SPROUL, R. C. (2016) - Qué Es La Teología Reformada. Entendiendo Lo Básico

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Contenido

Introducción

Parte 1: Fundamentos de la Teología Reformada


1. Dios en el centro
2. Basada solo en la Palabra de Dios
3. Comprometida con la sola fe
4. Comprometida con el Profeta, Sacerdote y Rey
5. Apodo: Teología del Pacto

Parte 2: Los Cinco Puntos de la Teología Reformada


6. La corrupción radical de la humanidad
7. La elección soberana de Dios
8. El sacrificio con propósito de Cristo
9. El llamado eficaz del Espíritu
10. La divina preservación de los santos

Epílogo

Notas
En memoria de
James Montgomery Boice

¿Qué es la Teología Reformada? Comprensión de lo fundamental


Poiema Publicaciones © 2016

Traducido del libro What Is Reformed Theology? Understanding the Basics © R. C. Sproul
en 1997, publicado por Baker Books, con el debido permiso por Poiema Publicaciones
en 2015. Revisión por Naíme Bechelani de Phillips

Las citas bíblicas han sido tomadas de La Santa Biblia, Nueva Versión Internacional (NVI)
© Copyright 1999 por Biblica Inc. Usadas con permiso. Todos los derechos reservados.
Las citas marcadas con la sigla RVC han sido tomadas de La Santa Biblia, Versión Reina
Valera Contemporánea © Copyright 2011 por Sociedades Bíblicas Unidas. Usadas con
permiso. Todos los derechos reservados.

Prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio visual o
electrónico sin permiso escrito de la casa editorial. Escanear, subir o distribuir este
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Poiema Publicaciones
[email protected]
www.poiema.co

SDG
E
l propósito de este libro es ofrecer una respuesta sencilla a

la pregunta ¿qué es la teología reformada? No es un libro de

texto ni tampoco una exposición detallada y exhaustiva de cada

parte o sección de la doctrina reformada. Es más bien un

compendio, una introducción resumida a la esencia consolidada

de la teología de la Reforma.

En el siglo XIX, teólogos e historiadores, abocados a hacer un

análisis comparativo de las religiones del mundo, buscaban

destilar la esencia de la religión misma y así poder reducir el


cristianismo a su mínimo denominador común. El término
Wesen (ser o esencia) hace su aparición en un gran número de

estudios teológicos alemanes, incluyendo el libro de Adolf


Harnack What is Christianity? [¿Qué es el cristianismo?] Harnack

redujo el cristianismo a dos afirmaciones esenciales: la


paternidad universal de Dios y la hermandad universal del

hombre, de las cuales ninguna se plantea en la Biblia en los


términos que propone.1

Una teología, no una religión

Este movimiento que buscaba reducir la religión a su esencia

tuvo un efecto sutil pero dramático. El estudio de la teología fue

suplantado por el estudio de la religión en el mundo académico.

Este cambio fue sutil porque, para el público común, la religión y

la teología eran lo mismo, por lo que no se percibió ningún

impacto drástico. Incluso en el mundo académico el cambio fue


ampliamente aceptado sin siquiera un quejido.

Hace varios años fui invitado a hablar ante el profesorado de

una reputada universidad del medio oeste de Estados Unidos,

dueña de una rica tradición cristiana y reformada. La

universidad se encontraba sin rector y el cuerpo académico hacía

un auto-estudio para definir la identidad de la universidad. Me


pidieron que abordara la pregunta “¿cuáles son los rasgos

distintivos de una educación particularmente cristiana?”.

Antes de mi presentación el decano me llevó a hacer un


recorrido por el campus. Al entrar al edificio del cuerpo de
profesores observé una oficina con la siguiente inscripción en la

puerta: Departamento de Religión. Esa noche, cuando me dirigía


a los profesores dije: “Durante mi recorrido por sus instalaciones

me fijé en la puerta de una oficina que decía ‘Departamento de


Religión’. Tengo una pregunta doble. La primera, ¿ese
departamento siempre se ha llamado Departamento de

Religión?”. Mi pregunta fue recibida con silencio y miradas en

blanco. En un comienzo pensé que nadie podría responder a mi


inquietud.

Finalmente un profesor de trayectoria levantó su mano y dijo:

“No, antes se llamaba ‘Departamento de Teología’. Se cambió el

nombre hace unos treinta años”.

“¿Por qué lo cambiaron?”, pregunté.

Nadie en la sala tenía idea alguna y tampoco parecía

preocuparles. La presunción tácita era: “En realidad no tiene

importancia”.

Les recordé a los académicos que existe una profunda

diferencia entre el estudio de la teología y el estudio de la

religión. Históricamente el estudio de la religión ha estado

incorporado al estudio de la antropología, la sociología e incluso

la psicología. La investigación académica de la religión ha


buscado cimentarse en el método científico empírico. La razón
de esto es bastante simple. La actividad humana es parte del

mundo de los fenómenos. Su actividad es visible, por lo tanto


sujeta al análisis empírico. La psicología puede no ser una

disciplina tan concreta como la biología, pero la conducta


humana como respuesta a las creencias, necesidades, opiniones y

otros aspectos puede ser estudiada según el método científico.


Para decirlo de manera más clara, el estudio de la religión es

mayormente el estudio de un cierto tipo de conducta humana, ya

sea bajo la rúbrica de la antropología, la sociología o la


psicología. Por otro lado, el estudio de la teología es el estudio de

Dios. La religión es antropocéntrica; la teología es teocéntrica. A

fin de cuentas, la diferencia entre religión y teología es la

diferencia entre Dios y el hombre, una diferencia nada pequeña.

Es una diferencia, insisto, de la materia de estudio. La materia de

estudio de la teología propiamente es Dios; la materia de estudio

de la religión es el hombre.

Puede que inmediatamente surja una objeción a esta

simplificación: ¿acaso el estudio de la teología no incluye el

estudio de lo que los humanos dicen acerca de Dios?

El estudio de la Escritura

Nuestra respuesta a esa pregunta es una palabra:

“parcialmente”. Estudiamos teología de varias maneras.


Primero, es por medio del estudio de la Biblia. Históricamente, la

Biblia fue recibida por la iglesia como el depósito normativo de


la revelación divina. Se consideraba a Dios mismo como su autor

último. Por eso nos referimos a la Biblia como verbum Dei


(palabra de Dios) o vox Dei (voz de Dios). La Biblia es considerada
como producto de la autorevelación divina. La información

contenida en ella no es el resultado de la investigación empírica


humana o la especulación humana, sino que llega por revelación

sobrenatural. Se le llama revelación porque nos llega desde la

mente de Dios.

Históricamente, el cristianismo ha afirmado ser y ha sido

recibido como una verdad revelada. No es una verdad descubierta

por medio del ingenio o la percepción humanos. Pablo comienza

su Epístola a los Romanos con estas palabras: “Pablo, siervo de

Cristo Jesús, llamado a ser apóstol, apartado para anunciar el


evangelio de Dios” (Ro 1:1). ¿Qué significa la frase “evangelio de

Dios”? La palabra de, ¿significa “pertenece a” o significa “acerca

de”? ¿Está diciendo Pablo que el evangelio es algo acerca de Dios

o que proviene de Dios? El cristianismo histórico consideraría

esta pregunta como un ejemplo de la falacia del falso dilema o de

la falsa disyuntiva. El cristianismo clásico dirá que el evangelio

es un mensaje tanto acerca de Dios como desde Dios.

Al mismo tiempo, la iglesia siempre ha reconocido que la Biblia


no fue escrita por el puño y letra de Dios. Dios no escribió un

libro para que la Editorial Celestial lo publicara y luego lo


lanzara en paracaídas hacia la tierra. La iglesia siempre ha

reconocido que las Escrituras fueron redactadas y escritas por


autores humanos.

El tema candente hoy en día es este: esos autores humanos


¿escribieron sus opiniones y percepciones personales, o fueron
dotados de manera única como agentes de revelación y por lo

tanto escribieron bajo la inspiración y supervisión de Dios? Si

decimos que la Biblia es solo el producto de la opinión y


percepción humanas, todavía podemos hablar de teología bíblica

en el sentido de que la Biblia contiene enseñanza humana acerca

de Dios, pero ya no podríamos hablar de revelación bíblica. Si

Dios es el autor último de la Biblia, entonces podemos hablar

tanto de revelación bíblica como de teología bíblica. Si el hombre

fuera el autor último, entonces deberíamos limitarnos a hablar

de teología bíblica o incluso de teologías. Si ese fuera el caso, solo

podríamos considerar a la teología bíblica como una subdivisión


de la religión, como un aspecto del estudio humano acerca de

Dios.

El estudio de la historia

Otra manera de estudiar teología es desde una perspectiva


histórica. La teología histórica es el estudio de lo que las

personas que no son agentes inspirados de revelación han


enseñado acerca de Dios. Se examinan los concilios históricos,

los credos y los escritos de teólogos como Agustín, Tomás de


Aquino, Martín Lutero, Karl Barth y otros. Se estudian diversas

tradiciones teológicas para aprender cómo ha entendido cada


corriente el contenido de la teología bíblica. Por una parte, esto

podría considerarse como estudio de la religión en el sentido que


estudia el pensamiento religioso.

Puede que nuestra motivación al estudiar la teología histórica

sea simplemente comprender la historia del pensamiento

religioso. En ese contexto, el tema de estudio es la opinión

humana. Por otro lado, puede que nuestra motivación sea

aprender lo que otros han aprendido acerca de Dios. En este

escenario, la materia de estudio es Dios y las cosas de Dios.

Desde luego, también puede ser que lo que nos motive a

estudiar la teología histórica sea una combinación de ambas

razones, o incluso haya otras. Lo importante es entender que se

puede tener primordialmente un interés teológico o un interés

religioso, siempre y cuando reconozcamos que no son idénticos.

El estudio de la naturaleza

Hay una tercera manera de estudiar teología y es a través del

estudio de la naturaleza en busca de pistas acerca del carácter de


Dios. A esto lo llamamos teología natural. La teología natural

consiste en información acerca de Dios a partir de la observación


de la naturaleza. Los que estudian la teología natural lo hacen
desde dos ángulos diferentes. Por un lado, están aquellos que

consideran a la teología natural como un mero producto de la


especulación humana, obtenido a través de la razón que

reflexiona filosóficamente sobre la naturaleza sin ayuda externa.


Por otro lado, están aquellos que, consecuentes con el enfoque
histórico de la teología natural, la conciben como producto de la

revelación natural cimentada en esta misma. La revelación es

algo que Dios realiza. Es su acto de darse a conocer.

La teología natural es algo que nosotros adquirimos. Es el

resultado de la especulación humana que concibe la naturaleza

como un objeto neutro en sí mismo, o bien la recepción de la

información que el Creador entrega en la creación y a través de

ella. Este segundo enfoque no considera a la naturaleza como un


objeto neutro en sí mismo ni por lo tanto mudo, sino como un

escenario de la revelación divina donde se entrega información

por medio del orden creado.

Desde el siglo XVI hasta comienzos del siglo XX, ningún

teólogo reformado del que yo sepa negaba la validez de la

teología que deriva de la revelación natural. El fuerte rechazo

que existe hoy hacia la teología que se base en la especulación

humana sin ayuda externa ha traído como consecuencia un


amplio rechazo a toda la teología natural. Este distanciamiento,

que en parte es una reacción en contra del racionalismo de la


Ilustración, es también un alejamiento de la teología reformada

histórica y de la teología bíblica.

Tanto el catolicismo romano como la teología reformada

histórica han adoptado la teología natural y han aprendido de la


revelación natural. La razón detrás de este importante consenso
es que la Biblia, considerada por ambas posiciones como

revelación especial, claramente enseña que, junto con lo que

Dios nos revela acerca de Sí mismo en la Escritura, también hay


un ámbito de revelación divina presente en la naturaleza.

La teología clásica hace una clara distinción entre revelación

especial y revelación general. Ambos tipos de revelación se

distinguen por los términos especial y general debido a la

diferencia en el alcance del contenido y el público al que se


dirigen.

La revelación especial es tal porque entrega información

específica acerca de Dios que no se encuentra en la naturaleza.

La naturaleza no nos comunica el plan de Dios para la salvación,

pero la Biblia sí. Aprendemos muchos más pormenores del

carácter y los actos de Dios en la Biblia de lo que podemos llegar

a aprender de la creación. La Biblia también es considerada

revelación especial porque la información que contiene es


desconocida para aquellos que nunca la han leído o a quienes

nunca se les ha anunciado su mensaje.

La revelación general es tal porque revela verdades generales

acerca de Dios y porque su público es universal. Toda persona


está expuesta, en algún grado, a la revelación de la creación. La

base más pertinente para la revelación general o natural es la


afirmación de Pablo en Romanos:
Ciertamente, la ira de Dios viene revelándose desde el cielo contra toda impiedad
e injusticia de los seres humanos, que con su maldad obstruyen la verdad. Me

explico: lo que se puede conocer acerca de Dios es evidente para ellos, pues él
mismo se lo ha revelado. Porque desde la creación del mundo las cualidades

invisibles de Dios, es decir, su eterno poder y su naturaleza divina, se perciben


claramente a través de lo que él creó, de modo que nadie tiene excusa. A pesar de

haber conocido a Dios, no lo glorificaron como a Dios…

Romanos 1:18-21

Dios expresa Su ira hacia la humanidad porque reprime la

verdad de la revelación natural. Dios puede ser conocido porque

ha “mostrado” lo que se puede conocer acerca de Él mismo. Esto

que Dios ha mostrado o revelado es “evidente” o claro. Desde la

creación misma, los atributos invisibles de Dios se “perciben

claramente”; es decir, pueden ser vistos por medio de o a través

de todo lo que Dios ha hecho. Esto se entiende, casi

universalmente, como que Dios se revela claramente a Sí mismo

en y por medio de la naturaleza; es decir, se entiende como que


la revelación general o natural existe.

Podemos preguntarnos: ¿esta revelación evidente nos “llega” a

nosotros y nos entrega conocimiento de Dios en algún grado?


Pablo nos responde categóricamente. Dice que esta revelación
divina “se percibe”. Percibir algo es tener ya un grado de

conocimiento de aquello. Pablo afirma que ellos habían


“conocido a Dios”, aclarando que la revelación natural entrega

una teología natural o un conocimiento natural de Dios. La ira


de Dios se revela, no porque el hombre no logre recibir la

revelación natural, sino porque, habiéndola recibido, el ser

humano no actúa en concordancia. La humanidad se rehúsa a


honrar a Dios o darle gracias. Ellos obstruyen la verdad de Dios y

“estimaron que no valía la pena tomar en cuenta el

conocimiento de Dios” como dice Pablo más adelante (Ro 1:28).

Las personas rechazan el conocimiento natural que tienen de

Dios. Este rechazo, sin embargo, no anula la revelación ni el


conocimiento como tal. El pecado de la humanidad es que rehúsa

reconocer el conocimiento que posee. Las personas actúan contra

la verdad que Dios revela y que claramente han recibido.

El creyente que se rinde ante la revelación especial está

entonces capacitado para responder adecuadamente a la

revelación general. En este aspecto, los cristianos debieran ser

los más diligentes estudiantes de la revelación tanto especial

como natural. Nuestra teología debe estar guiada tanto por la


Biblia como por la naturaleza. Ambas vienen de la misma fuente

reveladora: Dios mismo. Estas dos revelaciones no están en


conflicto sino que ambas reflejan la armonía de lo que Dios

muestra de Sí mismo.

Finalmente, se puede estudiar teología a través de la teología

filosófica especulativa. Este enfoque puede estar motivado por


una confianza previa en la revelación natural o por un intento
consciente de contrarrestar la revelación natural. La primera

motivación es una base legítima para el cristiano; la segunda

constituye un acto de traición a Dios pues se basa en la


pretensión de la autonomía humana.

En todos estos diversos enfoques puede existir un estudio de la

teología en lugar de un mero análisis de la religión. Cuando nos

embarcamos en la búsqueda de conocer o entender a Dios, eso es

teología. Cuando nuestra búsqueda se limita a entender las


reacciones humanas ante la teología, eso es religión.

La reina de las ciencias

El estudio de la teología incluye el estudio del ser humano, pero

desde una perspectiva teológica. Podríamos ordenar nuestra

ciencia como lo muestra el diagrama 0.1. De la teología surgen

muchas subdivisiones; una de ellas es la antropología. El enfoque


moderno es más bien como lo refleja el diagrama 0.2, en el que la

teología es un subconjunto de la antropología. Estos dos


paradigmas grafican la diferencia entre una visión teocéntrica

del hombre y una visión antropocéntrica de la religión y Dios.


En el currículo clásico, la teología es la reina de las ciencias y

toda otra disciplina es su asistente. En el currículo moderno, el

hombre es rey y la que era reina ahora es relegada a un lugar

insignificante en la periferia. En su obra monumental No Place

for Truth [No hay lugar para la verdad], David F. Wells dice:

El hecho de que la teología está desapareciendo de la vida de la iglesia y que esa

desaparición ha sido orquestada por algunos de los líderes de la iglesia hoy es


bastante evidente pero, curiosamente, difícil de probar. Es difícil no advertirla en
el mundo evangélico —por ejemplo, en la adoración vacía que predomina, en que
el centro de la atención ha dejado ser Dios y el foco de la fe es el “yo”, en la
predicación psicologizada que sigue a este cambio de foco, en la erosión de las
convicciones, en su pragmatismo estridente, en su incapacidad de pensar de
manera penetrante acerca de la cultura, en su deleite en lo irracional.2
Wells, citando a Ian T. Ramsey, habla de la situación actual

como una iglesia sin teología y una teología sin Dios.3 Una iglesia
sin teología o una teología sin Dios claramente no son opciones

para la fe cristiana. Puede haber religión sin Dios o sin teología,


pero no puede haber cristianismo sin ellos.

Teología y religión en Sinaí

Para ejemplificar mejor la diferencia entre teología y religión,

examinaremos brevemente un famoso incidente en la historia de


Israel. Éxodo 24 dice: “En cuanto Moisés subió, una nube cubrió

el monte, y la gloria del Señor se posó sobre el Sinaí. Seis días la


nube cubrió el monte. Al séptimo día, desde el interior de la

nube el Señor llamó a Moisés. A los ojos de los israelitas, la gloria

del Señor en la cumbre del monte parecía un fuego consumidor.


Moisés se internó en la nube y subió al monte, y allí permaneció

cuarenta días y cuarenta noches” (Éx 24:15-18 NVI).

En este episodio, Moisés sube a la misma montaña a la que

había ascendido en medio de humo, truenos y relámpagos. Había

sido llamado a encontrarse con Dios. La gloria de Dios se


manifestaba ante el pueblo de Dios como un fuego consumidor,

pero Dios mismo permanecía invisible detrás de las nubes.

Moisés se adentra en las nubes. Su misión consistía en teología

pura. Iba en pos de Dios mismo. Ante este despliegue, debemos

asumir que los que se quedaron abajo no eran ateos. Puesto que

eran conscientes de la realidad de Dios y de Su obra salvadora,

no eran ni liberales ni secularistas. Eran los evangélicos de su

época, receptores de la revelación especial y participantes del


éxodo redentor.

Sin embargo, más adelante en esta narración, nos enteraremos


de un sorprendente cambio en la conducta de la gente: “Al ver

los israelitas que Moisés tardaba en bajar del monte, fueron a


reunirse con Aarón y le dijeron: ‘Tienes que hacernos dioses que

marchen al frente de nosotros, porque a ese Moisés que nos sacó


de Egipto, ¡no sabemos qué pudo haberle pasado!’” (Éx 32:1).
Lo que vemos a continuación es un acto de apostasía sin

precedentes: la fabricación y la adoración de un becerro de oro.

Esta es una práctica de religión enfocada en la adoración a una


criatura. Cuando fabricaron su invaluable becerro de última

generación, dijeron: “Israel, ¡aquí tienes a tu dios que te sacó de

Egipto!” (Éx 32:4).

Debemos notar que esto es una declaración teológica.

Afirmaban que aquel becerro los había librado de la esclavitud.


Esta era una teología descaradamente falsa. También es

evidencia de que la religión falsa nace de la teología falsa. El

becerro era una imagen idólatra que cambiaba la verdad de Dios

por una mentira y cambiaba la gloria de Dios por la gloria de una

creación artística.

Hay muchas cosas fuera de lugar aquí. En primer lugar, el toro

era la imagen sagrada de los dioses paganos de Egipto. Al hacerse

su propio ídolo taurino, Israel acomodó su religión según el


mundo que los rodeaba. Su nueva religión ahora era relevante.

Ahora tenían un dios que podían controlar. Puesto que ellos lo


habían fabricado, entonces podían destruirlo o descartarlo.

Aquella vaca no entregaba leyes ni exigía obediencia. Tampoco


había que temer su ira, justicia o santidad. Era sorda, muda e
impotente. Así que al menos no podía estorbar su diversión ni

traerlos a juicio. Esta era una religión diseñada por hombres,


practicada por hombres y, finalmente, inútil para los hombres.

Lo que tenían era una teología y una religión sin Dios. Poseían

los elementos de la práctica de la religión, pero no adoraban a


Dios. La vacía teología del pueblo había despojado al verdadero

Dios de su verdadero carácter.

Aparece otra ironía en la razón de la demora de Moisés en

bajar de la montaña. Desde el capítulo 24 hasta este evento en el

capítulo 32, Moisés estaba recibiendo instrucciones detalladas de


parte de Dios. Estas instrucciones se enfocaban en un punto: la

verdadera adoración. Dios estaba entregando mandamientos

específicos en cuanto al tabernáculo, el sacerdocio Aarónico, la

liturgia de la adoración y la santidad del día de reposo.

Así que mientras Moisés aprendía sana teología, el primer

hombre consagrado como sacerdote, Aarón, construía un altar a

un becerro de oro. Dios estaba instruyendo a Moisés en la

verdadera religión que se basa en la teología de la verdad.

David F. Wells observa que “en el pasado, el quehacer


teológico incorporaba tres aspectos esenciales tanto en el mundo
académico como en la iglesia: (1) un aspecto confesional, (2) la

reflexión acerca de esta confesión y (3) cultivar un conjunto de


virtudes fundadas en los dos primeros aspectos”.4

Al hablar de teología reformada lo haremos desde esta

perspectiva histórica. Comenzaremos nuestro estudio afirmando


que la teología reformada es, antes que nada, teología. Como tal

tiene aspectos confesionales, reflexivos y conductuales.

En el resto del libro examinaremos por qué esta teología se

llama reformada, no sin antes reiterar que es teología

propiamente y no meramente religión sin teología. Lo que

impulsa a esta teología es, sobre todo, su comprensión del

carácter de Dios.

L
a teología reformada es sistemática. La teología

sistemática como disciplina recibe ese nombre porque

busca comprender la doctrina de una manera coherente y

unificada. La meta de la teología sistemática no es imponer sobre


la Biblia un sistema derivado de alguna filosofía en particular.

Más bien, la meta de la teología sistemática es discernir las

interrelaciones de todo lo que la Biblia enseña. Históricamente,

el teólogo sistemático asumía que la Biblia era la Palabra de Dios


y como tal no estaba llena de conflictos internos ni confusión. A
pesar de la variedad de temas que la Biblia presenta a través de

muchos autores humanos durante un largo periodo de tiempo, el


mensaje que surge se considera un mensaje divino y por lo tanto

coherente y consistente. En este caso, la consistencia no se


percibe como el hada de las mentes pequeñas. La mente de Dios

en ningún caso es pequeña.


Tabla 1.1
La primera piedra fundacional

1 Dios en el centro

2 Basada solo en la Palabra de Dios

3 Comprometida con la sola fe

4 Comprometida con Jesús

5 Estructurada en torno a tres pactos

En la iglesia actual las presuposiciones del pasado no siempre

están vigentes. Muchos rechazan la inspiración divina de la

Escritura y de paso han rechazado toda confianza en una

revelación unificada. Si uno estudia la Biblia solo como un

documento de hombres, no es necesario armonizar lo que los

diversos autores enseñan. Desde esta perspectiva, la teología

sistemática intenta explicar lo que la Biblia enseña a la luz y con


la guía de un sistema externo a la Biblia. Otros evitan cualquier

sistema y adoptan una teología que es intencionalmente


relativista y pluralista. Al hacer esto, ponen en contraposición a

los diferentes autores bíblicos y tratan a la propia Biblia como


una colección de teologías contradictorias. La teología

reformada clásica, por otro lado, sí considera a la Biblia como la


Palabra de Dios. Si bien reconoce que en la Biblia participaron
diferentes autores humanos de diferentes épocas, también cree
que la inspiración divina implica la unidad y coherencia de la

verdad divina. Por lo tanto, la búsqueda de una teología

sistemática desde un ángulo reformado es el intento de descubrir


y definir un sistema de doctrina que surja de la enseñanza de la

Biblia misma.

Puesto que la teología es sistemática, cada doctrina de la fe

influye de alguna manera en cualquier otra doctrina. Por

ejemplo, la forma en que entendamos la persona de Cristo


afectará la forma en que entendamos Su obra redentora. Si

vemos a Jesús solamente como un gran maestro humano,

entonces seremos propensos a ver Su misión mayormente como

una enseñanza de carácter moral. Si lo consideramos como el

Hijo de Dios encarnado, eso nos daría un nuevo marco para

comprender Su misión. A la inversa, la manera en que

comprendamos la obra de Cristo también afectará nuestra


comprensión de Su persona.

Quizás ninguna doctrina cause más impacto en las demás

doctrinas que la doctrina de Dios. Nuestra comprensión de la


naturaleza y el carácter de Dios influirá en cómo comprendemos

la naturaleza del hombre, quien está hecho a imagen de Dios; la


naturaleza de Cristo, cuya obra satisface al Padre; la naturaleza
de la salvación, la cual Dios lleva a cabo; la naturaleza de la ética

cuyas normas surgen del carácter de Dios; y un sinnúmero de


otras consideraciones teológicas que dependen de nuestra

comprensión de Dios.

La teología reformada es, antes que todo, teocéntrica en lugar

de antropocéntrica; es decir, tiene a Dios en el centro y no al

hombre. El hecho de que se centre en Dios de ninguna manera le

quita valor al ser humano. Por el contrario, eso es algo que

reafirma el valor del ser humano. Con frecuencia se critica a la

teología reformada por tener una opinión pobre del ser humano
al insistir en el hecho de que la humanidad está completamente

caída y corrupta. Lo cierto es que al tener una visión tan elevada

de Dios nos interesa mucho aquel que fue creado a Su imagen. La

teología reformada toma muy en serio el pecado porque toma a

Dios muy en serio y porque toma a los seres humanos muy en

serio. El pecado ofende a Dios y violenta a los seres humanos.

Ambos hechos son asuntos graves.

La teología reformada mantiene un alto concepto del valor y


dignidad de los seres humanos. En este punto difiere

radicalmente de todas las formas de humanismo puesto que este


último le asigna una dignidad intrínseca al hombre. La teología

reformada, en cambio, considera la dignidad del hombre como


algo extrínseco. En otras palabras, la dignidad del hombre no es
algo inherente; no existe por sí misma. Nuestra dignidad es algo

derivado, dependiente y recibido. Nuestra naturaleza pertenece


al polvo. Pero Dios nos ha asignado, como criaturas hechas a Su

imagen, un valor y dignidad altísimos. Él es la fuente de nuestro

ser y de nuestra existencia. Dios nos ha dado vestiduras de valor


y dignidad.

Cada cierto tiempo surgen controversias respecto a la meta y

propósito del plan redentor de Dios. La pregunta que surge es la

siguiente: ¿Es la meta de la redención la manifestación de la

gloria de Dios? ¿O es más bien la manifestación del valor de la


humanidad caída? ¿Es la meta de la redención teocéntrica o

antropocéntrica? Si estuviéramos obligados a escoger diríamos

que primero se trata de la gloria de Dios. La buena noticia es que

no estamos obligados a tomar una “decisión de Sophie”.

En el plan redentor de Dios, vemos tanto la preocupación de

Dios por Su creación como la intención de mostrar Su gloria. La

gloria de Dios se manifiesta en Su obra redentora y a través de

ella. Incluso se manifiesta en el castigo del malvado. Dios exhibe,


con una majestad deslumbrante, tanto Su gracia inefable como

Su justo juicio. Incluso al juzgarnos, Dios reafirma el valor del


hombre pues castiga la maldad que empobrece la vida humana.

Aunque no soy adepto al uso de las paradojas en el discurso


teológico, no me abstendré de plantear una en esta ocasión. A

pesar de que no hay mucho en la teología reformada acerca de


Dios que la diferencie en gran medida del resto de la teología
cristiana, el rasgo más distintivo es precisamente lo que afirma

acerca de Dios. ¿Cómo puede ser verdad esto? A pesar de que la

doctrina reformada acerca de Dios no difiere mucho de otras


declaraciones confesionales, es la manera en que opera esta

doctrina en la teología reformada lo que la hace única. La

teología reformada aplica insistentemente la doctrina de Dios a

todas las demás doctrinas, transformándola en el elemento

regulador de toda la teología.

Por ejemplo, nunca he conocido a alguien que se declare

cristiano y que no esté dispuesto a afirmar que Dios es soberano.

La soberanía es uno de los atributos divinos al que se han

adherido los cristianos a través de la historia casi de forma

universal. Cuando llevamos la doctrina de la soberanía divina a

otros aspectos de la teología, sin embargo, el concepto se debilita

o desaparece por completo. A menudo he escuchado decir: “La


soberanía de Dios está limitada por la libertad humana”. En esa

declaración la soberanía de Dios no es absoluta pues tiene los


límites que le impone la libertad humana.

La teología reformada ciertamente dirá, con insistencia, que el

hombre ha recibido una cuota de libertad de parte de su creador.


Pero esa libertad no es absoluta y el hombre no es autónomo.
Nuestra libertad está siempre, y en todas partes, limitada por la

soberanía de Dios. Dios es libre y nosotros somos libres. Pero


Dios es más libre que nosotros. Cuando nuestra libertad se topa

con la soberanía de Dios, nuestra libertad debe ceder. Decir que

la soberanía de Dios está limitada por la libertad del hombre


equivale a decir que el hombre es soberano. Sin duda, puede que

la afirmación de que la soberanía de Dios está limitada por la

libertad humana solo intente expresar que en realidad Dios no

violenta esa libertad. Pero eso ya es otro tema, desde luego. Si

Dios nunca violenta la libertad humana no se debe a que Él tenga

límites para ejercer Su soberanía. Es más bien porque en Su

soberanía ha decretado que no lo hará. Dios tiene la autoridad y

el poder para hacerlo si quisiera. Cualquier límite será un límite


que Dios se impone a Sí mismo soberanamente y no uno

impuesto por nosotros.

A los ojos de la teología reformada, si Dios no es soberano

sobre todo el orden creado, entonces no es realmente soberano.


La palabra soberanía se puede transformar fácilmente en una

fantasía. Si Dios no es soberano entonces no es Dios. Ser


soberano es algo que le corresponde por esencia. La manera en

que comprendamos Su soberanía tendrá implicaciones radicales


para la forma en que comprendamos la doctrina de la

providencia, de la elección, de la justificación y de muchas otras.


Lo mismo se aplica a los otros atributos de Dios, tales como la

santidad, omnisciencia e inmutabilidad, por nombrar algunos.


La teología reformada es católica

En el siglo XVII surgió una disputa al interior de la comunidad

reformada de Holanda. Un grupo de teólogos se hizo conocido

como los “remonstrantes”, debido a que protestaban (eso


significa el nombre) en contra de los cinco artículos de la

teología reformada. Estos cinco puntos llegaron a ser conocidos

más tarde como los “cinco puntos del Calvinismo” que en inglés

se resumen con el conocido acróstico TULIP. Este acróstico (que

examinaremos en más detalle en la segunda parte) representa las

doctrinas de depravación total, elección incondicional, expiación

limitada, gracia irresistible, y perseverancia de los santos. El

Sínodo de Dort condenó a los remonstrantes y reafirmó la


validez de los cinco puntos como parte integral de la teología

reformada.

Desde aquel sínodo, se ha vuelto cada vez más popular

concebir toda la teología reformada exclusivamente a través de


esos cinco puntos. Es verdad que estos cinco puntos son

centrales para la teología reformada, pero están muy lejos de


resumir la totalidad de dicho sistema de doctrina. La teología

reformada es mucho más que esos cinco puntos.

La teología reformada no es sólo sistemática sino también


católica, porque tiene mucho en común con otras tradiciones
que son parte del cristianismo histórico. Los reformadores del
siglo XVI no estaban interesados en crear una religión nueva. Su

foco no era la innovación, sino la renovación. Eran

reformadores, no revolucionarios. Del mismo modo que los


profetas del Antiguo Testamento no rechazaron el pacto original

de Dios con Israel, sino que buscaban corregir aquello que se

apartaba de la fe revelada, los reformadores llamaron a la iglesia

a volver a sus raíces bíblicas y apostólicas.

Si bien los reformadores rechazaron la tradición como fuente


de revelación divina, no por ello rechazaron la totalidad de la

tradición cristiana. Juan Calvino y Martín Lutero citaban

frecuentemente a los Padres de la iglesia, en particular a

Agustín. Ellos pensaban que la iglesia había aprendido mucho

durante su historia y deseaban conservar aquello que era

verdadero de esa tradición. Por ejemplo, los reformadores

adoptaron las doctrinas expresadas y formuladas en los grandes


concilios ecuménicos a través de la historia de la iglesia,

incluyendo la doctrina de la trinidad formulada en el Concilio de


Nicea en el año 325 y el de Calcedonia en el año 451.

En el Nuevo Testamento mismo encontramos ejemplos de

conflicto en torno a la tradición. A menudo Jesús discutía con


los fariseos y escribas sobre la tradición de los rabíes. Jesús no
consideraba la tradición rabínica como intocable. Muy por el

contrario, Jesús reprendió a los fariseos por elevar la tradición


humana y conferirle autoridad divina, lo que terminaba por

comprometer a esta última. Puesto que su reprensión fue tan

terminante, tendemos a evitar los aspectos positivos de la


tradición que se expresan en el Nuevo Testamento. El término

tradición se refiere a aquello que ha sido “entregado”. Es el deber

de cada generación traspasar la tradición a la generación

siguiente. Tal como Israel entregó a sus hijos las tradiciones que

Dios instituyó, la iglesia debe traspasar la tradición apostólica a

cada generación que se sucede.

En este proceso, no obstante, siempre existe el peligro de hacer

adiciones a la tradición apostólica que van en contra de la

enseñanza original. Es por eso que los reformadores insistían en

que su obra de reformar la iglesia no estaba completa. La iglesia

está llamada a ser semper reformanda, es decir, estar “siempre

reformándose”. Cada comunidad cristiana crea su propia


subcultura de costumbres y tradiciones. A menudo cuesta

muchísimo abandonar o superar dichas tradiciones. Aun así,


sigue siendo la tarea de cada generación examinar de forma

crítica sus tradiciones para asegurar que son congruentes con la


tradición apostólica.

Los reformadores tomaban muy en serio la historia de la


iglesia y hoy debemos hacer lo mismo. Yo enseño teología

sistemática en un seminario reformado al que asisten


estudiantes de diversos trasfondos denominacionales. Muchos

de ellos son bautistas. Cuando enseño sobre los sacramentos soy

consciente de que muchos de mis estudiantes no están de


acuerdo con el bautismo de infantes. Yo les hago ver que a través

de la historia, el bautismo de infantes ha sido la postura

mayoritaria entre la mayoría de las comunidades cristianas.

También les recuerdo que aunque su postura sea minoritaria

históricamente hablando, eso por ningún motivo significa que

sea falsa. De hecho, es muy posible que a veces, y así ha sido en

ocasiones, la minoría esté en lo correcto. Pero sí les solicito a mis

estudiantes bautistas que examinen la posición de la mayoría


para entender por qué sostienen dicha postura. Asimismo,

insisto que aquellos que están en desacuerdo con la postura

bautista escuchen con atención las razones que ellos tienen para

practicar el bautismo de creyentes.

Hago esto por más de una razón. El tema es causa de profunda

división entre cristianos, todos deseosos de agradar a Dios pero


al menos uno de estos grupos está equivocado. El bautismo de

infantes tiene que estar de acuerdo o bien en desacuerdo con la


voluntad divina. Alguien está equivocado, pero ambos creen

estar en lo correcto. Al examinar los debates históricos puede


que seamos persuadidos a cambiar de parecer. Si no, por lo

menos tendremos una comprensión más profunda de los temas


en cuestión. Esto ayuda a crear un ambiente de comprensión
mutua incluso estando seriamente en desacuerdo.

La teología reformada es evangélica

El término evangélico adquiere importancia durante la Reforma,

cuando era prácticamente sinónimo de protestante. Los

historiadores a menudo sugieren que las dos causas principales

de la Reforma fueron el tema de la autoridad y el tema de la

justificación. Con frecuencia se hace referencia al tema de la

autoridad como la causa formal de la Reforma, mientras que al


tema de la justificación se le denomina la causa material. Con

esto se quiere decir que el tema central era la justificación

mientras que el telón de fondo de la controversia era la

autoridad. Los lemas hermanos de sola scriptura y sola fide

llegaron a ser los gritos de batalla de la Reforma. Los

examinaremos en mayor detalle más adelante. Lo que es

importante decir de momento es que el término evangélico era


un término general que describía a muchos grupos que, a pesar

de estar agrupados en distintas denominaciones, estaban de


acuerdo en estos dos temas en oposición a la Iglesia Católica

Romana.

Al afirmar que la teología reformada es evangélica entonces


queremos decir que la teología reformada comparte con otros
grupos protestantes el compromiso con la doctrina histórica de

sola scriptura y sola fide. Desde el siglo XVI, el término evangélico


ha experimentado un desarrollo significativo al punto que hoy es

difícil de definir. En el siglo XX, tanto el concepto bíblico de

autoridad como el de justificación por la fe, en cuanto a su


naturaleza y significado, han sido cuestionados desde el interior

de la comunidad de evangélicos confesantes. Hoy en día ya no se

puede asumir que si una persona se autodenomina evangélica


significa que está comprometida con la idea de sola scriptura o

sola fide.

En un libro publicado recientemente, un escritor católico

romano se describe a sí mismo como un “católico romano

evangélico” y afirma que mantiene la ortodoxia romanista. El

autor se apropia del término evangélico porque dice creer

también en el “evangelio”. Al menos el autor entiende la raíz del

término evangélico.

Los reformadores se autodenominaban evangélicos porque

creían que la justificación solo por la fe es central y esencial en el


evangelio. A partir de la palabra original evangelio usaron el

término evangélico para afirmar su convicción de que sola fide es


el evangelio.

Por supuesto que la Iglesia Católica Romana del siglo XVI


estaba en desacuerdo con los reformadores y planteaba que

hablar de sola fide es una grave distorsión del evangelio. A la luz


del debate histórico, no es de sorprender que hoy encontremos
adherentes en ambos lados de la controversia que se hagan

llamar evangélicos. Por supuesto, debemos reconocer que hay

personas en la Iglesia Católica Romana que son evangélicas en el


sentido protestante pues creen en la visión reformada del

evangelio y no en la visión católica romana. En todo caso,

cuando digo que la teología reformada es evangélica lo digo

usando el término en su sentido clásico e histórico. La teología

reformada comparte un conjunto de doctrinas evangélicas

comunes con otras tradiciones cristianas.

Dios es incomprensible

Hemos visto que la teología reformada es sistemática, católica y

evangélica. En todos estos aspectos se plantea como una doctrina

cuyo centro es Dios. Cuando los teólogos reformados confiesan

su fe o enseñan cursos de teología sistemática, normalmente

comienzan su estudio de la teología con la doctrina de la


revelación o la doctrina de la teología propiamente, es decir, la

doctrina de la naturaleza y el carácter de Dios mismo.

El estudio de la teología como tal comienza con la


incomprensibilidad de Dios. Este término puede sugerirle al

lector que lo que creemos básicamente es que a Dios no se le


puede conocer o comprender. Esto no es así en absoluto.
Creemos que el cristianismo es ante todo una religión revelada.

Estamos comprometidos con la noción de que Dios se ha dado a


conocer lo suficiente como para que seamos redimidos y para

tener comunión con Él.

La doctrina de la incomprensibilidad de Dios atrae nuestra

mirada hacia la distancia que hay entre un creador trascendente

y Sus criaturas mortales. Uno de los axiomas principales que

Juan Calvino enseñó se resume en la frase que usaban los

reformadores: finitum non capax infiniti (“lo finito no puede

contener lo infinito”). Puesto que Dios es infinito en Su ser y es


eterno, y dado que nosotros somos finitos y limitados por el

espacio y el tiempo, nuestro conocimiento de Él nunca será

exhaustivo. Disfrutamos de un conocimiento aprehensivo de

Dios, pero no de un conocimiento exhaustivo.

Para conocer a Dios de forma exhaustiva necesitaríamos

participar de Su atributo de infinitud. La infinitud de Dios es un

atributo adecuadamente llamado “incomunicable”. Esto quiere

decir que Dios no puede hacernos dioses. Ni siquiera Dios es


capaz de crear un segundo dios. Un segundo dios no sería en

realidad dios pues por definición sería criatura. Un segundo dios


dependería y derivaría del Dios original. Incluso en nuestra

condición glorificada en el cielo, en donde entenderemos mucho


más y mucho mejor acerca de Dios, tampoco nuestro
conocimiento será exhaustivo. Ser glorificados no significa ser

deificados. Seguiremos siendo criaturas; seguiremos siendo


finitos. Incluso en el cielo se aplica el axioma finitum non capax

infiniti.

El carecer de un conocimiento exhaustivo de Dios no significa

que estemos obligados al escepticismo o al agnosticismo. Sí es

posible aprehender verdades acerca de Dios. La primera iglesia

enfrentó una perniciosa herejía en la forma del llamado

gnosticismo. Los gnósticos, cuyo nombre deriva de la palabra

griega gnosis (conocimiento), creían que no es posible tener


conocimiento real de Dios a través de los medios normales de

aprehensión racional o los sentidos. El único conducto de este

conocimiento sería la intuición mística que posee solo una élite

dotada de “gnostikoi” o “aquellos que saben”. Los gnósticos

aseguraban tener un nivel o forma de conocimiento superior al

de los apóstoles y con eso ellos pretendían usurpar su autoridad.

El problema con los gnósticos se exacerbó con la posterior


aparición del neoplatonismo.

El neoplatonismo era un esfuerzo premeditado de plantearse

como una filosofía alternativa al cristianismo. La fe cristiana


había derrotado a la filosofía griega tradicional. El

neoplatonismo fue un intento de devolver a la filosofía griega a


un lugar de preeminencia. El filósofo neoplatónico más
importante, Plotino, se refería a Dios como “el Uno”. Plotino

insistía en que es imposible hacer afirmaciones acerca de Dios


pues es insondable. Podemos andar en círculos en torno a Dios

pero nunca podemos llegar a Dios mismo. Plotino difundió un

método para referirse a Dios llamado “vía negativa” (via


negationis) en el que algo se define diciendo lo que no es.

La teología cristiana rechaza el escepticismo del gnosticismo y

el neoplatonismo. La vía negativa, sin embargo, sí se emplea en

la teología en ocasiones. Por ejemplo, podemos hablar de la

infinitud e inmutabilidad de Dios. Decir que Él es inmutable es


decir que no cambia. Así, destacamos aquello en lo que Dios no

se parece a Sus criaturas. Pero si solo hubiera disimilitudes entre

Dios y el hombre no sería posible conocer nada acerca de Dios.

Se ha puesto de moda referirse a Dios como aquel que es

“completamente otro”. Se acuñó esta frase para salvaguardar la

trascendencia de Dios ante toda forma de panteísmo que busque

circunscribir a Dios dentro del universo. Si lo tomamos de forma

literal, por otro lado, el término “completamente otro” podría


ser fatal para el cristianismo. Si no hay ningún aspecto en el que

Dios y el hombre sean similares, si no hay analogía alguna entre


Dios y el hombre, entonces no hay ninguna base común para que

haya comunicación entre ambos. Dos seres que sean


completamente disímiles no tienen manera de dialogar.

La Escritura enseña que fuimos creados a Su imagen y


semejanza, lo que no quiere decir que seamos pequeños dioses.
La imagen no oscurece la diferencia entre Dios y el hombre, pero

sí asegura, por otro lado, que hay un grado de semejanza que

hace posible la comunicación, por limitada que sea.

Aunque la iglesia a veces se valga de la vía negativa en sus

aseveraciones acerca de Dios, lo que confiesa no está limitado

por este método como es el caso del neoplatonismo. También

usamos la “vía afirmativa” (via affirmatas) y “la vía eminente”

(via eminentia). La vía afirmativa consiste en afirmaciones


positivas acerca de Dios, tales como “Él es santo, soberano y

justo”. La vía eminente describe a Dios usando categorías

aplicadas a las criaturas pero elevadas a su grado superlativo.

Por ejemplo, estamos familiarizados con las categorías de

poder y conocimiento. Ejercemos poder, pero nuestro poder es

limitado. El poder de Dios sobre Su creación, sin embargo, no lo

es; es absoluto. Por lo tanto, decimos que Dios es todopoderoso u

omnipotente. Asimismo, nuestro conocimiento es limitado, pero


el de Dios no. Entonces decimos que Dios es omnisciente o lo

sabe todo.

El lenguaje que usamos para referirnos a Dios toma en cuenta

tanto las similitudes como las diferencias entre Él y nosotros. La


incomprensibilidad intenta respetar ese sentido en el que

podemos conocer a Dios y el sentido en el que hay cosas que no


son conocibles acerca de Dios. Martín Lutero distinguía entre el
“Dios escondido” (Deus absconditus) y el “Dios revelado” (Deus

revelatus):

Se debe considerar una distinción cuando se discute el conocimiento, o más

precisamente, la persona del Ser Divino. El debate debe ser acerca del Dios
escondido (abscondito) o del Dios revelado (revelato). Si Él no se ha revelado

entonces no es posible ninguna fe, ningún conocimiento, ni comprensión de


Dios.

Lo que está por sobre nosotros no nos compete. Pues los pensamientos de esta

clase, que quieren sondear algo más sublime, superior, y ajeno a lo que Dios ha
revelado, son completamente diabólicos. No logramos nada con ello excepto
lanzarnos a la destrucción, porque proponen un objeto de estudio que desafía la
investigación, a saber, el Dios no revelado. Dejemos que Dios deje Sus decretos y
misterios escondidos.1

Calvino hacía una distinción similar entre lo que es posible


conocer acerca de Dios y lo que permanece desconocido para

nosotros. “Es verdad que Su esencia es incomprensible, de tal

suerte que Su deidad trasciende todo sentimiento humano; pero

Él ha inscrito en cada una de Sus obras ciertas notas o señales de


Su gloria tan claras y tan excelsas, que ninguno, por ignorante y
rudo que sea, puede pretender ignorancia”.2

Ya antes Calvino había ensalzado el conocimiento de Dios que

sí tenemos: “Puesto que la felicidad y bienaventuranza consiste


en conocer a Dios, Él, a fin de que ninguno errase el camino por

donde ir hacia esta felicidad, no solamente plantó la semilla de la


religión de que hemos hablado en el corazón de los hombres,

sino que de tal manera se ha manifestado en esta admirable obra


del mundo”.3

Al plantear la doctrina de la incomprensibilidad de Dios, tanto

Calvino como Lutero intentaban ser fieles a la enseñanza de las

Escrituras afirmando aquello que no se puede conocer de Dios y

aquello que Dios ha revelado: “Lo secreto le pertenece al Señor

nuestro Dios, pero lo revelado nos pertenece a nosotros y a

nuestros hijos para siempre, para que obedezcamos todas las

palabras de esta ley” (Dt 29:29).

Ya hemos visto que la teología reformada es teocéntrica, no

antropocéntrica, es decir, tiene a Dios como el centro y no al

hombre. Al mismo tiempo, reconocemos que nuestra

comprensión de Dios tiene implicaciones radicales para nuestra

comprensión de la humanidad, creada a Su imagen. El

conocimiento acerca del hombre y el conocimiento acerca de

Dios están interrelacionados, están entrelazados. En un sentido,

al tomar conciencia de lo que somos tomamos conciencia de


nuestra condición finita y de nuestra condición de criaturas. Nos

damos cuenta de que somos criaturas dependientes y todo esto


apunta a nuestro Creador, aunque en nuestra naturaleza caída

intentemos evitar o ignorar este claro indicador. En otro


sentido, no es sino cuando entendemos quién es Dios que
podemos entender adecuadamente quiénes somos nosotros. Al

comienzo de su obra clásica, Institución de la Religión Cristiana,


Juan Calvino dice:

Casi toda la suma de nuestra sabiduría, que de veras se deba tener por verdadera

y sólida, consiste en dos puntos: a saber, en el conocimiento que el hombre debe


tener de Dios, y en el conocimiento que debe tener de sí mismo. Mas como estos

dos conocimientos están muy unidos y enlazados entre sí, no es cosa fácil
distinguir cuál precede y origina al otro, pues en primer lugar, nadie se puede
contemplar a sí mismo sin que al momento se sienta impulsado a la consideración

de Dios, en el cual vive y se mueve; porque no hay quien dude de que los dones,
en los que toda nuestra dignidad consiste, no sean en manera alguna nuestros. Y
aún más; el mismo ser que tenemos y lo que somos no consiste en otra cosa sino
en subsistir y estar apoyados en Dios.4

Luego Calvino vuelve la mirada al otro lado de la moneda:

Por otra parte, es cosa evidente que el hombre nunca jamás llega al conocimiento
de sí mismo, si primero no contempla el rostro de Dios y, después de haberlo
contemplado, desciende a considerarse a sí mismo… porque mientras no

miramos más que las cosas terrenas, satisfechos con nuestra propia justicia,
sabiduría y potencia, nos sentimos muy arrogantes y hacemos tanto caso de
nosotros que pensamos que ya somos medio dioses. Pero al comenzar a poner

nuestro pensamiento en Dios y considerar cuán exquisita es la perfección de Su


justicia, sabiduría y potencia a la cual nosotros debemos conformar y regular, lo
que antes con un falso pretexto de justicia nos contentaba en gran manera, luego
lo abominaremos como una gran maldad; lo que en gran manera, por su aparente
sabiduría, nos ilusionaba, nos apestará como una extrema locura; y lo que nos
parecía potencia se descubrirá que es una miserable debilidad. Veis, pues, cómo
lo que parece perfectísimo en nosotros mismos, en manera alguna tiene que ver
con la perfección divina.5

Dios es Autosuficiente

La teología reformada pone un gran énfasis en la autosuficiencia


de Dios. Esta característica está relacionada con la aseidad de

Dios, es decir, la noción de que Dios, y solo Dios, es la base y

razón de Su propia existencia. El ser de Dios no deriva de nada


que esté fuera de Él mismo. Dios es auto-existente. En lenguaje

popular frecuentemente hablamos de Dios como el Ser Supremo

y de nosotros como seres humanos. Usamos el término ser en


ambos casos. Eso nos podría llevar a pensar que la diferencia

fundamental entre Dios y el hombre está en los adjetivos

supremo y humano. En un sentido, eso es correcto. Pero estos

adjetivos apuntan a la diferencia entre el ser de Dios y el ser del

hombre. Sin embargo, Dios y solo Dios es ser puro. Él es el que

es, el Jehová del Antiguo Testamento. En cambio, nuestro ser es

derivado, dependiente y contingente. Dependemos

completamente del poder del ser de Dios para existir o para

“ser”. Dicho en una palabra, somos criaturas. Por definición,

una criatura le debe su existencia a otro.

Una de mis anécdotas favoritas en relación a la auto-existencia


de Dios es una conversación entre dos niños.

Uno de los niños pregunta: “¿De dónde vienen los árboles?”.

El otro niño responde: “Dios hizo los árboles”.

“¿De dónde venimos nosotros?”.

“Dios nos hizo”.


“Entonces”, preguntó el primer niño, “¿de dónde vino Dios?”.

De inmediato, el otro niño responde: “Dios se hizo a Sí

mismo”.

Las primeras dos respuestas del segundo niño son correctas.

Pero su tercera respuesta lo lanzó a peligrosas aguas teológicas.

Dios no se hizo a Sí mismo. Ni siquiera Dios podría haberse


hecho a Sí mismo pues eso hubiese requerido que ya existiera

para realizar el acto de crearse. El principal punto de la aseidad

es que Dios no es creado. No tiene una causa anterior. Por su

aseidad, su auto-existencia, Dios es eterno. Nunca hubo un

momento en el que no existiera. Dentro de Él está el poder de

ser, de existir. Él no solo posee ser, Él es el Ser.

Una de las confesiones reformadas, La Confesión de Fe de


Westminster, dice: “Dios posee en y por Sí mismo toda vida,

gloria, bondad y bienaventuranza; es suficiente en todo, en Sí


mismo y respecto a Sí mismo, no teniendo necesidad de ninguna

de las criaturas que Él ha hecho, ni derivando ninguna gloria de


ellas, sino que solamente manifiesta Su propia gloria en ellas,
por ellas, hacia ellas y sobre ellas. Él es la única fuente de todo

ser, de quien, por quien y para quien son todas las cosas”.6

Dios es Santo

La teología reformada le atribuye gran importancia al Antiguo


Testamento y lo considera muy relevante para la vida cristiana.

Una de las riquezas del Antiguo Testamento es su abundante

revelación acerca del carácter de Dios. Dado que la teología


reformada hace tanto énfasis en la doctrina de Dios, no es de

sorprender entonces que le preste mucha atención al Antiguo

Testamento. Por cierto, toda la Escritura nos revela el carácter


de Dios. Con todo, el Antiguo Testamento nos entrega un cuadro

muy vívido de la majestad y santidad de Dios.

La santidad de Dios apunta a dos ideas distintas pero

relacionadas. Primero, el término santo destaca la “alteridad” de

Dios, en el sentido de que Él es diferente a lo que somos nosotros

y mucho más de lo que somos. También subraya Su grandeza y

Su gloria trascendente. El segundo aspecto del significado de la

santidad tiene que ver con la pureza de Dios. La perfección de su

justicia se muestra en Su santidad.

Al repasar las obras de grandes teólogos como Agustín, Tomás


de Aquino, Martín Lutero, Juan Calvino, John Owen y Jonathan

Edwards, se aprecia la presencia del gran tema de la majestad de


Dios. Estos hombres contemplaron con asombro la santidad de

Dios. Esta actitud de reverencia y adoración está presente a


través de las páginas de toda la Escritura. Calvino dijo:

De aquí procede aquel horror y espanto con el que, según dice muchas veces la
Escritura, los santos han sido afligidos y abatidos siempre que sentían la
presencia de Dios. Porque vemos que cuando Dios estaba alejado de ellos, se
sentían fuertes y valientes; pero en cuanto Dios mostraba Su gloria, temblaban y
temían, como si se sintiesen desvanecer y morir. De aquí se debe concluir que el

hombre nunca sentirá su bajeza hasta que se vea frente a la majestad de Dios.
Muchos ejemplos tenemos de este desvanecimiento y terror en el libro de los

Jueces y en los profetas, de modo que esta manera de hablar era muy frecuente
en el pueblo de Dios: ´moriremos porque vimos al Señor´ (Jue 13:22; Is 6:5; Ez

1:28; 3:14; Job 9:4; Gn 18:27; 1R 19:18).7

No conozco otra declaración breve como esta que resuma tan


bien la importancia central de la doctrina de Dios para la

teología. Se dice que la pasión que impulsaba a la teología de

Calvino y su trabajo en la iglesia era librar a la iglesia de toda

forma de idolatría. Calvino comprendía que la idolatría no se

limita a expresiones burdas o primitivas como las que

encontramos en religiones animistas o totémicas. Se daba cuenta

de que la idolatría puede llegar a ser sutil y sofisticada. La

esencia misma de la idolatría consiste en distorsionar el carácter

de Dios.

Tal como Pablo le declaraba a los Romanos, la idolatría

consiste en cambiar la gloria de Dios por una mentira, exaltando


a la criatura y menospreciando al Creador. Pablo dice: “Aunque
afirmaban ser sabios, se volvieron necios y cambiaron la gloria

del Dios inmortal por imágenes que eran réplicas del hombre
mortal, de las aves, de los cuadrúpedos y de los reptiles. Por eso

Dios los entregó a los malos deseos de sus corazones, que


conducen a la impureza sexual, de modo que degradaron sus
cuerpos los unos con los otros. Cambiaron la verdad de Dios por

la mentira, adorando y sirviendo a los seres creados antes que al

Creador, quien es bendito por siempre. Amén” (Ro 1:22-25).

Cuando Calvino denomina al corazón como una fábrica de

ídolos (fabricum idolarum), lo que hace es enfatizar que la

tendencia a la idolatría está profundamente arraigada en el

corazón pecaminoso del ser humano. Cambiamos la verdad

acerca de Dios por una mentira cada vez que aceptamos que una
distorsión acerca del carácter de Dios penetre (ya sea lenta o

rápidamente) en nuestra teología. Es algo que debemos cuidar

con gran celo. Calvino afirma:

Pero aunque Dios nos represente con cuanta claridad sea posible, en el espejo de
Sus obras, tanto a Sí mismo, como a Su reino perpetuo, nosotros somos tan rudos
que nos quedamos atontados y no nos aprovechamos de testimonios tan claros…
sino que somos muy semejantes y nos parecemos en que todos… apartándonos de
Dios nos entregamos a monstruosos desatinos… casi cada hombre se ha
inventado su dios. Pues, porque la temeridad y el atrevimiento se unieron con la
ignorancia y las tinieblas, apenas ha habido alguno que no se haya fabricado un
ídolo a quien adorar en lugar de Dios. En verdad, igual que el agua suele bullir y

manar de un manantial grande y abundante, así ha salido una infinidad de dioses


de los hombres, según que cada cual se toma la licencia de imaginarse vanamente
en Dios una cosa u otra.8

Los cristianos hemos sido llamados a predicar, enseñar y creer

todo el consejo de Dios. Cualquier distorsión del carácter de Dios


envenena el resto de nuestra teología. La mayor forma de

idolatría es el humanismo, pues este considera al hombre como


la medida de todas las cosas. El hombre es el centro del interés,

el foco central, el motivo dominante en todas las formas de

humanismo. Su influencia es tan fuerte y penetrante que intenta


infiltrarse en la teología cristiana en cada aspecto. Solo a través

de una rigurosa devoción y estudio de la doctrina bíblica acerca

de Dios podremos evitar probar y tragar tan nocivo brebaje.


A menos que se me convenza por la Sagrada Escritura o por
alguna razón evidente, no me retractaré. Mi conciencia está cautiva

a la palabra de Dios, y actuar en contra de la conciencia es incorrecto

y peligroso. Fue Martín Lutero quien pronunció estas inmortales

palabras en la Dieta de Worms. Se encontraba bajo juicio, con

riesgo de muerte, ante las autoridades de la iglesia y del Estado,

acusado de graves herejías. Al ser amenazado a retractarse de su

doctrina de la justificación por fe, insistió en que su doctrina se


basaba en la Biblia. En previos debates con prominentes teólogos

católico romanos, Lutero había sido empujado a admitir que


consideraba posible que el Papa y los concilios de la iglesia se

podrían equivocar.
Tabla 2.1
La segunda piedra fundacional

1 Dios en el centro

2 Basada solo en la Palabra de Dios

3 Comprometida con la sola fe

4 Comprometida con Jesús

5 Estructurada en torno a tres pactos

A menudo, los historiadores han explicado la Reforma

protestante describiendo su causa material y su causa formal. La

causa material fue la disputa acerca de la doctrina de la

justificación solo por fe (sola fide); la causa formal fue la disputa

acerca de la autoridad de la Biblia (sola Scriptura). El principio de

sola scriptura permanecía en un segundo plano durante el debate

acerca de la justificación. Cuando Lutero rehúsa retractarse en


Worms, el tema de la autoridad bíblica salta a primer plano.

Desde ese momento, sola scriptura se transforma en un grito de


guerra para los protestantes.

El término sola Scriptura declaraba la idea de que solamente la


Biblia tiene autoridad para atar las conciencias de los creyentes.

Los protestantes sí reconocían otras formas de autoridad, como


las autoridades de la iglesia, los magistrados civiles, los credos de

la iglesia y las confesiones de fe. Pero todas estas autoridades


eran consideradas como subordinadas a la autoridad de Dios y

derivadas de la misma. Ninguna de estas autoridades

secundarias podía ser absoluta, pues todas son susceptibles de


error. Una autoridad falible no puede atar las conciencias de

forma absoluta; ese derecho está reservado para la Palabra de

Dios solamente.

Un malentendido frecuente es que los reformadores creían en

la autoridad infalible de la Escritura mientras que la Iglesia


Católica Romana creía solo en la autoridad infalible de la iglesia

y su tradición. Esto es una distorsión de la controversia. Durante

el periodo de la Reforma, ambos lados reconocían la autoridad

infalible de la Biblia. La pregunta era la siguiente: “¿Es la Biblia

la única fuente de revelación especial?”.

Los católicos romanos enseñaban que había dos fuentes

infalibles de revelación especial: la Escritura y la tradición. Dado

que le asignaban a la tradición ese nivel de autoridad, no


permitían que cualquier persona interpretara la Biblia de una

manera contraria a dicha tradición. Eso es precisamente lo que


hizo Lutero, lo que le valió la excomunión y la condena de su

doctrina.

Los reformadores concordaban en que había dos tipos de

revelación: general y especial. La revelación general, a veces


llamada revelación natural, se refiere a lo que Dios revela de Sí
mismo en la naturaleza. El apóstol Pablo declara en Romanos:

“Ciertamente, la ira de Dios viene revelándose desde el cielo

contra toda impiedad e injusticia de los seres humanos, que con


su maldad obstruyen la verdad. Me explico: lo que se puede

conocer acerca de Dios es evidente para ellos, pues Él mismo se

lo ha revelado. Porque desde la creación del mundo las

cualidades invisibles de Dios, es decir, su eterno poder y su

naturaleza divina, se perciben claramente a través de lo que Él

creó, de modo que nadie tiene excusa” (Ro 1:18-20).

Como hemos visto, esta revelación se llama “general” tanto

por su contenido como por sus destinatarios. Todas las personas

reciben la revelación de Dios en la naturaleza; no todos han leído

la Escritura (la revelación especial) ni han oído su enseñanza. La

revelación general no revela la historia de la redención o la

persona y obra de Jesucristo; pero la revelación especial sí lo


hace.

Aunque los reformadores distinguían entre revelación general

y especial, insistían en que hay solo una fuente escrita de


revelación especial que es la Biblia. De ahí la sola de sola

scriptura. La razón principal para colocar la palabra sola es la


convicción de que la Biblia fue inspirada por Dios mientras que
los credos de la iglesia y sus declaraciones son obras humanas.

Estas obras de segunda categoría pueden ser precisas y estar


brillantemente desarrolladas, expresando los mejores

pensamientos de los eruditos, pero no son la Palabra de Dios

inspirada.

La inspiración de la Escritura

Los reformadores tenían un alto concepto de la inspiración de la

Biblia. La Biblia es la palabra de Dios, el verbum Dei, o la voz de

Dios, vox Dei. Juan Calvino escribe:

Pues cuando se tiene como fuera de duda que lo que se propone es Palabra de
Dios, no hay ninguno tan atrevido, a no ser que sea del todo insensato y se haya
olvidado de toda humanidad, que se atreva a desecharla como cosa a la que no se

debe dar crédito alguno. Pero puesto que Dios no habla cada día desde el cielo, y
que no hay más que las solas Escrituras en las que Él ha querido que Su verdad
fuese publicada y conocida hasta el fin, ellas no pueden lograr entera certidumbre
entre los fieles por otro título que porque ellos tienen por cierto y seguro que han
descendido del cielo, como si oyesen en ellas a Dios mismo hablar por Su propia
boca.1

“Como si” no quiere decir que Calvino creyera que la Biblia

cayó del cielo directamente o que Dios mismo escribió las


palabras en las páginas de la Escritura. Más bien “como si” hace

referencia al peso de la autoridad divina que hay en las


Escrituras. Esta autoridad está basada y fundada en el hecho de

que la Escritura fue entregada bajo inspiración divina. Esta


afirmación concuerda con lo que la Biblia misma dice acerca de
la autoridad “Toda la Escritura es inspirada por Dios y útil para

enseñar, para reprender, para corregir y para instruir en la


justicia, a fin de que el siervo de Dios esté enteramente

capacitado para toda buena obra” (2Ti 3:16-17).

La declaración de Pablo acerca de la inspiración de la Escritura

se refiere a su origen. Pablo usa la palabra griega theopneust, que

quiere decir “exhalada por Dios”. Aunque la palabra

normalmente se traduce como inspirada (que quiere decir

“inhalada”), es más exacto decir “exhalada”. Pablo subraya el

hecho de que la Escritura fue exhalada por Dios. Esto no es


simple sutileza del lenguaje. Es obvio que para que haya

inhalación (inspiración) debe haber exhalación. Exhalar debe

preceder a inhalar (inspirar). El punto es que la obra de la

inspiración divina se logra por la exhalación divina. Puesto que

Pablo afirma que la Escritura es exhalada por Dios, entonces el

origen de la Escritura es Dios mismo.

Cuando Calvino y otros hablan de la inspiración de la

Escritura, se refieren a la manera en que Dios capacitó a los


autores humanos de la Biblia para que escribieran cada palabra

bajo la superintendencia divina. La doctrina de la inspiración


declara que Dios capacitó a los escritores humanos de la Biblia

para que fueran agentes de revelación divina, de modo que lo


que escribieran no fueran solo sus palabras sino, en un sentido
superior, fueran la mismísima Palabra de Dios. El origen del

contenido de la Escritura finalmente es Dios mismo.


Se ha debatido intensamente cuál fue el modo o método

preciso de esta inspiración divina. Algunos han postulado una

inspiración mecánica, es decir, dictada, lo que reduce a los


autores humanos a máquinas robóticas o taquígrafos pasivos que

se limitan a escribir lo que Dios les dicte.

Pero la Biblia no hace tal afirmación. No se especifica el modo

preciso o la manera en que ocurrió esta inspiración. El punto

central de lo que la Biblia afirma respecto a su autoridad es que


Dios es la fuente que exhala Su palabra. Queda en evidencia al

estudiar la Biblia misma que se preservaron los estilos

individuales de cada autor. La inspiración de la Biblia tiene que

ver con la superintendencia divina en la Escritura, evitando que

se introduzca el factor de error humano. La inspiración significa

que Dios preservó Su Palabra a través de las palabras de autores

humanos.

La infalibilidad de la Escritura

Dado que el origen de la Biblia es Dios y que Él mismo supervisó

su formación por medio de la inspiración, los reformadores


estaban convencidos de que la Biblia es infalible. La infalibilidad

se refiere a que es imposible que contenga fallas o errores. Le


atribuimos a Dios y a Su obra el carácter de infalible dada Su
naturaleza y carácter. En cuanto a Su naturaleza, Dios es

omnisciente. En cuanto a Su carácter, Dios es Santo y


completamente recto.

Teóricamente, es posible concebir un ser que sea recto pero

limitado en su conocimiento. Tal ser podría cometer errores en

lo que dijera, no por ánimo de engañar o defraudar, sino debido

a su falta de conocimiento. Serían errores accidentales. A nivel

humano aceptamos que sea posible que alguien diga algo que sea

falso sin que esté mintiendo. La diferencia entre una mentira y

un simple error radica en la intención. Por otro lado, es posible


concebir un ser que sea omnisciente pero malvado. Dicho ser no

podría cometer errores por falta de conocimiento pero sí podría

mentir, lo que implicaría una intención malévola. Dado que Dios

es tanto omnisciente como moralmente perfecto es incapaz de

mentir o cometer un error.

Al decir que la Biblia es infalible en su origen, simplemente

afirmamos que se origina en un Dios que es infalible. Eso no

quiere decir que los escritores bíblicos eran intrínsecamente


infalibles. Eran humanos que, como cualquier persona, eran la

prueba del principio errare humanum est, “errar es humano”.


Precisamente porque los seres humanos son dados al error es que

sus autores humanos requerían ayuda en su tarea para que la


Biblia fuera la Palabra de Dios.

Hoy en día se cuestiona la inspiración de la Escritura. En este


tema, algunos teólogos han tratado de quedarse con el oro y el
moro; es decir, por un lado afirman que la Biblia es inspirada

pero al mismo tiempo niegan su infalibilidad. Plantean que la

Biblia, a pesar de su inspiración divina, sí contiene error. La idea


de un error divinamente inspirado es difícil de concebir. Nos

horroriza la idea de que Dios pueda inspirar un error. Decir que

Dios inspira error implica que Dios no es omnisciente o que es

malvado.

Quizás lo que se está planteando en esta noción de error


inspirado sea que tal inspiración, aunque proceda de un Dios

bueno y omnisciente, finalmente es inoperante. Es decir, no

cumple con Su cometido. En ese caso, estaríamos abandonando

otro atributo de Dios, Su omnipotencia, pues estaríamos

diciendo que finalmente Dios es incapaz de dirigir el proceso de

escritura de la Biblia con suficiente poder como para superar la

tendencia al error de los autores humanos.

Me parece que tendría más sentido negar de plano la


inspiración que tratar de hacerla convivir con el error. Claro

está, muchos de los que cuestionan la infalibilidad de la Biblia


atacan con sus hachas las raíces del árbol y niegan cualquier

inspiración. Esto al menos parece un enfoque más honesto y


lógico. Evita la irreverencia de negar los atributos fundacionales
de Dios mismo.

Examinemos brevemente la fórmula que en estos tiempos ha


ganado terreno: “La Biblia es la Palabra de Dios, la cual yerra”.

Ahora quitemos las palabras “La Biblia es”, para que diga: “La

Palabra de Dios, la cual yerra”. Ahora borremos “La palabra de


Dios” y “la cual”. Lo que queda es “Dios yerra”. Decir que la

Biblia es la Palabra de Dios con errores es caer en un irreverente

doble estándar. Si es la Palabra de Dios no puede errar. Si yerra

no es la Palabra de Dios. Por cierto, es posible tener una palabra

acerca de Dios que esté en error, pero no podemos tener una

palabra procedente de Dios que esté en error.

La Biblia afirma reiteradamente que la Escritura se origina en

Dios. Un ejemplo que ya hemos visto es el que está en la Epístola

de Pablo a los Romanos. Pablo se presenta como “siervo de

Jesucristo, llamado a ser apóstol, apartado para anunciar el

evangelio de Dios” (Ro 1:1). En la frase “el evangelio de Dios” la

palabra de es un genitivo que indica posesión. Pablo no está


hablando solamente de un evangelio que es acerca de Dios, sino

de un evangelio que le pertenece a Dios. Es posesión de Dios y


viene de Él. Dicho más claramente, Pablo está declarando que el

evangelio que predica no proviene de hombres ni es invento


humano; es revelación divina. Toda la controversia en torno a la

inspiración y la infalibilidad de la Biblia es básicamente una


controversia acerca de la revelación sobrenatural. La teología

reformada cree sin vacilar que el cristianismo es una fe revelada,


una fe que no descansa en percepciones humanas sino en
información que Dios mismo nos entrega.

La inerrancia de la Escritura

Junto con afirmar la infalibilidad de la Biblia, la teología

reformada describe a la Biblia diciendo que es inerrante. La

infalibilidad significa que no puede contener error mientras que

la inerrancia afirma que no contiene error. La infalibilidad alude

al potencial; describe algo que no puede ocurrir. La inerrancia

describe el potencial realizado, lo que es.

Por ejemplo, yo podría obtener 100% en un examen de

ortografía. En esa limitada experiencia yo sería “inerrante”. No

cometí ningún error en el examen. Eso no significa que se puede

llegar a la conclusión de que, por lo tanto, soy infalible. Los seres

humanos, susceptibles a errar, no siempre yerran. Una persona

infalible nunca erraría porque dicha infalibilidad simplemente


impide la sola posibilidad de error.

En los últimos años algunos eruditos han escogido afirmar que

la Biblia es infalible pero no inerrante. Esto causa una confusión


no menor. Como hemos visto, infalible es el más fuerte de los dos
términos.

¿Por qué entonces habrán preferido la palabra infalible estos

eruditos? La respuesta probablemente se encuentra en el campo


de las emociones. El término inerrancia es mal visto en ciertos
círculos académicos. Está cargado de nociones peyorativas. A

menudo se asocia el término con algunos tipos de

fundamentalismo carentes de erudición. Por otro lado, el


término infalibilidad tiene una historia de pedigrí académico,

especialmente entre eruditos católicos romanos. Algunos

rechazan el concepto católico romano de infalibilidad, pero no se


lo asocia con teología retrógrada. Los jesuitas, por ejemplo, no

son víctimas de ser considerados eruditos sin sofisticación. Para

evitar la culpa por asociación con círculos anti-intelectuales,

algunos se han distanciado del término inerrancia y se han

refugiado en el término infalibilidad. Si durante el proceso se

redefine infalibilidad para que signifique algo inferior a

inerrancia, entonces tal cambio es una evasiva deshonesta.

Si bien ambos términos, inerrancia e infalibilidad, han sido

integrales en la teología reformada histórica, la controversia


moderna acerca de la confiabilidad de la Biblia ha llevado a

algunos a plantear que el concepto de inerrancia en realidad no


era algo que los maestros de la Reforma plantearan. Más bien,

dirán, se originó entre teólogos escolásticos o racionalistas del


siglo XVII. Aunque es correcto decir que el término inerrancia

entró en uso más tarde, en absoluto es correcto afirmar que el


concepto estuviera ausente en las obras de los reformadores del

siglo XVI. Debemos poner atención a algunas afirmaciones de


Lutero:
El Espíritu Santo mismo y Dios, el Creador de todas las cosas, es el autor de este
libro.2 La Escritura, aunque escrita por hombres, no proviene de hombres sino de

Dios.3 Aquel que no lea estos relatos en vano debe afirmar con seguridad que la
Santa Escritura no es sabiduría humana sino divina.4 La palabra de Dios

permanece pues no puede mentir; y el cielo y la tierra pasarán antes de que la más
insignificante letra o título de su palabra quede sin cumplir.5 No nos gloriaremos

en nada excepto la Santa Escritura, y estamos seguros de que el Espíritu Santo no


puede oponerse ni contradecirse a Sí mismo.6 San Agustín dice en la carta a San

Jerónimo… “He aprendido que solo debo considerar a la Santa Escritura como
inerrante”.7 En los libros de San Agustín uno encuentra muchos pasajes que son
dichos por sangre y carne. En cuanto a mí mismo también debo confesar que
cuando hablo aparte de mi ministerio, en casa, sentado a la mesa, o en cualquier
otro lugar, digo muchas palabras que no son la Palabra de Dios. Por eso es que

San Agustín, escribiendo a San Jerónimo, ha establecido un valioso principio,


que solo la santa Escritura debe considerarse inerrante.8

Queda claro que el concepto de inerrancia no es una invención

posterior. Está presente en la antigüedad a través de hombres

como San Agustín e Ireneo. Lutero claramente aprueba la

opinión de Agustín. Encontramos el mismo grado de aprobación

en los escritos de Calvino.

Claro está, la inerrancia y la infalibilidad no se aplican a las


copias o traducciones de la Escritura. La teología reformada
restringe la inerrancia a los manuscritos originales de la Biblia o

autógrafos. Los autógrafos, es decir, las primeras obras de los


escritores de la Biblia, no están disponibles en el presente.

Por esta razón, muchos se burlan de la doctrina de la

inerrancia diciendo que es un punto irrelevante ya que no se


puede verificar su verdad o falsedad dado que no tenemos acceso

a los manuscritos originales. Tal crítica malentiende el punto

completamente. No defendemos la inspiración de los copistas o


traductores. La preocupación central de la doctrina de la

inerrancia es la revelación original. Aunque no poseemos los

autógrafos como tal, sí podemos reconstruirlos con notable

precisión. La ciencia de la crítica textual demuestra que los

textos existentes son notablemente puros y altamente

confiables.

Imaginemos que la vara de medición estándar que está

guardada en la Oficina Nacional de Normalización (National

Bureau of Standards)9se perdiera producto de un incendio.

¿Significaría eso que ya no podríamos determinar el largo de un

metro o un pie sin exactitud? Puesto que hay multitud de copias

disponibles podrías reconstruir la medida original con perfecta


precisión. Restringir la inerrancia a los documentos originales

equivale a poner atención a la fuente de la revelación bíblica, es


decir, las personas que fueron inspiradas por Dios para recibir

esta revelación y escribirla.

La teología reformada no hace defensa de la infalibilidad de las


traducciones. Los que leemos, interpretamos o traducimos la
Biblia somos falibles. La Iglesia Católica Romana añade otro

elemento de infalibilidad al aseverar que la interpretación que la


iglesia hace de la Escritura, especialmente cuando el Papa habla

ex cathedra (“desde el sillón” de San Pedro) es infalible. Aunque

esto añade otra capa de infalibilidad, a cada persona católica


romana aún le queda la tarea de interpretar la interpretación

infalible de la Biblia infalible, y en eso pueden ser falibles.

Mientras que los protestantes se enfrentan a la interpretación

falible de la interpretación falible que la iglesia hace de la Biblia

infalible, los católicos asumen un doble nivel de infalibilidad.

¿Qué significa la infalibilidad de la Biblia para el cristiano

promedio que desea ser guiado por la Escritura? Si la fase final

de recepción de la Escritura descansa en nuestra comprensión

falible ¿por qué es tan importante la infalibilidad de los textos

originales? Es una pregunta práctica con enormes implicaciones

para la vida cristiana.

Supongamos que dos personas leen la misma porción de la

Escritura y no se pueden poner de acuerdo sobre su significado.


Es obvio que uno o ambos están entendiendo mal el texto. El

debate entre ellos es un debate entre personas falibles.

Supongamos, por otro lado, que el texto es claro y no hay

disputa respecto al significado. Si uno de los dos está convencido


de que el texto es la revelación infalible de Dios, entonces ya está

respondida la pregunta de si acaso debe someterse al texto. Si el


otro está convencido de que el texto mismo (en su forma
original) es falible, entonces no sentirá ninguna obligación

moral de obedecer.

La autoridad de la Escritura

Toda la discusión acerca de la inspiración e infalibilidad de la

Biblia se resume en el tema de la autoridad. Un popular adhesivo

o pegatina para autos dice así: “Dios lo dice. Yo lo creo. Caso

cerrado”. ¿Tiene algo de malo esa afirmación? Le añade un

elemento que no es sano. Sugiere que el tema de la autoridad


bíblica no es un caso cerrado sino cuando la persona cree en la

Biblia. El eslogan debiera decir “Dios lo dice. Caso cerrado”. Si

Dios revela algo, esa revelación lleva el peso de su autoridad. No

hay autoridad más alta que la de Dios. Una vez que Dios abre Su

santa boca, el caso queda cerrado. Esto es axiomático para la

teología reformada.

El tema de sola Scriptura es fundamentalmente un tema de

autoridad. Aquí la autoridad suprema descansa en la Biblia, no


en la iglesia; en Dios, no en el hombre. Esto me quedó claro en

un debate con un compañero de habitación en la universidad.


Habíamos perdido el contacto y no nos habíamos visto durante

veinte años hasta que nos encontramos en una conferencia


teológica donde me correspondía hablar acerca del tema de la
autoridad bíblica. Después de la reunión cenamos juntos y mi

amigo me dijo: “R. C., yo ya no creo en la infalibilidad de la


Escritura”.

Le pregunté qué seguía creyendo de aquello que sí creíamos en

nuestros viejos tiempos. Me respondió: “Sigo creyendo en Jesús

como mi Señor y Salvador”.

Le expresé que eso me alegraba pero luego procedí a

preguntarle: “¿De qué manera ejerce Jesús Su señorío sobre tu


vida?”.

Mi amigo, perplejo ante mi pregunta, dijo: “¿qué quieres

decir?”.

“Si Jesús es tu Señor, entonces eso quiere decir que ejerce


autoridad sobre ti. ¿Cómo sabes de qué manera quiere que vivas

si no es a través de la Biblia?”.

“Por la enseñanza de la iglesia”, respondió.

Ahí tenía a un “protestante” que había olvidado lo que

protestaba. Había dado una vuelta completa, echando por la


borda la sola Scriptura y reemplazándola con la autoridad de la

iglesia. Colocaba a la iglesia por sobre la Escritura. Eso no es muy


diferente de lo que ocurría en Roma. Aunque Roma no negaba la

infalibilidad de la Escritura como hizo mi amigo, en un sentido


concreto y crucial subordinaba la Biblia a la iglesia.

La subordinación de la Escritura era un tema candente entre


los reformadores. Juan Calvino dijo: “Ha crecido entre muchos
un error muy perjudicial, y es pensar que la Escritura no tiene

más autoridad que la que la Iglesia de común acuerdo le

concediere; como si la eterna e inviolable verdad de Dios


estribase en la fantasía de los hombres. Porque he aquí la

cuestión que suscitan, no sin gran escarnio del Espíritu Santo:

¿Quién nos podrá hacer creer que esta doctrina [de la autoridad

de la Escritura] ha procedido del Espíritu Santo?”.10

Calvino luego le recuerda al lector que la Escritura misma (Ef


2:20) declara que la iglesia se establece sobre el fundamento de

los apóstoles y profetas. Luego añade: “Así que es un gran

desvarío decir que la Iglesia tiene autoridad para juzgar, de la

Escritura, de tal suerte que lo que los hombres hayan

determinado se deba tener por Palabra de Dios o no. Y así,

cuando la Iglesia recibe y admite la Santa Escritura y con su

testimonio la aprueba, no la hace auténtica, como si antes fuese


dudosa y sin crédito; sino que porque reconoce que ella es la

verdad misma de su Dios, sin contradicción alguna la honra y


reverencia conforme al deber de piedad.11

Calvino apunta aquí al debate acerca del canon de la Biblia. Los

sesenta y seis libros de la Biblia en su conjunto comprenden el


canon de la Escritura. El término canon quiere decir “regla” o
“medida”. Los reformadores no reconocían los libros apócrifos

(escritos durante el período intertestamentario) como parte del


canon. Roma sí incluía los libros apócrifos. La primera iglesia ya

había debatido sobre qué libros debían ser incluidos en el canon.

Finalmente, la iglesia reconoció los libros que hoy componen el


Nuevo Testamento.

Dado que la iglesia participó en este proceso, algunos plantean

que la Biblia recibe su autoridad de la iglesia y por lo tanto está

subordinada a la autoridad de la iglesia. Este es el punto que

Calvino debate con tanto vigor. Él afirma que la iglesia “no le


puede otorgar autenticidad a algo que antes era dudoso o

controvertido” sino que lo reconoce como verdad de Dios.

Calvino argumenta que hay una gran diferencia entre que la

iglesia reconozca la autoridad de la Biblia y que la iglesia le

otorgue autoridad a la Biblia. La iglesia usaba el término en latín

recipimus, que quiere decir “recibimos”, para reconocer que los

libros de la Biblia son lo que siempre fueron en sí mismos, la


Palabra de Dios.

En la misma línea de Calvino, Lutero escribió en relación a la

autoridad de la Biblia y la autoridad de la iglesia diciendo: “La


Palabra de Dios no es tal porque la iglesia lo diga; más bien,

puesto que la Palabra de Dios pudo ser expresada, la iglesia llega


a existir. La iglesia no hace la Palabra, sino que la Palabra la hace
a ella”.12 Luego añade Lutero: “La iglesia no puede darle a un

libro más autoridad o confiabilidad que la que ya tiene, tal como


aprueba y recibe los escritos de los padres, pero con eso no los

autoriza ni los mejora”.13

Los católicos romanos consideran el canon como una colección

infalible de libros infalibles. Los protestantes lo consideramos

como una colección falible de libros infalibles. Roma opina que

la iglesia fue infalible al determinar qué libros debían componer

el Nuevo Testamento. Los protestantes creemos que la iglesia

actuó recta y acertadamente en este proceso, pero no


infaliblemente.

Tabla 2.2

El canon bíblico
Canon bíblico Libros de la Biblia

Concepto
Infalible Infalible
católico romano

Concepto protestante Falible Infalible

Esto no significa que la teología reformada dude del estatus

canónico de los libros incluidos en el canon del Nuevo

Testamento. Algunos teólogos protestantes creen que una obra

especial de la providencia divina libró de error a la iglesia en este

tema, sin que eso signifique que la iglesia posea alguna

infalibilidad inherente o permanente.

La doctrina reformada de la sola Scriptura, por lo tanto, afirma


que la Biblia es la única autoridad escrita para la fe y la vida del

pueblo de Dios. Respetamos y nos sometemos a autoridades

eclesiásticas menores, pero no estamos obligados a obedecerlas


de forma absoluta como sí lo estamos en el caso de la autoridad

bíblica. Esta es la base para el principio reformado de semper


reformanda que describe a la reforma de la iglesia como un
proceso constante. Siempre estamos llamados a buscar más y

más con tal de que nuestra fe y práctica se conformen a la


Palabra de Dios.

La interpretación de la Escritura
Un gran legado de la Reforma es el principio de la interpretación

privada. En la práctica, la Reforma puso la Biblia en las manos de

los laicos. Esto se logró a un alto costo, pues algunos de los que
tradujeron la Biblia al idioma vernáculo lo pagaron con la vida.

El derecho a la interpretación privada significa que cada

cristiano tiene derecho a leer e interpretar la Biblia por sí

mismo. Eso no le concede al individuo el derecho de distorsionar

o interpretar mal la Biblia. La Biblia no es como una nariz de

cera que se pueda torcer o acomodar según el gusto de cada uno.

El derecho a la interpretación privada va acompañado de la

responsabilidad de usar la Biblia con cuidado y precisión. En


ningún caso sugiere tampoco que los maestros, los comentarios y

otros sean innecesarios o no ayuden. Dios no ha dotado a

maestros para su iglesia en balde.

La Biblia no se debe interpretar arbitrariamente. Se deben


seguir reglas fundamentales de interpretación para evitar

interpretaciones subjetivas o caprichosas, reglas que nacen de la


ciencia de la hermenéutica. El término hermenéutica tiene su raíz

etimológica en Hermes, el dios griego. Hermes era el mensajero


de los dioses, el equivalente griego de Mercurio, el dios romano.

En la mitología, Mercurio es descrito a menudo como un ser con


alas en su calzado, lo que le ayuda a entregar mensajes con

rapidez.
La hermenéutica regula el proceso por el cual se debe

interpretar un mensaje. La Reforma estableció reglas

hermenéuticas claves para interpretar la Biblia. Quizás la más


importante de esas reglas sea la regla de la analogía de la fe. Esta

regla establece que la Escritura se interpreta a sí misma (Sacra

Scriptura sui interpres). Debemos interpretar la Escritura con la

misma Escritura. Si la Biblia es la Palabra de Dios, entonces es

coherente y consistente en sí misma. Dios no es autor de

confusión. Él no se contradice a Sí mismo. Por lo tanto, no

debemos poner una parte de la Escritura contra otra. Lo que es

poco claro o difícil de entender en una parte puede ser aclarado o


comprendido con la ayuda de otra parte. Debemos interpretar lo

oscuro a la luz de lo que sí es claro, lo implícito a la luz de lo

explícito, y la narrativa a la luz de lo didáctico.

A nivel técnico, la ciencia de la hermenéutica llega a ser


bastante compleja. El erudito bíblico debe aprender a reconocer

las diferentes formas literarias comprendidas en la Biblia


(análisis de género literario). Por ejemplo, algunas partes de la

Biblia tienen forma de narrativa histórica y otras se encuentran


en forma de poesía. La interpretación de la poesía difiere de la

interpretación de la narrativa. La Biblia usa metáforas, símiles,


proverbios, parábolas, hipérboles, paralelismos y muchos otros

recursos literarios que se deben tomar en cuenta para cualquier


trabajo serio de interpretación.
Uno de los principales logros de la Reforma fue el concepto de

la interpretación literal de la Escritura. Este concepto ha sido

objeto de graves malos entendidos, incluso llegando a ser


comparado con una forma de literalismo rígido. Este concepto,

llamado sensus literalis, plantea que la Biblia debe ser

interpretada según la forma en que fue escrita. Al hablar de

literal nos referimos a la forma literaria. Lutero comenta al

respecto:

Ninguna conclusión ni lenguaje figurativo debe admitirse para modificar la


Escritura, a menos que así lo requieran las circunstancias textuales evidentes o la

presencia de algo absurdo que sea evidentemente contrario a algún artículo de fe.
Más bien, en todo lugar debemos adherir al significado simple, puro y natural de
las palabras. Esto concuerda con las reglas de la gramática y el uso del lenguaje
(usus loquendi) que Dios le ha dado al hombre. Porque si a cada cual se le permite
inventar conclusiones y figuras del lenguaje a su antojo… no se podría
determinar ni probar nada con certeza en relación a ningún artículo de fe al cual

los hombres no pudiesen encontrarle alguna falta mediante alguna figura del
lenguaje. En lugar de eso, debemos evitar, como al veneno más letal, cualquier
lenguaje figurado que la Escritura misma no nos imponga.14

El principio de la interpretación literal buscaba poner fin al


método de la cuadriga, popular en la Edad Media. La cuadriga
era un método de interpretación en el cual se buscaban, de cada

texto, cuatro significados distintos: el literal, el moral, el


alegórico y el análogo. Esto llevaba a una excesiva alegorización

y complicación del texto. El sensus literalis, al contrario, fue


diseñado para encontrar el sentido llano de la Escritura,
enfocándose de esa manera en un solo significado. Aunque un

texto pueda tener numerosas aplicaciones, tiene un solo

significado correcto.

El principio del sensus literalis está estrechamente relacionado

con el método de interpretación histórico gramatical. Este

método se enfoca en el contexto histórico en el que fue escrita la

Biblia y pone gran atención a la estructura gramatical del texto

bíblico. En términos generales, este método implica que la Biblia


se debe interpretar como cualquier otro libro. Su naturaleza

reveladora no lo hace diferente a otros libros en ese aspecto.

Debe ser leído como cualquier otro libro. En la Biblia los verbos

son verbos y los sustantivos son sustantivos. Funciona con la

estructura normal de la literatura. Una vez más, Lutero

comenta:

El Espíritu Santo es el escritor y orador más claro en el cielo y en la tierra. Por lo


tanto, Sus palabras no pueden tener más que un solo significado evidente. A esto
llamamos el sentido literal o natural. Pero que aquello que el sentido llano de su
Palabra llana significa también que pueda tener otros significados posteriores, es

algo que va más allá de las palabras o lenguajes. Pues esto se aplica a todas las
cosas, más allá de la Biblia, pues todas las obras y las criaturas de Dios son señales
y palabras vivas de Dios, tal como enseñan San Agustín y otros maestros. Pero
nada de eso nos puede llevar a decir que la Palabra de Dios tenga más de un
significado.15
L
a doctrina de la justificación solo por fe (sola fide) es la
afirmación central del evangelicalismo histórico. Es una

doctrina que la teología reformada comparte con muchas otras

tradiciones cristianas. Aunque esta doctrina no es exclusiva de la

teología reformada, no habría teología reformada sin ella.

Durante la Reforma, Martín Lutero solía decir que es “el artículo

de fe según el cual la iglesia permanece o se derrumba” (articulus

stantis et cadentis ecclesiae).1 Si Lutero estaba en lo correcto,


entonces su afirmación se aplica no solo a la iglesia luterana,

sino a cualquier iglesia.

Lutero afirmaba lo siguiente acerca de la justificación solo por


fe: “Esta doctrina es la cabeza y la piedra angular. Por sí sola

engendra, nutre, edifica, preserva y defiende a la iglesia de Dios;


sin ella la iglesia no puede sobrevivir ni siquiera por una hora”.2

Lutero también agrega: “La doctrina de la justificación es el


amo y príncipe, el señor, gobernante y juez sobre toda clase de
doctrina; preserva y gobierna toda la doctrina de la iglesia y

eleva nuestras conciencias ante Dios. Sin esta doctrina el mundo

es completa oscuridad y muerte. Ningún error es tan malvado,


tan torpe, tan trillado como para no ser sumamente placentero a

la razón humana y para seducirnos si es que no tenemos el

conocimiento y la comprensión de esta doctrina”.3La doctrina de

la justificación se ocupa de aquello que quizás sea el más

profundo de los problemas existenciales que el ser humano

pueda enfrentar. ¿Cómo puede un pecador, una persona injusta,

tener alguna posibilidad de resistir el juicio de un Dios justo y

santo? Como lo expresa el salmista “Si Tú, Señor, tomaras en


cuenta los pecados, ¿quién, Señor, sería declarado inocente?”

(Sal 130:3). La pregunta es claramente retórica. Ninguno podría

ser declarado inocente porque ninguno de nosotros es justo. Para

que una persona que no es justa se pueda presentar delante de

Dios esa persona primero debe ser justificada.


Tabla 3.1
La tercera piedra fundacional

1 Dios en el centro

2 Basada solo en la Palabra de Dios

3 Comprometida con la sola fe

4 Comprometida con Jesús

5 Estructurada en torno a tres pactos

a Reforma se enfoca en esta pregunta: ¿cómo puede ser

justificada una persona? Es claro que la justificación requiere un

pronunciamiento legal de parte de Dios, que Dios declare que

somos justos. Entonces la pregunta candente es: ¿con qué base o

por qué razón Dios declararía a alguien justificado? ¿Debemos

primero llegar a ser inherentemente justos antes de que Dios nos

declare como tal? ¿O es que Dios nos puede declarar justos antes
de que lleguemos a ser efectivamente justos? Juan Calvino da la

siguiente respuesta:

Se dice que es justificado delante de Dios el que es reputado por justo delante del
juicio divino y acepto a su justicia. Porque como Dios abomina la iniquidad, el

pecador no puede hallar gracia en Su presencia en cuanto es pecador, y mientras


es tenido por tal. Por ello, dondequiera que hay pecado, allí se muestra la ira y el
castigo de Dios. Así pues, llama justificado a aquel que no es tenido por pecador,
sino por justo y con ese título aparece delante del tribunal de Dios, ante el cual
todos los pecadores son confundidos y no se atreven a comparecer… De esta
manera afirmamos nosotros en resumen, que nuestra justificación es la
aceptación con que Dios nos recibe en Su gracia y nos tiene por justos. Y decimos
que consiste en la remisión de los pecados en la imputación de la justicia de

Cristo.4

Podemos ver algunos términos claves en esta cita de Calvino:


reputado por, tiene por. Decir que somos tenidos por o reputados

como justos ante los ojos de Dios es decir que somos

considerados, tratados o contados como justos para Él. Esto


quiere decir que Dios nos trata, como observa Calvino, “como si”

fuéramos justos.

Justificación forense

La doctrina reformada de la justificación suele llamarse

justificación forense. A menudo se escucha el término forense en

juicios penales. En esos casos se presenta evidencia forense y se

habla de medicina forense. La palabra forense hace referencia a


declaraciones legales. La justificación forense significa que Dios

nos declara justos en el sentido legal. La base de esta declaración


legal es que Dios nos imputa la justicia de Cristo.

Lutero resume la idea de justificación forense con su famosa


frase en latín, simul iustus et peccator, “justo y pecador al mismo

tiempo (simultáneamente)”. Lutero no estaba afirmando algo


contradictorio. Ambas afirmaciones, justo y pecador, se refieren

a la misma persona, al mismo tiempo, pero no en la misma


relación. La persona en cuestión sigue siendo pecadora, no
obstante y al mismo tiempo, la persona, por virtud de la

imputación de la justicia de Cristo, es considerada justa a los ojos

de Dios.

Este concepto ha sido fuertemente criticado por los católicos

romanos por considerarlo una “ficción legal”. Ellos afirman que

ensombrece la integridad de Dios porque significa que Él declara

a alguien como justo cuando en realidad no lo es. Que Dios trate

la ficción como hecho implica que Dios se involucre en una


especie de fraude. Para Roma, Dios puede declarar que alguien es

justo solo si esa persona primero llega a ser justa y por lo tanto

efectivamente lo es. Cualquier inferior a esto es ficción.

Si Roma tuviera la razón en este tema, entonces Lutero y los

reformadores dirían que el evangelio mismo es ficción. De

hecho, si Dios declarara a una persona como justa cuando esa

persona no tiene ningún rasgo de justicia, entonces Dios estaría

siendo partícipe de un fraude. Roma está en lo correcto al


insistir en que la persona justificada debe poseer justicia. La

pregunta es, ¿cómo puede un pecador llegar a poseer la justicia


necesaria? Este es el corazón de la controversia de la Reforma.

La Iglesia Católica Romana ha condenado de forma enfática y


reiterada la antigua herejía pelagiana (aunque muchos teólogos

reformados han opinado que Roma nunca se libró de esa


herejía). Pelagio negaba la doctrina del pecado original y
afirmaba que el pecado de Adán lo afectó a él solamente. Pelagio

planteaba que el hombre puede llegar a ser justo sin la ayuda

divina. Aceptaba que la gracia podía “facilitar” el camino a la


justicia, pero que no era necesaria para alcanzarla. Según

Pelagio, se puede llegar a ser justo y recto sin la gracia, aunque la

gracia puede ayudar, si queremos hacer uso de ella. Al condenar

a Pelagio, Roma insistía en que no podemos alcanzar la justicia

sin la gracia.

Para Roma, la gracia necesaria para la justificación tiene dos

aspectos. En el primero, se requiere expiación del pecado para

cumplir con lo que la justicia penal de Dios demanda. Esa

expiación la realiza Cristo por gracia. En la cruz, Cristo pagó la

deuda de nuestro pecado. Para que todos los beneficios de la obra

de Cristo se apliquen a nosotros, se necesita algo más. Para que

nosotros seamos justificados, primero debemos ser hechos


justos. La idea de “ser hecho” justo está vinculada a la palabra

latina iustificare.

Entonces ¿cómo somos hechos justos? La doctrina católica


romana de la justificación es compleja. Hagamos un resumen. La

justificación comienza con el bautismo, la “causa instrumental”


de la justificación. Por medio de este sacramento, la gracia de la
justicia de Cristo es directamente traspasada al alma de la

persona. El bautizado queda limpio del pecado original y se


encuentra desde ese momento en un estado de gracia. El

individuo debe cooperar con la gracia transmitida por medio de

su consentimiento. Esta gracia de la justificación no es


permanente. Se puede perder al cometer pecado mortal.

Roma distingue entre pecado mortal y pecado venial. El venial

sigue siendo pecado pero es de menor gravedad. El mortal recibe

ese nombre porque mata la gracia justificadora en el alma de la

persona. La persona puede seguir teniendo fe genuina y aun así


no ser justificada. Cuando alguien comete pecado mortal y

pierde la gracia justificadora del bautismo, puede volver a un

estado de justificación por medio del sacramento de la

penitencia. Este sacramento es descrito por Roma como “la

segunda tabla de justificación para aquellos que han hecho

naufragar sus almas”. El pecador debe confesar su pecado a un

sacerdote, realizar actos de contrición, recibir la absolución y


luego llevar a cabo “obras de satisfacción” para volver a un

estado de gracia.

Estas obras de satisfacción subyacen a gran parte de la


controversia que se dio en el siglo XVI. La obras de satisfacción5

obtienen para el penitente meritum de congruo (mérito de


congruo o mérito imperfecto). El mérito de congruo no es lo
mismo que meritum de condigno (mérito de condigno o mérito

perfecto), es decir, mérito tan digno que un Dios justo se ve


obligado a recompensarlo. El mérito de congruo descansa en la

gracia y no tiene tanta virtud como para obligar a Dios. Es más

bien adecuado o congruente que Dios recompense este tipo de


mérito. Martín Lutero rechazó firmemente el concepto de

mérito de congruo:

Estos argumentos de los escolásticos acerca del mérito de congruo y de condigno

(de merito congrui et condigni) no son más que vanos delirios y especulaciones
fantasiosas de gente ociosa sobre temas inútiles. No obstante, forman la base del
papado, y sobre ellos descansa hasta el día de hoy. Porque esto es lo que imagina
cualquier monje: si observo las reglas sagradas de mi orden me puedo ganar la
gracia de congruo, pero por las obras que haga después de haber recibido esta

gracia puedo acumular un mérito tan grande que alcanzaría para llevarme a la
vida eterna y me sobraría para vender o regalar.6

La vehemencia de Lutero respecto a este tema es comprensible

dado el trasfondo de la lucha de la Reforma. Cabe decir que todo

el incendio fue inflamado por un aspecto del sacramento de

penitencia. La controversia sobre las indulgencias que causó las

famosas noventa y cinco tesis de Lutero se centraba en el concepto


de las obras de satisfacción, un concepto al centro de la noción

de penitencia. Una de las obras de satisfacción que un penitente


puede realizar es dar limosna. Claro está, la limosna debe ser

entregada con la actitud adecuada para que surta efecto.

En el siglo XVI, Roma se embarcó en un enorme proyecto de

construcción: la Basílica de San Pedro. El papa puso a disposición


de la gente indulgencias especiales para aquellos que dieran
limosna o contribuciones para apoyar este proyecto. El papa

posee “el poder de las llaves”, lo que incluye el poder de otorgar

indulgencias a quienes se encuentren en el purgatorio por


carecer del mérito suficiente para entrar al cielo. El papa puede

hacer uso del tesoro de méritos acumulado por los santos. Los

santos no solo lograron suficiente mérito como para asegurar su

entrada al cielo, sino que lograron un excedente para aquellos

que no tuvieran suficiente. Este superávit de mérito se logra

realizando obras de supererogación, es decir, obras que van más

allá del llamado del deber, como por ejemplo el martirio.

Juan Tetzel escandalizó a Lutero con su burdo método

(autorizado por Roma) de vender indulgencias. Tetzel promovía

las indulgencias con este eslogan: “En cuanto suena en el cesto la

moneda, el alma del purgatorio se eleva”. Con eso generaba en

los campesinos la idea de que se podía comprar la salvación de


los parientes y amigos fallecidos con el solo hecho de dar

limosna, fuese o no con actitud penitente. A esas alturas, Lutero


mismo estaba muy interesado en estas indulgencias. Se

lamentaba de que sus padres estuvieran aún vivos pues eso le


impedía asegurar su entrada al cielo comprando indulgencias. A

cambio, Lutero dio limosna en nombre de sus abuelos.

Cuando Lutero cuestionó los métodos de Tetzel, también

comenzó a revaluar todo el sistema de indulgencias, incluyendo


el sacramento de penitencia. Lutero atacó todo el sistema y puso

especial atención al concepto de obras de mérito de cualquier

clase, ya sea de congruo o de condigno. Insistió en que el único


mérito que puede valer para la justificación del pecador es el

mérito de Cristo.

Roma concordaba en que el mérito de Cristo es necesario para

la salvación. Del mismo modo, Roma insistía en la necesidad de

la gracia y la fe para la justificación. A menudo, la diferencia


entre el punto de vista romano y el punto de vista protestante se

expresa de forma inadecuada. Algunos afirman que Roma cree

en la justificación por mérito y que los protestantes creen en la

justificación por la gracia; que Roma cree en la justificación por

obras mientras que los protestantes creen en la justificación por

medio de Cristo. Si lo expresamos de esta manera estamos

distorsionando completamente la disputa y somos culpables de


grave calumnia en contra de Roma.

La Iglesia Católica Romana cree que la gracia, la fe y Cristo son

necesarios para la justificación del pecador. Todas son


condiciones necesarias pero no son condiciones suficientes. Si

bien la gracia es necesaria para la justificación, no es suficiente.


El mérito (al menos de congruo) debe acompañar a la gracia.

Roma afirma que la fe es necesaria para la justificación. La fe


es llamada fundamento (fundamentum) y raíz (radix) de la
justificación. Sin embargo, para que haya justificación, las obras

deben acompañar a la fe. Asimismo, la justicia de Cristo es

necesaria para la justificación. La justicia debe ser transmitida al


alma por medio del sacramento. El pecador debe colaborar con

su asentimiento, de modo que la verdadera rectitud llegue a ser

algo inherente a la persona para que sea justificada.

Lo que está ausente de la formula católica romana de la

justificación es la palabra solo. No estoy exagerando si afirmo


que el ojo del huracán de la Reforma era esta pequeña palabra.

Los reformadores insistieron en que la justificación es solo por

gracia (sola gratia), solo por fe (sola fide) y solo por Cristo (soli

Christo).

Justificación solo por fe

Para comprender el tema de la justificación en su totalidad,


debemos prestar atención al significado de la doctrina reformada

de justificación solo por fe. Por un lado Roma afirma que el


bautismo es la causa instrumental de la justificación, pero los

reformadores insistían en que la causa instrumental es la fe.


“Causa instrumental” quiere decir “el medio por el cual” algo

ocurre. Por ejemplo, cuando un escultor crea una estatua la


causa instrumental de la obra de la escultura es el cincel del
escultor. El cincel es el medio por el cual el escultor esculpe Su

obra en la piedra.
En nuestra justificación, la fe es el medio por el cual somos

unidos a Cristo y recibimos los beneficios de su obra salvadora.

Por fe se nos transfiere o se nos imputa la justicia de Cristo. La fe


no solo es una condición necesaria, sino que es condición

suficiente para que la justicia de Cristo se aplique a nosotros. La

fe, la verdadera fe, es todo lo que se requiere para ser justificado

por la justicia de Cristo. La fe confía en una justicia que no es

nuestra y se aferra a esa justicia.

La “justificación solo por fe” es la abreviación de “justicia solo

por la justicia de Cristo”. Su mérito, y solo Su mérito, es

suficiente para satisfacer lo que la justicia de Dios demanda. Es

precisamente este mérito lo que recibimos por fe. Cristo es

nuestra justicia. Dios viste a Sus inmundas criaturas con la ropa

de la justicia de Cristo. Este es el corazón mismo del evangelio,

como lo comunica tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento.

Para ser justificados debemos poseer justicia. La pregunta es


¿la justicia de quién nos puede justificar? ¿Somos justificados

por alguna justicia inherente a nosotros o por la justicia de


alguien más que se traspasa a nosotros? Lutero y los

reformadores insistían en que somos justificados por una justicia


que no es nuestra, sino externa (extra nos). Lutero dijo lo
siguiente:

El cristiano es justo y santo por medio de una santidad ajena o extraña —la llamo
así con el fin de instruir—, es decir, el cristiano es justo por misericordia y gracia
de Dios. Esta misericordia y gracia no son humanas; no es algún tipo de actitud o
cualidad en el corazón. Es una bendición divina que se recibe a través del

verdadero conocimiento del evangelio al creer o saber que nuestro pecado ha sido
perdonado por la gracia y mérito de Cristo… ¿No es acaso ajena esta justicia?

Consiste completamente en la dispensación de otro y es un regalo de Dios quien


nos muestra Su misericordia y favor por causa de Cristo… Por lo tanto, el

cristiano no es justo en un sentido formal; no es justo en sustancia o cualidad…7

La “justicia ajena” de la que habla Lutero se refiere a la justicia


de Cristo. Esta justicia no está en nosotros, sino que es obtenida

para nosotros. Los reformadores concordaban en que Cristo

habita en el creyente como también el Espíritu Santo. Pero la

base de nuestra justificación no es esta realidad de Su presencia

en nosotros, sino el mérito de Cristo operado en Él mismo, no en

nosotros. Es por medio de la aplicación legal de Su justicia a

nosotros que somos declarados justos. Esto no es una ficción

legal porque es una justicia real que se aplica efectivamente. No

hay nada ficticio acerca de la justicia de Cristo.

La imputación está al centro de la fe cristiana. Si la imputación

es ficción, la expiación también lo es. La cruz de Cristo fue real y


el castigo que recibió en nuestro lugar también lo fue. Él fue el
Cordero de Dios que cargó con nuestro pecado. ¿Cómo lo hizo?

Tal como en los símbolos del Antiguo Testamento, nuestros


pecados se traspasaron a Cristo por imputación (transferencia),

no por infusión. Dios consideró los sufrimientos de Cristo como


satisfacción suficiente por nuestra culpa.
Nuestra salvación no descansa solo en la muerte expiatoria de

Cristo, sino también en Su vida de perfecta y activa obediencia.

Si para asegurar nuestra redención Cristo solo necesitaba hacer


expiación por nuestros pecados, podría haber bajado

directamente desde el cielo a la cruz. Pero Él también tuvo que

cumplir toda justicia sometiéndose, en cada paso, a la ley de

Dios. Por medio de Su vida sin pecado, Cristo logró un mérito

que es traspasado a todos los que ponen su confianza en Él.

Cristo no solo murió por nosotros; también vivió por nosotros.

La disputa entre la justificación por la infusión o la imputación

de la justicia de Cristo no es una tormenta en un vaso de agua.

Hay un mundo de diferencia entre que el fundamento de mi

justificación radique en mí, o que sea alcanzado para mí. Cristo

cumplió la ley por mí y obtuvo el mérito necesario para mi

justificación. Esta es la base y razón de mi justificación, y


asimismo es la seguridad de mi salvación. Si tengo que esperar

hasta que yo coopere con la rectitud de Cristo infundida en mi


interior, al punto de lograr una justicia inherente, entonces

tiendo a desesperarme porque no sé si llegue a alcanzar


salvación. Eso no es evangelio o “buenas noticias”; son malas

noticias.

Yo amo la iglesia. Es el cuerpo de Cristo. Ella nutre mi alma y

me asiste en mi santificación. Pero la iglesia no puede


redimirme. Cristo y solo Cristo puede salvarme. Los

sacramentos son valiosos para mí. Me edifican y fortalecen, pero

no pueden justificarme.

Fe salvadora

Cuando Martín Lutero declaró que la justificación es solo por fe,

surgieron profundas preguntas respecto a la naturaleza de la fe

salvadora. Roma apelaba a Santiago 2:24 para rechazar la

doctrina reformada: “Como pueden ver, a una persona se le


declara justa por las obras, y no solo por la fe”.

A primera vista, pareciera que con estas palabras la Biblia no

podría estar más claramente en contra de la doctrina reformada

de la justificación. Entonces encontramos las palabras de Pablo

en Romanos: “¿Dónde, pues, está la jactancia? Queda excluida.

¿Por cuál principio? ¿Por el de la observancia de la ley? No, sino


por el de la fe. Porque sostenemos que todos somos justificados

por la fe, y no por las obras que la ley exige” (Ro 3:27-28).

Por un lado, Santiago dice que un hombre es justificado por


obras y no solo por la fe. Por otro lado, Pablo dice que somos
justificados por la fe y no por las obras de la ley. El problema se

exacerba cuando observamos que tanto Santiago como Pablo


apelan a Abraham para apoyar su argumento.

Aunque ambos, Pablo y Santiago, usan el mismo término


griego para “justificar”, no lo usan en el mismo sentido. Están

hablando de temas distintos. Pablo claramente está exponiendo

la doctrina de la justificación, aclarando que es por fe, no por


obras. Pablo apela a Génesis 15, donde Abraham es tenido por

justo al momento de creer. Pablo argumenta que Abraham es

justificado antes de realizar obras de obediencia.

Santiago apela a Génesis 22, donde Abraham ofrece en

sacrificio a Isaac, sobre el altar. Aquí Abraham es “justificado”,


pero en otro sentido. La pregunta que Santiago trata es la que

aparece antes en el capítulo 2: “Hermanos míos, ¿de qué le sirve

a uno alegar que tiene fe, si no tiene obras? ¿Acaso podrá

salvarlo esa fe?” (Stg 2:14).

Santiago está preguntando qué clase de fe es la que salva. Deja

claro que nadie es justificado solo por hacer una profesión de fe.

Cualquiera puede decir que tiene fe. Pero decirlo y tenerla no es

lo mismo. La fe verdadera siempre se expresa en obras. Si la fe


no va acompañada de obras, entonces dicha fe está “muerta” y es

inútil. Abraham demostró su fe con sus obras. “Mostró” que


tenía fe verdadera, “justificando” así su profesión de fe. La

profesión de fe de Abraham es vindicada por la demostración de


esa fe en Génesis 22.

Pablo plantea que Abraham ya estaba justificado ante Dios en


Génesis 15 porque tenía fe verdadera. Abraham no tuvo que
probar la autenticidad de su fe ante Dios. Dios es capaz de mirar

el corazón; nosotros no. La única manera que yo tengo de ver la

fe de alguien es observando sus obras. Juan Calvino comenta:

Si queremos que Santiago esté de acuerdo con toda la Escritura y consigo mismo,

es necesario tomar la palabra “justificar” en otro sentido del que la toma san
Pablo. Porque san Pablo llama justificar cuando, borrado el recuerdo de nuestra
justicia, somos reputados justos. Si Santiago quisiera decir esto, hubiera citado
muy fuera de propósito lo que dice Moisés: creyó Abraham a Dios, y esto le fue

imputado por justicia. Porque él enhebra su razonamiento como sigue: Abraham,


por sus obras alcanzó justicia; y de esta manera se cumplió la Escritura que dice:
creyó Abraham a Dios y le fue imputado a justicia. Si es cosa absurda que el efecto
sea primero que la causa, o Moisés afirma falsamente en este lugar que la fe le fue
imputada a Abraham por justicia, o él no mereció su justicia por su obediencia a
Dios al aceptar sacrificar a Isaac… ¿Qué quiso decir entonces? Claramente se ve

que habla de la declaración y manifestación de la justicia, y no de la imputación;


como si dijera: los que son justos por la verdadera fe dan prueba de su justicia con
la obediencia y las buenas obras, y no con una apariencia falsa soñada de fe. En
resumen: él no discute la razón por la que somos justificados, sino que pide a los
fieles una justicia no ociosa, que se manifieste en las obras. Y así como san Pablo
pretende probar que los hombres son justificados sin ninguna ayuda de las obras,
del mismo modo en este lugar Santiago niega que aquellos que son tenidos por
justos no hagan buenas obras.8

Lo que está en discusión aquí es el tema de la fe auténtica. Los


reformadores enseñaron que “la justificación es solo por fe, pero

no por una fe que va sola”. La verdadera fe nunca está sola.


Siempre se expresa en obras. Las obras que fluyen de la fe, no

obstante, no constituyen la base para nuestra justificación. No


aportan mérito ante Dios. La única base o razón para nuestra
justificación es el mérito de Cristo. Tampoco es la fe en sí misma

una obra meritoria o la base para la justificación. La fe es el don

de la gracia de Dios, así que no posee mérito en sí misma.

Al igual que Santiago, Lutero se oponía al antinomianismo. La

fe salvadora no es muerta. Es una fe vital, viva (fides viva). Una fe

viva produce obras reales. Si no hay obras que acompañen a

nuestra profesión de fe entonces nuestra fe no está viva, sino que

es lo que Calvino llama “una semejanza imaginaria”.

La frase de Lutero simul iustus et peccator se puede prestar para

malentendidos si no se explica con claridad. Aunque somos

justificados y considerados justos antes de ser justos

internamente y mientras aún somos pecadores, somos, no

obstante, pecadores en el proceso de llegar a ser justos. Nuestra

santificación comienza en el momento en que tenemos fe y somos

justificados. Debemos recordar que una persona justificada es

una persona cambiada. Alguien que tiene una fe real es


regenerado y el Espíritu Santo habita en él. El efecto de este

cambio no es tan solo necesario e inevitable, sino inmediato. Si


no va acompañado de fruto, entonces no hay fe. Si no hay fe,

entonces no hay justificación.

Para Roma la justificación es el resultado de la fe más las obras.

En la teología reformada la justificación es el resultado de la fe


solamente, una fe que siempre produce obras. El
antinomianismo enseña la justificación por fe menos las obras.

La teología reformada rechaza tanto la postura romana como la

antinomianista.

Los primeros teólogos reformados habitualmente distinguían

entre varios elementos o aspectos de la fe que salva. En general,

distinguían entre tres aspectos principales conocidos como

notitia, assensus y fiducia.

Notitia se refiere al contenido de la fe salvadora. La fe tiene un

objeto, un contenido. No es fe vacía o fe en nada. El cristianismo

rechaza la frase “no importa lo que creas mientras seas sincero”.

Aunque la sinceridad es una virtud, es posible estar

sinceramente equivocado y poner la fe en algo o alguien que no

puede salvar. La gente puede adorar o tener fe en ídolos

sinceramente. Tal fe le repugna a Dios y no puede salvar. Se debe

conocer cierta información, entenderla y creerla para tener fe

salvadora. Por ejemplo, debemos creer en Dios y en la persona y


obra de Jesús para ser salvos. Esta es la información (notae) de la

fe. Si no creemos lo esencial del cristianismo, la fe salvadora está


ausente.

Junto con esta información o contenido, debe haber un


asentimiento o aceptación (assensus) de esta verdad o

información. La fe salvadora asiente intelectualmente la verdad


de la deidad de Cristo, la expiación, la resurrección, etc. No
pensamos que lo que creemos sea un mito. Si rechazamos lo que

el evangelio dice que es verdad, no podemos ser justificados.

La presencia de notitia y assensus sigue siendo insuficiente para

la justificación. Incluso el diablo posee estos elementos. Satanás

es consciente de la información del evangelio y está más seguro

que nosotros de que es cierta. Aun así, odia y desprecia la vedad

de Cristo. Él no confiará en Cristo o en Su justicia porque es

enemigo de Cristo. Los elementos de notitia y assensus son


condiciones necesarias (no podemos ser justificados sin ellas),

pero no son condiciones suficientes. Hay un tercer elemento que

debe estar presente antes de que tengamos una fe que justifica.

Ese elemento es fiducia, una confianza personal en Cristo y

solo en Él para mi justificación. La fiducia también incluye las

emociones. Por el poder del Espíritu Santo el creyente ve, abraza

y se rinde a la ternura y belleza de Cristo. La fe salvadora ama el

objeto de esa fe, Jesús mismo. Este elemento es crucial para el


debate acerca de la justificación. Si un creyente confía en sus

propias obras o en una mezcla entre su propia justicia y la de


Cristo, entonces no está confiando en el evangelio.

Justificación sintética

La doctrina reformada de la justificación ha sido llamada

“justificación sintética”; la doctrina católica romana,


“justificación analítica”. Una afirmación analítica es verdad por
definición. Es una tautología. “Un soltero es un hombre que no

se ha casado” es verdad por definición o por análisis porque la

noción de “hombre no casado” está incluida en la palabra


soltero. El predicado no añade nada que ya no esté presente en el

sujeto. Lo mismo es cierto de la proposición “un triángulo es una

figura de tres lados” y de la ecuación 2+2=4.

Una afirmación sintética, por otro lado, sí aporta información

en el predicado que no está presente en el sujeto. En la


afirmación “el soltero es calvo”, calvicie es información nueva.

Aunque todos los solteros son hombres no casados, no todos los

solteros son calvos. Aquí se añade una idea en el predicado que

no está presente en el sujeto.

¿Cómo se aplica esto a la teología? Cuando decimos que la

doctrina católica romana de la justificación es “analítica”

queremos decir que Dios declara a la persona justa porque, tras

el análisis, la persona es justa. Dios solo justifica a aquellos que


han llegado a ser justos. Dios declara justos solo a aquellos que

son justos. Claro está, algo se ha agregado, la trasmisión de


gracia de la justicia de Cristo. Esta adición no produjo la justicia,

solo la hizo posible con la cooperación del creyente.

En la postura reformada, algo se añade en el predicado que no

está presente en el sujeto. Hay “síntesis” debido a la adición de la


justicia de Cristo en la imputación. Dios no declara al pecador
como justo porque el pecador en sí mismo lo sea. Dios lo

considera justo debido a lo que se traspasa a su cuenta, el mérito

de la justicia de Cristo.

Aunque la justificación es por fe, desde otro ángulo se puede

decir que en realidad la justificación es por obras. En última

instancia, la justificación es por obras en el sentido de que somos

justificados por las obras de Cristo. Aquí la palabra por tiene un

sentido diferente. Normalmente la palabra por se refiere a la


causa instrumental de la justificación que es la fe. Es por la fe

que recibimos el mérito de Cristo. Cuando decimos que somos

justificados “por” obras, entonces por se refiere a las obras de

Cristo que son la base meritoria o causa de nuestra justificación.

Podemos combinar ambos conceptos diciendo que somos

justificados por fe en las obras llevadas a cabo por Cristo en

nuestro lugar.

La remisión de pecados

La justificación involucra el perdón y remisión de nuestros

pecados. Comúnmente usamos la palabra remisión en dos


sentidos. Cuando un tumor canceroso se reduce o desaparece,

decimos que el cáncer está en remisión. Cuando pagamos una


cuenta podemos decir que está remitida. La raíz de la palabra
remisión significa “enviar”. De ahí deriva la palabra misión o

misionero (las palabras misiva y misil provienen de la misma raíz).


En su sentido fundamental la remisión de pecados significa

enviar los pecados lejos. Es una especie de eliminación de los

pecados desde nuestra cuenta. En la remisión de pecados Dios


borra nuestras transgresiones del registro divino y aleja de

nosotros los pecados. Esta remisión es esencial para el perdón

divino.

Juan Calvino dijo: “La justicia de la fe es una reconciliación

con Dios, que consiste en la remisión de los pecados…Porque si


quienes el Señor ha reconciliado consigo son estimados por sus

obras se verá que todavía siguen siendo pecadores; y sin embargo

tienen que estar totalmente puros y libres de pecado. Se ve, pues,

claramente que quienes Dios recibe en Su gracia, son hechos

justos únicamente porque son purificados, en cuanto sus

manchas son borradas al perdonarles Dios sus pecados; de suerte

que esta justicia se puede llamar, en una palabra, remisión de


pecados”.9 Pablo enfatiza este aspecto de la justificación:

En realidad, si Abraham hubiera sido justificado por las obras, habría tenido de
qué jactarse, pero no delante de Dios. Pues ¿qué dice la Escritura? “Le creyó
Abraham a Dios, y esto se le tomó en cuenta como justicia”. Ahora bien, cuando
alguien trabaja, no se le toma en cuenta el salario como un favor, sino como una
deuda. Sin embargo, al que no trabaja, sino que cree en el que justifica al

malvado, se le toma en cuenta la fe como justicia. David dice lo mismo cuando


habla de la dicha de aquel a quien Dios le atribuye justicia sin la mediación de las
obras: “¡Dichosos aquellos a quienes se les perdonan las transgresiones y se les
cubren los pecados! ¡Dichoso aquel cuyo pecado el Señor no tomará en cuenta!”.

Romanos 4:2-8
Aquí el apóstol explica claramente la relación entre la remisión

del pecado y la imputación. Habla de la bendición que significa

que Dios traspase la justicia de Cristo al creyente. También habla


de la bendición de que Dios no impute algo, es decir, nuestro

pecado. Ese es el aspecto negativo. Al justificarnos Dios imputa

algo (la justicia de Cristo) y no imputa algo (nuestro pecado).

Lutero resume la noción de la remisión de pecados:

El cristiano es santo y pecador al mismo tiempo; es malvado y piadoso


simultáneamente. Porque en lo que concierne a nuestra persona, estamos en

pecado y somos pecadores a nombre nuestro. Pero Cristo nos trae otro nombre,
en el cual hay perdón de pecados para que los pecados sean remitidos por Su
causa. Así que ambas afirmaciones son verdaderas. Hay pecados pues el antiguo
Adán aún no está totalmente muerto; pero los pecados no están ahí. La razón es
esta: por causa de Cristo Dios no quiere verlos. Yo los veo y los siento con

claridad. Pero ahí está Cristo quien ordena que se me diga que me debo
arrepentir, reconocer que soy pecador y creer en el perdón de pecados en Su
nombre. Puesto que el arrepentimiento, el pesar por el pecado y el conocimiento

del pecado son necesarios pero no suficientes, se debe agregar fe en el perdón de


pecados en el nombre de Cristo. Pero donde existe tal fe, Dios ya no ve pecado;
pues uno está delante de Dios en el nombre de Cristo y no en el propio. Cristo nos
adorna con Su gracia y justicia, aunque a nuestros ojos seamos pobres pecadores,
llenos de debilidades e incredulidad.10

La remisión de pecados está ligada a la obra expiatoria de

Cristo. La expiación involucra también la propiciación. La


propiciación se refiere a que Cristo satisface la justicia de Dios,

haciendo “propicio” que Dios nos perdone. La propiciación


puede verse como el acto vertical de Cristo dirigido al Padre. Al
mismo tiempo, Cristo es la expiación de nuestros pecados,

quitando o cargando todos nuestros pecados, lejos de nosotros.

Como el Cordero de Dios, Jesús es quien carga el pecado,


llevándolo en nuestro lugar. En la cruz, Cristo cumple lo que

simboliza el cordero sacrificado del Antiguo Testamento y el

chivo expiatorio sobre el cual se transfieren los pecados del

pueblo. El chivo expiatorio no era sacrificado, sino que era

enviado al desierto para que se llevara los pecados lejos del

pueblo. Esta acción simbolizaba la remisión de pecados.

El evangelio de Cristo

La controversia sobre la doctrina de la justificación en el siglo

XVI se enfocaba en la naturaleza del evangelio mismo. Ambos

lados comprendían que algo esencial al cristianismo estaba en

juego. La iglesia siempre debe luchar contra el error pero, esta

controversia involucraba un punto que es tanto central como


esencial para el evangelio. El apóstol Pablo con frecuencia

reprende e instruye a los cristianos a no ser divisivos o violentos.


Pablo exalta las virtudes como la paciencia, la caridad, la

tolerancia. Sin embargo, cuando se trataba del evangelio mismo,


Pablo no tranzaba. Él consideraba ciertas cosas como

completamente intolerables, y una de esas es la distorsión del


evangelio. Escribió a la iglesia en Galacia:

Me asombra que tan pronto estén dejando ustedes a quien los llamó por la gracia
de Cristo, para pasarse a otro evangelio. No es que haya otro evangelio, sino que

ciertos individuos están sembrando confusión entre ustedes y quieren tergiversar

el evangelio de Cristo. Pero aun si alguno de nosotros o un ángel del cielo les
predicara un evangelio distinto del que les hemos predicado, ¡que caiga bajo

maldición! Como ya lo hemos dicho, ahora lo repito: si alguien les anda


predicando un evangelio distinto del que recibieron, ¡que caiga bajo maldición!
¿Qué busco con esto: ganarme la aprobación humana o la de Dios? ¿Piensan que

procuro agradar a los demás? Si yo buscara agradar a otros, no sería siervo de


Cristo.

Gálatas 1:6-10

Aquí el apóstol usa un lenguaje fuerte para condenar la

perversión del evangelio. Insiste en que no hay otro evangelio. El

evangelio que explica con vehemencia en su carta a los Gálatas es

el evangelio de la justificación por fe. Los judaizantes


corrompían ese evangelio al añadirle obras. Dos veces Pablo

pronuncia una maldición apostólica sobre esta distorsión,

usando la palabra griega de donde proviene el término castellano

anatema.

En el concilio católico romano de Trento, en el siglo XVI,

Roma condenó la doctrina reformada de la justificación solo por


la fe y la declaró anatema. Lo hicieron porque estaban

convencidos de que la doctrina reformada era “otro evangelio”,


una distorsión del evangelio bíblico. Los reformadores creían

que al condenar la justificación solo por la fe, la iglesia romana


estaba de hecho condenando el evangelio bíblico mismo. Si la

justificación solo por la fe es de hecho el evangelio bíblico,


entonces al condenarlo Roma se condenó a sí misma. Aunque

Roma ha mantenido un fuerte compromiso con muchas

verdades esenciales de la fe cristiana, en Trento rechazó el punto


respecto al cual la iglesia permanece o se derrumba, y por lo

tanto Roma se derrumbó como iglesia.

En la tabla 3.2 se enumeran las diferencias entre la doctrina de

la justificación reformada y la católica romana. La lista no es

exhaustiva pero demuestra que los enfoques no solo son


diferentes, sino sistémicos. Todo el concepto de salvación,

incluyendo el rol que desempeña Cristo y el rol que

desempeñamos nosotros, es diferente. Las dos visiones son

fundamentalmente diferentes e incompatibles. Los intentos por

conciliarlas están destinados a fracasar desde un comienzo.

La doctrina de la justificación solo por la fe es relativamente

fácil de comprender con la mente. Pero para que llegue hasta la

médula de nuestros huesos y circule por nuestra sangre debemos


estar siempre vigilantes. Es fácil olvidarla o permitir que se

nuble la claridad. Martín Lutero hizo la siguiente observación:

Somos pocos los que conocemos y entendemos esta doctrina, y la menciono una y
otra vez porque temo mucho que cuando nosotros descansemos sea olvidada y

desaparezca nuevamente… La verdad es que no logramos comprender del todo a


Cristo, la Justicia eterna, con un solo sermón o pensamiento; pues aprender a
apreciarle es una lección perpetua que no concluiremos ni en esta vida ni en la
venidera.11
Tabla 3.2

La justificación
Postura católica romana
Postura reformada

Causa instrumental: Causa instrumental:

el bautismo la fe

Justicia infundida Justicia imputada/transferida

Justicia inherente Justicia ajena

Justificación analítica Justificación sintética

Gracia más mérito Solo por gracia

Fe más obras Solo por fe

La justicia de Cristo Solo la justicia

más la nuestra de Cristo

Sin seguridad de salvación Con seguridad de salvación


T
al como la teología reformada comparte un fundamento
común con el cristianismo católico en cuanto a la

doctrina de Dios, también comparte creencias en cuanto a la

persona y obra de Cristo. Los grandes concilios cristológicos del

siglo IV y V, el Concilio de Nicea (325) y el Concilio de Calcedonia

(451) forman la base histórica de la cristología reformada.


Tabla 4.1
La cuarta piedra fundacional

1 Dios en el centro

2 Basada solo en la Palabra de Dios

3 Comprometida con la sola fe

4 Comprometida con Jesús

5 Estructurada en torno a tres pactos

En los primeros siglos, la relación del Hijo de Dios con Dios el

Padre era tema de acaloradas disputas. El monoteísmo es de tal

importancia en el Antiguo Testamento que era importante para

la iglesia poder confesar su fe en la deidad de Cristo sin

comprometer el monoteísmo histórico.

Surgieron graves herejías que amenazaron la confesión de la

iglesia sobre la deidad de Cristo. Hubo dos grandes herejías que

se basaban en el concepto de monarquianismo. En nuestro


idioma, el término monarca alude a la realeza. Sin embargo,

originalmente la palabra estaba más directamente vinculada a su


origen griego. La palabra monarca es un híbrido compuesto por
un prefijo y una raíz. El prefijo mono significa “uno”; la raíz arc

quiere decir “principio” o “jefe, gobernante”. Al combinarlos,


mono-arc o monarca significa “un solo jefe o gobernante”. El

concepto de monarquianismo, por lo tanto, hace referencia a


Dios como el único que gobierna.

El primer tipo de monarquianismo se llamó monarquianismo

modalista. Este concepto se vinculaba a una antigua forma de

panteísmo que concibe todo el mundo o la realidad como un

nivel del ser de Dios. Esta idea era popular en el gnosticismo y el

neoplatonismo. El hereje Sabelio planteaba que Cristo compartía

la esencia de Dios, pero era un modo de ser menor a Dios mismo.

Como los rayos del sol comparten la misma esencia o sustancia


con el sol pero son diferentes al sol mismo, así Cristo comparte

la misma esencia con Dios, pero no es Dios.

En este esquema modalista, se puede decir que cada cosa es una

parte de la esencia de Dios. Su ser “emana” del centro de su ser

puro. A medida que esa emanación se aleja del centro, menos

pura es su manifestación de Dios. La materia inerte como por

ejemplo las rocas está distante del centro del ser divino,

mientras que los ángeles, demiurgos y otros seres espirituales


están más cerca del núcleo del ser divino. Jesús es un ser

espiritual o demiurgo, cercano al núcleo del ser divino, de la


misma esencia del ser divino, irradiando y emanando del ser

divino, pero no es el ser divino. Jesús participa de la “divinidad”


pero no es realmente Dios.

En el Concilio de Antioquía en el año 267, la iglesia rechazó a


Sabelio y su fórmula de que Jesús es homo-ousios con el Padre.
Homo-ousios quiere decir “de la misma sustancia, del mismo ser o

de la misma esencia”, por lo cual Sabelio declaraba que Jesús es

de la misma esencia que Dios, pero en una categoría menor que


Dios en el orden modalista del ser. En lugar de homo-ousios, la

iglesia declaró que Jesús era homoi-ousios, “de sustancia similar

o semejante”. La iglesia rechazó el término homo-ousios porque

estaba cargado de ideas gnósticas modalistas.

El Concilio de Nicea

En el siglo IV, la iglesia enfrentó una nueva herejía vestida con

una forma diferente de monarquianismo, llamado

monarquianismo dinámico. Se llamaba “dinámico” porque

involucraba movimiento o cambio. En este planteamiento, Jesús

no era Dios eterno, sino que “se hizo” Dios a través de la

adopción. Esta postura fue defendida por el hereje Arrio, quien

había recibido la influencia de la enseñanza de Pablo de


Samosata y Luciano de Antioquía.

Arrio buscaba asiduamente preservar el monoteísmo.

Consideraba a Cristo como a la criatura más exaltada, de hecho


la primera criatura creada por Dios. Cristo, según él, fue creado

primero y luego Él habría creado al resto del mundo. Arrio


apelaba a textos bíblicos que hacen referencia a Cristo como
“engendrado” y “primogénito de toda creación”. En griego, el

término “engendrado” significa “ser, llegar a ser, suceder”. En


términos biológicos, ser engendrado implica un comienzo en el

tiempo. Si Cristo fue engendrado entonces debe haber tenido un

comienzo en el tiempo y no es eterno. Y si no es eterno, no puede


ser Dios.

Para Arrio, Jesús es excelso y exaltado, pero en Su origen no

era Dios. Fue adoptado, incorporado en la divinidad por medio

de Su perfecta obediencia con la que demostró “ser uno” con el

Padre. Él es “uno con el Padre en propósito y misión pero no en


ser”. Arrio aceptó la formula desarrollada previamente en

Antioquía, que decía que Jesús era homoi-ousios con Dios, es

decir, es “como” Dios.

Arrio y sus seguidores fueron condenados como herejes por el

Concilio de Nicea en el año 325. El Credo de Nicea declara que

Jesús fue “engendrado, no creado”. Con eso se entiende que

Jesús es eternamente engendrado del Padre. La palabra griega

para engendrado no se usaba en su sentido biológico ni en ningún


sentido que implicara que Cristo hubiera tenido comienzo en el

tiempo. Más bien el término engendrado se usaba en un sentido


filial, poniendo atención a la relación exclusiva del Hijo con el

Padre. El Nuevo Testamento se refiere al Hijo como el


“unigénito” del Padre, el monogenēs, un término que enfatiza el
carácter único, una vez para siempre, de la relación entre el Hijo

y el Padre.
Uno de los desarrollos más irónicos en Nicea es la

confirmación del concilio del término homo-ousios como la

marca de ortodoxia cristiana. Nicea declaró que Cristo era


coeterno y consustancial con el Padre usando el término homo-

ousios. Con esto la iglesia declaraba que Jesús no solo es parecido

en esencia al Padre, sino que es exactamente de la misma esencia

o sustancia que el Padre.

A primera vista podría parecer que la iglesia hubiera


retrocedido a la postura de Sabelio y hubiera caído en la antigua

herejía gnóstica. Nada podría estar más lejos de la verdad. Al

afirmar el homo-ousios, la iglesia no estaba adhiriendo a la

herejía modalista que había condenado el año 267. En lugar de

ello, estaba decidida a proclamar la plena deidad de Cristo al

punto de asumir los riesgos implícitos en la fórmula del homo-

ousios. A esas alturas la amenaza del sabelianismo había


disminuido y la amenaza del arrianismo era tan fuerte que la

iglesia escogió usar un término que antes había rechazado para


detener, de una vez por todas, al arrianismo. La doctrina de la

Trinidad estaba en juego. Con la fórmula homo-ousios la iglesia


claramente afirmaba tanto el carácter trino como la unidad de la

Divinidad. El concilio afirmó que tanto el Padre como el Hijo y el


Espíritu eran coeternos y co-esenciales.

El Concilio de Calcedonia
Hacia el siglo V, la iglesia tuvo que enfrentar una nueva herejía.

El Concilio de Calcedonia tuvo que combatir la herejía en dos

frentes. La deidad y la humanidad plenas de Cristo estaban bajo


el ataque de Eutiques1 y Nestorio. Eutiques desarrolló lo que se

conoció como la herejía monofisita. El término griego monofisita

viene de monofisis que quiere decir “una sustancia o una

naturaleza”. Eutiques planteó que Cristo es una persona con una

naturaleza. Con eso atacó la idea de que Jesús es una persona con

dos naturalezas, una divina y una humana.

Para Eutiques, Jesús no tenía ni una naturaleza puramente

divina ni una naturaleza puramente humana, sino más bien una

naturaleza teantrópica, es decir, una naturaleza divina

humanizada o una naturaleza humana deificada. Era una mezcla

de ambas, deidad y humanidad, que en realidad no era ninguna

de las dos.

Por otro lado, Nestorio planteó que para que haya dos
naturalezas debe haber dos personas. Por lo tanto, sostuvo que

Jesús en realidad era dos personas. Lo que Eutiques unió,


Nestorio lo separó en dos naturalezas y en dos personas

distintas.

En el Concilio de Calcedonia (451) la iglesia declaró que Jesús

era verdaderamente hombre y verdaderamente Dios (vere homo,


vere Deus). Sus dos naturalezas no estaban mezcladas, ni
confundidas, ni separadas ni divididas. Estas cuatro negaciones

colocaban los límites que protegían de la herejía. Con esto se

rechazaba tanto la herejía monofisita de Eutiques como la


herejía de la separación de Nestorio.

El concilio añadió a estas cuatro negaciones una afirmación

crucial que ha servido de base para mucha controversia teológica

desde entonces. Dicha afirmación sostiene que cada naturaleza

conserva Sus atributos, lo cual quiere decir que en la


encarnación la naturaleza divina de Cristo retuvo todos Sus

atributos divinos a la vez que Su naturaleza humana retuvo los

atributos humanos.

Desde el siglo V todas las ramas ortodoxas del cristianismo han

suscrito a la fórmula del Concilio de Calcedonia. La teología

reformada histórica ha adherido estrictamente a la cristología de

Calcedonia. Lo que dijimos antes respecto a la aplicación

consistente de la teología reformada de la doctrina de Dios


también es verdad respecto a la cristología.

Tabla 4.2

Concilios cristológicos
Concilio

de Antioquía
Concilio

de Nicea
Concilio

de Calcedonia

Año 267 325 451

Eutiques,
Teólogo hereje Sabelio Arrio
Nestorio

Monarquismo Monarquismo Cristología


Teología hereje
modalista dinámico monofisita

Jesús es Jesús es Jesús es verdaderamente


Decisión del
homoiousios con el homoousios con el hombre
Concilio
Padre Padre y verdaderamente Dios.

Reformados versus luteranos

Una de las grandes tragedias de la Reforma fue la incapacidad de

los teólogos reformados y luteranos de mantener una unidad


duradera en áreas importantes de la teología. La división entre

Martín Lutero y Juan Calvino y entre sus seguidores se enfocó


en desacuerdos acerca de la doctrina de la Cena del Señor. Si

examináramos este debate con detención, rápidamente nos


daríamos cuenta de que la raíz del tema no es tanto una cuestión

sacramental, sino cristológica.

Tanto Lutero como Calvino rechazaban la postura católica


romana de la Cena del Señor, la doctrina romana de la
transubstanciación. Esta doctrina enseña que en el milagro de la
misa, el pan y el vino se transforman, de forma sobrenatural, en

el cuerpo y la sangre de Cristo. No obstante, esta transformación

es única. No es completa porque el pan y el vino cambian pero


todavía lucen como pan y vino, saben como pan y vino y huelen

como pan y vino. Para los sentidos no hay cambio aparente. Sin

embargo, la iglesia afirma que el pan y el vino son

verdaderamente el cuerpo y la sangre de Cristo.

La hostia consagrada se guarda en el tabernáculo en el altar y


los participantes reconocen su presencia al hacer genuflexión.

En ocasiones, los participantes elevan la hostia y hacen

reverencia.

Para explicar la disonancia entre la apariencia y la realidad,

Roma usa el concepto de la transubstanciación. Roma toma

prestada una categoría metafísica usada por Aristóteles para

distinguir entre la sustancia de la entidad y sus accidens

(accidentes), es decir, las propiedades externas y perceptibles de


un objeto. Estas propiedades indican lo que algo parece ser en la

superficie. Bajo la superficie o más allá del plano físico está la


sustancia real del objeto, su esencia misma.

Para Aristóteles, los accidentes de un objeto siempre fluyen de


su esencia. Un árbol siempre tiene los accidentes de un árbol

porque los accidentes fluyen de su esencia o condición de árbol.


No se puede tener la sustancia de un árbol y los accidentes de un
elefante.

La misa efectivamente implica un doble milagro. La sustancia

del pan y el vino cambian a la sustancia del cuerpo y la sangre de

Cristo mientras que los accidentes de pan y vino permanecen. La

sustancia del cuerpo y la sangre de Cristo ahora está presente sin

los respectivos accidentes de Su cuerpo y sangre mientras que los

accidentes de pan y vino están presentes sin la sustancia del pan

y del vino.

Lutero objetó esto considerando que el doble milagro es algo

frívolo e innecesario. Lutero insistía en que el cuerpo y la sangre

de Cristo están verdaderamente presentes, pero

sobrenaturalmente, en, bajo y a través del pan y del vino. El pan

y el vino permanecen tanto en sustancia como en accidentes. A

Lutero todavía le quedaba el problema de que los accidentes del

cuerpo y la sangre de Cristo permanecen ocultos a los sentidos.

La postura luterana es que Cristo está presente “con” los


elementos del pan y el vino. Este planteamiento a menudo se

denomina consustanciación, aunque muchos teólogos luteranos


rechazan este término.

Calvino también insistió en la presencia real de Cristo en el


sacramento de la Cena del Señor. Al debatir con aquellos que

reducían el sacramento a un mero símbolo (una señal desnuda),


Calvino insistía en la presencia “sustancial” de Cristo. Al debatir
con luteranos, sin embargo, Calvino permanentemente evitaba

el término sustancial para evitar que se entendiera como algo

“físico”. Calvino usaba el término sustancial para decir “real”,


pero lo descartaba si se refería a algo “físico”.

Para Calvino, el asunto era cristológico. Rechazaba la idea de la

presencia física y localizada de Cristo en la Cena del Señor,

puesto que cuerpo y sangre pertenecen a Su naturaleza humana

y no a Su naturaleza divina. Para que el cuerpo y la sangre físicos


de Cristo estén presentes en más de un lugar a la vez, Su cuerpo

físico tendría que ser omnipresente. La Cena del Señor se celebra

al mismo tiempo en muchas partes del mundo. ¿Cómo entonces

pueden estar presentes el cuerpo y la sangre de Jesús

simultáneamente en Ginebra, Ciudad de México y Buenos Aires?

Calvino creía que la persona de Cristo puede ser y es

omnipresente. Pero Su omnipresencia está en Su naturaleza

divina, pues la omnipresencia es un atributo divino. Los


reformadores creían que Cristo ya no está presente entre

nosotros en Su forma física (Su cuerpo está en el cielo), pero en


Su divinidad nunca está ausente. El Nuevo Testamento relata la

partida de Jesús, cuando se va de entre nosotros y asciende al


cielo, y no obstante, también declara que Él siempre está con
nosotros hasta el fin del mundo.

Cuando revisamos la doctrina de la incomprensibilidad de


Dios, mencionamos el principio de Calvino finitum non capax

infiniti, “lo finito no puede contener lo infinito”. El término

capax se puede traducir como “captar” o “contener”. Si nos


referimos a la incomprensibilidad de Dios, el término apunta a

“captar”. Si lo aplicamos a la encarnación de Cristo, el término

se refiere a “contener”.

Calvino creía que en la encarnación, la segunda persona de la

Trinidad asumió la naturaleza humana. Su naturaleza divina,


aunque unida a una naturaleza humana, no podía ser contenida

dentro de los límites finitos de la naturaleza humana. El cuerpo

humano de Jesús ocupaba espacio y tenía límites o dimensiones

medibles. No debemos pensar que en la encarnación Dios se

despojó del atributo divino de la omnipresencia. La plenitud del

ser de Dios no estaba contenida dentro de los límites finitos del

cuerpo de Jesús. Eso significaría una mutación radical de la


naturaleza misma de Dios.

La Iglesia Católica Romana ya había debatido el tema de la

“ubicuidad”. El término ubicuidad, sinónimo de omnipresencia,


se deriva del latín ubi (“donde”) y equos (“igual”). Literalmente

significa “igual ubicación”. Parte del debate se centraba en cómo


el cuerpo de Jesús podía estar en más de un lugar a la vez. La
respuesta fue la “comunicación de atributos” (communicatio

idiomata), una doctrina que afirma que en la encarnación


algunos de los atributos divinos le fueron comunicados a la

naturaleza humana de Cristo. Aunque la naturaleza humana en

sí no es omnipresente, se puede hacer omnipresente debido a la


comunicación de este atributo divino.

Tomas de Aquino planteó una idea similar respecto al

conocimiento de Jesús. Tomás lidiaba con la declaración que

hizo Jesús a Sus discípulos respecto al día y la hora de Su

regreso: “Pero en cuanto al día y la hora, nadie lo sabe, ni


siquiera los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino solo el Padre” (Mr

13:32). Jesús afirma que el Padre sabe algo que Él no sabe, el día y

la hora de Su regreso.

Tomás planteaba que Jesús sí sabía el día y la hora porque

como Hijo de Dios poseía el atributo de la omnisciencia. Las dos

naturalezas de Cristo están tan perfectamente unidas que lo que

la naturaleza divina sabe la naturaleza humana lo debe saber

también. La explicación de las palabras de Jesús a Sus discípulos,


según Tomás, es la teoría de la “acomodación”. Jesús se habría

acomodado al decir que no sabía algo que en realidad sí sabía,


porque el conocimiento en cuestión era demasiado alto o

demasiado profundo o demasiado secreto como para que Sus


discípulos lo supieran.

El patente problema con el planteamiento de Tomás es que


Jesús habría dicho algo que no era verdad. Quizás se podría
justificar estirando el principio y diciendo que la verdad debe ser

dicha solo a aquellos que les corresponde escucharla (un

principio que se usó para justificar la mentira para proteger a


personas inocentes en la guerra, como lo hiciera Rahab). Pero no

era necesario que Jesús mintiera para mantener el tema en

secreto. Bastaba con que dijera que no les correspondía saber.

La explicación de Tomás quizás preservaba su concepto de la

encarnación pero dejaba a la iglesia con un serio problema en


cuanto a la integridad de Cristo. Claro está, Tomás no llegó a la

conclusión de que Jesús pecara mintiendo, pero es difícil evitar

esta conclusión si es que Jesús distorsionó la verdad de manera

deliberada.

A diferencia de Tomás, los reformadores no tuvieron

problemas con los límites de Jesús en cuanto a su naturaleza

humana. En ocasiones Jesús (al igual que los profetas) mostraba

conocimiento sobrenatural. Sin duda Él siempre dijo la verdad.


Era infalible pero no omnisciente. La naturaleza divina puede

comunicarle información a la naturaleza humana, y de hecho así


ocurrió, pero no puede comunicarle atributos.

Lo que está en discusión en ambos debates (los límites del


conocimiento de Jesús en relación con Su naturaleza humana, y

Su presencia física limitada) es la cuestión de la encarnación


según como fue formulada en Calcedonia. Calcedonia quiso
evitar cualquier confusión o mezcla de las dos naturalezas que

tuviera como resultado la divinización de la naturaleza humana

o la humanización de la naturaleza divina. Hablar de que el


cuerpo físico de Jesús está presente en más de un lugar a la vez

tiene sabor a herejía monofisita, pues apunta a una especie de

deificación de la naturaleza humana. Hablar de comunicación de

atributos divinos a la naturaleza humana es deificar la

naturaleza humana.

Según Calcedonia, “cada naturaleza conserva sus propios

atributos”. Para Calvino esto significaba que la naturaleza divina

permanecía divina en todo aspecto y la naturaleza humana

permanecía humana en todo aspecto. Ser humano implica estar

limitado en el tiempo y el espacio. Aquellos que adoptan la idea

de la comunicación de atributos de la naturaleza divina hacia la

naturaleza humana sostienen que en el traspaso esta última nada


pierde, sino que algo se le añade. Queda sin responder la

pregunta de cómo es que lo añadido a la naturaleza humana


evita que las dos naturalezas se mezclen o confundan, como

Calcedonia había condenado.

Juan Calvino consideró que la postura de Lutero acerca de la


Cena del Señor era una forma sutil de monofisismo. Los teólogos
luteranos respondieron a esta objeción de Calvino diciendo que

no aceptar la comunicación de atributos significaba caer en el


nestorianismo, la separación y división de las dos naturalezas.

Calvino no tenía ninguna intención de separar las dos

naturalezas de Cristo. No quería separarlas, sino distinguirlas.

Cuando el Nuevo Testamento menciona que Cristo lloró o tuvo

hambre, vemos manifestaciones de la naturaleza humana de

Jesús. Cuando lloró o tuvo hambre, seguía en perfecta unidad

con Su naturaleza divina, pero las lágrimas y el hambre no eran

divinos. Dios no llora ni siente hambre. El Dios-hombre sí lloró,


pero lo hizo en Su humanidad, no es Su divinidad. Asimismo, el

Dios-hombre murió en la cruz, pero Su naturaleza divina no

murió. Si Dios hubiese muerto en la cruz, el universo mismo

habría dejado de existir. Aun cuando Calcedonia rechazó

cualquier separación de las dos naturalezas de Cristo,

ciertamente afirmó la distinción entre ellas. Quizás la diferencia

más importante que debemos hacer es justamente aquella entre


distinción y separación.

En cuanto a la Cena del Señor, Calvino insistía en que Cristo, el

Dios-hombre, efectivamente es ubicuo y está verdadera y


sustancialmente presente, pero está presente en Su naturaleza

divina. Tampoco es que la naturaleza divina rompa su unidad


con la naturaleza humana cuando se hace presente de esta
forma. La naturaleza humana de Cristo ahora está en el cielo.

Sigue estando perfectamente unida a la naturaleza divina.


Aunque la naturaleza humana está restringida a Su presencia

local en el cielo, la naturaleza divina no tiene esa restricción

porque no puede ser contenida por lo finito.

Imagina un vaso con una capacidad de doscientos mililitros.

¿Podría contener un volumen infinito de agua? No, el vaso solo

puede contener doscientos mililitros. Claro está, Cristo no es un

vaso. La plenitud de Dios habita en Él de manera corpórea, pero

esa plenitud de ninguna manera está contenida dentro de la


vasija humana, ni limitada por ella.

Calvino tampoco quiso sugerir que en la Cena del Señor

podamos tener comunión solo con parte de Cristo, con Su

naturaleza divina. Cuando esta naturaleza está presente, la

persona de Cristo está presente. Cuando nos encontramos con

Su naturaleza divina, nos encontramos con Él. Al tener

comunión con Su naturaleza divina, tenemos comunión con la

totalidad de Cristo, porque Su naturaleza divina sigue unida a Su


naturaleza humana. La brecha de espacio es cubierta, no porque

la naturaleza humana se proyecte hacia nosotros, sino porque la


unión de la naturaleza divina con la naturaleza humana permite

que tengamos comunión con Él.

Cristo como Profeta

En el siglo XVII, la Confesión de Fe de Westminster declaraba que


“Agradó a Dios en Su eterno propósito escoger y ordenar al
Señor Jesús, Su unigénito Hijo, para ser el Mediador entre Dios y

el hombre, el Profeta, Sacerdote y Rey, la Cabeza y Salvador de

Su Iglesia, el Heredero de todas las cosas y Juez del mundo: a


Quien, desde toda la eternidad, Dios le dio un pueblo para ser Su

simiente; y para que en el tiempo lo redimiera, llamara,


justificara, santificara y glorificara”.2

En esta breve declaración, los teólogos de Westminster

resumían la función mediadora de Cristo. Tal como Moisés fue el


mediador del Antiguo Pacto, así Jesús es el mediador del Nuevo

Pacto. Un mediador es un intermediario entre dos o más partes.

En nuestra cultura comúnmente pensamos en mediadores

cuando se trata de disputas laborales. Su rol es terminar el

conflicto, lograr paz cuando hay algún tipo de desacuerdo. En

una palabra, la principal tarea del mediador es lograr la

reconciliación cuando ha habido desacuerdo.

El drama bíblico de la redención se enfoca en la reconciliación,


en ponerle fin a la separación entre Dios y Su pueblo. El estado

natural de la humanidad caída es enemistad con Dios. Nuestra


rebeldía en contra de Su gobierno divino nos coloca en oposición

a Dios. Con eso provocamos Su ira, y Su juicio se manifiesta en


nuestra contra. Necesitamos desesperadamente ser
reconciliados. A Dios el Padre le plació tomar la iniciativa para

terminar este peligroso alejamiento y para eso designó a Cristo


como nuestro Mediador.

Aunque afirmamos que Moisés fue el mediador del Antiguo

Pacto, su obra mediadora no traía una reconciliación definitiva.

Su principal rol mediador, como vocero de Dios, fue entregar la

ley al pueblo de Dios cuando Él los constituye como nación en el

Sinaí.

De hecho, Moisés no fue el único mediador de este pacto. Otros

cumplieron ese rol en un grado menor. Existían tres oficios

mediadores: el oficio de profeta, el oficio de sacerdote y el oficio

de rey. Aquellos que desempeñaban estos roles eran ungidos por

Dios para dichas funciones.

El concepto de “unción” va adquiriendo mayor relevancia en la

historia bíblica en tanto que el Antiguo Testamento prevé a


aquel que sería el supremo “Ungido”. El título Cristo quiere decir

“el que es ungido”.

Aquellos que ocupaban estos oficios de profeta, sacerdote y rey


eran intermediarios. Dios los elegía para ser representantes. El
profeta representaba a Dios, hablaba al pueblo de parte de Dios,

como mediador de la palabra hacia el pueblo. El sacerdote


representaba al pueblo y hablaba a Dios de parte del pueblo.

(Muchas liturgias le asignan al ministro una combinación del rol


profético y del sacerdotal. Cuando lee las Escrituras y predica un

sermón cumple un rol profético. Cuando ora por la gente,


desempeña un rol sacerdotal).

El oficio del rey también era mediador. El rey no era autónomo

ni soberano absoluto. Debía representar el gobierno de Dios

hacia el pueblo. El rey de Israel estaba bajo la ley de Dios. Debía

rendir cuentas a Dios por su conducta como rey. Los frecuentes

conflictos en el Antiguo Testamento entre profetas y reyes se

debían a la corrupción de los reyes que querían deshacerse de las

limitaciones que les imponía la ley. Los profetas traían mensajes


de parte de Dios a esos reyes para llamarlos a arrepentirse y

someterse al Rey supremo.

Juan Calvino desarrolló la doctrina reformada del triple oficio

de Cristo al que más tarde haría referencia la Confesión de Fe de

Westminster. Este triple oficio (munus triplex) apunta a que los

roles del Antiguo Testamento de profeta, sacerdote y rey se

consolidan en la persona de Cristo. En Cristo, el oficio de profeta

alcanza su zenit. Cristo sobrepasa a cualquier profeta que haya


venido antes de Él. Cristo es tanto el sujeto como el objeto de la

profecía bíblica. Para los profetas del Antiguo Testamento, el


principal tema era la venida de Cristo. Ellos anunciaron Su

nacimiento, ministerio y muerte expiatoria. Esperaban


expectantes al Mesías que sería el rey ungido por Dios y el
Salvador de Su pueblo.

Jesús también cumplió el rol de profeta. En Su bautismo, Jesús


fue ungido por el Espíritu Santo. Luego Dios anunció desde el

cielo que Jesús era Su Hijo amado y que el pueblo debía escuchar

Su voz. Él habló la palabra profética de Dios, declarando que no


decía nada por Su cuenta, sino únicamente lo que el Padre le

había enviado a decir.

Jesús usó frecuentemente las fórmulas que usaban los profetas

del Antiguo Testamento para entregar Su mensaje. Por ejemplo,

oráculos proféticos, que eran pronunciamientos divinos de


bendición o maldición. Cuando Jesús acusa a los escribas,

normalmente comienza con las palabras “Ay de ustedes”.

Cuando pronunciaba el favor y la misericordia de Dios usaba las

palabras “bienaventurados son”, como en el Sermón del Monte.

Los “ayes” y “bienaventuranzas” de Jesús apuntaban a los

oráculos de los profetas del Antiguo Testamento.

El primer sermón de Jesús que se registra (Lc 4:18-21),

anunciado en una sinagoga, se basó en un texto profético. Jesús


leyó Isaías 61:1-2, luego comenzó Su sermón: “Hoy se cumple esta

Escritura en presencia de ustedes”. Jesús también realizó


predicciones proféticas, como el anuncio de la destrucción de

Jerusalén (Mt 24:1-28).

Si analizáramos el contenido de las declaraciones proféticas de

Jesús, veríamos que gran parte de este concierne a Jesús mismo.


El tema principal y central de Su enseñanza profética era, no
obstante, la inminencia del reino de Dios. La mayoría de sus

parábolas se enfocan en este tema. Al comienzo de Su ministerio

terrenal, Jesús hace eco de la predicación de Juan el Bautista


respecto a la venida del reino, el cual requería una nueva clase de

arrepentimiento. El largamente esperado y anunciado reino

ahora estaba cerca y la gente no estaba preparada; era un pueblo

impuro.

El ministerio de Juan el bautista causó escándalo porque no


llamaba meramente a los gentiles, sino a los israelitas a que se

bautizaran, con lo cual indicaba que Israel también era un

pueblo impuro. Juan llamaba al pueblo a prepararse para la

venida de su rey. Su función era la del heraldo de ese Rey y

anunció su llegada con el agnus Dei: “¡Aquí tienen al Cordero de

Dios, que quita el pecado del mundo!” (Jn 1:29).

Cristo como Sacerdote

Junto con cumplir Su función de profeta, Cristo también


cumplió el oficio veterotestamentario de sacerdote. Aquí

también Jesús era el sujeto y el objeto del ministerio sacerdotal.


El trabajo del sacerdote en el Antiguo Testamento se centraba

mayormente en dos funciones: ofrecer sacrificios y oraciones en


nombre del pueblo. Jesús asume ambas tareas y las lleva a su
cúspide. Como el gran Sumo Sacerdote, Jesús ofrece un

sacrificio tan eficaz que se presenta una vez para siempre. No


debe repetirse. No necesita repetirse porque es perfecto en

cuanto a su eficacia. Repetirlo sería arrojar una sombra negativa

sobre su valor.

Cuando decimos que Jesús es el sujeto del sacerdocio queremos

decir que activamente ofreció sacrificio por los pecados de Su

pueblo. Jesús ofreció el sacrificio supremo en nuestro lugar. El

Nuevo Testamento subraya la importancia de entender que

Jesús hiciera este sacrificio de forma voluntaria. Aunque fue


ejecutado por las autoridades, estas no tenían poder sobre Él

excepto el que Él quisiera darles. Jesús subrayó que nadie podía

quitarle la vida, sino que Él la entregaba por sus ovejas.

Jesús es también el objeto de Su obra sacerdotal. La ofrenda

que ofreció no fue un toro o una cabra, sino Él mismo. Los

sacrificios animales del Antiguo Testamento no tenían valor

intrínseco para lograr la expiación. No eran más que sombras o

símbolos representando el sacrificio final que sería ofrecido por


Cristo. Solo Su sangre y nada más que Su sangre, no la sangre de

toros o cabras, podía satisfacer las demandas de la justicia de


Dios. El suyo fue el sacrificio perfecto, el sacrificio del cordero

sin mancha. En Su condición sin pecado Jesús cumplió los


requisitos que Dios exigía para la propiciación.

Jesús no ofreció Su sacrificio en el templo. Su sangre no fue


rociada sobre el propiciatorio terrenal. No entró al Lugar
Santísimo en Jerusalén. Por el contrario, fue ejecutado fuera de

la ciudad, más allá de los límites del templo herodiano. Sin

embargo, entregó Su ofrenda coram Deo, “ante el rostro de Dios”,


y fue recibido en el santuario celestial. Él roció Su sangre en la

cruz, pero el sacrificio de sangre fue recibido en el Lugar

Santísimo celestial y allí fue aceptado como perfecta expiación

por el pecado.

El hecho de que Jesús cumpliera el rol de sumo sacerdote fue


algo que desconcertó a los judíos del primer siglo. Ellos

concebían al sumo sacerdote estrictamente en términos del

Antiguo Testamento, el sacerdocio levítico. Dado que Jesús no

era de la tribu de Leví, ¿cómo podía estar calificado para el rol de

sumo sacerdote? Para responder esta pregunta, el autor de

Hebreos apela a un Salmo: “El Señor ha jurado y no cambiará de

parecer: ‘Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de


Melquisedec’” (Sal 110:4).

El autor de Hebreos recuerda el episodio donde Abraham se

encuentra con Melquisedec, el enigmático personaje que es


identificado como sacerdote de Salén. El nombre Melquisedec

significa “rey de justicia” y Salén se deriva de la palabra hebrea


que quiere decir “paz”. Melquisedec recibe los diezmos de
Abraham y pronuncia una bendición sobre el patriarca.

El autor de Hebreos plantea que, según la costumbre judía, el


menor es bendecido por el mayor y el mayor recibe los diezmos

del menor. Esto quiere decir que Melquisedec es mayor que

Abraham. Luego el autor nos recuerda que Abraham fue el padre


de Isaac, quien fue el padre de Jacob, quien fue el padre de Leví.

Nuevamente, en términos judíos el padre es “mayor” que el hijo,

lo que hace a Abraham más grande que su bisnieto Leví. Si

Melquisedec es más grande que Abraham, eso implica que

Melquisedec es más grande que Leví. Todo esto demuestra que el

Antiguo Testamento tenía dos sacerdocios y el mayor de ellos era

el de Melquisedec. Cuando Dios designó a Jesús como Sumo

Sacerdote, lo hizo sacerdote, no según la orden de Leví, sino


según la orden de Melquisedec, como había profetizado el

salmista.

Al cumplir Su oficio sacerdotal, Jesús no solo ofreció el

supremo sacrificio expiatorio por el pecado, sino que además


intercede por Su pueblo. En el Nuevo Testamento podemos

apreciar un extraño contraste entre la suerte de Judas y la de


Pedro. Ambos eran discípulos de Cristo. Ambos lo traicionaron

la noche previa a Su muerte y Jesús había predicho ambos actos


de traición. Al anunciar la traición de Judas, Jesús simplemente

le dijo “Lo que tengas que hacer, hazlo pronto” (Jn 13:27).
Cuando predijo que Pedro lo negaría, le dijo a Pedro: “Pero Yo he

orado por ti, para que no falle tu fe. Y tú, cuando te hayas vuelto
a Mí, fortalece a tus hermanos” (Lc 22:32). No había duda del
futuro arrepentimiento y restauración de Pedro. Esto había sido

asegurado por la oración intercesora de Jesús hacia Pedro. Judas

no recibe el mismo beneficio. En Su oración sumo sacerdotal


Jesús dijo: “Mientras estaba con ellos, los protegía y los

preservaba mediante el nombre que me diste, y ninguno se

perdió sino aquel que nació para perderse, a fin de que se

cumpliera la Escritura” (Jn 17:12). El que nació para perderse (o

“hijo de perdición”) claramente se refiere a Judas.

El autor de Hebreos cita el ministerio sacerdotal de intercesión

de Jesús: “Por lo tanto, ya que en Jesús, el Hijo de Dios, tenemos

un gran sumo sacerdote que ha atravesado los cielos,

aferrémonos a la fe que profesamos. Porque no tenemos un

sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras

debilidades, sino uno que ha sido tentado en todo de la misma

manera que nosotros, aunque sin pecado. Así que acerquémonos


confiadamente al trono de la gracia para recibir misericordia y

hallar la gracia que nos ayude en el momento que más la


necesitemos” (Heb 4:14-16). El ministerio sacerdotal de Cristo no

solo incluía Su ofrenda de Sí mismo como perfecto sacrificio por


nuestros pecados y como perfecta expiación para satisfacer la

justicia divina, sino que también incluye sus oraciones:

Tampoco Cristo se glorificó a Sí mismo haciéndose sumo sacerdote, sino que Dios
le dijo: “Tú eres Mi hijo; hoy mismo te he engendrado”. Y en otro pasaje dice: “Tú

eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec”. En los días de Su


vida mortal, Jesús ofreció oraciones y súplicas con fuerte clamor y lágrimas al
que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por Su reverente sumisión.

Aunque era Hijo, mediante el sufrimiento aprendió a obedecer; y consumada Su


perfección, llegó a ser autor de salvación eterna para todos los que le obedecen, y

Dios lo nombró sumo sacerdote según el orden de Melquisedec.

Hebreos 5:5-10

La obra intercesora de Cristo no terminó con Su ministerio

terrenal, sino que continúa perpetuamente en el cielo. Cuando

ascendió, Jesús fue elevado al rol de Rey ubicado a la diestra del

Padre, y en Su lugar a la diestra del Padre Jesús continúa

intercediendo por nosotros diariamente.

Cristo como Rey

En cuanto rey, Cristo cumple las profecías del Antiguo

Testamento acerca del reinado eterno de David y su simiente. En

Cristo, el pabellón caído de David es restaurado. En la teología

reformada, el reino de Dios no es algo pospuesto para el futuro.


Aunque el reino aún no ha sido consumado, ya ha sido

inaugurado y es una realidad presente. Ahora es invisible para el


mundo. Pero Cristo ya ascendió, ya ha sido coronado e investido.

En este preciso momento reina como Rey de reyes y Señor de


Señores.

Jesús está en Su trono a la diestra del Padre y ha recibido toda


autoridad y poder en el cielo y en la tierra. Que Cristo ocupe el

asiento supremo de autoridad cósmica es una profunda realidad


política. Los reyes de este mundo y todos los gobiernos seculares

pueden ignorar esta realidad pero no la pueden cambiar. El

universo no es una democracia, sino una monarquía en la que


Dios mismo designó a Su amado Hijo como Rey supremo. Jesús

no gobierna producto de un referendo, sino por derecho divino.

En el futuro, toda rodilla se doblará ante Él, de buena gana o de

mala gana. Aquellos que rehúsen hacerlo sufrirán la fractura de

sus rodillas con vara de hierro.

En el presente, el reinado de Cristo es invisible. Los cristianos

somos un poco como Robin Hood y sus alegres compañeros del

bosque de Sherwood. Robin y su compañía habían sido alienados

por el Príncipe Juan. Pero Juan era un usurpador. El trono le

pertenecía a Ricardo Corazón de León, quien se encontraba fuera

del reino en una cruzada espiritual. No queremos forzar la

analogía ni queremos identificar la condición de la iglesia en este


mundo con un mito o una leyenda.

Nuestro rey no está presente en Su dominio en forma visible,

pero Su reino es real. Ningún usurpador se lo puede quitar de las


manos. Vivimos en este mundo como marginados, pero debemos

permanecer leales a nuestro rey, quien se encuentra en un país


lejano. Esperamos Su retorno en gloria, tratando de mostrar su
realidad en su ausencia. Nuestra misión es dar testimonio de su

reino, pues esa fue Su instrucción momentos antes de partir.


Juan Calvino planteaba que la tarea de la iglesia es hacer que el

reino invisible de Cristo se haga visible. La esencia del ministerio

del testimonio es hacer evidente lo que está oculto a los ojos de


los hombres. Nuestro Rey es también Profeta y Sacerdote y así

cumple de forma perfecta el rol de mediador del Nuevo Pacto

que fue sellado con Su sangre.


L
a teología reformada ha recibido el apodo de “Teología del
Pacto”, lo que la distingue del dispensacionalismo. La

teología dispensacionalista originalmente sostenía que la clave

para la interpretación bíblica es “dividir correctamente” la

Biblia en siete dispensaciones, definidas en la Biblia de Referencia

Scofield1 original. Se trataría de siete períodos de prueba

específicos. El dispensacionalismo buscó una llave que abriera

una estructura apropiada de interpretación.


Tabla 5.1
La quinta piedra fundacional

1 Dios en el centro

2 Basada solo en la Palabra de Dios

3 Comprometida con la sola fe

4 Comprometida con Jesús

5 Estructurada en torno a tres pactos

Cada documento escrito tiene una estructura o formato que

define cómo se organiza. Los párrafos tienen temas y los

capítulos tienen puntos focales. La teología reformada considera

que la estructura primaria de la revelación bíblica es la del pacto.

Esta es la estructura con la que se desarrolla toda la historia de la

redención.

A mediados del siglo XX, George Mendenhall, de la

Universidad de Michigan, publicó una pequeña monografía


titulada Law and Covenant in Israel and the Ancient Near East [Ley y

pacto en Israel y en el Antiguo Oriente Cercano]. En ella,


Meldenhall escribió acerca del sorprendente descubrimiento
arqueológico de documentos de la antigua nación Hitita. Estos

documentos contienen tratados que regulan la relación entre


ciertos reyes (suzerain, señores) y sus vasallos. Estos “tratados

señoriales” mostraban un formato que Meldenhall encontró en


documentos de otras naciones del Medio Oriente, incluidas las

Escrituras de Israel.2 Posteriormente, Meredith G. Kline hizo un

análisis exhaustivo del formato de estos tratados en dos libros,


Treaty of the Great King [Tratado del Gran Rey] y By Oath Consigned

[Asignado por juramento].3

Uno de estos antiguos tratados de pacto comenzaba con un preámbulo seguido de

un prólogo histórico. Luego se enumeraban los términos o estipulaciones,


incluyendo las sanciones. El tratado se sellaba con los respectivos votos y se
ratificaba con un rito “cortante”. Se depositaban copias del tratado en un lugar
seguro y público, y periódicamente se renovaba y actualizaba el tratado. Le
daremos un breve vistazo a la forma en que esta estructura se manifiesta en el

Antiguo Testamento.

Preámbulo

Al igual que la constitución de las naciones modernas, el antiguo

tratado de pacto comienza con un preámbulo. El preámbulo


identifica al soberano del tratado. Al entregar el Decálogo a

Israel, Dios dijo “Yo soy el Señor tu Dios…” (Éx 20:2). Dios se
identifica a Sí mismo usando el nombre sagrado que le había

revelado a Moisés desde el arbusto ardiente en el desierto: “Yo


soy el que soy —respondió Dios a Moisés—. Y esto es lo que
tienes que decirles a los israelitas: ‘Yo Soy me ha enviado a

ustedes’. Además, Dios le dijo a Moisés: —Diles esto a los


israelitas: ‘El Señor, el Dios de sus antepasados, el Dios de

Abraham, de Isaac y de Jacob, me ha enviado a ustedes’. Este es


Mi nombre eterno; este es Mi nombre por todas las
generaciones” (Éx 3:14-15).

El nombre sagrado, Yahweh en Hebreo, aparece aquí por

primera vez y opera como el nombre de Dios para el pacto. Él es

el mismo Dios que se apareció ante Abraham, Isaac y Jacob e

hizo un pacto con ellos:

En otra ocasión, Dios habló con Moisés y le dijo: “Yo soy el Señor. Me aparecí a
Abraham, a Isaac y a Jacob bajo el nombre de Dios Todopoderoso, pero no les

revelé Mi verdadero nombre, que es el Señor. También con ellos confirmé Mi


pacto de darles la tierra de Canaán, donde residieron como forasteros. He oído
además el gemir de los israelitas, a quienes los egipcios han esclavizado, y he
recordado Mi pacto”.

Éxodo 6:2-5

Prólogo histórico

Después de que el suzerain o señor se presentaba en el preámbulo

de un tratado hitita, se proseguía a presentar un resumen de la

historia de la relación entre él y su vasallo. En ese resumen se


repasaban los beneficios que concedía el suzerain. Del mismo

modo, en el Antiguo Testamento, cuando Dios promulga Su


pacto con el pueblo o cada vez que se renueva el pacto, hace

mención de sus obras previas entre ellos. En Sinaí, Dios dijo: “Yo
soy el Señor tu Dios. Yo te saqué de Egipto, del país donde eras
esclavo” (Éx 20:2).

Se debe poner atención en dos cosas en este preámbulo y en el

prólogo a los pactos que Dios hizo con Su pueblo. Primero, Dios
tiene un nombre. Es un ser personal, no es una fuerza abstracta

ni un poder superior amorfo. No solo es un ser supremo, sino

que también es un ser personal que inicia una relación personal


con Su pueblo.

En segundo lugar, actúa en beneficio de Su pueblo. Él es “el

Dios que…”. En Sinaí se presenta como el Dios que liberó a Israel

de la esclavitud con el acto portentoso del éxodo de Egipto. El

Dios del pacto actúa en la historia y tiene una historia de


relación con Su pueblo. No es un ídolo sordo y mudo, sino que el

mismísimo Señor de la creación, y Él interviene en la historia

humana con Su historia redentora.

Condiciones y sanciones

Las estipulaciones de los tratados señoriales antiguos explicaban

los términos del acuerdo entre el rey y sus vasallos. Hoy en día,
en los contratos laborales se especifican las responsabilidades del

empleado junto con los beneficios y compensaciones que debe


entregar el empleador. Tanto el empleador como el empleado

deben cumplir sus obligaciones. El señor o rey hitita prometía


usar su ejército para proteger a sus vasallos y el vasallo por su

parte acordaba pagar tributos en dinero.

En el Antiguo Testamento, las condiciones son las leyes que

Dios le entrega a Su pueblo. El Decálogo, por ejemplo, contiene


las estipulaciones del pacto hecho en Sinaí. Es importante que el
cristiano entienda que el contexto de la ley de Dios es el pacto. La

ley no es una lista abstracta de reglas morales. Su ley llega a

nosotros en el contexto de un pacto de gracia que el Dios de


gracia hace con nosotros. Su pueblo debe obedecer la ley porque

es lo que define una relación personal entre Dios y el pueblo.

Esto es el anticipo de las palabras de Jesús a sus discípulos: “Si


ustedes me aman, obedecerán mis mandamientos” (Jn 14:15). El

pacto de Dios con nosotros tiene su raíz en Su amor. Nosotros a

su vez mostramos nuestro amor hacia Él al obedecer las

condiciones y las leyes de Su pacto. Al estudiar la ley debemos

verlo a Él como el autor y obedecerla por nuestro compromiso

personal hacia Él.

Los tratados del Antiguo Medio Oriente contenían

estipulaciones de dos clases: incluían promesas de beneficios

para los que cumplían las estipulaciones del tratado y


prescribían penas para los que las violaran. Las sanciones de los

pactos del Antiguo Testamento se expresaron como bendiciones


y maldiciones, tal como vemos en Deuteronomio:

Si realmente escuchas al Señor tu Dios, y cumples fielmente todos estos


mandamientos que hoy te ordeno, el Señor tu Dios te pondrá por encima de todas
las naciones de la tierra. Si obedeces al Señor tu Dios, todas estas bendiciones
vendrán sobre ti y te acompañarán siempre: “Bendito serás en la ciudad y en el
campo. Benditos serán el fruto de tu vientre, tus cosechas, las crías de tu ganado,
los terneritos de tus manadas y los corderitos de tus rebaños. Benditas serán tu

canasta y tu mesa de amasar. Bendito serás en el hogar y en el camino. El Señor te


concederá la victoria sobre tus enemigos. Avanzarán contra ti en perfecta
formación, pero huirán en desbandada. El Señor bendecirá tus graneros, y todo el

trabajo de tus manos. El Señor tu Dios te bendecirá en la tierra que te ha dado”.

Deuteronomio 28:1-8

En contraste con las bendiciones prometidas por la obediencia,

se prometían maldiciones si desobedecían:

Pero debes saber que, si no obedeces al Señor tu Dios ni cumples fielmente todos
sus mandamientos y preceptos que hoy te ordeno, vendrán sobre ti y te
alcanzarán todas estas maldiciones: “Maldito serás en la ciudad y en el campo.
Malditas serán tu canasta y tu mesa de amasar. Malditos serán el fruto de tu

vientre, tus cosechas, los terneritos de tus manadas y los corderitos de tus
rebaños. Maldito serás en el hogar y en el camino. El Señor enviará contra ti
maldición, confusión y fracaso en toda la obra de tus manos, hasta que en un
abrir y cerrar de ojos quedes arruinado y exterminado por tu mala conducta y por
haberme abandonado”.

Deuteronomio 28:15-20

Juramentos y votos

Los tratados del mundo antiguo se promulgaban haciendo votos


y juramentos. Vemos algo parecido cuando hay una ceremonia

de bodas que incluye promesas y se sella con votos sagrados.


Esos votos son presenciados por testigos y personas de

autoridad, como la familia, amigos y la autoridad civil. Antes


que todo, sin embargo, estos votos son hechos ante Dios mismo

como testigo. Los testigos son necesarios para que los votos sean
públicos, no meramente privados, y para cumplir con el solemne

ritual del pacto del matrimonio. En los pactos bíblicos, los votos
son de especial importancia. Deben hacerse ante Dios como

testigo. Jurar por algo menor que Dios mismo es algo prohibido

y se considera un acto de idolatría. La Confesión de Fe de


Westminster considera los votos sagrados como algo tan

importante para la verdadera fe que dedica un capítulo entero a

este tema. La confesión dice:

Un juramento lícito es parte de la adoración religiosa. Por medio del él, una

persona, en una ocasión justa, al jurar solemnemente, invoca a Dios como testigo
de lo que afirma o promete; y para que le juzgue según la verdad o falsedad de lo
que jura. Las personas deben jurar únicamente por el nombre de Dios, el cual
debe ser usado con toda reverencia y santo temor. Por lo tanto, jurar en vano o
precipitadamente por este nombre glorioso y terrible, o jurar en alguna manera
por cualquier otra cosa, es pecaminoso y debe ser detestado.4

El mandamiento que prohíbe tomar el nombre de Dios en vano

apunta principalmente al hecho de hacer votos falsos y frívolos


en Su nombre. Del mismo modo, jurar por cualquier otra cosa es

abominable porque en el fondo es una sutil idolatría. Jurar por


la tumba de la madre, por ejemplo, es atribuirle propiedades

divinas a aquel lugar. La tumba no tiene oídos ni ojos para


presenciar el voto y no tiene capacidad alguna de traer juicio
contra los que no cumplen. Jurar por Dios es invitarlo a ser

testigo de la promesa y a ejercer Su juicio sobre todos los que


quebrantan el voto.

La Escritura toma el juramento de votos muy en serio porque

toma los pactos muy en serio. La base misma de nuestra relación


con Dios es un pacto. La principal diferencia moral entre Dios y

nosotros es que nosotros somos transgresores del pacto mientras

que Dios es fiel a Su pacto. Vivimos con esperanza y confianza


porque Dios nos ha hecho promesas que ha sellado con Su propio

voto.

Esto lo vemos con gran claridad en el pacto que Dios hace con

Abraham: “Cuando el sol se puso y cayó la noche, aparecieron

una hornilla humeante y una antorcha encendida, las cuales


pasaban entre los animales descuartizados. En aquel día el Señor

hizo un pacto con Abram. Le dijo: ‘A tus descendientes les daré

esta tierra, desde el río de Egipto hasta el gran río, el Éufrates’”

(Gn 15:17-18).

Este extraño texto relata un momento crucial en la historia

redentora. Luego de que Dios le ha prometido bendiciones,

Abraham pregunta: “¿Cómo sabré que voy a poseerla?”(Gn 15:8).

Abraham ya le creía a Dios, pero le pregunta buscando certeza.


Dios le indica que corte varios animales y ubique los trozos en el

suelo. Luego hace caer a Abraham en profundo sueño y aparece


algo como un horno humeante y como una antorcha ardiente

que se mueve entre los trozos de los animales. ¿Qué significa


esto?

Con este ritual Dios mismo hace un juramento. Se aparece por


la teofanía de los objetos ardientes que se pasean entre los trozos
de los animales. El simbolismo es claro: si Dios no cumple Su

promesa, será partido como los animales. Dios está diciendo: “Si

dejo de cumplir la promesa que te hice, entonces que Mi ser


inmutable sufra mutación, que Mi gloria eterna y Mi divinidad

se destruyan”. Dios jura por lo más alto que hay: Él mismo. Este

suceso de Génesis se menciona en Hebreos:

Cuando Dios hizo su promesa a Abraham, como no tenía a nadie superior por

quien jurar, juró por sí mismo, y dijo: “Te bendeciré en gran manera y
multiplicaré tu descendencia”. Y así, después de esperar con paciencia, Abraham
recibió lo que se le había prometido. Los seres humanos juran por alguien
superior a ellos mismos, y el juramento, al confirmar lo que se ha dicho, pone
punto final a toda discusión. Por eso Dios, queriendo demostrar claramente a los
herederos de la promesa que Su propósito es inmutable, la confirmó con un

juramento. Lo hizo así para que, mediante la promesa y el juramento, que son dos
realidades inmutables en las cuales es imposible que Dios mienta, tengamos un
estímulo poderoso los que, buscando refugio, nos aferramos a la esperanza que
está delante de nosotros. Tenemos como firme y segura ancla del alma una
esperanza que penetra hasta detrás de la cortina del santuario, hasta donde Jesús,
el precursor, entró por nosotros, llegando a ser sumo sacerdote para siempre,
según el orden de Melquisedec.

Hebreos 6:13-20

Ratificación y seguridad

En el mundo antiguo, una vez hechos los juramentos, se


ratificaba el pacto con un rito de corte. El drama de Génesis 15

incluye este rito precisamente. La circuncisión que sirvió para


ratificar el pacto entre Dios y Abraham es otro ejemplo. La
circuncisión consistía en cortar parte del prepucio del varón.

Esto apuntaba a estipulaciones positivas y negativas.

Simbolizaba la bendición de Abraham y sus descendientes al ser


consagrados, separados de la mayoría de la humanidad caída

para ser el pueblo escogido de Dios. La circuncisión también era

una representación viva de la consecuencia de romper el pacto.

El judío decía: “Si dejo de cumplir mi juramento del pacto, que

yo sea separado de las bendiciones de Dios así como mi prepucio

ha sido separado de mi cuerpo”.

El rito último de ratificación de un pacto fue la ratificación del

Nuevo Pacto con la sangre de Cristo. Jesús instituyó este pacto

en el aposento alto durante la Última Cena, luego lo ratificó al

día siguiente derramando Su sangre en la cruz.

Tal como se depositaban copias de un tratado señorial hitita en

un lugar público para su preservación, Dios instruyó a Israel que

colocara las tablas de piedra en el propiciatorio, que primero se


encontraba en el tabernáculo y posteriormente en el templo. El

arca del pacto, donde se guardaban las tablas de la ley, también


se llamaba el arca del testimonio: “Coloca el propiciatorio

encima del arca, y pon dentro de ella la ley que voy a entregarte.
Yo me reuniré allí contigo en medio de los dos querubines que
están sobre el arca del pacto. Desde la parte superior del

propiciatorio te daré todas las instrucciones que habrás de


comunicarles a los israelitas” (Éx 25:21-22).

Cada cierto tiempo, Dios renovaba el pacto con Israel, como

ocurre en Moab tras la muerte Moisés, y en Siquén, con la

muerte de Josué. En estas ocasiones, se actualizaba el prólogo

histórico, repasando recientes actos redentores de Dios a favor

de Su pueblo.

Tabla 5.2

La estructura de los pactos

de la antigüedad
1 Preámbulo
2 Prólogo histórico
3 Estipulaciones
4 Sanciones
5 Votos
6 Ratificación

Pacto de redención

El primer pacto que se considera en el campo de la teología


reformada no incluye directamente a los seres humanos, pero es

de suma importancia, no obstante. El pacto de redención

involucra a las partes que trabajan juntas para lograr la


redención del ser humano: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Este pacto tiene su raíz en la eternidad. El plan de redención de

Dios no fue una ocurrencia tardía para reparar una creación

descarriada. Dada la eterna omnisciencia de Dios, no existe un

“plan B”. Dios pensó en Su plan de redención antes de la

creación y antes de la caída, aunque concibió el plan a la luz de la

caída del hombre y diseñó el modo de redimirlo de esa caída.

El pacto de redención demuestra la armonía dentro de la

Trinidad. Contrario a las teorías que buscan contraponer a las


personas de la Trinidad, el pacto de redención enfatiza el total

acuerdo entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo en el plan de


salvación. Este pacto define los roles de las personas de la

Trinidad en la redención. El Padre envía al Hijo y al Espíritu


Santo. El Hijo entra al escenario de este mundo por medio de la
encarnación voluntariamente. Él no es un Redentor reacio. El

Espíritu Santo aplica en nosotros la obra de Cristo para nuestra


salvación. El Espíritu no se irrita por las órdenes del Padre. El

Padre se complace en enviar al Hijo y al Espíritu a este mundo y

ellos se complacen en llevar a cabo sus respectivas misiones.

Juan 3:16 declara que Dios amó tanto al mundo que envió a Su

único Hijo al mundo. La iniciativa de la redención le pertenece al

Padre. El Hijo voluntariamente se subordina para ser enviado. Se

deleita haciendo la voluntad del Padre. Durante Su ministerio

terrenal, Jesús habló a menudo de Su disposición para cumplir


los propósitos de Su Padre. Dijo que hacer la voluntad de Su

Padre era Su “alimento” (Jn 4:34), y a Cristo le consume el celo

por la casa de Su Padre (Jn 2:17). Le prometió a los discípulos que

heredarían el reino que el Padre había preparado para ellos

desde el principio (Mt 25:34).

Todo esto señala hacia atrás, a la eternidad, a la unidad de

propósito de los tres miembros de la Trinidad. Tal como la obra

de creación fue un acto trinitario, así también la obra redentora


es trinitaria: el Padre envía al Hijo y al Espíritu, el Hijo cumple la

obra mediadora de la redención, en nuestro lugar, y el Espíritu


Santo aplica en nosotros la obra de Cristo. Todas estas acciones

son necesarias para cumplir los términos de la redención,


acordados desde la eternidad.

Pacto de Obras

El primer pacto que Dios hizo con la humanidad fue un pacto de


obras. Este pacto, según la Confesión de Fe de Westminster, “… fue

un pacto de obras, en el cual se le prometió la vida a Adán y en

él, a su posteridad, bajo la condición de obediencia perfecta y


personal”.5 Es importante destacar que este primer pacto lleva

una “condición”. La condición es perfecta obediencia personal.

Esta es la condición de las obras y esta es la principal cláusula del


pacto. Promete vida como recompensa por la obediencia,

cumpliendo la condición del pacto.

La cláusula de obediencia indica claramente que este pacto no

es incondicional. Dios no ha dado una promesa general de que

todos los hombres disfrutarán de felicidad eterna, sin importar

cómo respondan a la ley. La Ley se entrega desde el comienzo y

la obediencia requerida es la cláusula que hay que cumplir para

tener la bendición del pacto.

La Confesión de Fe de Westminster asevera que la observancia

que exige este pacto debe ser personal y perfecta. Queda excluida
la idea de que la obediencia pueda ser parcial o imperfecta. El

hombre está creado a la imagen de Dios y recibe la capacidad y el


deber de reflejar el carácter santo de Dios. No hay lugar para la

más mínima transgresión.

En Edén, el castigo por violar los términos del pacto fue la

muerte. Este castigo no se limitaba a la muerte espiritual, ni se


dilataría la ejecución del castigo. La muerte debía imponerse el
mismo día que ocurriera la transgresión. El hecho de que Adán y

Eva no hayan muerto físicamente el día de su primer pecado ya

nos muestra la misericordia y la gracia de Dios.

Más tarde, en la historia del Antiguo Testamento, Dios define

una lista de pecados que requieren la pena capital. Desde la

perspectiva del Nuevo Testamento, este código de justicia puede

parecer severo, pues exige castigos inusuales y crueles. A la luz

del pacto de obras, sin embargo, el código penal del Antiguo


Testamento es bastante misericordioso. Originalmente, todo

pecado era una ofensa capital. Cada pecado es un acto de traición

cósmica que afrenta el derecho de Dios de gobernar e insulta Su

gloria y perfección. El mandato original es claro: “El alma que

peque, morirá”.

Puesto que vivimos en un mundo caído donde el pecado es

universal, olvidamos fácilmente las condiciones originales que

nos entregó el Creador. Lanzamos frases como “nadie es


perfecto” y “todos tienen derecho a equivocarse”. Esta última es

la máxima expresión de exigencia de derechos ficticios. Dios


nunca le ha dado al hombre el derecho a pecar. Aun si Dios le

hubiese dado a cada uno un segundo intento espiritual o moral,


ya lo habríamos agotado hace tiempo. Tampoco debemos tomar
el pecado tan livianamente que lo consideremos un mero

“error”. Es moralmente repugnante para Dios, un acto de


indecible arrogancia que cualquier mortal se sitúe en oposición a

la voluntad soberana de Dios.

Cuando la Confesión de Fe de Westminster dice que nuestra

obediencia debe ser personal, no está haciendo una diferencia

entre personal e impersonal. Lo impersonal no tiene capacidad

para la obediencia moral. Un ser moral es por definición un ser

personal, con la capacidad de actuar volitivamente. Las rocas y

los troncos no quebrantan el pacto de Dios porque no son seres


personales.

La obediencia personal se refiere a la obediencia individual. El

pacto de obras no permite la obediencia vicaria o, dicho de otro

modo, la obediencia a la ley de Dios de una persona en nombre

de otro. Ese aspecto se incorpora en el pacto de gracia, donde la

obediencia vicaria está en el centro mismo.

Los nombres de los dos pactos, uno de obras y otro de gracia,


puede llevar a error. Los nombres pueden dar la idea de que el

pacto original carece de gracia. El hecho de que Dios nos haya


creado y dado el don de la vida ya es un acto de gracia. Dios no
tenía ninguna obligación de crear a nadie. Una vez creados, no

tenemos derecho a exigirle a Dios que haga un pacto con


nosotros. La promesa de Dios de dar vida con la condición de que

seamos obedientes tiene su origen en Su gracia. Aun en el pacto


de obras, la recompensa prometida por la obediencia es de pactio.
La recompensa se da, no porque en sí mismas las obras, por su

valor intrínseco, obliguen a Dios a recompensarlas, sino porque

Dios en Su gracia ofreció dicha recompensa como parte de un


acuerdo. En teoría, Dios podría, en toda justicia y rectitud,

imponer sobre las criaturas la obligación de obedecer la ley sin

ninguna promesa. Es el deber intrínseco de la criatura obedecer

a su Creador, con o sin la expectativa de una recompensa.

Pacto de Gracia

La Confesión de Fe de Westminster declara lo siguiente acerca del

pacto de gracia: “Por su caída, el hombre se hizo a sí mismo

incapaz de la vida mediante aquel pacto, por lo que agradó a Dios

hacer un segundo pacto, comúnmente llamado el pacto de gracia,

en el cual Dios, por medio de Jesucristo, ofrece gratuitamente la

vida y la salvación a los pecadores, requiriéndoles fe en Él para

que sean salvos, y prometiendo dar su Santo Espíritu a todos


aquellos que están ordenados para vida eterna, a fin de darles la

voluntad y capacidad de creer”.6

Quizás la principal diferencia entre el pacto de gracia y el


primer pacto, y la razón por la que se llama pacto de gracia, es

que este pacto es entre Dios y pecadores. El pacto de obras fue


entre Dios y sus criaturas no caídas. Una vez que el pacto fue
roto y ocurrió la caída, la única esperanza de la humanidad

descansaba totalmente en la gracia.


Aunque el pacto de gracia es diferente del pacto de obras, no

puede estar totalmente desconectado de este. El pacto de obras

permanece intacto en un sentido importante. Dios ejerce Su


justo juicio sobre los transgresores. El segundo pacto se añade al

primero. No anula al primero. En ocasiones el pacto de obras es

llamado pacto de la creación, lo que afirma que el primer pacto no

se limitaba a Adán y Eva. El primer pacto se hizo con ellos y su

progenie. Todos los seres humanos estaban incluidos en el pacto

de la creación. Podemos ignorar o rechazar el pacto, pero no

podemos escapar de él. Todos estamos bajo las condiciones del

pacto de obras y necesitamos desesperadamente un pacto de


gracia.

También es importante recordar que, a pesar del segundo

pacto, el camino a la salvación sigue vinculado al primer pacto.

El pacto de gracia, lejos de destruir el pacto original, hace posible


que se cumpla el pacto de obras. Aunque la doctrina de la

justificación por fe y por gracia es la esencia del evangelio, no


debemos olvidar que nuestra salvación finalmente se logra

cuando se cumple el pacto de obras. Esto lo consigue el segundo


Adán, Cristo mismo, quien con Su perfecta obediencia personal

cumplió con los requisitos del pacto de obras. Lo que subraya el


pacto de gracia es que Dios acepta la obediencia de Cristo al

pacto de obras en nuestro lugar. Él hace por nosotros lo que


éramos incapaces de hacer por nuestra cuenta. Dios acepta una
obediencia vicaria allí donde nosotros no hemos sido

personalmente obedientes. La obediencia personal de Cristo se

acepta como sustituto de nuestra obediencia personal, y esto


revela que el pacto de gracia es precisamente eso.

Tabla 5.3

Tres Pactos
Pacto

de Redención
Pacto

de obras
Pacto

de gracia

Dios y los seres


Padre, Hijo y Espíritu Dios y los seres
Las partes humanos
Santo humanos
pecadores

Iniciador Dios el Padre Dios Dios

Después de la
Tiempo En la eternidad pasada En la creación
caída

Perfecta
Condición Fe en Cristo
obediencia

Recompensa Vida Vida espiritual

Muerte
Castigo Muerte espiritual
inmediata

El pacto de gracia se revela en pactos específicos que Dios


establece, como el que hace con Abraham, Moisés y David. Esos

pactos son la ampliación del pacto de gracia. La Confesión de Fe de


Westminster comenta:

Este pacto fue administrado de modo diferente en el tiempo de la ley y en el del


evangelio: bajo la ley se administraba mediante promesas, profecías, sacrificios,
la circuncisión, el cordero pascual y otros tipos y ordenanzas entregados al
pueblo judío. Todo lo cual señalaba, de antemano, al Cristo que había de venir; y
para aquel tiempo, a través de la operación del Espíritu Santo, eran suficientes y
eficaces para instruir y edificar a los elegidos en fe en el Mesías prometido, por
quien tenían la plena remisión de pecados y la salvación eterna. Este pacto se
denomina el Antiguo Testamento… Por lo tanto, no hay dos pactos de gracia que
difieran en sustancia, sino uno y el mismo bajo diversas dispensaciones.7

Es interesante que la Confesión de Fe de Westminster, escrita en

el siglo XVII, hable de “dispensaciones”. Esto fue antes de la

aparición del sistema doctrinal llamado dispensacionalismo. En

la confesión, la palabra dispensación se refiere a un tipo de


administración, muy diferente del uso que se le da en el

dispensacionalismo clásico. La teología reformada no distingue

diferentes períodos redentores para Israel y la iglesia.

La Confesión de Fe de Westminster deja claro que en la teología

reformada el camino a la salvación en el Antiguo Testamento es


fundamentalmente el mismo que en el Nuevo Testamento. La

redención siempre es a través de la gracia por fe. En el Antiguo

Testamento, la fe apuntaba hacia la futura promesa de un

Redentor, mientras que en el Nuevo Testamento, la fe señala

hacia el pasado, a la obra redentora de Cristo que se cumplió en

la historia.
L
a depravación total es el primero de los famosos cinco
puntos del calvinismo. Es un poco desafortunado que la

doctrina se llame “depravación total” porque ese nombre puede

llevar a confusión. El nombre ha permanecido porque se amolda

al conocido acróstico en inglés TULIP para los cinco puntos,

donde corresponde a la letra T. El término es confuso porque da

la idea de que la condición moral es de depravación completa.

Depravación absoluta significa que la persona ha alcanzado su


máxima capacidad de maldad. Hablar de absoluta sugiere que la

corrupción es total y completa, carente incluso de virtud civil.

Tabla 6.1

El primer pétalo del “TULIP”


1 Depravación total La corrupción radical de la humanidad
2 Elección incondicional La elección soberana de Dios
3 Expiación limitada El sacrificio con propósito de Cristo
4 Gracia irresistible El llamado eficaz del Espíritu
5 Perseverancia de los santos La divina preservación de los santos

La doctrina de depravación total, sin embargo, no enseña que

el hombre es todo lo malo de lo que es capaz. Por ejemplo, Adolf

Hitler, quien sirve como paradigma de la maldad humana, con

toda probabilidad tenía algún patrón de conducta que no era

completamente malo. Quizás Hitler amaba a su madre e incluso


haya sido amable con ella (una hipótesis que quizá no se ajuste a

personas como Nerón).

El término depravación total, diferente a depravación absoluta,

se refiere al efecto del pecado y la corrupción en la totalidad de la

persona. Ser totalmente depravado significa sufrir de una

corrupción que invade la totalidad de la persona. El pecado

afecta cada aspecto de nuestro ser: el cuerpo, el alma, la mente,

la voluntad, etc. La persona total está corrompida por el pecado.


No queda ni una “isla de rectitud” vestigial sin ser afectada por

la caída. El pecado penetra cada aspecto de nuestra vida, sin


dejar restos de una virtud aislada.

Quizás un mejor término para la doctrina de la depravación


total sería corrupción radical (el único rechazo que me provoca es

que en inglés se puede abreviar con las iniciales R. C.). La


palabra radical deriva del latín radix que significa “raíz”. Decir

que la raza humana es radicalmente corrupta implica que el


pecado penetra a la raíz o el centro de nuestro ser. El pecado no

es tangencial o periférico, sino que surge desde el centro de

nuestro ser. Fluye desde lo que la Biblia llama “corazón”, que no


es el músculo que bombea sangre a nuestro cuerpo, sino al

“núcleo” de nuestro ser.

Jesús describe con frecuencia este estado con imágenes

tomadas de la naturaleza. Tal como un árbol enfermo produce

fruto enfermo, así también el pecado fluye de una naturaleza


humana corrupta. No somos pecadores porque pecamos;

pecamos porque somos pecadores. Desde la caída, la naturaleza

humana ha estado corrompida. Nacemos con una naturaleza de

pecado. Nuestros actos de pecado fluyen de esta naturaleza

corrupta. El apóstol Pablo, citando el Antiguo Testamento,

resume la condición universal de pecado:

¿A qué conclusión llegamos? ¿Acaso los judíos somos mejores? ¡De ninguna
manera! Ya hemos demostrado que tanto los judíos como los gentiles están bajo el
pecado. Así está escrito:

“No hay un solo justo, ni siquiera uno;


no hay nadie que entienda,

nadie que busque a Dios.


Todos se han descarriado,
a una se han corrompido.
No hay nadie que haga lo bueno;
¡no hay uno solo!” [Sal 14:1-3; 53:1-3; Ec 7:20].
“Su garganta es un sepulcro abierto;
con su lengua profieren engaños” [Sal 5:9].
“¡Veneno de víbora hay en sus labios!” [Sal 140:3].
“Llena está su boca de maldiciones y de amargura” [Sal 10:7].

“Veloces son sus pies para ir a derramar sangre;


dejan ruina y miseria en sus caminos,
y no conocen la senda de la paz” [Is 59:7-8].

“No hay temor de Dios delante de sus ojos” [Sal 36:1].

Romanos 3:9-18

Aquí el apóstol habla de nuestra situación “bajo el pecado”.

Usamos lenguaje figurado para describir la condición humana.

Podemos decir que alguien está “en la cima” de su carrera para

describir su éxito. Por otro lado, decimos que estar “debajo” de

algo es estar bajo su control. Cuando Pablo dice que estamos bajo

el pecado, está usando ese tipo de lenguaje. Estar bajo el pecado

es estar bajo el control de nuestra naturaleza de pecado. El

pecado es un peso o una carga que aplasta el alma.

La Escritura lleva a toda la raza humana ante el tribunal de

Dios y nos condena a todos sin excepción, salvo a Jesús. Dice:


“No hay un solo justo, ni siquiera uno”. La frase calificativa “ni
siquiera uno” deja en claro que el juicio universal no es una

hipérbole. Es una proposición universal negativa de la que nadie


queda excluido. La ausencia de excepciones no es técnicamente

absoluta si tomamos en cuenta que Jesús no tiene pecado. Claro


está, este texto no está tomando en cuenta la cualidad moral

única de Jesús. Más bien está haciendo una evaluación de toda la


humanidad aparte de Jesús. El texto luego avanza de una manera
notable de lo general a lo específico. No solo dice que no hay ni

uno justo, sino que dice que no hay ninguno que haga lo bueno,

ni siquiera uno. No se nos considera injustos porque la escoria


del pecado esté mezclada con nuestra bondad. El veredicto es

más radical: en nuestra corrupta humanidad nunca hacemos

nada bueno.

¿Cómo se debe entender esto? ¿Acaso no vemos a diario que

personas paganas realizan muchas obras buenas? Los


reformadores lucharon con esta pregunta y reconocieron que los

pecadores son capaces, aun en su condición caída, de realizar

obras de “virtud civil” como las denominaban los reformadores.

Virtud civil se refiere a obras que exteriormente se conforman a

la ley de Dios. Los pecadores caídos pueden abstenerse de robar y

hacen obras de caridad, pero estas obras no se consideran buenas

en un sentido absoluto. Cuando Dios evalúa las acciones de las


personas no solo considera el acto externo en sí mismo, sino

también la motivación detrás del acto. El motivo supremo que se


requiere en todo lo que hacemos es el amor de Dios. Si una

acción se ajusta exteriormente a la ley de Dios pero procede de


un corazón alejado de Él, Dios no la considera una buena obra.

La totalidad de la acción, incluida la inclinación del corazón de la


persona, es puesta bajo el escrutinio de Dios y resulta

insatisfactoria.
Jonathan Edwards dijo que la virtud civil es motivada por el

“interés propio ilustrado”. Tales actos externos de virtud están

motivados por un deseo de proteger los propios intereses y no


por un deseo de honrar a Dios. Descubriremos, por ejemplo, que

hay circunstancias en las que el crimen no paga. Puede que

obedezcamos el límite de velocidad para evitar una multa. La

ley, la cultura y la posibilidad de conflicto con otros pecadores

nos llevan a evitar el máximo potencial de nuestro pecado. En el

lado positivo, puede que realicemos obras “virtuosas”, pero

motivados por el aplauso de la gente. Aquí opera la presunción

contraria, de que ciertas “virtudes” traen beneficios. Lo que está


ausente en ambos casos es el amor a Dios.

Pecado original

El estado de corrupción radical, o depravación total, es el estado

caído conocido como pecado original. La doctrina del pecado


original no se refiere al primer pecado cometido por Adán, sino

al resultado de ese primer pecado. El pecado original es la


corrupción que afecta a la progenie de nuestros primeros padres

como castigo por su transgresión original. Prácticamente, toda


iglesia cristiana tiene alguna doctrina sobre el pecado original.

Aunque la teología liberal, fuertemente influida por supuestos


humanistas, a menudo rechaza el pecado original, todas las

confesiones históricas incluyen esta doctrina. Claro está que el


tema del grado de corrupción que significa el pecado original es

un debate permanente entre los teólogos. No obstante, el

consenso del cristianismo histórico es que la descripción bíblica


de la caída nos lleva a reconocer el concepto del pecado original.

Una de las más encendidas controversias del siglo IV concernía

a la doctrina del pecado original. Los contendientes fueron

Aurelio Agustín (el famoso obispo de Hipona) y el monje Pelagio.

Pelagio se sintió ofendido por la famosa oración de Agustín:


“Dame lo que me pides y pídeme lo que quieras”.1 Pelagio estaba

en desacuerdo con que Dios de alguna manera tenga que “dar” lo

que pide. Pelagio asumía que la responsabilidad moral siempre

implica capacidad moral. Sería injusto que Dios pida a sus

criaturas que hagan lo que en realidad no pueden hacer por sí

mismos. Si Dios exige perfección moral es porque la humanidad

es capaz de alcanzar esa perfección. Además, Pelagio


argumentaba que aunque la gracia facilite nuestra búsqueda de

perfección moral, la gracia no es necesaria para lograrla.

Agustín planteaba que la gracia no solo facilita nuestros


esfuerzos de obedecer a Dios, sino que, dado que somos criaturas

caídas, esa gracia es necesaria. Antes de la caída, el requisito de


perfección moral ya estaba presente. La caída no cambió el
requisito, sino que nos cambió a nosotros. Lo que una vez fue

posible llegó a ser, sin la gracia, una imposibilidad moral. La


opinión de Agustín tiene su raíz en la doctrina del pecado

original que sostenía.

Cuando escaló el debate, Pelagio apuntó sus armas a esta

doctrina. Pelagio negó la noción del pecado original y planteó

que la naturaleza humana no solo fue creada buena, sino

incontrovertiblemente buena. La naturaleza humana se puede

modificar, pero las modificaciones son solo “accidentales”, no

“esenciales”. Esta terminología nuevamente refleja categorías


aristotélicas en las que la palabra accidental no significa

“involuntario”, sino que se refiere a un cambio que solo afecta la

superficie de algo y no su más profunda esencia. Así que, según

Pelagio, el pecado no cambia nuestra naturaleza (esencia) moral.

En otras palabras, podemos pecar, pero permanecemos

“básicamente buenos”.

Quiero hacer un paréntesis y mencionar que la idea de la

bondad básica del ser humano es un postulado fundamental de la


filosofía humanista. Esta idea también permea el

evangelicalismo moderno en Estados Unidos si es que las


encuestas recientes son precisas. En una encuesta Gallup la gran

mayoría de los evangélicos profesos estaban de acuerdo con la


proposición de que las personas son “básicamente buenas”.

Al centro de la preocupación de Pelagio en su debate con


Agustín estaba el deseo de salvaguardar la noción del libre
albedrío. El hombre obedece a Dios o peca en contra de Él según

la actividad de una voluntad libre. Adán recibió libre albedrío y

ese albedrío no resultó afectado por la caída. Tampoco se


traspasó corrupción o culpa a la descendencia de Adán. Según

Pelagio, el pecado de Adán afectó solo a Adán. No habría ningún

estado de corrupción heredado que se llame pecado original. La

voluntad o albedrío del hombre sigue siendo completamente

libre y conserva la capacidad de ser indiferente, es decir, no está

predispuesto o inclinado hacia la maldad. Todos los hombres

nacen libres de cualquier inclinación a pecar. Todos nacemos en

la misma condición moral que Adán disfrutaba antes de la caída.

Por su parte, Agustín planteaba que el pecado es universal y

que la humanidad es una “masa de pecado” (massa peccati). El

hombre es incapaz de alcanzar el bien sin la obra de la gracia de

Dios. No podemos volver a Dios así como es imposible que una


vasija vacía se llene a sí misma de agua. Agustíns es conocido por

su distinción entre varios estados morales del hombre antes de la


caída y después de ella. Antes de la caída Adán habría tenido la

capacidad de pecar (posse peccare) y la capacidad de no pecar


(posse non peccare). No poseía la incapacidad de pecar (non pose

peccare) o la incapacidad de no pecar (non posse non peccare).

No es fácil manejar este lenguaje sobre todo porque el último

estado, que describe la postura de Agustín sobre el pecado


original, se expresa con una doble negación, non posse non

pecare. Decir que el hombre caído es incapaz de no pecar es decir

que solo somos capaces de pecar. Simplemente, somos incapaces


de vivir sin pecar. Pecamos por una necesidad moral porque

actuamos según nuestra naturaleza caída. Hacemos cosas

corruptas porque somos personas corruptas. Esta es la esencia de

la condición de criaturas caídas.

Juan Calvino acompañó a Agustín en su concepto de


corrupción humana: “Esta es la corrupción que por herencia nos

viene y que los antiguos llamaron pecado original entendiendo la

palabra “pecado” la depravación de la naturaleza que antes era

buena y pura… Mas como se le convencía, con evidentes

testimonios de la Escritura, de que el pecado había descendido

del primer hombre a toda su posteridad, argüía que había

descendido por imitación, y no por generación. Por esta razón,


aquellos santos varones, especialmente san Agustín, se

esforzaron cuanto pudieron para demostrar que nuestra


corrupción no proviene de la fuerza de los malos ejemplos que en

los demás hayamos podido ver, sino que salimos del mismo seno
materno con la perversidad que tenemos”.2

El tema de la corrupción innata dio a luz a la controversia


entre Pelagio y Agustín. Pelagio fue condenado en el Sínodo de

Cartago el año 418. Concilios posteriores reafirmaron la doctrina


del pecado original y rechazaron la enseñanza de Pelagio. Aun el

Concilio de Trento, en el siglo XVI, dejó en claro que el

pelagianismo es una grave distorsión del concepto bíblico de la


caída. En cuanto al pecado original, Martín Lutero escribió:

“Según el apóstol y la simple percepción de aquel que está en

Cristo Jesús, no es solo la ausencia de calidad en la voluntad ni la

falta de luz en el intelecto o de fuerza en la memoria. Más bien es

una completa carencia de rectitud y de todas las capacidades del

cuerpo, del alma y de todo el ser interior y exterior. Junto con

esto, es una inclinación a la maldad, un desagrado por lo bueno,

un rechazo de la luz y la sabiduría; es el amor por lo falso, un


alejamiento de las buenas obras, un desprecio de ellas, y una

atracción por lo que es malo…”.3

Tabla 6.2

Agustín y la capacidad humana


Antes de la caída
Después de la caída

La capacidad de pecar
La incapacidad de no pecar
y la capacidad de no pecar

El apóstol del que habla Lutero es Pablo. Quizá Lutero tenía

Romanos en mente al hacer esta declaración. En Romanos 3:11,

Pablo declara: “No hay ni uno que busque a Dios”. En la

superficie es una sentencia sorprendente. La Biblia con

frecuencia exhorta a las personas a que busquen a Dios. Sin

embargo, enseña que en nuestra condición caída ninguno de

nosotros busca a Dios. La actitud básica del hombre no

regenerado es la de un prófugo. Nuestra inclinación natural es


huir de Dios. El primer pecado en Edén provocó la primera

huida, un escape para esconderse de la presencia de Dios y Su

escrutinio. La sensación de desnudez estaba ligada a la primera

conciencia de culpa. Adán y Eva intentaron cubrir su vergüenza


buscando un escondite. Este fue el primer episodio humano de
encubrimiento, un verdadero “Edengate”*.

Con frecuencia escuchamos a creyentes evangélicos que dicen

que sus amigos no cristianos están “buscando” a Dios. ¿Por qué


decimos esto si la Escritura enseña que ninguna persona no

regenerada busca a Dios? Tomás de Aquino comentó que las


personas buscan felicidad, paz, alivio de la culpa, realización
personal y otros beneficios parecidos. Sabemos que estas cosas

solo las podemos encontrar en Dios. Inferimos que, porque las

personas buscan aquello que solo Dios puede proveer, entonces


deben estar buscando a Dios mismo. Este es nuestro error.

Deseamos los beneficios que solo Dios puede otorgar, pero no lo

queremos a Él. Queremos los dones sin el Dador, los beneficios

sin el Benefactor.

Romanos 3:12 afirma que todos se han “desviado” o “se han ido
por mal camino”. Los pecadores son personas descaminadas.

Antes de que los creyentes fueran llamados “cristianos” (un

término despectivo) ellos se autodenominaban “los del Camino”.

Jesús también habló de diferentes “caminos”, uno que lleva a la

vida y otro a destrucción (Mt 7:13-14) Ya que nadie busca a Dios

mientras no haya sido regenerado, no es de sorprender que todos

nos hayamos desviado o extraviado.

Nosotros no encontramos a Dios; Él nos encuentra a nosotros.


La búsqueda de Dios no acaba cuando nos convertimos;

comienza cuando nos convertimos. Es el convertido el que


genuina y sinceramente busca a Dios. Jonathan Edwards destacó

que buscar a Dios es la principal actividad de la vida cristiana.

Idolatría

Romanos 3:18 concluye con un veredicto sobre la humanidad


caída: “No hay temor de Dios delante de sus ojos”. Quizá este sea
el efecto más devastador del pecado original. Nosotros que

hemos sido creados para adorar y reverenciar al Creador hemos

perdido la capacidad de santa reverencia ante Él. Nada es más


ajeno a nuestra condición caída que la adoración auténtica. Esto

no quiere decir que no adoremos nada. Más bien nos hemos

convertido en idólatras; hemos dejado de adorar a Dios para


adorar algo del orden creado. Pablo dice:

Ciertamente, la ira de Dios viene revelándose desde el cielo contra toda impiedad
e injusticia de los seres humanos, que con su maldad obstruyen la verdad. Me

explico: lo que se puede conocer acerca de Dios es evidente para ellos, pues Él
mismo se lo ha revelado. Porque desde la creación del mundo las cualidades
invisibles de Dios, es decir, Su eterno poder y Su naturaleza divina, se perciben
claramente a través de lo que Él creó, de modo que nadie tiene excusa. A pesar de
haber conocido a Dios, no lo glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, sino

que se extraviaron en sus inútiles razonamientos, y se les oscureció su insensato


corazón. Aunque afirmaban ser sabios, se volvieron necios y cambiaron la gloria
del Dios inmortal por imágenes que eran réplicas del hombre mortal, de las aves,

de los cuadrúpedos y de los reptiles. Por eso Dios los entregó a los malos deseos de
sus corazones, que conducen a la impureza sexual, de modo que degradaron sus
cuerpos los unos con los otros. Cambiaron la verdad de Dios por la mentira,
adorando y sirviendo a los seres creados antes que al Creador, quien es bendito
por siempre. Amén.

Romanos 1:18-25

Esta sección de Romanos describe la práctica universal de la

idolatría. El trasfondo para este veredicto es que Dios se muestra


claramente en la naturaleza, y la consecuencia de eso es que la

humanidad sabe que Dios existe. Pero la respuesta universal a


esta revelación es reprimir esta verdad y cambiarla por una

mentira. Cambiamos la gloria de Dios por la gloria de las cosas

creadas. La esencia de la idolatría consiste en erigir un altar a un


dios alternativo. El temor de Dios del que Pablo habla no es el

temor servil o el pavor ante un enemigo, sino el asombro que

llena el corazón con reverencia y lleva al alma a adorar a Dios.


Los pecadores no adoran a Dios por naturaleza. Por naturaleza

somos hijos de ira que llevamos en nuestro corazón una

hostilidad fundamental hacia Dios.

Estar en un estado de pecado original es estar en el estado que

la Escritura llama “la carne”. Esto no se refiere primordialmente

a lo físico, sino a un estado de corrupción moral. En la carne no

somos capaces de agradar a Dios. De hecho, ni siquiera tenemos

el deseo de complacerle. Nos encontramos alejados y alienados

de Dios.

Si les preguntamos a los no creyentes si odian a Dios


probablemente lo nieguen rotundamente. Sin embargo, la

Escritura es clara en afirmar que en el corazón y el alma de la


persona no regenerada reside un profundo odio hacia Dios.

Amar a Dios no es algo natural en nosotros. Incluso habiendo


sido redimidos nuestras almas se enfrían y sentimos indiferencia
hacia Él. Cuando oramos nuestra mente divaga y nos

entregamos a soñar despiertos. En medio de la adoración


congregacional nos aburrimos y nos pasamos mirando el reloj.

Qué distinta es nuestra conducta cuando estamos en compañía

de aquellos que más amamos.

Nuestra natural falta de amor por Dios se confirma con

nuestra natural falta de deseo por Él. Cuando joven tuve que

memorizar el Catecismo Menor de Westminster. Para mí fue una

tarea pesada. La primera pregunta del catecismo es: “¿Cuál es el

fin principal de la existencia del hombre?”. La respuesta dice:


“El fin principal de la existencia del hombre es glorificar a Dios,

y gozar de Él para siempre”. Esto no tenía sentido para mí.

Entendía que había alguna conexión entre glorificar a Dios y

obedecerle. Lo que no lograba comprender era el vínculo entre

todo esto y “gozar” de Dios. Si el principal propósito de mi

existencia era gozar de Dios, entonces yo no estaba cumpliendo

el propósito de mi existencia. Deseché todo esto considerándolo


como un lenguaje religioso arcaico e irrelevante para mi vida

diaria. Claramente no me interesaba buscar mi gozo en Dios.

Más tarde comprendí mis emociones al leer la respuesta de


Lutero a la pregunta “¿amas a Dios?”. Lutero respondió (antes de

su conversión): “¿Amar a Dios? ¡En ocasiones lo odio!”. Es raro


que las personas admitan algo así. Incluso la franca respuesta de
Lutero no era totalmente honesta. Si hubiera dicho toda la

verdad, habría dicho que odiaba a Dios siempre.


Capacidad moral

Como dijimos antes, gran parte de la controversia entre Pelagio

y Agustín se enfocaba en el tema del libre albedrío. Pelagio creía

que la doctrina del pecado original era un ataque a la libertad del


hombre y la responsabilidad humana. Si Agustín evaluó

correctamente el pecado y no tenemos la capacidad de no pecar

(non posse non peccare) ¿Qué pasa entonces con el libre albedrío?

La Confesión de Fe de Westminster declara: “El hombre, mediante

su caída en el estado de pecado, ha perdido totalmente toda

capacidad para querer algún bien espiritual que acompañe a la

salvación; de tal manera que, un hombre natural, siendo

completamente opuesto a aquel bien, y estando muerto en


pecado, es incapaz de convertirse, o prepararse para ello, por su

propia fuerza”.4

Si alguna vez la doctrina reformada de la depravación total se

resumió en una sola declaración breve es precisamente esta. La


incapacidad moral del hombre caído es el concepto nuclear de la

doctrina de la depravación total o corrupción radical. Si uno


adopta este aspecto del primero de los cinco puntos —la T de

TULIP— los otros cuatro puntos se siguen de forma lógica. No es


posible adoptar el primer punto y rechazar alguno de los

restantes si somos consecuentes.

Analicemos este sucinto resumen del concepto reformado de


incapacidad moral. Primero, la Confesión dice que como

resultado de la caída, el hombre “ha perdido totalmente toda

capacidad para querer algún bien espiritual que acompañe a la


salvación”. No es solo que algo se perdió sino que se perdió

completamente, en su totalidad. No es una pérdida parcial o una

disminución de la capacidad. Es una pérdida completa y radical.

Con todo, esto no implica que el hombre haya perdido

completamente su capacidad de decidir. Lo que se perdió es la

capacidad de “querer algún bien espiritual que acompañe a la

salvación”.

Ya hemos discutido la capacidad del pecador para hacer obras

de virtud civil. Estas acciones son conforme a la ley de Dios en lo

externo pero no están motivadas por un amor a Dios. La

capacidad moral que se perdió con el pecado original no es la

capacidad de ser “moral” exteriormente sino la capacidad de


querer hacer lo que a Dios le agrada. En la dimensión espiritual

estamos moralmente muertos.

La confesión declara que el hombre natural “está


completamente opuesto a aquel bien, y muerto en pecado”. Esto

condensa la descripción bíblica del hombre caído. Pablo describe


esta condición así:

En otro tiempo ustedes estaban muertos en sus transgresiones y pecados, en los


cuales andaban conforme a los poderes de este mundo. Se conducían según el que
gobierna las tinieblas, según el espíritu que ahora ejerce su poder en los que viven
en la desobediencia. En ese tiempo también todos nosotros vivíamos como ellos,
impulsados por nuestros deseos pecaminosos, siguiendo nuestra propia voluntad

y nuestros propósitos. Como los demás, éramos por naturaleza objeto de la ira de
Dios. Pero Dios, que es rico en misericordia, por Su gran amor por nosotros, nos

dio vida con Cristo, aun cuando estábamos muertos en pecados. ¡Por gracia
ustedes han sido salvados!

Efesios 2:1-5

En este texto, Pablo habla de la obra del Espíritu al

“vivificarnos” o regenerarnos desde nuestra condición caída.

Pablo habla de que “nos dio vida”. Esto contrasta completamente

con nuestra condición previa cuando estábamos “muertos” en

delitos y pecados. El pecador no está muerto biológicamente. En

efecto, el hombre natural está muy vivo. Los cadáveres no

pecan. La muerte en cuestión es claramente una muerte

espiritual.

Pablo habla de que los muertos caminan. Andan según un

cierto camino que el apóstol llama el camino de este mundo. Este


camino es diametralmente opuesto al camino del cielo. Seguir
ese camino es andar según el príncipe de este mundo. Es obvio

que Pablo se refiere a Satanás, por lo tanto, en nuestra condición


natural, somos discípulos voluntarios de Satanás. Estar muerto

espiritualmente es estar diabólicamente vivo.

En nuestro estado anterior, con gusto complacíamos los deseos


de la carne y de la mente, comportándonos como criaturas que

(debido al pecado original) son hijos de ira por naturaleza.


Cuando Pablo dice que somos hijos de ira “por naturaleza”, clava

una estaca en el corazón del Pelagianismo. En este texto él

presenta un sombrío y gráfico retrato del hombre natural.

Estar muerto en pecado es estar en un estado de esclavitud

moral y espiritual. Por naturaleza somos esclavos al pecado. Esto

no significa que la caída haya destruido o erradicado la voluntad

humana. El hombre caído sigue teniendo la capacidad de elegir.

Seguimos teniendo una mente y una voluntad. El problema no es


que no podamos escoger. El hombre natural escoge todo el

tiempo. El problema es que, en nuestra condición caída, nuestra

elección siempre es pecaminosa. Nuestras decisiones son libres.

Pecamos precisamente porque queremos pecar, y somos capaces

de escoger justamente lo que queremos escoger.

¿Dónde, pues, reside nuestra incapacidad? La Confesión dice

que el hombre natural es incapaz de “convertirse a sí mismo o

prepararse para ello”. Si aún poseemos voluntad, ¿por qué


somos incapaces de convertirnos a nosotros mismos o siquiera

de prepararnos para la conversión? La respuesta simple es esta:


porque no queremos. No tenemos deseo alguno de la justicia de

Dios, y la libre elección, por definición, implica escoger lo que


deseamos.

Libre albedrío

En cierto sentido, es porque nuestra voluntad es libre que


estamos en un estado de incapacidad moral. El tema complicado

del libre albedrío está ligado a la manera en que funciona

nuestra voluntad. En su debate con Pelagio, Agustín insistía en


que el hombre caído conserva su libre voluntad (liberum

arbitrium). No obstante, Agustín insistía en que a través del

pecado original el hombre pierde la libertad (libertas) que tenía


antes de la caída. En primera instancia, pareciera que Agustín

está jugando con las palabras. ¿Cómo puede alguien tener libre

albedrío y no tener libertad? Esta debe ser una distinción sin una

diferencia. La distinción, sin embargo, es tanto real como

importante. El hombre aun posee la capacidad de elegir y en ese

sentido es libre. Pero carece de la capacidad de ejercer lo que la

Biblia llama “libertad regia”, la libertad de obedecer

espiritualmente.

Calvino adoptó una postura similar a la de Agustín: “Esta


libertad es compatible con nuestra depravación, con ser siervos

del pecado, capaces de no hacer otra cosa que pecar. De este


modo, pues, se dice que el hombre posee libre albedrío, no

porque tenga libertad para escoger entre el bien y el mal, sino


porque actúa voluntariamente y no por compulsión. Esto es

totalmente cierto, pero, ¿a qué fin atribuir un título tan


arrogante a una cosa tan intrascendente? ¡Qué admirable

libertad! El hombre no está obligado a ser siervo del pecado, pero


sí es, no obstante, ethelodoulos (un esclavo voluntario); su
voluntad está atada por las cadenas del pecado.5

Aunque Calvino afirmó que somos capaces de escoger lo que

queremos, consideró que el término libre albedrío era un tanto

grandilocuente. Se preguntaba: “¿A qué fin atribuir un título tan

arrogante a una cosa tan intrascendente?”. El título de hecho

nace del orgullo humano. Nos agrada pensar que poseemos una

mayor capacidad moral de la que tenemos. Pensamos que

nuestra voluntad no está afectada por el pecado original. Este es


el punto cardinal del humanismo. La visión humanista y pagana

del libre albedrío es que la voluntad actúa desde una posición

indiferente. Con indiferente nos referimos a que la voluntad no

se inclina ni al bien ni al mal, sino que existe en un estado de

neutralidad moral. La mente del hombre caído no tiene sesgo ni

predisposición a la maldad. Esta visión del libre albedrío está en

abierto conflicto con la visión bíblica de pecado.

Jonathan Edwards definió la voluntad como “la mente que


escoge”. Edwards no negaba que existiera una importante

distinción entre mente y voluntad. Son facultades diferentes.


Aunque la mente y la voluntad sean diferentes no se les puede

separar. Los actos morales implican decisiones racionales. Una


elección sin la mente no es una elección moral. Las plantas
pueden dirigir sus raíces hacia el agua por diversas causas físicas.

Pero eso no lo consideraríamos un acto de virtud o de vicio. Esas


son acciones involuntarias. Nosotros también realizamos

acciones involuntarias. Nosotros no decidimos que nuestro

corazón bombee sangre a través del sistema circulatorio. Esa es


una acción involuntaria. El cerebro puede participar en este

proceso desde un ángulo fisiológico, pero no desde la perspectiva

de una decisión consciente.

Cuando Edwards habla de la voluntad como la “mente que

escoge” quiere decir que cuando elegimos lo hacemos pesando en


lo que nos parece mejor según las opciones que tenemos por

delante. Edwards llegó a la conclusión de que siempre escogemos

según la inclinación más fuerte del momento. Esta es una

comprensión crucial respecto a la voluntad. Nuestras elecciones

no son “espontáneas”, de la nada. Hay una razón para cada

decisión que tomamos. En un sentido reducido, cada decisión

que tomamos está determinada.

Decir que nuestras decisiones o elecciones están


“determinadas” suena mucho a determinismo. El determinismo

significa que nuestras decisiones están controladas por fuerzas


externas. Esto implica algún tipo de coerción que anula nuestro

libre albedrío. Lo que Edwards tiene en mente es diferente.


Nuestras decisiones están determinadas en el sentido de que
tienen una causa. Esta causa es la inclinación de nuestra

voluntad. Esta es la auto-determinación, la esencia del libre


albedrío. Si yo determino lo que escojo, entonces no es

determinismo, sino un tipo de determinación. Cuando tenemos

un fuerte impulso a hacer algo, podemos decir: “Estoy


determinado a hacer esto”. Eso describe un fuerte deseo o

inclinación de la voluntad para moverse en cierta dirección.

Cuando Edwards dice que siempre escogemos según nuestra

inclinación más fuerte del momento quiere decir que no solo

puede que escojamos lo que más queremos en el momento, sino


que debemos escogerlo. De hecho, así es precisamente como

escogemos. Intenta pensar en una decisión que hayas tomado

que no fuera según tu mayor deseo del momento. A veces, nos

confundimos porque nos asalta una gran variedad de

inclinaciones que cambian de intensidad de un momento a otro.

Por ejemplo, luego de terminar una abundante cena, es fácil

decidir comenzar una dieta. Con el estómago lleno decidimos

reducir la ingesta de calorías. Después de algunas horas, sin


embargo, sentimos hambre de nuevo y el deseo de comer

aumenta. Si llegamos al punto en que queremos más un trozo de


pastel que lo que queremos bajar de peso, escogeremos el pastel

antes que la dieta. En condiciones normales, puede que


queramos bajar de peso, que tengamos un verdadero deseo de
estar delgados. Pero ese deseo choca con nuestro deseo por los

placeres culinarios. El problema es que las condiciones no


siempre son normales.

Otro ejemplo es el que vemos en una actuación del comediante

Jack Benny, que se enfrenta a un ladrón que le dice: “La bolsa o

la vida”.

Benny se queda pasmado, contemplando la situación.

El ladrón impaciente le dice: “Ya pues, decide: la bolsa o la

vida”.

Benny responde: “Estoy pensando, estoy pensando”.

Esta historia subraya que las circunstancias no siempre son

“normales” cuando escogemos. El asaltante limita las opciones

de la víctima a dos: la bolsa con el dinero o la vida. En

condiciones normales, la víctima no tiene deseo de donar su

dinero al ladrón. No obstante, cuando la muerte es una amenaza,

los deseos se alteran. La víctima tiene más deseo de seguir vivo


que de conservar su billetera, así que la entrega. Sin duda, hay

un elemento de coerción en esta situación, pero la coerción no es


absoluta. Es extrema pero no definitiva. La decisión sigue ahí,

pagar o morir. Puede que alguien sienta tal repudio por el robo
que prefiera morir. Es capaz de gritar: “libertad o muerte”, pero

sabe que aunque muera como mártir por su causa, el ladrón se


quedará con el dinero de todos modos.

El punto de la ilustración es que escogemos según el mayor


deseo del momento. Debemos entender esto en la medida que

buscamos crecer en nuestra obediencia a Dios. Cada vez que

peco, lo hago porque en el momento prefiero el pecado a la


obediencia. Puede que tenga un deseo real en mi corazón de ser

obediente, pero este deseo entra en conflicto con mis deseos

pecaminosos. Este es el dilema que expresa el apóstol Pablo:

No entiendo lo que me pasa, pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco.

Ahora bien, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo en que la ley es buena;
pero, en ese caso, ya no soy yo quien lo lleva a cabo, sino el pecado que habita en
mí. Yo sé que en mí, es decir, en mi naturaleza pecaminosa, nada bueno habita.
Aunque deseo hacer lo bueno, no soy capaz de hacerlo. De hecho, no hago el bien
que quiero, sino el mal que no quiero.

Romanos 7:15-19

Pablo está describiendo el conflicto que enfrentamos entre

inclinaciones rivales, unas hacia el mal y otras hacia el bien.

“Aunque deseo hacer lo bueno, no soy capaz de hacerlo”, dice

Pablo. Esto no anula lo que plantea Edwards cuando dice que


seguimos nuestro deseo más fuerte. Los cristianos tienen el
deseo de hacer lo bueno. Pero no siempre hacemos lo bueno. A

veces nos rendimos al deseo de hacer lo malo. No lo hacemos


porque no lo deseamos con suficiente intensidad o fuerza. Todo

el proceso de santificación implica esta lucha. Pablo la compara


con una guerra, un batalla titánica entre el espíritu y la carne.

La lucha entre el espíritu y la carne es la lucha de la persona

regenerada. El no regenerado, el hombre natural no vive este


conflicto. Es esclavo del pecado y actúa según la carne, vive

según la carne y escoge según la carne. Escoge según el deseo

dominante en el momento y este deseo nunca es el deseo de


honrar a Dios producto del amor por Él. Los deseos de la persona

no regenerada son continuamente malvados. Esta es la

esclavitud o muerte espiritual de la que habla la doctrina del


pecado original.

Capacidad natural

Edwards hace otra importante distinción entre la capacidad

natural y la capacidad moral. La capacidad natural es la que el

Creador le concede a la criatura. Por ejemplo, las aves tienen la

capacidad natural de volar sin la ayuda de máquinas; los seres

humanos no. Como los peces, nosotros tenemos la capacidad

natural de nadar en el mar. A diferencia de los peces, no

podemos vivir en el mar sin la ayuda de un equipo artificial. Dios


da branquias y aletas a los peces, plumas y alas a las aves, pero a

nosotros no nos ha dotado con esos elementos.

Los seres humanos, por otra parte, tenemos la capacidad


natural de escoger. Para eso hemos recibido lo necesario.

Tenemos una mente que puede procesar la información y


comprender las obligaciones que nos impone la ley de Dios.
Tenemos una voluntad que nos capacita para escoger lo que

queremos hacer. Antes de la caída también teníamos deseos


buenos que nos permitían escoger lo bueno. Es precisamente esa

inclinación a lo bueno lo que se perdió en la caída. El pecado

original no destruye nuestra humanidad o nuestra capacidad de


escoger. La capacidad natural permanece intacta. Lo que se

perdió fue la buena inclinación, el deseo recto de obedecer. La

persona no regenerada no se inclina a obedecer a Dios. No tiene


un amor por Dios que estimule su voluntad para escoger a Dios.

Sería capaz de escoger las cosas de Dios si las quisiera, pero no las

quiere. Nuestra voluntad está en un estado tal que no podemos

escoger libremente lo que no deseamos escoger. La pérdida

esencial de desear a Dios es el corazón del pecado original.

La falta de deseo por las cosas de Dios nos deja moralmente

incapaces de escoger lo bueno. Esto es lo que Edwards quiere

decir cuando distingue entre la capacidad natural y la capacidad

moral. El hombre caído tiene la capacidad natural de escoger a


Dios (las facultades necesarias para escoger), pero carece de la

capacidad moral para hacerlo. La capacidad de tomar decisiones


morales rectas requiere deseos e inclinaciones rectos. Sin una

inclinación recta hacia lo bueno, nadie puede escoger lo bueno.


Nuestras elecciones van en pos de nuestros deseos o

inclinaciones. Para que el hombre pueda escoger las cosas de


Dios primero debe estar inclinado a escogerlas. Dado que la

carne no tiene espacio para las cosas de Dios, se requiere la


gracia para que seamos capaces de escogerlas. La persona no
regenerada primero debe ser regenerada para que tenga algún

deseo de Dios. El que está espiritualmente muerto primero debe

recibir vida del Espíritu Santo para que tenga algún deseo de
Dios.

Jesús dijo: “El Espíritu da vida; la carne no vale para nada. Las palabras que les he
hablado son espíritu y son vida. Sin embargo, hay algunos de ustedes que no

creen”. Es que Jesús conocía desde el principio quiénes eran los que no creían y
quién era el que iba a traicionarlo. Así que añadió: “Por esto les dije que nadie
puede venir a Mí, a menos que se lo haya concedido el Padre”. Desde entonces
muchos de sus discípulos le volvieron la espalda y ya no andaban con Él. Así que

Jesús les preguntó a los doce: “¿También ustedes quieren marcharse?”. “Señor —
contestó Simón Pedro—, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”.

Juan 6: 63-68

En esta ocasión, Jesús habló de la impotencia moral de la

carne. Les enseñó a los discípulos que la carne “no vale para

nada”. Quizás Su comentario más sorprendente es este: “Nadie

puede venir a Mí, a menos que se lo haya concedido el Padre”.


Esta afirmación es una proposición universal negativa. Afirma

incapacidad universal. La palabra puede no describe permiso,


sino poder o capacidad. Decir que nadie puede hacer tal o cual

cosa es decir que todos son incapaces de hacerlo. La dura verdad


que Jesús expresa es que nadie tiene la capacidad de venir a

Cristo por sí solo. Para que alguien pueda venir a Cristo, primero
se le tiene que conceder el venir a Cristo. Dios tiene que hacer
algo para que podamos vencer nuestra incapacidad moral de
venir a Cristo. No podemos recibir a Cristo en la carne. Sin la

ayuda del Espíritu Santo no podemos venir a Cristo.

La declaración de Jesús acerca de nuestra incapacidad de venir

a Él es fuerte y radical. Es tan fuerte como la postura de Agustín,

Calvino, Lutero y Edwards. Todos estos teólogos fueron

influidos por estas palabras de Jesús. Las personas reaccionaron

fuertemente a la enseñanza de Jesús, muchos de sus seguidores

lo dejaron. Supongo que lo dejaron para unirse a las filas de los


pelagianos de la época. El teólogo bautista Roger Nicole comentó

en una ocasión: “Todos somos pelagianos por naturaleza”.

Tendemos a pensar en categorías pelagianas y nos cuesta salir de

ahí. Ni siquiera la conversión a Cristo nos cura de esta tendencia

en forma instantánea. El pelagianismo sigue vivo en la casa

evangélica. Debido a nuestra depravación y los efectos del

pecado original, solo podemos encontrar liberación por la gracia


de Dios. La Confesión de Fe de Westminster dice lo siguiente:

Cuando Dios convierte a un pecador y lo traslada al estado de gracia, lo libera de


su esclavitud natural bajo el pecado, y solo por Su gracia lo capacita para querer y
hacer libremente aquello que es espiritualmente bueno; pero a pesar de aquello,
debido a la corrupción que aún queda en él, este no obra perfectamente, ni desea
solamente lo que es bueno, sino que desea también lo que es malo. Solamente en

el estado de gloria la voluntad del hombre es hecha perfecta e inmutablemente


libre para hacer únicamente lo que es bueno.6

La Confesión entiende que una persona que está inclinada solo

en una dirección, hacia la bondad o la maldad, sigue siendo libre


en cierto sentido. Por ejemplo, Dios es completamente libre; sin

embargo, es incapaz de pecar. Esta incapacidad tiene su raíz en el

carácter de Dios, Su rectitud interior por la que nunca desea


pecar. Él es libre, pero libre solo para la bondad. Esta falta de

deseo por lo malo no disminuye la libertad de Dios, sino que la

aumenta.

Del mismo modo, en nuestro estado glorificado en el cielo

seremos incapaces de pecar porque todos los residuos del pecado


original y deseos de pecar serán quitados. Seguiremos siendo

libres de escoger lo que queramos, pero escogeremos solo lo

bueno porque será lo único que desearemos. Esta es la libertad

que Agustín describía como libertad en su grado máximo.


*El autor usa el sufijo “gate” como sinónimo de escándalo político o corrupción,
haciendo referencia al escándalo Watergate que tuvo lugar en Estados Unidos en la
década de 1970.
C
uando alguien menciona el término calvinismo, la
respuesta habitual es: “¿Te refieres a la doctrina de la

predestinación?”. Esta asociación de calvinismo con

predestinación es tan extraña como real y extendida.

Ciertamente, el calvinismo incluye y afirma la doctrina bíblica

de la predestinación. La noción reformada de la doctrina está en

el centro del calvinismo histórico. Prácticamente, todo lo que

encontramos en la perspectiva de Juan Calvino sobre la


predestinación ya había sido planteado por Martín Lutero y,

antes de él, por Agustín (y posiblemente por Tomás de Aquino).


Lutero escribió más sobre el tema que Calvino. Calvino

desarrolla la idea de la predestinación en su famosa obra


Institución de la Religión Cristiana pero es breve en comparación a

otras doctrinas.

Tabla 7.1
El segundo pétalo del “TULIP”
1 Depravación total La corrupción radical de la humanidad
2 Elección incondicional La elección soberana de Dios
3 Expiación limitada El sacrificio con propósito de Cristo
4 Gracia irresistible El llamado eficaz del Espíritu
5 Perseverancia de los santos La divina preservación de los santos

Prácticamente, toda iglesia ha desarrollado alguna versión de

la doctrina de la predestinación simplemente porque la Biblia

enseña la predestinación. La predestinación es una palabra

bíblica y un concepto bíblico. Si se quiere desarrollar una

teología bíblica no se puede evitar la doctrina de la


predestinación. El apóstol Pablo hace un uso generoso de la

palabra predestinación o predestinado:

Alabado sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en las
regiones celestiales con toda bendición espiritual en Cristo. Dios nos escogió en Él
antes de la creación del mundo, para que seamos santos y sin mancha delante de
Él. En amor nos predestinó para ser adoptados como hijos suyos por medio de
Jesucristo, según el buen propósito de Su voluntad, para alabanza de Su gloriosa

gracia, que nos concedió en Su Amado. En Él tenemos la redención mediante Su


sangre, el perdón de nuestros pecados, conforme a las riquezas de la gracia que
Dios nos dio en abundancia con toda sabiduría y entendimiento. Él nos hizo
conocer el misterio de su voluntad conforme al buen propósito que de antemano
estableció en Cristo, para llevarlo a cabo cuando se cumpliera el tiempo: reunir
en Él todas las cosas, tanto las del cielo como las de la tierra. En Cristo también
fuimos hechos herederos, pues fuimos predestinados según el plan de aquel que
hace todas las cosas conforme al designio de Su voluntad, a fin de que nosotros,

que ya hemos puesto nuestra esperanza en Cristo, seamos para alabanza de Su


gloria.

Efesios 1:3-12

Pablo enseña que los creyentes son predestinados según la


voluntad de Dios. Entonces, la pregunta no es ¿enseña la Biblia

sobre la predestinación? Más bien la pregunta es ¿qué significa

exactamente el concepto bíblico de predestinación? En su


sentido más básico, la predestinación tiene que ver con la

cuestión del destino. El destino es un punto en el futuro hacia el

cual nos movemos, pero que todavía no hemos alcanzado.


Cuando reservamos un boleto de avión, no lo reservamos a

ninguna parte. Tenemos un destino en mente, un lugar al que

queremos llegar.

Cuando le añadimos el prefijo pre a la palabra destino, entonces

estamos hablando de algo que ocurre antes del destino. Pre en

predestinación tiene que ver con el tiempo. Según las categorías

bíblicas, la predestinación claramente ocurre, no solo antes de

que creamos en Cristo, y no solo antes de que nazcamos, sino

desde la eternidad, antes de que el universo fuera creado.

El agente de la predestinación es Dios. En Su soberanía, Él


predestina. Los seres humanos son el objeto de Su

predestinación. En resumen, la predestinación tiene que ver con


el plan soberano de Dios para los seres humanos, los que Él

decreta desde la eternidad. Debemos añadir, sin embargo, que el


concepto de predestinación incluye más que el destino futuro de
los seres humanos. También incluye todo lo que acontece en el

tiempo y el espacio. A menudo se usa el término elección como


sinónimo de predestinación. Técnicamente eso es incorrecto. El

término elección se refiere a un aspecto de la predestinación

divina: que Dios escoge a ciertas personas para salvación. El


término elección tiene una connotación positiva y se refiere a la

predestinación bondadosa que tiene como efecto la salvación de

aquellos que son elegidos. La elección también tiene un lado

negativo, llamado “reprobación”, lo que implica la

predestinación de aquellos que no son elegidos.

En resumen, podemos definir la predestinación, en términos

generales, de esta manera: desde toda la eternidad Dios decidió

salvar a algunos miembros de la raza humana y permitir que el

resto de la humanidad perezca. Dios hizo una elección: Él eligió a

algunos individuos para ser salvos para bendición eterna en el

cielo y escogió pasar por alto a otros, permitiendo que sufran las

consecuencias de sus pecados, el castigo eterno en el infierno.

¿Condicional o incondicional?

¿Tienen nuestras vidas como individuos algún impacto en la

decisión de Dios? Este es un tema difícil que requiere un


tratamiento cuidadoso. Aunque Dios nos escoge antes de que

nazcamos, sabe todo acerca de nosotros y nuestras vidas antes de


que ocurran. ¿Toma Dios en cuenta ese conocimiento previo
acerca de nosotros al escoger? La manera en que respondamos

esta pregunta revelará si entendemos la predestinación como los


reformadores o no. La cuestión es la siguiente: ¿en qué basa Dios

Su decisión de elegir a algunos y a otros no?

El segundo de los cinco puntos de TULIP es “elección

incondicional”. La palabra incondicional distingue la doctrina

reformada de la predestinación de la de otras teologías. Durante

la Guerra Civil de los Estados Unidos, el general Ulysses S. Grant

recibió el apodo de “Rendición Incondicional” Grant, que en

inglés coincide con las iniciales U. S. de su nombre. En la guerra,


la rendición incondicional implica que no hay negociación. No

hay lugar para “yo haré esto si tú haces esto otro”. La rendición

es total y absoluta. El enemigo derrotado lo entrega todo,

mientras que el ganador no entrega nada. Este tipo de rendición,

que ocurrió a bordo del acorazado USS Missouri, puso fin a la

Segunda Guerra Mundial. El término incondicional quiere decir

“sin condiciones de ninguna clase”.

Muchas iglesias no reformadas enseñan que la elección es


condicional: Dios elige a ciertas personas para salvación pero

solo si cumplen ciertas condiciones. Eso no quiere decir que Dios


espera que esas condiciones se cumplan antes de ser escogido. La

elección condicional normalmente se basa en el conocimiento


previo que Dios tiene de los actos humanos y sus reacciones. Esto
a menudo recibe el nombre de presciencia de la elección o

predestinación. El concepto de presciencia consiste en que Dios


mira, desde la eternidad, por el túnel del tiempo y sabe con

anticipación quién responderá positivamente al evangelio y

quién no. Él sabe de antemano quién tendrá fe y quién no.


Basado en este conocimiento previo es que Dios escoge a

algunos. Él los escoge porque sabe que ellos responderán con fe.

Él ya sabe quiénes cumplirán las condiciones para ser elegidos y

sobre esa base los elige.

El texto favorito para respaldar la idea de la elección por


presciencia está en Romanos: “Porque a los que Dios conoció de

antemano, también los predestinó a ser transformados según la

imagen de Su Hijo, para que Él sea el primogénito entre muchos

hermanos. A los que predestinó, también los llamó; a los que

llamó, también los justificó; y a los que justificó, también los

glorificó” (Ro 8:29-30).

En este texto observamos que la presciencia de Dios antecede a

la predestinación. Aquellos que abogan por la predestinación por


presciencia asumen que, dado que el conocimiento previo

antecede a la predestinación, ese conocimiento previo es la razón


de la predestinación. Pablo no está diciendo eso. Lo que está

diciendo es que Dios predestinó a aquellos que ya conocía de


antemano. ¿A quién más podría predestinar si no es a quienes ya
conoce? Antes de que Dios pueda escoger a alguien por la razón

que sea, primero debe tenerlos en Su mente como objeto de Su


elección. El hecho de que Pablo vincule la predestinación con el

conocimiento previo no dice nada respecto a si tal conocimiento

implica que la persona cumple algún requisito para ser elegida.

En realidad, Romanos 8:29-30 juega en contra de la elección

por presciencia. Pablo comienza con la presciencia y luego

avanza por la “cadena de oro” de la salvación, pasando por la

predestinación, el llamado, la justificación y la glorificación.

Aquí, la cuestión crucial es la relación entre el llamado y la


justificación. La cadena dice que aquellos a los que Dios conoció

de antemano también los predestinó. El texto es elíptico: no

incluye el término todos pero tácitamente incluye esa palabra

(muchas traducciones de la Biblia la incluyen). El sentido del

texto es que a quienes Dios conoció de antemano (en cualquier

sentido), los predestinó. Y a todos los que predestinó, los llamó.

Y a todos los que llamo, los justificó, y a todos los que justificó,
los glorificó. La cadena es: conocimiento previo - predestinación

- llamado - justificación - glorificación.


Es significativo que a todos los que llamó también los justificó.
¿Qué quiere decir Pablo con “llamó”? En teología se distingue

entre dos clases de llamado divino: el llamado externo y el

llamado interno. Vemos el llamado externo de Dios en la

predicación del evangelio. Todo el que oye la predicación del


evangelio es llamado a venir a Cristo. Pero no todos responden

positivamente a ese llamado externo. Algunos lo ignoran y otros

lo rechazan de plano. A veces, el evangelio cae en oídos sordos.

La Escritura es clara en decir que no todo el que oye el evangelio

exteriormente es automáticamente justificado. La justificación

no es por oír el llamado, sino por responder al llamado. Así que,

en un sentido, hay algunos (de hecho muchos) que son llamados

pero no escogidos. Muchos oyen el llamado externo del


evangelio, pero nunca son justificados. Sin embargo, en la

cadena de oro Pablo dice que los que son llamados por Dios
también son justificados por Él. A menos que uno sea

universalista, entendemos que no se refiere simplemente al


llamado externo.

La teología también habla del llamado interno de Dios, que no


todos reciben. La teología reformada lo llama el llamado eficaz (lo

analizaremos en mayor detalle en el capítulo 9). Todos los que


reciben este llamado están entre los que son justificados. Una

vez más, esto supone que el texto implica que todos los que son
llamados son justificados. El texto no lo dice explícitamente. Es

posible interpretarlo como que algunos de los que son llamados

son justificados. Pero si se usa el término algunos tendríamos que


aplicarlo a cada parte de la cadena. En ese caso, el texto estaría

diciendo que a algunos de los que Dios conoció de antemano, los

predestinó, a algunos de los que predestinó los llamó, a algunos

de los que justificó, glorificó. Eso le quita todo el sentido a las

palabras de Pablo. Se refiere a todos; eso no es ni vago ni

incierto, sino que está claramente implícito en la redacción del

texto.

El orden de la salvación

Aquí estamos abordando el orden de la salvación (ordo salutis).

Hemos observado que la predestinación antecede al llamado. Si

el llamado antecediera a la predestinación entonces podríamos

hablar de elección por presciencia. Entonces podríamos asumir


que la predestinación se basa en el llamado y no el llamado en la

predestinación (aunque la diferencia entre el llamado externo y


el interno seguiría siendo un problema).

La teología reformada asume que la cadena de oro plantea que

Dios predestina a algunos para recibir un llamado divino que


otros no reciben. Solo los predestinados, o los escogidos, reciben
este llamado y solo los que reciben este llamado son justificados.

Aquí claramente hay un proceso de selección. No todos son


predestinados a recibir este llamado, el cual trae como

consecuencia la justificación. Es igualmente claro que solo los


que son predestinados son justificados. Puesto que la

justificación es por fe, se entiende que solo los predestinados

tendrán esa fe. La noción de predestinación por presciencia

sostiene que somos elegidos porque tendremos fe. La visión

reformada plantea que somos elegidos para tener fe y ser

justificados. La fe es condición necesaria para la salvación, pero

no para la elección. La noción de presciencia coloca a la fe como

condición para ser escogido. La teología reformada ve la fe como

un resultado de ser elegido. Esta es la diferencia fundamental

entre la elección condicional y la elección incondicional, entre

todas las formas de semipelagianismo y agustinianismo, entre

arminianismo y calvinismo.

Los teólogos reformados conciben la cadena de oro de la


siguiente forma: desde toda la eternidad, Dios conoció de

antemano a sus escogidos. Ya tenía en mente la identidad de


ellos antes de crearlos. Los conoció de antemano solo en el

sentido de saber quiénes serían, es decir Su identidad, pero


también en el sentido de amarlos de antemano. Cuando la Biblia

se refiere a “conocer” a menudo distingue entre la mera


percepción mental y el amor íntimo de una persona. La visión

reformada enseña que todos aquellos a los que Dios conoció de


antemano también los predestinó para ser llamados
(interiormente), justificados y glorificados. Dios soberanamente

efectúa la salvación de sus escogidos y solo de sus escogidos:

La Confesión de Fe de Westminster declara:

Por el decreto de Dios, y para la manifestación de Su gloria, algunos seres

humanos y ángeles son predestinados y preordenados para vida eterna, y otros


pre-ordenados para muerte eterna. Estos ángeles y seres humanos así

predestinados y pre-ordenados están particular e inmutablemente designados, y


su número es tan cierto y definido que no se puede aumentar ni disminuir. A
aquellos de la humanidad que están predestinados para vida, Dios, según Su

eterno e inmutable propósito, y el consejo secreto y beneplácito de Su voluntad,


los ha escogido en Cristo para gloria eterna, antes que fueran puestos los
fundamentos del mundo, por Su pura y libre gracia y amor, sin la previsión de la
fe o buenas obras, o la perseverancia en ninguna de ellas, o de cualquier otra cosa
que haya en las criaturas, como condiciones o causas que lo movieran a ello, y
todo para la alabanza de la gloria de Su gracia.1

La Confesión explica lo que significa la elección incondicional.

La razón de la elección no es algo que Dios ve por anticipado en

nosotros, sino que es el beneplácito de Su soberana voluntad.


Aquí la soberanía de Dios no solo se refiere a Su poder y

autoridad, sino también a Su gracia. Esto resuena con lo que


Pablo declara enfáticamente en Romanos:

También sucedió que los hijos de Rebeca tuvieron un mismo padre, que fue
nuestro antepasado Isaac. Sin embargo, antes de que los mellizos nacieran, o
hicieran algo bueno o malo, y para confirmar el propósito de la elección divina,
no en base a las obras, sino al llamado de Dios, se le dijo a ella: “El mayor servirá
al menor”. Y así está escrito: “Amé a Jacob, pero aborrecí a Esaú”. ¿Qué
concluiremos? ¿Es Dios injusto? ¡De ninguna manera! Es un hecho que a Moisés
le dice: “Tendré clemencia de quien yo quiera tenerla, y seré compasivo con
quien yo quiera serlo”. Por lo tanto, la elección no depende del deseo ni del

esfuerzo humano, sino de la misericordia de Dios.

Romanos 9:10-16

Pablo les recuerda a los romanos lo que Dios le dijo a Moisés:

“Tendré clemencia de quien yo quiera tenerla, y seré compasivo

con quien yo quiera serlo”. El principio es el de la soberanía de la

misericordia y la gracia de Dios. Por definición, la gracia no es

algo que Dios esté obligado a mostrar. Es Su soberana

prerrogativa darla o retenerla. Si la gracia fuera una deuda no

sería gracia. La justicia obliga pero la gracia, por esencia, es libre


y voluntaria.

La razón por la que Dios escoge a los objetos de Su misericordia


es solamente el buen propósito de Su voluntad. Pablo lo deja

muy claro. “Alabado sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo,

que nos ha bendecido en las regiones celestiales con toda

bendición espiritual en Cristo. Dios nos escogió en Él antes de la


creación del mundo, para que seamos santos y sin mancha
delante de Él. En amor nos predestinó para ser adoptados como

hijos suyos por medio de Jesucristo, según el buen propósito de


Su voluntad…” (Ef 1:3-5).

Que Dios escoja según el buen propósito de Su voluntad no

quiere decir que Su decisión sea arbitraria. Una decisión


arbitraria no responde a ninguna razón. Aunque la teología

reformada insiste en afirmar que Dios escoge sin basarse en lo


que sabe que vendrá en las vidas de las personas, no quiere decir

que Su decisión no responda a ninguna razón. Simplemente


afirma que la razón no es algo que Dios vea en nosotros. En Su

voluntad misteriosa e inescrutable, Dios escoge por razones que

solo Él conoce. Él escoge como le plazca porque es Su derecho

divino. Su placer se conoce como Su beneplácito o buen

propósito. Si algo le place a Dios, debe ser bueno. No hay placer

malo en Dios.

En todas las versiones del semipelagianismo, a fin de cuentas el

fundamento de la decisión de Dios inevitablemente radica en las

acciones de los hombres. Ahí es donde vemos la invasiva

influencia del pelagianismo en la iglesia moderna. Pablo afirma

enfáticamente que la razón de la decisión de Dios al escoger a

Jacob en lugar de Esaú no tuvo que ver con las acciones de

ninguno de los dos. Lo primero que vemos en la afirmación del


apóstol es que se refiere a individuos. Algunos plantean que

Pablo se está refiriendo a naciones o grupos y que la elección no


tiene que ver con individuos. Aparte del hecho de que las

naciones están compuestas de individuos, el punto a destacar es


que Pablo explica la elección citando como ejemplos de la

elección soberana de Dios a dos individuos reales, históricos.


Estos individuos eran sumamente cercanos, no solo eran

hermanos, sino que eran mellizos.


Pablo señala que el decreto de elección de Dios se dio a conocer

antes de que los mellizos hubieran nacido o hecho algo, ya sea

bueno o malo. ¿Por qué dice esto el apóstol? ¿Cuál es el


propósito literario o didáctico al decir que los mellizos aún no

habían hecho nada bueno ni malo? La postura de la elección

condicional por presciencia está de acuerdo con que la elección

de Dios ocurrió antes de que los mellizos hubieran nacido y antes

de que hubieran hecho algo, bueno o malo. Pero eso es hablar de

lo que es obvio. La postura de la elección por presciencia procede

a afirmar que el decreto de Dios se basó en las futuras acciones y

decisiones de los mellizos. Pero el apóstol no dice eso en ninguna


parte. Si Pablo hubiese querido enseñar la postura de la

presciencia, lo hubiera dicho claramente. Pero lo que tenemos

aquí es más que un argumento a partir del silencio. Pablo afirma

con claridad que no fueron las acciones de Jacob o Esaú las que

definieron la decisión soberana de Dios entre Jacob y Esaú: “Por

lo tanto, la elección no depende del deseo ni del esfuerzo


humano, sino de la misericordia de Dios”.

En el arminianismo, el factor decisivo en la elección de Dios es


la disposición del creyente. ¿De qué otra manera podría el

apóstol dejar más claro que así no funciona que diciendo que “no
depende del deseo ni del esfuerzo humano”? Los arminianos y

los semipelagianos finalmente basan su comprensión de la


elección en el deseo o esfuerzo del individuo y no en la soberana
gracia de Dios. La visión de la presciencia no es tanto una

explicación de la doctrina bíblica de la elección, sino una

flagrante negación de esta doctrina bíblica.

La elección y la justicia de Dios

En Romanos, Pablo hace una pregunta retórica. “¿Qué

concluiremos? ¿Acaso es Dios injusto?”. ¿Por qué hace Pablo esta

pregunta? Pablo era un maestro por excelencia. Se anticipa a las

objeciones que surgirían ante su planteamiento y las ataca de


frente. ¿Qué objeción tiene en mente cuando hace la pregunta

acerca de la justicia de Dios?

Primero, consideremos la perspectiva de la elección por

presciencia. ¿Qué objeciones incluyen la acusación de que Dios

es injusto? Ninguna. La noción de la elección condicional está

diseñada para proteger dos frentes: por un lado, una idea


particular acerca de la libertad humana, y por otro lado, una

idea particular acerca de Dios. Se busca proteger a Dios de la


acusación de que es injusto, arbitrario, porque escoge personas

para salvación sin tomar en cuenta sus propias decisiones. En


resumen, oponerse a la noción arminiana o semipelagiana de la

elección no implica poner en duda la justicia de Dios. Si Pablo


estuviera sosteniendo la postura de la presciencia difícilmente
estaría anticipándose a una objeción al respecto.

La objeción a la que Pablo se anticipa es algo que los calvinistas


escuchan constantemente: que la doctrina calvinista de la

elección arroja una sombra de duda sobre la justicia de Dios. La


queja que se hace oír ruidosa y frecuentemente es que la elección

incondicional involucra a Dios en una forma de injusticia.

Deduzco que Pablo se anticipó a todas las objeciones que

enfrentan los calvinistas porque enseñaba la misma doctrina de

la elección que enseñan los calvinistas. Cuando nuestra doctrina

de la elección es atacada, me conforta saber que estamos bien

acompañados, con Pablo mismo, al enfrentar los reparos de los

que se oponen a la elección incondicional.

La idea de que podría haber injusticia en Dios tiene que ver con

el hecho de que Dios escoge a algunos para salvación y a otros

no. No pareciera ser justo o “correcto” que Dios otorgue gracia a

algunos y no a otros. Si la decisión de bendecir a Jacob en lugar

de Esaú fue tomada antes de que nacieran o hicieran algo, bueno


o malo, y si la decisión no tuvo que ver con sus acciones o

reacciones futuras, entonces la pregunta obvia es ¿por qué uno


recibió la bendición y el otro no? Pablo responde apelando a las

palabras de Dios a Moisés: “Tendré clemencia de quien yo quiera


tenerla”. Es la prerrogativa de Dios dispensar Su gracia como

mejor le parezca. No les debía ni a Jacob ni a Esaú ninguna


medida de gracia. Si no hubiese escogido a ninguno de los dos no

habría violado ningún precepto de justicia o rectitud.


Sigue pareciendo que si Dios le otorga gracia a una persona

“debería”, en aras de la justicia, darle la misma gracia a otros. Es

precisamente este “deber” el que es ajeno al concepto bíblico de


gracia. De entre toda la humanidad caída, de todos los culpables

de pecado ante Dios que están expuestos a Su justicia, nadie tiene

derecho a exigir la misericordia de Dios. Si Dios escoge tener

misericordia de algunos de ese grupo, eso no lo obliga a hacer lo

mismo con el resto.

Sin duda, Dios tiene el poder y la autoridad para otorgar Su

gracia salvadora a toda la humanidad. Pero es claro que no ha

optado por ello. No todos los hombres serán salvos a pesar del

hecho de que Dios tiene el poder y el derecho a salvarlos a todos

si le place. Es igualmente claro que no todos se pierden. Dios

podría haber escogido no salvar a ninguno. Él tiene el poder y la

autoridad para ejecutar Su recta justicia sin salvar a nadie. En la


realidad, Él escoge a algunos y a otros no. Aquellos que son

salvos son los beneficiarios de Su soberana gracia y misericordia.


Aquellos que no son salvos no son víctimas de su crueldad o

injusticia; son receptores de Su justicia. Nadie recibe castigo de


la mano de Dios sin merecerlo. Algunos reciben gracia de Su

mano sin merecerlo. Que le plazca tener misericordia no quiere


decir que el resto “merezca” lo mismo. Si la misericordia fuera

merecida, entonces en realidad no sería misericordia, sino


justicia.
La historia bíblica deja en claro que aunque Dios nunca es

injusto con nadie, no trata a todos de la misma manera. Por

ejemplo, Dios en Su gracia llamó a Abraham y lo sacó del


paganismo en Ur de los caldeos, e hizo un pacto de gracia con él

que no hizo con otros paganos. Dios se reveló a Moisés de una

manera que no lo hizo con el faraón. Dios le dio a Saulo de Tarso

una bendita revelación de la majestad de Cristo que no le dio a

Pilato o Caifás. Puesto que Dios tuvo tanta gracia con Pablo aun

cuando era un violento perseguidor de los cristianos, ¿estaba

entonces obligado a beneficiar con la misma revelación a Pilato?

¿O acaso Saulo tenía alguna cualidad virtuosa que hiciera que

Dios se inclinara por él en lugar de Pilato? Podríamos actualizar

la pregunta y plantear hoy algo similar. Los que somos creyentes

debemos preguntarnos por qué es que hemos llegado a la fe

cuando muchos de nuestros amigos no. ¿Pusimos nuestra fe en


Cristo porque somos más inteligentes que ellos? Si fuera así, ¿de

dónde vino esa inteligencia? ¿Es algo que nos ganamos o


merecemos? ¿O fue la inteligencia misma un regalo que

recibimos del Creador? ¿Respondimos positivamente al


evangelio porque somos más virtuosos o mejores que nuestros

amigos?

Todos sabemos las respuestas a estas preguntas. No puedo dar

una explicación adecuada de por qué yo llegué a tener fe en


Cristo y algunos de mis amigos no. Solo puedo mirar hacia la

gloria de la gracia que Dios tuvo conmigo, una gracia que no

merecí entonces y no merezco ahora. Aquí llegamos al meollo


del asunto, y nos damos cuenta de si acaso estamos albergando

un orgullo secreto, creyendo que merecemos la salvación más

que otros. Eso sería un gran insulto a la gracia de Dios y un

monumento a la arrogancia. Es un retroceso a la peor forma de

legalismo, donde ponemos nuestra confianza en nuestro

esfuerzo.

La elección y la capacidad moral

Aquellos que prefieren hablar de una elección condicional o

algún tipo de presciencia como razón para la elección enfrentan

graves dificultades. Están obligados a suponer que las personas

caídas son moralmente capaces de responder positivamente al

evangelio. Esa es una suposición semipelagiana porque


presupone que el pecado original debilita la voluntad, pero no la

deja incapacitada moralmente para volverse hacia Dios.


Significa que a pesar del pecado original se conserva alguna

capacidad espontánea, en la carne, que se puede inclinar hacia


las cosas espirituales. Dijimos antes que si uno acepta la doctrina

de la total depravación, el siguiente punto del acróstico TULIP,


la elección incondicional, se sigue necesariamente. Si uno es

incapaz de cumplir con las condiciones entonces la elección tiene


que ser incondicional. Si el concepto reformado del pecado

original es correcto, entonces Dios sabe que ninguna criatura


escogerá seguir a Cristo en el futuro. Dios ya sabría desde la

eternidad que, sin ayuda, las personas caídas no escogerán a

Cristo. Como hemos visto, el evangelio de Juan nos enseña que

Cristo abordó el tema de la siguiente manera:

Jesús dijo: “Sin embargo, hay algunos de ustedes que no creen”. Es que Jesús

conocía desde el principio quiénes eran los que no creían y quién era el que iba a
traicionarlo. Así que añadió: “Por esto les dije que nadie puede venir a Mí, a
menos que se lo haya concedido el Padre”. Desde entonces muchos de Sus
discípulos le volvieron la espalda y ya no andaban con Él. Así que Jesús les
preguntó a los doce: “¿También ustedes quieren marcharse?”. “Señor —contestó
Simón Pedro—, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”.

Juan 6:64-68

Jesús enseña que nadie puede venir a Él si el Padre no se lo

concede. Juan conecta esto con el comentario de que Jesús sabía


desde un comienzo quiénes no creerían y lo traicionarían. Una

vez más, la reacción ante la enseñanza de Jesús es reveladora:


muchos de sus discípulos lo abandonaron. ¿Por qué se

ofendieron con las palabras de Jesús? Si miramos las palabras


con un lente arminiano, no encontramos motivo para ofenderse.
Pero cuando entendemos que Jesús está enseñando acerca de la

incapacidad moral y la completa dependencia de la gracia de


Dios, también se entiende por qué se ofendieron. La doctrina de

la incapacidad moral ha ofendido a muchos, y muchos han


rechazado la teología reformada precisamente por ella.

Igualmente interesante es la reacción de Pedro a las palabras

de Jesús. Jesús le pregunta a Pedro: “¿Tú también te quieres

ir?”. “Señor, ¿a quién iremos?”, responde Pedro. “Tú tienes

palabras de vida eterna”. Esta respuesta sugiere que Pedro no

estaba del todo contento con la enseñanza de Jesús. Quizás


estaba diciendo: “No me gusta esta doctrina más de lo que les

gusta a los que se fueron, pero ¿adónde más podemos ir? Tú eres

nuestro maestro, en quien confiamos. Tú tienes palabras de vida

eterna, así que me quedaré contigo aunque enseñes cosas


difíciles”.

Anteriormente, en el evangelio de Juan, Jesús dice algo similar

en cuanto a la incapacidad moral: “Dejen de murmurar —replicó

Jesús—. Nadie puede venir a Mí si no lo atrae el Padre que me

envió, y yo lo resucitaré en el día final”(Jn 6:43-44). La palabra

clave aquí es atrae. ¿Qué implica esta atracción? La explicación


que he escuchado a menudo es que, para que una persona venga

a Cristo, Dios el Espíritu Santo primero debe seducirla o


estimularla a venir. No obstante, es posible que la persona se

resista o rechace la estimulación. Aunque este estímulo es una


condición necesaria para venir a Cristo, no es condición
suficiente. Es necesaria, pero no obliga. No podemos venir a

Cristo sin ser estimulados, pero ese estímulo no garantiza que


vengamos a Cristo.

Estoy convencido de que esa explicación es incorrecta, pues

violenta el texto de la Escritura, en particular el significado

bíblico de atraer. La palabra griega es elkō. Gerhard Kittel, en su

Theological Dictionary of the New Testament, lo define como

“obligar por medio de una superioridad irresistible”. Lingüística

y lexicográficamente, la palabra significa “compeler”.2

“Compeler” es mucho más fuerte que “estimular”. Para entender


la fuerza de este verbo, examinemos dos textos del Nuevo

Testamento donde se usa elkō. El primero es Santiago 2:6: “¡Pero

ustedes han menospreciado al pobre! ¿No son los ricos quienes

los explotan a ustedes y los arrastran [elkō] ante los tribunales?”.

Si cambiamos la palabra arrastrar por estimular o atraer diría:

“¿No son los ricos quienes los explotan a ustedes y los atraen

ante los tribunales?

El segundo texto es Hechos 16:19: “Cuando los amos de la joven


se dieron cuenta de que se les había esfumado la esperanza de

ganar dinero, echaron mano a Pablo y a Silas y los arrastraron


[elkō] a la plaza, ante las autoridades. Sería ridículo decir que

Pablo y Silas fueron estimulados o atraídos a las autoridades.


Una vez que los habían tomado por la fuerza, no podían ser
atraídos. El texto indica claramente que fueron compelidos a ir

ante las autoridades.


En una ocasión me pidieron que participara en un debate

formal sobre el tema de la elección en un seminario arminiano.

Mi oponente era jefe del departamento de estudios del Nuevo


Testamento. En un momento clave del debate nos centramos en

la acción del Padre al “atraer” a las personas a Cristo. Mi

oponente aludió a Juan 6:44 para respaldar su argumento

diciendo que Dios “atrae” a los hombres a Cristo, pero que nunca

los compele. Insistió en que la influencia divina sobre el hombre

caído se restringe a atraer, lo que él interpretaba como

“estimular”.

En ese momento lo remití a Kittel y a los demás textos del

Nuevo Testamento que traducen la palabra elkō como arrastrar.

El profesor estaba preparado. Citó un ejemplo de la tragedia

griega en la que se usa la misma palabra para describir la acción

de sacar agua de un pozo. Me miró y dijo: “Bien, profesor Sproul,


¿acaso uno arrastra el agua de un pozo?”. Inmediatamente el

público estalló en risas por este uso de la palabra griega. Cuando


pasaron las risas, le respondí: “No, señor. Admito que no se

arrastra el agua del pozo, pero ¿cómo sacamos el agua del pozo?
¿La estimulamos? ¿Nos paramos al borde del pozo y gritamos:

‘Aquí agua, ven aquí, ven’?”.

Es tan necesario que Dios nos vuelva hacia Cristo como es

necesario que subamos el balde para beber agua del pozo. El agua
no saldrá sola, por mucho que le roguemos.

El tema de atraer o estimular requiere mayor examen. Cuando

los arminianos hablan del estímulo del Espíritu ¿están diciendo

que la acción del Espíritu es externa o interna en la persona? ¿Es

la atracción simplemente un tirón externo de la predicación de

la Palabra? ¿O es que el Espíritu Santo de alguna forma penetra

en el alma y luego hace Su obra de convencimiento? ¿Es un

intento de persuasión interna? Si ese es el caso, entonces la


acción del Espíritu es externa al alma, puesto que no hace nada

que compela al alma.

En este punto, los arminianos tienen otras preguntas difíciles

de responder. Dos importantes cuestiones son las siguientes: (1)

¿Atrae Dios a todos de la misma manera? (2) ¿Por qué es que

algunos responden favorablemente al estímulo del Espíritu?

En cuanto a la primera pregunta, si Dios no atrae a todos de la


misma manera, entonces todas las objeciones al concepto

reformado de elección incondicional son pertinentes aquí


también. ¿Acaso Dios no atrae a todos los hombres por igual
dado que algunos tienen más capacidad de responder que otros?

El que es arminiano puede responder que Dios atrae solo a


aquellos que sabe que responderán favorablemente. Si es así,

entonces Dios ni siquiera atrae a los que nunca llegan a la fe.


Muy pocos arminianos están dispuestos a afirmar eso.
La segunda pregunta es: ¿por qué algunos responden

favorablemente al estímulo del Espíritu Santo en lugar de

rechazar ese estímulo? Si decimos que la respuesta está en la


intensidad de la atracción (es decir, que el Espíritu Santo

estimula a algunos más que a otros) entonces volvemos a

toparnos con el problema de la elección soberana. Si decimos

que algunos responden favorablemente al estímulo por algo que

hay en ellos, entonces la raíz última de la salvación es la obra

humana. ¿Es que algunos responden positivamente debido a una

mayor inteligencia o mayor virtud? Si es así, entonces tenemos

de qué jactarnos.

Cuando planteo esta pregunta a amigos arminianos,

rápidamente se dan cuenta del dilema e intentan evitarlo

diciendo: “Ciertamente no es un tema de alguna virtud superior

inherente en aquellos que responden positivamente. Los que


responden lo hacen porque ven su necesidad de Cristo con

mayor claridad”. Con esta réplica se enredan aún más en la


trampa. Esa respuesta solo posterga el problema un paso más.

¿Por qué algunos ven su necesidad de Cristo con mayor

claridad? ¿Han recibido mayor iluminación de parte del Espíritu


Santo? ¿Son más inteligentes? ¿Están menos prejuiciados y más
abiertos al llamado de Cristo, lo que sería en sí una virtud? No

importa cuánto dilatemos el tema, tarde o temprano debemos


enfrentar la pregunta sobre la mayor o menor virtud inherente.

Siguiendo lo que plantea Pablo en Efesios, la teología

reformada enseña que la fe es un regalo dado a los elegidos pues

Dios mismo crea la fe en el corazón del creyente. Dios cumple la

condición necesaria para la salvación y lo hace sin condición.

Veamos nuevamente las palabras de Pablo: “Porque por gracia

ustedes han sido salvados mediante la fe; esto no procede de

ustedes, sino que es el regalo de Dios, no por obras, para que


nadie se jacte. Porque somos hechura de Dios, creados en Cristo

Jesús para buenas obras, las cuales Dios dispuso de antemano a

fin de que las pongamos en práctica” (Ef 2:8-10).

Se ha generado un considerable debate en torno al significado

de la primera oración ¿Cuál es el antecedente de esto? ¿Gracia,

salvados, o fe? Las reglas de la sintaxis griega requieren que el

antecedente de esto sea la palabra fe. Pablo está afirmando lo que

toda persona reformada afirma, que la fe es un regalo de Dios. La


fe no es algo que generemos por nuestro propio esfuerzo o el

resultado de la voluntad de la carne. La fe es el resultado de la


obra soberana del Espíritu que regenera a la persona. No es

casualidad que esta afirmación concluya con un texto que


comienza con la declaración de Pablo de que se nos “dio vida”
mientras estábamos en un estado de muerte espiritual.

¿Doble predestinación?
Cada vez que surge el tema de la predestinación, viene la

pregunta “¿la predestinación es simple o doble?”. Normalmente

detrás de esta pregunta acecha solapadamente el tema del

infralapsarianismo o el supralapsarianismo. Dado que el tema es

algo arcaico, no lo tocaremos aquí. El tema de fondo es cómo se

relaciona la reprobación con la elección. La reprobación es la

otra cara de la moneda, el lado oscuro del tema que tanto

preocupa. En torno a esta doctrina de la reprobación se generó el


nombre de “decreto terrible”. Una cosa es hablar de que Dios

predestina, por gracia, para elección, pero otra muy diferente es

hablar de que Dios decrete, desde la eternidad, que ciertas


personas desventuradas sean destinadas a la condenación.

Algunos defensores de la predestinación plantean la

predestinación simple. Ellos sostienen que aunque algunos son

predestinados a ser elegidos, nadie es predestinado a la


condenación o reprobación. Dios escoge a algunos a quienes

definitivamente salvará, pero deja abierta la opción para la


salvación del resto. Dios se asegura con esto que algunos se

salven, ayudándolos de manera especial, pero el resto de la


humanidad sigue teniendo una oportunidad de salvarse. De

alguna manera pueden llegar a ser elegidos al responder


positivamente al evangelio.

Esta noción se basa más en los sentimientos que en la lógica o


en la exégesis. Es claramente evidente que algunos son elegidos y

otros no, entonces la predestinación tiene dos caras. No basta

con hablar de Jacob, también debemos considerar a Esaú. A


menos que la predestinación sea universal (ya sea elección

universal o reprobación universal), tiene que ser doble, en algún

sentido.

Dado que la Biblia enseña tanto la elección como el

particularismo, no podemos evitar el tema de la doble


predestinación. La pregunta no es si la predestinación es doble,

sino cómo. Una de las alternativas es tan aterradora que muchos

rehúyen completamente el término doble predestinación. Esta

temible noción se llama finalidad igualitaria y se basa en una

visión simétrica de la predestinación. Esta postura ve una

simetría entre la obra de Dios en la elección y Su obra en la

reprobación. Busca un equilibrio exacto entre ambas. Tal como


Dios interviene en las vidas de los elegidos para crear fe en sus

corazones, asimismo interviene en los corazones de los réprobos


para poner incredulidad. Esto último se infiere de textos bíblicos

que dicen que Dios endurece el corazón de ciertos individuos.

La teología reformada clásica rechaza la doctrina de la


finalidad igualitaria. Aunque algunos han llamado a esta
doctrina “hiper-calvinismo” yo prefiero llamarla “sub-

calvinismo” o, para ser más preciso, “anti-calvinismo”. Aunque


el calvinismo sí afirma cierta forma de doble predestinación, no

plantea la finalidad igualitaria. La visión reformada hace una

distinción clave entre los decretos positivos y negativos. Dios


decreta positivamente la elección de algunos y decreta,

negativamente, la reprobación de otros. La diferencia entre

positivo y negativo no se refiere al resultado (aunque el

resultado efectivamente es positivo o negativo), sino a la manera

en que Dios ejecuta sus decretos en la historia.

El aspecto positivo es la intervención activa de Dios en la vida

de los elegidos para producir fe en el corazón de ellos. Lo

negativo se refiere a que Dios pasa por alto a los réprobos y

retiene de ellos Su gracia regeneradora. No se refiere a que Dios

ponga incredulidad en sus corazones.

Calvino comenta al respecto: “Ahora bien, si de verdad no nos

avergonzamos del evangelio, necesariamente debemos reconocer

aquello que se declara abiertamente: que Dios, por Su eterna


buena voluntad (que no tiene otra causa que Su propio

propósito), designó a quienes le plació para salvación,


rechazando a los demás. Y a aquellos que bendijo con Su libre

adopción para ser Sus hijos también los iluminó por Su Santo
Espíritu para que puedan recibir la vida que se les ofrece en
Cristo; mientras que a otros, que continúan en incredulidad por

voluntad propia, quedan destituidos de la luz de la fe, en total


oscuridad”.3

Para Calvino y otros reformadores, Dios pasa por alto a los

réprobos, dejándolos en su condición. No los obliga a pecar ni

pone maldad en sus corazones. Los deja en su condición natural,

siguiendo sus deseos, y siempre escogen rechazar el evangelio.

Tabla 7.2

Predestinación de los elegidos (PE) y de los réprobos (PR)


Calvinismo ortodoxo
Hiper-calvinismo

PE es positiva PE es positiva

PR es negativa PR es positiva

PE y PR son asimétricas PE y PR son simétricas

La finalidad de PE y la finalidad de PR no La finalidad de PE y la finalidad de PR


son igualitarias son igualitarias

PR: Dios produce incredulidad


PR: Dios pasa por alto el réprobo
en el corazón del réprobo

Una vez escuché al rector de un seminario presbiteriano

responder una pregunta sobre la predestinación y dijo: “No creo

en la predestinación porque no creo que Dios arrastre a las


personas, gritando y pateando, en contra de su voluntad, hacia

su reino, mientras que le niega la entrada a aquellos que sí

quieren estar ahí”. Su respuesta me sorprendió, no solo porque

la respuesta del rector, desestimando la predestinación, es una


violación flagrante de sus votos de ordenación en la iglesia

presbiteriana, sino también porque mostraba una clara falta de


comprensión de una doctrina que debía haber conocido bien.

La teología reformada no enseña que Dios arrastre a los


elegidos, “gritando y pateando, en contra de su voluntad”, hacia

Su reino. Más bien enseña que Dios obra de tal modo en los
corazones de los elegidos que ellos deciden venir a Cristo. Vienen

a Cristo porque quieren. Quieren venir porque Dios ha creado en

ellos un deseo por Cristo. Asimismo, los réprobos no quieren


venir a Cristo. No tienen deseo alguno por Cristo y huyen de Él.

La tabla 7.2 describe la diferencia entre el calvinismo ortodoxo

y lo que se conoce como hiper-calvinismo. En esta tabla vemos el

esquema positivo-negativo del calvinismo, en el cual Dios obra

activamente en la vida y el corazón de los elegidos, mientras que


pasa por alto a los réprobos o los deja en su estado natural. Es

importante recordar que en Su decreto de elección, Dios

considera a toda la humanidad como criaturas caídas. Escoge

redimir a algunos de este estado y dejar al resto en ese mismo

estado. Interviene en las vidas de los elegidos y no interviene en

las vidas de los réprobos. Un grupo recibe misericordia y el otro

recibe justicia.

El concepto de justicia involucra todo lo que es justo. El


concepto de no justicia incluye todo lo que está afuera del

concepto de justicia: la injusticia que viola la justicia es malvada;


y la misericordia que no viola la justicia no es malvada. Dios tiene

misericordia con algunos y deja el resto a la justicia. Nadie es


tratado con injusticia. Nadie puede acusar a Dios de ser injusto.

Cuando Pablo habla de que Dios amó a Jacob y aborreció a


Esaú (Ro 9:13), este “aborrecer” divino no es comparable al odio
humano. Es un odio santo (ver Sal 139:22). El odio divino nunca

es malicioso. Retiene el favor. Dios está “a favor” de los elegidos

de una manera especial y despliega Su amor por ellos. Aleja Su


rostro de los malvados que no son el objeto de Su gracia especial.

Aquellos a quienes ama con Su “amor de complacencia” reciben

Su misericordia. Aquellos a quienes Dios “odia” reciben Su

justicia. Nadie es tratado de forma injusta.

Concluimos que la elección de la que habla la Biblia es


incondicional. Ninguna acción prevista de los elegidos puede ser

la causa de su elección. El creyente efectivamente cumple los

requisitos para la salvación o justificación, pero lo hace porque

Dios cumple estas condiciones por él por Su gracia soberana.

Calvino lo resumió de esta manera:

No todos admiten lo que hemos dicho; hay muchos que se oponen y

principalmente a la elección gratuita de los fieles. Comúnmente, se piensa que


Dios escoge de entre los hombres a uno u otro conforme ha previsto que habían
de ser los méritos de cada uno y así adopta por hijos a los que ha previsto que no
serán indignos de Su gracia; mas a los que sabe que han de inclinarse a la malicia
e impiedad los deja en su condenación. Esta gente hace de la presciencia de Dios
como un velo con el que no solamente oscurecen Su elección sino incluso hacen
creer que su origen lo tiene en otra parte.4
E
l axioma primordial de toda la teología reformada es: “La
salvación es del Señor”. La salvación es una obra divina.

Es diseñada y ordenada por el Padre, cumplida o completada por

el Hijo y aplicada por el Espíritu Santo. Las tres personas de la

Trinidad están en un eterno acuerdo acerca del plan de

redención y su ejecución. En cuanto a la diferencia entre la

teología reformada y la teología arminiana, J. I. Packer escribió:

La diferencia entre ambas no es el énfasis, sino el contenido. Una afirma que Dios
salva; la otra dice que Dios capacita al hombre para que se salve a sí mismo. Una
plantea los tres grandes actos de la Santa Trinidad para recuperar a la humanidad
perdida: el Padre elige, el Hijo redime, el Espíritu Santo llama. Estos actos están

dirigidos hacia el mismo grupo de personas y aseguran su salvación de forma


infalible. La otra le da a cada acto una referencia diferente (el objeto de la
redención es toda la humanidad, el llamado, para los que oyen el evangelio, y la
elección, para los que oyendo responden) y niega que la salvación de alguien sea
segura por alguno de estos actos. Estas dos teologías comprenden el plan de
salvación de formas muy diferentes. Una plantea que la salvación depende de la
obra de Dios, la otra que depende de la obra del hombre.1
En ese mismo ensayo, Packer dice que el concepto arminiano,

tal como fue discutido en el Sínodo de Dort en 1618, declara que

“la muerte de Cristo no asegura la salvación de nadie, porque


ella no asegura el don de la fe para nadie (no hay tal don); lo que

hizo fue más bien crear la posibilidad de salvación para todo el

que cree”.2

Tabla 8.1

El tercer pétalo del “TULIP”


1 Depravación total La corrupción radical de la humanidad
2 Elección incondicional La elección soberana de Dios
3 Expiación limitada El sacrificio con propósito de Cristo
4 Gracia irresistible El llamado eficaz del Espíritu
5 Perseverancia de los santos La divina preservación de los santos

La pregunta que la doctrina de la expiación limitada busca

responder es esta: ¿es Cristo un salvador real o meramente un

salvador “potencial”? La doctrina de la expiación (tercer punto

del acróstico) es quizás la más controvertida de las cinco. La

noción de que la expiación sea “limitada” llega al meollo del


asunto. La pregunta en otras palabras es: “¿Cristo murió para

expiar los pecados de cada ser humano, o murió para expiar los

pecados de los elegidos solamente?

Claramente, las opciones son que la expiación de Cristo es

limitada o ilimitada. No hay otra alternativa, no hay un tertium

quid. Si es ilimitada, en un sentido absoluto, entonces ya se han

expiado los pecados de cada persona. Cristo entonces ya ha

hecho propiciación por los pecados de todos y los expió también.

Si eso es así, nos lleva a concluir entonces que la salvación es


universal. No obstante, la mayoría de los arminianos,

dispensacionalistas y otros semipelagianos que rechazan la


expiación limitada también rechazan el universalismo. El
arminianismo histórico adopta el particularismo: no todos son

salvos, solo un número particular lo es. Ese grupo en particular


de los salvados son aquellos que responden con fe al

ofrecimiento del evangelio. Solo aquellos que creen reciben los


beneficios del sacrificio salvífico de Cristo. La persona que no

responde con fe a la obra salvífica de Cristo queda con sus

pecados sin expiar, sin la propiciación de la cruz y sin satisfacer


la justicia de Dios.

En esta perspectiva, la fe no solo es una condición para la

redención, sino que es también la razón de la redención. Si la

expiación no es eficaz sin la fe, entonces la fe tiene que ser

necesaria para satisfacer la justicia divina. Aquí la fe se


transforma en una obra trascendental, puesto que su presencia o

ausencia en el pecador va a determinar la eficacia de la obra de

satisfacción de Cristo por la persona.

Ya puedo escuchar los alaridos de los partidarios de Arminio.

Insistentemente repudian la idea de que la fe añada algún

“valor” a la obra completa de Cristo o la eficacia de la obra

satisfactoria de Cristo. La fórmula que normalmente usan es que

la expiación de Cristo es suficiente para todos, pero eficaz para


algunos solamente.

Los teólogos reformados no cuestionan que el valor de la


expiación de Cristo sea suficiente para cubrir los pecados de toda

la humanidad caída. El valor de Su sacrificio es ilimitado. Su


mérito es suficiente para cubrir la falta de mérito de todos los

que pecan. También concordamos en que la expiación es


eficiente solo para algunos, algo que se encuentra al centro de la
doctrina de la expiación limitada.

Cuando hablamos de la suficiencia de la expiación, no

obstante, tenemos que hacernos una pregunta: ¿es ella una

satisfacción suficiente de la justicia divina? Si es suficiente para

satisfacer a Dios en lo que demanda en Su justicia, entonces

nadie tendría razón para preocuparse de algún castigo futuro. Si

Dios acepta que una persona pague por la deuda moral de otro,

¿le cobrará el pago a esa misma persona después? Obviamente la


respuesta es no.

Esto quiere decir que si Cristo cumplió, de manera real y

objetiva, con lo que demanda la justicia de Dios para todos,

entonces todos deberían ser salvos. Una cosa es estar de acuerdo

con que la fe es condición necesaria para recibir los beneficios

(salvación y sus frutos) de la obra salvífica de Cristo. Otra

distinta es decir que la fe es una condición necesaria para

satisfacer a la justicia divina. Si la fe es una condición para


cumplir con lo que la justicia de Dios demanda, entonces la

expiación en sí misma no es suficiente para satisfacer esas


demandas. De hecho, la expiación no sería “suficiente” para

nadie, mucho menos para todos. La satisfacción completa no se


lograría hasta que la persona aporte su fe a la expiación.

Nuevamente, se oirá la protesta de los arminianos diciendo


que ellos en realidad no hacen de la fe una obra de satisfacción.
La fe es una condición necesaria, dicen, no una obra de

satisfacción. Pero eso no elimina el dilema: ¿se efectúa la

satisfacción divina sin fe? Si la respuesta es sí, entonces no


queda satisfacción para imponerle al pecador no arrepentido. Si

la respuesta es no, entonces la fe claramente es necesaria para la

satisfacción y eso es algo que el pecador debe aportar.

El gran teólogo puritano John Owen dijo:

Primero, si la deuda completa de todos fue pagada eliminando toda obligación,


¿cómo es que ocurre que tantos están encerrados en una prisión eterna, nunca
libres de su deuda? Segundo, si el Señor, tal como un acreedor, debe eliminar

toda obligación y cesar todo litigio en contra de los deudores cuyas deudas han
sido pagadas, ¿de dónde surge la ira que humea en contra de algunos por la
eternidad? Que nadie me diga que es porque ellos no son dignos del beneficio
otorgado porque no ser digno es parte de la deuda que ya ha sido pagada por
completo puesto que…la deuda pagada son todos nuestros pecados. Tercero, ¿es
probable que Dios requiera de alguien un segundo pago por aquellos que por Su

propia admisión Cristo ya ha pagado de forma completa y suficiente?3

Quiero analizar el beneficio de la expiación de Cristo para mí.

Yo soy un creyente en Cristo. Hoy disfruto del beneficio de la


expiación que se hizo por mí hace siglos. Ese sacrificio

expiatorio, ¿satisfizo todo lo que Dios requiere como pago por


mis pecados? Si lo hizo, entonces pagó todo el castigo de mi

pecado por mi pasada incredulidad. ¿Ese pago fue hecho antes de


que yo creyera? ¿O es que el sacrificio de Cristo no estuvo

completo hasta que yo tuve fe? ¿Cubrió Su muerte mi


incredulidad o no? Si lo hizo, ¿por qué entonces esa expiación no
cubre la incredulidad de los incrédulos? Esa expiación cubre mi

incredulidad pasada pero no la incredulidad actual de los

incrédulos. Los que abogan por una expiación ilimitada plantean


que el pecado de incredulidad no es cubierto hasta que la

persona tiene fe. Entonces eso hace que la fe logre que el

sacrificio de Cristo sea eficaz para mí.

Si la expiación necesita de la fe, entonces la obra de Cristo en

realidad es mera potencialidad. En sí misma no salva a nadie.


Solo hace posible la salvación. Teóricamente hablando, debemos

hacer una pregunta obvia. ¿Qué pasaría con la obra de Cristo si

nadie creyera? Al menos tiene que ser una posibilidad teórica.

En ese caso, Cristo habría muerto en vano. Habría sido un

salvador potencial para todos pero un salvador real para nadie.

“Eso no es más que especulación”, dirá el arminiano. La

realidad es que muchos han tenido y tienen fe en Cristo. Cristo

es un genuino Salvador. Su obra verdaderamente salva a las


personas. Además, cuando nuestro Dios omnisciente envió a

Cristo al mundo para expiar los pecados, sabía que no sería un


trabajo inútil. El Padre sabía que estaría satisfecho con la obra de

Su Hijo. También el Hijo vería el esfuerzo de Su propia alma y


estaría satisfecho.

Esta satisfacción divina, sin embargo, sería limitada. Si Dios


envió a Cristo al mundo para salvar a todos, entonces debería
estar eternamente insatisfecho con los resultados. Aunque el

Hijo pueda obtener satisfacción al saber que algunos han podido

beneficiarse de Su expiación, dicha satisfacción debería ser


parcial, dado que muchos no han disfrutado del beneficio.

Esto plantea un punto cardinal de la doctrina de la expiación

limitada. La pregunta final tiene que ver no tanto con suficiencia

o eficiencia de la expiación, sino con su designio. ¿Cuál fue el

propósito original o la intención de Dios al enviar a Su Hijo al


mundo? ¿El plan divino era hacer de la redención una

posibilidad o una certeza?

Si Dios planeó redimir a todos, ¿falló Su plan? ¿Sabía Dios de

antemano quiénes creerían y quiénes no? ¿Era parte de este plan

la fe de los creyentes?

Las respuestas a estas preguntas dependerán de nuestra

comprensión del carácter de Dios, de Su soberanía y


omnisciencia.

La voluntad de Dios y la redención

La Biblia dice que Dios “no quiere que ninguno se pierda” (2P

3:9, RVC). ¿Qué significa ese texto? Hay al menos cuatro


maneras de interpretar este texto y no es posible que todas sean

correctas. El primer problema es el significado de la palabra


querer —Su voluntad. La Biblia describe la voluntad de Dios de
varias maneras. El uso más frecuente se refiere a (1) Su voluntad

decretiva, (2) Su voluntad preceptiva, y (3) Su voluntad de

disposición

Su voluntad decretiva en ocasiones se llama la voluntad

soberana y eficaz de Dios, lo que significa que aquello que Él

decrete debe ocurrir con seguridad. Si Dios decreta

soberanamente que algo suceda, sucederá con toda certeza. Su

voluntad decretiva es irresistible.

La voluntad preceptiva se refiere a los preceptos o

mandamientos de Dios, las leyes que manda cumplir a sus

criaturas. Es posible que nosotros violemos Su voluntad

preceptiva. Es decir, somos capaces de pecar, de desobedecer Su

ley. No podemos hacerlo y quedar impunes, pero tenemos la

capacidad de desobedecer. Aquí se presenta la diferencia entre

poder y permitir. Poder se refiere a la capacidad de algo,

permitir se refiere a tener el permiso, la posibilidad de hacer


algo.

Tabla 8.2

La voluntad de Dios

La voluntad soberana
Voluntad decretiva No se puede resistir
y eficaz de Dios
Voluntad preceptiva Los preceptos, Se puede resistir
mandamientos de Dios

Voluntad Aquello que a Dios


Se puede resistir
de disposición le place y deleita

La voluntad de disposición, mencionada en la Escritura, se

refiere a aquello que a Dios le complace o deleita. Si aplicamos

estos diferentes conceptos de la voluntad de Dios a 2 Pedro 3:9,

obtenemos resultados diferentes:

1. Dios no quiere (es Su voluntad en el sentido soberano,

decretivo) que ninguno se pierda. Esto implicaría que cada

persona será redimida, que ninguna persona perecerá. Esta

interpretación dice más de lo que el arminiano o semipelagiano

quiere decir, pues afirma el universalismo y eso sitúa al texto en

directa contraposición con todo lo que la Biblia enseña sobre el


particularismo.

2. Dios no quiere (no es Su voluntad en un sentido preceptivo)

que ninguno se pierda. Eso quiere decir que Dios prohíbe, en un


sentido moral, que alguien se pierda. Perderse sería un acto de

desobediencia o pecado. Ahora bien, es cierto que cualquiera que


se pierda lo hace por quebrantar la ley y es culpable de múltiples

actos de desobediencia. Es posible interpretar el texto de esta


manera, pero es una alternativa improbable. Es un golpe a la
lógica decir que el texto meramente quiere decir que Dios no
“permite” que ninguno se pierda.

3. Dios no quiere (no es Su voluntad en el sentido de Su

disposición) que ninguno se pierda. Esto significa prácticamente

lo mismo que otros textos que dicen que Dios no se deleita en la

muerte del pecador. Esto describe la gracia común y el amor

general o benevolencia hacia la humanidad que Dios tiene. Un

juez humano no disfruta de su tarea al tener que condenar a un

culpable a prisión. No se alegra de impartir castigo, pero aun así


realiza su tarea a fin de preservar la justicia. Sabemos que Dios

no rebosa de alegría cuando muere un malvado, pero de alguna

manera sí está de acuerdo con la muerte de esa persona. Esto

tampoco quiere decir que Dios haga algo que en realidad no

quiere hacer. Dios quiso que Su Hijo muriera en la cruz. Él lo

dispuso, fue Su voluntad, y lo ordenó. En un sentido, a Dios le

plació herir a Su Hijo. Su placer divino no se origina en la


descarga de Su ira sobre Su amado Hijo, sino en lograr la

redención. De las tres alternativas, esta es la que mejor se ajusta


al contexto global de la Escritura.

Es necesario que le demos atención especial a la palabra

ninguno. Ninguno puede referirse a (1) ninguno dentro de una


categoría universal o (2) ninguno en una categoría limitada de
personas. Aparentemente, el texto no hace referencia a un grupo

específico de personas. Es por esto que muchos llegan a la


conclusión de que ninguno se refiere a los seres humanos en un

sentido general y universal (aunque de algún modo eso ya es una

categoría restringida puesto que excluye a ángeles y animales).

El texto completo, sin embargo, sí contiene un término que da

un sentido limitado: “El Señor… nos tiene paciencia y no quiere

que ninguno se pierda, sino que todos se vuelvan a Él” (2P 3:9).

La palabra que define o restringe es nos (nosotros). Ninguno

entonces quiere decir “ninguno de nosotros”. Esto no resuelve el


problema de una vez puesto que nos podría referirse los seres

humanos (universalmente) o a un grupo específico de nosotros.

Puesto que 2 Pedro fue escrita por un creyente, cristiano, para

creyentes cristianos, entonces es probable que nos se refiera a los

creyentes cristianos. John Owen escribió:

¿Quiénes son estos de los que escribe el apóstol? Aquellos que habían recibido

“preciosas y grandísimas promesas” (2P 1:4), a quienes llama “amados” (2P 3:1); a
quienes distingue de los “burladores” de “los últimos días” (2P 3:3); a quienes el
Señor tiene en consideración al disponer aquellos días; de quienes se dice que son
“escogidos” (Mt 24:22). Ahora bien, decir que porque Dios no permite que
ninguno de ellos perezca sino que todos vengan al arrepentimiento significa que
esa es Su voluntad para todos los demás en el mundo (incluso a aquellos que
nunca se les revela Su voluntad, ni son llamados al arrepentimiento, y nunca
oyen de la salvación) verdaderamente resulta ser poco menos que locura y

necedad extremas.4

Owen explica que no se refiere a los escogidos por Dios, de

modo que Él no quiere que ninguno de sus elegidos perezca. En


dicho caso, el texto está hablando de la voluntad de Dios en el
sentido decretivo. Dios soberanamente decreta que ninguno de

sus escogidos perezca. El resultado final es que la meta de la

elección queda asegurada. Todos los escogidos llegan al


arrepentimiento. Todos los escogidos llegan a la fe. Todos los

elegidos son salvos. Ninguno de los elegidos perece. Este es

precisamente el propósito mismo de la elección, y ese propósito

no se ve frustrado.

El decreto de la elección divina es un decreto soberano. Es


completamente eficaz. Dios soberanamente lleva a cabo todo lo

necesario para que los escogidos sean salvos.

La omnisciencia de Dios

La omnisciencia de Dios quiere decir que Dios conoce

completamente todas las cosas, reales y potenciales. Dios conoce

no solo todo lo que es, sino lo que podría llegar a ser. Un jugador
experto de ajedrez puede ser un ejemplo de esta clase de

omnisciencia, aunque está limitado por las opciones que ofrece


el juego. Él sabe que su rival puede mover A, B, C o D, y así

sucesivamente. Cada posible jugada genera ciertas


contrajugadas. Mientras más jugadas pueda anticipar el experto,

más control tiene sobre el destino de su partida de ajedrez.


Mientras más alternativas y contra-alternativas se consideren,
más complejo y difícil será el razonamiento requerido.

En la práctica, ningún ajedrecista es omnisciente. Dios no solo


conoce todas las opciones posibles, sino cuáles realmente

ocurrirán. Él conoce el fin antes del comienzo. La omnisciencia

de Dios excluye la necesidad de aprender o la posibilidad de la


ignorancia. Si existiera la ignorancia en la mente de Dios,

entonces la omnisciencia divina sería una frase vacía, en

realidad fraudulenta. El aprendizaje siempre supone cierto nivel


de ignorancia. Sencillamente no se puede aprender lo que ya se

sabe. Para Dios no existe curva de aprendizaje. Él no tiene nada

que aprender porque no hay lagunas en Su conocimiento.

Decir que sabemos lo que ocurrirá mañana implica adivinar a

partir de la contingencia. Si le dijera a un amigo: “¿Qué harás

mañana?”, él puede responder: “Depende”. Esa palabra es un

reconocimiento de que hay eventualidades, y lo que ocurra

dependerá de ellas.

Se dice que Dios conoce todas las eventualidades, pero ninguna

de manera contingente. Dios nunca dirá “depende”. Nada es una


eventualidad para Él. Dios conoce todo lo que ocurrirá porque

ordena todo lo que efectivamente ocurre. Esto es crucial para


entender la omnisciencia de Dios. No es que conozca todo lo que

ocurrirá producto de un excelente trabajo de deducción o


suposición acerca de eventos futuros. Él los conoce con certeza
porque Él los ha decretado.

La Confesión de Fe de Westminster asevera: “Dios, desde toda la


eternidad, por el sapientísimo y santísimo consejo de Su propia

voluntad, ordenó libre e inmutablemente todo lo que acontece”.5

Esta afirmación se refiere a la eterna e inmutable voluntad

decretiva de Dios. Se aplica a todo lo que ocurre. ¿Quiere decir

esto que todo lo que ocurre es la voluntad de Dios? Sí. Agustín

matizó esta respuesta añadiendo las palabras “en cierto sentido”.

Es decir, Dios ordena “en algún sentido” todo lo que ocurre.

Nada de lo que ocurre escapa del ámbito de Su voluntad


soberana. El movimiento de cada molécula, el desarrollo de cada

planta, la caída de cada estrella, las decisiones de cada criatura

volitiva, todo esto está sujeto a Su voluntad soberana. No hay

moléculas rebeldes sueltas por el universo, fuera del control del

Creador. Si existiera una molécula así, podría aguar la eterna

fiesta. Tal como un pequeño guijarro en el riñón de Oliver

Cromwell cambió el curso de la historia de Inglaterra, una


molécula rebelde podría destruir cada promesa que Dios haya

hecho sobre el final de la historia.

Ese “cierto sentido” del que hablaba Agustín a menudo se


describe como la distinción entre la voluntad decretiva y la

voluntad permisiva de Dios. Esta distinción es válida si se usa


debidamente pero está plagada de peligros. Sugiere una falsa
dicotomía. La distinción no es absoluta: Él decreta permitir

aquello que permite. Por ejemplo, en cualquier momento de mi


vida Dios tiene el poder y la autoridad de irrumpir

providencialmente y restringir mis acciones. En una palabra, Él

puede evitar que yo peque si así lo quisiera. Si no decide evitarlo,


claramente ha elegido “permitir” que yo peque. Este acto de

permitir no equivale a un permiso para que yo peque.

Simplemente quiere decir que Él ha escogido permitir que eso

ocurra en lugar de irrumpir y evitarlo. Puesto que escoge dejar

que ocurra, en cierto sentido lo ordena o planea así.

Esto manifiesta el decreto pasivo de Dios, que es activo en

relación a Su intención, pero pasivo en cuanto a Su acción. Esto

lo vemos en la doctrina de la concurrencia providencial: las

intenciones de dos partes, Dios y el hombre, confluyen en un

mismo evento. El ejemplo bíblico más claro que vemos está en la

narrativa sobre José y sus hermanos. La traición de los

hermanos no escapó al ordenamiento divino y soberano. José les


dijo a sus hermanos: “Es verdad que ustedes pensaron hacerme

mal, pero Dios transformó ese mal en bien para lograr lo que hoy
estamos viendo: salvar la vida de mucha gente” (Gn 50:20).

La Confesión de Fe de Westminster, luego de hablar de que Dios

ordena todo lo que acontece, añade: “Pero de tal manera que Él


no es el autor del pecado, ni violenta la voluntad de las criaturas,
ni quita la libertad o contingencia de las causas secundarias, sino

que más bien las establece”.6


Las “causas secundarias”, como tales, dependen de una causa

primaria para su potencia. Dios y solo Dios es la causa primaria

en el universo. Él no solo es la primera causa, en el sentido


aristotélico del primero en una larga cadena de causas. Él es el

fundamento de todo poder causal. La Escritura declara que en

Dios “vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17:28). Dios es la

base de todo ser, toda la vida, todo movimiento. Sin Su poder

para crear y sustentar la vida, ninguna vida es posible. Sin Su

poder de ser, nada podría ser o existir. Sin Su poder de

movimiento (causalidad primaria), nada puede moverse,

cambiar, actuar o provocar efectos. Dios no es como el primer


motor inmóvil de Aristóteles. Will Durant en una ocasión

comparó el dios de Aristóteles con el Rey de Inglaterra: reina

pero no gobierna. Dios no solo reina, sino que gobierna y lo hace

soberanamente.

Las causas secundarias, sin embargo, no son imaginarias o

impotentes. Ejercen un poder causal real. Nosotros tomamos


decisiones reales. No obstante, una causa secundaria siempre

depende de una causa primaria para su eficacia, que es Dios


mismo.

Dios lleva a cabo Su soberana voluntad a través de o por medio


de causas secundarias. “Por medio de” es otra manera de decir

que Dios ordena tanto el fin como los medios para ese fin.
La doctrina de la expiación limitada descansa en el propósito o

fin específico por el cual Cristo fue a la cruz. John Owen

comenta: “Al hablar del fin de la muerte de Cristo, nos referimos


en general tanto a… lo que el Padre y Cristo mismo planearon,

como a… aquello que efectivamente se logró y cumplió con Su

muerte”.7

La meta de la expiación era salvar a los perdidos. Cristo amó a

Su iglesia y se entregó por ella. Murió para salvar a sus ovejas. Su


propósito era lograr la reconciliación y redención para Su

pueblo.

El propósito último del Padre fue salvar a los escogidos. Él

planificó la expiación que haría el Hijo para cumplir la meta o fin

de la redención. Todo arminiano estaría de acuerdo con eso. La

cuestión es la siguiente: ¿Fue el propósito de Dios hacer de la

salvación algo posible para todos, o hacer de la salvación una

certeza para los escogidos? El objetivo último del plan de


redención de Dios fue redimir a sus escogidos. Para lograr este

fin, estableció los medios. Uno de esos medios fue la expiación


que hizo el Hijo. Otro fue la aplicación que hace el Espíritu Santo

de la expiación en los escogidos. Dios provee a los escogidos de


todo lo necesario para la salvación, incluyendo el regalo de la fe.

Una vez que hemos comprendido la doctrina de la depravación


total sabemos que nadie se inclina por sí solo hacia la fe en la
obra expiatoria de Cristo. Si Dios no provee los medios para

recibir los beneficios de la expiación, es decir, la fe, entonces la

potencial redención de todos acabaría en la redención de


ninguno.

La intercesión de Cristo

La expiación de Cristo es Su principal obra como nuestro Sumo

Sacerdote, pero no es Su única tarea sacerdotal. Él también vive

como nuestro intercesor ante el Padre. Su intercesión es otro


medio para el fin o propósito que es la redención de los

escogidos. Cristo no solo muere por sus ovejas, sino que también

ora por ellos. Su especial obra de intercesión tiene un propósito

específico. En Su oración sumosacerdotal Jesús dice:

A los que me diste del mundo les he revelado quién eres. Eran Tuyos; Tú me los

diste y ellos han obedecido Tu palabra. Ahora saben que todo lo que me has dado
viene de Ti… Ruego por ellos. No ruego por el mundo, sino por los que me has

dado, porque son tuyos. Todo lo que Yo tengo es Tuyo, y todo lo que Tú tienes es
Mío; y por medio de ellos he sido glorificado… Padre santo, protégelos con el
poder de Tu nombre, el nombre que me diste, para que sean uno, lo mismo que
nosotros. Mientras estaba con ellos, los protegía y los preservaba mediante el
nombre que me diste, y ninguno se perdió sino aquel que nació para perderse, a
fin de que se cumpliera la Escritura.

Juan 17:6-12

Jesús intercede a favor de aquellos que el Padre le ha dado. Es


sumamente claro que esto no incluye a toda la humanidad. El

Padre le dio a Cristo un número limitado de personas. Es por


ellos que Jesús ora. Es también por ellos que Cristo murió. Jesús

no ora por todo el mundo. Lo dice de forma directa y clara. Él

ora específicamente por aquellos que le fueron dados, los


escogidos.

Previamente en el Evangelio de Juan, Jesús dice: “Todos los

que el Padre me da vendrán a Mí; y al que a Mí viene, no lo

rechazo. Porque he bajado del cielo, no para hacer Mi voluntad,

sino la del que me envió. Y esta es la voluntad del que me envió:


que Yo no pierda nada de lo que Él me ha dado, sino que lo

resucite en el día final” (Jn 6:37-39). No hay nada incierto aquí.

La obra redentora lograda por Cristo es nuestra seguridad y no

una mera posibilidad o potencialidad. Es una certeza.

Los semipelagianos de todo tipo niegan que Cristo no ore por

todo el mundo y que Cristo no haya muerto por todo el mundo.

El principal texto al que apelan se encuentra en la Primera

Epístola de Juan: “…si alguno peca, tenemos ante el Padre a un


intercesor, a Jesucristo, el Justo. Él es el sacrificio por el perdón

de nuestros pecados, y no solo por los nuestros, sino por los de


todo el mundo” (1Jn 2:1-2). A primera vista, este texto parece

deshacer el concepto de expiación limitada al decir


explícitamente que Cristo es la propiciación por los pecados de
“todo el mundo”. Todo el mundo aparece en contraposición con

el “nuestros”. Debemos hacernos esta pregunta: ¿Qué significa


nuestros aquí y qué significa todo el mundo?

Nuestros podría referirse a los cristianos para distinguirlos de

los no cristianos, creyentes versus no creyentes. Si esta

interpretación es correcta, entonces Cristo es la propiciación no

solo por los pecados de los creyentes, sino por los de cada

persona en todo el mundo.

Por otro lado, nuestros podría referirse específicamente a los

creyentes judíos. Uno de los temas centrales en el periodo

formativo de la primera iglesia era el siguiente: ¿Quién debe ser

incluido en la comunidad del Nuevo Pacto? El Nuevo

Testamento insiste en este punto diciendo que el cuerpo de

Cristo no solo incluye a judíos de raza, sino también a

samaritanos y gentiles. La iglesia está compuesta de personas de

toda tribu y nación, de personas provenientes de todo el mundo,

no solo del mundo de Israel.

Existe abundante evidencia que indica que el término mundo

en el Nuevo Testamento a menudo no se refiere a todo el orbe ni


a todos los que viven en el planeta. Por ejemplo, vemos en Lucas:
“Por esos días, Augusto César promulgó un edicto en el que

ordenaba levantar un censo de todo el mundo” (Lc 2:1 RVC).


Sabemos que este censo no incluyó a los habitantes de China ni

Sudamérica, por lo que “todo el mundo” no se refiere a cada


persona en todo el mundo. Este uso de mundo es común en la
Escritura.

Los semipelagianos también apelan a 2 Corintios donde Pablo

dice que “en Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo

mismo, no tomándole en cuenta sus pecados y encargándonos a

nosotros el mensaje de la reconciliación” (2Co 5:19). Pablo dice

que Cristo “reconcilia al mundo” con Dios, en el modo

indicativo. Luego de eso cambia del modo indicativo al

imperativo: “Reconcíliense con Dios” (2Co 4:20 RVC). ¿Es un


mandato para que seamos lo que ya somos?

Claro está, la propiciación de Cristo en la cruz es ilimitada en

su suficiencia o valor. En ese sentido, Cristo hace expiación por

todo el mundo. Pero la eficacia de esa expiación no se aplica a

todo el mundo, ni tampoco su diseño final.

El propósito último de la obra expiatoria se halla en el

propósito último o la voluntad de Dios. El propósito o designio


no incluye a la totalidad de la raza humana. Si así fuera,

ciertamente toda la raza humana sería redimida.


E
l concepto de gracia irresistible (el cuarto punto del
acróstico TULIP) está estrechamente ligado a la doctrina

de la regeneración y del llamado eficaz. Cuando John H.

Gertsner era estudiante universitario, tomó un curso de teología

con John Orr, uno de los más instruidos y connotados

académicos estadounidenses de principios del siglo XX. Durante

una de las clases, Orr escribió en la pizarra en letras grandes: la

regeneración antecede a la fe. Esto dejó a Gerstner aturdido.


Estaba seguro que el profesor había cometido un error y sin

querer había invertido el orden de las palabras al escribir.


¿Acaso hay algún cristiano que no sepa que la fe es el

prerrequisito para la regeneración, que uno debe creer en Cristo


para nacer de nuevo?

Tabla 9.1
El cuarto pétalo del “TULIP”
1 Depravación total La corrupción radical de la humanidad
2 Elección incondicional La elección soberana de Dios
3 Expiación limitada El sacrificio con propósito de Cristo
4 Gracia irresistible El llamado eficaz del Espíritu
5 Perseverancia de los santos La divina preservación de los santos

Este fue el primer encuentro de John Gerstner con la teología

reformada, y lo remeció. Nunca había considerado la posibilidad

de que la regeneración viniera antes de la fe y no después o como

resultado de la fe. Una vez que hubo escuchado el convincente

argumento de su profesor, Gerstner se convenció y su vida tomó


un rumbo totalmente distinto.

Esto suele ser algo así como un patrón común en los

calvinistas. Roger Nicole declaró: “Todos nacemos pelagianos”.

Al convertirnos a Cristo, nuestras tendencias pelagianas no se

curan instantáneamente. Desde los primeros días de nuestra

conversión, nuestro pelagianismo es reforzado por varios

flancos. Lo acarreamos al salir del paganismo, y el mundo

secular alrededor lo refuerza con la visión humanista de la


libertad humana y la bondad inherente. En la iglesia estamos

ampliamente expuestos al arminianismo, el cual ha tenido


dominado al evangelicalismo estadounidense desde la época de

Charles Finney.

Durante el debate sobre la justificación en el siglo XVI, Martín

Lutero escribió una controvertida obra llamada La cautividad


babilónica de la iglesia. Este libro compara a la Iglesia Católica

Romana con la Babilonia pagana de la antigüedad. Si Lutero


estuviera vivo hoy, sospecho que escribiría un libro con el título

La cautividad pelagiana de la iglesia. Aunque el arminianismo en

rigor es una clase de semipelagianismo, el elemento “semi” es


una capa muy delgada. El semipelagianismo conserva la esencia

del pelagianismo, y se traspasó al arminianismo y, hasta cierto

grado, se incorporó al dispensacionalismo.

En el ensayo introductorio a una edición reciente de La

esclavitud de la voluntad aparece la pregunta: ¿Qué debería hacer


el lector moderno al leer el clásico de Lutero?

Estará presto, sin duda, a admitir que es una actuación brillante y estimulante,
una obra maestra del difícil arte de la controversia. Pero ahora viene la pregunta,
¿es parte de la verdad de Dios lo que plantea Lutero? Si es así, ¿tiene algún
significado para los cristianos hoy en día? Sin duda al lector le parecerá extraño y

desconocido el camino por el que lo lleva Lutero, un enfoque que muy


probablemente el lector nunca había considerado antes, una manera de pensar
que normalmente tildaría de “calvinista” y pasaría por alto sin demora. Eso es lo

que ha hecho la ortodoxia luterana; y el cristiano evangélico actual (que lleva algo
de semipelagianismo en la sangre) se inclinará a hacer lo mismo. Pero si
dejáramos hablar a la historia y la Escritura, nos aconsejarían lo contrario.1

Desde la perspectiva del siglo XX, pareciera que el tema central

de la Reforma fue la doctrina de la justificación. Hasta cierto


punto eso es correcto. Pero más allá de la doctrina de la

justificación subyacía una preocupación más profunda respecto


al rol de la gracia en nuestra salvación, la cual es obra de Dios

completamente y no un logro del hombre.

Históricamente, es simplemente un hecho que Lutero, Calvino y, para el caso,


Zwinglio, Bucer, y todos los teólogos protestantes destacados de la primera época
de la Reforma, tuvieron precisamente la misma postura. Puede que en otros

puntos difirieran, pero cuando se trataba de explicar la incapacidad del hombre


debido al pecado y la soberanía de Dios en la gracia, estaban totalmente

unánimes. Para todos ellos, estas doctrinas eran la vida misma de la fe cristiana.
Un editor actual de la gran obra de Lutero subraya este hecho: “Cualquiera que

acabe este libro sin haberse dado cuenta de que la teología evangélica se sostiene
o se derrumba con la doctrina de la esclavitud de la voluntad, lo habrá leído en

vano”.2

El solo hecho de que un teólogo, incluso uno de gran

reputación, declare que la teología evangélica “se sostiene o se

derrumba” dependiendo del concepto de la voluntad humana no

lo convierte en una verdad. Aquel teólogo puede estar usando


una hipérbole, como la proverbial vara en la cabeza de la mula,

para atraer nuestra atención. La hipérbole implica el uso de una

intencionada exageración.

Aquí no hay hipérbole. Según la opinión de los reformadores


magisteriales, la visión que tengamos acerca de la voluntad y su

estado de esclavitud es absolutamente vital para comprender


toda la fe cristiana. Lutero mismo dijo:

Este es el punto sobre el que descansa el tema crucial que debatimos; nuestra
meta es simplemente investigar qué capacidad tiene el “libre albedrío”, en qué
sentido es el objeto de la acción divina, y cómo se relaciona con la gracia de Dios.
Si no entendemos nada de este tema, ¡en realidad no entendemos nada acerca del
cristianismo y estaremos peor que el resto de las personas en el planeta! Aquel
que esté en desacuerdo con esto debe reconocer que en realidad no es

cristianismo, y aquel que ridiculice o que se burle de esto debe darse cuenta de
que es el mayor enemigo del cristianismo. Puesto que si yo ignoro la naturaleza,
el alcance o los límites de lo que puedo y debo hacer en cuanto a Dios, también

seré ignorante respecto a la naturaleza, el alcance y los límites de lo que Dios


puede hacer en mí —aunque en realidad Dios obra todo en todos (cf. 1Co 12:6).

Ahora bien, si desconozco las obras y el poder de Dios, entonces desconozco a


Dios mismo; y si no conozco a Dios, no puedo adorarle, alabarle, agradecerle o

servirle, puesto que no sé cuánto de lo que ocurre se debe a Dios o se debe a mí.
Por lo tanto, necesitamos tener en mente una clara distinción entre el poder de

Dios y el nuestro, entre la obra de Dios y la nuestra, para poder vivir una vida
piadosa.3

A menudo se asume que el tema central de la Reforma fue la

justificación. Lutero lanzó sus dardos contra toda forma de

mérito humano. Los reformadores en su conjunto vieron

claramente el vínculo entre la doctrina de la justificación y la

prioridad de la gracia.

La doctrina de la justificación por fe era importante para ellos porque resguarda


el principio de la gracia soberana. Sin embargo, para ellos en realidad la
justificación solo expresaba un aspecto de dicho principio y no el más profundo.
La soberanía de la gracia halló expresión en el pensamiento de ellos a un nivel
aún más profundo, en la doctrina de la regeneración monergista, es decir, en la
doctrina que afirma que la fe que recibe a Cristo para ser justificado es en sí

misma un regalo del Dios soberano, concedido mediante la regeneración


espiritual en el acto del llamado eficaz. Para los reformadores, la pregunta clave
no era simplemente si Dios justifica al creyente sin las obras de la ley. Era la
pregunta más amplia de si los pecadores en realidad son totalmente incapaces de
salir del pecado, y si se debe pensar que Dios los salva por medio de la gracia
gratuita, incondicional e invencible. Es decir que no solo los justifica por causa de
Cristo cuando vienen a la fe, sino que también los levanta de la muerte del pecado
por el actuar del Espíritu vivificante para llevarlos a la fe.4
Para los reformadores era de tal importancia el tema de

nuestra completa dependencia de la gracia para la salvación, que

consideraban cualquier forma de semipelagianismo como una


grave amenaza para el evangelio:

¿Es nuestra salvación algo que proviene completamente de Dios o finalmente


depende de algo que nosotros hacemos? Aquellos que afirman esto último (como

posteriormente hicieron los arminianos) niegan la completa incapacidad de salir


del pecado y afirman que después de todo alguna forma de semipelagianismo es
cierta. No es de extrañar entonces, que la teología reformada posterior condenara
el arminianismo por ser en principio un regreso a Roma (porque de hecho

transforma a la fe en una obra meritoria) y una traición a la Reforma (porque de


hecho niega la soberanía de Dios en la salvación de los pecadores, que era el
principio teológico y religioso más profundo en el pensamiento de los
reformadores). A los ojos de la Reforma, el arminianismo era un abandono del
cristianismo neotestamentario a favor del judaísmo neotestamentario. Esto,

porque confiar en uno mismo para la fe en principio no se diferencia de confiar


en uno mismo en cuanto a las obras. Cada uno es tan no cristiano y anti-cristiano
como el otro.5

Regeneración monergista

La doctrina de la justificación solo por fe fue tema de debate

durante la Reforma en el nivel más profundo de la regeneración


monergista. Debemos explicar este término. El término

monergismo se forma al añadir un prefijo a una raíz. El prefijo


mono se usa con frecuencia para indicar algo que está solo o es

único. La raíz en este caso viene del verbo “trabajar”. De hecho,


la partícula erg se introduce en nuestro idioma en la palabra
energía. Al anteponer el prefijo a la raíz obtenemos monergia o

monergismo. El monergismo es algo que actúa por sí solo, es la

acción de una sola parte activa.

Monergismo es lo opuesto a sinergismo. El sinergismo comparte

la raíz de monergismo, pero lleva un prefijo distinto. El prefijo sin

proviene del griego y significa “con”. El sinergismo es un trabajo

de cooperación, una operación conjunta de dos o más partes.

Al conectar el término monergismo con la palabra regeneración,

el resultado es una frase que describe el acto por el cual el

Espíritu Santo actúa en el ser humano sin la ayuda o cooperación

de este último. La gracia de la regeneración se conoce como

gracia operativa. La gracia cooperativa por otro lado, es la gracia

que Dios extiende a los pecadores y que pueden aceptar o

rechazar, dependiendo de la actitud del pecador.

La regeneración monergista es exclusivamente un acto divino.


El hombre no tiene el poder creativo que Dios tiene. Solo Dios

puede dar vida a alguien que está espiritualmente muerto. Un


cadáver no puede resucitar por sí solo. Ni siquiera puede
cooperar en el proceso. Solo es capaz de responder después de

haber recibido vida. Más aun, no solo puede responder entonces,


sino que por cierto debe responder. En la regeneración, el alma

del hombre es completamente pasiva hasta que Dios le da vida.


No aporta en nada para revivir, aunque una vez revivida tiene el
poder para actuar y responder. Quizás un buen ejemplo del

poder vivificador monergista sea la resurrección de Lázaro,

historia que Juan nos relata en su evangelio:

Conmovido una vez más, Jesús se acercó al sepulcro. Era una cueva cuya entrada

estaba tapada con una piedra. “Quiten la piedra”, ordenó Jesús. Marta, la
hermana del difunto, objetó: “Señor, ya debe oler mal, pues lleva cuatro días
allí”. “¿No te dije que si crees verás la gloria de Dios?”, le contestó Jesús.
Entonces quitaron la piedra. Jesús, alzando la vista, dijo: “Padre, te doy gracias

porque me has escuchado. Ya sabía Yo que siempre me escuchas, pero lo dije por
la gente que está aquí presente, para que crean que Tú me enviaste”. Dicho esto,
gritó con todas Sus fuerzas: “¡Lázaro, sal fuera!”. El muerto salió, con vendas en
las manos y en los pies, y el rostro cubierto con un sudario. “Quítenle las vendas y
dejen que se vaya”, les dijo Jesús. Muchos de los judíos que habían ido a ver a
María y que habían presenciado lo hecho por Jesús, creyeron en Él. Pero algunos

de ellos fueron a ver a los fariseos y les contaron lo que Jesús había hecho.

Juan 11:38-46

Lázaro estaba muerto, no estaba gravemente enfermo o

agonizante. Ya era un cadáver en descomposición. El mal olor de


su cuerpo descompuesto le provocó asco a su hermana Marta. El

milagro de su resurrección fue posible sin ayuda, es decir, sin


ungüentos, medicamentos, etc. El único poder que Cristo usó fue

el poder de Su voz. Él dio una orden; no fue una invitación o una


petición para que saliera de la tumba. Esta fue una resurrección

completamente monergista. Lázaro no aportó en nada pues


estaba completamente muerto.

Algunos pueden sugerir que aunque Cristo proveyó el poder al


comienzo de la resurrección, luego Lázaro tuvo que responder y

salir de la tumba al escuchar la orden de Jesús de que saliera.

¿No sería eso una obra de cooperación, de sinergia entre Cristo y


Lázaro? Es en este punto que surge gran parte de la confusión. Es

obvio que Lázaro responde pues sale de la tumba obedeciendo el

mandato de Jesús. Una vez que la vida nueva entró en el cuerpo


de Lázaro, se volvió activo.

La regeneración monergista no tiene que ver con todo el


proceso de redención, sino que se circunscribe al primer paso

hacia la fe. Es cierto que Lázaro actuó. Respondió. Salió de la

tumba. El punto clave es que ninguna de estas cosas ocurrió

mientras seguía muerto. No respondió al llamado de Cristo sino

cuando recibió vida. Su resurrección antecedió a su salida de la

tumba. Recibió vida antes de responder.

Los arminianos no aprecian esta analogía y reclaman que

estamos comparando peras con manzanas. Es obvio que en el


caso de la muerte física un cadáver no es capaz de responder o

cooperar. Pero hay una diferencia entre la muerte física y la


muerte espiritual. Una persona muerta físicamente no puede

hacer nada físico o espiritual. Una persona viva físicamente


sigue funcionando biológicamente. Dicha persona es capaz de
actuar, trabajar, reaccionar, tomar decisiones, etc. Puede asentir

a la gracia o no.
Aquí llegamos al último punto de separación entre el

semipelagianismo y el agustinianismo, entre el arminianismo y

el calvinismo, entre Roma y la Reforma. Es aquí que


descubrimos si es que dependemos completamente de la gracia

para la salvación o si es que, estando en la carne, seguimos

esclavos del pecado y seguimos muertos en pecados, si somos

capaces de cooperar con la gracia de un modo tal que afecte

nuestro destino eterno.

En el concepto reformado, la obra de la regeneración es algo

que hace Dios, y solo Él. El pecador es completamente pasivo al

recibir esta acción. La regeneración es así un ejemplo de gracia

operativa. Cualquier cooperación que logremos ocurre solo

después de que la regeneración ha sido completada. Nuestra

respuesta es similar a la de Lázaro cuando sale de la tumba luego

de haber sido liberado.

Del mismo modo, nosotros damos un paso fuera de nuestra


tumba espiritual. Nosotros también respondemos al escuchar el

llamado de Cristo. Nuestra regeneración no excluye esa


respuesta, sino que está diseñada para que nuestra respuesta no

solo sea posible, sino que sea segura. El punto es, sin embargo,
que, a menos que recibamos la gracia de la regeneración, no
responderemos al evangelio en forma positiva, no podemos

hacerlo. Para que respondamos positivamente, con fe, primero


debe ocurrir la regeneración.

El arminianismo revierte el orden de la salvación pues ubica a

la fe antes de la regeneración. El pecador, que está muerto en

pecado y es esclavo del pecado, debe de alguna manera librarse

de sus cadenas, revivir espiritualmente y ejercer fe para poder

nacer de nuevo. De manera muy concreta entonces, en este

esquema la regeneración no es un regalo, sino una recompensa

por haber respondido a la oferta de la gracia. El arminiano dirá


que en este esquema en realidad la gracia está primero, puesto

que Dios toma la iniciativa y la ofrece para la regeneración. Dios

hace la primera jugada, da el primer paso. Pero en realidad no es

un paso decisivo ya que este paso se puede ver frustrado por el

pecador mismo. Si el pecador rehúsa cooperar o no asiente a esta

gracia que se le ofrece, entonces la gracia en realidad no tiene

utilidad alguna.

Gracia resistible

Hay una diferencia crucial entre el pelagianismo puro y el

semipelagianismo. En el pelagianismo puro, la gracia facilita la


salvación, pero de ninguna manera es necesaria. Alguien podría

salvarse sin necesidad de la gracia, ya sea operativa o


cooperativa. En el semipelagianismo, la gracia no solo es útil,
sino necesaria. El pecador necesita la ayuda de la gracia para

poder responder positivamente y acercarse a Dios. Así, la gracia


es necesaria, pero no es eficaz necesariamente pues es posible

resistirla.

A fin de cuentas, el semipelagianismo se deshace del odioso

problema del pelagianismo, pero solo lo aleja un paso. El

semipelagianismo celebra la necesidad de la gracia, pero al

examinar con cuidado, es posible preguntarse si la diferencia

entre el pelagianismo y el semipelagianismo es en realidad una

distinción sin diferencia.

El problema es el siguiente: Si la gracia es necesaria pero no

eficaz, ¿qué hace que funcione? Es la respuesta del pecador, aún

en la carne, lo que hace que funcione. ¿Por qué es que un

pecador responde a la oferta de la gracia positivamente y otro

negativamente? ¿La diferencia en la respuesta radica en la fuerza

de la voluntad humana, o en alguna medida extra de gracia?

¿Ayuda la gracia al pecador para que coopere, o el pecador

coopera por la fuerza de la carne solamente? Si es lo último,


entonces es pelagianismo puro. Si es lo primero, sigue siendo

pelagianismo puesto que la gracia solo facilita la regeneración y


la salvación.

El semipelagiano dirá “no, no, no”. “Sproul, no has entendido


el punto. El semipelagianismo rechaza al pelagianismo puro al

decir que la gracia es necesaria para la salvación, no


simplemente útil”.
Es verdad, sabemos que eso es lo que dice el semipelagianismo,

pero, ¿cómo funciona esto en la práctica, según su perspectiva

de la regeneración? Si la carne puede, por sí sola, inclinarse a la


gracia ¿qué necesidad hay de la gracia? Si la gracia de la

regeneración es un mero ofrecimiento y su eficacia depende de la

respuesta del pecador, ¿qué logra la gracia que ya no esté

presente en el poder de la carne?

Lo que la persona no regenerada necesita desesperadamente


para llegar a la fe es la regeneración. Esa es la gracia necesaria.

Es el sine qua non de la salvación. A menos que Dios cambie la

disposición de mi corazón pecador, nunca escogeré cooperar con

la gracia para recibir a Cristo, con fe. La carne se niega a esto. Si

Dios solo ofrece cambiar mi corazón, ¿qué va a conseguir eso

mientras mi corazón siga enemistado con Él? Si me ofrece gracia

mientras soy esclavo del pecado y estoy en la carne, ¿de qué me


sirve ese ofrecimiento? La gracia salvadora no es un mero

ofrecimiento de regeneración, de hecho regenera. Esa es la


naturaleza generosa de la gracia: Dios, de manera unilateral y

monergista, hace por nosotros lo que no podemos hacer por


nuestra cuenta.

La frase gracia irresistible, al igual que las demás frases que


componen el acróstico TULIP, puede inducir a error. Las frases

del acróstico son: depravación total, elección incondicional,


expiación limitada, gracia irresistible y perseverancia de los

santos. Si ajustáramos estas frases con el fin de ser más precisos,

tendríamos algo así: corrupción radical, elección soberana,


expiación definida, gracia eficaz, y preservación de los santos. De

esto resulta el acróstico CEEGP. Pero para no desperdiciar la

referencia a los tulipanes, nos quedaremos con el original TULIP

y nos esforzaremos por hacer las aclaraciones necesarias.

La gracia irresistible no es tal en el sentido de que el pecador


sea incapaz de resistirla. Aunque el pecador esté espiritualmente

muerto, biológicamente sigue vivo. Como dice la Escritura, el

pecador siempre se resiste al Espíritu Santo. Es tal nuestra

oposición a la gracia de Dios que haremos todo lo posible para

resistir. Gracia irresistible quiere decir que la resistencia del

pecador a la gracia de la regeneración no puede frustrar el

propósito del Espíritu. La gracia de la regeneración es irresistible


en el sentido de que es invencible.

Puesto que la gracia de la regeneración es monergista y no

requiere de nuestra cooperación, su eficacia está en ella misma y


no en nosotros. No podemos hacer nada para que sea eficaz; ni

tampoco para que sea ineficaz. Somos tan pasivos al respecto


como lo fue Lázaro en su resurrección o como lo fue el universo
en la creación. No fuimos agentes que cooperásemos en nuestra

concepción biológica o génesis original, ni somos agentes activos


en nuestra regeneración.

La doctrina de la gracia irresistible tiene ese nombre por su

acción monergista y su eficacia. Históricamente ha recibido el

nombre de llamado eficaz.

El llamado eficaz

La Confesión de Fe de Westminster dedica un capítulo completo a

la doctrina del llamado eficaz. Comienza diciendo:

A todos aquellos a quienes Dios ha predestinado para vida, y a ellos solamente, le


agrada en Su tiempo señalado y aceptado, llamar eficazmente por Su palabra y
Espíritu, del estado de pecado y muerte en que están por naturaleza, a la gracia y
salvación por Jesucristo; iluminando espiritual y salvíficamente su
entendimiento, a fin de que comprendan las cosas de Dios; quitándoles el corazón

de piedra y dándoles uno de carne; renovando sus voluntades y por Su potencia


todopoderosa, determinándolos hacia aquello que es bueno, y atrayéndolos
eficazmente a Jesucristo; de tal manera que ellos vienen con absoluta libertad,
habiendo recibido por la gracia de Dios la voluntad de hacerlo.6

El llamado eficaz es tal porque en él, y por medio de él, Dios


logra precisamente lo que se propone: dar vida a las almas

espiritualmente muertas. El llamado se refiere a la acción


interior o secreta del Espíritu Santo en el alma. La metáfora que
usa la Confesión acerca del cambio de un corazón de piedra a

uno de carne proviene directamente de la Escritura, pero puede


ser un poco confusa dado el uso positivo de la palabra carne.

En la Biblia, carne normalmente se refiere a la naturaleza que


contrasta con el Espíritu. En esta imagen, sin embargo, la carne

no se contrapone al espíritu, sino a la piedra. En ambos

conjuntos de imágenes está en consideración el mismo concepto,


a saber, el paso de muerte a vida. Sin la regeneración, el corazón

o el alma de la persona es como una piedra cuando se trata de las

cosas de Dios; inerte, incapaz de responder o sentir; solidificado


y calcificado. Es de piedra porque es moralmente duro. El

corazón de piedra es también un corazón oscuro, sin vida y sin

luz. La gracia de la regeneración transforma el corazón o el alma

de algo frío, duro y sin vida en algo vivo, latiendo, con vida y

capacidad de responder. El corazón cobra vida para las cosas de

Dios. Calvino cita a Agustín diciendo: “Esta gracia que es

impartida en secreto a los corazones de los hombres, ningún

corazón duro la recibe; puesto que la razón de que esta gracia

actúe es para quitar primero la dureza del corazón. Por lo tanto,

cuando la voz de Dios es oída en el interior, Él mismo quita el


corazón de piedra y pone uno de carne en su lugar. De esa

manera nos hace hijos de la promesa y vasijas de misericordia


preparados para la gloria”.7

El llamado de Dios es efectivo a través de la Palabra y del

Espíritu. Es importante notar cómo la Palabra y el Espíritu se


unen como dos factores vitales en la regeneración. El Espíritu

Santo no actúa aparte de la Palabra o en contra de la Palabra,


sino con la Palabra. Tampoco la Palabra opera sola, sin la
presencia o poder del Espíritu.

Cuando hablamos del llamado eficaz, no se trata del llamado

externo del evangelio que cualquiera puede escuchar a través de

la predicación. El llamado en cuestión es el llamado interior, el

llamado que penetra y traspasa el corazón, dándole vida

espiritual. Oír el evangelio ilumina la mente, pero no despierta

el alma hasta que el Espíritu Santo la ilumina y la regenera. El

paso del oído al alma es obra del Espíritu Santo. En ese proceso
se cumple el propósito de Dios y se aplican los beneficios de la

obra de Cristo a los escogidos.

La Confesión de Fe de Westminster habla de cómo el Espíritu, por

Su gran poder, renueva la voluntad y la determina hacia lo que

es bueno. Así es la omnipotencia de Dios. No es un mero

estímulo. El llamado eficaz de Dios al alma del hombre surge de

la fuente de la omnipotencia. Es el mismo poder que creó el

mundo de la nada y que ahora actúa para nuestra redención. Así


como Dios llama al mundo a la existencia de la nada, nos llama a

la fe salvadora “de la nada”, llamando a los que no tenemos


ninguna virtud espiritual.

La Confesión habla de la determinación de Dios. Esto no se


debe confundir con un determinismo ciego del destino, o de

fuerzas físicas mecánicas. Es la determinación de un Ser santo y


omnipotente decidido a salvar a Sus escogidos. Dios está
determinado a cumplir Su plan y eso es precisamente lo que hace

según la determinación de Su consejo.

En la frase llamado eficaz el énfasis está en la palabra eficaz. La

Confesión enseña que Dios atrae al pecador a Cristo, empleando

la palabra bíblica “atraer”, pero modificándola con el adverbio

eficazmente. El Espíritu Santo atrae a la persona de forma eficaz

y por lo tanto siempre logra Su propósito.

El efecto de este llamado interior en el pecador es real. La

regeneración y el llamado eficaz logran un cambio auténtico en

la persona. No es un cambio que simplemente induce a una

cierta conducta que de otro modo no tendría. La regeneración

produce un cambio real y sustantivo en la naturaleza del

individuo. Su voluntad es renovada y liberada. Queda libre de la

esclavitud del pecado original. La persona recibe una nueva

disposición hacia las cosas de Dios y la fe salvadora actúa en su

corazón. A consecuencia de esta regeneración, la persona llega a


ser una nueva criatura.

La regeneración y el dispensacionalismo

Poco tiempo después de la publicación del libro de John H.

Gerstner, Wrongly Dividing the Word of Truth,8 recibí consultas de


amigos dispensacionalistas que se sintieron perturbados por lo

incisivo de su crítica y por las acusaciones de que la teología


dispensacionalista era “dudosamente” evangélica. Gertsner se
esforzó por demostrar que el supuesto calvinismo del

dispensacionalismo es en realidad espurio. Él insistió en el

antinomianismo inherente a la noción dispensacionalista de la


gracia y la ley. También, enfatizó las deficiencias de la doctrina

dispensacionalista de la santificación, que ha generado mucha

controversia en cuanto al señorío de Cristo. Yo había escrito el


prefacio al libro de Gertsner y eso pareció perturbar a mis

amigos más que el libro mismo.

Un amigo que enseña en el Seminario Teológico de Dallas me

llamó por teléfono y me preguntó de manera muy cortés y

sincera cuál pensaba yo que era la cuestión más seria que

separaba a la teología reformada de la dispensacionalista.

Respondí que la diferencia más importante, al menos en su

impacto a largo plazo en la teología eran, quizás, las diferentes

visiones acerca de la regeneración. Según el dispensacionalismo,


cuando el Espíritu Santo regenera a alguien, en realidad no

ocurre ningún cambio de fondo en la naturaleza de esa persona.

En la visión dispensacionalista, el Espíritu Santo habita en el


creyente pero no necesariamente cambia la naturaleza del

creyente. El creyente tiene que cooperar con el Espíritu que


habita en él para que se logren los cambios que van de la mano
de la santificación. Esto permite que el creyente esté en un

estado de gracia y siga siendo un “cristiano carnal”, es decir, que


ha recibido a Jesús como Salvador, pero no como Señor. Aunque

el creyente debería recibir a Cristo como Salvador y Señor, es

posible que se someta a Cristo sólo como Salvador.

Existe un debate interno entre los dispensacionalistas sobre

este punto. Algunos plantean que el creyente inevitablemente se

someterá a Cristo como Señor, pero puede que eso no ocurra de

inmediato. El individuo puede que siga siendo, al menos por un

tiempo, carnal. Para esto apelan al Nuevo Testamento donde


Pablo mismo se denomina carnal y donde a veces los creyentes

son llamados carnales. Ser carnal es actuar según los deseos de la

antigua naturaleza y no según la nueva.

El tema de fondo no es si los cristianos pecan o a veces actúan

de manera carnal. El tema de fondo es si alguien puede ser

completamente carnal y al mismo tiempo estar regenerado.

Algunos dispensacionalistas creen que uno puede ser

completamente carnal y aun así ser cristiano. Esto supone que la


regeneración no implica un cambio en la naturaleza de la

persona. Hay algo que se añade a la naturaleza humana, a saber


la presencia del Espíritu Santo morando en el interior. Pero el

Espíritu puede cohabitar con el pecador sin cambiar su


naturaleza. El pecador puede seguir siendo completamente
carnal, sin que cambie en nada su esencia.

La crítica de la teología reformada a esta teoría


dispensacionalista sobre el cristiano carnal se basa en la doctrina

reformada de la regeneración. Lo que se re-genera es la

naturaleza de la persona. El corazón del pecador


verdaderamente cambia. Antes de la regeneración la persona es

esclava del pecado, pero ahora ha sido libertada para una vida

nueva. El fruto de obediencia es inevitable y necesario; es

inmediato. Claro que de ningún modo esa obediencia es perfecta

ni contribuye en algo a la causa de nuestra justificación. La

ausencia de obediencia, por otra parte, señala la ausencia de

regeneración. Una persona completamente carnal es una

persona no regenerada, y una persona no regenerada es una


persona no salvada.

Con frecuencia, en el fondo de esta disputa acecha una idea

semipelagiana acerca de la salvación. Aunque los

dispensacionalistas aseguran ser calvinistas “de cuatro puntos”,


la verdad es que algunos rechazan, junto con la expiación

limitada, la idea de la gracia irresistible.

Analicemos brevemente la enseñanza dispensacionalista de


Zane C. Hodges, quien ha estado en el centro de esta

controversia en torno a Jesús como Señor y Salvador. En su libro


Absolutely Free, Hodges afirma: “Es un testimonio consistente
del Nuevo Testamento que la Palabra de Dios en el evangelio es

lo que produce el milagro de la regeneración. Ella —y solo ella—


es la poderosa semilla vivificante que echa raíz en el corazón

humano cuando la Palabra se recibe con fe”.9

Hodges deja claro que la regeneración es un milagro. Es el

poder de Dios el que la lleva a cabo, no la fuerza humana. La

pregunta, sin embargo, es ¿cuándo ocurre este milagro? Según

Hodges, ocurre cuando la Palabra es recibida con fe, por lo que la

fe antecede a la regeneración y es condición necesaria. Esto sitúa

a Hodges de lleno en el lado semipelagiano. Luego Hodges añade:


“¿Qué sucede con aquellos que reciben el agua [‘el agua de

vida’]? ¿Qué sucede con aquellos que creen en la invitación [‘el

que quiera, tome gratuitamente del agua de la vida’ (Ap 22:17)]?

A ellos les ocurre un milagro. Nacen de nuevo. Reciben nueva

vida. Al poseer esa vida, poseen también al Hijo de Dios (1 Jn

5:12). Él es esa vida (1Jn 5:20c), en efecto, y de ese modo Él mismo

vive en ellos (Col 1:27)”.10 Hodges resume así su planteamiento:

¿Qué le ocurre realmente a alguien cuando cree en la Palabra salvadora del


evangelio? Hay numerosas respuestas a esta pregunta… Pero al menos hay dos
cosas absolutamente fundamentales que jamás deben olvidarse. Una, es que
ocurre un milagroso nuevo nacimiento en el creyente, por medio del cual recibe
la vida misma de Dios. Lo otro es que el creyente sabe que posee esa vida.11

No cabe duda de que Hodges considera la regeneración como


una consecuencia o resultado de la fe, por lo tanto la
regeneración ocurre a causa de la fe. Para Hodges, la fe antecede

a la regeneración. De esta forma, no solo se aleja del concepto de


gracia irresistible, sino también de la depravación total. Puesto

que describe a la persona no regenerada como capaz de

responder al evangelio con fe, es imposible que suscriba la


doctrina de la incapacidad moral que es central en la noción

reformada de la corrupción radical o depravación total. Por este

motivo, Gerstner afirma que Hodges y otros que se definen

dispensacionalistas abrazan una forma “espuria” de calvinismo.

Al hablar del orden de la salvación (ordo salutis), la teología


reformada siempre insistirá en que la regeneración antecede a la

fe. La regeneración antecede a la fe porque es condición

necesaria para la fe. De hecho, es el sine qua non de la fe. Es

importante comprender que el orden de la salvación se refiere al

orden lógico y no necesariamente al orden temporal. Por

ejemplo, cuando decimos que la justificación es por fe, no

estamos diciendo que la fe es lo primero en ocurrir y que somos


justificados después. Creemos que en el mismo momento en que

la fe se hace presente ocurre la justificación. No hay un lapso de


tiempo entre la fe y la justificación; ocurren de forma

simultánea. Entonces, ¿por qué decimos que la fe antecede a la


justificación? La fe antecede a la justificación en un sentido

lógico, no en un sentido temporal. Desde la lógica, la


justificación depende de la fe y no la fe de la justificación. No es

que tengamos fe porque somos justificados; somos justificados


porque tenemos fe.
De forma similar, cuando la teología reformada dice que la

regeneración antecede a la fe, se refiere a la prioridad lógica y no

temporal. No podemos ejercer una fe salvadora mientras no


hayamos sido regenerados, por lo que decimos que la fe depende

de la regeneración, no la regeneración de la fe. Hodges, y todos

los semipelagianos, plantean que la regeneración es el resultado

de la fe y por lo mismo depende de ella. Esto supone que la

persona que aún no ha sido regenerada es capaz de tener fe

salvadora.

Nuevamente volvemos a la pregunta sobre el alcance del

pecado original. Si el pecado original implica incapacidad moral,

como aseguran Agustín y los reformadores, entonces la fe solo

puede estar presente como resultado de la regeneración, y la

regeneración solo puede ocurrir como resultado de la gracia

eficaz o irresistible. Decir que la gracia de la regeneración es


irresistible simplemente equivale a decir que esta gracia, tan

vital para nuestra salvación, es soberana.

Dios entrega esta gracia de forma soberana y libre. Así es


verdaderamente gracia, sin que se mezcle con mérito humano

alguno. Por medio de esta gracia, los cautivos quedan libres y los
muertos en el pecado resucitan con vida nueva. Esta es la obra
visible de la gran misericordia de Dios, quien se inclina para

rescatar a sus hijos del pecado y la muerte y, tal como lo hizo en


la obra de la creación, toma trozos de barro espiritualmente

inertes y exhala en ellos el aliento que les da vida.

La regeneración es una obra sobrenatural, monergista, que

efectúa lo que Dios pretende. Es la obra sobrenatural de la re-

creación por medio de la cual los muertos resucitan a un estado

de fides viva, una fe viva, y mediante la cual son salvos y

adoptados en la familia de Dios.


E
l quinto punto del acróstico TULIP es la doctrina de la
perseverancia de los santos. Al igual que los otros puntos

del acróstico, el término perseverancia puede ser poco claro pues

sugiere que el creyente logra continuar en fe y obediencia por sí

solo. Si bien es cierto que el creyente logra perseverar en fe y

obediencia, esto se debe a la gracia de Dios que actúa en su favor.

Es más exacto hablar de preservación en lugar de perseverancia.

Nosotros podemos perseverar porque Dios nos preserva. Si solo


dependiera de nosotros, nadie lograría perseverar. Es solo

porque Dios nos preserva por Su gracia que somos capaces de


perseverar.

Tabla 10.1

El quinto pétalo del “TULIP”


1 Depravación total La corrupción radical de la humanidad
2 Elección incondicional La elección soberana de Dios
3 Expiación limitada El sacrificio con propósito de Cristo
4 Gracia irresistible El llamado eficaz del Espíritu
5 Perseverancia de los santos La divina preservación de los santos

Una manera sencilla de recordar la esencia de la doctrina de la

perseverancia es aprender este eslogan: “Si se tiene, nunca se

pierde. Si se pierde, nunca se tuvo”. Esta es una manera

ingeniosa de afirmar que un verdadero cristiano es incapaz de

llegar a la apostasía total y final. Otra manera breve de expresar


esta doctrina es el aforismo “una vez salvo, siempre salvo”. Esto

es lo que en ocasiones se describe como la seguridad eterna,

puesto que pone la atención en el poder duradero de la salvación

efectuada por nosotros y en nosotros por medio de la obra de

Cristo.

La doctrina de la perseverancia se trata de la permanencia de

nuestra salvación. El verbo salvar se ocupa en la Biblia en

diversos tiempos gramaticales: hemos sido salvados, estamos


siendo salvados, seremos salvos. Existe una dimensión pasada,

presente y futura de la salvación. Nuestra salvación comenzó en


la eternidad, se cumple en el tiempo, y espera la vida eterna. El

Nuevo Testamento nos llama mantenernos firmes hasta el fin,


prometiendo que “el que se mantenga firme hasta el fin será

salvo” (Mt 24:13). Esto se puede entender como una condición


para la salvación o como una velada promesa de salvación
eterna. Perseverar en la fe es una condición para la salvación
futura. Solo los que perseveren en fe serán salvos eternamente.

Obviamente esto plantea la pregunta, ¿hay alguien que tenga

fe y no persevere hasta el fin y por lo tanto no sea salvo? La

respuesta semipelagiana es sí. El semipelagianismo enseña que la

persona puede tener fe verdadera, auténtica y salvífica, y aun así

alejarse de la fe y perder su salvación. Esto mismo es lo que

enseña la Iglesia Católica Romana. El sistema teológico

sacramental católico romano establece la penitencia, la


restauración de la salvación de aquellos que han caído. La

penitencia se denomina la “segunda tabla de salvación para

aquellos que han naufragado en la fe”.

Roma prescribe la penitencia para aquellos que han cometido

pecado mortal después de haber recibido la gracia de la

justificación. Este pecado se llama “mortal” porque mata la

gracia de la justificación. Roma distingue entre pecado mortal y

pecado venial. El pecado venial es real pero no tan serio como


para destruir la gracia de la justificación. Por otro lado, el pecado

mortal es tan grave y atroz que causa que la persona pierda su


salvación. Esa persona puede recuperar su salvación y ser

restaurada a un estado de justificación por medio del sacramento


de la penitencia. Para Roma, como para toda forma de
semipelagianismo, nadie puede tener seguridad absoluta de que

perseverará, excepto unos pocos santos que reciben una


revelación especial al respecto.

La doctrina de la seguridad de la salvación es diferente a la

doctrina de la perseverancia de los santos, pero está

íntimamente ligada a ella. No son iguales pero son inseparables y

la teología reformada cree en ambas.

La seguridad de la salvación

La Confesión de Fe de Westminster declara:

Aunque los hipócritas y las personas no regeneradas vanamente se engañen con


falsas esperanzas y presunciones carnales de estar en el favor de Dios, y aunque
crean que están en el estado de salvación (cuya esperanza perecerá), quienes
verdaderamente creen en el Señor Jesús y le aman con sinceridad, procurando
caminar en buena conciencia delante de Él, en esta vida pueden estar ciertamente

seguros de que están en el estado de gracia, y pueden regocijarse en la esperanza


de la gloria de Dios, esperanza que nunca los avergonzará.1

La Confesión reconoce que existe la falsa seguridad que se

deriva de un concepto erróneo de salvación o de supuestos


erróneos acerca de la fe individual. La posibilidad de que haya

una seguridad falsa no elimina la posibilidad de que sí haya una


seguridad auténtica. El apóstol Pedro exhorta a los creyentes a

que busquen la seguridad que promete el evangelio: “Por lo


tanto, hermanos, esfuércense más todavía por asegurarse del

llamado de Dios, que fue quien los eligió. Si hacen estas cosas, no
caerán jamás, y se les abrirán de par en par las puertas del reino

eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Por eso siempre


les recordaré estas cosas, por más que las sepan y estén

afianzados en la verdad que ahora tienen” (2P 1:10-12).

El llamado del apóstol es a que busquemos esa seguridad con

esfuerzo. Es la seguridad de nuestra elección la que nos lleva a

tener seguridad de nuestra salvación. Todos los elegidos son

salvos, lo que significa que si podemos estar seguros de que

hemos sido elegidos, entonces estaremos seguros de nuestra

salvación. Si es así, ¿con qué fin nos exhorta el apóstol a que


hagamos de nuestra elección algo seguro? “Si hacen estas cosas”,

dice él, “no caerán jamás”.

¿Qué quiere decir esto? ¿Significa que si logramos obtener

seguridad acerca de la elección nunca tropezaremos ni

pecaremos? Claro que no. La Biblia está repleta de ejemplos de

personas elegidas y salvas que caen en pecado. La seguridad no

es garantía de perfección. Entonces, ¿en qué sentido es verdad

que la seguridad implica que nunca caeremos? Esto no tiene una


respuesta fácil. ¿Se está refiriendo Pablo a un tropiezo grave que

pueda significar perder la salvación? Quizás. ¿O es que el apóstol


está enfatizando el rol de la seguridad en el camino constante y

seguro hacia la santificación? Quizás sea esto a lo que Pedro se


refiere entonces cuando habla de jamás y quizás se trate de una
hipérbole apostólica. No lo sé con seguridad.

Algo sí es seguro. Hay un vínculo definitivo entre nuestra


seguridad y nuestra santificación. Aquel que no tiene seguridad

de salvación es vulnerable a miles de amenazas para su

crecimiento personal. El cristiano seguro de su salvación está


libre del temor paralizante que puede coartar el crecimiento

personal. Esto porque sin la seguridad seremos asaltados por la

duda y la incertidumbre acerca de las promesas de Dios,

promesas que operan como un ancla para nuestras almas.

Por eso es de suma importancia que los nuevos creyentes


tengan seguridad de su salvación personal. Tal seguridad es un

estímulo potente para el crecimiento en la fe hacia la madurez.

La Confesión de Fe de Westminster añade:

Esta certeza no es una simple persuasión conjetural y probable, basada en una


esperanza falible. Es, más bien, una seguridad infalible de fe, fundada en la
verdad divina de las promesas de salvación, en la evidencia interna de aquellas
gracias a las cuales estas promesas se refieren, en el testimonio del Espíritu de
adopción que testifica a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios: Espíritu que
es las arras de nuestra herencia y con el cual somos sellados para el día de la
redención.2

Esta parte de la Confesión está llena de contenido teológico


vital. Primero, veamos el contraste entre la conjetura y la

certeza. La certeza de nuestra seguridad descansa en una base


infalible, y dicha base no es nuestra infalibilidad, sino la de

Aquel que la otorga. Se basa en una verdad que es divina, una


verdad que proviene de Dios mismo y que descansa en las

“promesas de salvación”. Sabemos que todos los seres humanos


por naturaleza rompemos pactos, rompemos promesas,

rompemos juramentos y dejamos votos sin cumplir. Todos

somos capaces y culpables de tales violaciones de la santidad de


la verdad. Pero, a diferencia de la humanidad caída, Dios

siempre cumple Su pacto. Él es incapaz de mentir, nunca rompe

un voto, un juramento o una promesa. Nadie es capaz de cumplir

promesas como Él. Sus promesas fueron registradas con claridad

en la sagrada Escritura, y esas promesas son corroboradas y

confirmadas internamente por el testimonio veraz y seguro del

Espíritu Santo mismo, quien no solo es santo, sino que

ciertamente es el Espíritu de Verdad.

La Confesión alude a dos afirmaciones que aparecen en el

Nuevo Testamento en cuanto a la obra del Espíritu Santo en

nuestras vidas: Él es las arras (garantía o depósito) de nuestra

herencia y nos sella para el día de la redención. El término arras


viene del ámbito comercial. En la actualidad, en el caso de

comprar una vivienda o una propiedad, pagamos una garantía o


depósito para demostrar que estamos dispuestos a pagar el total

de la deuda.

Hay ocasiones en que aquel que ha pagado un depósito o


garantía rompe el acuerdo y no paga el resto de la deuda. Ese
acto desmiente su promesa inicial de pagar. Pero el Espíritu

Santo de Verdad jamás se puede retractar de una promesa.


Cuando Dios nos da la garantía de Su Espíritu es porque promete

que terminará lo que ha comenzado. Su promesa de completar el

acuerdo en el futuro no fallará. Cuando Dios da Su garantía nada


puede anularla.

Junto con recibir “las arras de nuestra herencia” somos

“sellados” por el Espíritu. Este concepto viene de la antigua

costumbre de sellar los documentos especiales del rey. La

autenticidad de un documento se probaba colocando el sello del


anillo del rey en cera o lacre, dejando una marca indeleble que

señalaba la propiedad y autorización del rey. De cierto modo, el

Espíritu cumple ese rol de sello del Rey divino. Él deja una marca

indeleble en nuestras almas que indica que le pertenecemos.

También se podía usar un sello para prohibir la entrada; por eso

fue que sellaron la tumba de Cristo para evitar que los ladrones

la profanaran. Del mismo modo, nosotros somos sellados para


evitar que el maligno nos arrebate de los brazos de Cristo.

Estas promesas de Dios, el testimonio interno del Espíritu

Santo, la garantía del Espíritu y el sello del Espíritu, forman en


conjunto la sólida base en la que se afirma la completa seguridad

de salvación del creyente.

Seguridad y santificación

La Confesión de Fe de Westminster agrega:

Esta seguridad infalible no pertenece a la esencia de la fe. Así, pues, puede ser que
un verdadero creyente tenga que esperar por mucho tiempo y luchar con muchas

dificultades antes de ser partícipe de esta seguridad. Sin embargo, estando

capacitado por el Espíritu Santo para conocer las cosas que Dios le da
gratuitamente, el creyente puede obtenerlas por el uso correcto de los medios

ordinarios, sin una revelación extraordinaria. Por lo tanto es deber de cada uno
poner toda diligencia para asegurar su llamamiento y elección, para que así su
corazón se ensanche de gozo y paz en el Espíritu Santo, en amor y gratitud a Dios,

y en fortaleza y alegría en los deberes de la obediencia, que son los frutos propios
de esta seguridad; pues está muy lejos de inducir a los seres humanos a la
negligencia.3

Los teólogos que redactaron la Confesión dejaron claro que la

seguridad de salvación no es una condición necesaria para la

salvación. No tenemos que saber que somos salvos para serlo.

Esto es lo que la Confesión quiere decir cuando menciona que la

seguridad de salvación “no pertenece a la esencia de la fe”. La

seguridad es fruto de la fe y puede, de hecho debe, ir junto con la


fe. Pero la seguridad no es esencial para la fe salvífica puesto que

podemos ser salvos sin tener seguridad. Por otro lado, la


confianza personal en Cristo es esencial en la fe salvífica.

Cualquier tipo de fe que no incluya esta confianza no es fe


salvífica porque le falta este elemento esencial.

Aunque la seguridad no es esencial en la fe, sí es


extremadamente importante. Aquí nos puede ayudar la antigua

distinción entre el ser o esse de algo, y el estar bien o bene esse de


algo. La seguridad de la salvación no pertenece a la esencia o ser

(esse) de la vida cristiana, pero sí pertenece al estar bien (bene


esse) o bienestar de la vida cristiana. La seguridad de salvación es

importante porque está vinculada a nuestro crecimiento en

santificación.

La completa seguridad no es un fruto automático de la

conversión ni tampoco es, necesariamente, un fruto inmediato.

El creyente puede estar en un estado de gracia salvífica por

mucho tiempo antes de tener seguridad. No obstante, tener esa

seguridad no es una posibilidad lejana; es totalmente alcanzable


y ciertamente deseable. La seguridad de salvación significa un

gran beneficio para el creyente; no obstante, es también un

deber buscarla. La Confesión alude a la instrucción apostólica de

hacer de nuestra elección y llamado algo seguro.

El creyente debe ir en pos de la seguridad “para que así su

corazón se ensanche de gozo y paz en el Espíritu Santo, en amor

y gratitud a Dios, y en fortaleza y alegría en los deberes de la

obediencia”, tal como lo declara la Confesión. La seguridad está


conectada al fruto del Espíritu Santo y dicho fruto es la esencia

misma de nuestra santificación. Por lo tanto, tener esa seguridad


no nos lleva a una falsa confianza en Sion, ni a una

espiritualidad arrogante, ni mucho menos a una vida licenciosa.


Más bien promueve cosas como el amor y la gratitud hacia Dios.
Estos dos elementos, amor y gratitud, son la motivación de la

obediencia cristiana. G. C. Berkouwer, profesor mío de


posgrado, comentó una vez en clase: “La esencia de la teología es

la gracia; la esencia de la ética es la gratitud”. Berkouwer aludía a

la inseparable relación entre la obediencia cristiana y la gratitud


por haber sido salvado por gracia.

La Confesión concluye diciendo:

La seguridad de la salvación de los verdaderos creyentes puede ser sacudida de


diferentes maneras, disminuida e interrumpida debido a la negligencia para

preservarla, por caer en algún pecado específico que hiere la conciencia y


contrista al Espíritu; o por una tentación repentina y vehemente, porque Dios les
retira la luz de Su rostro, permitiendo, inclusive, que los que le temen caminen
en tinieblas y no tengan luz. Sin embargo, los verdaderos creyentes nunca son
totalmente destituidos de la simiente de Dios, y de la vida de la fe, de aquel amor
de Cristo y de los hermanos, de aquella sinceridad de corazón y conciencia del

deber, de las cuales, esta seguridad puede ser revivida a su debido tiempo, por
medio de la operación del Espíritu que, mientras tanto, sostiene a los verdaderos
creyentes para no caer en total desesperación.4

Esta sección revela con claridad que los teólogos de la

Confesión no separan la teología de la vida cristiana y con sus

palabras muestran una gran comprensión de las múltiples


tentaciones que enfrenta el cristiano común y corriente. Ellos
reconocen que la seguridad no es algo grabado en cemento,

incapaz de aumentar o disminuir, pues nuestra seguridad puede


verse fácilmente afectada y remecida; puede ser incluso

intermitente pues es vulnerable al pecado especialmente.

¿Qué cristiano no ha pasado por lo que Lutero llama el


Anfectung, el “desenfrenado ataque” de Satanás? A diario nos
enfrentamos a muchas tentaciones, algunas de ellas muy graves

en naturaleza e intensidad, y a menudo sucumbimos a ellas. El

pecado es el gran enemigo de la seguridad, y cuando pecamos


nos preguntamos: “¿Cómo puede hacer algo así un cristiano

verdadero?”. En ese momento debemos correr a Cristo en

confesión y arrepentimiento, pidiendo Su perdón y buscando

nuestro solaz en el Consuelo de Israel. Solo Él nos puede

devolver el gozo de la salvación y la seguridad de esa salvación.

Cuando nuestra conciencia ha sido gravemente herida, puede

que caigamos en lo que los santos de antaño han llamado “la

oscura noche del alma”. Esta condición es indeciblemente

horrible para el creyente y no va acompañada de un glorioso

sentido de la presencia de Dios, sino por una terrible sensación

de Su ausencia. Podemos sentirnos totalmente abandonados por

Dios y nuestro espíritu se puede acercar al borde del abismo del


infierno. Ahí experimentamos lo que describe Pablo:

Pero tenemos este tesoro en vasijas de barro para que se vea que tan sublime
poder viene de Dios y no de nosotros. Nos vemos atribulados en todo, pero no
abatidos; perplejos, pero no desesperados; perseguidos, pero no abandonados;
derribados, pero no destruidos. Dondequiera que vamos, siempre llevamos en
nuestro cuerpo la muerte de Jesús, para que también Su vida se manifieste en

nuestro cuerpo. Pues a nosotros, los que vivimos, siempre se nos entrega a la
muerte por causa de Jesús, para que también Su vida se manifieste en nuestro
cuerpo mortal. Así que la muerte actúa en nosotros, y en ustedes la vida. Escrito
está: “Creí, y por eso hablé”. Con ese mismo espíritu de fe también nosotros
creemos, y por eso hablamos. Pues sabemos que aquel que resucitó al Señor Jesús
nos resucitará también a nosotros con Él y nos llevará junto con ustedes a Su
presencia. Todo esto es por el bien de ustedes, para que la gracia que está

alcanzando a más y más personas haga abundar la acción de gracias para la gloria
de Dios. Por tanto, no nos desanimamos. Al contrario, aunque por fuera nos

vamos desgastando, por dentro nos vamos renovando día tras día.

2 Corintios 4:7-16

Pablo habla de verse atribulado en todo, pero no abatido;

perplejo, pero no desesperado. Cuando pasamos por la oscura

noche del alma, nos acercamos mucho a la desesperación. Al

tener alguna seguridad de salvación, a ella nos aferraremos con

dientes y uñas. La desesperación se agolpa sobre nosotros pero al

final no logra consumirnos. Aunque la luz de la presencia de

Dios se encuentre atenuada, no se ha apagado por completo. El


Espíritu siempre guarda un rayo de esperanza para nuestra

atribulada alma, no importa lo débil que parezca ese rayo en el

momento. El cristiano puede sentir que su corazón desmaya,

pero finalmente no pierde el ánimo del todo. Aunque el hombre


exterior va pereciendo, el hombre interior se renueva día a día.

El ancla del santo es su experiencia de la gran misericordia de


Dios cada mañana. Aunque la seguridad se desplome por un

tiempo, el Espíritu Santo la revive una y otra vez. Aun cuando


entristezcamos al Espíritu Santo y seamos disciplinados por el

Padre, el Espíritu no es vengativo, sino que expresa pesar por


nuestro pecado sin destruirnos ni abandonarnos al infierno. El

Padre corrige a quienes ama y los trae a la plenitud de la


salvación.

Los puritanos tenían una profunda preocupación respecto a la

seguridad y su relación con la vida cristiana. Ellos hacían eco de

lo que plantea la Confesión de Fe de Westminster. Rehusaban

plantear la justificación como algo que dependa de la seguridad,

sino que en lugar de eso insistían en una relación orgánica entre

la fe que justifica y la seguridad. Joel. R Beeke escribió en su

maravillosa obra Assurance of Faith:

Esta distinción entre fe y seguridad tuvo profundas implicancias doctrinales y


pastorales para los puritanos. Plantear que la justificación depende de la
seguridad implicaría empujar al creyente a confiar en algo subjetivo en lugar de
confiar en la suficiencia de un Dios trino para la salvación. Esa clase de confianza

no solo no es sana doctrina, sino que provoca efectos pastorales adversos. Dios no
requiere de nosotros una fe perfecta y completa, sino una fe “no fingida”. El
cumplimiento de las promesas de Dios depende de la justicia de Cristo y no del
grado de seguridad del que cree. John Downame comenta que si la salvación
dependiera de la absoluta seguridad de la fe, muchos se desesperarían por el
hecho de que la “paralítica mano de la fe no recibiría a Cristo”. Felizmente, la
seguridad de la salvación no reside en la seguridad que el creyente tiene de su
salvación puesto que “no todos los creyentes tienen la misma seguridad de la

gracia y el favor de Dios, ni tampoco la tienen todo el tiempo”. Desde una


perspectiva pastoral, es vital entender que la fe que justifica y la experiencia de la
duda a menudo coexisten.5

La perseverancia en la salvación

Ya hemos visto el estrecho vínculo entre la seguridad de la


salvación y la perseverancia en la vida cristiana. También
debemos recordar que no debemos confundirlas ni tratarlas

como lo mismo. Es importante diferenciarlas sin separarlas. La

seguridad es nuestra confianza subjetiva en la salvación presente


y, por lo tanto, en la salvación futura.

Algunos creen que el creyente puede tener seguridad acerca de

su estado actual, pero no tener seguridad acerca de su estado

futuro. La persona puede sentirse confiada de que en

determinado momento se halla en un estado de gracia, pero no


tiene seguridad de que permanecerá en ese estado. Entonces hay

quienes creen que es posible caer de la gracia y perder la

salvación que uno disfruta en el presente.

La fe reformada cree que sí podemos tener seguridad, no solo

de nuestro estado actual de salvación, sino también de

permanecer en ese estado. Esa seguridad en cuanto al futuro

descansa en la doctrina de la perseverancia de los santos. La

Confesión de Fe de Westminster declara:

A quienes Dios ha aceptado en Su Amado, y que han sido llamados eficazmente y

santificados por Su Espíritu, no pueden caer ni total ni definitivamente del estado


de gracia, sino que ciertamente han de perseverar en Él hasta el fin, y serán
salvados eternamente.6

Nosotros somos aceptados en “el Amado”, que obviamente se

refiere a Cristo. La razón de nuestra justificación es el mérito de


gracia que no es un mérito de mero valor pasajero, sino un

mérito de un valor y eficacia eternos que persevera en nuestro


lugar. Asimismo, nuestra elección es en Cristo, por lo que no hay

absolutamente ningún peligro o posibilidad de que Él pierda lo

que ha elegido. Porque, ¿perderá Él a aquellos que Dios ha


elegido en Él y con Él?

La Confesión afirma que los elegidos (aquellos que Dios ya ha

aceptado en Cristo) no pueden caer o alejarse del estado de la

gracia, de forma total y definitiva. El término pueden se refiere a

la capacidad, por lo que tal afirmación significa que es imposible


que los escogidos se alejen de la gracia de manera absoluta. Pero

sí es posible que el creyente experimente una caída grave. En la

Escritura vemos numerosos ejemplos de creyentes que cayeron

en graves pecados, como David y Pedro. Aunque su caída fue

terrible, en ningún caso fue total ni definitiva. Ambos fueron

restaurados al arrepentimiento y la gracia. Los creyentes pueden

experimentar caídas radicales, pero estas serán temporales y


pasajeras.

Todos conocemos casos de personas que alguna vez profesaron

fe en Cristo y mostraron gran celo por Él, y luego rechazaron su


fe y se alejaron de Cristo. ¿Qué hacemos con esos casos? Hay dos

posibilidades.

La primera posibilidad es que su profesión de fe no fue

auténtica, pues confesaron a Cristo con sus bocas y luego


cayeron en una real apostasía de esa confesión. Son como la
semilla que cayó en suelo poco profundo, la semilla germinó

rápido, pero se marchitó y murió (Mt 13:5-6). La semilla nunca

echó raíces realmente. Hubo algunas señales externas de


conversión, pero esta no fue genuina. Estas personas son como

los que honraban a Cristo con sus bocas, pero sus corazones

estaban lejos de Él (Mt 15:7-8). Su fe fue espuria desde un

comienzo.

En esta categoría claramente podemos ubicar a Judas (Jesús


declaró que él había sido del diablo desde un comienzo), y a

aquellos de quienes Juan dice:

Aunque salieron de entre nosotros, en realidad no eran de los nuestros; si lo


hubieran sido, se habrían quedado con nosotros. Su salida sirvió para comprobar
que ninguno de ellos era de los nuestros. Todos ustedes, en cambio, han recibido
unción del Santo, de manera que conocen la verdad. No les escribo porque
ignoren la verdad, sino porque la conocen y porque ninguna mentira procede de

la verdad. ¿Quién es el mentiroso, sino el que niega que Jesús es el Cristo? Es el


anticristo, el que niega al Padre y al Hijo. Todo el que niega al Hijo no tiene al
Padre; el que reconoce al Hijo tiene también al Padre. Permanezca en ustedes lo
que han oído desde el principio, y así ustedes permanecerán también en el Hijo y
en el Padre. Esta es la promesa que Él nos dio: la vida eterna.

1 Juan 2:19-25

Juan reconoce que algunos efectivamente se alejaron de los


creyentes y eran apóstatas. Pero Juan asegura que no eran “de

nosotros”. Su partida dejó al descubierto su realidad y eso


contrasta con los que son ungidos por Dios, aquellos en quienes

habita la Palabra. Si la Palabra verdaderamente habita en


alguien, esa persona permanecerá en Cristo y recibe la promesa

de la vida eterna.

La segunda explicación posible respecto a aquellos que hacen

una profesión de fe, dan muestras externas de conversión y

luego rechazan la fe, es que en realidad son creyentes que han

caído en seria apostasía pero en algún momento, antes de morir,

se arrepentirán de su pecado y serán restaurados. Si llegaran a

persistir en su apostasía hasta el momento de morir, entonces su


caída de la gracia fue total y definitiva, lo que demuestra que

nunca fueron verdaderos creyentes.

La postura semipelagiana plantea una tercera opción: que tales

personas se convirtieron verdaderamente, tuvieron verdadera fe

y fueron salvos y luego se alejaron de la fe y finalmente se

perdieron. Esta noción niega la doctrina de la perseverancia de

los santos pues abre la posibilidad de que personas que de verdad

recibieron la salvación la pierdan total y definitivamente.

La perseverancia y la preservación

La Confesión de Fe de Westminster también agrega:

Esta perseverancia de los santos no depende de su propio libre albedrío, sino de la


inmutabilidad del decreto de elección, que fluye del amor gratuito e inmutable de
Dios el Padre; de la eficacia del mérito e intercesión de Cristo Jesús, de la
permanencia del Espíritu y de la simiente de Dios dentro de ellos; y de la
naturaleza del Pacto de Gracia. De todo esto, surge también la certeza e
infalibilidad de la perseverancia.7
La perseverancia de los santos también se puede describir, y

quizás con mayor precisión, como la preservación de los santos,

según aclara la afirmación de los teólogos de Westminster. El


creyente no persevera por la fuerza de su sola voluntad. La

gracia preservadora de Dios hace de nuestra perseverancia una

posibilidad y un hecho. Aun el individuo regenerado, con una

voluntad liberada, seguirá siendo vulnerable al pecado y la

tentación y, dado que el poder residual del pecado sigue siendo

tan fuerte, con toda probabilidad el creyente caería si no fuera

por la ayuda de la gracia. Pero el decreto de Dios es inmutable y

Su propósito soberano de salvar a Sus escogidos desde la


fundación del mundo no se ve frustrado por nuestra debilidad.

Aunque la Biblia no dijera nada respecto a la perseverancia, lo

que sí dice respecto a la gracia de Dios en la elección bastaría

para convencernos acerca de la doctrina de la perseverancia.


Pero la Biblia no guarda silencio en estos temas, pues declara

claramente y con frecuencia que Dios terminará lo que ha


comenzado en nosotros y para nosotros. Por ejemplo, Pablo

asegura: “Doy gracias a mi Dios cada vez que me acuerdo de


ustedes. En todas mis oraciones por todos ustedes, siempre oro

con alegría, porque han participado en el evangelio desde el


primer día hasta ahora. Estoy convencido de esto: el que

comenzó tan buena obra en ustedes la irá perfeccionando hasta


el día de Cristo Jesús” (Fil 1:3-6).
Notemos que Pablo pone el acento en Dios y no en el hombre al

decir que “el que comenzó tan buena obra en ustedes la irá

perfeccionando”. Lo que Dios comienza, lo termina. Su obra no


queda suspendida como si fuera una sublime sinfonía

inconclusa. Cristo es el autor y consumador de nuestra

redención y nosotros somos la obra de Sus manos. Como un

experto artesano, jamás necesita destruir o desechar alguna

parte de Su obra espiritual por causa de alguna imperfección.

La realidad de que Dios preserva a Sus santos no se basa en

alguna deducción abstracta de Su decreto de elección, sino que

descansa en Su amor libre e inmutable; un amor duradero, un

amor de complacencia que nada puede disolver. Nuevamente

Pablo nos recuerda:

¿Qué diremos frente a esto? Si Dios está de nuestra parte, ¿quién puede estar en

contra nuestra? El que no escatimó ni a Su propio Hijo, sino que lo entregó por
todos nosotros, ¿cómo no habrá de darnos generosamente, junto con Él, todas las
cosas? ¿Quién acusará a los que Dios ha escogido? Dios es el que justifica. ¿Quién
condenará? Cristo Jesús es el que murió, e incluso resucitó, y está a la derecha de
Dios e intercede por nosotros. ¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La
tribulación, o la angustia, la persecución, el hambre, la indigencia, el peligro, o la
violencia? Así está escrito: “Por tu causa siempre nos llevan a la muerte; ¡nos
tratan como a ovejas para el matadero!”. Sin embargo, en todo esto somos más

que vencedores por medio de aquel que nos amó. Pues estoy convencido de que ni
la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los demonios, ni lo presente ni lo por venir,
ni los poderes, ni lo alto ni lo profundo, ni cosa alguna en toda la creación, podrá
apartarnos del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús nuestro Señor.

Romanos 8:31-36
La lista de Pablo de todo lo que podría amenazar o poner en

riesgo el amor de Cristo por Sus ovejas es un ejemplo, no es una

lista exhaustiva. Pablo está ampliando su afirmación general de


que nada puede separarnos del amor de Dios que es nuestro en

Cristo Jesús. Este amor es duradero y permanente; nosotros

perseveramos en la gracia porque Dios persevera en Su amor

hacia nosotros.

Tampoco existe límite para el mérito de la gracia que Dios nos


regala, ni para la perpetua intercesión que Cristo hace por

nosotros. Quizás la mayor fuerza que nos capacita para

perseverar sea la obra de intercesión de nuestro Sumo Sacerdote

por nosotros. El Espíritu Santo también contribuye a nuestra

preservación, pues Él permanece en nosotros como nuestro sello

y garantía, la semilla de Dios plantada en nuestra alma, y por

último la naturaleza misma del pacto de gracia, por medio del


cual las promesas de Dios están absolutamente garantizadas.

Todas estas garantías tienen su raíz en la idea detrás de la

expresión latina Deus pro nobis, “Dios por nosotros”. El apóstol lo


plantea como una pregunta retórica: “Si Dios es por nosotros,

¿quién contra nosotros?”. La verdad es que hay muchos en


nuestra contra. Nuestra expectativa es que seremos odiados
permanentemente, pues así nos advirtió nuestro Señor. Satanás

y sus secuaces nos detestan. Todos ellos están en nuestra contra,


ya que todos los que son del Anticristo son anticristianos

(entiéndase anti como “contrario a”).

Entonces, cuando Pablo pregunta “¿quién contra nosotros?”,

lo que quiere decir es que nada ni nadie podrá prevalecer en

nuestra contra. El resultado de la preservación de Dios es que

nos transformamos en “más que vencedores”. Esta frase de tres

palabras es la traducción de una palabra griega, hypernikon (en

latín supervincemus). El prefijo hyper (y super) eleva la idea de


vencedor a su máxima expresión.

Así como la Confesión de Fe de Westminster plantea la

posibilidad de que el creyente pierda su seguridad de salvación

de forma temporal, también la Confesión reconoce que la

perseverancia no siempre es un proceso sostenido, ascendente,

de santificación sin serios deslices. Los verdaderos cristianos

pueden tener graves y serias caídas, pero no pueden caer

definitivamente de la gracia. La Confesión declara:

Sin embargo, puede ser que los santos caigan en pecados graves, mediante las

tentaciones de Satanás y del mundo, el predominio de la corrupción que aún


queda en ellos, y el olvido de los medios de su preservación; y que por un tiempo
continúen en sus graves pecados: por lo cual incurren en el desagrado de Dios y
contristan Su Santo Espíritu, llegan a ser, en alguna medida, privados de sus
gracias y privilegios, sus corazones pueden endurecerse y sus conciencias pueden
herirse, pueden herir y escandalizar a otros y traer juicios temporales sobre ellos
mismos.8

Como parte del proceso de santificación, la perseverancia es


una obra sinérgica. Esto quiere decir que es un esfuerzo

compartido entre Dios y nosotros. Nosotros perseveramos y Dios

nos preserva. Podemos hacer una analogía con los niños.


Pensemos en un padre y su hijo que caminan de la mano por un

sendero peligroso. Hay dos maneras en que pueden tomarse de la

mano. Una es que el niño se aferre de la mano de su padre. Si se

suelta se puede caer. La otra es que el padre sostenga con firmeza

la mano del niño. Solo si el padre lo suelta se podría caer el niño.

En el primer caso la seguridad del niño depende de la firmeza y

constancia con la que se aferre a su padre. En el segundo caso la

seguridad del niño depende de la firmeza y la constancia con la


que el padre lo sostenga.

Si estiramos la analogía un poco más y decimos que cuando el

niño se suelte de la mano del padre, puede que el padre lo deje

tropezar y se raspe las rodillas. Aunque con esto el hijo provoque


el disgusto del padre, el padre no lo soltará del todo, y evitará

que el niño caiga a un abismo.

Aunque Dios nos sostiene, nosotros debemos al mismo tiempo


aferrarnos de Él. Somos capaces de soltarnos y de hecho así

ocurre. Por la misma razón tenemos la responsabilidad de seguir


aferrados con toda nuestra fuerza, aun cuando tenemos la
seguridad de que el padre no dejará de sostenernos. El Nuevo

Testamento con frecuencia nos exhorta a hacer esto y nos


advierte de las consecuencias de soltarnos. Podemos alejarnos de

la gracia, pero no por completo. En ocasiones la Escritura

pareciera prohibir aquello que no es posible y pareciera ordenar


que hagamos lo que también es imposible. Por ejemplo, nos

llama a ser perfectos como nuestro Padre es perfecto (Mt 5:48).

Nadie es capaz de lograr ese nivel de perfección. ¿Entonces por

qué la Escritura habla de esta manera? Lutero llama a esto el

“uso evangélico de la ley”. Con esto quiere decir que el evangelio

nos llama a esforzarnos con diligencia para cumplir el estándar

de la ley. Este esfuerzo tendrá como resultado que dependamos

cada vez más de la gracia.

El problema de Hebreos

Quizás el texto más debatido en cuanto a la perseverancia de los

santos es uno que se encuentra en el libro de Hebreos: “Es

imposible que renueven su arrepentimiento aquellos que han


sido una vez iluminados, que han saboreado el don celestial, que

han tenido parte en el Espíritu Santo y que han experimentado


la buena palabra de Dios y los poderes del mundo venidero, y

después de todo esto se han apartado. Es imposible, porque así


vuelven a crucificar, para su propio mal, al Hijo de Dios, y lo

exponen a la vergüenza pública” (Heb 6:4-6).

El apóstol advierte que algunas personas no podrán recuperar

la salvación luego de ciertas conductas. La primera pregunta que


surge es, ¿de qué clase de personas está hablando? ¿Son

cristianos o no cristianos? A primera vista pareciera obvio. Se

trata de personas que han sido iluminadas, han gustado del don
celestial y han participado del Espíritu Santo, por lo cual se trata

de creyentes.

Pero hay al menos otra posibilidad que se debe investigar. El

Antiguo Testamento deja claro que no todos los que estaban en

Israel eran de Israel. Es decir, algunos de los que estaban en la


comunidad del pacto no tenían fe verdadera. También Cristo

dijo que en Su iglesia la cizaña crecería junto al trigo (Mt 13:24-

25). Por esta razón, siempre ha existido una distinción entre los

que pertenecen a la iglesia visible y los que son parte de la iglesia

invisible. Como Agustín sugirió, la iglesia invisible, el cuerpo de

creyentes escogidos, existe sustancialmente en la iglesia visible.

Se llama “invisible” porque solo Dios puede ver la verdadera


condición del corazón. Para nosotros el alma es invisible.

Todo lo que dice Hebreos 6 se aplica a los que son miembros de

la iglesia visible pero no son verdaderos creyentes, excepto en un


solo caso. En un sentido, todos los miembros de la iglesia visible

han sido iluminados y han gustado del don celestial. Pero,


¿podemos decir que un miembro incrédulo se haya arrepentido?
La frase “renueven su arrepentimiento” presupone que al menos

una vez en el pasado sí hubo arrepentimiento. Si el


arrepentimiento es, como lo plantea la teología reformada, el

fruto de la regeneración, entonces el autor de Hebreos estaría

describiendo a personas ya regeneradas. ¿Será que su


arrepentimiento fue espurio como el de Esaú? Si fuera un

arrepentimiento espurio no tendría sentido, pues no habría

razón alguna para renovar un arrepentimiento de esa clase. Esa

referencia al arrepentimiento me lleva a la conclusión de que el

autor está hablando de cristianos regenerados.

Una conclusión así me deja solo con dos opciones: (1) es posible

que un cristiano regenerado caiga de forma permanente y eso

implica que debemos olvidarnos de la doctrina de la

perseverancia de los santos, o (2) la advertencia en Hebreos 6 es

un ejemplo de lo que Lutero llama “el uso evangélico de la ley”.

El tema se debe zanjar permitiendo que la Escritura interprete

a la Escritura en lugar de poner un texto en contraposición a

otro. Si el resto de la Escritura es clara en cuanto a la


perseverancia (y creo que lo es), entonces debemos interpretar lo

que es ambiguo a la luz de lo que no es ambiguo en el resto de la


Biblia. Lo implícito siempre debe ser interpretado a partir de lo

explícito, lo que no es claro a partir de lo que sí es claro. El autor


de Hebreos en ninguna parte asegura que un verdadero creyente
realmente haga aquello que él advierte que no se debe hacer.

Si ningún creyente puede hacer aquello que él advierte, ¿qué


sentido tiene la advertencia? Aquí debemos proceder con

extremo cuidado. ¿Se trata de una advertencia real o más bien

del planteamiento de un argumento? Con frecuencia, en el


Nuevo Testamento vemos ejemplos de lo que se conoce como

argumento ad hominem, es decir, un argumento en contra del

hombre. Existen dos tipos de argumento ad hominem, uno válido

y otro no válido. El llamado ad hominem abusivo es el que ataca a

la persona en lugar de la idea. El argumento ad hominem válido

se llama reductio ad absurdum y es el que toma la premisa del

otro y la lleva hasta su conclusión lógica, que es un absurdo.

Pablo usa este tipo de argumento en 1 Corintios, por ejemplo. El


argumento sigue un patrón de razonamiento con la fórmula

“si…entonces”: “Si Cristo no ha resucitado, [entonces] la fe de

ustedes es ilusoria” (1Co 15:17).

Sería útil si supiéramos quién escribió Hebreos, a quién le


escribió y más importante aún la razón por la que escribe. No

tenemos certeza acerca de cuál es la situación que amenazaba a


los creyentes hebreos. Si el tema es la herejía judaizante que

presentaba una seria amenaza a la primera iglesia, entonces un


argumento ad hominem tendría sentido. La herejía judaizante

empujaba a los creyentes a volver a las obligaciones que imponía


la ley del Antiguo Pacto, lo que implicaba colocarse nuevamente

bajo la maldición que Cristo ya había terminado. Esto


significaría una forma de repudio tácito de la expiación de Cristo
y crearía la necesidad de un sacrificio nuevo, una re-crucifixión,

pero eso es imposible. Si alguien realmente volviera al estatus

antiguo, se quedaría sin ningún medio de salvación.

Creo que el autor está planteando precisamente este caso y no

está planteando que un verdadero creyente pueda en realidad

cometer dicho pecado. La afirmación que el autor hace a

continuación refuerza esta interpretación:

En cuanto a ustedes, queridos hermanos, aunque nos expresamos así, estamos


seguros de que les espera lo mejor, es decir, lo que atañe a la salvación. Porque
Dios no es injusto como para olvidarse de las obras y del amor que, para Su gloria,

ustedes han mostrado sirviendo a los santos, como lo siguen haciendo. Deseamos,
sin embargo, que cada uno de ustedes siga mostrando ese mismo empeño hasta la
realización final y completa de su esperanza. No sean perezosos; más bien, imiten
a quienes por su fe y paciencia heredan las promesas.

Hebreos 6:9-12

Notemos que el autor dice “aunque…”. Aunque es un

modificador de peso: “Aunque nos expresamos así, estamos


seguros de que les espera lo mejor, es decir, lo que atañe a la
salvación”. El comentario en cuanto a la forma de expresarse nos

debe alertar que es peligroso adelantar conclusiones sin


sustento. Toda esta advertencia está dada en una cierta “forma

de expresarse”. El autor expresa confianza de que aquellos a los


que él se dirige no harán las cosas sobre las que él advierte, sino

que actuarán conforme a su salvación. Esta confianza se sitúa en


el centro de la doctrina de la perseverancia de los santos. El Dios
que ha comenzado la buena obra en nosotros la completará hasta

el final, es decir, de forma completa y definitiva, cuando la

cadena de oro de la redención llegue a su último eslabón


decretado.
¡Ay! ¿Mi Salvador sangró?
¿Dio Su vida el Soberano?
¿Entregó Su rostro santo
Por mí, que soy gusano?

¿Gimió Él sobre el madero

por delitos que Yo cometí?


¡Piedad y gracia nunca oídas!
¡Amor profundo y sin medida!

El sol se ocultó en tinieblas


Y allí escondió Su hermosura,
Al morir el Creador poderoso
por el pecado del hombre, la criatura.

Así se oculte mi rostro sonrojado

Cuando aparezca Su cruz amada;


Mi corazón se deshaga en gratitud,
Y mis ojos se fundan en lágrimas.

Pero el llanto nunca pagará


Todo el amor que debo;
Aquí, Señor, te doy mi ser,
Otra cosa hacer no puedo.
Introducción
1. Adolf Harnack, What Is Christianity? [¿Qué es el cristianismo?] trad. Thomas Bailey
Saunders (1901; reimp, Nueva York: Harper & Row, 1957).
2. David Wells, No Place for Truth: or, Whatever Happened to Evangelical Theology? [No
hay lugar para la verdad. O, ¿qué pasa con la teología evangélica?] (Grand Rapids:
Eerdmans, 1993), 95. Traducción solo para este libro.
3. Wells, No Place for Truth, 97. Ver Ian Ramsey, Models for Divine Activity [Modelos de la
actividad divina] (Londres: SCM, 1973), 1
4. Wells, No Place for Truth, 98.
1. Dios en el centro
1. Martin Luther, What Luther Says: An Anthology [Lo que dijo Lutero: una Antología], ed.
Ewald M. Plass, 3 Vols (St. Louis: Concordia, 1959), 2:551. Traducción solo para este
libro.
2. Juan Calvino, Institución de la Religión Cristiana, 2 Vols., Sexta Edición (Barcelona:
FELIRE, 2006), 1.5.1.
3. Calvino, Institución de la Religión Cristiana, 1.5.1.
4. Calvino, Institución de la Religión Cristiana, 1.1.1.
5. Calvino, Institución de la Religión Cristiana, 1.1.2.
6. Confesión de Fe de Westminster, 2.2.
7. Calvino, Institución de la Religión Cristiana, 1.1.3.
8. Calvino, Institución de la Religión Cristiana, 1.5.12-13.
2. Basada solo en la Palabra de Dios
1. Juan Calvino, Institución de la Religión Cristiana, 2 Vols., Sexta Edición (Barcelona:
FELIRE, 2006), 1.7.1
2. Martin Luther, What Luther Says: An Anthology [Lo que dijo Lutero: una Antología], ed.
Ewald M. Plass, 3 Vols (St. Louis: Concordia, 1959), 1:62. Traducción solo para este
libro.
3. Luther, What Luther Says, 1:63. Traducción solo para este libro.
4. Luther, What Luther Says, 1:67. Traducción solo para este libro.
5. Luther, What Luther Says, 1:68. Traducción solo para este libro.
6. Luther, What Luther Says, 1:72. Traducción solo para este libro.
7. Luther, What Luther Says, 1:87. Traducción solo para este libro.
8. Luther, What Luther Says, 1:88. Traducción solo para este libro.

9. National Bureau of Standards es la oficina federal en Estados Unidos que establece


la norma para las unidades de medida de las propiedades físicas de los elementos. Nota
del traductor.
10. Calvino, Institución de la Religión Cristiana, 1.7.2.
11. Calvino, Institución de la Religión Cristiana, 1.7.3.
12. Luther, What Luther Says, 1:87. Traducción solo para este libro.
13. Luther, What Luther Says, 1:88. Traducción solo para este libro.
14. Luther, What Luther Says, 1:93. Traducción solo para este libro.
15. Luther, What Luther Says, 1:91–92. Traducción solo para este libro.
3. Comprometida con la sola fe
1. Martin Luther, What Luther Says: An Anthology [Lo que dijo Lutero: una Antología], ed.
Ewald M. Plass, 3 Vols (St. Louis: Concordia, 1959), 2:704, número 5. Traducción solo
para este libro.
2. Luther, What Luther Says, 2:704. Traducción solo para este libro.
3. Luther, What Luther Says, 2:703. Traducción solo para este libro.
4. Juan Calvino, Institución de la Religión Cristiana, 2 Vols., Sexta Edición (Barcelona:
FELIRE, 2006), 3.11.2
5. También “satisfacción de obra”. Nota del traductor.
6. Luther, What Luther Says, 2:921. Traducción solo para este libro.
7. Luther, What Luther Says, 2:710. Traducción solo para este libro.
8. Calvino, Institución de la Religión Cristiana, 3.17.12

9. Calvino, Institución de la Religión Cristiana, 2:57 (3.11.21).


10. Luther, What Luther Says, 1:522. Traducción solo para este libro.

11. Luther, What Luther Says, 2:714–15. Traducción solo para este libro.
4. Comprometida con el Profeta, Sacerdote y Rey
1. En algunos textos es nombrado como Eutico. Nota del traductor.
2. Confesión de Fe de Westminster, 8.1
5. Apodo: Teología del Pacto
1. Scofield, ed., Scofield Reference Bible [Biblia de referencia Scofield] (Nueva York:
Oxford University, 1909).
2. George Mendenhall, Law and Covenant in Israel and the Ancient Near East [Ley y pacto
en Israel y el Antiguo Cercano Oriente] (Pittsburgh: Biblical Colloquium, 1955).
3. Meredith Kline, Treaty of the Great King: The Covenant Structure of Deuteronomy:
Studies and Commentary [Tratado del Gran Rey: la estructura pactual de Deuteronomio.
Estudios y comentario] (Grand Rapids, Mich.: Eerdmans, 1963); By Oath Consigned: A
Reinterpretation of the Covenant Signs of Circumcision and Baptism [Asignado por
juramento: una reinterpretación de las señales pactuales de la circuncisión y el bautismo]
(Grand Rapids, Mich.: Eerdmans, 1968).
4. Confesión de Fe de Westminster, 22.1–2.
5. Confesión de Fe de Westminster, 7.2.
6. Confesión de Fe de Westminster, 7.3.
7. Confesión de Fe de Westminster, 7.5-6.
6. La completa corrupción de la humanidad
1. Adolf Harnack, History of Dogma [Historia de la dogmática], (1898, Nueva York:
Dover, 1961), 168-169. De Agustín, On the Gift of Perseverance [Sobre el don de la
perseverancia] (a.d. 428), 53. Traducción solo para este libro.
2. Juan Calvino, Institución de la Religión Cristiana, 2 Vols., Sexta Edición (Barcelona:
FELIRE, 2006), 2.1.5.
3. Martin Luther, What Luther Says: AnAnthology [Lo que dijo Lutero: una Antología], ed.
Ewald M. Plass, 3 vols (St. Louis: Concordia, 1959), 3:1300–1301. Traducción solo para
este libro.
4. Confesión de Fe de Westminster, 9.3.

5. Calvino, Institución de la Religión Cristiana, 2.2.6-7.


6. Confesión de Fe de Westminster, 9.4-5.
7. La elección soberana de Dios
1. Confesión de Fe de Westminster, 3.3-5.
2. Albrecht Oepke, “Elkō”, en Gerhard Kittel, ed., Theological Dictionary of the New
Testament [Diccionario teológico del Nuevo Testamento], ed. y trad. Geoffrey Bromiley,
vol. 2 (Grand Rapids, Mich.: Eerdmans, 1964), 503.
3. John Calvin, “A Treatise on the Eternal Predestination of God” [“Sobre la
predestinación eterna de Dios”], trad. Henry Cole, en Calvin’s Calvinism [El calvinismo
de Calvino] (Grand Rapids, Mich.: Eerdmans, 1950), 31. Traducción solo para este libro.
4. Juan Calvino, Institución de la Religión Cristiana, 2 Vols., Sexta Edición (Barcelona:
FELIRE, 2006), 3.22.1.
8. El sacrificio con propósito de Cristo
1. J. I. Packer, “Introductory Essay” [“Ensayo Introductorio”], en John Owen, The
Death of Death in the Death of Christ: A Treatise in Which the Whole Controversy about
Universal Redemption Is Fully Discussed [La muerte de la muerte en la muerte de Cristo: un
ensayo en el cual todo el debate acerca de la redención universal es ampliamente explicado]
(1852; reimp., Londres: Banner of Truth, 1959), 4. Traducción solo para este libro.
2. Packer, “Introductory Essay”, en Owen, The Death of Death. Traducción solo para
este libro.

3. Owen, The Death of Death, 161. Traducción solo para este libro.
4. Owen, The Death of Death, 236. Traducción solo para este libro.

5. Confesión de Fe de Westminster, 3.1.


6. Confesión de Fe de Westminster, 3.1.

7. Owen, The Death of Death, 45. Traducción solo para este libro.
9. El llamado eficaz del Espíritu
1 J. I. Packer & O. R. Johnston, “Historical and Theological Introduction”
[“Introducción histórica y teológica”], en Martin Luther, The Bondage of the Will [La
esclavitud de la voluntad], trad. J. I. Packer y O. R. Johnston (Cambridge: James Clarke
/ Westwood: Revell, 1957), 57–58. Traducción solo para este libro.
2. Packer & Johnston, “Historical and Theological Introduction”, 58. Ver Martin
Luther, Vom unfreien Willen [La esclavitud de la voluntad], ed. H. J. Iwand (1954), 253.
Traducción solo para este libro.

3. Luther, The Bondage of the Will, 78. Traducción solo para este libro.
4. Packer & Johnston, “Historical and Theological Introduction”, 58–59. Traducción
solo para este libro.
5. Packer & Johnston, “Historical and Theological Introduction”, 59. Traducción solo
para este libro.
6. Confesión de Fe de Westminster, 10.1.
7. John Calvin, Institutes of the Christian Religion [Institución de la Religión Cristiana], 2
vols., trad. Henry Beveridge (1845; reimp, Grand Rapids: Eerdmans, 1964), 2:240
(3.24.1). De Agustín, On the Predestination of the Saints [Sobre la predestinación de los
santos], trad. R. E. Wallis, en Basic Writings of Saint Augustine [Escritos fundamentales
de San Agustín], ed. Whitney Oates, 2 vols. (1948; reimp, Grand Rapids: Baker, 1992),
1:790 (capítulo 13). Traducción solo para este libro.
8. John H. Gerstner, Wrongly Dividing the Word of Truth: A Critique of Dispensationalism
[La división errónea de la Palabra de Verdad: una crítica al dispensacionalismo]
(Brentwood: Wolgemuth&Hyatt, 1991). Traducción solo para este libro.

9. Zane C. Hodges, Absolutely Free! A Biblical Reply to Lordship Salvation [¡Totalmente


libre! Una respuesta bíblica a la salvación del Señor] (Grand Rapids: Zondervan, 1989), 48.
Traducción solo para este libro.
10. Hodges, Absolutely Free!, 49.
11. Hodges, Absolutely Free!, 51-52.
10. La divina preservación de los santos
1. Confesión de Fe de Westminster, 18.1.
2. Confesión de Fe de Westminster, 18.2.

3. Confesión de Fe de Westminster, 18.3.


4. Confesión de Fe de Westminster, 18.4.
5. Joel Beeke, “Assurance of Faith: Calvin, English Puritanism, and the Dutch Second
Reformation” [“La seguridad de la fe: el puritanismo inglés y la segunda Reforma
holandesa”], American University Studies: Theology and Religion, serie 7, vol. 89 (Nueva
York: Lang, 1991), 143. Traducción solo para este libro.
6. Confesión de Fe de Westminster, 17.1.
7. Confesión de Fe de Westminster, 17.2.
8. Confesión de Fe de Westminster, 17.3.

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