demás examinaban y ponían a punto el
equipamiento.
El lugar es un gran taller [anotó Amundsen]. Hay una actividad particularmente intensa en la
zapatería. Tenemos que introducir cambios en las enormes botas de esquí de Andersen's [de
Cristianía]. Han resultado ser demasiado rígidas para el frío. Ahora parecen todos los niveles
de cuero posibles (e imposibles).
Excepto Wisting, nadie tenía experiencia en el oficio de zapatero, pero ello no fue un obstáculo:
las botas fueron desclavadas y eficazmente reformadas. Suprimieron varias capas de piel de la
suela y cosieron enormes cuñas en la puntera para crear espacio adicional.
Las labores acabaron la noche del 21 de febrero, y al día siguiente partieron, una caravana de
siete trineos con seis perros cada uno y ocho hombres. Prestrud volvió a ponerse delante. Cada
trineo transportaba unos trescientos kilos. Salieron con mucha confianza.
La nieve había cambiado en la semana que había transcurrido desde el viaje anterior. Una cinarra
abrasiva recubría el paisaje, y el termómetro había descendido hasta los nueve grados, de manera
que los trineos se deslizaban con menor fluidez, pero no hasta el punto de reducir el ritmo. A los
tres días de salir les sobrevino la primera ventisca, un fuerte vendaval del sudoeste que sumió la
Barrera en un violenta tormenta de nieve.
«Esta pandilla de noruegos son muy fuertes», había escrito Oates. Era el tipo de ventisca que
retenía a Scott en la tienda. Amundsen emprendió viaje como si nada, con una sentencia
perogrullesca: «Nadie sabe cómo ha ido el día antes de que el sol se ponga». Al final la tormenta
amainó, y aquel día cubrieron sesenta y nueve kilómetros.
Una de las ideas erróneas de Scott era que los perros esquimales no podían correr con viento
porque la nieve les escocía los ojos. A lo que parecía, nada podía eliminar esta convicción
obstinada y del todo equivocada. La ignorancia de Scott en lo referente a los perros era tal que
desconocía la existencia de la membrana nictitante, el párpado interno con que pueden recubrir y
proteger el globo ocular. Los perros de los noruegos estaban sufriendo, pero no a causa del
viento: Amundsen no se había dado cuenta de que el largo viaje oceánico los había debilitado.
Para aclimatarse necesitaban mucho más que las cinco semanas que llevaban en el hielo; sus
garras habían perdido la piel dura y resistente que les da la actividad esforzada. Caían en la
delgada corteza irregular que estando en forma habrían superado holgadamente. Se cortaban los
cojinetes, con lo que al final del día las garras eran un amasijo de sangre. Estaban faltos de
preparación, poco alimentados, se cansaban con facilidad y pronto empezaron a perder peso.
El descontento cundía entre los hombres. Johansen, que ya había discutido con Hassel, tuvo una
disputa con Prestrud. En una entrada del diario que transmite gráficamente las tensiones
originadas por la conducción de perros y la estrecha cohabitación en una tienda pequeña,
Johansen describía como
Prestrud, que va delante a sus anchas y sin impedimentos, en esquí, estaba impaciente y de mal
humor porque no podía entrar en la tienda y ponerse a cocinar. «En la otra tienda hace rato
que han empezado a cocinar», dijo. Tuve que explicarle que no todos los perros eran igual de
buenos y que algunos tienen que ir atrás; no queda más remedio. Es una tarea durísima ir
detrás con los peores perros. Y cuando finalmente llego, él entra arrastrándose en la tienda y se
pone a cocinar, pero yo tengo que acabar de dar de comer a mis perros y preparar los trineos,
arneses etc., y meter los sacos [de dormir] y la ropa dentro. Cuando todo está a punto, entran
Amundsen y Hassel, y nos tendemos juntos y comemos el pemicán; todo es silencio en la tienda.
No hemos cruzado una palabra desde la discusión.
No tenían ninguna dificultad en seguir los caminos ya abiertos. Se orientaban con el pescado
seco clavado en la nieve, que, en palabras de Amundsen, «resultó un indicador excelente». El
primer hombre debía arrancar cada trozo a su paso y arrojarlo a un lado porque de haber estado
al alcance de los perros habría estallado una batalla campal por conseguirlos. El primer
conductor los iba recogiendo y acumulaba las piezas en el trineo, y por la noche las repartían
entre todos los perros como ración adicional.
Al cabo de cinco días llegaron al depósito de los 80° sin que hubieran mediado incidentes
destacables. Esta vez llevaban gran cantidad de instrumentos para hacer la medición
astronómica. Dos sextantes y un teodolito dieron un resultado de 79° 59', lo que dejó en buen
lugar al trineómetro y a la orientación a ojo.
A Amundsen le pareció que el modo como Scott y Shackleton señalizaron sus depósitos rayaba
en la negligencia criminal. Se propuso evitar también aquel error. Era un aspecto preocupante y
de vital importancia en aquel desierto carente de elementos distintivos. Se inclinó por el sistema
de colocar una fila de gallardetes negros en bastones cortos que seguían el camino en dirección
este-oeste. Pusieron veinte a intervalos de ochocientos metros, diez a cada lado del depósito, lo
que representaba una señalización transversal de dieciocho kilómetros. Era suficientemente
nutrida incluso en el caso de cualquier error técnico, así que, incluso con tiempo adverso, había
pocas posibilidades de pasar por alto un gallardete. Todos estaban numerados e indicaban la
distancia y la dirección del depósito.
A partir del paralelo 80 la temperatura disminuía hasta los treinta o cuarenta grados bajo cero. El
peligro no consistía en helarse sino en sudar, como suele suceder cuando se esquía. En el
recorrido con los perros iban en todo momento calientes. En el frío intenso, el sudor se condensa
al traspasar la ropa, con lo que forma una bolsa de escarcha que después se funde y crea una
enorme incomodidad. Amundsen se incorporó tarde porque tuvo que secar sus kamikks de piel de
reno netsiliks con la estufa Primus. Pero no hay constancia de ninguna queja acerca del frío, lo
que indica que había suficiente comida (y, especialmente, dosis de vitamina C).
El 3 de marzo llegaron al paralelo 81o, por decirlo con mayor precisión, 81o 1'. En este punto
establecieron el segundo depósito, que contenía media tonelada de pemicán para perro. Hassel,
Bjaaland y Stubberud regresaron a Framheim. Amundsen, Prestrud, Helmer Hanssen, Wisting y
Johansen siguieron al sur en un intento de alcanzar los 83o.
Hasta los 81o el viaje había sido bastante aceptable. Los animales estaban cansados y
hambrientos, pero bien dispuestos. La única baja era la de Odin, uno de los perros de Amundsen,
lesionado por el roce de un arnés mal encajado. Lo subieron a un trineo y viajó con el grupo que
retornaba a la base.
Más allá de los 81o fue otra historia. El diario de Johansen lo resume en la entrada del 6 de
marzo:
Treinta kilómetros recorridos hoy, la última parte del trayecto terriblemente lenta. Ha habido
que azotar a los pobres perros.
Al día siguiente, cubrieron
Veintitrés kilómetros y medio con más dificultad que hasta ahora, todo ha ido muy lento: en
realidad no ha ido hasta la última parte del trayecto. Los perros del Jefe son los peores, ya no
hacen caso de los latigazos, se limitan a tenderse en la pista y nos las vemos y deseamos para
hacerlos correr de nuevo.
Amundsen extrajo la conclusión necesaria: «He decidido llevar el depósito sólo a los 82 o S. No
vale la pena seguir adelante». Sólo les quedaban veintisiete kilómetros, y llegaron al día
siguiente. Era un grado menos de lo que quería Amundsen. Pero como escribió, fue
lo máximo que pudieron alcanzar mis cinco perros [...] estaban completamente agotados,
pobres criaturas. Es el único recuerdo oscuro que tengo de allí: que mis preciosos animales
quedaron destrozados. Les exigí más allá de sus posibilidades. Me consuelo pensando que
tampoco yo escatimé esfuerzos.
No era una afectación vacua. Al día siguiente de abandonar Framheim, Amundsen sufrió una
dolorosa y persistente afección rectal, probablemente una modalidad grave de hemorroides, que
suele abundar entre los viajeros del Polo. De entonces en adelante, cada metro de los doscientos
ochenta y ocho kilómetros que recorrieron fue una tortura a la que se sobrepuso y que escondió
cuanto pudo. Tenía que llegar a toda costa a un punto determinado a riesgo de que la expedición
se fuera a pique.
Celebraron la llegada a los 82o con una autopsia del viaje. Johansen había expresado sus
opiniones acerca de las deficiencias aparecidas por el camino. «He dormido en muchos tipos de
tiendas—escribió—y sin tienda, pero ésta es la peor, y lo mismo digo de los instrumentos de
cocinar». Los cinco expedicionarios se embutían en dos tiendas pequeñas, se cocinaba en una y
se llevaba la comida a la otra. Estaban un tanto decepcionados porque dudaban del rendimiento
de su esfuerzo. Habían llevado más de media tonelada de provisiones, incluyendo cuatrocientos
kilos de pemicán para perro, a ochocientos sesenta kilómetros del Polo; doscientos setenta
kilómetros más cerca que el último depósito de Scott.
Continuaron el debate en la segunda noche que pasaron en los 82 o S. Los cinco, como escribió
Johansen en su diario,
reunidos en la tienda de cocinar en diversas posturas apretadas para aprovechar algo del calor
de la Primus. Y discutimos el mejor modo de alcanzar nuestro objetivo en primavera sacando el
máximo partido de los perros. Ahora hemos visto que se cansaban porque la carga era
demasiado pesada y el tiempo demasiado escaso. A. opinó que la divisa de la salida de los 82
grados debe ser el menor número de personas y el máximo número de perros posible.
Señalizaron este depósito con más cuidado que los anteriores: sesenta gallardetes en vez de
veinte, seis cada kilómetro y medio en vez de dos. Amundsen abandonó su trineo y repartió los
perros entre los de Helmer Hanssen y Wisting con vistas al viaje de regreso. Sabía que era el
peor conductor del grupo y que los demás sacarían más rendimiento de los perros.
A juzgar por las entradas diarias del retorno a Framheim, los hombres no tuvieron que esforzarse
más de lo que lo hubieran hecho en una salida de esquí en Noruega. Hubo tormentas y frío y
temperaturas de entre treinta y cuarenta grados bajo cero, las mismas condiciones que en las
notas de Scott se describen como una situación extrema. A parte de las diferencias de estilo, lo
cierto es que Amundsen y sus hombres eran inmunes al clima, tanto física como mentalmente.
La monotonía de la Gran Barrera de Hielo que Scott y Wilson destacan en sus diarios no aparece
para nada en los noruegos. Los perros se encargaron de ello: eran como decenas de niños
exigentes y divertidos que había que cuidar; no había tiempo para el aburrimiento ni las
lamentaciones.
En la mañana del 23 de marzo apareció en el horizonte del norte el cielo oscuro y acuoso de las
aguas abiertas del mar de Ross: el mojón de bienvenida de este agitado Sahara de nieve. A última
hora de la tarde la caravana coronó una escalada y debajo apareció la bahía de las Ballenas.
Amundsen quedó aliviado al ver que «no se había producido ningún cambio en el aspecto de la
Barrera desde nuestra partida; hasta el último detalle, está como la vimos por última vez».
Prestrud, que seguía encabezando la comitiva, inició el descenso de la cuesta hacia el mar de
hielo, pero se le echó encima el primer trineo, que bajaba a tumba abierta sin frenos, y se salvó
por los pelos lanzándose encima de él. Los demás bajaban con el mismo descontrol. Siguió un
choque colectivo, y perros, trineos, hombres y esquís acabaron gloriosamente amontonados al
pie, entre una algarabía de risas, maldiciones, ladridos y gruñidos. Así concluyó el gran viaje
noruego de instalación de depósitos, como el curso de principiantes en una escuela de esquí.
Habían estado un mes fuera, expuestos a un frío intenso, las últimas dos semanas a una
temperatura media de unos cuarenta grados bajo cero. En este punto se hiela el mercurio y la
respiración quema como el fuego. Incluso aquellos hombres acostumbrados al trabajo en la
intemperie en un clima duro empezaban a notar el desgaste. Tenían las puntas de los dedos
congeladas, los rostros empezaban a agrietarse por la exposición a los elementos. Pero habían
dado un gran paso: habían dejado más de una tonelada y media de provisiones entre los 80° y 82 o
sur. Entre ellas figuraban bastante pemicán para alimentar a veinticinco perros durante tres meses
y, en el depósito de los 82o, ciento diez litros de queroseno, suficiente para cuatro o cinco
hombres en un viaje de doscientos días, es decir, el doble de la duración estimada del viaje al
Polo. Era la primera vez en la breve historia de la exploración de la tierra de la Antártida que se
ponían unos fundamentos sensatos con miras al asalto al Polo. En total se había cobrado la vida
de ocho perros, pero aún quedaban ochenta y cinco adultos y veintidós cachorros que en
primavera estarían en condiciones de trabajar. En cuanto a los hombres, no habían sufrido más
de lo inevitable.
En el aspecto mental, este logro tuvo una importancia enorme. A pesar de los dolores físicos, la
sensación predominante era de alivio. La Barrera de Hielo Ross no era más que otro campo de
nieve hecho para los esquís y los trineos, lo que eliminaba la tensión y la incertidumbre
asociados a un entorno extraño. Los noruegos se sentían como en casa, podían identificarse con
este nuevo mundo en vez de enfrentarse a él. La Antártida no era sino el Hardangervidda a escala
aumentada.
La lección duradera que había reportado a Amundsen la temeridad de Scott y Shackelton era la
absoluta necesidad de prever amplios márgenes de seguridad. Calculaba una cifra de entre el cien
y el doscientos por 100, mucho más de lo que Scott contemplara jamás, pero no lo bastante para
Amundsen. Quería llevar antes de que llegara el invierno una tonelada de carne de foca a los 80°
para que los perros pudieran atiborrarse de carne fresca antes de salir hacia el sur, lo que
aseguraría su buen estado a más de un grado más cerca del Polo y, por tanto, en última instancia,
adelantar la base noruega ciento ochenta kilómetros con respecto a la de Scott en cabo Evans.
Para poder estar de vuelta antes de la desaparición invernal del sol tenían que salir dentro de diez
días y, entre tanto, debían corregir las deficiencias advertidas en el viaje. El defecto más
preocupante estaba en las tiendas. Amundsen reconoció haberse equivocado al encargar modelos
pequeños, para dos hombres, en la creencia de que darían calor. Hassel y Wisting sugirieron
coserlas de dos en dos para crear tiendas con capacidad para cuatro o cinco hombres, y se
pusieron manos a la obra. Obtuvieron una suerte de estructura con cúpula bastante parecida a un
iglú alargado que no ofrecía resistencia al viento. En una semana había dos listas.
Ambos eran el tipo de hombre versátil que tanto valoraba Amundsen. Sabían gobernar un barco
(Hassel tenía el título de oficial) y coser velas y arreos con competencia de profesional. Como
iban a vivir en las tiendas, se podía confiar ciegamente en su diligencia.
El viaje inminente también había de aprovecharse para señalizar correctamente el camino hacia
los 80° sur. Amundsen quería hacerlo no por distraerse, sino porque consideraba los 80° el
verdadero punto de salida del viaje al Polo y quería que los demás lo consideraran como tal.
Siempre resulta difícil encontrar la ruta en un medio salvaje, y cada dificultad eliminada era, en
opinión de Amundsen, un esfuerzo bien aprovechado. La ansiedad puede ser tan dañina como el
hambre, y la combinación de ambos elementos, desastrosa, sobre todo si empaña el juicio. Era en
la conciencia de estas sutilezas en lo que Amundsen superaba a Scott.
Amundsen quería colocar una bandera cada dos kilómetros. Por desgracia, no había suficientes
palos de bambú, los cuales, debido a su poco peso, se reservaban para marcar la ruta más allá de
los 82o. Bjaaland y Stubberud cortaron tablones de dos centímetros y medio y los empalmaron
hasta completar postes de dos metros y medio. Se eligió esta longitud en particular porque era
visible desde ochocientos metros y, así pues, con buen tiempo siempre se podría avistar al menos
uno. En una semana había ochenta listos.
Justo antes de partir cazaron seis focas muy grandes, fofas y llenas de grasa, les arrancaron la
cabeza y las aletas a fin de evitar un peso inútil y las cargaron en los trineos. Como el viaje sería
corto—unos trescientos kilómetros—los hombres no consumirían pemicán, sino foca.
Amundsen no se había restablecido de la afección rectal y decidió quedarse. En la vigilia de la
partida le confirió el mando a Johansen, quien anotó en su diario que Amundsen lo hizo «ante los
demás, para que actuaran en consecuencia».
No es una anotación de un hombre satisfecho. Johansen era el eterno número dos, y su
promoción provisional le hizo más consciente que nunca de ello.
A las diez de la mañana siguiente salió el grupo del depósito. Helmer Hanssen tenía una dolencia
estomacal pero insistió en participar; conocía su responsabilidad en tanto que mejor conductor de
perros.
Amundsen se quedó con Lindstrom, a quien se dispuso a ayudar en la cabaña, como si fuera un
sirviente. En el grupo se llamaba al retorno de un viaje «los días sucios». Con sacos de dormir y
ropa de piel colgados para secar de hasta el último centímetro de techo disponible, el
equipamiento desparramado por todas partes y nueve seres humanos metidos con calzador en un
espacio insuficiente, se solía producir una considerable acumulación de pelo de reno, calcetines
desechados y los desperdicios habituales en cabañas de montaña. Había que limpiarlo y fregarlo
todo, dejarlo preparado para los siguientes «días sucios».
Rubicundo, fuerte, imperturbable, Lindstrom ocupa un lugar especial en la historia del Polo
como príncipe de los mayordomos. Cocinero, panadero, pastelero, creó un sucedáneo de vida
hogareña. También fabricaba instrumentos, hacía trabajos de taxidermia y pintaba la casa según
lo requirieran las circunstancias, hasta hacía de payaso. Tenía un reloj despertador, que se
programaba para las seis y media de la mañana y que a menudo sonaba también por la noche.
Sonaba igual que un teléfono, y Amundsen acabó por decirle a Lindstr0m que respondiera. Este
salía corriendo a la galería, imitaba una conversación telefónica y, con expresión de perfecta
seriedad, volvía para informar de la comunicación.
Y entonces [dice Amundsen en su diario] nos poníamos a reír y disfrutábamos como niños. Lo
curioso es que pasó tres noches seguidas, siempre con el mismo resultado: diversión.
Lindstrom reveló, a parte de las demás habilidades, una notable aptitud como ebanista: hizo con
rapidez y profesionalidad una pantalla meteorológica para reemplazar a la que se había quedado
en el Fram. Esto hizo decir a Amundsen que, después de tres años de convivir con él en el Gjoa,
Lindstrom lo seguía sorprendiendo.
Creía conocerlo bastante bien, pero continuamente muestra nuevas facetas. Mejor hombre que
él no ha pisado las regiones polares. Deseo con todo mi corazón poder hacer algún día algo por
ayudarle. Ha prestado a las exploraciones noruegas al Polo mayores y más valiosos servicios
que nadie. Ojalá los campesinos noruegos—Dios mío, que uno haya de estar en deuda con esa
gente—lo entiendan algún día.
Esta nota indica la amargura que estaba acumulando a medida que rumiaba en la mezquina
ayuda que le había dispensado su país; un patriota empezaba a despreciar a sus compatriotas.
Esperaban que el grupo del depósito volviera el sábado 8 de abril: a aquellas alturas una semana
parecía más que suficiente para doscientos ochenta y seis kilómetros. Pero Amundsen y
Lindstrom, que escrutaban asiduamente la Barrera con más preocupación de lo que estaban
dispuestos a admitir, no vieron hasta el martes siguiente como la anhelada caravana irrumpía en
el horizonte del sur y, como una fila de insectos oscuros que correteaban por un cubrecama
blanco, iniciaba el descenso hacia la bahía. Los hombres iban montados en los trineos y los
perros tiraban con ganas. Incluso desde lejos se percibía el aire del éxito.
Y resultó ser el caso. Llegaban con retraso porque se habían extraviado, a causa de la niebla
espesa, en un laberinto de grietas escondidas donde, como dijo Hassel con sequedad, «El abismo
se abría oscuramente bajo mi trineo». Les llevó dos días escapar de este dédalo, y puentes de
nieve se derrumbaban a derecha e izquierda. Las únicas bajas fueron los dos primeros perros de
Johansen, que cayeron, rompieron los tirantes y se perdieron. Lo que, por cierto, demostraba
fehacientemente las ventajas del sistema de enjaezar en abanico: cuando caía un perro, caía solo;
con el sistema en paralelo enganchado a un solo tirante, también arrastraba a sus compañeros.
Al menos era un peligro ya localizado. Porque estaban en térra incógnita. En la inseguridad del
hielo agrietado sólo podían estar seguros de la vía que habían recorrido previamente.
Por lo demás, había sido un viaje en trineo y esquí sin mayores incidencias, por un terreno ya
familiar, y se habían cubierto las habituales distancias de entre veintisiete y treinta y seis
kilómetros.
Hubo dos sorpresas: la temperatura fue entre diez y quince grados más alta; y la niebla se
mantuvo en la mayor parte del camino, con lo que puso a prueba la señalización del depósito. El
resultado fue el siguiente: con la visibilidad reducida a menos de dos kilómetros, con la sola
orientación de la brújula y el trineómetro, pasaron el depósito por tres kilómetros pero dieron con
la octava bandera indicadora, al oeste, que les condujo a su meta sin ninguna dificultad. Fue un
estímulo inesperado, una prueba de que, pasara lo que pasara, no perderían un depósito.
Lindstrom había enviado una pequeña caja de golosinas que había de ser abierta en el depósito.
Contenía, como anotó Bjaaland,
un pastel, y peras y piñas [en lata], y finalmente un vaso de vermut para cada uno; fue algo
digno de saborearse a 80° de latitud S.
Al rearmar el depósito, Johansen colocó las seis focas derechas en un extremo, en torno al
monolito de cajas y bloques de nieve, para impedir que las cubriera la nieve y evitar así el
problema de tenerlas que desenterrar en el viaje al Polo. En ello se constata la capacidad de
previsión del verdadero profesional.
En cuanto a Amundsen, el viaje había sido un éxito absoluto. Los perros estaban tan redondos y
gordos como cuando habían salido. Al depósito de los 80° habían añadido, además de una
tonelada de carne de foca, ciento sesenta y cinco litros de queroseno y varios otros suministros
de gran utilidad. Ya habían transportado a los 80° un total de casi dos toneladas, lo que
completaba tres toneladas en la Barrera. Había un depósito a cada grado de latitud completo
hasta los 82o sur. El camino estaba marcado cada dos kilómetros hasta los 80°.
Sólo quedaba la duda acerca de los trineos motorizados de Scott. Amundsen no los mencionaba
en ningún momento, ni propiciaba que se hablara de ellos, pero empezaban a obsesionarle. Con
todo, quedó aliviado por el éxito del viaje de Johansen.
Mañana [escribió Amundsen la noche en que volvió el grupo] celebramos el final de las tareas
de otoño, y en verdad lo podemos celebrar con buena conciencia. A partir de ahora comienza
Pascua, así que podemos prolongar la celebración durante una semana.
6
En el interior sin vida de la Antártida, los viajes de instalación de depósitos eran más que una
cuestión de estrategia: eran el auténtico medio para la supervivencia. El modo como se
prepararon y llevaron a cabo expresa y hasta caricaturiza la diferencia fundamental entre las
expediciones noruega y británica. Amundsen la emprendió con la calma natural con que se hace
una tarea cotidiana; Scott, a decir de Cherry-Garrard, salió «con una precipitación que rayaba en
el pánico». Amundsen daba la orden de ejecutar una operación preparada con meses de
antelación; Scott, la señal de arranque a una salida extremamente improvisada.
Scott llevaba dos semanas en tierra, tiempo en que se había descargado el barco y construido la
cabaña, cuando de repente ordenó al suboficial Evans y a Bowers que lo prepararan todo para
poder iniciar el viaje de creación de depósitos el día 25. Tuvieron que empezar de cero. Scott,
por su parte, debía «ocuparse de los detalles de los trineos—como escribió—pero tengo muchas
más dudas acerca de ellos de lo que sería de desear». Esperaba con gran optimismo completar en
menos de una semana la tarea para la que Amundsen consideraba insuficiente un año. Entre otras
cosas, quería que Bowers, sin ayuda de nadie, desempaquetara las provisiones y dejara listas las
raciones que necesitarían catorce o quince hombres a lo largo de dos meses de viaje en trineo.
La opinión que Scott tenía de Bowers ilustra con claridad lo inestable de sus ideas. Bowers era
pelirrojo y desgarbado, bajo y rechoncho, tenía las piernas demasiado cortas y la nariz demasiado
larga. Presentaba el perfil de un loro y fue inmortalizado con el nombre de Birdie (Pajarito). Al
ver por primera vez a este personaje de tan raras facciones, Scott le dijo a Teddy Evans: «Bueno,
ya no podemos hacer nada, y tenemos que sacar lo mejor de un mal trabajo». Las apariencias
solían engañarlo.
De hecho, en el viaje a Australia, Bowers demostró ser un oficial muy competente y obligó a
Scott a revisar su juicio. Scott pasó al otro extremo: habiendo inicialmente destinado a Bowers al
barco, lo incluyó en el grupo principal de tierra y le asignó cada vez más responsabilidades.
Bowers, serio, de carácter afable y presto a cumplir con su deber, respondió con un apetito
insaciable por el trabajo, al extremo de convertirse en el puntal siempre dispuesto de Scott. Al
cabo, se encargó por completo del desembarco, las provisiones, la navegación y la preparación
de las raciones para los trineos. Su único defecto era su escaso conocimiento de la nieve y el
hielo. Pero tampoco los conocía mucho Scott, a pesar de su experiencia previa.
El inconveniente de una base en la costa del mar de Ross era que en la tierra, como los glaciares
y los desprendimientos de hielo azotaban las estribaciones del monte Erebus, el camino hacia el
sur era impracticable, al menos para quien no fuera un montañero experto, y en aquella
expedición no había ninguno. El hielo del mar era la única ruta transitable, pero solía desaparecer
en verano, así que la base quedaba aislada de la Barrera. Las expediciones del Discovery y del
Nimrod lo habían demostrado. Gran no comprendía que Scott hubiera dejado de llevar una
lancha motora para salvar el obstáculo.
Así las cosas, el camino desde cabo Evans dependía de un resto del hielo del invierno que seguía
adherido a la costa pero que se iba fundiendo incesantemente y que, para el ojo experto, era muy
poco de fiar. Sin embargo, Scott supuso que aguantaría lo bastante como para permitirle el paso;
de lo contrario, en sus propias palabras, «sería mala suerte que cediera». El 23 de enero, vio al
despertarse que el principio del camino hacia el sur había desaparecido durante la noche. El mar
abierto lamía el pie de cabo Evans; el campamento de invierno estaba prácticamente
incomunicado. Un reconocimiento precipitado demostró que la última vía de escape consistía en
una capa de hielo que quedaba en una bahía al sur de cabo Evans. Con suerte, sería posible hacer
pasar los ponis por ella. Era impensable transportar carga. Perros, trineos y el resto de la
impedimenta habría de transportarlos el barco hasta donde comenzaba el hielo firme de la bahía.
Scott, de repente imbuido de una honda conciencia de la debilidad del hielo de finales de verano,
ordenó salir al día siguiente, veinticuatro horas antes de lo que se había decidido al principio.
«Ha habido—anotó—que acelerarlo todo, y ha resultado un día de trabajo espléndido. [...] Rezo
para que el camino resista durante las pocas horas que quedan [...] Trabajamos con un margen
muy estrecho».
Comida, trineos, equipamiento y perros fueron estibados de nuevo en el barco del que tanto
había costado desembarcarlos tres semanas antes. Se escribieron cartas rápidamente, y la ropa
fue elegida a toda prisa y modificada sin cuidado. Con la ayuda de Bowers, Scott completó estos
preparativos para una segunda estación como si se le hubiera ocurrido de repente. Los marineros
tuvieron que pasar noches en blanco para acabar lo que, con un poco de previsión, se podría
haber hecho sin agobios. Al partir los ponis a las nueve de la mañana, Bowers, según Cherry-
Garrard, llevaba setenta y dos horas sin dormir. Fue un alboroto digno de los británicos.
«Las cosas no son tan halagüeñas como cabría esperar», escribió Oates a su madre.
Estoy seguro de que notaremos el inconveniente de la falta de experiencia que hay en el grupo.
Scott, que se ha pasado demasiado tiempo en una oficina, preferiría cincuenta veces quedarse
en la cabaña probándose [...] unas polainas que salir a comprobar el estado de las patas de los
ponis [sic] o del pie de un perro.
El Terra Nova se unió a los ponis en el Glaciar Lengua, el saliente de un glaciar que penetra en el
estrecho de McMurdo a unos nueve kilómetros al sur de cabo Evans, al borde de la banquisa.
Aquí desembarcó al resto del grupo que había de establecer los depósitos. No se llevaban los
trineos motorizados, que ya habían evidenciado graves deficiencias debidas a la fabricación
descuidada y al material defectuoso.
Tardaron dos días en desembarcar las provisiones del grupo de los depósitos—unas diez
toneladas—y transportarlas a un lugar que parecía seguro, a aproximadamente dos kilómetros del
borde del hielo. El Terra Nova puso rumbo a la orilla oeste del estrecho de McMurdo, donde
desembarcó un grupo geológico a las órdenes de Griffith Taylor, antes de emprender el viaje que
lo acabaría llevando al encuentro de Amundsen en la bahía de las Ballenas.
El grupo de depósitos—trece hombres, ocho ponis y veintiséis perros—se pasó cuatro días
transportando las provisiones a lo largo de unos treinta y cinco kilómetros hasta la Barrera, a un
punto llamado Campamento de Seguridad, unos cuantos kilómetros por detrás del borde, que
Scott consideraba a salvo de los resquebrajamientos. Fue una operación dificultosa y destartalada
que confirmó las premoniciones de Oates.
Scott no tardó en descubrir las dificultades que tenían los ponis en la Antártida: rompían el hielo
del mar o se hundían hasta la panza en los ventisqueros. Los perros exhibieron su insultante
superioridad con hazañas tan diversas como la de arremeter—con entusiasmo y arrastrando todo
un cargamento por encima del bruñido hielo del mar—contra una ballena que había emergido en
un paso o correr con gran eficacia por nieve en polvo y corteza desigual kilómetro tras kilómetro.
Wilson, que veía por vez primera unos animales adiestrados y un conductor competente, se
deshizo de inmediato de su anterior prejuicio: «Esta manera de conducir perros—escribió—es
muy diferente de la conducción de perros bestial que perpetramos en tiempos del Discovery».
Scott reaccionó de otro modo:
Pongo en suspenso mi opinión acerca de los perros [escribió], con muchas dudas sobre si serán
verdaderamente útiles, pero los ponis nos van a ayudar mucho [...] Trabajan con gran
constancia y avanzan animados y llenos de brío.
Desde el Campamento 2, en la banquisa, todo el grupo salvo Scott visitó la antigua cabaña del
Discovery para ver si era posible desenterrarla de la nieve. En una visita previa, Scott había
encontrado una ventana rota que había permitido el paso de las ventiscas y que el interior
quedara lleno de nieve dura y compacta. Lo achacó a Shackleton, que la había utilizado en la
expedición del Nimrod. Scott montó en cólera. «El informe es negativo, como me imaginaba»,
escribió a la vuelta del grupo. «Llevaría semanas de trabajo apartar la nieve [...] en ningún caso
podemos instalarnos en nuestra vieja cabaña». Era una exageración que difería mucho de lo que
le habían comunicado. Finalmente, Atkinson y un marinero habilitaron la cabaña en unos pocos
días y la hicieron habitable.
En el Campamento de Seguridad, Scott celebró, según sus propias palabras,
un consejo de guerra [...] Expuse mi plan, que es avanzar con comida para cinco semanas para
hombres y animales, dejar al cabo de doce o trece días provisiones para dos semanas y
regresar.
Fue el primer indicio de las operaciones inminentes, porque Scott no había comunicado sus
planes a nadie. Siguió un frenesí de actividad caótica. Ni siquiera Wilson sabía nada, y de
improviso se vio corriendo en todas direcciones al cambiante compás de las órdenes, como un
soldado raso en un desfile.
Así fue como gran parte del grupo conoció en el campo la capacidad de Scott como explorador.
Sentado en su saco de dormir, con el campamento organizado y después de cenar, desaparecieron
su confusión e irritabilidad, y se relajó y tornó más amable. Dentro de la tienda, la confusión de
Scott se convertía en meticulosidad: todo debía estar en su sitio, como si se tratara de un equipo
de marinero al que hubiera que pasar revista; sus exigencias iban más allá del orden necesario
para la comodidad en un espacio reducido. Llegó a irritar a algunos que compartían tienda con él,
incluso a soldados de la Armada. Ir «a trineo con el Propietario», [26] como dio en llamarse, era
considerado en general bastante agotador.
Cherry-Garrard, otro aprendiz del Polo, opinaba que Scott tenía «poco sentido del humor».
Charles Wright, el canadiense, recordaba a Scott como «en todo momento un caballero de la
Marina» a quien sus compañeros de tienda temían tanto que, en una ventisca o una peligrosa ola
de frío, salían al exterior, en unas condiciones indeciblemente adversas, para hacer sus
necesidades—incluso una sencilla micción—o bien se aguantaban antes que usar un rincón de la
tienda, lo que, cuando el tiempo lo exigía, era la práctica común en toda expedición.
Tirano de los detalles sin importancia, Scott era a menudo chapucero y descuidado cuando se
trataba de lo esencial. Oates lo consideraba la «persona más distraída» que había conocido, e
indicaba que, si bien tal rasgo podía resultar simpático en una persona sin responsabilidades, lo
era menos en un jefe de quien dependían las vidas de sus subordinados.
El desconcierto de Gran era notorio. Había acompañado al grupo para demostrarle las
posibilidades de los esquís, y resultaba que Scott había perdido en la Antártida el entusiasmo que
mostrara en Fefor. Se dieron abundantes discusiones a favor y en contra de los esquís. Gran trató
de probar su utilidad transmitiendo mensajes en la confusión de la marcha y contramarcha que
siguió al despertar de las incompetentes improvisaciones de Scott. Pero no tardó en verse
reducido, a instancias de Scott, a la ridícula práctica de caminar por la nieve mientras los esquís
reposaban inútilmente en el trineo, porque a su jefe le parecía imposible manejar un poni yendo
en esquí.
El avance de la caravana del primer viaje de instalación de depósitos de Scott estuvo marcado
por la lentitud y la confusión. Cada mañana, los ponis eran los primeros en marchar, y los perros,
que iban más deprisa, aguardaban a fin de llegar al mismo tiempo que los primeros al siguiente
campamento. Todos los días había errores y malentendidos.
Veo lo difícil que resulta este complejo transporte [anotó Gran en su diario]. Y de una cosa
estoy seguro: necesitaremos suerte para llegar al Polo el año que viene.
Se desplazaban a la mitad o tres cuartos de la velocidad de Amundsen. Tuvieron que quedarse en
las tiendas varias veces por culpa de las ventiscas. En al menos dos ocasiones fue el tipo de clima
con el que Amundsen cubrió treinta y seis kilómetros; la temperatura era la misma, unos veinte
grados bajo cero. El principal problema estribaba en los animales.
«Los pobres animales lo están pasando mal—anotó Gran—están tan congelados que apenas
pueden comer». No parece que Scott estableciera ninguna relación entre este hecho y la
debilidad y flacura que observó tras la primera ventisca. Sin embargo, observa en su diario que
los perros «deberían estar bastante contentos. Están cómodamente acurrucados bajo la nieve y a
la hora de la comida salen de agujeros muy calientes». Y en otro pasaje: «Los perros están en
buena forma; para ellos, la ventisca ha supuesto un agradable descanso».
Oates no se fiaba de los perros al iniciar el viaje, pero no tardó en constatar que estaban más
adaptados que los ponis a las condiciones del Polo. Al ver que éstos caían rendidos por el frío, el
hambre y el agotamiento, instó a Scott a seguir avanzando, matar a los ponis más débiles y
dejarlos en los depósitos como comida para los perros (y llegado el caso para los hombres) con
vistas a la siguiente estación. Scott rehusó porque, a pesar de sus filosofías, no podía soportar la
idea de matar animales. Oates quedó escandalizado por esta sensiblería. Habiendo presenciado la
muerte de hombres en el campo de batalla, sabía que nada era tan importante como la vida
humana, desde luego no la de los caballos. Así razonaba el cerebral soldado de caballería. Tras
comprender que no podría persuadir a Scott, se replegó en una hosquedad pesimista.
Scott siguió adelante con la esperanza de alcanzar los 80° sur, aunque los ponis acusaban el
cansancio. El 17, decidió que no podían seguir enfrentándose al incesante viento del sur v dio
orden de retirada. La latitud era de 79o 28 ½’, que aquella estación fue su punto más meridional.
Le había costado veinticuatro días de arduo esfuerzo llegar a este punto— llamado Depósito Una
Tonelada—desde cabo Evans. Amundsen, en el primer viaje de creación de depósitos, llegó al
paralelo 80 y regresó a Framheim en cinco días.
El depósito y la señalización de Scott fueron tan deficientes como el viaje. Repitió los errores de
la expedición del Discovery: el Depósito Una Tonelada sólo estaba indicado con una bandera; el
camino, de ninguna manera, porque se estimó que bastaba con los rastros y los emplazamientos
de los campamentos, a pesar de las ventiscas.
El poni de Gran, Weary Willie, ya no aguantaba más. Oates propuso abandonarlo y continuar
con los otros cuatro para desplazar el depósito más al sur. Scott se negó: dijo que no podía seguir
soportando el sufrimiento de los pobres ponis. No está claro si tal reacción se debía a la
compasión por los animales o por sí mismo, por tener que presenciar sus padecimientos.
Oates era soldado, veneraba el deber, pero también era el tipo de oficial dispuesto a plantar cara
a su superior cuando la situación lo exigía. Así que discutió con Scott: le dijo que la interrupción
de la marcha supondría un grave error.
—Estoy más que harto de esta crueldad con los animales—replicó Scott—, y no voy a ir contra
mis sentimientos por unos cuantos días de marcha.
—Me temo que lo va a lamentar, señor—acabó diciendo Oates, exasperado por los remilgos de
Scott.
Tras establecer el Depósito Una Tonelada (así llamado por su capacidad), Scott, como era muy
propio de él, se impacientó por volver a la cabaña. Juntó los equipos de perros y se lanzó al
galope, dejando que el grupo de los ponis se las arreglara por su cuenta. Había un punto llamado
Campamento Esquina en que el camino hacia el Polo giraba al sur, tras la previa dirección este,
para evitar las grietas causadas por la presión de la Barrera que fluía más allá de un nunatak
llamado isla Blanca. Scott infringió en su precipitación las reglas fundamentales del avance por
los glaciares y siguió en línea recta. Pagó su temeridad, como no podía ser de otra manera, con la
pérdida de dos perros en una grieta, y todo por ganar unas pocas horas.
El día 22 Scott llegó al Campamento de Seguridad, donde se reunió con Teddy Evans, que había
regresado antes con tres de los ponis más débiles. Pero aquello, y todas las demás
preocupaciones de Scott, pasaron a segundo plano aquella noche cuando llegó al campamento un
grupo procedente de la cabaña del Discovery con la carta de Campbell que informaba de la
presencia de Amundsen en la bahía de las Ballenas.
Primero Shackleton, y de repente aquello. Era irónico y tal vez inevitable que Scott, en quien el
derecho de propiedad era una pasión predominante, fuera elegido para sufrir las punzadas de los
celos y de la usurpación. La carta de Campbell fue casi como un golpe físico.
Durante muchas horas [escribió Cherry-Garrard, que en aquel momento se hallaba en la misma
tienda], Scott no pudo pensar en otra cosa ni encontrar otro tema de conversación. Sin duda, una
gran conmoción: lo considera muy poco deportivo, porque eran conocidos nuestros planes de
desembarcar un equipo en este punto. [27]
A Scott se le había metido en la cabeza, y así lo comunicó a sus compañeros, que Amundsen se
disponía a viajar al Polo desde el mar de Weddell, porque ello atenuaba la amenaza y, por tanto,
era la opinión más conveniente. Tras recibir la carta perdió los estribos hasta el punto de
anunciar el contenido del cable de Scott Keltie—que Amundsen se aproximaba al estrecho de
McMurdo—cuya misma existencia había ocultado desde noviembre. Fue una escena muy
crispada. Finalmente, Scott se calmó lo bastante para meterse en el saco y, como de costumbre,
escribir la entrada en el diario antes de dormirse. Su comentario: «La actuación [de Amundsen]
ha sido en todo punto deliberada y sólo el éxito puede justificarla».
Sólo una cosa se me antoja definitivamente clara: lo más adecuado, así como lo más inteligente,
que podemos hacer es seguir exactamente como si esto no hubiera pasado; avanzar y
esforzarnos al máximo en nombre del honor del país sin miedo ni pánico.
No cabe duda de que el plan de Amundsen representa una seria amenaza para nosotros. Está
cien kilómetros más cerca del Polo que nosotros; nunca hubiera dicho que pudiera llevar tantos
perros en buen estado al hielo. Su plan para utilizarlos parece excelente. Pero, sobre todo y a
parte de todo, puede comenzar el viaje al comienzo de la estación, lo que es imposible con los
ponis.
Scott pasó a lo que Cherry-Garrard llamó «un estado de gran excitación nerviosa que rayaba en
el colapso». Se lanzó a una serie de breves y absurdas marchas y contramarchas cuyo único
propósito discernible era la actividad por sí misma: el indicio de que un hombre ha perdido el
autocontrol.
Entre tanto, Oates, Bowers y Gran continuaban su avance con los ponis por la Barrera. Solos,
librados de la influencia curiosamente nociva de Scott, se relajaron y, compartiendo tienda por
primera vez, empezaron a conocerse. Gran, que desde la partida de Inglaterra tenía la sensación
de no haberle «caído en gracia» a Oates, descubrió el porqué.
Oates dijo sin ambages que no tenía nada contra mi persona, sino contra el hecho de que fuera
extranjero. Odiaba a todos los extranjeros con todas sus fuerzas porque los extranjeros odiaban
a Inglaterra. La totalidad del resto del mundo, con Alemania a la cabeza, en opinión de Oates,
sólo esperaba un pretexto para cernirse sobre su país y destruirlo a poco que pudiera. Yo
hubiera querido responderle a Oates en seguida, pero Bowers se me anticipó:
—Tal vez haya algo de razón en lo que dices, Titus [el sobrenombre de Oates], pero con todo
me apuesto lo que sea a que te gustará que Trigger [el nombre que Bowers utilizaba para
referirse a Gran] esté de nuestra parte si Inglaterra se ve involucrada inocentemente en una
guerra.
—¿Estarías de nuestra parte?—me preguntó Oates.
—Naturalmente— [28]respondí, y acto seguido me estrechó la mano. Con ello se abrió el libro
cerrado, y de entonces en adelante Oates y yo fuimos los mejores amigos.
La noche del 25 de febrero, tres días después que Scott, llegaron muy relajados al Campamento
de Seguridad. Gran supo las noticias de Amundsen por la extraña figura de Meares, que apareció
ante él en calzones (efectuaba una tarea nocturna cuando ellos llegaron). Al día siguiente
escribió:
Tuve la sensación de que la Barrera se abría bajo mis pies, y mil pensamientos se agolparon en
mi mente. ¿Tenía que competir con mis compatriotas, con mi bandera? No, no era un
pensamiento agradable [...].
Bowers consignó que cuando oyeron
la noticia de la jugada de Amundsen [...] Trigger estaba tan genuinamente decepcionado por el
comportamiento de su compatriota que uno no podía por menos de compadecerlo por la
incómoda posición en que quedaba.
Fue Oates, como de costumbre, quien prescindió de todo remilgo moralista:
Si esto se convierte en una carrera, Amundsen tendrá más posibilidades de llegar, porque es un
hombre que se ha dedicado durante toda la vida a este tipo de juego y cuenta con hombres
fuertes, mientras que nosotros somos muy jóvenes.
Durante tres días, Bowers, Oates, Gran, Wilson, Meares, Cherry-Garrard, el cirujano Atkinson y
el suboficial Crean permanecieron en el Campamento de Seguridad en una pasiva espera de
órdenes. Scott estaba en otra parte, y sus intenciones envueltas en una oscuridad absoluta. El 28
de febrero, todavía conmocionado por la impresión que le había causado Amundsen, llegó
precipitadamente y ordenó una inmediata retirada a Punta Cabaña, la vieja base del Discovery,
directamente por encima de la banquisa. Wilson señaló que el hielo era precario; Scott perdió los
estribos y le recordó que órdenes eran órdenes. Wilson y Meares debían llevar los perros y acatar
las instrucciones. Wilson consiguió arrancarle un permiso para desviarse de la ruta prescrita en
caso de que las circunstancias lo hicieran necesario, y él y Meares partieron con la mayor
celeridad. Wilson estaba exasperado con Scott y contento de dejarle solo con sus estrategias
durante una temporada.
Scott se hizo cargo de los ponis. Como viera que Weary Willie se encontraba en una «condición
lamentable», se quedó con Oates y Gran para cuidarlo y dejó que Bowers, Cherry-Garrard y
Crean siguieran y se enfrentaran por su cuenta al hielo del mar. La situación guarda un extraño
parecido con su deserción de cuatro años atrás del puente del B.S.M. Albemarle, motivado por
una gestión innecesaria, justo antes de colisionar con el Commonwealth.
Scott permaneció en vela toda la noche al lado de la desdichada criatura, a lo que parece
olvidando los hombres, perros y ponis esparcidos por la zona que esperaban órdenes suyas.
Weary Willie murió por la mañana. Fue, según escribió un desconsolado Scott,
duro haberlo llevado tan lejos sólo para esto. Está claro que estas ventiscas resultan terribles
para los pobres animales [...] y no podemos permitirnos perder fuerzas al principio de un viaje.
Ello hace necesario salir bastante avanzado el año.
En fin, hemos hecho cuanto hemos podido y pagado la experiencia a un alto precio.
Entre tanto, en el estrecho de McMurdo tenía lugar un lamentable descalabro. Wilson no tardó en
topar con grietas en progreso y otros signos de rotura inminente en el hielo del mar. Viró con
violencia para sortear los peligros y se batió en veloz retirada a térra firma con todos los perros.
A unos dos kilómetros por detrás iba Bowers con los ponis. Scott, por supuesto, se hallaba
ausente, cuidando de Weary Willie.
Bowers tenía orden de seguir a los perros, pero no dejaba de ser consciente de la insistencia de
Scott por ensayar la ruta en torno a cabo Armitage. Al ver que Wilson cambiaba la dirección no
supo qué hacer: dudaba entre seguir el camino de Wilson o ceñirse al curso establecido por Scott.
Se decantó por la segunda opción porque provenía del rango más alto y se figuró que Wilson se
había apartado de las órdenes originales, lo que era cierto y muy sensato.
La falta de experiencia de Bowers en el hielo era alarmante, pero estaba acostumbrado a acatar
órdenes y avanzó temerariamente. Como no podía ser de otro modo, le sorprendió la rotura del
hielo. Por fortuna, se salvaron los hombres y la mayor parte del equipamiento, pero perdieron
todos los ponis menos uno. Fue una lección gráfica de las consecuencias de las órdenes confusas,
del principio de la obediencia ciega y al pie de la letra y de una instrucción profesional que
suprimía la iniciativa en los oficiales subalternos.
Bowers asumió la responsabilidad del desastre, pero se consoló con un razonamiento fatalista.
Tenía que ser así. Seis horas antes podríamos haber ido andando a la Cabaña sobre hielo
sólido. Unas horas después habríamos visto aguas abiertas al llegar al borde de la Barrera. La
ventisca que abatió a las bestias, la muerte de Weary Willie, el desconocimiento de la dirección
de los perros, todo encajaba [...] Que los que creen en las coincidencias conserven su creencia.
Nadie podrá convencerme de que no ha habido algo más. Tal vez el año que viene arroje luz
sobre las connotaciones de este aparente golpe a nuestras esperanzas.
Así concluyó el gran viaje de instalación de depósitos. Se habían perdido siete ponis de un total
de ocho. Trece hombres se habían afanado durante un mes sólo para transportar una tonelada de
provisiones a un punto que no alcanzaba los 80° sur. En la bahía de las Ballenas, ocho hombres y
cincuenta perros habían conseguido, en una operación de dos meses y mucho más avanzada la
estación, llevar dos toneladas a dos grados de latitud más cerca del Polo. Incluso sin establecer la
comparación, no cabe duda de que fue un desastre. Como escribió Gran en su diario: «Nuestro
grupo está dividido, somos como un ejército derrotado, desanimado e inconsolable».
Scott debía aguardar en la cabaña del Discovery a que el mar se congelara y le permitiera el
regreso a cabo Evans. La espera le provocó tal mal humor, unos nervios y una tensión tan
extremos que para los demás soportarlo fue una dura prueba. Las cosas empeoraron el 14 de
marzo, al llegar el grupo geológico occidental de Griffith Taylor. Las incómodas instalaciones de
la cabaña quedaron atestadas por dieciséis hombres. Taylor tuvo la gentileza de explicar que la
cartografía de la expedición del Discovery era una «vergüenza» y que él había conseguido más
en seis semanas que los hombres del Discovery en dos años. El 17 de marzo, desquiciado por la
tensión acumulada que le provocaban Amundsen, las verdades irrefutables de Griffith Taylor y la
inactividad general, Scott volvió a perder los estribos y humilló a Gran en público acusándolo de
fingirse enfermo para no trabajar. Scott estaba lo bastante encendido para dedicar al asunto dos
páginas enteras de su diario. «Sólo queda—concluía—alejarse al máximo de su molesta
presencia».
En palabras de Gran, Scott «no era un hombre paternal», así que, aunque sospechaba lo que
subyacía al arrebato, no se atrevió a manifestarlo. Al igual que la mayoría de los miembros de la
expedición, Gran recurrió perplejo a «Tío Bill», como se llamaba a Wilson. El 22 de marzo,
sentados en una roca mientras el viento soplaba, lejos de la cabaña, tuvieron una charla larga y
grave.
—Al abrir la boca, tenía la sensación de que Scott pensaba en Amundsen—le dijo Gran a
Wilson—. La sensación aproximada de que yo era algo así como una sombra en la vida de
Scott. [...]
—No hay que pensar esas cosas—le contestó Wilson—. Scott está muy mal. Pero es natural,
porque me parece que piensa que, si no tiene mala suerte, Amundsen llegará antes al Polo y ya
sabes que esto arruinará la expedición, que no pasará lo que podría haber sido de no haber
existido él.
Wilson sabía de lo que hablaba. Estaba tratándole a Scott una depresión melancólica de efectos
debilitantes. Nadie sabe cuánto le debe Scott (y la expedición) a Wilson.
La espera me impacienta [escribió Scott]. Pero también en la cabaña principal estaré
impaciente. Resulta insoportable quedarse sentado contemplando la ruina que ha sobrevenido a
nuestro medio de transporte. [...] ¡Ay, el Polo está muy lejos!
Poco a poco voy perdiendo toda fe en los perros y mucha en Meares: me temo que ni él ni ellos
nunca alcanzarán el ritmo que buscamos.
Durante tres semanas, los dieciséis hombres de Punta Cabaña estuvieron a la expectativa. Los
pocos y desganados transportes a pulso de provisiones a Campamento Esquina tuvieron que
acabar el 23 de marzo, cuando las temperaturas de cuarenta grados bajo cero hicieron
insoportable el trabajo en el exterior.
Al cabo de tres semanas Scott se subía por las paredes y, sordo a todo consejo, insistía en cruzar
el joven hielo de otoño hasta cabo Evans. Era un riesgo que aterraba a sus compañeros, que lo
veían innecesario e irracional. En algunos puntos, el hielo no llegaba a los diez centímetros de
grosor; no había cuajado; una tormenta podía enviarlo al mar. Las emociones ingobernables de
Scott volvían a empañarle el juicio. Scott se salvó, pero por los pelos.
7
El Fram también inició el viaje de retorno buscando tierra nueva. Nilsen, que había asumido el
mando, lo llevó en dirección este, a cabo Colbeck, con intención de hacer nuevos
descubrimientos en Tierra de Eduardo VIL Pero con esto acaban los paralelismos: al encontrar
una masa de hielo cambió de rumbo antes de quedar atrapado. La única tarea consistió en
avanzar con tranquilidad, lo que implicaba renunciar a todo tipo de experimento y riesgo, así que
el Fram viró y se dirigió a aguas conocidas tan deprisa como le fue posible.
Antes de zarpar de la bahía de las Ballenas, Nilsen había realizado una incursión en el canal
interior con miras a superar al Terra Nova y retornar al Fram la marca de «punto más
septentrional y meridional».
Nilsen tenía que cubrir el doble de distancia que Pennell con el Terra Nova. El Fram debía rodear
cabo de Hornos y bordear la costa sudamericana hasta Buenos Aires. Le sobrevino un huracán,
pero consiguió evitarlo y de nuevo, en palabras de Nilsen, «se mostró en toda su gloria como el
mejor barco del mundo».
El 17 de abril Nilsen echó anclas en el fondeadero de Buenos Aires, con la satisfacción de haber
hecho un viaje extraordinario en un barco espléndido, e insolvente: en la bahía de las Ballenas se
habían confiscado todas las monedas para soldar plata y sellar los depósitos de queroseno, así
que no tenía dinero para pagar una gabarra que le llevara a tierra.
Se le había dado a entender que en Buenos Aires había dinero esperándole, pero no encontró ni
blanca y se vio reducido a la mendicidad de un marinero en apuros. La embajada noruega envió
un telegrama al país en su nombre y Nilsen averiguó que no se había enviado dinero por la
sencilla razón de que estaban sin fondos. Amundsen había sido más o menos abandonado por sus
compatriotas: había resultado literalmente imposible reunir suscripciones de particulares, y la
reacción contra el comportamiento de Amundsen era tal que el Gobierno noruego no se atrevía a
solicitar una subvención al Storting.
Nilsen quedaba desamparado. Su única esperanza era don Pedro Christophersen, el benefactor de
última hora de Amundsen. Don Pedro había ofrecido al principio combustible y provisiones para
el barco; ahora se le pedía que costeara toda la operación de rescate.
Se daba el caso de que el ministro noruego seguía siendo el hermano de don Pedro y arregló una
entrevista así que Nilsen puso pie en tierra. Don Pedro se dio perfecta cuenta de los apuros de
Amundsen y se comprometió a sufragar los gastos. Lo hizo del modo más altruista, observando
sólo que «todo se habría ido al traste si no me hubiera hecho cargo de vosotros».
Pero como Nilsen escribió a Alexander Nansen, el director administrativo de la expedición,
No fue justo obtener tanto dinero de un solo hombre [...] en el país pueden decir, naturalmente,
que la expedición marchó al sur en secreto y que por tanto se las tiene que apañar por su
cuenta. Pero ¿qué hay que hacer? Noruega dedica dinero de vez en cuando a barcos para que
representen al país. ¿No es el Fram el mejor que puede enviarse? No quiero decir [continuaba
con aire de amarga ironía] que haya a bordo alguien especialmente digno de representar al
país; pero ¿quién no conoce al Fram? Es difícil que Noruega encuentre un mejor modo de darse
a conocer que exhibiendo en los mayores puertos del mundo su bandera enarbolada en el palo
principal del barco más famoso del mundo [...].
Cada uno de los hombres, desde el jefe al cocinero, se ha esforzado y se esforzará al máximo
para que la expedición consiga su objetivo. Por eso no resulta precisamente alentador oír en el
primer puerto de escala que el país no quiere saber nada de nosotros.
Y así, don Pedro se hizo cargo del Fram y pagó la reparación que tanta falta le hacía después de
veinte mil millas de viaje por el mar.
Se habían resuelto los problemas inmediatos de Nilsen. Pudo contratar a los marineros
adicionales necesarios para su tan escasa tripulación. El 8 de junio pudo iniciar, como estaba
planeado, su crucero oceanógrafico entre América del Sur y el sur de Africa. Era a su manera
bastante original. Aquella parte del océano, como Fridtjof Nansen escribió a Nilsen era,
por así decirlo, todo un mundo desconocido donde las expediciones previas han [...] hecho poco
o nada de importancia. Sería magnífico que los noruegos se mostraran superiores también en
este campo. Además, demostraría fehacientemente que la expedición del Fram no es sólo una
proeza deportiva, como dicen algunos, sino también una empresa científica digna de respeto.
Nansen contaba con otras razones a parte de las estrictamente científicas para este
encarecimiento.
El Terra Nova había llegado a la oficina de telégrafos antes que el Fram y transmitido las
primeras noticias del hallazgo de la bahía de las Ballenas. En consecuencia, Benjamín Vogt,
embajador noruego en Londres, había escrito a Nansen que estaban surgiendo
críticas bastante duras a la inesperada decisión de Amundsen de dirigirse al Polo Sur. [...] Se
ha extendido la opinión bastante generalizada, creo, de que el comportamiento de Amundsen no
ha sido elegante, ni propio de un caballero. [...] Le escribo para preguntarle si podría hacer
algo para rehabilitar a Amundsen y con ello a su patria; usted sabe mejor que nadie qué efecto
incomparable tendría. Con la actual opinión [pública], no estoy seguro de alegrarme mucho si
A. llega primero al Polo Sur.
Sin duda, Amundsen había perjudicado a la causa noruega, aunque tal vez no tanto como
apuntaba Vogt. Los ataques eran personales y, en general, trataban de distinguir el hombre y el
país.
Esta actitud se aplicaba incluso a sir Clements Markham, que bombardeaba a Scott Keltie con
cartas acerca del «truco sucio» de Amundsen en las que lo tildaba alternativamente de «canalla»,
«granuja» e «intruso». En público, Amundsen fue acusado por Shackleton, con ironía
inconsciente, de «invernar en la esfera de influencia del capitán Scott» y por un destacado
periodista del Daily Mail de tratar de «burlar el derecho del capitán Scott».
El comandante Leonard Darwin, por su parte, reiteró en una reunión de la R.G.S. su opinión de
que «ningún explorador obtiene derecho alguno sólo con la exploración». Pero era una voz
solitaria enfrentada a la multitud. Los ánimos se encresparon tanto, al menos en la prensa, que
Nansen respondió a la llamada de Vogt y salió en defensa de Amundsen en una carta publicada
el 26 de abril en The Times.
He mantenido una estrecha relación con Amundsen, y en todo tipo de ocasiones [...] siempre se
ha comportado como un hombre, y estoy firmemente convencido de que una acción injusta, de
cualquier tipo, sería por entero ajena a su naturaleza [...] Temiendo que [sus partidarios]
pudieran disuadirle de su viaje a la Antártida, decidió no decírnoslo a nadie [...] Y en este punto
tal vez acertara [...] pensó que no tenía derecho a hacernos corresponsables, así que ha
asumido la entera responsabilidad. No puedo por menos de pensar que es una acción digna de
un hombre [...] en cuanto a la cuestión de si Amundsen tenía derecho a entrar [en el territorio
de otro explorador] [...] hay que [...] recordar que las bases de exploración de Scott y
Amundsen están muy separadas, más o menos por la misma distancia que hay entre Spitsbergen
y Tierra de Francisco José. Estoy convencido de que ni siquiera el más ávido acaparador se
atrevería a sugerir la injusticia de ir a Tierra de Francisco José en una expedición destinada al
Polo Norte porque otra expedición con el mismo objetivo ha salido antes hacia Spitsbergen.
Tanta era la autoridad de Nansen y tal su carisma en Inglaterra que esta carta, efectivamente,
calmó la opinión pública, o al menos los comentarios de la prensa, lo que puede considerarse
(más o menos) lo mismo. El propio The Times (en los tiempos en que era una institución en el
país) declaró que no había «ninguna necesidad de defender al explorador noruego de imputación
alguna de intrusión desleal».
Pero en Noruega existía una corriente de oposición a Amundsen. En parte se debía al mismo
miedo a la reacción británica que preocupaba a Vogt. La irresponsabilidad financiera de
Amundsen también pudo influir. Al vencer una letra de cambio que había firmado en pago del
motor diesel del Fram no había, como escribió el abogado del fabricante,
absolutamente nada en efectivo con que pagar, y el capitán Amundsen no ha dejado en Noruega
ningún bien que pueda embargarse [...] Sin embargo, las circunstancias pueden cambiar si su
expedición sale adelante.
León Amundsen le escribió con tono de disculpa a don Pedro:
Al recibir mi hermano su generoso ofrecimiento antes de partir de Noruega, no sabía ni por
asomo que se vería obligado a aprovecharlo hasta el punto en que ahora se ha hecho necesario;
estaba convencido de que sus partidarios y el pueblo noruego aceptarían con agrado la decisión
que había tomado de ir al sur, siendo sus razones tan poderosas y buenas [...] y creía con los
ojos cerrados que podría contar con el apoyo necesario para llevar a cabo el viaje. Hoy sigue
en esta creencia.
No sabe lo que yo sé, que sus acciones han sido condenadas en casi todas partes [...] Es algo
que lo herirá sobremanera en su sentido del honor y llenará de amargura su pensamiento al
saberlo.
El 21 de abril el sol se puso en Framheim para no reaparecer hasta al cabo de cuatro meses. La
pregunta era si el invierno sería lo bastante largo para completar todos los preparativos para el
viaje al Polo, y a partir del 18 de abril Amundsen estableció un plan de trabajo.
Los días transcurrían a un ritmo regular y conforme a un sistema prefijado desde las siete y
media de la mañana, cuando Lindstr0m despertaba a todo el mundo y ponía la mesa para el
desayuno. Como Amundsen apuntó en su diario,
Nada despierta tanto como el ruido de cuchillos, platos y tenedores, por no hablar de cuando
golpea las tazas de esmalte con las cucharillas del té.
Las tareas comenzaban a las nueve y acababan casi a las once y media, antes del almuerzo,
exactamente a mediodía, cuando «solemos tener mucho de que hablar; si no, bueno, el silencio
no es deprimente. Nos parece mejor y más conveniente cerrar el pico».
Después, de vuelta al trabajo de dos a cinco y media, seis días a la semana. Las horas de trabajo
se dedicaban al equipamiento colectivo: trineos, provisiones, perros y otros. Los artículos
individuales, como las botas, la ropa o los calzones, debían atenderse (y había mucho que hacer)
en el tiempo libre, que era principalmente después de la cena. Noche tras noche, la mesa de la
cabaña se convertía en un banco de trabajo combinado de zapatero, sastre y peletero; la ropa de
piel de reno necesitaba una reparación y revisión meticulosas.
Bjaaland anotó con su inimitable estilo medio en broma medio en serio:
Cada uno de los hombres tiene su tarea especial. Wisting es el capataz de la tienda de pieles; [29]
en esto es una autoridad absoluta. Hanssen es el chérif del iglú, debido a su larga experiencia y
estancia en el país de los esquimales. Prestrud es el astrólogo.
Kristian Prestrud, el único de los tenientes de navío del Fram que pondría pie en tierra, preparaba
en efecto la navegación para el viaje al Polo. Por las noches impartía un curso de repaso, al que
era obligatorio asistir, incluso para Amundsen.
Tal vez conocedor de que Scott sólo se había llevado un equipo de tablas de navegar en el viaje
al oeste de 1903 y lo perdió, Prestrud copió seis en los libros de navegación. También trazó
cuadros para las observaciones de latitud a fin de simplificar el trabajo de campo y el control. En
aquellos tiempos no era práctica común.
Debido a un error ridículo, habían olvidado el Almanaque Náutico para 1912 y sólo disponían de
la edición de 1911 (y, para colmo de males, de un solo ejemplar). Una noche, una lámpara de
aceite le prendió fuego. Las llamas cesaron espontáneamente una página antes de las tablas de
mayor importancia. Amundsen lo interpretó como un augurio. En cualquier caso, después del
accidente, el Almanaque lo obligaba a alcanzar el Polo antes de fin de año.
La única tarea científica, literalmente, consistía en las habituales observaciones meteorológicas.
Las tomaban, como anotó Amundsen, fuera de las horas de trabajo, a las ocho de la mañana y a
las dos y las ocho de la tarde, ninguna durante la noche, aunque ello limitara su valor. En
palabras de Amundsen,
Nuestro plan es uno, uno y sólo uno: alcanzar el Polo. En aras de este objetivo he decidido
prescindir de todo lo demás. Haremos cuanto podamos sin interferir con este plan. Si hubiera
que hacer guardia por la noche, sería necesario tener encendida una luz constantemente. En
una habitación, como la que tenemos, supondría un motivo de preocupación para muchos de
nosotros y nos debilitaría. Mi propósito es que vivamos con comodidad en todos los aspectos
durante el invierno. Que durmamos y comamos bien para estar en plenitud de fuerza y animados
cuando llegue la primavera y marchemos hacia el objetivo que debemos conseguir a toda costa.
La gran campaña del Polo comenzó con un problema y una improvisación ingeniosa. Se habían
olvidado las palas para la nieve. Bjaaland, carpintero, fabricante de esquís, constructor,
fabricante de violines, músico y campeón de esquí, realizó unas cuantas a partir de una fuente de
hierro, «bastante mejores—dijo Amundsen—que las que se pueden comprar». Ya promediaba
abril y tenían por delante la tarea física de apartar la nieve que se había acumulado a lo largo de
tres meses en la cabaña. Entonces se le ocurrió a alguien que sería más fácil abrir un túnel en la
cinarra y crear el espacio para maniobrar que necesitaban, puesto que la cabaña estaba atestada.
La propuesta fue aprobada por unanimidad. Surgió una maraña de cuevas en la nieve, la mayoría
conectadas por un túnel a la cabaña. En esto también, Amundsen contaba con alguien
especialmente preparado: Stubberud, el constructor de casas, sabía hacer bóvedas, con lo que fue
posible cavar grandes grutas sin el riesgo de que el techo se desplomara. Framheim fue el
precursor de las actuales y complejas bases antarticas que se instalan bajo la nieve. No sólo había
talleres, sino también una lavandería y un lavabo que era, en palabras de Amundsen,
bastante americano en lo referente a la higiene. Es verdad que no tenemos agua, pero en
cambio disponemos de los perros [que] de un modo rápido y efectivo retiran la suciedad
acumulada durante la noche.
Scott, al enfrentarse al hábito de los perros de comer excrementos, lo consideró «horroroso» y
«el peor aspecto de la conducción de perros». En el Discovery hizo matar cachorros por este
crimen. Amundsen, en cambio, entendía el fenómeno en términos totalmente prácticos. El perro,
sobre todo el perro esquimal, es un animal carroñero capaz de reciclar los excrementos. [30] ¿Por
qué no aprovecharlo? Así que el lavabo de Framheim fue dispuesto de tal manera que la cloaca
conectara con un túnel externo accesible para los animales. Puesto que había más de cien, no les
resultó difícil mantenerlo limpio, con lo que ahorraron a los hombres tiempo y una labor
desagradable.
Los botes de queroseno, acumulados en el exterior, habían quedado naturalmente cubiertos por la
nieve. Hassel, en palabras de Amundsen «director ejecutivo de Carbones, Petróleo y Coque
Framheim S.A.», excavó una cueva en torno a ellos in situ, con lo que obtuvo
el mejor almacén de queroseno [...] a cubierto. De esta manera nos hemos beneficiado de nuevo
de la amable mano que nos tiende la Naturaleza. ¿No es verdad que muchos habrían apartado
la nieve a paladas durante todo el invierno en circunstancias similares? Así lo creo.
Es una comparación velada entre sí y Scott. Amundsen había visto en los libros de los ingleses
que la principal deficiencia de sus expediciones en la Antártida había consistido en observar
demasiados prejuicios de la civilización y enfrentarse a la naturaleza. La fuerza de Amundsen
nacía de su predisposición a colaborar con ella. Estas comparaciones aparecían de vez en
cuando: por debajo de la apariencia de tranquilidad, estaba inquieto por tener un rival en el
estrecho de McMurdo y la tensión de prever cada uno de sus movimientos.
De algo al menos estaba seguro: de la necesidad de procurarse una superioridad técnica. Antes de
zarpar, Amundsen se sabía mejor y más rápido expedicionario que Scott, pero quería disponer de
una ventaja definitiva e irrebatible. Había que dedicar el invierno a una meticulosa revisión del
equipamiento.
Los trineos habían sido en parte un fracaso. Eran, con mucho, demasiado pesados; Amundsen se
había dejado engañar por las muy exageradas descripciones de Shackleton y Scott y se figuraba
la Barrera como algo hostil, exigente, traicionero. Pero, en sus palabras, después de los viajes de
instalación de depósitos,
La misteriosa Barrera de los ingleses ha desaparecido para siempre y ha de dar paso a un
fenómeno enteramente natural: un glaciar.
Ningún misterio: sólo había que aligerar los trineos.
Más preocupante que el mero peso era el hecho de que hubiera resultado difícil gobernarlos.
Adquiridos en Hagen de Cristianía, eran los que Bjaaland había modificado en el Fram. Se
trataba del mismo modelo que Scott aceptaba sin ningún reparo. El problema estribaba en su
producción en serie, cuando se requería la obra de un artesano. Amundsen los desechó y, en su
lugar, Bjaaland modificó cuatro trineos de la segunda expedición de Sverdrup en el Fram, obra
de un fabricante más inspirado que por desgracia había abandonado el negocio.
Mediante la reducción de los patines y de los otros componentes Bjaaland aligeró el peso de
cincuenta a treinta y cinco kilos sin por ello debilitarlos funcionalmente. También construyó tres
trineos nuevos, ligeros y flexibles.
En una cueva en la nieve, con unos pocos tablones colocados en un estante de nieve que hacía las
veces de banco de trabajo, Bjaaland concluyó sus pequeñas obras maestras en el arte de la
elaboración de esquís y trineos. Como madera utilizó el nogal americano—duro, maleable,
curado—, el mismo que Amundsen había comprado con tanta previsión una década antes en
Pensacola. Con las estufas Primus y platos de latón de los viejos depósitos de queroseno,
Bjaaland construyó la cámara de vapor para curvar los patines. En otro taller, Wisting y Helmer
Hanssen ataban los trineos con cuerdas de cuero crudo. Es todo un pequeño arte del que depende
la elasticidad del trineo y, pues, la fluidez de la marcha. A Helmer Hanssen, que había recorrido
en trineo miles de kilómetros, se le daba particularmente bien esta operación; sabía por intuición
cómo había de comportarse un trineo.
Los viejos trineos del Fram fueron adaptados al hielo difícil, los de Bjaaland para que cobraran
velocidad en nieve plana. Los primeros estaban concebidos para los glaciares que conducían a la
meseta polar; una vez completada la ascensión y aumentara la movilidad los abandonarían y
continuarían viaje con los modelos ligeros de Bjaaland. Estos pesaban veinticuatro kilos, por los
treinta y cinco de los del Fram remodelados y los setenta y cinco de los de Hagen. Bjaaland
también preparó dos pares de esquís para cada uno de los hombres, uno para usar y el otro para
llevar de repuesto en los trineos. El 20 de julio lo tenía todo acabado.
En medio del frío intenso, Amundsen anotó con su irónico sentido del humor: «Si uno no va bien
calzado puede quedarse pronto sin pies, y entonces, ya se sabe, es demasiado tarde para calzarse
bien».
Las botas de esquí, que habían resultado demasiado pequeñas, fueron por tercera vez evisceradas
y aumentadas con una cuña en la puntera—cada hombre fue zapatero de su propio calzado—,
con lo que adquirieron capacidad suficiente para dos calcetines de piel de reno esquimales, llenos
de sennegrass, un grueso calcetín de lana que permitía el movimiento del pie en su interior, lo
que es esencial para evitar el congelamiento. La original tela rígida de la parte superior fue
sustituida por un material más delgado. Tras casi dos años, parecía haberse realizado por fin el
proyecto inicial: se había conseguido una bota lo bastante rígida para controlar los esquís y usar
los crampones a la par que suficientemente flexible para permitir el alzamiento del tacón y (se
esperaba) una normal circulación sanguínea.
Hubo muchas otras modificaciones y reconstrucciones. Como los perros se comían las correas de
piel de narval de la parte posterior de las fijaciones de los esquís, Bjaaland las proveyó de
ganchos para poderlas separar de éstos y llevarlas a las tiendas por la noche. Stubberud recortó
cincuenta cajas de trineo, con lo que cada uno pesó tres kilos menos. Fueron fijadas a los trineos,
ya que, para ahorrar tiempo y energía en la marcha, no cargarían ni recargarían. Sacarían la
comida, cuando fuera necesario, por las oberturas de las cajas.
Se redujo el volumen de los instrumentos de cocina de treinta a cinco kilos. Con una máquina de
coser de pedal que había en una de las cuevas, Wisting confeccionó tiendas nuevas a partir de
ropa cortaviento ligera para reducir su peso de diez kilos a seis. Presentaban un nuevo diseño,
con suelo cosido por dentro (poco frecuente en aquellos tiempos) y el único sustento interno de
un ligero palo de bambú; era una tienda concebida para un montaje rápido en caso de vendaval.
Pero el problema era la tela blanca. Amundsen prefería una tienda oscura por tres motivos: para
que fuera visible en contraste con la nieve, para que los ojos pudieran descansar después de un
día de trabajo al sol deslumbrante de las altas latitudes y para que absorbiera mayor radiación
solar y así se calentara más fácilmente el interior. «En fin», anotó en su diario, «raramente nos
damos por vencidos»: obtuvieron una tintura a partir de polvo de tinta y lustre de zapatos negro.
Y así todo: gafas de esquí, anoraks, ropa interior («En cuanto a las prendas interiores—escribió
Amundsen—las que apreciamos más son las camisetas de lana que nos tejió Betty»), arneses
para los perros, todo el equipamiento del viaje al Polo fue revisado y (por lo general) alterado en
la incansable búsqueda de seguridad y perfección.
Amundsen tenía el magnetismo personal que distingue a los grandes líderes. Contaba con el
respeto de hombres de tan diversos caracteres y formaciones como Shackleton, Bjom Helland-
Hansen y Lincoln Ellsworth y el almirante Byrd, el pionero de la aviación norteamericano. En
Framheim, incluso Johansen lo reconocía.
Amundsen comprendía la psicología de los grupos pequeños; tenía una sensibilidad casi
femenina para los factores ocultos y las fricciones que un jefe debe manejar. Dedicó mucho
esfuerzo a eliminar las tensiones que amenazan a una expedición al Polo, y lo hizo de una
manera muy sutil.
En una comunidad pequeña y aislada, donde un grano imaginario se puede convertir en una
montaña de pesadilla, la irritación de primera hora de la mañana es un notable peligro emocional.
Scott, por ejemplo, era muy irritable por la mañana: se enfadaba con el primero que se le cruzaba
y después no hacía nada por arreglarlo. Amundsen, más perspicaz, se controlaba e ideó una
estrategia para evitar el mal humor entre sus compañeros.
Organizó un concurso que consistía en adivinar la temperatura, con premios sustanciosos cada
mes y un telescopio al final de la estación para el vencedor global. Sin duda, estaba encaminado
a desarrollar la habilidad de calcular la temperatura en caso de que todos los termómetros se
rompieran en el viaje al Polo.
Por mor de los premios [escribió en su diario], todos se desviven por salir afuera para observar
el tiempo. Para eso están los premios. Pero nadie lo sabía. La breve salida de esta mañana me
ha parecido muy beneficiosa. Aunque sólo sea de uno o dos minutos, resulta increíble cómo
ayuda este breve período a despertar a un hombre adormecido y a equilibrar los nervios antes
de [la primera] taza de café agradable y caliente.
Incluso la persona de temperamento más apacible del mundo es un tanto proclive a la irritación
matutina, y hay que eliminarla del modo más discreto posible. Si una persona que es irritable
por la mañana nota que tratas de librarlo de su defecto, se vuelve el doble de irritable.
Amundsen tenía que trazar una fina distinción entre la regularidad y la monotonía.
Debido a la gran cantidad de trabajo, las diversiones eran escasas. Prestrud impartió un curso
opcional de inglés a unos pocos hombres; daba las clases en la cocina para no molestar a los
demás. Bjaaland comenzó a hacer un violín, pero se dio cuenta de que no tendría bastante tiempo
libre para acabarlo aquel invierno. Al final se lo llevó a Noruega, donde lo acabó un artesano
profesional y resultó ser un instrumento muy bueno.
Por lo demás, leían un poco—especialmente literatura sobre el Polo, de la que había una pequeña
pero suficiente biblioteca—, jugaban alguna partida de cartas y—la moda de principios de
invierno—de dardos. Este juego era una novedad para muchos de ellos, un regalo de Málfred, la
mujer de Gustav Amundsen. Amundsen organizó una competición que tenía por premio un
cronómetro de bolsillo.
Como medida contra el aburrimiento, Amundsen rompía la rutina de la semana con pequeñas
ocasiones que eran esperadas con antelación. Los días laborales no se bebía en las comidas, pero
cada sábado había toddy [31] de coñac caliente; cada domingo, festivo y día de cumpleaños,
aguardiente para cenar. El objetivo era en parte cortar de raíz las disputas: entre los escandinavos
se atribuye un significado ritual al consumo de alcohol. El skáles una promesa de amistad.
La noche del sábado había sauna, otro tipo de ritual: una limpieza ceremonial de cuerpo y
espíritu. Se había improvisado una pequeña sauna en un iglú; dos estufas Primus situadas bajo
una bandeja de metal proporcionaban el calor y el vapor.
Un esprint sin ropa por el túnel excavado en la Barrera que comunicaba con la cabaña los
preparaba para las previsibles revolcadas en la nieve.
En muchos sentidos, las circunstancias ayudaron a Amundsen a mantener alta la moral. Aunque
muchos de sus hombres vivían en ciudades, no dejaban de ser, bajo la superficie
imperfectamente urbanizada, campesinos del norte, hombres de gustos sencillos, adaptados a la
vida solitaria; no eran asocíales, pero buscaban el aislamiento para relajarse y animarse. En sus
talleres separados bajo la nieve pasaban gran parte del día en soledad, así que por la noche se
alegraban sinceramente de ver los rostros familiares de sus compañeros. Y siempre podían contar
con la diversión de los perros, que acababan con la monotonía en un santiamén.
Cada uno de los hombres tenía asignados catorce o quince perros que había de cuidar y alimentar
con carne (y grasa) de foca y pescado seco en días alternados. A mediados de invierno estaban
hartos de pescado seco.
Tenemos [escribió Amundsen, con su buen ojo para la anécdota provechosa] un ejemplo
bastante divertido de la inteligencia del perro en este aspecto. Jorgen [Stubberud] tiene un
cachorro—Funcho— nacido en Madeira [...] Había adoptado el hábito de no aparecer en las
noches en que se repartía pescado [...] y exigir que [...] se le sirviera carne. Cuando Funcho lo
veía venir con la caja de carne a los hombros, [...] lo seguía [...] y recibía pescado seco para
cenar.
Funcho no se había acostumbrado todavía a las diversas tretas y artimañas de la humanidad.
Pero pronto las aprendió, y Jorgen no pudo seguir engañándolo.
En otra ocasión, El Tiburón, un perro delincuente, robó la cena a su vecino. Amundsen intentó
obligarlo a retornarla, pero el perro se negaba. El enfrentamiento se enconó y acabaron dando
vueltas en la nieve, agarrados como luchadores en un ring. Amundsen no cejó hasta que arrebató
la comida de las fauces del Tiburón y la devolvió a su legítimo propietario. Iba desarmado; no
permitía que un perro se le impusiera.
Por la noche, los perros eran encadenados en sus tiendas, [32] de diez a doce en una tienda,
enterrados en hoyos de cuatro pies de profundidad, por lo que parecían cuevas de nieve poco
profundas techadas con lona.
Durante el día les permitían campar a sus anchas. Pocas veces se peleaban, pero varios
desaparecían en excursiones ilícitas y regresaban hambrientos y muertos de sueño al cabo de
unos cuantos días. El tiempo favorecía a los fugitivos, que, con el instinto de un perro, siempre
sabían dónde estaban.
El clima de Framheim, como escribió Amundsen, era «idóneo». El viento soplaba raramente para
bien del humor y la moral. No hay nada que desanime tanto como el silbido y los golpes
incesantes de las tormentas en un medio salvaje.
En cabo Evans, Scott pudo constatarlo con creces. Durante más de un treinta por 100 del tiempo
hubo vendavales (de veinticuatro m.p.h. y más), por el 4,2 por 100 de Amundsen; es decir, siete
veces más.
Con todo, hacía mucho más frío en Framheim: en invierno la temperatura media fue de —38 °C
por los —27 °C de cabo Evans. Se llegaba con frecuencia a los —50 °C; a veces, el termómetro
descendía hasta los —60 °C. A los perros les alegraba volver a las tiendas.
Pobres diablos [escribió Johansen en un momento de pesimismo], gozan tanto de la vida como
pueden en el frío y la oscuridad, tienen bastante comida, comen, duermen, tienen sus aventuras
amorosas cuando las perras están en celo; pero los cachorros nacidos últimamente sucumben
pronto a una naturaleza siempre lúgubre, y están contentos, a mi entender, de escapar de la
poco envidiable vida de un perro de trineo; porque ningún animal puede llevar una vida peor
que la de un perro de trineo.
Fabricaban látigos nuevos, con mangos que aguantaran cuando tuvieran que azotar a los perros.
Puede parecer extraño y poco civilizado y brutal azotar a los perros hasta el punto de que el
mango [del látigo] se rompa, pero quien ha conducido perros, perros cansados, perros
hambrientos, y perros que sufrían en medio del frío a causa de una carga abundante y una
marcha difícil, lo ve de otro modo. No es necesario ser más brutal que otros; tal vez sufra por
tener que hacerlo, pero si no utiliza los medios de que dispone para hacer avanzar a los perros
cuando cuesta, ya puede arrojar la toalla. Es como mínimo [su propia] vida lo que está en
juego.
«El destino de las naciones—dice Brillat Savarin—depende de lo que comen». ¿Qué debemos
decir entonces de Lindstrom, el cocinero de Framheim? Los noruegos no son gourmets, pero
sesenta años después, Stubberud todavía recordaba con placer los «pasteles calientes» de
Lindstrom. Uno de los elementos habituales en la vida de Framheim era la aparición en la mesa
puesta para el desayuno de la figura fuerte y sonriente de Lindstrom llevando con un sucedáneo
de aire doméstico una bandeja con una pila de «pasteles calientes», que había aprendido a
cocinar en Estados Unidos. Los recubría de una abundante capa de arándanos y camamoros en
conserva, tradicionales antiescorbúticos de los noruegos.
Amundsen, que conservaba el recuerdo de la terrible experiencia del Bélgica, estaba preocupado,
en realidad obsesionado, por la necesidad absoluta, vital, de evitar el escorbuto. Scott, a su lado,
y a pesar de su experiencia en el Discovery, no le prestó la debida atención. Amundsen decretó
una dieta a base de carne de foca fresca, o al menos muy congelada, servida a diario tanto en el
almuerzo como en la cena; en ésta, cubierta con conserva de arándano. Lindstrom era un
cocinero «para el Polo», capaz de preparar carne de foca de modo que resultara apetitosa y
nutritiva. En esencia, la preparación consistía en platos poco hechos que, como sabemos hoy en
día, conservaban la mayor parte de la vitamina C.
A lo largo de todo el invierno, pues, los hombres de Amundsen acumularon una gran provisión
de vitamina C, puesto que el cuerpo humano, aunque no es capaz de sintetizarla, puede
almacenarla durante un tiempo. Tenían las máximas defensas posibles contra el escorbuto.
También comían pan integral fortalecido con germen de trigo, leudado con levadura fresca que
Lindstr0m se las arreglaba para preparar.
Esta alimentación proporcionaba el complejo de vitamina B, cuya importancia en la historia del
Polo ha quedado eclipsada por la más espectacular carencia de vitamina C. Sin embargo, la
vitamina B afecta al metabolismo humano; los efectos de su carencia son nefastos y pueden
causar síntomas mentales y nerviosos.
La carne de foca, el pan integral, los «pasteles calientes» y la fruta en conserva constituían la
alimentación principal de los noruegos; una dieta sencilla, natural y nutritiva.
En cabo Evans, a decir de Tryggve Gran, la expedición británica «vivía a cuerpo de rey [con]
cosas que serían consideradas exquisiteces incluso en la civilización». Había pan blanco, no
integral; se consumía mucha comida enlatada pobre en vitamina C. No comían carne de foca a
diario, y la que se comía estaba demasiado hecha. Era una dieta refinada y deficiente.
Este era, pues, el modo como las dos expediciones construían sus reservas corporales para la
prueba inminente. El destino se sentaba a la mesa.
Amundsen impuso el principio de sencillez en las raciones para el viaje en trineo y se ciñó a
cuatro ingredientes: pemicán, chocolate, galletas y leche en polvo. Todo el azúcar estaba
concentrado en el chocolate. Se prescindió del té y el café en tanto que estimulantes peligrosos y
peso inútil.
El pemicán fue hervido hasta quedar convertido en un guiso espeso (o «hoosh», como se le
llamaba en el campamento de Scott). El chocolate y la leche en polvo se mezclaban para
conseguir una bebida caliente y nutritiva. Para saciar la sed disponían del remedio esquimal:
nieve fundida en cantidades ilimitadas.
Además de por motivos de salud, Amundsen era partidario de la sencillez porque facilitaba la
limpieza durante el viaje. Quería flexibilidad; había ideado planes en previsión de varias
eventualidades, y la comida fue dispuesta y empaquetada especialmente para poder extraer con
facilidad raciones diarias para entre dos y ocho hombres.
Con la misma minuciosidad se preparó la dieta de viaje de los perros. Amundsen había creado un
pemicán para perro que se podía consumir frío. Difería del tipo habitual en su contenido de
pescado y de una más alta proporción de grasa. La ración era de medio kilo diario por perro y, en
estado sólido y congelado, había que roerlo. También era apto para el consumo humano y podía
utilizarse como ración suplementaria. Amundsen había encontrado la manera de cocinarlo para
que fuera apetitoso—bastante semejante a un guiso de pescado fuerte—por si las moscas.
Se pidió a Johansen que empaquetara las provisiones, una tarea que requería paciencia y
aplicación, las cuales, como había advertido Amundsen, se contaban entre sus virtudes.
Amundsen siempre intentaba asignar las tareas al hombre adecuado. Semana tras semana,
Johansen se agachaba ante las latas y cajas en el «Palacio de Cristal», [33] como ingeniosamente
llamaba a su taller sepultado en la nieve. Nada ilustra mejor el talante de la expedición que las
instrucciones dadas a Johansen y el modo como las ejecutó: «No hay que desaprovechar ni un
milímetro», le había dicho Amundsen, no por un celo excesivo sino para ahorrar cajas de
embalaje y, por tanto, peso, que en un momento crítico podía ser el pequeño detalle que evitara
un desastre.
Como el pemicán se disponía en formas cilíndricas, quedaban espacios vacíos. Johansen colocó
en ellos la leche en polvo dispuesta en pequeñas bolsas (cosidas por Wisting) que parecían
salchichas. Todavía quedaba algo de espacio en los intersticios, donde consiguió estibar el
chocolate, cuidadosamente roto en piezas individuales. Hubo que sacar las galletas de las cajas
del fabricante, contarlas, meterlas en las cajas de los trineos y anotar en los libros de provisiones
la cantidad, capa tras capa. Johansen concluyó esta labor tediosa a finales de julio, habiendo,
como consignó en su diario, contado 42.000 galletas, abierto 1.321 latas de pemicán y colocado
el contenido 100,8 kilos de chocolate y 203 «salchichas» de leche en polvo, de trescientos
gramos cada una. Como precaución adicional había construido una ligera balanza portátil para
que se la llevaran al Polo.
Amundsen, para quien tenía gran importancia que todo el mundo estuviera convencido de que su
propia tarea era esencial, prodigó elogios a Johansen.
Uno de los principios fundamentales de Amundsen, dicho sea de paso, era mantenerse alejado de
los talleres el máximo tiempo posible, hasta ser requerido. Lo delegaba todo y creía que la
intromisión, por muy inocente que fuera, podía indicar desconfianza por su parte, lo que en modo
alguno era bueno para la moral.
Amundsen tenía que andarse con pies de plomo en su relación con Johansen, porque entre ellos
había empezado a nacer la discordia. Y en aquellas circunstancias, la discordia significaba vidas
en peligro. El montañero en la cuerda, el explorador con su trineo, el astronauta en su cápsula:
para quien se encuentra en una situación extrema, en que el hecho externo de caminar sobre el
límite de la supervivencia tiene su fiel trasunto interno en la aproximación a los límites de la
cordura, la tensión del conflicto personal es un riesgo mortal.
Amundsen tenía a sus órdenes cuatro hombres con una experiencia en el Polo más o menos
equivalente: Hassel, Helmer Hanssen, Lindstrom y Johansen. Sólo Johansen constituía una
amenaza a su autoridad, ya que trataba (de modo consciente o no) de asumir el mando
psicológico. Era una situación semejante a la de Scott y Shackleton en el Discovery. Johansen
tenía más fuerza física, y era mejor esquiador y conductor de perros, lo que no olvidaba en
ningún momento. También creía estar más preparado que Amundsen para el viaje por el Polo. Lo
manifestaba con frecuencia, al corregir y contradecir a Amundsen y aventurar consejos.
En aquel momento, por debajo de la autoridad de Amundsen había una sensibilidad exagerada
que a menudo percibía en frases dichas sin segundas intenciones una deliberada afrenta personal.
Sus hombres advirtieron en seguida que había que formularle las cosas en forma de pregunta, en
cuyo caso estaba dispuesto a discutir cualquier punto en términos razonables, incluso sus
prejuicios más arraigados. Johansen no se plegó a esta rareza. Amundsen contenía su irritación,
que, hasta el momento en que la crisis llegó a su apogeo, sólo podía detectarse en algún
trasfondo velado de su diario. A diferencia de Scott, que en sus anotaciones podía mostrarse muy
vengativo con sus compañeros, Amundsen no dejó registradas críticas explícitas, como si la mera
transmisión al papel constituyera de alguna manera un acto de traición que pudiera envenenar la
convivencia.
Johansen estaba totalmente frustrado, resentido y arrepentido. Era el eterno número dos y no se
libraba de la sensación de fracaso. Para colmo de males, era un alcohólico en fase de abstinencia,
lo que no hacía sino aumentar su malestar. No era una situación fácil para Amundsen, que
decidió resolverla desactivando la rivalidad y convirtiendo a Johansen en un aliado. En el grupo
de Amundsen no había jerarquía, pero de una manera implícita permitió que Johansen se
considerara el segundo jefe.
El buen hacer de Amundsen queda reflejado en el hecho de que durante gran parte del invierno
desaparece literalmente del diario de Johansen el resabio quejumbroso. Johansen seguía teniendo
accesos de melancolía, pero esto probablemente no lo pudiera evitar nadie salvo un ángel de la
guardia. Tras sus desdichados años de deriva, sentía un emotivo deseo de saberse útil y aceptado.
Amundsen consiguió con gran humanidad satisfacer este anhelo.
Sólo fue una tregua: solapadas, persistían las fuentes del conflicto. Pero al menos Amundsen
había mantenido las tensiones controladas, el grupo unido y la moral alta. Todo iba bien.
La confianza se veía invisiblemente minada por la preocupación por Scott, o más bien por los
trineos de Scott. A medida que se acababa el invierno y aumentaba la sensación del paso del
tiempo, Amundsen empezó a inquietarse por la posibilidad de que le ganaran por la mano. Tal
ansiedad solía cobrar la forma de comparaciones orgullosas (aunque lúcidas) con los británicos.
Por citar un ejemplo, dijo a Johansen que la moral de las expediciones noruegas a los Polos era
más fuerte que la de los británicos en la Antártida.
El 11 de julio, Amundsen introdujo en su diario una extensa crítica a Shackleton:
O bien los ingleses debían de tener malos perros [escribió acerca del menosprecio de
Shackleton por estos animales], o bien no sabían cómo utilizarlos.
Después está la referencia de S. a la ropa de piel. [En The heart of the Antarctic] Las pieles no
son necesarias, opina [porque no las utilizaron] ni en el Discovery ni en el Nimrod. Le basta
para demostrar que las pieles son innecesarias. Es muy posible. Pero [¿por qué, entonces] se
queja tan a menudo S. del frío en su largo viaje al sur? [...] Creo que algo puedo [...] decir, si
Shackleton se hubiera equipado de una manera práctica—perros, ropa de piel y, sobre todo,
esquís— [...] y, naturalmente hubiera entendido su utilidad [...] en este caso, el Polo Sur sería
un capítulo cerrado. Tengo la máxima admiración por lo que él y sus compañeros alcanzaron
con el equipamiento que tenían. No carecían de valentía, determinación, fuerza. Algo más de
experiencia—preferentemente un viaje en las condiciones mucho peores del hielo ártico—habría
coronado su esfuerzo con el éxito.
Es un juicio atinado, y Amundsen retomó el asunto:
Los ingleses han anunciado con bombo y platillos que los esquís y los perros no son útiles en
estas regiones y que la ropa de piel es una estupidez. Ya veremos, ya veremos. No quiero
presumir, no es precisamente mi estilo, pero cuando la gente decide atacar los métodos que han
llevado a los noruegos a ser la primera clase de los exploradores del Polo, esquís y perros,
bueno, en este caso se le debe permitir a uno que se irrite y trate de demostrar al mundo que no
es sólo la suerte lo que nos ha permitido avanzar con la ayuda de tales medios, sino el cálculo y
la comprensión de su modo de uso.
Este tipo de arrebato no era frecuente en la primera parte del invierno. La oscuridad, el trabajo, la
conciencia de que Scott no podía estar viajando, ni siquiera con sus trineos motorizados, lo
tranquilizaron un poco. Pero a medida que la franja del amanecer de mediodía aumentaba a
diario en el horizonte del norte y se advertía la proximidad de la primavera, empezaron a surgir
tensiones y recelos que hasta entonces había mantenido bajo control. Amundsen se acercaba a
una crisis.
Casi podía oír los trineos motorizados ingleses resoplando mucho más adelante, en la Barrera, ya
de camino hacia el Polo. Pero había algo más que la mera rivalidad con Scott. Tenía oscuras
premoniciones acerca de aspectos de su propio plan. Quería acompañarse de siete hombres y
dejar a Lindstrom solo para que cuidara de Framheim. Pero, se mirara como se mirara, ocho
hombres eran demasiados para un viaje al Polo. Llevarían dos tiendas, con el consiguiente riesgo
de apretujamientos. Y ¿eran los márgenes de seguridad suficientes para conducirlos a todos hasta
el Polo? Tampoco le gustaba la idea de grupos de apoyo que regresaran antes de tiempo, debido
a la tensión emocional que comportaba la separación. También le preocupaba Johansen. En un
momento difícil, podía hacerse patente el desafío ya latente a su autoridad de jefe y causar
división y el desastre. El motín, en el sentido más fuerte, no dejaba de ser una posibilidad.
Era en verdad más que una crisis personal: se trataba de una crisis de mando. Para zanjarla, tal
vez no bastaran los medios racionales y conscientes, ni siquiera en un jefe tan marcadamente
racional como Amundsen.
Le atormentaban la duda y las vacilaciones, y empezó a cambiar los planes. El 4 de julio
presentó lo que llamaba su plan «mejorado», que incluía salir a mediados de septiembre en vez
del primero de noviembre, como había decidido inicialmente. Los ocho hombres y ochenta y
cuatro perros llegarían al depósito de los 83o. Allí construirían iglúes y esperarían la llegada del
sol de medianoche, aproximadamente a mediados de octubre, antes de emprender el viaje
definitivo hacia el Polo. A finales de julio, después de haber predicado la concentración en un
solo objetivo, propuso de improviso una incursión preliminar a Tierra de Eduardo VII, según
dijo, para poner a prueba el equipamiento. Lo sometió dos veces a votación—algo a lo que Scott
nunca se hubiera avenido—y en ambas ocasiones fue rechazado por unanimidad. Aceptó el
resultado, recuperó la idea original de ceñirse al Polo y decidió salir el 24 de agosto, el día en
que había de volver el sol. Era ridículamente precipitado. Johansen se lo desaconsejó, le recordó
su experiencia con Nansen en el Artico, cuando partieron demasiado pronto sólo para tener que
retroceder a causa del frío. Pero Amundsen desoyó las protestas de Johansen—¿y sus propias
dudas?—e impuso su autoridad. Sin embargo se palpaban la preocupación y el recelo. Amundsen
había revelado su intranquilidad a los demás. En palabras de Hassel: «El recuerdo de los ingleses
no le dejaba en paz. Porque si no éramos los primeros en llegar al Polo, más nos hubiera valido
quedarnos en casa».
8
Los preparativos del viaje al Polo no empezaron hasta pasado mediados de julio, dos meses
después que los de Amundsen. Sólo los marineros revisaron el equipamiento, dedicando a ello
apenas medio día.
De hecho, los preparativos de Scott iban aún más atrasados de lo que parecía. Casi dos años
después de decidirse a ir al Polo seguía sin plantearse el asunto de la alimentación en la
Antártida. Con el precedente de la desastrosa epidemia de escorbuto en el Discovery, ello revela
cierta despreocupación e indiferencia. En cabo Evans, menos de seis meses antes de salir hacia el
Polo, pensó en ello y le ordenó a Bowers que se informara a través de todos los libros
disponibles de las raciones que se consideraban oportunas para el viaje en trineo. Como de
costumbre, Scott le encargó la tarea a un principiante inadecuado. Asimismo, encargó a Cherry-
Garrard, también falto de experiencia, la redacción de un informe sobre la construcción de
iglúes, en la primera ocasión registrada en que Scott mostraba algún interés por el asunto, doce
años después de ingresar en el mundo de la exploración del Polo.
En muchos aspectos, los campamentos británico y noruego eran diametralmente opuestos. En
Framheim había una convivencia que quedaba a mitad de camino entre una cabaña de montaña y
un foguero. Cabo Evans, por su parte, era un híbrido de buque de guerra y sala de actos
académicos. La cabaña estaba dividida por el centro por una barrera de cajas de embalaje. A un
lado estaban los oficiales, los científicos y (en sentido lato) los caballeros; al otro, los marineros
de la Armada (con Antón y Dmetri, el mozo de cuadra y el cuidador de perros rusos) llevaban
vidas separadas.
Podría haber sido sólo una mera cuestión de estilo. En lo referente a la estructura social, la
Armada británica había cambiado poco desde los tiempos del Discovery. Oficiales y marineros
seguían manteniendo una rígida distancia y, puesto que en esta expedición se aplicaban los
principios de la Marina, no dejaba de ser lógico y sensato, como ocurriera en el Discovery,
mantener en la nieve las distinciones de la Marina. Pero el contraste con la organización de los
noruegos era más hondo, y radicaba en la calidad de la jefatura.
En cabo Evans no se advertía la permanente actividad de Framheim. El invierno pasó entre ocios
propios de aficionados y casi de diletantes que recordaban a los tiempos del Discovery. Las
tareas de intendencia dependían de eventuales voluntarios, así que se abusó de los esforzados
caballos. Se desatendió la preparación de la técnica de viaje, y Gran, en vez de dar clases de
esquí, se encontró jugando a fútbol a la luz de la luna. Con todo, había una revista—The South
Polar Times, dirigida por Cherry-Garrard—que era prolongación de la del Discovery. Se
pronunciaban conferencias: tres por semana, demasiadas al parecer de muchos. Scott comprendió
que los científicos le proporcionaban un cuerpo docente universitario y les hizo impartir las
lecciones mediante el método del «voluntariado obligatorio». Se abordó todo tipo de asuntos
abstrusos, pero muy pocos guardaban relación con el viaje al Polo. No hubo ningún curso de
navegación, aunque Scott contaba con un especialista como Teddy Evans.
Un nuevo hombre surgía al pasar Scott de las cuestiones del Polo a la presidencia, en el extremo
de la larga mesa, después de la cena, de lo que fue llamado Universitas Antártida. Scott daba la
sensación de encontrarse en su elemento, de ser más un rector que un oficial de la Marina.
Simpson quedó impresionado por «lo flexible de su pensamiento. No hay entre nosotros ningún
especialista que no se alegre de hablar de sus problemas con él». Scott hubiera sido un feliz
especialista técnico. Con sus dotes literarias, se le habría dado bien la divulgación científica.
Sin duda, veía en la ciencia un medio para obtener prestigio. Se inquietaba por el más mínimo
indicio de inactividad entre sus científicos (aunque pudiera tratarse sólo de una pausa para
reflexionar) y temía el efecto que pudiera tener en los resultados y, por tanto, en su dignidad
como jefe de expedición.
Scott atravesaba una crisis personal. El doble reto que le planteaban Shackleton y Amundsen
parecía amedrentarle. El mal humor y la irritabilidad que mostrara en el Discovery se habían
convertido con los años en prolongadas y acentuadas fases depresivas interrumpidas por brotes
de euforia. Había perdido toda la capacidad de adaptación que pudiera tener y se había vuelto
inflexible al extremo de asustar a los demás. Parecía cada vez más desequilibrado. Oates y
Atkinson eran los más preocupados: acostumbrados a la jerarquía del mando, ninguno de los dos
había presenciado nada semejante en un oficial de alto rango. Scott se podía pasar todo el día
lanzando imprecaciones, sobre todo dirigidas a Teddy Evans. Ahora era desagradable, ahora
obsequioso, y después se replegaba en sí mismo, huraño y taciturno, una isla entre sus hombres,
ajeno a la realidad.
Al margen de la enfermedad física, no resulta difícil advertir en estos síntomas el resultado del
aislamiento que rodeaba al capitán de la Marina británica, investido de un aura mística y casi
divina en su barco. Sería más acertado afirmar que Scott no era el capitán adecuado. Era un
hombre de «gran barco», acostumbrado al anonimato de las tripulaciones numerosas y
complejas, cuando en realidad se necesitaba un «hombre de barco pequeño», el capitán de un
destructor, un crucero ligero o incluso un submarino, acostumbrado a un estrecho contacto con
sus hombres. En la Marina tal diferencia estaba tipificada: se debía a la personalidad, y no había
manera de convertir a un tipo de capitán en el otro.
Pero hasta en las dos modalidades había, naturalmente, buenos y malos capitanes. Muchos
capitanes de barco grande sabían comunicarse con sus inferiores y conocían con exactitud lo que
pasaba en el otro extremo de su barco. Pero era una posición complicada y había que tener un
carácter fuerte para soportar el aislamiento. El de Scott no lo era bastante, y sucumbía en una
situación que lo superaba.
Pasó a actuar como si la Marina le hubiera vuelto la espalda. En Ciudad del Cabo y Lyttelton no
había recibido ayuda alguna de los astilleros de la Marina, lo que le resultó humillante en vista de
las facilidades con que había contado en la expedición del Discovery. Las implicaciones estaban
claras: su promoción dependía de lo que sucediera a noventa grados sur. Si todo iba bien, podía
confiar en ascender a contraalmirante en 1913. Se trataba del Polo o nada.
Era una coyuntura capaz de poner a prueba la fortaleza de cualquiera, y Scott necesitaba todo el
apoyo posible. Tomó a Wilson como apoyo espiritual, y a Bowers como su mano derecha en las
cuestiones prácticas. Wilson era guía y confidente, el intermediario entre Scott y sus
subordinados; Bowers dirigía la base. Entre los dos ejercían algunas funciones de mando, y
desplazaron a Teddy Evans de su habitual papel de segundo.
Por entonces, se había enconado la animosidad surgida cuando Scott le retiró a Evans el mando
del Terra Nova en Ciudad del Cabo. Ambos estaban enzarzados en una rivalidad análoga a la que
medraba entre Amundsen y Johansen al extremo de la Barrera.
Evans no había perdonado a Scott su favoritismo por el suboficial Evans, pero Amundsen fue la
causa indirecta de que el conflicto llegara a un punto álgido. Campbell había comprendido tras el
atisbo de Framheim que Scott debía cambiar sus planes si quería vencer a Amundsen. Sin
embargo, un teniente no podía permitirse así como así aconsejar a un capitán de la Marina, sobre
todo si era tan irascible como Scott, así que Campbell le traspasó la responsabilidad a Evans,
quien a su vez propuso, entre otras cosas, destacar un grupo del oeste al sur en vez de concentrar
todas las fuerzas en el Polo. No era una mala idea, pero Scott reaccionó casi como si se tratara de
un motín, porque un oficial inferior se atrevía a presentar un consejo no solicitado. Lo único que
consiguió Evans fue exasperar a Scott; se derrumbó ante el arrebato agresivo de éste y quedó
reducido a la nada. El mando psicológico—sin que lo hubiera buscado—pasó a Oates. Es
significativo que los soldados de la Marina no recurrieran a los oficiales de su cuerpo— cuatro
en total: Scott, Evans, Atkinson y Bowers—, sino a Oates, el hombre del ejército (a quien
llamaban Soldado o, como era inevitable, Titus, con motivo de Titus Oates, el intrigante del siglo
XVII). «El capitán Oates es bueno con los caballos—escribió Antón—bueno con Antón».
En el seno de aquella comunidad, Oates representaba todo un símbolo. Era el hombre que se
salía de la norma: representante del antiguo orden, hijo de la aristocracia terrateniente, señor del
siglo XVIII y, en la otra parte de la división, integrado en la clase trabajadora. Defendía un
mundo en vías de desaparición frente a los herederos de uno nuevo. La mayoría de sus
compañeros apreciaba sus virtudes aristocráticas: la distancia, la tolerancia, el desdén por
convenciones sociales insignificantes.
Oates tuvo que soportar alguna que otra broma por el culto privado que rendía a Napoleón, a
quien admiraba como soldado y cuyo retrato constituía el único elemento decorativo de su
cubículo. Los cinco volúmenes de la Peninsular War de Napier eran casi los únicos libros que se
le vio leer, lo que también dio motivo a alguna chanza. El 18 de junio, el aniversario de la batalla
de Waterloo, le despertó un coro que canturreaba «Venga, levántate y saluda a Napoleón. ¿Quién
ganó la batalla?». Oates tomó parte en los juegos infantiles que constituyeron un rasgo
destacado de la expedición, y había, encontrado mucho uso para su humor imperturbable.
Debenham percibió la verdad. Por debajo del afable oficial de caballería había «un estudioso de
la historia militar, y queremos que pronuncie una conferencia sobre ella». Oates rehusó, pero sí
habló de caballos y, como Scott escribió en su diario, se permitió «la gratificante presunción de
acabar [...] con una anécdota divertida». Oates fue casi el único conferenciante que hizo reír a la
audiencia.
Pasaba muchas horas en las cuadras ante una estufa caliente. Scott lo atribuía a su amor por los
caballos, y en parte estaba en lo cierto. Pero también estaba allí porque prefería su compañía a la
de Scott. Tenía la costumbre de irse a las cuadras cuando le desagradaban sus compañeros o
superiores.
La fuerza de voluntad exterior—que no es lo mismo que la ambición íntima y personal—
constituye el distintivo del jefe. Amundsen reunía ambas fuerzas; Scott sólo la ambición. Fue
éste el defecto personal que marcó la expedición británica. Scott era tal vez demasiado
egocéntrico para ser un buen jefe en cualquier circunstancia. Se enemistó con demasiados de sus
hombres.
Resultaba imposible remontar todos los efectos derivados de un jefe débil. A pesar de la
concordia superficial, el grupo andaba escaso de cohesión y de moral. Signo elocuente de ello
fue la fragmentación en camarillas; entre éstas, tal vez la más significativa fuera la de Oates,
Meares y Atkinson: se distinguían por una experiencia que les permitía advertir la inmadurez de
Scott y les aunaba en su firme desaprobación de los defectos del jefe. El conflicto latente no
hacía presagiar nada bueno.
El 27 de junio presenció el inicio de una aventura que ejemplificó a la perfección el principio del
heroísmo por el heroísmo. Era el viaje de invierno a cabo Crozier emprendido por Wilson,
Bowers y Cherry-Garrard, que dio lugar a una de las grandes obras literarias sobre la exploración
del Polo: The worst journey in the world, de Cherry-Garrard.
Pero ésta es otra historia. En el contexto de la expedición, careció de importancia. Wilson había
concebido la salida para recoger el huevo de un pingüino emperador en un determinado estado
de incubación. También esperaba que sirviera para poner a prueba las raciones y el
equipamiento, algo que podría haberse hecho años antes con mucho menos riesgo y sufrimiento.
Al regresar el grupo a cabo Evans, tras cinco semanas con temperaturas de treinta y cuarenta
grados bajo cero, un frío espantoso frente al que la ropa se había mostrado defectuosa e
inadecuada, congelada hasta convertirse en una armadura de hielo, Wilson emitió el siguiente
veredicto: «El equipamiento es excelente, excelente». Pero Scott anotó en su diario:
Sigo pensando en las posibilidades de la ropa de piel que elaboran los esquimales, y sospecho
que puede superar a las vestimentas más civilizadas. Para nosotros tal vez se trate sólo de
materia de conjetura, ya que habría resultado en todo punto imposible obtener estas prendas. A
excepción de esta alternativa radicalmente distinta, creo firmemente que estamos tan cerca de la
perfección como nos lo permite la experiencia.
Amundsen, desde luego, no tuvo ninguna dificultad en conseguir ropa de piel esquimal. En el
último momento, éste fue el único indicio registrado de que Scott se planteara la opción.
En la mayor parte de los aspectos, el Viaje de Invierno había sido un ejercicio extravagante. Se
había llevado a cabo arrastrando a pulso; habían prescindido de los esquís porque ninguno de los
tres los sabía manejar lo bastante. Algunos días, el trío no avanzó más que dos o tres kilómetros.
Las raciones para el viaje al Polo se calcularon únicamente a partir de esta experiencia. El Viaje
de Invierno no aportó ninguna novedad a la técnica del viaje al Polo porque no se aplicó el
conocimiento que había costado tanto acumular: nadie introdujo modificaciones en la ropa, nadie
cuestionó la peligrosa absurdidad del arrastre a pulso. Lo que sí consiguió el viaje fue dar una
muestra de la resistencia de los dos que acabarían yendo al Polo, y manifestó una vez más que
Scott y Wilson eran incapaces de aprender de la experiencia.
Y con todo esto acabó el invierno. El período del desplazamiento en trineo comenzó el 9 de
septiembre, cuando Teddy Evans, Gran y Forde, uno de los marineros, partieron hacia el
Campamento Esquina para apartar la nieve de los depósitos. Menos mal que lo hicieron, porque
los depósitos estaban mal instalados y costaba encontrarlos. Todo se hizo a fuerza de brazos y, de
regreso, Evans ordenó acelerar la marcha: en veinticuatro horas y de una sola tirada cubrieron
sesenta y tres kilómetros. No era en modo alguno necesario y resultó agotador, pero Evans quería
lucirse ante Scott.
El 15 de septiembre, Scott, Bowers, Simpson y el suboficial Evans viajaron a las montañas del
Oeste, también a fuerza de brazos. «No está nada claro—comentó Debenham—por qué van o
qué harán».
El propio Scott lo tildó de «excursión». Quería ver un glaciar y probar las cámaras, pero en el
fondo no era sino, una vez más, actividad por sí misma. Scott avanzó doscientos cuarenta y cinco
kilómetros en una dirección absurda; más le hubiera valido ir a la Barrera y trasladar hacia el sur
la carne de foca fresca.
Entre tanto, el 13 de septiembre, había expuesto sus planes definitivos para el viaje al Polo.
Todos los recibieron con entusiasmo [escribió en su diario]. Aunque se ha reflexionado mucho
acerca de varios aspectos relacionados con ellos, no se ha propuesto ninguna mejora.
Pero no se debía a la falta de críticas, sino a que las críticas habían sido silenciadas. La atmósfera
que imperaba en el grupo queda reflejada en el hecho de que Scott apartara de mala manera a
Teddy Evans, su segundo, antes de revelar sus intenciones.
Scott pensaba utilizar cuatro modalidades de transporte: ponis, perros, arrastre a pulso y motores;
habría grupos de refuerzo y se instalarían depósitos hasta el último momento. Quedaba
abundante espacio para el error y la confusión. Avanzada la estación, cuando los accidentes
resultaban más probables, sería difícil enviar una partida de rescate. «Un aparato sumamente
intrincado», fue el comentario privado que Gran reservó para su diario, en que repetía sus
premoniciones del viaje de instalación de depósitos. Las imperfecciones les parecieron
igualmente manifiestas a Simpson, por ejemplo, a Debenham, Meares, Wright y Oates. Sin
embargo, Scott, que ya había demostrado con creces su obstinación e incapacidad de encajar
críticas, seguía sin dar pie a la franqueza, así que todos optaron por guardarse sus opiniones. En
una nueva confusión de apariencia y realidad, Scott se contentó escribiendo: «El programa
parece haber conseguido una plena aceptación: ahora queda llevarlo a la práctica».
9
SALIDA EN FALSO
«Ojalá pudiéramos retrasar la partida hasta el primero de noviembre—escribió Hassel en su
diario el 20 de agosto, en Framheim—pero si queremos llegar los primeros al Polo no nos queda
más remedio».
Faltaban cuatro días para que emprendieran el viaje al Polo. La semana anterior, la temperatura
se había mantenido inferior a los cincuenta grados bajo cero. Una tarde, el termómetro descendió
hasta los cincuenta y siete bajo cero; fue entonces cuando Amundsen consignó
una experiencia extraña. Tengo la nariz tapada, lo que es normal con frío intenso. Se suele
formar hielo en los pelos de los orificios nasales [...] pero ayer se congelaron los mismos
orificios.
En estas condiciones, a decir de Johansen,
un viaje en trineo será fatal. Mientras la temperatura permanezca tan baja no podemos partir.
Acepto que debemos estar preparados para encontrar temperaturas muy bajas en nuestro viaje
inminente, pero creo que será terrible para los perros. Ya lo están pasando bastante mal ahora;
les cuesta levantar las patas y se hacen un ovillo con el hocico entre las garras para conservar
el calor.
El 23 de agosto, la vigilia de la partida, los trineos fueron alzados en bloque y pegados a la nieve
a través de un agujero en el techo de la «Intendencia». Con casi media tonelada de peso cada
uno, eran demasiado pesados como para poder llevarlos por los pasillos, por la salida habitual.
Durante un mes habían reposado bajo tierra, con la carga colocada: cajas con tapas a presión
como si se tratara de grandes botes de té ordenadamente alineados, seis por trineo, atadas con
correas de cuero crudo.
A cada trineo se engancharon doce perros llenos de la energía contenida después de la cómoda
indolencia del invierno. Ya no necesitaban que alguien corriera por delante de ellos: en
formación de abanico, se lanzaban a un galope desatado. Con los conductores embutidos en sus
conjuntos de piel netsilik, la cabalgata de siete largos trineos parecía un movimiento migratorio
de esquimales a su paso por el hielo del mar hacia el borde de la Barrera, en la otra parte de la
bahía de las Ballenas, donde comenzaba la línea de banderas que indicaba el camino hacia el sur.
Allí se dejaron los trineos dispuestos para la partida, y hombres y perros volvieron a la cabaña.
«Nuestro viaje ha comenzado—escribió Amundsen en su diario—ojalá lo corone la buena
fortuna; el Todopoderoso nos ayudará».
Se había hecho la luz con el largo crepúsculo de la primavera polar. El día 24 reapareció el sol,
aunque escondido en un cielo encapotado. Pero seguían castigados por la ola de frío y la partida
todavía era inviable.
Nadie se quitaba de la cabeza a Scott. Tal vez—quién sabía—hiciera demasiado frío para sus
ponis y también se viera obligado a esperar o quizá—¡pensamiento horrible!—en las montañas
del estrecho de McMurdo el tiempo fuera más apacible y hubieran iniciado la marcha.
Ya preparados, los noruegos no podían sino esperar a que el frío disminuyera. Los perros
absorbían el aire directamente hasta los pulmones, que no pueden soportarlo muy frío durante
mucho rato, así que era necesario esperar. Todos estaban impacientes, con los nervios a flor de
piel. Johansen no salía de su hosquedad e inquietud. Todos sus instintos, todos los vividos
recuerdos de su odisea árdea con Nansen, se revelaban contra una partida precipitada.
Amundsen se subía por las paredes; retrasaba la salida uno o dos días, pero al amanecer de la
fecha señalada el termómetro seguía por debajo de los cincuenta grados y tenían que alargar la
espera. El 31 de agosto la temperatura ascendió a veintiséis grados bajo cero, entre una fuerte
brisa de veintitrés nudos y una ventisca cegadora. Al día siguiente, Amundsen, que estaba en
ascuas, envió a todo el grupo con sus perros a llevar el equipamiento personal a los trineos
estacionados en el punto de salida.
A cada hombre se le permitía llevar diez kilos además del saco de dormir. Los elementos
obligatorios eran: una muda de ropa interior y mitones, calcetines, botas exteriores de fieltro,
kamíkks (botas) de piel de reno esquimales para calzarse en los períodos de descanso,
sennegrass, gafas de esquí, un sombrero de fieltro para cuando hiciera mucho sol, máscaras para
las temperaturas bajas, un espejo de bolsillo para vigilar que la cara no se helara (los hombres de
Scott tenían que controlárselo los unos a los otros) y... un arnés para el arrastre a pulso.
Era una medida para casos de emergencia y un incentivo para que los hombres salieran adelante
con los perros. Amundsen usaba estos arneses como símbolo del castigo que recibiría el fracaso.
Pensó que la visión cotidiana de este instrumento—más de tortura que distintivo de hombría—
propiciaría una gran concentración.
La temperatura era de cuarenta y dos grados bajo cero. Todo estaba listo. La primavera, tal vez,
se aproximaba; era el momento de partir.
En una ocasión previa, en el Paso del Noroeste, Amundsen, enfrentado a un momento crítico,
había vacilado y dejado que el destino, en forma de una aguja magnética, decidiera por él. En
este momento, el arquetipo de hombre de acción volvió a renunciar al ejercicio del libre albedrío,
como si, en el fondo, temiera forzar su suerte. Era viernes; ¿Debían partir al día siguiente o el
lunes? Amundsen («es extraño», dijo Nansen) lo sometió a votación secreta. El resultado fue de
cuatro votos a favor del sábado y cuatro a favor del lunes. Amundsen lo echó a cara o cruz, y
salió lunes. Llegó el lunes; soplaba una ventisca, la visibilidad era casi inexistente y la
temperatura de cuarenta y seis grados bajo cero. No salieron. Qué suerte, escribió Johansen,
que estemos a cubierto y no tendidos unos kilómetros más adelante en la barrera, inmovilizados
y tal vez perdidos al principio en el terreno [lleno de grietas] a 80°, que ha de considerarse el
peor comienzo.
Hasta el último minuto introdujeron cambios en el equipamiento. El breve esprint por la bahía
hacia el punto de salida había revelado defectos en los arneses de los perros que había que
subsanar. Johansen anotó de forma harto significativa que
Incluso el Jefe, que hace un mes que afirma estar preparado para salir y teme en extremo que
los ingleses alcancen el Polo antes que nosotros, y por tanto insistía en partir con la máxima
celeridad, se ha pasado el domingo y el día de hoy haciendo cambios en la parte interior del
anorak y en la ropa de piel.
La primera fase del trayecto hacia los 80° de latitud sur requería buena visibilidad, no sólo por
las grietas de los glaciares, sino para evitar la más mínima posibilidad de pasar por alto el
depósito. Cada mañana a las cuatro, Amundsen salía a observar el tiempo; martes, miércoles,
jueves, viento, frío y cinarra le retornaron a su litera. Varias perras entraron en celo, atrajeron a
los perros y tensaron los nervios de aquellos hombres, tan identificados con sus animales, como
cuerdas de violín. Durante tres días el termómetro se mantuvo muy por debajo de la frontera de
tolerancia de los cincuenta grados. El miércoles y el jueves estaba en menos veintitantos. «Sin
duda—escribió Amundsen—es la primavera que llega». El jueves ensayaron por última vez la
construcción de iglúes, el arte que Amundsen había aprendido de aquel amable bribón de
Talurnakto en Gjoahavn en los tiempos despreocupados del Paso del Noroeste, de los que
parecían separarle tantos años.
El día siguiente amaneció tranquilo y claro, con el termómetro en unos humanos treinta y siete
grados bajo cero. Amundsen decidió salir hacia el Polo. Diez minutos después del mediodía del 8
de septiembre de 1911, la cabalgata de trineos, hombres y perros discurrió por la nieve, dejando
solo a Lindstr0m al cuidado de Framheim. Había empezado el último gran viaje terrestre que le
quedaba pendiente a la humanidad.
El destino, con su habitual sentido de lo apropiado, les deparaba en aquella ocasión malos
auspicios y una comedia amarga. Se daba la casualidad de que era viernes, el día aciago para
emprender un viaje.
Los perros se desbocaron, pelearon y enredaron en la salida a pesar de los esfuerzos de los
conductores por dominarlos. Al segundo día de viaje, a la perra Kaisa, en palabras de Bjaaland,
«la matamos de un tiro por llevar una vida disipada». Había elegido este momento histórico para
generar indisciplina en las filas.
El sábado y el domingo aparecen en los diarios como jornadas propias de una salida a las
montañas noruegas. Siguieron las banderas y cubrieron unos veintisiete kilómetros diarios. «La
superficie—como escribió Amundsen—fue idónea. Pocas veces he visto una tan buena». Los
perros, rebosantes de ánimo y energía después de pasarse el invierno holgando, avanzaban en
tropel. Hubo que apartar a uno o dos de los equipos más fuertes y atarlos como lastre a los
trineos para reducir la velocidad. No era necesario que nadie fuera delante: había que seguir una
pista y todo el mundo era arrastrado en la parte posterior de los trineos.
Entonces el frío contraatacó.
El lunes, el termómetro cayó repentinamente de los casi treinta grados bajo cero a los cincuenta y
seis. Pero cubrieron los habituales veintisiete kilómetros.
A medida que avanzaba la caravana [escribió Johansen], de los 86 perros y 8 hombres se
alzaba una niebla espesa y blanca; el aliento se congela en seguida en el aire frío. No era
posible ver a los perros de delante. Era como conducir en la bruma más espesa.
Llevaban la ropa exterior de piel de lobo, y por dentro la de reno. En movimiento se mantenían
un tanto en calor, pero aquella noche fue otra historia. A decir de Bjaaland,
En el saco de dormir hacía un frío de mil demonios. La escarcha, que se forma por todas partes,
lo había humedecido todo. Dios sabe qué pasará.
Al día siguiente se congeló y solidificó el líquido de las brújulas. Pararon al cabo de seis
kilómetros y construyeron dos iglúes, porque nadie quería repetir la experiencia de la noche
anterior en la tienda. Los iglúes eran cálidos y confortables. Pero, escribió Bjaaland,
El humor del jefe ha caído hasta el grado de congelación y ha decidido volver a la cabaña, y me
parece muy bien, porque de lo contrario nos hubiéramos muerto de congelación.
Amundsen lo expresó así en su diario:
Arriesgar hombres y animales por pura obstinación y continuar sólo porque nos hemos puesto
en marcha: nunca se me ocurriría. Si hemos de ganar, tenemos que mover ficha con cuidado: un
movimiento en falso y todo puede estar perdido.
Se había discutido con ardor si volver o continuar, como Johansen insinuaba en su diario:
Que sea una lección el hecho de haber emprendido tan temprano un viaje tan largo e
importante. No se puede andar pensando siempre en lo mismo: llegar al Polo antes que los
ingleses.
Amundsen no pertenecía, a diferencia de Scott, a una tradición que impusiera un acatamiento
ciego del mando hasta el borde del precipicio. Sólo podía contar con la obediencia de sus
hombres mientras éstos vieran el sentido de sus acciones. No se trataba de—la palabra noruega
es intraducible— opplagt, nada iba bien, no era su día, no se sentían con fuerzas para seguir
adelante: hubiera sido una locura, o peor, persistir en el empeño. En cualquier caso, no valía la
pena arriesgarse por el Polo. Amundsen tuvo que dar la vuelta debido a la presión moral de sus
hombres.
Al principio insistió en avanzar los treinta y seis kilómetros que mediaban hasta el depósito de
los 80° y dejar la carga, y así poder viajar ligeros cuando finalmente partieran hacia el Polo. Pero
una vez tomada la decisión de retroceder, Amundsen se animó y hubo mejor ambiente. El día 14
llegaron al depósito y, sin más espera, viraron hacia la cabaña, ahora en trineos casi vacíos.
«Conducir a cincuenta y cinco o cincuenta y seis grados bajo cero—anotó Bjaaland—nos dejó
helados hasta la médula». Al tratar Amundsen aquella noche de disipar el desánimo con una
copita de ginebra, la encontró congelada, la botella rota. Pero pudieron salvar una botella de
aguardiente, también helado, y tomaron un trago. Fue un alivio.
Pero, a decir de Bjaaland, al día siguiente
el tiempo era agrio como el vinagre, —47,5 gr. con viento NO que te daba en la cara, una
delicia.
Los perros están sufriendo horriblemente en el frío; se encuentran en un estado lamentable, las
garras congeladas les duelen una barbaridad. Adam y Lazarus han muerto de congelación
cuando estaban tendidos.
No era necesario recurrir al látigo, porque los perros sabían que corrían para salvar sus vidas. Los
más fuertes trotaban y galopaban incansablemente; los más débiles iban sobre los trineos.
Al día siguiente la temperatura aumentó a cuarenta y cuatro grados bajo cero. Habían atravesado
la barrera de nieve lenta, y el ritmo volvía a ser bueno, nadie sabía por cuánto tiempo. A sólo
setenta y tres kilómetros de Framheim, Amundsen vio la posibilidad de ponerse a cubierto antes
de la vuelta del frío y ordenó cubrir la distancia de una tirada. Salieron a las siete de la mañana, y
desde el principio se lanzaron a una carrera frenética hacia la cabaña.
Amundsen, que al principio del viaje iba delante, no tenía un trineo propio. Se metió en el de
Wisting y, junto con Helmer Hanssen, salió a toda velocidad, de modo que, en palabras de
Bjaaland, pronto estuvieron «a sólo un puntito blanco» del objetivo. Llegaron a Framheim a las
cuatro de la tarde, con tiempo sereno y despejado, habiendo conseguido la notable marca de
setenta y dos kilómetros en nueve horas. [34]
Nuestro recibimiento [escribió Hanssen] no fue nada del otro mundo. Lo primero que nos dijo
Lindstrom fue: «¡Os lo había dicho!» y nos regañó uno por uno a todos [por partir en viernes].
Pero los demás seguían en la Barrera, avanzando hacia la cabaña. Los perros titubeaban y
flaqueaban a causa del frío, así que se les liberó de los tirantes y se los dejó libres para que
acabaran el viaje por su cuenta. Cada cual había de procurar por su vida; era una desbocada
huida del frío.
Cuando Amundsen, Wisting y Helmer Hanssen desaparecieron de la vista, Stubberud, que iba
detrás de ellos, vio cómo sus perros bajaban el ritmo. Los pies helados les producían un dolor
inmenso y tuvo que sentarse en el trineo. Estaba muy solo. Y de haberse levantado una ventisca,
la situación habría sido de lo más precario. No tenía combustible para la Primus ni tienda, y poca
comida, sólo unas pocas galletas. No tenía otra opción que esperar a los que venían detrás, y fue
mucho rato.
Al cabo apareció Bjaaland, se colocó por delante y los perros de Stubberud siguieron su ritmo.
Llegaron a Framheim dos horas después que Amundsen. Al oír éste que no sabían nada de los
otros tres, expresó su deseo de que «como el tiempo se estaba poniendo feo, Johansen, en tanto
que viajero del Polo veterano y experimentado, acampara y esperara hasta el día siguiente». Pero
Hassel, que llegó un poco más tarde, informó de que Johansen y Prestrud, los dos que
continuaban en la Barrera, no tenían comida ni combustible.
Estaban a kilómetros de distancia. Los perros de Prestrud se habían hundido, no podían seguir
tirando del trineo vacío. El equipo de Johansen vacilaba, pero consiguió establecer contacto con
el resto. Después de seis horas de ardua conducción, consiguió adelantar a Hassel, que lo vio
disgustado en extremo por la desconsideración que había mostrado Amundsen al salir
disparado de aquella manera [y dejarlo plantado]. Quería hacerme esperar pero yo preferí
seguir adelante, ya que aún nos quedaban veinticinco kilómetros hasta Framheim y no teníamos
Primus ni queroseno ni instrumentos de cocina, y tendríamos las mismas carencias tanto si
éramos dos como tres a compartir.
Le cedió su tienda—ni Johansen ni Prestrud llevaban—y partió solo.
Entre tanto, Johansen esperó a Prestrud y probablemente le salvó la vida. Prestrud llegó al cabo
de dos horas en un estado pésimo, con los pies en avanzada congelación, tambaleándose sobre
los esquís. Johansen comprendió que había que hacerle entrar en calor de inmediato y resistir la
tentación de pararse. Ambos estaban al borde del agotamiento después de doce horas de luchar
con el frío, pero siguieron progresando en la oscuridad creciente y acabaron llegando a
Framheim treinta minutos después de medianoche, tras un peligroso descenso de la Barrera. El
camino era angosto y resultaba fácil perderse. Anduvieron dando tumbos en la oscuridad y la
niebla, que había descendido, y la única orientación con que contaron para llegar a Framheim
fueron los ladridos de los perros. Lindstrom les esperaba con café. La temperatura era de
cincuenta y un grados bajo cero. Llevaban en ayunas desde las cinco de la mañana.
Al margen de los pies congelados no había daños físicos. Pero, en palabras de Johansen, se
produjo «una secuela lamentable. Entre nosotros ha surgido un hondo pesimismo y abatimiento;
ya no estamos contentos ni satisfechos».
Durante el almuerzo de la mañana siguiente, Amundsen preguntó a Johansen por qué habían
tardado tanto él y Prestrud. Esto inflamó a Johansen, que le recriminó amargamente su
comportamiento del día anterior. Un jefe no debía separarse de sus hombres. «Yo no lo llamo
expedición. Es un caos». Y lanzó una retahila de reproches a la manera como Amundsen estaba
desempeñando su función de jefe.
La mayoría de los hombres convino con Johansen, como mínimo en lo concerniente a los hechos
del día anterior. Pero rehuyeron una rebelión abierta. Tras el parlamento de Johansen se produjo
un silencio angustiado. Según Bjaaland, era «mejor no añadir nada» a sus palabras.
Johansen se sintió comprensiblemente provocado por la actitud de Amundsen de unas horas
antes. Pero el arrebato tenía causas más profundas. El choque entre ambas personalidades habría
resultado insostenible a la larga, y la pregunta de Amundsen durante el almuerzo había
significado la gota que colmó el vaso.
Acaso fuera la crisis más grave en toda la carrera de Amundsen. Se trataba de un motín, de un
desafío descarado a su autoridad. Dejando a parte la afrenta personal, resultaba nefasto en una
comunidad aislada, donde la cohesión era vital.
Lo grosero e imperdonable de las afirmaciones [de Johansen] es que las hizo delante de todos.
Hay que agarrar el toro por los cuernos; debo tomar medidas ejemplares de inmediato.
Johansen no estaba tan determinado a provocar un enfrentamiento. Se arrepintió casi tan pronto
como pronunció las palabras, pero estaba fuera de sus casillas. Diez años de humillación y
fracaso no podían borrarse sin dejar rastro. Estaba resentido y se lamentaba de varias injusticias
reales o imaginarias, entre ellas que se le hubieran asignado los perros más débiles. Para colmo
de males, la bebida le había dejado una peligrosa tendencia a la inestabilidad.
Tal vez fuera una víctima de la locura por el Polo. Pero Amundsen, aunque lo hubiera querido,
no podía permitirse ceder a la solidaridad ni al sentimiento. Por el bien de la expedición tenía que
restablecer el mando lo antes posible.
Se trataba de aislar a Johansen. Al principio fingió pasar por alto su estallido y les explicó a sus
compañeros, no a él, los motivos de su actuación. Dijo que dos de los conductores más veloces,
Helmer Hanssen y Stubberud, tenían los talones congelados y había que ponerlos a cubierto con
la máxima urgencia. Pero el argumento no se tenía en pie, porque Prestrud, que también sufría
una grave congelación, había sido abandonado a su suerte. La verdad, según entendieron todos
en líneas generales, era que Amundsen había perdido la cabeza, sin duda disgustado porque otros
habían contravenido sus planes. Se había subido al trineo más próximo y había permitido al
conductor imponer la velocidad que se le antojara, en vez de ordenarle que la redujera para
restablecer el contacto con el resto del grupo. Como dijo Stubberud años después, fue
«llanamente, un error». Pero, en cualquier caso, el ensayo de explicación aplacó a la mayoría.
Prestrud, sin embargo, se sintió agraviado y abandonado, y se puso del lado de Johansen.
Amundsen, que había mantenido en todo momento una serenidad gélida, dio por concluida la
conversación. Cuando acabaron de desayunar todo seguía en el aire.
Amundsen retomó el asunto en el café del almuerzo de mediodía. De la manera más
despreocupada, anunció que tras los incidentes de la mañana no podía llevarse de ningún modo a
Johansen y Prestrud al Polo. Johansen, en su calidad de explorador veterano y experimentado,
constituía un grave peligro porque, tal como consignó Bjaaland en su diario, «podía intrigar con
los demás durante el viaje y provocar un frenazo en seco». Todos lo entendieron. Además,
Johansen había tenido uno o dos enfrentamientos, especialmente con Hassel. Prestrud abandonó
el tono crítico y Amundsen aprovechó la oportunidad para congraciarse con él.
Amundsen anunció acto seguido que Johansen, en vez de viajar al sur, marcharía al este en una
expedición secundaria al mando de Prestrud a Tierra de Eduardo VII Johansen se negó a
obedecer y exigió una orden escrita. Amundsen se la entregó en la cena. «Considero por entero
oportuno—escribió—por el bien de la expedición, apartarle del viaje al Polo Sur».
Por la noche, Amundsen convocó uno por uno a sus hombres en la cocina, donde, bajo promesa
de mantener el secreto, pidió, y obtuvo, una declaración de lealtad.
Johansen quedó ostensiblemente marginado de esta operación. Persistió en su negativa a marchar
a Tierra de Eduardo VII, como mínimo a las órdenes de Prestrud. Había sufrido, explicó en una
respuesta escrita formal a la orden de Amundsen, un gran desengaño.
Cuando el jefe de la expedición decide ponerme a las órdenes de un hombre más joven, que
participa en este tipo de misión por primera vez, obviamente es humillante para mí, que he
entregado parte de mi vida al hielo.
Pero la expedición al mando de Prestrud no era sólo un castigo para Johansen, sino también un
seguro contra el fracaso. Nadie había llegado todavía a Tierra de Eduardo Vil; si los noruegos
eran los primeros, podrían volver a la civilización con algo de que presumir aunque se malograra
el viaje al Polo. La salida en falso había engendrado el fantasma de la derrota.
Amundsen se me acercó y me preguntó si estaba dispuesto a ir con Prestrud [recordó
Stubberud].
—Si puedo elegir—dije—prefiero naturalmente tomar parte en el viaje al Polo Sur, pero no
tengo más remedio que obedecer las órdenes del capitán [...].
Entonces me estrechó la mano y me dio las gracias.
Prestrud renunció sin gran pesar al Polo porque comprendía que no estaba a la altura de su
exigencia. Al final, Johansen se plegó ante la autoridad y aceptó seguirle. Pero era demasiado
tarde: Amundsen nunca olvidaba lo que le parecía deslealtad, y se negó a hablar con él como no
fuera para pedirle la sal.
Me considera un completo extraño a la expedición [escribió Johansen]. Está mortalmente
agraviado porque sus cualidades de jefe se han ido a pique: él que tan a menudo en el curso del
invierno ha dicho no poder entender cómo las expediciones que han estado aquí han salido
adelante habiendo en todo momento una moral tan baja entre ellas. Pero él no es el hombre
adecuado, como yo creía, para comandar una expedición como ésta.
Amundsen defendió estas medidas en su diario:
Muchos han criticado nuestra temprana partida. Bueno, es fácil hacerlo a toro pasado [pero]
no se me hubiera ocurrido quedarme cruzado de brazos, y que me critique quien quiera. Excepto
[unos pocos] talones congelados y algunos perros, nuestro breve viaje no nos ha causado
ninguna pérdida. Ha sido una buena salida de prueba. Además, lo hemos llevado todo a los 80°.
Sería ir demasiado lejos afirmar que Amundsen había planeado con deliberación una prueba,
pero la suerte y alguna oscura fuerza inconsciente lograron el mismo fin. La ruptura inevitable
con Johansen se había producido antes de que fuera demasiado tarde. Fue una suerte enorme que
sucediera en Framheim y no en el camino hacia el Polo. No habría salido mejor ni que lo hubiera
preparado.
El revés también puso de manifiesto deficiencias materiales. Lo peor fueron las botas: demasiado
rígidas, causaron la congelación de los pies. Las modificaron por cuarta vez.
Tal vez la consecuencia más destacada de todo el asunto fuera la reducción del grupo del Polo a
cinco miembros, porque, con depósitos calculados para ocho personas, contaban con casi el
doble de margen de seguridad. A fin de cuentas resultó una experiencia positiva, si bien supuso,
a decir de Amundsen, «el triste final de nuestra espléndida unidad».
Los más fieles seguidores de Amundsen eran Wisting y Helmer Hanssen, gente tranquila,
sencilla y fiel que no confiaba en Johansen. El siguiente círculo de lealtad lo formaban Hassel,
Bjaaland y Stubberud, que sin admirar acríticamente a Amundsen aceptaban su autoridad, a la
par que (salvo Hassel) simpatizaban hasta cierto punto con Johansen. Prestrud había quedado
conmocionado por todo lo acontecido y, al margen de todos, quedaba Johansen, ya no desafiante,
pero triste, lleno de remordimiento, melancólico: el rebelde derrotado que, sin embargo, tanto
había aportado a la expedición; una figura en verdad trágica.
Ahora todo es desdicha y desolación en Framheim [escribió]. La desolación flota en el aire, y
con todo nos vemos obligados a vivir juntos día y noche. No podemos ir a nuestros espacios o
salir de ellos sin tropezamos los unos con los otros.
En medio de esta división hosca, Lindstrom trató de ejercer de mediador, pero con poco éxito.
El Jefe está de un humor pésimo [escribió Bjaaland el 6 de octubre]. Pero yo no tengo la culpa,
que le dé las gracias a sus ansias de conocer mundo. En fin, del viaje al Polo opino lo mismo
que él. Dios sabe si llegaremos algún día.
Scott—o mejor dicho sus trineos motorizados—seguían atormentándoles y poblando su
imaginación de visiones de derrota. Amundsen no se lo podía quitar de la cabeza; todos lo
mencionaban de vez en cuando.
Amundsen no tenía intención de partir hasta que hubieran sanado todos los talones congelados.
Stubberud, Hassel, Helmer Hanssen y Prestrud estuvieron diez días postrados en cama. Les
costaba mucho guardar silencio por la noche; Amundsen, por lo común el más afable de los
habitantes de la cabaña, les ordenó con acritud que dejaran de sacudirse y girarse de aquella
manera.
Amundsen, que a pesar (o precisamente por ello) de haber abandonado los estudios de Medicina
gustaba de hacer las veces de médico, había asumido el cuidado de los enfermos. Helmer
Hanssen le indicó un día, tras consultar un libro de medicina, que el tratamiento descrito en él
difería del que estaba aplicando. Amundsen le replicó que no se preocupara de aquel libro y
jugara a las cartas o leyera novelas.
El tiempo pasaba. Fuera, los perros se curaban las garras congeladas y ensangrentadas; en la
cabaña, los pacientes se iban recuperando. Volvió el sol de medianoche; el termómetro ascendía
paulatinamente hacia los veinte grados bajo cero; a principios de octubre apareció un petrel: la
primavera parecía aproximarse definitivamente. Amundsen decidió salir el 15 de octubre. Por
entonces, y en buena medida para sorpresa suya, hombres y perros habían sanado y, en palabras
de Bjaaland,
Volvemos a estar listos. Espero que no sea un fracaso como la última vez [...] si salgo ileso de
este viaje, debo apartarme de la expedición al Polo. No vale la pena [...] y si me quedara en el
camino, bueno, mis mejores deseos para amigos y conocidos, para mis compatriotas y mi país.
Estuvieron en ascuas hasta el último momento, porque los retuvieron durante casi toda la semana
vendavales y niebla. El 20 de octubre partieron por fin.
El tiempo seguía sin ser prometedor: estaba oscuro, había niebla y una brisa desagradable y
cambiante. Lindstrom profetizó otro regreso prematuro, porque volvían a salir en viernes.
Nostálgico y desengañado, Johansen permanecía en la nieve observando como a un lado
Amundsen, Bjaaland, Wisting, Hassel y Helmer Hanssen reunían perros y trineos mientras
Prestrud se disponía a filmar la partida. Amundsen casi no le había dirigido la palabra desde el
memorable desayuno del 17 de septiembre, pero en este momento se le acercó para despedirse;
Johansen, por su parte, le deseó buena suerte.
Le he dicho la verdad [escribió Johansen en su análisis de la escena], que no siempre es lo más
agradable de oír, y que es lo que me ha hecho caer en desgracia [pero] creo que le he sido de
alguna utilidad [...] y así ha llegado el momento de separarnos. Ha salido un trineo tras otro
[...] al hielo del mar, por la bahía [y] hacia la Barrera [...] Alrededor de mediodía, todos
habían ascendido a ella, y han partido en la vieja y conocida dirección.
El grupo que se deslizaba hacia el sur en medio de la nieve, ascendiendo y descendiendo por las
ondulaciones de la Barrera como una flota de buques de guerra surcando el oleaje, representaba
la culminación de una era. Los hombres llevaban prendas esquimales, los perros que tiraban de
ellos por la nieve, arneses de estilo esquimal; pero los trineos, los esquís, la comida que les
esperaba a los 80° de latitud sur, los sextantes y las estufas Primus, las tiendas y todo el
equipamiento eran producto de la inventiva occidental. Se acordaban la civilización y una cultura
primitiva. Su técnica estaba a punto de quedar desfasada, porque la aviación y los tractores
aguardaban su turno. Fue el último viaje clásico según el antiguo estilo, y había de poner fin a la
era de la exploración terrestre que comenzó con la explosión del espíritu humano renacentista.
Todo dependía de la capacidad de los hombres que conducían plácidamente sus trineos hacia el
sur. Eran los mejores de su campo y reunían una magnífica combinación de cualidades físicas y
mentales. Eran fuertes, imaginativos, inmunes al frío. Pero, aparte de su talante, ya estaban
curtidos por las pruebas duras, y habían suprimido de raíz la debilidad. A aquellas alturas
aceptaban sin reservas el mando de Amundsen, que había demostrado ser un buen jefe. Cuando
hubieron enganchado los perros a los trineos y la formación en abanico prorrumpió en un
escándalo de ladridos, un vendaval de acción y confianza disipó el ambiente decaído de
Framheim. Pronto hubieron de someter a prueba esta confianza.
Su primer objetivo era el depósito de los 80° de latitud sur. Este tramo inicial se completó con un
tiempo bastante desapacible, con vendavales y viento contrario y niebla. Se apartaron varias
veces de la ruta: el primer día ya se salieron de la ruta señalizada con banderas y entraron en una
de las zonas infestadas de grietas que hacían lo imposible por evitar.
Yo iba el último [...] con Roald Amundsen conduciendo mi trineo [recordaba Wisting]. Ibamos
sentados espalda contra espalda [...] De repente noté una sacudida tremenda en el trineo, que
parecía inclinarse por la parte posterior y querer deslizarse hacia atrás mirando a todos por
encima del hombro. Me volví con la velocidad del rayo y vi que nos habíamos colocado sobre
una grieta enorme. En parte superado, un puente de nieve se había roto bajo nosotros pero,
debido a nuestra velocidad notable y regular, por fortuna el trineo siguió hasta hielo firme. No
nos detuvimos, sino que continuamos nuestro camino. Entonces noté que Amundsen me daba un
golpecito en el hombro [...].
—¿Lo has visto?—preguntó—. Le hubiéramos gustado los dos, el trineo y los perros—. Y no
dijimos nada más.
Las grietas les propinaron varios sustos de los que salieron con igual fortuna. En cualquier caso,
con la mayor suerte, avanzaban a buen ritmo con los trineos y los perros lanzados a una carrera
frenética; tan frenética que, como en la salida frustrada, hubo que atar a algunos a los trineos en
tanto que lastre para controlar la velocidad. A cuatro animales los apartaron y liberaron por
obesidad o indolencia deliberada, dejándoles abierta la posibilidad de encontrar el camino de
vuelta a la base (uno o dos lo consiguieron). Con lo cual quedaban cuarenta y ocho perros, doce
por trineo.
Al cuarto día entraron en una niebla tan espesa, dijo Amundsen, que no podían «ver las manos
colocadas ante el rostro». Fue una ocasión no de queja sino de sereno regocijo. Orientándose a
ciegas, con la ayuda de las banderas, llegaron sin mayores percances al depósito a la una y media
de la madrugada. «Una prueba excelentemente superada—dijo Amundsen—tanto por el
trineómetro como por la brújula». A pesar de las grietas, habían cubierto unos buenos treinta y
seis kilómetros diarios.
Sin embargo, para Amundsen no era más que una avanzada preliminar. Opinaba que era
precisamente allí, en los 80° de latitud sur, donde realmente empezaba el viaje al Polo. Aquí
habían de descansar, comer y reposar antes de recoger la carga y partir a toda prisa. Esta es la
verdadera medida de su partida. Había avanzado su base más de un grado de latitud. Estaban
doscientos setenta kilómetros por delante de Scott antes de que la carrera empezara. El
aprendizaje y experiencia de una década y media daba su fruto.
El 24 de octubre, el día después de llegar al depósito, Amundsen, sus cuatro hombres y cuarenta
y ocho perros descansaban con toda comodidad. Soplaba ventisca; a nadie le importó, y a los
perros menos que nadie. Se estaban atiborrando, con los corazones alegres, de la carne de foca
que había llevado Johansen en el último viaje de instalación de depósitos, en otoño. Como anotó
Amundsen, «gozan de la vida».
10
LA CARAVANA DE SCOTT
Doscientos setenta kilómetros por detrás, salía de cabo Evans la primera parte de la intrincada
organización de Scott. A las diez de la mañana del 24 de octubre, los dos trineos motorizados,
tras una avería preliminar, empezaron a traquetear y avanzar dificultosamente por el hielo del
mar con sus respectivas cargas de tonelada y media. Los conducían Bernard Day, el mecánico, y
Lashly, el fogonero; les ayudaba Hooper, el camarero; Teddy Evans dirigía la operación, lo que
en principio parecía toda una responsabilidad.
De hecho, Scott se la había conferido para quitárselo de en medio, como reveló en una carta a
Joseph Kinsey, su agente en Nueva Zelanda; le decía que Evans no estaba
en absoluto preparado para ser «El Segundo Jefe», como fui lo bastante estúpido para
nombrarle. Voy a tomar medidas al respecto, ya que no sería conveniente dejarle al mando en
caso de que mi regreso se demore.
Scott se llevaba con toda deliberación a un antagonista, aceptando a regañadientes y como mal
menor la inyección de conflicto en el grupo del Polo.
Tras la marcha de los trineos motorizados, el grueso del grupo del Polo se tomó una semana
antes de partir. Scott la dedicó a redactar una retahila de cartas de despedida. Estas cartas ponen
en evidencia las contradicciones, la confusión, el divorcio de la realidad y el autoengaño que
eran sus defectos como jefe. Se explaya con la exposición de sus sentimientos hacia Amundsen:
«Por supuesto, no vi razón alguna para acelerar las cosas en esta estación, de lo contrario habría
traído más perros, como Amundsen», escribió a sir Edgar Speyer, el tesorero de la expedición,
aunque acto seguido añadía: «Sólo confío hasta cierto punto en el transporte con perros».
Las demás cartas están recorridas por la misma madeja de ideas confusas. Era probable que
Amundsen llegara antes al Polo porque, tal como le escribió a Kathleen, «seguro que irá más
deprisa con los perros y casi de fijo saldrá antes». Pero a continuación decía:
Por eso, decidí muy al principio actuar exactamente como lo hubiera hecho de no existir él.
Cualquier intento de emprender una carrera habría hundido mi plan, y además creo que no
estoy aquí para eso.
En lo que se percibe la falta del deseo de victoria que resulta tan necesario en un líder. Pero no
era toda la verdad, como apuntaba Scott al escribir al almirante Egerton que «Todo depende del
viaje inminente, por supuesto».
Así que, en realidad, sí había una carrera hacia el Polo por mucho que Scott, cuando le apetecía,
mantuviera con pose elegante lo contrario.
En lo que acaso fuera un intento de cobrar aplomo mediante la confesión, Scott describió en
carta a Kathleen la nube que pendía sobre él:
Estoy recuperado. Me siento física y mentalmente preparado para la tarea, y me doy cuenta de
que los demás lo saben y tienen una total confianza en mí. Pero no deja de ser cierto que no
ocurría lo mismo en Londres o, incluso, hasta después de que llegáramos a este lugar. La raíz
del problema era que había perdido confianza en mí mismo [...] la recuperación se manifiesta
en que ya no permito que me atenace la ansiedad cuando considero que mis acciones están
justificadas.
Si Scott engañaba a su esposa al escribirle que sus compañeros tenían una total confianza en él
era porque se engañaba a sí mismo. Tal vez fuera Oates quien más abiertamente crítico se
mostraba en sus escritos.
En una de las cartas que escribió antes del invierno se había sentido obligado a tranquilizar a su
madre: «No pienses por lo que te he dicho que Scott vaya a poner a nadie en peligro, puede
resultar todo lo contrario y tal vez le esté difamando». Pero no le podía perdonar a Scott la
pérdida de los animales en el viaje de instalación de depósitos, porque creía probable que alguien
que despilfarraba animales también despilfarrara hombres. A finales de invierno seguía con su
mal humor desacostumbrado.
El invierno aquí fue terrible [le escribió a su madre cuando esperaba a partir hacia el sur],
aunque nos llevábamos muy bien [...] A mí Scott no me gusta nada, y abandonaría si no
fuéramos la expedición británica que ha de derrotar a los noruegos. Scott ha sido siempre muy
correcto conmigo y los demás creen que tengo una buena relación con él. Pero la verdad es que
no va de frente, lo primero es siempre él y los demás nada, y cuando ha conseguido lo que
quería de ti, allá te las compongas.
El mismo parecer expresaron Armitage, Skelton y otros que conocían bien a Scott.
Oates hacía muchas comparaciones con los noruegos:
Supongo que a estas alturas ya han salido hacia el Polo y tienen enormes posibilidades de
llegar a él si cuentan con buenos perros y saben manejarlos. Por lo que veo, no me parece
demasiado difícil llegar al Polo si se cuenta con un medio de transporte adecuado, pero con
nuestra basura será muy difícil y exigirá grandes esfuerzos.
Por entonces ya se le había comunicado que compartiría tienda con Scott en el inicio del viaje al
Polo.
No sé si esto significa que estaré en el grupo final o no, pero creo que tengo muchas
posibilidades de que si Scott y yo no reñimos sea bastante duro aguantarlo durante cuatro
meses, es insoportable [...] Scott quería que me quedara aquí otro año, pero lo evitaré si vuelvo
a tiempo de subir al barco, que Dios quiera que sea el caso [...] Scott da a entender por ahora
que se va a quedar, pero yo he apostado cinco libras a que se va, es decir si llega al Polo [...] Si
Scott fuera un tipo honrado le pediría que soltara lo que piensa hacer.
De hecho, Oates estaba tan desanimado que no le apetecía escribir a su familia. Si lo hizo fue
sólo porque Frank Debenham casi lo obligó a sentarse y tomar la pluma. Y así, mientras Scott
componía despedidas en su cubículo, entre las cuales figuraba la afirmación expresada a su
mujer de sentirse «un buen jefe del equipo», Oates, en el otro lado de la división, le escribía a su
madre que «Me parece que la salida será un número de circo».
Oates no andaba muy equivocado. Se había instalado una línea telefónica en Punta Cabaña—la
primera conexión telefónica en la Antártida—, y el día 26 se produjo una llamada que informaba
de problemas con los trineos motorizados. Scott, que de todas maneras ya estaba
manifiestamente nervioso, se puso a preparar a toda prisa una salida de rescate en que Wilson y
seis expedicionarios más tiraron a pulso de los trineos, para acabar viendo que no era necesario.
El único resultado de esta incursión insensata fue crearle a Scott un tirón en el tendón de Aquiles
y perder dos días, lo que, a decir de Wilson, sucedió
justo cuando más los necesitábamos para escribir cartas y hacer los últimos preparativos, ha
sido extenuante. Ha habido que dejar muchas cosas para el último momento y ahora hay que
correr para acabarlas a tiempo.
Todo un contraste con los noruegos, que esperaban en Framheim el momento de salir con todo
empaquetado y resuelto, Amundsen estudiando minuciosamente su equipamiento, hasta última
hora tratando de introducir mejoras. Scott, que había decidido mucho antes que era imposible
mejorar su equipamiento, se metió en estos últimos días en una espiral de órdenes finales y cartas
de despedida. Amundsen, que sepamos, no escribió ninguna carta. Scott da la sensación de estar
observando de reojo a un público invisible, más preocupado por su fama que por sus acciones.
Amundsen creía que sus hechos hablarían por sí mismos. En las palabras de un espléndido
estoicismo del Hávamál, el antiguo poema escandinavo que formaba parte de su legado cultural,
El ganado muere,
Los amigos mueren
Tú morirás,
Sé de algo
Imperecedero:
El juicio tras la muerte.
Por fin, el viernes primero de noviembre, hacia las once de la mañana—y después de que Charles
Wright y el suboficial Keohane hubieran marchado con antelación a lomos de Jehu y Jimmy
Pigg, los ponis más lentos, para aguardar en Punta Cabaña—el grueso del grupo del sur partió de
cabo Evans. Scott, según Gran «un poco (en realidad bastante) nervioso», enganchó su poni a un
trineo que no correspondía y tuvo que cambiarlo con cierto desconcierto antes de precipitarse
hacia el sur. Uno tras otro, los ocho ponis con sus respectivos hombre y trineo fueron entrando
en lo desconocido.
Unas horas después el teléfono sonó en cabo Evans. Era Scott, que explicaba que con la
confusión de última hora se había olvidado la bandera del Reino Unido que la reina Alexandra,
la reina madre, le había entregado para que la colocara en el Polo. Quería que se la enviaran sin
dilación, así que se encomendó a Gran, el mejor esquiador y viajero más" rápido; pero una
ventisca le retuvo en la cabaña hasta el día siguiente.
Partió a primera hora de la tarde, envuelto en la bandera de seda para evitar que se arrugara. Con
la máxima velocidad que pudo alcanzar, cubrió los veintisiete kilómetros que lo separaban de
Punta Cabaña en tres horas, con viento en contra, lo que se mire como se mire es una marca
notable, [35] y consiguió atrapar al grupo antes de que saliera.
—La ironía del destino—dijo Scott con una sonrisa al entregarle Gran la bandera. Un noruego
había transportado los colores británicos a lo largo de los primeros kilómetros hacia el Polo.
Antes de llevar su cabalgata por encima del mar y a la Barrera que les esperaba, Scott se dirigió a
Gran—que por acuerdo común fue eximido de competir con sus compatriotas—y le dijo:
—Eres joven, tienes toda la vida por delante. Cuídate. Buena suerte, muchacho.
Fueron sus palabras de despedida. Al impresionable noruego le parecieron el adiós de un hombre
condenado.
Amundsen le llevaba una ventaja de trescientos sesenta kilómetros.
Al cabo de cinco días, poco después de superar el Campamento Esquina, encontraron los dos
trineos motorizados abandonados y averiados. «¡Ha acabado—escribió Scott—el sueño de contar
con la gran ayuda de las máquinas!». Una idea original se había ido al traste por culpa de una
mala preparación.
Tras gastarse miles de libras en los modelos, no habían llevado ni herramientas ni suficientes
piezas de recambio, por lo que hubo de repararlos con instrumentos improvisados. ¿Qué habría
sucedido de haber estado presente Skelton, uno de sus creadores? Tal vez fuera el precio que
debía pagar por la traición a un antiguo compañero de expedición. Un trineo ya tenía a cuestas
una tonelada y noventa kilómetros; un conductor preparado lo habría hecho avanzar cien o ciento
cincuenta kilómetros más. Pero esto no tuvo mayor importancia en el resultado global de la
expedición.
Los trineos abandonados, que iban tristemente acumulando nieve, quedaron como monumentos a
la gran incursión de Scott en la tecnología moderna (la de Amundsen fue el motor diesel del
Fram). El problema era que Scott no se había adaptado al medio polar ni siquiera después de la
expedición del Discovery.
Sólo los ponis—del todo inadecuados para aquellas condiciones, abriéndose paso con un
esfuerzo enorme por la nieve y a más de tres mil kilómetros del primer lugar donde crecía su
alimento—presenciaron la incapacidad de Scott para comprender las medidas que había que
aplicar en el frío, las tormentas y la superficie imprevisible del mundo antartico. Tal vez le
faltara aptitud, aplicación, incluso inteligencia para aprovechar el apoyo de la técnica.
Desde hacía como mínimo cuatro años sabía que iba a volver a la Antártida. Podría haber
visitado Noruega o los Alpes, aprendido a esquiar o a conducir perros, adquirido conocimientos
acerca del motor de combustión interna (era, después de todo, un experto en torpedos) o incluso
haberse iniciado en el montañismo. No había hecho nada.
Muchos detalles del equipamiento adolecían de una preparación defectuosa. Scott no había
aprendido ni olvidado nada. Seguía prescindiendo de pieles y anoraks al tiempo que llevaba las
mismas prendas inadecuadas con capuchas independientes que habían perjudicado a los
expedicionarios del Discovery. Las tiendas, carentes de suelos impermeables de costura interna,
precariamente sostenidas por un complicado sistema de estacas, como un tipi, eran difíciles de
montar en pleno vendaval. Y en lo concerniente al transporte, Scott no confiaba ni en ponis, ni en
esquís, ni en perros ni en trineos; en realidad, sólo creía en el esfuerzo humano.
En aquel momento aconteció uno de aquellos incidentes que parecen iluminar toda una situación.
El 7 de noviembre Scott decidió quedarse en la tienda debido a una ventisca del sur con la que le
parecía imposible enfrentarse. A media mañana, Meares condujo sin mayores preocupaciones y a
un ritmo vivo sus perros por la supuesta ráfaga impenetrable.
A Meares se le había ordenado permanecer en la base para completar gestiones de poca monta y
unirse posteriormente al grupo, puesto que los perros eran, naturalmente, el medio de transporte
más rápido de la expedición. Había de atrapar al grupo de Scott y a la sección de motor en los
80° 30'de latitud sur, inmediatamente después del Campamento Una Tonelada, pero había tenido
la osadía de adelantar a Scott, quien se disgustó por algo más que por el desacato de las órdenes.
En una contradictoria entrada de su diario se puede leer que Meares había «arriesgado demasiado
al atraparnos tan pronto, pero me satisface ver que es posible conducir a los perros [...] a pesar
del viento que ha habido».
Meares había viajado sin aparentes problemas en unas condiciones que retuvieron a Scott. Había
cometido una falta más grave que desobedecer las órdenes del jefe: había puesto en tela de juicio
su criterio y capacidad; había demostrado la superioridad de los perros. A Scott no le gustaban
las circunstancias difíciles y tendía a ignorarlas: es comprensible que le irritara la llegada
inesperada de Meares.
Al menos Oates sí estaba contento, porque Meares era casi el único hombre con quien podía
hablar seriamente.
Ambos maldijimos a los motores. Tres motores de mil libras cada uno, diecinueve ponis a cinco
libras cada uno. Treinta y dos perros a treinta chelines cada uno. Si Scott no consigue llegar al
Polo se lo tendrá bien merecido.
Scott daba signos de estar bastante nervioso. El 18 de noviembre, en palabras de Oates, «tuvo
una enganchada con Bowers [...] sobre la carga»; le acusaba de haberle sobrecargado el poni para
que el suyo fuera más ligero. No era una reacción por entero racional. Bowers se había
encargado de distribuir el peso y supervisar las provisiones. También Oates «le dijo cuatro cosas
a Scott» aquel día: «Es muy difícil tratar con este hombre». Scott se inquietaba por la lentitud de
la progresión, y aunque se había negado a creer desde el principio que los animales fueran tan
poco eficaces como le habían dicho, por fin, como anotó Oates con regocijo sarcástico, «Scott se
da cuenta de que los ponis son una calamidad espantosa, y por eso pone una cara que parece una
barcaza cansada».
Una noche, en la tienda, Scott se puso a hablar del Viaje al Sur del Discovery. Dijo, según
consignó Cherry-Garrard en su diario, que «se equivocaron en todo en lo referente a los perros».
Es la primera ocasión registrada en que Scott reconocía haber cometido un error, que tal vez la
culpa fuera suya y no de los animales; un reconocimiento demasiado tardío, y sin duda
relacionado con el hecho de que a aquellas alturas —también demasiado tarde—no podía seguir
ignorando la importancia de que los perros ayudaran. Scott, como anotó Cherry-Garrard en su
diario, había comenzado a «dudar mucho de que los ponis hagan su trabajo, y está claro que
piensa que a Amundsen le puede estar yendo mucho mejor con sus perros». El hecho de que un
jefe se mostrara no sólo lamentando sus acciones, sino desprovisto del dominio de sí mismo para
ocultarlo, no podía resultar muy alentador.
La molesta desconfianza de Scott también revirtió en los suyos con irritante claridad. Cada día,
cuando paraba para acampar, agotado, desanimado, quejoso del mal estado de la nieve y del
tiempo adverso, tras siete, ocho o nueve horas de esfuerzos denodados, observaba cómo Meares
y Dmetri llegaban con toda la frescura tras recorrer la misma distancia tres veces más deprisa e
informaban alegremente de una marcha sin problemas.
Una serie de heridas menores dejó entrever que la salud del grupo no era excelente. Empezaban a
advertirse los efectos de la dieta defectuosa y demasiado propia del mundo civilizado seguida
durante el invierno. Scott había planificado la alimentación como si estuvieran en Inglaterra, a
pesar de las abundantes pruebas publicadas que demostraban la necesidad de adaptar la dieta al
clima, no sólo en el exterior sino ya durante el período previo en la base. Lo que pasara en el
Polo y el viaje de regreso estaba determinado en gran medida por los meses anteriores: era una
lección que Scott y Wilson podrían haber extraído de Shackleton si se hubieran tomado la
molestia. El paso de la alimentación de la base a las raciones de trineo era demasiado abrupto;
esto y las deficiencias de la dieta apuntan que la irritabilidad de Scott durante el viaje se podría
deber en parte a causas físicas.
El 21 de noviembre el grueso de la caravana atrapó a Teddy Evans y a lo que fuera el grupo
motorizado, que ahora tiraba a pulso. Al saber que los esperaban desde hacía casi una semana,
Scott dijo con condescendencia: «Mi querido Teddy, siempre el mismo». En su determinación de
demostrarle a Scott que era el doble de bueno de lo que pensaba, Evans había impuesto un ritmo
muy alto y había dejado al grupo agotado. Habían pasado el tiempo construyendo un mojón de
piedras enorme, de cinco metros de alto, al que llamaron monte Hooper.
La conjunción de Scott y Evans añadió a una comitiva ya dividida la tensión de la rivalidad y la
desconfianza. Meares y Oates no habían encontrado motivo alguno para corregir su desprecio
por Scott, como mínimo en lo referente al viaje.
La caravana había llegado a su cupo, con dieciséis hombres y tres modalidades de transporte:
arrastre a pulso, ponis y perros. El viaje cotidiano se hizo aún más complejo que antes.
Comenzaba cada día con cinco salidas separadas, distribuidas a lo largo de varias horas en
función de las distintas velocidades, para asegurar que todos llegaran más o menos al mismo
tiempo. Primero salían los que arrastraban a pulso, los más lentos, después tres equipos de ponis
por orden descendiente de deterioro, y por último Meares, Dmetri y los perros, los más veloces,
cerraban la marcha. Era una disposición confusa que hacía pensar al propio Scott en «una flota
un tanto desorganizada». Pronto dio en llamarse al grupo de ponis más lento, con humor negro,
la Flota del Báltico, en referencia al maltrecho escuadrón ruso que a las órdenes del desdichado
almirante Rozhdestvensky, durante la guerra ruso-japonesa, recorrió medio mundo a trancas y a
barrancas, de Europa al Lejano Oriente, para acabar aniquilado en la batalla de Tsushima.
El montaje del campamento era tan difícil como la marcha del día. Sólo los perros podían
desentenderse. Un perro se adapta fácilmente al frío porque, entre otras cosas, sólo suda por la
lengua y su pelaje permanece seco. Un caballo, por el contrario, transpira por la piel, y en el frío
el sudor se hiela. En reposo, incapaces, a diferencia de los perros, de enterrarse en la nieve
agradable y protectora, los ponis de Scott se helaban; a veces la ijada les quedaba recubierta de
un blindaje de hielo sólido. No estaban hechos para aquellas condiciones, y sufrían mucho. Al
final de cada etapa había que refregarlos y cubrirlos de mantas al tiempo que se construían muros
de nieve para protegerlos del viento.
El sistema de transporte de Scott comportaba que diversos grupos fueran retornando tras crear
depósitos o cuando el consumo reducía la carga y ya no había que transportarla. El primero de
estos grupos, Day y Hooper, marchó el 24 de noviembre, a 81 o 15' y novecientos cuarenta
kilómetros del Polo. Llevaban una carta en que Scott comunicaba a Simpson, puesto al mando de
cabo Evans, un cambio en las órdenes para Meares y los perros.
Aunque abrigaba una antipatía y desconfianza irracionales y hasta paranoicas contra los perros,
Scott había arreglado las cosas de tal manera que su vida dependía de ellos. No había dejado en
los depósitos suficiente comida para el viaje de regreso, previendo que, más tarde, los perros
saldrían a corregir la carencia. Según su plan, habían de llevar comida y combustible al
Campamento Una Tonelada y más allá antes del primero de marzo. Scott dependía por entero de
este suministro para sobrevivir.
Al mismo tiempo, Meares tenía que llevar a sus equipos —cargados de forraje para los ponis—
bastante al sur antes de retornar a cabo Evans a tiempo de llevar a cabo su misión decisiva y, de
paso, ayudar en la descarga del barco cuando llegara. Se mirara por donde se mirara, era una
estrategia compleja y deficiente que le reportó a Scott el desprecio ilimitado de Meares.
La constancia de lo que Meares había logrado con sus animales y el temor por lo que pudiera
hacer Amundsen resolvieron repentinamente a Scott a llevar a los perros más lejos de lo que
había decidido al principio. Tal vez, escribió a Simpson,
lleguen tarde, o incapaces de trabajar, o no lleguen. Ten en cuenta, pues, que hay que [llevar
los suministros] de alguna manera.
Era una modificación irresponsable de un plan de regreso ya de por sí precario, que no
contemplaba márgenes de error. Por otra parte, ponía de manera injusta demasiada
responsabilidad en Simpson. Las nuevas órdenes, según una anotación enigmática que escribió
Simpson al recibirlas un mes más tarde, «me dejaban con el problema de tener que diseñar el
depósito en el "Campamento Una Tonelada"».
Con Day y Hooper y la carta a Simpson viajaban dos perros inútiles, uno de ellos Stareek
('hombre viejo' en ruso), el primer perro de Meares, que sin saberse por qué se había declarado
en huelga. En un curioso comentario que pone al descubierto pensamientos por entonces
reprimidos, Bowers escribió que
Stareek [...] es un líder espléndido y el perro más inteligente, y creo que ésta es su desgracia. Yo
diría que ha acabado extrayendo la conclusión de que no sabe dónde está y que seguimos
alejándonos de casa y lo ha mandado todo al diablo.
Existe un tipo de heroísmo que no recibe medallas porque debe ocultar su mérito: el del
subordinado que sigue con estoicismo a un jefe aunque sabe que lo conduce al desastre. El perro
no figura entre este tipo de héroes.
Los hitos conocidos iban desapareciendo en el horizonte—el último, el monte Erebus con su
columna de humo—y proseguía la larga marcha por la Barrera. Era una retahila de reveses:
hombres y ponis se hundían en la nieve hasta las rodillas, los primeros porque iban a pie y
dejaban perversamente los esquís en los trineos, los segundos porque, no predispuestos por la
naturaleza para este medio, rompían la corteza con las pezuñas.
Pero lo peor era el estado de ánimo, no la técnica. El grupo crispado que avanzaba a paso de
tortuga por el infinito desierto congelado reflejaba el mal humor de Scott. La tensión también era
la propia del hombre que no se ha adaptado a su entorno. Incluso Wilson, que con su culto a la
naturaleza de un romanticismo franciscano dibujaba el escenario a la menor ocasión, parece un
tanto indiferente y extraño al medio. Y aún había algo más.
Los noruegos iban espoleados por la voluntad de un jefe sabedor de que la personalidad humana
es un instrumento que hay que tocar con brío. Scott veía a sus hombres como títeres con cuerdas,
y obtuvo un grupo pasivo hasta la depresión que esperaba, como una colección de autómatas,
órdenes de arriba. Cuando la marcha empeoraba, Scott, en palabras de Raymond Priestley,
«seguía adelante y engatusaba a sus hombres para que lo siguieran. Estos tiraban un buen trecho,
pero quedaban exhaustos». «Lo único que teníamos que hacer era seguir—escribió Cherry-
Garrard—levantarnos cuando nos despertaban y esforzarnos al máximo».
Scott tenía previsto matar los ponis cuando hubieran cumplido su cometido. El 24 de noviembre,
Oates disparó a Jehu, el primero. «A Scott—observó Cherry-Garrard en su diario— esto le afecta
mucho».
El punto en que lo disparó era, anotó Wilson, «bastantes kilómetros más hacia el sur que la
latitud en que Shackleton disparó a su primer poni». Wilson, que interpretaba a Sancho Panza al
lado del Quijote encarnado por Scott, se había unido a su señor en esta batalla ilusoria con un
enemigo imaginario. Shackleton les había acechado a lo largo de la Barrera, el rival
fantasmagórico no les perdía el rastro: para Scott y ya para Wilson, una sombra que había
cobrado mayor consistencia que Amundsen. Cuando la realidad es ardua, la huida a la ilusión
reconforta.
Shackleton era su piloto. Scott llevaba un ejemplar del diario de Frank Wild escrito en el Viaje al
Sur de Shackleton que le había dado Priestley. También guardaba fragmentos de The heart of the
Antarctic de Shackleton mecanografiados por Cherry-Garrard. Scott los citaba para reírse de
Shackleton o levantarse el ánimo. Fue Oates quien mostró alguna generosidad. El 4 de
diciembre, cuando ascendían por las proximidades de la meseta y habían completado la fase de la
Barrera, Oates apuntó en su diario:
Vistos varios glaciares enormes descendiendo entre las montañas, y algunos de los abismos que
detuvieron a Shackleton. Y llegado aquí uno se da cuenta de que el suyo fue un viaje maravilloso
y atrevido que lo empujó a subir por el glaciar en lugar de bordear la costa.
11
Como si se tratara de un cambio de escena teatral, el tiempo, que, a decir de Bjaaland, había sido
«sol y verano» durante la ascensión, se estropeó cuando alcanzaron la cumbre. Amundsen había
decidido de todos modos detenerse en la Carnicería para que el grupo descansara y comiera antes
del último tramo hasta el Polo.
Tras el esfuerzo de la subida, los dieciocho perros que seguían con vida estaban más hambrientos
que nunca y a ojos vista más flacos. Tal como había planificado, Amundsen les sirvió los
animales sacrificados. Estaba convencido de que para retornarlos a su mejor forma eran
esenciales carne fresca y un cambio de dieta, de que no bastaba con el medio kilo diario de
pemicán.
Una vez despellejados los cadáveres no hubo que rogar a los perros para que devoraran a sus
compañeros caídos, que así rindieron el último servicio a la expedición.
Amundsen también creía—con acierto—que la carne de perro fresca contribuiría a evitar el
escorbuto, y convenció a los hombres de que se comieran a sus animales muertos. El hambre
acabó imponiéndose a la repugnancia. «Nuestros buenos groenlandeses nos han proporcionado
unas cenas estupendas», dijo Bjaaland, «y diré que eran apetitosos». La monotonía de una dieta
inalterada puede llegar a asquear, sobre todo cuando es concentrada y no contiene nada fresco.
En la Carnicería, a cuatrocientos noventa y tres kilómetros del Polo, Hassel abandonó su trineo.
Los dieciocho perros sobrevivientes fueron repartidos en tres equipos, que conducirían Bjaaland,
Helmer Hanssen y Wisting.
La Carnicería no era un lugar agradable. Estaba en un espolón descubierto de don Pedro, con lo
que la nieve se había acumulado en bloques duros como el pedernal por efecto del viento, y los
constantes vendavales erosionaban el abundante sastrugi. Amundsen tenía intención de quedarse
dos días, pero las tormentas le obligaron a prolongar el descanso el doble de tiempo. Con todo,
no tardó en darse cuenta de que era una bendición disfrazada, al menos para los perros, que
necesitaban reposo. Llenos de carne fresca, dormitando a pata suelta en la nieve, ajenos a las
ráfagas de viento, aprovecharon los días adicionales para recuperarse de la ascensión. Para bien o
para mal, un perro cambia de estado con mucha rapidez; es lo primero que hay que saber a la
hora de hacerse cargo de ellos. Para los hombres, el retraso significó una oportunidad idónea
para aclimatarse a la altitud, aunque en aquel momento no se dieran perfecta cuenta. «Qué
mierda de inmovilidad», escribió Bjaaland de manera harto expresiva a los cuatro días de estar
anclado en su saco de dormir y de intentar descansar dieciocho horas de las veinticuatro,
sacudiéndose, dando vueltas, falto de aliento y nervioso debido al poco aire que hay a los tres mil
metros por encima del nivel del mar, mientras en la tela de la tienda resonaban los azotes del
viento y el silbido de las ventiscas. Al cabo, exasperados y tal vez espoleados por el fantasma de
Scott, siguieron todos de buen grado a Amundsen cuando decidió ponerse en marcha soplara el
viento que soplara.
Fue un día espantoso, con vendaval del nordeste. Los perros eran muy reacios a emprender la
marcha porque, según Amundsen, «habían comido demasiado de sus camaradas».
Se encontraban en una región en que el casquete empieza a penetrar en los glaciares que lo
drenan. Es una enorme masa de hielo agitado, una zona siniestra, infestada de trampas en forma
de explanadas erosionadas y pespunteadas de grietas ocultas. Aun con mapas y buen tiempo
requiere mucho cuidado. Al penetrar Amundsen en ella, era desconocida, insondada y escenario
de ventiscas y borrascas.
No era un día idóneo para aventurarse en lo desconocido, como registró en su diario:
Al comienzo todo fue mal. Tuvimos que superar enormes sastrugi, [pero] descendieron
paulatinamente hasta que al final accedimos a un terreno de lo más liso y practicable. El
terreno, sin embargo, era pésimo, pegajoso como el pegamento. Pesado para los perros. La
cinarra era tan espesa—mezclada con la nieve que caía—que apenas veíamos a los perros
delante de los trineos.
Se trataba de una tormenta de nieve, y a Amundsen le resultaba difícil determinar si el terreno
ascendía o descendía. De hecho, durante las primeras horas, atravesó la cuenca entre los dos
espolones de monte Don Pedro Christophersen, y casi con toda seguridad el terreno era bastante
ascendente. Pero hacia la una de la tarde resultó evidente que la nieve empezaba a disiparse.
Amundsen ignoraba si accedía a la Meseta o retornaba a la Barrera, si recorría una hondonada o
se abalanzaba hacia un precipicio. Entre tanto, la pendiente se acentuaba, y los perros se lanzaron
a un galope frenético, casi fuera de control. «Sólo un loco—escribió Amundsen—podría
continuar esta carrera en la más absoluta oscuridad»: ordenó parar de inmediato. Tuvo que gritar
a voz en cuello para que le oyeran en medio de la tormenta. Helmer Hanssen, que iba delante,
hubo de virar violentamente hasta dejar el trineo de lado, y los demás chocaron contra él.
Acamparon donde estaban, en medio de una cuesta difícil, tras cubrir, con todo, dieciocho
kilómetros aquel día; se acostaron con la esperanza de que el tiempo amainara en algún
momento.
Lo hizo a las tres de la mañana. No duró mucho, pero como dormían con un ojo abierto pudieron
saltar de los sacos de dormir a tiempo de observar las inmediaciones, temblando porque en aquel
vendaval gélido sólo llevaban ropa interior. En la dirección que habían seguido la cuesta era
hostilmente empinada, pero si giraban al este contarían con un descenso suave hasta un campo de
nieve liso y en apariencia seguro que parecía conducir a la Meseta.
Salieron a las ocho de la mañana a pesar de una ventisca del este. La nieve, a decir del diario de
Amundsen, era «pegajosa como gelatina», y para que los perros tiraran tuvieron que ponerse por
delante de ellos. Pero no tardaron en acceder a la seguridad del terreno regular, unos centenares
de metros más abajo; giraron al sur y completaron los veintisiete kilómetros del día, con lo que
llegaron a los 86° de latitud sur.
Seguía sin estar claro qué camino llevaba al Polo. Durante los siguientes diez días, al margen de
ocasionales respiros, el tiempo fue espantoso: era el precio que había que pagar, por así decirlo,
por las perfectas condiciones de la ascensión.
Niebla, niebla y niebla otra vez [decía una típica entrada del diario de Amundsen] y además
buenos cristales de nieve que hacen la marcha imposible. Pobres bestias, han sudado sangre
tirando de los trineos.
Para los hombres, era como esquiar sobre arena. Ventisca y niebla velaban el paisaje. De la
neblina surgían vagas formas parecidas a gnomos, que era cuanto Amundsen podía ver de lo que
llamaba «montañas poderosas», al este. El 28 de noviembre, un fugaz atisbo de una masa oscura
supuso el descubrimiento de la hoy llamada meseta Nilsen.
Aunque reconfortado por el alivio de haber encontrado el camino hacia la Meseta, y así superado
el principal obstáculo en su avance en pos del Polo, Amundsen no dejaba de sentirse sobrecogido
por lo que veía. Es un paisaje espectacular: las montañas están cubiertas por dos kilómetros de
hielo del que sólo sobresalen las cumbres, que se alzan hasta los mil quinientos o mil
ochocientos metros, como cimas sobre un valle alpino. Las mismas formas sugieren una
inmensidad truncada; la masa de roca y hielo desparramada, la mera escala de las cosas, son
abrumadoras.
El mismo día en que descubrió la meseta Nilsen, Amundsen vio al oeste lo que llamó, en una
carta a Bjorn Helland-Hansen, «una montaña de una belleza gloriosa. En realidad dos, en la tierra
lejana y de una esplendidez magnífica que rodea al Polo que te he dado». En aquella zona, sin
embargo, sólo hay hielo, aunque tan irregular que en el juego de luces fácilmente puede hacer
creer que se trata de toda una cordillera. Amundsen había sido víctima de una ilusión habitual.
Toda la tierra, como sabemos hoy en día, estaba al este, en la dirección opuesta. Pero las
montañas Helland-Hansen entraron en los mapas, de los que sólo fueron suprimidas tras el
primer reconocimiento completo, cuarenta años después.
Amundsen exhibió una absoluta desconsideración por los detalles topográficos. No tenía ni
tiempo ni ganas de hacer mediciones. Era el precursor, su tarea consistía en llegar al Polo; ya
llenarían los vacíos los que lo siguieran. Sus anotaciones de la tierra desconocida que atravesaba
por entonces constan de unos pocos bocetos aproximados, una o dos fotografías y algún cálculo
con la brújula tomado a toda prisa entre las fisuras, la niebla y la nieve. Viajeros posteriores
tuvieron grandes dificultades en identificar varios de los elementos nombrados por Amundsen,
ya que el mapa esquemático que acabó publicando no servía de mucho; todavía hoy quedan
rasgos por descifrar.
Con todo, Amundsen sí fue preciso cuando la ocasión lo merecía. No cabe ninguna duda acerca
de la identidad de los principales rasgos distintivos, como el glaciar Axel Heiberg, el monte
Fridtjof Nansen, el monte don Pedro Christophersen, la Carnicería, la meseta Nilsen. Al
cartografiarse finalmente la región, resultó que su cálculo a ojo de la posición de la Carnicería
distaba dos kilómetros de la verdadera, determinada con la medición de latitud que hiciera él
mismo y la demora del monte Fritdjof Nansen. (Véase mapa, p. 591). Puesto que desde su
marcha de Framheim—del que ya le separaban setecientos veinte kilómetros—sólo había
contado para establecer la longitud con la brújula y el trineómetro, consiguió, se mire como se
mire, un grado de exactitud asombroso. Pero, falto de mapas y del precedente de otros para
guiarse, por entonces no tenía modo de saberlo.
En este punto, Amundsen hizo gala de una confianza en sí mismo que impresiona: siguió hacia el
sur según se lo indicaba la brújula, con una fe ciega en sus instrumentos, mientras el laberinto
desconocido que le rodeaba estaba envuelto en velos de niebla. Resultó que algo afectó a la aguja
de la brújula, que lo encaminó hacia el este.
El 29 de noviembre, a través de un claro en la niebla y la nieve, Amundsen quedó sorprendido
primero por el descubrimiento del grupo aislado de cumbres en torno al glaciar Noruega (véase
mapa) y después, más adelante, por la súbita aparición de lo que llamó «una montaña colosal».
Era en realidad la meseta Nilsen, pero irreconocible desde un ángulo diferente. Pero «la mayor y
más desagradable sorpresa», por citar su diario, «fue un enorme glaciar [...] colocado justo en
nuestra ruta». Era inexacto llamarlo «glaciar». Lo que tenía delante era una zona muy
accidentada del casquete, como los rápidos de un río. Allí, a 86° 21' de latitud sur, a poco más de
trescientos sesenta kilómetros del Polo, instaló otro depósito a fin de aligerar en veinticinco kilos
la carga de cada trineo. Hizo mediciones para fijar la posición de las montañas y continuó.
Decidió hacer caso de la brújula y atravesar de frente el caos que se interponía en su camino.
Pronto lo lamentó.
El hielo no es un sólido inmóvil. Fluye como un líquido enormemente viscoso cuyo movimiento
se nota pero no se ve, lo que en la Antártida crea una sensación de movimiento y fuerza
acechante. El casquete se halla en un constante estado de flujo, y Amundsen se encontraba en un
punto en que este flujo comienza a ser canalizado, por encima el borde, a la Barrera de más
abajo. También resulta ser uno de los más poderosos cursos de hielo de todas las montañas
Transartánticas. No lo podía saber, pero pronto comprendió que había entrado en algo
especialmente desagradable en el mundo del hielo. Estaba enredado en una telaraña de grietas y,
para colmo de desgracias, cegado por la niebla. Con grandes dificultades encontró una parcela de
hielo compacta y lo bastante grande para la tienda y los perros; ordenó montar el campamento y,
con Helmer Hanssen, salió en busca de una vía de salida.
Fue un revés peligroso y en extremo difícil. Pero Amundsen no se lamentaba. Su diario está
exento de lamentaciones e indica una sobria conciencia de ser el único responsable, la rabia de
haberse equivocado tan gravemente. Escrito en aquellos momentos de angustia, resulta un
documento aleccionador.
Amundsen y Helmer Hanssen avanzaron a tientas y acordonados entre las fisuras y las crestas.
La niebla se levantó y descubrió una siniestra confusión de hielo aplastado y roto, caóticamente
acumulado, que parecía los restos de un cataclismo. «Me alegré», escribió Amundsen con
humor, «de no haber estado allí en el momento de producirse».
Ensayaron otra dirección; la niebla descendió y tropezaron con una enorme cresta levantada por
la presión, en un punto en que el hielo parecía arrugado y partido; allí encontraron una apertura
que llamaron las Puertas del Infierno. Al otro lado les pareció ver un terreno algo mejor y tal vez
una vía al sur. Dieron media vuelta y se adentraron dificultosamente entre las grietas, de vuelta a
la tienda. Cuando se arrastraban por la entrada, dejando atrás la niebla arremolinada, Amundsen
proclamó con ojos brillantes que «De ahora en adelante esto se llamará el glaciar del Diablo», lo
que fue saludado con una salva de aplausos. «Diablo», en noruego /anden, tiene la fuerza de una
palabrota. Y hoy en día sigue apareciendo como el glaciar del Diablo en los mapas. Los noruegos
quedaron aprisionados en él durante cuatro días, y en palabras de Amundsen
Se mostró a la altura de su nombre. Hay que desplazarse tres kilómetros y medio para avanzar
uno. Hay que evitar [...] abismo tras abismo [...]. Los perros tienen que esforzarse mucho, y no
menos los conductores. Es muy cansado para los dos que vamos delante.
Bjaaland, por ejemplo, se negaba a deprimirse o a hacer reproches a los dioses:
Fue una maravilla observar [decía su diario] cómo se levantaba de nuevo la niebla y surgían
montañas y glaciar con los tonos más bellos, ningún artista puede conseguir algo tan mágico
como el reflejo verde azulado en la niebla.
Al escribir este pasaje, Bjaaland veía peligrar su vida a cada paso. Abismos y grietas se abrían a
derecha e izquierda, delante y detrás. Nadie sabía si en el instante siguiente la nieve se abriría
bajo sus pies y los engulliría a todos, hombres, perros y trineos. En más de una ocasión los salvó
su habilidad de esquiadores y la atinada distribución de los pesos. Un puente de nieve se
derrumbó bajo Wisting, pero éste se salvó gracias a su temple. «Algunos—anotó Amundsen—lo
llamarán suerte».
Al tercer día de avanzar por este infierno helado dieron con una zona de hielo duro y pulido,
libre de nieve. Por desgracia, suponiendo que lo peor había pasado, habían dejado los crampones
en la Carnicería.
Sin ellos [escribió Amundsen] trepar directamente por hielo parece casi imposible. Mil
pensamientos me cruzaron la cabeza. ¿El polo perdido, tal vez, por este error estúpido?
Pero pudieron subir los trineos entre resbalones y caídas, centímetro a centímetro. Nadie
entendía que, con nada a lo que agarrarse, no se precipitaran en el vacío. Aquella noche no
encontraron una parcela de nieve para la tienda, que hubo que clavar en la inadecuada superficie
del hielo duro. Al menos, ésta proporcionaba un buen material para fundir y obtener agua, que
necesitaban mucho. La nieve y el hielo presentan una infinita variedad de formas, y es esencial
evitar las modalidades que contienen demasiado aire porque al fundirlas encogen hasta un
tamaño ridículo y consumen combustible. Para encontrar el tipo adecuado a menudo debían
caminar. Pero esta vez, Hassel, que por lo general se encargaba del hielo, no tuvo que buscar
mucho.
Delante mismo de la puerta de la tienda [en palabras de Amundsen], a medio metro, había un
pequeño montón que parecía del todo adecuado. Hassel alzó el hacha y le dio un golpe muy
fuerte. Sin hallar resistencia, el hacha lo penetró hasta el mango. El montón estaba vacío. Al
perder el hacha, la sección del entorno cedió y oímos cómo los fragmentos de hielo engullían la
pobre empuñadura: así que, a medio metro de la puerta, disponíamos del acceso más franco a
la base. Hassel parecía estar gozando del momento [...] La materia prima que ofrecía el hielo
era de las mejores y se prestaba a las mil maravillas a la conversión en agua.
Al día siguiente, 2 de diciembre, Amundsen describió cómo
la meseta por la que viajamos parece un mar helado: una cúpula de hielo abovedada [...]
terreno excelente para un patinador, pero por desgracia no para nuestros perros y nosotros. Yo
abro la marcha con dificultad, ayudándome de los bastones. Cuesta bastante. Los conductores
de perros van sin esquís, al lado de los trineos, prestos a ayudar a los animales.
Bjaaland encabezó solemnemente la entrada de su diario con el nombre de «El Dayname del
Diablo». Además de varias otras desgracias, avanzaban con un vendaval de fuerza 7 en contra,
con mucha nieve y cinarra, de modo que
no veíamos más allá de la nariz, y teníamos los rostros blancos y duros como velas de cera [...].
El mentón de Wisting parece el morro de una vaca de Jersey. Helmer [Hansen] tiene muchas
costras [debido a la congelación] y la piel tan áspera como una lima. Ha sido un día muy duro,
vaya que sí: los perros resbalaban sobre el hielo y se detenían cuando los trineos golpeaban
contra sastrugi, pero hemos conseguido avanzar veintitrés kilómetros a pesar del [...] viento que
quemaba como una llama, oh, oh, qué vida.
En retrospectiva, Amundsen eligió «El Nameday del Diablo» para ilustrar la vida habitual en una
tienda de campaña.
Era la noche del sábado [...]. Fuera aullaba el viento del sureste [pero el interior] es agradable.
La parte del fondo la ocupan tres sacos de dormir. Sus respectivos propietarios han considerado
del todo conveniente [...] acostarse [...] lo más cerca de la entrada [...] Wisting y Hanssen están
todavía despiertos. Hanssen es el cocinero [...] Wisting es su amigo del alma y ayudante [...].
Hanssen parece ser un cocinero atento. No le gusta chamuscar la comida. La cuchara gira sin
interrupción por el contenido del cazo [...] se llenan las tazas de pemicán [muy caliente que]
desaparece con una velocidad asombrosa [y después] todos pedimos con vehemencia agua fría
del hielo [que] desaparece en grandes cantidades [...] la Primus ruge con potencia a lo largo de
toda la comida, y la temperatura en la tienda es agradable.
Tras la comida [...] se ve a los viajeros al polo acicalándose para el domingo inminente. Cada
sábado por la noche se apuran las barbas con maquinillas [...]. En una barba prenden con
facilidad pedazos de hielo. A mí, hacer un viaje como éste con barba me parece tan poco
práctico como, pongamos, andar con chisteras en los pies.
Las ventiscas se sucedían con una violencia que obligó más de una vez a Amundsen a quedarse
en la tienda. Pero la idea del rival inglés le negaba el descanso, y continuó avanzando por la
tormenta. Eran vendavales de fuerza 7 y 8 (treinta nudos y más). En estas condiciones, el paisaje
parece rebosar de nieve. Cuesta Dios y ayuda desplazarse con los esquís; en grandes altitudes,
cada paso representa un esfuerzo enorme. Resulta casi imposible llevar los esquís al hombro, ya
que se los lleva el viento. En medios más civilizados, se hace muy difícil seguir ni que sean
pistas bien marcadas. Para muchos—incluso para esquiadores preparados—representa una gran
tensión física y mental.
Si Amundsen pudo avanzar fue porque los esquimales habían confeccionado su ropa y las pieles
con que se tapaba el rostro. Pero aunque el vendaval le azotaba los pocos centímetros cuadrados
de mejilla y mentón descubiertos, no hacía frío, al menos según el baremo de la Antártida. La
temperatura oscilaba en torno a los veinte grados bajo cero. Desde el inicio de la ascensión a la
Meseta sólo llevaban las prendas Burberry. Las de piel de reno, demasiado cálidas, reposaban en
los trineos sin que nadie las usara. Las dejaron en el glaciar del Diablo a fin de soltar lastre, no
sin antes cortar las capuchas para añadir a la ropa para el viento una protección extra para el
rostro.
Amundsen prescindió de una serie de vías angostas y se aventuró a ciegas en lo desconocido. Tal
temeridad infundió temores privados a sus hombres, pero lo siguieron obedientes y con la
sensación de que la fortuna estaba de su parte.
El glaciar del Diablo [escribió Bjaaland] lo hemos podido evitar girando hacia el oeste, pero
nadie daba crédito a sus ojos: que hayamos salido sin pérdida de hombres ni de animales es un
milagro.
Por entonces pensaron mucho en las regiones infernales. El 4 de diciembre pasaron por lo que
Amundsen llamó La Pista de Baile del Diablo, [42] una superficie imprevisible y traicionera de
hielo delgado que recubre grietas. Aquí, Wisting, que parecía ser el chivo expiatorio de la
Fortuna, volvió a estar al borde del accidente, y por dos veces muy seguidas. En la primera, su
trineo quedó inmóvil, con un patín colgando por encima de un pozo sin fondo, mientras los
perros se agarraban al hielo para salvar la vida; Bjaaland, con una notable sangre tomó, hizo una
foto antes de lanzarse al rescate. En la segunda, los perros de Wisting cayeron hasta cuanto se lo
permitió la longitud de los tirantes, pero los recuperaron rápidamente.
Era el último terreno accidentado. «Fue a 87o sur—escribió con emoción Amundsen en su diario
—cuando finalmente alcanzamos la meseta». Pocos kilómetros más adelante pudo contemplar
por última vez las montañas, mientras se deslizaban en dirección sudeste y se adentraban en la
niebla. Eran las montañas más meridionales que hubiera visto el hombre—la meseta Nilsen de
nuevo—y por delante sólo les esperaba, al fin, la superficie ininterrumpida del casquete polar.
Desde entonces el viaje al Polo fue fluido, salvo alguna pequeña jungla de sastrugi, alguna de las
cuales quizá llegara a un metro. En la tormenta de nieve que sobrevino a los que abrían la
marcha—Amundsen y Hassel, por turnos—no podían hacer nada por evitarlos, puesto que los
sastrugi eran invisibles hasta que los tenían encima.
Pero también los sastrugi cesaron pronto, y les fue dado un liso mar de nieve, el paraíso del
esquiador. Sin embargo, el tiempo seguía espantoso: durante tres días seguidos persistieron la
niebla espesa y las nevadas; Amundsen lo describió sin alardes: «Viajado por completo a ciegas
[...] sin embargo hemos hecho nuestros 36 kilómetros [diarios]». Algo después redujo la
velocidad a veintisiete kilómetros en atención a los perros.
El momento álgido se produjo el 7 de diciembre, con una ventisca del este, cuando Bjaaland, al
borde de la exasperación, decidió irreverentemente que la Meseta Polar había de llamarse
Grisevidda, 'Meseta Canallesca'. Aquel día, en plena tormenta, cruzaron el paralelo 88.
Amundsen no instaló el acostumbrado depósito porque antes quería superar la marca de
Shackleton y quedar a menos de ciento ochenta kilómetros del Polo.
Al día siguiente, 8 de diciembre, el diario de Amundsen comienza con las palabras: «Uno de
nuestros grandes días». Se levantó la niebla, el viento amainó: los dioses del tiempo habían
mostrado un raro sentido de la oportunidad. A primera hora de la tarde, Amundsen, que iba
primero, oyó
de repente un grito fuerte y alegre detrás. Me giré. En la ligera brisa procedente del sur, los
colores valientes y conocidos [de la bandera noruega] ondeaban en el primer trineo; habíamos
pasado y dejado atrás el récord [de Shackleton]. Fue una visión magnífica. El sol acababa de
salir con toda su gloria e iluminaba de un modo espléndido nuestra preciosa banderita [...]. Se
me volvieron a empañar las gafas, pero esta vez no era culpa del viento del sur.
No hubo envidias ni jactancia ante un rival derrotado. Amundsen sentía por Shackleton una
admiración ilimitada.
Como mis perros estaban destrozados [escribió Bjaaland], yo iba dos kilómetros por detrás, y
cuando llegué, estaban hechos los 88° 23', y me pareció andar sobre muelles. Felicité al
capitán, que estaba de un humor estupendo, como es de imaginar. Chocolate extra para la
ocasión. Mañana día de descanso. El sol brilla.
12
Tras la marcha de Meares y Dmetri, Scott quedaba con once hombres: Oates, Bowers, Teddy
Evans, Charles Wright, Cherry-Garrard, los suboficiales de Marina Edgar Evans, Crean y
Keohane, Lashly y los dos médicos, Wilson y Atkinson. Debían arrastrar casi cien kilos por
cabeza, cuesta arriba, a lo largo de doscientos dieciséis kilómetros del inmenso glaciar
Beardmore hasta la Meseta, a tres mil metros. Salieron con nieve abundante y blanda. Los
esquís, escribió Scott, «son la clave, y hete aquí a mis empecinados compatriotas, demasiado
cargados de prejuicios como para haberse preparado con miras a esta ocasión».
Se quitaba de encima la responsabilidad. Scott no había organizado entrenamientos sistemáticos.
Había prescindido de los servicios de Tryggve Gran después de llevarlo a la otra parte del mundo
en calidad de instructor de esquí. En parte se trataba de otro ejemplo de la incoherencia de Scott,
en parte de su reacción psicológica al desafío de Amundsen, que consistió en cerrar los ojos ante
todo lo noruego. En consecuencia, el grupo que había llegado al glaciar no estaba preparado y
malgastaba energía por culpa de la técnica deficiente. Arrastrar el trineo, dijo Bowers, era
La tarea más agotadora a la que jamás he tenido que enfrentarme [...] El inicio fue peor que el
trayecto, porque mover un poco el trineo requería entre diez y quince tirones violentos [...]
Nunca he tirado con tanta fuerza, ni he estado tan cerca de romperme la columna vertebral a
causa de la sacudida interminable con todas mis fuerzas y la correa de tela entorno a mi pobre
barriga.
Esforzándose como si cada kilómetro hubiera de ser el último, Scott suministró el autocastigo
heroico que tanto apreciaba el público británico en que él siempre pensaba. A pesar de las
lamentaciones, aceptaba de buen grado el dolor, al igual que Wilson, que en cada acampada se
sentaba sobre una caja de embalaje y esbozaba un dibujo del paisaje con su estilo de un realismo
elegante e impersonal. Oates era la excepción: ajeno al resignado estoicismo, sabía que un
caballo o un perro estaban hechos para tirar, pero no así un ser humano; aquella manera de actuar
le parecía casi una locura, pero se lo reservó. A costa de su energía vital, los británicos hicieron
esfuerzos mucho más heroicos que los de Amundsen en su ascensión a la Meseta.
Los viajes de noruegos y británicos son diametralmente diferentes tanto en estilo como en
ambiente. El glaciar Axel Heiberg, corto, empinado, accidentado, enclavado en un angosto
desfiladero entre altas montañas, causa una honda impresión, como un valle alpino. El glaciar
Beardmore es mucho más vasto; las montañas son casi igual de altas, pero la vista es de media
distancia y lo que más impresiona son la amplitud del panorama y las grandes envergaduras, no
la forma ni la altura vertiginosa: el Himalaya más bien que los Alpes.
Las cascadas de hielo del glaciar Beardmore no son ni tan altas ni tan empinadas como las de
Axel Heiberg, y sus peligros menos intensos y más prolongados. Sin embargo, los británicos
contaban con la ventaja de una subida más paulatina, lo que propiciaba la aclimatación a la
altitud. Con kilómetros de separación entre ambas orillas, serpenteando interminablemente como
un Amazonas blanco y congelado, el Beardmore era el mejor escenario para la empecinada
caminata de Scott.
Mientras que Amundsen hollaba por primera vez cada centímetro de su recorrido, Scott seguía
las huellas de Shackleton con la tranquilidad de no tener que abrir trocha y al mismo tiempo
molesto con esta deuda. Cada noche en la tienda, inmerso en el estudio del diario de Frank Wild
y de fragmentos de The heart of the Antarctic, Scott se medía celosamente con Shackleton.
«Llevamos seis días de retraso respecto a Shackleton—escribió con desánimo el 16 de diciembre
—y todo por culpa de esa maldita tormenta». Shackleton hasta la sopa. Scott no comparte la
admiración de Amundsen (o de Oates) por el logro de Shackleton; cuando se refiere a él, es con
avinagrado menosprecio. «Vemos que hay grandes y crecientes errores en los mapas». «Las
latitudes son inexactas por unos doce kilómetros». «Lo aventajamos», escribe triunfantemente el
17 de diciembre, al superar el monte Esperanza y entrar en la cuenca alta del glaciar, por encima
de las cordilleras Wild, Marshall y Adams, así llamadas en honor de los tres compañeros de
Shackleton en el viaje al sur. Los mismos topónimos eran un reproche y un recordatorio del rival
que había estado allí antes.
A medida que se acercaban a la cumbre del glaciar también lo hacía el momento en que había de
volver otro grupo de apoyo. «Tenía pavor a esta obligación de elegir—lamentó Scott en su diario
—es de lo más desgarrador».
En esta ocasión ordenó regresar a Atkinson, Wright, Cherry-Garrard y el suboficial Keohane,
que marcharon el 21 de diciembre.
La noche anterior, Wilson se llevó a Atkinson a parte y, como un médico con otro, le consultó lo
siguiente: de entre los marineros—Edgar Evans, Lashly y Crean—, ¿a cuál consideraba más
adecuado, en términos mentales y físicos, para ir al Polo?
Atkinson respondió que Lashly. Wilson estuvo de acuerdo. Atkinson dijo acto seguido que,
después de Lashly, se llevaría a Crean según el criterio físico. Wilson no lo suscribió por entero,
pero en lo de Lashly no tenía ninguna duda.
Esta conversación surgía del deseo de Scott, un oficial de la Marina, de contar con una
representación del Sollado en el previsto momento de la victoria. Para tal honor había elegido al
suboficial Evans, lo que no agradó a Wilson, que lo conocía desde los tiempos del Discovery y
había advertido su deterioro y lo que le parecían defectos físicos y mentales que no prometían
mucho en situaciones extremas. Bastaba con su hábito de beber para despertar dudas. Wilson
decretó que, si había de ir un marinero, debía ser Lashly o Crean, no Evans.
Lashly era tranquilo y lúcido. Libre de los vicios del alcohol y el tabaco, era considerado por sus
compañeros como «duro de corazón» y «atleta fuerte», porque lo consideraban muy sólido tanto
en lo físico como en lo mental.
Crean, un irlandés—frente a Lashly, de los condados del sudoeste de Inglaterra—era, en palabras
de Tryggve Gran, «un hombre a quien no le hubiera importado, al llegar al Polo, encontrar a
Dios todopoderoso o al Diablo. Se llamaba a sí mismo "El salvaje hombre de Borneo". [...] ¡Y lo
era!».
Ambos eran inteligentes y sabían salir adelante. Cualquiera hubiera sido preferible a Evans.
Wilson quería conocer la opinión profesional de Atkinson a fin de hallar un respaldo para las
observaciones que formulaba a Scott. Pero éste no estaba abierto a observaciones: Evans era alto
y corpulento, y Scott, que se regía por las apariencias, se obstinaba en equiparar tamaño y
energía. Su fatal incapacidad para juzgar caracteres le impedía detectar defectos que resultaban
obvios a los demás. Se apegó a su favorito de siempre y por una vez prescindió del consejo de
Wilson. Scott se basó en razones sentimentales para llevarse a Evans al Polo.
En el Viaje al Oeste de 1903, en la expedición del Discovery, Evans y Scott habían caído en una
grieta, mientras que Lashly, gracias a una combinación de suerte, fuerza y presencia de ánimo,
había mantenido la posición y los había sacado del pozo. Scott prefirió el hombre que había
caído en las profundidades con él al que se había salvado y le había salvado la vida.
Scott poseía gran coraje físico y una energía extraordinaria. Una de sus deficiencias como jefe
era exigir estas cualidades en todo el mundo e ignorar las diferencias entre los hombres. Además,
siempre competía: con un rival, con un amigo y, en última instancia, consigo mismo. Diríase que
trataba de convencerse de su fuerza física. Dio una muestra de las dudas neuróticas que
subyacían a tal comportamiento cuando escribió a su mujer que podía «ir con los mejores, para
no avergonzarme de pertenecerte».
En marcha, Scott disfrutaba de un modo irracional, casi sádico, llevando a sus compañeros al
agotamiento. En situaciones límite, ese tipo de hombre es peligroso. Los hombres de Amundsen
sabían que tras cubrir los preceptivos veintisiete o treinta y seis kilómetros pararían,
desengancharían los trineos y acamparían. En sus días había ritmo, regularidad, disciplina,
certidumbre, distancias mensurables. Al margen del posible angst porque les pudieran superar,
Amundsen contaba con bastante inteligencia y control de sí mismo para filtrar sus emociones y
evitar el agotamiento de sus hombres. Scott, con una precipitación maníaca, hacía avanzar a sus
hombres sin atender a las consecuencias. Bowers recrea el ambiente del grupo en su entrada del
día de Navidad:
Scott tenía mucha cuerda y seguía adelante [...] yo echaba humo por la boca, me había quitado
las gafas, y la ropa para el viento abrigaba hasta un punto opresivo, las cosas iban muy mal. Al
final nos detuvimos y vimos que habíamos hecho 26,1 kilómetros. [43]
—¿Qué os parece veintiocho kilómetros para el día de Navidad?—preguntó, y continuó con
toda la alegría; cualquier distancia concreta es mejor que una penosa caminata indefinida.
Los médicos habían expresado su desacuerdo con esta carrera histérica, en vano.
Scott, a quien la emoción llevaba en volandas, se quejó más que de costumbre cuando, el 27 de
diciembre, Bowers le comunicó que había roto el termómetro del hipsómetro (instrumento que
determina las altitudes a partir del punto de ebullición del agua). [44]
A resultas de lo cual prorrumpió en un insólito arrebato de ira: en este momento mi nombre está
a la altura del betún. Es bastante triste meterse con el jefe en el dirt tub en estas circunstancias,
pero estos accidentes pasan.
No se podía achacar a Bowers. Un termómetro es un instrumento frágil, y con todo sólo llevaban
uno; Scott ya no podía medir con precisión la altitud. (Amundsen disponía de cuatro
termómetros para su hipsómetro en previsión de accidentes.)
Tales arrebatos no dejaban de tener una explicación racional. El autoengaño no puede rebasar
ciertos límites, y, a medida que ascendía por el glaciar y le atenazaba una desamparada sensación
de aislamiento, cada vez le costaba más sustraerse a la incómoda certeza de que había dejado la
vía de regreso en una situación caótica. ¿Podrían los perros llegar a su encuentro? ¿Habría
bastante comida y combustible en los últimos depósitos para poder regresar con vida?
No contaba con la garantía de Meares. Habían discutido durante el invierno, sobre todo porque
Scott había pretendido enseñarle a conducir perros, a raíz de lo cual Meares le había informado
de su propósito de abandonar y volver a Inglaterra en el barco. Eran irreconciliables, y Meares no
tenía intención de cambiar de idea. Scott se quedaba sin el experto en perros precisamente en el
momento en que más lo necesitaba. Dmetri sería el único conductor cualificado, pero necesitaba
alguien que lo orientara, como Scott sabía desde tiempo atrás. Fue en la cima del Beardmore, a
setecientos kilómetros de la base, cuando empezaba a manifestarse la fría luz de la realidad,
donde consideró por primera vez el asunto. Poco antes de que Atkinson diera media vuelta, Scott
le dijo de sopetón, en términos que indicaban una improvisación extrema, que él, en vez de
Meares, debía llevar los equipos de perros al sur en la última etapa. «Avanza tanto como
puedas», dijo con un tono que hizo dudar a Atkinson de si era una orden o una sugerencia. En
cualquier caso, las instrucciones fueron verbales, cuando la más elemental prudencia debería
haberle hecho optar por la escritura. Era la tercera vez que se alteraban las órdenes en lo
referente a los perros.
Entre los quebraderos de cabeza de Scott figuró una sucesión de cegueras causadas por el
resplandor de la nieve, que para Amundsen no fueron ningún problema porque llevaba unas
gafas mejores. El hecho de que sí lo fuera para Scott se explica desde los primeros preparativos:
había encargado gafas de esquí convencionales, del tipo pequeño y redondo que se empaña con
facilidad y no ofrece la protección adecuada. Amundsen, por su parte, descubrió que el Dr.
Frederick Cook había ideado un modelo radicalmente innovador estando en el Ártico; se basaba
en el esquimal, que era una visera con rendijas de ventilación en la parte superior, bastante
parecido a las modernas gafas de esquí y por tanto muy avanzado respecto a su tiempo. Pero el
Dr. Cook, en lugar de las hendiduras estrechas que usaban los esquimales para atenuar la luz,
había colocado filtros fotográficos. Este diseño, además de proporcionar una protección
adecuada y no empañarse con facilidad, ofrecía un amplio ángulo de visión que resulta esencial a
la hora de buscar rutas. Amundsen se hizo fabricar gafas de este modelo para su grupo y se
procuró otra ventaja sobre Scott.
La ascensión del glaciar de Scott estuvo lastrada por varios defectos técnicos que pusieron a
prueba su temple. Siguió lamentándose de la mala suerte que tenía en comparación a Shackleton;
le desazonó de manera especial encontrar nieve suelta, a diferencia de éste.
En realidad, de la subida tenía pocos motivos para quejarse. A medida que avanzaba por el
sendero de un blanco brillante gozó de mucho sol y el tiempo le fue propicio. La nieve
acumulada, de la que se lamentaba porque dificultaba el arrastre, también le proporcionó puentes
para las grietas y por tanto una notable ventaja. Las cifras vuelven a ser elocuentes: Shackleton
se vio amenazado por las grietas durante veinticinco días, Amundsen durante dieciocho, Scott
sólo a lo largo de tres. Pero le pasó por alto y no tenía la costumbre de agradecer los favores
recibidos. Era tan egocéntrico que esperaba que los dioses lo ordenaran todo en beneficio suyo,
como por derecho.
Todo ello ya era lo bastante de mal agüero. Por añadidura, el grupo estaba dividido. La hostilidad
entre Scott y Teddy Evans no había hecho sino enconarse con la tensión de la subida y por
entonces envenenaba el ambiente.
A lo largo de toda la ascensión al glaciar, completada con y sin esquís, Scott trató de aventajar a
Evans, y éste, que también era competitivo a un punto agresivo, replicó tensando hasta el último
músculo y nervio para demostrar que, a pesar de la jerarquía, no tenía nada que envidiar al
capitán. Tras la marcha de Atkinson, a más de quinientos kilómetros del Polo, se produjo el
desenlace.
Para el avance hacia el Polo quedaban dos trineos. Uno lo arrastraban Scott, Wilson, el suboficial
Evans y Oates; el otro, Teddy Evans, Bowers, Lashly y Crean. La rivalidad era previsible y
evidente.
Scott forzó el ritmo. Cubría veintitrés kilómetros diarios, poco menos que Amundsen. Pero el
esfuerzo fue enorme. Scott hacía unas etapas de nueve o diez horas, arrastrando cargas pesadas.
Evans lo aguantó con ánimo, pero el 27 de diciembre empezó a flaquear. Scott estaba
preocupado porque, tras examinarlo, había descubierto que el otro trineo no se deslizaba bien, y
reprochó a Evans haber apretado demasiado la carga y con ello deformar la estructura y los
patines. Los hombres del trineo de Evans, determinó injustamente, no estaban «acabados
["reventados"] y le he dicho sin ambages que deben enfrentarse al problema y solventarlo por su
cuenta».
Lo que no entendía Scott—o tal vez sí—es que Evans estaba cansado. Llevaba más de
setecientos kilómetros arrastrando a pulso, casi toda la longitud de la Barrera, desde que se
averiaron los motores. Ya estaba en las primeras fases del escorbuto. Entonces comenzó a
quedarse muy rezagado. Al alcanzar su grupo la Meseta el día de Año Nuevo de 1912, no se
encontraba, a decir de Scott, «con mucho ánimo, no se las han arreglado demasiado bien». Scott
había dejado a Evans exhausto, pero también a los hombres de su propio trineo, si bien todavía
no se veía a las claras. Tirar de ochenta kilos por hombre hasta los tres mil metros era de por sí lo
bastante inhumano sin la tensión de las disputas y las marchas forzadas.
A Wilson le inquietaba la pugna entre Scott y Evans, y aún más tras visitar la tienda del segundo
el 30 de diciembre. Evans tenía un deseo vehemente de ir al Polo y todavía no se había
anunciado el grupo final.
El anuncio no podía retrasarse mucho más. En la vigilia de Año Nuevo, Scott ordenó al equipo
de Evans que abandonara los esquís y continuara a pie. Es una decisión pasmosa, y Scott no la
justifica en parte alguna; el grupo de su trineo sí conservó los esquís. En el siguiente fragmento
puede intuirse lo que pretendía: «Un duro avance para los que van a pie es una marcha bastante
fácil para nosotros». No cabe duda de que por entonces había resuelto llevar a su grupo al Polo y
que quería destrozar a Evans para facilitarse la tarea de enviarlo de vuelta a la base.
Scott acampó tras una etapa breve para que el suboficial Evans y Crean pudieran desmontar los
trineos y reducirlos de cuatro metros a tres, a fin de aligerarlos y mejorar su movilidad. Les llevó
ocho horas, mucho más de lo que Scott había previsto. No era un trabajo agradable de hacer en
viaje, yendo en trineo con frío extremo y los dedos en avanzado estado de congelación. Pero
hacía tiempo que Scott tenía decidido ordenárselo. Evans se hizo un grave corte en la mano
cuando modificaba el trineo; era proclive a este tipo de accidente: durante la expedición del
Discovery, Skelton había anotado que era «torpe».
Scott prometió reposo hasta las nueve y media del día de Año Nuevo, pero después los convocó
a todos a las habituales siete y media. Reemprendieron la marcha hacia el sur con el
convencimiento de que 1912 no había comenzado de modo prometedor.
Al otro día, el glaciar Beardmore había desaparecido de la vista y la Meseta parecía conquistada,
los obstáculos superados. Sólo quedaba un avance recto hacia el Polo, apenas a doscientos
setenta kilómetros. Con la misión cumplida, el grupo de apoyo ya podía regresar. La mañana
siguiente, justo antes de partir, Scott visitó la tienda de Teddy Evans para anunciar la noticia.
Había temido largamente este momento y lo había retrasado lo máximo posible, porque desde el
principio había dado a entender a Evans que llegaría al Polo.
Al entrar Scott, la tienda estaba llena de humo de tabaco, y se daba el caso de que Crean tosía.
—Estás muy resfriado, Crean—dijo Scott.
Pero Crean lo vio venir.
—Entiendo una indirecta, señor.
Scott sonrió y, de la manera más despreocupada que pudo, anunció que se llevaba al Polo a los
hombres de su trineo. Acto seguido ordenó que todo el mundo salvo Evans saliera de la tienda y,
al quedarse los dos solos, le preguntó si podía cederle a Bowers y hacer el viaje de vuelta con un
hombre menos. Evans se plegó a regañadientes: su orgullo no le dejaba más remedio. Scott
quería a Bowers en el grupo del Polo.
Era sorprendente. Había planeado llevarse cuatro hombres al Polo, y, en el último momento,
añadía inesperadamente un quinto y aumentaba en buena medida los riesgos. Tendría comida
para cuatro semanas y no para cinco pero, como observó de pasada, «debería bastarnos». Había
experimentado uno de sus brotes de euforia al descubrir que, tras esfuerzos sobrehumanos,
aventajaba a Shackleton en cuanto a las fechas: había llegado a los 87 o 30' de latitud sur en unos
pocos días menos que Shackleton tres años antes, en un viaje de mil kilómetros y dos meses. A
Scott le pareció un éxito y un reconfortante margen de seguridad.
No era sólo el grupo del Polo lo que arriesgaba Scott. Había dejado peligrosamente
descompensada la totalidad de su intrincada organización. Todo estaba preparado para unidades
de cuatro hombres: las tiendas, el equipamiento, las cocinas, el combustible y los depósitos
instalados a lo largo de la ruta. Habría demasiada gente en la tienda. En el viaje de retorno,
Evans tendría que deshacer las raciones ya empaquetadas, tomar tres cuartas partes y dejar la
restante, y carecía tanto de balanzas para pesar la comida como de una mesura de queroseno.
Scott no ofreció ninguna explicación. Sus compañeros se habían acostumbrado hasta tal punto a
sus caprichos e indecisiones que aceptaron este último cambio de planes como algo
perfectamente normal y se abstuvieron de comentarlo por escrito. Es probable que la perspectiva
de la separación enfrentara por vez primera a Scott con la dura realidad de arrastrar la carga a
pulso otros mil seiscientos kilómetros. En su diario se percibe de manera indirecta una pérdida de
fe en sus propios cálculos. Tal vez decidiera en un momento de pánico que necesitaba más
potencia y que cinco hombres serían más garantía que cuatro.
El 31 de diciembre, cuando ya había determinado enviar de regreso a Evans y su grupo, Scott no
tuvo en cuenta que iba a quedarse sin navegante. Una semana antes de abandonar el cabo Evans,
Wilson había dedicado unas cuantas horas a aprender los signos de latitud. «Más valdrá—
escribió en su diario—saber algo de navegación en este viaje en trineo al sur». No fue suficiente:
el uso de un teodolito—que Scott había preferido a un sextante—requiere bastante práctica, así
como el desciframiento de sus signos. Wilson no estaba ni por asomo preparado para hacerse
cargo de la navegación; tampoco lo estaban Oates ni el suboficial Evans, y al mismo Scott le
faltaba práctica. Para el desplazamiento por el monótono interior de la meseta Polar—y no
digamos para la determinación de la meta del viaje—era de suma importancia una navegación
astronómica solvente. El punto se puede resumir con bastante exactitud con esta fórmula: sin
navegante no hay Polo. (Amundsen contaba en su grupo del Polo con cuatro navegantes
competentes.)
El día de Año Nuevo, una larga conversación con Bowers hizo entrar a Scott en razón. Hasta
entonces, la obsesiva preocupación por librarse de Evans le había impedido pensar en nada más.
Entonces reparó en que tenía que llevarse a un navegante al Polo, y Bowers cumplía los
requisitos. Por desgracia, el grupo de Evans ya había abandonado los esquís y Bowers tenía que
andar a duras penas.
Bowers era algo más que un mero navegante. En palabras de Scott, suponía un «alivio inmenso
contar con el bueno del infatigable Bowers para que se ocupe de todos los detalles». Bowers era
el apoyo físico de Scott del mismo modo que Wilson era el psicológico. La confusión mental de
Scott queda bien reflejada con el hecho de que condenara a un colaborador tan indispensable a
caminar por la nieve, mientras sus compañeros iban relativamente cómodos esquiando. Bowers,
por su parte, estaba dispuesto a comportar el castigo, porque quería ir al Polo a casi cualquier
precio.
Como Cherry-Garrard dijera en el momento de partir, «un aire de profunda tristeza» dominaba el
campamento y afectaba «a los que seguían y a los que volvían». En la última carta que Oates
escribió a su familia se percibe un trasfondo extraño:
La Meseta, 3 de enero de 1912
He sido elegido para ir al Polo con Scott tal como habrás visto en los diarios. Desde luego estoy
encantado pero lamento estar fuera otro año ya que no podremos subir al barco, llegaremos al
Polo, de acuerdo. Ahora estamos a noventa kilómetros del punto más meridional de Shackleton.
Aquí hace mucho frío [...] y ha habido mucho trabajo pero [...] de hecho me encuentro muy bien
y me mantengo más en forma que casi todos los demás. Espero que se hayan hecho las
alteraciones en Gestingthorpe. Me refiero al arco de entre la habitación de Violet y la mía.
Sería bonito en la habitación de delante del lavabo porque por la noche podría encender un
fuego más agradable que en la que tenía antes. Por favor envíame [...] media docena de libros
para poder empezar a preparar mi examen de comandante cuando vuelva [...]. Tendremos
mucho de que hablar cuando esté en casa; Dios os bendiga y conserve en buena salud hasta que
llegue.
Atkinson, amigo íntimo de Oates, contó a Cherry-Garrard que, tras la última conversación,
no cree que Titus quiera continuar, aunque (T.) no lo haya dicho explícitamente. Piensa que
Titus sabía que estaba acabado: el rostro lo indicaba y también el modo de andar.
Oates estaba mucho peor que lo que Atkinson sospechaba:
Los pies [escribió Oates en su diario] me lo están poniendo un poco difícil. Desde que salimos
de Punta Cabaña han permanecido en constante humedad. Y ahora, andar por este hielo duro
[en el glaciar] ha acabado de remachar el clavo.
En el fondo, Oates no quería ir. Estaba preocupado por la herida que se hiciera en la guerra
anglo-bóer. La bala que le destrozó el muslo le había dejado una pierna unos dos centímetros
más corta que la otra. Se le había declarado apto para las tareas habituales del ejército, que sobre
todo consistían en montar a caballo, pero no hay ninguna constancia de que se lo declarara apto
para recorrer dos mil setecientos kilómetros a pie. A aquellas alturas cojeaba a ojos vista. Había
llevado los ponis al otro lado de la Barrera y cumplido su tarea, alcanzado la cumbre del glaciar
y satisfecho su ambición. Se contentaba con esto, y quería volver a casa. Scott, tan alejado de sus
compañeros, fue incapaz de percibirlo. A Oates se le había inculcado un código de
comportamiento en que lo honorable era ocultar la debilidad, y tenía un enorme dominio de sí
mismo. Atkinson no dejó de notarlo, al igual que Wilson. Pero Scott confundió la fachada
exterior con la realidad e hizo caso omiso de las advertencias de Wilson, como cuando le pusiera
sobre aviso en cuanto al suboficial Evans.
Scott había alcanzado un extremo en que ya no atendía a razones. No le habría supuesto ninguna
desventaja enviar de regreso a Oates en vez de a Bowers y mantener en cuatro el número de
viajeros. Atkinson y Wilson convenían en que Oates no podía seguir adelante, pero Wilson,
según le diría posteriormente Atkinson a Cherry-Garrard, explicó que «Scott tenía gran deseo de
que continuara, quería una representación del ejército».
Oates abrigaba ideas similares al iniciar la marcha. Justo antes de partir de cabo Evans le había
escrito a su madre:
A veces me planteo ir a ver a Scott y decirle que debo volver con el barco pero sería una lástima
desaprovechar mis opciones de entrar en el grupo final sobre todo porque el regimiento y tal vez
todo el ejército se alegrarían de que llegara al Polo.
Pero a aquellas alturas Oates había renunciado a tal sentimentalismo. Sabía que debía abandonar,
pero el menosprecio que le inspiraba Scott hacía doblemente humillante el reconocimiento de su
flaqueza. Su rígido sentido de la disciplina le llevaba a considerar el deseo del oficial superior
como una orden que había que obedecer a toda costa. Siguió adelante, movido sólo por el sentido
del deber, sin ganas y a regañadientes.
Los dos grupos se separaron el 4 de enero. Estaban a menos de doscientos setenta kilómetros del
Polo. Fue otro momento emotivo. Wilson lo sentía «mucho por Teddy Evans, ya que ha dedicado
dos años y medio a hacerse un lugar en este viaje al Polo». En palabras de Scott, «el pobre Crean
lloraba y hasta Lashly estaba afectado».
Evans, Crean y Lashly siguieron al grupo del Polo tres o cuatro kilómetros para verlo en camino.
Después se detuvieron, lanzaron tres hurras que en la violenta brisa no fueron más que un leve
murmullo y dieron media vuelta, hacia la base, aunque miraron atrás constantemente hasta que
Scott y sus compañeros se convirtieron en una mota en el horizonte y desaparecieron del ámbito
humano.
La despedida de Oates es muy propia de él:
Me temo, Teddy, que la vuelta no será una «cuesta», pero el bueno de Christopher [el poni de
Oates] espera a que te lo comas en la Barrera cuando llegues.
Evans transportó las cartas de Scott. Una era para Kathleen, en que decía haber gobernado esta
tarea—no nominal sino verdaderamente—y hecho superar las dificultades a los demás, para que
ningún hombre pudiera decir que no estaba preparado para llevar el mando hasta el final del
último tramo.
Otra era un mensaje para la prensa, de índole muy distinta: «Permaneceré en la Antártida durante
otro invierno para continuar y completar mi misión». Era su posición pública, por si se le
escapaba el barco.
Evans también llevaba un mensaje de Scott en que volvía a cambiar los planes para los perros, ya
por cuarta vez. Ordenaba ahora que Meares se reuniera con Scott entre los 82o y 83o de latitud sur
hacia mediados de febrero. La finalidad evidente era volver con él a toda pisa y a tiempo de subir
al barco. Al igual que Amundsen, Scott quería ser el primero en llegar con la noticia. Pero ello
también traicionaba ansiedades. Era el punto más meridional a que Scott había decretado
conducir los perros, cuando menos una alteración enorme de los planes. La comunicó de viva
voz. Llevaba el sello, una vez más, de la improvisación de última hora. Scott suponía que Evans
podría entregarla con suficiente antelación.
Era un suponer muy optimista. Scott no se había tomado ninguna molestia por allanar el camino
de regreso. Los hitos de la Meseta eran insuficientes y no había ninguno que señalizara el camino
por las cascadas de hielo del glaciar. Hasta alcanzar la Barrera, Evans tendría que orientarse
probablemente con los rastros de la ida dejados en las nieves cambiantes. Carecía de trineómetro,
con lo que la navegación dependería en gran parte de la intuición. Y, como muy pronto
descubriría, renunciar a un hombre de su grupo supuso un sacrificio demasiado oneroso. Tres no
eran los bastantes para arrastrar un trineo cargado a lo largo de centenares de kilómetros.
También constató que Scott había dejado entre los depósitos demasiada distancia para hombres
que llevaban un trineo a fuerza de brazos. Les costaría Dios y ayuda salir de aquella.
Scott no tardó en presenciar las consecuencias de estas acciones.
Cocinar para cinco [consignó al día de separarse de Teddy Evans] requiere mucho más tiempo
que cocinar para cuatro; tal vez, al cabo del día, media hora más. Es un aspecto que no tuve en
cuenta en la reorganización.
Otro aspecto que no tuvo en cuenta fue lo difícil que resultaba a Bowers arrastrarse a pie al lado
de hombres en esquís. Los ritmos eran tan diferentes que costaba mucho tirar de manera
sincronizada. Bowers estaba clavado en el tirante del medio, en el centro del equipo. Allí sudó
sangre, a veces cayendo de rodillas a cada paso, impedido por las piernas cortas, luchando por
mantener el ritmo de sus compañeros, que se deslizaban por la nieve con los esquís.
Le esperaban más de quinientos kilómetros en estas condiciones, hasta el Polo y de vuelta al
punto donde había dejado los esquís.
En el grupo imperaba una pesadumbre que no presagiaba nada bueno. «La marcha—escribió
Scott en una habitual entrada del diario—se está volviendo horriblemente monótona». Hora tras
hora, día tras día, caminaban a duras penas, como si cada kilómetro fuera el último, cada hombre
replegado en sí mismo, el arnés clavándose a cada paso y el crujido del trineo como único sonido
en el silencio de aquella llanura de un blanco mortal que se extendía interminablemente hacia el
horizonte.
Scott seguía obsesionado con Shackleton. «Es divertido estar aquí plantado», escribió una noche
apacible en que podía permanecer en el exterior de la tienda sin mayores incomodidades, «y
recordar los constantes horrores de nuestra situación tal como los pintó S.». Pronto pagó su
arrogancia. «Espantosamente duro», escribía en su diario al día siguiente, cuando la nieve se
volvió pegajosa.
Por entonces cubrían unos dieciocho kilómetros diarios— con lo que se atenían poco al
calendario—y la marcha resultaba mala en todo momento. El 6 de enero, habiendo entrado en
espeso sastrugi que dificultaba el desplazamiento en esquís, Scott decidió, en uno de sus
arrebatos irracionales, deshacerse de los esquís. Al otro día empezaron a pie, pero discutieron por
los esquís. Finalmente, los demás lo convencieron de recuperarlos. Esta confusión les hizo perder
una hora y media, y aquel día sólo avanzaron dieciséis kilómetros.
De nuevo en marcha [anotó Scott], vi con horror que con los esquís apenas podíamos mover el
trineo; la primera hora fue espantosa debido a la maldita capa de nieve arenosa suelta. Sin
embargo, persistimos en nuestro empeño, y hacia el final de nuestra cansada marcha
empezamos a progresar mejor, pero la tarea sigue siendo indeciblemente dura. Después de esto
debo conservar los esquís.
Scott no había pensado en la orientación. En la Barrera, con la larga caravana de transporte
animal, y en el glaciar, donde la topografía definía la ruta, la orientación había sido relativamente
sencilla. Pero en este punto, solos en una llanura desprovista de rasgos distintivos, se había
convertido en un problema. Las brújulas de pulsera no eran de fiar. Se orientaban por el sol
cuando podían. Pero tan apretujados en el tirante, sin nadie delante que ofreciera una señal,
distraídos por el constante arrastre del trineo, les resultaba imposible mantener una dirección fija,
incluso con buen tiempo. Con una visibilidad escasa, era demasiado difícil orientarse.
Por eso tuvieron que detenerse el 8 de enero. Les detuvo un viento sur de fuerza 4-6 (unos
veinticinco nudos), algo más benigno que la ventisca del sur que no había impedido a los
noruegos salir y avanzar veintitrés kilómetros.
Con su ridículo margen de seguridad, Scott no podía permitirse este retraso. Pero el obstáculo no
le preocupaba porque ya saboreaba la miel del éxito. Sucedió al día siguiente, el 9 de enero. El
tiempo mejoró, pudo retomar la marcha y comenzó la entrada del día con la palabra
«RECORD», en grandes letras mayúsculas. Había superado lo que llamó con desdén «el récord
del paseo de Shackleton». Se refería a la salida desde el campamento más meridional de
Shackleton, Marshall Wild y Adams en busca del punto más meridional, una acción llena de
coraje. En el diario de Shackleton se podía leer: «Hemos echado el resto, y el resultado es 88 o gr.
23 'de latitud sur, 162 gr. de longitud este [...] A pesar de todos los lamentos posibles, hemos
hecho cuanto hemos podido».
La fecha era 9 de enero de 1909. Habían pasado tres años. Scott había superado a su rival, por
fin.
13
LA CARRERA GANADA
Entre los noruegos-que habían rebasado el punto más meridional de Shackleton exactamente un
mes antes-el ánimo era muy distinto. «Hoy nos hemos quedado en la cama hasta tarde», había
escrito Amundsen el 9 de diciembre, «a fin de prepararnos para la arremetida final».
Colocaron el último depósito a ciento setenta kilómetros del Polo. Los trineos de Wisting y
Bjaaland quedaron aligerados cerca de cincuenta kilos cada uno; Helmer Hanssen, genial
conductor de perros, había de continuar con la misma carga.
Señalizaron el depósito con especial cuidado. Lo dotaron, a ambos lados de la acostumbrada
línea transversal, con treinta tablones extraídos de cajas de trineo vacías que habían pintado de
negro en Framheim, con meses de antelación, a este propósito. Situaron los tablones a cien pasos
de esquí el uno del otro, a lo largo de unos cinco kilómetros, de modo que a través de la ruta
había una red de diez kilómetros.
Todos los demás tablones, anotó Amundsen con precisión en su diario,
llevan un gallardete negro. Todos los tablones del E. tienen una muesca bajo el gallardete para
indicar la dirección del depósito [...] Además, pondremos unos cuantos bloques de nieve a cada
kilómetro [durante los primeros kilómetros] de camino hacia el sur.
El 10 de diciembre Amundsen ordenó levantar el campamento y comenzar «la arremetida final»,
pasado el punto más meridional de Shackleton.
Helmer Hanssen, Wisting y yo [anotó con sequedad] tenemos un aspecto bastante intimidador
ya que se nos congelaron los rostros durante [...] la tormenta de hace unos días. Llagas, dolor y
costras por todo el lado derecho. Bjaaland y Hassel, que iban detrás, salieron sin un rasguño.
Los perros han empezado a ser peligrosos [debido al hambre] y hay que considerarlos como
[...] enemigos cuando dejamos los trineos.
El Comandante, uno de los perros de Wisting, desapareció. «Presumiblemente—en palabras de
Amundsen—se había alejado para morir». Quedaban diecisiete perros, que, escribió, estaban
«cansados, y no es que vayamos deprisa, pero si a velocidad constante, y hemos completado los
veintisiete kilómetros previstos [para el día]».
Wisting seguía disponiendo del Coronel, su primer perro. Hasta entonces había participado en
todos los viajes, y al final acabaría viviendo con su amo en Horten, en el fiordo de Cristianía.
Allí, en palabras de Wisting,
gozó de su jubilación con gran placer. No era un mal compañero [...] según un refrán antiguo,
cuando [el diablo] es viejo se retira a un monasterio; lo mismo pasa con el Coronel. ¡Se alistó
en el Ejército de Salvación! Se quedaba sentado frente a su sede cada noche,
independientemente del tiempo que hiciera, y escuchaba con respeto los discursos, las canciones
y la música.
Por último, llegó el fin de sus días. Fue como perder a uno de los míos, tanto le eché de menos.
Con personajes como el Coronel no había espacio para la monotonía. Cansados y hambrientos
como estaban, los perros trotaban con brío, como impulsados por la fiebre de sus amos. Estos no
se daban tregua y avanzaban con el engañoso ritmo relajado del esquiador nórdico que oculta
potencia y economía de esfuerzo. Los esquís silbaban ligeramente sobre la nieve, en buen estado
y cristalina. Los bastones producían el revelador crujido de la superficie congelada. Las mismas
condiciones que hicieron lamentarse a Scott de su lucha inhumana contra la nieve que dificultaba
el avance las describió Amundsen en estos términos:
Veintiocho grados bajo cero. Brisa del sur. [...] Un poco de frío cuando nos da en los rostros
doloridos, pero tampoco es para echarse a llorar. El terreno y la marcha como de costumbre:
de primera. Regular y liso, el vidda está delante de nosotros. Trineos y esquís se deslizan de
manera fluida y agradable.
Como Bjaaland, Amundsen había elegido la palabra noruega vidda para describir el casquete
polar antártico. La palabra significa, literalmente, 'meseta', pero para un noruego tiene
connotaciones bien conocidas. Pertenece a su mundo montañoso, el brezal al fondo del valle, el
patio de recreo ante la puerta de casa. Al llamar a la gran meseta Antartica vidda, Amundsen la
desmitologizaba de alguna manera. Podía ser peligrosa, y vasta, pero no extraña.
El Polo se avecinaba y la pregunta era cómo encontrarlo. Viajar por las extensiones sin hitos del
casquete es como navegar en barco por el mar. Con todo, la navegación en grandes altitudes
presenta ciertas peculiaridades, la más importante la convergencia de los meridianos. Es un
campo especializado.
En noviembre de 1909, A. R. Hinks, catedrático de Topografía y Cartografía de la Universidad
de Cambidge, organizó un seminario en la Royal Geographical Society de Londres sobre el
estudio de la posición cerca de los Polos. Había surgido, por una parte, de la controversia entre
Cook y Peary por quién de los dos si es que alguno, había alcanzado el Polo Norte y, por otra,
del inminente asalto de Scott al Polo Sur. Asistieron a la reunión algunos destacados navegantes
y exploradores. Scott estaba presente, pero ignoró con educación lo que los especialistas podían
decirle. Acabó llegando a la meseta Polar provisto de los criterios convencionales de la Marina,
que Bowers, un oficial convencional, seguía a pie juntillas.
El resultado fue el siguiente: cada jornada, hacia el mediodía, Bowers tomaba el punto de un ex
meridiano para la latitud y, por la noche, otro para la longitud. Ambos cálculos son muy pesados,
y llevan (en aquellos tiempos en que no había calculadoras de bolsillo) tal vez una hora de lentas
operaciones aritméticas; Bowers, según la descripción de Scott, solía estar «hecho un ovillo en su
saco [de dormir] [...] trabajando con las mediciones cuando los demás hacía tiempo que
dormían». Scott lo aprobaba, sin duda, lo consideraba un encomiable cumplimiento del deber.
No se planteó que, con el agotamiento provocado por el arrastre a pulso en grandes altitudes, el
descanso se hacía aún más necesario. En cualquier caso, se trataba de una pérdida de energía
poco inteligente, porque Bowers se devanaba los sesos por unos centenares de metros de
precisión inútil.
En grandes altitudes, la convergencia de los meridianos hace que el grado de longitud sea
pequeño. En lo alto del glaciar Axel Heiberg, los 86° de latitud sur, pongamos por caso,
representan sólo seis kilómetros, muy lejos de los noventa y seis del ecuador.
El seminario de Hinks concluyó que, por tanto, no era preciso determinar la longitud. Sí lo era
fijar el rumbo exacto hacia el sur, para lo que bastaban las observaciones—más sencillas—de
latitud y corrección total.
Amundsen vio el informe del seminario de Hinks en el Geographical Journal y tomó nota de las
indicaciones que Scott ignoró. Usó las observaciones del meridiano para la latitud, cuyo cálculo
se hace con toda facilidad en pocos minutos. Consideraba como una norma de seguridad
fundamental el ahorro de energía, tanto mental como física.
Amundsen razonó que, de todos modos, la determinación del Polo requeriría un método
complejo y que más le valía evitarse quebraderos de cabeza en el viaje, así que para la
navegación usó un sextante y no un teodolito, a diferencia de Scott, porque, si bien menos
exacto, era más fácil de manejar.
El único problema era que necesitaba un horizonte artificial, porque sólo en el mar se encuentra
uno natural liso y absolutamente plano, el que necesita el sextante. El horizonte artificial
consistía en una bandeja de mercurio que reflejaba la imagen del sol. En previsión de que el
mercurio se congelara, Amundsen también llevaba un horizonte artificial hecho de cristal
plateado, aplanado con una burbuja de alcohol. Por mor de la rapidez y la simplicidad, confiaba
en una conducción precisa y el cálculo a ojo.
Los trineómetros constituían uno de los escollos más preocupantes que los noruegos encontraron
en la estación pasada. A menudo los atascaba la nieve y había que dispensarles una constante
atención.
El trineómetro era vital para la navegación y había de funcionar perfectamente. El modelo de
Amundsen resultaba más fuerte y legible que el de Scott, porque el contador de revoluciones era
más grande y la rueda estaba mejor fijada. El eslabón flojo estaba en la transmisión desde la
rueda, que permitía el paso de la cinarra, la cual posee una capacidad increíble para penetrar
donde no debiera, como en el mecanismo del contador, y atascarlo como si de arena se tratara.
Lindstrom había trabajado durante todo el invierno en el perfeccionamiento del trineómetro hasta
conseguir un modelo a prueba de nieve en el que se podía confiar por completo en cualquier tipo
de clima.
Los trineómetros de Scott habían mostrado las mismas deficiencias que los de Amundsen. Pero
en su grupo no se tomó medida alguna. Partió hacia el Polo con los mismos instrumentos
defectuosos e imprecisos, constantemente atascados por la nieve y que se averiaban con facilidad
que había utilizado en el viaje de instalación de depósitos, lo que hace pensar en las bombas del
Terra Nova. A pesar de los abundantes y generosos consejos, pues, carecía de un método
solvente para anotar la marcha de cada día. Tampoco podía confiar mucho en la orientación,
debido a sus precarias brújulas de trineo y los problemas inherentes al arrastre a pulso.
De todo ello se sigue que Amundsen estaba preparado para la navegación con mal tiempo y Scott
no, y que no dependía tanto como éste de los cálculos astronómicos. Podía —y en efecto fue así
—pasar por alto un par de observaciones sin sufrir repercusiones negativas. Pero Bowers tenía
que tomarlas todas sin excepción a riesgo de apartarse mucho del rumbo correcto. Con todo, la
marcha británica fue irregular, con zigzags perceptibles que tal vez añadieran veinte o treinta
kilómetros al viaje, lo cual tendría efectos pésimos. Los elogios dedicados posteriormente a
Bowers por tomar más observaciones que Amundsen sobre la marcha en el fondo no hacían más
que glorificar, o tal vez encubrir, una enorme incompetencia. La navegación de Amundsen y
Scott refleja con fidelidad los respectivos márgenes de seguridad en el transporte y las
provisiones. Amundsen podía permitirse más errores.
Más importante aún, Amundsen sabía aprovechar al máximo su equipamiento. Toda su
experiencia, desde los primeros intentos titubeantes de atravesar Hardangervidda, le sirvió para
perfeccionar el funcionamiento de los instrumentos que le estaban conduciendo hacia el Polo.
Primero iba Helmer Hanssen con su trineo no magnético y la brújula estándar para determinar el
rumbo. No era una tarea fácil: debía conducir los perros, con la consiguiente vigilancia constante
para que ninguno aflojara el ritmo. Como iba delante, también tenía que abrir camino, lo que
exigía un cuidado y una energía adicionales; debía mantener los ojos permanentemente puestos
en el terreno para detectar cualquier irregularidad que pudiera hacer volcar el trineo. Y, además
de todo esto, debía estar atento a la brújula, cuya esfera agrietada y congelada recibía el impacto
continuo del incesante viento del sur. Ante él, para alentar a los perros y mantener un rumbo
recto, iba el primer hombre con esquís, en la última fase del viaje Amundsen y Hassel
alternativamente, quienes carecían de trineo propio.
La posición del primero, no era, en palabras de Amundsen,
envidiable. Es cierto que se ahorra todos los problemas con los perros, pero resulta
horriblemente desagradable estar solo y no ver nada. El único entretenimiento se lo dan las
llamadas que llegan del primer trineo: «Un poco a la derecha, un poco a la izquierda» [...]. No
es fácil ir recto en un terreno que no ofrece rasgos distintivos [...]. Un esquimal lo puede hacer,
pero no nosotros. Oscilamos de derecha a izquierda y viceversa y le damos al primer conductor
problemas constantes [y] al final se irrita y se acaba convenciendo de que el de delante,
desprevenido e inocente, oscila de esta manera para molestarle.
El 8 de diciembre, cerca del punto más meridional de Shackleton, Amundsen había hecho
guardar los instrumentos de navegación. Hacía cinco días que el tiempo impedía todo tipo de
cálculo, así que tenía que orientarse a ciegas, sólo con la brújula y el trineómetro. De repente
emergió «Su Gracia», como llamaba al sol, y vio que la observada latitud 88° 16' coincidía—la
diferencia era de menos de dos kilómetros— con el cálculo hecho a ojo, «una victoria
magnífica», como escribió, «tras medio grado. [160 kilómetros] de niebla espesa y cinarra [...]
así que ahora estamos listos para asaltar el Polo haga el tiempo que haga».
Pero, contra toda lógica, el tiempo fue espléndido, como si los dioses hubieran acabado por
comprender que era inútil seguir oponiéndose a estos hombres persistentes y a sus fieles perros, y
los hombres lo sabían. «Cuatro largos días más—escribió Bjaaland en su diario el 11 de
diciembre—y tendremos el Polo». El mismo día, Amundsen consignó que la altitud le estaba
minando las fuerzas: resultaba difícil trabajar, y un considerable esfuerzo respirar. Pero
comentaba lacónicamente: «Si ganamos, recuperaremos el aliento».
En el grupo no había ninguna depresión. La moral era alta. No necesitaban que se les
convenciera o engatusara, ni siquiera un jefe que se mantuviera Vigilante. Daban la sensación de
estar avanzando por el propio impulso, Amundsen convertido casi en un espectador que
contemplara el despliegue de sus planes, que dirigía sin que lo pareciera.
Fue asombroso como el tiempo se dispuso a favor de Amundsen, como si éste fuera el
protagonista de un drama: le había sonreído en el momento crítico de la Meseta, y le volvía a
sonreír en el desenlace. El 12 de diciembre estuvo tan falto de incidentes—sol brillante, cielo
despejado, veintisiete kilómetros completados en vez de los previstos veinticuatro—que
Amundsen sólo pudo anotar «terreno y marcha igualmente buenos».
Pero esto ocultaba, sin embargo, una creciente tensión y unos nervios cada vez más crispados.
Quedaban ochenta kilómetros. Amundsen podía decir casi la hora exacta en que llegarían y
descubrirían si habían ganado o perdido la carrera. La idea de Scott, la posibilidad de que le
ganara por la mano, le había obsesionado como una vivida pesadilla. El resultado tendría
repercusiones enormes. Quedar segundo sería no sólo un fracaso, sino una vergüenza. Habría
resultado fácil sucumbir al pánico y llevar a hombres y perros al agotamiento. Pero tuvo bastante
fortaleza para controlar sus emociones y mantener el ritmo a veintisiete kilómetros diarios, lo
que no parece mucho. Reprimió la tensión que lo atenazaba, pero el malestar afloró y se
comunicó a los demás.
No era una lucha, sino una carrera. Bjaaland, como mínimo, se negó a dejarse impresionar por
nada, y aún menos por el gran casquete antártico. Para él no había diferencia alguna entre vencer
a Scott y adelantar a una tortuga en el camino de Holmenkollen a Chamonix.
No le parecía más que una carrera de esquí. Lo que le molestaba de verdad era que esquiadores
evidentemente inferiores a él, pongamos Helmer Hanssen, fueran por delante. Se debía a los
perros: Bjaaland estaba convencido de que le habían enganchado los peores animales, pero no
tenía razón; la causa era su poca pericia para conducirlos. En cualquier caso, era una indignación
productiva, y ya se sabe que la indignación impide el lamento.
Desde los 86° en adelante, Scott apareció en muchas conversaciones. Wisting y Hassel, los más
flemáticos del grupo de Amundsen, daban indicios de estar inquietos. Todos atisbaban el
horizonte con pavor no formulado. Incluso los perros parecían percibir que algo pasaba:
mostraban un interés desacostumbrado por el horizonte del sur y estiraban el cuello para observar
y detectar cualquier olor.
—¿Veis aquello negro de allí?—gritó Hassel con nerviosismo el día 13, cuando acampaban.
Todos lo vieron.
—¿Será Scott?—exclamó alguien.
Bjaaland salió disparado para investigarlo. No tuvo que llegar muy lejos.
—Un espejismo—informó escuetamente—, zurullos de perro.
La latitud era de 89o 30'. Habían cubierto los veintisiete kilómetros sin mayor esfuerzo.
La marcha era de las mejores: corteza de nieve dura que trineos y esquís rozaban con una
familiar melodía sensual. «Nuestro mejor día en lo alto», escribió Amundsen, «calma casi todo el
día, con un sol ardiente».
La tensión de Amundsen derivó en una acentuado declive. Al acercarse el final de aquella larga
carrera que había empezado veintiocho mil kilómetros atrás, en el fiordo de delante de su casa,
parecía darse cuenta de que la victoria estaba a su alcance, lo que no era una sensación del todo
agradable. Se gane o se pierda, el final de cualquier carrera es siempre agridulce.
Al día siguiente, la vigilia de la llegada, hubo que azotar a los perros casi por primera vez (la
excepción la constituía el intento de Bjaaland de adelantar a Hanssen) desde el glaciar del
Diablo. No era culpa del terreno. El 12 de diciembre, a 89° 15' de latitud, tras alcanzar una
altitud de tres mil ciento cincuenta metros, había comenzado a disminuir el ritmo
sistemáticamente, y desde la cumbre lo seguían bajando. Tal vez se debiera, en palabras de
Bjaaland, a que
Los perros tienen tanta hambre que se comen su propia mierda, y si pueden se comerán las
fijaciones de los esquís y clavarán el diente en la madera.
Tal vez el tiempo tuviera algo que ver. El cielo se encapotó y por la tarde cayeron cristales
congelados. Acaso los perros notaran una tensión insólita en sus amos.
Aquella noche instalaron el campamento a 89o 45': a exactamente veintisiete kilómetros del Polo.
Bjaaland no temió expresar sus emociones:
Ahora podemos echarnos y mirar hacia el Polo [escribió en su diario], y oigo los crujidos del
eje, pero mañana estará engrasado. Hay mucha inquietud. ¿Veremos la bandera inglesa? Dios
se apiade de nosotros, no lo creo.
El 15 de diciembre, viernes, amaneció—si se puede hablar de amanecer cuando el sol gira
encima en lo alto—brillante y despejado. Acabaron de desayunar, empaquetaron la carga algo
más deprisa de lo habitual y emprendieron los últimos kilómetros. La marcha fue irregular: a
veces buena, a veces lenta, en espacios de nieve suelta. Tenían los ojos abiertos de par en par,
escrutaban lo que había delante, fingiendo de cara a los demás, pero no a sí mismos, no estar
nerviosos o preocupados: ¿y qué si resultaba que les recibía la bandera británica? Pero, a pesar
de la intensidad del escrutinio, no veían nada salvo la nieve ilimitada, ininterrumpida.
Helmer Hanssen iba delante, como de costumbre; era el mejor conductor de perros y el mejor
navegante. Cuando quedaban unos catorce kilómetros, requirió a Amundsen para que pasara a
encabezar el grupo.
—¿Por qué?—preguntó Amundsen.
—Porque—replicó Hanssen con lentitud—no puedo hacer correr a los perros si nadie va delante.
Era mentira: los perros iban tan lanzados que hacían saltar la nieve, no necesitaban un guía. Pero
Hanssen no quería ser el primero en llegar al Polo; este honor le correspondía a Amundsen. Y
Amundsen se puso delante. Seguía el primero cuando los conductores de perros, que a lo largo
de los últimos kilómetros habían prestado gran atención a los trineo-metros, gritaron a coro:
«¡Alto!». Eran las tres de la tarde.
El viaje había acabado: estaban en el Polo.
Y ahora [escribió Bjaaland en su diario] hemos alcanzado la meta de nuestros sueños, y lo
grande es que somos los primeros hombres que llegan aquí, no ondea ninguna bandera inglesa,
sino una tricolor noruega. Hemos comido y bebido tanto como hemos podido; filete de foca, y
galletas y pemicán y chocolate.
Sí, si supieras, madre, y tú Susana y T. y Svein y Helga y Hans, que estoy aquí sentado, en el
Polo Sur, escribiendo, lo celebraríais por mí. Todo está tan liso como el lago de Morgedal y se
esquía bien.
Helmer Hanssen, por su parte, no tenía en aquel momento sensación de victoria.
Quedé aliviado al saber que ya no tendría que agachar la cabeza para mirar las brújulas con
aquel viento cortante que nos castigó constantemente cuando íbamos al sur, y que a partir de
entonces tendríamos detrás.
¿Y Amundsen? «Así que llegamos y pudimos plantar nuestra bandera en el Polo Geográfico
sur», escribió, «¡gracias a Dios!».
Y nada más.
Scott estaba a seiscientos cincuenta kilómetros, abriéndose paso a duras penas por el glaciar
Beardmore.
Por la noche, Tryggve Gran, que dormía con Debenham y Taylor en las montañas Occidentales,
se despertó sobresaltado. «Soñé que recibía un telegrama», escribió en su diario, «¡Amundsen
llegó al Polo entre el 15 y el 20 de diciembre!». [45]
No puedo decir—aunque sé que tendría un efecto mucho mayor— que cumpliera el objetivo de
mi vida [escribió Amundsen después]. Sería una deformación demasiado burda. Mejor que sea
sincero y diga sin ambages que ningún ser humano ha estado tan diametralmente alejado de la
meta de sus sueños como yo en aquella ocasión. Las regiones que circundan al Polo Norte—oh,
el diablo se lo lleve—, el Polo Norte me ha atraído desde la infancia, y de repente me hallaba en
el Polo Sur. ¿Puede concebirse algo más retorcido?
Amundsen había aprendido lo que el duque de Wellington apuntó en el momento de la victoria al
escribir que «Nada salvo una batalla perdida puede ser la mitad de melancólico que una batalla
ganada». Así fue, pues, la conquista del Polo Sur: una fiesta apagada, algo paradójico, con una
distancia clásica, casi una decepción. Fue la antítesis, tal vez deliberada, de lo que hiciera Peary
en el otro extremo del mundo dos años y medio antes: «Por fin el Polo. La recompensa a tres
siglos. Mi sueño y objetivo de veinte años. ¡Por fin mío!».
Al gritar «¡Alto!» los navegantes, habiendo llegado los noruegos tan cerca de aquel punto tan
anhelado como de momento podían determinar, sucedió lo siguiente: sin pronunciar palabra,
todos se estrecharon la mano. A continuación, Amundsen sacó la bandera noruega, que había
estado atada a un par de bastones de esquí amarrados la noche anterior. Pero, como escribió,
Había decidido que todos participaríamos en aquel acontecimiento histórico: el acto de plantar
la bandera. No era privilegio de un solo hombre, era privilegio de todos los que habían
arriesgado sus vidas en la lucha y se habían mantenido unidos en los buenos y malos momentos.
Era el único modo que tenía de mostrar a mis compañeros mi gratitud en aquel lugar desolado y
lúgubre. [...] Cinco puños curtidos y congelados agarraron el palo, levantaron la bandera
ondeante y la plantaron al unísono, la primera en el Polo Sur geográfico.
Cuando la improvisada asta de la bandera entró en la nieve, Amundsen pronunció estas palabras:
«Así te plantamos, bandera querida, en el Polo Sur, y damos a la llanura donde reposas el
nombre de meseta de Rey Haakon VII».
Acto seguido, Amundsen tomó una fotografía de la escena. Bjaaland, que llevaba una cámara
instantánea como parte de sus instrumentos personales, también hizo algunas fotografías. Y
menos mal, porque resultó que la cámara de Amundsen se estropeó y sólo pudieron aprovechar
las fotografías de Bjaaland. Y así, la conquista quedó registrada con instantáneas.
Las figuras de cuatro noruegos de apariencia esquimal están erguidas, luciendo el anorak de
modelo netsilik, bajo la bandera noruega que ondea en la brisa, al lado de unos esquís y un perro
(no olvidaron al perro). Carece de estilo, pero resume con claridad todos los detalles. La
tradición prehistórica de los esquimales había conducido a los noruegos con seguridad y holgura
hasta el objetivo.
Bjaaland y Amundsen cerraron y guardaron las cámaras. Como observó Amundsen
posteriormente con el curioso estilo plano que reservaba para las ocasiones señaladas, aquel
momento, por breve que fuera, sería
Sin duda recordado por todos los presentes. En aquellas regiones no se tarda en perder el
hábito de las ceremonias prolongadas: cuanto más cortas mejor.
Emprendimos de inmediato las tareas cotidianas.
En primer lugar, Helmer Hanssen cumplió con el amargo deber de matar a su mejor perro,
Helge. Pobre Helge, había tirado con toda fidelidad y sin quejarse, y Hanssen lo quería. Pero
estaba agotado. Una semana antes se había derrumbado y desde entonces se dejaba arrastrar en
su arnés, ya no prestaba ningún servicio. Era un amigo valiente y leal que Hanssen había
insistido en llevar al Polo.
Tras la ceremonia de la bandera, Helge fue muerto, descuartizado e inmediatamente devorado
por sus poco sentimentales compañeros, a los que la ración diaria de medio kilo de pemicán por
cabeza no había saciado el hambre. Quedaban dieciséis perros, que fueron redistribuidos en dos
equipos; Bjaaland cedió los suyos y abandonó el trineo, quedando Wisting y Hanssen como los
últimos dos conductores. «Gracias a Dios, me he librado del ajetreo y preocupación de los
perros», fue el comentario posterior de Bjaaland. De entonces en adelante, con inmenso alivio,
pudo limitarse a esquiar.
«Naturalmente, no estamos en el punto exacto llamado 90°—escribió Amundsen—pero tras
todas las excelentes observaciones que hemos hecho y los cálculos a ojo, debemos de estar muy
cerca».
A continuación se dispuso a determinar con exactitud la posición del Polo. Lo hizo con una
meticulosidad que sorprendió a sus compañeros. «Pero—dice Helmer Hanssen—el Jefe lo quería
así, y así lo hicimos». Amundsen creía que con los instrumentos de que disponía no era posible
determinar el Polo con un margen de error inferior a los dos kilómetros. Preveía los reparos que
encontraría a la vuelta, y tenía que demostrar de modo irrebatible que había alcanzado el
objetivo.
El día posterior a la llegada fue, como anotó, «extremadamente agitado». Los Polos son un
mundo de espejos: una ilustración gráfica de que el ideal significa por fuerza una reducción al
absurdo. Las ideas usuales desaparecen. Hay una sola dirección: en el Polo Norte, el sur; en el
Polo Sur, el norte. Los meridianos convergen en un punto de fuga, así que la longitud no cuenta
y hay que ceñirse a la latitud. Determinar la posición de este lugar extraño es un ejercicio único y
arduo.
En la zona inmediatamente contigua al Polo, la trayectoria circular del sol es tan plana que
resulta difícil detectar su cénit, y los mediodías se unen en torno al horizonte. No sirven las
contrastadas observaciones de mediodía de latitudes inferiores. Se requiere una serie continua de
altitudes del sol, preferiblemente a lo largo de una revolución completa de la tierra, en toda la
extensión del horizonte.
Tras dormir unas pocas horas, Amundsen levantó el campo a medianoche para efectuar las
primeras observaciones.
Se despertaron, escribió Bjaaland, «con un tiempo espléndidamente soleado, y los observadores
recorrían hasta el último centímetro con sus instrumentos para decidir dónde está el punto».
Sorprende hasta qué extremo el tiempo se volvió a disponer a favor de Amundsen. La brisa
amainó, el aire era límpido y el sol procedió a brillar sin interrupción hasta que la tarea estuviera
cumplida. Amundsen no podía pedir más, y su explicación es diametralmente opuesta a la
multitud de sagas polares heroicas que exhiben rigores y penalidades. «Los perros estaban
tendidos al calor del sol—escribió un día—disfrutando de la vida a pesar de la escasez de
comida».
La primera observación indicó que el campamento estaba a unos siete kilómetros del Polo
exacto. A falta de más cálculos, desconocían la dirección.
Al determinarse la posición, Amundsen estaba a punto de destacar a tres de sus compañeros a
«acotar» el Polo y asegurar que el grupo pisara el área en que se encontraba. Bjaaland, uno de los
tres, quería salir de inmediato para no tener que depender del tiempo. Amundsen se mostró de
acuerdo. A las 2.20 de la mañana, después de un abundante desayuno a base de chocolate
caliente y galletas, Bjaaland, Wisting y Hassel salieron con la instrucción de cubrir dieciocho
kilómetros por cabeza. Cada uno iba por su cuenta, sin brújula porque las de los trineos eran
demasiado pesadas. El único alimento que llevaban consistía en treinta galletas: ni siquiera
suficiente para un día.
Aquella marcha [escribiría Amundsen con posterioridad] no careció por completo de peligro.
[...] En aquella llanura ilimitada, nuestra tienda, que no estaba señalizada de ningún modo,
admitía una comparación con la proverbial aguja del pajar. [...] Al salir contaban con el sol
para orientarse. [...] Si oscurecía, podrían guiarse por su propio rastro. Pero en aquella región
es peligroso depender de los rastros. Uno, dos, tres y toda la meseta se arremolina en una
ventisca, y los rastros quedan borrados con la misma rapidez con que se han abierto. Con los
súbitos cambios que habíamos experimentado, no era imposible. No cabe ninguna duda de que
[...] aquella mañana los tres arriesgaron la vida. Y lo sabían muy bien.
Pero no se les pedía que arriesgaran la vida por un ejercicio académico, sino para evitar que su
esfuerzo resultara inútil. Después de Cook y Peary y las murmuraciones contra Shackleton, los
exploradores del Polo no podían seguir confiando en que se aceptara su mera palabra. Amundsen
sabía que el engaño con que había iniciado su viaje al sur le exponía particularmente a la duda y
la suspicacia. Con el testimonio de su rival tenía una prueba conclusiva llovida del cielo.
Bjaaland, Wistíng y Hassel salían a impedir las calumnias de sus críticos mediante la colocación
de señales que Scott no podía dejar de ver.
La señal era un patín de trineo sobrante, una fuerte tira de madera de cuatro metros de longitud a
un extremo de la cual se ató una bandera negra y una pequeña bolsa que contenía una nota para
Scott, con la dirección y distancia del campamento. Cada uno de los hombres llevaba uno de
estos incómodos objetos a la espalda y, tras cubrir los dieciocho kilómetros—en el tiempo
previsto—lo clavó firmemente en la nieve.
El tiempo—naturalmente—les acompañó, y los tres esquiadores reaparecieron en el horizonte de
Amundsen casi de manera simultánea, unas seis horas más tarde de lo esperado, y llegaron a la
tienda a las diez de la mañana. «En ninguna parte se ve bandera inglesa», anotó Bjaaland, y se
metió con gratitud en el saco de dormir tras haber cubierto sesenta y tres kilómetros en
veinticuatro horas, habiendo dormido muy poco, lo que por encima de los tres mil metros es toda
una hazaña.
Entre tanto, Amundsen y Helmer Hanssen habían tomado abundantes altitudes del sol.
Amundsen tenía intención de llevar, en aras de la exactitud, un teodolito sólo para las
observaciones del Polo. Pero los dos que tenía habían resultado dañados, así que tuvo que
arreglárselas con un sextante. Era una operación fastidiosa: había que focalizar el horizonte
artificial en un incómodo ángulo descendente y hacer que la imagen directa del sol y su reflejo
coincidieran exactamente.
Es interesante ver cómo el sol avanza por los cielos en, por así decirlo, la misma altitud día y
noche [consignó Amundsen]. Creo que de alguna manera somos los primeros en ver esta
curiosa visión.
Es una reflexión tácita sobre las afirmaciones de Cook y Peary de haber alcanzado el Polo Norte,
el único indicio registrado de que en el fondo no creía a ninguno de los dos. Lo conmovedor de
la anotación es que se hubiera tomado tantas molestias por alcanzar el Polo «equivocado»,
mientras el otro seguía en realidad por conquistar.
Amundsen no encontró su posición hasta última hora de la tarde del día 16. Para su sorpresa,
descubrió que se encontraba en el meridiano 123 de longitud este y no en el 168 de longitud
oeste, el que había seguido en la meseta, lo que suponía un giro de 69 o al oeste. Sin embargo, en
esta latitud, un grado de longitud equivale a sólo doscientos metros y no a los ciento ocho
kilómetros del Ecuador, así que no se habían apartado de su camino más que doce kilómetros.
Los cálculos finales los situaron a diez kilómetros del Polo, y por tanto dentro del «coto»
delimitado por Bjaaland, Hassel y Wisting.
Mientras, por segunda vez en pocos días, Amundsen había revisado las provisiones. Vio que la
comida de los hombres daba para otros dieciocho días, y la de los perros para diez. Suponiendo
que encontraran viento contrario y mal tiempo, estaban, según el ritmo que habían mantenido
hasta entonces, a seis días de viaje del primer depósito en el camino de vuelta, situado en los 88°
35'. Andaba sobrado de petróleo: todavía no era pleno verano y el tiempo se presentaba apacible.
Decidió que contaba con garantías suficientes para hacer una segunda ronda de observaciones en
el Polo recién descubierto y confirmar la marca.
Levantó el campamento a primera hora de la mañana del 17 de diciembre. Enjaezaron los perros
y alinearon los trineos en el meridiano.
Todos consideraban un honor encabezar la procesión hacia el Polo. Amundsen la cedió a
Bjaaland, como muestra de respeto por un gran esquiador y como elogio a los hombres de
Telemark, pioneros en el esquí. Eran ellos, creía Amundsen, quienes habían propiciado su
victoria; sin esquís no hubiera conseguido nada. A Bjaaland, en tanto que único representante de
Telemark del grupo, le correspondía llegar el primero al Polo. La aclamación de los demás
demostró su acuerdo.
—Gracias—dijo Bjaaland con serenidad al ordenarle Amundsen que se colocara delante—. Los
chicos de Morgedal estarán agradecidos. Será divertido acabar esta carrera.
Tenía que avanzar en línea recta, porque para llegar al Polo había que seguir con exactitud la ruta
calculada. Amundsen se colocó el último para controlar la dirección. Fue, dijo, «un gran placer
ver a Bj. manteniendo la dirección. Avanzaba como siguiendo una ruta señalizada con
banderas».
A las once de la mañana, Bjaaland, por así decirlo, superó el último poste, seguido por Hassel y
el primer perro de Helmer Hanssen, por este orden.
Así que el primer hombre que pisó el Polo no era exactamente un explorador, sino un campeón y
un pionero del esquí moderno. Para Amundsen no dejaba de ser adecuado: la conquista del Polo,
como él mismo había dicho, era una «proeza deportiva», con lo que resultaba muy apropiado que
el honor final recayera en un deportista. Igualmente apropiado era que la tercera criatura en
hollar el Polo Sur geográfico fuera un perro de trineo: un perro esquimal de Groenlandia.
Amundsen acampó y se dispuso a hacer las últimas observaciones. Construyeron dos sólidos
pedestales de nieve: uno para sostener el horizonte artificial, el otro para dejar el sextante cuando
no lo utilizaran. Desde media mañana, se tomaron observaciones a lo largo de veinticuatro horas.
Los cuatro navegantes, Amundsen, Wisting, Helmer Hanssen y Hassel, compartieron las
lecturas, interpretándolas en grupos de dos, guardia tras guardia, en turnos de seis horas. Todos
refrendaron los libros de navegación de los demás. Era otra reprimenda implícita a Cook y Peary,
que sólo contaban con su palabra para demostrar que habían estado en el Polo.
Como recuerdo del Polo, grabaron, o mejor dicho rascaron, la fecha y el lugar en relojes,
cuchillos y varios objetos pequeños durante los intervalos entre las observaciones.
Aquella noche, en la tienda, tras los acostumbrados pemicán y galletas, Bjaaland pidió silencio y
pronunció un breve discurso en honor de aquel día, expresado según el estilo solemne de la
oración posterior a la cena instituida como costumbre en la sociedad noruega. Al finalizar el
parlamento, Bjaaland sacó una caja de cigarros y la pasó a lo demás, como si no se tratara más
que de un acto hogareño. A continuación ofreció la caja y los cigarros que quedaban a
Amundsen, con gesto ceremonial, con una leve reverencia que logró revestir de dignidad, aunque
sentado en cuclillas, y le dijo con su lenguaje florido:
—Y le hago entrega de esto en memoria del Polo.
Amundsen quedó muy emocionado. Bjaaland no fumaba, y si había transportado los cigarros (un
regalo de Navidad) desde Framheim era para complacer a sus compañeros. Había convertido el
eterno pemicán en un banquete.
Aquel día habían constatado que todavía estaban a unos cuatro kilómetros del Polo. Bjaaland y
Helmer Hanssen fueron destacados a unos siete kilómetros en la dirección indicada para
señalizar el punto con gallardetes.
Hoy ha sido un día tan claro [escribió Amundsen hacia la medianoche del 17] que hemos
podido ver los alrededores hasta una distancia de kilómetros. Hemos hecho un abundante uso
de los telescopios para detectar algún signo de vida donde fuera, pero ha sido en vano.
Definitivamente, somos los primeros en llegar aquí.
Para acabar de confirmar la localización del Polo, Amundsen «acotó» los «pocos minutos de
arco que faltaban», como escribió, colocando gallardetes a lo largo de unos pocos kilómetros en
todas las direcciones, en la tercera vez que cubría el Polo. «Hemos hecho cuanto estaba en
nuestra mano», anotó. «Creo que nuestras observaciones serán de gran interés para los expertos».
Al examinarse finalmente las observaciones se confirmó que el campamento del Polo—Pollheim
como lo llamara Amundsen ('El hogar del Polo')—quedaba a menos de dos mil doscientos
metros del punto matemático y que éste había sido determinado con sólo ciento ochenta metros
de error. Fue un reconocimiento a la buena preparación de los hombres que manejaron el
sextante, que no es un instrumento que favorezca la precisión exacta.
Concluyeron las tareas a mediodía del 18 y se dispusieron a partir por la noche «hacia nuestro
hogar de la Barrera», a decir de Bjaaland. «Gracias sean dadas a Dios».
Para señalizar Pollheim, Amundsen levantó su ya innecesaria tienda de repuesto, el modelo
ligero y aerodinámico diseñado por el Dr. Cook en el Bélgica y fabricado por Ronne en el Fram
cuando avanzaba entre bandazos hacia el Atlántico sur. En aquel momento encontró la primera
felicitación, en forma de dos etiquetas de cuero negro que encontraron cosidas a la tienda. Una
rezaba: «Buen viaje», la otra «Bienvenidos a los 90°», ambas firmadas por Ronne y Beck, el
práctico para el hielo del Fram.
Clavaron la tienda firmemente y en lo alto ataron una larga caña de bambú con la bandera
noruega y un gallardete del Fram, tela roja y blanca que Helland-Hansen había diseñado para que
ondeara en el Polo, ya que, por supuesto, había que reconocerle al barco el mérito que le
correspondía.
Dentro de la tienda, Amundsen dejó la parte del equipamiento que no necesitaban y una carta
para el rey Haakon:
Su Majestad [rezaba]. Hemos determinado el extremo más meridional de la gran «Barrera de
Hielo de Ross» al tiempo que el punto de unión de Tierra de Victoria y Tierra de Eduardo VII en
el mismo lugar. Hemos descubierto una montaña majestuosa que alcanza los 6.600 metros a.s.l.
que me he tomado la libertad de llamar—con su beneplácito, espero—«cordillera de la Reina
Maud». Vimos que la gran meseta interior [...] comenzaba a descender ligeramente desde los
89o [...] Hemos llamado a esta llanura levemente inclinada en que hemos podido determinar la
posición del Polo Sur geográfico—espero que con el beneplácito de Su Majestad—«meseta del
Rey Haakon VII».
La nota consignaba de modo sucinto los descubrimientos de los noruegos. La metieron en un
sobre junto con una carta que la recubría, dirigida a Scott, quien, según observó Amundsen,
«Supongo que será el primero que visitará el lugar después de nosotros».
«La vuelta a casa era muy larga—escribió Amundsen—y mucho lo que podía arrebatarnos la
posibilidad de informar nosotros mismos de nuestro viaje».
A las siete y media de la noche, a los tres días y cinco horas de su llegada, Amundsen y sus
hombres se colocaron los esquís, se encararon hacia el norte y emprendieron el regreso. Lo
último que hicieron antes de partir fue cerrar la tienda y saludar la bandera noruega que ondeaba
en la punta.
«Y así, adiós, Polo estimado», Amundsen escribió en su diario, «No creo que volvamos a
vernos».
Salimos con las condiciones climatológicas más espléndidas que cabía esperar [anotó
Bjaaland]. Diecinueve grados bajo cero [C] en el Polo han de considerarse buen tiempo. Los
perros, pobres diablos, no han comido demasiado en el Polo, pero están rápidos y animados.
Mientras sus amos se dedicaban a las ceremonias de despedida, los perros corrían arriba y abajo,
frenéticos e impacientes, y cuando por fin se les ordenó partir se lanzaron como velocistas que
oyeran el disparo del juez de salida. Sabían que regresaban a la base y que había comida a la
vista.
También Amundsen se moría de impaciencia. Scott, le dijo a Helmer Hanssen, «llegará en un día
o dos. O no conozco a los británicos, o no tirarán la toalla después de todo el esfuerzo».
La pugna distaba de estar ganada. A Amundsen le quedaba todavía volver el primero con la
noticia, ya que si Scott se le anticipaba en la oficina de telégrafos difuminaría su victoria. La
prioridad de la conquista no era nada sin la prioridad en la prensa. La primicia constituía la mitad
del premio; en realidad, en cierto sentido, era el mismo premio.
Amundsen no tenía manera de saber que Scott se encontraba a más de quinientos kilómetros y
más de un mes de distancia. No se le ocurrió en ningún momento que alguien en plenitud de sus
facultades optara por propia iniciativa por arrastrar a pulso. El retorno a Framheim sería una
carrera larga y dura.
Con rumbo al norte, Amundsen decidió viajar de noche a fin de tener el sol a la espalda y evitar
que la nieve les deslumbrara (otro detalle que escapó a Scott). Bjaaland, el esquiador más rápido
del grupo, se colocó el primero en el regreso. «1.200 kilómetros serán bastante difíciles—
observó al sopesar el trayecto que le esperaba—pero lo conseguiré».
Antes que nada, volvió al campamento del Polo original para retomar el camino de la ida, y a
continuación guió al grupo a lo largo de veintisiete kilómetros hasta el primer campamento
previsto para el retorno. En éste, como medida de precaución especial, Amundsen plantó otra
bandera negra para avisar a Scott. Estaba cerca del meridiano 180, y por tanto aproximadamente
en la ruta de los británicos desde Beardmore. Era probable que Scott la viera, mientras que el mal
tiempo le podía ocultar la otra.
Amundsen advirtió muchos signos favorables en el inicio del regreso. El incesante viento del sur
venía de atrás. Durante la estancia en el Polo, el viento y el sol habían pulido la superficie de la
nieve hasta convertirla en una corteza rápida y cristalina, no lo demasiado blanda como para
impedir el buen apoyo de los perros. El desplazamiento en esquí, como se registró repetidamente
en los diarios, era «espléndido» y
En Bjaaland [por citar a Amundsen] tenemos un guía de primera. Ve como nadie y avanza como
nadie. Por eso ha sabido seguir el rastro que dejamos en el viaje de ida [...] aunque está muy
desdibujado.
Al llegar a la civilización las primeras noticias de Amundsen y Scott, un diario noruego hizo
hincapié en que
Amundsen [...] da la impresión de que todo fue relativamente sencillo [en tanto que] Scott
menciona y subraya el «esfuerzo inhumano» [...] «los peligros tremendos» [...] «la excepcional
mala suerte» y el «tiempo insatisfactorio» tanto en la helada como en el deshielo.
Es un comentario justo. Scott quería ser un héroe; Amundsen, sólo llegar al Polo. Scott, con su
tendencia a exagerar sus hechos, actuaba para la galería; Amundsen pensaba en la tarea que tenía
entre manos, no en un posible público.
Los noruegos, incluso en el supuesto de que hubieran andado tras los ditirambos convencionales,
difícilmente habrían dado con un pretexto convincente. El viaje se había llevado a cabo con un
ritmo preciso y una regularidad poco espectacular. Comían, dormían y cubrían los veintisiete
kilómetros diarios. Su principal diversión consistía en las prisas de Bjaaland por mantenerse por
delante de los perros de Helmer Hanssen (Bjaaland no tenía ningún deseo de que un perro lo
mordiera). Se lamentaba de los ocho kilómetros por hora que podía mantener entonces de media,
cuando cuatro años antes, en la carrera de cincuenta kilómetros de Holmenkollen, podía
mantenerse por encima de los doce. Era por lo menos el doble de la velocidad de Scott, y, a tres
mil metros, una marca muy considerable. Como Bjaaland reconoció en privado, «Daría lo que
fuera por estar en la Barrera, aquí es demasiado difícil respirar y las noches son largas como una
mala cosa».
Pasaban hasta dieciséis horas en los sacos de dormir, conforme al plan de Amundsen. No
permitía rebasar los veintisiete kilómetros diarios e imponía mucho tiempo de reposo. Lo
consideraba necesario en aquella altitud; a casi cualquier precio, quería evitar el agotamiento de
hombres y perros. Necesitaba todos sus recursos físicos y mentales para el descenso de la
meseta. Una vez en la Barrera, podía empezar el esprint.
Nadie que viera al grupo creería que hubiera estado expuesto al clima más riguroso del mundo
durante dos meses completos. Bjaaland, abriendo la marcha, parecía un esquiador en el último
tramo de una carrera, del todo acostumbrado a la pista, y no un explorador al final de un gran
viaje. Se deslizaba sobre la corteza pulida con el movimiento en apariencia relajado de los dos
bastones: se impulsaba, apoyado en los bastones, y se lanzaba adelante como llevado por la
suave fuerza de un muelle, kilómetro tras kilómetro.
El sesgo dramático lo aportaron los perros. De los cincuenta y dos del principio quedaban
dieciséis, que había que conducir hasta los 86° S para que se cumplieran los planes de
Amundsen. A los dos días de salir del Polo murió el primer perro, Lasse, el favorito del jefe. Se
derrumbó, agotado por el esfuerzo. Al día siguiente fue Per, uno de los mejores animales de
Wisting, después Mancha Negra.
De inmediato se repartió el cuerpo de los tres entre los demás perros, que los devoraron hasta los
huesos, con lo que los trece que quedaban recuperaron la forma y transmitieron a los hombres la
seguridad de que aguantarían el viaje. La dieta de pemicán no parecía adecuada por sí sola. Para
conservar la fuerza necesitaban carne fresca de vez en cuando. [46]
El 21 de diciembre, ya convencido de que avanzaban según el ritmo previsto, Amundsen
aumentó la ración diaria de pemicán de trescientos cincuenta gramos a cuatrocientos por hombre.
«Dios se lo pague», escribió Bjaaland con una alegría generalizada en el grupo. «Estoy tan lleno
y satisfecho que no lo puedo expresar con palabras».
Llegaron al primer depósito del regreso, en los 88° 25', según estaba planeado, el día de Navidad.
Ello causó gran alivio, porque, debido a la exaltación que habían sentido en el Polo, habían
consumido demasiado chocolate, que desde entonces había escaseado. Siendo su única fuente de
azúcar, la carencia provocó diversos problemas: la falta de materia dulce en la nieve puede
resultar muy grave.
Estaban a ocho días del próximo depósito, en los 86° 15', a doscientos treinta y cuatro
kilómetros, lo que constituía el mayor intervalo de toda la ruta; Amundsen contaba con raciones
de hombres y perros para doce días, además de una provisión de pemicán.
Así que estamos [escribió] bien provistos. [Por tanto] voy a guardar una muestra de todos los
alimentos que hemos llevado al Polo. Probablemente, los proveedores lo agradecerán.
No habían empaquetado ningún alimento especial para Navidad. Wisting recogió migajas de
galleta, que, con un poco de leche en polvo, dio un mejunje que recordaba algo a las
tradicionales gachas de arroz noruegas. Estas, ayudadas por el rugido de la Primus—que por una
vez se usaron para generar calor—y el aroma de los cigarros de Bjaaland, crearon en la tienda
una atmósfera festiva y nostálgica.
Ahora encendéis las velas en casa [Amundsen escribió en su diario]. También nosotros lo
vivimos [el espíritu], aunque media una gran distancia. Pero esperad un poco: no pasará mucho
tiempo antes de que estemos juntos de nuevo, y será con la victoria en nuestras manos.
Habían llegado a ciento ochenta kilómetros, y quedaban algo más de mil para el Framheim.
«Una cuesta larga y dura», en palabras de Bjaaland. «Oh, amigos que estáis en casa, no tenéis
motivo para envidiarme todavía».
Afrontaban la travesía de las montañas de la costa. El tiempo, al menos, continuaba apacible.
«Sol abrasador a nuestras espaldas», escribió Amundsen el día en que la tierra apareció ante su
vista. «Pista estupenda en que los perros se sienten de maravilla, [y] parece verdaderamente que
están engordando».
El 29 de diciembre llegaron a lo alto de la Meseta y empezaron a descender paulatinamente hacia
la costa. La pista seguía siendo rápida: una superficie pulida y helada pespunteada de sastrugi
afilado en que, en palabras de Amundsen, «Avanzábamos con la velocidad del rayo». El sastrugi
creaba algo así como un slalom, pero Bjaaland, que había ido más deprisa— en terreno peor,
mantuvo el ritmo de siempre, abriendo el grupo. A decir de Amundsen, él y Hassel, que no
estaban a la altura de Bjaaland como esquiadores, «tuvimos que esforzarnos mucho para
mantener la velocidad con los trineos. Los conductores se apoyan en los trineos, son arrastrados
sobre los esquís y viven días idílicos».
A Bjaaland, esquiar en aquellas condiciones le parecía
tan fácil como quepa esperar [pero] ojalá me eximieran de ir delante de los perros de Helmer
[Hanssen]. Cuando pensaba que estaban muy rezagados, me los encontré alargando el hocico
justo detrás de mí.
Helmer Hanssen le perseguía para divertirse. Wisting montó una vela en su trineo, y sus perros
galopaban tras Hanssen, aullando y ladrando con sumo placer.
El 29 de diciembre Amundsen volvió a aumentar la ración de pemicán, esta vez a 450 gramos, lo
que significaba que los noruegos consumían aproximadamente la cantidad de comida que
necesitaban. Por fin estaban satisfechos, incluso Bjaaland, que el día anterior había pedido más,
con cierta ingenuidad, y había obtenido una ración suplementaria. Como primero de la marcha,
se consideraba legitimado a un pequeño extra.
«Querido diario—escribió Bjaaland el día de Año Nuevo de 1912, con la tranquilidad de tener el
estómago lleno—¿no ha sido el primer día del Año Nuevo agradable y fácil? El mejor día de
todos». Fue el momento en que las dos expediciones estuvieron más cerca, apenas separadas por
ciento ochenta kilómetros. Scott salía por entonces del glaciar Beardmore, todavía en el viaje de
ida; Amundsen se aproximaba al momento más difícil de la vuelta: el descenso desde la Meseta
hasta la Barrera.
Amundsen deshacía el camino hacia el glaciar Axel Heiberg, la única ruta que conocía; tenía que
encontrar el camino a través de los intrincados flujos y arrecifes de hielo de las montañas de la
costa con la mera ayuda de las observaciones que había hecho él mismo. Pero como en la ida
hubiera ventisca y niebla, veía en aquellos momentos por primera vez el paisaje, desde el sur.
Reconocer montañas desde un ángulo nuevo y a una luz cambiante es sumamente difícil, y aún
más si se trata de las formas erosionadas y poco definidas de esta región. Cuando Amundsen
avistó tierra el 27 de diciembre, creyó haber descubierto algo nuevo cuando en realidad estaba
viendo las montañas que había encontrado en el viaje de ida. [47] Tardó días en darse cuenta del
error. El sol y el aire cristalino espejeantes confundieron la distancia y la perspectiva, y la miopía
de Amundsen (que él seguía ocultando a todos) no hizo más que magnificar la distorsión.
Una concurrencia de circunstancias agravó la confusión. Para determinar la vía de regreso había
tomado un solo hito, una de las montañas que rodeaban el glaciar Noruega, hoy llamada monte
Bjaaland. Estaba cubierta de una distintiva cúpula de hielo y en la cumbre presentaba lo que
parecía una corona de cristales recortados. Parecía inconfundible, al menos desde el norte, de
camino hacia el Polo. Pero viniendo del sur, en el regreso, resultó estar difuminada por el
contorno del terreno. Además, Amundsen había dejado de tomar observaciones astronómicas
desde que salieron del Polo y perdido la fila de hitos tras los 88" S. Para colmo de desgracias, en
su prisa por volver había confundido orientaciones cruciales, así que sus puntos de referencia
estaban deshilvanados.
La situación no se advierte con claridad en la crónica publicada. Amundsen tenía la costumbre de
quitar hierro a las dificultades y correr un velo sobre las circunstancias que parecían apuntar un
desvío respecto a los planes. Pero en el diario no hay disimulo: «En verdad nos hallamos
inmersos en un enigma», escribió. «Es imposible reconocer dónde nos encontramos».
En este momento de inquietud, Wisting proporcionó algo nuevo en que pensar con un dolor de
muelas insoportable. Por desgracia, él era el único que contaba con ciertos conocimientos
odontológicos, y puesto que, en sus palabras,
quedaba muy lejos de cualquier dentista, le pedí [...] a Amundsen [...] si podía hacerse cargo de
la bestia. Se mostró muy dispuesto, e hicimos uso de los fórceps. Debido al frío, primero hubo
que calentarlo con la Primus. Después me arrodillé en el saco de dormir y él se sentó sobre mí
en el suyo, y tiró con toda la fuerza que pudo. Tras un lío tremendo, la operación—al fin—fue
un éxito, y con ella acabaron todos mis problemas.
Amundsen no estaba en realidad tan perdido como lo indica su diario. Disponía de un rumbo
magnético general.
De hecho, el 31 de diciembre había detectado a lo lejos las montañas adyacentes a la Carnicería,
de modo que sabía adonde se dirigía pero no exactamente dónde se encontraba.
Amundsen sólo podía guiarse, para identificar los hitos que le permitieran determinar su
posición, a partir de fugaces atisbos a través de la niebla del viaje hacia el Polo de un mes atrás.
Ni siquiera al reconocer algunas de las cumbres—como creía reconocerlas en aquel momento—
salía de la incertidumbre. En la ida había confundido la meseta Nilsen con las montañas que
rodean el glaciar Noruega, situadas a cerca de veinte kilómetros al oeste (véase mapa p. 591), lo
que significaba que las orientaciones tomadas entonces con la brújula eran erróneas y, por tanto,
que no podía determinar su situación en sentido este-oeste. Por desgracia, era en las
inmediaciones del glaciar del Diablo, donde resultaba de suma importancia conocer la posición.
Amundsen alcanzó éste el 2 de enero. «Tuvimos», escribió, «una suerte increíble. [...] En pocas
horas conquistamos la totalidad del glaciar» (el mismo que, en la ida, había causado tres días de
rigores, esfuerzos y peligros). Amundsen había dado con una vía lisa y angosta entre los abismos
y escapó a la Sala de Baile del Diablo. En parte se debió a la buena visibilidad, a diferencia de lo
que sucedió en el viaje hacia el Polo. También a que volvió por un lugar distinto. La Fortuna le
había indicado el camino.
Pero Amundsen seguía sin estar seguro de su posición, lo cual era preocupante porque el
siguiente depósito estaba al borde del glaciar del Diablo y, para hallarlo, tenía que reconocer con
precisión el entorno.
El capitán cree que estamos al este del depósito [escribió Bjaaland], y también los demás. Yo,
por el contrario, opino con la misma convicción que estamos un poco al oeste. Ya lo veremos
mañana.
Y así fue. Tras partir a las siete de la tarde, como de costumbre, tuvieron que acampar al poco
por culpa de la niebla. Sin embargo, en palabras de Amundsen,
inmediatamente después de comer el pemicán salió el sol, y poco después el tiempo era
espléndido. En un cuarto de hora habíamos empaquetado y estábamos en camino [...] directos
al oeste con la esperanza de encontrar el depósito [...] pero no se veía depósito alguno.
El terreno, con sus abundantes desniveles, les impedía observar el entorno. No tardaron en
perderse, pero, en vez de lamentarse por un depósito que tal vez no encontraran, convinieron en
que lo más seguro era dirigirse directamente a la Carnicería y llegar a la Barrera lo antes posible.
Amundsen tenía una provisión de pemicán suficiente para el descenso hasta la Barrera, pero la
comida de perro sólo daba para tres días. Había el peligro de pasar por alto los cadáveres de
perro de la Carnicería. El fantasma del arrastre a pulso asomaba, y los noruegos no las tenían
todas consigo en el momento de salir.
No habían avanzado mucho cuando alguien reconoció una cresta en la confusión trabucada del
hielo. Pero mientras que en la ida la habían visto al oeste, ahora estaba al este. Así que resultaba
que se habían desplazado demasiado al oeste. Giraron al este y, en lo alto de una cuesta, pudieron
contemplar por primera vez las inmediaciones. Hicieron mediciones y pudieron ver con nitidez el
punto al pie del glaciar del Diablo donde se encontraba el depósito, un poco atrás.
«En estas circunstancias—anotó Amundsen—todos consideramos que sería un error renunciar al
depósito sin antes tratar de encontrarlo». Estaban dispuestos a intentarlo, pero hubiera sido
absurdo que volviera la totalidad de la caravana. Amundsen eligió a Helmer Hanssen y a
Bjaaland, que partieron sin reposar ni comer. Hanssen, a decir de Bjaaland, «con el trineo vacío y
sus buenos groenlandeses, y yo delante con los esquís ligeros».
Pero el terreno era más difícil de lo que parecía: las olas de hielo se sucedían como en un mar
helado. Pronto lamentaron no haberse llevado sacos de dormir por si el tiempo los retenía. En
palabras de Bjaaland,
el capitán dijo que le parecían catorce kilómetros, pero bobadas, dije. Hicimos veinte
kilómetros, en parte entre niebla y temporales, sin ver nada. Por suerte, un poco después se
despejó y pronto vimos las [banderas del depósito] en nuestra dirección, [a unos cuatro]
kilómetros, y como es de imaginar nos alegramos enormemente.
En el depósito cargaron el contenido en el trineo no sin antes dar a los perros una ración doble de
pemicán y comer ellos un poco de chocolate. Sin más demora iniciaron el viaje de retorno, que,
en palabras de Bjaaland, «fue de maravilla. [...] En diez horas de marcha estábamos de vuelta en
el campamento [y] tenemos gran cantidad de provisiones».
Amundsen los esperó despierto, yendo incansablemente de arriba abajo por la nieve, observando
el tiempo con ansiedad, atisbando en la distancia con el telescopio, incapaz de descansar. Cuando
por fin los vio reaparecer en la cresta de una ola helada se precipitó a la tienda para despertar a
Hassel y Wisting, a quienes la prudencia había hecho meterse en el saco.
—Deben de haber encontrado el depósito—dijo con una agitación inusitada—, porque ninguno
de los dos va sentado en el trineo. Tienen que transportar otra cosa.
Encendió la Primus de inmediato para fundir nieve y así tener bastante agua lista para aplacar la
sed de los viajeros y después hervir el pemicán, puesto que seguramente llegarían hambrientos.
Les recibió radiante e insistió en hacerse cargo de los perros.
Bjaaland y Helmer Hanssen, anotó, habían cubierto setenta y cinco kilómetros sin descanso y
muy poca comida, «¡a una velocidad media de cinco kilómetros por hora! Que alguien venga y
me diga que los perros no son de ayuda en este terreno».
Quedaban unos cinco días hasta el siguiente depósito y Amundsen disponía de comida para
hombres y perros para diez días además de reservas para un caso de emergencia. Volvía a estar,
según escribió, «en el buen camino».
Entonces comprendió por qué se habían perdido. Debido a algún error en la navegación, se había
desviado un punto y medio (diecisiete grados) de la ruta. Pero el error había resultado ser en el
fondo una bendición, ya que los había apartado de la tierra y los había conducido al paso fácil del
glaciar del Diablo. Amundsen recobró la tranquilidad tras dar con una explicación racional.
Acto seguido debían dirigirse a la Carnicería y localizar el arranque del descenso por el glaciar
Axel Heiberg. Tenía gran deseo de observar el entorno en el camino. Puesto que el tiempo era
bueno en aquel momento, hizo una lógica incursión mientras se lo permitió el buen estado del
suelo.
Prescindió del calendario y el 4 de enero recorrió treinta y seis kilómetros, descansó cinco horas
y continuó la marcha. Los perros parecieron darse cuenta de lo que se avecinaba y, por propia
iniciativa, tiraron con todas sus fuerzas. Al cabo de los primeros dieciocho kilómetros,
Amundsen retomó la serie de hitos. A primera hora de la mañana del día 5, llegó a la Carnicería
y encontró el depósito de cadáveres de perro. Fue, en sus palabras, Helmer Hanssen
quien, con su vista aguda, descubrió [el depósito]. De no haberlo detectado no sé qué habría
pasado. El lugar era del todo irreconocible, como si no lo hubiéramos visto nunca.
Se debía de nuevo al traicionero cambio de luz. En la ida, Amundsen lo había visto a través de
capas de oscuridad; en la vuelta, el sol lucía y todo era claro. Tardó en darse cuenta de que la
misteriosa montaña que se erguía delante de él era el monte Fridtjof Nansen. También por
primera vez, desde el mirador de la Carnicería, pudo contemplar el medio por donde había
avanzado entre niebla y temporales seis semanas antes. «No, viajar a ciegas en este entorno»,
anotó con sequedad, «es muy peligroso».
También reparó en que había «sobrestimado mucho la altura de las montañas en la atmósfera
nebulosa del viaje al sur». En este momento calculó—correctamente, como se demostraría más
tarde—que no alcanzaban más que entre tres mil seiscientos y tres mil novecientos metros, en
vez de los cinco mil cuatrocientos o seiscientos que había estimado en la carta al rey Haakon y
que Bjaaland «había encontrado tan enormemente difícil de creer».
Amundsen había conseguido, al menos, determinar su posición. A la vuelta de la esquina, por así
decirlo, estaba el glaciar Axel Heiberg y el descenso hacia la Barrera. No había por qué
detenerse. La Carnicería no era demasiado hospitalaria ni siquiera en pleno verano. La
temperatura estaba en los veinticinco grados bajo cero, cinco grados por debajo de a la que
estaban acostumbrados los noruegos. También soplaba una brisa desagradable y, por primera vez
en todo el viaje, se sintieron ateridos hasta el tuétano: había llegado el momento de abandonar la
Meseta.
Se quedaron el tiempo justo para dar a los perros una ración extra de carne de sus compañeros
del depósito, colocaron un cadáver en cada trineo y, a decir de Bjaaland, «salimos disparados, en
tropel, por las cuestas, a cual peor». Eran las laderas del monte Ole Engelstad, en lo alto del
glaciar, por donde en la ida los perros ascendieran a duras penas, un lugar que podía impresionar
incluso a un moderno esquiador alpino, y a Bjaaland, que abría el descenso, «no le resultó fácil
cumplir su misión», según anotó Amundsen.
Por suerte, la nieve estaba suelta, así que pudieron—más o menos—mantener el control del
descenso. Frenaban los trineos con sogas atadas a los patines. En aproximadamente hora y media
habían descendido mil metros desde la Carnicería, completado cuarenta y un kilómetros aquel
día y alcanzado la terraza superior del glaciar. Habían cubierto la primera parte del descenso y
estaban a salvo. Acamparon a unos dos mil doscientos metros, al abrigo de Monte Ole Engelstad.
Ya no se aplicaban los conceptos de día y noche; ni la fecha estaba clara. «Bastante nos cuesta
recordar el año», escribió Amundsen. Tras un descanso reparador, se levantaron a la una de la
mañana dispuestos a descender por las cascadas de hielo.
Amundsen estaba tranquilo. En principio debía poder bajar por donde había ascendido. En
cualquier caso, no temía el peligro físico, y tenía la suerte de estar desprovisto de la imaginación
torturada que se angustia de antemano.
La pequeña caravana partió. Bjaaland, que seguía delante, fue el primero en llegar al borde de las
cascadas de hielo superiores. Le fue dada de repente, entre los esquís, la visión vertiginosa del
espacio vacío y de un tramo aparentemente aislado mucho más abajo. Es la vista que advierte de
la inminencia de cuestas desmesuradas y hace tragar saliva. De nuevo frenaron los trineos con
sogas en los patines, y hombres y perros rebasaron la cumbre.
Fue [en palabras de Amundsen] un buen día para los esquiadores. Nieve suelta, de modo que
los esquís se hundían unos cinco centímetros; helada y granulosa, de manera que los esquís se
deslizaban como sobre una superficie lubricada. [...] La nieve suelta favorecía el control. Cada
cuesta era más empinada que la anterior. [...] Bajamos zumbando. Un deporte maravilloso.
Para Bjaaland, «El avance con esquís fue de maravilla. Tuve muchos tramos buenos y competí
con el capitán». Amundsen, Bjaaland y probablemente Hassel se lo pasaron en grande, y tenían
motivos más que sobrados: nieve primaveral; el descenso de la Meseta había sido una delicia. El
buen humor de los noruegos contrasta con la severidad puritana de Scott. ¿Se lo pasó bien Scott
en algún momento?
Pero Amundsen era un maestro de la descripción comedida. Su estilo rebajado oculta una
actuación extraordinaria. Fue una bajada de proporciones alpinas, y estos hombres no estaban
acostumbrados al medio alpino, sino al nórdico: carecían de una técnica y un equipamiento
adecuados para los Alpes. Desprovistos de fijaciones estables para el descenso, se veían
impedidos por unos esquís largos, difíciles de girar. Sin embargo, superaron los obstáculos con
giro Telemark y Cristianía, guiándose con los bastones cuando la cuesta era demasiado inclinada.
Realizaron un slalom impresionante entre las grietas, alrededor de los pozos, crestas y abismos
de las monstruosas cataratas de hielo del Axel Heiberg, si bien orientados por la señalización que
habían establecido en la ida.
Los conductores de perros, Helmer Hanssen y Wisting, no se divirtieron tanto. Un slalom con un
trineo cargado que tiende a dar bandazos en una cuesta difícilmente sea un pasatiempo, cuando
los abismos esperan con la boca abierta el menor resbalón. El terreno también fue duro para los
perros, que se hundían hasta las rodillas en la nieve suelta. Pero salieron todos ilesos y, en poco
tiempo, conductores, perros, trineos y esquiadores exentos de carga habían superado las cascadas
de hielo. Tras veinte kilómetros y medio y un descenso de mil trescientos metros, se detuvieron
para acampar en el mismo punto al pie de la cascada inferior donde, en palabras de Bjaaland,
estuvieron
Cuarenta y siete días antes y nos esperaban tantos esfuerzos y días duros. [...] Gracias a Dios,
estamos de vuelta en las tierras bajas [...] y podemos respirar bien [...] después de seis semanas
de una existencia difícil en el [enrarecido] aire frío y seco.
Había acabado el terrible descenso. En lugar de la innecesaria travesía de montaña de la ida,
siguieron el glaciar Axel Heiberg abajo hasta la Barrera, giraron al norte y justo antes de la
medianoche del 7 de enero llegaron al depósito de los 85 o 5' S, al pie de la colina Betty. En los
trineos había comida de hombre y perro para treinta y cinco días, más que suficiente para que
todos llegaran a Framheim, y todavía quedaban depósitos distribuidos a cada grado de latitud de
la Barrera. En palabras de Amundsen, estaban
viviendo entre los antros de perdición de Egipto. Ahora sólo se trata de comer tanto como
podamos para aligerar los trineos lo antes posible.
Amundsen destacó a Helmer Hanssen y Wisting a lo alto de la colina Betty para que
construyeran un hito de piedra que anunciara que alguien había estado allí. Colocaron en el hito
un mensaje en que se informaba de los logros de la expedición, [48] y una lata de queroseno de
diecisiete litros, junto con veinte cajas de cerillas. «Posiblemente—consideró Amundsen—sean
útiles en el futuro». Otro perro, Fridtjof, se derrumbó y fue sacrificado. Partieron hacia
Framheim con doce perros, tal como se había previsto en un principio.
Salvo algunas grietas en el punto de unión de la Barrera y la tierra, habían quedado atrás los
peligros objetivos, y Amundsen volvió a ser consciente de la competición. Por lo que sabía, los
británicos estarían bajando por el glaciar Beardmore, que terminaba a un grado al norte del Axel
Heiberg. Se volvió, según Bjaaland, «impaciente; no tolera ninguna oposición. Discusión
encendida sobre mis gafas. ¿Le molesta que no use las gafas de esquiar de Roaldish?». La
anotación es harto reveladora: Bjaaland había hecho su propio modelo a partir del esquimal con
ranuras y desechado el de Amundsen.
Amundsen decidió aumentar el ritmo; ya no había necesidad de frenar a hombres y perros. La
Barrera se convirtió en una pista de carreras. Completaban entre veintisiete y treinta y cinco
kilómetros, acampaban durante ocho horas, reemprendían la marcha, descansaban y volvían a la
carga fuera día o noche. De este modo incrementaron la velocidad en un cincuenta por ioo,
completaban en dos semanas menos de lo previsto la vuelta a Framheim y, por tanto, con suerte,
el regreso a la civilización.
El 11de enero vieron las últimas montañas, «una visión espléndida—anotó Bjaaland—como el
hogar de unos gnomos, de plata y cristal refulgentes».
El mismo día, exactamente a mitad de camino de Framheim y el Polo, aparecieron dos págalos.
Eran las primeras criaturas vivas que veían en dos meses, el primer indicio del mundo exterior.
Saludaron a las aves con ovaciones y ademanes alegres. Bjaaland sacó su revólver (destinado a
matar a los perros) y disparó una descarga en el aire.
Buen día, buen día, queridos págalos [escribió en su diario]. ¿Cómo estáis? [...] volved con
Lindstrom y decidle que llegaremos en veinte días a devorar sus pasteles calientes, la carne de
vaca y la fruta, aunque sean ciruelas verdes.
Encontraron tormentas de nieve, vendavales, cinarra, niebla y todo lo que fuera tiempo
desapacible. Se pusieron los anoraks y pantalones de piel de foca que habían recuperado en el
depósito del pie de la colina Betty y entraron en calor, tal vez demasiado, porque las
temperaturas oscilaban en torno a los diez grados bajo cero, que en la Antártida son moderados.
Los hombres comprendieron entonces el valor de la planificación y previsión de Amundsen. Al
margen del viento, el tiempo o la visibilidad, podían completar las distancias de hito en hito.
Siempre daban con los depósitos, reducidos al papel de controles de navegación. Aunque en un
principio los habían dispuesto a cuatro días de viaje el uno del otro, los intervalos eran de dos o
tres días, que era lo que tardaban en cubrir un grado de latitud. Las provisiones que contenían se
habían vuelto superfluas, y dejaron esparcida por la Barrera al menos media tonelada de comida.
Los perros recibieron raciones dobles de pemicán, carne de foca, galletas y, al final, también
chocolate, todo lo que fuera para aligerar la carga.
Amundsen transmitió las prisas a sus compañeros. Estaban en forma, y sentían la victoria al
alcance de la mano. Trabajaban como un equipo, hombres y perros, al mismo ritmo. Y así
avanzaron: a cinco kilómetros por hora, entre treinta y cinco y cincuenta y cinco kilómetros al
día; todos los días, hombres y perros engordaban. Fue una victoria de la destreza, la previsión y
la organización.
El 17 de enero alcanzaron el depósito de los 82o S, que tenía una significación especial: era el
más meridional de los depósitos colocados en otoño. En palabras de Amundsen,
Celebramos con una comida especial nuestra llegada al puesto más avanzado de la civilización
en el sur. En estas ocasiones Wisting tiene que hacer las veces de cocinero. Nos sirvió una
mezcla de pemicán y carne de foca. De postre: budín de chocolate.
Seguían la hilera de banderas y se sentían como en casa. Los últimos trescientos kilómetros los
recorrieron como si se tratara de una pista de esquí señalizada, pero el mal tiempo persistía. Poco
antes del depósito de los 8t° se levantaron las nubes, gozaron del primer día despejado en mucho
tiempo y, después de sufrir mala visibilidad en las tres ocasiones anteriores en que habían estado
en aquel camino, pudieron ver por primera vez el entorno. Sus ojos descubrieron una
impresionante vista de torres de hielo destrozadas y grietas apretadas. En palabras de Bjaaland,
también vieron «varias rocas y montañas cubiertas de nieve que parecían ir en dirección N.E. [...]
a lo largo de 55 kilómetros».
Amundsen se negó a desviarse ni un centímetro de la ruta para examinar este presunto
descubrimiento de tierra nueva. Era como si, tras llegar al Polo, temiera indignar a los dioses
pidiéndoles demasiado. Por otra parte, a aquellas alturas, su misión consistía en llegar el primero
con la noticia; cualquier otro aspecto estaba de más. La siguiente expedición, al margen de quien
la encabezara, podría reconocer la zona. Amundsen sabía que podía tratarse de una quimera; y al
final resultó que lo era: hoy sabemos que lo que vio probablemente fueran los lejanos accidentes
del sistema de grietas del cabo Steers. Las sombras azules y los reflejos brillantes producen a
menudo la ilusión de tierra cubierta de nieve.
Una vez superado el depósito, el avance con esquís se tornó peliagudo, con una marcha rápida
sobre corteza frágil que también afectó a los perros. Después la nieve se hizo más blanda y,
como dificultaba el deslizamiento, se esquiaba peor; la marcha era ardua para hombres y perros.
«Ha, ha», registró Bjaaland con malicia bromista. «Los tipos que se pensaban que los arrastrarían
[...] tendrán que ir a pata a Framheim». Siguieron completando los cincuenta y cinco kilómetros
diarios, en apariencia inasequibles a la depresión. Con su estado de ánimo, veían con júbilo
divertido los torbellinos de nieve.
El 25 de enero por la mañana llegaron a veintinueve kilómetros de Framheim. La superficie
había recobrado de repente las condiciones favorables. «Los perros—escribió Amundsen—
corrían como nunca». Pero, al acampar, «irrumpió el gabino con cinarra y otras desgracias». A
las diez de la noche, al reiniciar la marcha, el tiempo seguía «desapacible. Tranquilo, con nevada
y niebla abundantes, hasta el punto de que no se podía ver la punta de los propios esquís».
Perdieron el camino señalizado y cuando, al cabo de una hora, emergieron a un aire más
despejado, no había ninguna bandera a la vista. Amundsen ordenó que se tomara el rumbo
magnético y
Después de una marcha de catorce kilómetros, apareció un objeto grande, oscuro: dos puntos
fuera de nuestro rumbo, al oeste. Nos lanzamos hacia él. Resultó ser uno de nuestros trineos,
que habíamos abandonado el 20 de octubre de 1911. Antes de averiguarlo, habíamos alcanzado
nuestro punto de partida. No veíamos Fram por ningún lado, pero no era de extrañar, ya que
toda la parte interior de la bahía estaba cubierta de hielo. Por otra parte, Framheim estaba, tal
como lo habíamos dejado, bañado por el sol de la mañana.
Era el viernes 26 de enero de 1912.
Pletóricos de salud, hombres y perros descendieron a toda velocidad de la Barrera y cruzaron el
hielo de la bahía de las Ballenas. Por el modo como se movían, nadie hubiera dicho que
acababan un viaje de dos mil quinientos kilómetros.
Coincide perfectamente con el espíritu general de la expedición que Bjaaland, para resumir su
experiencia, eligiera la lengua no de la épica, sino del esquí de competición: «Ha sido—escribió
—tremendamente duro ir delante».
14
LA CARRERA PERDIDA
En el Polo esperaban banderas negras. A Scott, que cubría lentamente los últimos centenares de
kilómetros tras el punto más meridional de Shackleton, le parecieron «cansados este tirar y este
esforzarse por hacer avanzar un trineo ligero». Además, «uno se harta a más no poder de la
monotonía y se imagina fácilmente a sí mismo abandonando». El y sus compañeros estaban
desanimados antes de alcanzar el objetivo, y con más de la mitad del viaje por delante. Scott
había agotado a sus hombres en la ascensión, sin considerar para nada el regreso. En cualquier
caso, con su decisión fundamental de arrastrar a pulso, había demostrado gráficamente el
argumento de Nansen de que «es cruel llevar perros; pero también es cruel sobrecargar de trabajo
a seres humanos». El hecho de que Scott sufriera temperaturas entre cinco y diez grados
inferiores a las que encontró Amundsen fue culpa suya: sirviéndose de ponis y, en consecuencia,
retrasando la salida, había provocado que llegaran a la Meseta tres semanas después del solsticio
de verano y del cambio de estación. Las temperaturas bajas eran una adversidad para la que no
estaba preparado, ya que, salvo mitones y botas, Scott no tenía prendas de piel, cuya ausencia
alrededor del rostro bastaba para explicar algunas de las persistentes congelaciones que asolaron
al grupo. Una deficiente técnica de esquí, una navegación incompetente, un trineo con la carga
mal dispuesta, descuidado y renuente en el avance, unas operaciones de acampada ineficaces, los
desajustes causados por la incorporación a última hora de un quinto hombre: la lista de defectos
es enorme. Scott había mostrado una ineptitud tan constante que casi sugiere un deseo de morir.
Sin duda, se lo había puesto difícil. Para colmo de males, se había condenado a sí mismo y a sus
compañeros a los peligros de la sed. Cuando se hace un gran esfuerzo en grandes altitudes y con
mucho frío, el cuerpo humano pierde una enorme cantidad de líquido a través de la transpiración.
Como hay que compensar la pérdida, se necesita gran cantidad de agua. Scott, a pesar de su
experiencia y de la información disponible, no lo había pensado. Apenas tenía bastante
combustible para cocinar, ya no digamos para fundir toda la nieve que el cuerpo necesitaba. Así
que él y sus compañeros sufrieron los dolores de la deshidratación, con las consiguientes
debilidad física y anomalías mentales. Además, cada vez estaban más hambrientos. Amundsen
acabó ganando peso en su viaje al Polo; la comida había desempeñado un importante papel en la
victoria, del mismo modo que decidiría la suerte de Scott. La ración que Amundsen había
previsto para la ruta en trineo, a base de pemicán, galletas, leche en polvo y chocolate, contrasta
con la de Scott, consistente en pemicán, galletas, manteca, cacao, azúcar y té. Las raciones de
Scott aportaban casi cuatro mil quinientas calorías por hombre, exactamente lo que contenían las
de Amundsen hasta que decidió incrementarlas en la vuelta. Probablemente bastara para
Amundsen, que esquiaba sin cargas; para los grotescos trabajos forzados de Scott, el arrastre a
pulso, era entre mil y mil quinientas calorías demasiado baja. El Viaje de Invierno había
demostrado fehacientemente que, haciendo las veces de perro de trineo y con esa cantidad, los
hombres se morían de hambre. Scott y Wilson lo pasaron por alto, pero no Atkinson. Sin
embargo, en tanto que cirujano de la Marina, sabía que los capitanes del cuerpo en general y
Scott en particular consideraban que la crítica, por muy fundamentada que estuviera, rayaba en el
acto de rebelión, así que se mordió la lengua. La dieta de Amundsen no sólo aportaba la energía
suficiente sino que, según los conceptos modernos, era más equilibrada que la de Scott, puesto
que contenía más carbohidratos en relación a la grasa y las proteínas. También era más rica en
determinadas vitaminas de gran importancia. Al llegar a la Meseta, Scott y sus compañeros
sufrían una falta de vitaminas. Al lado de los noruegos, consumían muy poca tiamina (vitamina
B1), riboflavina (vitamina B2) y ácido nicotínico. Todos estos elementos pertenecen al complejo
de vitamina B, y su deficiencia puede tener efectos mentales y nerviosos. La diferencia entre las
dietas se debía en parte a que Amundsen llevaba más chocolate y leche en polvo, ambos ricos en
vitamina B, pero sobre todo a las galletas que las dos expediciones consumieron en el viaje.
Ambos tipos habían sido concebidos para proporcionar un alimento concentrado. Pero las de
Scott, hechas por Huntley and Palmer's, contenían harina blanca y bicarbonato sódico como
levadura. Las de Amundsen, hechas por Satre, una empresa noruega, consistían en harina
integral y copos de avena crudos y levadura. La levadura y la harina integral son fuentes ricas de
vitamina B. Las galletas simbolizan dos mundos diferentes. Es cierto que aún no se habían
descubierto las vitaminas, pero los noruegos comían productos más naturales y notaban en
términos fisiológicos la presencia de sus ingredientes principales. En cuanto a las necesidades
biológicas, los hombres son distintos. Los principios aceptados en términos generales son datos
orientativos. A un hombre le bastará determinada cantidad de cierta vitamina, a otro no. Por lo
común, sin embargo, la civilización parece requerir una mayor cantidad, y quienes llevan una
vida más natural y de puertas afuera tienen suficiente con una menor cantidad de vitaminas que
la que necesita un hombre de ciudad en su medio más artificial. Por eso, la ventaja de Amundsen
en lo concerniente al complejo de vitamina B era con casi toda seguridad más acentuada que lo
que indica la cifra. También por eso, Scott contrajo antes el escorbuto, aunque las raciones
básicas para el viaje de ambas expediciones carecían casi del todo de vitamina C. Scott, para
colmo de males, no entendía la importancia de la alimentación en la base (algo, por cierto, que sí
había advertido Shackleton), con lo que le dio a Amundsen una nueva ventaja. Como éste sabía
que la supervivencia a lo largo del viaje podía muy bien depender de lo que hubiera comido
antes de salir, había insistido en una dieta más natural y equilibrada durante el invierno y partió
en mejor estado que su rival. Pero lo decisivo fue la movilidad. El cuerpo humano puede
conservar la vitamina C, como mucho, unos tres meses. Amundsen, tras reducir la fisiología a los
términos más simples, había comprendido que la seguridad dependía de la rapidez, y al cabo de
dos meses y medio estaba de regreso en los depósitos de carne de foca que le habían de aportar
vitamina C. Por entonces, Scott llevaba en camino casi el mismo tiempo y todavía no estaba a
mitad del viaje. La carencia de vitaminas y la malnutrición en general explican en gran medida
las aflicciones de Scott más allá de los 88° de latitud sur: su susceptibilidad frente al frío, su
manifiesta debilidad. La falta de vitamina C puede ser la causa del corte purulento de la mano del
suboficial Evans y que no cicatrizara. Una carencia vitamínica también explica parte de la
depresión que cundió en el grupo. Pero este punto es más complejo, dados el poco ánimo y el
efecto del temperamento melancólico de Scott. Lo seguro es que, a medida que se acercaban al
Polo, los británicos sufrían en cuerpo y alma.
Notamos el frío [anotó Scott]. Es un momento crítico, pero debemos seguir adelante [...] ¡Oh, lo
que daría por unos cuantos días apacibles! Tan cerca parecemos estar, y sólo el tiempo nos
detiene.
Desde que se abrió la herida, Evans guardaba un silencio desacostumbrado. Oates, que no era
dado a las lamentaciones, se había sumido en un pesimismo poco característico. El 15 de enero, a
unos cincuenta kilómetros del Polo, escribió: «El pemicán debía de estar en desacuerdo conmigo
a la hora del desayuno, porque en el camino me he sentido deprimido y he echado de menos mi
tierra». Al día siguiente, en el umbral de la meta, salieron con algo más de ánimo, convencidos
de que la victoria era suya. Como no habían dado con rastro de Amundsen en el glaciar
Beardmore, supusieron que había sufrido un accidente, ya que daban por sentado que seguiría la
misma ruta que ellos y no otra. A pesar de las premoniciones en el pie del glaciar, Scott abonó
esta opinión porque su estilo de liderazgo comportaba ocultar los pensamientos desagradables a
los subordinados. También intentó ocultárselos a sí mismo, aunque experiencias pasadas
apuntaran que cualquier engaño sería doblemente dañino. Con todo, no está claro hasta qué
punto logró engañarse. A última hora, cuando escribió—precipitadamente—en su diario que
«Ahora debería estar decidido», recordó añadir la cláusula «la única posibilidad horrible,
encontrar que la bandera noruega se ha anticipado a la nuestra». No fue la cruz de san Olaf lo
que anunció a Scott que había perdido, sino, como quería Amundsen, la bandera negra plantada
en su ruta. En cierto sentido, parece apropiado que no fueran ni Scott, que iba esquiando a la
cabeza del grupo, ni Wilson, a su lado, los primeros en detectar la mancha negra que interrumpía
la blancura de delante, sino Bowers, a pie en medio del tirante, levantando con grandes esfuerzos
las piernas de entre la nieve como un soldado que marcara el dempo a cámara lenta. Eran las
cinco de la tarde. La mancha fue convirtiéndose poco a poco en algo que se movía, y de repente
se hallaron bajo la negra bandera de la desilusión. Deposiciones y marcas de garra de perro en la
nieve lo decían todo a las claras. El viento implacable que les azotaba el rostro parecía más frío
que una hora antes. «Esta noche no estamos muy alegres», anotó Oates. No durmieron mucho
tras la impresión del descubrimiento.
Scott [escribió Oates] se está tomando la derrota mucho mejor de lo que me esperaba [...]
Amundsen, hay que reconocer que este hombre debe de tener la cabeza bien puesta [...] los
noruegos [...] parecen haber tenido un viaje relajado con sus equipos de perros, muy diferente
de nuestro desdichado arrastre a pulso.
Demacrado, hambriento, congelado, Oates analiza con distancia aristocrática, en los confines del
mundo, al hombre que le ha llevado a la derrota inevitable, y al oponente, que ha triunfado de
modo igualmente inevitable. Observa con placer racional la victoria del mejor, y se aparta con
desprecio sereno del jefe incompetente. Bowers escribió:
Es triste que se nos hayan adelantado los noruegos, pero me alegro de haberlo hecho con un
arrastre a pulso digno de los británicos. Es el método británico tradicional en el desplazamiento
con trineo, y éste es el más grande viaje completado por el hombre desde que dejamos los
medios de tracción al pie del glaciar.
Bowers no tenía mucho en común con Oates. En aquel grupo, Oates era el raro. Incluso Wilson
careció del determinado coraje de Oates para enfrentarse a la derrota. Amundsen, escribió
Wilson, «nos ha ganado porque lo ha convertido todo en una carrera. Nosotros hemos hecho lo
que teníamos previsto sin más, como lo marcaba nuestro programa». Fue el argumento que
utilizó para consolar a Scott, que necesitaba mucho consuelo.
Para Scott, la bandera negra significaba no una derrota sino el fracaso. Que lo esperara, que no
pudiera culpar a nadie más que a sí mismo, no lo hacían más soportable, más bien al contrario.
Su decisión de actuar como si Amundsen no existiera, de «avanzar», como había escrito, «y
esforzarnos al máximo por el honor del país sin miedo ni ansiedad» respondía al espíritu de la
batalla de Balaclava. Sabía muy bien que sólo podía salvarle un accidente de Amundsen, pero
guió a sus hombres a ciegas a lo que veía como una derrota casi inevitable.
Había desafiado a los dioses. En un arrebato, había escrito a su mujer antes de salir para el Polo:
Existen diversas circunstancias que me hacen dudar de la capacidad [de Amundsen] para
conseguir su objetivo, por otra parte le sería difícil reconocer la derrota, y no me lo imagino
admitiéndola en público.
Y entonces la bandera negra que ondeaba en el viento polar: «Sin duda también los noruegos
encontraron una vía de acceso fácil en la subida». Además de injusto, era un autoengaño.
A la mañana siguiente, levantaron el campamento, dejaron la bandera negra y se dispusieron a
arrastrar el trineo por los últimos kilómetros que quedaban hasta el Polo, convertido una
decepción vacía a la estela de Amundsen. Alcanzaron lo que consideraban el punto exacto a las
seis y media de la tarde. Era el miércoles 17 de enero de 1912, treinta y cuatro días después de
que los noruegos llegaran a medio galope con los perros.
Scott escribió sombríamente en su diario:
El Polo. Sí, pero en circunstancias muy diferentes de las que eran de esperar. Hemos tenido un
día horrible: además de la decepción, un viento en contra de entre 4 y 5, con una temperatura
de veintidós grados bajo cero, y los compañeros caminando con manos y pies fríos [...] ¡Dios
todopoderoso! Es un lugar horrible y demasiado terrible como para que nos hayamos esforzado
tanto sin la recompensa de llegar primeros.
La única operación original que podía efectuar Scott era determinar la altura del Polo. Pero
resultó imposible porque el hipsómetro estaba roto, como toda la expedición. Sólo quedaba
comprobar las posiciones de Amundsen, algo esencialmente inútil ya que, en palabras de Wilson,
todos estaban «de acuerdo en que puede afirmar su derecho de prioridad en el Polo». Fue una
escena muy distinta de la acontecida un mes antes. En vez del cuarteto noruego haciendo
observaciones tranquilamente a lo largo de las veinticuatro horas, Bowers y Scott tuvieron que
apañárselas con cinco durante la noche; no hubo tiempo para más. Bowers instaló el teodolito y
leyó las indicaciones, Scott las anotó. La temperatura era de treinta grados bajo cero, ocho grados
completos menos que la que encontró Amundsen. Ni aire sereno ni cielo despejado, ni perros
tendidos al calor del sol, sino un viento cortante, nubes que corrían en lo alto y dos hombres
temblando, como escribió Scott, con
aquella curiosa sensación de humedad y frío en el aire que te hiela hasta el tuétano en un
momento [...] hay poco que difiera de la monotonía de los últimos días [...] Bueno, no está mal
haber llegado aquí, y tal vez el viento esté de nuestra parte mañana [...] Ahora, a correr de
regreso y tratar por todos los medios de ser los primeros en dar la noticia. Tal vez podamos
conseguirlo.
En otras palabras, Scott aspiraba todavía a un tipo de victoria. No comprendía aún que la vuelta
sería una lucha por la supervivencia, cuando menos veía que no se podía perder ni un instante. A
las cinco de la mañana ya salían. Tras completar las observaciones y anotar los resultados,
Bowers y Scott dictaminaron que el Polo quedaba a cinco kilómetros y medio. Al mirar en la
dirección calculada, Bowers vio la tienda de Amundsen a unos cuatro kilómetros. Fueron hacia
ella con el trineo a rastras y encontraron la bandera noruega y el gallardete del Fram ondeando en
la punta. Pero nada podía igualarse al primer banderín negro. Scott admiró el elegante diseño de
la tienda. En el interior encontró la carta de Amundsen al rey Haakon y la otra que la envolvía,
dirigida a él:
Estimado capitán Scott, Como probablemente sea usted el primero en llegar a esta zona después
de nosotros, le ruego que tenga la amabilidad de enviar esta carta al rey Haakon VII Si
cualquiera de los artículos dejados en la tienda le es de alguna utilidad, no dude en
aprovecharlo. Con afectuosos saludos, le deseo un seguro viaje de regreso. Atentamente,
ROALD AMUNDSEN.
«El objeto me desconcierta», escribió Scott en su diario. La anotación revela a las claras su
estado de ánimo. No comprendía que Amundsen hubiera tomado precauciones en caso de
accidente; probablemente sospechara algún intento velado de humillarlo. En cualquier caso, el
efecto fue deprimente. De golpe, en palabras de Raymond Priestley, «Scott se veía degradado de
explorador a cartero». El equipamiento abandonado por Amundsen les vino muy bien. Bowers se
alegró de encontrar unos mitones de piel de reno para sustituir a los de piel de perro que había
perdido unos días antes. «Da la sensación de que el grupo noruego previera un tiempo más frío
[...] del que encontró», anotó Scott en su diario en referencia a las prendas de piel
cuidadosamente apiladas en el suelo de la tienda. «Difícilmente se podía esperar otra cosa a raíz
de la versión exagerada de Shackleton». Scott quería vengarse de su rival fantasmagórico hasta
última hora. Tras dejar una nota en que se informaba de su presencia, el grupo británico cerró la
tienda y marchó hacia lo que se presumía el Polo. Allí, en palabras de Scott, construyeron «un
hito, colocamos nuestra pobre desairada bandera y tomamos fotografías, todo en un frío intenso».
Esto oculta una ironía patética. Tras una noche de sueño irregular, frío y cansancio, todavía
conmocionados por la derrota, Scott y Bowers habían cometido un error en sus cálculos.
Determinaron de modo erróneo que habían superado el Polo. Pensando que se acercaban a él, de
hecho se alejaban. Según sus propias observaciones—atención—no llegaron al Polo. [49] Su
convicción de que habían llegado al punto matemático tuvo el respaldo del hallazgo de otra
bandera negra de Amundsen a unos ochocientos metros del hito británico. La nota de Amundsen
cosida a ella rezaba:
El Polheim noruego está situado a 89o 58' SE por E (comp.) 8 millas [14,4 km.].
15 dic 1911. ROALD AMUNDSEN.
Estaba escrita en inglés. Scott la tomó por la señalización del Polo de los noruegos, cuando
estaba claro que no lo era. Se trataba de la bandera de mano izquierda que Amundsen había
utilizado para acotar el Polo. Después de una nueva ronda de observaciones, Scott llevó la
«pobre desairada bandera» a lo que le parecía más cerca del Polo sin saber que la alejaba, y
emprendió el retorno. En sus palabras, «Hemos dado la espalda a la meta de nuestras ambiciones
con sentimientos amargos y hemos de afrontar más de 1.400 kilómetros de pesado arrastre,
¡adiós a casi todos los sueños!». Comparado al de Amundsen, el camino de regreso de Scott era
sencillo; ni el glaciar del Diablo, ni terreno truncado ni montañas desconocidas, sino una ruta
lisa, cartografíada y ya trillada hacia la amplia entrada del glaciar Beardmore. Con la ayuda del
incesante viento polar a las espaldas, una vela apareada en el trineo, superficie rápida y la cuesta
abajo desde lo alto de la meseta, comenzó bien. En las primeras tres semanas viajó a una media
de veinticinco kilómetros diarios, no muy inferiores a los veintisiete de Amundsen. Sin embargo,
el viaje británico fue mucho peor que el de los noruegos. Amundsen corría victorioso para
comunicar la noticia; el retorno de Scott era como la ruta del vencido. Al principio se animó con
la esperanza de salvar algo del naufragio llegando antes que Amundsen a la oficina de telégrafos
y anunciando los sucesos al mundo. Había empezado a redactar el mensaje: «Supone una gran
satisfacción—reza un fragmento conservado—que los hechos antes referidos demuestren que
ambos grupos han estado en el Polo». Pero el engaño no tardó en disiparse. La derrota había roto
algo en el interior de Scott, y sus compañeros lo percibían. No los animaban ni la pasión ni las
risas, ningún Bjaaland que encabezara el grupo, ninguna prisa; era una caminata empecinada e
interminable. Scott comprendió, cuando ya era demasiado tarde, que había calculado la comida a
la baja y que no tenía margen de maniobra. Había condenado a sus hombres a avanzar o a morir.
La velocidad considerable ocultaba un agotamiento enorme. Tenían que obligarse a cubrir
demasiados kilómetros hasta alcanzar el siguiente depósito antes de quedarse sin víveres.
Redujeron las raciones ya mínimas para prolongarlas, y por entonces probablemente consistieran
en poco más de la mitad del alimento que necesitaban. Para completar las distancias tenían que
arrastrar el trineo hasta doce horas de las veinticuatro a una altitud de tres mil metros, lo que ya
sería una prueba bastante dura para hombres sanos. En situaciones extremas se puede prescindir
o bien de la comida o bien del descanso, pero prohibírselos a la vez es pedir demasiado a la
naturaleza. Scott y sus hombres carecían de animales que les proporcionaran compañía y
diversión. Sólo contaban con la compañía de sus pensamientos, y en la marcha reinaba una
monotonía demoledora. De repente, empezaron a acusar más que antes el frío. Encontrar los
depósitos se convirtió en una aventura porque, lejos de haber aplicado un sistema de señalización
ingenioso como el de Amundsen, se habían limitado a plantar una sola e inadecuada bandera.
Los hitos eran demasiado bajos, defectuosos y escasos para permitir la orientación. Scott
dependía del rastro de la ida en su regreso. También Amundsen, por comodidad, pero él
conducía perros y tenía a Bjaaland delante en busca de cualquier rastro en la nieve. Arrastrando a
pulso, resultaba imposible cuando las huellas eran débiles. Tenían que quitarse los arneses y
apartar la nieve, de modo que la determinación de la ruta era una tarea fastidiosa, y sólo
practicable con buen tiempo. En la primera semana los británicos tuvieron que detenerse de
modo innecesario dos veces por ventiscas que los impedían orientarse. En cualquier caso, los
rastros de la ida, cubiertos por la nieve y desdibujados, eran a menudo difíciles de detectar con el
sol deslumbrante de cara. Wilson, sobre todo, sufrió la ceguera causada por el resplandor de la
nieve. A Scott no se le ocurrió—como sí se le había ocurrido a Amundsen—viajar por la noche
tan pronto como empezó el viaje al norte, para tener el sol a las espaldas. El desacertado diseño
de la tienda convertía la acampada en un absurdo despilfarro de energía. «Nos costó horrores
montar la tienda—escribió Scott tras una habitual mala experiencia con el viento—todo el
mundo con dedos fríos». Para Bowers, era «lento y pesado ir a pie por la nieve blanda. Me
alegrará mucho recuperar mis queridos esquís». Los recuperó el 31 de enero, después de
arrastrarse por la nieve sin ellos a lo largo de seiscientos cincuenta kilómetros. Dos días antes
anotó la última entrada de su diario con su característico estilo desaliñado. A partir del 4 de
febrero abandonó por completo el diario. Bowers era extravertido y optimista, y este tipo de
hombre no se suele recrear con lo desagradable. Fue más o menos por entonces cuando empezó a
reparar en la incompetencia de Scott. La primera alarma se produjo el 25 de enero, cuando
buscaban el depósito de los 88° 30': «Sólo tenemos comida para tres días y estaremos en un
atolladero si no encontramos el depósito». Bowers era el encargado de las provisiones; sabía que
Scott había apurado demasiado, pero ahora empezaba a darse cuenta de hasta qué punto. En el
desayuno del 7 de febrero hubo lo que Scott llamó «pánico» y Wilson, una «discusión» al
descubrirse que faltaba una de las galletas que habían de consumir aquel día. Scott se desahogó
con Bowers, quien era el responsable en tanto que oficial de provisiones. Bowers, en palabras de
Scott, estaba «horriblemente trastornado». Wilson intentó, como de costumbre, calmar a Scott e
imponer la calma. Scott había olvidado la presencia del suboficial Evans, el único marinero del
grupo, a quien se ofreció una imagen poco edificante de la absoluta confusión de sus superiores.
No era el momento de enseñar los pies de barro, sobre todo en este caso en que un subordinado
dependía en absoluto de su jefe. Evans, para desgracia suya, había compartido tienda con Scott
en el Viaje al Oeste de la expedición del Discovery, y por tanto conocía de primera mano cómo
podía llegar a hostigar Scott. Para soportarlo tal vez se necesitara la fuerza moral de un Wilson.
Aquel día iniciaron el descenso del glaciar Beardmore, y por la noche llegaron al depósito
superior del glaciar. Tenían comida para exactamente cinco días, los que mediaban hasta el
próximo depósito, el central del glaciar (según la dirección del viaje de ida). En un glaciar, con
cataratas de hielo, grietas y todo tipo de obstáculos potenciales, Scott no había dejado margen de
seguridad alguno. Al día siguiente se pusieron al abrigo del monte Buckley y gozaron de sol y
tranquilidad después de semanas de vientos fríos en la meseta. Había que aprovechar el momento
y avanzar mientras el terreno fuera bueno; Scott, en un error grotesco, dedicó toda la tarde a
recoger muestras geológicas y añadir quince kilos de piedras al peso del trineo. La geología le
costó once o doce kilómetros, y tiempo cuando se estaba quedando sin él.
Al otro día, Scott descubrió que la comida se acababa.
Esta noche nos hallamos en un agujero bastante desagradable [observó Oates el 12 de febrero].
Metidos entre grietas espantosas y presión, todo hielo azul. Hemos avanzado penosamente por
este caos hasta más o menos las nueve de la noche, cuando estábamos acabados.
Scott se había perdido. En la ida no había señalizado la ruta que serpenteaba entre el laberinto de
grietas, ni, como lamentaba a deshora, había tomado signos de orientación que lo pudieran
salvar. En consecuencia, en las amplias extensiones del glaciar, donde el escorzo podía llevar a
engaño y las cascadas de hielo eran en su mayor parte invisibles desde arriba, se metió en
algunas de las peores. No sólo se había perdido, sino que no sabía en qué punto exacto se hallaba
el depósito.; era el mismo aprieto en que se había encontrado Amundsen el 2 de enero en el
glaciar del Diablo. Pero Amundsen tenía alimento en reserva, y Scott no: le quedaba sólo una
comida escasa. No encontrar el depósito era un desastre cuya sola posibilidad resultaba
insoportable. «Tenemos que llegar a él mañana», escribió. «Mientras, nos esforzamos por
mantenernos alegres. Es un lugar estrecho». Acamparon entre las grietas; a Scott, con razón
preocupado, le costó conciliar el sueño. Por la mañana había descendido la niebla. Avanzaron a
tientas con el vacío en el estómago que producen la desesperación y el desayuno escaso, porque
no tenían más remedio. Al avistar Wilson la bandera del depósito en un intervalo de claridad,
sólo les quedaba un poco de pemicán y de té. Se habían salvado por los pelos. Fue, por citar a
Scott,
la peor experiencia del viaje, y nos infundió una horrible inseguridad [...] En el futuro hay que
calcular la comida para que no se agote con tanta facilidad si el tiempo nos es adverso. No
podemos meternos otra vez en un agujero como éste.
Era bastante tarde para planteárselo. A parte de la absoluta falta de márgenes de seguridad, Scott
carecía de cualquier sistema de cálculo: no estaba seguro de cuánto le duraría la comida. Es otro
contraste respecto a Amundsen, que llevaba los registros con absoluta minuciosidad. La mala
gestión resultaba obvia incluso para sus compañeros. Pero por entonces tenían otras
preocupaciones. En palabras de Oates,
Es extraordinario lo que le pasa a Evans, ha perdido las agallas y se comporta como una vieja o
peor. Está agotado por el trabajo, y no sé cómo va a acabar los 730 kilómetros que nos faltan.
No fue el menor logro de Amundsen llevar a sus hombres por los dos mil quinientos kilómetros
hasta el Polo y de vuelta sin enfermedades ni accidentes. El dolor de muelas y las dificultades
respiratorias al tratar de correr a los tres mil metros son afecciones de hombres sanos. Los
británicos, en cambio, estaban desechos al salir del Polo. A Oates, la congelación le volvió
negros los dedos de los pies. Scott cayó y se hirió en el hombro. La ceguera debida al reflejo del
sol en la nieve era habitual. El 29 de enero, tras una marcha de treinta kilómetros—casi la más
larga de todo el viaje—a Wilson se le agarrotó una pierna y durante varios días no pudo hacer
más que renquear al lado del trineo sin arrastrarlo. «Más de setecientos kilómetros antes de
encontrar los perros y noticias del barco», escribió. Este deseo vehemente de ayuda externa inicia
una serie de anotaciones en los diarios marcadas por las connotaciones pesimistas. Conocía bien
a Scott desde el Viaje al Sur de 1902, y recordaba que habían estado al borde del desastre. Cada
vez más, aquello parecía repetirse. Era un grupo angustiado. Desde aproximadamente los 88°, se
empezó a desintegrar, y Evans fue el primero en romperse. Scott no había reparado en las
debilidades que escondía el fornido cuerpo de Evans, evidentes para los demás. No benefició en
nada a la moral del grupo el hecho de que Oates, Wilson y Bowers estuvieran en su contra. Más
aún: hacía tiempo que abrigaban sospechas acerca del tipo exacto de relación que mantenía con
Scott, suspicacias que éste había despertado con su trato de favor. Cuando la lealtad y la
cohesión resultaban esenciales, existían conflictos subterráneos y, en el caso de Wilson, la
insinuación de un reproche. A fin de cuentas, se había prescindido de su consejo. La congelación
causaba dolores enormes a Evans, que siempre—como recordaba Wilson de los tiempos del
Discovery—había sido propenso a ella. El 30 de enero, Scott observó que a Evans le habían
«caído dos uñas de los dedos de las manos [...] tiene las manos muy mal, y para mi sorpresa da
muestras de haberse dejado desanimar por ello, lo cual me decepciona mucho». Scott no era
solidario con los inválidos y, además, esperaba que sus hombres guardaran silencio ante la
adversidad. No comprendía que Evans se estaba desmoronando tanto mental como físicamente.
En cierto sentido, el Polo era más importante para Evans que para los demás. Se había
convencido—espoleado por Scott—de que le reportaría estabilidad económica: promoción,
dinero, una jubilación digna y la posibilidad de regentar un pub pequeño y bonito el resto de sus
días. A la inversa, la derrota comportaría la ruina. Scott lo había dejado claro al pedir a oficiales
y científicos que renunciaran a sus salarios de la segunda estación, porque la expedición andaba
corta de fondos. Cuando Evans vio la bandera de Amundsen ondeando sobre la nieve, su mundo
se vino abajo. Su jefe había fracasado, las esperanzas estaban destruidas. Se volvió silencioso y
reservado como no era natural en él, el extravertido y anecdotista compulsivo. Entonces dio
rienda suelta a su angustia con comentarios balbucientes. Serían el hazmerreír al llegar al país
como segundos; estaban acabados, no tenía sentido seguir adelante. Era como si se mostrara a
Scott una caricatura de sí mismo. Alguien—probablemente Oates—consiguió calmarlo y
convencerlo de seguir tirando. Pero se mezclaron complicaciones físicas. Siendo el de mayor
corpulencia y peso del grupo, Evans tenía que arreglárselas con la misma ración que los demás.
Por eso pasaba más hambre, desarrollaba más deprisa las carencias y empeoraba de condición a
una velocidad proporcional. Todos estaban adelgazando, pero Evans más que nadie. La herida de
la mano causada al acortar el trineo se negaba a cicatrizar, y a principios de enero ya no podía
contribuir en las tareas del campamento. Como era el único impedido hasta aquel extremo, sentía
la opresión de un sentimiento de fracaso que probablemente propiciara su hundimiento. Scott
siempre había esperado demasiado de él y le había exigido más allá de sus posibilidades. A
principios de febrero, Evans empezó a empeorar a marchas forzadas. Salvo intervalos de lucidez,
se tornó apagado, lento y apático. Cada vez estaba más débil y, al cabo, sufrió parálisis
intermitentes. Excepto la anotación en que Scott refiere el comentario de Wilson de que debía
haberse «lastimado el cerebro en una caída», no hay constancia de ningún diagnóstico, y nunca
se ha sabido a ciencia cierta qué aquejó a Evans. Una explicación plausible es la hipotermia
(disminución de la temperatura corporal). Pero hasta ahora, la hipótesis más razonada es la del
escorbuto. El razonamiento se basa en el hecho de que una caída parece haber precipitado el
deterioro de Evans. El 14 de febrero, cuando empezaban a descender del glaciar, Scott y Evans
se hundieron en una grieta hasta la cintura, Evans dos veces. En tanto que accidentes de montaña
no eran nada grave, pero por la noche Scott anotó que Evans se estaba «volviendo estúpido e
inútil», y al día siguiente que era «muy estúpido al hablar de sí mismo». La herida que no
cicatrizaba, cortes purulentos y continuas hemorragias nasales: todo apuntaba que tras salir del
Polo, Evans sufría una avanzada falta de vitamina C y tal vez ya estuviera en las primeras fases
del escorbuto. Uno de los efectos de la enfermedad es el debilitamiento de los vasos sanguíneos.
En estas circunstancias, el choque o la caída en una grieta hasta la cintura, normalmente leves
como la de Evans, pueden dañar un vaso sanguíneo del cráneo y provocar una lenta hemorragia
cerebral. Ello explicaría su estado. Los cinco hombres se apretujaban en una tienda pensada para
cuatro. Fue una experiencia extraña vivir codo con codo con alguien que perdía la razón.
Ignoraban si Evans se volvería violento, pero la mayor parte del tiempo permanecía ausente,
ajeno a lo que sucedía a su alrededor. En cualquier caso, estaban todos cansados, hambrientos,
débiles y lentos, afectados por el frío y la malnutrición. Nadie—y menos Wilson, el médico—
quería enfrentarse con una perturbación mental, cuando no soportaba mirar con demasiada
profundidad en su propio cerebro. De nuevo se estaban quedando sin comida. Cuando
abandonaron el depósito central del glaciar, el 13 de febrero, sólo daba para tres días y medio,
pero en palabras de Scott, «No sabemos qué distancia hay hasta el próximo depósito [...]
Necesitamos la comida [...] Hemos reducido la comida y el sueño; nos sentimos bastante
acabados». La incertidumbre y la abrumadora conciencia de los preparativos imprudentes y
desacertados de Scott bastaban para poner a prueba a hombres en plena posesión de sus
facultades. Tal vez fuera una suerte que atravesaran diversos grados de apatía. Evans llegó al
paroxismo el 16 de febrero: se hundió por la tarde, enfermo y mareado. Oates, como solía,
abordó la situación de frente:
Evans [...] primero tuvo que quitarse el arnés y agarrarse al trineo y después dijo que no podía
continuar. Si mañana no está recuperado, Dios sabe cómo lo vamos a llevar de vuelta. No es
posible cargarlo en el trineo.
Evans se había convertido en una descarnada ruina de hombre, pero arrastró mientras pudo. Al
día siguiente parecía algo mejorado, se puso el arnés, pero luego, por primera vez, fue incapaz de
tirar. Sus compañeros se desesperaban. De nuevo tenían que alcanzar el depósito cuanto antes
porque casi no quedaba comida y no se podían permitir ningún retraso. Evans tenía problemas
con las botas. Lo desengancharon, lo dejaron solo para que se recuperara y le dijeron que los
atrapara cuando pudiera.
Después de comer [escribió Oates], como Evans no había llegado, volvimos a buscarlo con los
esquís, Scott y yo delante. Lo encontramos apoyado a gachas en la nieve, en un estado de lo más
lamentable. Era incapaz de caminar, y los otros dos fueron a buscar el trineo vacío y lo
llevamos a la tienda.
¿Oculta la explicación un intento más o menos inconsciente de abandonar a Evans? Una
anotación posterior del diario de Scott apunta en esta dirección:
aprovecho la oportunidad para decir que nos hemos hecho cargo de nuestros compañeros
enfermos [...] En el caso de Evans [...] la seguridad del resto parecía exigir su abandono, pero
la Providencia lo apartó piadosamente en el momento más crítico.
Al entrar en la tienda, Evans se encontraba en estado de coma; murió aquella misma noche sin
haber recobrado la conciencia. Scott levantó el campamento casi de inmediato, descendió a
través de crestas creadas por la presión y encontró el depósito inferior del glaciar. El y sus
compañeros sobrevivientes comieron con cierta dignidad por primera vez en una semana y, como
escribió Scott, «nos permitimos cinco horas de sueño [...] después de la noche horrible», antes de
continuar por la Entrada al Campamento Shambles, donde habían sacrificado los ponis.
Desenterraron un cuerpo y aquella noche, gracias a la carne de poni, se sintieron por una vez con
el estómago lleno. El optimismo momentáneo duró poco: al partir del Campamento Shambles se
repitió la historia de la lucha en condiciones que los noruegos habían esquivado. Empezaron a
surgir diferencias. Scott reprendió a Bowers por carecer «de gracia» para esquiar; Bowers se
sintió herido, y con razón: era demasiado tarde para este tipo de crítica. Todos eran esquiadores
mediocres, lo que comportaba un esfuerzo enorme y una pérdida constante de la energía ya
menguada. Cuando cada centímetro contaba, perdían tal vez cien metros cada dos kilómetros
sólo por las carencias técnicas, es decir, más de cincuenta kilómetros en el viaje desde el Polo
hasta el todavía lejano Depósito Una Tonelada de los 79° 28,5'. Al cabo, tal despilfarro sería
determinante. Recorrían diez o doce kilómetros diarios con esfuerzos indecibles. «Una tarea
enorme todo el día—escribió Scott el 21 —que a veces inspira los pensamientos más lúgubres
[...] Nunca hemos completado un marcha de quince kilómetros con mayores dificultades, pero no
podemos seguir así». El 24 llegaron al Depósito de la Barrera Sur. Iban cortos de combustible.
«Ojalá tuviéramos más combustible», «La falta de combustible continúa siendo un motivo de
preocupación», «La falta de combustible es angustiosa». La letanía del remordimiento. Y el 27
de febrero: «Dios quiera que no suframos más reveses. Naturalmente, siempre hablamos de la
posibilidad de encontrar a los perros, cuándo y dónde, etc.». Así que, al fin y al cabo, los perros
habían de ser su salvación. Scott comprendió entonces que se trataba de una carrera por salvar la
vida. Aquel día, Wilson dejó de llevar su diario, como si ya no pudiera enfrentarse a sus
pensamientos. Estaban a cerca de seiscientos kilómetros de la base.
15
DE VUELTA AL FRAM
Los noruegos llegaron a Framheim a las cuatro de la mañana del 26 de enero. Hablaron en voz
baja, desengancharon los perros con el máximo sigilo y, como conspiradores, entraron a
hurtadillas en la cabaña. Los ocupantes—Lindstr0m, Stubberud, Prestrud y Johansen—dormían
profundamente. Fue una visión reconfortante. Amundsen había dispuesto la última etapa de tal
manera que encontraran Framheim dormido. Consideraba apropiado que el viaje al Polo acabara
con una broma. —Buenos días, querido Lindstrom—dijo Amundsen al ingresar en la cabaña—.
¿Nos preparas un poco de café? En palabras de Wisting. «Me resultaría muy difícil describir los
diversos caretos que salían de las respectivas literas y nos miraban: había que verlos». Lindstrom
no pudo decir más que: —Dios todopoderoso, ¿sois vosotros?—. No esperaban al grupo del Polo
hasta al cabo de diez días. —Arriba, muchachos—les dijo a los demás cuando se hubo
recuperado de la impresión—, la primavera ya está aquí. Stubberud recordaba que «Roald se me
acercó y me estrechó la mano; no le pregunté nada». Según Wisting recordaba la escena, alguien
acabó preguntando.
—¿Habéis llegado? —Sí, hemos llegado—respondió Roald Amundsen, y se armó un follón.
Poco después estábamos todos sentados alrededor de la mesa saboreando los pasteles calientes y
el café divino de Lindstrom. Uno sólo comprende de verdad lo bueno que es el café cuando,
como nosotros, ha tenido que prescindir tanto tiempo de él.
Es una observación muy sentida: durante noventa y nueve días el grupo del Polo no había bebido
más que chocolate. Amundsen no se extendió demasiado. En el viaje al Polo no había habido
disputas, dijo, sino un buen trabajo de equipo. Y se alegraba de que todos hubieran vuelto a
salvo. «Aquella reunión en torno a la mesa del desayuno en Framheim al final del viaje»,
escribió Helmer Hanssen, «es uno de aquellos momentos de la vida que no se olvidan».
Amundsen fue el más feliz en estos momentos festivos, con su grupo reducido y selecto. Sabía
crear el ambiente de las grandes ocasiones. Para acabar, en palabras de Bjaaland, bebieron «una
taza de bienvenida [...] un aguardiente bueno de verdad». Con audacia y algo no muy diferente
de la genialidad, Amundsen había obtenido el premio y retornado con todos sus hombres a salvo.
Fue uno de los más grandes viajes polares, tal vez el mejor, ya que Amundsen, que a sus demás
virtudes añadía el don de la buena suerte, se contaba entre los más grandes exploradores del
Polo. —No tenemos mucho que contaros en cuanto a privaciones o grandes sufrimientos—dijo
en la mesa del desayuno aquel memorable viernes por la mañana—. Todo ha ido de maravilla. Y
en verdad, bien mirado, Amundsen tenía bastante más que oír que contar. Durante su ausencia
había llegado una expedición japonesa en el barco Kainan Maru (Abridor del Sur). «No tengo ni
la menor idea», escribió, «de lo que se proponen. A penas lo saben ellos mismos». [50] Prestrud,
Johansen y Stubberud habían llegado a Tierra de Eduardo VII y fueron los primeros hombres que
la hollaron. [51] Pero lo mejor era que el Fram había arribado el g de enero. Desde entonces, el
viento y el hielo lo habían desplazado al mar, pero volvió al día siguiente de la llegada de
Amundsen. A bordo, Nilsen había avistado la gran enseña naval noruega de cola ahorquillada
ondeando en Cape Man's Head, la acordada señal del regreso del grupo del sur. Hizo sonar
triunfalmente la sirena a su entrada, y todos los ocupantes de Framheim, salvo Lindstrom, se
abalanzaron hacia el barco.
Reunión espléndida, alborozada [en palabras de Nilsen]. El primero en subir a bordo fue el
jefe; yo estaba tan convencido de que había logrado el objetivo que ni siquiera se lo pregunté.
Sólo lo mencioné al cabo de una hora, cuando se había hablado de muchas otras cosas: —
Bueno, así que, naturalmente, ¿ha llegado al Polo?
Amundsen recibía las primeras noticias del mundo exterior desde que entrara en contacto con el
Terra Nova un año antes, y supo cómo se había recibido su golpe de efecto. La tónica parecía de
enfado:
Varias personas parecen indignadas por nuestras actividades de aquí abajo: ¿Una infracción
del «protocolo»? ¿Están locos? ¿Es que sólo Scott puede solucionar la cuestión del Polo? Estos
idiotas me importan un bledo. Nansen, como de costumbre, con su entendimiento frío y claro, ha
moderado las emociones. Bueno, la gente es idiota.
También descubrió lo que debía a don Pedro Christophersen. Como anotó en su diario:
Si la tercera expedición del Fram ha podido subsistir es gracias a la intervención de este
hombre. En el país todas las puertas estaban cerradas, salvo la del rey y la de Fridtjof Nansen.
¡Que la confianza que han depositado en mí no sea defraudada! Admiro al rey por su valentía.
[No] ha temido hacer una aportación a la expedición al Polo Sur, aunque el parlamento—o su
mayoría—quería hacer regresar al Fram. Pero no ha ido como deseaban esos caballeros.
Esperad un poco, pronto tendremos una charla. Tal vez seáis más amables la próxima vez que
oigáis hablar del Fram [...] debo al rey, a Nansen y a Christophersen más de lo que puedo
expresar. Cuando todos nos dieron la espalda, ellos tendieron la mano. ¡Dios les bendiga!
Amundsen no se recreaba en este tipo de pensamiento, de momento. Aún no había ganado la
carrera: le quedaba llegar el primero con la noticia, y se figuraba que Scott seguía siendo un
rival. «El tiempo es oro», escribió, «y tenemos que llegar a la civilización antes que nadie». Sin
embargo, el domingo posterior al regreso del Polo, Amundsen encontró tiempo para una cena de
despedida en Framheim. Lindstrom sacó champán como el mago que extrae conejos de su
sombrero. Tras llevarlas desde Noruega, había conservado las botellas en el interior de la cama
durante todas las noches de invierno para impedir que se enfriaran demasiado. Amundsen
pronunció un breve discurso de sobremesa en que agradeció a todos el trabajo bien hecho. La
expedición había conseguido todo lo que se proponía: la conquista del Polo Sur, la primera
incursión en Tierra de Eduardo VII y el primer estudio oceanógrafico del Atlántico sur entre
América y Africa; pero, antes que nada, el Polo. Después, todo fueron prisas para embarcar. Sólo
se llevaron los perros y el equipamiento más valioso, y abandonaron lo demás. El hielo mantenía
al Fram atracado más lejos que el año anterior, y necesitaron dos días de transportes regulares
con los perros para cargarlo. Indispensables hasta el fin, fueron los perros los que propiciaron la
velocidad del traslado. La noche del 30 de enero, Amundsen cerró con cuidado la puerta de la
cabaña y por última vez siguió el camino hacia el borde del hielo donde esperaba el Fram, con la
indumentaria completa y presto a embarcarse. Fue, en sus palabras,
un momento difícil el abandono de Framheim. Nadie ha gozado de una base de invierno más
espléndida y acogedora. Antes de partir, Lindstrom la había fregado hasta el último rincón, y
brillaba como un alfiler nuevo. Nadie que vaya y eche un vistazo nos podrá acusar de
desordenados o sucios.
Sólo quedaba subir los perros. Habían sobrevivido treinta y nueve. Los llevaban a la civilización,
algunos para entregarlos a la expedición australiana de Douglas Mawson a la Antártida, algunos
para añadirse a la jauría que había de participar en la Deriva del Norte del Fram. Era, escribió
Amundsen,
Extraño ver cuántos de los veteranos reconocieron de inmediato la cubierta del Fram. El
robusto perro de Wisting, el viejo «Coronel», y dos de sus ayudantes, «Chillón» y «Arne»,
ocuparon inmediatamente el lugar donde habían pasado tantos días en el largo viaje hacia el
sur [...] «Mylius» y «Ring»—los preferidos de Helmer Hanssen—se pusieron a jugar en un
rincón del castillo de proa, a babor, como si nada hubiera pasado. Nadie que viera a aquellos
dos alegres bribones diría que habían corrido a la cabeza de toda una caravana de ida y vuelta
del Polo. Sólo había uno apartado y reservado, siempre nervioso e inaccesible. Nada podía
sustituir a su amigo caído «Fridtjof», al que hacía tiempo que habían enterrado en la tumba del
estómago de sus camaradas, a cientos de kilómetros, en la Barrera.
El Fram soltó amarras tan pronto como los perros estuvieron a bordo y, según anotó Bjaaland en
su diario, abandonó «Aquellas regiones y Framheim, que mostraban todo el esplendor a quienes
los quiere». Con su impecable sentido teatral, la naturaleza bajó el telón en forma de niebla. No
pudieron lanzar una última mirada morosa que amargara el momento con un final poco
emocionante. La Barrera, el cabo Evans y todos los hitos vividos en la memoria fueron negados a
la vista. El Fram, una sombra en la niebla, como un barco vikingo que saliera de un asalto, salió
de la bahía de las Ballenas y puso rumbo a mar abierto. En verdad, Amundsen tenía algo de
vikingo. No sólo el empuje heroico que lo hizo pasar de un polo de la Tierra al otro, sino un
aspecto igualmente característico del espíritu vikingo: el hombre que acata su destino; el realista
astuto surgido, como lo expresó un historiador, de «la sabiduría popular, el ingenio de los
campesinos, la precaución mercantil y la negativa del soldado a que lo sorprendan con los
pantalones bajados». Amundsen se dirigía al punto de desembarco que había elegido al principio,
Hobart, Tasmania. Lyttelton, Nueva Zelanda, estaba más cerca pero era el baluarte de Scott, y no
tenía intención de desafiar al destino con una intrusión en la plaza fuerte de su enemigo. El Fram
atravesó el Círculo Antartico el 9 de febrero y avistó el último iceberg al cabo de dos días. Pero,
en palabras de Bjaaland, «avanzaba con una lentitud exasperante, con vientos en contra y niebla
y lluvia y oleajes a estribor». El Fram tuvo oportunidades de sobras para ejecutar sus famosos
bandazos y cabezadas. En aquella ocasión, poco cargado, se sacudió como un corcho. La
violencia de un bandazo rompió una vela cangreja; un cachorro salió arrojado por la borda.
Tras mucho y pesado trabajo [escribió Amundsen], conseguimos rodearlo con cabo salvavidas y
lo subimos. Estaba agotado. El teniente Gjertsen y Wisting estaban con medio cuerpo fuera de
la borda [durante el rescate] y se dieron unos cuantos chapuzones.
Fue un viaje largo y cansado. De momento, al menos Amundsen tenía mucho que hacer. Cada
día, durante horas, trabajaba en su camarote, bajo la mirada del retrato de Nansen colgado como
un icono encima del escritorio. Era el mismo retrato que ornaba el Gjoa en el Paso del Noroeste.
Con aquella presencia extraordinaria, Amundsen examinó todos los ejemplares del año del
Tidens Tegn, un diario de Cristianía que le habían enviado para que se pusiera al día de lo que
ocurría en el mundo. Preparó los telegramas que había de enviar. Escribió el relato para la
prensa. Escribió y pronunció la conferencia que habría de repetir hasta la saciedad en los meses
siguientes. Nilsen, un gran lingüista, se encargó de traducir sus textos al inglés. Amundsen se
dedicaba a lo que a pocos hombres ha sido dado: referir una empresa llevada a cabo tal como
había previsto. Ni siquiera Nansen podía jactarse de ello. Inquebrantable en su lealtad y gratitud,
Amundsen era implacable en la hostilidad. El Polo no lo había cambiado. Ni siquiera en la
victoria puso ni quiso perdonar a Johansen la desafortunada disputa posterior a la primera salida
al sur. Johansen estaba muy abatido. La exclusión del grupo del polo parecía la humillación final
que culminaba el cúmulo de decepciones desde el regreso del primer viaje del Fram, dieciséis
años atrás. Escribió a su mujer una apología melancólica:
Cuando uno está tan lejos y abandonado a su suerte en la soledad ilimitada, se lamenta de una
cosa o de la otra [...] Por mi parte, aún puedo alegrarme de no haber sufrido heridas y de
conservar mi fuerza indómita [...] No he ido al Polo. Naturalmente, me hubiera gustado [...] Lo
principal es que [...] hemos hecho un buen trabajo [en Tierra de Eduardo VII]. Pero ya sabes
que el gran público preguntará quién ha estado en el Polo. Bueno, me da igual. Me atrevo a
decir que a pesar de todo he ayudado al grupo del sur a alcanzar el Polo, aun sin poder estar en
el asalto final, y me sé apreciado por las personas con las que he trabajado [...] Bueno, bien
mirado, todo ha ido bien.
Enfrentarse a los elementos resulta una ardua tarea, y lo peor es el azote constante del viento,
sobre todo en un barco como el Fram que retrocede con la misma facilidad que un cangrejo.
Después de mediados de febrero, la moral empezó a decaer. Para Amundsen, la conquista del
Polo era agua pasada, porque el logro se recompensaba a sí mismo. Pero las críticas a sus
acciones y lo que veía como el abandono de sus compatriotas habían indignado a un hombre muy
susceptible. Ya pensaba en la deriva en el Artico. Con la «desviación» hacia el Polo Sur, sus
hombres habían quedado liberados de los contratos originales; mientras el Fram surcaba la
espuma a fuerza de cabezazos y bandazos hacia Hobart, les pidió que le siguieran en la deriva del
Ártico. La mayoría se avino. A aquellas alturas, Wisting y Helmer Hanssen lo seguirían adonde
fuera. Bjaaland declinó la oferta a pesar de la insistencia de Amundsen. «Será un viaje largo y
duro—confió a su diario en la oscuridad—o no conozco a este tipo». A finales de febrero
Amundsen volvía a estar sobre ascuas. Llevaban un mes en el mar y los vientos seguían siendo
adversos, como si trataran de alejarlo de la tierra. Lo torturaban visiones en que Scott llegaba
antes a la oficina de telégrafos y le arrebataba la mitad de la victoria; pero, por otra parte, le
alegraba poder retrasar el fin del viaje. Hay algo entrañable en la animación suspendida de un
barco en alta mar, aunque cabecee tanto como el Fram, a despecho de los vendavales. Tal vez, en
tierra firme no espere más que la decepción. Como Colón, el arquetipo del descubridor,
Amundsen sólo era de veras feliz en viaje, yendo de acá para allá. El 4 de marzo avistaron por
fin la costa de Tasmania. Pero, en palabras de Bjaaland,
Llegar a Hobart costó horrores. Tormentas y calma se sucedían, y cuando finalmente llegamos
a las proximidades de nuestro objetivo, buen Dios, el viento nos hizo pasar de largo, y tuvimos
que ponernos al pairo en plena tormenta con la vela tendida y la cangreja recogida.
Por fin, el 7 de marzo, el Fram arribó a Hobart y ancló en su canal. Un pequeño grupo de
espectadores se había congregado en los muelles. Amundsen desembarcó solo y se inscribió en
el hotel Hadley's Orient. «Tratado como un vagabundo», anotó en su diario, «mi gorra de pico y
el suéter azul; me han dado una habitación pequeña y horrible». Así acabó el último clásico de
los descubrimientos terrestres.
16
LA DERROTA DEFINITIVA
A mucha distancia, en la Barrera, a unos 82 o grados de latitud sur, Scott avanzaba penosamente.
La falta de combustible del Depósito de la Barrera Sur se repitió en el siguiente el primero de
marzo. En lugar del galón que preveían, encontraron apenas un cuarto. Los exploradores del Polo
sabían que el queroseno «se mueve» en frío extremo. Amundsen, que había observado el
fenómeno en el Paso del Noroeste, se preocupó de evitarlo en el Polo Sur. Scott lo había
presenciado en el Discovery, pero no hizo nada por hallar una solución. Usó latas con tapones
envueltas en paños de piel. La literatura del Polo ofrecía suficientes pruebas de la ineficacia de
este método. Amundsen dio en el clavo otra vez: cincuenta años más tarde se encontró en Colina
Betty, en los 85º S, una de sus latas de queroseno herméticamente cerradas con el contenido
intacto. [52] El combustible vital para Scott se había evaporado a los tres meses de la instalación de
los depósitos. De todos modos, había apurado demasiado. Amundsen, que pasaba la mitad de
tiempo entre sus depósitos de la Barrera, mucho más próximos, se había reservado el triple de
combustible. Scott pagaba su ineptitud; por desgracia, también habían de pagarla sus seguidores.
Hambrientos y con ropas inadecuadas, sufrían espantosa mente el frío. Estaban hambrientos
porque los depósitos eran demasiado pequeños, escasos y distantes. Scott los había distribuido en
función de la tracción animal aunque sabía muy bien que en la vuelta arrastrarían a pulso. Su
confusión queda reflejada en la anotación de que estaban «a dos marchas de pon [sic] y seis
kilómetros del depósito», cuando no tenía más tracción que la de los pies. Comprendía
demasiado tarde que «no podemos avanzar mucho sin los ponis». La congelación había
provocado a Oates gangrena en el pie. Por un sentido del honor mal entendido, lo ocultó a sus
compañeros hasta que, el 2 de marzo, no pudo seguir soportando el dolor y lo confesó. Scott
quedó impresionado al ver los miembros hinchados y amarillentos. A los tres días escribió:
pobre soldado casi acabado. Es patético, no podemos hacer nada por él [...] Ninguno de
nosotros esperaba estas temperaturas terriblemente bajas.
Pero toda su experiencia le advertía qué cabía esperar. El Discovery se lo advirtió. Shackleton se
lo advirtió. Sus propios hombres se lo advirtieron, o se lo hubieran advertido de estar él dispuesto
a escuchar. El año anterior, por el mismo tiempo, Teddy Evans había encontrado bajas
temperaturas y terreno malo en la Barrera. Pero Scott decidió salir al cabo de tres o cuatro
semanas. Por menos se han formado consejos de guerra a oficiales de la Marina. De hecho, las
temperaturas, entre treinta y cuarenta grados bajo cero no fueron excepcionalmente bajas para
aquella estación. Pero habían perdido las defensas contra el frío. Es probable que por entonces
todos sufrieran diversos grados de escorbuto. En este punto no hay más remedio que hacer
conjeturas. No nos han llegado informes médicos, ya que Wilson había dejado de escribir en el
diario (que de todos modos estaba pensado para su familia y por tanto omitía los aspectos
desagradables). No se extendía en detalles clínicos. Su única explicación del hundimiento de
Evans, por ejemplo, fue que tuvo «mucho que ver con el hecho de que nunca ha estado enfermo
y ahora se encuentra desarmado, con las manos congeladas», la cual es muy reveladora. Pero
Wilson no era un médico practicante. Su experiencia clínica era limitada, y fue incapaz de
diagnosticar el complejo avance del escorbuto salvo en las últimas fases. Y como entonces
también él estaba enfermo y en un estado lamentable, su deseo y capacidad de diagnosticar
enfermedades en los demás eran muy escasos. Lo que queda son los dos únicos registros que se
seguían llevando: el diario de Scott y el parte meteorológico de Bowers. El primero habla de un
arrastre agotado y de terrenos adversos; el segundo prueba que las condiciones no eran
constantemente malas, sino por lo general las mismas que para Amundsen significaban una
buena superficie. Pero Scott y sus compañeros estaban tan debilitados que sin duda ya era todo
un esfuerzo mover el liviano trineo. Cada día tenían que hacer de tripas corazón durante nueve
horas o más para avanzar diez o trece kilómetros. Scott había entrado con casi toda seguridad en
las primeras fases del escorbuto. Llevaba fuera más de cuatro meses, sin haber consumido
prácticamente vitamina C, y otra amenaza acababa de complicar la situación: el nerviosismo—
del que Scott y sus hombres estaban tan aquejados—provoca una fuga constante de vitamina C.
Les atenazaban el miedo y la ansiedad, en gran medida por culpa de la negligencia de Scott. Por
poner un ejemplo, no había colocado suficientes hitos, por lo que a aquellas alturas, cuando cada
minuto tenía suma importancia, desaprovechaban el tiempo buscando rastros. La sensación de
andar perdido es agotadora porque mina la esencial necesidad humana de seguridad: nada puede
angustiar tanto. Tales preocupaciones e incertidumbres, sumadas a las tensiones existentes en el
seno del grupo, bastaban para acabar con esta vitamina fundamental para la conservación de la
vida. Amundsen y sus hombres no sufrieron este desgaste de recursos. Oates, Bowers y Wilson
soportaban una carga enorme. Sólo Scott seguía llevando su diario, que deja entrever lo que
estaban pasando sus compañeros. «No sé que haría», escribió el 4 de marzo, «si Wilson y
Bowers no estuvieran tan determinadamente animados». Scott se había hundido y Wilson había
asumido el mando. Para Oates se trataba de una via doloroso,. No podía continuar tirando y tenía
que limitarse a cojear al lado del trineo, descansando siempre que podía. Cada mañana le costaba
más de una hora meter los pies hinchados en los finnesko congelados. Uno de los efectos del
escorbuto es la apertura de heridas viejas, ya que la cicatrización requiere vitamina C. Hay
constancia de heridas que se abren al cabo de veinte años, como si nunca se hubieran cerrado.
Antes de esta fase se produce una degeneración de los tejidos que puede causar gran dolor. Es
casi seguro que la carencia de vitamina C que sufría Oates le afectó la herida de guerra, de unos
diez años atrás. La bala que le destrozó el fémur le había dejado una cicatriz enorme, que habría
empezado a ceder a causa del escorbuto incipiente. Sólo podemos imaginar el grado de su
sufrimiento: el escorbuto no hacía más que aumentar la agonía del congelamiento de los pies. Su
estado era deplorable, deplorable contra su naturaleza; había perdido su proverbial sentido del
humor. En la tienda guardaba silencio. Como anotó Scott en su diario, se había «convertido en
un estorbo terrible», y añadía que
debe de saber que no saldrá de ésta. Esta mañana ha preguntado a Wilson si tenía alguna
posibilidad y, por supuesto, Bill sólo ha podido decirle que no lo sabe. En realidad no tiene
ninguna. A parte de él, si se hundiera ahora, dudo que podamos salir de ésta. Las condiciones
meteorológicas son espantosas y el equipamiento no para de congelarse y cada vez cuesta más
manejarlo. Al mismo tiempo, por supuesto, el pobre Titus es el mayor problema [...] ¡Pobre
hombre! Pobre hombre. Mirarle es demasiado doloroso.
Pobre Oates, verdaderamente. Se sentaba en la tienda, sometido a la vigilancia de Scott,
percibiendo el deseo no formulado de que hiciera el sacrificio supremo. En cabo Evans, Oates
había subrayado que a lo largo del viaje al Polo ningún hombre debía ser una carga para sus
compañeros. Consideraba necesario llevar una pistola, y «si alguien se viene abajo, tendrá el
privilegio de usarla». Acaso Oates recordara otra conversación, de un año antes, en que dijo a
Scott que lamentaría no llevar los ponis para desplazar el Depósito Una Tonelada más al sur y
recibió la respuesta de que «ya estaba harto de aquella crueldad con los animales, y por unas
cuantas marchas no voy a ir contra mis sentimientos». Scott había sido fiel a sus sentimientos,
pero seguía pagando el precio. Oates era el único del grupo que había estado en la guerra y
mirado a la muerte a la cara. No se hacía fantasías adolescentes acerca del martirio. No actuaba
ante ningún público ni se aferraba a engaños heroicos. Era un hombre valiente. Llegar en
segundo lugar—sobre todo por detrás de alguien como Amundsen—era una desgracia
soportable, al menos para él. Quería regresar al país y presentarse al examen de comandante.
Tras el ejemplo de Amundsen, comprendía que había sido víctima de la incompetencia de un jefe
incapaz. En ningún momento había deseado ir al Polo; había acatado órdenes en contra de su
voluntad. No tenía por qué acabar con su vida sólo para satisfacer a Scott, no todavía. El g de
marzo alcanzaron lo que había de ser el depósito salvador, el monte Hooper. En palabras de
Scott, fue
De poco alivio. Absoluta insuficiencia de provisiones. No sé si se le puede achacar a alguien,
pero no han abundado la generosidad ni la seriedad.
De nuevo se lo había buscado. Al decidir a última hora llevarse a cinco hombres y acompañarse
de Meares hasta mucho después de lo inicialmente previsto había desbaratado toda la
organización de los depósitos. Los grupos que regresaban se habían visto obligados a abrir los
depósitos y redistribuir las raciones en vez de consumir las ya preparadas. Carecían de medidas y
balanzas: era una responsabilidad injusta, sobre todo para hombres enfermos y agotados, con el
juicio afectado. Lo insuficiente del depósito tenía consecuencias muy graves. A decir de Scott:
«Resulta evidente que los perros, que hubieran sido nuestra salvación, nos han fallado. Supongo
que Meares ha tenido problemas en la vuelta; es un lío horrible». Scott no sólo había dejado una
cantidad de provisiones apenas suficiente para ir de un depósito al otro, sino que no había dejado
reservas en previsión de accidentes. Había conseguido reducir mucho las posibilidades de salir
con vida. La salvación, después de todo, dependía de los perros. Pero los perros no aparecían.
Scott había dejado en cabo Evans órdenes abundantes y complejas que destruyeron la iniciativa,
maniataron a sus subordinados y traspasaron la responsabilidad a otros. Eran confusas en los
puntos esenciales y daban pie a interpretaciones erróneas. En cuanto a los perros, de los que tanto
dependía, las instrucciones eran especialmente difusas, mal concebidas y contradictorias. Por una
parte, tenían que llevar a Scott de vuelta a toda prisa; por otra, no había que arriesgarlos, sino
guardarlos para la siguiente estación. En cualquier caso, Scott había partido sin dejar
instrucciones definitivas. El lugar y momento en que los perros debían recogerlo los comunicaría
a través de los grupos que fueran regresando. El comandante de cabo Evans no sabría qué hacer
de producirse alguna complicación, ya que Scott, siempre renuente a confiarse a sus oficiales, no
había expuesto sus intenciones. Además, la responsabilidad de la ejecución de las órdenes
cambiaría de manos, ya que Simpson, a quien se había conferido el mando de cabo Evans, lo
había de transmitir al primer oficial de Marina que volviera del sur. Con tantos vaivenes, Scott
no había distribuido suficientes provisiones a lo largo de la ruta como para poder llegar a salvo a
la base. Desde el principio se esperó que los perros lo arreglaran todo en el último momento, en
la vital operación que Scott había sumido en la incertidumbre y el desconcierto. Simpson
esperaba que Meares y los perros regresaran el 15 de diciembre. Los aguardó con gran inquietud
hasta el 26, cuando llegaron Day y Hooper con la noticia totalmente inopinada de que Scott se
los llevaba más lejos de lo previsto. Tal vez, como explicaba Scott en las nuevas órdenes para
Simpson, «lleguen tarde, y no puedan trabajar, o no lleguen. Así que no olvides que hay que
trasladar [las provisiones] al Campamento Una Tonelada [...] de alguna manera». Simpson
ordenó a Day y Hooper que reemprendieran de inmediato el arrastre (lo que no les hizo ninguna
ilusión). El 5 de enero, por fin, Meares llegó con los perros. No tenía nada que hacer salvo
esperar órdenes del sur. Tres semanas después volvió Atkinson, pero sin las órdenes que se le
habían anunciado a Meares. El único indicio de las intenciones de Scott estribaba en la vaga
observación que le hiciera a Atkinson en lo alto del glaciar Beardmore: «Avanza tanto como sea
posible», en parte desmentida por las instrucciones de no salir muy pronto porque, en opinión de
Scott, los perros no podrían esperar (ya que sufrían al tenderse en la nieve). Lo cual, desde luego,
era absurdo, pero se trataba de una orden al fin y al cabo. El 19 de febrero, el suboficial Crean
llegó solo a Punta Cabaña y comunicó que Teddy Evans estaba cerca del Campamento Esquina,
al cuidado de Lashly y muy afectado por el escorbuto. En aquel momento crítico se olvidó el
mensaje crucial de Scott—pronunciado de pasada antes de separarse de Evans—de que los
perros debían esperarle entre los 82º y los 83º. En su calidad de médico, Atkinson se concentró
en salvar a Evans. Acompañado de Dmetri, salió con los perros, llevó a Evans de vuelta y le
salvó la vida en el último momento. A nadie se le ocurrió que si el escorbuto había atacado a
Evans, también lo podían haber contraído Scott o alguno de sus hombres. Esta posibilidad ya
debería haberse contemplado a raíz de leves síntomas experimentados por el grupo de Atkinson
durante el regreso: sabiendo que el grupo del Polo tal vez atravesara problemas, se habría podido
intentar rescatarlo. Sin embargo, aun de haberse planteado la opción, nadie se habría atrevido,
porque Scott había dado órdenes taxativas de que no se le rescatara bajo ningún concepto. Podía
ser una bravuconada, pero se trataba de una orden al fin y al cabo. La interpretación de las
órdenes—especialmente en condiciones extremas y, sobre todo, en las regiones polares—
requiere tino: es peligroso ceñirse a instrucciones demasiado rígidas, y la obediencia a rajatabla
puede comportar el desastre. Más adecuado resulta saberse adaptar a las circunstancias y llevar a
la práctica los planes generales. Amundsen se lo dijo a Thorvald Nilsen en el Fram: «Le doy
completa libertad de acción». Pero en la dirección de la base de cabo Evans se aplicaba el
modelo de la Marina. Atkinson, que había asumido el mando, era oficial de la Marina además de
médico. La disciplina de la Armada fracasó en una situación que exigía criterio e iniciativa:
como su instrucción y tradición conservaban el principio de una obediencia absoluta, acrítica y
literal de las órdenes y el tirano Scott lo reforzaba, los subordinados eran incapaces de pensar por
su cuenta. Tampoco podía confiar Scott en que el afecto tuviera más fuerza que las órdenes y el
valor superara todos los obstáculos para salvarle. «Si conquistáis el Polo creo que os espera un
invierno agradable», le expresó de forma harto significativa Griffith Taylor, que volvía con el
barco, a Frank Debenham, «si no, GottIhnen hilft! ['Que Dios os ayude']». El 5 de febrero arribó
el Terra Nova con noticias que determinaron a Simpson a alterar los planes y regresar. Le
transfirió el mando a Wright, de golpe y porrazo y como mejor pudo, y se dispuso a embarcar.
Meares, en su precipitación por subir al Terra Nova, abandonó todas las tareas. Ya estaba muy
disgustado con el modo como se llevaba la expedición, y se desentendía de lo que sucediera en el
futuro. En principio, Atkinson debía salir con los perros y volver a galope tendido para que Scott
pudiera atrapar el barco. Pero, por el contrario, consideró su deber quedarse al cuidado de Evans,
lo que dejaba a Dmetri como único conductor de perros. Cherry-Garrard o Wright tendrían que
acompañarle. Wright era fuerte, sensato y buen navegante, pero también científico y, en ausencia
de Simpson, su puesto parecía estar en cabo Evans, al lado de los instrumentos. De modo que se
quedó, y quien marchó fue Cherry-Garrard. Lo cual fue un craso error, porque Cherry-Garrard
carecía de toda preparación para aquella tarea: nunca había conducido perros, era miope y
desconocía la navegación. Scott se había reído de él cuando trató de aprender este arte: «Desde
luego, no tiene ni una posibilidad entre cien de penetrar la navegación», había escrito en una
carta a su mujer antes de partir; y entonces tenía que apurar la opción inexistente. Dmetri y
Cherry-Garrard salieron al sur con los equipos de perros el 25 de febrero. El segundo lo
consideraba una excursión de bienvenida al grupo. Llegaron al Campamento Una Tonelada el 4
de marzo, tras cubrir más de treinta kilómetros diarios con holgura, al mando de Dmetri, Cherry-
Garrard desconcertado por el descubrimiento tardío de las ventajas que ofrecían los perros. No
había ni rastro del grupo del Polo. Se levantó una ventisca que durante cuatro días inmovilizó a
Cherry. Un conductor con experiencia podría haber seguido adelante, pero él no lo era y Dmetri
no tenía ganas de meterse en una tormenta. De todos modos, no dieron con la provisión de
comida para perro mencionada por Scott. La tendría que haber transportado Meares, pero había
acabado cayendo en el olvido a resultas de los planes cambiantes y las órdenes confusas de Scott.
En consecuencia, los perros no podían correr tanto como esperaba, por mucho que los trineos
contuvieran comida suficiente para seguir un día o dos antes de volver a la base. Podrían haber
avanzado, matar algún perro para alimentar a los demás. Pero Scott había ordenado de forma
taxativa que no se arriesgara a los perros, y según las explicaciones de Atkinson, el grupo del
Polo no los necesitaba para la vuelta. Pero Atkinson no comprendió—porque Scott no lo dejó
claro—que el punto en que comenzaba el peligro se había desplazado bastante al sur. Los planes
originales daban por sentado que el grupo del Polo llegaría al Campamento Una Tonelada sin
necesidad de las provisiones traídas de la base. Pero con tantos cambios, y sobre todo debido a la
incorporación de Meares al grupo, esta premisa ya no se aplicaba. Cherry-Garrard, por supuesto,
lo ignoraba todo. Por otra parte, desconociendo la práctica de la navegación, no se atrevía a
proseguir por miedo a pasar por alto a Scott. Además, según el calendario, Scott debía llegar al
Campamento Una Tonelada al cabo de un tiempo, y el jefe había inculcado a Cherry-Garrard que
no se había de infringir el calendario. La situación no parecía extrema; Cherry consideró
oportuno quedarse en el depósito y esperar seis días. El 10 de marzo volvió a la base sin
sospechar que el grupo del Polo corriera algún peligro.
Cuando Cherry-Garrard dio media vuelta, Oates ya no podía soportar el dolor. Scott instó a
Wilson a repartir las pastillas de opio de su botiquín por si alguien quería suicidarse. Sólo la
esperanza de encontrar a los perros mantenía a Oates en marcha. El 14 o el 15 de marzo—ya
perdían la cuenta de los días—, no habiendo aparecido todavía los perros, se sintió incapaz de
seguir. El dolor del pie gangrenoso y congelado, el desgaste del hambre y el frío le habían
hundido. Oates se encontraba en la fase de apatía que sigue a las privaciones en clima
extremamente frío. Pidió que lo abandonaran en la nieve, dentro del saco de dormir, pero los
demás le convencieron de continuar unos kilómetros más, con la tenue esperanza de que, por fin,
los perros aparecieran en el horizonte. Tras la inevitable decepción, acabó por arrojar la toalla.
Aquella noche, en la tienda, Oates recurrió a Wilson, como solían hacerlo quienes estaban en
aprietos. No quería confiarse a Scott, por quien había perdido cualquier vestigio de respeto que
pudiera conservar. Oates tenía que enfrentarse a la espantosa evidencia de que un jefe
incompetente lo hubiera llevado a la perdición. De no haber guardado un silencio tan
inadecuado, habría evitado aquel desastre absurdo. Era un remordimiento lacerante. Ya no
escribía hasta altas horas de la noche. Le dio su diario fragmentario a Wilson y le pidió que se lo
entregara a su madre. Era, dijo, la única mujer a la que había amado, y lamentaba más que nada
no haberle escrito entonces, antes del fin. Según el diario de Scott, Oates durmió «toda la
noche»—lo que indica que no era lo habitual—«con la esperanza de no despertar». ¿Qué se
desprende de esta anotación? Si hubiera sido capaz, habría tomado las pastillas de opio y
escapado a su infierno, pero una barrera moral le impedía dar este paso. Probablemente le pidiera
ayuda a Wilson y éste le administrara una inyección de morfina, pero no una dosis letal.
Contamos con la palabra de Wilson: «Nuestro registro—escribió en una carta a sus padres—es
claro». Pero tal vez le administrara la bastante para matar el dolor, acaso con la idea admitida a
medias de que, en aquella condición, podía darle el golpe de gracia. Oates no tenía una salida
fácil. Se despertó por la mañana. Era, si las fechas no engañan, el 17 de marzo, el día de su
trigésimo segundo aniversario. El azote del viento contra la tela estremecía las paredes de la
tienda. Salió con suma dificultad de las pieles gastadas y húmedas de su saco de dormir, gateó
por encima de las piernas de sus compañeros a lo largo de la tienda y, agarrándose en la entrada,
que colgaba como un saco vacío, empezó a abrirla. Era la acción habitual y conocida en tantos
campamentos. Tres pares de ojos lo observaban; alguien intentó detenerlo sin mucha convicción.
El nudo aflojó, el saco se abrió y convirtió en túnel. Como un animal que se arrastrara hacia la
muerte, Oates penetró cojeando en la violenta tormenta de nieve; no se lo volvió a ver. Wilson
escribió a la señora Oates que nunca había visto ni tenido noticia de un coraje como el que
mostró su hijo. Murió, afirmaba Wilson, como un hombre y un soldado, sin una palabra de queja.
Según la versión de Scott, tal como consta en el diario, Oates dijo al salir de la tienda: «Salgo y
tal vez tarde un rato». Oates, decía Scott,
se enorgullecía de que su regimiento aprobara el modo audaz con que enfrentó la muerte [...]
Sabíamos que el pobre Oates caminaba hacia la muerte, pero [...] sabíamos que era el acto de
un hombre valiente y de un caballero inglés.
Wilson deja entrever que Oates sufría hasta tal punto que, cuando las esperanzas se habían
disipado, optó por la única solución que le quedaba. Scott le atribuye pensamientos heroicos, lo
que plantea la pregunta de cómo los conocía. Pero Scott ya escribía por entonces con vistas a la
publicación, fuera cuando fuera. Wilson redactó una carta muy personal y, de haber expresado
Oates alguna intención heroica, se lo habría comunicado a la señora Oates, es de suponer que
junto con sus últimas palabras. Cuando hay constancia de su testimonio independiente, Wilson
resulta siempre veraz. Scott, por el contrario, preparaba su coartada. Un subordinado que llegara
al límite del sufrimiento resultaría dañino en extremo, así que Oates debía tener un final redondo.
De todos modos, Scott, que siempre se dejaba guiar por las apariencias, pudo haber interpretado
la acción de Oates como la decisión correcta. El tiempo mejoró y, durante unos días más, Scott,
Wilson y Bowers siguieron en el empeño de avanzar. El 21 de marzo estaban a dieciocho
kilómetros de Depósito Una Tonelada, casi sin comida ni combustible. Clavaron la tienda
instantes antes de que se levantara una ventisca del suroeste. Scott tenía el pie derecho congelado
y apenas podía andar. Había pasado a ser el lastre del grupo, como lo fuera Oates. Wilson y
Bowers, en un estado sólo un poco mejor, se aprestaron a partir hacia el depósito y volver con
alimento y combustible. Algo les detuvo, no se sabe qué. Bowers no era hombre que abandonara
quedando una brizna de esperanza. Incluso cuando estaban en forma, el mismo tipo de vendaval
continuado y su incapacidad de orientarse con mal tiempo les habían detenido a menudo. Debido
a la señalización defectuosa necesitaban una buena visión para encontrar el depósito. Pero es
muy dudoso que la tormenta fuera tan violenta o constante como indicó Scott, que exageraba aun
cuando la salud le acompañaba. En aquel momento estaba congelado, hambriento, enfermo,
factores que fácilmente podían parecer más graves de lo que eran en realidad. Es probable que el
propio Scott retuviera a Bowers y Wilson. Aun alcanzando el depósito estaban prácticamente
sentenciados, porque les quedaban más de doscientos kilómetros hasta la seguridad de la base y
la estación tocaba a su fin. El pie congelado de Scott amenazaba gangrena. «La amputación es la
menos grave de las posibilidades», escribió, «pero ¿se extenderá el problema?». Si por algún
milagro se salvaban, seguramente quedarían tullidos para toda la vida. Wilson y desde luego
Bowers tenían estómago para asumirlo; pero Scott había de afrontar las terribles palabras mene
mene tekel upharsin, 'Se te ha pesado en la balanza y no das buen peso'. «Mi suerte depende de la
expedición», había escrito a su esposa antes de partir. Se quedó sin alicientes. Lo habían vencido
en el Polo; había desbaratado toda la empresa; había salido con aire triunfal y tendría que volver
al país y enfrentarse al público con el estigma de la derrota. En el mejor de los casos, le esperaba
la humillante compasión que se dispensa al competidor descalificado. Sus enemigos se reirían de
él. De hecho, el 20 de marzo, Armitage, resentido desde la expedición del Discovery, le
expresaba por carta a Nansen su «más sentida enhorabuena» por el éxito de Amundsen:
Demuestra una vez más el valor de la experiencia práctica y del razonamiento lógico [...] Me
temo que Scott, con su poca afición al esquí, por no mencionar nada más, tendrá muy difícil
alcanzar su objetivo [...] Por lo que veo, Amundsen tiene intención de cubrir el paso del mar de
Bering a través del Polo Norte, y deseo sinceramente que obtenga el mismo resultado óptimo
que en el sur.
Scott tendría que responder por los hombres que había perdido. Shackleton reiría el último. Esto
Scott no podía soportarlo. Más valía buscar la inmolación en la tienda. De esta manera podría
arrancar una suerte de victoria a partir de la derrota. Convenció a Wilson y Bowers de que se
tendieran con él y esperaran el fin, cuando el instinto de otros hombres en un apuro similar les
hubiera hecho seguir adelante y morir en el empeño. Durante nueve días como mínimo
descansaron en los sacos de dormir, mientras se agotaba el remanente de comida y combustible y
la vida se consumía. Escribieron las últimas cartas, en la creencia de que algún día serían
halladas. Este fue probablemente el argumento que utilizó Scott para persuadirlos de que se
tendieran y aguardaran en la tienda. Si hubieran muerto en el exterior, ellos y sus escritos se
habrían perdido. En la tienda, era posible que los encontraran y que su relato se salvara del
olvido. Wilson y Bowers redactaron unas notas privadas apresuradas y significativas. Scott, por
el contrario, llevaba tiempo preparando sus despedidas. La primera databa del 16 de marzo e iba
dirigida a sir Edgar Speyer, el tesorero de la expedición: «Me temo que debemos dejarlo». Scott
ya había abandonado. Virtió carta tras carta: Scott se dirigía a su público. Al borde de la muerte
dio muestras de una exultación desconocida en él: el auténtico espíritu del mártir. Lo paradójico
es que Wilson, que durante tanto tiempo abrigara mórbidos deseos de morir, ahora se lamentaba.
Wilson había prometido a Oates que visitaría a su madre. La única manera de cumplir la promesa
era escribir a la señora Oates, transmitirle el último mensaje de su hijo y describirle su muerte.
Escribió la carta a punto de hundirse, porque entonces, según lo expresó, estaban en la misma
lata. Ya no tenía esperanzas de verla a ella o a su mujer o a sus padres. Era un perdedor nato, lo
creía de veras. Pero se había dilapidado su vida por nada. Estaban a dieciocho kilómetros al norte
del punto al que se le había requerido a Scott que desplazara el depósito que tan trágicamente y
por tan poco se les escapaba.
Te dejo en la estacada [le escribió Scott a William Ellison-Macartney, cuñado suyo y
responsable de los negocios de la familia], pero no deliberadamente, como sabes [...] Dejé mi
dinero, unas dos mil libras, a madre. Debe de haber más dinero. Ve a ver a Speyer y hablale de
los derechos de Kathleen. Te has portado muy bien.
A continuación preparó su salida de escena.
No era demasiado mayor para esta empresa [le escribió al almirante sir Francis Bridgeman, su
último superior en la Marina]. Fueron los más jóvenes los que antes cayeron [...] Estamos
dando un buen ejemplo a nuestros compatriotas, si no por nuestra incursión en un lugar difícil,
por nuestra entereza de hombres en el modo de afrontarlo al llegar a él.
Era su tema recurrente. Así lo expresó a sir James Barrie:
Estamos demostrando que los ingleses todavía saben morir con espíritu audaz, luchando hasta
el fin [...] Creo que esto constituye un ejemplo para los ingleses del futuro.
Pero no hubo ninguna carta para sir Clements Markham, el hombre que había dado a Scott la
oportunidad de triunfar. «No tengo tiempo para escribir a sir Clements», le explicó a Kathleen.
«Dile que he pensado mucho en él y que nunca he lamentado que me pusiera al mando del
Discovery». Por el contrario, sí le escribió un carta al público:
La causa del desastre no es una organización deficiente, sino la desgracia en todos lo riesgos
que había que asumir [...] La pérdida de la tracción de los ponis [...] El tiempo [...] La nieve
blanda en las cuencas bajas de los glaciares [...] Todos los detalles de nuestras provisiones, la
ropa, los depósitos [...] dieron un resultado óptimo [...] No creo que ningún ser humano haya
pasado jamás por un mes como el que hemos pasado nosotros [...] Habríamos salido con vida
[...] de no ser por la enfermedad del [...] capitán Oates y una falta de combustible en los
depósitos que no puedo explicar.
Son todo argucias. Con su incompetencia, Scott se había precipitado al desastre y había
sacrificado la vida de sus compañeros. Sus pecados habían recibido su merecido. Pero se
justificaba, buscaba excusas, imputaba la culpa a sus subordinados. Es el testamento de un
fracaso, pero tal vez gracias al estilo literario, de un fracaso heroico. Bowers, que probablemente
fuera el último en morir, escribió a su madre una nota triste y breve:
sigo teniendo puesta la fe en Él y en la generosa Gracia de mi Señor y Salvador en quien me
hiciste tener fe [...] Me gustaría tanto salvarme, sólo por ti. Pero es espléndido morir junto con
los compañeros que tengo a mi lado [...] Pero no habrá vergüenza y sabrás que he luchado
hasta el fin [...] Oh, cómo lo sentiré por vosotros cuando lo oigáis, sabréis que para mí el fin ha
sido tranquilo como sólo lo puede ser el sueño en el frío.
Fuera, el viento rugía, amainaba, resurgía, aflojaba y volvía a soplar. La nieve raspaba la tela;
poco a poco cubría la tienda verde. A ciento ochenta kilómetros, se iniciaban los primeros
intentos de rescate, con poca convicción y demasiado tarde.
17
En Hobart, de momento, Amundsen estaba tranquilo. Los tasmanienses le tributaron un
reconocimiento ilimitado, el gobernador le recibió, las iglesias celebraban oficios de
agradecimiento porque hubiera regresado a salvo. El 8 de marzo, el día posterior a su llegada,
según sus propias palabras, «empezaron a llover» telegramas de felicitación. Los acabó
reuniendo en un libro de tafilete rojo, en cuya cubierta se leía en letras doradas «Polo Sur». Los
telegramas provenían desde el presidente Theodore Roosevelt—con quien se había entrevistado
Amundsen tras abrir el Paso del Noroeste—hasta del director de una empresa que envasaba
pescados en lata, quien quería colocar el retrato de Amundsen en sus productos (respuesta
pagada, cuatro palabras). Peary, que después le escribiría a un amigo suyo que Amundsen le
había «arrebatado deliberadamente el premio a Scott», le telegrafió: «Felicidades por su gran
viaje. Perros son único motor para trabajo polar». Todavía le escocía que Scott hubiera desoído
su consejo. Amundsen percibió en los primeros frutos de la victoria un resabio amargo. Ansiaba
reconocimientos y estaba disgustado por los pocos y, según él, reticentes mensajes de Inglaterra.
Parecía valorar por encima de todo el aplauso inglés. La R.G.S. le envió un telegrama, pero su
presidente, el comandante Leonard Darwin, le explicó por carta a Kathleen Scott que fue sólo
por sentido del deber. «Por supuesto», contestó ella. «Seamos al menos, si no vencedores,
buenos perdedores». También quería telegrafiar a Amundsen, pero Reginald Smith, el editor de
Scott, la convenció de lo contrario. El rey Jorge V le envió un telegrama que contenía una
indirecta real o imaginada: «He recibido con la mayor alegría la noticia de que desembarcó por
vez primera en suelo inglés tras su próspera expedición [...]». Al día de su llegada, Amundsen
escribió la primera carta de agradecimiento. Iba dirigida a don Pedro Christophersen:
Estoy deseando [...] agradecerle personalmente todo lo que ha hecho por mí [...] Ahora espero
que, trabajando duro, lo conseguiré [...] El Tte. Thv. Nilsen, mi espléndido camarada y capitán
del Fram, me trajo [...] su oportuna ayuda. Sin ella no habría tenido nada al llegar aquí.
Los sentimientos de Amundsen hacia Nansen eran más complejos, y pasó algún tiempo antes de
que se viera capaz de escribirle:
Una y otra vez he buscado la expresión correcta para la gratitud que tanto deseo comunicarle,
pero en vano. Las palabras no pueden expresarla. Con su nombre ha dado seguridad a mis
acciones. Con su autoridad ha hecho avergonzar a todos los murmuradores hasta sumirlos en el
silencio. He sentido en lo más hondo que quería ayudarme, y a menudo, muy a menudo, esta
certidumbre me ha ayudado a continuar cuando todo se volvía difícil. Por desgracia, mi carta
no sólo contiene buenas noticias: me he visto obligado a desembarcar a Johansen. Desde el
principio, su comportamiento a bordo ha sido de todo menos agradable. En una ocasión, en
invierno, se negó a obedecer órdenes, por lo que tuve que excluirle del grupo que iría al sur.
Esto, naturalmente, empeoró la situación. Al llegar aquí, se emborrachó y peleó con sus
compañeros, y dificultó sus tareas. A fin de tener paz a bordo, me he visto obligado a hacerlo
desembarcar.
Es todo cierto, pero la explicación de la salida frustrada hacia el Polo inducía a error. Amundsen
temía la desaprobación de Nansen y deseaba ser el primero en exponer su versión. Johansen
quería regresar a toda costa. Amundsen le dio el dinero para el billete y abandonó Hobart en un
carguero; llegó a Noruega a mediados de junio, de nuevo como un hombre melancólico y
desanimado. Amundsen telegrafió al presidente de la Sociedad Geográfica Noruega que
Johansen era retornado al país por rebelión. Había que excluírselo de las celebraciones oficiales
y mantener en secreto su llegada, silenciarlo todo. Amundsen no sabía perdonar, y el crimen de
Johansen era grave.
El 21 de marzo, Amundsen abandonó Hobart en dirección al continente australiano con vistas a
iniciar una tediosa serie de conferencias. El Fram había zarpado el día anterior con rumbo a
Buenos Aires, donde, con la ayuda económica de don Pedro, sería reparado y estibado para lo
que Amundsen llamaba «el verdadero viaje», la deriva en el Artico, que había de empezar en
1913. Tras la gira de conferencias en Australia y Nueva Zelanda, Amundsen partió para Buenos
Aires a fin de reincorporarse al Fram. En Montevideo, el barco fue recibido por una comisión de
bienvenida de la colonia noruega. En palabras de uno de sus integrantes,
Nos lanzamos a bordo y preguntamos: —¿Dónde está el capitán Amundsen? El capitán del
barco sonrió y repuso: —A bordo de este barco no hay nadie que responda a tal nombre, señor.
Pero un hombre de larga barba y gafas oscuras dijo: —¿Tal vez pregunta por mí? Y
efectivamente: nos hallábamos delante del explorador del Polo.
Tras alcanzar la última meta geográfica y convertirse en un hombre famoso, Amundsen había
sentido la necesidad de viajar no sólo de incógnito sino disfrazado. En la lista de pasajeros
constaba con el nombre de Engebreth Gravning. Llevaba una barba postiza. Sólo el capitán del
barco conocía su identidad. Fue en aquel momento cuando, por primera vez, Amundsen se
reunió con don Pedro, hasta entonces sólo un benefactor lejano. Se trató de un encuentro
emotivo. Amundsen, por lo general comedido y poco expresivo, abrazó al anciano que había
salvado la expedición como un padre indulgente. Don Pedro se hizo cargo de Amundsen. En
Buenos Aires recibió la primera aclamación de sus compatriotas: la colonia noruega organizó un
banquete en su honor y el de la tripulación del Fram. El preparó una gran fotografía que había
tomado de la montaña bautizada don Pedro de camino al Polo. Dispuso que la fotografía
apareciera mientras pronunciaba el discurso tras la cena, y cuando le agradecía a don Pedro todo
lo que había hecho se la entregaron. Don Pedro se emocionó mucho y las mejillas se le llenaron
de lágrimas. En su discurso, Amundsen reconoció, en palabras de Hassel, que
era poco agradable trabajar con él [...] y tenía razón. Por cierto, es extraordinario cómo un
reconocimiento sincero de un defecto puede mitigar el desagrado que causa.
Por decirlo de otra manera, las cualidades del jefe no siempre propician un trato cómodo.
Amundsen tenía que acabar el libro sobre el Polo Sur, que—pobre diablo optimista—esperaba
que fuera un éxito de ventas y le reportara estabilidad económica. William Heinemann, el editor,
no tenía tantas esperanzas, porque el relato de The Daily Chronicle carecía de gancho.
Estoy [...] decepcionado por la falta de imaginación que demuestra [...] incluso en algo tan
emocionante como su logro [...]. No puedo por menos de creer que, por muy grande que sea la
hazaña de Amundsen, él no va escribir un buen libro.
Amundsen marchó a una de las estancias de don Pedro para acabar el libro. Se retrasó la salida
del Fram hacia la deriva en el Ártico y la mayor parte de la tripulación zarpó hacia Noruega en
transanlántico. Amundsen no les pudo dar mucho dinero en efectivo. «Sin blanca y con el ánimo
por los suelos», escribió Bjaaland, al cruzar el Ecuador. «Dios sabe cuándo tendré dinero, como
corresponde a un hombre». Bjaaland y sus compañeros llegaron a Bergen el 2 de julio. Al
preguntarles un diario por Scott,
Eran reacios a hacer cualquier tipo de comentario, pero todos convinieron en que Scott había
alcanzado el Polo. Por otra parte, temían que no hubiera llegado a su depósito principal en la
vuelta. En su opinión, el invierno le había retenido [...]. El escorbuto, a su parecer, también
podía ser un enemigo peligroso. Lamentarían mucho que algo le sucediera.
En julio, Amundsen zarpó de Buenos Aires con rumbo a Noruega, otra vez de incógnito.
Sin ningún tipo de aventura, sin identificar y desapercibido, llegué a mi oficina de Cristianía [le
escribió a don Pedro]. Así que este viaje también se vio coronado por la victoria.
En cabo Evans, la expedición británica esperaba otra primavera. El 16 de marzo, Cherry-Garrard
y Dmetri estaban de regreso en Punta Cabaña del viaje al Campamento Una Tonelada, sin Scott
pero con mucho que contar acerca de ventiscas, frío y aflicciones. Su relato supuso para
Atkinson—que les había estado esperando en Punta Cabaña con Keohane—el primer aviso del
desastre. Pero con la experiencia del año anterior podían haber previsto qué tiempo haría.
Atkinson sintió el deber moral de intentar una nueva operación de rescate. Pero Cherry-Garrard
se había hundido mental y físicamente, y también Dmetri estaba fuera de combate. Hasta el
momento de producirse la congelación del mar, las aguas abiertas les mantendrían
incomunicados de sus compañeros de cabo Evans. Diez días después, Atkinson salió con
Keohane y con pocas esperanzas. Como es muy propio de aquella expedición infausta,
arrastraron el trineo a pulso y dejaron los perros holgando en Punta Cabaña. Ni Atkinson ni
Keohane habían conducido perros, y el primero consideraba una crueldad sacarlos al cabo de tan
poco tiempo del viaje de Cherry-Garrard y Dmetri. El 30 de marzo, justo pasado el Campamento
Esquina, caminando a duras penas entre vendavales y cinarra, decidió dar media vuelta,
convencido (ya sin reparos morales) de que los integrantes del grupo del Polo habían muerto. La
última entrada del diario de Scott data del 29 de marzo. Los supervivientes afrontaban un
segundo invierno. El abatimiento predominaba en el reducido grupo que se reunió en cabo Evans
a principios de marzo. La cabaña estaba medio vacía, con trece ocupantes y no los treinta y siete
del principio. Y las cinco literas vacías de los que habían viajado al Polo mantenían su memoria
viva en todo momento. Pero también estaban contentos, en algunos aspectos más que el año
anterior. Era por Atkinson, que había asumido el mando. Gran escribió de él que
todo el mundo había aprendido a respetarle y admirarle [...] Sus espléndidas cualidades de jefe
se revelaron pronto en la hibernación de cabo Evans. Nunca daba órdenes, sólo expresaba
deseos, y con esto bastaba.
Durante todo el invierno, Atkinson había tenido ante sí una decisión difícil. Al sur, sin duda,
estaban los integrantes muertos del grupo del Polo; al norte, Campbell y sus compañeros, tal vez
vivos. ¿Qué era más urgente: encontrar a los muertos o buscar a los vivos? Acabó por decidir que
los sentimientos y la opinión pública inglesa exigían salvar del olvido los documentos del grupo
del Polo, así que el primer deber era encontrar a los muertos. El 29 de octubre salió hacia el sur
la partida de rescate. Constaba de doce hombres con perros y siete muías del Himalaya
procedentes del Ejército de la India desembarcadas, a instancias de Oates, con vistas a la segunda
temporada. Estaban preparados para un largo viaje de ascensión a la meseta Polar. Siguieron con
la máxima fidelidad posible la ruta ya trillada. El 12 de noviembre, en palabras de Tryggve Gran,
«¡Ha pasado! ¡Hemos encontrado lo que buscábamos! Dios del cielo, qué duro puede ser el
destino». A las seis de la mañana, a unos dieciocho kilómetros al sur del Depósito Una Tonelada,
cuando ya se disponían a acampar, vieron lo que al principio les pareció un hito a la derecha de
su camino. Charles Wright, que estaba a cargo de la navegación, se acercó a echar un vistazo, se
detuvo e hizo gestos a los demás de que se acercaran. Era una tienda cubierta por la nieve; la
entrada estaba cerrada por dentro.
Debo reconocer que vertí algunas lágrimas [escribió el suboficial Thomas Williamson] y sé que
los demás hicieron lo mismo, fue un gran golpe para todos, aunque desde hacía meses sabíamos
muy bien que daríamos con algo así, todos parecían atónitos [sic], no tocamos nada y nos
limitamos a observar y a pensar en los secretos que nos reservaba la tienda.
Atkinson ordenó acampar a cierta distancia mientras algunos desenterraban la tienda. A
continuación entró en ella y, antes de sacar nada, hizo entrar a todos los demás uno por uno para
que vieran el interior y así no hubiera controversias acerca de lo que contenía.
Tardé un buen rato en entrar [dijo Williamson] por miedo a no poder aguantar aquella escena
lastimosa [sic], pero cuando al fin reuní suficiente coraje presencié algo de lo más espantoso,
aquellos sacos de dormir con cuerpos congelados dentro en el del medio reconocí al capitán
Scott [...] los otros dos cuerpos no los vi, ni quería ver a aquellos pobres hombres.
Tras la ronda de visitas, Atkinson sacó los relojes y los documentos. Plegaron la tienda sobre los
cadáveres de Scott, Wilson y Bowers y los enterraron donde estaban tendidos, tal como los
habían encontrado, dentro de los sacos de dormir. Sobre ellos erigieron un alto hito; encima de
este colocaron una cruz hecha con dos esquís y, al pie del hito y la cruz, Atkinson leyó el
discurso del funeral.
Fue [en palabras de Gran] un acto solemne. Emocionaba ver a once hombres curtidos
derechos, con la cabeza descubierta y cantando. Al sur, el sol brillaba entre amenazantes nubes
de tormenta, y la gran llanura exhibía colores de ensueño. Se levantó cinarra, y al acabar el
himno, un manto blando y blanco cubría a los muertos.
Scott ordenaba a quien encontrara su diario que lo leyera y después lo enviara a Inglaterra.
Atkinson se retiró a su tienda y lo leyó, parece que durante varias horas, hasta descubrir lo
sucedido. Después convocó a la partida y se lo contó. Al concluir el relato, la impresión
producida por el hallazgo cedió ante cierta inquietud. Scott, Wilson y Bowers habían muerto a
muy poca distancia, hubieran podido socorrerlos; como Gran expresó en su diario,
No puedo quitarme de la cabeza la idea de que habríamos podido salvar a Scott. Tal vez lo
hubiéramos conseguido de haberse encontrado Cherry en condiciones de ocuparse de la
navegación. Mis compañeros son demasiado flemáticos. A veces conviene montar un número.
Tal vez sea Scott el mayor culpable: no quiso arriesgar vidas de otros para salvar la suya. Pero
sospecho que también pensaba que, si Shackleton consiguió volver sin ayuda, también podía él,
y lo habría hecho de haberlo querido así Nuestro Señor [...] Atkinson se ciñó demasiado al
papel de médico tranquilo y prudente. Es competente, pero le falta iniciativa. Ah, es de veras
triste.
Para Cherry-Garrard, era algo más personal. Había dirigido el último intento de rescate con
verdaderas posibilidades de éxito. Wilson y Bowers eran sus amigos más íntimos, y en aquel
momento descubría que, ocho meses atrás, cuando dio la vuelta en el Campamento Una
Tonelada con Dmetri y los perros, ellos luchaban por salvar la vida a cien kilómetros.
Sólo con haber seguido un día y medio [escribió], podríamos haber dejado algo de comida y
petróleo en uno de los hitos y esperar que los vieran [...] No haberlo hecho será motivo de gran
dolor en lo que me queda de vida.
Y en otra ocasión:
No soporto la pregunta por lo que podríamos haber hecho por ellos con los equipos de perros;
pero obedecíamos órdenes.
Hasta el fin de sus días, Cherry-Garrard vivió atenazado por los remordimientos: si hubiera
sabido navegar; si hubiera sido un conductor de perros experimentado y no un principiante; si se
hubiera impuesto a un testarudo campesino ruso, quizá habría salvado a sus amigos. Al cabo, la
obsesión le trastornó. Pero entonces lo que le preocupaba eran las críticas—y aun peor—que
temía tener que afrontar a su regreso a Inglaterra. Pero no tenía de qué preocuparse: el talento
literario de Scott acalló el clamor. La magistral justificación de sí mismo que traspasaba la
responsabilidad a sus compañeros y les dejaba un estigma de culpabilidad también acabó por
protegerles a ellos. Lo empezaron a saber allí mismo, en el lúgubre emplazamiento del último
campamento de Scott. Atkinson concluyó la narración de la última marcha con la lectura del
mensaje de Scott para el público. El efecto fue inmediato.
El mundo pronto sabrá de sus sufrimientos, penalidades y devoción recíproca [escribió
Williamson], sus hazañas fueron tan grandes como la que puedan cumplirse en un campo de
batalla y obtuvieron el respeto y admiración de todo británico de pura cepa.
Fue así como la leyenda arraigó con tanta rapidez y naturalidad. Scott sabía cómo hablar a sus
compatriotas. Desenterraron el trineo con su cargamento de muestras geológicas. Para Cherry-
Garrard era «magnífico que hombres [...] siguieran tirando de aquello, hasta el punto de morir
por ello». «Creo», observó Gran con otro punto de vista, «que se podrían haber ahorrado este
peso». Habían arrastrado aquellos quince kilos de roca para lucirse como mártires de la ciencia:
un gesto absurdo y patético para salvar algo de la derrota en el Polo y del naufragio de todas sus
esperanzas. La mitad de este peso en carne de foca les hubiera salvado. Medio litro de queroseno
o una lata de pemicán les habrían sido de mucha más utilidad que la piedra más valiosa del
mundo. Y, a fin de cuentas, las muestras carecían de valor. Shackleton había completado la
mayor parte de la tarea geológica, y los resultados de la recolección de Scott no aportaron nada
significativo al ver la luz, porque estaban desfasados. A parte de las muestras geológicas, era,
como Gran anotó en su diario, «absolutamente increíble cuánto llevaban en el trineo [...] una
gran cantidad de bolsas de provisiones vacías y prendas de vestir inservibles». La partida
continuó hacia el sur en busca de Oates, pero no halló más que un saco de dormir vacío a unos
kilómetros. En este punto erigieron otro hito con una cruz, a la que adjuntaron una nota que
rezaba: «Cerca de aquí murió un caballero muy aguerrido, el cap. L. E. G. Oates, de los
Inniskilling Dragoons». Volvieron de inmediato a lo que Williamson llamó «Campamento del
Dolor». Allí, mientras examinaban el material y desechaban lo innecesario, Gran y Williamson
encontraron por casualidad una bolsa que contenía la carta de Amundsen al rey Haakon. Estaba
entre los desperdicios del trineo de Scott, tras pasar todo el invierno enterrada en la nieve. En el
hito del grupo del Polo, Gran se puso los esquís de Scott para usarlos en la vuelta; en sus propias
palabras, «completarán su avance de dos mil kilómetros». La partida se lanzó acto seguido al
norte, para salvar a Campbell y sus hombres. Llegó a Punta Cabaña el 27 de noviembre;
Campbell había regresado por su propio pie. El y su grupo habían invernado en una cueva de
nieve de las calas Evans, en la costa de Tierra de Victoria, alimentándose de focas y pingüinos.
Fue un maravilloso relato de supervivencia. Pero Abbott, uno de los marineros, perdió el juicio
tras volver a Punta Cabaña. Ya sólo quedaba esperar al barco, que se retrasó. El 17 de enero,
muy apesadumbrados, empezaron a prepararse para el tercer invierno. Al otro día Gran escribió
en su diario:
Terra Nova a la vista. ¡Hurra! ¡Hurra! Alegría. ¡Hurra!
Teddy Evans, que se había recuperado del escorbuto, asumió el mando. Después de treinta y seis
horas seguidas tuvieron cargado el Terra Nova, que bordeó la bahía hasta Punta Cabaña para
erigir en Colina de Observación una cruz conmemorativa del grupo del Polo. La inscripción,
elegida por Cherry-Garrard, era el mismo verso del Ulysses de Tennyson— «Luchar, buscar,
encontrar, nunca rendirse»—con que Nansen elogió la conquista del Paso del Noroeste de
Amundsen, seis años atrás en Londres. El Terra Nova levó anclas de inmediato. El 10 de febrero,
a las tres de la mañana, llegó a Oamaru, Nueva Zelanda, donde Pennell y Atkinson
desembarcaron para enviar el telegrama a la prensa mientras el Terra Nova bordeaba la costa de
arriba abajo para impedir cualquier filtración informativa. Arribó a Lyttelton el 12 de febrero,
con las banderas a media asta. Los titulares llenaron las primeras páginas; la muerte de Scott
había estremecido al mundo. «La aventura ha acabado», escribió Gran en su diario, «y nuestro
viaje pertenece al pasado».
En Londres, el teniente de la Armada Barry Domville [54] comentó al oír la noticia: «Nunca he
sido muy partidario de que oficiales de la Marina se dedicaran a estas expediciones, y aunque
desde luego lo siento por Scott, el resultado no me parece satisfactorio». La opinión general
queda mejor reflejada en el diario de una escolar de Bristol:
Martes 11 de febrero de 1913 un día horrible que no se olvidará jamás y muy triste para
algunas mujeres que supieron que debido a los audaces esfuerzos del capitán Scott y sus cuatro
valientes compañeros por alcanzar el Polo S. (y así dar a Inglaterra un día de orgullo) hubiera
que sacrificar cinco almas humanas a la Antártida; esos hombres tenían mujeres e hijos en casa
y el último deseo del capitán Scott fue que estas personas recibieran atenciones en el país. Así se
hará.
Kathleen Scott, que se había desplazado a Nueva Zelanda para recibir a su esposo, no tardó en
llegar al fondo de la cuestión: «Se habrían salvado de no haberse quedado con los enfermos»,
escribió al almirante Egerton, el protector de Scott en la Marina, «así que me alegro mucho de
que no se salvaran». En realidad, de haberse salvado Scott, segundo y a la zaga, con su mala
dirección ampliamente demostrada, habría quedado desacreditado y muerto entre la indiferencia
general. La respuesta de Hugh Robert Mili al Geographical Journal a raíz de la propuesta de un
artículo, en abril de 1912, después de que el Terra Nova llegara con la confirmación de la derrota
de Scott pero sin noticias de su muerte, da en el clavo:
Me encantaría escribir [...] acerca de los resultados obtenidos por Scott, pero [...] no existen
[...] Se ciñó tanto al rastro de Shackleton que no podía descubrir nada a menos que Shackleton
hubiera pasado antes [...]. Aunque Scott alcance el Polo [...] no puede lograr nada salvo
retornar a su grupo con vida.
Así las cosas, no podría haber ido mejor. Por parafrasear la afirmación de Shackleton, Kathleen y
el país preferían un león muerto que un burro vivo. En palabras de Hannen Swaffer, periodista de
entonces, «Con la única salvedad de la muerte de Nelson en la hora de la victoria, nada hay más
dramático». El Almirantazgo anunció que Scott y sus compañeros se daban por «muertos en
acción». En un gesto sin precedentes, Kathleen recibió el título de lady Scott, como si su esposo
hubiera sobrevivido y obtenido el título de sir. El alcalde de Londres creó un fondo para los
familiares de los muertos, y el pueblo británico respondió con su habitual fervor en tiempos de
desastre; se les dedicó una misa en la catedral de San Pablo, y todo por una de las expediciones
al Polo más ineficaces y uno de los peores exploradores. El mensaje de Scott emocionó al país:
Nuestro hundimiento se debe sin duda a esta súbita irrupción de mal tiempo [...] No creo que
ningún ser humano haya pasado jamás por un mes como el que hemos pasado nosotros [...] No
lamento el viaje, que ha demostrado que los ingleses saben soportar las penalidades, ayudarse
recíprocamente y afrontar la muerte con la misma entereza de siempre.
Amundsen había hecho de la conquista del Polo algo que estaba a mitad de camino del arte y el
deporte. Scott había convertido la exploración del Polo en una cuestión de heroísmo por el
heroísmo. La señora Oates, desconsolada por el suicidio de su hijo—llamemos a las cosas por su
nombre—, tal vez se excediera al llamar a Scott su «asesino», pero sin duda Scott era el
responsable de la muerte de sus compañeros. Al público se le endilgó que Oates se había
sacrificado para salvar a sus compañeros, por mucho que entre las líneas del diario de Scott se
pudiera atisbar la verdad:
Titus Oates [había escrito Scott el 11 de marzo] está muy cerca del fin [...] Hemos discutido el
asunto [...] es un hombre valiente y bueno y comprende la situación, pero prácticamente pidió
consejo. Nada se le podía decir salvo animarlo a avanzar mientras pudiera.
Pero se ocultó toda prueba de que el pobre Oates hubiera acabado con su vida al no poder
soportar más el dolor, y de modo especial la carta de Wilson a la señora Oates. Había que dar a la
tragedia una pátina de acción heroica; de lo contrario se habría imputado la responsabilidad a
Scott, lo que no habría beneficiado a su prestigio. En ninguno de los documentos del grupo del
Polo se dice explícitamente que Oates se quitara la vida en un sacrificio heroico. La verdad se
percibe en el indicio de la versión de Scott. La familia Oates mantuvo una reserva extraña. La
señora Oates nunca perdonó a Scott y se comportó como la madre no de un héroe sino de una
víctima. Cuando el Palacio de Buckingham le pidió que aceptara la medalla del Polo postuma de
su hijo, ella rehusó. A la vuelta de la expedición, se entrevistó con varios integrantes con vistas a
descubrir la verdad, que de todos modos ya había discernido. Halló amplia constancia del
comportamiento desequilibrado de Scott. Según anotó, Meares le dijo que «había muchos
problemas y descontento [...] y lo peor era que uno no podía mantenerse al margen de las riñas».
Atkinson y Evans declararon que su hijo lamentaba haberse alistado en la expedición. Por si
fuera poco, el teniente de navío coronel Fryer, que fuera su superior y siempre receló de Scott
por los rumores sobre su carácter, le escribió que había tratado de impedir que su hijo marchara
al Polo, «como habría hecho de haber sido él mi hermano pequeño». Sin embargo, tras confirmar
sus temores, la señora Oates se avino en público a adaptar la acción de su hijo a un modelo
digerible. «No se puede hablar a las claras», le escribió Teddy Evans con palabras muy
familiares, «en lo concerniente a la organización». En un manido sermón pronunciado en la
capilla del astillero naval de Devonport, se elogió a Oates y sus compañeros por «el recordatorio
que constituyen de [...] la gloria de la abnegación, la bendición del fracaso». Se dedicó una gran
cantidad de verborrea al motivo de «arrancar la victoria de las fauces de la muerte». Oates,
sencillo y razonable, no era en modo alguno este tipo de persona. Su acción tuvo algo de
significativamente simbólico: el aristócrata que buscaba la muerte porque ya no quedaba lugar
para él; era la única salida. Scott pronunciaba los sermones. Sus acciones y, sobre todo, su estilo
literario casaban con el espíritu de sus compatriotas. Personificaba el fracaso glorioso que a
aquellas alturas ya constituía un ideal entre lo británicos. Era un héroe apropiado para un país
decadente. Pocos intentos se hicieron de analizar las causas del desastre. Era más cómodo hacer
de la calamidad virtud y disfrazar la incompetencia de heroísmo. A pesar de las concluyentes
pruebas de lo contrario, el Daily Chronicle escribió que la «expedición del capitán Scott era sin
duda la mejor equipada de todas las que han explorado el continente antartico». The Times
ofrecía una sofistería característica: «No hagamos caso de las habladurías [...] que han circulado
acerca de una "carrera"», instaba, y añadía que el verdadero valor de aquella expedición a la
Antártida era
espiritual, y por lo tanto, en el más hondo sentido, nacional. Demuestra que en una era de
materialismo deprimente todavía es posible encontrar hombres que afronten rigores, grandes
riesgos e incluso la muerte, por un ideal [...] Este es el temple de hombres que construyen
imperios, y mientras viva entre nosotros podremos mantener un Imperio que construyeron
nuestros padres.
18
LA ÚLTIMA AVENTURA
Amundsen se enteró de la noticia hallándose en Madison, Wisconsin. «De buen grado
renunciaría a todo el honor y al dinero—le dijo a un periodista—si con ello pudiera haber
salvado a Scott de esta muerte terrible». Al día siguiente, en Chicago, un periodista que lo
esperaba le describió como
el vivo retrato del dolor, y se esforzó en vano por ocultar la emoción [...] «¡Horrible, horrible!»,
exclamaba Amundsen mientras iba arriba y abajo [...] «No puedo leer el último mensaje de
Scott sin emocionarme [...] Y pensar», [añadió] en voz muy baja, «que mientras estos hombres
valientes morían en la extensión de hielo, yo daba conferencias en el calor y la comodidad de
Australia».
Amundsen estaba embarcado en una gira de conferencias por Estados Unidos en que explicaba
cómo había alcanzado el Polo Sur. Durante casi un año acaparó toda la atención y parecía que
todo le había sido perdonado. En Noruega se le quería nombrar catedrático. «Sería agradable
tener», le escribió a Nansen, «un salario anual regular, pero», proseguía con la ironía retorcida
que le caracterizaba: «¡Catedrático!, no estoy preparado para esto. Debo rehusar esta halagadora
propuesta, con gratitud». Los demás honores—y hubo muchos— los aceptaba sin remilgos
cuando surgían, al extremo de que Bjaaland le escribió: «Enhorabuena por tu triunfal progresión
alrededor del mundo». Entonces llegó el Terra Nova con el relato de lo que un diario llamó
«marcha fúnebre en la Antártida», y el victorioso Amundsen fue eclipsado durante un tiempo por
Scott el mártir. Antes de que se supiera de Scott, los británicos se consolaban con la idea de que
si Amundsen había ganado era gracias a la «suerte», lo que indignó a Nansen hasta tal punto que
escribió en la introducción al libro de Amundsen—titulado en inglés The South Pole—: «Que
nadie hable de suerte. El triunfo de Amundsen es el del fuerte y el clarividente». Al difundirse la
noticia, Inglaterra hizo de Amundsen un chivo expiatorio. Scott, decía, murió porque la derrota
en el Polo le rompió el corazón; luego la culpa no era de él, sino del hombre que había sido lo
bastante impertinente como para llegar el primero. Se trataba del recurso romántico que
prescindía de la incómoda obligación de preguntar por qué Scott llegó segundo. No estaba
concebida para agradar al cartesiano Amundsen, que desde el principio replicó que Scott había
cavado su propia tumba, como también Nansen sugirió en un agrio intercambio epistolar con sir
Clements Markham:
Lamenté mucho que no prestara oídos a mi consejo de llevar un buen número de perros buenos
y curtidos y que confiara en ellos en vez de en los ponis [...] de haber hecho lo que le proponía,
todavía le tendríamos entre nosotros. [Su] equipamiento [...] no era adecuado para la tarea.
Pero la razón no lo era todo. Una duda obsesionaba a Amundsen. Desde luego, Scott había sido
débil, incompetente y estúpido; desde luego, se lo había buscado; pero Amundsen no era un
monstruo indiferente. ¿Quién le aseguraba que no tuviera ni una pizca de culpa? La única
eventualidad que no había previsto era la muerte de Scott, o más bien el efecto que pudiera tener
en él. El trineo que arrastraba Scott contenía la prueba de que este noruego había estado en el
Polo, la cual comprendía hasta una fotografía de la tienda que había dejado. En última instancia,
Scott había muerto para demostrar que Amundsen era el vencedor. La ironía era cruel, y
Amundsen no se sentía con ánimos de escribir una carta de condolencia, y pidió a León que lo
hiciera en su nombre. «Scott», le escribió León a Scott Keltie, «nos ha mostrado cómo hay que
morir». No se podía decir más. En gran medida, el mundo veía los acontecimientos a través de
los ojos de Scott. Sus diarios no tardaron en publicarse con el título de Scott's last expedition, y
no cabe duda de que era mejor escritor que Amundsen. Este carecía de elocuencia para
defenderse. Era el hombre de acción y, como tantos de su cuerda, dedicaba todo su talento a los
hechos. Vivía el momento con la mayor intensidad y se quedaba sin el remanente de energía para
comunicarlo a los demás. «El último vikingo» esperaba que sus hechos hablaran por sí mismos;
en cualquier caso, eran su arte. Scott, por el contrario, parecía haber buscado la experiencia como
medio para otros fines: como el camino hacia la promoción, como la materia prima para escribir.
Se dirigía al hombre de la calle, mientras que Amundsen no ocultaba su desprecio por las masas.
Nada podía contrarrestar la magistral capacidad de justificarse de Scott, cuya baza era el talento
literario. Diríase que se había levantado de su tienda nevada para vengarse. No tan sólo ofrecía
un ejemplo, sino que instituyó la tradición del fracaso glorioso. En 1914, Shackleton emprendió
la primera travesía de la Antártida. Antes de poder desembarcar, su barco, el Endurance, fue
aplastado por el hielo del mar de Weddell y se hundió. Shackleton viajó casi mil millas en una
embarcación sin cubierta hasta Georgia del Sur, donde consiguió ayuda y pudo retornar a todos
sus hombres con vida. Es una de las grandes hazañas marítimas. Shackleton murió de una
afección cardiaca el 5 de enero de 1922, al inicio de su siguiente expedición a la Antártida, y fue
enterrado en Georgia del Sur. Sus últimas palabras, dirigidas a un médico que le reprochaba su
estilo de vida, fueron: «¿Qué quiere que deje ahora?». Muy distinto fue el epílogo noruego a la
era clásica de la exploración de la Antártida. En 1929, una expedición al mando del capitán
Hjalmar RiierLarsen descubrió Tierra de la Reina Maud y llenó el último gran vacío que quedaba
en la costa continental.[55] Fue una operación eficaz, exenta de contratiempos y alardes. De este
modo, Scott y Amundsen contaron entre sus compatriotas con sus respectivos sucesores. Scott
era un patán heroico. No aportó nada a la técnica del viaje al Polo, como no fuera la
demostración definitiva de la grotesca inutilidad del arrastre a pulso. A decir de Helmer Hanssen:
«¿Qué se puede decir de Scott y sus compañeros, que fueron sus propios perros de trineo? No
creo que nadie les imite». Scott constituye un monumento a la ambición vacía y a la tenacidad
obstinada; después de todo, fue el segundo hombre que llegó al Polo Sur. Su logro consistió en
perpetuar el mito romántico del explorador visto como un mártir y, en un sentido más amplio, en
glorificar el sufrimiento y la abnegación como fines en sí mismos. Scott se convirtió en un mito
de la noche al día. Desde el principio se acordó de modo tácito manipular los documentos para
proteger su nombre y ocultar la verdad. A excepción de Meares, sus seguidores, que se
censuraron a sí mismos, olvidaron sus propios diarios y participaron en el encubrimiento. Gran
es un ejemplo de ello, al igual que Debenham. «La tragedia [...] no se debió a una falta de
previsión», dijo The Times, abriendo la veda. «El capitán Scott no es en modo alguno
responsable de que los ingleses no pudieran cumplir su tarea». Scott's last expedition fue purgado
de todos los pasajes que no contribuyeran a dar una imagen impecable, sobre todo de los que
revelaban sentimientos enconados contra Amundsen, críticas a sus compañeros y, lo más
importante, indicios de incompetencia. Hubo más de setenta supresiones, como la humillación
pública que Scott infligió a Tryggve Gran o su observación, en pleno viaje al Polo, acerca del
«gran y cada vez más grave error en la cartografía de Shackleton». Se enmascaró el hundimiento
psíquico del suboficial Evans a fuerza de sugerir una conmoción cerebral que todas las pruebas
médicas negaban. Las palabras de Scott en el Polo—«Ahora, a correr de regreso y tratar por
todos los medios de ser los primeros en dar la noticia»—se convirtieron en: «Una lucha
desesperada. No estoy seguro de que lo consigamos», lo que es bastante diferente. Lord Curzon,
presidente de la R.G.S., tenía intención de investigar el desastre, sobre todo en lo concerniente a
la falta de combustible y a la cuestión del rescate, con miras a exonerar de toda culpa a Scott y
anticiparse a la avalancha de críticas públicas que—erróneamente, según se vería—temía que no
tardaran en surgir. Sin embargo, el almirante sir Lewis Beaumont le disuadió con el argumento
de que nadie podía «decir de antemano adonde conduciría una investigación». Atkinson, que
había examinado los cadáveres, se negó a divulgar cualquier detalle médico acerca del fin del
grupo del Polo, lo que acabaría por convertirse en un cargo de conciencia que posiblemente
influyera en su muerte temprana. Existen indicios dispersos de que pudo ocultar pruebas de la
aparición de escorbuto (que debían mantenerse en la sombra porque de lo contrario habrían
afectado a la imagen global de la expedición). Había un empeño malsano por glorificar a Scott
hasta las últimas consecuencias. Comenzando por Kathleen Scott, quien, a instancias de su
esposo, se había hecho cargo de sus escritos. «Fue el último en caer», escribió al almirante
Egerton al tiempo que le enviaba la carta de despedida que le escribiera Scott, que resultaba
indicar otra cosa. Era una de las cartas que se hallaron sueltas en la tienda. En el dorso había un
anotación escrita por Bowers que apuntaba que fue él el último superviviente o, como mínimo,
ponía en tela de juicio la afirmación de Scott, si es que en aquellas circunstancias tenía algún
sentido. [56] En cualquier caso, se trataba de una prueba inoportuna. La suprimieron y en su lugar
se publicó una reconstrucción oficial de la última escena en la tienda, ideada por sir J. M. Barrie
a petición de Kathleen Scott:
Wilson y Bowers murieron antes [escribió este veterano dramaturgo] y el capitán Scott [...] ante
aquello [...] se despojó de la camisa y [...] con la cabeza inclinada hacia atrás aguardó a la
muerte. Lo sabemos porque fue en esta posición como los hallaron a los tres [...] Tal vez haya
algún error en las palabras, pero no en el silencio.
Scott se había convertido en una figura mítica. Y ésta era necesaria. Un año después estalló la
Primera Guerra Mundial y, tal como observó un escritor tras una prolongada cadena de desastres,
Scott había proporcionado a
sus compatriotas un ejemplo de entereza [...] Ahora tenemos tantos héroes entre nosotros,
tantos Scotts [...] que anteponen el sacrificio a la ganancia [y] empezamos a darnos cuenta del
esplendor que emanan los campos ensangrentados [...] de Flandes [...] y Gallipoli.
La tradición perduró. Un oficial noruego destinado a Spitsbergen comentó en una ocasión, tras
presenciar las idas y venidas de expediciones de diversas nacionalidades, que los universitarios
británicos se destacaban porque «daban la sensación de querer ser héroes». Scott permanece
como la inspiración del romántico masoquista imbuido de anhelos heroicos. Su espectro
trasciende las fronteras nacionales: se lo acogió como un mártir ortodoxo en el medio
esperpéntico y enajenado de la antigua Unión Soviética, donde, en palabras de un escritor, se le
ha visto como la personificación de «Una lucha a muerte contra las fuerzas del destino [como] el
conductor de un tractor que se adentrara en un trigal en llamas». En las muy distintas
circunstancias del Berlín de 1930, se representó una obra teatral del dramaturgo alemán de
vanguardia Reinhard Goering basada en Scott (contra el deseo de lady Scott, quien se había
arrogado la conservación del mito, una función que se ha ido transmitiendo hasta la actualidad).
La obra acababa con los versos: «¡Pobre de quien no tiene destino! ¡Cuidado con la locura que
quiere construirse uno!». Esto no puede aplicarse a Amundsen. Fue Scott quien quiso instituirse
como ejemplo heroico. Amundsen sólo quería ser el primero en llegar al Polo. Ambos vieron
atendidas sus plegarias. Scott pagó pronto el precio. ¿Y Amundsen? En Estados Unidos, justo
antes de enterarse de la suerte de Scott, supo del suicidio de Hjalmar Johansen. Tras regresar a
Noruega desde Hobart en junio de 1912, Johansen recayó en su antigua vida y se instaló en los
barrios bajos de Cristianía, donde bebía e iba a la deriva. Evitaba a la familia y a los amigos.
Parecía que se ocultara. Una combinación de lealtad y vergüenza le hizo guardar silencio acerca
de la disputa con Amundsen. Se tornó reservado y apático, «se sentaba en una esquina en la
penumbra», en palabras de alguien que le encontró, «sin decir nada, afligido. Cuando alguien se
dirigía a él lo sobresaltaba, y su respuesta daba a entender que estaba muy lejos de allí». Al
enterarse de su situación, meses más tarde, los amigos de Johansen trataron de ayudarle, pero era
demasiado tarde. Ya no se lamentaba del fracaso. Se había resignado a la idea de la fatalidad.
Estaba al cabo del camino. Un día se trasladó a un hotel del centro de Cristianía, el mejor que se
podía permitir, y en un parque público, a altas horas de la madrugada del 4 de junio de 1913, se
disparó un tiro. «Quizá fuera lo mejor para él, pobre diablo», dijo Thorvald Nilsen. En el
momento de llegar a su última residencia, Johansen no tenía en la maleta más que una caja de
cigarros con los instrumentos de afeitar. Sus amigos acusaron a Amundsen de haberle empujado
al suicidio. Nansen, como mínimo, sabía que las cosas no eran tan sencillas. La humillación en la
Antártida fue probablemente la gota que colmó el vaso, pero en modo alguno cabía
considerársela como la única causa de aquella muerte. No intentó convencer a nadie porque tenía
un vínculo de lealtad tanto con Johansen como con Amundsen, pero se ofreció a pagar los gastos
del funeral, lo que se interpretó como una recriminación indirecta a Amundsen. También era un
reconocimiento de su parte de culpa por desentenderse de Johansen tras el primer viaje del Fram
y, con ello, llevarle a alistarse en la expedición de Amundsen. Johansen recibía la sentencia del
perdedor. El suicidio de Johansen y la autodestrucción de Scott afectaron a Amundsen. Parecía
que en el Polo Sur hubiera una maldición. Amundsen había partido hacia la Antártida con la
esperanza de que Sigrid Castberg se divorciara de su marido y pudiera casarse con él a su
regreso. Pero al volver constató que todo seguía igual. «Por este motivo», escribió, «me
considero eximido de mis responsabilidades en este sentido», y le comunicó, a través de Hermán
Gade, un amigo mutuo, que daba la relación por terminada.
Por favor, díselo [a Sigrid] del modo más apropiado y considerado [pidió por carta a Gade].
No quiero escribirle ahora que hemos acabado para siempre. Por favor, déjalo tan claro como
puedas [...] como te he dicho, ahora estoy atado de pies y manos, y seré para siempre «un buen
chico» en este ámbito.
Amundsen dejaba entrever que se sentía atraído por otra mujer. Se llamaba Kristine Bennett.
Morena, atractiva, vital, noruega de nacimiento, estaba casada con un acaudalado empresario
inglés treinta años mayor que ella. Se habían conocido en Londres durante el invierno de 1912,
cuando Amundsen daba conferencias sobre el Polo Sur. Se inició una relación larga, clandestina,
torturada y enigmática. Ni siquiera en sus cartas más íntimas, si bien la llamaba «mi mujercita»
entre otras expresiones de afecto, Amundsen identificó a Kristine. De costumbre la llamaba
simplemente K. En cierto sentido, K. supuso una complicación imprevista. Desde que
desembarcara en Hobart el año anterior, Amundsen había retomado los preparativos de la
original deriva en el Artico. De repente, encontrándose en Ottawa, en plena gira de conferencias
norteamericana, le escribió a Nansen que abandonaba el proyecto. El Gobierno noruego, decía
Amundsen, había incumplido su promesa de recompensar a quienes lo habían ayudado y
Usted, Señor Profesor, será el primero en comprender este paso. Para marchar a la cuenca
polar y emprender una deriva de años hay que tener todos los papeles en orden. Es absurdo
iniciar este viaje con promesas incumplidas.
A lo que Nansen respondió:
todas esas conferencias en esta tierra frenética le han minado las fuerzas, y [...] desequilibrado
[...] Sólo encuentro esta explicación para [...] su carta, que de otro modo me resultaría
incomprensible, a menos que esté cansado de la expedición con el Fram y prefiera abandonar;
pero en este caso supongo que lo diría sin ambages [...] Si su intención es amenazar con dejar
lo del Fram a menos que se cumplan todas las promesas [...] se colocará en una posición
pésima, como quien incumple su promesa más importante, al lado de lo cual todo lo que
menciona es insignificante. Cuando nos dijo que iba al Polo Sur antes de comenzar la deriva en
el hielo, lo justificó como un medio de conseguir dinero para la expedición. A partir de esta
idea, el Gobierno y otros le hemos defendido, hemos roto lanzas por usted y, me atrevo a decir,
por su honor [...] Tal vez me pueda reprochar que no haga lo bastante para que se cumplan las
promesas que menciona. Pero, para comenzar, no sabía nada de ellas hasta que he leído su
carta [...] No me parece que tenga nada que reprocharme. He hecho cuanto ha estado en mi
mano por usted y su expedición; le diré lo que tal vez no haya comprendido: que el sacrificio
que he hecho por usted no lo he hecho por ninguna otra persona viva, puesto que renuncié a mi
expedición al Polo Sur, la culminación de mi tarea como explorador del Polo, y al Fram para
que pudiera llevar a cabo la deriva en el mar del Polo. Quizá piense que tampoco haya para
tanto; pero no estará de más que considere que era un plan ya meditado antes de zarpar usted
con el Fram, y que lo había preparado hasta el último detalle en la cabaña de Tierra de
Francisco José. Pero vino y yo me despedí del Fram, y recibí el anuncio de que había
emprendido la expedición que yo había abandonado por usted. Fue muy extraño, pero me
alegré. A fin de cuentas sería un noruego, y exactamente de la manera que yo había previsto.
Pero lo que más lamentaba era que no me hubiera dicho nada de antemano; porque como
mínimo le habría podido ofrecer consejos valiosos [...] había pensado en todo [...] pero bien
está lo que bien acaba [...] Lo repito todo aquí para que vea que por mi parte al menos, he
sacrificado algo por usted y su expedición y que no está del todo justificado su resentimiento
contra Noruega ni la idea de que en el país las promesas no cuentan [...] me parece que este
asunto incluye valores más importantes que el que el teniente Nilsen sea condecorado y
promovido a comandante [...] o que el cónsul Gade reciba una orden etc.
Pero no era sólo cuestión de adornos y galones de oro. Amundsen había prestado a Bjaaland
veinte mil coronas para que pusiera en marcha una fábrica de esquís—aunque no se lo podía
permitir—porque siempre se había sentido obligado con sus colaboradores. Quería cumplir con
quienes le habían ayudado. Su respuesta a Nansen incluía el siguiente giro irónico: «Le
agradezco que me haya hecho ver que en [...] los malos momentos es posible olvidar lo
importante por culpa de bagatelas». Y una rara, aunque indirecta, referencia a Scott:
Pero, Señor Profesor, ¿no opina que hay que cuidar todos los detalles y no desatenderlos? Me
parece que muchas grandes empresas han fracasado por desatender las bagatelas.
Nansen había discernido que Amundsen andaba buscando un pretexto para abandonar el
proyecto del Artico; Amundsen reconoció que
Es posible que necesitara el correctivo que usted me ha propinado. De cualquier otra persona
hubiera resistido un golpe semejante. Pero a usted le debo tanto—lo veo más claro que nunca—
que inclino serenamente la cabeza y lo acepto.
Al margen de K., la perspectiva de una deriva en el Ártico se había vuelto indeciblemente
superflua. A lo sumo sería una repetición de lo que había logrado Nansen. No le quedaban
mundos por conquistar. No era un explorador, sino un descubridor, y entre ambos existe una gran
diferencia. Había alcanzado el último gran objetivo terrestre. La única manera de recuperar
aquella sensación sería llegar el primero a la Luna; cualquier otra opción no podía por menos de
decepcionarle. Lo que de veras le apetecía era volver con los esquimales de América del Norte y
completar el estudio de su cultura que había empezado en los tiempos del Paso del Noroeste.
Con su talento innato para la etnografía podría haber abierto brecha también en este campo. De
haber vuelto Scott derrotado pero vivo, Amundsen habría podido renunciar a la deriva en el
Artico con total impunidad. Muerto Scott, era inviable. Como Nansen expresara con enorme
lucidez, no había abandono con honor; Amundsen tenía que seguir navegando, como el Holandés
Errante, hasta encontrar la paz. El viaje al Polo Sur había sido una obra de arte, una obra maestra.
Amundsen no podía pretender repetirla. Ya no gozaba de la fuerza de una voluntad avasalladora,
y sufría el conflicto entre el deber y el deseo. Los demás percibían que algo se había torcido:
«Tenía un aspecto elegante», comentó alguien que le vio por entonces, «pero vagamente
decaído». La fortuna, que fuera su compañera, le había dado la espalda. Los obstáculos se
sucedían mientras el Fram vegetaba en puertos de América del Sur. Al cabo, tras varios cambios
de planes—entre ellos una posibilidad desestimada de convertirlo en el primer barco que cruzaba
el canal de Panamá, que se estaba ultimando—volvió a Noruega en julio de 1914. Unas semanas
después estallaba la Primera Guerra Mundial y todos los proyectos quedaban en punto muerto. A
aquellas alturas, el Fram estaba carcomido, era innavegable. Languideció durante dos décadas en
aguas estancadas de Noruega, pudriéndose poco a poco, mientras las diversas comisiones se
lavaban las manos. Al final lo rescató un armador filantrópico que le dio un definitivo lugar de
reposo cubierto en Oslo, el nuevo nombre de Cristianía. Y allí permanece, a orillas del fiordo,
como monumento nacional y santuario polar. Entre tanto, Amundsen tenía que encontrar un
nuevo barco. El dinero constituía, como de costumbre, el principal escollo; la guerra vino a
ayudarle: los aliados requerían los barcos mercantes de la neutral Noruega. Amundsen, como
tantos compatriotas, invirtió en los barcos; en poco tiempo amasó un millón de coronas y
encargó una nueva embarcación. Fue construida a partir del modelo del Fram y bautizada Maud,
en honor de la reina noruega. En julio de 1918, el Maud zarpó de Noruega con vistas a bordear la
costa siberiana y comenzar la deriva por el Ártico y el estrecho de Bering. Siete años después
concluyó su viaje en Seattle, habiendo llegado sólo a las islas de Nueva Siberia. En cuanto a la
obtención del objetivo oficial, la expedición fracasó. Pero el Maud fue el segundo barco en
cruzar el Paso del Noroeste, y se había visto a Amundsen intentando la deriva en el Polo. No era
culpa suya que el Polo Sur no hubiera sido la mina de oro que esperaba, ni que el viento, el hielo
y las corrientes se hubieran dispuesto en su contra en el norte. Había dedicado un cuarto de siglo
al hielo y la nieve polares. La primera noche en la Antártida, el Paso del Noroeste, el Polo Sur, el
Paso del Nordeste: su carrera parecía una saga. Llevaba diez años tratando de cumplir su palabra,
y en este aspecto tenía la conciencia tranquila. A muchos hombres les hubiera bastado, pero
Amundsen seguía inquieto y no conocía la paz. Una década de contratiempos había borrado los
triunfos del pasado; Amundsen descubría el destino del héroe caído, que en Noruega resulta ser
especialmente duro. No podía retirarse al ostracismo: antes debía recobrar el buen nombre. De
nuevo había de ser el Polo Sur. La técnica de los trineos con perros que Amundsen perfeccionó
con tanto esfuerzo había quedado desfasada. El noruego había cerrado una época. Por lo menos,
estaba libre de lamentaciones nostálgicas: «Conservaba vividos recuerdos de los largos viajes en
trineo por la Antártida», dijo tras observar el vuelo de un aeroplano (en Alemania, 1913) y
«miraba la máquina que cubría en una hora en el aire distancias que en las regiones polares
hubieran llevado días y causado un desgaste enorme». Percibió dónde estaba el futuro y de
inmediato tomó lecciones de aviación. En 1914 obtuvo el primer título de piloto civil concedido
en Noruega. A los cincuenta años, cuando se desvanecía el recuerdo de la expedición del Maud,
se obsesionó con la idea de ser el primer hombre en sobrevolar el Artico. En 1923, tras
encomendar el final del viaje del Maud a Wisting, que había seguido con toda fidelidad a su jefe
de toda la vida, Amundsen trató de volar desde Wainwright, Alaska, a Spitsbergen. Pero su avión
se estrelló ante de despegar. Regresó a Noruega para intentarlo de nuevo. «Cuando Amundsen
volvió triunfalmente», escribió un periodista noruego, «competimos para rendirle honores. Pero
cuando las cosas se torcieron [...] le esperábamos con nuestras críticas asquerosas». La prensa
noruega se mofó abiertamente de él: entre otras cosas, le acusó de haberse estrellado a posta en
Wainwright porque tenía miedo al vuelo, de haber urdido una patraña para conseguir publicidad.
Las malas lenguas insinuaban (pero era imposible, como lo demostraría el calendario) que las
dos niñas esquimales que había adoptado en el viaje del Maud y llevado a Noruega a fin de
educarlas eran hijas ilegítimas suyas. Incluso de haber sido cierto, no habría hecho más que
demostrar su sentido de la responsabilidad. Pero se lo tomó todo muy a pecho. Muy poco había
tardado la victoria en empezar a avinagrarse. Como si tuviera que pagar un alto precio por el
Polo Sur. Unos cuantos desaires, algunos tal vez no intencionados, le hirieron en lo más hondo.
La aviación le había introducido en un mundo desconocido de negocios y finanzas en que no se
encontraba a gusto. Cayó en las garras de lo que llamó «un optimista criminal» y le costó mucho
liberarse. Su confiada ingenuidad dio paso a una baja opinión de la naturaleza humana y una
desconfianza por sus congéneres. Se aisló bajo una glacial capa de dignidad edificada a partir de
su reserva congénita. «Tengo tan y tan pocos amigos», le escribió a Hermán Gade en un raro
reconocimiento de su soledad e infelicidad. Era como un niño herido que ya no confía en nadie.
A pocos les era dado romper la cáscara y atisbar los afectos reprimidos que había debajo.
Amundsen había vuelto al país con problemas económicos, según lo expresó él, «un permanente
ajetreo de negocios» desde que el Gjoa soltara amarras veinte años atrás. Le había pedido diez
mil dólares para el vuelo frustrado a don Pedro Cristophersen, que seguía siendo su valedor leal
y generoso. El dinero carecía de valor para Amundsen: no era más que el medio para llevar a
cabo ambiciones. A pesar de que el Gobierno noruego le concedió una subvención de quinientas
mil coronas para ayudarle a compensar el déficit del Maud, sus negocios estaban sumidos en un
caos lastimoso. Discutió por dinero con su hermano León—su director comercial desde hacía
más de una década—y después se arruinó. Era innecesario y desafiaba toda lógica; el
comportamiento de Amundsen parecía tan extraño que hubo quien puso en duda su cordura. A
veces es el precio que hay que pagar por el empeño en un solo objetivo. Del mismo modo que un
artista puede obsesionarse con su arte, Amundsen estaba obsesionado con la exploración hasta el
punto de prescindir de todo lo demás. Desatendió otros aspectos de su personalidad, así que a
quienes no compartían su obsesión les parecía un desequilibrado. Con un olímpico desdén por la
insolvencia y el hostigamiento de sus acreedores, había encargado unos cuantos hidroaviones
alemanes DornierWal completamente metalizados, los más modernos del género. Sólo
necesitaba el dinero para pagarlos, un detalle sin importancia. Don Pedro Christophersen y
Hermán Gade, sus leales amigos, trataron de salvarle de sí mismo: habían comprado su casa para
evitarle una denuncia por insolvencia, le permitieron utilizarla y le prohibieron terminantemente
hipotecarla para conseguir dinero, como había hecho para financiar sus anteriores expediciones.
Ya que, en su palabras, «todos los monederos estaban cerrados» en Noruega, Amundsen marchó
a Estados Unidos con la intención de ganar dinero a base de conferencias y libros. Pero su
estrella también había declinado en Estados Unidos. Los primeros resultados, según dijo, fueron
«poco alentadores. Calculé que, de no mediar nada imprevisto, podría salir ¡a los 110 años!». Lo
imprevisto sucedió: «No es la primera vez», había dicho Amundsen del viaje al Polo Sur, «que
veo que la ayuda aparece en el momento oportuno». En Nueva York surgió un norteamericano
llamado Lincoln Ellsworth que se ofrecía para financiar un vuelo al Polo Norte. Ellsworth era
hijo de un millonario y heredero de una fortuna. Once años después completaría la primera
travesía de la Antártida. Por entonces trataba de convencer a su renuente padre de que le
financiara una expedición al Artico. Un oscuro parágrafo en la prensa que anunciaba la presencia
de Amundsen en Nueva York le dio casualmente la clave: Ellsworth padre, reacio a entregar a su
hijo a las extensiones heladas, se plegó, tras un poco de persuasión, a confiar en el conquistador
del Polo Sur. Amundsen dispondría de fondos en breve. Ellsworth le consideraba un «virtuoso de
la exploración», y le proporcionó no sólo el dinero sino el respeto incondicional que tanto
deseaba y que en los últimos años se le negaba en Noruega. Amundsen, a su vez, dio a Ellsworth
el ejemplo heroico y los medios para realizar su ambición. El muchacho, a cambio del dinero,
sólo le pidió el privilegio de servir a sus órdenes; además, tuvo la deferencia de permitir que la
expedición se llevara a cabo bajo bandera noruega. Fueron el uno para el otro una bendición del
cielo, una asociación idónea. Ellsworth padre aportó ochenta y cinco mil dólares, Amundsen
pudo recibir los DornierWals y, en mayo del año siguiente, 1925, él y Lincoln Ellsworth, junto
con tres noruegos y un mecánico alemán, despegaron de Spitsbergen hacia el Polo Norte a bordo
de dos aviones. En algunos aspectos, fue una aventura precipitada y deficiente. A punto de llegar
al paralelo 88 tuvieron que aterrizar en la masa de hielo y uno de los aparatos se averió. Después
de tres semanas de esfuerzos épicos pudieron salir con el otro y regresar a la civilización cuando
ya se les daba por perdidos. Con cincuenta y tres años, Amundsen había recuperado el
protagonismo de manera espectacular. Había alcanzado los 87º 44', entonces el punto más
septentrional por aire, y abierto el camino hacia el Polo. Escapar de las garras del Artico ya fue
de por sí una victoria. Sus compatriotas olvidaron todos los fracasos y le dispensaron una
recepción fastuosa. Al año siguiente, Ellsworth, que ya había heredado, aportó cien mil dólares a
un vuelo transpolar que había de realizarse a las órdenes de Amundsen. El avión fue construido
en Italia; el piloto era Umberto Nobile, que lo había diseñado, y la tripulación, en parte italiana.
Pero en el avión ondeaba la bandera noruega, y se impuso al aparato el nombre de Norge
('Noruega'). Mientras el Norge esperaba en la bahía de Kings, Spitsbergen, el momento de
despegar, el entonces comandante (después almirante) Richard E. Byrd llegó con un aeroplano y
la intención de ser el primer hombre en llegar por aire al Polo Norte. En Inglaterra causó cierta
satisfacción ver la enganchada, por así decirlo. En realidad, Amundsen le permitió
deliberadamente a Byrd salir antes. Quería ser el primero en atravesar el Ártico, y exigir también
prioridad en el Polo ya era orgullo desmedido. Por otra parte, como las afirmaciones de Cook y
Peary seguían rodeadas de dudas, Amundsen consideró más oportuno permanecer en Estados
Unidos y no volver a abrir viejas heridas. Amundsen emprendió el viaje después de que Byrd
volviera proclamando que había alcanzado el Polo. El Noge salió de la bahía de Kings el 11 de
mayo de 1926 y aterrizó en Teller, Alaska, dos días después, habiendo sobrevolado el Polo en el
trayecto. Amundsen había satisfecho su ambición. En Noruega se lo recibió con una admiración
incluso superior a la del año anterior. Era más famoso y querido que nunca, aun más que a la
vuelta del Polo Sur. Pasaría a la historia como el hombre que había completado el primer vuelo a
través del Artico; era el primero que llegaba a los dos Polos de la Tierra. Había cerrado la
antigua era de perros y trineos y abría la moderna de las máquinas. Se había elevado desde las
profundidades y había vuelto a ascender hasta la cima. Era el momento de salir de escena.
Amundsen anunció su adiós a las exploraciones y se retiró a su hogar de Bundefjord, con el
discurso de despedida de Nansen resonándole en los oídos:
Tu obra es propia de un hombre, surge de la voluntad de un hombre [...] y si alguien puede
conseguir lo que llaman felicidad, debes de haber sido tú. Porque la mayor felicidad consiste en
poder alcanzar la plenitud de la propia singularidad [...] Esta plenitud, Roald Amundsen, la has
logrado.
Pero la felicidad, como muy bien sabía Nansen, no estaba hecha para Amundsen: en él veía a un
alma gemela torturada. La escuela del vuelo del Norge fue nefasta. Por primera vez, Amundsen
no había contado con hombres que aceptaran su autoridad sin rechistar; ya no era un compendio
de capacidad de mando y pericia técnica. Su talento requería un grupo reducido de hombres
cuidadosamente seleccionados, y se sentía inseguro ante una tropa heterogénea. Hubo fricciones
desde el principio, Amundsen se enemistó con Nobile, quien, no sin justicia, lo había acusado de
acaparar demasiados méritos. Amundsen trató de vengarse de Nobile en público, ya que era el
más implacable de los enemigos así como el amigo más acérrimo. El Dr. Frederik Cook pasaba
por momentos difíciles. Estaba encarcelado en Fort Leavenorth, cerca de Kansas City, en
cumplimiento de una larga sentencia por presunto fraude financiero. Amundsen consideró lo más
normal del mundo, durante su gira de conferencias por Estados Unidos previa al vuelo del
Norge, visitar a su antiguo compañero del Bélgica. Esta decisión requería coraje para desafiar a
la opinión pública, ya que entonces Cook era considerado un villano y, aun más trágico, un
payaso. Se acusó a Amundsen de ponerse del bando de Cook y contra Peary, quien se había
convertido en el héroe norteamericano oficial, en tanto que no se daba crédito a Cook ni a su
afirmación de que había alcanzado el Polo Norte. Disgustada, la National Geographic Society de
Washington canceló una conferencia de Amundsen, lo que le supuso una considerable pérdida
económica. (En 1913 esta organización le había reportado veinte mil dólares.) Amundsen no se
arrepentía: en su escala de valores, la lealtad a los amigos estaba por encima de cualquier otra
consideración. Pero era discutible quién necesitaba más consuelo, porque, según, Cook
Amundsen rebosaba amargura y dijo entre otras cosas que «Existe una relación entre la lengua y
el arpón. Ambos pueden causar heridas dolorosas. El corte de la lanza se cura, el de la lengua se
pudre». En la ya legendaria figura—«El águila blanca de Noruega», como a veces se le llamaba
—latían la soledad y la desilusión. Había envejecido prematuramente. Permanecía soltero. La
relación con K. se había ido alargando y apagando. Sin duda se sentía traicionado, sobre todo en
un raro momento de sinceridad: «Que un ser humano me pudiera pisotear con tan poca
misericordia el corazón nunca lo perdonaré». Pero se trata de una reconstrucción posterior a los
lamentos, difícilmente de toda la verdad. No es fácil determinar lo que quería expresar: en lo
concerniente a las mujeres, es hermético y ambiguo. En el trasfondo se intuye algún obstáculo
que le impedía gozar de una mujer con plenitud. Tal vez, como ocurrió con Sigrid, K. se retirara
a tiempo. Parecía condenado a enamorarse fatalmente de mujeres casadas (o a que ellas lo
sedujeran). Una francesa rica, la señora Heriot, fue una de ellas, así como Bess Magids, una
dama algo posesiva que Amundsen conoció en Estados Unidos y que atravesó el Atlántico para
vivir con él en el hogar de Bundefjord. Amundsen no se encontraba en buen estado físico. En
parte por miedo a revelarlo en su país, buscó tratamiento en el extranjero. Consultó a un
especialista londinense con motivo de unas dolencias cardíacas. Otra afección, no especificada,
le llevó hasta un médico de Los Ángeles, que usó radio «y lo mató todo», según escribió sin más
a su cuñada Málfred, a quien había mostrado un gran afecto a lo largo de veinticinco años.
Seguía endeudado, perseguido por acreedores de dos continentes, y no era fácil mantenerse al
margen de ellos. Amundsen estaba cada vez más amargado. Parecía orgulloso, distante, agresivo,
daba la sensación de estar luchando con algún demonio. Ellworth explicó en una ocasión que él y
Amundsen bajaban por una calle cuando de repente Amundsen
sin mirar alrededor [...] dijo con nerviosismo: «Ellsworth, ¡nos siguen!» [...] y sí, unos chicos
iban detrás de nosotros [...] inconscientes de que ponían en marcha su fobia a los niños.
En 1927 Amundsen publicó sus memorias, My Ufe as an explorer. Se trata de una obra amarga
y, en algunas partes, desequilibrada que hirió a sus amigos y perjudicó al nombre de su autor. Era
muy diferente de sus libros anteriores, casi como si su personalidad hubiera cambiado. En vez de
su habitual modestia y humor sereno, se percibían jactancia, seriedad exagerada y obsesión por
atacar a sus enemigos; con Nobile era implacable y agresivo. No revelaba casi nada de su vida
privada e interior, pero dejaba entrever lo que le torturaba. A pesar del reconocimiento ilimitado
que se le dispensaba por doquier, Amundsen estaba amargado por la indiferencia que le mostraba
Inglaterra. Llamaba a los ingleses «malos perdedores». Le dolía que a los escolares ingleses se
les explicara que fue Scott quien descubrió el Polo Sur y que se omitiera la expedición noruega.
Refirió que, en una cena ofrecida por la Royal Geographical Society en 1912, lord Curzon, el
presidente, pronunció un discurso que acababa
con las siguientes palabras: «Propongo tres hurras para los perros», al tiempo que dejaba clara
su intención satírica y despectiva volviéndose hacia mi con ademán desdeñoso [...] y me
disuadía con su seriedad de replicar a este insulto diáfano.
La R.G.S. negó la acusación y le exigió que se retractara. Amundsen se lo tomó como una ofensa
a su honor, se negó a pedir disculpas y dimitió de su condición de miembro honorario, aunque la
organización no se dio por enterada. Es más que probable que hubiera algún tipo de insulto:
Curzon podía llegar a ser muy grosero. En aquella ocasión, Amundsen había abandonado de
inmediato el Royal Society's Club, donde le había alojado la R.G.S., y se había trasladado a una
habitación de hotel que pagó de su propio bolsillo; pero en ningún momento había dado su
versión de los hechos. El resentimiento le duró quince años, y finalmente le daba rienda suelta en
el libro. Amundsen también escribió que
Scott y sus compañeros murieron cuando regresaban del Polo no porque nuestra llegada previa
los hubiera desmoralizado, sino a causa del hambre, porque no tenían modo de conseguir
comida suficiente.
Se entreveía un dedo acusador. Era lo más cercano a un reconocimiento público de que la muerte
de Scott le obsesionaba. Años atrás había revelado que justo antes de abandonar el Polo había
sopesado la posibilidad de dejar una lata de queroseno a fin de ahorrarse peso y ayudar a Scott en
caso de apuro, pero que al fin había pensado que el inglés contaría con bastantes provisiones y
que aquella medida era innecesaria, que más valía llevarse la lata por lo que pudiera pasar. Si
echamos la vista atrás, aquella lata de queroseno podría haber salvado a Scott y a alguno de sus
compañeros. Era una posibilidad dudosa, pero bastaba para enconar un persistente sentimiento de
culpa. Amundsen no se lo había perdonado del todo. Era la carga que debía soportar, el precio
que había pagado. Tenía que vivir con la certeza de que nunca se libraría de él y que, al cabo de
los años, le podía llevar al borde de la locura. La victoria en el Polo Sur había sido amarga de
veras. A finales de mayo de 1928 Amundsen fue requerido de su retiro. Nobile había vuelto al
Artico, esta vez bajo bandera italiana, y desaparecido en un vuelo al Polo Norte a bordo de un
avión llamado Italia. El embajador italiano en Oslo pidió ayuda al Gobierno noruego, y
Amundsen fue uno de los expertos en el Polo a quienes se convocó con urgencia para preparar
una expedición de rescate. Amundsen dio por sentado que se le conferiría el mando. Pero el
dictador italiano Benito Mussolini les comunicó a los noruegos que no necesitaba su ayuda, al
menos no bajo las órdenes de Amundsen, a quien tenía ojeriza a raíz del enfrentamiento con
Nobile que consideraba como un insulto a la nación italiana. A pesar de la afrenta de Mussolini,
el Gobierno noruego prosiguió con los planes de rescate porque era posible que Nobile se
hubiera estrellado cerca de Spitsbergen, dentro de su jurisdicción. Pero se prescindió
impunemente de Amundsen para no ofender a Mussolini. Por otra parte, el rescate consistiría en
una operación aérea llevada a cabo por aviadores de la Marina, por lo que no se le podía confiar
a Amundsen, que no era oficial. De todos modos, desde la publicación de sus memorias se le
tenía por persona difícil. Se le envió de vuelta a Bundefjord no sin antes agradecerle los servicios
prestados. Amundsen estaba furioso: se sentía engañado y traicionado, sobre todo porque
Hjalmar PdiserLarsen, su compañero en el Norge y el vuelo a los 88° norte, había aceptado el
mando. Pero su amargura iba más allá del resentimiento. La llamada a la acción se había
producido en el momento idóneo. En los dos años transcurridos desde su retiro se había dedicado
a saldar las deudas. Había vendido sus medallas (se las compró un compatriota generoso que las
entregó a la nación), y lo primeros derechos de sus memorias acabarían de completar el pago de
sus acreedores. «¡Conviértame en un hombre honrado!», le había dicho a su abogado. La misión
estaba casi cumplida. Scott le había demostrado que cuando los destinos humanos se entrelazan
no hay manera de desenredarlos. Amundsen tenía a Hjalmar Johansen en la conciencia y se sabía
en parte responsable de la vuelta de Nobile al hielo. Nobile, hombre de aspiraciones heroicas,
quería resarcirse tras su discusión. Amundsen temía que no superara aquella prueba: no quería
otra muerte sobre su conciencia. En público afirmaba estar dispuesto a acudir al rescate de
Nobile como gesto de reconciliación; a un amigo le confesó que no podía enfrentarse de nuevo a
las burlas y acusaciones de cobardía que había recibido tras el primer intento de sobrevolar el
Artico. Era un drama representado en la escena pública. Al llegarle la convocatoria para ayudar a
Nobile, Amundsen se encontraba en una cena. «¡En seguida!», había respondido entonces,
palabra que fue reproducida en la prensa. No podía echarse atrás: tenía que hacer algo, no le
estaba permitido quedarse cruzado de brazos y mirando los toros desde la barrera. Si nadie quería
que saliera en busca de Nobile, lo haría por su cuenta. Se lanzó a organizar con ahínco una
expedición de rescate privada. Por desgracia, el dinero volvía a cruzarse en su camino.
Amundsen hubiera dedicado de buen grado todo lo que tenía a la empresa, pero su situación
económica no pasaba de la mera solvencia. Volvió a conocer la humillación de mendigar e
importunar. Se quedaba sentado en su casa, observando el fiordo donde estuviera atracado el
Fram, y esperaba con impotencia mientras los telegramas circulaban en todas direcciones y la
radio anunciaba las sucesivas salidas de las expediciones de rescate. Un periodista italiano que
visitó a Amundsen por entonces describió su estado agitado y absorto. En el curso de una
conversación repasó su vida en el hielo polar y le dijo:
Ah, si supiera que espléndido es aquello, es donde quiero morir. Y mi único deseo es que la
muerte [...] me sobrevenga en el cumplimiento de una misión importante, que sea rápida y sin
sufrimiento.
Unos días después lo visitó Sverre Hassel, su antiguo compañero, uno de los cuatro hombres que
habían viajado al Polo Sur con él. Hassel falleció mientras conversaban. Amundsen necesitaba
acción y había quien opinaba que su inactividad era una vergüenza para el país. Mediante la
intercesión de un empresario noruego establecido en París, el Gobierno francés le proporcionó de
improviso un hidroavión con su correspondiente piloto y tripulación; tal seguía siendo la
ascendencia del nombre de Amundsen. Fue un gesto superfluo, puesto que por entonces ya
habían salido al menos veinte aviones y una flota de barcos. Pero la búsqueda de Nobile se había
convertido en una competición internacional por obtener prestigio, devenido éste un fin en sí
mismo, y el Gobierno francés, como los demás implicados, confiaba en llevarse la parte del león.
En dos días, el aparato francés—un Latham con el número de serie 47—había salido hacia
Bergen, en la costa occidental noruega. El 16 de junio Amundsen salió de Oslo en un tren
nocturno en pos del avión. Una multitud se había congregado en el andén para despedirle y,
cuando el tren arrancaba, Amundsen permaneció derecho ante la ventanilla saludando con la
mano hasta que los rostros desaparecieron. Veinticinco años atrás partía hacia el Paso del
Noroeste. A primera hora de la mañana del lunes 18 de junio, Amundsen aterrizó en Tromso y
encontró tres hidroaviones—uno sueco, uno finlandés y uno italiano—, todos a punto de viajar a
Spitsbergen en la misma misión. El piloto sueco propuso esperar un día y hacer juntos la
peligrosa travesía del peligroso mar de Barents. Amundsen fue el único que rehusó. Ya se había
establecido contacto por radio con Nobile. Había sufrido un accidente y se encontraba, con unos
pocos supervivientes, en un témpano de hielo al norte de Spitsbergen. La operación ya no era
más que una carrera para llegar antes que nadie hasta Nobile y llevarlo de vuelta. Amundsen
había descubierto que su aparato no estaba preparado para aquella tarea, como también lo habían
visto Leif Dietrichsen, camarada de vuelo noruego, y el capitán Rene Guilbaud, el comandante
del Latham 47. Iba sobrecargado y era demasiado frágil para el Artico. Los tres sabían que seguir
adelante era una locura, pero a aquellas alturas ya no podían dar media vuelta. A las cuatro de la
misma tarde el Latham 47 despegó del canal. A la luz cristalina de un espléndido día de verano
en el norte, volaba casi rozando el agua, fatigosamente. Se enderezó entre resoplidos de motores
y torbellinos de agua. Algo más tarde, un pescador lo veía ante la costa, volando a ras del agua
hacia el noroeste, cuando, en sus palabras,
se levantó en el horizonte una masa de niebla y el aparato empezó a ascender, supongo que
para sobrevolarla, pero entonces me pareció que empezaba a perder estabilidad; pero después
[...] entró en la niebla [y] desapareció de la vista.
Poco después se perdió el contacto por radio. Era la última vez que se veía y oía a Roald
Amundsen. Había desaparecido en el mar hacia el Polo, su único hogar verdadero en este mundo.
Meses más tarde se recuperaron del mar una plataforma y un depósito de gasolina del Latham
47, arrancados y sin duda utilizados como improvisadas balsas salvavidas. Amundsen y sus
compañeros debieron de luchar hasta el último momento. Tal vez se habrían salvado de haberse
organizado una búsqueda tan pronto como se percibió su retraso en la bahía de Kings. Pero los
compatriotas de Amundsen recordaban muy bien que, en el viaje a la Antártida, había cambiado
la ruta sobre la marcha, y creían que tal vez lo hubiera repetido. Muchos se figuraron que tras el
despegue había decidido ir directamente hacia el témpano de hielo donde esperaba Nobile,
sorprender al mundo como ya hiciera antes y llevarse el gato al agua. Cuando cundió la alarma
ya era demasiado tarde, y todas las búsquedas resultaron infructuosas. Fue otro quien rescató a
Nobile; Amundsen se había matado. Pero su único motivo de infelicidad habría sido continuar.
Su fin era digno de los viejos reyes del mar escandinavos que buscaban la inmolación cuando
sabían llegado el momento. Era la salida que habría elegido. El 14 de diciembre, el aniversario
de la llegada de Amundsen al Polo, Noruega guardó dos minutos de silencio en su memoria. Pero
durante mucho tiempo sus compatriotas se negaron a aceptar que hubiera muerto. Una creencia
popular afirmaba que había aterrizado en una costa remota y helada, y que un día volvería.
También lo creían sus abogados. Circulaban teorías más o menos fantásticas sobre su
supervivencia y el inicio de una nueva vida, de incógnito, muy lejos. Así murió el mayor
explorador del Polo. Sus compatriotas lo recordaron como un héroe, alguien de otra época,
remoto pero dominante, una figura napoleónica. Al tiempo, parecían algo avergonzados de él a
causa de la persistente desaprobación británica. Había muy poco de que avergonzarse.
Amundsen había aportado prestigio y confianza a Noruega cuando ésta trataba de consolidarse
como nación independiente. Fue para sus compatriotas lo que un general o un estadista en otras
partes: la personificación del genio nacional. Había pagado un precio muy alto tanto por sus
pecados como por la consecución de sus sueños. Desde la distancia, su cambio secreto del Polo
Norte por el Polo Sur parece un engaño necesario: si se prescinde de la hipocresía moralista, se
asemeja mucho al estilo de Drake, a las estrategias de Nelson. Lo importante es que ganó. La
lealtad era su gran virtud; la profesaba y la inspiraba en los demás: Wisting le siguió a lo largo de
dieciséis años y lloró su muerte largo tiempo. En el invierno de 1936, un año después de que se
llevara al Fram a tierra seca, Wisting pidió permiso para dormir a bordo; una mañana lo
encontraron muerto en el que fuera su camarote, como una figura de las sagas, fiel a su señor.
Los otros dos hombres que hollaron el Polo Sur con Amundsen, Bjaaland y Helmer Hanssen,
llegaron a la vejez, Bjaaland hasta conocer a sir Vivían Fuchs, que en 1957-1958 dirigió la
expedición británica transartántica. Sir Vivían había alcanzado el Polo con tractor, y contó todos
lo detalles a Bjaaland. Este no quedó muy impresionado: «Que yo sepa, no ha habido grandes
cambios por allí», comentó. El tampoco había cambiado mucho. Recordaba a Amundsen como
un «tipo franco y digno», un juicio muy significativo. Fue la franqueza de Amundsen, su
negativa a darse importancia, su don de hacer que las cosas parecieran más fáciles de lo que eran,
lo que le negó la veneración popular ilimitada que se dispensa al héroe. Tenía todo el talento de
un artista; fue el explorador de los exploradores. Amundsen fue el exponente egregio de la
técnica polar. Se destacó por encima de sus rivales; introdujo una actitud intelectual en la
exploración y se situó, y continúa, en las antípodas del engaño heroico. «La victoria de la
humanidad sobre la naturaleza», escribió como conclusión de su autobiografía, «no la obtiene
sólo la fuerza bruta, sino también el espíritu». Esta afirmación constituye su testamento. Realista
poco dado a sentimentalismos, Amundsen fue el gran maestro para los tiempos futuros. La nueva
generación de exploradores del Polo aprendió de él la conducción de perros, la planificación, la
necesidad de evitar riesgos, la atención al detalle. Al margen de dónde se formaran sus principios
morales, los nuevos exploradores ingleses—sobre todo los que fueron al casquete glaciar de
Groenlandia en el período de entreguerras—aplicaron la técnica de Amundsen. Aunque
Amundsen consideraba la del Paso del Noroeste como la mejor de sus expediciones, el viaje al
Polo Sur sigue siendo su obra maestra, la culminación de la era clásica de la exploración del Polo
y, tal vez, el mayor viaje que se haya hecho en la nieve. Presenta el rastro del genio, y el don de
la suerte del gran general. Ha quedado como el gran ejemplo de cómo organizar un viaje. El año
en que murió Amundsen, el almirante Pdchard Byrd condujo una expedición norteamericana a la
bahía de las Ballenas. Era la primera visita de seres humanos desde que el Fram levara anclas, y
la primera gran expedición moderna a la Antártida. La exploración del Polo caía en manos de las
incipientes superpotencias, que disponían de los recursos y la energía necesarios para las
complejas empresas científicas de la era contemporánea. Byrd era el nuevo tipo de explorador,
pero no trató de ocultar que debía mucho a Amundsen, el pionero. Byrd había bebido de
Amundsen, había adoptado sus principios y hasta enroló a algunos de sus hombres. Construyó su
base, llamada Pequeña América, cerca del emplazamiento de Framheim. Buscó la cabaña de
Amundsen, pero fue en vano. Era probable que hubiera sido empujada al mar, porque la Barrera
había avanzado implacablemente. Byrd contaba con un avión y sobrevoló el casquete polar;
según él, hasta el Polo. Llevaba radio y todos los instrumentos modernos. Al ver lo que
Amundsen había superado sólo con perros y fuerza de voluntad, lo admiró enormemente. En lo
que era un acto de peregrinación, Laurence Gould, uno de los hombres de Byrd, buscó mientras
exploraba la cordillera de la Reina Maud el hito de Amundsen en la colina Betty. Finalmente lo
encontró.
Qué escalofrío nos recorrió a todos [...] Estar donde Amundsen había estado, y hallar, del todo
intacto, el hito que había erigido dieciocho años antes. No pudimos evitar ponernos en posición
de firmes, con la cabeza descubierta, llenos de respeto y admiración por la memoria de este
hombre singular.
— oOo —
NOTA SOBRE LA DIETA
La ración para el viaje en trineo del grupo de Scott a partir del glaciar Beardmore fue, por
hombre y día, de 20 gramos de té, 454 gramos de galletas, 24 gramos de cacao, 340 gramos de
carne curada, 56,75 gramos de manteca y 85,13 gramos de azúcar, en total 980 gramos.
La ración para el viaje en trineo del grupo de Amundsen fue, por hombre y día, de 400 gramos
de galletas, 75 gramos de leche en polvo, 125 gramos de chocolate y 375 gramos de carne
curada, en total 975 gramos.
La ración del grupo de Scott reportaba a cada hombre 4.430 calorías por día, y la del grupo de
Amundsen 4.560 calorías. Un varón sano que efectúa trabajos manuales en condiciones normales
necesita unas 3.600 calorías por día. En el viaje de vuelta, la ración del grupo de Scott disminuyó
debido a la escasez de provisiones, así que probablemente la media de calorías por cabeza fuera
inferior a las 4.000 calorías. A partir del 29 de diciembre, día en que Amundsen aumentó la dosis
de carne seca a 450 gramos, el grupo noruego promediaba 5.500 calorías diarias. Lo más seguro
es que los hombres de Scott necesitaran unas 5.500 calorías para el esfuerzo que estaban
haciendo, y los de Amundsen 4.500.
El grupo de Scott consumía 1,26 miligramos diarios de tiamina, 1,65 miligramos de riboflavina y
18,18 miligramos de ácido nicotínico. La ración básica del grupo de Amundsen contenía 2,09
miligramos de tiamina, 2,87 miligramos de riboflavina y 25,85 miligramos de ácido nicotínico,
que ascendieron respectivamente, con el aumento de la dosis de carne curada, a 2,24 miligramos,
3,04 miligramos y 29,3 miligramos. Se estima que un esfuerzo diario que consume 4.500 calorías
requiere 1,8 miligramos de tiamina, 2,4 miligramos de riboflavina y 29,7 miligramos de ácido
nicotínico. La falta de tiamina está relacionada con el beriberi, y la de ácido nicotínico con la
pelagra; ambas enfermedades son fatales si no reciben tratamiento.
notes
[1] A continuación, el autor advierte que usará el término inuit en vez de eskimo porque le
parece más familiar y ceñido a la historia. En castellano no existe tal duplicidad de palabras:
ambas se traducen como «esquimal» (N. del T.).
[2] Huntford aplica la milla terrestre que rige en el sistema de Gran Bretaña y de otros países de
la Common Wealth que, en una traducción a la lengua de un país que sigue el sistema métrico,
debe adaptarse a kilómetros (una milla equivale a 1.609 metros). En cambio, la milla náutica es
una medida internacional de navegación que sólo muestra una ligera diferencia: en Gran Bretaña
y la Common Wealth equivale a 1.852 metros—como se advierte a continuación—y en el resto
de países, a 1.853. En la traducción castellana se aplica, lógicamente, esta segunda medida (N.
del T.).
[3] El método tradicional consistía en fundir brea de pino en las suelas de los esquís destilándola
directamente sobre un fuego. Se usaban cebo y cera de vela para las nieves más intratables: los
copos frescos cercanos al punto de congelación se pegan a los esquís formando haces. En las
competiciones de salto de esquí Holmenkollen celebradas anualmente en Nordmarka, se utilizaba
para las condiciones húmedas un gran queso graso a modo de cera.
[4] Era por entonces la manera acostumbrada de bajar por cuestas empinadas. El giro
«Cristianía» no era todavía la práctica general. Una carrera de esquí entre militares celebrada en
1767 ofrecía «seis premios [...] para quienes, sin impulsarse ni descansar en su palo de esquí,
puedan descender la cuesta más pronunciada sin caerse». No era un problema nuevo.
[5] Por entonces la única universidad en Noruega.
[6] Había presentado su tesis antes de partir hacia Groenlandia en 1888. La primera buena noticia
que recibió a su regreso de la histórica travesía del casquete polar fue la felicitación por haber
obtenido su título de doctor.
[7] Fue la expedición de Jackson y Harmsworth que encontraron Nansen y Johansen tras
invernar en la cabaña.
[8] El rango de capitán de corbeta entró en vigor en la Marina en 1914. A partir de entonces, el
salto tenía lugar entre los grados de capitán de corbeta y capitán de fragata. [Conviene en este
punto indicar que entre las Marinas británica y española existen algunas diferencias de escalafón.
Hasta ahora se ha traducido lieutenant como 'teniente (de navío)'; lieutenant-commander es
'capitán de corbeta' y commander 'capitán de fragata' (N. del T.).]
[9] Resulta ilustrativo que, a lo largo de una década, el avance más destacable en el equipamiento
expedicionario, la estufa Primus (el primer utensilio que permitía quemar queroseno de modo
eficaz), fuera un invento sueco.
[10] Secretario adjunto de la Comisión de Defensa Imperial.
[11] Las ventajas que ofrecía eran la facilidad de montaje y la menor resistencia al viento.
[12] El cargamento del Discovery incluía un equipo completo de maquillaje teatral.
[13] Fue el modelo precursor de las modernas pieles de foca usadas para ascender con los esquís
por terreno alpino. En la Marina británica había un sello fatal que servía para rechazar
innovaciones: N. I. H., «Not Invented Here», no inventado aquí.
[14] Executive officer. «Segundo comandante. El segundo en el mando de un buque, base,
escuadrilla de aviación, etc.». (N. del t.)
[15] Tras perder su barco, el Antartic, en el hielo del mar de Weddell, Nordensjkóld tuvo que
invernar por segunda vez y contra su voluntad en su base de la isla Snow Hill. Finalmente, fue
rescatado en 1904, junto con la tripulación del Antartic, por una expedición argentina. La
expedición de Nordensjkóld es una de las aventuras olvidadas de la exploración del Polo; fue una
de las empresas que contaron con una mejor dirección.
[16] El tiempo le daría la razón. Cuando los esquís contrachapados aparecieron en el mercado al
cabo de veinte años, se usó el nogal americano para la suela y como refuerzo de los puntos
débiles en que el esquí se estrecha, en el talón y la punta.
[17] En 1907, cuando Amundsen inició los preparativos, tuvieron lugar en el norte del Fiordo de
Cristianía los experimentos decisivos de Holst y Fr0lich que llevaron al descubrimiento de la
vitamina C. Provocaron escorbuto a unos conejillos de indias privándolos de comida fresca, lo
que indicó que era una enfermedad carencial.
[18] Hoy en día península de Eduardo VII, en Tierra de Mary Bird.
[19] Sir Philip Brocklehurst pagó para enrolarse en el Nimrod.
[20] «Alegraría mucho» tachado.
[21] Se reincorporó a la Marina durante la Primera Guerra Mundial, alcanzó el rango de capitán
y sirvió en Gallipoli.
[22] En el Terra Nova se dio, como en el Discovery, la inaudita situación de que hombres de la
Marina manejaran un barco mercante. Los oficiales recibieron títulos propios de la Marina
mercante: Evans era el capitán, Campbell el primer oficial, etc.
[23] Daugaard-Jensen ofreció diez coronas por las perras y doce por los perros.
[24] Un oficial y un marinero; pues Amundsen no quería arriesgarse a una deserción de última
hora.
[25] En realidad, la radiotelegrafía fue usada en la Antártida por vez primera un año después, por
la expedición australiana de Douglas (luego sir Douglas) Mawson. Su base en la costa de Tierra
de Jorge V estaba unas quinientas millas más cerca de Nueva Zelanda, y contaba con una
estación repetidora en la isla de Macquarie. A Scott le hubiera resultado bastante viable
establecer una conexión de radiotelegrafía, imperfecta pero efectiva, sirviéndose de estaciones
repetidoras en cabo Adare y la isla de Macquarie. Era otro de los motivos que indujeron a
Amundsen a guardar su secreto: no quería inquietar a Scott hasta el punto de que probara la
radiotelegrafía, lo cual le podría haber colocado en una desventaja de consecuencias
catastróficas.
[26] «El Propietario» es una expresión de la jerga de la Marina para nombrar al capitán de un
buque de guerra.
[27] Es decir, en Tierra de Eduardo VII.
[28] Gran se alistó en las R.F.C. (las antiguas Fuerzas del Aire Británicas) a principios de la
Primera Guerra Mundial, combatió en el Frente Occidental, especializado en pilotar Camels, y
fue gravemente herido. Alcanzó el grado de comandante y en su país tuvo problemas por militar
en las filas de una potencia extranjera.
[29] Todas las ropas de piel se guardaban en una tienda, ya que había que conservarlas en lugar
seco y frío.
[30] Puede extraer de ellos grasa, proteínas, vitaminas y ciertos enzimas.
[31] Toddy. bebida hecha con whisky, coñac o ron, agua hirviendo, azúcar y limón (N. del t.).
[32] Aunque tan cerca del Polo está oscuro la mayor parte de las veinticuatro horas (y en verano
hay luz durante todo el día), en las latitudes bajas se llama convencionalmente «día» y «noche» a
las horas de luz y oscuridad, aunque sólo sea por conservar algo de la habitual percepción del
tiempo.
[33] Crystal Palace. referencia al edificio londinense construido en 1851 con motivo de una
Exposición Universal (N. del t.).
[34] En circunstancias similares, en el Viaje de Invierno de la expedición de Scott, Wilson,
Bowers y Cherry-Garrard tardaron nada menos que una semana en recorrer la misma distancia.
[35] A su lado, un esquiador de fondo actual puede recorrer treinta kilómetros (el «trayecto» de
Gran fue de veintisiete) en hora y media, o lo que es lo mismo, a una velocidad de veinte
kilómetros por hora. Gran viajó a nueve kilómetros por hora, con ropa pesada y unos esquís de
seis kilos por los aproximadamente dos de los del moderno esquiador noruego.
[36] Un uso inteligente de la fuerza de los números y de la importancia de las unidades. La milla
terrestre o náutica es un minuto de latitud, o una sexta parte de un grado. Sin embargo, la
relación sólo causa efecto cuando se trata de fracciones simples.
[37] Las cajas de embalaje de Scott, de diseño convencional, con tapas grandes, no podían
abrirse sin antes deshacer las ataduras. Había que descargar y cargar los trineos en cada
campamento, lo que añadía una media hora a las demás tareas.
[38] Fue demostrado definitivamente en el verano antartico de 1977-1978, cuando el Programa
de Investigaciones en la Antártida de Estados Unidos perforó la Barrera hasta el agua
subyacente.
[39] Ahora llamado cordillera de Herbert.
[40] Después monte Ruth Gade, en honor de la esposa de F. Hermán Gade, amigo de Amundsen.
[41] os mismos cuatro días, Scott cubrió ochenta y tres kilómetros en terreno plano.
[42] Después cambiado a La Sala de Baile del Diablo, nombre que ha conservado.
[43] Arrastrando a pulso, en un avance difícil, y con su deficiente técnica de esquí. Para
consumir la misma energía, los noruegos—que llevaban perros y sabían esquiar—tenían que
cubrir unos cincuenta y cinco kilómetros.
[44] El método se basa en el hecho de que el punto de ebullición desciende a medida que
aumenta la altitud.
[45] Tryggve Gran, Diario, 15 de diciembre de 1911. Atestiguado por Taylor. El primer
telegrama de Amundsen, al recibirse, era casi idéntico a éste.
[46] La razón no está clara, pero probablemente tenga que ver con una necesidad de complejo de
vitamina B que el pemicán no satisfacía.
[47] Hoy llamadas meseta de Nilsen y montañas Rawson, siendo una la continuación de la otra.
[48] El hito fue encontrado por la expedición del almirante Byrd en 1929.
[49] Hinks, A. R., «The observations of Amundsen and Scott at the South Pole», Geographical
Journal, CIII, p. 160.
[50] R. Amunsen, Diario, 26 de enero de 1912. Un poco injusto. Los japoneses querían alcanzar
su punto más meridional, y ya por entonces había salido la Patrulla Incursión, a las órdenes del
teniente de navío Shirase, comandante de la expedición; consiguió el récord dos días después,
una altitud de 80º 5'S. El teniente Shirase «izó [...] la bandera del sol naciente nacional y lanzó
un triple Banzai por Su Majestad el Emperador» (Geographical Journal, LXXXII (1933), p. 420).
Era la primera expedición japonesa a la Antártida.
[51] Pero por muy poco. Llegaron el 29 de noviembre. El Raiman Maru desembarcó un grupo en
la masa de hielo el 23 de enero y consiguió, por cierto, lo que ni el Discovery ni el Nimrod ni el
Terra Nova habían logrado: el primer desembarco desde el mar.
[52] La encontró el Dr. Charles Swithinbank, que entonces trabajaba en el Programa de
Investigaciones en la Antártida de Estados Unidos.
[53] Amundsen había olvidado retrasar el calendario al cruzar la línea de cambio de fecha
internacional, así que en su cálculo había un día de error. Al volver a la civilización, se revisaron
(con pedantería) las fechas.
[54] Luego almirante sir Barry Domville.
[55] Llamada la expedición Norvegia, con motivo del nombre del barco. Lars Christensen,
noruego propietario de un ballenero, costeó toda la expedición, que incluía dos aviones.
[56] La nota iba dirigida a quien la encontrara y decía: «La nota del Dr. Wilson a la señora
Wilson está en la cartera de la Caja de Instrumentos con su diario y dos cuadernos».