AAVV - Subidos de Tono, Cuentos de Amor

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Subidos de tono

CUENTOS DE AMOR
JULIO CORTÁZAR ALFREDO BRYCE ECHENIQUE
EDMUNDO PAZ SOLDÁN JORGE MIGUEL MARINHO PÍA BARROS
MARVEL MORENO CARLOS CORTÉS JULIO PAREDES FEDERICO VEGAS
SENEL PAZ HERNÁN LARA Z AVA LA ÁNGELA HERNÁNDEZ
MAYRA SANTOS-FEBRES ALONSO CUETO
MEMPO GIARDINELLI JUAN RULFO
i

Coedición Latinoamericana
,

El programa de la

Coedición Latinoamericana

de libros para niños y jóvenes,


—promovido por el Centro Regional

para el Fomento del Libro

en América Latina y

el Caribe ,
CERLAC ,

con el concurso de la UNESCO —


agrupa a editoriales privadas

y estatales de los
países latinoamericanos.

Su fin es difundir

la literatura infantil
y juvenil
propia de nuestro entorno y
hacer más asequibles los libros
por medio del sistema de coedición,
que permite repartir

entre los editores participantes

los altos costos

de la producción editorial

y obtener un producto
de calidad a bajo precio.
Digitized by the Internet Archive
in 2016 with funding from
Kahle/Austin Foundation

https://archive.org/details/isbn_9789684941373
Subidos de tono

.
Subidos de tono
CUENTOS DE AMOR
JULIO CORTÁZAR ALFREDO BRYCE ECHENIQUE
EDMUNDO PAZ SOLDÁN JORGE MIGUEL MARINHO PÍA BARROS
MARVEL MORENO CARLOS CORTÉS JULIO PAREDES FEDERICO VEGAS
SENEL PAZ HERNÁN LARA ZAVALA ÁNGELA HERNÁNDEZ
MAYRA SANTOS-FEBRES ALONSO CUETO
MEMPO GIARDINELLI JUAN RULFO

Coedición W Latinoamericana
Subidos de tono

Edición coordinada por Promoción Editorial Inca S.A. - PEISA


Editora: Martha Muñoz de Coronado
Asesoría literaria: César Ferreira

Diseño de carátula: Eduardo Tokeshi


Diseño gráfico: Martha Siles de Kauffmann
Traducción del cuento “Eros de luto”: Martha Muñoz de Coronado
Impresión: Imprenta D’Vinni Ltda., Bogotá - Colombia

“Jeannie Miller”: “No le digas que la quieres”:

© Mempo Giardinelli, 1993 © Senel Paz, 1991

“Cuello de gatito negro”: “La hermana”:

© Julio Cortázar, 1974 © Hernán Lara Zavala, 1994


“La puerta cerrada”: “Es que somos muy pobres”:

© Edmundo Paz Soldán, 1998 © Juan Rulfo, 1953


“Eros de luto”: “La venganza de Gerd":

© Jorge Miguel Marinho, 1989 © Alonso Cueto, 1983


“El orden de las cosas”: “El descubrimiento de América”

© Pía Barros, 2001 © Alfredo Bryce Echenique, 1968

“Una aventura confidencial”: “Marina y su olor”:

© Julio Paredes, 1997 © Mayra Santos-Febres, 1995


“La peregrina”: “Masticar una rosa”:

© Marvel Moreno, 1990 © Ángela Hernández, 1993


“La última aventura de Batman”: “El regalo”:

© Carlos Cortés, 1999 © Federico Vegas, 1997

De esta antología:

© 2003, Aique Grupo Editor S.A., Argentina.


Editora Melhoramentos, Brasil.

Grupo Editorial Norma, Colombia.


Farben, Grupo Editorial Norma, Costa Rica.

CIDCLI, México.
Ediciones Peisa S.A.C., Perú.

Ediciones Huracán, Puerto Rico.

Editora Taller, República Dominicana.

Ediciones Ekaré, Venezuela.

Prohibida la reproducción parcial o total de las características gráficas

y contenido de este libro sin la autorización expresa de los editores.

ISBN: 9972-40-251-7
Hecho el depósito legal N.° 2002-3801
3

Prólogo 7

Jeannie Mtller I

Mempo Giardinelli

ARGENTINA

Cuello de gatito negro 23

Julio Cortázar
ARGENTINA

La puerta cerrada I

43
Edmundo Paz Soldán
BOLIVIA

Bros de luto 49 \

Jorge Miguel Marinho


BRASIL

El orden de las cosas I


67
Pía Barros

CHILE

Una aventura confidencial I

83
Julio Paredes
COLOMBIA

La peregrina I
107
Marvel Moreno
COLOMBIA
La última aventura de Batman 1
1

Carlos Cortés,

COSTA RICA

No le digas que la quieres 135


Senel Paz,

CUBA

La hermana I

1 5

Hernán Lara Zavala


MÉXICO

Es que somos muy pobres 165


Juan Rulfo
MÉXICO
La venganza de Gerd 175
Alonso Cueto
PERÚ

El descubrimiento de América 189


Alfredo Bryce Echenique
PERÚ

Marina y su olor 2 I

Mayra Santos-Febres
PUERTO RICO

Masticar una rosa 229


Ángela Hernández
REPÚBLICA DOMINICANA

El regalo 243
Federico Vegas
VENEZUELA
Prólogo

Si algo caracteriza a la narrativa más reciente de América Latina,


es la pluralidad de registros a través de los cuales los escritores

intentan dar cuenta de la vasta y compleja realidad del conti-

nente. Claro está, tal versatilidad nos remite una y otra vez a un
punto de partida obligado: la llamada generación del boom de
los años sesenta y su enorme talento para renovar nuestra pala-
bra escrita. Es bien sabido que los grandes escritores de los años
sesenta (Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y Gabriel García Már-
quez, por citar a tres de ellos) se propusieron crear grandes sa-
gas novelísticas y, en ese empeño, no titubearon en emplear las

más novedosas técnicas narrativas, experimentando con recursos

que les permitieron lograr una representación totalizadora de la

realidad. Obras como Conversación en La Catedral La ,


muerte de

Artemio Cruz o la maravillosa historia de los Buendía en Cien


años de soledad exploraron con lenguaje propio una problemática
en la que los destinos individuales se proyectaban a escenarios
más vastos que, en última instancia, hurgaban en la esencia de

nuestra historia e identidad.


Este extraordinario auge de la novela no impidió, sin em-
bargo, el desarrollo de una perspectiva distinta que buscaba repre-
sentar realidades menos amplias, pero igualmente ricas, y cuyos

MEMPO GIARDINELLI 9
límites artísticos pertenecían a otra tradición: la del cuento. Más
discreto en su ambición por representar la realidad que la nove-
la, se diría que el cuento siempre ha sido el espacio ideal para ob-

servar de cerca los actos cotidianos más íntimos de la existencia

humana, pero, por ello mismo, más determinantes para decidir


el destino de sus protagonistas. Por eso, no es de extrañar la in-

sistencia con la que, en pleno auge del boom, consagrados narra-


dores trabajaron este versátil género que sigue siendo cultivado
hoy en día con extraordinarios logros por autores de promocio-
nes más recientes.

En las páginas que siguen, el lector podrá comprobar que una


historia de amor, tal vez la experiencia más importante que pue-
de vivir un ser humano, no por íntima deja de hundir sus raíces
en una realidad determinada. Y es que más allá de los finales fe-

lices que Hollywood siempre nos tiene prometidos, en estos rela-

tos el mundo del deseo, la pasión, los celos o el encuentro con la

muerte se convierten en hechos determinantes que acompañan


la experiencia amorosa, no sólo marcando la aventura individual
del sujeto, sino también poniendo en entredicho los valores más
tradicionales de la sociedad latinoamericana. En verdad, los mu-
chos personajes infantiles, juveniles o adultos de estos cuentos
vivirán su experiencia amorosa sólo para descubrir —unas veces

desde la celebración del encuentro sentimental, otras desde la pér-

dida y el dolor — que su destino ya está escrito y que las cica-


trices que deja el amor son tan variadas como la vida misma.
La ciudad, ese símbolo por excelencia de la modernidad, es

uno de los escenarios por donde deambularán los personajes de

Julio Paredes, Alonso Cueto, Julio Cortázar o Federico Vegas, to-


dos a la expectativa de un encuentro amoroso que resultará tan

apasionante como desolador. Otros cuentos, en cambio, privile-

giarán el mundo de la provincia latinoamericana para intentar

io Prólogo
la experiencia afectiva. Tal es el caso de los relatos de Mempo
Giardinelli y Edmundo Paz Soldán, cuyos protagonistas se con-
vertirán, muchas veces sin saberlo, en víctimas de los cerrados

códigos sociales que allí imperan.


Otra propuesta recurrente en estos relatos es aquella que
instala la voz de un niño que se enfrenta al descubrimiento del
mundo adulto. Incapaces aun de entender los truculentos meca-

nismos del amor y del sexo, los protagonistas de Juan Rulfo y


Carlos Cortés se enfrentarán con ojos de asombro a las crudas rea-

lidades que la sociedad y sus mayores han construido para ellos.

Marcados por su inocencia, los narradores en primera persona


de estos relatos darán rienda suelta a una voz confesional siem-
pre tierna, pero también franca y dolida, tratando de sortear su
ingreso al mundo adulto. En otros cuentos, esta pérdida de la ino-

cencia estará motivado por el descubrimiento del amor juvenil

y los misteriosos placeres del cuerpo. Tal es el caso de los cuentos

de Alfredo Bryce Echenique, Hernán Lara Zavala, Senel Paz y


Jorge Miguel Marinho, donde el placer y el dolor aparecerán co-
mo elementos imposibles de separar en el rito iniciático del amor.

Asimismo, Pía Barros le dará una nueva vuelta de tuerca al tema,


acompañando la aventura amorosa con el descubrimiento de la

muerte. Su joven protagonista no sólo se enfrentará a la realidad

inmediata del cadáver de su madre en los arenales del desierto

de Chile, sino también al desconcierto que le provocan sus recuer-


dos familiares.
Tampoco está ausente de esta selección una visión celebra-
toria del amor. Velada o explícitamente, el elemento erótico es el

catalizador deun juego de conquista y placer que rompe con los


códigos más severos impuestos por el entorno social más conser-
vador, como en el cuento de la colombiana Marvel Moreno. En
otras instancias, como en los textos de Mayra Santos-Febres y

CÉSAR FERREIRA 1
y

Angela Hernández, el juego entre el erotismo y la cocina se unirá


a la fantasía y el humor para desembocar en un comentario tan
agudo como divertido de las diferencias de clase en la sociedad
caribeña.

Esta antología no sólo confirma que el tema amoroso goza de


excelente salud entre nuestros mejores cuentistas; también nos
recuerda que esta óptica singular es una perspectiva tan válida
como cualquier otra para adentrarnos en la realidad latinoame-

ricana. Es más, resulta especialmente interesante para los jóve-

nes lectores, pues los prepara para una experiencia que marcará

sus vidas al ofrecerles diversas versiones del amor y hacerles avi-

zorar otras posibilidades en torno al tema. Al fin y al cabo, como


bien nos recuerdan los relatos reunidos en este volumen, en el

amor, como en la literatura, nunca está dicha la última palabra.

César Ferreira

12
MEMPO GIARDINELLI

Jeannie Miller

ARGENTINA
CONSTANTINI

SOLEDAD
M EMPO GIARDINELLI nació en Resistencia (Chaco) en 1947. Desde

1969 trabajó en diversos medios periodísticos de Buenos


Se exilió y vivió en México entre 1976 y 1984. De regreso en su país,
Aires.

fundó y dirigió la revista Puro Cuento (1986-1992). Vive alternativa-


mente en Buenos Aires, Resistencia y Paso de la Patria (Corrientes).

Colaborador habitual de revistas y diarios argentinos y latinoameri-


canos, sus artículos, ensayos y cuentos han sido publicados en Argenti-

na, Alemania, Brasil, Colombia, España, Estados Unidos, Francia, Italia

y México. Su labor ha recibido importantes reconocimientos, entre


ellos, el Premio Nacional de Novela, otorgado por el Instituto Nacio-

nal de Bellas Artes de México, el VIII Premio Internacional de Nove-


la Rómulo Gallegos 1993 y el Premio Grandes Viajeros de Ediciones
B 2000.
Ha publicado La revolución en bicicleta (novela, 1980), El cielo con

las manos (novela, 1981), Vidas ejemplares (cuentos, 1982), Luna caliente

(Premio Nacional de Novela en México, 1983), El género negro (ensa-

yo, 1984), Qué solos se quedan los muertos (novela, 1985), Antología per-

sonal (cuentos, 1992), El castigo de Dios (cuentos, 1994), Santo oficio de la

memoria (novela, VIII Premio Internacional “Rómulo Gallegos” 1993) e

Imposible equilibrio (novela, 1995). Sus obras han sido traducidas a una
docena de lenguas.

l periodismo ha sido muy importante para mí,


E pero también fue importante abandonar a tiempo su práctica
exclusiva. Periodismo y literatura son dos códigos completamente
diferentes y uno debe aprender a manejar los dos, para que no

se literaturice el periodismo ni se periodistice la literatura.

Mis comienzos literarios no son otra cosa que mis comienzos


en la lectura, que fueron muy caóticos. Mi formación fue un
caos y aún hoy me considero un devorador de libros muy irregular

y desordenado. Leo todo lo que cae en mis manos y es así como


conozco mucha literatura inservible y tengo unas lagunas

15
imperdonables, que me avergüenzan. Escribí un primer cuento
a los 15 o 16 años, un cuento muy deficiente, una historia rebuscada,

inaprehensible. Y yo que creía que escribir cuentos era “más fácil”...

Solo con los años advertí que Faulkner tenía razón: el cuento
es un género mucho más preciso y exigente que la novela, ¿no?
Es, además, el género de mayor vitalidad y el más moderno,

entre otras razones porque en todo el mundo las mamás y las abuelas,

en vez de leerles novelas, poemas, ensayos u horóscopos a los niños,

siguen contándoles cuentos.


Como fuere, digo que me siento cómodo en la narrativa.

Soy un narrador, un contador de historias. Si se me ocurre una historia,

si observo o me entero de algo que es narrable, no puedo resistir

la tentación de contarlo. Lo demás es una cuestión de extensión.


Podrá haber una infinita preceptiva para explicar las diferencias

entre los géneros, pero a mí lo que me importa más es sentirme


cómodo cuando escribo. Y así me siento cuando tengo una historia

y la estoy contando. La comodidad es el placer de escribir. Yo escribí

siempre lo que quise escribir en cada momento. Lo que necesité

decir en cada etapa lo dije mediante un libro.

Los viajes también son mi vida. De hecho, no hay mes en que


no ande de un lado para el otro. Y los proyectos son la sal

y la pimienta de la vida. No sé comer platos sosos, me gusta


lo picante. Así que estoy lleno de proyectos y éstos siempre
exceden mi capacidad. Y además, la vida, ¿no? Todo el esfuerzo

y la atención que exigen los trabajos del amor, de la amistad,


de la noche y el vino, los rituales de la música y el canto...

Vaya, con toda justicia podrán decir muchas cosas durísimas sobre
el mundo horrible en que vivimos, ¿no?, pero la vida

sigue siendo una maravilla.

Extracto de una entrevista hecha al autor por Abdón Ubidia


para la revista Graphiti, Costa Rica, 1998.
i

Jeannie Miller

A veces pienso que Resistencia también es un pueblo feo, cha-

to, gris y sucio. Como Formosa, digamos, aunque un poco más


pretencioso. Pienso eso cuando siento la rabia que me produce
acordarme de la historia de Jeannie Miller.
Fue hace exactamente diecisiete años. Ella tenía, entonces, die-

cisiete años, y estuvo once meses con nosotros, de febrero a ene-


ro. Llegó becada por un programa de intercambio de jóvenes, y
en abril se enamoró del Pelusa Andreotti, que era uno de los

chicos ricos de la ciudad, el mayor de los varones de una fami-


lia de pioneros de la inmigración. Un muchacho bello, de cuer-

po atléticamente trabajado y ojos celestes, muy claros, del color

de esa porción de cielo que se ve, a las seis de la tarde, sobre el

horizonte verde de la selva y debajo de una oscura tormenta de


verano.

Jeannie era una chica negra y llegó contenta a esta tierra don-
de todos se jactaron siempre de no ser racistas. Y eso pareció cier-
to cuando el Pelusa la empezó a presentar como su novia, y los

viejos y los amigos del viejo, en el Club Social y en el Golf, la

aceptaron porque después de todo era algo exótico ese asunto, y


encima era una muchacha lindísima, de formas casi perfectas, una
sonrisa de dientes que parecían copitos de algodón y una alegría

MEMPO CIARDINELLI 17
que iluminaba cualquier sitio en que estuviese. Y además, era
sabido, se quedaría poco tiempo en Resistencia.

A mí no me gustaba cómo la trataban los Andreotti, y algu-

na vez lo hablé con ella. Nos habíamos hecho muy compinches


desde el día mismo de su arribo, porque yo era uno de los pocos
chicos que hablaba un inglés medianamente bueno. Y aunque
el mío era de Cultural Inglesa, y ella hablaba el del midwest, de
hecho le serví de traductor durante las primeras semanas, mien-
tras ella practicaba su delicioso español.

Ella se entregó a la amistad de los chicos del Nacional, y to-

dos la queríamos porque era una flor de mina: compañera, diver-


tida, derecha. La pasó rebien en Resistencia, y fue feliz, y fue mi
amiga. A mí ella me encantaba, la verdad, y debo admitir que
quizá me enamoré pero nunca se lo dije porque nos habíamos
hecho muy amigos y en aquella época yo pensaba que el amor
podía ser una traición a la amistad. Pero fundamentalmente creo

que no se lo dije porque yo era un chico muy tímido e inseguro.


Por supuesto, cuando ella empezó a salir con Pelusa a mí se me
revolvieron las tripas.

Se enamoró como se enamoran los adolescentes: de modo defi-

nitivo y con una entrega absoluta, porque para los adolescentes

— hoy lo sé — todo es definitivo y absoluto y aún no saben, ni


quieren saber, que es la vida la que se encarga, después, de en-
señar matices, requiebros e hipocresías. Digamos que se enamo-
ró con una inocencia como la de esas violetitas que crecen sin
que la gente de la casa se dé cuenta. Y aunque no me gustaban
ni el Pelusa ni los Andreotti, cuando Jeannie me pidió que no
los juzgara mal, puesto que ella era feliz con ellos, también tuve
que admitir que debían ser mis prejuicios porque pertenecían a
esa despreciable clase de los nuevos ricos, llenos de ínfulas y mala
memoria.

l8 Jeannie Miller
Al cabo de ese año Jeannie volvió a su tierra, que para noso-
tros era la inconcebible otra parte del mundo: Idaho, Wisconsin,
o alguno de esos estados que nos resultaban improbables. En los

últimos tiempos nos habíamos visto mucho menos: ella ya ha-


blaba muy bien el castellano, andaba todo el día con el Pelusa y
otros amigos, le hicieron un par de despedidas a las que yo no
quise ir y bueno, creo que por despecho yo había empezado a

noviar con otra chica, la verdad es que no me acuerdo. Supongo


que estaba celoso. Antes de irse me llamó y nos pasamos toda una
tarde andando en bicicleta y charlando. Fuimos al río y recorda-
mos sus primeros días entre nosotros, nos prometimos escribir-

nos, y nos juramos que pasara lo que pasase nunca íbamos a dejar

de amigos y yo alguna vez iba a ir a visitarla en su pueblo.


ser

En algún momento estuve a punto de decirle que la amaba, que


estaba loco por ella, pero no me animé. Esa cosa terrible de los

tímidos que hace que uno sepa que si no dice lo que siente en
el momento en que debe decirlo se va a arrepentir toda la vida,

pero igual no lo dice. Yo creo que ella se dio cuenta, porque en

cierto momento me miró de un modo diferente, más intenso. O


fueron ideas mías, nomás. La mirada de los negros, cuando está
cargada de afecto, tiene muchísimos siglos de ternura. Y yo era
chico, cómo no me iba a confundir.

El caso es que Jeannie se fue de Resistencia dejando una par-

va de amigos, recuerdos que todos creíamos imborrables y para


siempre, y un corazón vacío que era el mío. También se llevó un
montón de regalos. Entre ellos una cadenita de oro con una me-
dallita de la Virgen de Itatí, que mi mamá compró para que yo

se la regalara, y una estatuilla de algarrobo —un hachero de ca-

beza filosa — que el Pelusa le obsequió mintiéndole que era una


artesanía típica de los indios tobas.

En el aeropuerto le pidió públicamente, además, que regre-

MEMPO CIARDINELLI 19
sara para casarse, y ella le prometió que volvería al cabo de unos
meses.
Pero al día siguiente de su partida, nomás, ya el Pelusa le

contaba a todo el mundo cómo se la había montado a la negri-

ta, y las tetas que tenía, y tras cada risotada apostaba a que la

negra volvería porque estaba loca por él. Y una tarde en la pla-

ya, ese mismo verano, le escuché prometer que se la pasaría a sus

amigos para que todos supieran lo calientes que son las de esa
raza.

No recuerdo nada especial que haya ocurrido aquel invierno,


salvo que en nuestro último año de secundaria salimos subcam-
peones nacionales con el equipo de basquetbol colegial.
Para la primavera, yo ya había decidido estudiar abogacía en
Corrientes, y el mismo martes que fui a iniciar mis trámites de
inscripción, en cuanto bajé del vaporcito en Barranqueras me
enteré de que Jeannie había regresado al Chaco.
Esa misma noche la vi, y estaba deslumbrante, enamorada, en-
cendida como los trigos nuevos. Nos dimos un beso y le dije que
estaba preciosa. Había vuelto para reiterarle al Pelusa que lo ama-
ba, pero también trayendo una noticia que equivocadamente pen-
só que debía ser maravillosa: estaba gestando un hijo.

Inesperadamente para ella, se encontró con la hostilidad del

hijo de don Cario Andreotti, quien se encargó de que todo Re-


sistencia supiera que la repudiaba a ella y a esa mierda de hijo ne-
gro que quién podía saber de qué padre sería y que resultaría el

hazmerreír de la ciudad.
Por más esfuerzos que hicimos algunos amigos, Jeannie no
soportó el desprecio y no duró ni dos días en Resistencia. El jue-

ves por la mañana tomó un avión para Buenos Aires, y el viernes

otro hacia Miami.


Dos semanas después supimos —cuando nos avisaron que se

20 Jeannie Miller
interrumpía el servicio de intercambio de jóvenes — que se ha-

bía matado reventándose la panza con la estatuilla de algarrobo.


Yo me ligué dos días de cana y un proceso por lesiones gra-

ves por la paliza que le propiné al Pelusa.

Después me fui a estudiar a Corrientes.

Pelusa se casó al año siguiente con una chica de Buenos Aires,


una rubia de ojos azules tan inteligente como una corvina.
Debieron pasar diecisiete años hasta que pude visitar el ce-

menterio donde yace Jeannie Miller. Queda en las afueras de


South Bend, Indiana.
En su tumba deposité un ramo de rosas, y allí decidí que Re-

sistencia es también un pueblo feo, chato, gris y sucio.

MEMPO GIARDINELLI
I

JULIO CORTÁZAR

Cuello de gatito negro


i

ARGENTINA
a
ULIO CORTÁZAR, nació en Bélgica en 1914. Desde 1919 hasta 1951
J vivió en Buenos Aires, donde publicó el libro que lo consagró: Bes-

tiario (cuentos, 1951). Luego, radicó en París hasta la fecha de su muer-

te, acaecida en 1984. Pese a la controversia que suscitó su prolonga-

da residencia en Francia y su posterior ciudadanía francesa, Cortázar


permaneció siempre fiel a su lenguaje, reconocido y entrañablemente

argentino, y a su constante preocupación por el destino de Latinoamé-

rica. Viajero incansable, gran aficionado al jazz y al boxeo, brillante


ensayista, escribió los libros de cuentos: Final de juego (1956), Las ar-

mas secretas (1959), Todos los fuegos el fuego (1966), Deshoras (1983), las

tiernas e irónicas Historias de cronopios y de famas (1962) y Un tal Lucas

(1979). También cuatro novelas: Los premios (1960), Tayuela (1963),

62 modelo para armar (1979) y El libro de Manuel (1973). Reunió en


libro sus ensayos y poemas: La vuelta al día en ochenta mundos (1967),

Último round (1969), Los autonautas de la cosmopista (en colaboración


con Carol Dunlop, 1982) y Nicaragua tan violentamente dulce (1984).

ara entender el carácter peculiar del cuento se le suele

P comparar con la novela, género mucho más popular


y sobre el cual abundan las preceptivas. Se señala, por ejemplo,

que la novela se desarrolla en el papel, y por lo tanto en el tiempo

de la lectura, sin otro límite que el agotamiento de la materia


novelada; por su parte, el cuento parte de la noción de límite,

y en primer término de límite físico... En ese sentido,

la novela y el cuento se dejan comparar analógicamente con el cine

y la fotografía, en la medida que una película es en principio


“un orden abierto”, novelesco, mientras que la fotografía lograda

presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte


por el reducido campo que abarca la cámara y por la forma
en que el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación...

Un escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que

en ese combate que se entabla entre un texto apasionante

25
y su lector, la novela gana siempre por puntos, mientras
que el cuento debe ganar por knock-out. Es cierto en la medida
en que la novela acumula progresivamente sus efectos en el lector,

mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente,


1
sin cuartel desde las primeras frases .

“Detesto los prólogos y las introducciones pero ya ves. Ocurre a veces

que las costumbres y las rutinas despiertan a una nueva vida,


como el gesto mecánico y absurdo de estrecharse la mano (¿será cierto

que nació del sentimiento contrario, de la prueba de que no se estaba

ocultando una daga entre los dedos?) puede volverse encuentro

y comunión, diálogo de la piel que se reconoce y se comprende


por debajo de las palabras, poesía del tacto primordial, signo

de la amistad de los hombres.


(...) todos unidos fuera del tiempo y del espacio por esa operación
tan vieja y tan dulce de escribir desde el amor y la esperanza, porque

contra viento y marea el hombre salva y defiende un territorio común,


una zona de encuentro donde maravillosamente renunciamos a la veda

y al secreto, donde un poema o una pintura o un solo de trompeta

valen como el encuentro de los cuerpos de mujer y el hombre,


la

como el silbar de las golondrinas en la última luz de la tarde ...”. 2

1 Extractos del conocido artículo “ Aspectos del cuento

2 “ Carta abierta de Julio Cortazar a Pablo Neruda”.


En Cortazar J., Fantomas contra los vampiros multinacionales,
G enteSur, Buenos Aires, 1989.
Cuello de gatito negro

Por lo demás no era la primera vez que le pasaba, pero de todos


modos siempre había sido Lucho el que llevaba la iniciativa,

apoyando la mano como al descuido para rozar la de una rubia o


una pelirroja que le caía bien, aprovechando los vaivenes en los
virajes delmetro y entonces por ahí había respuesta, había gan-
cho, un dedito se quedaba prendido un momento antes de la cara

de fastidio o indignación, todo dependía de tantas cosas, a veces


salía bien, corría, el resto entraba en el juego como iban entran-
do las estaciones en las ventanillas del vagón, pero esa tarde pa-

saba de otra manera, primero que Lucho estaba helado y con el

pelo lleno de nieve que se había derretido en el andén y le resba-

laban gotas frías por dentro de la bufanda, había subido al metro


en la estación de la rué du Bac sin pensar en nada, un cuerpo pe-
gado a tantos otros esperando que en algún momento fuese la

estufa, el vaso de coñac, la lectura del diario antes de ponerse a es-

tudiar alemán entre siete y media y nueve, lo de siempre salvo ese


guantecito negro en la barra de apoyo, entre montones de manos

y codos y abrigos un guantecito negro prendido en la barra me-


tálica y él con su guante marrón mojado firme en la barra para

no írsele encima a la señora de los paquetes y la nena llorona, de


golpe la conciencia de que un dedo pequeñito se estaba como

JULIO CORTÁZAR 27
subiendo a caballo por su guante, que eso venía desde una manga
de piel de conejo más bien usada, la mulata parecía muy joven

y miraba hacia abajo como ajena, un balanceo más entre el balan-

ceo de tantos cuerpos apelmazados; a Lucho le había parecido


un desvío de la regla más bien divertido, dejó la mano suelta,

sin responder, imaginando que la chica estaba distraída, que no

se daba cuenta de esa leve jineteada en el caballo mojado y quie-


to. Le hubiera gustado tener sitio suficiente como para sacar el

diario del bolsillo y leer los titulares donde se hablaba de Bia-


fra, de Israel y de Estudiantes de la Plata, pero el diario estaba

en el bolsillo de la derecha para sacarlo hubiera tenido que sol-


tar la mano de la barra, perdiendo el apoyo necesario en los vi-

rajes, de manera que lo mejor era mantenerse firme, abriéndole


un pequeño hueco precario entre sobretodos y paquetes para que
la nena estuviera menos triste y su madre no le siguiera hablan-

do con ese tono de cobrador de impuestos.

Casi no había mirado a la chica mulata. Ahora le sospechó la

mata de pelo encrespado bajo la capucha del abrigo y pensó crí-

ticamente que con el calor del vagón bien podía haberse echado
atrás la capucha, justamente cuando el dedo le acariciaba de nue-

vo el guante, primero un dedo y luego dos trepándose al caballo

húmedo. El viraje antes de Montparnasse-Bienvenue empujó a


la chica contra Lucho, su mano resbaló del caballo para apretarse

a la barra, tan pequeña y tonta al lado del gran caballo que natu-

ralmente le buscaba ahora las cosquillas con un hocico de dos de-


dos, sin forzar, divertido y todavía lejano y húmedo. La muchacha
pareció darse cuenta de golpe (pero su distracción, antes, tam-
bién había tenido algo de repentino y de brusco), y apartó un po-
co más la mano, mirando a Lucho desde el oscuro hueco que le

hacía la capucha para fijarse luego en su propia mano como si no


estuviera de acuerdo o estudiara las distancias de la buena edu-

28 1

Cuello de gatito negro


cación. Mucha gente había bajado en Montparnasse-Bienvenue

y Lucho ya podía sacar el diario, solamente que en vez de sacarlo


se quedó estudiando el comportamiento de la manita enguan-
tada con una atención un poco burlona, sin mirar a la chica que

otra vez tenía los ojos puestos en los zapatos ahora bien visibles

en el piso sucio donde de golpe faltaban la nena llorona y tanta


gente que se estaba bajando en la estación Falguiére. El tirón del

arranque obligó a los dos guantes a crisparse en la barra, separa-

dos y obrando por su cuenta, pero el tren estaba detenido en la

estación Pasteur cuando los dedos de Lucho buscaron el guante


negro que no se retiró como la primera vez sino que pareció aflo-

jarse en la barra, volverse todavía más pequeño y blando bajo la


presión de dos, de tres dedos, de toda la mano que se subía en
una lenta posesión delicada, sin apoyar demasiado, tomando y
dejando a la vez, y en el vagón casi vacío ahora que se abrían las

puertas en la estación Volontaires, la muchacha girando poco a

poco sobre un pie enfrentó a Lucho sin alzar la cara, como mi-
rándolo desde el guantecito cubierto por toda la mano de Lucho,
y cuando al fin lo miró, sacudidos los dos por un barquinazo en-
tre Volontaires y Vaugirard, sus grandes ojos metidos en la som-
bra de la capucha estaban ahí como esperando, fijos y graves,
sin la menor sonrisa ni reproche, sin nada más que una espera
interminable que vagamente le hizo mal a Lucho.

— siempre —
Es muchacha— No asípuede con
dijo la . se ellas.

—Ah — Lucho, aceptando juego pero preguntándo-


dijo el

se por qué no era divertido, por qué no lo sentía juego aunque no


podía ser otra cosa, no había ninguna razón para imaginar que
fuera otra cosa.

—No se puede hacer nada — repitió la chica — . No entienden

o no quieren, vaya a saber, pero no se puede hacer nada contra.


Le estaba hablando al guante, mirando a Lucho sin verlo le

JULIO CORTÁZAR 29
estaba hablando al guantecito negro casi invisible bajo el gran
guante marrón.
—A mí me pasa igual — dijo Lucho — . Son incorregibles,
es cierto.

—No es lo mismo — dijo la chica.

—Oh, sí, usted vio.


—No vale la pena hablar — dijo ella, bajando la cabeza — . Dis-

cúlpeme, fue culpa mía.


Era el juego, claro, pero por qué no era divertido, por qué él

no lo sentía juego aunque no podía ser otra cosa, no había nin-


guna razón para imaginar que fuera otra cosa.

— Digamos que fue culpa de ellas — dijo Lucho apartando


su mano para marcar el plural, para denunciar a las culpables en

la barra, las enguantadas silenciosas distantes quietas en la ba-

rra.

—Es diferente — dijo la chica — . A usted le parece lo mis-


mo, pero es tan diferente.

—Bueno, siempre hay una que empieza.


— siempre hay
Sí, una.

Era el juego, no había más que seguir las reglas sin imaginar
que hubiera otra cosa, una especie de verdad o de desesperación.
Por qué hacerse el tonto en vez de seguirle la corriente si le da-
ba por ahí.

—Usted tiene razón — dijo Lucho — . Habría que hacer algo


en contra, no dejarlas.
—No sirve de nada — dijo la chica.

—Es cierto, apenas uno se distrae, ya ve.


— — Sí dijo ella — . Aunque usted lo esté diciendo en broma.
—Oh no, hablo tan en serio como usted. Mírelas.

El guante marrón jugaba a rozar el guantecito negro inmó-


vil, le pasaba un dedo por la cintura, lo soltaba, iba hasta el ex-

30 I
Cuello de gatito negro
tremo de la barra y se quedaba mirándolo, esperando. La chica

agachó aún más la cabeza y Lucho volvió a preguntarse por qué


todo eso no era divertido ahora que no quedaba más que seguir
jugando.
— Si fuera en serio — dijo la chica, pero no le hablaba a él,

no le hablaba a nadie en el vagón casi vacío — . Si fuera en serio,

entonces a lo mejor.

—Es en serio — dijo Lucho — y realmente no se puede hacer


nada en contra.
Ahora ella lo miró de frente, como despertándose; el metro
entraba en la estación Convention.

—La gente no puede comprender — dijo la chica — . Cuando


es un hombre, claro, enseguida se imagina que...
Vulgar, desde luego, y además habría que apurarse porque
sólo quedaban tres estaciones.

—Y peor todavía si es una mujer — estaba diciendo la chi-

ca — Ya me ha pasado
.
y eso que las vigilo desde que subo, todo
el tiempo, pero ya ve.
—Por supuesto — aceptó Lucho — . Llega ese minuto en que
uno se distrae, es tan natural, y entonces se aprovechan.
—No hable por usted — dijo la chica — . No es lo mismo.
Perdóneme, yo tuve la culpa, me bajo en Corentin Celton.

— Claro que tuvo la culpa — se burló Lucho — . Yo tendría que

haber bajado en Vaugirard y ya ve, me ha hecho pasar dos esta-


ciones.

El viraje los tiró contra la puerta, las manos resbalaron hasta

juntarse en el extremo de la barra. La chica seguía diciendo al-

go, disculpándose tontamente; Lucho sintió otra vez los dedos


del guante negro que se trepaban a su mano, la ceñían. Cuando
ella lo soltó bruscamente murmurando una despedida confusa,
no quedaba más que una cosa por hacer, seguirla por el andén de

JULIO CORTÁZAR 31
..

la estación, ponerse a su lado y buscarle la mano como perdida


boca abajo al término de la manga, balanceándose sin objeto.

—No — — Por
dijo la chica . favor, no. Déjeme seguir sola.

—Por supuesto — Lucho dijo sin soltarle la mano — . Pero


no me gusta que se vaya así, ahora. Si hubiéramos tenido más
tiempo en el metro...
— ¿Para qué? ¿De qué sirve tener más tiempo?
—A lo mejor hubiéramos terminado por encontrar algo, jun-
tos. Algo contra, quiero decir.

— Pero usted no comprende — dijo ella — . Usted piensa que. .

—Vaya a saber lo que pienso — dijo honradamente Lucho —


Vaya a saber si en el café de la esquina tienen buen café, y si hay
un café en la esquina, porque este barrio no lo conozco casi.

—Hay un — — pero malo.


café dijo ella es

—No me niegue que ha se sonreído.

—No pero
lo niego, malo. el café es

—De maneras hay un


todas en café la esquina.

— — Sí mirándolo —
dijo ella, y esta vez le sonrió . Hay un
café pero el café es malo, y usted cree que yo...

—Yo no nada — creo dijo él, y era malditamente cierto.


— — increíblemente
Gracias dijo la chica. Respiraba como si

la escalera la fatigara, y a Lucho le pareció que estaba temblando,

pero otra vez el guante negro pequeñito colgante tibio inofensivo


ausente, otra vez lo sentía vivir entre sus dedos, retorcerse, apre-

tarse enroscarse bullir estar bien estar tibio estar contento acari-
ciante negro guante pequeñito dedos dos tres cuatro cinco uno,

dedos buscando dedos y guante en guante, negro en marrón, de-


do entre dedo, uno entre uno y tres, dos entre dos y cuatro. Eso
sucedía, se balanceaba ahí cerca de sus rodillas, no se podía ha-

cer nada, era agradable y no se podía hacer nada o era desagra-


dable pero lo mismo no se podía hacer nada, eso ocurría ahí y no

32 Cuello de gatito negro


era Lucho quien estaba jugando con la mano que metía sus de-

dos entre los suyos y se enroscaba y bullía, y tampoco de alguna


manera la chica que jadeaba al llegar a lo alto de la escalera y al-

zaba la cara contra la llovizna como si quisiera lavársela del aire

estancado y caliente de las galerías del metro.


—Vivo ahí — dijo la chica, mostrando una ventana alta en-

tre tantas ventanas de tantos altos inmuebles iguales en la acera

opuesta — . Podríamos hacer un nescafé, es mejor que ir a un bar,

yo creo.
—Oh — sí dijo Lucho, y ahora eran sus dedos los que se iban

cerrando lentamente sobre el guante como quien aprieta el cuello

de un gatito negro. La pieza era bastante grande y muy caliente,

con una azalea y una lámpara de pie y discos de Nina Simone y


una cama revuelta que la chica avergonzadamente y disculpán-

dose rehizo a tirones. Lucho la ayudó a poner tazas y cucharas en


la mesa cerca de la ventana, hicieron un nescafé fuerte y azuca-
rado, ella se llamaba Dina y él Lucho. Contenta, como aliviada,

Dina hablaba de la Martinica, de Nina Simone, por momentos


daba una impresión de apenas nubil dentro de ese vestido liso co-

lor lacre, la minifalda le quedaba bien, trabajaba en una notaría,

las fracturas de tobillo eran penosas pero esquiar en febrero en la

Haute Savoie, ah. Dos veces se había quedado mirándolo, había


empezado a decir algo con el tono de la barra en el metro, pero

Lucho había bromeado, ya decidido a basta, a otra cosa, inútil in-

sistir y al mismo tiempo admitiendo que Dina sufría, que a lo

mejor le hacía daño renunciar tan pronto a la comedia como si

eso tuviera ahora la menor importancia. Y a la tercera vez, cuan-

do Dina se había inclinado para echar el agua caliente en su ta-

za, murmurando de nuevo que no era culpa suya, que solamente


de a ratos le pasaba, que ya veía él como todo era diferente aho-

ra, el agua y la cucharita, la obediencia de cada gesto, entonces

JULIO CORTÁZAR 33
.

Lucho había comprendido pero vaya a saber qué, de golpe había


comprendido y era diferente, era del otro lado, la barra valía, el

juego no había sido un juego, las fracturas de tobillo y el esquí

podían irse al diablo ahora que Dina hablaba de nuevo sin que
él la interrumpiera o la desviara, dejándola, sintiéndola, casi es-

perándola, creyendo porque era absurdo, a menos que sólo fuera

porque Dina con su carita triste, sus menudos senos que desmen-
tían el trópico, sencillamente porque Dina. A lo mejor habría
que encerrarme, había dicho Dina sin exageración, en cualquier
momento ocurre, usted es usted, pero otras veces. Otras veces qué.

Otras veces insultos, manotazos a las nalgas, acostarse ensegui-

da, nena, para qué perder tiempo. Pero entonces. Entonces qué.
Pero entonces, Dina.
—Yo pensé que había comprendido — dijo Dina, hosca —
Cuando le digo que a lo mejor habría que encerrarme.
— Tonterías. Pero yo, al principio...

—Ya sé. Cómo no le iba a ocurrir al principio. Justamente es

eso, al principio cualquiera se equivoca, es tan lógico. Tan lógi-

co, tan lógico. Y encerrarme también sería lógico.


—No, Dina.
—Pero sí, carajo. Perdóneme. Pero sí. Sería mejor que lo otro,

que tantas veces. Ninfo no sé cuánto. Putita, tortillera. Sería bas-

tante mejor al fin y al cabo. O cortármelas yo misma con el hacha


de picar carne. Pero no tengo una hacha — dijo Dina sonriéndo-
le como para que la perdonara una vez más, tan absurda reclina-
da en el sillón, resbalando cansada, perdida, con la minifalda cada
vez más arriba, olvidada de sí misma, mirándolas solamente to-

mar una taza, echar el nescafé, obedientes hipócritas hacendosas


tortilleras putitas ninfo no sé cuánto.

—No diga tonterías — repitió Lucho, perdido en algo que ju-

gaba a cualquier cosa ahora, a deseo, a desconfianza, a protec-

34 Cuello de garito negro


ción — . Ya sé que no es normal, habría que encontrar las causas,

habría que. De todas maneras para qué ir tan lejos. El encierro


o el hacha, quiero decir.
—Quién sabe — dijo ella — . A lo mejor habría que ir muy
lejos, hasta el final. A lo mejor sería la única manera de salir.

—¿Qué quiere decir lejos? —preguntó Lucho, cansado— .


¿Y
cuál es el final?

—No sé, no sé nada. Tengo solamente miedo. Yo también me


impacientaría si otro me hablara así, pero hay días en que. Sí,

días. Y noches.
—Ah — dijo Lucho acercando el fósforo al cigarrillo — . Por-
que también de noche, claro.

—Sí.
—Pero no cuando está sola.

—También cuando estoy sola.

—También cuando Ah. está sola.

—Entiéndame, quiero decir que.

— — Lucho, bebiendo
Está bien dijo el café — . Está muy bue-
no, muy caliente. Lo que necesitábamos con un día así.

— Gracias — dijo ella simplemente, y Lucho la miró porque no


había querido agradecerle nada, simplemente sentía la recompensa
de ese momento de reposo, de que la barra hubiera cesado por fin.

—Y eso que no era malo ni desagradable — dijo Dina como


si adivinara — . No me importa que no me crea, pero para mí no
era malo ni desagradable, por primera vez.
— ¿Por primera qué? vez
— que no
Eso, malo fuera ni desagradable.

— ¿Que se pusieran a...?

— que de nuevo pusieran


Sí, se a, y que no fuera ni malo ni
desagradable.

— ¿Alguna vez la llevaron presa por eso? —preguntó Lucho,

JULIO CORTÁZAR 35
bajando la taza hasta el platillo con un movimiento lento y de-
liberado, guiando su mano para que la taza aterrizara exacta-

mente en el centro del platillo. Contagioso, che.

—No, nunca, pero en cambio... Hay otras cosas. Ya le dije,

los que piensan que es a propósito y también ellos empiezan,


igual que usted. O se enfurecen, como las mujeres, y hay que

bajarse en la primera estación o salir corriendo de la tienda o

del café.

—No llorés — dijo Lucho — . No vamos a ganar nada si te

ponés a llorar.

—No quiero llorar — dijo Dina — . Pero nunca había podido


hablar con alguien así, después de... Nadie me cree, nadie pue-
de creerme, usted mismo no me cree, solamente es bueno y no
quiere hacerme daño.
—Ahora te creo — dijo Lucho — . Hasta hace dos minutos yo
era como los otros. A lo mejor deberías reírte en vez de llorar.

—Ya ve — dijo Dina, cerrando los ojos — . Ya ve que es inú-

til. Tampoco usted, aunque lo diga, aunque lo crea. Es demasia-


do idiota.

—¿Te has hecho ver?

— Ya Sí. sabés, calmantes y cambio de aire. Unos cuantos días

te engañás, pensás que...


— — Sí dijo Lucho, alcanzándole los cigarrillos — . Esperá. Así.

A ver qué hace.

La mano de Dina tomó el cigarrillo con el pulgar y el índice,

y a la vez el anular y el meñique buscaron enroscarse en los de-

dos de Lucho que mantenía el brazo tendido, mirando fijamen-


te. Libre del cigarrillo, sus cinco dedos bajaron hasta envolver la

pequeña mano morena, la ciñeron apenas, empezando una lenta


caricia que resbaló hasta dejarla libre, temblando en el aire; el

cigarrillo cayó dentro de la taza. Bruscamente las manos subie-

36 ! Cuello de gatito negro


.

ron hasta la cara de Dina, doblada sobre la mesa, quebrándose

en un hipo como de vómito.


—Por favor — dijo Lucho, levantando la taza — . Por favor, no.

No llorés así, es tan absurdo.

—No quiero llorar — dijo Dina — . No tendría que llorar, al

contrario, pero ya ves.

—Tomá, te va a hacer bien, está caliente; yo haré otro para


mí, esperá que lave la taza, i

—No, dejame a mí.

Se levantaron al mismo tiempo, se encontraron al borde de la

mesa. Lucho volvió a dejar la taza sucia sobre el mantel, las ma-
nos les colgaban lacias contra los cuerpos; solamente los labios

se rozaron, Lucho mirándola de lleno y Dina con los ojos cerra-

dos, las lágrimas.

— Tal vez —murmuró Lucho— ,


tal vez sea esto lo que tene-
mos que hacer, lo único que podemos hacer, y entonces.

—No, no, por favor — dijo Dina, inmóvil y sin abrir los ojos —
Vos no sabés lo que... No, mejor no, mejor no.

Lucho le había ceñido los hombros, la apretaba despacio con-


tra él, la sentía respirar contra su boca, un aliento caliente con olor

de café y de piel morena. La besó en plena boca, ahondando en


ella, buscándole los dientes y la lengua; el cuerpo de Dina se aflo-

jaba en sus brazos, cuarenta minutos antes su mano había acari-


ciado la suya en la barra de un asiento de metro, cuarenta minutos

antes un guante negro pequeñito sobre un guante marrón. La sen-

tía resistir apenas, repetir la negativa en la que había habido co-


mo el principio de una prevención, pero todo cedía en ella, en
los dos, ahora los dedos de Dina subían lentamente por la espal-

da de Lucho, su pelo le entraba en los ojos, su olor era un olor sin


palabras ni prevenciones, la colcha azul contra sus cuerpos, los

dedos obedientes buscando los cierres, dispersando ropas, cum-

JULIO CORTÁZAR |
37
pliendo las órdenes, las suyas y las de Dina contra la piel, entre

los muslos, las manos como las bocas y las rodillas y ahora los
vientres y las cinturas, un ruego murmurado, una presión resis-

tida, un echarse atrás, un instantáneo movimiento para trasladar


de la boca a los dedos y de los dedos a los sexos esa caliente es-

puma que lo allanaba todo, que en un mismo movimiento unía


sus cuerpos y los lanzaba al juego. Cuando encendieron cigarri-

llos en la oscuridad (Lucho había querido apagar la lámpara y la

lámpara había caído al suelo con un ruido de vidrios rotos, Dina


se había enderezado como aterrada, negándose a la oscuridad, ha-

bía hablado de encender por lo menos una vela y de bajar a com-


prar otra bombilla, pero él había vuelto a abrazarla en la sombra
y ahora fumaban y se entreveían a cada aspiración del humo, y
se besaban de nuevo), afuera llovía obstinadamente, la habitación
recalentada los contenía desnudos y laxos, rozándose con manos
y cinturas y cabellos se dejaban estar, se acariciaban intermina-
blemente, se veían con un tacto repetido y húmedo, se olían en
la sombra murmurando una dicha de monosílabos y diástoles.

En algún momento las preguntas volverían, las ahuyentadas que


la oscuridad guardaba en los rincones o debajo de la cama, pero
cuando Lucho quiso saber, ella se le echó encima con su piel em-
papada y le calló la boca a besos, a blandos mordiscos, sólo mu-
cho más tarde, con otros cigarrillos entre los dedos, le dijo que
vivía sola, que nadie le duraba, que era inútil, que había que en-
cender una luz, que del trabajo a su casa, que nunca la habían
querido, que había esa enfermedad, todo como si no importara
en el fondo o fuese demasiado importante para que las palabras
sirvieran de algo, o quizá como si todo aquello no fuera a durar
más allá de la noche y pudiera prescindir de explicaciones, algo
apenas empezado en una barra de metro, algo en que sobre todo
había que encender una luz.

38 Cuello de garito negro


—Hay una vela en alguna parte —había insistido monóto-
namente, rechazando sus caricias — . Ya es tarde para bajar a com-
prar una bombilla. Dejame buscarla, debe estar en algún cajón.

Dame los fósforos.

—No la enciendas todavía — dijo Lucho — . Se está tan bien


así, sin vernos.

—No quiero. Se está bien pero ya sabés, ya sabés. A veces.

—Por favor — dijo Lucho, tanteando en el suelo para encon-

trar los cigarrillos — ,


por un rato que nos habíamos olvidado...
¿Por qué volvés a empezar? Estábamos bien, así.

—Dejame buscar —la vela repitió Dina.

— Búscala, da lo mismo — dijo Lucho alcanzándole los fósfo-

ros. La llama flotó en el aire estancado de la pieza dibujando el

cuerpo apenas menos negro que la oscuridad, un brillo de ojos y


de uñas, otra vez tiniebla, frotar de otro fósforo, oscuridad, fro-

tar de otro fósforo, movimiento brusco de la llama que se apa-


gaba en el fondo de la pieza, una breve carrera como sofocada, el

peso del cuerpo desnudo cayendo de través sobre el suyo, hacién-

dole daño contra las costillas, su jadeo. La abrazó estrechamente,


besándola sin saber de qué o por qué tenía que calmarla, le mur-
muró palabras de alivio, la tendió contra él, bajo él, la poseyó
dulcemente y casi sin deseo desde una larga fatiga, la entró y la
remontó sintiéndola crisparse y ceder y abrirse y ahora, ahora,
ya, ahora, así, ya, y la resaca devolviéndolos a un descanso bo-
ca arriba mirando la nada, oyendo latir la noche con una sangre
de lluvia allí fuera, interminable gran vientre de la noche guar-
dándolos de los miedos, de barras de metro y lámparas rotas y
fósforos que la mano de Dina no había querido sostener, que ha-
bía doblado hacia abajo para quemarse y quemarla, casi como
un accidente porque en la oscuridad el espacio y las posiciones

cambian y se es torpe como un niño pero después el segundo

JULIO CORTÁZAR 39
fósforo aplastado entre dos dedos, cangrejo rabioso quemándose
con tal de destruir la luz, entonces Dina había tratado de en-
cender un último fósforo con la otra mano y había sido peor, no
podía ni decirlo a Lucho que la oía desde un miedo vago, un ci-

garrillo sucio. No te das cuenta que no quieren, es otra vez. Otra


vez qué. Eso. Otra vez qué. No, nada, hay que encontrar la vela.

Yo la buscaré, dame los fósforos. Se cayeron allá, en el rincón.

Quédate quieta, esperá. No, no vayas, por favor no vayas. Deja-


me, yo los encontraré. Vamos juntos, es mejor. No, dejame, yo
los encontraré, decime dónde puede estar esa maldita vela. Por
ahí, en la repisa, si encendieras un fósforo a lo mejor. No se verá

nada, dejame ir. Rechazándola despacio, desanudándole las ma-


nos que le ceñían la cintura, levantándose poco a poco. El tirón
en el sexo lo hizo gritar más de sorpresa que de dolor, buscó co-

mo un látigo el puño que lo ataba a Dina tendida de espaldas y


gimiendo, le abrió los dedos y la rechazó violentamente. La oía
llamarlo, pedirle que volviera, que no volvería a pasar, que era
culpa de él por obstinarse. Orientándose hacia lo que creía el

rincón se agachó junto a la mesa y tanteó


cosa que podía ser la

buscando los fósforos, le pareció encontrar uno pero era dema-


siado largo, quizá un escarbadientes, y la caja no estaba ahí, las
palmas de las manos recorrían la vieja alfombra, de rodillas se
arrastraba bajo la mesa; encontró un fósforo, después otro, pero
no la caja; contra el piso parecía todavía más oscuro, olía a encie-

rro y a tiempo. Sintió los garfios que le corrían por la espalda,

subiendo hasta la nuca y el pelo, se enderezó de un salto recha-


zando a Dina que gritaba contra él y decía algo de la luz en el

rellano de la escalera, abrir la puerta y la luz de la escalera, pero

claro, cómo no habían pensado antes, dónde estaba la puerta, ahí

al frente, no podía ser puesto que la mesa quedaba de lado, bajo

la ventana, te digo que ahí, entonces andá vos que sabés, vamos

40 Cuello de garito negro


los dos, no quiero quedarme sola ahora, soltame o te pego, no,
no, te digo que me sueltes. El empellón lo dejó solo frente a un
jadeo, algo que temblaba ahí al lado, muy cerca; estirando los

brazos avanzó buscando una pared, imaginando la puerta; tocó


ir

algo caliente que lo evadió con un grito, su otra mano se cerró

sobre la garganta de Dina como si apretara un guante o el cue-


llo de un gatito negro, la quemazón le desgarró la mejilla y los

labios, rozándole un ojo, se tiró hacia atrás para librarse de eso


que seguía aferrando la garganta de Dina, cayó de espaldas en
la alfombra, se arrastró de lado sabiendo lo que iba a ocurrir, un
viento caliente sobre él, la maraña de uñas contra su vientre y sus
costillas, te dije, te dije que no podía ser, que encendieras la ve-
la, buscá la puerta en seguida, la puerta. Arrastrándose lejos de la

voz suspendida en algún punto del aire negro, en un hipo de


asfixia que se repetía y repetía, dio con la pared, la recorrió en-

derezándose hasta sentir un marco, una cortina, el otro marco,

la falleba; un aire helado se mezcló con la sangre que le llenaba

los labios, tanteó buscando el botón de la luz, oyó detrás la carre-

ra y el alarido de Dina, su golpe contra la puerta entornada, de-


bía haberse dado con la hoja en la frente, en la nariz, la puerta
cerrándose a sus espaldas justo cuando apretaba el botón de la

luz. El vecino que espiaba desde la puerta de enfrente lo miró y


con una exclamación ahogada se metió dentro y trancó la puerta,

Lucho desnudo en el rellano lo maldijo y se pasó los dedos por la

cara que le quemaba mientras todo el resto era el frío del rellano,

los pasos que subían corriendo desde el primer piso, abríme, abrí

en seguida, por Dios abrí, ya hay luz, abrí que ya hay luz. Aden-
tro el silencio y como una espera, la vieja envuelta en la bata vio-

leta mirando desde abajo, un chillido, desvergonzado, a esta hora

vicioso, la policía, todos son iguales, madame Roger, madame Ro-


ger! “No me va a abrir”, pensó Lucho sentándose en el primer

JULIO CORTÁZAR 41
peldaño, sacándose la sangre de la boca y los ojos, “se ha desma-
yado con el golpe y está ahí en el suelo, no me va a abrir, siem-
pre lo mismo, hace frío, hace frío”. Empezó a golpear la puerta

mientras escuchaba las voces en el departamento de enfrente, la

carrera de la vieja que bajaba llamando a madame Roger, el in-

mueble que se despertaba en los pisos de abajo, preguntas y ru-


mores, un momento de desnudo y lleno de sangre, un loco
espera,

furioso, madame Roger, abríme Dina, abríme, no importa que


siempre haya sido así pero abríme, éramos otra cosa, Dina, hu-
biéramos podido encontrar juntos, por qué estás ahí en el suelo,

qué te hice yo, por qué te golpeaste contra la puerta, madame


Roger, si me abrieras encontraríamos la salida, ya viste antes, ya

viste como todo iba tan bien, simplemente encender la luz y se-

guir buscando los dos, pero no querés abrirme, estás llorando,


maullando como un gato lastimado, te oigo, te oigo, oigo a ma-
dame Roger, a la policía, y usted hijo de mil putas por qué me
espía desde esa puerta, abríme, Dina, todavía podemos encon-
trar la vela, nos lavaremos, tengo frío, Dina, ahí vienen con una
frazada, es típico, a un hombre desnudo se lo envuelve en una fra-

zada, tendré que decirles que estás ahí tirada, que traigan otra
frazada, que echen la puerta abajo, que te limpien la cara, que te

cuiden y te protejan porque yo ya no estaré ahí, nos separarán


enseguida, verás, nos bajarán separados y nos llevarán lejos uno
de otro, qué mano buscarás, Dina, qué cara arañarás ahora mien-
tras te llevan entre todos y madame Roger.

42 Cuello de gatito negro


%

EDMUNDO PAZ-SOLDÁN

La puerta cerrada

B O L I V I A
,

DMUNDO PAZ-SOLDÁN nació en Cochabamba en 1967. Es doctor


E en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Berkeley
(1997) y enseña Literatura Latinoamericana en Cornell, Estados Uni-
dos. Ha publicado las novelas Río fugitivo (1998), Días de papel (1992,

premio Erich Guttentag), Alrededor de la torres (1997) y Sueños digi-

tales (1999); y los libros de cuentos Las máscaras de la nada (1990),


Desapariciones (1994) —ambos finalistas en Letras de Oro — ,
Amores
imperfectos (1998) y Simulacros (1999). En 1997 obtuvo el premio Juan
Rulfo por su cuento “Dochera”. Con Alberto Fuguet preparó la antolo-

gía de cuentos latinoamericanos Se habla español: Voces latinas en U.S.A .

publicada en el 2000. Sus cuentos han sido traducidos al inglés y al

alemán, y han aparecido en antologías en España, Suiza, Alemania, Es-


tados Unidos y América Latina.

reo que un escritor tiene desafíos contradictorios

C y a la vez complementarios. Por un lado, se trata de buscar

temas y formas nuevas, renovar el registro de voces de la literatura;

por otro lado, se trata de volver a los temas clásicos e intentar

traducirlos al lenguaje de la tribu propia. En el caso del amor,

de las relaciones sentimentales, el desafío es muy interesante,

porque constituyen uno de los temas más tradicionales de la literatura.

Cuando escribí el libro Amores imperfectos , en el que se incluye

el cuento “La puerta cerrada”, lo que quería era traducir


al lenguaje de mi época las diferentes posibilidades perversas

del deseo, del amor, de las relaciones sentimentales.

Declaraciones del autor realizadas especialmente para esta edición.

45
La puerta cerrada

Acabamos de enterrar a papá. Fue una ceremonia majestuosa;


bajo un cielo azul salpicado de hilos de plata, en la calurosa tar-

de de este verano agobiador, el cura ofició una misa conmove-


dora frente al lujoso ataúd de caoba y, mientras nos refrescaba a
todos con agua bendita, nos convenció una vez más de que la ver-

dadera vida recién comienza después de ésta. Personalidades del


lugar dejaron guirnaldas de flores frescas a los pies del ataúd y,

secándose el rostro con pañuelos perfumados, pronunciaron abu-


rridores discursos, destacando lo bueno y desprendido que había
sido papá con los vecinos, el ejemplo de amor y abnegación que
había sido para su esposa y sus hijos, las incontables cosas que ha-

bía hecho por el desarrollo del pueblo. Una banda tocó La me-
dia vuelta ,
el bolero favorito de papá. Te vas porque yo quiero que
te vayas, a la hora que yo quiera te detengo, yo sé que mi cariño te hace

falta porque quieras o no yo soy tu dueño.


,
Mamá lloraba, los her-

manos de papá lloraban. Sólo mi hermana no lloraba. Tenía un


jazmín en la mano y lo olía con aire ausente. Con su vestido
negro de una pieza y la larga cabellera castaña recogida en un
moño, era la sobriedad encarnada.

Pero ayer por la mañana María tenía un aspecto muy dife-

rente. Yo la vi, por la puerta entreabierta de su cuarto, empuñar

46 La puerta cerrada
el cuchillo para destazar cerdos con la mano que ahora oprime
un jazmín, e incrustarlo estómago de papá, una y
con saña en el

otra vez, hasta que sus entrañas comenzaron a salírsele y él se des-

plomó al suelo. Luego, María dio unos pasos como sonámbula, se

dirigió a tientas a la cama, se echó en ella y, todavía con el cuchi-


llo en la mano, lloró como lo hacen los niños, con tanta angustia

y desesperación que uno cree que acaban de ver un fantasma. Ésa


fue la única vez que la he visto llorar. Me acerqué a ella, la con-
solé diciéndole que no se preocupara, que yo estaría allí para pro-

tegerla. Le quité el cuchillo y fui a tirarlo al río.

María mató a papá porque él jamás respetó la puerta cerrada.


Él ingresaba al cuarto de ella cuando mamá iba al mercado por
la mañana, o a veces, en las tardes, cuando mamá iba a visitar

unas amigas, o, en las noches, después de asegurarse de que ma-


má estaba profundamente dormida. Desde mi cuarto, yo los oía.

Oía que ella le decía que la puerta de su cuarto estaba cerrada


para él, que le pesaría si él continuaba sin respetar esa decisión.
Así sucedió lo que sucedió. María, poco a poco, se fue armando
de valor, hasta que, un día, el cuchillo para destazar cerdos se

convirtió en la única opción.

Éste es un pueblo chico, y aquí todo, tarde o temprano, se


sabe. Acaso todos, en el cementerio, ya sabían lo que yo sé, pero
acaso, por esas formas extrañas pero obligadas que tenemos de
comportarnos en sociedad, debían actuar como si no lo supieran.

Acaso mamá, mientras lloraba, se sentía al fin liberada de un pe-


so enorme, y los personajes importantes, mientras elogiaban al

hombre que fue mi padre, se sentían aliviados de tenerlo al fin

a un metro bajo tierra, y el cura, mientras prometía el cielo, pen-

saba en el infierno para esa frágil carne en el ataúd de caoba.


Acaso todos los habitantes del pueblo sepan lo que yo sé, o

más, o menos. Acaso. Pero no podré saberlo con seguridad mien-

EDMUNDO PAZ-SOLDÁN 47
tras no hablen. Y lo más probable es que lo hagan sólo después
de que a algún borracho se le ocurra abrir la boca. Alguien será

el primero en hablar, pero ése no seré yo, porque no quiero re-

velar lo que sé. No quiero que María, de regreso a casa con ma-
má y conmigo, mordiendo el jazmín y con la frente húmeda por
el calor de este verano que no nos da sosiego, decida, como lo

hizo antes con papá, cerrarme la puerta de su cuarto.

48 La puerta cerrada
I

JORGE MIGUEL MARINHO

Eros de luto

BRASIL
ORGE MIGUEL MARINHO nació en Río de Janeiro en 1947 y de niño

J pasó a vivir a Sao Paulo. En la universidad de esa ciudad estudió


letras y hace treinta años que trabaja en el magisterio, ocupado en las

cuestiones generales de la lengua y en la posibilidad de poner la sin-

gularidad de la literatura al servicio de la vida. Ha trabajado como


editor de la revista Linha de Agua También colabora en
. revistas de
lingüística, literatura, cultura y filosofía. Su obra narrativa se orienta

fundamentalmente hacia los jóvenes, y por ella ha recibido impor-


tantes galardones otorgados pór la Fundación Nacional del Libro In-

fantil y Juvenil de Brasil.


En su obra figuran libros de poesía, como 0 talho\ las antologías

de cuento Escarcéu dos corpos. Na curva das emoles, Mulher fatal — his-

torias de sabor explícito, Nem tudo que é sólido desmancha no ar — ensai os

de peso, 0 amor esta com pressa\ la obra de teatro Hospede da memoria; las

novelas 0 caso das rosas amarelas e medrosas, Um amor de maria-mole ,


A
visitando do amor, Sangue no espelho, A menina que sonhava e sonhou, Den-
gos e carrancas de um pasto. Te dou a lúa amanha, 0 cavaleiro da tristíssi-

ma figura, amén de diversos ensayos periodísticos, como Marcos: Rei da

Margern, De caso com a literatura, 0 fio da miada, 0 complexo de Ephedron,

Literatura sem adúcar e com afeto y Literatura: da solidao a solidariedade.

ací en Río de Janeiro, pero vivo desde siempre en Sao Paulo.


N Dicen que nuestro paisaje interno busca la geografía exterior.

En Sao Paulo encontré la mezcla de soledad y solidaridad que


hace que éste sea casi mi único lugar. Creo, incluso, que mi mundo
es aun más pequeño de lo que es esta ciudad, y les cuento por qué:
en Sao Paulo existe un barrio llamado Pinheiros y yo vivo
íntegramente en él y en cada esquina encuentro gente humanamente
triste y gente amorosamente feliz. Por esas y otras cosas, toda mi
ficción y mi posible realidad provienen de este minúsculo territorio

que, en su porción más humana, es espejo y promesa de cualquier país.

Aquí estudié letras y obtuve una maestría en literatura,

51
doy clases en un centro universitario y en talleres de creación.

Mi mayor motivación es escribir libros y escribo para existir

entre ellos: Te don a lúa amanhá\ biofantasía de Mário de Andrade,

0 cavaleiro da tristíssima figura , Mulher fatal — historias de sabor explícito.

De vez en cuando soy actor y guionista, una que otra vez realizo
adaptaciones y trabajos educativos, casi siempre vivo leyendo

y busco también en la lectura una forma de ser. Tengo dos hijos

con América, mujer de mi vida y mi mejor amiga.


la

Y amigos, tantos amigos que llego a imaginar todos los países


como un conjunto de manos unidas. Entre esos amigos están

aquellos que generosamente me leen, que todavía no conozco

y que me dan una felicidad única y medio anónima,


como si escribir proyectara esa necesidad tan humana de aproximar
la mano del que escribe a los ojos del que lee. En esto la literatura

es imbatible: ella abrevia los espacios y aproxima a las personas


haciendo de los lectores una comunidad de iguales.

En fin, leo, escribo, me entrego a posibles lecturas, y mi impresión


más palpable es un sentimiento de comunión con el mundo
y con la certeza utópica de que la literatura, soñando con las palabras

el sueño de todos, es capaz de cubrir los vacíos de la realidad.

Resumiendo: desde la soledad de las palabras se busca la solidaridad

del otro, y, como la literatura nos vuelve humanamente vivos,

la solidaridad siempre llega.

Declaraciones del autor realizadas especialmente para esta edición.

52
%

Eros de luto

Hay mariposas que viven sin tregua, les gusta causarse daño.
Son alas suicidas que llegan a fingirse muertas para no en-
frentar al pájaro asesino, al gran predador. Saben que la vida es-
tá llena de pájaros asesinos, que los predadores están en todas
partes, pero sólo consiguen fijar sus ojos en una permanente gue-
rra interior. Prefieren beber de su propio veneno, rasgarse las alas

en las espinas, volar excitadas por el dolor.

Es que para ellas vivir es muy parecido a morir.


Aparentemente son iguales a otras mariposas. Emanan un per-

fume para llamar la atención y un polvo de colores en el cuerpo


que va marcando el camino de la jornada. Algunas sólo se mue-
ven con el crepúsculo en la hora en que el sol se esconde en el

horizonte y la luz es una declinación de tonalidades. La mayor


parte del tiempo, su existencia es casi invisible a los ojos, sólo

aparecen en el mundo cuando quieren matarse. Y el líquido den-

so y transparente que expelen por el abdomen es de una tristeza


anónima, aguda e incolora.

Augusto era como una mariposa nocturna y suicida, desde


muy pequeño vivía intentando morir.

Siempre que la madre, el padre y los hermanos elevaban ora-

ciones antes de una comida poco menos que miserable, él aga-

JORGE MIGUEL MARINHO 53


rraba un tenedor y se hincaba el muslo, las rodillas, la pantorri-

lla, hasta se hería el talón. Algunas veces llegaba a sangrar. Para


su familia, que sólo entendía el mundo a través de la transmi-
sión de padre a hijo, Augusto era producto de Satanás. Asimis-

mo, estaban de acuerdo en que era preciso tener paciencia y saber

perdonar. Al final de cuentas, las ovejas negras podían también

merecer, quién sabe, el reino de los cielos.

Dentro de esa vida plena de calma, las marcas de los preda-


dores no aparecían y Augusto continuaba intentando morir.
Después de algunas tentativas frustradas, desistió de abrir el

gas y colocar la cabeza en el horno de la cocina. Siempre apare-


cía alguien para auxiliarlo y se pasaba días con dolor de cabeza,
vómitos, diarrea y una terrible irritación en la nariz. Por épocas
hacía huelga de hambre y se pasaba varios días en el más com-
pleto ayuno. Pero acababa invirtiendo el proceso y se intoxicaba
con el primer alimento que cayera en sus manos. Llegó a comer-
se una cabeza de plátanos, macarrones crudos y casi todo el azú-
car del mes. Estos excesos de gula y abstinencia le provocaban

el placer del castigo.

Aparte de eso, sentía siempre un fuerte deseo de prender fue-


go a su ropa, de tirarse de lugares altos, de cortarse las muñecas
con la navaja del padre. No se arriesgaba. Tenía miedo de que-
darse paralítico o un poco deforme, sin conseguir trasponer ese

último paso hacia las tinieblas del más allá. Se imaginaba que el

ahorcarse podría ser una salida segura, pero lo consideraba sui-


cidio de afeminados o cosas de mujeres. ¿Quién sabe si un tiro

en los oídos no sería la solución? Imposible, no tenía revólver.


Y aunque tuviese uno, podría por mala suerte quedar sordo y
pasar el escuchando consejos y sermones.
resto de la vida

Un día fue interrumpido en el momento en que se prepara-

ba para tomar guaraná con veneno para ratas. Terminó zurrado

54 Eros de luto
con alambre, reía y lloraba viendo a su madre histérica clamando
a los cielos. Pasó un tiempo sintiendo un bochorno en el cuer-
po, una caricia en el pecho; estaba casi feliz.

Le hacía bien sentir su cuerpo maltratado.


Al caer el crepúsculo, se volvía depresivo, no conseguía mo-
rirse con el día, sentía apenas que una sombra iba cubriendo su
corazón. Comenzaba a caminar por las pistas con los ojos cerra-

dos, le gustaba oír los frenazos de los carros casi aplastándolo en

cada cruce. Era demasiado bueno rozar los límites del peligro,

suelto y libre, dispuesto a ser lanzado a otra dimensión.

Pero era muy difícil morir.

El día en que escuchó decir que muchas mariposas morían


después de poner sus huevos y que los escorpiones se suicidaban
con su propio aguijón, quedó muy excitado. Se quedó mirando
fotografías de mujeres desnudas y sin quererlo sintió la palpita-

ción de su sexo. Parecía que hubiera doblado la curva del hori-


zonte y encontrado una tribu de seres semejantes.
Se puso una camisa abierta, con el pecho completamente des-
cubierto, compró un paquete de cigarrillos y pasó la tarde obser-

vando los carros de la avenida Paulista fascinado por una idea.


Tenía un deseo, una voluntad incontrolable de tirarse contra el

mundo y de recibir de frente la velocidad de un camión. Pero en

la Paulista el embotellamiento era intenso, los automóviles y los

omnibuses parecían tortugas soñolientas, incapaces de impulsar


sus diecisiete años hacia un espacio infinito en su duración. Lo
que Augusto sentía era una pasión sin destino, algo oculta en el

interior, pero pasión.


Permaneció parado en uno de los parterres, pensando en su
encuentro con la muerte con una cara rebelde a lo James Dean.
Se fumó todos los cigarrillos, le pareció que su cabeza estaba en-
vuelta por una aureola de polen lunar.

JORGE MIGUEL MARINHO 55


Al final de la tarde, un carro amarillo apareció por uno de los

carriles libres. Titubeó un poco, después se aventó. Se despertó

al día siguiente en un cuarto de hospital. Como las paredes eran


muy blancas, quedó indeciso. ¿ Había entrado en la historia de
los suicidas o estaba viviendo la monotonía del cielo?

Con timidez, continuó con su vida y con su andar divagante.


Era cuidadoso con las palabras y, durante la noche, ensayaba reac-
ciones para casos de emergencia. Cómo despistar a los colegas in-

trusos, huir de las preguntas de los vecinos, evitar los grupos y


multitudes. Quería pasar casi desapercibido.
El ejercicio constante de Augusto era llegar casi al silencio,

hablar menos de lo necesario, desistir siempre que fuera posible

y sólo de vez en cuando no desistir. Como se sentía raro y causa-

ba extrañeza a las personas, actuaba como una bomba que debe


estar inmóvil y controlada frente a otros, porque dentro de ella

hay una amenaza nuclear. Y como la muerte no venía, iba rasgan-


do los libros de la biblioteca, quemándose la ropa con las brasas

de los cigarrillos, tirando piedras a las vitrinas y a los postes de luz.

Vino después el susto frente a su rostro reflejado en el espejo.

Los ojos todavía eran castaños, permanecía huesuda y la


la nariz

boca continuaba carnosa como dos gajos hinchados por el calor.


Pero su palidez aumentaba, las ojeras se acentuaban, y la barba
iba apareciendo. Tenía también ese grupo de espinillas que cu-
brían su frente y la mitad de su cara. Augusto pensaba que éstas

se multiplicaban porque se masturbaba demasiado. Las apreta-


ba una por una hasta sangrar. Era bueno y necesario castigar la

piel una vez más.


Le gustaba cortarse las uñas bien al ras, dejando encallecer
los cortes que producía la tijera, al penetrar casi hasta la yema
de los dedos. Siempre que podía, iba a nadar y nadaba bien. Se
zambullía en el fondo y permanecía el mayor tiempo debajo del

56 Eros de luto
agua, experimentando la sofocación. Pasearse por el medio de los

edificios en construcción también le atraía. En cualquier momen-


to un ladrillo podría desprenderse de allá arriba, probablemente
del cielo.

De vez en cuando Augusto se movía de prisa. Entraba y salía


del aula sin dar explicaciones. Después se encerraba en el baño
y se pasaba la mañana leyendo historias de suicidas famosos, vi-

viendo el placer clandestino de conversar con uno u otro de sus


pares. De ahí salía con una expresión alucinada, sentía que se
volvía una mezcla de Romeo y Julieta, mitad Maiakovski y mi-
tad Marilyn Monroe.

Pero lo que realmente le gustaba era permanecer despierto du-


rante la noche. Trancaba la puerta del cuarto, se sacaba toda la ro-

pa y permanecía en la ventana, tratando de ver con binoculares


las estrellas más distantes de la tierra. No sabía por qué hacía

eso, sólo sentía que era bueno entrar en contacto con las distan-

cias y permanecer imaginando mujeres en el cielo. Después que


avistaba una estrella, dejaba los binoculares y cerraba los ojos pa-

ra imaginarse la estrella-mujer. Cada una llegaba a tener un nom-


bre, un rostro, una historia. Iban quedando más cercanas, más
excitantes, apretaban los labios, llegaban a respirar.

Irene tenía muslos rollizos y una boca que invitaba al beso.

Era cajera de un banco y se maquillaba exageradamente. Rosa


había sufrido un accidente de automóvil y, para ganarse la vida,

pasaba el tiempo en una silla de ruedas, dando clases de francés.


Siempre que pronunciaba pommes de terre , citrón , biscuit, parecía una
ninfa abriendo los botones de la chaqueta de brin. Eran muchas
y todas tenían un rasgo especial. Sofía transpiraba en la nuca,

Telma era impúdica, Ligia vivía soltera y feliz. Como las estre-

llas, ellas aparecían y desaparecían en la noche. Las que permane-

cían más tiempo en la fantasía de Augusto eran Zulmira y Leonor.

JORGE MIGUEL MARINHO 57


Zulmira era negra retinta y era muy suelta de huesos. Lleva-

ba el cabello peinado en miles de trencitas, hablaba poco y es-

tudiaba teatro con mucha seriedad. Era diabética, pero resolvía

su problema poniéndose una inyección de insulina todas las ma-


ñanas. Augusto se imaginaba que los senos de Zulmira eran co-
mo dos enormes picos, unas veces rojos, otras azules. Y el sexo se

agrandaba por la cercanía de aquella boca entreabierta y enroje-

cida de lápiz labial.

Leonor parecía más bien una dama antigua. Usaba falda, saco

y una blusa que rayaba en el añil. Llevaba siempre una meda-


llita en su corpiño sostenida por un alfiler. A veces el alfiler se

soltaba y en lo blanco de la blusa aparecía una mancha de san-

gre. Ella era la más familiar, parecía salida de una película de


Fassbinder en vez de haber sido hallada en el cielo.

Pero la estrella más grande de las noches de Augusto era una


rubia que volaba echada en un colchón de agua caliente. Era va-
nidosa, tenía gestos atrevidos y le hacía señales obscenas invitán-

dolo a subir. Se llamaba Nadja, permanecía medio de costado y lo

que más dejaba ver era la espalda desnuda y la punta de los pies.

Un día Augusto subió a la ventana, sin acordarse que estaba sin

ropa. Cerró los ojos y recibió el impacto de un balde de agua fría

que le tiró un vecino:


— Pervertido, yo tengo dos niñas inocentes aquí.

Augusto se quedó tan avergonzado que trabó las ventanas y


abandonó por un tiempo su harén. Pero una noche se despertó

todo sudado, con una excitación tal que suavizaba unas partes
de su cuerpo y latía al centro como el dolor de un parto que no
tiene espacio para expandirse. Se arrancó los vellos de las pier-

nas, trató de morderse la palma de la mano y se acarició el sexo


con violencia. Parecía estar desgajándose la piel espesa del pla-
cer. Y fue como una ráfaga que el líquido espeso y lechoso bro-

58 Eros de luto
tó de su centro y se fue escurriendo por los muslos de Irene, por
la nuca de Sofía hasta manchar el traje impecable de Leonor. Go-
zó con la inocencia de Ligia, lamió los labios de Zulmira, besó
los pies de Nadja queriendo por demás causar un caos en el es-

pacio sideral.
Se durmió sintiendo una fragancia indefinible que sólo po-
día ser el perfume de semen astral.

En la mañana se despertó y abrió la ventana. Estaba ansioso


por sentir cómo era la atmósfera después de una noche de baca-
nal. El día estaba nublado, había vestigios en la cama y decidió
que debía lavar las sábanas enseguida.

Cierta noche, la familia rezaba en la mesa y Augusto casi ha-

bía conseguido agujerearse el talón. Fue en ese preciso momento


que un grito de mujer invadió la sala. Venía de una de las casas

vecinas y era tan cortante que parecía dividir la noche en dos


mitades iguales. La familia continuó inmóvil, en estado de ora-
ción. Sólo Augusto salió. Corrió y no se daba cuenta de que por
primera vez corría por alguien en el mundo.
La mujer lloraba, blasfemaba contra la miseria de la vida, su
voz parecía expeler sangre. Los vecinos escuchaban detrás de las

ventanas como si asistieran a un espectáculo desde una cabina


de protección. Algunos retrocedían con los gritos, otros se arries-

gaban algo.

En el momento que Augusto llegó delante de la casa, un hom-


bre salió tirando la puerta. Tenía las ropas desgarradas, marcas de

uñas en el rostro y los ojos enrojecidos por el llanto. Entró en un


carro, salió disparado y la mujer siguió gritando. Augusto atra-

vesó el portón. Empujó la puerta y encontró a la mujer caída en


medio de platos rotos, discos quebrados, libros y cuadros desper-

digados por el piso. Así, tirada en el piso, era difícil saber si era

fea o bonita. Su edad también era indefinible. Además de estar

JORGE MIGUEL MARINHO 59


medio borracha, tenía el rostro cubierto de hematomas, un cor-

te al lado del ojo izquierdo y la boca paralizada, sin expresión.


Irguió el cuerpo con dificultad, masculló unas palabras. Fue
tanteando los rincones de la sala buscando alguna cosa. Encon-
tró un paquete de cigarrillos y se reclinó en un sofá. Encendió
un fósforo y dirigió sus ojos hacia Augusto:
—Ahora ya no va a regresar. He matado algo que sólo era
nuestro.

A pesar de que la sangre le cubría todo un lado del rostro,


los ojos oscuros de la mujer eran chispeantes. Era como si el ne-

gro de su mirada tuviese diversas capas y de repente se quedara


fija con un fondo de luz. Augusto percibió que había una especie
de aire victorioso en la mirada triste y llena de rabia de la mujer.
Fue hasta el espejo, se miró el rostro, se esparció la sangre
con manos. Después agarró una botella de coñac y se sirvió
las

media copa. La tomó de un tirón, se tambaleó por la sala y cayó


gritando:
— Desgraciado, me rompió todas mis cosas, pero yo acabé con

una cosa que era sólo de los dos.

Augusto extendió las manos para levantar a la mujer del pi-

so, pero ella se había quedado dormida sobre la alfombra. La cu-


brió con una manta, le mojó la cabeza con un trapo húmedo y
salió.

Durante una semana esperó medio excitado que se oyera otro

grito, pero la casa permaneció totalmente silenciosa.

Un día en que ella regresaba del supermercado, le extendió


nuevamente las manos para cargarle los paquetes y ella aceptó.

Fue así que su historia comenzó el recorrido de un camino de


confesiones...

— Sólo desisto de las cosas, Cecilia.

—No está prohibido desistir.

6o !
Eros de luto
— ¿Y morir?
—No vengas con bobadas, Augusto. Tu nunca quisiste morir.

— ¿Y qué
entonces es lo que quería?
— Aparentar. El suicidio no es sólo una cuestión de intencio-
nalidad, el suicidio es una cuestión de método. Si de veras hu-
bieses querido morir, ya estarías muerto.

—¿Y agusta
ti, te vivir?

—Creo que aún no.

— ¿Por no un
eso querías niño?
—No por Aborté porque
sólo eso. quería matar algo que fue-

ra tan mío como suyo. Él destruía mis trabajos de cerámica y yo

rompía sus discos. Uno estaba siempre acabando con algo del

otro, no sobraba espacio para nadie más.


—Yo siento un vacío que me hace sentir como si viviera fue-

ra de mí.
—La vida que yo quería no se dio. No terminé la facultad de
filosofía. Me casé, y quedé desempleada como él. Por eso me pe-

gaba en la cara y yo lo pateaba. Eso pasó, no ocurrió la historia

que todos esperaban. Uno esperaba en el otro y nadie hacía nada.

—Entonces ahora vas a volver a estudiar.

—No, mis raíces están allá en el Paraná. Fue allá donde nací

y donde hay mucho que conocer.

— ¡En el Paraná!

— Sí. ¿Sabes lo que significa el Paraná? Es un brazo de río que


queda separado por una isla y ésa es el agua que voy a buscar.
— ¿Y pronto?
vas a ir

—Solamente voy vender que tengo y regreso allá. Sin pre-


a lo

siones, voy a dedicarme a hacer cerámica en una ciudad llamada


Ponta Grossa. Pero eso será sólo el comienzo, porque tengo otra
idea. Voy a alfabetizar adultos, que es una cosa que hacía desde
niña. Pero creo que antes era sólo un juego. Ahora sé que ense-

JORGE MIGUEL MARINHO 6


ñar y aprender a leer es juntar a las personas en una aventura
del conocimiento. Y ése es el viaje que voy a hacer.

A medida que Cecilia fue contando lo que había sido y lo que


podía ser su vida, hematomas desaparecieron y ella pareció
los

haber salido del fondo de un dolor para mostrar su parte de mu-


jer. Era morena ondulada, su cabello era tan largo y pesado que
se balanceaba como la crin felpuda de un caballo. Sus ojos eran
negros negros, la boca y la nariz eran generosas sin pasar de allí.

Las cicatrices del rostro le daban un aire travieso y los senos, de-

pendiendo de la ropa, parecían saltar.

A veces se desesperaba. Sentía que le era imposible librarse

de las paredes de aquella casa y volvía a beber. Después se arre-


pentía, tiraba las botellas a la basura y le parecía que había roto
todas las barreras como si ya estuviera en el Paraná.

Por un tiempo Augusto se olvidó de morir. Aún caminaba


por las pistas con los ojos cerrados, pero de repente abría todos
los sentidos para sentir la presencia de Cecilia al final de cada
calle. Se quedó sin pasado y sin futuro, sus pulsaciones vitales
sólo estaban destinadas al dolor y la alegría de una mujer. Per-
manecía casi siempre allí, ocupando todo el tiempo libre para ir

naciendo junto con lo que ella quería crear:


—Vendo mis cosas y me voy directo al Paraná. Es increíble
cómo a veces la gente necesita regresar. Es un inmenso deseo vi-

sitar un lugar donde uno no vivió bien.

Al día siguiente, Augusto volvía con aires de visitante. Le traía

flores o un libro y el viaje quedaba más próximo, el Paraná se


volvía un país.

62 Eros de luto
—Pero Cecilia, ¿tú estás a favor o en contra del aborto?

—Es difícil de explicar. Sé que soy dueña de mi cuerpo, pero


es algo más complicado. Creo que muchas mujeres que abortan
no tienen ninguna opción. Es el mundo el que decide por ellas

y ése es su destino. La gente debería abortar primero lo que está


fuera de una barriga, ¿me entiendes?
—Creo que te entiendo.
—Cuando yo esté allá en el Paraná, voy a tratar de rehacer
mi vida. ¿Sabes de qué forma? Descifrando con las personas ca-
da letra que vaya apareciendo. Parece una locura, pero siento que
voy a escribir una historia que todavía no sucedió.

Cecilia apretó las manos de cierta manera como si quisiese ente-

rrar en las palmas el mapa de una ciudad. Tuvo miedo de enfrentar


a las personas, de hacer trabajos con cerámica, de trazar aquellas

letras que ya estaban escritas para una larga travesía hacia el sur.

Estaba echada imaginándose a un pájaro detrás de la vidriera,

listo para atacar. Quedó con ganas de beber, porque el Paraná se

iba muriendo allá lejos, en el flujo caudaloso de un brazo de río.

Pero Augusto llegó tan de repente que, apenas en la entrada


de la sala, estaba ya muy cerca.

Ella en la cama, él en la puerta, los dos se miraron decididos en

lo profundo de los ojos, y como si uno fuese la mejor parte del

otro, se olvidaron quién era el hombre y quién la mujer en ese

cuarto pequeño que parecía un libro abierto a propósito en las

páginas sobre el amor. Ella comprobó que había vivido más que
él, tenía más años. Fue como un largo aprendizaje a través de fla-

shes de vida y de muerte, todo junto. Gestos y conversaciones en

JORGE MIGUEL MARINHO 63


una diaria convivencia, ahora resumidos en dos presencias, dos

mitades de muerte y de deseo que fueron a pocos penetrando en


la timidez del silencio hasta tocar el simple y calmo contraste
de la desnudez. Él estaba desnudo, ella estaba desnuda.
Cecilia sentía que la cama le era familiar al encontrar allí otro

cuerpo que guardaba montones de amor para ella. Augusto creía

que el amor debía ser hecho con alas de mariposa. Fino, frágil y

transparente, sin que se pudiese ver lo que existía al otro lado.

Al contacto de la piel y de los vellos, sintieron que la complici-


dad del cuarto acortaba todas las distancias y que la adolescen-

cia de él era un cuerpo listo para entrar y quedarse en el cuerpo


de ella, un cuerpo de mujer.
— Eres muy guapo sin ropa, pareces un deseo de colores.

— Eres bonita extendida así, pareces un vientre grávido.

Él recorría todas las partes de ella y ella esperaba la fricción de

su cuerpo en todos sus poros, comenzando por su vientre y sus se-

nos, casi respirando dentro de su corazón. Entonces él se mordió


el labio inferior, porque necesitaba sentir un poco de dolor para
tener la certeza del placer. Su boca sangró un poco rasgando la pri-

mera piel del amor. Después fue tanteando los caminos del cuer-
po, le besó la frente, la boca y los hombros, y los dos sintieron un
gusto de sangre y sudor que parecía ser el sabor de ambos.
Tal vez un pájaro asesino los vigilara detrás del vidrio, pero
ellos continuaron acomodando las partes, abriendo la piel, pal-

pando los secretos con tranquilidad y sorpresa como si estuvie-

sen viviendo y muriendo por primera vez.

Pasaron dos meses y finalmente a Cecilia le llegó la hora de partir.

Ese día parecía que los dos hablaran a una sola voz:
— ... los libros ya están en la maleta. Sí, te escribiré, te es-

64 í
Eros de luto
cribiré. No creo que sea difícil volver a encontrarnos en el Para-
*

ná. Abróchame el vestido, aprétame esa espinilla. Deja de fumar,

deja tú también. ¿Cerré las puertas?, sólo necesito entregar las


llaves de la casa y adiós. ¿Dónde está el pañuelo? ¿Y esa fotogra-

fía marcada con lápiz de labios? La quiero para mí. Ya le dije a

mi madre que voy a llegar mañana, mi madre no para de rezar,

tienes que huir de aquí. Cierra el gas, eres divina, eres obra de

Satanás. No fastidies que estoy atrasada, tú te vas y yo me que-


do, ambos vamos a llegar.

Cuando la conversación se volvió casi una caricia sin sentido,


Cecilia comenzó a llorar. Pero lloraba aguantando las lágrimas,
quería irse, ya no tener que pensar. Es que la presencia distante
de su marido era todavía un grito que vivía dentro de ella, un
dolor y con dos rostros iguales. Por eso comenzó a dudar de su
partida, agarraba y soltaba la maleta, de repente sintió un deseo
incontrolable de tomar una copa de alcohol de un solo tirón. Pen-

saba en su marido y sentía que no conseguía olvidar eso que era


de él como de ella, un aborto que era de ambos.
— ¿Qué pasa, Cecilia?

— Paraná
El está tan lejos.

Augusto percibió su vacilación y se fue haciendo pequeño co-



mo una lagartija asustada no sabía qué hacer. Caminó por la
sala, trató de encontrar una frase efectiva, quería también pare-
cer capaz de proceder como un hombre delante de ella. Desistió

y se acordó que tenía derecho de desistir.


Pero fue en el momento que ella inclinaba la botella para ser-

virse una copa de coñac que lo decidió. Agarró un cuchillo, y apun-


tando hacia ella gritó:

—Ya es la hora, ándate.

Los dos rieron asustados, ella dejó caer el vaso al piso. Y los

vidrios esparcidos por la sala parecían gritarle a Augusto que la

JORGE MIGUEL MARINHO |


65
muerte corría también en otras direcciones. Entonces él sintió

que vociferaba contra los automóviles de la avenida Paulista, as-


fixiaba a las mujeres que rezaban, enfriaba la cabeza de un hom-
bre con temo y corbata en el horno de la cocina.

Ella agarró la maleta y la puerta y apenas susurró:

—¿Y yo si te dijese que estoy embarazada otra vez?


— ¿De quién?
— debe
Esta vez ser sólo de mí. Chau.

El tiempo pasó con la rapidez de un revuelo de mariposas. Y un


día que la familia rezaba casi sin destino, Augusto percibió que
hacía muchos meses que no se hería el talón. Se hincó la rodilla

con la punta de la pluma y continuó escribiendo:

“Estoy leyendo sobre la vida de las mariposas y es increíble ese


mundo animal. Cambian de piel muchas veces y muchas de ellas

sólo consiguen vivir escondidas, vuelan en espiral. Todavía me


escondo, pero ahora ya sé que existen pájaros asesinos en todos
los lugares y por eso mismo no vale la pena morir. Qué bueno si

estuvieras regresando, quién sabe si un día la gente se encuentre.


Pero si no pasara, también voy a escribir aquella historia que
aún no sucedió. ¿Te acuerdas?”.

66 Eros de luto
I

PÍA BARROS

El orden de las cosas

CHILE
IA BARROS nació en Santiago en 1956. Es directora, desde 1976,

P de los talleres literarios “Ergo Sum” y de las Ediciones Asterion.


Ha publicado una treintena de libros-objeto con material literario ilus-

trado por destacados artistas gráficos del país. Es profesora de Técnicas

Narrativas en la Escuela de Periodismo de la Universidad Bolivariana.


En 1977 obtuvo el primer premio en los Juegos Literarios Gabriela
Mistral por su relato Herencia de invierno.

Ha publicado las novelas Signos bajo la piel (1994), El tono menor

del deseo (1991) y Lo que ya nos encontró (2001), primera novela digital
chilena; los libros de cuentos Miedos transitorios (1986), A horcajadas

(1990), Ropa usada (2000) y Los que sobran (2002). Sus cuentos han
sido seleccionados en múltiples antologías, tanto en Chile como en el

extranjero.

a erótica es un modo de mirar que nos habían prohibido


L en la tradición judeo cristiana occidental durante dos mil años,

y aunque ya existían textos eróticos y pequeñas salidas de circuito,


igual era una cosa rupturista entre comillas porque no se difundían.

Miles de obras como El Decamerón o El Lazarillo tienen una carga


erótica tremenda. Lo que ocurrió es que asistimos a un siglo

de mucho cambio; donde hubo muchas dictaduras, muchas guerras


y donde la muerte marcó los últimos cincuenta años.
A partir de la Segunda Guerra Mundial nuestras visiones fueron
las visiones de la muerte, y un modo fácil de rebelión era
plantear la cultura de la vida, que es la cultura del erotismo,

la cultura del reconocimiento del cuerpo, de la fuerza del cuerpo,

de la belleza del eros.

Yo no decidí escribir literatura erótica; estaba allí. Yo vengo


del campo; mi cultura era campesina y allí los espacios son muy
violentos y donde puedes hacer nacer una vaca o matarla para

que su madre se conserve mejor y donde eso tiene una lógica.

Los sentidos son muy exacerbados; es mucho mayor el desarrollo

69
de la forma en que te conectas con el cuerpo en la tierra.

Tú tienes que predecir un temblor o se puede ir abajo todo;


tienes que saber reconocer que va a llover o tu hacienda

deja de existir. Hay un mundo y quizás todos fuimos así una vez.
Y en ese mundo hay mucha violencia y mucho eros, porque
donde hay muerte siempre va a haber eros.

Entonces eso es tan natural para mí que no tuve que descubrir


el cuerpo, estaba allí.

Mi afición por el erotismo en la literatura surge de la lectura

de Cortázar y todo lo que hay en Rayuela en cuanto a ese tema.

Te reirías si te agrego que la Biblia. Creo que no hay mayor


ni más profundo desencuentro a nivel masculino femenino
que a través del sexo. Lo que yo trato de mostrar es una erótica
del desamparo y no esta erótica victoriosa y triunfante.
Mostrar esa soledad profunda y absolutamente incomunicada
del cuerpo de la mujer frente al cuerpo del hombre, contra todo

lo que pueda esperarse de este refugio, protección y todo lo que


el sistema ha dicho y que en definitiva es lo que nos ha llevado
a todas al siquiatra.

Respuestas de la autora a las entrevistas publicadas en El Mercurio,


Valparaíso , 2002 y en La Epoca, suplemento, Santiago, 1 990
efectuadas por Paola Passig V. y Faride Zerdn, respectivamente.

70
El orden de las cosas

Ante la recepción de ese hotel de mala muerte, donde no me


atreví a bromear por la ausencia de la letra O en el letrero que
pomposo señoreaba sobre el techo “H tel Ciel ”, te llamé Talo y
pienso que ese fue el segundo orden que tomaron las cosas.

El hombrecillo de cejas depiladas sonrió con mecánica afec-

tación y preguntó:

—¿Don Gonzalo cuánto es usted?

Y yo agregué socarrona
—Widow, don Gonzalo Widow.
Me miraste de reojo pero yo percibí los cuchillitos que pre-
tendían taladrar mis arranques de humor.
Estábamos algo tensos y por suerte que el hombre de moda-
les de medusa húmeda ignoró el respingo que diste al firmar jun-
to a Gonzalo Widow y Sra.
—La habitación está aquí no más, a la vuelta. Es la cabaña
tres. Si quieren, yo les bajo las cosas del auto.

—No es necesario — te apresuraste — . Gracias.

Tomé la llave y nos dirigimos hacia la puerta donde pampea-


ba un dorado tres plástico con pretensiones de metal.
Dos camas, una silla, la clásica mesa coja y una lamparita nos
aguardaban. Entre los dos respaldos de las camas, un afiche des-

PÍA BARROS 71
vaído de plaza de toros hacía imposible adivinar si era México o
España.
Cuando me arrojé, agotada, sobre la primera cama ante mí,
tu voz resonó:

—Baja los pies y primero ve a ducharte. No importa lo que


haya pasado, todavía eres mi hija.

Sonreí sarcástica, me baño y abrí la ducha.


levanté, fui hasta el

Mientras me jabonaba, pude ver cómo una de las costras terro-


sas de mis manos se diluía y dejaba el reguero rojo de la sangre.

Era así que delataba: en su aspecto de costra, seco por el tiem-


po, no había ningún indicio. Allí, remojado en agua tibia, hacía

señales desesperadas.

Por un instante, sólo un segundo, alcancé a tener lástima por


el cuerpo de mi madre, enrollado en plástico y acurrucado en el

portamaletas del auto.

Talo trajo el bolso y me enfundé en unos jeans limpios; como


no tenía otra polera, tuvo que darme una de sus camisas. En el

asiento trasero, nuestras ropas sucias del día anterior reclama-

ban un lavado sólo en la privacidad.

Dormimos unas horas y al comenzar la tarde, desperté con el

sobresalto de quien está siendo observada. Estabas a los pies de

mi cama, sentado sobre una silla, mirando obcecado, como los

niños, esperando a que yo despertara.


—Vamos, dijiste, creo que debe ser ahora.

Tuvimos un diálogo insulso con el hombre de cejas depiladas

y mientras tú preguntabas por los lugares a visitar en los alre-


dedores y él te hablaba del ojo de agua de Chiu Chiu y de las

leyendas de centro sin fondo, de Jacques Cousteau que había que-

rido hacer o había hecho una expedición al fondo del ojo de agua,

72 El orden de las cosas


yo pude constatar por el borde renegrido de las patillas que ade-
más de depilarse las cejas, se teñía el pelo.

Le dijiste que volveríamos a cenar, seguramente para mante-


nerlo ocupado y subimos al auto.

Cuando mamá se emborrachaba, el mundo parecía un lugar me-


jor para vivir. Bailaba un rato por la cocina, nos abrazaba a papá
o a mí, tarareaba canciones sin sentido y luego, exhausta, se de-
jaba caer en cualquier sitio ya fuera la alfombra del living, el sofá

o la terraza. Entonces, como si nos hubiésemos puesto de acuer-


do de antemano, papá y yo nos acurrucábamos junto a ella, y nos
abrazábamos, como las familias de verdad y podíamos hacerle
cariño a su rostro relajado, a su boca algo gruesa en el labio in-

ferior, como si estuviera en un permanente puchero. Según pa-


pá, ése era su gesto coqueto: ese puchero de niña ofuscada que,
aunque lo practiqué semanas ante el espejo, yo nunca pude imi-
tar. El rostro de mi madre era hermoso, suave, sin aristas, cuan-

do tenía cerrados los ojos. Su piel tersa, blanca y el pelo negro,

negrísimo, que caía en pequeñas ondas hasta los hombros.


Así, dormida en el olor acre de los borrachos, ella nos acerca-

ba al paraíso.

Nos internamos por la tierra rojigris del desierto. Un villorrio

nos sobresaltó, pero seguimos las señales y llegamos al ojo de agua.

Jamás se hubiera distinguido sin los letreros y las dos manos pe-
queñas que indicaron sin curiosidad “pa allá”, señalando una di-
rección sobre la tierra.

Era inmenso y redondo y desconcertante. Un lago en la mi-


tad del desierto. Profundo, incalculablemente profundo.

PÍA BARROS 73
Papá sacó la pala que habíamos comprado cientos de kilóme-
tros atrás e intentó cavar, pero la tierra era dura, casi cemento y el

lugar podía tener otros curiosos, por lo que nos subimos al auto

y enfilamos en dirección opuesta, lejos, hacia la mitad de la nada.

Allí papá volvió a cavar y esta vez no se le hizo tan difícil.

Oscurecía en el desierto y yo sólo escuchaba el track track de

la pala borroneado por el viento implacable.

Cuando mamá abría los ojos, la paz y el orden de las cosas, mo-
rían.

A veces, como una gata engañosa, esos enormes y rectangula-


res ojos verdes se agudizaban para preguntar susurrantes “¿Aún
me quieren?” y nosotros sucumbíamos de inmediato y gritába-
mos eufóricos, “Sí, siempre, siempre”.

Entonces ella se levantaba de improviso y nos quedaba mi-


rando desde arriba, “Ya veremos el límite de su amor”, amena-
zaba y nos dejaba allí temblantes, aterrados.

El viento me zumbaba en los oídos y el frío nos calaba hasta el

temblor. Fui con papá al auto y le ayudé a llevar el rígido enco-

gimiento de mamá.
Aunque tenía los ojos sorprendidos y una sonrisa congelada,
se veía bellísima a través del plástico.

Con esfuerzo, la pusimos en la tierra. Sé que papá pensó lo


mismo que yo y por un instante quisimos acurrucamos junto a

ella.

Hacía frío, mucho frío.

74 El orden de las cosas


Cuando papá se llamaba Ricardo y yo no usaba maquillaje, nos
*

sentábamos juntos en los peldaños que iban de la cocina al patio

y él me abrazaba, tratando de explicarme el orden de las cosas, el

por qué debíamos permanecer en silencio y escondidos, mientras


mamá gemía en el dormitorio, desnuda, junto a un extraño.
Las explicaciones de papá consistían en un abrazo fuerte, un
dedo silenciando mis preguntas y uno que otro brillo de lágri-
mas en sus ojos castaños.

Cuando yo era muy pequeña y algún desconocido estaba con


mamá, él me llevaba a pasear y a comprar helados, hasta que un
día los helados me supieron amargos y su sola mención me pro-
vocaba arcadas.
“Sé que están ahí”, gritaba mamá, “vengan” y aún tenía al ex-

traño entre las piernas cuando nosotros nos asomábamos.


El sujeto invariablemente, corría por sus pantalones con el

rostro desencajado por el miedo. Debíamos ofrecer un extraño


espectáculo, papá y yo, de la mano, en el vano de la puerta.

“¿Todavía me quieren?”, gritaba histérica mamá, mientras el

hombre corría llevándose sus ropas y dejando siempre algo olvi-

dado por ahí.

“Te amamos”, decíamos, y mamá lloraba y nos abrazaba y nos es-


trujaba a besos y caricias y rasguños y me echaba de la pieza, pero yo

sabía que, llorosos y desolados, papá y ella hacían el amor, mientras

ella suplicaba “No me quieran, no me quieran, no me quieran.

Yo entonces iba a la cocina y dibujaba pájaros sobre la piza-

rra del refrigerador.

Me incliné y tomé un puñado de tierra para tirarla sobre ella a

modo de sepelio. Papá tomó otro puñado e hizo lo mismo. Des-


pués, con la pala empezó a llenar el agujero.

PÍA BARROS 75
Yo veía cómo, con cada palada, mamá nos iba dejando atrás,
como quería.

Un mes antes, papá había renunciado empresa y habíamos


a su

decidido viajar por el país. Yo creo que era por la vergüenza, el


estar siempre dando explicaciones a los vecinos por los gritos de
mamá, por los extraños, porque ya no podíamos seguir cambián-
donos de casa a cada nuevo escándalo.
Él estaba cansado y sentía lástima de sí mismo y de mí, que
no tenía amigos ni amigas y que en mis quince años, jamás ha-
bía llevado a nadie a casa.

Trajo sacos de dormir, carpas y nos fuimos de viaje. Pero ma-


má prefería los hoteles y en alguno de ellos, los regalamos a la

muchacha del aseo, aún con las etiquetas puestas.

Cada ciudad fue un infierno de “¿Todavía me quieren?” y ge-


midos y mi rabia y nuestro dolor silencioso.
Por eso, papá había preferido enfilar hacia el norte. Su deso-
lación se nos parecía, su desolación nos arrojaba a la parodia de

una familia.

La hostería era como todas fuera de la temporada turística, va-

cía, con un encargado entusiasta y deseoso de propinas.


Te pregunté en voz alta, para completar el puzzle de la revis-

ta “¿Cómo se llaman los ofidios que se pueden matar a sí mis-

mos?”, “Crótalos”, dijiste.

Después, yo te llamaría Talo.

76 I
El orden de las cosas
.

Mamá estuvo contenta, conversadora e insistió en maquillarme

y ponerme bonita. Papá se fue a caminar por los alrededores.


Ella limpió su rostro, hasta que casi semejó a una niña, y ma-
quilló el mío hasta que me vi como una mujer.
Nos vimos ante el espejo y ella insistió en que nos tomára-
mos una foto con la Polaroid.

Salió corriendo hasta el auto, pero como estaba en ropa inte-


rior, se puso mi chaquetón.
De lejos, mi padre gritó:

— Beca, ven, aquí hay lagartijas.


Ella se quedó suspendida, rígida, como un sabueso, pero lue-
go le devolvió el grito:

—Soy yo, Alejandra — y agitó la mano.


Entró tan rápido como había salido y nos instalamos ante el
espejo del baño, complicadas para buscar la pose en la foto. Como

era muy pequeño el espacio, desistimos y nos fuimos a la sala.

Mamá puso sobre una silla la cámara y las dos nos echamos al

suelo, con el rostro entre las manos y enfilado hacia el lente, son-

riendo, mientras el click anunciaba que estaba lista la imagen.


Papá llegó un rato después, para observar el rostro contraído
de mamá, mientras examinaba las fotografías.

—No me amen, masculló, no soy única, hasta mi dolor se

repite. .

Se puso lápiz labial en su boca de puchero, una blusa azul y


dijo que se iba a conversar con el encargado.

Era noche cerrada cuando la última palada de tierra terminó de


cubrir a mamá. Había estrellas en la oscuridad, casi demasiadas

y parecía que el mundo se había puesto de rodillas ante ella. Por


un instante, nuestra desolación se ocultó en el paisaje.

PÍA BARROS 77
Mamá se fue a “conversar’’ con el encargado y le pidió dos

vodkas secos. Yo salí tras ella y la observé bebérselos uno tras


otro, acodada en el mesón.
El empleado, por sobre la cabeza de mi madre, guiñó un ojo

en mi dirección, así es que giré para ver si alguien estaba a mi es-

palda: pero no, era a mí. Fue la primera vez que un hombre me
miraba de ese modo, el modo en que siempre habían mirado a
mamá. Me inspeccioné en el reflejo de la vidriera y vi a una mu-
jer excesivamente maquillada. Mujer, entiéndase, no adolescente.
Fue una sensación extraña, agria, desconcertante, el no reconocer-
me de inmediato en el reflejo.

Papá me hizo señas desde la cabaña para que la dejara sola y

me escondiera con él, pero yo a mi vez agité la mano a la dis-

tancia para que me dejara en paz.

Mamá pidió otro, seguro, porque vi al encargado servírselo y


volver a guiñarme el ojo mientras mamá bebía hasta el fondo del
vaso. El hombre me hizo unas señas y pude darme cuenta de que
más tarde, cuando ella se durmiera, él me invitaba a pasear.

Algo parecido al vértigo se me instaló hasta la náusea, respi-

ré profundo, pero había mucho polvo, mucho calor en el entor-

no. A unos minutos de la hostería, Copiapó hacía señales verdes


en el desierto.

Volví la mirada a lo que ocurría tras los ventanales y al pare-

cer mamá había dicho algo porque el hombre reía socarronamen-


te ante la furia mamá
que gesticulaba y agitaba sus brazos, y
de
mostró sus pechos abriéndose la blusa. El hombre miró hacia la
puerta y ella a su vez giró y me sorprendió espiándola a través
del vidrio. Se cerró la blusa casi cruzándola del todo sobre el pe-

cho y echó a correr hacia nuestra cabaña, algo aturdida y entor-


pecida por los vodkas.
Fui tras ella y me insultó. Dijo que no la queríamos ya, que

78 El orden de las cosas


tampoco debíamos que nadie debía hacerlo y que yo
quererla,
%

ahora iba a ser la deseada indeseable, la no amada, la loca.


Yo tuve miedo, un miedo que entumecía mis piernas, mien-
tras la veía abalanzarse sobre el bolso de las provisiones y tirar
fuera los fideos, el azúcar, la olla de camping, los fósforos, el ca-

fé, hasta dar por fin con el whisky, destaparlo y beberlo directa-
mente de la botella.

Me puse contenta: mamá se emborracharía, volvería el orden


a las cosas, y fui en busca dé papá, que estaba a cierta distancia,

observando algo en el suelo.

Cuando llegué hasta él, me mostró una lagartija enorme, con-


fundida con el polvo. La observamos juntos largo rato, pensan-

do en lo mítico de esas criaturas prehumanas, en sus ojos sabios,


en esa mirada a la que nada podría escandalizar o sorprender.
Ante ella, éramos una familia como las otras, algo difusa, pero
cuánto habría en su mirada, cuánto de todo aquello que sus
antepasados, subrepticios o malvados, mágicos o reveladores, le

habrían enviado como señales por el camino de la sangre. .


.
¿Ten-
drían sangre las lagartijas? ¿Sería como la nuestra?

Volvimos a la cabaña para observar a mamá tendida, con la

botella a medio beber a su lado, mascullando obscenidades, pe-

ro ya por fin al borde abisal del sueño.

Nos miramos con papá, sonreímos y nos acurrucamos junto a


ella.

Nos dormimos pensando en la lagartija y en que la felicidad

es a veces tan extraña.

Si mamá abría sus ojos verdes el mundo se ponía de rodillas


ante su mirada y papá y yo sólo temíamos, temíamos más certe-

ramente, cuando mamá abría sus ojos a la tierra.

PÍA BARROS 79
Ya no quedaba ni el ruido de las paletadas de tierra, sólo el vien-

to aullando en nuestros oídos, entumeciéndonos, devolviéndonos

hacia nosotros mismos. El próximo mes mamá habría cumplido


treinta y seis, y me pregunté cómo se habrían conocido y si pa-

pá habría sido siempre el tipo sumiso y derrotado que yo recor-

daba hasta la tarde de ayer.

Mamá se levantó sin que nos diéramos cuenta y nos dejó acu-
rrucados, dormidos sobre el piso.

Despertamos sobresaltados con los gritos y vimos el regue-


ro de su ropa sobre el suelo. En algún lugar, de seguro cerca del

encargado, mamá estaba gritando desnuda. Corrimos hacia la

recepción, para ver en ese instante a mamá abalanzarse sobre el

encargado, blandiendo un cuchillo inmenso en su mano dere-

cha.

El forcejeo fue breve y ambos cayeron. Todo pareció detener-


se en un segundo y luego, mamá se levantó, ante los ojos desor-

bitados del hombre en el suelo.

Estaba de espaldas a nosotros, cuando le oímos decirle:

—Tú me liberaste.

Y luego cayó junto a él, encogida, echando extraños borbo-


tones rojioscuros por la boca.

Nos quedamos quietos, estupefactos, los tres. No había más rui-


do que el de la boca manchada de mamá, como si tuviera el lá-

piz labial corrido.

Papá fue el primero en acercarse. Caminó a ella y la cogió en


sus brazos, como hacía conmigo cuando era niña, acunándola, su-

surrándole secretos inaudibles. Mamá lo miraba sonriendo, has-

8o El orden de las cosas


ta que un velo extraño le fue subiendo por el verde para dejar

sus ojos opacos y sin brillo.

A mi lado, sentí que el hombre sollozaba. No le prestamos


atención.

—No fue culpa mía, fue un accidente, ustedes lo vieron, no


me denuncien, por favor...
Papá la puso encogida sobre el suelo y los dos nos abrazamos a

su cuerpo desnudo, pero no pudimos dormir, teníamos los ojos


abiertos, muy abiertos.

Un rato después, papá se puso de pie y me ayudó a mí a hacer

lo mismo. Tranquilizó al hombre y le pidió plástico. Atontado,


fue hasta la cocina y le trajo los rollos de filmoplast. Mi padre
suspiró resignado y empezamos a envolverla, como envolvíamos
las verduras para guardar en el refrigerador. Yo le ayudaba le-

vantándola y él iba envolviéndola como en una crisálida, extra-

ña mariposa sin alas.

Cuando terminamos nuestra labor, papá la tomó en sus bra-

zos y caminó hasta el auto. Cuando el encargado, aturdido, des-


concertado, quiso ayudarlo, él lo alejó secamente.
—No la toque, ahora es nuestra.
La acomodó encogida en el portamaletas.

Volvió junto a nosotros y pidió toallas, limpiamos los restos

de sangre del suelo.


Luego fuimos a la cabaña y nos cambiamos las ropas, que de-
jamos en un bolso en el asiento trasero.

No recogió más nada, así es que aproveché de tomar los ma-


quillajes de mamá, con los que más tarde jugaría, en medio de
un silencio feroz, durante cientos de kilómetros, antes de llegar

a Calama.
El hombre se quedó parado junto a la hostería, mirándose las

manos una y otra vez, incrédulo.

PÍA BARROS 81
El auto estaba frío y nosotros también, así es que papá demoró
unos instantes en hacerlo partir. Nos sentíamos tan solos ahora,

con el portamaletas vacío, con la vida opaca que nos quedaba por
delante.

Al pasar de regreso frente al ojo de agua, le pedí que se de-

tuviera un momento. Tomé el bolso con nuestras ropas ensan-


grentadas y bajé para arrojarlo con todas mis fuerzas al centro
del ojo. Sólo escuché el chapoteo al hundirse.

Antes de regresar a la cabaña 3, del hombre de las cejas de-


piladas, ya no quedaba en mí ni un rastro de maquillaje. Creo
que habíamos llorado. El orden de las cosas no sería lo mismo
sin ella.

82 El orden de las cosas


%

JULIO PAREDES
4f

Una aventura confidencial

COLOMBIA
s
ULIO PAREDES nació en Bogotá en 1957. Ha publicado tres libros

J de cuentos: Salón Júpiter y otros cuentos (1994), Guía para extraviados


(1997) y Asuntos familiares (2000). Cursó estudios de Literatura y Fi-
losofía en la Andes en Bogotá y luego siguió un
Universidad de los

postgrado de Literatura Medieval en la Universidad Complutense de


Madrid. Entre 1991 y 1999 trabajó como editor de libros de referencia

y traductor ocasional para Editorial Norma. En 1992, 1994 y 1999


le fueron otorgadas por el Instituto Colombiano de Cultura y el Mi-
nisterio de Cultura becas para creación individual. Algunos cuentos su-
yos han sido incluidos en antologías en Argentina, México, Alemania

y Francia. En la actualidad está dedicado tiempo completo a la escri-

tura de una novela que lleva por título La celda sumergida.

stoy convencido de que la vida o el destino o la muerte


E sólo se pueden comprender en momentos extremos, fuera
de la comodidad diaria y lineal de los días. Y esa comprensión
(o iluminación o como se quiera llamar) sucede en raras ocasiones,
semejante a un asalto súbito en el tiempo, un instante crucial
e irrepetible, cuando de ahí en adelante nada es igual.

Y lo maravilloso de un cuento (cuando resulta, obviamente)

es poder contar en algunas páginas esa urgencia vital, inmediata,

imposible de aplazar en el espacio y el tiempo de una novela.


A medida que empezaba a trabajar con seriedad y, tal vez,

mayor claridad, sin creer, además, en la confusa necesidad

de publicar, descubrí que las historias que quería contar sólo


las podía ver en forma de un cuento.

Texto extraído de una entrevista publicada en el Magazín Dominical


del periódico El Espectador.

85
Una aventura confidencial

La mujer apareció cuando yo revisaba los últimos catálogos de


novedades, sentado en el pequeño escritorio al fondo de la libre-

ría. La vi entrar y caminar vacilante frente a las estanterías, la mi-


rada apenas fija sobre los lomos de los libros. Por el titubeo en
los gestos supuse que estaba ahí sin querer, repentinamente per-
dida entre objetos extraños. Llevaba una chaqueta de cuero ma-
rrón y un pantalón negro de bota ancha. Dio un par de vueltas
por entre mesas sin decidirse por nada en particular y pensé
las

que ésa sería su primera vez en una librería. Con seguridad el


espacio la intimidaba. Se movió hacia un rincón y entonces la

luz que entraba en ese momento por la ventana cayó sobre su


cabeza como el rayo de una potente lámpara. Me sorprendió el

raro resplandor y por unos segundos, mientras se detenía sin ver-

dadero interés sobre la cubierta de un libro, el pelo espeso y rojo

y el perfil me parecieron de una belleza perfecta. Esperé un rato


antes de moverme.
— ¿Le puedo ayudar en algo? —pregunté acercándome.
Echó una mirada alrededor antes de contestar y encogiendo
levemente los hombros me pidió que le prestara el baño.
—Claro — contesté y tratando de disimular la sorpresa con
una sonrisa le indiqué la primera puerta al fondo a la derecha.

86 Una aventura confidencial


Encendí un cigarrillo y esperé a la entrada de la librería. Afue-
ra el cielo estaba totalmente despejado. Por la época y el día, a

esa hora la calle estaba sin gente. El silencio cambiaba el aspec-


to de las cosas, por lo menos de ese reducido paisaje, el par de

cuadras que durante la temporada parecían a salvo de la ciudad


condenada. En toda la mañana había vendido sólo un libro. Una
novela de Pavese. Miré hacia la puerta del baño y pensé que ha-
bía visto la cara de la mujer en alguna parte. Tal vez en televi-

sión. Una presentadora de noticias o algo así. De repente un tipo


cruzó la calle y se detuvo frente a la vitrina. Era flaco y canoso.
Miró más de una vez y con atención al interior, como si quisie-

ra confirmar que adentro no había nadie. Mostró una leve sonrisa

cuando pasó por mi lado y con pasos rápidos desapareció en la


esquina de abajo. La idea de que la mujer hubiera pedido el baño
para esconderse me cruzó por la cabeza como un relámpago y
alcancé a asustarme. Entonces escuché que alguien pronunciaba

mi nombre completo. Me di la vuelta y encontré a la mujer ob-


servándome. Las manos en los bolsillos de la chaqueta y una espe-
cie de sonrisa enigmática que, por lo inmóvil, supuse un poquito
simulada.
— ¿Nos conocemos? — pregunté.
—Usted mí no —
a contestó sin deshacer el gesto.

Creí que había preparado la frase para realzar mi sorpresa y

el misterio de su presentación. Aunque hice un esfuerzo no pu-


de relacionar ese rostro con ninguno de los que alcancé a recor-

dar. Entonces preguntó a qué hora cerraba.


—A las tres — dije.

Miró el reloj y pareció meditar en el rápido cálculo que hizo.

—Lo invito a tomar algo — dijo y acomodó con un movi-


miento suave de los dedos el mechón que le caía sobre la frente.

—¿Ahora?

JULIO PAREDES I

87
—Cuando cierre. Paso a las tres.

No esperó respuesta y me ofreció la mano.


—Adriana — dijo en voz baja y después de un suave apretón
salió.

Me sorprendió la calma con la que organizó el encuentro. Si


durante los siguientes minutos alguno me hubiera pedido descri-
bir lo sucedido no habría sonado verosímil. Resultó evidente des-
cartar la posibilidad de una persecución pero, como si regresara

a los años de lector principiante de novela policiaca, no me hu-


biera disgustado asistir como protagonista en acción a la histo-

ria de alguna mujercita perdida, tal vez patética, que guardaría


una deuda personal con la justicia o, aún peor, una cuenta con
algún peligroso amante, personificado, en este caso, en el hom-
bre canoso y flaco que se había acercado furtivo hasta la vitrina

de la librería.

Mientras esperaba a que avanzara la tarde, convencido de que


no llegarían nuevos clientes, procuré, para calmarme, imaginar
alguna consecuencia divertida de la cita que, en menos de dos
horas, tendría con esa repentina aparición de pelo rojo. Pero só-

lo llegué a conclusiones vagas. No era fácil descifrar la especie

de mensaje oculto que dejaron sus palabras. La mujer aseguraba


conocerme y por lo visto quería contarme una historia. Más di-

fícil sospechar entonces la trama que vendría. Y aunque hasta ese

día mis alcances con las mujeres no habían sido del todo desta-

cados o admirables, su llegada podría mejorar la tarde y, por qué


no, la noche.

Recordé la última vez que busqué, durante meses y con obs-


tinación inútil, la gracia de una mujer. Había pasado más de un
año desde nuestra última conversación y, como la pelirroja, tam-
bién había entrado con cierta timidez a la librería. Sin embargo,
como si de inmediato hubiera descubierto un atractivo templo,

88 Una aventura confidencial


empezó a llegar casi todas las tardes. Nunca supe por qué la de-
%

seé tanto desde el primer momento, por qué creí como inevitable
mi felicidad con ella. Saludaba y se despedía con una sonrisa.

Compraba poco y por lo general se limitaba a un trayecto lento


frente a las estanterías. De vez en cuando, y cada vez con más
confianza, se detenía a leer apartes de los mismos libros y llegué

a pensar que los leía a plazos o estudiaba en secreto. Casi siem-


pre me pareció linda y cuando dejaba de venir varios días podía

sentirme realmente desesperado.


Una tarde, con una leve precipitación en las palabras, me pi-

dió consejo sobre un título. El sueño del alquimista. Yo conocía


sólo fragmentos pero había escuchado y leído que podría tratar-

se de una obra sorprendente. Se mostró indecisa y, como suce-

dería más adelante con otros libros, le propuse que se lo llevara.

Si no le gustaba lo devolvía. Le gustó y decidí regalárselo.


Al principio, en las primeras conversaciones, llegué a obviar
sin esfuerzo la tontería que podían alcanzar sus anécdotas fa-

miliares — vivía con la mamá y dos hermanos menores —o del

trabajo y, ya enamorado, no desconfié cuando descubrí que la

apasionaba el tema religioso. (En más de una oportunidad le con-


seguí, por encargo especial, biografías de santos y obras de mís-

ticos). Llegaba a sorprenderse, con innegable candor, de que yo


encontrara fantástica la imagen del Espíritu Santo o inverosímil
la idea del cielo eterno. No se asustaba con la falsa vehemencia
con la que yo acompañaba mis argumentos de agnóstico y, con
mirada benévola, escuchaba sin molestarse la incomprensible re-

lación de mi indolente credo. Para ella, la existencia terrenal no

era otra cosa que una sucesiva prueba, una especie de examen de
laberintos — idea que me recordaba la sala de espejos en algún
parque de atracciones — dictado desde arriba. Tal vez, dictamina-
ba, mi extraviada fe era la dulce emboscada que me tendía Dios

JULIO PAREDES !
89
para fortalecer así la simiente de mi espíritu, germen desorde-
nado y aún débil de otro, lejano pero verdadero y que, aunque
no lo creyera, revolotearía feliz como un ángel en el indescripti-
ble territorio del paraíso. A pesar de que el tema y su propósito
por convencerme resultaban lamentables, disfruté siempre de su
compañía.
Cuando por fin le confesé mi deseo, un desahogo que terminó
como un torpe intento por satisfacer esa especie de fatiga, acumu-
lada durante semanas, en las que sólo había conseguido tomarla

pocas veces de la mano, recurrió, con una sensatez que me para-

lizó, a citas de la Biblia, que conocía de memoria, para conven-


cerme de una vez por todas de mis deseos imperfectos y anunció,
en un susurro y con un optimismo tan terrible y desalentador co-
mo el que mostraba por el futuro del país y la bondad colom-
biana, nuestro encuentro en la eternidad, donde no existía el

temor a las mortificaciones terrenales. Cuando mi insistencia al-

canzó instantes de acoso no regresó. Yo, como un niño, buscaba

compensación inmediata. Con el tiempo, y sin verdadera ironía,


la imaginé encerrada en algún nuevo tipo de comunidad reli-

giosa, convertida en una hermosa monja inconmovible.


El recuerdo de esta última tentativa de seducción que, a pe-

sar de la distancia, todavía me dejaba la pesadumbre de un ali-

vio inconcluso, me puso alerta, como si lo que me esperaba a


mitad de la tarde encerrara una aventura igual de intrincada.

Concluí que esos eran los pensamientos comunes a un tipo que


llevaba demasiado tiempo solo, ajustado a la sospechosa alegría

que pueden provocar los libros, con sus simulacros de sueños y


consuelos.

Faltaban unos minutos para las tres y cuando traté de re-


cordar los ojos de la pelirroja no los pude asociar a ningún tono
natural, como si la corta charla hubiera sucedido entre tonos de

90 I
Una aventura confidencial
blanco y negro. Me sentí impaciente y decidí esperar afuera, la
i

puerta de la librería cerrada. Pensé, cuando la vi acercarse desde


la esquina, que la imprevista ansiedad que en ese momento me
subía por el pecho, semejante a los efectos laterales de una indi-
gestión, se correspondía sólo con el regreso de un amor perdido
en el tiempo. La mujer acompañó el saludo con una sonrisa y en-
tonces tuve la corazonada de que, por fin, empezaba a suceder-

me algo para recordar con alegría en el futuro.


i

Caminamos en silencio y después de unas cuadras encontramos


un lugar que nos pareció vacío. Escogimos una de las mesas que
daban contra la ventana. Pedimos café y Adriana aceptó un ci-
garrillo.

—Ojalá Bogotá estuviera siempre así — dijo después de la

primera aspirada, mirando hacia la calle. Los ojos, café claro, le

brillaron.

Imaginé que pensaba en voz alta y sólo acompañé el comenta-


rio con un leve movimiento de cabeza. A mí, el aparente reposo
que se veía afuera por esos días me daba lo mismo. No signifi-

caba un augurio de mejores cosas. Además, volver sobre el des-

tino lamentable y definitivo de la ciudad se había convertido en

una protesta que me aburría.

—Es menos desagradable —admití sin embargo. Adriana


me miró y volvió a acomodar el mechón que le caía sobre los

ojos.

Con el café el mesero nos ofreció galletas. Escogimos sin mu-


cha decisión de una bandeja y apagamos el cigarrillo al mismo
tiempo. Después de unos pequeños sorbos Adriana quiso saber
cómo me iba con la librería.

—Más o menos. Se lee poco — dije, el tono lacónico.

JULIO PAREDES 91
Añadí, consciente de que exageraba, que para muchos leer se-

guía siendo una especie de hábito sospechoso.


—Me parece un trabajo envidiable —comentó Adriana.
—Qué.
—Vender libros.

Le di la razón para que no pensara que vivía con quejas. En-


tonces, después de morderse con delicadeza los labios, Adriana

contó que era enfermera. Pareció reflexionar por un segundo y


enseguida protestó, con ánimo, del lugar donde trabajaba, del ci-

nismo creciente de algunos médicos, del abandono y la desconsi-


deración a los que eran sometidos los pacientes. Habló con cálculo,

midiendo las palabras y aunque su malestar era innegable con-


fesó una larga pasión por el oficio. Mientras la escuchaba volví a
pensar que era hermosa. Además, me dije con una emoción bas-
tante simple, era la primera vez que hablaba con una pelirroja.

—Siempre quise ayudar a mis semejantes —concluyó inten-

tando dar a la frase un acento irónico.

—Es una virtud escasa por estos días — dije.

Adriana no pareció convencida de la seriedad de mi comen-


tario y sin hablar cogió otro cigarrillo. Aproveché la pausa para
preguntarle de dónde me conocía. Con sorpresa sospeché que no

esperaba tan pronto la única pregunta que yo consideraba im-


portante e inevitable en esa conversación. Antes de contestar mi-
ró hacia atrás, como si quisiera verificar que nadie más estaba
pendiente de su respuesta. No supe por qué en ese momento, mi-
rándola de perfil, mientras descubría un lunar liso y oscuro a la

altura del cuello, me desanimó la idea de verla en bata blanca,

controlando el rumbo que tomaban en el diagrama las curvas de


algún enfermo.
—La primera vez que lo vi fue en una foto — dijo sin mirarme.

— ¿Una foto?

92 Una aventura confidencial


—Una foto en la que usted estaba con Ramiro Quintana — ex-


*

plicó y después de encender el cigarrillo preguntó :


¿Se acuerda?

Resultaba imposible saber cuál podría ser la fotografía de la

que hablaba Adriana pero, como un espejismo que empezara a

tomar forma en la memoria, recordé algunos de los rasgos de


Ramiro, las repentinas carcajadas, el cuerpo robusto pero no muy
alto. Calculé que habrían pasado más de. quince años desde nues-
tra última conversación. Sin embargo no pude precisar las verda-

deras razones de ese distanciamiento. Llevaba mucho tiempo sin

pensar en esos años por los que había dejado de sentir nostalgia.
Sabía, con cierta certeza en todo caso, que Ramiro ya se empe-
ñaba, con obsesión de principiante, en la idea de ser novelista

y yo me embarcaba, con deudas que nunca creí poder pagar, en


la primera librería.

—Usted no me va a creer —me previno Adriana bajando la

voz — con seguridad


y le parecerá una historia rarísima y tonta

pero durante un tiempo, y sólo por esa foto que tenía Ramiro,
me alcancé a enamorar de usted.

Desacostumbrado a manifestaciones tan imprevistas sentí,

además del pulso acelerado, un ligero rubor. Supuse que Adria-


na se daba cuenta de que me costaba entender porque ensegui-
da preguntó:
—No me cree, ¿cierto?

Sólo se me ocurrió decirle que me tomaba por sorpresa. Era


lo más fácil.

—En la foto — siguió Adriana y alcancé a pensar que se di-

vertía con la expresión que yo le estaría mostrando — ,


Ramiro,
supongo, le contaba un secreto. Estaban en un grupo y, según
me dijo Ramiro, celebraban un cumpleaños. Lo elegí a usted por-

que tenía la sonrisa más linda que había visto. Me obsesioné y


Ramiro, aunque lo negó siempre, sintió verdaderos celos.

JULIO PAREDES 93
Me miró de frente y traté de disimular el asombro. Pedimos
otro café y mientras nos lo servían agregó que, a pesar de que so-

nara increíble, durante una época Ramiro había sospechado en-


cuentros clandestinos entre ella y yo.
—Lo más curioso de todo es que Ramiro nunca hizo desapa-
recer la foto. Ahora la tengo en mi casa — explicó y terminó la

frase con una corta carcajada.


Quise reírme también pero las palabras de la mujer empeza-

ban a avergonzarme. Como consuelo volví a pensar que al final

ésa sería una tarde difícil de olvidar.


— ¿Eran muy amigos? —pregunté, simulando con el tono
una curiosidad sincera.

—Vivimos varios años juntos. Sin embargo Ramiro quiso se-

pararse y durante un tiempo no lo volví a ver. Un día me llamó pa-


ra despedirse. Se iba del país, y si podía, no pensaba regresar.

Hizo una pausa y se mantuvo en silencio, sin levantar los ojos


de la mesa. Encendí un cigarrillo para acompañar los últimos sor-
bos de café. Deduje, cada vez más incómodo, que se ponía melan-
cólica con el recuerdo. Suspiró y se distrajo momentáneamente
con la voz de la mujer sentada en la mesa del fondo. Recordé de
repente que en más de una oportunidad Ramiro había sosteni-
do, con la solemnidad de un juramento, que nunca saldría de Bo-
gotá. Al final, y con seguridad, se habría tratado de algún tipo de

excentricidad juvenil, un desafío o tentación de heroísmo pro-


pios de la época en la que vivíamos.

—En la última conversación —continuó Adriana— Ramiro


me pidió que si pasaba más de un año sin tener noticias suyas,
lo buscara y le entregara a usted este recado.
Sacó de uno de los bolsillos de la chaqueta un sobre blanco
tamaño carta y me lo pasó. En una ficha de cartulina verde en-

contré un mensaje trazado en letra manuscrita: “Quédese con la

94 Una aventura confidencial


biblioteca”. Me pareció un dictado automático impuesto por una
%

mente sin rumbo. Sospeché, sin embargo, que a pesar de la par-

quedad, era una frase meditada durante muchos días. Perplejo

con esa especie de orden que me llegaba de un tipo a quien con-

sideraba desde hacía mucho tiempo un perfecto desconocido,


traté de devolverle el sobre. Adriana, sin alterar el gesto de la

cara, levantó la mano y aclaró:


—Es suyo. Además, ya pasaron más de quince meses desde
la última vez que supe algo de Ramiro.
—No entiendo — dije.

La sonrisa de Adriana no fue muy alegre. Enlazó las manos y


se reacomodó en la silla.

— Ramiro no va a volver — — dijo , y a nadie, ni a su herma-


no ni a sus padres, le preocupan los libros. Si acepta, la biblio-

teca le queda a usted.

Aunque sabía que las palabras de Adriana eran sinceras no

consiguieron convencerme del todo. Me esforcé por recordar has-

ta dónde había llegado mi amistad con Ramiro para que tomara


esa decisión. Pero no encontré nada esclarecedor. Consideré que
la falta de un recuerdo nítido y definitivo se debía a que lleva-
ba varios años sin dedicarle un pensamiento. Sabía que en algún
momento, y durante un lapso que yo suponía no muy prolonga-
do, nos había unido un interés común por la lectura. Comparti-
mos libros y comentarios. Es bastante probable, volví a pensar,

que por esa época Ramiro ya tuviera en mente experimentar con


la literatura. Pero nada de eso me ayudó. Esa era una práctica que
sostuve con otros conocidos, por los mismos días y en condicio-

nes casi idénticas.

—Tengo la llave del apartamento de Ramiro — declaró en-

tonces Adriana — . Duermo allá todos los fines de semana. Si le

interesa, podemos ir esta tarde y ver la biblioteca.

JULIO PAREDES 95
.

—No —respondí sé sin decisión — . Tendría que pensar.


— ¿No seguro? está

Por el énfasis en la pregunta comprendí que Adriana enten-


día la duda como una tontería. Tal vez tuviera razón pero quise

armar una idea clara antes de contestar. Entonces empecé a de-


cir, con una repentina y simultánea conciencia de estar equivo-
cándome en los términos, que para mí no tenía mucho sentido
que de un día para otro apareciera alguien con la noticia inve-

rosímil de una herencia, sin duda maravillosa, cedida por un ti-

po que yo había casi olvidado. Sin descontar, agregué tratando


de sonar emocionado, la historia de la fotografía que califiqué,

con algo de pudor, como enigmática y halagadora. Aún así, no


creía que fuera un simple regalo de la providencia.

— Sabía que no me iba a creer — se quejó Adriana, como una


niña.

— Claro que le creo — recalqué — . Lo que pasa es que la his-

toria es un poco complicada. Le confieso además que pocas ve-


ces sentí verdaderos deseos de buscar a Ramiro.
Adriana hizo una mueca y reconoció que el encuentro había
sido violento. Sin embargo, añadió después de la disculpa, la úni-

ca explicación a esa especie de enredo era que yo ignoraba todo

lo sucedido con Ramiro durante los últimos años. Insistió en que


si me había dejado la biblioteca era porque Ramiro nunca dejó
de considerarme su mejor amigo.
—Siempre se interesó por su librería — reveló Adriana —
Pero, por falta de confianza, mandaba a cualquiera para que le

comprara un libro. Más de una vez me ofrecí a entrar y buscar

lo que pedía.
Dijo las últimas frases con parsimonia, mirándome a los ojos,

como dirigiéndose a un recién despierto que, por culpa de un pro-


longado sueño, se negara a comprender los claros detalles de un

96 Una aventura confidencial


secreto simple. Así, imaginé, le hablaría a los enfermos más ter-

cos.

— ¿El mejor amigo? — insistí después de que el mesero reti-

rara los pocilios.

— —afirmó Adriana
Sí sin burla.

Miré en silencio hacia la calle y traté de imaginar el alcance

de la nueva noticia. Me sobresalté. No sólo por la anticipada ava-

ricia que me despertaba la imagen de acariciar con mano lenta el

lomo de alguna inesperada maravilla, sino por la prolongada fra-

ternidad que, semejante a un informe confidencial, había guar-


dado Ramiro a mis espaldas, por decirlo de alguna forma. Sin
saberlo, yo había protagonizado a su lado, y durante largo rato, una
vida paralela y secreta donde yo me ajustaría con voluntad al perso-

naje de amigo fiel. Me hubiera resultado imposible sospechar que


Ramiro había alimentado, furtivo, una amistad profunda y, sin

embargo, por fuera de los días y el espacio de lo que yo podría


llamar mi vida, como si él también se hubiera dejado conducir
por el capricho de una imagen, perdida, para mí, en el tiempo.
Descubrí que Adriana me observaba con impaciencia.
—Qué — dice quiso saber.
—Déme número de su llamo mañana teléfono y la o el lunes.

— no Si — mientras
estoy un de
dijo en escribía par teléfonos

el — déjeme un
sobre ,
En todo yo dónde encon-
mensaje. caso sé

trarlo.

Adriana insistió en pagar la cuenta y cuando estuvimos afue-


ra, frente a la puerta, dijo meciendo el cuerpo:

—No hay nada raro. Es un golpe de suerte, nada más. Era lo

que Ramiro quería. Eso es todo.

Por un segundo, y después de escucharla, estuve tentado a pe-


dirle que se quedara otro rato. Podíamos ir a un cine, pensé, pero

ella me tendió la mano para despedirse.

JULIO PAREDES 97
— Por lo menos vaya a conocer la foto — dijo y empezó a ca-

minar.
No supe qué decir y dejé que se alejara. Cuando llegó a la

esquina se volteó y movió tímidamente la mano. En la escasa luz

que quedaba de la tarde el pelo rojo le volvió a brillar. Entonces

un absurdo pitazo a mi derecha me sacó de una imagen que otra


vez creía perfecta.

Resultó natural, en la soledad y oscuridad del teatro al que había


decidido entrar, que aceptara la historia y las imágenes proyec-
tadas en la pantalla como el duplicado perfecto de las confiden-
cias que me había revelado Adriana horas antes. Pues solamente
algún sugestionado por el cine trastocaría de esa manera los más
simples ritos cotidianos. Creí, así, que el argumento lanzado por
entre el haz de luz había sido reservado para mí. Por alguna es-
pecie de fuerza secreta, que más tarde y sin querer había com-
parado con un impulso energético, ese relato, el de un tipo que
nunca había amado, parecía encontrarse con el mío por encima
de las fronteras de la ficción. El hombre, en su afán por man-
tener el primer amor de su vida, personificado en una mujer de
hermoso cabello largo y casi azul, aceptaba resucitar de la nada
absoluta los cimientos de una antigua y poderosa fábrica auto-
motriz, en ruinas durante años. A pesar de que el proyecto lleva-
ra desde el inicio el signo inconfundible del fracaso, el tipo, que
aparentaba unos cincuenta años, se aferraba con vehemencia ju-
venil a la última posibilidad de ser feliz. El escenario, levantado

entre inmensos trastos oxidados y sobre una especie de cemen-

terio de galpones con techos derruidos y vidrios rotos, reforzaba


la profunda y pacífica desolación que dominaba sin tregua ese
rincón del mundo, cercano al mar. Una arquitectura dispuesta

98 ! Una aventura confidencial


para matar el espíritu de cualquiera. Al final, y en una solución
relativamente alegre, el tipo abandonaba, en compañía de la mu-
jer y conduciendo un carro reconstruido con paciencia durante

su estancia inútil, los salones sin luz y el pequeño cuarto donde


se habían amado con sorpresivo éxito y ardiente deseo. En la casa,

después de desconectar el teléfono y entre sueños incompletos y

pesados, entendí con una claridad desconocida que, a diferencia

de Ramiro, yo nunca había contado con la suficiente curiosidad


para unirme a esa voluntad de nostalgia fraternal, a los gestos de

despreocupado sacrificio que, obedeciendo a un orden misterio-


so, podían alterar el destino de otro. Entonces, con un sobresalto

que no me dejaría dormir en varias noches, como si de repente


se me asignara una lucidez insólita, obligándome a participar una

vez más en una historia que yo creía saldada, como nuevo per-

sonaje advenedizo, entendí también que no había tenido el va-

lor de confesarle a Adriana que yo había recibido con recelo y


desdén las pretensiones literarias de Ramiro. Lo creía víctima
ingenua de un engaño y tal vez con algo de envidia y despecho
ignoré desde el principio su posible don de inventar por sí mis-
mo otro mundo. Aunque se había tratado de un odio pequeño,
apenas indecente, nada especial, acumulado en silencio durante
poco tiempo y después olvidado sin mucho esfuerzo, sí había
sido un aviso claro y suficiente para el final de esa amistad. Sin

saber la respuesta, me pregunté si el abandono al que, según


Adriana, se había entregado Ramiro no respondía a un eventual
fracaso que lo forzaba a escapar y buscar un nuevo comienzo.
Con seguridad Ramiro, a merced de la erosión interna que deja-

ba cualquier obra incompleta y sin futuro, comprendió que se

acercaba el momento de cambiar de vida y, por qué no, de al-

ma. Libre del pasado. Sin embargo, dudé que mi desprecio, leve
e inofensivo, tuviera algo que ver con ese destierro. Me pareció

JULIO PAREDES 99
improbable que yo resultara protagonista fundamental en la im-
periosa desaparición de Ramiro. Quizás, me dije recordando las

sentencias de esa otra mujer que deseé y perseguí con torpeza,

un dios, desde arriba, se empeñaba en someterme a una nueva


emboscada, como si de repente yo contara con un saldo desfavo-
rable depositado en mi destino años atrás. Pero, ¿por qué la bi-

blioteca? Por los gestos y el tono con los que habló Adriana, sabía
que ella no tenía ninguna respuesta a esa historia resucitada. La
anécdota de la fotografía y mi sonrisa, ¿no habría tenido, aunque
simple, algo de burla para Ramiro? Como si buscara tranquili-
zarme se me ocurrió que se trataba sólo de una broma. Agotado
y con ganas de olvidarlo todo, por fin me dormí.

No hablé con Adriana durante dos semanas. Para evitar la in-

negable tentación de llamarla, decidí cerrar la librería por unos


días y viajar a la casa de mi hermana mayor, fuera de Bogotá.

El descanso, quizás por la falta de planeación, resultó perfec-

to. En los desayunos hablábamos de la familia y por las tardes

jugaba con los sobrinos o me perdía, sin afán, entre las colinas

que había a pocos kilómetros de la casa. Por las noches, tendi-

do en la cama, leía o me esforzaba por seguir alguna historia en

televisión. Más de una vez, en inusitados arranques bucólicos,

como sueños inquietos, llegué a pensar que podría vivir en mi-

tad de un paisaje semejante, alejado del abuso y la agresión en

las calles de Bogotá. Varias veces, también, sentí la necesidad


de pensar en Ramiro. Traté de adivinar lo que había supuesto y
considerado de mí, la revelación súbita o, por el contrario, gra-

dual y meditada que lo había llevado a concebir, según palabras


de Adriana, mi amistad como la mejor. Lo imaginé escribiendo
la nota en la ficha, tal vez convencido de su generosidad (al ce-

IOO Una aventura confidencial


derme sin retribución los únicos fetiches íntimos, intransferi-

bles, que ofrecía una biblioteca personal), del acto absoluto que
planeaba para el futuro, cuando renunciara a seguir buscando en
este paísuna forma secreta y suficiente de entusiasmo o dicha o
consolación inalienables. Me di cuenta de que no contaba con
nada para descubrir las razones de Ramiro al destinarme el pa-
pel del amigo de toda la vida y decidí regresar a Bogotá.
Cuando conversamos, un martes por la mañana, Adriana se

comprometió a preparar uña comida para el jueves siguiente en

el apartamento de Ramiro.
Como si de nuevo presintiera para esa noche un desenlace amo-
roso con Adriana, opté por dejar el carro y llegar en taxi. Apare-

cí con una botella de vino y un libro de regalo. Adriana se alegró

y le conté que el escritor era mejicano y que se trataba de una


divertidísima historia de enfermeras.
—No leo mucho — confesó y después de darme un rápido
beso en la mejilla agregó — : Pero le prometo leerlo rápido.

El apartamento tenía dos niveles, con una sala amplia y un


comedor separado por un arco. En la mesa había un pequeño
arreglo de flores, cuatro copas y dos platos azules. Olía a ajo y

a tomillo. Al no verla, supuse que la biblioteca estaba en otro

cuarto. Pero mientras esperaba a que Adriana me sirviera un whis-


ky, se me ocurrió pensar que los libros de Ramiro no existían.

Inventé que Adriana me tenía reservada otra historia. Cansado


de especular le ayudé con el vino y le pregunté por el trabajo.

Contestó un poco seria. Había estado las dos últimas noches de


guardia, en urgencias.

—No se imagina cómo se mata la gente aquí —comentó des-

pués de un corto sorbo, pero enseguida, y con un rápido movi-


miento de la mano, me pidió que habláramos de otra cosa.
Hablé de los días en la casa de mi hermana y durante un rato

JULIO PAREDES IOI


comparamos anécdotas sobre nuestros sobrinos. Supe que tenía
treshermanos casados y que sus padres vivían en Cali. Se con-
tentó con la noticia de que había tenido buenas ventas durante
el anterior fin de semana en la librería. Sin saber cómo, terminé
revelándole detalles de mis torpezas eróticas con la mujer de mi
último arrebato y mientras veía su risa pensé que necesitaba abra-
zarla y buscar su cuello, delgado y reluciente bajo la tela negra
del vestido. Cuando ayudé a servir la comida, me sorprendió que
ninguno hablara aún de la biblioteca.

Comimos casi todo el rato en silencio y cuando terminamos


me atreví a preguntar si ella sabía que Ramiro escribiera. Escu-

chó la pregunta mirando hacia una de las ventanas y no respon-


dió de inmediato. Una leve sonrisa suavizó por unos segundos
sus rasgos. De repente se levantó y desapareció por el corredor
que llevaba a la parte interior del apartamento. Cuando regresó

traía unas revistas. Me las puso al frente. Reconocí los nombres


y en total había siete. Algunas las vendía en la librería.

—Mientras vivimos juntos le publicaron unos cuentos en esas


revistas. Siempre los mandó con un nombre inventado — aclaró

cuando empecé a hojear las páginas — . Antes de separarnos em-


pezó una novela. Nunca supe si la terminó.
Descubrí que casi todas las revistas llevaban fecha de más de
diez años y en las historias se repetía, como una oración obsesiva

al lado de cada título, la misma frase como dedicatoria a Adriana.

— gustan? —pregunté.
¿Le
— —Sí alargando
contestó, la vocal con suavidad — . Aunque
no son muy alegres.

Durante varios minutos Adriana me observó sin hablar mien-


tras yo pasaba de una revista a otra. Dudé si, para ella, mi cara

expresaba algún tipo de incredulidad. Hubiera querido decirle


que me alegraba por Ramiro, pero al pronunciarla mentalmen-

102 Una aventura confidencial


te la frase me sonó equivocada, insuficiente, como si en ese mo-
mento sólo pudiera formular una sinceridad improbable y ajena.

La miré y aunque ese día tenía el pelo más firme amagó levan-
tar con un par de dedos el mechón que apenas le rozaba la fren-

te. Acabamos el vino y me sentí reanimado por una repentina


dicha, como si la suave luz de las lámparas, el silencio y la deli-

cada respiración de Adriana cumplieran como pasos introduc-


torios a un rito del que, durante más de trescientos días largos y
muchas veces monótonos, yo había sido apartado. Pensé, sin em-
bargo, que el alcohol me engañaba.
—¿Quiere ver la biblioteca? —preguntó entonces Adriana.
Me llevó por el corredor hasta el fondo. La habitación era gran-
de y desde la ventana se podía divisar el centro de la ciudad.
Adriana decidió dejarme solo y regresó a la cocina. Segundos
después encendió un radio y empezó a lavar los platos. Miré con
más atención el cuarto. Había un escritorio, dos sillas, una me-
sita con una lámpara para leer. La distribución de los muebles
era sobria y la biblioteca ocupaba una de las paredes más largas.

Pasé una rápida mirada por las estanterías y me senté. Era me-
nos extensa de lo que había supuesto y calculé que no pasaría de
los quinientos volúmenes. Descubrí entonces la fotografía de la

que había hablado Adriana. Me acerqué y por la ubicación, cen-

trada y a la altura de los ojos, supuse que la había acomodado a

propósito. Sentí un leve estremecimiento al descubrirme en la

imagen y deduje que, por la juventud, la risa tenía más brillo.


Ramiro, a mi derecha y de perfil, parecía comunicarme un se-
creto o contarme un chiste. El grupo lo completaban dos mu-
jeres y tres tipos más pero, como si se tratara de un montaje,
todos y la tarde o la mañana de la instantánea se me habían bo-
rrado de la memoria. Sentí algo de tristeza por la laguna en la

que se había hundido ese momento para siempre. Sin duda se

JULIO PAREDES 103


trató de un momento feliz. Una estantería más arriba, a la dere-

cha, descubrí otra fotografía, tamaño postal, en blanco y negro.

No llevaba marco y por detrás encontré una fecha de dos años


antes y la sentencia “recorriendo el universo”. Ramiro, con escaso

pelo, la camisa abierta casi hasta la altura del ombligo y bermu-


das, aparecía acompañado de un tipo alto y flaco, despeinado y

con barba. Los dos fumaban y bebían algo en vasos de plástico.


Estaban serios y parecían cansados, como si se tratara de dos ex-
ploradores a los que se les estuvieran acabando los últimos re-
cursos para sobrevivir. Imaginé que esa sería la última foto que
habría recibido Adriana. Observé durante un rato la expresión
de Ramiro bajo la luz. Los ojos sólo me indicaron una mirada fría

y dura.
Después de casi una hora concluí que no era la biblioteca de

un simple coleccionista. No era difícil adivinar que detrás de la

hermosísima selección gótica y de literatura medieval o de las obras

deslumbrantes y perdidas de escritores igualmente perdidos co-


mo Martín Sacastrú o Bill Gray o Rufino Velázquez descansaba
la voluntad de un lector aplicado, obediente tal vez al misterio-

so principio de que los hechos centrales e irrepetibles de su vida


estaban ahí, en los libros que había leído. Recorrí por última vez
la pared con mirada lenta, como si examinara un inmenso óleo
que por debajo de la última capa escondiera los trazos iniciales de
su verdadero misterio. Sería muy feliz si los tuviera todos, pen-

sé y salí a buscar a Adriana.

—¿Quiere tomar algo caliente? —me preguntó, recostada con-


tra el marco de la puerta de la cocina. Se había puesto un bu-
zo blanco y mientras ponía el agua a calentar no pudo evitar un
largo bostezo.

Acepté una manzanilla y de nuevo sentados en la sala Adria-


na quiso saber mi opinión sobre la biblioteca.

104 Una aventura confidencial


— Extraordinaria — dije. Quise agregar que algunos de esos
libros transformarían cualquier biblioteca en un milagro pero
sólo pude añadir — : Esos libros no deberían salir de aquí.
Adriana escuchó la frase sin moverse y sentí que la defrauda-
ba mi decisión.
— Pero son suyos — repitió con un leve temblor en la voz.

Sonreí y, buscando un tono cordial, casi cariñoso, le dije que


mi amistad con Ramiro no existía. Él la había inventado y con
seguridad se habría contentado con el engaño. Yo, sin embargo,
no podía desempolvar una inexistente promesa de lealtad jurada
quince años atrás y llevarme la biblioteca.

No supe si entendió que no desdeñaba los libros por orgullo


o simple desinterés. No me pertenecían. Eso era todo, murmuré
y repetí un par de veces la frase, como si con la reiteración Adria-
na reconociera por fin mi sinceridad. Entonces, con sorpresa y

cierto temor, vi que Adriana bajaba la cabeza y quedaba inmóvil

y en el silencio, apenas interrumpido por mi nueva y desigual


respiración, entendí que ella me había pedido, entre eufemismos
e intrincadas revelaciones, que viniera a buscarla. Tal vez sólo hasta

el día en la librería había contado con la suficiente fuerza para

convencerse de que, si trataba, yo podría encontrar la forma de


amarla. Me pareció asombroso descubrirlo con tanta seguridad,

pero cuando me acerqué y vi la boca ligeramente abierta, prepa-


rada para un beso, comprendí que, a pesar de los años, aún lle-

gaba a tiempo para recibir la dádiva que Adriana reservó sólo


para mí.

JULIO PAREDES 105


MARVEL MORENO

La peregrina

COLOMBIA
V
M
res de
ARVEL
comienza
MORENO

la literatura clásica
nació en Barranquilla en 1939. Adolescente aún,

a leer, bajo la guía de su padre, a

y moderna. Algunos de éstos ejercerán una


los grandes escrito-

influencia definitiva en su escritura: James Joyce, Virginia Woolf, Car-


son McCullers, William Faulkner. Mantuvo una estrecha relación con
los miembros del “Grupo de Barranquilla”: Alejandro Obregón, Alva-

ro Cepeda Samudio, Gabriel García Márquez y Germán Vargas, quien


fue decisivo para su vida literaria. En octubre de 1969 publica en la

revista Eco “El muñeco”, su primer cuento. A partir de ese momento


se dedicará con pasión y de manera exclusiva a la escritura. Su libro de
relatos Algo tan feo en la vida de una señora bien es de 1980, y su novela
En diciembre llegaban las brisas , traducida al italiano y al francés, de

1987. Por esta obra recibe en 1989 el prestigioso premio literario

“Grinzane-Cavour”, otorgado en Italia al mejor libro extranjero. En


1992 publica la colección de cuentos El encuentro y otros relatos. A pe-

sar de la incurable enfermedad que la aflige desde algún tiempo des-


pués de su llegada a París, en 1969, y que se agrava en 1991, Marvel
Moreno concluye un libro de cuentos hasta ahora inéditos titulado Las
fiebres del Miramar y pocas semanas antes de morir, en 1995, pone
,

punto final a su novela inédita El tiempo de las amazonas.

n personaje no sale fácil. Tiene su propia ley. Es tan curioso

U (...). Tengo la impresión de que hay una lógica interna


en los personajes y que esa lógica no se puede violar, porque ese
personaje te posee. Entonces estoy tan poseída que sueño con ellos;

sólo se retiran en el momento en que han dicho o hecho lo que


tienen que hacer o decir. ..(.. .). Ellos me utilizan.

Yo no me siento como la autora sino como la intérprete.

Me imagino que si hay un Dios, debe tener los mismos problemas


que los escritores.

Tomado del artículo “La palabra es muy pobre'.

109
La peregrina

A Juan Goytisolo

Desde la muerte de tío Luis, un frío de mausoleo ensombrecía


los salones del palacio. Ana Victoria había visto a su madre sa-

car las reliquias medievales compradas por sus mayores cuando


en corazas relucientes recorrían el mundo para combatir al moro
y defender la Cristiandad. Armaduras colgaban ahora de las pa-

redes, en los corredores, otrora austeros, fulguraban cascos de pe-


nachos insolentes y lanzas que muchas muertes habían causado.
Los Murillos de los salones se volvían más piadosos, los Veláz-
quez más discretos, sólo los Goyas seguían expresando la deses-

perada lucidez de la ironía. El mundo de tío Luis, tan alegre y

desenvuelto, era atacado por las corrientes religiosas que mien-


tras él estuvo en vida permanecieron ocultas esperando la hora
de surgir de conventos y viejas casas arruinadas para atacar su
liberalismo de ateo en el país más católico de Europa. Ana Vic-
toria se sentía en peligro, como si un oscuro animal venido del

fondo del tiempo se preparara a arrancarle el alma. Ella era ninfó-


mana. Así lo decían sus conocidos, reduciendo su amor del sexo
a una enfermedad. Adolescente, su madre la llevaba a escon-
didas de tío Luis a ver a médicos que la hacían sufrir las peores
vejaciones y permanecían pasmados de asombro y repugnancia

cuando ella les aseguraba que sentía placer. Sí. Bastaba que un

i io La peregrina
pájaro de fuego penetrara su joya secreta para que una explosión

de gozo sacudiera su intimidad. Pero como las estrellas fugaces,

el placer era breve y los hombres, ay, muy limitados. Se cansa-

ban pronto, el esfuerzo del amor los extenuaba. Por eso ella tenía
tantos amantes. No los elegía de cualquier modo, como creían
los maldicientes, aunque poco le importara la apariencia física o

el origen social. No, una eficaz intuición la conducía a los hom-


bres capaces de amarla sin agresividad ni miedo.

Los primeros amores de Ana Victoria remontaban a su infan-

cia, cuando pasaba vacaciones en el cortijo de tío Luis y de noche


se escapaba de su cuarto para reunirse con sus primos y hacer tra-
vesuras. Estaba enamorada de todos al mismo tiempo. Jugaban
a tú me muestras aquello y yo te enseño esto, a tú me acaricias

aquí y yo te toco allá. Como eran todavía unos crios ningún cura

les había metido en la cabeza la noción del pecado. Luego, cuan-


do esa calamidad ocurrió, siguieron retozando a pesar de todo y

temiendo, menos el castigo del Señor, que el momento de confe-

sarse. Ellos, no Ana Victoria, quien después de la muerte de su


padre se había ido a vivir con tío Luis y era su heredera y su me-
jor discípula. Ambos consideraban imposible que la naturaleza

hubiera inventado la sexualidad para que el hombre se avergon-


zara de ella. Y aunque tío Luis no creía en Dios y Ana Victoria
sí, ambos verían siempre en la condenación del sexo una manio-
bra de la sociedad destinada a culpabilizarlos.
La aparición de la píldora anticonceptiva en el mercado coin-
cidió con el primer período de Ana Victoria. Tenía catorce años
pero parecía una mujer y conservaba todavía la virginidad. Un
día fue a toros con tío Luis y vio en la barrera un hombre alto y

delgado, con una mirada distraída que al posarse sobre ella se

volvió alerta, grave, como si de repente el hombre hubiese des-

cubierto por qué el destino lo había conducido esa tarde a Ma-

MARVEL MORENO III


drid. Al tercer toro Ana Victoria le sonrió y, despidiéndose de
tío Luis, echó a andar hacia la salida. Después todo pasó muy
rápido, la mano del desconocido en la suya, el trayecto hasta el

hotel. Y la llamarada entre sus piernas y la impresión de existir


latiendo al ritmo del universo. Era otra, era única, era ella. Sen-
tía que su propia identidad le había sido revelada de golpe, que
su cuerpo tenía al fin una razón de ser. ¿Cómo no repetir la ex-

periencia?

Ana Victoria había oído decir que en ciertos individuos una

sola inyección de heroína bastaba para encadenarlos a la depen-


dencia, del mismo modo que la primera mamada obliga al bebé
a buscar ávidamente el pecho de su madre. Algo parecido le ha-

bía ocurrido a ella con la sexualidad. Después de aquella aven-

tura no pudo dejar de hacer el amor. A la salida del colegio se


iba al Paseo de la Castellana y lo recorría de un lado a otro has-

ta encontrar a un hombre dispuesto a seguirla a cualquier hotel

sin tratar de conocer su identidad ni agobiarla con preguntas y


enamoramientos. A veces la creían prostituta y antes de salir del

cuarto le dejaban pesetas sobre la mesa de noche, que ella en-

viaba luego por correo a las obras de caridad protegidas por su


familia.

Cuando su madre se enteró de sus andanzas estuvo a punto de


volverse loca. Lloró todas las lágrimas que pudo, les rezó a todos

los santos de su devoción. Fue la época de los médicos que tanto


amargaron a Ana Victoria. Y de los insultos, desaires y amenazas.
Por fortuna tío Luis intervino y, para sacarla de aquel infierno,
la mandó a Nueva York con el pretexto de que debía aprender
el inglés. Tío Luis le había dado el mejor regalo de su vida, una
ciudad grande y la libertad. Nadie venía a importunarla repro-

chándole su conducta y tratándola de enferma. A pesar de que


tenía nueve o diez aventuras por día, terminó sus estudios se-

1 12 La peregrina
cundarios y obtuvo en la universidad un diploma de Historia
Contemporánea, su materia favorita.

Al cabo de ocho años regresó a Madrid, en parte porque tío

Luis se había enfermado y su médico le prohibía los viajes, pero


también para acompañar a su madre en la vejez. Le hizo prome-
ter, eso sí, que no volvería a molestarla y a cambio le juró que nun-
ca se acostaría con un hombre de su mismo medio social. Nada
perdía. Había turistas y extranjeros en viajes de negocios. Había al-

bañiles, carpinteros y choferes de taxi. Había todos los abogados,


ingenieros, economistas y expertos en cualquier cosa que venían

de la clase media. Ana Victoria se sentía como una mariposa vo-


lando de una flor a otra. Estaba contenta de vivir y gozaba de
excelente salud. Compadecía a esas primas suyas, antiguas com-
pañeras de juegos prohibidos, que sufrían de fobias y jaquecas a
través de las cuales se expresaba la frustración. Más aún, creía que
si todos los habitantes del planeta actuaran como ella, habría me-
nos guerras y sufrimientos. Apasionada lectora de Reich, aconseja-

ba a sus amigas la liberación y cuando conoció al primer hombre


que había oído hablar de las teorías de aquel psicoanalista, se ca-

só con él.

Juan Miguel era un aristócrata sin fortuna que no obstante ga-


naba muy bien su vida comerciando por el mundo entero. Siempre
había en un lugar un vendedor y al otro extremo un comprador.
Juan Miguel se encontraba invariablemente entre ambos y con
los dos anudaba relaciones de amistad, casi personales. Sabía ha-
blar muchos idiomas y varios dialectos. Cuando se enamoró de
Ana Victoria y ella le contó la verdad le pareció divertido. A él le

fascinaban las amazonas, le dijo, pero como había un juramento


de por medio, mejor era casarse cuanto antes y que
lo la fiesta

continuara. La ceremonia se celebró en Madrid y todos los invi-

tados asistieron desbordantes de entusiasmo por la pareja, hasta

MARVEL MORENO 113


el punto de darle a Ana Victoria la impresión de estar festejan-

do su primera comunión. No en balde iba a heredar la fortuna y

el palacio de tío Luis.

Juan Miguel quería un hijo y Ana Victoria le dio dos de se-


guido, aunque la maternidad no le produjese mayor interés. Sen-
tía por ellos el mismo afecto que le inspiraba Juan Miguel, una

vaga ternura asociada a la solidaridad. Fue una madre buena y,

de no ser por sus amantes, habría podido ser una buena esposa.
De todos modos su marido no le pedía la fidelidad, sino que es-

tuviera disponible cuando Juan Miguel y ella apren-


él la deseara.

dieron a conocerse y a respetarse y con el tiempo se convirtieron

en los mejores amigos del mundo.


Pero la madre de Ana Victoria no se daba por vencida. Disi-
mulaba su horror de cada día por el miedo de perderla o verse

separada de sus nietos. Iba a misa por las mañanas, rezaba tres ro-

sarios por las tardes y, cosa increíble, visitaba regularmente a una

vidente. Sus hermanas y primas la ayudaban en su desolación.

Se había envejecido muy rápido, como si el comportamiento de


Ana Victoria le quitara el deseo de vivir. Fiel a su promesa, no le

hacía reproches, pero a Ana Victoria le bastaba ver sus ojos cuan-
do regresaba de la calle para saber que había estado esperándola
con la angustia y la vergüenza de tener como hija a una liberti-

na. Su educación cristiana la conducía a preguntarse con deses-


peración qué pecado habría cometido para merecer un castigo
semejante. Y casi todas las noches, a la hora de la cena, tenía los

párpados enrojecidos de llorar.

La muerte de tío Luis pareció animarla. Fue entonces cuando


sacó del olvido lanzas y reliquias y comenzó a invitar al palacio

a su confesor y a su parentela de mojigatas. El confesor se mos-


traba amable con Ana Victoria y hacía gala de una erudición po-

co común sobre las causas de las dos últimas guerras mundiales.

114 La peregrina
Conversaban horas enteras. De vez en cuando él deslizaba co-
mentarios relativos al comportamiento irracional de las masas y
de sus dirigentes. Creía en la realidad de un inconsciente incon-
trolable que se llevaba de cuajo las barreras creadas por el buen
juicio. Equilibrio era su palabra favorita, asociada a la libertad

de elección, a la posibilidad de escoger entre una cosa u otra. Su

discurso, más existencialista que religioso, obligó a Ana Victo-


ria a preguntarse por la primera vez si podía o no ejercer un con-
trol sobre su erotismo. Al comprobar que le resultaba imposible

se sintió angustiada y comenzó a perder la seguridad en sí misma


que tantos problemas le había evitado hasta entonces. Años des-
pués pensaría que aquel cura había sido como el picador de una
corrida en la cual su sexualidad representaba el toro condenado

a morir.

No contenta con imponerle la influencia de su confesor, la

madre de Ana Victoria buscó apoyo en el más allá. Su vidente in-

vocaba a muertos y un día apareció entre ellos Fabiola, joven


los

prostituta fallecida a los veinte años de edad, que se presentaba

como la penúltima reencarnación del espíritu de Ana Victoria,


lo que, según su madre, explicaba en buena parte su ninfoma-
nía. Al principio escéptica, Ana Victoria se fue interesando poco
a poco en esa sombra que parecía conocer los secretos más ínti-

mos de su vida. Fabiola le daba consejos tratando de conducirla


al buen camino. Temía particularmente la irrupción de un des-

conocido de quien sólo sabía que le gustaba ponerse camisas de


cuadros azules. Ese hombre, decía a través de los nerviosos movi-
mientos de la ficha sobre el abecedario de cartón, se oponía a sus

exhortaciones como el blanco contradice al negro. Finalmente,

Fabiola limitó sus mensajes al mismo estribillo y Ana Victoria

se cansó de ella.

En realidad empezaba a aburrirse de todos, inclusive del con-

MARVEL MORENO ii5


6

fesor, cuando su madre se enteró de que en Irino, un pueblecito


no muy lejos de Sevilla, había un santo especializado en la cura-

ción de los ninfómanos, cuyos poderes habían sido descubier-


tos por azar hacía poco tiempo. Era un santo caprichoso: sólo se

le podía sacar en procesión un día del mes de junio y sólo en-


tonces hacía el milagro. Como era de esperarse, su madre le su-

plicó asistir a la procesión de ese año y un poco incrédula, un


poco curiosa, Ana Victoria se lo prometió con la condición de
que si el prodigio no se realizaba la dejaría en paz para siempre.
Los preparativos del peregrinaje pusieron en movimiento a
toda la familia. Las hermanas y primas de su madre se reunían
en la capilla del palacio para rezar rosarios implorando la pro-

tección de la Virgen. Hicieron una novena. Le compraron a Ana


Victoria un vestido negro y un sombrero con un velillo que le

ocultaba el rostro, pues por nada del mundo los otros peregri-

nos debían descubrir su identidad. Enviaron a un sirviente de


confianza a reservar una habitación de las dos que contaba el

único albergue de Irino. El sirviente regresó consternado. Aque-


lla miserable posada no le parecía digna de recibir a Ana Victo-
ria. Alguien habló de penitencia, el confesor, tal vez, y finalmente

se decidió que Ana Victoria llevaría sus propias sábanas y algu-

nas provisiones. La única persona que no estaba de acuerdo con

el peregrinaje era Juan Miguel. No creía en santos ni milagros,

pero temía que Ana Victoria perdiera su alegría de vivir y termi-

nara avergonzándose de esa voluptuosidad que la hacía tan ado-

rable.

El día del viaje el cielo resplandecía de luz y en los árboles


titilaban los verdes colores de la primavera. Un calor espeso pe-

netró en el automóvil apenas Ana Victoria abandonó la auto-


pista para adentrarse en la polvorienta carretera que después de
atravesar muchos pueblos la condujo a Irino. Aquel lugar era real-

I 1 I
La peregrina
mente el fin del mundo: sólo dos calles pavimentadas, una igle-

sia de triste figura y el horrible albergue que el sirviente había

descrito. Había, eso sí, muchos automóviles de vidrios oscuros y

gentes que se disimulaban la cara con sombreros y espejuelos ne-


gros. Ana Victoria se sintío reconfortada al descubrir que tantas
personas compartían su particularidad. De todos modos prefería

pasar inadvertida y antes de encerrarse en su cuarto le dijo al po-

sadero que no quería ser molestada. Puso sobre el agujereado col-


chón sábanas limpias, comió un bocadillo y bebió una taza de
café que su madre le había guardado en el termo. Después leyó

algunas páginas de la última novela de moda y de puro aburri-


miento se quedó dormida.
La despertó un ruido que venía del cuarto vecino. Alguien abría
un maletín y al parecer destapaba una botella. Ana Victoria no

resistió a la tentación de saber quién era y, como una puerta co-

municaba los dos cuartos, miró por el ojo de la cerradura. Vio a

un hombre no muy alto y más bien fornido, con el pecho cruza-

do de músculos y la cara altiva de un senador romano. Ana Vic-


toria se sintió desfallecer: un apremiante lamento surgía de su
joya secreta. Pensó que al día siguiente el santo podía desbara-
tarle la existencia dejándola tan frígida como las otras mujeres
de su familia y se dijo que ese hombre le había sido enviado por
la Providencia para cerrar con broche de oro su vida libertina.
Después de un momento de vacilación, dio dos golpecitos en
la puerta y el hombre vino a abrirle. Se llamaba Pablo y era via-

jante de comercio. Como Ana Victoria, estaba allí esperando la

procesión del santo para sanar de la ninfomanía. También a él le

resultaba imposible abstenerse de hacer el amor. Por fortuna su


profesión le permitía entregarse libremente a sus aventuras, pe-
ro ahora que la empresa para la cual trabajaba se proponía darle

un puesto de director en su ciudad natal, donde vivían su esposa

MARVEL MORENO 117


muy piadosa y sus siete hijos, debía liberarse de aquellas fiebres
eróticas si quería conservar su posición y la paz de su hogar.
Mientras él hablaba, Ana Victoria empezó a desvestirse len-

tamente, colocando sus prendas en el respaldar del único tabu-

rete del cuarto. A la vista de su cuerpo desnudo Pablo enmudeció

y sus ojos relampaguearon de deseo. Se amaron. Se amaron en si-

lencio y con voracidad, convertidos en un solo ser, en una enti-

dad maravillada de encontrar en sí misma su plenitud. Se amaron


en el cuarto de él, en el de ella, sobre el colchón sucio y las sába-

nas limpias, ajenos al tiempo, indiferentes al mundo, embriaga-


dos de un placer salvaje que sólo controlaban para ir más lejos,

cuando sudorosos y cansados sus corazones les latían como si fue-


ran a estallar. Se amaron sin comer ni dormir, sin mirar siquiera

el reloj. Y pasó la noche y vino el día y otro crepúsculo encendió

de un fulgor bermejo las rendijas de la ventana. Se habrían po-


dido quedar allí la vida entera, pero a los tres días descubrieron
que tenían hambre y estaban exhaustos. Entonces le pidieron al
posadero pan, salchichas y una botella de vino. Por él se entera-
ron de que la procesión había tenido lugar y el santo reposaba
otra vez en la iglesia del pueblo. Sin mucha convicción, Pablo y
Ana Victoria prometieron verse de nuevo el año siguiente, para
la misma época. Cuando Pablo entró en su cuarto para despedir-

se de ella, Ana Victoria observó divertida que llevaba puesta una

camisa de cuadros azules.

París febrero de
,
1990

1 18 I
La peregrina
%

CARLOS CORTÉS

La última aventura de Batman

COSTA RICA
ARLOS CORTÉS nació en San José en 1962. Es narrador, poeta y

C ensayista. Estudió periodismo y comunicación en Costa Rica,


España y Francia. Actualmente es jefe de redacción del diario La Na-
ción. A los 23 años publicó su primera novela, Encendiendo un cigarrillo

con la punta del otro , por la que recibió el premio “Carlos Luis Fallas”.

En 1999 apareció su segunda novela, Cruz de olvido y ,


la tercera, Tan-
da de cuatro con Laura en 2002. Algunos de sus
,
relatos recogidos en

Mujeres divinas (1994) y Técnicas mixtas en papel (1999), han sido tra-

ducidos y antologados en inglés, francés y alemán. Como poeta ha sido


premiado y editado en Latinoamérica y España. Sus poemarios más
conocidos son Diálogos entre Mafalda y Charlie Brown (1982), Los pasos
cantados (1987), ¡El amor es esa bestia platónica! (1991), Los cantos su-
mergidos (1993) y la antología El que duda no ama (1998). Fue finalis-
ta del premio internacional “Jaime Sabines” de México con Canciones
del prodigioso citarista del río (1998), publicado en España. Además, es

autor de diversas antologías de literatura costarricense y centroameri-


cana y de ensayos como La cultura mediada (1994) y La invención de Cos-

ta Rica (2002).

n Costa Rica no pasa nada desde el big bang \ digo


E al principio de una de mis novelas. Mi literatura nace de esa
explosión de silencio, de una profunda disociación de la realidad

y debo confesar... que sigo atado irremediablemente a ella,

a la maldita realidad, a la maldita sobrenaturaleza de la que


hablaba Lezama Lima como un irrefutable acontecimiento estético,

y que la realidad siempre va a estar en deuda conmigo...


Mi literatura nace de algo que no tengo, que no sé, que ignoro,
para llegar a algo que quizá no entienda del todo, pero que existe,
que tiene consistencia y que intento lanzar con toda la fuerza
del instante que no poseo a la cara de algún desprevenido

transeúnte. Si la literatura es una fiesta, me gusta pinchar


los globos, pero antes inflarlos.

12 I
Toda literatura nace de una herida, de una hendidura, de un hueco
negro que hay que llenar en vano, porque no tiene fondo:
la insatisfacción, lo no dicho y lo indecible, la ausencia del padre, la

bastardía, la orfandad de los absolutos, la locura, la decadencia,

la maldición de las sagas familiares y de las casas — no encantadas


sino desencantadas — ,
los asesinatos que no tienen sentido, porque
ningún asesinato lo tiene, la violencia gratuita e impagable de los

gestos humanos, el tiempo que no se gasta nunca de pasar

y que sólo nos deja la muerte y este ansioso dar vueltas alrededor

de las casas y de las cosas, entrando y saliendo... Me parece que


en esto coincidimos el fin de siglo y yo y no sé muy bien
quién se propuso coincidir con quién...
La literatura no sirve para nada pero a mí me sirve y aún guardo
la ilusión no de que sirva para algo, porque lo utilitario se ha vuelto
una lacra comercial — to Visa or not to Visa — ,
pero conservo la ilusión

de que las palabras puedan al menos destruir algo, al menos


un espejismo, que puedan aumentar el hueco negro del que mana
mi insatisfacción... que pueda hacer que mis propios fantasmas
jalen el carro sin ruedas del otro, del lector, y que lo lleven hasta

el espejo más oscuro de la sala, ahí donde no se refleja jamás,


ahí donde solo se asoman los fantasmas más temidos que son también
los más queridos. La ilusión de que la derrota de la literatura sea

un poco más grandiosa que la derrota siniestra de este siglo...

Extractos de la conferencia “ El triunfo de la derrota


Encuentro de Narradores Hispanoamericanos,

U niversidad del Claustro de Sor Juana, México, 1999.

122
I

La última aventura de Batman

Conservé la esperanza de que mi padre volviera hasta los diez


años cuando fui por primera vez a la Biblioteca Nacional.
Recuerdo muy bien el día, pero no la fecha. Era finales de se-
tiembre y llovía. Aún sigue lloviendo. Acababa de cumplir diez
años. En la fiesta, en el momento de soplar las velas del queque
y decir silenciosamente un deseo, suspiré y deseé que volviera.
Lo había hecho muchas veces, pero esa vez lo dije como quien
dice un conjuro que se va a cumplir, con todas mis fuerzas. Al
día siguiente fui a la Biblioteca. Llevaba en un papelito arrugado
la fecha cuidadosamente apuntada: 17 de abril de 1962. Todos

los dieciséis de abril mamá marchaba temprano de casa y


se vol-

vía más tarde de la escuela en la que trabajaba.

Fui directamente al estante de los periódicos viejos y le soli-

cité a la mujer detrás del mostrador que me facilitara el ejemplar


de aquella fecha. Ella me volvió a ver con molestia imaginando

que era uno más de los escolares que pululaban a esa hora y que
tenían por costumbre vacilar con las viejas noticias y tijeretear-

las.

“¿Es muy importante?”, me dijo con suficiencia, quizás para

medir mi determinación. Yo le contesté sin voz: “¡Sí!, sí es muy


importante”. Y tragué sangre. Entonces me pidió que llenara una

CARLOS CORTÉS |
12 3
pequeña tarjeta y luego se volvió de espaldas. Transcurrieron unos
minutos mientras ascendió hasta la hemeroteca del tercer piso y
descendió con un ejemplar manoseado de 1962. El año de mi
nacimiento.
Tomé entre las manos el tomo empastado y me fui temblan-
do hasta una mesa donde me acogió la luz de la tarde. Llovía.

Despacio comencé a separar las páginas, yendo de la primera


hacia atrás y no me costó dar con la noticia que esperaba: Asesi-

nado Subdirector de Deportes en el ¡J nión.

Mamá me había dicho siempre que simplemente se había ido,


pero era imposible de creer. Aunque toda la familia se había

puesto de acuerdo en aquella respuesta sin explicaciones, costa-


ba trabajo silenciar los comentarios por lo bajo de mis primos o
desviar la mirada vidriosa de mis tíos cuando algún despreveni-

do extraía el tema del cajón de lo prohibido. Pero en la escuela

los compañeros no tenían por qué guardar las apariencias y si

bien no tenían detalles hablaban más bien de su muerte.


Cuando ya no me pude aguantar pregunté a mi madre y
le

ella repitió lo que siempre me habían dicho: su papá se fue. Así


que fui donde el tío mayor, Ricardo Corazón de León, como le

decían, como él mismo se decía, que era la única persona en el

mundo en quien confiaba, pero todo estaba previamente arre-


glado entre ellos. Sin dar pormenores me explicó lo mismo. Yo
tenía ocho años, pero algo me dijo que las cosas no eran así.

Esas vacaciones, como siempre, fuimos a Puntarenas y nos ins-


talamos en la Pensión Delgadillo. Mamá llevaba unos ridículos

vestidos floreados y un sombrero ladeado que le tapaba la mitad


de la cara. Llegamos a Puntarenas en tren pero en la estación nos

aguardaba un gigantesco Impala con un hombre dentro.

124 La última aventura de Batman


Al verlo pensé que era mi padre y que había decidido volver.
Si se había ido por qué no podía regresar. El hombre le abrió la

puerta a mi madre y yo tuve que escabullirme hasta el asiento


de atrás como pude. Llegamos a la pensión y después de que ma-
má y el hombre hablaron un rato con una limonada en frente yo
me aburrí y me puse a ver televisión.
A las siete de la noche daban Batman, pero mamá insistió

en que saliéramos con el señor. Yo me negué rotundamente y


creo que lloré y pataleé hasta que mamá resolvió el asunto con

un par de nalgadas. Nunca olvidaré su mano. Nunca me pegó


con una faja, como siempre amenazaba, pero sentí que su ma-
no blanca crecía conforme se acercaba a mis nalgas y me daba
dos o tres golpes. Entonces yo me calmaba. Eso ocurría al menos
una vez a la semana. Yo me portaba muy mal, pero en ese mo-
mento sentía que era algo natural comportarse de esa manera.
Fuimos a Los Baños y mamá y el hombre bailaron durante la
noche. Yo me quedé en otra mesa con las tías y me aburrí has-
ta cansarme de estar aburrido. Me tomé un montón de Orange
Crush y unas papas fritas y me gasté dos colones, todo un dine-
ral, en la rockola que siempre ponía las mismas canciones.

Mamá atendía sólo a la orquesta y al vaivén del hombre que


la sostenía de los brazos. Yo no puse demasiada atención, pero

mis tías dijeron que mi madre se había apercollado y que eso era
una buena señal.

Más tarde regresé con ellas a la pensión y no vi más a mamá


sino hasta la tarde siguiente.

Esa noche no dormí casi nada, pero no por culpa de mamá, si-

no porque las Delgadillo rezaban el rosario toda la noche y su le-

tanía monótona se me metía dentro de los sueños. Pero al rato

las oraciones terminaban por arrullarlo a uno.

Lo que era imposible de conciliar eran los gritos del chiquito

CARLOS CORTÉS 125


del cuarto contiguo. Como a medianoche o más tarde una tía lle-

gó a explicarme que el niño se había quemado la espalda en la

playa, que la tenía roja y que por esa razón no soportaba las sá-

banas ni la ropa, que yo tenía que tener paciencia y dormirme.


Paciencia, piojo que la noche es larga dijo con resignación. Yo me pu-
,

se a llorar, como otras veces, pero en esa ocasión mi tía simple-


mente apagó la luz, cerró de un portazo y se marchó. Me quedé
solo y pensando en que jamás iría a asolearme.
En la mañana me despertó el revoltijo de los frijoles en la

sartén y el aroma que despedía por toda la casa. Salí del cuarto

y vi al chiquito que gritaba: tenía puesta una camiseta de Bat-


man. Me dio mucha cólera y me volví a encerrar en el cuarto.

Mis tías vinieron corriendo a ver qué sucedía y se pusieron a reír

cuando yo les conté. Entonces yo pregunté por mamá me


y ellas
dijeron que todavía estaba dormida, que por nada del mundo la
despertara.

Yo les pregunté si aquel señor era mi papá. Ellas se volvieron

a ver entre sí y con una sonrisa me dijeron suavemente: "Tal vez”.

En la mañana fui a la playa pero en vez de desnudarme me


puse encima todos chunches posibles y un aceite hediondo
los

que me embadurné por todo el cuerpo. Mamá vino a recogerme


en la tarde y me dio un gran beso. La encontré muy feliz y eso
me reconcilió con la vida. Tal vez nunca más la vi tan feliz como
aquella vez en Puntarenas. Andaba de nuevo con sus espantosos

vestidos floreados, pero en aquel momento no me importó.


Ese día no comimos en la pensión sino que me invitó a un
arroz con pollo en el Aloha. Después nos fuimos de la mano has-

ta La Punta comiendo granizados para contemplar el atardecer,

como si fuéramos novios.


A las siete me alisté para ver Batman ,
como siempre hacía en
San José, pero todos se iban para Los Baños. Sin embargo, cuan-

126 La última aventura de Batman


do me preparé para realizar mi pataleta entró el hombre del Im-
pala con una bolsa plástica. Yo vi la sonrisa de los de la pensión
cuando abrí la bolsa y desenvolví una camiseta de Batman.

Me puse contento y no me importó irme con ellos a Los Ba-


ños. Pero no fuimos a Los Baños sino al Tom Jones. De todas ma-
neras no me aburrí tanto porque el salón de baile estaba a oscuras

y lleno de luces de colores que se encendían y se apagaban. Un


árbol en mitad del salón atravesaba el techo. Todo era muy raro.

Mamá se fue al bar y yo ríie fui con mis tías a una mesa cerca
de la pista. A veces, de lejos, veía a mamá bailando pegada con el

hombre que yo pensaba que debía ser mi padre y me sentí feliz.

En la mañana me levanté de primero en la pensión y me pu-


se a marchar en el corredor principal con la camiseta: era per-

fecta y sólo le faltaba la capa. En San José ya tenía la máscara y

un diminuto batimóvil que me regaló el tío mayor, Ricardo Co-


razón de León.
Esa noche me senté en primera fila frente a la televisión. To-

dos en la pensión me hicieron barra y me aplaudieron cuando


anunciaron que iban a dar Batman porque yo estaba con ,
la ca-

miseta puesta.
En ese tiempo no había tele en colores sino que las Delgadi-
11o colocaban sobre la pantalla una lámina de plástico coloreado

que amplificaba las imágenes. Ellas decían que eso era tele a colo-

res, pero nada que ver. Yo prefería el Zenith de nosotros, porque


era más grande, como un mueble.
Viendo Batman mamá llegó a despedirse. Yo no le di mucha
pelota pero me dio un beso y yo sentí que se había pintado y per-

fumado. Y se fue.

Yo ni me di cuenta porque Batman y Robin estaban hirviendo


en una gran taza donde los amarró el Guasón pero, como siem-
pre, en el último minuto, en el peor momento, se congelaba la

CARLOS CORTÉS I2 7
escena como cuando jugábamos quedó paralizado y una voz terri-

ble decía: ¿Podrán liberarse los batihéroes de las malévolas ataduras

del archicriminal antes de ser archiachicharrados ? Véalo mañana a la

misma batihora y en el mismo baticanal.


Y después de eso cantábamos: “Tarararararararara, ¡¡¡¡BAAAAT-
MANÜÜ”.

No vi más a mamá esas vacaciones y no me hizo falta. Fui solo


a La Punta y quise probar mi camiseta en el muelle. Ir al muelle
era una aventura porque de un lado y de otro se veían pescado-

res con sedal tratando de atrapar peces sapo. Las tablas estaban
sueltas y carcomidas por el agua de mar y por las hendijas podía
verse la espuma que reventaba violentamente contra los pilotes
de madera y el armazón de metal.
A mitad del muelle descubrí una malla metálica y una ca-
la

bina con un guarda, que no pudo verme. Yo seguí directo hasta


que me topé con unos marineros gringos que venían de descar-
gar el pequeño barco que se divisaba al fondo. Seguí en medio
de ellos y me encaminé hacia el final del embarcadero, casi hasta
la orilla, y me arrimé a atisbar los famosos bancos de arena que
no dejan llegar a puerto a los barcos grandes.

El mar se veía picado y me imaginé que estaría lleno de me-


ros,que son unos peces enormes y gordos, pero muy ricos, que
hay que cazar con arbaleta o que aparecen enredados en las lí-
neas para pescar el atún.

Me asomé al precipicio de agua y pensé que si de verdad Bat-


man podría volar, mi Batman, pero me dio miedo. Ya era casi el

consumiéndose poco a poco y la marea se


atardecer, el sol iba

replegaba. De pronto comenzó a correr un viento frío y decidí

devolverme a la pensión.

128 La última aventura de Batman


ft

Esas vacaciones no volvimos a la playa pero a mí me enviaron a


la finca de los abuelos. Mamá no pudo ir a verme pero mis tíos

me visitaban con frecuencia y me daban envíos de mamá.


Antes de volver a San José la abuela Margarita me abrazó con
fuerza y me susurró que le dijera a mamá que ellos, los abuelos,

la querían muchísimo y que por favor no los olvidara. Luego en-


volvió en papel periódico su mejor cuchara de madera, pintada

en colores vistosos como si fuera un vestido, que mi abuela apre-


ciaba muchísimo, y me la entregó con miles de recomendacio-
nes y cuidados. La cuchara parecía una espada.

Al llegar yo se la di a mi madre, pero sólo le dije que se la

enviaba la abuela Margarita. Ella entendió la importancia del


mandado, porque con toda seriedad la colocó guindando en la

sala.

Después supe que esa cuchara de madera era un regalo de bo-


das.

Los días siguientes fueron días raros. Volví a la escuela y traté

de no darme cuenta de nada, pero mamá se pasaba los días en-

cerrada en el baño, sin salir de la casa. Algunas veces ni siquie-

ra iba a la escuela a trabajar.

Sin tener necesidad de poner la oreja en la puerta del excusa-


do, la oía llorar, toser y vomitar. Las tías nunca daban explica-

ciones y se dedicaban a su propia vida, pero esa vez me dijeron

quemamá tenía mal de estómago.


Un día volví de la escuela y tío Erre me detuvo en la puerta.

Mamá estaba en el hospital. Ya para entonces me sentía solo y

había aprendido a jugar solo. Es triste jugar así, pero también

CARLOS CORTÉS 129


es vacilón. No hay que pelearse con nadie. Me disfracé de Bat-

irían y cuando fui por la cuchara de madera de colores vi que ya


no estaba en la sala.

A los días volvió mamá, flaca y pálida, pero ya no lloraba ni


vomitaba. Me gustó que volviera, aunque estaba muy fea. Yo
nunca le pregunté por el hombre del Impala, pero seguro que
no era mi padre y no me atreví a preguntar. Era mejor no pre-
guntar nada.
Poco después me dio insomnio y el doctor me mandó leche

caliente con cognac, pero no me sirvió de nada. Me despertaba


con frecuencia en la noche y notaba que mamá no estaba o que
llegaba muy tarde. Yo trataba de seguir despierto para cuando

ella volviera, pero me costaba mucho. Era maestra en un colegio


nocturno.
Una noche volvió más temprano. Yo dormía aún en la cuna
azul, de la que se me salían los pies, porque no teníamos plata
para comprar otra cosa, y me asomé por la baranda y vi a un
hombre.
No era el mismo de Puntarenas pero me imaginé que ese sí

era papá. ¿Por qué? Esta vez no pregunté nada porque me dio
un gran miedo que el otro hombre se hubiera ido por culpa mía
o por mis pataletas. Me porté bien.
Mamá empezó a ir con él a la casa y me explicaron que el

señor era mexicano y que era su amigo. Pero llegó el día en que
el mexicano de bigote tuvo que irse ai aeropuerto y mamá fue a

despedirlo. Desde entonces ella iba a menudo al correo a esperar


sus cartas, pero nunca le llegaron. "México es muy muy lejos ”,

me dijeron como explicación. Sin embargo, ella seguía escriba

que te escriba.

130 La última aventura de Batman


Un día sí llegó un paquete. Mamá se encerró con él de nue-
i

vo en el cuarto. Imaginé malas noticias y supe que aquel mexi-


cano tampoco iría a ser mi padre.

“Tu papá no puede ser cualquiera”, me confesó una tía y se


alzó de hombros.

En las vacaciones siguientes mamá se fue a Panamá. Allá com-


praba todo lo necesario y lo que sobraba lo revendía y se ganaba
la diferencia. El sueldo de maestra no era muy bueno. Yo me fui

entonces a la finca de San Mateo, donde los abuelos. Ella me


mandó acostumbrada del Canal de Panamá y me decía
la tarjeta

ilusionada que me tenía una sorpresa, instintivamente yo supe


cuál. Mamá había encontrado de nuevo a papá y lo iba a traer de
regreso. Pero no resultó ser eso sino el cinturón de Batman. Mis
primos lo tenían ya y yo lo deseaba con desesperación.
“Con vos nunca se queda bien”, me amonestó una tía, pero
mamá no comentó nada, sólo me entregó el paquete envuelto
en papel de regalo y me pidió que lo cuidara, porque era muy
valioso.

Esa vez la tía la miró con desaprobación: “¿Cuántos dólares?”.


Pero mamá no abrió la boca.

Ella siguió yendo regularmente a Panamá y cuando sus amigas


le preguntaban por el viaje ella respondía sin sonreír: “Ahí va-
mos saliendo”. En la navidad siguiente mis tías me explicaron

que mamá llegaría a cenar con un “muchacho”. Así dijeron. Un


muchacho. Era Nochebuena y todos esperábamos al “mucha-
cho” con intriga. Había una cierta expectación en la casa. Tres
meses antes, en la fiesta de cumpleaños, al soplar las velas, ha-

CARLOS CORTÉS 131


bía pedido que papá volviera: “Que papá vuelva”, pero no ocu-

rrió nada.

Así que pensé que mamá traía de vuelta a papá de Panamá.


“Papá se parece mucho a Panamá”. La idea me dio vueltas en la

cabeza. De todas maneras Panamá era el lugar donde se podía en-


contrar cualquier cosa.
Era Nochebuena. Aunque las tías insistieron en que me “mu-
dara” con una camisa de manga larga, me vestí de Batman. Era mi
mejor camisa, la que reservaba para los cumpleaños o los sábados
por la tarde, cuando íbamos al cine, a pasear o a Plaza Víquez.
Vi a mamá llegar en taxi y pensé que era un lujo. Diez pe-
sos, por lo menos, debió de haber pagado desde el aeropuerto.

Los tíos y las tías, con aire severo, esperaron en el comedor hasta
que se abrió la puerta. Detrás de ella venía caminando un ne-
gro. Mamá lo presentó a todos y ella parecía muy feliz, como
nunca. Él era “el muchacho”.

Él me saludó y me entregó un regalo: una bolsa de confites y


chocolates “americanos”. Pero algo ocurrió. De pronto supe que
el muchacho tampoco sería mi padre. Nadie dijo nada, pero una
tía me abrazó y me miró a los ojos. Los tíos me rodearon protec-
tores. El señor negro se sentó a la mesa, por fin, pero todos pare-
cían estáticos. “¿Qué pasa?”, pensé yo, pero no dije nada.
Mamá se fue a la cocina y yo escuché desde la sala algunos gri-
tos. Rodrigo, el hermano menor de mamá, advirtió mi angustia y
cambió de pronto su severidad y le pasó un tamal al señor negro,
le sirvió un ron con coca y comenzó a conversar con él de Pana-

má. De lo demás no me acuerdo. Yo me puse a ver la televisión

y al rato volvió mamá de la cocina y cenamos en silencio.


Ella había vuelto triste o cansada y después de la comida se

132 La ultima aventura de Batman


fue con Dámaso, como así se llamaba el señor negro, “a bailar”,
según dijeron las tías. Esa noche volvió tarde, muy tarde, pero

no sé a qué horas, demasiado tarde para mí, y ni siquiera me


dio un beso en la frente.

En las vacaciones fui sólo con mis tías a Puntarenas. Mamá se

quedó en San José. Algunas ocasiones vino al puerto a visitarme,


pero nunca más volvimos a ir a La Punta tomados de la mano
como novios ni volvió a ponerse los vestidos floreados que yo
odiaba ni el sombrero contra el sol que le tapaba la cara. No era

la misma ni yo tampoco.
En esos días pensé seriamente que mi papá no volvería nun-
ca y supe que nadie nunca me lo diría. Así que decidí escabullir-
me hasta la Biblioteca Nacional. Esa fue la última vez que usé

la camiseta de Batman. Creo que me había hecho más grande.


Eran como las seis cuando llamé a mi tía para contarle que lo
sabía todo. Ya iban a cerrar la Biblioteca. De pronto se hizo de
noche. Mi tía se angustió por teléfono y me pidió que volviera
corriendo, que ya tendríamos tiempo de hablar, pero no lo con-

versamos nunca más en la vida.

Con el tiempo algunos amigos me han terminado de contar


la historia, tal y como la contaban en sus casas, pero nunca he
tenido el valor de leer los expedientes judiciales. La verdad es que
mi padre no se fue sino que estaba en la barra del Club Unión
cuando el hombre que lo iba a matar lo llamó desde atrás por su
nombre, que es el mismo nombre que yo tengo. Mi padre, que

estaba de espaldas, se volvió de frente y el hombre lo apuntó con


una pistola que venía de comprar en la armería Polini.
Creo que mi padre ni siquiera tuvo tiempo de darse cuenta
de lo que iba a pasar. Recibió cinco tiros, casi todos en el estóma-

CARLOS CORTÉS 133


g o, y los periódicos en la Biblioteca decían que murió "instan-
táneamente”. Yo no conocía la palabra, pero un amigo me expli-

có que eso significa que no le dolió mucho.

Volví a casa silenciosamente y así como llegué me metí en la

cama hasta queme medio dormí. Di vueltas un rato, pero como


no podía dormirme me desvestí. Me quité la camiseta y la guar-
dé en el clóset para siempre. Ahí debe de estar todavía.

“Todo es pura mentira”, pensé mientras me imaginé volando


encima de la ciudad. Años después hice una fotocopia de la noti-

cia y la metí en mi billetera como cuando uno lleva una foto co-
mo recuerdo.

134 La última aventura de Batman


I

SENEL PAZ

No le digas que la quieres

CUBA
»
*
ENEL PAZ, narrador, guionista y periodista. Nació en Fomento en
S 1950. Vivió su infancia y adolescencia en el campo. Se graduó co-
mo periodista en la Universidad de La Habana en 1973. Trabajó como
reportero, publicista cultural y redactor hasta 1984. Publicó sus pri-

meros textos literarios en 1970. A partir de su libro El niño aquel

(1980), Premio David de Cuentos, es considerado uno de los autores


más importantes de la nueva narrativa cubana. En 1983 se publicó su

novela Un rey en el jardín , Premio de la Crítica de ese año y publica-

da también en España y Checoslovaquia. Sus cuentos han aparecido


en numerosas antologías cubanas y extranjeras y en revistas interna-
cionales; también han sido objeto de versiones para la radio, la televi-

sión, el teatro y el cine. Es guionista de varias películas de ficción. Su


cuento El lobo, el bosque y el hombre nuevo publicado en 1991, llevado
,

al cine con el nombre de Fresa y chocolate, ha tenido gran acogida de

la crítica tanto en Cuba como en el extranjero y al igual que otros

guiones para largometrajes ha sido merecedor de premios en su país.


En 1990 Senel Paz obtuvo el Premio Internacional Juan Rulfo. Ac-
tualmente reside en La Habana y es asesor literario en el Instituto Cu-
bano del Arte y la Industria Cinematográficos (ICAIC).

propósito de la película Fresa y chocolate basada en su cuento

A El lobo, el bosque y el hombre nuevo ,


el
,

autor comenta:

Me siento satisfecho de que mi trabajo sea muy bien difundido

y desde luego me gustaría que se volviera popular, pero es necesario

andarse con pies de plomo porque los escritores se han convertido


en elementos que manejan los medios. Esto crea una realidad
artificial en torno de dramaturgos o novelistas. Hay que estar

con un ojo atento a eso.

Siempre prefiero la atención sobre la obra y no sobre mi persona.


Estudié periodismo y reconozco y valoro la importancia
de la promoción en la vida moderna, me parece algo válido.

Si de algo estamos faltos en nuestras sociedades

137
es de una promoción jerarquizada en la cultura, que forme
y oriente al espectador. Por otra parte, resulta que hay obras

que tienen el don de comunicar al primer golpe, y sucede


tanto con García Márquez como con Corín Tellado.

Así que esto que consideramos éxito puede estar acompañado


de una gran calidad o no tenerla. En algún grado eso me ha sucedido:
desde mis primeros libros en Cuba el trabajo fue apreciado

y mi nombre comenzó a ser popular. Aunque pasa algo curioso,


uno de mis primeros libros tuvo 10 mil ejemplares editados,

mientras el que dio lugar a Fresa y chocolate apareció por primera vez
con 200 ejemplares. Y sin embargo, al año, no conocía a nadie que
no ubicara la historia, el texto se regó de manera total.

Así que el escritor no cuenta nunca con que eso va a pasar o no,
aunque sería terrible si lo ambicionara o no fuera feliz

sin esa respuesta del público.

Güemes y publicada
Entrevista realizada por César

en La Jornada Semanal, México D.F., Junio de 2000.

138
%

No le digas que la quieres

Arnaldo enteró a todo el mundo de que aquella noche yo me


acostaría con una mujer. Claro, no les dijo que era Vivían, pero

vaya, alguien tuvo que imaginárselo porque en esa escuela na-

die es bobo. Entonces aquel día esperé a que todos se bañaran, y

cuando no faltaba nadie y nadie me iba a apurar, entré y empe-


cé a bañarme yo, con toda mi calma. Me restregaba duro, bien

duro, jabón una y otra vez, uña. Pensaba que a lo mejor ella me
olería aquí, allí, me tocaba, no sé, seguramente me iba a tocar y

quería estar bien limpio y oler bien y repasaba mentalmente los


lugares donde a mi vez la besaría, donde tenía que besarla, según
Arnaldo, para que nunca me olvidara, para que nunca olvidara es-

ta primera vez con un hombre, conmigo, y que cuando sea inclu-


so una viejecita, al pensar en mí me tenga en un alto concepto.
Entonces Arnaldo me había explicado tres o cuatro cosas que hay
que hacerle a las mujeres, y sobre todo me explicó que nunca, por

nada de la vida, le dijera que la quería, ni en el momento supre-

mo, porque si una mujer sabe que tú la quieres, mira, ahí mismo
te perdiste, te coge la baja y te hace sufrir lo que le dé la gana.

Pero aquel día yo cantaba y todo. Me restregué las orejas, por

aquí, por allá, me lavé la cabeza con champú, tres ojos, me fro-

té la espalda, me afeité de lo mejor, me cepillé los dientes y la

SENEL PAZ 139


lengua, ya te digo. Quedé que brillaba y tenía una contentura
tan grande que me sonreía cada vez que tropezaba conmigo en
el espejo y me hacía señitas como si fuera un Charles Chaplin o
alguien así porque imagínate, sabía lo que iba a pasar, y era la

primera vez, y era con Vivían y, te lo juro, trataba de no pensar


en nada, de no pensar en nada, no adelantarme a los aconteci-
mientos y respetarla mucho con la mente; pero tú sabes cómo
es la mente de uno, la mente mía, que a la mente mía tú le di-

ces no pienses esto porque esto es una falta de respeto y ella te

dice: sí, sí, yo no voy a pensar eso. Mentiras, es lo que más piensa.
Entonces figúrate, me di cuenta de lo que la mente mía estaba
pensando, pero yo quería respetar a Vivían y no quería adelan-
tarme a los acontecimientos; sin embargo, la mente mía, te di-

go, estaba pensando eso y el sexo, él solo, se me fue embullando,

y lo que hice fue agarrarme fuerte del lavamanos y concentrar-


me bien e imaginarme un campo de florecitas, bien extenso, mu-
chas, muchas florecitas, y se me pasó, y la respeté, porque cuando
yo me excito por gusto o en un momento en que no debe ser, en
el aula, vamos a decir, un ejemplo, pienso en florecitas y me da
resultado. Pero tienen que ser amarillas. Entonces aquel día es-

taba en el baño, te lo dije, muy contento y sintiendo esa emoción


que yo siento cuando pienso en Vivían, y otras emociones, y ya

había acabado y estaba resplandeciente y abrí la puerta, aquel día.

Alabao, todo el mundo estaba esperándome, tan calladitos que


yo no los había oído formados en una doble hilera que iba hasta
mi cama, la corte esa que va a despertar a los reyes. “¡Eeeéeeeh!”,

me recibieron. Aquellos bandidos. Y de inmediato almohadazos

y pescozones. Traté de cerrar. “¿Así que te ibas a hacer el hombre


sin decírselo a los socios, eh?”, dijeron. “¡Hay que perfumarlo!”.
Y me cargaron en cueros y me subieron a una silla, entre coco-
tazos y empujones. “¿Le untamos betún en los huevos para que

140 No le digas que la quieres


le brillen?’’ "No, no, caballeros, eso no, que se demora”. “¿Y pas-
ta de dientes en los sobacos? “¡Traigan talco!”. Decidieron que
no estaría elegante con mi camisa de salir, qué calladito me lo

tenía, ¿eh?, sino con el pulóver lilita que le trajeron a Jorge de

Checoslovaquia, había tomado ostiones, ¿eh? Me echaron como


cinco tipos de desodorantes y perfumes, me obligaron a comer
un caramelo de menta para que no tuviera mal aliento. “Yo nun-
ca tengo mal aliento”. Me revisaron las uñas, me llevaron hasta

el espejo y cuando se cansaron de peinarme decidieron que no


había actor de cine mejor tipo. Revisaron mi cartera y agregaron

la contribución de los socios. Estaban burlones, amigos, envi-


diosos, pero eran como las tres, caballeros, tarde, y me dejaron,

aquellos bandidos. Arnaldo me explicó una vez más cómo tenía

que hacer para que en el lugar no notaran que era novato, y me


deseó suerte, mucha suerte, que cuando regresara lo despertara

y le contara, y que no le dijera a Vivian que la quería, que no se

lo dijera, mira que a mí se me notaba que podía caer en esa de-


bilidad. Yo todavía dudaba, te lo digo, a esa hora. No, a esa hora

empecé más que nunca y a ponerme nervioso. Quería que


a dudar

el tiempo echara para atrás y que no llegara el momento, a esa


hora. Me preguntaba si estaba haciendo bien, si hice bien al exi-

girle esto a Vivian y si eso era quererla como yo la quería, pedir-

le eso. Pero ya no podía arrepentirme, no había modo, figúrate.


¿Arnaldo qué pensaría? Y ahora lo sabían los otros. ¿Compren-
des que no podía arrepentirme? Al menos que me diera un do-
lor de estómago bien grande o que empezara a llover de verdad.
Pero nada, y de repente me acordé de los flanes. De eso me acor-

dé. Antes a mí no me gustaban estos dulces, o no me gustaban


especialmente, pero aquí en la beca los dan a menudo y su mo-
vimiento suave, su modo de ser erectos, su color, esa manera en
que te miran los flanes con ganas de que te los comas, a mí me

SENEL PAZ 141


recuerdan los senos de Vivían, dirás que estoy loco, sus senos tan

lindos que caben en el hueco de mi mano, en un solo beso de mi


boca, y me como tres, cuatro, cinco flanes, los cambio por el pes-

cado. Aunque no sé si fue en ese momento que me pasaron los


flanes por la cabeza, o si fue después, mientras iba a buscarla a

ella a su albergue. Me salió vestida de negro. Una rubia vestida

de negro es lo más lindo que hay. Y tampoco podía echarme pa-


ra atrás porque tenía un compromiso político. Sí. El año pasado
salí joven ejemplar pero no quedé militante porque me faltaba

madurez, dijeron, y tenía que trabajar, me dieron un año para


que trabajara y cogiera la madurez, leyera los periódicos, la si-
tuación internacional. Y yo hacía todo eso hasta que llegó Vi-
vian al aula, que ya te dije cómo me puse y en esta asamblea de
ejemplares, muchacho, no votaron por mí ni nueve gentes. Yo
me había adelantado y había mandado a decir a la casa que ha-
bía salido ejemplar y esta vez sí seguro sería militante. Me preci-

pité y no votaron por mí. Una hora ahí criticándome, diciendo


que había perdido condiciones y que cuál era mi opinión porque
lo importante era que yo aceptara las críticas, las interiorizara co-

mo dice el compañero de la Juventud, y dije que sí, que las acep-


taba, que las interiorizaba, pero me fijé bien en todo el que no
votó por mí. Javierito no votó. Después Arnaldo me dijo que guar-
dar reservas era peor, que me fijara en que yo no atendía a las cla-

ses y me pasaba la vida cogiéndole las manos a Vivían. “Aparte

de que tú no tienes combatividad, Pedrito, y el mundo necesita

que tú te ocupes más de él”. Yo y Arnaldo en un rincón discu-


tiendo, analizando estas cosas. A él lo mandaron a hacer trabajo

político conmigo, me di cuenta, y lo sentía porque es como mi


hermano, pero le iba a quedar mal, hasta que me dijo: “¿Tú sabes
lo que a ti te pasa? El problema con Vivían”. “Yo no tengo nin-
gún problema con Vivían, déjate de eso”. “Sí, chico. Vivían es

142 No le digas que la quieres


una mujer que exige mucho; y las relaciones de ustedes han lle-
gado a un punto, han alcanzado un desarrollo, como decirte, va-
ya, que se tienen que acostar. O más nunca serás militante”.

¿Qué tipo de mujer creía él que ella era? “Mire compadre —me
atajó — ,
convénzala. ¿Tú sabes lo que pasa? Que ahora no es co-
mo antes. Antes cumplías los trece o catorce años y tu papá o un
hermano tuyo te llevaba a un prostíbulo y ya, empezabas. Aho-
ra no porque estamos en el socialismo y eso era una lacra social

y, claro, hubo que eliminarla. Pero, ¿sabes qué? Que nosotros nos

quedamos en el aire. Debieron haber dejado un prostíbulo, uno


solito, pedagógico, para nosotros los becados, ¿no crees?”. Lo mi-
ré no muy convencido y él continuó su explicación: “Entonces
uno se tiene que acostar con la novia. El manifiesto comunista dice
que en el socialismo el amor es libre”. “¿E/ manifiesto comunista

dice eso? Voy a leerlo”. “Léelo, léelo, que dice otras cosas, ade-

más”. Me quedé pensando en todo esto. La cosa política, quiero

decir. Y me que iba a ocuparme del mundo, de verdad, y no


juré

iba a tener más fallas. No le juré eso al Che porque el Che no es

un santo ni nada, pero me estaba acordando de él cuando me lo

prometí a mí mismo. Claro que no era esto lo que yo pensaba


cuando iba a recoger a Vivian aquel día. No. Yo pensaba en ella y
veía cómo me arreglaba el menudo para que no me siguiera so-

nando en los bolsillos al caminar. Pensaba en nuestras conversa-


ciones, las volvía a conversar, esas interminables conversaciones

nuestras en el aula, en los recesos. Gracias a ellas sé de memoria


el nombre de sus familiares, los cumpleaños, y ella el de los míos,

la disposición de su casa, los lunares que tenemos. Nos hemos con-

tado millones de veces cómo están ordenados nuestros albergues,

quién duerme en cada litera, quiénes se bañan todos los días y


los defectos que tienen, si son egoístas, si comparten la comida,
si roncan, los militantes que consideramos buenos de verdad. He-

SENEL PAZ 143


mos hablado y hablado: del director, de los profesores, de la es-

cuela, de lo que haríamos si de pronto vemos a Fidel. Le he con-


tado casi todo lo que sé de lo que significa ser hombre, cómo es

el desarrollo de nosotros, que las tetillas me dolieron como loco

a los doce y trece años y que no hay como un golpe en los tes-

tículos y ella que en los senos. ¿Tú no hablas de esas cosas con
tu novia? Nosotros sí y nos escribimos en las últimas páginas
de las libretas, de las mías porque con las suyas es muy celosa.

Las tiene forradas, y sobre cada forro una fotografía del Che. Lo
miramos a veces, al Che. “¿Dónde estará ahora?”, me pregunta.
“En un lugar de América”, le digo. “A veces pienso que puede

pasarle algo”. “¿Al Che? No, muchacha, no. ¿Tú eres boba?”. Y
mientras conversamos nos miramos de cerquita, a los ojos, miro
su boca, tan roja, qué boca tiene Vivian. Y nos tomamos las ma-
nos a ver si están frías o tibias, para ver quién las tiene más gran-
des y siempre soy yo, para estudiarnos las líneas de la vida y de
la muerte. Todo eso disimulando ¿tú entiendes? porque cuando
esto todavía no éramos novios. A ella le gustan los Beatles y Sil-

vio Rodríguez, y a mí sólo los Beatles, aunque no sé si a nosotros

nos pueden gustar los Beatles porque ellos son americanos o in-
gleses. Lo que más le gusta de Silvio Rodríguez es que siendo
revolucionario y todo anda con melena y la ropa sucia. Eso es ser

hippie, rebelde por gusto, protesto, pero ella lo defiende y lo de-

fiende. “Bah —me exploto a veces — ,


a ti lo que te gusta”. No
me gusta, no; pero me da rabia que no comprendas que él lo que
quiere decir es que nosotros somos como nosotros y que no nos
planifiquen tanto las cosas”. ¿Y te acuerdas de aquel día terri-
ble? Le había dicho que teníamos que conversar algo muy im-
portante, teníamos que vernos en el receso. Iba a enamorarla. No
podía seguir sin enamorarla y quería encontrar una forma bien
original. Arnaldo me contó que él enamoró a una muchacha ju-

144 I
No le digas que la quieres
gando a adivinar palabras en una libreta. Le escribió Me gustas ,

la Al y los guiones, y ella lo adivinó, pero Vivian en cuanto com-


prendió lo que decía no quiso seguir. En una novela leí que una
muchacha le dijo al muchacho, ofreciéndole las manos: “Léeme
el destino”. Y él le contestó: “Tu destino no está en tus manos
sino en las mías”. Oye, qué lindo eso, compadre, ¿por qué no se

me ocurrió a mí? Entonces cuando llegamos a la escuela, aque-


lla mañana, todo el mundo estaba formado en el patio central,
incluso los estudiantes de segundo año, que reciben las clases por

la tarde, y la gente guardaba silencio como jamás se había lo-

grado en aquel patio, la mañana esta. La busqué y la miré de le-

jos, queriéndole decir que en el receso íbamos a hablar aquella

cosa importante, ¿se acordaba?, pero ella lo que me preguntó con


los ojos fue: “¿Qué pasa ? ¿sabes qué pasa ?”, y entonces yo tam-
bién comprendí que pasaba algo. Los profesores estaban bajo los
almendros y lo sabían. Algunas maestras lloraban. El director su-
bió a la tarima y nos miró a todos, atentos a él. Si hubieras visto

aquella mirada del director. Ya no quedaban dudas de que algo


grave había ocurrido, pero ¿qué era?, ¿irían a botar a alguien? El
director, nervioso, dio unos golpecitos en el micrófono, que fun-
cionaba perfectamente y no necesitaba que nadie lo golpeara, y

es que no podía, no le salían las palabras y nos miraba, hasta que

finalmente lo dijo de un tirón: “Mataron al Che en Bolivia. Ire-

mos a la Plaza a una velada solemne, la mayor disciplina, vayan

para las aulas”. Así dijo. Sentí que Vivian se echaba sobre mi
hombro y oí que lloraba. “Sabía que eso podía pasar un día”, dijo,

y nos fuimos hacia el aula, sintiéndonos mal, viendo la mirada


del Che en todas partes, su sonrisa, cuando dice en el imperialis-

mo no se puede confiar ni un tantico así ,


como si camináramos bajo
un cielo de imágenes del Che y en cada hoja de los almendros
hubiera imágenes suyas y una lluvia. María se nos unió. “¡Ay

SENEL PAZ 145


Vivían, ay Pedrito!”, dijo, y nos fuimos los tres abrazados. Qué
tristeza sus libretas. Quitó los forros y los guardó en silencio.

Finalmente dijo que no lo creía, no lo creía de ninguna manera


porque no, eso no podía ser. Y yo le dije ojalá, Vivían, pero fi-

gúrate, ¿estás loca? De todos modos nos quedamos con algún


pedacito de ilusión, hasta que estuvimos en la Plaza, todos en
la Plaza, y el Fidel más triste del mundo dijo que sí, que al Che
lo habían matado en Bolivia, pero que nosotros no podíamos
morirnos por eso ni nada, y regresamos a la escuela, ella y yo
tomados de la mano, no porque fuéramos novios, no, sino para
ayudarnos. Y no la enamoré esa semana, creo que ni la otra, no
me acuerdo, y no por nada, se me quitaron los deseos... Pero
bueno, aquel otro día tenía puesto el vestido negro que te dije y

fuimos al cine y cuando salimos del Payret, qué linda estaba la

noche. Había llovido y había luces y colores y mucha gente y


humedad y caminaba a mi lado, apretada a mí, con su pelo suel-
to. “¿Por qué vas tan de prisa? ¿Qué te pareció la película? Va-
mos a comentarla”, y empezó a decir su parecer, el enfoque

social no sé qué cosa. Yo ni la oía ni había visto la película y el

corazón se me quería salir porque en el cine, imagínate, se me


ocurrió acordarme de que hay parejas, dicen, que la primera vez
no pueden: ella coge miedo, la membrana esa es muy resistente

y no se rompe, la muchacha tiene unas hemorragias tremendas y

hay que llamar la ambulancia, o él no reacciona porque se pone


nervioso, los nervios no lo dejan. Si mis nervios me hacen eso
los mato. Y le dije: “No vamos para la beca”. “¿Y adonde va-
mos?” “A un lugar”. No le había explicado nada más desde que
hablamos de esto y la convencí, y habíamos llegado. Entramos a
un edificio, rápido, hablé con un hombre, rápido, pagué dos
ochenta, rápido, subimos una escalera, rápido, pasamos puertas,
pasamos puertas, pasamos puertas, rápido, la llave no quería

14b ! No le digas que la quieres


abrir, abrió, entramos... y me quedé contra la pared, oyéndome
i

el corazón. La luz estaba encendida y Vivian avanzó dos o tres pa-

sos, se detuvo, cambió la cartera de mano, así como cambia ella

la cartera de mano. El cuarto era alto y feo, horrible, para qué te


cuento. Había un escaparate pequeño, sin puertas y con perche-
ros de alambre todo jorobados. Sobre una mesa despintada, una
palangana con agua, una jarra de aluminio, dos vasitos soviéti-
cos, papel sanitario y jaboncitos de olor. La luz amarillenta pro-
yectaba las figuras contra la pared, en las que había dibujos y
palabras groseras. Vivian fue hasta la ventana, que estaba abier-
ta, y yo leí exactamente sobre su cabeza, pero lejísimo, ocultán-
dose un poco en su pelo, ese letrero rojo que dice Revolución es

construir y que está sobre algún edificio de La Habana. Lo leí

como cinco veces y no me atrevía a hablar. En la ventana tam-


bién estaba la luna y unos celajes que le pasaban por delante.
Era lindo, no pude dejar de mirarlo y de repente me calmé un
poco. Yo sé que ya nosotros no tenemos que fijarnos en la luna

y que eso es ser romántico y dulzón, esta parte yo no se la cuento


a Arnaldo, pero se veía lindo, te lo juro, y Vivian se volvió, len-

tamente. Qué impresión me hizo. Como nunca. Cierro los ojos


y la veo. Qué linda estaba, tú, qué linda. Estoy tan enamorado
de ella que me da vergüenza, si no te lo contaba. Los dolorcitos
en el corazón, las cosas que hago. Me preguntó con una voz te-

rrible: “¿Esto es una posada, verdad?”. Iba a responderle que no,


a decirle que era un hotel malo, de segunda, pero le dije la ver-

dad. “Sí”. Un sí chiquitico. Me dio la espalda. Al rato la escu-

ché decir: “Ay, mi madre, ya estoy en una posada. Es lo que


dice mamá: yo soy mala, en mí no se puede confiar. Ella cre-

yéndome muy tranquila en la escuela y yo en una posada, con

mi novio”. Me fui acercando, no sabía qué decirle, qué hacer,


imagínate, tenía razón, para uno no es lo mismo, si yo le digo a

SENEL PAZ 147


,

mi mamá que estoy en una posada con una mujer se pone con-
tentísima, y empecé a sentirme mal, a arrepentirme de haberla
llevado, a comprender su situación. Menos mal que me acordé
de lo que dice Arnaldo, que a las mujeres no se les puede coger
lástima porque ni a ellas mismas les gusta eso. Se viró, tú, con
los ojos muy abiertos. “¿No tenías otro lugar adonde llevarme?”.
No tenía, no, ¿qué sabía yo de esos lugares?, yo también era la

primera vez. Me dolió que me hablara así, que no me compren-


diera, y me sentí peor. “Si tú quieres — le dije — ,
si no te gusta el

lugar, nosvamos y yo no me pongo bravo ni nada”. Y la abracé,

para ayudarla a no estar sola, a no sentirse culpable ella sola, en


todo caso el culpable era yo, ¿no?, y para decirle que sí, está allí,

pero con un hombre que, bueno, la quería tanto, era el hombre


de su vida, y entonces el lugar no tenía esa importancia. También
ella me abrazó y me quería y quedé frente a la ventana abier-
ta. Cruzó un ómnibus metiendo tremendo ruido. “Seguro que
es una 27”, pensé. “No nos pongamos nerviosos — dijo ella —
sólo que es una pena que tengamos que hacerlo en un cuarto
tan feo”. De verdad, tú, esos lugares debían ser más lindos, y no
que uno siente que está haciendo algo malo. Luego apagó la

luz, a las mujeres les gusta la luz apagada, y se fue desvistien-


do. Qué lindo se quitó la ropa, no te figuras, y se sentó al borde

de la cama. La claridad que entraba por la ventana, de la luna y


eso, la iluminaba. Me quité el pulóver. Oí cómo el pulóver cayo
al piso y me sentí satisfecho de haberme puesto el pantalón ne-
gro, no el otro, porque la portañuela del negro es de zíper, y me
gustó tanto el ruido del zíper, me sentí tan varón al descorrerlo

delante de una mujer y saber que también ella lo había escucha-


do, y al pantalón que bajaba por mis muslos, salía de mis pier-
nas, caía al piso, y estábamos ambos desnudos, sin mirarnos, un
poco amarillentos por la luz, un poco rojos, sin saber mucho

148 No le digas que la quieres


qué hacer. Temíamos que en momento se abriera la puerta y
ese

apareciera el director de la escuela, su mamá, el Ministro de Edu-

cación, escandalizados, y la mamá gritara: “Ay, Dios Santo, Vir-


gen del Cielo, Gran Poder de Dios, lo que está haciendo mi hija.

Si el padre la coge la mata”. Te lo juro. Esperamos, esperamos y


no apareció nadie. Me acerqué, nos miramos, nos abrazamos co-
mo por primera vez en el mundo, y fuimos lentamente deján-
donos caer en las sábanas. Empezamos a deshacer torpezas, a

adivinar, a dejarnos llevar por una brisa que soplaba, fuerte olor
a mar. El instinto nos guiaba y no nos pareció que estábamos
suficientemente abrazados hasta que descubrimos las flores. Ha-
bía flores húmedas en todo el cuarto: acolchonaban el piso y la

cama, adornaban las paredes, pendían del techo, sobresalían del

descanso de la ventana. Pusimos atención y nos llegaron los pe-


queños ruiditos del amor: un río lejano, caracoles, dos hojas y
estaban también nuestros cuerpos, su piel y la mía, nuestros la-

bios y manos y ojos y pelo. Nos estábamos bebiendo, tanto que


vimos dos niños que corrían un amanecer, cuesta arriba, por un
prado de brillantes girasoles. Iban asustando las mariposas. Ella

llevaba una sombrilla, una espada y un tambor, los dos vesti-


él

dos de blanco y cogidos de la mano. Cuando comenzó la lluvia


se lanzaron sobre los girasoles, pero no se hundieron, quedaron

flotando y comenzaron a dar vueltas, abrazados, rodeados de ma-


riposas; se miraron a los ojos, y ella vio que él se erguía, levan-

taba la espada, que brilló en lo alto, destellos azulados, y sintió

que lamataba y quedaron abrazados, rodaron nuevamente entre


las flores, los ojos cerrados, y comenzaron a descender, a descen-

der, perseguidos por todos los girasoles, y mientras bajaban, de-


jando tras ellos una estela de colores, iban viendo y pronunciando
todas las palabras: pomarrosa, hojarasca, arena, zaguán, obelisco,
conejo, palmarreal, jicara, almidón, palomas... y cuando la últi-

SENEL PAZ 149


ma palabra se desprendió y se perdió, estaban tendidos bajo un
árbol frondoso, como abandonados allí por la resaca, y nosotros
dos, Vivian y yo, nos moríamos, en otra parte, o allí mismo, muy
lejos o muy cerca, y en el último instante de vida vimos, o sen-
timos, que los niños se incorporaban, vestidos de blanco, y co-
gidos de la mano se alejaban; pasaron sobre nosotros, ella con
la cinta en la mano, había perdido la sombrilla, él repiquetean-
do en el tambor, ella le decía cosas a Vivian, muy alto porque ya
iban distantes, y yo no las comprendía aunque me sentía feliz: él
me decía a mí, contento, saludando con la mano y cada vez más
lejos, más lejos, más felices, hasta que se perdieron, se perdie-
ron... Poco a poco nosotros fuimos resucitando. Nos volvieron
las palabras a la mente, la respiración a los pulmones, y me mo-
ví sobre Vivian, que se quejó blandamente y sonrió, ya sin fuer-
zas para mantener sus dedos dentro de mi pelo. Me incorporé,
algo, y no entendí lo que estaba sintiendo. Escuchaba una mú-
sica lejana, jamás oída, y me levanté aún más, olí, y seguía sin-
tiendo lo que sentía, y vi su pelo desparramado en la almohada,

y la sonrisa de ella, y los senos, y los ojos, abiertos pero cerrados,


de los que le goteaba un brillo, y aunque me acordé de Arnal-
do, no pude y se lo dije: te quiero le dije, me abracé de nuevo a
,

su cuerpo, y una bandada enorme de pájaros levantó el vuelo en

mi mente, como una estampida.

150 1
No le digas que la quieres
i

HERNÁN LARA Z AVA LA

La hermana
(
t

MÉXICO
»
ERNÁN LARA ZAVALA, nació en el Distrito Federal en 1946. Estu-

H dió Letras Inglesas e hizo una maestría en Letras Hispánicas en


la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y otra en Es-
tudios sobre la Novela en la Universidad de East Anglia, Inglaterra.
Tiene una amplia trayectoria como profesor, editor y escritor.

Ha publicado los libros de relatos De Zitilchén (1981), El mismo


cielo (Premio Latinoamericano de Narrativa Colima por obra publica-
da, 1987), Después del amor y otros cuentos (Premio José Fuentes Mares,
1994), Cuentos escogidos (1997), la novela Charras (1990), el ensayo
crítico Las novelas en el Quijote (1989), el libro de ensayos Contra el

ángel (1992) y el libro para niños Tuch y Odilón (1992). Compiló la

Antología del cuento inglés del siglo XX (1986), Los mejores cuentos mexica-
nos de 1999 (2000), La Antología del Ensayo Mexicano Moderno (2001)

y es autor de las crónicas de viaje Equipaje de mano (1955) y Viaje al

corazón de la península (1998).

odos los jóvenes llevan dentro, lo sepan o no,


T una natural y poderosa carga de erotismo que puede surgir
en las situaciones más inesperadas. A mí me fascina escribir sobre

gente joven porque implica necesariamente el descubrimiento


del mundo y ¿qué mundo más misterioso y fascinante

que el del despertar del sexo?

Declaraciones del autor realizadas especialmente para esta edición.

153
La hermana

Isabel había finalizado su lectura; papá dormitaba: estaba a pun-


to de ser dado de alta y le quedaba tan sólo una semana en el hos-

pital. Mónica, concentrada en su tarea, alcanzó a ver que Isabel

salía del cuarto. Cuando estuvo de vuelta, José Luis, en cama y


con la pierna en alto, la detuvo y la acosó a preguntas en voz ape-

nas audible: oye, y ustedes, ¿dónde estudian? ¿Tienen muchos


amigos? ¿Novio? Yo no sé todavía cuánto tiempo me van a tener
aquí pero tal vez nos podamos ver cuando salga, ¿no crees? ¿Me
das tu teléfono? Para saludarte de vez en cuando ahora que tu
papá se va de aquí, ¿no?
Sí, papá había sufrido un accidente en la carretera a Puebla
durante un viaje de negocios. Se zafó la cadera y se fracturó am-
bas piernas. Lo tuvieron que enyesar de las axilas hacia abajo, de

manera que quedó prácticamente inmovilizado y en reposo ab-


soluto en el hospital donde se encontraba desde hacía más de

tres meses. Los fines de semana iba a verlo toda la familia: la ma-
dre, Isabel, la mayor, que entonces tenía diecisiete años, Luis, el

más chico, de apenas doce y ella, Mónica, que acababa de cum-


plir los quince. Debido a las obligaciones de la casa y a las ta-

reas escolares se turnaban para ir al sanatorio y acompañar a papá


durante la semana: los lunes, los miércoles y los viernes iban ma-

154 La hermana
má y Luis. Tan pronto terminaban de comer mamá se arreglaba,

le pedía a Luis que se lavara los dientes, que se peinara, que traje-

ra un suéter, su mochila — y que no se te olvide nada que ya sa-


bes que en el hospital no podemos conseguir ni cartulina, ni

goma, ni colores — y salían volando. De donde vivían, en Tiza-

pán, caminaban hasta la avenida Revolución. Ahí esperaban el

tranvía que los llevaba hasta Insurgentes y Félix Cuevas en donde


tomaban el camión para llegar a las calles de Pensilvania, don-
de estaba el sanatorio. En esa época eran pocas las familias que
tenían coche y el de ellos había quedado destrozado por el acci-

dente de papá además que por entonces mamá aún no sabía ma-
nejar. Mamá y Luis se pasaban toda la tarde en el hospital; a

casa volvían poco antes de las ocho de la noche, justo a tiempo


para merendar, para que Luis se bañara, viera un rato la tele y se
acostara a dormir pues era al que más trabajo le daba levantarse.

Los martes y los jueves les tocaba a Isabel y a Mónica hacer la

visita. Después de la comida recogían sus platos, los lavaban,

seleccionaban los libros y cuadernos de la escuela y se iban a to-

mar el tranvía sin siquiera cambiarse el uniforme del Regina pues

no podían perder mucho tiempo.


Durante la mayor parte de la convalecencia papá estuvo sólo
en su cuarto a pesar de que había dos camas. Cuando ellas lle-

gaban papá las saludaba con cariño y le decía a Isabel: deja que

Mónica haga su tarea mientras tú me lees. Cuando ella termi-


ne te pones a estudiar y dejas que la Moni platique conmigo.
Mónica tenía fama de distraída y no era muy buena estudiante;

Isabel, en cambio, era la primera de su clase y todos la conside-

raban cumplida y responsable. Así que Mónica se echaba en la

cama vacía con sus libros y cuadernos mientras Isabel le leía a pa-

pá Rob Roy, El anticuario, Ivanboe y quién sabe que tantas otras


novelas de Walter Scott que parecía ser el único escritor que le

HERNÁN LARA ZAVALA I55


interesaba. Mientras hacía su tarea Mónica oía la voz de Isabel

un poco engolada, de señorita modelo, que leía pausadamente y


con buena entonación: El lector no habrá olvidado que el combate se

decidió en favor de Ivanhoe gracias a la ayuda que recibiera de un ca-

ballero desconocido a quien por ,


la conducta pasiva e indiferente que

había mostrado antes durante el día ,


los espectadores le habían dado el

mote de Le Noir Faineant... Así que cuando Mónica acababa con


su tarea o se sentía cansada o cuando la anécdota que Isabel leía

la jalaba, como en la parte en que Ivanhoe salva a Rebeca de mo-


rir en la hoguera, dejaba sus cuadernos y se ponía a escuchar el

desenlace hasta que papá decía ya, suficiente, el jueves continua-

mos. Entonces llamaba a Mónica para conversar mientras Isabel,


muy seria, tomaba sus libros y muy recta se ponía a estudiar en

silencio en la otra cama.

Como a las siete de la noche su padre las despedía pues aun-


que las visitas podían prolongarse hasta las ocho, él exigía que a

esa hora ya estuvieran en casa. Durante el trayecto de regreso Isa-

bel le preguntó alguna vez a Mónica: ¿Quién te hubiera gustado


ser Rowena o Rebeca? Qué pregunta, contestó Mónica, claro que

Rebeca... ¡Mónica! ¿Estás loca o qué? Rebeca no aceptó ser cris-


tiana cuando Bois Guilbert le propuso casarse con ella... Pero
Mónica hizo un gesto de desdén con los hombros y se quedó ca-

llada mirando hacia la calle mientras el tranvía avanzaba veloz

en medio del amplio camellón que había entonces al sur de la

avenida Revolución.
Su padre se restablecía poco a poco: primero le quitaron el

yeso del torso y le dejaron sólo el de las piernas. En una de tantas

visitas, casi al final de la convalecencia, las dos hermanas se en-


contraron con que la administración del hospital había colocado
a otra persona en el mismo cuarto que a papá. Era un muchacho
joven, de unos veinte años, con una pierna enyesada suspendida

156 La hermana
en alto por medio de una polea. Tenía el cabello claro, la piel
muy blanca y su complexión era robusta. No era mal parecido.
Ese día, tan pronto llegaron Isabel y Mónica, su padre les pidió
que corrieran la cortina que separaba una cama de otra con el
fin de continuar con la rutina establecida entre ellos. El jueves

siguiente Isabel terminó de comer antes que Mónica y subió a


arreglarse a su cuarto. Apúrate Moni o no vamos a llegar a tiem-
po gritó mientras ella aún estaba a la mesa. Cuando salieron Mó-
nica notó que ese día Isabel iba a la visita sin el uniforme del
Regina. Tampoco llevaba su acostumbrado y viejo portafolios he-

redado de su padre; se había maquillado, discretamente, pero la

diferencia era notable. Ya en el hospital Isabel saludó cortésmen-

te al joven que compartía el cuarto con su padre y leyó con más


corrección que nunca. Pero cuando papá le indicó que se detuvie-

ra, que continuarían durante la segunda visita, Isabel, en lugar


de dedicarse a estudiar, como había sido la costumbre, se dedi-
có a conversar contenta, risueña y con los ojos muy abiertos que
parpadeaban una, dos veces y se deslizaban para mirar con el ra-

billo del ojo a la cama de junto. Hasta salió de la habitación un


par de veces en una sola tarde ¡ella!, Isabel, que siempre la re-

prendía cuando necesitaba ir al baño en lugares públicos, cos-


tumbre frecuente en Mónica a pesar suyo.

El sábado siguiente encontraron a papá en amistosa charla con

el joven de la cama de al lado. Se los presentó formalmente y


cuando Luis supo que el muchacho se llamaba José Luis, casi co-

mo él, y que era aviador, lo convirtió en su héroe: ¿has piloteado


aviones de guerra? ¿Te has aventado en paracaídas? También Isa-

bel hizo algunos comentarios y fue entonces que se enteraron de

que él había tenido un accidente, fíjense qué chistoso, no en un


avión sino en una motocicleta: una parte del fémur se me hizo

añicos. Lo malo es que después de tres meses de andar con la

HERNÁN LARA ZAVALA 157


pierna enyesada el hueso no había logrado soldar debidamente
así que me hospitalizaron y tuvieron que colgarme la pata. En
esas andaban cuando llegó a la habitación una señora de rostro

serio y dominante que resultó ser la madre de José Luis. Los

ojos de la señora recorrieron a Isabel, a ella, a mamá y se detu-


vieron en papá. La señora esbozó una fría sonrisa y corrió la cor-

tina que separa una cama de otra.

Ese martes Mónica oye hablar a Isabel y a José Luis en voz


baja, ahora que papá se halla dormido. Mónica se hace la desen-

tendida y finge concentrarse en su tarea; siente un poco de com-


pasión por el muchacho aquel que de primera impresión se ve

tan fuerte, tan buen mozo y que, sin embargo, está tan lastima-
do, tan desvalido, tan solo, con esa mamá tan pesada... y siente

también una incontrolable irritación contra su hermana Isabel,

un disgusto cuyo origen no alcanza a comprender pero que hace


que la acostumbrada seguridad, la amabilidad y hasta la belle-

za quehan caracterizado como niña modelo y que han hecho


la

que hasta ella, Mónica, la admire, le parezcan en ese momento


no sólo desagradables sino repulsivas.

Papá salió por fin del sanatorio. En casa Isabel recibía frecuentes

llamadas tanto de sus amigas como de sus pretendientes. Cuan-


do sonaba el teléfono tanto Isabel como Mónica se apresuraban
a contestar y aunque casi todas las llamadas eran para su her-
mana, Mónica tenía curiosidad por saber quién le hablaba. ¿Si
ya sabes que es para mí por qué no me dejas contestar?, le recla-

maba Isabel que se ponía a hablar durante horas, sobre todo si era

Cristina, su mejor amiga. Y claro, cuando le hablaban sus pre-


tendientes Adolfo, el de la colonia, o David, al que conoció en
Vanguardias, o José Luis, tan pronto colgaban Isabel llamaba a

158 La hermana
Cristina para informarle: me habló el del hospital, el piloto,

quiere que lo vaya a ver pero eso sí que no, ya se lo dije, nos ve-

remos cuando buenamente puedas venir a mi casa y visitarme y

no antes. Y aunque Mónica contestara el teléfono José Luis nun-

ca le preguntaba más que por su hermana Isabel y cuando ella

lo saludaba él la trataba peor que a una niña chiquita.

Esa tarde, después de comer papá, como era su costumbre, se fue

a la fábrica donde trabajaba como jefe de mantenimiento. Ma-


má iba a salir con Isabel de compras y Luis jugaba con un ami-
go de la privada en su cuarto. Mónica calculó el tiempo: tendría
que estar antes de las ocho si no quería que la castigaran. Cogió
sus llaves, sacó su bicicleta, salió de la privada y pedaleó por la

avenida Revolución; bajó hacia Insurgentes hasta llegar al Par-

que Hundido donde se metió buscando el hospital. Como los

empleados la conocían le permitieron dejar su bici en la recep-

ción. Subió al tercer piso y tocó en la puerta. Adelante, oyó que


decía la voz de José Luis, Mónica abrió tímida y entró. Hoola.
Qué sorpresa. ¿Viene Isabel contigo? O qué: ¿me traes algún re-

cado de su parte? ¿A visitarme? ¿Tú? ¿Sola? Creo que es la pri-

mera vez que te oigo hablar desde que te conozco. No, claro que
no, no me molesta ven, a ver, siéntate, me extraña que hayas
venido pues eres tan tímida y tan callada que, en serio, sólo te

he oído hablar por teléfono.


Mónica deseaba mostrarse desenvuelta, como Isabel, pero las

palabras no le salían así que permaneció en silencio, con los ojos

bajos, jugueteando con sus llaves. ¿Para qué vine?, se recriminó.


Aunque no lo creas un piloto necesita más preparación que
un médico, mira, uno tiene que estudiar durante toda la vida,

ah, y además dominar el inglés porque ¿te imaginas que te den

HERNÁN LARA ZAVALA 159


una instrucción desde la torre de control y que no entiendas ni
papa? Y para que te acepten como estudiante hay que tener una
medir más de uno setenta y no por nada pero los
vista perfecta y

pilotos tenemos un pegue, las sobrecargos siempre se enamoran

de uno y se arma cada pachanga en las noches, claro sobre todo


en los vuelos internacionales, yo todavía vuelo localmente pero
no creas ya no me faltan tantas horas como para que me suelten

uno de los grandes...

Mientras José Luis hablaba Mónica creyó percibir, sin saber


cómo, que él estaba nervioso, que tenía miedo de ella. Oye, ya
deja de jugar con esas llaves, ¿no? Ni siquiera le has puesto aten-

ción a lo que te estoy diciendo. José Luis le arrebató las llaves y

las puso bajo su almohada. ¿Ahora sí me vas a oír? ¿A ver qué te

decía? ¿Ya ves? Estabas distraída. Te hablaba de aviones, qué bru-


to lo que pasa es que todavía eres una niña, palabra... ¿Oye, y
a qué viniste, se puede saber? ¿Que te dé tus llaves? ¿Por qué?
¿Que en tu casa no te enseñaron a decir por favor? Ah, ya te
vas... No te las doy si no me dices por favor. Entonces no te las

doy.

Mónica intentó sacar las llaves de debajo de la almohada. Jo-

sé Luis la agarró de la mano. Suéltame. Por-fa-vor. Suel-ta-meé

y dame mis llaves. ¿Por favor? Forcejearon. Cuando se dio cuen-


ta él la tenía asida por los hombros, su pecho contra el del mu-
chacho. José Luis la besó en la boca. Mónica le dio una bofetada
como en el cine cuando alguien besa a una mujer sin su consen-

timiento. Él la jaló hacia sí y la volvió a besar. La expresión de

José Luis había cambiado. Estaba rojo de la cara y con la vista

perdida. Empezó a jugar con los botones del uniforme de Mó-


nica. No, dijo ella, pero no hizo ningún intento por detenerlo.
José Luis la besó por tercera, cuarta y quinta vez sin encontrar
oposición. Le tocaba el pecho, le alzaba la falda y le acariciaba

160 La hermana
las piernas, arriba, muy arriba y ella no, no, pero lo dejaba has-

ta que se dio cuenta de que ella también lo estaba besando, de


que estaba encima de él a pesar de la pierna al aire y Mónica no,

no, y José Luis caricias y besos y pellizcos y su aliento hirvien-

do volcado sobre su boca, su respiración agitada y su corazón


pum-pum-pum y cuerpo con olor a desinfectante, yodex o vap-
o-rub y pum-pum-pum volvió a oír y se sintió contenta: era por

ella, por ella y aunque no, no, no, la lastimaba, se dejaba hacer

y lo abrazaba y sentía sus mejillas ardiendo y un beso y luego


otro, qué bruto, qué besuquiza, se decía, hasta que él la tomó
por los hombros y empezó a sacudirla con fuerza, con violencia,

con la boca prendida a la suya y entonces se dejó ir y gimió no,


no, no, no, pero él no la soltaba, no la soltaba hasta que final-

mente lo sintió desfallecer y se quedó con los brazos abiertos,


como muerto, los ojos entornados, la cara encarnada, como a pun-
to de estallar. Mónica aprovechó el momento, deslizó la mano
bajo la almohada, extrajo sus llaves, se arregló la ropa, el cabe-

llo y salió de la habitación sin decir palabra ni volver el rostro.

Montó en su bicicleta y emprendió el camino a casa. Faltaba

poco para que dieran las ocho. Llegaría tarde. Pedaleó con esfuer-

zo, presurosa rumbo a Insurgentes, oscilando el cuerpo levanta-


da del sillín, cuando la embargó una sensación de lascitud: no
le importaría el castigo. Bajó la velocidad y empezó a conducir
con calma entre las luces de los automóviles. Llegó a su casa cer-

ca de las nueve de la noche. Sus padres la esperaban.

¿Se puede saber dónde demonios andabas? En la bici... en la

bici... ¿Y no te diste cuenta de la hora? ¿Dónde tienes la cabe-

za? Estás castigada. Súbete a tu cuarto y no vas a salir durante

el fin de semana. Y que no se vuelva a repetir por favor, ¿eh?


Aun cuando estaba muerta de hambre la soledad de su recá-

mara le vino bien. Se puso la pijama, se cuidó de lavar su ropa

HERNÁN LARA ZAVALA 161


interior y se acostó: empezó a recordar, detalle por detalle, lo

sucedido durante la visita.

Durante los días siguientes no pudo evitar la idea de que le gus-


taría encontrarse con José Luis en algún lado: en la calle, a la

salida del Regina o en el súper. Pero eso era imposible, al me-


nos por el momento, porque él pasaría cerca de un mes más en
el hospital. Entonces se conformaba con la esperanza de que tal

vez José Luis le hablaría por teléfono. Como eso no ocurrió, dos

o tres semanas después y luego de mucho pensarlo Mónica se


decidió y llamó al hospital. José Luis le contestó con suma frial-

dad y cuando ella le preguntó cómo seguía él respondió que a


causa de su visita se le había movido la pierna por lo que tuvie-
ron que sacar nuevas radiografías y lo volvieron a enyesar. Esta-
ba muy deprimido. Mónica colgó.
Tan buena la grande como la chiquita, oyó Mónica que decía
un comercial de cerveza en el radio mientras ella hacía su tarea.

Sonó el teléfono. Contra su costumbre obedeció al grito de su

hermana Isabel, ¡yo contesto!, que salió de su cuarto con pasa-


dores en la boca y acomodándose el cabello.

Isabel se sentó en el sillón junto al teléfono. Hablaba con pre-


guntas afectadas y ojos pizpiretos. De repente su rostro se puso
tenso. ¿Quieeén? A ver, espérame un momentito. Mónica, te ha-

bla José Luis, dijo seca y le pasó el auricular un tanto brusca-


mente. Mónica cogió la bocina: José Luis la saludó nervioso. Le

pidió una disculpa por haberle contestado tan distante el día que

ella le llamó pero, explicó, estaba muy adolorido y angustiado


por su pierna y su mamá estaba por ahí cerca hablando con el

doctor. Había pensado mucho en ella desde su visita y quería sa-

ber si ahora que saliera del hospital podría verla de vez en cuan-

162 La hermana
do, si es que te dan permiso en tu casa, aclaró, o tal vez podría
%

invitarte a tomar un café. Mientras José Luis habla Isabel sale de


su cuarto arreglada para ir a casa de Cristina. Ménica escucha las

palabras de José Luis y observa: Isabel ha perdido su capacidad

de irritarla. Ahora Mónica la vuelve a ver con ternura y hasta con


un poco de complacencia. En ese momento recuerda que la noche
de la visita, al cambiarse de ropa, sola en su recámara, descubrió
que José Luis la había hecho sangrar. Ahora, José Luis, a pesar de
sus palabras de afecto y del iriterés que muestra por ella, parece

haberse perdido en la oscuridad del olvido luego de haber ago-


tado la curiosidad y el deseo en su corazón todavía verde.

HERNÁN LARA ZAVALA ¡


163
t

JUAN RULFO

Es que somos muy pobres

MÉXICO
KUHN

TONI
UAN RULFO nació en Jalisco en 1918. Muy niño quedó huérfano de
J padre y madre y pasó a vivir a un orfanato de Guadalajara. En 1934
radica en México y comienza a escribir sus trabajos literarios y a cola-

borar en la revista América.

En 1953 publicó el libro de cuentos El Llano en llamas y en 1955


apareció su novela Ledro Páramo. Según Jorge Luis Borges, “ Pedro Pára-
mo es una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispáni-
ca, y aun de toda la literatura”. Su obra ha sido traducida a numerosos
idiomas. A partir de 1946 se dedicó también a la labor fotográfica, en

la que realizó notables composiciones.

Rulfo fue un incansable viajero y participó de varios congresos y


encuentros internacionales. En 1970 recibió el Premio Nacional de Li-

teratura de México, y en 1983 el Premio Príncipe de Asturias de Es-


paña, entre otros galardones. Falleció en México en 1986.

uando yo empiezo a escribir no creo en la inspiración,

C jamás he creído en la inspiración, el asunto de escribir

es un asunto de trabajo; ponerse a escribir a ver qué sale y llenar

páginas y páginas, para que de pronto aparezca una palabra que


nos dé la clave de lo que hay que hacer, de lo que va a ser aquello.

A veces resulta que escribo cinco, seis o diez páginas y no aparece

el personaje que yo quería que apareciera, aquel personaje vivo

que tiene que moverse por mismo. De pronto, aparece y surge,


uno lo va siguiendo, uno va tras él. En la medida en que el personaje


adquiere vida, uno puede, por caminos que uno desconoce
pero que, estando vivo, lo conducen a uno a una realidad,
o a una irrealidad, si se quiere.

Al mismo tiempo, se logra crear lo que se puede decir, lo que,

al final, parece que sucedió, o pudo haber sucedido, o pudo suceder


pero nunca ha sucedido. Entonces, creo yo que en esta cuestión
de la creación es fundamental pensar qué sabe uno, qué mentiras

va a decir; pensar que si uno entra en la verdad, en la realidad


de las cosas conocidas, en lo que uno ha visto o ha oído,

está haciendo historia, reportaje.

sabemos perfectamente que no existen más que


tres temas básicos: el amor, la vida y la muerte. No hay más,
no hay más temas, así es que para captar su desarrollo normal,
hay que saber cómo tratarlos, qué forma darles; no repetir
lo que han dicho otros. Entonces, el tratamiento que se le da a
un cuento nos lleva, aunque el tema se haya tratado infinitamente,
a decir las cosas de otro modo; estamos contando lo mismo
que han contado desde Virgilio hasta no sé quienes más, los chinos
o quien sea. Mas hay que buscar el fundamento, la forma de tratar

el tema, y creo que dentro de la creación literaria, la forma


— la llaman la forma literaria — es la que rige, la que provoca
que una historia tenga interés y llame la atención a los demás.

Extractos del artículo del autor “El desafío de la creación' .

168
Es que somos muy pobres

Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía

Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos enterrado y comen-


zaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca. A
mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada es-

taba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en


grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder
aunque fuera un manojo; lo único que pudimos hacer, todos los

de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejaván, viendo có-


mo el agua fría que caía del cielo quemaba aquella cebada ama-
rilla tan recién cortada.

Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir


doce años, supimos que la vaca que mi papá le regaló para el día

de su santo se la había llevado el río.

El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madru-


gada. Yo estaba muy dormido y, sin embargo, el estruendo que
traía el río al arrastrarse me hizo despertar en seguida y pegar

el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera


creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero des-
pués me volví a dormir, porque reconocí el sonido del río y porque

ese sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño.

Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y


parecía que había seguido lloviendo sin parar. Se notaba en que

el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se olía, como
se huele una quemazón, el olor a podrido del agua revuelta.
A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus
orillas. Iba subiendo poco a poco por la calle real, y estaba me-
tiéndose a toda prisa en la casa de esa mujer que le dicen la Tam-
bora. El chapaleo del agua se oía al entrar por el corral y al salir

en grandes chorros por la puerta. La Tambora iba y venía cami-

nando por lo que era ya un pedazo de río, echando a la calle sus

gallinas para que se fueran a esconder a algún lugar donde no


les llegara la corriente.

Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de

haber llevado, quién sabe desde cuándo, el tamarindo que esta-

ba en el solar de mi tía Jacinta, porque ahora ya no se ve ningún


tamarindo. Era el único que había en el pueblo, y por eso no-
más la gente se da cuenta de que la creciente esta que vemos es

la más grande de todas las que ha bajado el río en muchos años.


Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel
amontonadero de agua que cada vez se hace más espesa y oscu-
ra y que pasa ya muy por encima de donde debe estar el puen-
te. Allí nos estuvimos horas y horas sin cansarnos viendo la cosa

aquella. Después nos subimos por la barranca, porque quería-

mos oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto al río, hay
un gran ruidazal y sólo se ven las bocas de muchos que se abren

y se cierran y como que quieren decir algo; pero no se oye nada.

Por eso nos subimos por la barranca, donde también hay gente
mirando el río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí fue
donde supimos que el río se había llevado a la Serpentina ,
la vaca
esa que era de mi hermana Tacha porque mi papá se la regaló

para el día de su cumpleaños y que tenía una oreja blanca y otra

colorada y muy bonitos ojos.

170 Es que somos muy pobres


No acabo de saber por qué se le ocurriría a la Serpentina pasar
*

el río este, cuando sabía que no era el mismo río que ella conocía
de a diario. La Serpentina nunca fue tan atarantada. Lo más se-

guro es que ha de haber venido dormida para dejarse matar así

nomás por nomás. A mí muchas veces me tocó despertarla cuan-

do le abría la puerta del corral, porque si no, de su cuenta, allí se

hubiera estado el día entero con los ojos cerrados, bien quieta y

suspirando, como se oye suspirar a las vacas cuando duermen.

Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se

le ocurrió despertar al sentir que el agua pesada le golpeaba las

costillas. Tal vez entonces se asustó y trató de regresar; pero al

volverse se encontró entreverada y acalambrada entre aquella

agua negra y dura como tierra corrediza. Tal vez bramó pidien-
do que le ayudaran. Bramó como sólo Dios sabe cómo.
Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río

si no había visto también al becerrito que andaba con ella. Pero

el hombre dijo que no sabía si lo había visto. Sólo dijo que la

vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita de donde él es-

taba y que allí dio una voltereta y luego no volvió a ver ni los
cuernos ni las patas ni ninguna señal de vaca. Por el río rodaban
muchos troncos de árboles con todo y raíces y él estaba muy ocu-

pado en sacar leña, de modo que no podía fijarse si eran anima-

les o troncos los que arrastraba.


Nomás por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue

detrás de su madre río abajo. Si así fue, que Dios los ampare a

los dos.

La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder


el día de mañana, ahora que mi hermana Tacha se quedó sin na-

da. Porque mi papá con muchos trabajos había conseguido a la

Serpentina desde ,
que era una vaquilla, para dársela a mi hermana,
con el fin de que ella tuviera un capitalito y no se fuera a ir de

JUAN RULFO 171


piruja como lo hicieron mis otras dos hermanas, las más gran-
des.

Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éra-


mos muy pobres en mi casa y ellas eran muy retobadas. Desde
chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que crecieron les dio

por andar con hombres de lo peor, que les enseñaron cosas malas.
Ellas aprendieron pronto y entendían muy bien los chiflidos,

cuando las llamaban a altas horas de la noche. Después salían


hasta de día. Iban cada rato por agua al río y a veces, cuando uno
menos se lo esperaba, allí estaban en el corral, revolcándose en
el suelo, todas encueradas y cada una con un hombre trepado
encima.
Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó
todo que pudo; pero más tarde ya no pudo aguantarlas más y
lo

les dio carrera para la calle. Ellas se fueron para Ayutla o no sé


para dónde; pero andan de pirujas.
Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Ta-
cha, que no quiere vaya a resultar como sus otras dos hermanas,

al sentir que se quedó muy pobre viendo la falta de su vaca, vien-


do que ya no va a tener con qué entretenerse mientras le da por
crecer y pueda casarse con un hombre bueno, que la pueda querer
para siempre. Y eso ahora va a estar difícil. Con la vaca era dis-
tinto, pues no hubiera faltado quien se hiciera el ánimo de casar-

se con ella, sólo por llevarse también aquella vaca tan bonita.
La única esperanza que nos queda es que el becerro esté to-
davía vivo. Ojalá no se le haya ocurrido pasar el río detrás de su

madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha está tantito así de

retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere.


Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al dar-

le unas hijas de ese modo, cuando en su familia, desde su abuela


para acá, nunca ha habido gente mala. Todos fueron criados en

172 Es que somos muy pobres


el temor de Dios y eran muy obedientes y no le cometían irre-
verencias a nadie. Todos fueron por el estilo. Quién sabe de dón-

de les vendría a ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella
no se acuerda. Le da vueltas a todos sus recuerdos y no ve claro
dónde estuvo su mal o el pecado de nacerle una hija tras otra

con la misma mala costumbre. No se acuerda. Y cada vez que


piensa en ellas, llora y dice: “Que Dios las ampare a las dos”.

Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La pe-


ligrosa es la que queda aquí, la Tacha, que va como palo de ocote

crece y crece y que ya tiene unos comienzos de senos que pro-


meten ser como los de sus hermanas: puntiagudos y altos y me-
dio alborotados para llamar la atención.

— — —Sí dice ,
le llenará los ojos a cualquiera dondequiera

que la vean. Y acabará mal; como que estoy viendo que acaba-

rá mal.

Ésa es la mortificación de mi papá.


Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha
matado el río. Está aquí, a mi lado, con su vestido color de ro-

sa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de llorar. Por su


cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera me-
tido dentro de ella.

Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llo-


ra con más ganas. De su boca sale un ruido semejante al que se

arrastra por las orillas del río, que la hace temblar y sacudirse to-

dita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a podri-

do que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos


pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de
repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su
perdición.

JUAN RULFO 173


ALONSO CUETO

La venganza de Gerd

PERÚ
PIAZZA

CECILIA

MARIA

V
LONSO CUETO, nació en Lima en 1954. Estudió en la Universidad
A Católica de Lima, en la que obtuvo el título de licenciado en Li-
teratura, y en la de Texas, donde se doctoró. De vuelta al Perú, alterna

su labor de creación con el periodismo y la enseñanza universitaria.


Ha publicado los libros de cuentos La batalla del pasado (Madrid,
1983; reedición en Lima, 1996), Amores de invierno (1994), Cinco para
las nueve y otros relatos (Premio International Board of Books for Young
People, 1996), Los vestidos de una dama (1987) y Pálido cielo (1998), y
las novelas El tigre blanco (Premio Planeta, Lima, 1985), Deseo de noche

(1993), El vuelo de la ceniza (1995), Demonio del mediodía (1999) y El


último amor de Diana Abril (2002), así como la obra de teatro Encuentro
casual. La obra narrativa de Alonso Cueto viene siendo objeto de un
merecido reconocimiento nacional e internacional y ha recibido en el

año 2000 el premio de la Fundación Anna Seghers (Alemania), uno de


los más importantes de Europa. En el año 2002 ha sido merecedor
de la Beca Guggenheim en la categoría de literatura de ficción.

a sexualidad es un país que impone sus reglas.

L La ingravidez, la ligereza, la intensidad,

la energía de los cuerpos son atributos de quienes

han cruzado sus fronteras. Nuestra identidad,


nuestra noción de la realidad inmediata, nuestros criterios

sobre la moralidad, nuestras expectativas y recuerdos

desaparecen en ese territorio.


Es una experiencia del presente infinito.
De entre todas sus metáforas, una de las que más me atrae

es la de la sexualidad como un viaje dentro de un túnel,

una oscuridad fluida y violenta hecha de fogonazos de luz,

al final de la cual la vida parece retomar

la velocidad de su curso.
A diferencia de otros, creo que la galantería, la gentileza,

la cortesía aumentan la intensidad del placer sexual.


Sin embargo, puede decirse lo mismo de la rudeza,
la entrega y el abandono. Lo que más me interesa es que
se trata de una zona de concurrencia de los extremos de la vida.

Un remanso y un un encuentro y un olvido,


grito,

un éxtasis de la materia y una cristalización del espíritu,


el perfume de las almas pero también el olor fétido de los cuerpos,

la desintegración del final y la reintegración del origen.

Declaraciones del autor realizadas especialmente para esta edición.

178
La venganza de Gerd

i
I

Hace muchos años, en Atenas, mi vida era ciertamente más incó-

moda y hermosa que ahora. No pretendo hacer comentarios gene-


ralesporque quisiera hablar sólo de unos pocos hechos y de dos
personas que, en realidad, son la misma. Me limitaré a recordar el
comienzo del verano de 1950, una noche en la que yo me alejaba

junto a Gerd por una calle vieja y oscura. Es cierto que yo era muy
joven por aquella época y quizá, por eso, fácilmente impresiona-
ble. Pero ella actuaba esa noche con la mesura de siempre, una me-
sura que escondía, detrás de ciertas contracciones de la cara, la

sombra de un remoto sufrimiento.


Caminábamos en dirección a su casa, y aún hoy puedo verme,
desapareciendo con ambigüedad física, como si fuera una pieza ele-

gante en un escenario. Gerd representaba perfectamente mi vida


de entonces. Alta y de cabello rubio, parecía una brillante fotogra-
fía en movimiento, una figura transparente o neutral. Pero advertí
que en esa ocasión tenía una sombra insegura en sus gestos que
le daba, como pocas veces, una sensación de proximidad: sus labios

dudaban, con esos rasgos invisiblemente quebrados, previos a la confe-

sión; quisiera que quede bien sentado que ella muy rara vez había

exhibido alguna de sus viejas heridas y menos aún alguna preocupa-


ción nueva. Sin embargo, esa noche, por primera vez, parecía vacilar.

ALONSO CUETO 179


8

De pronto me explicó, con toda naturalidad, que estaba em-


barazada. Lo sabía desde unos días antes y ya tenía tomada una
decisión. No importa que en este punto de la historia aclare que
ella era profesora de idiomas en un instituto de alguna importan-
cia cerca del centro de la ciudad. Tampoco que recuerde, por aña-

didura, que apenas llevaba tres años en Grecia y que venía de


Oslo.
Con una voz paciente agregó que había decidido dejar que
naciera. Estábamos por llegar a la puerta de su casa. Le propuse

verla unos días después y aceptó con una sonrisa que al mismo
tiempo le sirvió para despedirse.

II

El miércoles la encontré en el lugar convenido y decidimos pa-

sar el rato en un viejo bar del centro. Hablábamos, como muchas


otras veces, de música. Aquella vez recuerdo que discutimos si

Furtwángler había comprendido mejor el espíritu de la Séptima


que el fatídico Von Karajan. La discusión se prolongó y enlazó
luego con unas antiguas melodías populares griegas que había-
mos escuchado la semana anterior. Pedimos otros dos vasos de
vino. Luego de un buen rato me contó acerca de su día de traba-
jo; me explicaba muy razonablemente la conducta de un alumno,
sus posibles causas y su diferencia con el tipo de alumno escan-

dinavo. Por fin le pregunté sobre su embarazo. Permaneció en


silencio algunos segundos mientras un grupo de parroquianos
se reía al fondo. Me miraba ahora con una apariencia helada, co-
mo una estatua que sangrara levemente.
— Bien — murmuró— . Supongo que como buen latino me
obligarás a decirte si eres el padre.

1 o La venganza de Gerd
No había desdén en su tono, no había orgullo ni resentimien-
to. Como de costumbre, era voz neutral, tan sólo un sonido agra-
dable y limpio. Y sin embargo, yo siempre había creído en una
oscura pasión escamoteada, oculta como una moneda detrás de

esas magníficas telas.

—Es probable que seas el padre de todos modos — dijo ella

levantando la cabeza.

— Puedo darte dinero si lo quieres — declaré con suavidad.

Bebió un sorbo y se quedó contemplando el vacío. Tenía una


expresión lejana y casi satisfecha.
—Lo último que quieres es tener un niño. Hace falta una con-
fianza y una clase de ternura que no tienes —murmuré con vio-

lencia.

—Lo he pensado durante varios días y sería imposible reunir

el dinero. Al menos debo esperar.

Sus manos habían encendido un cigarrillo. Movió la cabeza


para ver pasar a unos parroquianos. Luego volvió a tomar un sor-

bo de vino y dejó que su atención se perdiera en una de las ven-


tanas. La miré como si fuera un hermoso objeto, divisado a la

distancia.

—Quiero ser yo misma — dijo de pronto — . Con mi dinero,

mi decisión y mis gestiones, quiero ser yo misma la que supri-


ma a mi hijo.

— Sabes que me iré a España como tenía previsto — dije, ex-

trañado de la firmeza de mi voz.

— — me
Sí aceptando,
contestó al fin liberada — ,
eso debes

hacer. —Después de un breve silencio susurró — : Siento que te

odio un poco por todo esto... aunque no puedo explicarlo.


Había perdido algo de su belleza en ese momento, las facciones

se habían arruinado en una minúscula e inasible marea. Me pare-

ció de pronto encontrarme ante un abominable rostro de anciana.

ALONSO CUETO 181


—Muy bien — en un le dije ridículo esfuerzo por ser ama-
ble— Es mejor que nos vayamos.
.

Después de algunos segundos sonrió levemente; su sonrisa pa-


recía una herida abierta dentro de lo que quedaba de su rostro.

Luego empezó a apagarse y desvió la mirada con una distraída


indiferencia. El bar se había llenado inusitadamente de parro-

quianos.
—Vámonos —murmuró.
Al salir, sentí que no tenía ningún recurso para disminuir esa
helada forma del menosprecio.
—Tenía pensado salir dentro de dos días para España — le

dije — Te llamaré
. antes.

Estábamos a pocos metros de su casa. Me detuve para doblar


hacia mi apartamento y recuerdo que nos hemos despedido. Ha-
bía algo de sórdido en esa pasión, había algo de aterrador en ese

beso largo, como si estuviera siendo un sacrificio.

III

Los días pasaron. El viernes partí hacia Barcelona y pasé alrede-


dor de tres semanas en Sitges, en casa de unos antiguos amigos.
Tengo un recuerdo agradable de esas semanas; nos bañábamos en
la playa, leíamos buena parte de la tarde y en las conversaciones

nocturnas recordábamos viejas anécdotas de nuestros años univer-


sitarios. Todo ese pasado era muy familiar; el tiempo transcurrió
rápidamente.
Recuerdo que a mediados de agosto regresé a Atenas y, entre

las cartas que me esperaban, encontré la de la doctora Rehder,


una antigua profesora de la Universidad Católica. Desde el co-

mienzo de la carta me pedía concretamente que volviera a Lima;

182 La venganza de Gerd


decía haber sido nombrada en un puesto importante de la uni-
versidad y tener listas para mí dos cátedras en la sección de Fi-

losofía. Según ella, yo había estudiado inútilmente, pues las

humanidades no tenían nada que ver con mi actual trabajo. Yo


estaba un poco cansado de mi puesto de traductor, eso era cier-

to. La mañana siguiente fui a la casa de Gerd y, después de un


breve recibimiento, me contó acerca de algunas de sus activida-
des en mi ausencia. No se había movido de la ciudad en ese tiem-
po y había estado un poco sola. ‘Pero he pasado muchas horas
leyendo algunos libros de escritores hispanoamericanos”, me di-

jo con una sonrisa amable. Mientras hablaba, comprendí que en


cierto modo la estaba viendo por primera vez. Reconocí eso que
me había acercado a ella un año antes, el orden en esa agilidad
elegante y obscena detrás de sus gestos, como si hubiera un in-
visible felino distribuyendo cada movimiento. En ese instante
me sentía feliz viéndola. “Me voy a ir a Oslo en unos días”, me
dijo mientras me servía un refresco. A continuación me explicó

que estaba cansada de Grecia y que este verano había terminado


de convencerla. Tenía el ofrecimiento de una agencia de traduc-
ciones para establecerse en su país y pensaba aceptarlo.

Aquella última semana hicimos juntos un viaje a Estambul.


Las noches terminaban con las experiencias sexuales probable-

mente más intensas que haya vivido. Supe que no había hecho
nada respecto a su embarazo aunque podría fácilmente en No-
ruega. El día que se lo pregunté, sentados junto al Bosforo, per-

maneció en silencio y murmuró que no lo había decidido.


La mañana que regresamos prometió pagarme todo el dinero
que había gastado invitándola a ese viaje y partió en el avión, me
acuerdo que era domingo. En nuestra despedida, sus ojos man-
tuvieron esa sensación de afecto que yo conocía bien y que, a
veces pienso, quería transmitir algo de satisfacción. Al día si-

ALONSO CUETO 183


guíente volví a mi antiguo trabajo. Intercambiamos algunas car-
tas, llamadas telefónicas a veces prolongadas y después de tres
semanas recibí un cheque. Durante ese tiempo nunca me atreví

a hacerle ninguna pregunta y en parte por este temor dejé de es-


cribirle poco antes de decidir mi regreso al Perú. A través de un
amigo común le mandé mi dirección en Barranco. Sin embargo,

nunca, en todos los años que he pasado en Lima, ha llegado una


carta suya a esta casa.

IV

En realidad, hay poco que contar después de mi regreso. Pasa-


ron veinte, veinticinco años. He trabajado en la universidad du-
rante todo este tiempo y mantuve mi casona cerca del mar. En el

país se sucedieron los gobiernos militares y civiles y he tenido

poco que ver con casi todos ellos aunque siempre presté atención
a algunos de sus personajes y hasta recuerdo vagamente haber co-
laborado en un proyecto de una especie de gobierno revoluciona-
rio. Me casé y tuve dos hijos que atravesaron normalmente todas
las etapas que una familia de clase media espera. El mayor de
ellos, Gabriel, creció interesándose algo por las Ciencias Sociales.

Creo que la ciudad y yo apenas hemos cambiado. Últimamen-


te he seguido rutinariamente preocupado en la filosofía del lengua-

je y había terminado por estudiar algunos textos de Vallejo que


podían servir para un ensayo, parte del cual publicaría una edito-
rial si me empeñara. También estuve escribiendo durante unos
años en un periódico, dedicado a la crítica literaria. Esto me gran-

jeó tremendas antipatías entre algunos profesores de la universi-

dad que me tacharon de frívolo aunque otros, un poco más jóvenes,


a veces me felicitaban por mis comentarios. Estaba convencido,

1
84 La venganza de Gerd
sin embargo, de que el poco provecho que podía sacar de estas

colaboraciones semanales se reducía a no perder la buena cos-


tumbre de una redacción frecuente. De cualquier modo —hace
cinco o seis años de esto — ,
el presidente de la empresa sustitu-
yó al director por algunas rencillas personales y unos cuantos pe-

riodistas renunciamos en señal de protesta.


Haciendo algún esfuerzo conseguí regresar dos veces a Euro-

pa con mi mujer, explorando otra vez las ciudades que había de-
jado. Me reencontré en algún sitio con viejos amigos y constaté
que otros se habían mudado sin dejar rastro en sus antiguas di-

recciones. A mi mujer le gustó Europa, como era de esperarse,

aunque con frecuencia declaraba que debía haber sido muy difí-

cil vivir allí.

Estuve también un semestre como profesor invitado en una

pequeña universidad americana, la cual me resultó rápidamente

insoportable.

Creo que toda la segunda mitad de mi vida podría agotarse


en estas breves líneas. La vejez trae consigo casi siempre la manía
del moralista, del que elige desde el ostracismo los errores que
creemos ver en los demás. Con frecuencia he tratado de sustraer-
me a esta tentación. Sin embargo, no he podido evitar la otra: el

deseo inmediato de comodidad, las certezas cotidianas de la ca-

sa, la familia a la cual menospreciaba pero necesitaba al fin y al

cabo. Quizá sobre todo por esta razón práctica estaba decidido a

quedarme. No era ya el que había partido a Londres treinta años

antes, lleno de ilusiones y prometiéndome ser un intelectual.

Estaba lejos de poder atravesar los inviernos sin dinero a cambio


de lo que era, en teoría, la verdadera pasión de mi vida, la cultu-

ra de los libros, la música, el cine. Tampoco me podía reconocer


instalándome en Grecia, haciendo un esfuerzo por vivir cerca de
la historia que yo amaba a cambio de trabajar en aquella oficina

ALONSO CUETO 185


de traducciones. Me quedaría en el Perú, secretamente dispues-
to a aceptar mi cómoda situación y a olvidarme de esas obscenas

preguntas que la gente vieja se hace sobre si su vida ha sido, por

casualidad, un fracaso.

Sin embargo, un pequeño acontecimiento iba a ocurrir que


alteraría en algo mis pocas certidumbres. Una mañana hacia el

final del invierno una joven mujer de cabello claro tocó el tim-
bre de mi casa y le dijo a mi esposa que era extranjera y que ha-
bía venido a Lima para terminar su trabajo doctoral. Le habían

dicho que yo podía ayudarla; mi mujer entró en la biblioteca y

me anunció que me estaba esperando en la sala. Recuerdo que me


demoré un poco, por no interrumpir las últimas páginas de una
emocionada lectura de Catherine en “Washington Square’’. Pero

al entrar en la habitación y estrecharle la mano, mi súbito terror

no tuvo límites.

Le pedí que se sentara. La semejanza era asombrosa, como si el

otro cuerpo hubiera renunciado a envejecer para reproducirse exac-

tamente en esta joven; pero parecía imposible que el azar estuvie-

ra haciendo tan bien las cosas. Empezó a explicar algunas de las

intenciones del trabajo que pensaba consultarme. Preguntándo-


le por los lugares donde había estudiado, sólo llegué a descubrir

en última instancia que era de origen escandinavo y había vivi-


do en Londres desde los seis años. Me dijo que llevaba unos días
en Lima y que la doctora Rehder, que aún trabajaba conmigo en
la universidad, le había dado mi dirección. Me explicó las ideas

que tenía sobre la relación entre algunas formulaciones de la on-

tología moderna y la noción del tiempo en Vallejo. Me hizo ver

l86 La venganza de Gerd


sin demasiado esfuerzo que tenía varias opiniones originales; ha-

bía traído consigo un pequeño ensayo redactado por ella. Según


me contó vagamente, su madre la había ayudado a escribirlo a
máquina. Me dijo que me lo daría para leerlo y acepté.
Una extraña alegría se apoderó de mí en esos días, un buen
humor que notaron algunos de los que me rodeaban. Estuve vién-
dola con alguna frecuencia durante el mes que pasó aquí. Traba-

jábamos a veces durante varias horas, revisando frase por frase lo

que llevaba escrito y desarrollando algunas de las ideas secunda-

rias que sugería cada trozo. Era un trabajo de ciento cincuenta


páginas, bastante más original e interesante que todos los que
yo había asesorado a los alumnos de la universidad en esos años.
Pero cuando le sugerí que me dejara algún fragmento para pu-

blicarlo en una revista de literatura me contestó, sin mayores

explicaciones, que prefería pensarlo.


Una tarde encontré a la doctora Rehder en la universidad y
le pregunté acerca de ella. No sabía mucho, por lo que dijo. Ha-
bía recibido una carta de King’s College pidiendo información
sobre algún profesor que pudiera asesorar a esta estudiante y ella

le había dado mi nombre. La doctora Rehder parecía sincera y


por otro lado era amiga mía desde hacía años. Así, la locura de

los hechos se había organizado a mis espaldas. Pasaron algunas


semanas. Después de la alegría del primer descubrimiento, mi
inquietud fue aumentando cada vez que la veía. Poco a poco em-
pecé a sentir su presencia con cierto tormento que aprendí a di-
simular perfectamente.
Esa forma de escepticismo que consiste en amar a una perso-
na intocable empezó a agudizarse. La tarde en que me comunicó
que regresaría a Londres para empezar la redacción definitiva, me

dijo que había sido muy amable y que agradecía mucho mi ayu-
da. Recuerdo que se despidió con un poco de precipitación aquel

ALONSO CUETO 1
187
día, dejó de lado por una vez su mesura y me parece, aunque ya
no estoy seguro, que pronunció estas frases de agradecimiento
con algo de rapidez y se fue. Dos días después, mientras la lle-
vaba al aeropuerto, me dijo que en Lima había encontrado un
ambiente agradable y que esperaba volver algún día; se llevaba
dos o tres copias de poemas juveniles y poco conocidos de Va-
llejo. Al llegar a aduana y despedirse de mí, esbozó una li-
la

gera y bellísima sonrisa. Algunos segundos más tarde, desde la


terraza, la vi subiendo las escaleras. En cuanto llegó al último

peldaño detuvo y volteó de frente a mirarme; la sonrisa había


se

desaparecido; había ahora algo de ambiguo en su expresión, un

rostro vacío y casi maligno. Tengo ese rostro grabado en mi me-


moria porque creo que nadie me ha mirado así jamás. Después de
algunos segundos, su cuerpo se movió y desapareció en la oscu-
ridad del avión.

Desde entonces han pasado más de tres años. Nunca recibí

una carta de ella, a pesar de que le escribí una vez preguntándo-


le por su trabajo. Tan sólo me llegó, hace algún tiempo, un ejem-
plar de la versión de su tesis con unas cariñosas palabras escritas

a mano. Al recibir el libro, lo hojeé y lo guardé en un rincón de


mi biblioteca. Sin embargo, en los meses siguientes, lo revisé cui-

dadosamente y se lo enseñé a la doctora Rehder y a otros ami-


gos. Aún hoy, algunas noches me despierto, voy a mirarlo y me
quedo releyéndolo y anotando mis objeciones a algunos de sus
párrafos, como si con ello quisiera mostrar mi indiferencia.

l88 I
La venganza de Gerd
%

ALFREDO BRYCE ECHENIQUE

El descubrimiento de América

PERÚ
WOODMAN

JENNY
LFREDO BRYCE ECHENIQUE, nació en Lima en 1939. Se graduó en
A Derecho y luego en Literatura en la Universidad Nacional Mayor
de San Marcos. Inició su carrera de escritor con la publicación, en

1968, de Huerto cerrado. Luego vendría Un mundo para Julius (1970),


novela que lo consagró internacionalmente. Desde mediados de la dé-
cada de los sesenta ha residido principalmente en Europa, donde ejer-

ció la docencia universitaria. Entre otras distinciones ha obtenido en

1997 el Premio Nacional de Narrativa de España por su novela Reo


de nocturnidad. En 2002 recibió el Premio Planeta por su novela El
huerto de mi amada. Sus artículos se publican en muchos diarios y re-

vistas de América Latina y Europa.


Es autor de las novelas Un mundo para Julius (1970), Tantas veces

Pedro (1977), La vida exagerada de Martín Romana (1981), El hombre


que hablaba de Octavia de Cádiz (1985), La última mudanza de Felipe

Carrillo (1988), Dos señoras conversan (1990), No me esperen en abril (1995),

Reo de nocturnidad (1997) y La amigdalitis de Tarzdn (1998). También


ha publicado los libros de cuentos Huerto cerrado (1968), La felicidad
ja, ja (1974), Magdalena peruana y otros cuentos (1986), Cuentos comple-
tos (1995) y Guía triste de París (1999). Igualmente, la crónica de via-

jes A vuelo de buen cubero (1976), las “anti memorias” Permiso para vivir

(1993) y, en colaboración con la salvadoreña Ana María Dueñas, el

relato infantil Goig (1987). Su producción periodística ha sido reu-


nida en Crónicas personales (1988), A trancas y barrancas (1996) y el

primer volumen de sus Crónicas perdidas (2001).

l escritor es un solitario inevitablemente mezclado a la vida,

E pero que tiende siempre a situarse al margen de ella.

Vive entre los hombres pero con una actitud sesgada, oblicua,
una actitud que lo predispone siempre a salirse de lo inmediato,

a huir de ello, para tender hacia lo intemporal. Y en la medida


en que la palabra clásico quiere decir algo, creo que todos

los grandes artistas presentan un elemento clásico en sus obras.


,

Dicho esto, creo que nadie se sorprenderá de que ahora,


además de solitario, afirme que el escritor es también,

y básicamente, un egoísta. No recuerdo cuál fue el escritor

que se me asinceró una tarde y me dijo que si no hubiese sido


el más grande de los egoístas jamás hubiese escrito sus libros.

En fin, sí recuerdo quién era ese escritor, pero no es este


el momento para andar traicionando las asinceradas de la gente
solitaria y sus confesiones en los gardelianos cafés donde van
los que tienen perdida la fe. Me decía aquel tierno y solitario vampiro

que el escritor no puede permitirse el lujo del altruismo y que


por ningún motivo del mundo podía verse envuelto en emociones,
ni siquiera en amores, es decir en las emociones y los amores
que pretendía utilizar luego en la creación de una obra de arte.

¿Y ello por qué? Porque el escritor que hay en un hombre se traga

al hombre, porque el escritor se le adelanta al hombre, y nace


inmediatamente el egoísta, surge inevitablemente el egoísmo.
Debo decir que no es éste mi caso, aunque también debo decir
que a veces ha sido también mi caso, pero con su variante
personal, porque yo siempre he sido dócil, obediente,

poco agresivo, y excesivamente sentimental.

Textos extractados del artículo “Una actitud ante la literatura y el arte”

publicado en la revista Oiga de Lima, en 1 982.

192
El descubrimiento de América

América era hija de un matrimonio de inmigrantes italianos. Una


de las muchachas más hermosas de Lima. ¡Qué bien le queda su
uniforme de colegiala! Su uniforme azul marino de colegiala.
De colegiala que ya se cansó de serlo. De colegiala con mentalidad

preautomovilística, prelujosa, y prematrimonial. De colegiala que


se aburre en las clases de literatura, que jamás comprendió las ma-
temáticas, y que piensa sinceramente que Larra se suicidó por
cojudo, y no por romántico. Era su último año de colegio, y no
sabía cómo ingeniárselas para que su uniforme pareciera traje de

secretaria. Usaba las faldas bastante más cortas que sus compa-
ñeras de clase, y se ponía las blusas de cuando estaba en tercero

de media. ¡América! ¡América! Si no hubieras estado en colegio de


monjas, tus profesores te hubieran comprendido. Pero ¿para qué?,
¿para quién?, esas piernas tan hermosas debajo de la carpeta. Re-
fregaba sus manos sobre sus muslos, y se llenaba de esperanzas.

Las refregaba una y otra vez hasta que sonaba el timbre de sali-

da. Tomaba el ómnibus en la avenida Arequipa, y se bajaba al lle-

gar a la plaza San Martín. Cruzaba la plaza San Martín y sentía

un poco de vergüenza de caminar con el uniforme azul. Pero a los

hombres no les importaba: “Así vestidita de azul, la haría bai-

lar”, dijo un bongosero que salía de un night club. América sin-

ALFREDO BRYCE ECHENIQUE


tió un escalofrío. Pero los músicos no eran su género, ni tampoco
ese flaco con cara de estudiante de letras, que la veía pasar diaria-

mente, rumbo a la bodega de sus padres, en el jirón Huancave-


lica. Pero ese flaco no estaba esperándola hoy día, y a América
le fastidió un poco no verlo.

Hoy no la he visto pasar sin mirarme. Amor amor amor. Vol-


verás. Vuelve amor vuelve. Con seguridad de amor. Vuelve amor.
Porque no la he visto pasar sin mirarme y voy a pedir un café y
no me estoy muriendo. Vuelve amor sentir amor amar sentir. An-
tes. Como antes. Luchar por amar y no culos. Verla pasar amar.

No culos. Sentir amor. Me ve. No me mira. Me ve. Vuelve amor,


café café. Nervios. Nervioso. Ya debe haber pasado. No se había

parado a esperarla, y de acuerdo con su reloj ya debería haber pa-


sado. Las cosas mejoraban: había sufrido un poco al no verla. Es-

taba optimista. Quería amarla como amaba antes; como había


amado antes. “Es posible”, se decía. “Es posible”, y recordaba que
una vez se había desmayado al ver una muchacha demasiado
todo lo bueno para ser verdad. “Es posible”. Desde su mesa, en
un café de las Galerías Boza, Manolo veía a Marta que se acerca-

ba sonriente. “Marta la fea. Inteligente. Debería quererla. No”.


Marta conocía a Manolo; conocía también a América, y había
aceptado presentársela. Pero antes quería hablarle; aconsejarlo.
Hablar al viento.

— Marta.
Siéntate,

—Ya debe haber pasado.


—Hace minutos. ¿Un
cinco café?

— Bueno, Manolo?
gracias. ¿Y,

— ¿Mañana?
— Manolo —
Estás loco, Marta, con voz maternal —
dijo . No
sabes en lo que te metes.

—La quiero, Marta. La quiero mucho.

194 El descubrimiento de América


—No la conoces.
—Pero estoy seguro de lo que digo. No te rías, pero yo tengo
una especie de poder, una cierta intuición. No sé cómo explicar-

te, pero cuando veo una cara que me gusta así, adivino todo lo
que hay dentro. Ya sé cómo es América. Me la imagino. La pre-
siento.

—Y una
te arrojas a piscina sin agua. Ya lo has hecho.
—Tú y tus fórmulas.
—Ya lo has hecho.
—Era otra cosa.

—Terco como una muía — dijo Marta — . Te la voy a presen-


tar. Después de todo, ¿por qué no? Allá tú.

— ¡Gracias, Marta! ¡Gracias!

—Pero es preciso que te diga que América es todo lo contra-

rio de una chica inteligente.


—Uno no quiere a una persona porque es inteligente — dijo

Manolo, desviando la mirada al darse cuenta de que había meti-

do la pata.

—¿Y con cuerpazo de América? ¿Tú


el crees que eso es amor?
— ¡Nada de —exclamó Manolo,
eso! fastidiado al comprobar
que su mano no temblaba mientras cogía la taza de café — . Na-
da de eso. Sus ojos. Su cara maravillosa.
—Y esa blusita de su hermana menor...
— ¡Nada de eso! Como antes.

— ¿Como qué antes?

—No podría explicártelo — dijo Manolo — ,


pero tú compren-

des.

—Me imagino que yo debo comprender todo.

Estas últimas palabras, pronunciadas con cierta tristeza y re-

signación, lo dejaron pensativo. Recordaba las veces que Marta lo

había invitado a tomar té a su casa. ¿Cuántas veces le había man-

ALFREDO BRYCE ECHENIQUE 195


dado entradas para el teatro, o para el cine? ¿Y él? ¿Qué había
hecho él por Marta? Era la primera vez que la invitaba y la invi-

taba para que le presentara a otra chica. “Hay dos tipos de muje-
res”, pensó: “las que uno ama, y las Martas. Las que lo comprenden

todo”. La miró: bebía su café en silencio. Una sola palabra suya,

y la hubiera hecho feliz; la hubiera pasado al grupo de las que


uno ama. Pero Manolo había nacido mudo para esas palabras.

“Si un día termino con América” pensó. “América. América. Las


piernas de América. No. No. Los ojos de América”.

—Toda —
la vida andas sin plata dijo Marta. Y añadió — : A
América gustan muchachos que
le los gastan plata.
—No importa — Manolo— Vive en dijo . Chaclacayo, y allá
no hay en qué gastar la plata. Sólo hay que gastar en cine o en
helados, y tan pelado no estoy.

— ¿Y qué vas a hacer con lo del automóvil? — le preguntó,


mirándolo fijamente para observar su reacción — .
¿Te vas a com-
prar uno? Sin automóvil ni te mirará.

—Gracias por llamarla puta — dijo Manolo, indignado.

—No he llamado
la eso. Ni siquiera lo he pensado, pero Amé-
rica es una chica alocada, y ya te dije que no es inteligente.

—Confío en mi en mi imaginación.
suerte, y

— ¿En imaginación?
tu

—Ya — Manolo,
verás —
dijo sonriente . Si supieras todo lo

que se me está ocurriendo.

—Veremos. Veremos.
—Mañana me la presentas. Será cosa de un minuto. Después,
todo corre por mi cuenta.
—Mañana no puedo, Manolo — dijo Marta — . Tengo cita con
el oculista. Parece que además de todo me van a poner anteojos.
— ¿Entonces, cuándo? —preguntó Manolo, fingiendo no ha-
ber escuchado las últimas palabras de Marta.

196 El descubrimiento de América


—Pasado mañana. Espérame en la puerta del cine San Martín.
—Tú te con
encuentras ella, y luego yo paso como quien no
quiere la cosa. Me llamas, y ya está.

—No te preocupes — dijo Marta — . Será como tú quieras.


Será fácil retenerla para que puedas conversar un rato con ella.

— Sí. Sí. Tengo que ganar tiempo. Pronto empezarán los exá-

menes finales, y ya no vendrá a clases.


—Te pasarás el verano en Chaclacayo.
— ¡El verano es mío! —Exclamó Manolo, sonriente— . Eres
un genio, Marta.
— Bueno, Manolo. Este genio se va.

—No te— vayas dijo Manolo, satisfecho al darse cuenta de

que la partida de Marta lo apenaba — . Vamos al cine.

—No hay una sola película en Lima que yo no haya visto — di-

jo Marta, con voz firme.


Manolo se puso de pie para despedirse de ella. Había com-
prendido el mensaje que traían sus últimas palabras, y sabía que
era inútil insistir. Como de costumbre, Marta había “olvidado”
su paquete de cigarrillos para que Manolo lo pudiera coger. No
sabía qué decirle. Le extendió la mano.
—Adiós, Manolo. Hasta pasado mañana.
—Adiós, Marta.
—¿Vendrás mañana —preguntó Marta.
a verla pasar?

—Es último que pasa


el día —respondió Ma- sin conocerla

nolo — ¿Tú .
que me voy negar
crees a ese placer?

— Loco.

— Sí,— loco Manolo, en voz


repitió mientras Marta baja, se

alejaba. No era su partida lo que lo entristecía, sino el darse cuen-


ta de que ya no tendría con quién hablar de América. Llamó al

mozo del café y le pagó. Luego, caminó hasta la calle Boza, y se


detuvo a contemplar la vereda por donde diariamente pasaba

ALFREDO BRYCE ECHENIQUE 197


América hacia la bodega de sus padres. “Sus caderas No. No.
Sus ojos. Mañana”.

América salía del colegio a las cinco de la tarde, y él salía de la

universidad a las cinco de la tarde. Pero ella tenía que tomar el

ómnibus, y en cambio él estaba cerca de la plaza de San Martín.


Caminaba lentamente y estudiando las reacciones de su cuerpo:
“Nada”. Se acercaba a la plaza San Martín, y no sentía ningún
temblor en las piernas. El pecho no se le oprimía, y respiraba con

gran facilidad. No estaba muñequeado. Encendió un cigarrillo,

y nunca antes estuvo su mano tan firme al llevar el fósforo hacia

la boca. Llegó a la plaza San Martín, y se detuvo para contem-


plar, allá, al frente, el lugar en que la esperaba todos los días.
Vio llegar uno de los ómnibus de la avenida Arequipa, y no sin-
tió como si se fuera a desmayar. “Todavía es muy temprano”, se

dijo, arrojando el cigarrillo, y cruzando la plaza hasta llegar a la

esquina de la calle Boza. Se detuvo. Desde allí la vería bajar del

ómnibus, y caminar hacia él: como siempre. Se examinaba. Le


molestaba que América supiera que la miraba. Hacía tanto tiem-
po que la miraba, que ya tenía que haberse dado cuenta. “¿Y si

se hace la sobrada? ¿Si Marta no viene mañana? ¿Si me deja plan-

tado? ¿Si cambia de idea? ¿Si decide no presentármela?”. Estas


preguntas lo mortificaban. “Te quiero, América”. Sintió que la

quería, y sintió también un ligero temblor en las piernas. Sin em-


bargo, no sintió que perdía los papeles al ver que América bajaba

delómnibus, y eso le molestó: perder los papeles era amor para


Manolo. América avanzaba. Distinguía su blusa blanca entre el
chalequillo abierto del uniforme. Sus zapatos marrones de cole-

giala. Su melena castaña rojiza de domadora de fieras. Avanzaba.


Veía ahora el bulto de sus senos bajo la blusa blanca. Los botones

198 El descubrimiento de América


dorados del uniforme. Se acercaba, y Manolo no le quitaba los

ojos de encima... Linda. Linda. Linda. Te quiero tanto. Te siento.

Cerca. Más cerca. Yo te quiero tanto. Cigarrillo. ¿En qué momen-


to encendido? Sus ojos. Buenas piernas. Pero sus ojos. La blusa.
Marta. ¡Mierda! Mañana mañana ven ven. La falda con las cade-

ras. Piernas. La quiero. Como antes. Y América estaba a su lado.

Pasaba a su lado, y su blusa se abultaba cada vez más al pasar de


perfil, y ya no estaba allí, y él no volteó para no verle el culo, y

porque la quería. 1

— ¡Manolo! — llamó una voz de mujer, desde atrás. Manolo


sintió que se derrumbaba. Le costó trabajo voltear.

— —exclamó, asombrado. Marta


¡Marta! con América. estaba

—¿Qué ha de Manolo? ¿Qué


sido tu vida,parado? haces allí

—Espero un amigo.
a

—Ven, — Marta,
acércate — Quiero
dijo sonriente .
presentar-

te a una amiga.
—Mucho gusto — Manolo, acercándose y extendiendo
dijo la

mano para saludar a América.


Era una mano áspera y caliente, y Manolo no sabía en qué

parte del cuerpo había sentido un cosquilleo. América, ahí, de-

lante suyo, lo miraba sin ruborizarse, y era amplia y hermosa.


El uniforme no le quedaba tan estrecho, pero era como si le que-
dara muy estrecho. Esa piel morena, ahí, delante suyo, era como
la tierra húmeda, y él hubiera querido tocarla. Marta sonreía con-
fiada, pero a Manolo le parecía que era una mujer insignificante y
la odiaba. América también sonreía, y Manolo hubiera querido
coger esa cabellera larga; esas crines de muchacha malcriada y
sucia que no se peinaba para fastidiar a los hombres. Y su blusa

se inflaba cuando sonreía, y a Manolo le parecía que sus senos se

le acercaban, y era como si los fuera a emparar.


—Vamos a tomar una Coca-Cola — dijo Marta.

ALFREDO BRYCE ECHENIQUE 199


.

—No puedo — dijo América — . Mis padres me esperan en la

tienda (ella no la llamaba bodega).


—Yo tampoco — dijo Manolo — . Tengo que esperar a mi
amigo (mentía porque quería huir).

— ¿Cuándo empiezan tus exámenes, América? —preguntó


Marta tratando de retenerla.

—Dentro de veinte días —respondió— . No sé cómo voy a

hacer. No sé nada de nada.


—En quinto de media no se jalan a nadie — dijo Manolo.

— ¿Tú crees? Ojalá.

—No te América —
preocupes, dijo Manolo — . Ya verás có-

mo no se jalan a nadie.

—Y ¿qué
después, piensas hacer?

—Nada. Descansar.

—¿Te quedas en Chaclacayo?


— ¿Qué voy
Sí. Es muy aburrido en
a hacer? verano, pero

¿qué voy a hacer?


—Todo el mundo se va a la playa — dijo Manolo.

—Yo sólo puedo ir los sábados y domingos.


— ¿Y la piscina de Huampaní? —preguntó Manolo.
—Es el último recurso, aunque a veces vienen amigos con
carro y me llevan a la playa.

—Yo tengo una casa muy bonita en Chaclacayo — dijo Ma-


nolo, ante la mirada de asombro de Marta, que sabía que estaba
mintiendo — . Tiene una piscina muy grande —continuó—
Hace años que no vamos y está desocupada. Si quieres, te pue-
do invitar un día a bañarnos.
—Nunca te he visto en Chaclacayo — dijo América.

—Ya me verás.

América se despidió sonriente, y continuó su camino hacia la

bodega de sus padres. Manolo la miraba alejarse, y pensaba que

200 El descubrimiento de América


esa falda no hubiera aguantado otro año de colegio sin reventar.

Estaba contento. Muy contento. Con América todo sería perfecto,

porque había perdido los papeles en el momento en que Mar-


ta se la presentó y cuando él perdía los papeles, eso era amor. La
amaba, y América sería como el amor de antes. Todo volvería.

— Perdóname — dijo Marta — . Piensa que ya saliste de eso.


Yo también ya salí de eso.

—No estaba preparado — dijo Manolo — .


¿Por qué lo has he-

cho? 1

—Quería verte sufrir un poco —respondió Marta— . Ya que


tenía que hacerlo, por lo menos sacar algún provecho de ello.

Y te juro que nunca olvidaré la cara de espanto que pusiste. Era

para morirse de risa.

—Te felicito — dijo Manolo, pero se arrepintió — : Gracias,


Marta. Ahora ya todo es cosa mía.
—Avísame qué tal te va — dijo Marta, y se despidió.

Manolo la veía alejarse. “Si me va bien, no volverás a saber


de mí”, pensó, y se dirigió a las Galerías Boza para tomar un
café. Al sentarse, escribió en una servilleta que había sobre la

mesa: “El día 20 de noviembre, a las 5.30 de la tarde, Manolo


conoció a América, y América conoció a Manolo. Te amo”. No
mencionó a Marta para nada.

Los fines que perseguía Manolo al tratar de conquistar a Améri-


ca eran dos: el primero, muy justo y muy bello: “Amar como an-

tes”; el segundo, menos vago, menos bello, pero también muy


humano: fregar a Marta. Sobre todo, desde aquel día en que lo

encontró por la calle, y le preguntó si América ya lo había man-


dado a rodar por no tener automóvil. Los medios que utilizaba
para lograr tales fines eran también dos: su imaginación de es-

ALFREDO BRYCE ECHENIQUE 201


tudiante de letras y la falta de imaginación (léase inteligencia)
de América. Cada vez que América decía una tontería, Manolo
se inflaba de piedad, confundía este sentimiento con el amor que
tenía que sentir por ella, y odiaba a Marta.

Había dejado de verla durante los veinte días que estuvo en


exámenes, durante Navidad, y el Año Nuevo. La extrañaba.
la

Habían quedado en verse a comienzos de enero, en Chaclacayo.


Amaba Chaclacayo. Amaba todo lo que estuviera entre Ñaña
y Chosica. Recordaba su niñez, y los años que había vivido en
Chosica. No olvidaría aquellos domingos en que salía a pasear

con su padre por el parque Central. Caminaban entre la gente,

y su padre lo trataba como a un amigo. Le costaba trabajo reco-

nocerlo sin su corbata, sin su terno, sin su ropa de oficina, sin

su puntualidad, y sin sus órdenes. No era más que un niño, pero

se daba muy bien cuenta de que su padre era otro hombre. Un


lunes, le hubiera dicho: “Anda a comer. Estudia. Haz tus temas”.

Pero era domingo, y le preguntaba: “¿Quieres regresar ya? Nos


paseamos un rato más”. Y él tenía que adivinar lo que su padre
quería, y adivinar lo que su padre quería era muy fácil, porque
siempre estaba de buen humor los domingos; porque era otro
hombre, como un amigo que lo lleva de la mano; y porque esta-

ba vestido de sport. Llevaría a América a Chosica, le contaría to-

das esas cosas, y ella sería un amor como antes, como quince años.

Ya vería Marta cómo América era la que él creía y él tampoco


había cambiado a pesar de haber aprendido tantas cosas. Sólo le

molestaba saber que tendría que usar algunas tácticas imagina-


tivas para lograr todo eso. Pero el sol de Chaclacayo, y el sol de
Chosica lo ayudarían. Sí. El sol lo ayudaría como ayuda a los to-

reros. Este mismo que mantenía vivos sus recuerdos, y que bri-
sol

lla todo el año (menos el día en que uno lleva a un extranjero para
mostrarle que a media hora de Lima el sol brilla todo el año).

202 El descubrimiento de América


I

Entre el día tres de enero, en que Manolo visitó por primera vez
a América, en su casa de Chaclacayo, y el día primero de febrero

en que, sorprendido, escuchó que ella le decía: “Mi bolero favori-

to (Manolo sintió una pena inmensa) es que te quiero, sabrás que


te quiero”, entre esas dos fechas, muchas cosas habían sucedido.
Bajó de un colectivo cerca a la casa de América, y se introdujo

sin ser visto en el baño de un pequeño restaurante. Rápidamen-


te se vendó una de las manos, y se colgó el brazo en un pañuelo
de seda blanco, como si estuviera fracturado. Luego, se vendó
un pie, y extrajo de un pequeño maletín un zapato, al cual le

había cortado la punta para que asomaran por ella dos dedos.
Traía también un viejo bastón que había pertenecido a su abue-
lo. Salió del baño, bebió una cerveza en el mostrador, y cojeó en-
trenándose hasta la casa de América. Hacía mucho calor, y sentía
que la corbata que le había robado a su padre le molestaba. El
cuello excesivamente almidonado de su flamante camisa, le irri-

taba la piel. Sus labios estaban muy secos mientras tocaba el

timbre, y le temblaba ligeramente la boca del estómago. “Como


antes”, pensó y sintió que perdía los papeles, pero era que Amé-
rica aparecía por una puerta lateral, y que él pensaba que algo
en su atuendo podía delatarlo.
— ¡Manolo! ¿Qué ha pasado? te

—Me saqué mugre. la

— ¿Cómo así?

—En una de con unos amigos.


carrera autos

— podido
¡Te has matar!
“¿Y tú, cómo sabes?”, pensó Manolo, un poco sorprendido al

ver que las cosas marchaban tan bien. Hubiera querido detener

todo eso, pero ya era muy tarde.

ALFREDO BRYCE ECHEN IQUE 203


— Pudo haber sido peor —continuó— . Era un carro sport, y
no sé cómo no me destapé el cráneo.

—¿Y el carro?
—Ése sí que murió —respondió Manolo, pensando: “Nunca
• »
nació .

—Y ¿qué ahora, vas a hacer?

—Nada — con tono dijo indiferente — . Tengo que esperar


que mis padres vuelvan de Europa. Ellos verán si lo arreglan o
me compran otro. “No me creas, América”, pensó, y dijo: No
quiero arruinarles el viaje contándoles que he tenido un acci-
dente. De cualquier modo — “allá va el disparo”, pensó — ,
no
podré manejar por un tiempo.
— Pero, ¿tu carro, Manolo?
—Pues nada — dijo, pensando que todo iba muy bien — . El

problema está en conseguir taxis que quieran venir hasta Cha-


clacayo.

—Usa los colectivos, Manolo. (“Te quiero, América”). No


seas tonto.

—Ya veremos. Ya veremos — Manolo, pensando que dijo to-

do de boca— ¿Y
había salido a pedir exámenes? .
tus

—Un — América, con desgano— Me


ensarte dijo . jalaron en

tres, pero no pienso ocuparme más de eso.


— Claro. Claro. ¿Para qué te sirve eso? “¿Para ser igual a Mar-
ta?”, pensó.

— ¿Vamos bañarnos Huampaní?


a a

— —exclamó Manolo.
¡Bestial! Sentía que se llenaba de algo

que podía ser amor.


—¿Y tus lesiones?

— ¡Ah!, verdad. ¡Qué bruto soy...! Es que cuando no me due-


len me olvido de ellas. De todas maneras, te acompaño.

—No. No importa, Manolo — dijo América, en quien pare-

204 El descubrimiento de América


cía despertarse algo como el instinto maternal — .
¿Vamos al ci-

ne? Dan una buena película. Creo que es una idiotez, pero vale

la pena verla. Cuando mejores, iremos a nadar.

—Claro — dijo Manolo. La amaba.


Durante diez días, Manolo cojeó al lado de América por todo
Chaclacayo. Diariamente venía a visitarla, y diariamente se dis-
frazaba para ir a su casa. Sin embargo, tuvo que introducir algu-
nas variaciones en su programa. Variaciones de orden práctico:

tuvo, por ejemplo, que buscar otro vestuario, pues los propieta-

rios del restaurante en que se cambiaba, se dieron cuenta de que


entraba sano y corriendo, y salía maltrecho y cojeando. Se cam-
biaba, ahora, detrás de una casa deshabitada. Y variaciones de or-

den sentimental: debido a la credulidad de América. Le partía el

alma engañarla de esa manera. Era increíble que no se hubiera


dado cuenta: cojeaba cuando se acordaba, se quejaba de dolores
cuando se acordaba, y un día hasta se puso a correr para alcanzar
a un heladero. No podía tolerar esa situación. A veces, mientras

se ponía las vendas, sentía que era un monstruo. No podía acep-


tar que ella sufriera al verlo tan maltrecho, y que todo eso fuera
fingido. ¿Y cuando se acordaba de sus dolores? ¿Y cuando la

hacía caminar lentamente a su lado, cogiéndolo del brazo sano?

Era un monstruo. “Adoro su ingenuidad”, se dijo un día, pero


luego “¿y si lo hace por el automóvil?”. “¿Y si cree que me van
a comprar otro?”. Pero no podía ser verdad. Había que ver cómo
prefería quedarse con él, antes que ir a bañarse a la piscina de
Huampaní. “Es mi amor”, se dijo, y desde entonces decidió que
tenía que sufrir de verdad, aunque fuera un poco, y se introdu-

cía piedrecillas en los zapatos para ser más digno de la creduli-

dad de América, y de paso para no olvidarse de cojear.


Durante los días en que vino cubierto de vendas, Manolo y
América vieron todas las películas que se estrenaron en Chacla-

ALFREDO BRYCE ECHENIQUE 205


. .

cayo. Dos veces se aventuraron hasta Chosica, a pedido de Mano-


lo. Fueron en colectivo (él se quejó de que no hubiera taxis en esa
zona). Y se parque Central, y recordaba su ni-
pasearon por el

ñez. Recordaba cuando su padre se paseaba con él los domingos

vestidos de sport, y qué miedo de que le cayera un pelotazo de


fútbol en la cabeza. Porque no quería ver a su padre trompearse,

porque su padre era muy flaco y muy bien educado, y porque él

temía que algunos de esos mastodontes con zapatos que pare-


cían de madera y estaban llenos de clavos y cocos, le fuera a pegar

a su padre. Y entonces le pedía para ir a pasear a otro sitio, y su

padre le ofrecía un helado, y le decía que no le contara a su ma-


má, y le hablaba sin mirarlo. Hubiera querido contarle todas esas
cosas a América, y un día, la primera vez que fueron, trató de ha-
cerlo, pero ella no le prestó mucha atención. Y cuando América
no le prestaba mucha atención, sentía ganas de quitarse las pie-

drecillas que llevaba en los zapatos, y que tanto le molestaban


al caminar. Recordaba entonces que un tío suyo, muy bueno y muy
católico, se ponía piedrecillas en los zapatos por amor a Dios, y
pensaba que estaba prostituyendo el catolicismo de su tío, y que
si hay infierno, él se iba a ir al infierno, y qué bestial sería conde-
narse por amor a América, pero América, a su lado, no se entera-

ría jamás de esas cosas que Marta escucharía con tanta atención.
—América — dijo Manolo. Era la segunda vez que iban a

Chosica, y tenía los pies llenos de piedrecillas.

—¿Qué?
—¿Cómo habrá venido a caer este poema en mi bolsillo?

—A ver. .

Bajando el valle de Tarma ,

Tu ausencia bajó conmigo.

Y cada vez más los inmensos cerros. .

206 El descubrimiento de América


Se detuvo. No quiso seguir leyendo: tres versos, y ya América es-
taba mirando la hora en su reloj. Guardó el poema en el bolsi-

llo izquierdo de su saco, junto a los otros doce que había escrito
desde que la había conocido. Poemas bastante malos. General-
mente empezaban bien, pero luego era como si se le agotara algo,

y necesitaba leer otros poemas para terminarlos. Casi plagiaba,


pero era que América... La invitó a tomar una Coca-Cola antes
de regresar a Chaclacayo. Él pidió una cerveza, y durante dos ho-
ras le habló de su automóvil “Era un bólido. Era
1

: rojo. Tenía ta-

piz de cuero negro, etc.”. Pero no importaba, porque cuando su


padre llegara de Europa seguro que le iba a comprar otro, y “¿qué
marca de carro te gustaría que me comprara, América? ¿Y de
qué color te gustaría? ¿Y te gustaría que fuera sport o simple-
mente convertible?”. Y, en fin, todas esas cosas que iba sacando

del fondo de su tercera cerveza, y como América parecía estar

muy entretenida, y hasta feliz: “¡Imbécil! Marta”, pensó.

El día catorce de enero, Manolo llegó ágil y elegantemente a casa

de América. No había olvidado ningún detalle: hacía dos o tres


meses que, por casualidad, había encontrado por la calle a Mi-
guel, un jardinero que había trabajado años atrás en su barrio.
Miguel le contó que ahora estaba muy bien, pues una familia
de millonarios lo había contratado para que cuidara una inmen-
sa casa que tenían deshabitada en Chaclacayo. Miguel se encarga-

ba también de cuidar los jardines, y le contó que había una gran


piscina; que a veces, el hijo millonario del millonario venía a

bañarse con sus amigos; y que la piscina estaba siempre llena.

“Ya sabes, niño”, le dijo, “si algún día vas por allá...”. Y le dio
la dirección. Cuando tocó la puerta de casa de América, Manolo
tenía la dirección en el bolsillo.

ALFREDO BRYCE ECHENIQUE 207


— ¡Manolo! —exclamó América al verlo — .
¡Como nuevo!
—Ayer me vendas
quitaron las definitivamente. Los médicos
dicen que ya estoy perfectamente bien. (Había tenido cuidado
de no hablar de heridas, porque le parecía imposible pintarse
cicatrices).

Y durante más de una semana se bañaron diariamente en


Huampaní. Por las noches, después de despedirse de América,
Manolo iba a visitar a Miguel, quien lo paseaba por toda la in-

mensa casa deshabitada. Se la aprendió de memoria. Luego, sa-

lían a beber unas cervezas, y Manolo le contaba que se había


templado de una hembrita que no vivía muy lejos. Una noche
en que se emborracharon, se atrevió a contarle sus planes, y le

dijo que tendría que tratarlo como si fuera el hijo del dueño.

“Pendejo ”, replicó Miguel, sonriente, pero Manolo le explicó que

en Huampaní había mucha gente, y que no podía estar a solas


con ella. “Pendejo, niño”, repitió Miguel, y Manolo le dijo que
era un malpensado, y que no se trataba de eso. “La quiero mucho,
Miguel”, añadió, pensando: “Mucho, como antes, porque la iba

a volver a engañar”.

Llegaban a Huampaní.
—Mañana iremos bañamos a a casa de mis padres — dijo Ma-
nolo — He . traído las llaves.

—Hubiéramos podido hoy — ir replicó América, mientras se

dirigía al vestuario de mujeres.

Manolo la esperaba sentado al borde de la piscina, y con los


pies en el agua. “Traje de baño blanco”, se dijo al verla aparecer.

Venía con su atrayente malla blanca, y caminaba como si estuvie-

ra delante del jurado en un concurso de belleza. Avanzaba con su


melena... Debería cortársela aunque sea un poco porque parece,

y sus piernas morenas más tostadas por el sol con esos muslos.

Esos muslos estarían bien en fotografías de periódicos sensacio-

208 El descubrimiento de América


nalistas. Sufriría si viera en el cuarto de un pajero la fotografía

de América en papel periódico. América se apoyó en su hombro


para agacharse y sentarse a su lado. Vio cómo sus muslos se aplas-

taban sobre el borde de la piscina, y cómo el agua le llegaba a


las pantorrillas. Vio cómo sus piernas tenían vellos, pero no mu-
chos, y esos vellos rubios sobre la piel tan morena, lo hacían sen-

tir algo allá abajo, tan lejos de sus buenos sentimientos... Qué
pena, parece de esas con unos hombres que dan asco en unos ca-
rros amarillos que quieren ser último modelo los domingos de
julio en el parque Central de Chosica. Justamente cuando no me
gusta ir alparque de Chosica. Esos hombres vienen de Lima y
se ponen camisas amarillas en unos carros amarillos para venir a
cachar a Chosica.
—No me gorro de
cierra el baño.
—No pongas.
te lo

— me va empapar
Se a el pelo.

— en un
El sol te lo seca instante.

Había algo entre el sol y sus cabellos, y él no podía explicar-


se bien qué cosa era... Pero los tigres en los circos son amarillos
como el sol y esa cabellera de domadora de fieras. América le

pidió que le ayudara a ponerse el gorro, y mientras la ayudaba y

forcejeaba, pensaba que sus brazos podían resbalar, y que iba a

cogerle los senos que estaban ahí, junto a su hombro, tan pálido

junto al de América... Y por cojudo y andar fingiendo acciden-


tes de hijo de millonario no he podido ir a mi playa en los viejos

Baños de Barranco, con el funicular y esas cosas de otros tiem-

pos, cerca a una casa en que hay poetas. Esos Baños tan viejos con
sus terrazas de madera tan tristes. Pero América no quedaría
bien en esa playa de antigüedades porque aquí está con su ma-
lla blanca y las cosas sexys son de ahora o tal vez, eso no, acabo

de descubrirlas. No porque la quiero. América. No voy a mirar-

ALFREDO BRYCE ECHENIQUE 209


le más los vellos, quiero tocarlos, son medio rubios. Me gustan
sobre sus piernas, sus pantorrillas, sus muslos morenos.
“Al agua”, gritó América, resbalándose por el borde de la pis-

cina. Manolo la siguió. Nadaba detrás de ella como un pez detrás

de otro en una pecera, y a veces, sus manos la tocaban al bra-

cear, y entonces perdía el ritmo, y se detenía para volver a empe-


zar. América se cogió del borde, al llegar a uno de los extremos
de Manolo, a su lado, respiraba fuertemente, y veía
la piscina.

cómo sus senos se formaban y se deformaban, pero era el agua


que se estaba moviendo.
—Ya no tengo — América. frío dijo

—Yo tampoco — Manolo, pero continuaba temblando,


dijo

y le era difícil respirar.


— muy Estás Manolo.blanco,

—Es uno de mis primeros baños en este verano.

—Yo tampoco me he bañado muchas veces. Siempre soy mo-


rena. ¿Te gustan las mujeres morenas?
— — respondió Manolo, volteando
Sí la cara para no mirar-

la — ¿Vamos
.
a bucear?

Buceaban. Le ardían los ojos, pero insistía en mantenerlos


abiertos bajo el agua, porque así podía mirarla muy bien y sin
que ella se diera cuenta. Salían a la superficie, tomaban aire, y
volvían a sumergirse. Ella se cogió de sus pies para que la jalara

y la hiciera avanzar pero Manolo giró en ese momento y se en-


contró con la cara de América frente a la suya. La tomó por la

cintura. Ella se cogió de sus brazos, y Manolo sentía el roce de

sus piernas mientras volvían a la superficie en busca de aire. “Voy


a descansar”, dijo América, y se alejó nadando hasta llegar a la es-

calerilla. Manolo la siguió. Desde el agua, la veía subir y obser-


vaba qué hermosas eran sus piernas por atrás y cómo la malla
mojada se le pegaba al cuerpo, y era como si estuviera desnuda

2 io El descubrimiento de América
allí, encima suyo. No salió. Desde el borde de la piscina, ella lo

veía pensativo, cogido de la escalerilla... No me explico cómo


ese tipo que me esperaba todos los días en la plaza San Martín,

y felizmente que ya acabó el colegio, ni tampoco me importan


los me han jalado, ni me dio vergüenza cuando
exámenes en que
me preguntó qué tal me fue en los exámenes. Allá abajo tan fla-
co no me explico pero parece inteligente y sabe decir las cosas,
pero tendré que darle ánimos y todo lo que dice cuando habla
del accidente me gusta, ese carro fue muy bonito rojo no me im-
porta por qué allá abajo tan flaco tan pálido me hace sentir segu-
ra. Pero mis amigas qué van a pensar tengo buen cuerpo y con
mi cara esperan algo mejor porque los hombres me dicen tantos
piropos, tantas cochinadas, más piropos que a otras y cuando fui

a Lima con Mariana tan rubia tan bonita me dijeron más piro-

pos te gané Mariana, pero el enamorado de Mariana es muy buen


mozo pero Manolo se viste mejor, si paso un mal rato en una fies-

ta el carro mis amigas se acostumbrarán a que mi enamorado no


es tan buen mozo. Me gusta mucho, me gusta más que otros ena-
morados no le he dicho he tenido, y algo pasa en mi cuerpo algo
como ahora está allá abajo y siento raro en mi cuerpo, fue gra-
cioso cuando me tocó la cintura mejor todavía que cuando Raúl

me apretaba tanto.
— ¿Quieres sentarte en esa banca? —preguntó Manolo, que
subía la escalerilla.

— — respondió América—
Sí . Ya no quiero bañarme más.
—Ven. Vamos que antes alguien la coja.

—Me molesta A tanta gente. partir de mañana tenemos que


ir a tu casa.

— Sí. todo
Allá será mejor.

— ¿Qué tal es la piscina?

—Es muy grande, y el agua está más limpia que ésta.

ALFREDO BRYCE ECHENIQUE 2 I I


.

—¿Nadie baña nunca?


se

—Me imagino que el jardinero se debe pegar su baño, de vez

en cuando.
— ¿Y para qué la tienen llena?

—A veces, se me ocurría venir con mis amigos —


dijo Ma-
nolo.

—Qué tales jaranas las que debes haber armado ahí — dijo

América, tratando de insinuar muchas cosas.


—No creas —respondió Manolo, con tono indiferente. Esta-

ba jugando su rol.

— ¡A mí con —exclamó América,


cuentos! sonriente.

—América — Manolo, con voz


dijo — América... suplicante .

— ¿Qué Dime, ¿qué


cosa? cosa?

—Nada. Nada... mucho. A


Estaba pensando... “Te quiero pe-

sar de.

— ¿Qué Manolo.
cosa?,

—Nada. Nada. Creo que ya está bien de piscina por hoy. Re-
gresemos a tu casa.

—Vamos a cambiarnos.

Estaba listo. Cuando América salió del vestuario con sus pan-
talones pescador a rayas blancas y rojas, Manolo recordó que ella

le había contado que aún no había ido a Lima a hacer sus com-
pras por ese verano. Los pantalones le estaban muy apretados, y

ahora, al caminar por las calles de Chaclacayo, todo el mundo


voltearía a mirarle el rabo: “¿Y por qué no?”, se preguntaba Ma-
nolo. “Lista”, dijo América y caminaron juntos hasta su casa.

Nadie los molestaba. Sus padres estaban en la tienda (Mano-


lo había aprendido a llamarla así), y la abuela, allá arriba, de-

masiado vieja para bajar las escaleras. Entraron a la sala. Él sacó


unos discos. Ella puso los boleros. La miró. Ella le dijo para bai-

lar. Él se disculpó diciendo que debido al accidente... Ella in-

212 El descubrimiento de América


sistió. Cedió. Bailaban. Ella empezó a respirar fuertemente. Él
empezó a mirarle los vellos rubios sobre sus antebrazos more-
nos, y a recordar... Ella cerró los ojos. Él le pegó la cara. Ella le

apretó la mano. Terminó ese disco. Ella le dijo que su bolero fa-

vorito era Sabrás que te quiero. Le dijo que se lo iba a regalar, y se

sentó. Ella lo notó triste, y se sentó a su lado. Tuvo un gesto de


desesperación. Ella le preguntó si hacía mucho calor, y abrió la

ventana. Le cogió la mano. Ella le puso la boca para que la be-

sara. La iba a besar. Ella lo besó muy bien.

“Es inmensa. El agua está cristalina”, dijo América, parada frente

a la piscina, en casa de Manolo. “No está mal”, agregó Manolo,


cogiéndola de mano, y diciéndole que la quería mucho, y que
la

le iba a explicar muchas cosas. Estaba dispuesto a contarle todo

lo que Marta le había dicho sobre ella. Estaba dispuesto a decirle


que entre ellos todo iba a ser perfecto, y que él creía aún en tan-
tas cosas que según la gente pasan con la edad. Estaba decidido

a explicarle que con ella todo iba a ser como antes, aunque le

parecía difícil encontrar las palabras para explicar cómo era ese

“antes”. “Vamos a ponernos la ropa de baño”, dijo América. Ma-


nolo le señaló la puerta por donde tenía que entrar para cam-
biarse. Él se cambió en el dormitorio de Miguel. “El tiempo
pasa, niño”, le dijo Miguel. “Está como cuete”.

Habían extendido sus toallas sobre el césped que rodeaba la

piscina, América se había echado sobre la toalla de Manolo, y


Manolo sobre la de América. Permanecían en silencio, cogidos
de la mano, mientras el sol les quemaba la cara, y Manolo se ima-
ginaba que los ojos negros e inmensos de América lagrimeaban
también como los suyos. Volteó a mirarla: gotas de sudor resba-
laban por su cuello, y sintió ganas de beberías. Morena, América

ALFREDO BRYCE ECHENIQUE 213


resistía el sol sobre la cara, sobre los ojos, y continuaba mirando
hacia arriba como si nada la molestara. Había recogido ligera-
mente las piernas, y Manolo las miraba pensando que eran más
voluminosas que las suyas. Le hubiera gustado besarle los pies. Le
acariciaba el antebrazo, y sentía sus vellos en las yemas de los de-

dos. La malla blanca subía y bajaba sobre sus senos y sobre su

vientre, obedeciendo el ritmo de su respiración. Hubiera querido


poner su mano allí encima, que subiera y bajara, pero era mejor
no aventurarse. En ese momento, América se puso de lado apo-
yándose en uno de sus brazos. Estaba a centímetros de su cuer-
po, y le apretaba fuertemente la mano. Con la punta del pie, le

hacía cosquillas en la pierna, y Manolo sentía su respiración ca-

liente sobre la cara, y veía cómo sus senos aprisionados entre los

hombros, rebalsaban morenos por el borde de la malla blanca


como si trataran de escaparse. Le hablaría después. Era mejor ba-

ñarse; lanzarse al agua. Pero se estaba tan bien allí. . . Se incorpo-


ró rápidamente, y corrió hasta caer en el agua. América se había

sentado para mirarlo. “¡Ven!”, gritó Manolo. “Está riquísima”.

Tampoco ella tenía la culpa. Habían escuchado a Miguel cuando


dijo que iba a salir un Habían nadado, y eso había empe-
rato.

zado por ser un baño de piscina. No podrían decir en qué mo-


mento habían comenzado, ni se habían dado cuenta de que era
ya muy tarde cuando el agua empezó a molestarlos. Porque iban
a continuar, y todo lo que no fuera eso había desaparecido, y los

había dejado tirados ahí, al borde de la piscina, sobre el césped.


Y Manolo la besaba y jugaba con sus cabellos, igual a esos tigri-
llos en los circos y en los zoológicos,que juegan, gruñen, y sa-
can las uñas como si estuvieran peleando. Y América se reía, y
se dejaba hacer, y colocaba una de sus rodillas entre sus piernas,

214 El descubrimiento de América


y él sentía el roce de sus muslos y paseaba sus manos inquietas
por todo su cuerpo, hasta que ya había tocado todo, y sintió que
esa malla blanca que tanto le gustaba lo estaba estorbando. Era

como si estuvieran de acuerdo: no hablaban, y él no le había di-


cho que se la iba a bajar, pero ella lo había ayudado. Y entonces
él había apoyado su cara entre esos senos como abandonándose
a ellos, pero América lo buscaba con la rodilla, y él se había en-
cogido y había besado ese vientre tan inquieto, donde la piel era

tan suave y siempre morená. Luego, se había dejado caer sobre

ese cuerpo caliente, y se había cogido de él como un náufrago a

una boya, y no se había podido incorporar porque América y sus


muslos lo habían aprisionado. Y luego él debió enceguecer por-
que ya no veía el césped bajo sus ojos, ni tampoco le veía la cara,

ni veía las plantas alrededor, pero sentía que todo eso se estaba

moviendo con violencia y dulzura, y ya no la escuchaba quejar-


se y entonces era como una suprema armonía, y el ritmo de la

tierra y del mundo bajo sus cuerpos, alrededor de sus cuerpos,


continuó un rato más allá del fin.

Lloraba sentada mirándose el sexo, y cubriéndose los senos pu-


dorosamente con los brazos. Pensaba en las monjas de su cole-
gio, en sus padres, en la bodega y en sus hermanos. Pensaba en
sus amigas, y se miraba el sexo, y sentía que aquel ardor volvía.
Hubiera querido amar mucho a Manolo, que parecía un muerto,
a su lado, y que sólo deseaba que las lágrimas de América fueran
gotas de agua de la piscina. Trataba de no pensar porque estaba
muy cansado... Cuántos días. Soportar sin ver a Marta. Contar-

le. Todo. Hasta la sangre. Contar que estoy tan triste. Tan triste.

¿Qué después? ¿Qué ahora? Marta va a hablar cosas bien dichas.

Si fuera hombre le pego. Mejor se riera de mí para terminar to-

do. Ahí. Aquí. Anda, lávate. ¡Cállate, mierda! No gimas. Te he


querido tanto y ahora estoy tan triste y tú podrás decir que fue

ALFREDO BRYCE ECHENIQUE 215


haciendo gimnasia y ya no volveré porque te hubiera querido.
Antes antes antes. Mandar una carta. Explicarte todo. Desapare-
cer. Matarme en una carrera con mi auto nuevo. Simplemente
desaparecer. Marta te cuenta todo. Cobarde. Decirte la verdad.
Sobre todo irme. Si supieras lo triste perdonarías pero nunca sa-
brás y esto también pasará. Sí. No. Ándate. Ándate un rato. Ve-
te. Cuando me ponga la corbata todo será distinto. Te llevaré a
tu casa. No te veré más. Tal vez te des cuenta en la puerta de tu
casa, y mañana irás a comprar ropa de verano y no veré tu ropa
nueva más apretada. Culpa. Cansancio. Se está vistiendo en ese
cuarto de la casa. Soy amigo del jardinero ni mis padres están en
Europa. Tal vez te escribiré, América. Con mi corbata. Mi padre
no está en Europa. Mentiras. Culpa. Mi padre. Su corbata allá en

el cuarto de Miguel. Te llevaré a tu casa, América. Tu casa de tus

boleros donde también he matado he muerto. Mi corbata tan le-

jos. Morirme. Ser. To be. Dormir años. Marta. La corbata allá allá

allá allá.

América se estaba cambiando.

6 El descubrimiento de América
f

MAYRA SANTOS-FEBRES

Marina y su olor

PUERTO RICO
*
*
9

9
M AYRA SANTOS-FEBRES, nació en Carolina (Puerto Rico) en 1966.
Comienza
internacionales,
a publicar

como Casa
poemas en 1984 en
de las Américas, de
revistas y periódicos

Cuba; Página doce ,


de
Argentina; Revue Noir de Francia, y Latin American Revue of Arts and
,

Literature, de Nueva York. En 1991 aparecen sus dos poemarios: Ana-


mu y manigua ,
libro que fue seleccionado como uno de los diez mejo-
res del año por la crítica puertorriqueña, y El orden escapado ganador ,

del primer premio de poesía de la revista Tríptico de Puerto Rico. Ter-


cer Mundo ,
su tercer poemario, fue publicado en México en el 2000.
Además de poeta, Mayra Santos-Febres es ensayista y narradora. Co-
mo cuentista ha ganado el Premio Letras de Oro (USA, 1994) por su
colección Pez de vidrio , y el Premio Juan Rulfo (París, 1996) por Oso
Blanco. Su primera novela, Sirena Selena vestida de pena fue publicada
,

en España en el 2000, habiéndose traducido al inglés, italiano y fran-


cés y quedado como finalista del Premio Rómulo Gallegos de Novela
en el 2001. En el 2002 publicó su segunda novela, Cualquier miércoles

soy tuya.

a juventud es buen momento para desarrollar hábitos.


L Algunos son nocivos, otros beneficiosos. De los peores hábitos

que se pueden adquirir en la adolescencia es el hábito de la lectura.

Te desconecta del mundo cotidiano, te alimenta la terrible

malacostumbre de cuestionar lo establecido, te hace posible manejar


más información de la que es aconsejable, te mete en mundos
imaginarios y, peor aún, te incita a imaginarte los propios.

Además, es un hábito adictivo. Una vez empiezas a leer buena

literatura, no puedes parar. Así que para aquellos seres que sueñan
convertirse en buenos ciudadanos, en personas bien adaptadas

al medioambiente social dominante, les aconsejo seriamente que

no lean ni una palabra más de las que salen impresas en este libro.

Declaraciones de la autora realizadas especialmente para esta edición.


Marina y su olor

Doña Marina París era una mujer repleta de encantos. A los

cuarenta y nueve años expiraba todavía esos olores que cuan-


do joven dejaba a los hombres del solar embelesados y buscando

cómo poderle lamer las carnes a ver si sabían a lo que olían. Y to-
dos los días olían a algo diferente. A veces, un delicado aromita
a orégano brujo le salía de por las grietas de la entrepierna; otras,

perfumaba el aire a caobo macho, a limoncillos de quemar golon-


drinos, pero las más de las veces olía a pura satisfacción.

Doña Marina había trabajado desde chiquita en el come-y-


vete El Pinchimoja, establecimiento abierto en el creciente pue-

blo de Carolina por Esteban París. Anteriormente, don Esteban

había sido clarinetista virtuoso, trabajador de caminos y muestre-


ro de “melao” de la Central Victoria. Su esposa consensual, Edovina
Vera, era nieta de una tal Pancracia Hernández, tendera españo-
la venida a menos a quien el tiempo le tendió una trampa en for-

ma de negro retinto de Canóvanas. Él le enseñó de verdad lo que


era gozar de un hombre ya cuando ella le había perdido la fe y
el gusto a casi todo, incluyendo a Dios.
Marina se crió en El Pinchimoja. Mamá Edovina, todos los

años pariendo chancletas, le encomendó la cocina de la fonda y


que vigilara a la María, la señora medio loca que le ayudaba a

220 Marina y su olor


Mamá a mover los grandes calderos de arroz guisado con habi-
chuelas, las ollas de tinapa en salsa, el asopao de pollo, la batata
asada y el bacalao con pasas, especialidad del lugar. Como trabajo

especial, tenia que prevenir que la María cocinara con aceite de


coco. Había que salvar la reputación del lugar y que la gente no
creyera que los dueños eran una trulla de negros ariscos de Loíza.
Desde los ocho hasta los trece años, Marina expulsaba aromas
picantes, salados y dulces por todos los goznes de su carne. Y ella,
arropada como siempre en suS olores, ni se dio cuenta de que con
ellos embrujaba a todo el que le pasaba cerca. Su sonrisa ampu-
losa, sus pasas recogidas en trenzas y pañuelos, sus pómulos al-

tos y el olor del día le sacaban la alegría hasta al picador de caña


más decrépito, hasta al trabajador de caminos más chupado por
el sol, hasta a su padre, clarinetista frustrado, quien se levanta-

ba de su sopor de alcohol y sueños e iba a parársele cerca a su Ma-


rina nada más que para olería pasar.

A doña Edovina le empezaba a preocupar el efecto de Marina


en los hombres, en especial, la manera en que lograba despertar
a don Esteban de la silla de alcohólico en la cual se postraba to-

das las mañanas desde las cinco, cuando terminaba de comprarle


los sacos de arroz y plátanos al carretero suplidor que a diario ba-
jaba hacia el colmado La Nueva Esperanza. Ya Marina tenía tre-

ce años, edad peligrosa. Así que un día doña Edovina abrió una
botella extra de ron Cristóbal Colón de Mayagüez, se la puso al

lado de la silla a su cortejo y fue a buscar a Marina a la cocina,

donde ella empezaba a pelar las batatas y los plátanos para asar-

los. —Hoy empiezas a trabajar para los Velázquez. Allí te darán

comida, ropa nueva y la casa de doña Georgina te queda cerca


de la escuela — . Doña Edovina se llevó a Marina por la parte de

atrás de El Pinchimoja hacia la calle José de Diego. Pasaron por


detrás de la farmacia de los Alberti para llegar a la casa de doña

MAYRA SANTOS-FEBRES 22 I
Georgina, blanca beata ricachona, cuya pasión por la yuca gui-
sada con camarones la hizo notable en el pueblo entero.
En esa época Marina empezó a oler a mar. Iba a visitar a sus

padres todos los fines de semana. Don Esteban, cada vez más
alcoholizado, llegó a no reconocerla, pues se confundía pensan-

do que ella iba a oler a los platos del día. Cuando Marina llegaba

olorosa a chillo o a los camarones que se comían regularmente en


la casona señorial, el padre volvía a tomar un trago de la botella

amiga que yacía a los pies de su silla y se perdía en los recuerdos

de su pasión por el clarinete. El Pinchimoja ya no atraía a la gen-

te de antes. Había bajado a la categoría de fonda de desayunos;

allí lo que se comía era funche, sorullos de maíz con queso blan-
co, café y sancocho. Los funcionarios de oficina y hacedores de
caminos se habían desplazado a otro come-y-vete que tenía una
novedosa atracción que reemplazó el cuerpo prieto de la treceañe-

ra olorosa a sazones: una vitrola en la cual a la hora del almuerzo


se escuchaba a Felipe Rodríguez, Pérez Prado y a la orquesta de
Benny Moré.
Fue en la casa de los Velázquez donde Marina se percató de
su habilidad prodigiosa para albergar olores en su carne. Todos
los días tenía que levantarse antes de las cinco de la mañana pa-
ra dejar listo el arroz, las habichuelas y la mistura que les acom-
pañara; esa fue la condición que le impusieron los Velázquez para
que pudiera asistir a la escuelita municipal. Un día, pensando
en la comida que debía preparar al día siguiente para la señora de
la casa, sorprendió a su cuerpo oliendo al menú imaginario — sus

codos a recaído fresco, sus axilas a ajo, cebolla y ají rojo, sus ante-

brazos a batata asada con mantequilla, el entremedio de sus seni-


tos en flor a lomillo fresco encebollado y más abajo a arroz blanco

y granoso, como a ella siempre le quedaba el arroz — . Entonces


se impuso como disciplina hacer que olores recordados salieran

222 Marina y su olor


de su cuerpo. Los aromas a yerbas le salían bien. La mejorana, el

poleo y la menta eran sus favoritos.

Después de sentirse complacida con los resultados de sus ex-


perimentos aromáticos caseros, Marina empezó a experimentar
con olores sentimentales. Un día trató de imaginarse el olor de

la tristeza. Pensó firmemente en el día en que Mamá Edovina la

mandó a vivir a casa de los Velázquez. Pensó en don Esteban, su


papá, sentado allí imaginando lo que pudo haber sido su futuro
como clarinetista en las bandás de mambo o en las pachangas de
César Concepción. En seguida del cuerpo le salió un olor a man-
glemañanero y a calor de sábana así entre rancio y medio dulzón.
Después de esto, practicó los olores de la soledad y del deseo.
Aunque pudo sacar aquellos aromas de su propio cuerpo, el ejer-

cicio la dejaba exhausta; le causaba demasiado trabajo. Así fue


que Marina empezó a recoger olores de los patrones, de los veci-

nos de la casona Velázquez, de la servidumbre que vivía en los

cuartitos del patio junto a las gallinas y los hilos de tender la ro-

pa interior del hijo de doña Georgina.


Hipólito Velázquez, hijo, no le gustaba nada a Marina. Ella
lo había sorprendido en el baño raspeteándose la verga, la cual

despedía un olor a avena con moho dulce. Ése era el mismo olor

(un toquecito más ácido) que despedían sus calzoncillos antes de


lavarlos. Era seis años mayor que ella, enclenque y amarillo, con
unas piernas famélicas y sin una sola onza de nalgas. “Esculapio”
le apodaba callada cuando lo veía pasar, ella sonriendo siempre
con esos pómulos altos de negra parejera. Las lenguas del pue-
blo decían que casi todas las noches el niño se paseaba por el Ba-
rrio Tumbabrazos buscando mulatitas para hacerles “el daño”.

Le encantaba la carne prieta. A veces, Hipólito la miraba con


ahínco. Una vez le insinuó que tuvieran amores, pero Marina se

le negó. Lo veía tan feo, tan débil y apendeja’o que de sólo ima-

MAYRA SANTOS-FEBRES 223


ginarse que Hipólito le ponía un dedo encima, su carne empe-
zaba a oler a pescado podrido y ella misma se daba náuseas.
Después de año y medio de vivir con los Velázquez, Marina
comenzó a fijarse en los varones del pueblo. En las fiestas patro-
nales de Carolina de aquel año, conoció a un tal Eladio Salamán,

que de una sola olida la dejó muerta de amor. Tenía la mirada


soslayada y el cuerpo apretado y fibroso como el corazón dulce
de una caña. Su piel rojiza le recordaba el tope de los muebles de
caoba de la casona Velázquez. Cuando Eladio Salamán se le acer-

có aquella noche a Marina, llegó con un maremoto de fragancias

nuevas que la dejó embelesada por horas, mientras la conducía


del brazo y caminaba con ella por la plaza.

Tierra de bosque lluvioso, yerba buena con rocío, palangana

sin estrenar, salitre mañanero... Marina comenzó a ensayar sus

olores más difíciles a ver si lograba convocar el de Eladio Sala-


mán. Este empeño la hizo olvidadiza en cuanto a todos sus otros

menesteres y a veces, sin proponérselo, le servía platos a los pa-

trones con los olores confundidos. La yuca con camarones una


tarde le salió oliendo a chuletas a la jardinera. Otro día, el arroz

con gandules perfumaba el aire a verdura con bacalao y llegó a ta-

les extremos su crisis que un pastelón de papas le salió del horno

oliendo igualito que los calzoncillos del niño Velázquez. Tuvieron


que llamar al médico de emergencia, pues todos los que aquel
día comieron en la casa vomitaron hasta la bilis y creyeron que se

habían envenenado sin remedio.


Marina se dio cuenta de que la única manera de romper la

fascinación con aquel hombre era volverlo a ver. Sigilosamente

lo buscó con el olfato por cada esquina del pueblo hasta que dos
días después lo encontró sentado frente al cine Sereceda tomán-
dose una champola. Esa tarde, Marina no regresó a la casa a tiem-
po para preparar la comida. Se inventó cualquier excusa. Luego

224 Marina y su olor


corrió a hacer la cena, que fue la más sabrosa que se comió en
el comedor de los Velázquez en toda la historia del pueblo por-
que olía a amor y al cuerpo dulce de Eladio Salamán.
En una tarde de andanzas por el barrio, Hipólito vio a Marina
cogida de manos con Eladio, los dos sonrientes y dando vueltas
alrededor de sus aromas. Recordó cómo la morena lo había rehu-
sado y ahora la encontraba sobeteándose con aquel negro cañero.
Pesó su momento y se fue a hablar con su señora madre. Quién
sabe lo que le dijo Hipólito, pero doña Georgina se puso furiosa.

Cuando llegó Marina, la insultó. — ¡Mala mujer, indecente, negra


apestosa, apestosa! — . Y hasta tuvo que intervenir Mamá Edo-
vina para convencer a la patrona de que no botara a su hija de la

casa. Doña Georgina aceptó, pero con la condición de rebajarle

el salario y redoblarle la vigilancia. Marina no podía ir al merca-


do sin compañía, no podía pasearse por la plaza durante sema-

nas y sólo se podía comunicar con Eladio a través de recados.

Aquellos días fueron horribles. Marina no podía dormir; no


podía trabajar. Se le borró de cantazo su memoria olfativa. Las
comidas le salían desabridas, todas oliendo a armario vacío. Esto

causó que los insultos de doña Georgina se redoblaran.


— ¡Contentita, arrastrada, apestosa! — . Una tarde Marina ya

no soportó más. Decidió convocar a Eladio con su olor, uno que


ella se había hecho a la medida y que le enseñó un día de amo-
ríos en los predios baldíos de la central. — Este es mi olor — le

había dicho Marina. Grábatelo en la memoria — . Y Eladio, fas-

cinado, se la bebió completa aquella vez para que el aroma de


Marina se le quedara pegado a la piel como si fuera un tatua-
je. Marina estudió bien la dirección del viento. Abrió las ventanas

de la casona y se dispuso a perfumar al pueblo consigo misma.


En seguida, los perros realengos se pusieron a aullar y los pobla-

nos comenzaron a caminar con prisa por la calle, pues juraban

MAYRA SANTOS-FEBRES 225


que eran ellos los que olían así, a bromelias espantadas, a saliva
ardiente. Dos cuadras más adelante, Eladio, que hablaba con unos
amigos, reconoció el aroma, se despidió y corrió a ver a Marina.
Pero mientras se besaban, el niño Velázquez los sorprendió y
echó a insultos a Eladio de la casa. Ya a puerta cerrada, Hipóli-

to le propuso a Marina que si lo dejaba chupetearle las tetitas,

él mantendría el secreto y no le diría nada a la patrona. —Así


mantienes el trabajo y de paso te evitas los insultos de Mamá
— le dijo, ya acercándose.
Marina se enfureció de tal modo que no pudo controlar su

cuerpo. Por todos los poros se le salió un olor herrumbroso mez-


clado con peste a aceite quemado y ácido de limpiar turbinas.
Era tan intenso el olor que Hipólito Velázquez tuvo que aga-
rrarse del sillón de medallones de la sala agobiado por un ma-
reo. Sintió que le habían robado el piso y cayó redondito sobre

las losas recién mapeadas de la salita de estar.

Marina esbozó una sonrisa victoriosa. A paso firme, entró en


el aposento de doña Georgina. Fumigó el cuarto con un aroma a
melancolía desesperada (lo había recogido del cuerpo de su pa-
dre) que revolcó por sábanas y armarios. Iba a matar a aquella
vieja de pura frustración. Tranquilamente se fue a su cuarto, hi-

zo un emborujo con sus cosas y miró la casona complacida. Ya-


cía en el piso el embeleco del niño Velázquez con un desmayo del
que jamás se recuperaría por completo. El aposento de la patro-
na olía a recuerdo de sueños muertos que aceleraban las palpita-

ciones del corazón. La casa entera despedía aromas inconexos,

desligados, lo que obligó a que nadie en el pueblo quisiera visi-

tar a los Velázquez nunca más.


Marina sonrió. Ahora se iría a ver a Eladio. Se iría a resucitar

El Pinchimoja. Se largaría de aquella casa para siempre. Pero an-

tes de salir por la puerta se le escaparon unas palabras hedion-

226 I
Marina y su olor
das que a ella misma la sorprendieron. Bajando las escaleras del

balcón, se oyó decir con resolución: — ¡Para que ahora digan que
los negros apestan!

MAYRA SANTOS-FEBRES 227


%

ANGELA HERNANDEZ

Masticar una rosa

REPÚBLICA DOMINICANA
»
»
*
/
NGELA HERNÁNDEZ ÑOÑEZ nació en Jarabacoa en 1954. Estudió
A Ingeniería Química en la Universidad Autónoma de Santo Do-
mingo. Junto a la militancia política y la investigación de los proble-

mas de la mujer dominicana, ha desarrollado también una prolífica

labor en el campo de la poesía y el cuento. Se desempeña, además,


como crítica iiteraria e investigadora.

Ha publicado los libros de cuentos Alótropos (1989), Masticar una


rosa (1993) y Piedra de sacrificio (2000); los libros de poesía Arca espe-

jada (1994) y Telar de rebeldía (1998); el ensayo Emergencia del silencio

(1985) y la novela Mudanza de los sentidos (2001). Sus textos se han re-
cogido en numerosas antologías de su país y el extranjero.

atardecer, luego de las jornadas en el conuco


A
l

o en el hogar, las personas adultas se reunían en una casa

elegida (siempre la misma). Los granos de café eran tostados

y molidos. El agua hervía. La atmósfera era ocupada por una esencia


ancestral, profunda y placentera. Se conversaba sobre botijas
que algún fulano difunto entregaría en la madrugada, de amenazas
de ejércitos, de las idas y venidas pasionales.
Sin estas historias, el tiempo local se habría achatado.

Habríamos estado rotos, desunidos de las mareas generacionales.


Sin estas historias, las retinas de madres y tías no habrían
resplandecido. El azúcar parda, el café y el fuego

no habrían formado una escultura olorosa sobre el palo de olla,

y las brechas de la cocina no se habrían prestado para presenciar

el paso de los ancestros entre las silenciosas palmeras


en la oscuridad circundante.
Entre las pequeñas y los niños rondaban otros cuentos:

coles que lloraban y cantaban al arrancarlas, pues correspondían


a los cabellos de alguna chica enterrada; Pedro Animal y Juan Bobo
hiperbolizando menudencias humanas con gracia y ridículo; brujas
que contraían nupcias provocando que lluvia y sol se acompasaran...

231
Al anochecer, el intercambio de palabras ejercía su poder,
metamorfoseando el orbe en puerto o estancia milagrosa.
Escribir es entonces urgencia y prolongación. Pienso que la fuerza

que hace posible la vida ha dejado un cuadrante baldío para que


los humanos intentemos fertilizarlo y cultivarlo.

Ahí reside la intersección de lo profano con lo sagrado, lo popular

con el pensamiento refinado, lo inmediato con lo remoto.


Jamás sabremos a ciencia cierta por qué deambulamos por esta

región y por qué la preferimos. ¿O acaso es ella la que nos atrapa,

lo mismo que una planta carnívora a un insecto?

Tomado de “Amor sin objeto — Discretos apuntes sobre la demiurgia”.

232
I

Masticar una rosa

Mis ojos todavía eran verdes. En la boca, en vez de dientes, te-


nía ventanitas. La gente se lamentaba viéndome trabajar. “Tan
pequeña, metida en una cocina, un día de estos se va a quemar”.
Pero yo era dichosa en la alquimia compleja de la ristra del

ajo, los granos de habichuela ablandándose, las mezclas olorosas


de las naranjas agrias con los ajíes picantes, las transformaciones

que sucedían a mis juegos.


En mis ojos, desollados por la humareda de palos tiernos que
ardían en el fogón, había alegría. El lugar tenía brechas y venta-
nas, un mundo fresco, oliendo a peras maduras y bosque, entra-
ba por ellas. El presente equivalía a lo que abarcaran mi corazón
y mis miradas.
Cuando iba hacia el río, una batea de ropas sucias sobre mi
cabeza, miradas conmiserativas seguían mi figura, tambaleándo-
se dentro del cuadro de aire en el que disfrutaba haciendo equi-
librios, sintiendo mi cuerpo capaz de ponerse en eje con el cielo y
la tierra, y de unir a ambos con la corriente cándida de las ve-

nas.

El día me pertenecía. Durante horas, provocaba espumas, avi-

vaba las brasas con el aliento de mis pulmones, vivía la intimidad

de la ceniza y el agua. Lavar ropas era recurrir al agua, al fuego,

ÁNGELA HERNÁNDEZ 233


a la destreza de las manos. Agua, fuego, manos... Las manos pri-
mero se arrugaban y crecían, después se me iban desprendiendo
tiritas y las uñas se quedaban sin bordes.
Si yo callaba, todo lo demás soñaba. Huevos empollando, arrit-

mia de yeguas musculosas, acunando en las mataduras de los lomos


la avidez inescrupulosa de los insectos. Animales en el preludio
del celo. Dominio de aves y humedades. Cosas que caen o se des-

organizan, en tanto otras germinan, en movimiento incesante.

De vez en cuando, un repentino susto. El ángel deslizándose por

la pomarrosa de mi costado izquierdo. Es sordomudo, ya lo sé,

pues ignora los saltos de mi corazón. Contempla la fotografía

que trae en una mano y vuelve a encaramarse hasta la copa del


árbol.

Bato palmas, chapaleo en el agua, silbo, mas, como en otras

ocasiones, me ignora. Superado el miedo, sólo quiero que el án-

gel note mi presencia.

Era yo la cuarta de hermanas y la octava del grupo. Sin em-


las

bargo, era la mujer que quedaba en la casa, después de mi ma-


dre. Las hembras se van primero, aprendí. No es menester que se

enganchen a la guardia o consigan empleo. Se marchan con un


hombre, a los conventos (las monjas siempre están activas, de-

tectando niñas con vocación de encierro) o a casa de parientes, a


fin de ayudar en los quehaceres domésticos o reemplazar com-
pletamente a las mujeres de esos hogares en el trabajo. Basta un
escalón por encima de nosotras para disponer de nuestra ener-
gía.

Noraima, la mayor y más amada de las hermanas, se fue con

234 Masticar una rosa


un hombre. Mi madre lloraba, nosotros corríamos de un lado a
otro detrás de ella, sin entender qué había de tragedia en este
acto de delirio; partir a prima noche, de manos de un joven de
cabellos brillantes, hacia un lugar ignorado y con un destino
ignorado, mientras los hermanos adultos recorrían el monte, ar-
mados de machetes, supuestamente dispuestos a ensangrentar el

honor, ya que no era posible restituirlo.


Ah, Noraima, tan hermosa, daba éxtasis contemplarla. En las

mañanas se levantaba con uri espejito en la mano, y de pie, en


la ventana, observaba su imagen sin pestañear. Luego, se empol-
vaba el rostro. Sorprendida aún por la vehemencia de sus pro-
pios ojos, llegaba a la cocina a atizar las brasas, sobre las que
hervía el agua del café. Preparaba éste y a cada uno nos distri-

buía un poco con un trozo de pan o casabe. Le disgustaban los


oficios domésticos, con razón se marchó. Debió cuidar a los her-

manos menores, soportar las presiones de los mayores que ella


(quienes se sentían responsables de protegerla, y al no saber có-
mo cumplir esta obligación, la exprimían igual que se hace con
una naranja, exigiéndole cuidados y atenciones con sus ropas y
comida, pretendiendo que aprendiera a ser mujer) y encima, so-
brellevar los problemas de una belleza que se erigió demasiado
pronto en su cuerpo adolescente.
El maestro de la escuela no quería salir de nuestra casa. Los

domingos venía del pueblo un hombre gordo y risueño, trayendo


cajas repletas de alimentos, que entregaba a nuestra madre, y
golosinas para nosotros. Deseaba obsequiarle una casa amuebla-

da a Noraima. No podía entender que ella rehusara este regalo.

Nuestra madre no hallaba forma de echar al hombre. Decía que


su hija no iba a ser amante de un rico, que una mujer que ven-
de el culo vale menos que una gata en calor.

Los varones hormigueaban detrás de mi hermana. La perse-

ÁNGELA HERNÁNDEZ |

235
guían con fervor los locos, creo que en verdad no se le acercó ni

uno que estuviera en sus cabales. “Con tornillos flojos en el caco”,

decía mi madre, profundamente preocupada por el influjo de No-


raima sobre tipos que al parecer buscaban en la honda y clara

paz de sus ojos, la lucidez de que carecían. El rico, por ejemplo,

se reía absurdamente, lo mismo en un velorio, que comiendo o


relatando una desgracia familiar. De la hija fallecida, hablaba con
una risa nerviosa. De sus negocios, con una risa tartamuda. De su

esperanza en relación a Noraima, con una risa lúbrica. Su arre-


bato provocaba seriedad en nosotros.
Al maestro de la escuela nadie lo hubiera deseado para marido

de una pariente. A cada rato, los padres, tímidos ante su auto-


ridad, se veían obligados a querellarse por los hematomas que
traían los hijos en nalgas y extremidades. Incluso a mí, herma-
na de Noraima, me apaleó porque le extravié un lapicero que me
había prestado, precisamente por ser hermana de Noraima.
Noraima era el porvenir de la familia, y se fue sin más, con un
guardia raso (que si hubiera sido oficial, por lo menos), dejando
plantado al pretendiente aprobado por todos. Berto, se llamaba.
Tenía ojos de bello color azul, y muertos. Muertos los ojos, que
mirarlos era como ver una página en blanco. Mi madre les colo-

caba dos sillas en la sala, sentándose cerca de ellos para vigilar-


los. Inútil labor, Berto ni siquiera daba una mirada sospechosa,
ni deslizaba la mano, no hacía nada de lo que yo esperaba. De-
cían que iba a heredar un colmado. Noraima no lo quería, y tam-
bién por eso se fugó con el primo, guardia raso.

Nuestra madre sollozaba. No esperaron que entrara la noche


para escaparse. Ni siquiera esperó cumplir los catorce años. Y el
pobre Berto... (Yo figuraba a mi hermana echando una carrera
calle arriba —única calle — ,
lamentándose porque sus enamora-
dos ya no nos traerían golosinas).

236 ¡
Masticar una rosa
Algo mejor llegó de Noraima: un par de zapatos blancos para
mí y sendos pares para mis otras hermanas. Tres pares de zapa-
tos resplandecientes, con correítas y hebilla sobre el talón. Qui-
se tirar enseguida las descoloridas zapatillas que poseían el don
de nunca acabarse (venían de pie en pie, de hermana a hermana,
sucediéndose su uso). Mas, terrible suerte, los zapatos blancos no
coincidían con mis pies, desproporcionadamente grandes. No
logré ajustarlos, ni aceitándome la piel ni cubriéndome las plan-

tas con espuma de jabón. Tampoco valió rellenar apretadamente


el calzado con trapos, por varios días. “Son buenos, como no he-
mos visto antes, por eso no anchan”, sentenciaban para mi pesar.

Mi madre los vendió a la familia Marte. Y vi mis zapatos lu-

ciéndose en los pies de la hija de mi misma edad. Le iban con su


vestido de organdí y sus cintas en la cabeza, le entonaban con
su pulcra vestimenta. En la misa, echaba un ojo a sus pies y era
como si descubriera algo mío, que no iba conmigo. Imaginaba que

la mariposa que revoloteaba encima de mi cara, mientras frega-


ba los trastos, también iba a figurar cualquier día postrada en la

falda vaporosa de la niña.

Cuanto de valor llegaba a la localidad, terminaba en la fami-

lia Marte. Como un imán que limpia el entorno de metales, al-

rededor de sus bienes, quedaba la limpia pobreza de los otros.

Hasta las tierras nuestras se agregaron a las suyas, cuando nues-

tro padre gravemente enfermo, desquiciado por el médico más


próximo, quien por dos años confundió una úlcera estomacal con
un fallo de la próstata, debió vender la finca a bajo precio para
irse a curar a la Capital. El ulular de la ambulancia anunció su
regreso, una semana después. Vino a agonizar a su casa, con una
larga costura en el estómago, vacíos los bolsillos, fundida el alma,

ÁNGELA HERNÁNDEZ i

2^~J
por el dolor que no le impidió cobrar conciencia de la orfandad
en que nos dejaba.
Aprovechando un viaje al pueblo, mi madre me compró unos
mocasines de goma, el ingreso por los zapatos blancos no había
alcanzado para más. Negros y feos, me encantaron. Poca aten-
ción presté a las palabras conminatorias: “Pruébatelos bien. Mi-

ra si te aprietan. Si los ensucias, no los cambian en la tienda”.

Me medí la pieza del pie derecho, y con el conocimiento que de


rechazarlos estaría obligada a esperar que alguien fuera nueva-
mente al pueblo, lo cual podía tomarse considerable tiempo, ex-
clamé presurosa: “me sirven, son cómodos”, generalicé. Todavía
reiteró mi madre: “Yo los veo muy ajustados. Con ésos vas este

año para la escuela. Mejor que te queden anchos, para que no los

vayas a dejar pronto”. Insistí en que me iban perfectos: “¿No ve


usted lo bien que me quedan?”.
Luego, aterrorizada, comprobé la disparidad de mis pies. En
el izquierdo, el calzado me aprisionaba hasta lo insoportable. Pe-

ro a nuestra madre, que trabajaba más horas de las que tenía el

día para mantenernos vivos, no podía irle con el cuento de un


pie más grande que otro. Sufrí estoicamente el martirio.

Lo más vivo de la primera comunión fue que tuve que per-


manecer parada durante horas. La estrechez agotadora, en la que
estaban metidas mis extremidades inferiores, me destrozó los
talones. Rígidas protuberancias cuajaron en mis ingles. “Secas”,

pronosticó luego mi madre, ensalmándolas para que no fueran a


lisiarme. Tomé esta inflamación de los ganglios como una me-
recida penitencia por mis múltiples pecados, entre los que esta-

ban “malos pensamientos”. Peor todavía, no saber discriminarlos,


“malos pensamientos que no vengan”, y acudían prestos, porque
cualquier cosa, como pensar en el cuerpo, era arriesgado. Trata-
ba de no mirar jamás mi sexo, pues los ojos lo introducían al

238 Masticar una rosa


pensamiento: pecado. Igual que descubrir a mis hermanos cuan-
do orinaban. Oír el chorro, mal pensamiento: enseguida ima-
ginaba el pene dando lugar a la fuente. ¿Cómo no tener malos
pensamientos? Dormíamos todos en una sola habitación. Alejar
de la mente ciertas partes del cuerpo, así como lo que con ellas se

hace. Pero en el esfuerzo de distanciarlas, las pensaba. El pensa-

miento era como una tira elástica. La extendía al máximo, cuan-


do la soltaba, golpeaba mi mano. La inevitabilidad del pecado,
todos somos pecadores, confesarse antes de comulgar. Manera
de limpiarse, para volver a mancharse. En la infinidad de seres

sólo ha existido uno sin pecado, la Virgen María. Yo, siempre con
los mismos pecados: tuve malos pensamientos, falté el respeto

a los mayores, tuve malas intenciones, fui soberbia. El repertorio

conocido de faltas. Pero, como todo mortal, vivía en defecto, mer-

ced a la desobediencia de unos ascendientes tan lejanos, que re-

sultaban inimaginables en su pureza inicial.


De seguro, me sentía más corrupta que Nerón. La penitencia
de los mocasines constituía una prueba de mi deseo de pureza.
La merecía, sobre todo, porque incluso haciendo el esfuerzo más
grande, no lograba mantenerme despierta durante el rezo del ro-

sario. La monotonía de las Avemarias atontaba mis ojos. Los la-

bios continuaban respondiendo cuando ya hacía rato que dormía.

Los ángeles iban descalzos. Lo había comprobado con el ángel


sordomudo del río. Pero él no me hacía caso, aunque me colocara

debajo de las plantas de sus pies. Andar con los pies libres debía
ser el premio a su pureza. No tocaban el suelo, por eso podían ir

con los pies desnudos. A nosotros, en cambio, se nos entraban

huevos de lombrices, o de las terribles sietecueros, plasta de cu-

lebrillas coloradas, exageradamente vivas para devorar un vien-

ÁNGELA HERNÁNDEZ 239


tre. Los ángeles no cogían parásitos. Era la razón de que me fas-

cinaran.

Si fácil resultaba aguantar por vía mística el pavor de mis pies


aprisionados, no sucedía lo mismo en el ámbito de la escuela.

Temprano, ponía los mocasines en agua tibia enjabonada. A las

dos de la tarde, me los ajustaba y emprendía la carrera hasta el

plantel. Enseguida, me los desprendía, ocultándolos detrás del


muro en que se apoyaba la pizarra. Ir descalza durante el recreo,

pisar el suelo fresco del aula, eran circunstancias deliciosas que


concluían abruptamente a la hora de salida. Mis pies, expandi-
dos en la libertad, debían regresar a los zapatos.

Armada de valor, después de seis meses de oscura mortifica-


ción y con llagas en las puntas de los dedos y en los contornos de
los pies, le solicité gravemente a mi madre que les cortara la par-

te trasera, a fin de convertirlos en chancletas. Argumenté sobre


el crecimiento de mis pies y el calor, tanto sudaban que estuve
al desmayarme en varias oportunidades.

Me decidió la visita cursada por el Director Regional de Edu-


cación a nuestra escuela. Durante ella, no pude librarme de los

zapatos. El maestro, para colmo, me ordenó recitarle el poema


de los padres de la patria. Me lo había enseñado mi hermano
Paúl, yo lo modificaba introduciéndole oraciones musicales.

Mi palidez y sudor debieron impresionar al huésped. Pidió al

maestro me permitiera sentarme, pero éste quería ostentar sus


logros e insistía: “Esta niña es muy despierta. Usted verá qué
memoria tiene. Vamos, Cristina, recítale la poesía”. Desfallecía.

Hube de agradecer la generosidad del caballero ante mi lividez:


“Déjela sentarse. Otro día recita. Hoy quizás no haya comido”.
(Si mi madre hubiera oído esto lo habría considerado un insulto).

Después vi que no sólo los ángeles estaban descalzos, sino tam-

bién los muertos. Ya no tuve miedo a que un día me sepultaran.

240 Masticar una rosa


"Esta niña es dura de corazón”, comentaron cuando trajeron el

cadáver de mi hermano mayor. Unas gentes lloraban por las cir-

cunstancias en que murió. Les daba rabia que fuera él precisa-

mente el único guardia que mataron los guerrilleros, antes de


que los guardias mataran a todos los guerrilleros. Simpatizaban
con los muertos, igual con mi hermano que con los guerrilleros.

Las mujeres adultas sufrían ataques y caían al suelo. Mi madre


está vuelta lágrimas, rememorando en voz alta pormenores de la

crianza del hijo, desde el embarazo hasta que se enganchó a mi-


litar. Desde ese momento nunca dejó de enviar diez pesos men-
suales, en base a los cuales podíamos tener crédito en el colmado
de los Marte.
Yo adoraba a mi hermano. Y recordaba especialmente cuan-
do me levantó del suelo para explicarme por qué la imagen de
Jesús tenía el corazón afuera. Sin embargo, no podía llorar de pe-
na como los otros, porque mi hermano al fin se había quitado las

gruesas botas e iba descalzo como los ángeles. Algún día lo ve-

ría bajar y subir por la pomarrosa, contemplando mi retrato en


la palma de su mano. Él no me haría caso, pero igual estaría allí,

sin tener que pelear con nadie.

ÁNGELA HERNÁNDEZ 241


FEDERICO VEGAS

El regalo

VENEZUELA
NACIONAL

EL

CORTESÍA

/
LEPAGE

RAMÓN
EDERICO VEGAS nació en Caracas en 1950. Arquitecto, ha sido pro-

F fesor de Diseño Arquitectónico en la Universidad Central de Ve-


nezuela y en Princeton University (1983) y visiting scholar en Harvard
University (1995). Además de diseñar numerosas viviendas y conjun-

tos arquitectónicos, es autor de los libros de arquitectura El continente

de papel (1984), Pueblos (1979), Venezuelan Vernacular (1985) y La Vega,

una casa colonial (1988). También colaboró en la columna de arquitectura


del periódico El Nacional desde 1994 hasta 1999. Ha publicado los li-

bros de cuentos El borrador (1996), donde incluyó “De rodillas”, con el

que ganó el Concurso de Cuentos de El Nacional en 1997, y Amores y


castigos (1998). En 1999 dio a conocer Prima lejana su primera novela.
,

nsisto en que las palabras tienen vida propia. Nacen, se confirman,

I se hacen agudas y conmovedoras, y luego, después de un año,


o de varios siglos, se desprestigian, se desfasan, y comienzan
a extraviarse por entre los diccionarios hasta morir de apatía.
Otras veces, llegan a parir significados contradictorios, que compiten,
que ganan y pierden terreno, o que continúan transformándose
con giros insospechados. Las palabras pueden revelar u ocultar,
servir para encontrar la verdad o para matizarla, llegan a darle
sonoridad a realidades sin importancia, o levedad a lo esencial.

Lo peor que podemos hacer es abandonarlas a su suerte y repetirlas


sin aceptar su linaje, su afán de renovarse, su destino impredecible.
Mi gran pasión es la literatura... como lo es la arquitectura.

Uno se pasa la mitad de la vida dilucidando qué es lo más importante

y la otra mitad repitiéndose que no valió la pena intentar una


respuesta. Lo cierto es que literatura y arquitectura son lo mismo.
En ambas está la narración, construyes en ambas un escenario
sobre el cual van a suceder otras cosas.

Del artículo “Sobre lo civil" y de la entrevista “El escribir es un arte seco",

por Rubén Wisotzki.

245
El regalo

Tiene la más perversa de las profesiones, la que un niño jamás


soñó ser, el oficio que ningún héroe ha tenido en la historia de la

literatura. Mi amigo es un odontólogo, le habla a gente que per-


manece con la boca abierta, y así es bien fácil dominar al próji-

mo. Es artífice de una tensión que no tiene tregua: el paciente


sentado frente a él es pura expectativa, lo único que aporta es una
lengua replegada y sumisa. Entre zumbidos y pausas uno cierra
los ojos y agradece cualquier fantasía, cualquier distracción, cual-
quier frase amable que nos aterrice directamente en el esófago.

Así fuimos pasando de muela en muela a temas cada vez más


profundos, hasta que una tarde, mientras me horadaba alguna
carie insondable, trató de anestesiar mi dolor frenético contán-
dome una historia de amor.

II

Dos meses antes de la boda, mi novia se fue de viaje. Por algu-


na extraña perversión de mi futuro suegro, antes del matrimo-
nio ella debía terminar de pulir su francés y quedar saturada de

buena comida y ropa interior.

246 I
El regalo
Mientras tanto, yo aguardaba con mansedumbre en un con-
sultorio sin clientes. De cuando en cuando me llegaban unas
viejas tías que pagaban la consulta con majaretes e historias de
maridos muertos o enfermos. Les agradecía el gesto: nada asus-

ta más que un consultorio sin gente y sin arrugas en las revistas.

En aquellos tiempos de vigilia yo almorzaba todos los días en

el mismo restaurante. Salía del consultorio, tomaba el ascensor

y apenas se abrían las puertas en planta baja me llegaba un ine-

ludible olor a parmesano y mantequilla frita. Siempre me sen-

taba en la misma silla con la prisa y la concentración de quien


aparenta tener mucho trabajo. Todas las semanas el menú fijo
seguía el mismo ciclo de pollo asado los lunes, arroz con pollo los
martes, ravioli con salsa de pollo los miércoles, croquetas los jue-

ves y caldo con huevo los viernes. Con el tiempo llegué a envi-
ciarme con varias de aquellas secuencias mediocres. Era un hombre
sumiso, sin planes maliciosos para el final de mi soltería.

Faltando cinco semanas para el matrimonio vi entrar al res-

taurante una aparición. Yo estaba comiendo una gelatina verde

con pedazos de piña, y en cuanto la vi aparecer coloqué la cesta

de pan sobre el servilletero; así podía esconderme y observarla


con tranquilidad. Era la hermana mayor de una amiga de mi in-

fancia. La recordaba apoyada en el umbral de una puerta, abra-


zando a su esposo y mirando una fiesta de niños. Yo formaba
parte de esa comparsa de enanos serios y asustados disfrazados
con corbatas enormes y bailando a tres cuartas de niñas planas y
dentonas. Habían pasado más de diez años y ella reaparecía, más
bella y misteriosa que nunca, a cinco mesas de distancia y almor-
zando sola.

Al día siguiente yo estaba en mejores condiciones de acercar-


me a su mesa. Fue amable; ella recordaba bien a aquel niño que
bailaba tieso y alerta con su hermanita. No hice otra cosa que tra-

FEDERICO VEGAS 247


tar de contarle mi corta biografía, pobre en dramas y desafíos.
Nada se prestaba a la seducción, a la risa o a la lástima. No sa-

bía qué decir mientras era observado otra vez por aquella son-

risa tranquila. Decidí no hacer esfuerzos y disfrutar junto a ella


de los verdaderos cuentos de mi propia vida, prodigiosamente
normal y previsible.
Al cuarto día, ella fue quien contó los últimos capítulos de su
historia. Su marido estaba viviendo en Europa. Ella había deci-
dido quedarse en Caracas y regresar a su trabajo. Había sido una
separación elegante, de lágrimas prudentes, amortiguada con gran-

des cantidades de dinero repartidas sin resentimiento.


Los siguientes almuerzos fueron perdiendo la inocencia pas-
toral que yo les había adjudicado. La mesa se hacía más pequeña

y la sobremesa más tranquila y dulce. Rechazaba la posibilidad

de gustarle, temía la magnitud de lo que se avecinaba. Me inven-

té obligaciones hacia el orden establecido, me aferré a mi pri-

mera impresión de mujer inalcanzable. Amarla era tan distinto

a todo lo que hasta entonces había conocido que preferí negar-


me esa posibilidad. La perfecta ignorancia y los abismos de la sa-

biduría estaban a punto de entrecruzarse.


Mantuve esa actitud juguetona y sincera y así pasé de primo
segundo a hermano menor; pero ese rol infantil también se agotó
«

a la semana. Sin darme cuenta la familiaridad abría otros hori-

zontes, y la fraternidad, al no ser consanguínea, se tornaba ex-

plosiva.

Faltaba avanzar juntos hacia la noche. La excusa fue una pe-


lícula cuya trama luego conversamos en un restaurante de cua-
rentones fuera de mi presupuesto. Ella invitaba. Bebimos lo que
suele llamarse ‘unos tragos”. Yo conocía el efecto mágico que pro-
ducen entre los hombres, la camaradería, las revelaciones, la fran-

queza, y pretendí que sería igual con ella. Creí también tener esa

248 El regalo
noche un aire de sosiego y equilibrio, pero algo se notaría de mi
confusión porque de pronto ella colocó su mano en mis labios y

me dijo:

—Nada de lo que hagas o digas esta noche, nada malo o na-


da bueno, tonto o genial, hará que dejes de gustarme.
La llevé a su casa. Avanzamos por colinas onduladas que en
aquellos años se llenaban de neblina. Las curvas, el frío y la em-
palagosa visibilidad iniciaron una euforia que yo aún insistía en
llamar amistad. Seguimos hablando de cine. Ella me preguntó
cuál era mi película favorita, pero ya no estábamos para respues-

tas serias y celebré la pregunta cantando estrofas de los piratas

en Peter Pan. Así me sentía, en esa tierra del Nunca-Jamás. Mi


visión del universo femenino se limitaba entonces a los arqueti-

pos de Wendy, Campanita, las sirenas, la princesa india, la madre


que regresa tarde de la fiesta, y la perra encadenada que nunca
podrá volar. Estaba a punto de conocer la verdadera feminidad.
Cantamos juntos, y a medida que olvidábamos finales y prin-

cipios de canciones, comenzamos a sentir el rumor terso del viento

en la ventana entreabierta, las ruedas rozando el asfalto húmedo,


el aroma y el calor de la piel empañando los vidrios. El carro se

detuvo como un caballo noble y cansado a un lado de la carrete-


ra; la ruta no quería existir, nada ofrecía ubicación o gravedad,

era inevitable volcarse el uno en el otro. Al girar y tratar de be-


sarla ella respondió con muchos otros besos, como si no lograra
encontrar mi boca. Yo también la buscaba sin ninguna idea de
lo que podría sucedemos.
Alguna luz de otro carro perdido nos recordó dónde estába-
mos. Avanzamos otro poco y cada tanto la neblina nos detenía
con más besos. Llegamos a su casa y ella se bajó como si la espe-
rara un padre furioso. En pocos años yo también aprendería que

los hijos son jueces aún más implacables que los padres.

FEDERICO VEGAS 249


Un amigo me prestó un pequeño apartamento. Me deshice

de un cojín con un loro verde y de un afiche con los diablos de


Yare. Conseguí unos libros, varios heléchos y unas sábanas blan-

cas que compré yo mismo.


Junto a ella, y ya por primera vez frente a la puerta del apar-
tamento, volví a ser el mismo niño miedoso que retaban a pe-
lear en el colegio. Carecía de peso, de piernas y de conciencia. Era

puro deseo, pero el deseo necesita algo de consistencia para ex-


que logré medio contarle y medio ocultarle
presarse. Las historias

deben haberla prevenido, acompañó con cariño mis sobresaltos,


urgencias y precipitaciones. No había ninguna razón para sentir-
se culpable: si se juntan una lujuria temerosa y una diosa omni-
potente se obtiene un pequeño desastre, gracias a ella, pasajero.

Ella me dijo:

—Tus miedos ya se han ido. Ahora eres el dueño de esta no-

che y de todas las noches de tu vida.


Era verdad; ya no sentía aquel peso enorme. Podía comenzar
a verla con serenidad, sin sustos ante cada aparición de su piel.

Viajé con la frente y la boca retornando una y otra vez a los mis-

mos lugares. En medio de este viaje de aprendizaje comenzó a


brotarme una ternura inmensa hacia la vida. Aprendí cosas de
ella y de mí. Conocí la certidumbre de estar aferrado, de oír res-

pirar. Unas veces ella me explicaba despacio pequeños detalles de

sus deseos, otras veces era yo quien exponía orgulloso mis prime-

ras invenciones. La sentí llorar de alegría y llorar por otras cosas


que las mujeres jamás podrán explicar. Nunca vimos salir el sol,

fue un romance de ocasos. Siempre había pensado que el amor


dependía de una conquista, y no de un acuerdo. Entendí, gracias
a ella, del acceso a una infinitud que espera, del acuerdo entre
el amor y el amar.
La noche antes de la boda mi novia me suponía con los ami-

250 I
El regalo
gos y los amigos con la novia. Ambas fuerzas opuestas se con-

trarrestaban. Había conocido los misterios de la primera vez y de


las innumerables veces. Faltaba el misterio, aún mayor, de una
última vez consciente y definitiva. Ella arrancó esa tarde las sá-

banas y lanzó el colchón al suelo; quería espacio y firmeza.

Cuando volví a saber que las tardes no son infinitas, ella se

estaba secando el pelo desnuda, sentada en el borde de la cama.


Mis ojos se acercaron a su cabellera. El paño blanco aún le guin-
daba del cuello, el peine comenzaba a abrir y cerrar cortinas de
una escena negra y profunda. Entonces escuché una voz, muy
semejante a la mía, que habló con sorprendente valentía:
—Mañana no habrá boda. Yo me quiero casar contigo.

Al principio ella nada respondió. Seguía peinándose. Yo mi-


raba los músculos de su espalda apareciendo y desapareciendo
con movimientos del brazo y del hombro. Su cuerpo se in-
los

clinaba suavemente a un lado y luego al otro para que el cabe-


llo fuera secándose con naturalidad. Una de sus manos aún se

aferraba a una almohada. Ella habló sin voltear, sin dejar de pei-
narse, sin dejarme ver su rostro en el espejo:

—En los juegos que inicien nuestros hijos junto a mis nie-
tos, yo seré la vieja que perderá siempre.
Ella se marcharía primero, yo mucho después. Dejé en el apar-

tamento las sábanas y los heléchos como pago por nuestro desor-

den.

El día de la boda me desperté muy temprano. Tenía cien cosas


por hacer y no lograba hacer nada.
A media mañana la secretaria anunció en voz baja que me
esperaba una señora muy bella y sin cita. Sentí cómo los ojos se

me llenaban de estupidez y de miedo. Supuse que mi destino,

FEDERICO VEGAS 251


siempre dirigido por la mansedumbre, tendría ahora que unirse
a una verdadera aventura.
Esta vez ella tenía el pelo recogido. Era de nuevo como en
aquella fiesta en que bailé con su hermana: una diosa jamás po-

seída. Al ver mi cara de incertidumbre ella se ocupó de conti-


nuar nuestro diálogo:
—No quiero que pienses que olvidé las cosas que me dijiste

anoche; nada, nunca, me ha afectado tanto en mi vida.


Traté de ajustarme a los súbitos cambios. La noche anterior
había pasado de las decisiones heroicas a una sabiduría dolorosa

y sosegada; y ahora una vez más debía retornar de cabeza al amor


desmedido. Pensé en cómo serían esos juegos entre hijos y nie-
tos, en cómo me sentaría el rol de árbitro, en cómo le daría la

noticia a mi novia y a las dos familias. Me concentré en mante-


nerme de pie mientras ella continuaba hablando con suavidad:
—No dormí en toda la noche. Esta madrugada llamé a mi
marido. Voy a regresar con él. Mientras tú te casas yo estaré so-
la en un avión sobre el Atlántico, pensando en ti
y en los pasos
que daré para rehacer mi matrimonio.
Ella observó con placer el efecto de esta última sorpresa. Pa-

sar el puente del reino de las hadas madrinas al de las amantes,


de ida y de vuelta, no le había resultado nada difícil. Su sonrisa
reapareció al apoyarse en el marco de la puerta, era la sonrisa de

nuestras primeras veces. Me señaló un regalo de matrimonio que


había dejado sobre la mesa y se marchó por segunda y última
vez.

Dos minutos después de su desaparición salí a perseguirla.

Hoy pienso que calculé tiempo justo para no alcanzarla y tan


el

sólo disfrutar de esa última proximidad. Aproveché ese súbito

impulso y lo continué hacia la boda, hacia la luna de miel y creo


que aún me queda algo de aquella inercia.

252 El regalo
III

Mi dentista no habló ni taladró más. Por cierto aroma incon-


fundible me di cuenta de que empezaba a preparar la pasta de
mi amalgama. Le pregunté, con la boca adormilada y la lengua
llena de algodones:

— ¿Y qué era el regalo? 1

Encandilado por la lámpara, sentí que me miraba con recelo.

Mi dentista no quería contestar. Yo debía entender, con su si-

lencio profesional, que ese detalle poco importa en una historia


de amor. Para no dejar dudas, entre agresivo y cansado me contó:

—Después de un mes de luna de miel regresé al consultorio

y seguía sobre la mesa. Ya no tiene sentido abrirlo.

Me roció la boca con un chorro potente y frío. Pude por fin

quitar los ojos de la lámpara inclemente, escupir y retorcer la

lengua con libertad. Entonces pensé, observando los cientos de


instrumentos y gavetas que me rodeaban, en ese extraño abismo
que persiste entre nuestros dientes y los amores ajenos.

FEDERICO VEGAS 253


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D
en la
esde juglares y poetas, hasta héroes y reyes, todos han can-

tado al amor. Sentimiento elemental y


juventud cuando sus pulsiones llaman
a la vez complejo, es

con urgencia a nuestra

puerta y nos impulsan a buscar respuesta a sus interrogantes.

Por ello la literatura, tal vez la forma más humana del conoci-
miento, ha explorado una y otra vez ese inquietante territorio y no

cesa de revelarnos las infinitas y sorprendentes posibilidades del


amor. N

Diseñada especialmente para un público joven, Subidos de tono es

una selección que recoge los mejores cuentos latinoamericanos de


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desgarramiento, la inocencia, el descubrimiento, la violencia o el jú-

bilo, los personajes dan testimonio de un singular encuentro con el

amor. El deslumbramiento de esta experiencia nos ha sido trans-

mitido por dieciséis autores, de diversa procedencia y edad, pero


unidos por la extraordinaria calidad de su escritura.

Subidos de tono es, sin duda, una obra que dejará una grata hue-
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