Acurio Carreño Bien Jurídico Protegido PDF
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Facultad de Derecho
2017
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RESUMEN
¿Qué es aquello que da legitimidad a la intervención del Derecho Penal? Las respuestas a
esta pregunta siguen generando debate en la actualidad. De un lado, se apuesta por la
protección de bienes jurídicos, mientras que, por otro, se apuesta por la vigencia de la
norma. Sin embargo, probablemente la respuesta correcta implique combinar ambas
posturas, ya que existen delitos que no encuentran su legitimidad sino en medio de ambos
caminos. Este es el caso de delitos como el tráfico de influencias simuladas, pues debido a
la naturaleza aparente de las influencias que se invocan no parece afectar ningún bien
jurídico concreto, y tampoco transgredir la vigencia de una norma específica. No obstante,
el tráfico de influencias, ya sean reales o simuladas es el delito que abre la puerta a los
casos de corrupción. En ese sentido, la invocación de influencias, aun simuladas, trastoca el
sistema de bienes y servicios de la Administración Pública, pues esta conducta repetida y a
gran escala genera la existencia de un mercado paralelo de bienes y servicios de la
Administración Pública. Ello, ya que, a diferencia de lo que se cree, los vínculos de
reciprocidad negativa (intercambios desiguales entre extraños), son los que sustentan y
alimentan la mayor parte de las relaciones humanas. Así, esta situación puede tener cabida
a nivel jurídico gracias al criterio de la desorganización de sistemas que permite incorporar
las necesidades sociales en la visión tradicional de bien jurídico.
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1. Introducción
Es por eso que, es preciso cuestionarnos respecto al bien jurídico que protege el tráfico de
influencias, ya que un delito solo puede permanecer en nuestro ordenamiento si respeta los
límites del principio de lesividad y permite afirmar que, efectivamente, existe una
circunstancia vital que está siendo afectada con la conducta desplegada por el traficante, o
que existe una circunstancia social dañosa que requiere contención. Nosotros consideramos
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que es posible predicar, sin que resulte etéreo, un bien jurídico respecto del tráfico de
influencias en sus dos modalidades. Es en torno a dicha propuesta que desarrollaremos el
presente artículo.
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De esta manera, debemos partir de la idea que el tráfico de influencias es un delito de
encuentro, es decir, aquel en el que actúan varias personas hacia una finalidad común, pero
que lo hacen desde direcciones diferentes y de manera complementaria (Abanto 2003: 68).
Es por eso que pertenece a la categoría de delitos de participación necesaria. Entonces, tal
como está tipificado en el artículo 400 de nuestro Código Penal, el tráfico de influencias
permite identificar la presencia de tres sujetos: el traficante (que invoca las influencias), el
interesado (que ofrece una dádiva a cambio) y el funcionario (sobre quien se piensa ejercer
las influencias). Como el tráfico de influencias no requiere que se produzca el resultado
(ejercicio efectivo de influencias sobre un funcionario) para configurarse el delito, los
sujetos imprescindibles son el traficante y el interesado.
En esta misma línea, es importante tener en cuenta las conductas que son merecedoras de
castigo en el tráfico de influencias. En primer lugar, invocar influencias, dicha conducta
consistiría “en la afirmación o la atribución de que el sujeto tendría la capacidad de influir
en un funcionario público, cualquiera que sea el origen de esta influencia” (Abanto 2003:
528). Así, de acuerdo al tipo, pueden invocarse influencias reales o simuladas, no se
requiere el ejercicio efectivo de las mismas y no interesa si las influencias derivan de un
vínculo profesional, jerárquico o personal.
De otro lado, con la modificación del tipo en el año 2011 se ha agregado la conducta de
“tener influencias”. Ciertamente, esta conducta debe entenderse como el tener influencias
sobre un funcionario que se ofrecen de manera remunerada. Sería absurdo considerar que la
conducta se refiere a simplemente “tener influencias”, pues toda persona allegada un
funcionario encajaría en el tipo, y el delito solo busca castigar a aquellos que ofrecen dichas
influencias a cambio de un pago o beneficio. Consideramos, que la inclusión de este verbo
busca que la norma abarque aquellas conductas en las que el traficante no invoca,
propiamente sus influencias. Esto, en respuesta, a los casos que Abanto señalaba quedaban
impunes, por ejemplo, el caso de un traficante cuya fama hace que los interesados lo
busquen sin necesidad de promocionarse, o el caso de un tercero que nos pone en con el
traficante, sin ser él directamente el que invoque sus influencias (Abanto 2003: 530).
En segundo lugar, el traficante que ha invocado o que tiene las influencias sobre un
funcionario público debe ofrecerlas al interesado para su beneficio a cambio de una
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contraprestación. El interesado, es tal, porque el traficante le ofrece influencias sobre el
funcionario que va a conocer, conoce o ha conocido su caso. Con la modificación del 2011
se agregó al funcionario “que ha conocer”, pues esta conducta no estaba prevista, aunque
parece obvia y razonable. Respecto al ofrecimiento, no importa en qué etapa o momento se
ofrezca la influencia (desde el inicio, para un trámite en específico, para la sentencia, etc.);
así como tampoco importa si los fines son lícitos o ilícitos, pues aquello punible es el pacto
injusto (venta de influencias) en el que participan traficante e interesado.
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clásica y vigente de bien jurídico como “realidades o fines que son necesarios para una
vida social libre y segura que garantice los derechos humanos y fundamentales del
individuo, o para el funcionamiento del sistema estatal erigido para la consecución de tal
fin” (Roxín 2008: 128), termina confundiéndose, tanto con la materia propia del derecho
constitucional, como con el contenido político del Estado liberal. Así, la legitimidad para la
intervención del Derecho Penal no estaría en el bien jurídico, sino en el modelo de Estado y
en la Constitución. Entonces ¿cómo hacer el deslinde para dotar de contenido propio al
concepto de bien jurídico?
Según los críticos de la teoría de los bienes jurídicos la solución pasaría por dejar de hacer
énfasis en el “bien” (que resulta siendo una categoría dinámica y fáctica) y concentrarse en
el calificativo “jurídico” que nos informa que dicho bien será protegido por el
ordenamiento (Feijoó 2015: 398-399). En esta línea, consideramos destacable el
planteamiento funcional de la “lesividad social” de Amelung. Para este autor, “los bienes
jurídicos son construcciones normativas de respuesta a necesidades sociales detectadas”
(Amelung en Feijoó 2015: 409 y Peñaranda 2000: 291). Los bienes jurídicos estarían
adquiriendo una configuración propia, no como entidades abstractas sujetas al
descubrimiento del legislador, sino como producto de necesidades sociales concretas a las
que el Estado liberal da respuesta. Esto es interesante, porque para dicho autor, el uso del
concepto bien jurídico es muy rico y positivo en su indeterminación, ya que transfiere un
sinnúmero de valoraciones al ordenamiento jurídico sin que éste se desintegre (Amelung en
Feijoo 2015: 405). Es decir, funciona como una ventana que permite no solo mantener el
orden social (vigencia de la norma), sino proteger aquellos dinámicos e infinitos bienes
jurídicos que surgen de las necesidades sociales, dependiendo de su dañosidad.
Si bien Amelung no concretó su teoría precisando los criterios o baremos de lesividad
merecedora de intervención penal, consideramos que el enfoque de su planteamiento se
presenta beneficioso para esbozar respuestas sobre la temática de los delitos contra la
Administración Pública y delitos económicos, pues permite legitimar la afectación a bienes
jurídicos sobre los que no hay consenso social originario (como la vida o la libertad). De
esta manera, facilitan también el reconocimiento de nuevos escenarios de corrupción y su
“lesividad social cualificada” que permitirá tener un bien jurídico concreto al cual proteger.
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En este mismo sentido, Abanto descarta la utilidad de un concepto estricto y tradicional de
bien jurídico, pues considera que debería ser lo suficientemente flexible para contener y dar
sentido a los nuevos desarrollos y necesidades que surjan en el transcurso del tiempo en las
sociedades democráticas (2014: 46).
Adicionalmente, este autor, apuesta por la necesidad de diferenciar entre el bien jurídico
como tal y el objeto u objetos del bien jurídico: “La afección al bien jurídico se produce a
través del menoscabo de alguno de sus objetos de protección; tal menoscabo puede darse
naturalísticamente (lesión o peligro de lesión) o en el sentido de desorganización de
sistemas” (2014: 40). Ciertamente, resulta más útil pensar en el objeto de protección
concreto que en el bien jurídico en sí. Como hemos desarrollado, el bien jurídico se traduce
en necesidades sociales y las conductas que lo afecten pueden hacerlo desde distintos
flancos. Así, una afectación al correcto funcionamiento de la Administración Pública puede
realizarse desde una conducta que afecte la imparcialidad hasta una conducta que afecte la
gratuidad del servicio.
Sin embargo, así como es necesaria la identificación de dichos objetos de protección, puede
ser también problemática. En muchos delitos de corrupción la afectación naturalística se
traduce en una desorganización o mal funcionamiento del sistema social que impele
determinar en qué aspecto concreto se dio el menoscabo. La identificación correcta de estos
objetos de protección puede dar sentido a muchos delitos de peligro abstracto, como
veremos más adelante.
b. El bien jurídico en el tráfico de influencias
Cuando pensamos en la Administración Pública, nos imaginamos múltiples instituciones
que manejan recursos para lograr ciertos fines. Es decir, la Administración Pública no es,
en sí, algo tangible, sino que está compuesta de procesos, ordenados, previsibles y con
vocación de continuidad que, comúnmente, llamamos instituciones (O’Donnell 1997: 35).
Es por eso que, si pensamos en el bien jurídico que protegen los delitos contra la
Administración Pública, estamos pensando en proteger sus servicios, sus procesos, su
funcionamiento como tal. Así, el bien jurídico identificado es el “correcto funcionamiento
de la Administración Pública”. Por tanto, en el conjunto de delitos que afectan este bien
jurídico tendremos que determinar el objeto de protección, el defecto del sistema, a través
del cual se da la afectación.
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De esta manera, cuando nos referimos al bien jurídico del tráfico de influencias, estamos
hablando de un objeto de protección específico que permite resguardar el correcto
funcionamiento de la Administración Pública. En este punto, se manejan diversas
alternativas.
Por un lado, tenemos la postura que considera que existe un solo bien jurídico protegido.
Así, resultan, por lo menos, cuatro opciones:
- La imparcialidad u objetividad de la Administración Pública (San Martín, Caro y
Reaño 2002: 29).
- El prestigio y la buena imagen de la Administración Pública (Muñoz 2001: 41,
Rojas 2001: 435 y Yon 2002: 232).
- La institucionalidad de la Administración Pública (Guimaray 2015: 246).
- La vigencia de los principios que informan el ejercicio de la función pública (Torres
2015: 23).
Por otro lado, destaca la postura adoptada, a nivel jurisprudencial, en el IX Pleno
Jurisdiccional de las Salas penales Permanente y Transitoria del 2015 que considera, en su
Acuerdo N°3 que existen dos bienes jurídicos distintos para cada modalidad del delito, a
saber:
- El correcto funcionamiento de la Administración Pública para el tráfico de
influencias reales.
- El prestigio y buena imagen de la Administración Pública para el tráfico de
influencias simuladas (2015: 8).
De esta manera, pueden discutirse las diversas opciones de bienes jurídicos protegidos,
teniendo como referencia las dos modalidades del delito de tráfico de influencias (reales y
simuladas), para determinar el grado de afectación de los mismos en cada una de ellas. De
acuerdo a Rojas, el tráfico de influencias reales consiste en invocar nexos familiares o
amicales, relaciones de trabajo o favores debidos, situaciones de prestigio u autoridad entre
el traficante y un funcionario público. Mientras que, el tráfico de influencias simuladas,
consiste en una falsa percepción respecto de los poderes o influencias sobre funcionarios
públicos que, en realidad, el traficante no tiene (2001: 436).
En ese sentido, para aquellos que consideran que el único bien jurídico en juego es la
imparcialidad u objetividad de la Administración Pública, solo es punible el tráfico de
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influencias reales, más no el tráfico de influencias simuladas, pues constituye un caso de
tentativa inidónea al no afectar ni poner en peligro el bien jurídico señalado (San Martín,
Caro y Reaño 2002:32). La preocupación en este supuesto es la “indefensión material” a la
que quedaría sujeta la imparcialidad u objetividad de jueces y funcionarios, frente a quienes
pueden, efectivamente, utilizar sus influencias. El cuestionamiento a esta postura es que no
respeta el principio de legalidad, pues el tipo penal considera la punición de las dos
modalidades, algo imposible si aceptamos el bien jurídico propuesto (Yon 2002: 233).
Luego, para quienes el prestigio y la buena imagen de la Administración Pública es el bien
jurídico tutelado, aceptan que, para nuestra legislación, ambas modalidades del tráfico de
influencias son punibles; aunque tienden a apostar por la interpretación restrictiva e incluso
cuestionan su merecimiento de pena, pues consideran que se ha adelantado excesivamente
la punibilidad para proteger un bien jurídico vago1 (San Martín, Caro y Reaño 2002: 37 y
Yon 2002: 236). Pero, sobre todo, se cuestiona a esta posición, porque incide en la
protección de la propia Administración Pública, cuando el derecho penal interviene
respecto de la actividad que esta realiza para con los ciudadanos.
Por último, quienes consideran como único bien jurídico a la institucionalidad de la
Administración Pública, entienden que se busca “prevenir conductas que muestren a la
Administración Pública como endeble o transable, sin tomar en cuenta el modelo de
organización social de un Estado democrático y los compromisos de lucha contra la
corrupción” (Guimaray 2015: 248). Así, consideran punible el tráfico de influencias en sus
dos modalidades, pues en la situación concreta el riesgo de las influencias reales o
simuladas tendría el mismo resultado objetivo para los ciudadanos.
Al respecto, destaca la crítica de Torres, quien considera este planteamiento aceptable, pero
aún muy cercano a un análisis subjetivo de las percepciones ciudadanas sobre lo endeble o
influenciable que puede ser la Administración Pública. Es por eso que, en esta misma línea,
propone reformular el bien jurídico para darle mayor objetividad y se inclina por cautelar
un aspecto del correcto funcionamiento de la Administración Pública, como es: la vigencia
de los principios que informan la función pública. Esto, ya que, con un acuerdo de
intercesión ilegítimo ante la Administración Pública, se cuestiona y niega la vigencia de
principios como la legalidad, la transparencia, la gratuidad, la imparcialidad, etc. (Torres
1
Los autores mencionados cuestionan dicho bien jurídico, porque se sustenta en consideraciones meramente subjetivas como son las
expectativas de las personas respecto de la Administración Pública o la confianza que logren inspirar las instituciones en los ciudadanos.
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2015: 23-24). Sin embargo, al ser la lista de principios, cuya vigencia se cautela, tan
abierta, somos de opinión que dicho bien jurídico termina siendo similar a proteger el
correcto funcionamiento de la Administración Pública que es el bien jurídico categorial.
Ahora bien, respecto a lo dispuesto en el Acuerdo N°3 del IX Pleno Jurisdiccional de 2015,
consideramos que es razonable plantear que cada modalidad de tráfico de influencias tiene
un bien jurídico propio. Sin embargo, no compartimos la asignación que hace el Pleno al
considerar que el correcto funcionamiento de la Administración Pública es el bien jurídico
del tráfico de influencias reales y el prestigio y buena imagen de la Administración Pública
es el bien jurídico del tráfico de influencias simuladas. Esta división de bienes jurídicos, no
nos parece apropiada, pues el primero de los bienes jurídicos mencionados es el bien
jurídico tutelado de manera general para todos los delitos contra la Administración Pública.
Como explicamos, se requiere buscar el “objeto de protección del bien jurídico”, no el
“bien jurídico”, ya que solo el objeto de protección nos dará los límites de afectación del
bien jurídico. En ese sentido, decir que el objeto de protección del tráfico de influencias es
el correcto funcionamiento de la Administración Pública no tiene un significado sustantivo,
más allá del retórico. Mientras que, el prestigio y buena imagen de la Administración
Pública, al ser un bien jurídico vago y que depende en gran medida de la percepción de los
ciudadanos, no parece ofrecer argumentos para que su vulneración sea merecedora de pena.
Del panorama reseñado, coincidimos en que la imparcialidad u objetividad de la
Administración Pública se perfila como un bien jurídico idóneo, pero solo para el caso del
tráfico de influencias reales. Asimismo, coincidimos en las críticas de vaguedad y
subjetividad del bien jurídico denominado prestigio y buena imagen de la Administración
Pública. Finalmente, también estamos de acuerdo en que, tanto la institucionalidad de la
Administración Pública, como la vigencia de los principios que informan la función pública
se asemejan mucho, en su configuración, al correcto funcionamiento de la Administración
Pública que es el bien jurídico categorial de esta clase de delitos.
Por otro lado, respecto a las posturas que propugnan la eliminación del tráfico de
influencias, no coincidimos en que sea un delito prescindible en nuestro ordenamiento, ya
que ello iría en contra del principio constitucional de proscripción de la corrupción2 y
vulneraría los compromisos internacionales asumidos por el Perú en materia de lucha
2
Sentencia del Pleno Jurisdiccional del Tribunal Constitucional Expediente (acumulado): 0009-2007-PI/TC - 0010-2007-PI/TC.
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contra la corrupción3. Asimismo, porque se dejarían de atender necesidades político-
criminales importantes, pues muchos de los escándalos de corrupción recientes en nuestro
país y en Latinoamérica, tienen como protagonista al tráfico de influencias4.
3
El Perú ha suscrito la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción (CNUCC) y la Convención Interamericana contra la
Corrupción (CICC). Ambas normas internacionales contemplan la punición del delito de tráfico de influencias reales y simuladas.
4
De acuerdo a un estudio realizado en 18 países de Latinoamérica entre el 2000 y 2013 la actuación de privados como intermediarios en
casos de corrupción alcanza el 63% y el tráfico de influencias es el principal tipo penal detectado en los casos de corrupción (Mujica:
2015: 10-11).
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Pública, ya sea al momento de presentar una denuncia o cuando solicitamos la
implementación de servicios básicos. Los pedidos y reclamos de imparcialidad,
transparencia, etc., ante la Administración Pública, se realizan siempre una vez que
hayamos podido acceder a los servicios que brinda. Un “mercado paralelo” de servicios y
bienes públicos es una manifestación de la desorganización del sistema, del mal
funcionamiento del aspecto prestacional. Entonces, si las influencias que nos ofrece un
traficante son simuladas, no está afectando la imparcialidad, sino que está confirmando la
desorganización del sistema prestacional. Es por eso que proponemos que el objeto de
protección del tráfico de influencias simuladas sea la “vigencia del carácter prestacional de
la Administración Pública”.
Este bien jurídico, no solo se explica en la existencia de “mercados paralelos”, sino que su
nivel de dañosidad social se revela a través de las redes de favores y reciprocidad que los
sustentan. En el Perú, el fenómeno de las redes de favores y de los vínculos de reciprocidad
ha sido mayormente utilizado desde la perspectiva antropológica para explicar la forma de
vida y costumbres de pueblos indígenas o grupos sociales llamados tradicionales o
primitivos. Asimismo, cuando se han utilizado estos trabajos para abordar el estudio de la
corrupción, generalmente se han hecho elucubraciones respecto de cuánto de esas
“primitivas” formas de relacionamiento ha sobrevivido en nuestra sociedad moderna, para
servir como insumo de la cultura de corrupción.
Sin embargo, como nos explica Lomnitz, la reciprocidad como sustento de las relaciones
sociales es una práctica que, lejos de ser “primitiva”, está presente en la formación de todas
las sociedades modernas en sus dos modalidades: como reciprocidad positiva (dar, recibir,
devolver) y como reciprocidad negativa (recibir lo más, dando lo menos en relaciones de
mutua intimidación o de coerción) (2005: 315 y 316). De esta manera, si bien ni el
fenómeno de la corrupción y tampoco el de la corrupción en la Administración Pública
pueden reducirse tan solo a las redes de favores basadas en esos tipos de reciprocidad, su
estudio nos da una clave para entender la peligrosidad social de delitos como el tráfico de
influencias.
Habíamos dicho que, a través de su carácter prestacional, la Administración Pública tiene
su primer contacto con los ciudadanos. Pues bien, son las relaciones de reciprocidad
positiva y negativa las que permiten la formación de los “mercados paralelos” de bienes y
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servicios de la Administración Pública. Es decir, las redes de favores que sustentan delitos
como el tráfico de influencias no solo nacen en grupos pequeños de personas relacionadas o
con cierto grado de intimidad que se deben favores mutuamente, sino que la mayoría nacen
en aquellos grupos donde los que interactúan son extraños entre sí, siempre que haya algún
beneficio en cuestión. Es así que, el tráfico de influencias no solo ha prosperado en su
aspecto micro (que serían relaciones negativas y positivas entre personas), sino a nivel
macro (que sería el lobby informal entre grupos de personas naturales con la
Administración Pública). Así, si la mayoría de vínculos nacen por la reciprocidad negativa
(es decir, entre extraños que quieren aprovechar sus ventajas), no es necesario que el
interesado acredite las influencias que el supuesto traficante que le está invocando. Pueden
ser completos extraños que, al relacionarse por reciprocidad negativa en el pacto de tráfico
de influencias, están poniendo en peligro la vigencia del carácter prestacional de la
Administración Pública, pues consolidan el “mercado paralelo” de bienes y servicios de la
Administración Pública.
Imaginemos, por ejemplo, que un funcionario invoca supuestos vínculos sobre otro de
mayor rango en el Servicio de Agua Potable y Alcantarillado de Lima (SEDAPAL) y le
ofrece a una familia que, a cambio de una cantidad de dinero determinada, él puede mover
sus supuestas influencias dentro de la empresa y hacer que el funcionario de mayor rango
les mande instalar el agua y el desagüe a la brevedad. La familia no conoce al funcionario,
no conoce la veracidad de los vínculos que invoca y sería excesivo exigir que corroboren la
información si tomamos en cuenta que, la investidura del funcionario, el entorno
funcionarial de SEDAPAL y su necesidad de servicios básicos, hacen que la relación de
reciprocidad negativa se forje y consideren aceptar el acuerdo de intercesión.
Entonces, si aceptan el acuerdo de intercesión y dejan de usar los canales regulares de
obtención de servicios públicos, se devela el “mercado paralelo” y la réplica de la conducta
de este funcionario con otras familias solo logrará consolidarlo y poner en cuestión el
funcionamiento y la organización del sistema prestacional de la Administración Pública, sin
que la posterior revelación de la falsedad de las influencias revierta el daño. Como nos
recuerda Torres: “basta con pensar en la posibilidad que estos acuerdos se produzcan de
manera simultánea y a gran escala” (2016: 18). Es decir, la conducta de invocar
influencias puede tener efectividad para crear el sistema paralelo prestacional, aunque las
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influencias invocadas sean simuladas. Finalmente, recordemos que las relaciones de
reciprocidad negativa que pueden dar forma al tráfico de influencias simuladas conllevan
intimidación y coerción, pero estas no eximen de responsabilidad penal al traficante ni al
interesado y no restan antijuridicidad a su conducta.
Adicionalmente, es importante destacar que, las redes de favores formadas a través de
relaciones de reciprocidad positiva o negativa también son consideradas lesivas y no son
admitidas en otras áreas del Derecho sin una regulación estricta. Este es el caso de la
gestión de intereses o lobby formal. El lobby formal, también conocido como gestión de
intereses, nace, en nuestro ordenamiento, al amparo del derecho al libre ejercicio de la
profesión y del derecho de asociación (artículos 2 incisos 13 y 15 de la Constitución).
Asimismo, está regulado a través de la Ley N° 28024, su Reglamento y el Decreto
legislativo N° 1353 que, recientemente, ha modificado algunas de sus disposiciones. El
lobby formal es ejercido por los llamados “lobistas o gestores de intereses” quienes, de
manera particular o asociada, ejercen la gestión de sus propios intereses o de los intereses
de sus clientes frente al Estado; teniendo en cuenta que, las consecuencias de esas gestiones
podrían tener un impacto en la sociedad y en los derechos de todos los ciudadanos. Por ello,
la legislación impone ciertas reglas para que el lobby formal se lleve a cabo de manera
inocua. Ahora bien, nuestra regulación del lobby formal, solo permite su ejercicio en el
ámbito de toma de decisiones de la Administración Pública, y excluye, entre otros, el
ámbito de las funciones jurisdiccionales del poder judicial y de los organismos
constitucionales autónomos (como el JNE). Por tanto, toda supuesta gestión de intereses o
ejercicio de influencias representa una actividad altamente restringida y excepcional en la
relación de los ciudadanos con la Administración Pública y su uso indebido puede llevar a
la comisión de tráfico de influencias.
En suma, la elección de la vigencia del carácter prestacional de la Administración Pública
como objeto de protección en el tráfico de influencias simuladas permite argumentar en
favor de la efectividad del principio de lesividad del derecho penal que, en concordancia
con lo desarrollado, consiste en que “el ejercicio del ius puniendi, a través del Estado,
solamente se verá legitimado por medio del objetivo de proteger bienes jurídicos” (2014:
14). No obstante, el bien jurídico escogido puede ser criticado en el sentido que, una vez
más, el tráfico de influencias simuladas no parece afectarlo, sino de manera lejana. Y es que
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estamos ante un delito de peligro abstracto y, como tal, su mayor problema es justificar si el
peligro lejano para el bien jurídico reviste la gravedad necesaria para la intervención del
derecho penal o si, en realidad, la sanción de este debe manejarse en otras áreas (Díaz 2016:
220). Para argumentar a favor de los delitos de peligro abstracto se han esbozado varias
teorías que buscan justificar su tipificación. Así, consideramos acertado lo expuesto por
Aguado al manifestar que “no hay nada que objetar a esta forma de tipificación siempre que
se trate de un comportamiento peligroso” (2014: 71). Es decir, se debe argumentar la
peligrosidad de la conducta en el caso concreto. Y, como hemos demostrado, existe una
peligrosidad evidente en el delito de tráfico de influencias simuladas.
5. Conclusión
A lo largo de estas líneas hemos analizado cómo el concepto tradicional de bien jurídico no
logra dar respuesta a la legitimidad de la intervención penal en delitos contra la
Administración Pública como el tráfico de influencias en su modalidad simulada. La
complejidad de relaciones que se tejen entre interesado y traficante hacen que el bien
jurídico de este delito se traduzca en la desorganización del sistema social. Esta
desorganización se da, específicamente, en las funciones prestacionales de la
Administración Pública, gracias a las espontáneas y aleatorias relaciones de reciprocidad
negativa que se forman entre ciudadanos y funcionarios. Estas relaciones hacen surgir redes
de favores en contextos que dotan de oficialidad y credibilidad la desorganización del
sistema y que desatan la aceptación del pacto ilegal de intercesión (que se replica
indefinidamente) y el surgimiento de “mercados paralelos” de bienes y servicios propios de
la Administración Pública, a pesar que luego se descubra la ausencia de respaldo real de las
influencias invocadas.
16
allá del propio derecho penal, tomando en consideración explicaciones de corte
sociológico. Sin embargo, la flexibilidad que ofrece esta perspectiva funcional y de
sistemas para sustentar la dañosidad social parece tener importantes beneficios en el
análisis de la gama de delitos más comunes y complejos de este siglo: los delitos de
corrupción.
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